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Antropología teológica II

El pecado y la Gracia

Juan Manuel Martín-Moreno González, SJ.


Seminario San Luis Gonzaga, Jaén (Perú)

2º semestre de 2016

1
Introducción
Sorpresivamente en este año de 2016 me encargaron dictar el curso de Antropología teológica 2,
justo tres días antes del comienzo del segundo semestre. Tuve que ponerme manos a la obra para
preparar mis clases mientras ya estaba dictándolas de hecho. Como otras veces, he recurrido a un sistema
de “collage” de los mejores recursos que hay sobre este tema. El curso básico que he seguido es el de J.
L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander
1991. En ocasiones hago citas entrecomilladas de alguno de sus textos, pero en general me
refiero a él en un sangrado que algo al principio del párrafo con la sigla RP y la referencia al
número de la página donde se trata de ese tema.
También he utilizado ampliamente textos tomados de la obra de J. I. GONZÁLEZ FAUS,
Proyecto de hermano, visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987. En algunas
ocasiones lo citamos del mismo modo con la sigla GF en el sangrado de la línea inicial del
párrafo.
En la bibliografía y en las notas a pie de página hago referencia también a otros libros
consultados y utilizados.
Mi trabajo principal ha sido ir enhebrando estos textos escogidos dentro de un esquema mío
personal, y glosando muchas veces estos textos con ampliaciones mías personales. No pretendo
originalidad, y por eso este trabajo no está pensado para ser publicado, sino para ser una ayuda a
mis alumnos que han seguido este curso en el segundo semestre de este año de 2016. Quiero
también ofrecerlo a otros estudiosos de academia.edu, subiéndolo a la red, en una página en la
que ya he subido bastantes de los textos que he ido elaborando en mi docencia de Sagrada
Escritura y de teología.
Abundan los hipervínculos que permiten comparar contenidos semejantes ubicados en
diversas partes de los apuntes, y también a otras páginas de una carpeta que los alumnos del
seminario tienen a su disposición. No sé si los hipervínculos seguirán siendo válidos para los
que se bajen estos apuntes en la página academia.edu
Con alguna frecuencia utilizamos palabras griegas y hebreas. Para poderlas leer hace falta
tener instaladas en la computadora las fuentes utilizadas. Para el caso de las palabras griegas es
la fuente Graeca, y para las palabras hebreas la fuente David. En el caso del hebreo hay que
tener instalado en Windows el sistema de escritura de derecha a izquierda.
Si alguno lo desea, puede pedirme la versión en Word para poder servirse de los
hipervínculos y/o las fuentes Graeca y David.
Para ello escribir a mi correo electrónico: jmmoreno40@gmail.com

Juan Manuel Martín-Moreno González, SJ


Seminario mayor San Luis Gonzaga
Jaén (Perú)
6 de diciembre de 2016.

2
salvación / universalidad / originante / originado / muerte / niños / Adán / transmisión / paraíso
concupiscencia / AT / NT / Trento / Reforma / lenguaje / simul / monogenismo / oculto

Iª Parte: El pecado original

Índice

1. Todos los hombres se salvan en Cristo


2. Pecaminosidad universal
3. El pecado original originante
4. El relato del Génesis
5. Naturaleza del pecado original originado
6. La solidaridad en Adán
7. Los dones preternaturales y el paraíso
8. La muerte y el pecado original
9. La concupiscencia y el pecado original
10. Los niños y el pecado original
11. Cómo se transmite el pecado original
12. Pecado en el Nuevo Testamento
13. La Reforma protestante
14. Pecado en Trento
15. Simul iustus et peccator
16. El lenguaje sobre el pecado
17. El pecado oculto
18. Monogenismo o poligenismo

3
Bibliografía
ARENS, E., ADAM, un ensayo de antropología bíblica, Paulinas, Lima 2011.
BAUMGARTNER, CH., El pecado original, Herder, Barcelona 1971.
BERZOSA MARTÍNEZ, R., Para comprender la creación en clave cristiana, Estella 2000.
CAPDEVILA, V.-M., Liberación y divinización del hombre. Teología de la gracia, Secretariado trinitario, Salamanca
FLICK, M. y Z. ALSZEGHY, El hombre bajo el signo del pecado, Salamanca 1972.
GALINDO RODRIGO, J. A., Compendio de la gracia. La gracia, expresión de Dios en el hombre. Hacia otra visión
de la antropología cristiana, Valencia 1991.
GELABERT, M., Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, Madrid 1985.
GESCHÉ, A., Dios para pensar. I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca 1995, p. 108.
GONZÁLEZ FAUS, J. I., Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, 3ª ed., Santander 1987.
GRELOT, P., El problema del pecado original, Herder, Barcelona 1970.
GROSSI, V. y B. SESBOÜÉ, “El hombre y su salvación”, en Historia de los dogmas, Tomo II, Secretariado trinitario,
Salamanca 1996, pp. 175-356.
LADARIA, F., Introducción a la antropología teológica, Estela 1993.
LADARIA, F., Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 2004.
LORDA, J. L., La gracia, Palabra, 2004.
RAHNER, K., “Antropología teológica” (En Sacramentum mundi V)
RAHNER, K., “Sobre el concepto teológico de concupiscencia”, Escritos de Teología, vol. 1, Madrid 1961, 379-416.
RONDET, H., La gracia de Cristo, Barcelona 1966.
RUIZ DE LA PEÑA, J., El don de Dios. Antropología teológica especial, 3ª ed., Santander 1991.
RUIZ DE LA PEÑA, J., Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, 2ª ed., Sal Terrae, Santander 1983, 232 pp.
RUIZ DE LA PEÑA, J., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, 3ª ed., Sal Terrae, Santander 1988, 286
pp.
SCHOONENBERG, P., El poder del pecado, C. Lohlé, Buenos Aires 1967.
“Pecado original y evolución”, Concilium 3 (1967) 400-414.

Los subrayados son hipervínculos que llevan a esos textos en la biblioteca digital de textos propia de este Seminario
de San Luis Gonzaga.

4
1. Salvación en Cristo

La doctrina del PO no es sino el aspecto negativo de la solidaridad de los hombres en


Cristo. Presupone que desde el principio Dios había ya ofrecido al hombre su amistad, porque
solo en este supuesto tiene sentido hablar del PO como “ruptura de la alianza”, ruptura de la
comunión, el aspecto teologal del pecado que es el básico.1
En la teología tradicional se ha discutido si esta gracia o amistad originaria del hombre con
Dios era ya gracia de Cristo. Muchos sostuvieron que el Verbo no se habría encarnado de no
haber pecado la humanidad. Fue enviado ante todo como Redentor, y sin pecado no habría
habido necesidad de un Redentor ni de la Encarnación del Hijo de Dios.
Pero el NT sugiere que el mundo fue ya creado en Cristo. De hecho no conocemos otra
gracia que no sea la autocomunicación de Dios en su hijo Jesucristo. Si el primer Adán era
figura del que había de venir, ya en el primer instante fue constituido en gracia con vistas a Jesús
que era esta gracia en persona.
Pero aunque Cristo ya estuviese en el diseño original de autocomunicación divina, la
manera concreta en que se realizó la encarnación corresponde a la situación de pecado universal
en la que había caído la humanidad tras el pecado de Adán. Cristo no vino solo a devolver a la
humanidad una gracia perdida, sino que vino a salvarlo de una situación de perdición. La acción
de Cristo no fue simplemente elevar al hombre a la dimensión sobrenatural, sino rescatarlo de
una situación negativa de pecado y corrupción.
“Le llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21)2. “Les ha
nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor (Lc 2,11). El propio nombre
de Jesús en hebreo es ‫ = יישְוׁעּע‬Yeshúa‘, que significa precisamente “Salvador”. Para que Cristo
sea Salvador de la humanidad es preciso que la humanidad necesite ser salvada de alguna
situación de perdición. No basta con que meramente carezca de una dimensión sobrenatural, de
un “piso de arriba” a añadir a un edificio en buen estado. El Credo testifica que esa es la fe
universal de la Iglesia: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”.
La palabra “redención” de tanta raigambre bíblica viene también a subrayar la situación tan
negativa de la que Cristo viene a sacarnos. Se redime o rescata a un esclavo, pagando el precio
de rescate. De ahí que la situación de pecado universal venga descrita como una esclavitud
inhumana. El hombre está en poder de una fuerza llamada  (pecado) que lo esclaviza y
de la que Cristo viene a rescatarnos, dando su vida en “rescate” por la multitud (Mt 20,28).
“¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas
a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25)
Si además afirmamos con todo el NT que Jesús vino a salvar a todos los hombres (1 Tm
2,4), hay que presuponer que todos los hombres, sin excepción, se encontraban en esta situación
de perdición, y necesitaban por tanto de la salvación de Cristo. Aquí habría que incluir a los
hombres de todas las épocas de la historia, y a todos sin excepción, lo cual supone que también
los niños muertos sin pecados propios personales están necesitados de la salvación de Cristo.
Solo, a la luz de la salvación universal de Jesús y para explicar en qué consiste ésta,
hablamos de la situación de pecado en la que se encuentra la humanidad. Dice el catecismo: “La
doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es
el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a

1
Esta sección está sustancialmente tomada de L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estela
1993, 105 -106.
2
Este tema de la salvación es tratado de forma pastoral en la segunda semana del seminario de Vida en el
Espíritu donde el alumno puede encontrar un tratamiento más pastoral y completo de este tema.
5
todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Co 2, 16) sabe bien que no
se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo”.3
Habrá que entender esta gracia de Cristo Salvador de tal manera que hagamos justicia a una
importantísima afirmación paulina: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm
5,20). Sin embargo, a veces al oír a los teólogos hablar del influjo destructivo del pecado de
Adán da la impresión de que fuera más potente que el influjo salvífico de la Redención de
Cristo. Se dice que el pecado de Adán afecta a las personas incluso previamente a cualquier
decisión personal que tomen, y sin embargo no se afirma lo mismo de la salvación de Cristo.
¿Por qué la solidaridad con el primer Adán hace que los niños nazcan ya en pecado y la
solidaridad con Cristo no ejerce un influjo positivo sobre ellos cuando todavía no tienen uso de
razón ni capacidad para aceptar o rechazar libremente la gracia que Cristo nos mereció? ¿Cómo
puede decirse, si no, que donde abundó el pecado sobreabunda la gracia?
Y esto se aplica tanto a los que nacieron antes de Cristo como a los que han nacido después
de su muerte y resurrección. ¿Podremos negar que Abraham, Isaac, Jacob vivieron ya en la
amistad con el Dios que por amor les escogió e hizo alianza de amor con ellos? ¿Qué otra gracia
podemos decir que tuvieron sino la gracia de Cristo, “ante praevisa merita”4? Luego, por tanto,
esa gracia de Cristo, para no ser menos poderosa que la fuerza del pecado, tiene que estar ya
obrando en el mundo desde el principio, y de un modo universal, afectando incluso a aquellos
que no han oído hablar de que dicha salvación ha tenido lugar.
La promesa de salvación está ya presente a lo largo de toda la historia de salvación, ya
desde el mismo momento de la caída. Gn 3,15 deja ya entrever la victoria sobre el diablo. La
tradición cristiana se ha referido a este texto con el nombre de “protoevangelio”. El pecado no es
más fuerte que Cristo y su influjo no puede ser más universal que el influjo de la salvación de
Cristo.

