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La convivencia en Puerto Rico del “civil law” y el “common law”

en el derecho de daños: un enfoque realista*

Ramón Antonio Guzmán1*

I. Introducción

Quiero, en primer lugar, agradecer la invitación a participar en este


congreso, muy especialmente al Señor Decano de esta casa, Dr. Jesús
Antonio Rivera Oré y al Dr. Carlos Soto, coordinador académico del
congreso. Para mí es un gran honor estar aquí en el Perú y,
específicamente, en esta Universidad. El Inca Garcilaso de la Vega no
sólo es la primera figura literaria que exhibe una conciencia que valora
lo autóctono, de esta realidad que —tres siglos después— el cubano
José Martí llamaría “nuestra América”; la América mestiza. Los
Comentarios reales son, también, la primera defensa consciente de lo
nuestro, el primer alegato que aboga por este mundo, cuya riqueza
consiste, afortunadamente, en ser cada día más nuevo. Por tanto, se
trata también del primero de nuestros grandes ensayos jurídicos. De
ahí que resulte tan significativo, para un jurista puertorriqueño,
compartir sus reflexiones y sus sentires en esta tierra peruana, junto a
los hermanos peruanos y los demás hermanos latinoamericanos que ha
tenido la dicha de conocer personalmente en este encuentro.

II. El derecho mixto de Puerto Rico: el supuesto choque de


culturas

Como ustedes saben, el derecho de Puerto Rico está enmarcado en los


ordenamientos que los comparatistas llaman “mixtos”. Conviven, en
nuestra Isla, las dos grandes tradiciones jurídicas de occidente: (i) el
“civil law”, que preferiré llamar “derecho civilista” o, casi mejor,
derecho continental europeo y (ii) el “common law”, que resulta
*
Ponencia presentada el 20 de junio de 2003 en el Primer Congreso Internacional
“Responsabilidad Civil y Derecho de Daños”, Universidad Inca Garcilaso de la Vega, Lima,
Perú.
1*
Profesor de Derecho Civil en la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico. Juris
Doctor, U.P.R.; Diploma de Especialización en Derechos Humanos, Universidad Complutense
de Madrid; Diploma de Especialización en Derecho Constitucional y Ciencia Política, Centro
de Estudios Constitucionales de Madrid.
mucho mejor predicado con la expresión “derecho anglo-
norteamericano”.2
Desde 1898, año de la ocupación norteamericana, el gobierno de los
Estados Unidos implantó sus normas en el ámbito público. El
contenido del derecho privado conservó los principios y las normas del
derecho continental europeo. Así, nuestro Código Civil —ahora en
revisión— lo heredamos de España conjuntamente con la Ley
Hipotecaria (revisada en 1979), el Código de Comercio (todavía
formalmente vigente, aunque sustituido en parte por las normas
tomadas del Uniform Commercial Code y el resto inoperante por el
desuso) y la Ley notarial (revisada en 1987). De ahí, que el derecho de
daños tenga su fuente legislativa en los artículos 1054 y 1802 del
Código Civil de Puerto Rico de 1930,3 idénticos a los artículos 1101 y
1902 del Código Civil de España.
La convivencia de dos familias jurídicas dio lugar a que muy pronto
comenzaran a entremezclarse figuras de una y otra. El intercambio se
produjo, la mayoría de las veces, de un modo desordenado y falto de
técnica.
La carencia de técnica es lo que más desorienta a un jurista de la
tradición continental europea. A ésta la caracteriza un derecho de
conceptos, de razonamientos deductivos, lo que exige una disciplina
técnica. ¿Y que ocurre? Que el derecho de daños tiene que regular
situaciones que no pueden aprisionarse en la rigidez conceptual. Es
posible que así ocurra con toda realidad que deba ser regulada
legalmente. Pero es indudable que es mucho más cómodo regular las
servidumbres de paso, el retracto, la sucesión mortis causa e incluso el
matrimonio, que imprimirle uniformidad legal a la indemnización del
daño. El Tribunal Supremo de Puerto Rico ha dicho, con toda razón,
que la estimación y valorización de los daños “es una gestión o tarea
difícil y angustiosa, ello debido al cierto grado de especulación en la
determinación de éstos y por incluir a su vez elementos subjetivos
tales como la discreción y el sentido de justicia y conciencia humana
del juzgador de los hechos”.4
En Puerto Rico se ha producido, en no pocas ocasiones, más que una
afectación naturalmente provocada por la convivencia, una verdadera
22
El “common law” es, en realidad, sólo un aspecto del derecho anglo-norteamericano. No
debe, pues, confundirse ambos conceptos, aunque sea común su utilización indistinta.
3
31 L.P.R.A. §§ 3018 y 5141.
4
Rodríguez Báez v. Nationwide Insurance Co., 2002 T.S.P.R. 52.
mezcolanza. Ojalá hubiera ocurrido el mestizaje. Lo mestizo es, casi
siempre, más fuerte y más hermoso que las aportaciones originales.
Pero no ha sido así. Algunas veces, más que un derecho mixto o
mestizo, hemos producido lo que en Puerto Rico llamamos una
“mogolla”.5
Un sector doctrinal ha mirado este desconcierto como el resultado
del “choque” de las dos culturas que conviven en Puerto Rico y,
prácticamente, ha responsabilizado al Tribunal de ser la institución que
generó el desorden.6 Ciertamente, el Tribunal fue el primero en
considerar, sin que nadie lo exigiera, que la vigencia del derecho
norteamericano en el territorio de Puerto Rico había tenido el efecto de
ampliar el campo de aplicación del Código Civil de Puerto Rico. En
Díaz c. San Juan L. & T. Co.,7 afirmó:
Si bien el artículo 1803 del Código Civil revisado [en
1902] es igual al 1902 del Código Civil español, a
virtud del cambio político operado en esta Isla, y a
consecuencia de la implantación del nuevo sistema
penal, sus preceptos tuvieron y tienen un campo de
aplicación más amplio.8
Fue, pues, el propio Tribunal quien voluntariamente auspició la
bienvenida y estimuló la entrada de la casuística norteamericana como
aparato hermenéutico de un texto cuyo origen era muy distinto a las
decisiones de los tribunales de los Estados Unidos. 9 De ahí que el
derecho de daños haya sido el gran escenario del ya mencionado
“choque” de culturas jurídicas.
Sobre este denominado “choque” me parece adecuado hacer tres
señalamientos que, a la vez que ayudan a entender el derecho
puertorriqueño en general, y específicamente en el ámbito de las
obligaciones generadas por la actuación ilícita, constituyen a juicio
mío un enfoque realista para comprender los préstamos jurídicos que
son cada vez más frecuentes en el globo entero.

