Y quise partir citando este poema porque el terremoto que nos ha asolado
no sólo nos ha revelado aquellas visiones –por cierto desfiguradas y
caricaturescas-, de un Dios que castiga o de un una divinidad que “permite” el
sufrimiento para un bien mayor, sino porque la pregunta por el “sentido” que tiene
el sufrimiento o, al menos, de aquel que se le pueda dar, cobra hoy mayor
relevancia. Y esto no quiere decir que la pregunta por el sentido del sufrimiento no
se plantee permanentemente o que ésta se haga más pertinente en algunos
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momentos; ella está siempre ahí, latente, y se hace evidente con más fuerza cada
vez que la humanidad se ve expuesta a situaciones límite y en donde la vida,
sobre todo, se ve amenazada. Por eso me parece muy atinente que, junto con
buscar, desde las Sagradas Escrituras, el sentido de los acontecimientos y qué es
lo que nos quiere decir Dios en toda esta realidad, podamos hacer también una
reflexión acerca del “sentido” del sufrimiento desde una visión cristiana, pues
como Iglesia estamos llamados, precisamente, a ofrecer ese “sentido” a todos los
hombres y ese “sentido” sólo puede darlo y encontrarse en Jesucristo.
1
El hombre en busca de sentido, V. Frankl, Herder, Barcelona, 1979, p. 131.
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N° 37.
2
3.- Las preguntas por el sentido del sufrimiento.
Es evidente que el sufrimiento en todas sus formas, sea éste físico o moral,
siempre suscita preguntas, interrogantes, interpelaciones hacia la persona misma
que lo padece (¿por qué a mí?) cuestionamientos a la propia vida cuando se hace
la experiencia del absurdo (¿para qué vivir) o finalmente, al rol que le cabe a Dios
en cuanto Creador y dador de esa vida (¿Por qué Dios “permite” este sufrimiento?
¿dónde está Dios?. ¿es posible creer todavía en un Dios lleno de misericordia
cuando existe el sufrimiento?). Demasiadas veces se escuchan aquellas típicas
frasecitas cliché, rayanas en lo cursi, que apelan a la fuerza de flaqueza que hay
que sacar de situaciones de dolor; así se habla de “lo que no te mata te hace más
fuerte”; o aquellas otras que tratan de buscar un “sentido ulterior”, “misterioso” a
aquellos acontecimientos trágicos que nos golpean cuyo esclarecimiento definitivo
será en el más allá. Sea como sea, y más allá de que el origen del sufrimiento
humano se derive de nuestra radical finitud o de la “gran cantidad de culpas
acumuladas a lo largo de la historia” 3, lo cierto es que nunca es tarea fácil buscar
y encontrarle sentido al sufrimiento. Es más, la experiencia de la vida muchas
veces nos enseña que para algunas personas la experiencia del sufrimiento no es
una oportunidad para buscarle un sentido y así salir adelante, sino que el sufrir se
torna una vivencia destructiva, aniquilante, y que termina finalmente con la vida.
Como dice León Tolstoi dramáticamente: Sentí que los fundamentos sobre los
cuales me sostenía se tambaleaban, que ya no tenía nada que me sirviera de
apoyo, que todo aquello para lo cual había vivido no significaba nada y que no
tenía una razón para vivir… la verdad era que la vida no tenía ningún sentido.
Cada día, cada paso me llevaba más cerca del precipicio donde no veía sino la
ruina”. Los golpes fuertes de la vida vienen a poner en crisis todo lo que antes
considerábamos estable y sólido; por eso la pérdida de la casa, del ser querido,
del negocio que sostenía la familia y financiaba los estudios de los hijos, devienen
en experiencias existenciales muy fuertes, ya que se viven como un morir a un
modo de ser, de vivir; es la pérdida de las relaciones, del habitat en donde se
creció, se hicieron amistades, se establecieron relaciones. La experiencia del
sufrimiento y el sentido que le demos pasa necesariamente por considerar cuán
importante es para las personas no sólo la pérdida de los seres queridos sino
también la pérdida de los objetos materiales, tales como la casa. La pérdida del
objeto amado –la casa- lugar, ámbito, donde se creció, se vivió la vida junto a la
familia plantea también un desafío a nuestra Iglesia como comunidad de
creyentes. Se trata, en el fondo, de no minusvalorar los objetos materiales
poniéndolos en relación directa con el valor de la vida humana que siempre será
más importante; en este sentido como Iglesia también debemos aquilatar el
significado simbólico, afectivo y espiritual de los objetos materiales que hemos
perdido producto del terremoto, trátese de la casa para una familia o de un templo
para la comunidad. La pregunta por el sentido del sufrimiento, entonces, tiene que
asumir primeramente el significado de la pérdida y valorarla en su real sentido
para poder hacer después el necesario proceso del duelo.
3
Benedicto XVI, Spe Salvi, N° 36
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4.- Dar sentido al sufrimiento desde el Evangelio.
Jesús no hizo una reflexión teórica del por qué del sufrimiento humano;
tampoco elaboró una teodicea del sufrimiento. Su respuesta al sufrimiento o más
bien su forma de encararlo es lo que nos puede a nosotros ayudar a darle un
sentido, pues él mismo vivió el sufrimiento en carne propia y su experiencia,
ciertamente, nos puede ser de gran utilidad a la hora de enfrentar situaciones de
dolor y desgarramiento interior.