2. Pecaminosidad universal
El primer dato que la revelación pone de manifiesto tanto en el AT como en el NT es la
omnipresencia del pecado en la existencia del individuo y de la sociedad. 5 Decía en broma
Chesterton que la doctrina sobre el pecado original es la única doctrina teológica que se puede
probar.6

1) Los datos de la revelación


RP 48-53 La grandiosa obertura de la Biblia en los capítulos 1 y 2 del Génesis se ensombrece repen-
tinamente en el alba misma de la historia. Israel conoce cuán precaria es la complacencia de
Dios con lo que va creando cada día.
El autor del Génesis explicita una existencia presidida por la sombra ominosa del destino
mortal (Sal 39,5.14). Los años de la vida son pocos y malos (Gn 47,9). En los libros sapienciales
hay páginas desgarradoras que describen la miseria de la existencia humana (Jb 7,2-3; 14,1-2) o
su finitud, vanidad y sinsentido (Qo 1,3; 2,17; 3,19-20; 9,3).
Con una elemental teodicea el AT responsabiliza al hombre de esta situación de fugacidad y
precariedad. Todo lo que Dios ha creado es bueno. “Y vio Dios que era bueno” (Gn
3
Catecismo de la Iglesia católica, n. 390.
4
“En virtud de los méritos de Cristo previstos”. Esta frase se suele utilizar para explicar cómo María fue
agraciada desde el momento de su concepción por los méritos previstos de su Hijo.
5
Puede leerse para ambientar este tema de la pecaminosidad universal una página en la que se muestra cómo
todos los males de una ciudad como Jaén desaparecerían a la hora en que desapareciera el pecado de esta
ciudad, que se convertiría así en un paraíso.
6
G. K. CHESTERTON, Ortodoxia, c. 2.
6
1,10.12.18.21-24). Y después de la creación del hombre insiste diciendo que “era muy bueno”.
Son nuestras culpas las causantes de esta situación (Sal 90,8-9; Dt 32,51-52). Dios hizo derecho
al hombre pero es éste quien se complicó con muchas razones (Qo 7,29).
Como dirá el Vaticano II. “Cuando examina su corazón el hombre comprueba su inclinación
al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo
Creador.7”
“La maldad del hombre cundía en la tierra” y “todos los pensamientos que ideaba su
corazón eran puro mal de continuo” (Gn 6,5-6). “La tierra estaba corrompida en la presencia de
Dios”, “toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra” (Gn 6,11-12). El hombre podría en
absoluto evitar el mal y obrar el bien (Gn 4,6-7), como lo confirman los casos de Abel y Noé.
Pero el mal parece ser la tendencia dominante. “Las trazas del corazón humano son malas desde
su niñez” (Gn 8,21).
Los salmos también detectan esta situación: “No hay quien obre el bien, no hay siquiera
uno” (Sal 14,1-3; cf. Rm 3,11-18). “No es justo ante ti ningún viviente” (Sal 143,2). “Cierto que
no hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin nunca pecar” (Qo 7,20). “¿Quién puede
decir: ‘purifiqué mi corazón, estoy limpio de pecado?’” (Pr 20,9).
El salmista se descubre inmerso en esta situación desde antes de su nacimiento. “En la culpa
nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Así se lo intima el mismo Dios a Israel por el
profeta: “Sé muy bien que eres pérfido y se te llama rebelde desde el seno materno” (Is 48,8).
“La necedad está arraigada en el corazón del joven” (Pr 22,15).8
Esta malicia se sitúa en lo más íntimo del hombre, en su corazón, que es corazón de piedra
(Ez 36,26). “El corazón es lo más retorcido. No tiene arreglo” (Jr 17,9). A esta pecaminosidad
universal no se sustraen los grandes personajes, que tienen todos ellos aspectos bien sombríos.
La Biblia no se recata de hablar de los pecados de Abrahán, de Jacob, de Moisés, de David, de
Salomón.
El hombre emprende la huida. Se esconde de Dios (Gn 3,10), tiene miedo de oír su voz (Dt
5,26; Ex 20,19-21). Hay una especie de incompatibilidad entre Dios y el hombre que se ha
alienado de su creador. En otro lugar hemos analizado también la conciencia que hay en la
Biblia de la complicidad y solidaridad para el mal que hay entre los humanos.
También el Nuevo Testamento abunda en este tema de la universalidad del pecado9. “Todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23).
“La muerte alcanzó a todos por cuanto todos pecaron” (Rm 5,12). “La Escritura encerró
todo bajo el pecado” (Ga 3,22). “Todos nosotros vivíamos en otro tiempo en medio de las
concupiscencias de nuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos
pensamientos, hijos de la ira por naturaleza, como los demás” (Ef 2,1-3). Pablo distingue entre
el pecado en singular () y las transgresiones () o los pecados concretos
que van corrompiendo la humanidad. “El pecado, en cuanto distinto de las corrupciones o
alienaciones concretas, es más bien el principio de corruptibilidad. Y el sentido de la liberación
del pecado lo encontramos en la fórmula paulina: vestirse de incorruptibilidad (1 Cor 15,53).
Nos remite, por tanto, a una vida que no sea problemática ni degradable, que no esté en perenne
puesta en juego.10”
Juan afirma también que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos” (1 Jn 1,8). el
hombre viene a este mundo como “nacido de la carne” y en cuanto tal no puede heredar el Reino
de Dios si previamente no nace de nuevo por el lavado del agua y el Espíritu (cf. Jn 3,3-6).

2. Análisis de los datos


7
GS 13.
8
Sobre el tema del poder del pecado se puede leer un capítulo del libro de P. SCHOONENBERG, “El poder del
pecado”
9
Ver en la carpeta los apuntes de “El pecado en la carta a los Romanos”, tomados de mi curso de Introducción a
San Pablo.
10
J. A. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, vol. 1, p. 155.
7
RP 195-196 El pecado alcanza a todos los hombres. Tiene un espesor y una potencia dinámica
que sobrepasa al individuo pecador aisladamente considerado y a la mera suma de los pecados
personales. Además de los pecados (en plural y con minúscula) está lo que Pablo llama
HAMARTIA, el PECADO en singular y con mayúscula, un universo de mal organizado, más real
que el que advierten nuestros sentidos.
No ha surgido de mi acción libre, pero sí necesita mi complicidad. Si no soy reo de él por
acción, seguramente lo soy por omisión. Los malos no tendrían tanto poder en este mundo si no
fuese por la complicidad pasiva de los buenos que se limitan a mirar para otra parte. Si no somos
reos por comisión, lo somos al menos por omisión.11
El PO es voluntario aunque no sea siempre libre, como es voluntario el uso de la lengua
materna que el niño aprende espontáneamente sin haberla escogido nunca libremente. Está
entrañada en el comportamiento de su medio y voluntariamente habla la lengua que aprende en
él aunque nunca haya escogido el hablar esa lengua y no otra.12
GF 305 Otra experiencia universal que apunta hacia la idea de un pecado previo a nuestras
opciones personales es el descontento propio. El hombre es un ser que vive secretamente
descontento de sí mismo, no solo por tener determinadas inclinaciones, sino por el modo como
las maneja. Intenta defenderse de este descontento de mil maneras, con mil excusas,
proyectándolo al exterior, o negándolo con un pasotismo camuflado, o identificándose con un
grupo idealizado.
Tal como vivimos el mal nos damos cuenta de su desproporción. No es simplemente
atribuible a la falibilidad, a la limitación de lo humano. El mal que existe es superior en cantidad
y calidad a lo que cabría esperar del riesgo de una contingencia falible. Hay que pensar en una
inclinación positiva hacia él. No es que el hombre a veces cometa pecados, sino que es pecador.
No es solo un ser lábil, frágil, sino un ser infectado. Muchos filósofos han intuido que algo no
funciona y que este estado de decaimiento se localiza en los comienzos mismos de la historia
(Rousseau, Kant, Hegel, Adorno, Sartre), en alguna catástrofe inicial, en la pérdida de algo, o en
una sensación de deterioro o maleamiento del ser humano.

3.- Dimensión social del pecado original13


¿Cómo se puede hablar del PO desde una perspectiva contemporánea? Para la teología
actual, la doctrina habla de la radical naturaleza social de la persona y del modo como la libertad
humana es limitada, incluso antes de su ejercicio, por la red de relaciones que constituye a cada
persona como individuo. Cada uno de nosotros está constituido por una multitud de relaciones
sociales, todas ellas tocadas por la competición, la lucha por sobrevivir, la violencia que ha
marcado a la especie humana desde su origen, que proviene del mundo de sus antepasados, los
animales depredadores. Lejos de un primitivo jardín de inocencia, la evolución apunta a nuestro
origen naturaleza, “roja de sangre en colmillos y garras”. Esa naturaleza sangrienta ha marcado
a la especie humana desde el comienzo. Así hemos nacido en un mundo que está ya lleno de
cicatrices debidas al egoísmo, la violencia, la injusticia y el autoengaño que envenena a los
miembros de la familia humana y los enfrenta entre sí.
Nuestras familias biológicas son a menudo disfuncionales; el egoísmo envenena nuestras
relaciones, nuestros matrimonios fracasan y los fuertes abusan de los débiles. Nuestra cultura
nos conforma y nos limita, inculcando prejuicios contra aquellos que son diferentes a nosotros,
mientras que nuestro estatus social condiciona el modo como percibimos y nos vinculamos con
los demás. Así nuestra libertad está limitada en todos los niveles y nuestras acciones nunca son
totalmente lo que nosotros deseamos que sean. En términos teológicos, tanto la muerte como la
vida están actuando en nosotros.