5
El Diccionario de la Academia anota que, en Puerto Rico, una mogolla es una “[mezcla]
confusa de ideas, elementos, etc.”.
6
Véase: JOSÉ TRÍAS MONGE, EL CHOQUE DE DOS CULTURAS JURÍDICAS EN PUERTO RICO: EL
CASO DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL EXTRACONTRACTUAL, EQUITY DE PUERTO RICO (1991).
7
17 D.P.R. 69 (1911).
8
17 D.P.R. 69, 77-78 (1911) Citado en: Trías Monge, op. cit., pág. 143.
9
No es que en el derecho anglo-norteamericano no existan los conceptos, pero el
razonamiento judicial es, más bien, inductivo. Los tribunales no están sometidos al rigor de la
deducción.
Debe decirse, en primer término, que el enfoque comparatista que
insiste en la existencia de familias jurídicas con identidades distintas
resulta, en nuestro tiempo, un acercamiento desfasado. Hoy día, tanto
el desarrollo del derecho constitucional como las concepciones
políticas y las realidades económicas son los factores que producen la
esencia del ordenamiento jurídico. No se trata, meramente, de ser
europeo o norteamericano.10
El rol del juez, por tomar uno de los aspectos comparados
tradicionalmente, ya no depende de la familia jurídica en la que esté
entroncado un ordenamiento particular. El servicio público judicial
está marcado por las funciones que la constitución le pauta.
Las fuentes del derecho, por mencionar otro renglón, ya no están
sujetas a la tradición jurídica sino a la jerarquía de las normas en el
ordenamiento constitucional. Así, tomando por ejemplo el modelo
norteamericano, los jueces están constitucionalmente legitimados para
interpretar la ley, no para crearla. Por tanto, ya no tiene sentido decir
que, en el mundo anglo-norteamericano, la jurisprudencia es la fuente
primaria del derecho. Los tribunales sólo pueden crear el derecho
cuando el legislador así lo autoriza o permite. Actualmente los
esfuerzos norteamericanos se encaminan por el sendero de la creación
legislativa que tendría el efecto de limitar la amplitud del poder
judicial. Me refiero a los esfuerzos por crear una ley uniforme para los
“torts”. Y antes que este intento, hay que destacar el desarrollo no sólo
en el campo de los daños de los “restatements of law”, que no son otra
cosa que la inclinación hacia la coherencia y la uniformidad en medio
de las particularidades que presentan los fallos judiciales. Los
“restatements” son el resultado de la búsqueda de la generalidad que se
10
Me permito traer, a modo de ejemplo, el tema de la separación de la acción civil y la acción
penal en los casos que haya daños o perjuicios que reparar. Un jurista continental europeo, o
de esta tradición, mira con muy buenos ojos la integración de estas acciones. Sin embargo, por
imperativos constitucionales, la tradición anglo-norteamericana las escindió totalmente, de
modo que la pureza de un proceso en el que constitucionalmente deba determinarse
responsabilidad “más allá de duda razonable” no se contamine al presentarse prueba
relacionada con un daño que el juzgador piense que deba indemnizarse. Así se evita que una
persona sea hallada culpable en la esfera criminal con el sólo propósito de responsabilizarla
civilmente. Sin embargo, en las décadas pasadas se ha verificado, en la esfera norteamericana,
algunos supuestos de integración. Sobre este particular, véase mi trabajo: “La pena de
restitución en el derecho puertorriqueño”. 54 REV. JUR. U.P.R. 65 (1985); citado con
aprobación en Pueblo c. Falcón Negrón, 126 D.P.R. 75 (1990). La tradición peruana, igual
que en España, tiene integradas las acciones. Véase la sentencia dictada en el caso número
2064-97-Lambayeque, en la que el Tribunal afirma: “La presencia de la parte civil en el
proceso penal no tiene más fines que garantizar el resarcimiento del daño inferido con el
delito”. El Peruano, 8 de julio de 1996, pág. 1417.
alcanza en el derecho codificado. Sin embargo, en el mundo civilista la
jurisprudencia cobra una importancia que cada día es más acusada.
En segundo lugar, debo decir que los “choques”, más que colisiones
culturales, constituyen el resultado del descuido en la observancia de
la metodología. Ciertamente, el derecho puertorriqueño ha sufrido una
“crisis” de identidad. Pero tal crisis ha sido realmente un padecimiento
de los operadores jurídicos. Nuestro pueblo, ajeno al contenido de los
repertorios de jurisprudencia, siempre ha estado consciente de su
identidad. Y ésta ya tiene, como elemento innegable, aunque adquirido
fuera de la experiencia judicial, la tradición constitucional
norteamericana. Vivimos en medio de una tradición jurídica distinta de
la que existía hace un siglo, pero la jurisprudencia no ha impactado
nuestra idiosincrasia, nuestro modo de ser. Así, la crisis del derecho
puertorriqueño ha tenido como escenario el escritorio jurídico, no la
convivencia diaria de nuestra gente.
No pretendo decir que el derecho y la cultura estén totalmente
incomunicados. Pero todo jurista sabe lo difícil que es, la mayoría de
las veces, explicar sus razonamientos al ciudadano “de a pie”. Éste
examina los fenómenos con el sentido común que le proporciona la
cultura. El jurista razona de otro modo. Muchas veces artificiosamente.
En consecuencia, los juristas y el pueblo no siempre sufren las mismas
crisis. Esto es, a juicio mío, lo que ha ocurrido en Puerto Rico. Y esta
experiencia no es privativa de nuestra Isla.
La vida, por razones metajurídicas, se vive cada vez más análogamente
en los distintos puntos del planeta. Hace un siglo había mucha
diferencia entre vivir en Nueva York, Madrid, Lima o Buenos Aires. Y
todavía hay alguna, pero los grandes problemas existenciales, tanto
como las pequeñeces de cada día, son prácticamente iguales. Aquello
que Unamuno llamó la “intrahistoria” es ya una “intrahistoria” que los
pueblos comparten. Ello constituye el factor más importante para que
los enfoques judiciales, y los jurídicos en general, sean cada vez más
parecidos a los que existen en todos los puntos del planeta.
En tercer lugar, es de consignar que el razonamiento jurídico es, en el
terreno de los daños, un ejercicio que está fuertemente condicionado
por la realidad económica. Para ninguno de nosotros es un misterio
que la historia del derecho de daños no es otra cosa que el debate en
torno a (i) quién debe soportar el daño, (ii) en qué circunstancias y (iii)
en qué medida. Así se explica que, en términos prácticos, las primeras
dos preguntas que se plantea un abogado antes de asumir la
representación de un demandante son: (i) quién es el demandado y (ii)
cuánto tiene en su bolsillo para pagar la sentencia.11
Este marco económico que delimita el campo jurídico en materia de
daños es lo que explica, e incluso justifica, las decisiones judiciales
que, tomadas en Puerto Rico, han buscado su ratio decidendi en el
escenario anglo-norteamericano. Para explicarme, necesito comenzar a
presentarles algunos detalles del derecho nuestro.