4
experiencia de salvación, no sin antes acompañar el duelo y la pérdida (Lc. 24, 25-
27). La experiencia posterior de estos discípulos nos dice que, una vez llegados al
pueblo, lo reconocen al partir el pan. Inmediatamente se ponen en camino para
comunicar a la comunidad su encuentro con el Señor. Es que la vivencia del
miedo no sólo paraliza sino que aisla; por eso estos discípulos iban solos por el
camino (Lc. 24,13), y luego de retornar a Jerusalén (Lc.24,33) se unen a la
comunidad de los Once. La Comunidad, sea esta la Parroquia o el pequeño grupo
pastoral debe estar disponible para acoger a esos hermanos y no dejarlos solos o
abandonarlos; lo que la gente en situación de tragedia provocada por el terremoto
o el tsunami espera y necesita de nosotros es que nos movilicemos y
despleguemos signos concretos de caridad eficaz que les hagan sentir nuestra
cercanía y calidez. En una palabra, que se sientan acogidos por la Comunidad. Y
no sólo será importante el colocarlos en la oración personal y comunitaria sino
sobre todo, mostrar con hechos que como Iglesia estamos con el sufrimiento de
las personas y también sufrimos con ellas y por ellas. El sufrimiento nos debe
colocar en una actitud de dinamismo de tal manera que nos permita realizar del
mismo sufrimiento una experiencia para hacer el bien. Como Iglesia estamos
llamados a hacer del sufrimiento un instrumento de bien y así poder generar una
corriente de solidaridad y un ambiente de acogida del otro como prójimo.
Pienso en tantos hombres y mujeres, que por estos días, han vivido la
pérdida de sus casas y enseres, de sus cosas materiales. Es cierto que, como
dice la gente, las cosas materiales se recuperan, pero, aún así, no debemos
despreciarlas. Pienso en esas casas de adobe derruidas y convertidas en
escombros; el trabajo, el esfuerzo, el sudor de muchos años. Contemplo esas
montañas de barro y paja amasados y acumulados por las calles y avenidas de
nuestra región del Maule. Para nosotros nuestras casas no son simplemente
estructuras arquitectónicas. En nuestras casas, en los muros está impregnada la
vida y la historia de una familia; sus lágrimas de tristeza y de alegría. Allí, como
4
El Medio Divino, Taurus, Madrid, 1967, p. 108.
5
esas pinturas rupestres, están grabados los silencios y los gritos de momentos
felices y las situaciones duras y difíciles de nuestra gente. Siento que nuestras
casas, como un gran sacramento natural nos hablan, nos evocan la vida que ha
sido, el crecimiento de los hijos, la enfermedad de la abuela, el aniversario de
nuestros padres. En estos días, las casas y los templos nos han comenzado a
hablar y hemos escuchados sus voces. La casa es amor narrado en lágrimas y en
perdones, en vida anodina y rutinaria pero vivida en familia; el templo es
celebración del encuentro del hombre con Dios, evocación de ese deseo ardiente
del corazón humano de querer trascender, del encuentro de la criatura con su
Creador. Boff, recordando aquella escena en que Dostoyewski se despide de la
cárcel que lo alojó cuenta: “Al abandonar la Casa de los Muertos contempla los
hierros que encadenaban sus piernas; sus deshechos a martillazos; contempla los
fragmentos por tierra, fragmentos que el dan el gusto de la libertad. Antes de salir,
visita y se despide de las empalizadas, de las casamatas inmundas. Habían
llegado a ser familiares y fraternas; allí había dejado parte de su vida y ahora
formaban ya parte de su vida. Se sentía implicado en todo aquello, porque las
cosas ya no eran cosas; eran sacramentos que evocaban el sufrimiento, las largas
vigilias, el ansia de libertad” 5.
1.- Como Iglesia y como cristianos nos hace falta emprender mayores iniciativas
de acompañamiento personal. La sociedad organizada, afortunadamente, ha
respondido con un servicio de contención por parte de profesionales y
especialistas, labor necesaria e insustituible, sobre todo en el ámbito de las
experiencias de pérdidas y duelos, las que han sido tan dramáticas para algunos.
Llama la atención que, pasados los días de la emergencia, en aquellas
5
Los sacramentos de la vida, 1,4.
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comunidades que no sufrieron grandes destrozos por el terremoto, pareciera que
la única preocupación, sea el inicio de la catequesis para la primera comunión y la
pastoral de la confirmación, Resulta de una necesidad imperiosa, más todavía, es
un imperativo de carácter pastoral, el que nos preocupemos de formar personas,
con cualidades centradas en el acompañamiento de personas, que realicen un
servicio de escucha y de orientación en lo espiritual. Formar personas en ese
particular ámbito, allí donde confluyen la psicología y la fe para hacer presente la
diaconía de la caridad, especialmente en esas tristes situaciones en que, por
diversos factores, existe un duelo no resuelto. Como Iglesia podemos hacer un
aporte significativo, tal vez sea creando centros de escucha o desde la liturgia
conmemorando la pérdida de los seres queridos de la comunidad.
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