11
Ver un interesantísimo artículo de VILLARASSAU sobre el pecado de omisión.
12
Cf. A. M. DUBARLE, El pecado original en la Escritura, Madrid 1971, 122.
13
Esta sección está tomada literalmente del libro de T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la
cristología, Mensajero, Bilbao 2006, pp.266-270.
8
En el último tiempo se ha desarrollado una teología “situacional” del pecado original. El
centro se sitúa en la realidad existencial de estar-situados, que involuntariamente nos constituye
y nos conforma, incluso antes de ejercitar nuestra libertad. Esta interpretación concuerda bien
con el énfasis bíblico sobre la solidaridad humana en el pecado, con la interpretación
postridentina del pecado original como privación de la gracia santificante, que corresponde a
imitaciones en nuestra libertad humana y la acción moral que encuentran sus raíces en la
situación concreta de uno mismo dentro de un mundo pecador. La interpretación situacional
toma en serio la realidad objetiva del pecado en el mundo, sin reducirlo a una corrupción
ontológica de la naturaleza humana. La doctrina de que el pecado original se expande “por
propagación, y no por imitación”, es la afirmación de que pecamos no por el mal ejemplo de los
otros o porque nuestro origen sexual sea malo, sino por el hecho de que estamos conformados
negativamente por el mundo pecador en el que nacemos.
El carácter formativo de la situación de uno mismo, y por tanto, la naturaleza social del
pecado original, puede ser ilustrado por con incontables ejemplos de hogares disfuncionales,
donde los niños son víctimas de abusos físicos o sexuales, o en lo guetos de nuestras ciudades o
en barrios donde sus iguales o la amenaza de la violencia les empujan a introducirse en
pandillas. En estos casos los niños, no solo son dañados ellos mismos, sino que normalmente
reproducen en la vida de otros la violencia que han experimentado. Las complejas cuestiones
humanas que la doctrina del pecado original busca expresar son evidentes aquí. ¿Su situación ha
limitado radicalmente su libertad, conduciéndoles a hacer el mal? Sí. ¿Incurren en culpa por
reproducir el pecado del mundo dentro de sus propias vidas? Sí.
La doctrina del pecado original es uno de los grandes logros de la teología cristiana; es una
de las pocas doctrinas teológicas para las que existen pruebas empíricas. El catálogo de horrores
del siglo XX –dos guerras mundiales, el genocidio armenio, el Holocausto, los campos de
muerte de Camboya, Ruanda, Bosnia, los millones de abortos, las guerras entre religiones y la
pervivencia de la esclavitud y la explotación sexual de niños, los millones que mueren de
malnutrición y de hambre- es prueba suficiente de que existe algo profundamente maligno en el
corazón humano.
La interpretación privada del pecado original no es adecuada para comprender su dimensión
profunda, por muy extendida que esté esta interpretación entre los teólogos católicos. Como
decía Agustín, en nuestros corazones no hay tanto una carencia cuanto una “aversio a Deo”, una
innegable oposición a amar a Dios y una complicidad con el mal que experimentamos al
confesar de nuestra debilidad y nuestros pecados, revelando nuestra profunda necesidad del Dios
que nos salva en Cristo, pero no sin nuestra cooperación.

3. El pecado original originante


¿Quién es el responsable de esa situación de pecaminosidad universal que hemos visto?
¿Dios? ¿El hombre? ¿Es un defecto de fábrica que habría que achacar al creador? ¿Puede la
vasija de barro decir al alfarero que no sabe bien su oficio? El relato sacerdotal de la creación
repite hasta la saciedad que Dios vio que era todo bueno, y cuando crea al hombre dice que era
“muy” bueno? El mal no pertenece a la naturaleza de las cosas. Es un accidente. Es una
desgracia. Por tanto si el mal no pertenece a la naturaleza de las cosas, si no pertenece al destino,
puede ser combatido y hay que derribarlo.14
Pero si todo empezó bien ¿cuándo se torcieron las cosas? La Escritura prefiere echarle la
culpa al hombre. El accidente tuvo que ocurrir en la primera generación humana, para que se

14
A. GESCHÉ, Dios para pensar. I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca 1995, p. 108.
9
justifique que sus efectos hayan pasado a toda la humanidad. Y no fue un “accidente”
involuntario, sino un pecado voluntario y culpable.
La inmensa mayoría de los teólogos católicos exigen la existencia de un pecado originante
para poder dar razón suficiente de la universalidad de facto que el pecado ha tenido. No se
podría explicar de otro modo esa universalidad del pecado de la que nos habla la revelación, sin
atribuirla a una acción histórica del hombre y no a un plan original divino.
Aunque el hombre sea también víctima del mal, la tradición judeo-cristiana no deja de
atribuirle una responsabilidad, al menos parcial. Se subraya también desde el principio la idea de
solidaridad en el mal, primero entre Adán y Eva, y luego entre las distintas generaciones. Lo que
hacemos les afecta a otros. El mal es contagioso. Pero al mismo tiempo esta solidaridad
disminuye de algún modo mi culpabilidad personal. Yo no he inventado el pecado. Ya estaba en
el mundo cuando yo nací. Antes de pecar contra los otros, pecaron contra mí. Eso no me exime
de responsabilidad de mis malas acciones, pero al menos la disminuye.
Pero al poner el mal, al menos parcialmente, en manos del hombre, la Escritura desfatalizó
el mal, y aseguró que puede en principio ser vencido, porque si no viene solo de fuera, yo puedo
tener un cierto dominio sobre él.15 “La noción de salvación significa que todo puede ser
recuperado; que no hay nada irremediable y fatal; que todo puede ser salvado; que no hay nada
definitivo, que todo puede volver a comenzar de nuevo. ‘Vete y no peques más’” (Jn 8,11) 16
Sin embargo la Escritura no culpa únicamente al hombre de la situación de pecado. En el
relato del Génesis aparece la serpiente como una voz que le habla al hombre desde fuera. El
hombre no es el único responsable del daño, como lo era en los mitos de Sísifo o de Prometeo.
Tampoco es el hombre el último causante del mal, ni tiene por qué soportar todo su peso. Este
tercer personaje enigmático (que no es ni Dios ni el hombre) indica que nos precede un mal
innegable que ya estaba ahí. Esto alivia algo la culpabilidad humana y libera al hombre de un
peso “del que estaría cargado de tal modo que no podría salir de él más que molido y aplastado,
si fuera enteramente culpable.17
RP 173 Por tanto no resulta sostenible la idea del pecado original originado -situación universal de
pecaminosidad- sin la idea de un pecado personal originante, situado en la raíz de esa situación,
de la cual el hombre es parcialmente responsable. Esta exigencia se apoya en parte en
argumentos escriturísticos.
* Cuando estudiemos la narración de la caída nos inclinaremos a ver en ella una narración
etiológica, es decir una narración que intenta explicar la causa de una realidad o de un hecho
(Gn 3).
* En Romanos 5,12 Pablo explica la irrupción de la  recurriendo a la iniciativa
histórica de Adán.
* Trento en el canon 1 afirma que la ruptura en el plan de Dios fue originada por Adán al
principio de la historia.
* La razón teológica inclina a una exégesis de dichos pasajes en este sentido. No hay
respuesta mejor a la pregunta de por qué todos nacemos pecadores. Sin el PO originante no se
da razón suficiente del hecho escandaloso de que todos los hombres pequen. Estadísticamente al
menos, podría pensarse que alguno al menos podría hacer buen uso de su libertad. Al mismo
tiempo esta situación no debería haberse dado en principio. Como dice Rahner, “sólo la culpa
personal puede fundar el no-ser de algo que, según el querer de Dios, debiera ser”.18
RP 176 Las alternativas son el pelagianismo en el que la universalidad de la culpa es un mero
hecho que permite excepciones, o un neognosticismo que interpreta esta pecaminosidad como
un fatalismo ahistórico, en un defecto de la naturaleza endosable a Dios creador. Habría que
pensar que el hombre tiene un defecto de fábrica, que ha sido mal hecho por Dios. Según los
15
A. GESCHÉ, op. cit., p. 132
16
Ibid.
17
Ibid., p. 109.
18
“Pecado Original”, Sacramentum Mundi, V, 335.
10
griegos, en el origen del mal el hombre es inocente y los dioses culpables; pero según Israel,
Dios es inocente y el hombre culpable.
Otra doctrina que no ve necesario postular un pecado originante es la de Teilhard de
Chardin, para quien la situación negativa actual del hombre no sería resultado de
acontecimientos históricos, sino solo expresión de los desórdenes que estadísticamente aparecen
en todo sistema en vías de organización. Sería solo consecuencia de un estadio todavía
imperfecto en el proceso evolutivo en el que hay fuerzas que se resisten a la progresiva
unificación.
Si no se diagnostica una causalidad humana en el origen de esta pecaminosidad universal,
Cristo habría venido no a salvar un mundo perdido sino a reparar un imperdonable descuido de
Dios en su tarea creadora.
Además la existencia de un pecado propio histórico causante de la pecaminosidad universal
explica por qué, dándose una dimensión existencial de gracia rechazada y de gracia ofrecida, el
influjo de la primera antecede a la segunda. Nos ayuda a explicar por qué el hombre nace
pecador en virtud de la historia de perdición, y no nace justo gracias a la historia de salvación.
El motivo de la pecaminosidad universal no es el puro hecho de que todos pequen
personalmente (lo que dejaría abierta la posibilidad de excepciones), ni el fruto de una necesidad
natural del hombre creado por Dios. Entre la creación de cada ser humano y su existencia
concreta, algo ha tenido que intervenir que permite dar cuenta de estas dos verdades: Dios no
crea pecadores; el hombre nace pecador. Ese “algo” es el pecado originante.
En una próxima tesis (n. 6) contestaremos a la pregunta que queda ahora colgando: ¿Cómo
concebir el pecado originante y, sobre todo, cuál es su sujeto? Veremos que sin excluir el efecto
maléfico de los pecados posteriores que se han ido sumando a ese pecado primero, hay que dar
un valor decisivo al primer pecado, aunque renunciemos a hacer hipótesis de cómo se haya
podido producir.
El considerar toda la masa agregada de pecado de la humanidad no quita valor ni
importancia a este primer pecado. En nuestra experiencia cotidiana todo comienzo, por el hecho
de serlo, tiene una importancia decisiva en orden a marcar el futuro de una institución, o de un
proyecto, o de una historia personal. No es incoherente el atribuir al primer momento de la
historia y al primer pecado este valor especial. 19 La Escritura y la tradición lo han colocado a los
comienzos, aunque reconozcamos que su efecto ha sido posteriormente agravado por toda una
historia terrible de pecado que se ha ido sumando y agregando.
Reconociendo el género literario propio del relato de Adán en el paraíso no nos sentimos
obligados a referirnos al pecado de un solo hombre del que descendería genéticamente toda la
humanidad concreta. La hermenéutica de los textos bíblicos no nos obliga a una lectura tan
literal de los relatos. Podemos usar una expresión más vaga y referirnos con Rahner a la
“humanidad originante”,20 que salva lo esencial de la doctrina de Trento que puede entenderse
tanto en clave monogenista como poligenista. Si nuestra solidaridad en Cristo no exige el que
seamos todos genéticamente descendientes de él, tampoco la solidaridad con Adán nos obliga a
postular una descendencia genética de todos los hombres a partir de un único ascendiente.