III. Las normas de la indemnización: el dualismo normativo y la


realidad económica

El artículo 1054, que gobierna la indemnización del daño causado en


medio de la ejecución del contrato, es una norma de responsabilidad
objetiva. Dice este artículo: “Quedan sujetos a la indemnización de los
daños y perjuicios causados, los que en el cumplimiento de las
obligaciones incurrieren en dolo, negligencia o morosidad, y los que
de cualquier modo contravinieren el tenor de aquéllas.”12
Un acercamiento literal, debe producir una doble conclusión: (i) que el
afectado no tiene que probar que medió dolo, negligencia o morosidad
como causas del daño. Resulta suficiente, para obtener la reparación,
que demuestre la existencia de un nexo causal entre el incumplimiento
y el daño o el perjuicio sufrido y (ii) que no existe un límite en cuanto
al contenido del concepto "daños y perjuicios"; es decir, parece ser que
todos los daños o todos los perjuicios resultan reparables.
El artículo 1321 del Código Civil de Perú—perdonen que toque de
oído ante ustedes, que son los verdaderos músicos— se aleja de esta
postura objetiva, dado que la indemnización sólo procede cuando la
inejecución se haya producido por dolo, culpa inexcusable o culpa leve
del deudor. Dice el primer párrafo de este artículo: “Queda sujeto a la
indemnización de daños y perjuicios quien no ejecuta sus obligaciones
por dolo, culpa inexcusable o culpa leve.”
Debo, sin embargo, tomar excepción de una sentencia que produce
otra impresión. Aparentemente, la mentalidad judicial peruana
continúa pensando en el dualismo responsabilidad objetiva

11
Valga recordar aquí, nuevamente, el importante trabajo del Prof. Michel Godreau: Un
esquema para el análisis de problemas de derecho civil patrimonial, 55 REV. JUR. U.P.R. 9
(1986).
12
31 L.P.R.A. § 3018.
responsabilidad objetiva. En la sentencia del caso número 2691-99-
Lima se afirma:
El ilícito civil afecta un interés particular, no siendo
imprescindible que haya existido culpa o dolo en el
agente, es suficiente que el daño se haya producido,
dando lugar a que se repare económicamente el
menoscabo causado a quien ha sufrido el daño a través
de una acción privada, solicitándose la indemnización
por daños y perjuicios.13
Por su parte, el artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico, que
regula la indemnización del daño extracontractual, ha sido considerado
por la doctrina tradicional como una norma de responsabilidad
subjetiva. El texto de su primera oración dice exactamente: “El que por
acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia,
está obligado a reparar el daño causado.”14
Una norma que recoge este mismo principio, aunque ciertamente con
una redacción mucho más feliz, es la que aparece en el artículo 1969
del Código Civil de Perú. Su primera oración dice: “Aquel que por
dolo o culpa causa daño a otro está obligado a indemnizarlo.”
Es innegable que se trata, como ha advertido la doctrina, de un
programa legislativo fundado en la responsabilidad subjetiva. Lo que
la doctrina no ha querido advertir, especialmente la jurisprudencial, es
que el artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico está en medio de
un esquema legislativo que presume la culpa. Ello resulta tan pesado
como la responsabilidad objetiva, por no llegar al extremo de decir que
una y otra producen, prácticamente, casi los mismos resultados.
Sólo dentro de una concepción que presume la culpa es que puede
entenderse, por ejemplo, que en el artículo 1803 aparezcan las culpas
in vigilando e in eligendo, así como el resto de los supuestos de culpa
que aparecen en los artículos del 1805 al 1810.15 La misma explicación
tendrá la segunda oración del artículo 1969 del Código Civil de Perú,
que le impone al demandado el “descargo por falta de dolo o culpa”.
El artículo 1329 del Código Civil de Perú pauta, con toda claridad, una
presunción de culpa leve en la inejecución de la obligación.

13
El Peruano, 30 de enero de 2001, pág. 6839.
14
31 L.P.R.A. § 5141.
15
31 L.P.R.A. §§ 5144-5149. Me refiero a (i) la culpa del poseedor de un animal por los daños
que éste cause (artículo 1805), (ii) la responsabilidad del propietario (artículos del 1806 al
1809) y (iii) la responsabilidad del “cabeza de familia” (artículo 1810).
Pero más importante aún es reconocer que los artículos 1054 y 1802
del Código Civil de Puerto Rico, así como los artículos 1321 y 1969
del Código Civil de Perú, ya citados, adoptan un sistema difuso de
responsabilidad que aparece planteado, en el texto legislado, como una
norma general. Contrario sensu, el derecho anglo-norteamericano, más
cercano en este aspecto al origen romano que nuestra tradición
civilista, presenta un modelo concentrado e integrado por acciones
creadas por los tribunales para atender infracciones concretas. A fines
del siglo XIX tanto al derecho anglosajón como al alemán les pareció
que eran necesarias las restricciones romanas, dado que unas normas
tan amplias como las que aparecen en el articulado de los códigos
civiles de España, Perú y Puerto Rico resultan excesivamente vagas y
peligrosas para el tráfico económico.16
Este enfoque decimonónico permite comprender que el derecho de
daños no es el ámbito más adecuado para buscar los signos de la
identidad nacional. Es, más bien, un reflejo del desarrollo económico.
Cierto es que todo el derecho privado es esencialmente patrimonial;
versa sobre la regulación de las transferencias patrimoniales. Sin
embargo, el derecho de daños es la parcela donde la patrimonialidad
opera con mayor fuerza. La realidad económica, el valor de las cosas y
de las actividades que el ser humano realiza son los factores que casi
determinan (i) los supuestos en los que resulta imperativa la obligación
de indemnizar y (ii) la cuantía de la indemnización.
Tomemos, por ejemplo, el caso de los llamados “daños punitivos”
(“punitive damages”). En Puerto Rico sólo son posibles cuando la ley
los autoriza expresamente. En el mundo norteamericano constituyen
un mecanismo ordinario que todos los tribunales utilizan para hacer
una advertencia social y completar el efecto ejemplarizante que tiene
toda sanción. ¿Y por qué en Puerto Rico tiene carácter excepcional lo
que en los Estados Unidos es un remedio ordinario? La respuesta es
sencilla: en Puerto Rico no hay tanto dinero para “dar ejemplos” como
sí lo hay en Nueva York, Chicago o cualquier otro cantón
estadounidense.
En ocasiones se ha llegado al extremo de contradicciones casi
imperdonables, causadas por mentalidades económicas distintas.
Recuerdo, por ejemplo, el caso de Vda. de Delgado c. Boston