4.- El pecado original en el relato del Génesis


1. Reflexión sapiencial
Hemos analizado ya algunos textos genéricos del AT en los que se da cuenta de la
pecaminosidad universal de la situación humana. También hemos visto la conciencia que hay de
una complicidad y solidaridad de todos para el mal.
19
L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estella 1993, 122.
20
“Pecado original y evolución”, Concilium 3 (1967) 400-414.
11
Analizaremos ahora con más detalle el texto en que se atribuye esta situación a un
acontecimiento ocurrido en los comienzos de la historia. Los textos de los capítulos 2 y 3 de
Génesis han sido comúnmente atribuidos a la fuente yavista del Pentateuco, en contraste con Gn
1, el primer relato de la creación, que es de fuente sacerdotal. Este texto ha sido conocido como
Protoevangelio, en cuanto que contiene ya la promesa de la redención
Sobre el fondo de relatos tomados de la literatura del Oriente Medio, el autor yavista ha
intentado dar respuesta a la problemática que suscita en el creyente la existencia del mal. No es
que el autor hubiese recibido información sobre lo que le aconteció a Adán en el paraíso. No
pudo recibirla de fuentes literarias o históricas humanas, ni tampoco de la revelación divina que
no proporciona milagrosamente datos históricos ni científicos.
El texto del yavista es más bien fruto de una reflexión sapiencial inspirada. Dios no puede
ser el autor del mal. Por eso el capítulo 2 nos presenta la creación como un paraíso y el capítulo
3 nos dice que el mal entró en el mundo por culpa del hombre, no de Dios.
Adán, como veremos, no es un ser humano concreto, sino “el hombre” como tal. Hasta Gn
4 Adán no es usado como nombre propio sin artículo.

2. Naturaleza del pecado a la luz del relato de Gn 3


RP 60 Al hablar del paraíso aludimos al árbol de la vida que está en el centro del jardín. Nos
referiremos ahora al otro árbol, al del conocimiento del bien y del mal. Su significado no es tan
obvio. El conocimiento del bien y del mal es un conocimiento práctico, orientado hacia la
acción, que comporta una posesión de lo conocido y por lo tanto un poder. Se trataría de una
prerrogativa sobrehumana. Conocer el bien y el mal es en el fondo decidir lo que está bien y lo
que está mal. En cualquier caso es clara la ecuación de este poder con el querer ser como dioses.
De uno u otro modo Adán busca una sabiduría que es solo propia de Dios, el único que sabe lo
que está bien y lo que está mal, y cuyo juicio hay que aceptar.
El hombre no tiene acceso a ese árbol. Está acotado. El mandato de Dios le muestra al
hombre que es un ser dependiente, que no lo puede tener todo, que tiene que aceptar su finitud,
que su libertad es dependiente. Por el mandato se le abre al hombre el espacio de la
responsabilidad. Se le intima a que se reconozca a sí mismo como dependiente, y no pretenda
autorrealizarse alienándose, queriendo ser lo que no es, y lo que nunca va a poder llegar a ser.
El hombre fue situado en un paraíso, suficientemente bueno pero con las limitaciones
propias de lo que es finito. Adán y Eva eran felices en un mundo "bueno", sin conocer el bien y
el mal. "Las obras del Señor son todas buenas" (Si 39,33).
Cuando el hombre quiere endiosarse, empieza a hablar de cosas buenas y malas, rechaza los
límites de su felicidad natural. Lo que introduce el pecado es el juicio del hombre: "Esto es
malo". "Esto es peor que aquello" (Si 39,34).
El pecado comienza con una mentira: “¿Por qué os ha dicho Dios que no comáis de
ninguno de los árboles?” (Gn 3,1). En realidad Dios solo había prohibido comer del fruto de un
solo árbol. Podían comer de todos los demás. Pero cuando al hombre no se le da TODO tiende a
pensar que es desgraciado y ya no sabe disfrutar de lo que tiene. Si se le prohíbe comer de un
árbol, le parece que ya no queda nada que valga la pena en la vida. La tentación engañosa le
hace sentirse como si se le hubiera prohibido comer “de todos los árboles del jardín” (Gn 3,1)
Todo empieza con esa mentira de la serpiente. El demonio "era homicida y mentiroso" (Jn 8,44).
Las mentiras que uno se dice a sí mismo son las que dan muerte y expulsan del jardín.
Cuando el hombre desborda sus límites, se convierte en fiera que destruye todo a su paso
(Stg 4,1-2). Su deseo insaciable no conoce límite y roba y mata para conseguir lo que quiere. Y
con todo siempre se siente frustrado. Al no reconocer a Dios como único absoluto, absolutiza su
deseo, su necesidad, su capricho. Esto es lo único que cuenta. Todos están al servicio de sus

12
pasiones. El dios es el propio yo erigido sobre un pedestal, y al que se le ofrecen sacrificios
humanos.
Dios no puede imponer al hombre su amistad, no le puede hacer amigo por decreto. La
amistad es una opción libre. Dios tiene la iniciativa al ofrecer su amistad. Pero el hombre
necesita un ámbito para ratificar responsablemente esta iniciativa divina. Desgraciadamente el
hombre, en mal uso de su libertad, rechaza esta amistad y se aliena de Dios.
Todo surge de una desconfianza en el amor de Dios. La mujer come del fruto porque ha
admitido antes la sospecha de que el precepto de Dios no sea para bien del hombre, sino para
bien del mismo Dios. Se perfila así una imagen de un Dios envidioso de la felicidad humana, un
Dios obstáculo a la realización del hombre. Es en cualquier caso una ruptura de la filiación y la
fraternidad. 21
Lo que hace la serpiente es sembrar la imagen de un Dios “egoísta, celoso de su ser y poder,
falso, en una palabra, no es de fiar. Sus intenciones son impedir la realización del hombre,
frustrarlo, mantenerlo bajo su poder, impidiéndole conseguir algo que puede obtener: ser como
Dios.22”
“Para el relato bíblico de la creación, la vida, en su forma más plena, significa el don de una
larga existencia, cobijada y protegida en la cercanía confiada de Dios. Y así como Dios confía al
hombre ser su representante y administrador entre las restantes criaturas, así el hombre puede, a
la inversa, confiar en que Dios permanecerá a su lado, habitará junto a él, cumplirá su promesa
de bendición (por ejemplo en la prolongada vida de los patriarcas pre-diluvianos) y llevará
finalmente a la creación entera hasta su meta feliz, el sábado eterno. Mientras el hombre
permanezca en el marco de esta confianza en la fidelidad divina, vivirá y se mantendrá
enraizado en el espacio vital dado y consumado por Dios.
Pero si esta confianza se trueca en desconfianza, si el hombre adopta también frente a Dios
la “hermenéutica de la sospecha” (cf. Gn 3,4ss), hasta cierto punto admisible en su relación con
los otros hombres, ha cruzado ya el umbral de la zona de dominio de la muerte. Renuncia a la
confianza en un Dios que tiene las mejores intenciones respecto a su orden creado y a sus
limitaciones. Duda de que sea beneficioso para el hombre aceptar los límites que le han sido
marcados. Este podría ser el núcleo auténtico del pecado original. Dicho de otro modo: en el
pecado, el hombre no acepta su limitación y su contingencia como algo bueno, como algo inhe-
rente a su condición de criatura y a su situación de dicha. Esta desconfianza, esta negativa ante
una finitud beneficiosa implica, según J, la muerte de la lejanía de Dios, la pérdida de la amistad
con Dios.
Esta pérdida marca la vida humana total, incluida la muerte natural. Todo está ahora
caracterizado por el tono fundamental de la desconfianza, de la sospecha y, con ello, de la
autoafirmación impregnada de temor. Lo mismo ocurre en las relaciones entre hombre y mujer
(Gn 3,16), las relaciones entre hermanos (Gn 4,1-16) y entre el hombre y la naturaleza (Gn
3,17ss). Y es así justamente como se le hace al hombre partícipe del conocimiento del mal que,
como consecuencia última, es mortífero y del que quiso Dios preservar al hombre23.”

3. Las consecuencias del pecado


Los símbolos de las consecuencias de esta caída son muy expresivos. Curiosamente las
serpiente había prometido que si comían del árbol se les abrirían los ojos para descubrir todos
los misterios más profundos (Gn 3,5), pero en cuanto se les abrieron los ojos, lo primero que
descubrieron es que estaban desnudos (Gn 3,7). Descubrieron toda su fragilidad, su limitación,
su nada. “Se puede leer desde un matiz sarcástico: sienten vergüenza, luego no son dioses.24”

21
J. I. GONZÁLEZ. FAUS, op. cit., 234.
22
J. GUILLÉN TORRALBA, Comentario al Antiguo Testamento, 2ª ed., La Casa de la Biblia, Madrid 1.998, p. 50.
23
Estos tres últimos párrafos están tomados del libro de M. KEHL, Contempló Dios toda su obra y estaba muy
bien, Herder, Barcelona 2009.
24
J. GUILLÉN TORRALBA, op. cit., P. 51.
13
a) Ruptura de la relación con Dios. Adán se esconde de Dios. Dios le llama: "¿Dónde
estás?" (Gn 3,8-9). Se ha roto la comunicación. El hombre no soporta su vecindad. Ya no se
pasea con él a la hora de la brisa, sino que se esconde. La presencia de Dios se convierte en algo
amenazador, indeseable. Ante la mujer puede superar la vergüenza vistiéndose, pero ante Dios,
no. Ante Dios solo cabe la huida y el ocultamiento. Ante la mujer puede ocultar su vergüenza
vistiéndose, pero ante Dios ¿cómo esconderse? Entre los árboles del jardín. “Tuve miedo y me
escondí” (Gn 3,10).
Aparece la muerte en el horizonte una vez que el hombre ha cortado el cordón umbilical
que le unía al Dios de la vida, y ya no podrá seguir comiendo de los frutos del árbol de la vida.
“Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3,19b).

b) Ruptura de la relación con los hombres. El hombre se excusa echando la culpa a la mujer
(Gn 3,12). Propio del pecado es el no reconocimiento de la culpabilidad. Ni el hombre ni la
mujer admiten su responsabilidad., sino que se echan la culpa mutuamente, y en última instancia
a la serpiente, a factores impersonales y extrínsecos. Se inician los mecanismos de disculpa y
represión.
El hombre se avergüenza de estar desnudo y se tapa, oculta su intimidad también ante el
otro, que se ha convertido en amenaza (Gn 3,7). Los vestidos son máscaras para ocultarme
cuando tengo miedo que el otro me conozca y así me pueda hacer daño. Si me dejo conocer por
el otro, de quien desconfío, me hago vulnerable. Donde no hay pecado no hay por qué temer al
otro. Al revés. Cuanto mejor me conozca más me podrá ayudar porque no es mi rival, sino mi
compañero.
El amor conyugal se degrada en deseo y en dominio del fuerte sobre el débil (Gn 3,16). La
dinámica disgregadora del pecado produce una escisión de lo que se había originado en
comunión profunda. Tu “marido te dominará” (Gn 3,16). Esas relaciones de comunión se tornan
ahora en relaciones de dominio del fuerte sobre el débil. La que estaba destinada a ser una
“ayuda adecuada” (Gn 2,20), se convierte ahora en esclava. Indica claramente el texto que la
sumisión actual de la mujer al hombre no entraba en absoluto en el plan original del Creador,
sino que es consecuencia del pecado, que tendrá que ser restaurada en el tiempo de la redención.
Por eso Dios cambiará el nombre de “mujer” por el de Eva -ָּ‫עּחוַוׁה‬-, “vida”, porque iba a ser la
fuente de vida de los vivientes (Gn 3,20).

c) Ruptura de la armonía con la naturaleza: espinas, sudor (Gn 3,18-19). El jardín se


convierte en un desierto, cuando nuestra ambición no respeta sus límites. Y la naturaleza se
venga del hombre. En realidad con la expulsión del paraíso nada ha cambiado en el mundo. Es
el mismo que descubren los arqueólogos en sus excavaciones, o los geólogos, o los
paleontólogos. Pero cosas normales y naturales se viven ahora como penas, porque se van a
vivir de una manera distinta desde el pecado. Sobre la entera situación gravita una sobretasa de
penalidad. Ninguna zona de la realidad queda exenta. Hoy somos especialmente sensibles a
cómo la ambición irrefrenable del hombre puede llevar a destruir el medio ambiente y producir
daños ecológicos irreversibles. Se repite la historia de la gallina de los huevos de oro.

4. La serpiente personificadora de la tentación


RP 63 ¿Por qué ha escogido el yavista a la serpiente como portavoz de la propuesta seductora? Hay
quienes ven aquí una polémica contra los cultos de fertilidad cananeos, en los que la serpiente
juega un papel bien conocido. Otros más bien ven en la serpiente la proyección de la tendencia
pecaminosa latente en las estructuras mismas de lo humano. En cualquier caso es un ser creado
por Dios, y en la narración todavía no se hace la identificación con Satanás, que solo se hará
mucho más tarde (cf. Sb 2,24; Ap 12,9; 20,22). Al final a la serpiente no se le dará lugar para el
arrepentimiento ni el perdón. Será maldecida (Gn 3,14).

14
Una explicación más psicoanalítica de la serpiente nos dice que “representa las
fascinaciones y racionalizaciones torcidas y perniciosas que usamos al quebrantar los límites
morales para obtener poder o fines deseables para nosotros mismos.25”
No es importante aquí lo que la serpiente es, sino lo que dice. La propuesta es la tentación
por excelencia: la posibilidad de que el hombre se afirme autónomamente como absoluto,
situándose en el lugar de Dios (Gn 3,35).
Todo empieza por una mentira. Jesús dirá que el diablo era mentiroso desde el principio.
“Lo que le ocurre decir es mentira, porque es un mentiroso y padre de toda mentira” (Jn 8,44).
Le quiere hacer creer a Eva que Dios les ha prohibido comer “de todos los árboles” del jardín
(Gn 3,1), cuando en realidad solo les prohibió comer de uno (cf. 2,17). Quizás también una
lectura psicoanalítica de esta mentira nos hace comprender que cuando uno ha absolutizado un
capricho y no puede conseguirlo, se siente incapaz de gozar ninguna de las cosas que posee.
La tentación simbolizada en el fruto del árbol es una auténtica opción fundamental. El
hombre quiere trascender sus límites, endiosarse. Por querer endiosarse renuncia a divinizarse
según el plan de Dios que quiere darse a él gratuitamente. ¿Se reconocerá el hombre limitado, y
por tanto divinizable solo por gracia?
El pecado aquí descrito no es una trasgresión cualquiera. La fruta prohibida es claramente
simbólica. Emerge en el relato la esencia condensada de todo pecado, que es opción
fundamental del hombre contra Dios; declaración de independencia de un poder
(pretendidamente autonómico) que se yergue frente al poder central y lo desplaza. El sujeto de la
transgresión no es ni el varón ni la mujer, sino ambos conjuntamente, la unidad de dos en una
sola carne.
Pero en este sombrío cuadro hay un atisbo de luz. Se mantiene la promesa de la redención
insinuando un desenlace positivo entre la mutua hostilidad entre los linajes de la mujer y la
serpiente (Gn 3,15). Mantiene viva la esperanza de una victoria final del bien. La historia será
historia de salvación y no de perdición. Este versículo 15 recibe el nombre de “Protoevangelio”,
es un preanuncio de la victoria final sobre la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje y el suyo. Él te pisará la cabeza mientras tú herirás su talón.26”
La serpiente cumple una función importante en el relato. De algún modo alivia la
culpabilidad de Adán y Eva. Hay un mal que precede al hombre. El hombre no es el iniciador
absoluto del mal. La serpiente insinúa “un medio camino entre una inculpación total a Dios y
una inculpación masiva del hombre y permite que no caigamos en una culpabilización
excesiva”27.
“En cuanto al tema del castigo del hombre y la mujer, también tiene su fuerza de liberación.
En efecto el castigo es el final de la autoacusación, y en todo caso de la autopunición
devastadora, de esa autopunición que haría que, una vez cometida la falta, no cesásemos nunca
de acusarnos y de castigarnos. El castigo pone entonces un término”.28
El arcángel con su espada de fuego corta y cierra el círculo infernal de la justicia inmanente.
Porque “si tuviera que castigarme yo mismo, probablemente no terminaría nunca, y caería en
una deriva patológica de un castigo sin límites”29.

5. Género literario del relato


RP 68 En cuanto al género literario del relato, nos inclinamos con Rahner por hablar de una
“etiología histórica”. Sin negar su índole simbólica cuya intención es explicar la
25
Comentario bíblico internacional, 2ª ed., Verbo Divino, Estella 2.000, p. 334.
26
A veces se ha utilizado este versículo 15 aplicado a María. La iconografía nos la presenta pisando con su talón
la cabeza de una serpiente. Esta interpretación no concuerda con el texto hebreo. La palabra para designar
“linaje” es en hebreo masculina y no femenina: ‫ ז זעּרע‬Mejor la traduciríamos por el “descendiente” de la mujer,
que es el que pisará la cabeza del descendiente de la serpiente.
27
Ver A. GESCHÉ, Dios para pensar. I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca 1995, p. 110.
28
Ibid.
29
Ibid.
15
incomprensibilidad de la culpa, y lo que ocurre en el corazón de todo ser humano cuando llega
al ejercicio de su responsabilidad temporal.
No se trata de una descripción solo simbólica de la existencia humana, sino de la entrada de
un nuevo elemento en esta existencia que la ha cambiado de algún modo. Este elemento no
tendría por qué estar ahí de no haberse producido un suceso trágico. Más que hablar de la
naturaleza de los males que afligen al hombre, Gn 3 habla del origen de esos males. La
experiencia del mal en la humanidad ha tenido un origen absoluto determinante de la situación
universal actual. La mayoría de los católicos entienden así el género literario del relato del
Génesis.
Otros se limitan a ver en el relato solamente una descripción simbólica de lo que acontece
en el corazón de todo hombre y en todo tiempo. La mayoría de los protestantes piensan así y no
creen que sea un acontecimiento localizable en la historia. En palabras de Althaus, Gn 3 tiene un
significado solo pedagógico. Ejemplifica en Adán nuestra manera de pecar. Pecamos como Adán
pecó, pero no porque Adán pecó.
Nosotros no estamos de acuerdo con esta lectura puramente simbólica. Pero nuestra
interpretación de este relato dentro del género de la etiología histórica, no equivale a una
interpretación literalista. Como señalamos en otro lugar, Adán no tiene por qué ser como
persona concreta el padre biológico de toda la humanidad.
En cualquier caso, la realidad pecaminosa de nuestro mundo nace claramente con ese
derecho que se arroga a jugar con los límites del bien y del mal. Es la cultura del “todo está
permitido”, “todo vale”.

16
5. Naturaleza del pecado original originado
La pregunta que nos hacemos en esta sección es en qué sentido se puede llamar pecado a la
situación en la que el hombre viene ya a este mundo. ¿Cómo usar la misma palabra “pecado”
para realidades tan distintas como la de una situación heredada, previa a cualquier decisión
personal del individuo, y los pecados personales que se cometen después en la vida del adulto?
Los textos de Trento insisten en que se debe llamar también pecado a esta situación en la
que el hombre nace. Trataremos de explicar en qué sentido puede ser válida esta denominación,
pero resaltando las profundas diferencias entre una y otra.
RP 154 Trento en el canon 1 se refiere al pecado original como una situación que comporta una
“cautividad bajo el poder del demonio”, y merece la “ira e indignación de Dios”, y la “muerte
del alma”. No es una mera pena por el pecado, ni algo imputado extrínsecamente sino que es
inherente y propio a la persona. Pero Trento no se refiere al modo cómo se cumple en el PO la
noción genérica de pecado.
RP 197 La formulación contiene varias ambigüedades. El PO originado es solo analógico con
respecto al pecado personal. Por eso muchos dudan sobre la idoneidad de este término. Su uso
generalizado no ha sido beneficioso ni en la teología ni en la catequesis. Su significado ha
quedado infectado de referencias indebidas al pecado personal, pese a que se insista en el uso
analógico del vocablo. A estas alturas es imposible lograr un cambio terminológico. Hay algunas
propuestas como la de “pecado del mundo” (Schoonenberg) o “pertenencia al reino del pecado”
(Flick-Alszeghy).
En cualquier caso, llamamos ‘pecado’ a esta situación porque no ha sido querida por
Dios, sino que es en su raíz fruto de una mala decisión humana y es a la vez manifestación y
causa del alejamiento de nuestra vocación y afecta negativamente nuestra relación con Dios. Las
estructuras de pecado no solo enmarcan al hombre desde fuera, sino que le afectan interiormente
en sus relaciones, que forman parte de su ser personal. Por eso será mejor tratar de definir los
límites que bordean la realidad que conocemos por ese nombre.