16
JOSÉ LUIS LACRUZ BERDEJO Y OTROS. ELEMENTOS DE DERECHO CIVIL II: DERECHO DE
OBLIGACIONES, BARCELONA, BOSCH, 1995, VOL. II, págs. 448-449.
Insurance Co.17 El Tribunal ordenó la indemnización, a los hijos del
fallecido, de la “tortura moral y física”18 sufrida por éste durante los
tres días entre la ocurrencia del accidente y la muerte. Narra los hechos
de esta manera:
No hay contención en cuanto a la dolorosa agonía de la víctima
inicial Ramón Delgado: sufrió graves quemaduras en ¾ partes de su
cuerpo como resultado de una explosión de gases al operar un
taladro eléctrico en los tanques de gasolina de la lancha de su
patrono recurrido, se mantuvo en conocimiento, no toleraba la ropa,
su condición física general era lastimosa, ‘sufriendo demasiado’; le
encomendaba a su esposa que velara por sus hijos y preguntaba por
los demás familiares […] y en esa terrible prueba sucumbió
calcinado al tercer día.19
El Tribunal valoró todo este daño en quince mil dólares. Valoración
que contrasta fuertemente con las determinaciones económicas que
hace el Tribunal Federal para el Distrito de Puerto Rico, constituido
por jueces con otra mentalidad, nombrados por el presidente de los
Estados Unidos. Este otro tribunal le concedió a un señor, esposo de
una aeromoza norteamericana que sufrió una caída en el Hotel Caribe
Hilton, una sentencia de sesenta mil dólares por las angustias mentales
que había padecido porque no pudo, durante dos noches, como
consecuencia de la caída, acostarse con su esposa.
Lejos de este caso excepcional, y sin necesidad de referirme a los
“punitive damages”, la realidad es que, en Puerto Rico, los tribunales
no son muy “generosos” en sus sentencias. (Hablo de “generosidad”
porque, en no pocas ocasiones, se confunde la “reparación” con la
“dádiva”.) No parece que, en el Perú, la realidad sea distinta. Los
profesores Núñez Molina, en un importante trabajo de publicación
reciente, afirman que “la reparación civil en la actualidad se encuentra
desprestigiada, debido a los montos irrisorios que imponen algunas
judicaturas”.20 Hay que reconocer, sin embargo, que el sistema
económico existente podría trastocarse si los jueces, en ciertos casos,

17
101 D.P.R. 598 (1973).
18
101 D.P.R. 598 (1973) (énfasis añadido).
19
101 D.P.R. 598, 599 (1973).
20
Cledy Núñez Molina y Waldo Núñez Molina. “La influencia de la teoría económica del
derecho en la responsabilidad civil derivada de delito”. Ágora Revista de Derecho. Univ. Inca
Garcilaso de la Vega, Lima, Perú, Año II, núm. 2, pág. 161.
obligaran a reparar (i) todo tipo de daño y (ii) en la medida total que
éste debería repararse.21
Así, por ejemplo, es indudable que un niño abusado por sus padres,
quienes por dolo o negligencia han causado un perjuicio a su hijo
menor, deberían —conforme al texto amplio del artículo 1802—
remediar el daño. Sin embargo el legislador, prácticamente impulsado
por una política impuesta por el Tribunal, niega la reparación en este
tipo de casos.22 Detrás del ratio que esgrimen las sentencias (la
supuesta salud de los vínculos familiares), el verdadero fundamento
reside en el terreno económico. El Tribunal no ha podido ser más
claro. Su jurisprudencia indica que los menores no pueden demandar
al padre pero sí a la aseguradora de éste. 23 ¿Dónde queda, pues, la
21
Como ejemplo peruano, remito al pronunciamiento en el caso número 2003-98-Lima, donde
se afirmó: “Los supuestos contenidos en el artículo 1972° del Código civil sirven sólo para
exonerar la responsabilidad indemnizatoria, por ende, tal dispositivo no resulta aplicable para
sustentar jurídicamente la reducción o disminución del quantum indemnizatorio, además
dicha norma no contempla dentro de sus supuestos la realidad económica del país ni el
peligro de transformar el desarrollo y existencia de la empresa privada.” El Peruano, 12 de
abril de 1999, pág. 2897. (énfasis añadido).
22
La determinación inicial, que puso en vigor una “política pública” que no había sido fijada
por el legislador, aparece en Guerra c. Ortiz, 71 D.P.R. 613 (1950). En Alonso García c.
Ramírez Acosta, 2001 TSPR 126, refiriéndose al nuevo artículo 1810a, el Tribunal expresó
abiertamente lo siguiente: “el legislador meramente se limitó a incorporar en nuestro
ordenamiento jurídico la norma establecida jurisprudencialmente por este Tribunal desde
1950.” Pero el asunto no quedó ahí. El Tribunal, sin contemplación alguna, y en contradicción
de la interpretación juiciosa que había hecho del texto del artículo 1810a, finalmente resolvió
lo siguiente: “Cónsono [sic] con la intención legislativa de conservar la unidad familiar, y de la
misma manera que desde 1950 le concedimos inmunidad a los padres en pleitos de daños y
perjuicios incoados por sus hijos, hoy establecemos jurisprudencialmente que la norma del
artículo 1810A, supra, debe extenderse a los abuelos.” Res ipsa loquitur. No creo que, ni
siquiera en los Estados Unidos, sea bien mirado este tipo de fallo, que está en innegable
contradicción con el texto legislado. El Código Civil de Puerto Rico fue enmendado, en 1996,
para incluir el artículo 1810a, 31 L.P.R.A. § 5149a, que dice así: “Ningún hijo podrá demandar
a sus padres en acciones civiles en daños y perjuicios cuando se afecte la unidad familiar, la
institución de la patria potestad y las relaciones paterno-filiales. Disponiéndose, que dicha
prohibición no será absoluta y podrá ejercitarse la acción en daños y perjuicios cuando no
haya unidad familiar que proteger, ni relaciones paterno-filiales que conservar.” La aprobación
de este artículo refleja la mentalidad típica del legislador norteamericano, cuya legislación es,
muchas veces, un calco de las decisiones judiciales. Lo peor de todo ello es tener que
preguntarse, ¿cuándo es que no hay ya unidad familiar que proteger o relación paterno-filial
que conservar?
23
Drahus v. Nationwide Mutual Insurance Co., 104 D.P.R. 60 (1975). En esta opinión, el
Tribunal se expresa así: “Cuando los daños están cubiertos contractualmente por un
asegurador que a todas luces no está comprendido en el ámbito afectivo de la familia, la
acción no genera la animosidad ni las relaciones tirantes entre padre e hijo que caracterizan la
confrontación adversativa, ni se empobrecerá el capital de la familia. De hecho se fortalecerán
la unidad y el bienestar familiar porque se logra la reparación económica del infortunio que a
todos aflige. El viejo fantasma del desquiciamiento de la armonía doméstica cede el sitio a la
unidad familiar? La contestación es obvia. Se colige claramente que,
desde tal postura, la unidad familiar no está muy lejos de ser otra cosa
que la unidad patrimonial.
Lo mismo ocurre en el supuesto de la llamada “privación del afecto”.
El Tribunal ha resuelto —obviando las implicaciones de la existencia
de un sistema difuso de responsabilidad— que no existe “acción” en
estos casos. Así, aunque el adulterio es un delito que está incluso
criminalizado, el Tribunal parece decirnos que, en el ámbito civil, la
única sanción es el divorcio, no un supuesto de los que obligan a
indemnizar al afectado o la afectada.24
Otro ejemplo, de la fuerza del razonamiento económico, es la
naturaleza no hereditaria del lucro cesante por causa de muerte. Sólo
los dependientes del fallecido están legitimados para recibirlo. 25 La
indemnización está concebida como un remedio contra el desamparo
económico que puedan sufrir los dependientes, quienes no son
necesariamente los herederos legítimos del fallecido. Con esta postura,
el Estado demuestra que sólo le preocupa, en estos casos, no tener que
soportar la carga económica que le significaría el desamparado.
Cuando no existe este riesgo, entonces el Estado “premia” al causante
del daño cuando el fallecido no tiene dependientes.