a) El límite inferior nos dice que el PO es más que una pena por el pecado de Adán, es
decir, no tiene meramente carácter penal. Entendemos por “pena” una consecuencia negativa
derivada del pecado personal propio o ajeno. Pongamos como ejemplo una enfermedad que a
veces procede de un pecado propio o ajeno, la cirrosis, el sida. En el caso de esta enfermedad no
ha habido culpa en el que la contrajo, o si la hubo ya ha podido ser perdonada, pero la
enfermedad sigue presente. Decimos en cambio que el PO tiene una dimensión de culpa y no
solo de pena. No es un mal físico, ni psicológico, sino que es un mal que afecta a la esfera a la
dimensión moral de la persona, y por tanto “es inherente –inest- a cada uno como propio”,
dice Trento en el canon 3.30
RP 189 Es una situación que Dios no quiere, que repugna a Dios. Lo importante que hay que
salvaguardar es el hecho de que Dios no pudo haber creado al hombre en esa situación en la que
hoy día se encuentra. Esa situación no puede ser objeto de la complacencia divina, no forma
parte del plan original de Dios sobre el hombre. Lo cual no quiere decir que Dios no ame a las
personas que se encuentran en esa situación (Jn 3,16; Rm 5,8; 8,32). Lo que no ama es la
situación en sí misma que puede considerarse por tanto “objeto de la ira y de la indignación de
Dios”, que “odia el pecado aun cuando ame al pecador”. Dice Rahner que “la ausencia del
Espíritu divinizante en el hombre es contraria a la voluntad divina y por ello tiene naturaleza de
pecado”.31
Se trata de una situación mala moralmente, que proviene en última instancia de pecados
personales propios o ajenos, y conduce irremisiblemente a pecados personales propios del
30
Canon 3, DS 1513.
31
K. RAHNER, “Pecado original” en SM V, p. 332.
17
sujeto que se encuentra situado en ella. El no-agraciado es des-graciado. “La ausencia indebida
de santidad precedente a la decisión moral (el no estar dotado del Pneuma santo de Dios,
funda un estado o situación de no-santidad”,32 y en ese sentido puede llamarse “pecado”. Más
tarde, si no interviene la gracia, la opción personal de una persona en este estado será un pecado
personal, es decir, la apropiación responsable de esta nativa privación de gracia. ¿Cómo puede
Dios querer semejante situación?
RP 140 En sí misma esta situación de pecaminosidad supone ante todo una impotencia para
tomar una opción fundamental por Dios. Incluye dos componentes que, juntos, forman una
mezcla mortal: por una parte la ausencia de la justicia original, es decir de la gracia habitual que
nos capacita para obrar el bien; por otra parte la presencia de la concupiscencia que es una
traba para que el hombre siga los dictados de su razón. La suma de ambos componentes lleva a
esa situación de impotencia moral, de división interior del hombre tan bien descrita por Pablo en
Romanos 7.
Para Santo Tomás el elemento material sería la concupiscencia, y el elemento formal la
ausencia de justicia original.33 El bautismo viene a llenar esta ausencia. En presencia de la
gracia, la concupiscencia que permanece tras el bautismo cambia totalmente de valencia, y no
implica ya impotencia para obrar el bien.

b) El límite superior de la comprensión del PO es el reconocimiento de que su


culpabilidad es menor que la de los pecados personales, porque es una situación previa a la
decisión personal, y por tanto el individuo afectado por ella no es responsable de su situación.
Es, como dice el catecismo, un pecado contraído, no cometido.34 “Aunque propio de cada uno,
el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la
privación de la santidad y de la justicia originales”35.
Por tanto cualquier explicación de la naturaleza del PO debe transcurrir entre estos límites,
de modo que no se considere ni tan solo como una pena extrínseca, ni tanto como un pecado
imputable como son imputados los pecados personales.
Salvo en el caso límite de los niños, en el caso normal dicha situación de pecado es luego
ratificada por los propios pecados personales que cada uno llegará a cometer
irremisiblemente si no media la gracia salvadora de Cristo.
GF 414 Aparte de las “penas” extrínsecas que son consecuencia del pecado: -el modo como
experimentamos la muerte y la situación de desorden y desintegración personal-, el pecado
mismo es el peor castigo del pecado, que “se cosecha a sí mismo”. El hombre no puede romper
el cordón umbilical que en la relación más profunda de su ser le relaciona con Dios, sin
romperse con ello a sí mismo. Al romper con Dios el hombre se encuentra solo ante su pecado.
Kant habla del “mal radical”, Pannenberg del “autocentramiento”. Schoonenberg habla de esta
situación como “incapacidad de amar, inclinación al mal soledad y angustia.36” El pecado se
perpetúa en cadena; es el peor fruto de sí mismo. Tras el homicidio perdura el odio, detrás del
acto de impureza, el deseo egoísta. Cada pecado abre un camino que lo facilitará más en el
futuro y lo hará parecer más lógico y coherente. Y producirá metástasis sucesivas y debilitará la
capacidad de denuncia.
Dice al respecto S. S. Lewis: Cuanto más cruel eres, tanto más odiarás, y cuanto más odies,
más cruel te volverás. Bien y mal crecen a interés compuesto. Por eso las decisiones que tú y yo
tomamos cada día tienen una importancia infinita. El más pequeño acto de bondad que hagas
hoy es la toma de una cota estratégica desde la cual podrás en el futuro conseguir victorias en las
que hoy no podrías ni soñar.
32
Ibid., 335.
33
Summa Theologica I-II, q. 82, a. 3: “Et ita peccatum originale materialiter quidem est concupiscentia,
formaliter vero, defectus originalis iustitiae”.
34
Catecismo de la Iglesia católica 404.
35
Ibid., 405.
36
P. SCHOONENBERG, El poder del pecado, Buenos Aires 1967, 7122., 88ss.
18
En cambio una caída aparentemente trivial en la lujuria o en la ira es la pérdida de una
colina, de una línea de ferrocarril o de una cabeza de puente desde la cual el enemigo podrá
lanzar un ataque que de otro modo hubiera sido imposible”.
El pecado como alejamiento personal de Dios, causa también una ruptura de nuestra
mediación de la gracia hacia los demás. Al ser infiel a Dios, el pecador es también infiel a su
vocación y deja de ser canal de la presencia de Dios y de su gracia para sus semejantes. No solo
se frustra esta mediación positiva, sino que se convierte en mediación negativa y es causa de
nuevos pecados personales en los que le rodean. La existencia de quien viene al mundo está así
marcada por la historia de pecado anterior a él, historia que él mismo ratificará después de forma
cuasi-automática al insertarse en esas instituciones y costumbres marcadas ya por el pecado, y
contribuirá en su modesta medida a dejarlas todavía peor de lo que estaban.
El pecado original supone un “deterioro” original “commutatio in deterius”. No es
simplemente una falta de armonización entre los diversos deseos, sino una positiva
configuración de esos deseos de un modo perverso según un principio de absolutización de uno
mismo y de desprecio del otro. Esa situación no puede ser querida por Dios en modo alguno,
pues no ha creado al hombre en ese estado que no corresponde a su proyecto original.
RP 189 El individuo humano miembro de esa comunidad pecadora aparece ante Dios como
privado de gracia. Esta privación ¿puede ser considerada pecaminosa! Sí, por un doble motivo.
Ante todo, porque se trata de una situación irregular, que no se ajusta al designio de Dios, sino
que contradice su voluntad; el no agraciado es des-graciado o, con otras palabras, la ausencia
indebida de santidad precedente a la decisión moral (el no estar dotado del Pneuma santo de
Dios) funda un estado o situación de no-santidad37” y, en este sentido, puede ser llamada pecado.
Con tal apelativo se hace patente que quien está aquejado de este déficit, versa en una
situación de separación de la vida de Dios, de no-salvación (de perdición, en suma). Debe
advertirse empero que la privación de gracia que llamamos “pecado” responde comúnmente a
un acto de la voluntad propia, acto que en nuestro caso no se da. Por ello, el término pecado sólo
puede aplicarse aquí “bajo una concepción analógica” de dicho término.
Otro modo de comprender el pecado original originado es tener en cuenta cómo el hombre
está sometido desde su nacimiento al influjo de culpas ajenas en las relaciones que le
constituyen como persona, tal como lo expone M. Kehl.38
“El hombre realiza, pues, su libertad originaria siempre, sólo cuando recorre la senda de la historia
que le ha sido asignada, de tal modo que puede hablarse de una “situación condicionada de la libertad
creada”. Esta situación en la que tiene necesariamente que realizarse la libertad creada está siempre
marcada por objetivaciones de la culpa, de modo que es aquí, según Rahner, donde se da el enfoque para
un correcto entendimiento del pecado original.
Pero dado que la autodisposición de un sujeto está constitutivamente marcada por la historia de la
libertad de los restantes seres humanos y, por consiguiente, también por las objetivaciones de culpas
ajenas inherentes a ella, debe partirse del hecho de que todo acto de la libertad está permanente e
inextricablemente codeterminado por la culpa ajena. En definitiva, no existe ningún acto de la libertad,
por bueno que se le suponga, que esté exento de esta impregnación de situaciones de libertad
determinadas por la culpa. No será posible, hasta el fin de la historia, eliminar esta hipoteca de culpa
objetivada.
Rahner explica esta situación de libertad codeterminada por la culpa con un ejemplo muy expresivo
y ya célebre, tomado del mundo existencial contemporáneo, que es ciertamente pre-teórico, pero que
ilustra el problema:
Cuando compramos un plátano, no reflexionamos sobre el hecho de que su precio está ligado a
muchas condiciones previas, entre ellas se encuentra, por ejemplo, la miserable suerte de los cultivadores
de plátanos, la cual a su vez está codeterminada por la injusticia social, la explotación o una milenaria
política comercial. En esta situación de culpa participamos incluso en beneficio propio. ¿Dónde termina
y dónde comienza la responsabilidad personal por el aprovechamiento de tal situación determinada por la

37
K. Rahner, “Pecado original”, en Sacramentum Mundi V, 332; ibid. 335.
38
M. KEHL, Contempló Dios toda su obra y estaba muy bien, Herder, Barcelona 2009.
19
culpa? Éstas son preguntas difíciles y oscuras. 39

6. La solidaridad en Adán
1. La personalidad corporativa en la Biblia
RP 53-56 La Biblia es consciente de la solidaridad para el mal que existe entre los hombres. Una
de las convicciones ancestrales que le llegan a Israel de sus orígenes nómadas es la de la
solidaridad del clan, que es una firme comunidad de destino. Al fundador o epónimo se le
atribuye permanentemente lo que en cualquier momento posterior sucede a los miembros del
clan, que es la dilatación permanente de su epónimo. Por otra parte el miembro del clan no obra
por sí y para sí. Sus acciones comprometen a todo el clan tanto para el bien como para el mal.
Israel se concibe a sí mismo como una comunidad solidaria nacida de un padre común. Cada
individuo es responsable del todo, participa de la bendición y de la maldición, la promesa y el
juicio comunes (Dt 28 y 30; Lv 26). Poco a poco esta idea de comunidad solidaria empieza a
extenderse también a otras naciones, hasta llegar a ver a la humanidad entera como una gran
familia de pueblos.
En este contexto el pecado no puede ser comprendido como un hecho aislado. Hay una
corresponsabilidad de los descendientes en la culpa de sus antepasados. “Hemos pecado con
nuestros padres. Hemos faltado, nos hemos hecho impíos… (Sal 106,6; 1 R 8,47). “No
recuerdes contra nosotros las culpas de los antepasados, líbranos, borra nuestros pecados (Sal
79,8; Dn 3,26-45; Tb 3,3-5; Ba 2,12).
Los libros históricos contienen muchos relatos en los que la culpa de los padres repercute en
los hijos, “es visitada en los hijos”. Así la conducta de Cam (Gn 9,22-27), la rebelión de Coré
(Nm 16), los abusos de los hijos de Elí (1 S 2,36).
También los libros proféticos constatan esta misma solidaridad. Aunque con Ezequiel se
pasa a una noción más personal del pecado (Ez 18; Jr 31,29), los profetas no dejan de aludir a la
continuidad padres-hijos en la actitud pecadora (Jr 3,25; 14,20). Constatamos también que esta
solidaridad descendente no se limita a la consanguinidad estricta. El parentesco y la
corresponsabilidad consiguiente pueden establecerse por ritos de confraternización por los que
unos individuos adoptan a otros y una tribu puede adoptar a otra tribu entera.
Finalmente observamos que junto a la solidaridad vertical padres-hijos, hay una
solidaridad horizontal entre contemporáneos que refleja una mentalidad corporativa. Un
individuo del grupo arrastra en su destino a los miembros del mismo, aunque no sean familiares.
El pecado del censo cometido por David trajo consigo una peste que diezmó a todo Israel (2 S
24).

2. Teología paulina sobre la solidaridad en Adán (Rm 5,12)


La solidaridad de todos los hombres en Adán es la razón de por qué el PO original afecta a
todos los hombres desde su nacimiento, anteriormente a cualquier opción libre que puedan
hacer. Esta solidaridad de todos en Adán está expresamente afirmada en la Escritura en el
famoso texto de Rm 5,12 que estudiaremos en nuestro capítulo sobre el N. Testamento.
RP 103 Según el estudio que hacemos allí, el mensaje es el siguiente: Todos son pecadores, hay
una situación universal de perdición, causada por un destino previo a la opción personal, la
hamartía) y por una opción personal del individuo adulto. Ambos factores crean un estado de
muerte que alcanza a todos. La muerte ha pasado a todos, toda vez que todos han pecado. La
fuerza del mal les ha llevado a todos a ratificar la opción de Adán. Pablo no aclara cómo
39
Ibid., pág. 141; id., “Die Sünde Adams”, en Schriften zur Theologie, vol. 9, Einsiedeln 1970, págs. 259-275
(para la trad. española, véase la Bibliografía. N. del T.); id., “Pecado original”, en Sacramentum mundi, vol. 5,
Barcelona, Herder, 1974, págs. 328-340.
20
interactúan ambos factores –destino previo, opción personal-, ni qué peso tiene cada uno en el
resultado, ni qué ocurre (en los niños) cuando solo está presente el primer factor.
El destino universal que empuja inexorablemente al pecado no es imputable a Dios
creador, ni a un fatalismo de la naturaleza, sino que se remonta a la historia de la libertad
creada. Pablo no ontologiza el mal, sino que lo historiza. Pero le interesa subrayar la
universalidad del pecado para salvaguardar el núcleo de su evangelio: la salvación universal por
Cristo. Pablo se interesa por la persona de Adán en cuanto contrafigura de Cristo. Solo le
interesa la función de Adán, no la persona. La función adámica importante es la de haber
introducido el pecado en el mundo para todos.

3. Alcance de la teología paulina


Pero nos podemos preguntar cómo es que el pecado de uno puede influir de tal modo en el
destino de todos. Este tema no lo trata directamente Pablo, por eso hay distintas maneras de
evaluar si expone ya Pablo lo que luego se va a desarrollar como teológica clásica del pecado
original. Sobre este punto hay tres opiniones:
a) minimalistas: el pecado original no está presente en el pensamiento paulino. De lo
único que habla Pablo es de los pecados personales.
b) maximalistas: el pecado original se contiene con claridad suficiente en el texto. Pablo
habla de un estado congénito de pecado al margen de los pecados personales.
c) equidistantes: Pablo ofrece un fundamento para la teología católica del pecado
original, aunque no la contenga explícitamente. Es nuestra postura. En Pablo no hay ni un
desconocimiento ni una definición formal de la doctrina del PO.
El núcleo está allí: la pecaminosidad universal; la existencia de una opción humana culpable
que se remonta al principio de la historia; la función mediadora de esta opción en la situación
universal de pecado; el restablecimiento de la mediación para la salvación en Cristo y el
requerimiento de la libre decisión personal para acoger esta salvación. En cambio Pablo no dice
nada sobre la situación religiosa de los niños, ni especifica quién es el sujeto de la función
adámica, ni esclarece el fundamento de la solidaridad de todos.

4. Comprensión moderna de esta solidaridad


RP 186 La teología escolástica trabajaba con un concepto de naturaleza cerrada sobre sí,
invariable. Tenía una concepción estática y esencialista del hombre. El fundamento de la
solidaridad interhumana sólo se concebía como algo físico-biológico, y por eso el mecanismo de
transmisión no podía ser otro que el de generación. Esto llevaba a llamar al PO “peccatum
naturae”, pecado de la naturaleza.
Hoy día se trabaja con otra antropología distinta que utiliza más las categorías de
encuentro y diálogo. El “esse ad”, el conjunto de relaciones humanas, la socialidad es algo que
concierne intrínsecamente al ser humano. Yo soy yo y mi circunstancia. Yo soy yo y el manojo
de relaciones que tengo. La socialidad es constitutivo de mi persona. Cuando un hombre tiene
un hijo y se convierte en padre, la paternidad es constitutiva de esa nueva persona en que se ha
convertido. Todo cambio en las personas con las que me relaciono constituye un cambio en mi
propia realidad personal.
El hombre como persona es una realidad dinámica que se va haciendo en y por las
relaciones que adquiere. Ser equivale a ser-con. El ser humano es un ser situado. La historia de
los demás va acuñando mi propio yo, no es una historia ajena a mí. La autodeterminación está
siempre situada y afectada por condicionamientos previos a su ejercicio.
Junto con la herencia genética, el hombre recibe una herencia cultural. Su personalidad es
resultado de dos principios generativos: el genético y el cultural, el natural y el histórico. La
matriz social configura al “mamífero prematuro” no menos que el útero materno le ha
configurado biológicamente. Los conceptos de generación o procreación no son reducibles a la
estricta dimensión biológica.
21
La solidaridad de base entre los seres humanos no deriva exclusivamente de su
descendencia biológica común, sino de su comunión en una historia única. Cuando la des-
gracia ha tomado cuerpo en la sociedad en la que nazco, ésta ya no será mediadora de salvación
sino de perdición. El hombre al nacer recibe una herencia negativa socialmente acumulada y
objetivada en instituciones, usos históricos, reglas de conducta, prejuicios, ritos, vida social:
machismo, racismo, consumismo, hedonismo, superficialidad, corrupción económica. El efecto
cumulativo de las opciones culpables hipoteca las acciones futuras y favorece la adhesión
voluntaria de todos a ese mundo de pecado. Quien se encuentra situado en ese mundo social
opaco a la gracia, quedará negativamente afectado por una determinación interior a su yo y
anterior a su opción.
Solo podré salvarme si soy transplantado a otra sociedad distinta que me sirva de
mediación de la gracia, a otra sociedad que viva otro mundo de valores, y forme un ecosistema
distinto en el que esos valores puedan ser vividos. En este sentido la justificación en el bautismo
es el momento en que lo que se había contraído por la pertenencia a una sociedad, es revocado
por la pertenencia a otra sociedad, la Iglesia.

5. Adán, ¿quién es?


RP 177 Toda la teología clásica hacía una lectura menos crítica de Gn 3, y daba por supuesto que
Adán era el primer hombre que daba origen a toda la especie humana. Las modernas teorías
evolucionistas han puesto en cuestión el que todos los hombres vengamos de un padre común, y
eso ha dado lugar a que los teólogos hayan interpretado la figura de Adán en otras claves
diversas.
La ciencia es favorable a ver la evolución como un fenómeno que ocurre no en individuos
aislados, sino en grupos de individuos que colectivamente emergen para formar una nueva
especie diferenciada. Prefiere, por tanto el poligenismo al monogenismo. No cabría hablar de
una única primera pareja humana, sino de varias parejas que alcanzan la humanización
grupalmente. Últimamente los científicos suelen decir que no hubo un Adán, pero sí hubo una
Eva. Según ellos, todos los humanos existentes hoy traeríamos nuestro origen genético de una
sola hembra.
Pío XII en la Humani Generis mostraba su ansiedad de que estas teorías científicas pudieran
chocar con la teología del PO tal como la entiende la Iglesia y decía que en ese momento era
difícil conciliar la doctrina católica sobre el PO con las hipótesis poligenistas. Pronto algunos
teólogos como Flick y Alszeghy mostraron cómo la doctrina del PO puede seguirse manteniendo
tanto en una hipótesis monogenista como en una hipótesis poligenista.
Hay tres formas posibles de interpretar a Adán todas ellas pueden formularse en la hipótesis
del monogenismo o del poligenismo. Desde la teología católica se han mantenido las tres
hipótesis.
a) Monoculpismo: El primer pecado de la historia basta por sí solo para constituir el
pecado originante.40 En la evolución de la especie se ha dado el mismo proceso que en la
evolución del individuo.
Ha tenido que pasar por una infancia antes de alcanzar el pleno ejercicio de sus facultades.
En el primero de los humanos que sobrepase el umbral de la personalidad capaz de tomar
decisiones ético-religiosas, la evolución tendrá que dar el salto a lo sobrenatural. Pero si en esta
primera opción el hombre se opone al plan divino, la evolución cambiará de rumbo. A nivel
fenoménico nada parecerá haber cambiado. Pero en realidad el cambio será inmenso, en vez de
una economía de perfección gratuita (integridad) la evolución hacia el fin sobrenatural discurrirá
bajo la ley de la cruz. El avance hacia lo sobrenatural queda bloqueado por el pecado del primer
hombre. Cuando sus contemporáneos todavía en estado preconsciente franqueen el umbral de la
responsabilidad personal se encontrarán cerrado el paso hacia su ulterior desarrollo sobrenatural.

40
Es la Tesis de Flick-Alszeghy, El hombre bajo el signo del pecado, Salamanca 1972.
22
Esta explicación se puede mantener dejando abierta la cuestión de si la humanitas originans
consta de uno o varios individuos. Prima el valor decisivo del principio del proceso histórico
que no es un instante más de una sucesión homogénea, sino el fundamento del entero proceso,
pues tiene una virtualidad conformadora sobre él. Es la puesta en marcha de una historia toda
ella afectada por ese pecado que viene del origen.

b) Policulpismo: el pecado originante es el “pecado del mundo”, es decir el conjunto de las


acciones pecaminosas cometidas a lo largo de la historia. No es preciso otorgar un puesto
especial al primer pecado cronológico, que es un eslabón más de la cadena sin especial
importancia.41

c) Concausalidad: El pecado sería una magnitud dinámica que empieza a producir su


efecto a partir del primer pecado y que se va engrosando a modo de bola de nieve, con los
sucesivos pecados personales que tienen un efecto cumulativo. Se reconoce al primer pecado
una relevancia peculiar, no por ser el primero cronológicamente, sino porque, al serlo, crea una
situación nueva que va a influir ineludiblemente en lo que venga después. Pero no influye de
forma directa o inmediata, sino mediante los pecados próximos que afectarán a cada individuo.
De ese modo se explica la universalidad del pecado, y se evita decir que el pecado más remoto
en la historia tiene más influencia sobre mí que los pecados más cercanos de mi familia o de mi
generación.