relativa satisfacción que fluye del resarcimiento pecuniario.” 104 D.P.R. 60, 63-64 (1975).
24
En Romero Soto c. Morales Laboy, 134 D.P.R. 734 (1993) el Tribunal comienza a plantear
la controversia como si su ámbito de actuación fuera el escenario anglo-norteamericano: “El
presente recurso requiere que decidamos si debemos reconocer una acción en daños y
perjuicios bajo el Artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico, 31 L.P.R.A. Sec. 5141, al
cónyuge inocente contra el amante del cónyuge adúltero.” Luego de discutir el asunto
conforme a la doctrina existente en Estados Unidos, Canadá, España y Francia, resuelve: “No
hay duda que reconocer la presente acción tiene el efecto de victimizar innecesariamente el
fruto inocente de la relación extramatrimonial. Es el hijo al que se le dificultará la obtención
del reconocimiento voluntario, el beneficio de dejar aclarado su status filiatorio verdadero
mediante una impugnación de paternidad y la acción de filiación, y la obtención de los
alimentos. Si bien es cierto que debemos de desalentar [sic] las relaciones adúlteras, no es
menos cierto que en aras de propulsar este interés, no debemos de victimizar [sic] al fruto
inocente de esas relaciones. Según expresamos recientemente, ‘[s]omos del criterio que el
Estado puede promover y fortalecer la institución del matrimonio por otros medios. No hay
necesidad de castigar al inocente.” Es posible, insisto, que este sea un modo adecuado de
atender el problema. Pero no debió utilizarse el enfoque concentrado de “acciones”, que es
propio del derecho anglo-norteamericano. El asunto pudo atenderse, perfectamente, dentro de
los parámetros legales y metodológicos nuestros. Me parece importante subrayar que este
señalamiento no se trata, meramente, de una preferencia metodológica que, a fin de cuentas,
no tiene demasiada importancia. La preocupación causada por este enfoque de crear o rechazar
acciones es que tales actuaciones judiciales pueden representar un disloque constitucional,
dado que implican la intromisión judicial en un ámbito que constitucionalmente le
corresponde a la rama legislativa.
25
Véase: Zeno Molina c. Vázquez Rosario, 106 D.P.R. 324 (1977).
Recientemente, el Tribunal emitió un fallo preocupante. Resolvió, en
Castro Cotto c. Tiendas Pitusa, Inc.,26 que la demandada tiene derecho
a exigir a sus clientes que, antes de abandonar la tienda, muestren su
recibo de compra. Es decir, éstos vienen obligados a destruir la
presunción de mala fe que les persigue una vez que entran en la tienda,
lo que resulta jurídicamente incomprensible.
En primer lugar, porque las cosas compradas y pagadas son ya
propiedad del cliente que las compró y pagó. Amén que el artículo 393
del Código Civil de Puerto Rico establece que “[la] posesión de los
bienes muebles adquiridos de buena fe equivale al título.” 27 En
segundo lugar, y más importante, porque el mismo Tribunal ha
resuelto que el derecho a la intimidad tiene un rango tan importante
que puede invocarse incluso frente a terceros.28
La balanza se inclinó, obviamente, a favor de una facultad que se
reconoce a las Tiendas Pitusa para “proteger su mercancía”, dado que
“hay que hacer un balance adecuado entre el deber que tiene toda
persona de cooperar en la lucha contra el crimen y el derecho que tiene
toda persona a no ser privada ilegalmente de su libertad.” Sin embargo,
la realidad jurídica es que las cosas que el cliente lleva consigo no son
ya propiedad del almacén sino del cliente que las pagó y, en

26
2003 T.S.P.R. 101, resuelto el 9 de junio de 2003.
27
31 L.P.R.A. § 1479 (énfasis añadido) Hubo, pues, un olvido de la norma contenida en el
CcivPR, la cual está reconocida y ampliada en la jurisprudencia del Tribunal: la buena fe
siempre se presume. El artículo 364 del Código Civil de Puerto Rico establece que la buena fe
“se presume siempre”. 31 L.P.R.A. § 1425 En Velilla c. Pueblo Supermarkets, Inc., 111 D.P.R.
585 (1981), el Tribunal dictaminó “que el requisito de la buena fe es también exigencia
general de nuestro derecho y que como tal se extiende a la totalidad de nuestro ordenamiento
jurídico.” 111 D.P.R. 585, 587-588 (1981). La decisión, en Castro Cotto, arranca de una
presunción invertida que no encuentra su génesis, como jurídicamente la encuentran las
presunciones, en lo que ordinariamente ocurre en la convivencia. Por ejemplo, se presume que
una carta depositada en el correo llega a su destinatario porque eso es lo que ordinariamente
ocurre. Así también pasa con la presunción de buena fe. La gente, ordinariamente, obra de
buena fe. Y, en cuanto a la decisión en Castro Cotto, sólo hay que señalar que la gente
ordinariamente entra a los almacenes a comprar, no a apropiarse ilegalmente de la mercancía.
Es muy triste que, con la postura asumida, la propia gerencia de las Tiendas Pitusa se haya
convertido a sí misma en una víctima del slogan injusto que afirma que allí “compra la
gentuza”. Otros almacenes (v.g. Sears, J.C. Penney, Macy’s), ubicados en centros comerciales
de mayor prestigio, con un sistema de financiamiento que pone una tarjeta de crédito en manos
de sus clientes, lo que aumenta el poder adquisitivo de éstos, no les obligan a mostrar el recibo
de compra cuando abandonan la tienda. Otros, como Costco y Sam’s Club, convierten la
intromisión en una consecuencia, consentida contractualmente, de la pertenencia a un club
donde sólo pueden comprar los socios. Así, la presunción de mala fe se transforma, por razón
del contrato, en una inferencia de tratamiento “exclusivo y privilegiado”.
28
Véase: Colón Vda. de Rivera c. Romero Barceló, 112 D.P.R. 573 (1982) y Arroyo c. Rattan
Specialties, Inc., 117 D.P.R. 35 (1986).
consecuencia, tiene derecho a disfrutar de la presunción de que las
posee de buena fe.
Los grandes almacenes hicieron prevalecer su criterio a través de
un argumento fundado en el supuesto alto costo que tiene la ratería y
cómo, a fin de cuentas, quienes la pagan son todos los clientes. Es
indudable que quiso auspiciarse que la clientela de Pitusa no esté
expuesta a pagar precios más altos, aun cuando el derecho de
intimidad resulte conculcado, dado que el movimiento económico en
estos almacenes es significativo y propiciatorio del desarrollo
económico de todo el país.
Falta ahora saber si los clientes de Pitusa, o de cualquier otro
almacén, estarán dispuestos a pagar el precio que sea, incluyendo su
dignidad constitucionalmente reconocida, para poder comprar más
barato. No es improbable que consientan pagar el precio de un
vejamen, dada la poca conciencia que, en Puerto Rico, muchas veces
existe en torno a la dignidad personal. De ahí que lo imperativo sea
que los operadores jurídicos constantemente reconozcan y recuerden al
ciudadano su dignidad personal y jurídica y, en casos como Castro
Cotto, presuman el atropello.29
Finalmente me refiero al caso de Torres c. Castillo Alicea.30 En
éste se decretó la inconstitucionalidad de los incisos (a) y (c) del
artículo 2 de la Ley de Pleitos contra el Estado, que fijaba límites de
treinta mil y sesenta mil dólares en los casos que el Estado hubiera
actuado negligentemente. En la opinión, el Tribunal expresa su
conciencia de ser un instrumento que modera las sanciones en
búsqueda de una armonía económica. Dice así:
Eliminado el límite compulsorio en la indemnización,
queda ésta moderada por el arbitrio judicial que en cada
caso habrá de estimar la intensidad del agravio y la
motivación del autor del acto dañoso en la totalidad de
factores determinantes de la cuantía de compensación,
de modo que dentro del justo principio de reparación no
adquiera ésta naturaleza punitiva contra toda la
sociedad que ha de absorber el costo de la negligencia.31

29
No creo que sea muy difícil tomar conocimiento judicial de la prepotencia de los guardias y
los gerentes cuando consideran que es incorrecta la actuación de un cliente.
30
111 D.P.R. 792 (1981).
31
111 D.P.R. 792, 804 (1981).
Luego de la decisión en Castillo Alicea, el legislador actuó y aumentó
los límites a sesenta mil y ciento setenta y cinco mil, 32 que fue
precisamente la indemnización concedida en la sentencia dictada en
Castillo Alicea. Diez años después, en Defendini Collazo c. E.L.A.,33
con una explicación casi ininteligible, se determinó que los nuevos
límites son constitucionales. El Estado hizo prevalecer su postura: las
sentencias sin límite legislado podrían dar lugar a un caos en la
gerencia y la utilización del erario.
Hay muchos más ejemplos, pero pienso que estos cuatro son
suficientes para ilustrar que el enfoque norteamericano, ciertamente
alejado del derecho legislado en Puerto Rico, es el mecanismo que ha
utilizado nuestro Tribunal para afrontar la realidad económica.
El derecho norteamericano optó, como se ha dicho, por dejar a un lado
el principio general. Prefirió las acciones concretas. Concibió que, de
este modo, puede lograrse un resultado más razonable y equitativo. No
se trata, pues, de una ausencia de generalidad producida por lo que
algunos perciben como la inferioridad de una tradición jurídica. Es,
más bien, el resultado de una opción elegida conscientemente por ser
pragmática, que persigue evitar el caos económico a la vez que se
logra un programa de indemnizaciones. En consecuencia, no puede
decirse que el Tribunal haya sido irresponsable en el manejo de las
instituciones del derecho civil. El influjo norteamericano le ha servido
para ajustar la realidad jurídica a la realidad económica. Los enfoques
norteamericanos han sido el instrumento para manejar, con mayor o
menor acierto, el carácter difuso de nuestro derecho legislado en
materia de daños y la adecuación de éste a nuestra realidad económica.
Lo más importante, me parece, es que los tribunales tengan plena
conciencia de la diferencia de enfoques y cómo fusionarlos
adecuadamente en el derecho nuestro. Así habría casos, como el de la
aeromoza, que podrían mirarse de una manera distinta y, por tanto,
llegar a un resultado distinto, que no sólo se ajuste a la realidad
económica de Puerto Rico sino también a la moral social nuestra.
También puede evitarse la actuación contradictoria. Me refiero, por
ejemplo a situaciones como la ocurrida en Valle c. American
International Insurance Co.34 En este caso, cuya opinión es un intento
honesto por lograr un derecho puertorriqueño, fueron revocadas todas
32
Ley Núm. 30 de 25 de septiembre de 1983, 32 L.P.R.A. § 3077.
33
134 D.P.R. 28 (1993).
34
108 D.P.R. 692 (1979).
las decisiones que habían encontrado su fundamento en el derecho
anglo-norteamericano.35 Sin embargo, luego de resolver el asunto
correctamente conforme a la metodología civilista, el juzgador decidió
buscar, con afán, un precedente. Como no lo halló en España, viajó
hasta Italia. Así, en una opinión que pretendió resguardar la tradición
civilista en la cual está entroncado el derecho nuestro, el juzgador no
se sintió cómodo sino hasta encontrar un precedente judicial. Aunque
el viaje fue a través de la Europa continental, donde está el origen de
nuestro derecho privado, se exhibió una actitud anglo-norteamericana.
Si tomamos nuevamente el caso de la aeromoza, tendría que decir que
la responsabilidad no debe llegar tan lejos. Atendido técnicamente el
asunto, tal caso podría convertirse en una trágica parodia del proceso
judicial. El demandante estaría obligado a demostrar que su
sufrimiento cuesta sesenta mil dólares. Para ello tendría que traer a su
esposa, exhibírsela al juez y éste, luego de evaluarla, en lugar de
sancionar al demandado, podría condenar al demandante a pagar al
demandado por éste haberle librado, durante dos noches, de cumplir
con aquello que antiguamente se llamaba el “débito conyugal”.
Pero se trataría, como he dicho, de una verdadera parodia. El derecho
no tiene por qué permitir que ni una mujer ni un hombre estén
sometidos a tanta humillación. Tampoco debe propiciarse una
concepción tan “carnal” del matrimonio.
En casos parecidos, el juez puede, sin el menor asomo de imprecisión
técnica, ajustar el modelo norteamericano al texto legislado. No está
obligado a decir que no existe, en el ordenamiento de Puerto Rico, la
“acción por pérdida del consorcio marital”. Basta con decir que tal
pérdida no está comprendida en el concepto “daño” que aparece en el
artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico. Así se logra una
justificación propia del derecho civilista, aunque con una premisa
característica del enfoque económico norteamericano. Ello implica que
puede hacerse sabiamente un préstamo al derecho anglo-
norteamericano sin necesidad de afectar la metodología del derecho
nuestro.36

35
“Se revocan en consecuencia los casos citados en todo lo que entrañe la utilización de
preceptos del derecho común para resolver problemas de derecho civil. En los casos
apropiados será lícito el empleo del derecho común en sus múltiples y ricas versiones la
angloamericana, la original británica, la anglocanadiense y otras a modo de derecho
comparado, así como el uso de ejemplos de otros sistemas jurídicos.” 108 D.P.R. 692, 696-697
(1979).
IV. La superación del dualismo o bifurcación de la
responsabilidad

Quiero, finalmente, referirme a una bondad más del derecho


norteamericano que ha tenido acogida en Puerto Rico. Me refiero al
tema de la bifurcación de la responsabilidad. El derecho anglo-
norteamericano ha unificado la materia y ha creado una sola doctrina
de los “torts”, en la que se prescinde de hablar dualmente de la
responsabilidad contractual y la extrancontractual.
Dándole acogida a la unificación, el Tribunal resolvió, en el caso de
Prieto c. Maryland Casualty Co.,37 que no hay lugar en el derecho
nuestro para dos nociones distintas de la responsabilidad generada por
el daño. Lo que es mucho decir, dada la bifurcación clarísima que
aparece legislada en los artículos 1054 y 1802 del Código Civil de
Puerto Rico. Pero fue la única vía que el Tribunal vio para poder
aplicar, en el ámbito de la responsabilidad contractual, las normas de la
responsabilidad por culpa.
Prieto es un ejemplo magnífico del préstamo bien hecho, dado que la
mentalidad norteamericana buscó sentido en la doctrina romano-
germánica. Así, como ratio decidendi, el Tribunal citó extensamente a
Manresa:
Si partimos del sentido unitario que hemos dado a la noción de
culpa, como algo que ha de concurrir para que la responsabilidad
pueda declararse, observaremos la falta de fundamento para
conceder tanta importancia, como muchas veces le damos, a la
clasificación de la culpa en contractual y extracontractual (1), en
esencia una misma, sin que neguemos presenten al ponérseles en

36
El Tribunal ha tenido dificultades para distinguir conceptualmente el sistema restringido de
acciones, propio del derecho anglo-norteamericano, del sistema difuso de responsabilidad
general que pauta el artículo 1802 del Código Civil de Puerto Rico. La última manifestación
aparece en Castro Cotto c. Tiendas Pitusa, Inc., supra. Allí el Tribunal dice exactamente lo
siguiente: “En Puerto Rico existe una acción de daños y perjuicios por detención ilegal la cual
se ventila bajo el Art. 1802 del Código Civil, 31 L.P.R.A. 5141. La misma [es decir, la acción]
se define como el acto de restringir ilegalmente a una persona contra su voluntad o libertad de
acción personal. Ayala v. San Juan Racing Corp., 112 D.P.R. 804 (1982). De configurarse
dicha detención el causante de la misma responderá en daños y perjuicios si dicha actuación
fue culposa.” Obsérvese cómo el Tribunal habla de una acción que “se ventila”. Es decir,
como si la indemnización se tratase de una consecuencia de una acción creada
jurisprudencialmente en Ayala c. San Juan Racing y el Código Civil de Puerto Rico fuese una
norma procesal bajo la cual se ventila el asunto.
37
98 D.P.R. 594 (1970).
juego con las respectivas situaciones de una y otra clase, ciertas
particularidades, y que respecto a la llamada ‘aquiliana’ hayan de
observarse en primer lugar las normas de los arts. 1.902 y
siguientes, cual advierte el 1.093, ya comentado. Pero nada de esto
[sic] es obstáculo para impedir la división más allá de lo necesario
de esa entidad, culpa que siempre ha de combinarse con la idea
responsabilidad y la acción u omisión determinante del
incumplimiento, para llegar al resultado, o sea la obligación de
indemnizar; y en cuya función ha de operar siempre para que tal
obligación pueda estimarse.38
En el caso de Prieto, un ingeniero arrendó una pala mecánica para
realizar ciertas obras. La máquina estaba defectuosa y, al zafarse el
cucharón, le causó perjuicios físicos que le produjeron la muerte al
arrendatario. Pero el ingeniero, en medio del trabajo, se había detenido
debajo del cucharón para encender un cigarrillo. El Tribunal consideró
que esta actuación del ingeniero constituyó una imprudencia que daba
lugar a la reducción de la sentencia y, por tanto, le pareció que el ideal
de justicia exigía salirse del esquema pautado en el Código Civil de
Puerto Rico. No se advirtió, empero, la alternativa que brinda el
artículo 1056, idéntico al 1103 del Código Civil de España, el cual
dispone que la responsabilidad que procede de negligencia “es
igualmente exigible en el cumplimiento de toda clase de obligaciones,
pero podrá moderarse por los tribunales según los casos.”39 Este
artículo es el que los tribunales españoles a pesar de no existir en el
Código Civil de España una referencia a la causalidad comparada han
venido aplicando en los casos de concurrencia de culpas.40
Es importante destacar este último dato, dado que otro de los
resultados innecesarios que ha producido en Puerto Rico la
coexistencia atécnica de dos familias jurídicas ha sido, precisamente,
la enmienda que introdujo, en el artículo 1802, una segunda oración:

38
MANRESA, COMENTARIOS AL CÓDIGO CIVIL, T. VIII, VOL. 1, págs. 146 y ss., citado en 98
D.P.R. 594, 619 (1970).
39
31 L.P.R.A. § 3020.
40
Véase, por ejemplo, la sentencia de 18 de octubre de 1989, dictada por el Tribunal Supremo
de España. Refiriéndose a la aplicabilidad del artículo 1103, se dijo: “la facultad moderadora
depende de las circunstancias del caso concreto, y en el que nos ocupa, resulta indudable,
atendiendo a la narración de hechos probados, y al resultado conjunto de las pruebas
practicadas, que no es dable apreciar que la víctima hubiera incurrido en algún género de
culpa, bien por imprudencia, bien por negligencia, que influyera en el acontecer del daño
producido”. (énfasis suplido).
“La imprudencia concurrente del perjudicado no exime de
responsabilidad, pero conlleva la reducción de la indemnización.”41
De este modo se introdujo, en el ordenamiento de Puerto Rico, la
misma norma que, con un lenguaje mucho más adecuado, aparece en
el artículo 1326 del Código Civil de Perú: “Si el hecho doloso o
culposo del acreedor hubiese concurrido a ocasionar el daño, el
resarcimiento se reducirá según su gravedad y la importancia de las
consecuencias que de él deriven.”
Este último texto deja claramente pautado que se trata de un asunto
de causalidad, no de la mal llamada “negligencia comparada” de la
cual tanto se habla en Puerto Rico sin tomar en cuenta que toda
conducta negligente lo es en un cien por ciento. Carece de sentido
comparar las culpas y, en consecuencia, éstas son incompensables. 42
Lo único que puede y debe compararse es el elemento causal y, de este
modo, se determina cuánto ha contribuido cada culpa a causar el daño.
No tiene sentido, por ejemplo, decir que una persona que conducía su
vehículo por encima del límite de velocidad legalmente permitido fue
negligente en un cincuenta por ciento. Tal actuación es cien por ciento
imprudente. Otra cosa es que ese acto cien por ciento negligente sólo
haya contribuido, en un cincuenta por ciento, a causar un daño. Es
decir, no debe confundirse el grado de la culpa con el quantum de su
contribución a la causalidad del daño.
No obstante, el artículo 1056, aunque no sea citado, es aplicado
continuamente por los tribunales. Verbi gratia, en el caso de Prieto,
desafortunadamente se tomó en cuenta el segundo matrimonio de la
demandante para reducir la indemnización que le había concedido la
primera instancia judicial. También se explica que el Tribunal (i)
recalque continuamente que la valoración del daño no constituye
precedente y (ii) disminuya cuantías sin dar mayor explicación que el
mero “nos parece” o “somos del criterio” o alguna frase equivalente.
Por otro lado, aunque el Tribunal sabe que la responsabilidad del
médico emana de un contrato, también se ha negado a fijar la
responsabilidad a base del artículo 1054. Y pienso que no lo ha hecho
por ignorancia, sino porque sabe que las normas del derecho

41
31 L.P.R.A. § 5141.
42
En la sentencia de 30 de junio de 1988, dictada por el Tribunal Supremo de España, se
afirma que los tribunales tienen la facultad “de efectuar, más que una compensación de culpas
porque las culpas no se compensan, como dice la sentencia de 15-12-1984 la ponderación del
dato de concurrir la víctima a la originación del resultado dañoso que reporta, circunstancia a
la que es consiguiente la compensación de lo que únicamente es compensable, a saber es las
consecuencias reparadoras”. (énfasis añadido).
norteamericano atienden, mucho mejor, las particularidades de la
responsabilidad profesional. En estos casos, el derecho de los Estados
Unidos no tiene ni aplica las normas de la responsabilidad objetiva que
aparecen en el artículo 1054. Tampoco existe allí la presunción de
culpa. Los profesionales están protegidos por una presunción de
corrección que sólo puede destruirse con la prueba que acredite que el
profesional demandado no actuó conforme a los cánones de excelencia
fijados por su profesión, no por los tribunales. Ello implica un
tratamiento de responsabilidad subjetiva, que en el esquema del
Código Civil de Puerto Rico corresponde a la responsabilidad
extracontractual, no a la contractual.
En los casos que el médico ha tenido un acceso ilegal al cuerpo del
demandante, por éste no haber consentido la intervención, los
tribunales norteamericanos han tenido que crear la doctrina del
“consentimiento informado”. Sin embargo, no se ha tomado en cuenta
que, en Puerto Rico, tendríamos que referirnos al “consentimiento
viciado”. Pero este desacierto técnico insisto es el modo de adoptar
criterios que el Tribunal considera superiores o, por lo menos, más
adecuados para la reparación del daño.
No es que me desagrade totalmente esta postura, pero sería preferible
que, en sus sentencias, el Tribunal se limitara a señalar las actuaciones
que el legislador debe tomar. Es el legislador, no el Tribunal, el
depositario de la voluntad del pueblo. Por tanto, es al legislador a
quien corresponde decir cómo deben atenderse los problemas. Hay que
reconocer, sin embargo, que dada la independencia decisiva de la rama
judicial, ésta puede atender más libremente algunos temas. El
legislador muchas veces pone la voluntad de la cual es depositario en
el juego que le hacen los cabilderos o simplemente se hace víctima,
por su ambición política, de los diversos grupos que lo presionan.

V. Conclusión

En resumen, lo que estoy postulando es que el intercambio jurídico,


más que saludable, es obligatorio en estos tiempos, aunque no hay
necesidad de efectuarlo chapuceramente. Las influencias y los
préstamos pueden verificarse dentro de los parámetros técnicos. Amén
que no hay que olvidar nuestros textos legislados, dado que el enfoque
meramente económico tampoco es el desideratum. El derecho de
daños no puede tener el sólo objetivo de evitar problemas económicos
a los demandados. Tampoco tiene el mero propósito de resarcir el daño
que injustamente ha sufrido el demandante. Su misión primerísima es,
a mi modo de ver, establecer estándares adecuados de comportamiento.
La vida tiene que vivirse, como postula el derecho desde los tiempos
de Roma, honestamente y sin causar daño al prójimo. Y cuando no
prima la honestidad y la salud física y mental, cada cual debe pagar por
el daño que ha causado. Por eso nuestros textos legislados, que
encarnan un principio general, no pueden resultarnos despreciables.
Deben estar ahí, manejándose racionalmente sí, pero como un estímulo
constante para que nuestras sociedades funcionen saludablemente, a la
vez que nos encaminamos a fortalecer la economía municipal y la
global, de tal modo que haya cada vez menos sufrimiento y, por ende,
menos sentencias. Pero que, cuando las haya, obliguen a pagar todo
cuanto objetivamente haya que reparar.
En consecuencia, los juristas dedicados a estos temas debemos estar
conscientes de dos imperativos. Primero: que nuestras normas y
principios no pueden estar desvinculados de la realidad económica. 43
Segundo: que el quehacer jurídico debe propiciar el desarrollo
económico. Urge que en Puerto Rico, en el Perú y en el mundo entero
tengamos nuestra platita nuestros chavitos, como decimos los boricuas
para que no quede un sólo perjuicio sin reparación.
Muchas gracias por su atención. Reciban, todos, un fuerte abrazo
caribeño.

43
Remito, nuevamente, al trabajo de los doctores Cledy Núñez Molina y Waldo Núñez
Molina, La influencia de la teoría económica del derecho en la responsabilidad civil derivada
de delito, ÁGORA REVISTA DE DERECHO. Univ. Inca Garcilaso de la Vega, Lima, Perú, Año II,
núm. 2, págs. 161 y ss.

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