7. Situación de Adán en el Paraíso


1) El relato del Paraíso
RP 58 El texto de Génesis 2 nos narra el relato yavista de la creación del hombre. Se trata de un
relato más antiguo que el relato sacerdotal del capítulo primero y es posible detectar un estilo
mucho más antropomórfico.
Adán fue creado en suelo estepario, ’Adam de la ’Adamah. Pero Dios parece querer para él
una situación mejor que la de su status nativo, y le prepara un jardín, que es una especie de
sucursal terrena de la morada divina. Es el lugar por donde Dios se pasea a la hora de la brisa
(3,8). Parece razonable deducir que J ha descrito la promoción del hombre a una vida superior.
Su domiciliación es una invitación a compartir la intimidad divina. Esa intimidad está
preciosamente descrita en el diálogo fluido que existe entre los dos.
En el jardín hay dos árboles. El árbol de la vida está en el centro del jardín y Adán tiene
libre acceso a él. En ese árbol encuentra el hombre la capacidad de superar su caducidad
constitutiva. La inmortalidad del hombre mortal solo puede darse como regalo extra de Dios.
Los frutos que dan eterna vida y juventud son un mito clásico de la literatura de la época. Pero
no se trata solo de una vida biológica. Vivir para la Biblia es más que el simple existir. Vivir es
llevar una existencia plenificada por la comunión con YHWH, es una vida en alabanza.
Pero Adán no lleva dentro de sí la fuente de la vida, debe tomarla del árbol que está en el
centro del jardín, el árbol de la vida. La vida del hombre procede de Dios, y tiene que seguir
recibiéndose siempre de Dios. El hombre no puede disponer autónomamente de ese don sino
acogerlo como don gracioso. Mientras esté dispuesto a acogerlo así tendrá acceso a ese don sin
restricciones.
El árbol del discernimiento hace referencia a un privilegio de los reyes que pueden
conocerlo todo y dirimirlo todo. Al hombre le está prohibido erigir su propia ley moral frente a
la de Dios. No tiene la facultad de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Por
eso tiene prohibido comer de ese árbol.

41
Es la tesis de P. Schoonenberg, L´homme et le péché, Tours 1967.
23
Mientras que en el relato sacerdotal varón y mujer eran creados simultáneamente por Dios,
en el relato yavista el hombre es creado primero, y luego la mujer es formada a partir del varón.
La criatura humana es incompleta. Los animales son creados para que el hombre no esté solo.
Dios los crea y el hombre los recrea al darles el nombre. Pero los animales no pueden llenar ese
deseo profundo de comunicación y comunión que hay en el hombre. Necesita un tú para poder
entrar en diálogo. La mujer está “de cara al hombre”, representa la alteridad. El hecho de ser
varón-mujer les hace comprender que son interdependientes y no omnipotentes. La soledad es
una maldición para los judíos, una especie de muerte social y la antesala de la muerte física.
La desnudez es símbolo de la mutua transparencia. Donde no hay pecado no hay nada
que ocultar, no hay todavía miedo a la amenaza potencial que puede representar el otro. Cada
uno se puede manifestar tal como es, sin censuras, sin disimulos, sin los artificios que tapan las
verdaderas intenciones del corazón. Cada uno tiene necesidad del otro para ser él mismo,
permaneciendo siempre cada uno distinto del otro, en su misterio infranqueable que solo se abre
por donación.42
El hombre es creado para trabajar la tierra y cuidarla. El trabajo no es un castigo del pecado.
Es solo el trabajo inhumano, opresivo, alienante, el que constituirá uno de los efectos de la
presencia del pecado en la vida humana.

RP 162 Tradicionalmente se ha supuesto que Adán fue creado en gracia de Dios. Trento dice que
Adán fue constituido por Dios en santidad y justicia (Dz 787). La exégesis del canon ha
mostrado que el concilio usó la palabra “constituyó” en vez de “creó” para no definir si Adán
fue creado con la posesión actual (in re) de la gracia. Bastaría con que estuviese ordenado a este
don, una posesión virtual en esperanza (in spe).
No es de fe que la situación del paraíso se haya realizado históricamente. La gracia, el
destino sobrenatural, pudo no haber sido aún asumido por el hombre en el primer momento de
su historia. Pero estaba ahí a su disposición, como oferta divina. Adán era al menos virtualmente
un agraciado. Estaba inmerso en una evolución sobrenatural orientada hacia la justicia y la
santidad. Estaba inmerso en una evolución incoada en el tiempo y a consumarse en el ésjaton.

2) La gracia de Adán
Adán es tipo del hombre futuro (Rm 5,14), figura del que había de venir. La divinización
del hombre tendría que realizarse a través de la humanización de Dios. La justicia original es
una cristología incoada. Lo que tal estado puede dar de sí solo se desvela acabadamente al llegar
la plenitud de los tiempos. La encarnación tiene lugar no solo para recuperar o sanear una
situación perdida o deteriorada, sino principalmente para cumplir lo oscuramente prometido en
la teología de los orígenes en el AT. “Cuando se modelaba el barro, se pensaba en Cristo, el
hombre futuro”.43
La gracia original no pudo haber sido gracia de Adán, sino gracia de Cristo, aunque la tesis
de la gracia de Adán la hayan sostenido grandes teólogos del pasado, como Santo Tomás.
Pensaban estos teólogos que en el plan original de Dios no entraba que el Verbo se encarnase,
pues la única finalidad de la Encarnación fue redimir al hombre tras su caída. La encarnación
sería solo una iniciativa terapéutica después de un desdichado accidente.
Pero con la mayoría de los teólogos afirmamos hoy que el plan original de Dios en la
creación era ya “que todo tuviera a Cristo por cabeza” (Ef 1,10), En la intención de Dios creador
Cristo ha sido siempre “el primogénito de toda creatura” (Col 1,15).
Hay pues una única economía de la salvación que culmina en Cristo. No hay una economía
de antes de la caída, y otra de después. La gracia con la que Dios ha querido enriquecer a la
humanidad ha sido siempre una única gracia, la de Cristo.
42
Algunos de estos conceptos están tomados de R. Berzosa Martínez, Para comprender la creación en clave
cristiana, Estella 2000.
43
TERTULIANO, De carnis resurrectione, 6.
24
Lo único que la caída de Adán ha modificado es el itinerario. La diferencia está en que en el
presente estado la consecución de esas gracias tiene que vencer la resistencia del pecado que
acosa al hombre, y está marcada por el combate y la cruz. Pero la constitución original del
hombre en estado de justicia significa que desde sus orígenes el hombre ha sido creado con una
vocación sobrenatural de hijo de Dios en Cristo.
El paraíso no es una realidad de orden espacio-temporal o geográfico-histórico, sino de
orden simbólico. Es “el símbolo de la gracia hecha a la humanidad desde su primera aparición
sobre la tierra… del comienzo efectivo, mas velado, de la vida divina y eterna que no se
manifestará en plenitud hasta el final de los tiempos”.44
RP 63 El paraíso es más un paradigma del futuro que un reportaje del pasado. La protología
es en el fondo escatología. Es la expresión plástica del designio de Dios sobre el hombre. Este
designio divino ha presidido la creación y en este sentido, el paraíso no puede por menos que
proyectarse sobre el comienzo de la historia; de otra parte este designio está indeleblemente
impreso en el acontecer histórico, es el fin de la creación; en este sentido, el ésjaton no puede
menos de asumir rasgos paradisíacos ya en sus orígenes.

3) Los dones preternaturales45


RP 172 En cuanto a los dos dones preternaturales de Adán los trataremos más adelante por
separado. Ahora los veremos en una mirada de conjunto. La doctrina teológica clásica ha
afirmado siempre de que Adán al ser creado disfrutaba no solo de la justicia original, un don
sobrenatural, sino de otros dones llamados preternaturales, (inmortalidad e integridad). La caída
de Adán trajo consigo la pérdida irreparable de estos dones preternaturales, de los que el hombre
ya no volverá a gozar en esta vida ni siquiera después de su justificación. Cuando Cristo le
devuelve a Adán la gracia, ya no le devuelve los dones preternaturales, y por eso el hombre tiene
que experimentar la muerte y la concupiscencia.
Esta doctrina clásica ha sido matizada por los teólogos recientes. La posesión de los dones
preternaturales no significa que el psiquismo del hombre inocente de los orígenes fuera distinto
del psiquismo del pecador de hoy o del hombre redimido de hoy. De hecho no se excluye que el
hombre en el paraíso hubiera tenido que morir una muerte biológica, pero bien distinta de la
muerte que se vive en estado de pecado. Por eso puede decirse que el justo goza ahora también
de una integridad que le ha sido devuelta por la gracia redentora de Cristo. Es una integridad aún
no consumada y se desarrolla en el contexto de una lucha trabajosa contra la concupiscencia.
Del mismo modo, el hombre redimido sigue sufriendo la muerte biológica, pero por gracia
de Cristo vive esa muerte de un modo muy distinto a como la vive el hombre pecador, y en ese
sentido goza ya de una inmortalidad no perfecta, que no ha alcanzado su consumación. De igual
modo una vez que la hamartía ha irrumpido en la historia, las facultades apetitivas naturales ya
no se despliegan en un clima propicio de gracia virtual o actualmente presente, donde no hay
ofertas de otro signo, sino que en el estado presente esas facultades apetitivas se ven
vigorosamente solicitadas para el mal. En un sentido, pues, la humanidad presente vive la
concupiscencia de un modo distinto a como la hubiera vivido una humanidad en la que no
existiera el pecado, la vive como dice Trento como algo que “procede del pecado y lleva al
pecado”. Pero nada ha cambiado en la constitución biológica o psíquica del hombre que sigue
siendo la misma antes y después de la caída.
Los dones preternaturales no fueron pues privilegios excepcionales e inalterables de un
presunto estado de cuento de hadas, o situación de encantamiento vivida en el alba de la historia,
sino que fluyen naturalmente dondequiera que se da la comunión vital del hombre con Dios por
la gracia, aunque se den de distinta forma en los distintos ámbitos históricos, y solo serán
plenamente poseídos en el ésjaton. En el estado actual, a medida que el hombre por la fe se va
dejando penetrar más y más por la gracia, va dominando mejor su concupiscencia, y va
44
C. BAUMGARTNER, Le péché originel, Paris 1969, p. 158.
45
Sobre los dones preternaturales ver RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, pp. 164-172.
25
recuperando progresivamente el don de la integridad. Los santos de hecho por gracia divina han
alcanzado una mejor integración de todas sus facultades y apetitos al servicio de su opción
fundamental del amor de Dios.
Insisten los teólogos que si hacemos justicia al dicho paulino de que donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20), no podemos admitir sin más que el estado inicial de
Adán gozara de bienes de los que hoy no goce en absoluto el hombre redimido por Cristo. La
justificación y la gracia santificante nos devuelven lo que Adán había perdido. Lo que ocurre es
que al vivir el justo en un mundo donde está presente el pecado vive estos dones de modo
distinto a como los hubiera vivido en un mundo sin pecado.
Flick-Alszeghy suponen que esos dones no fueron ejercidos necesariamente por Adán, sino
que pudieron estar en él como una semilla a desarrollar más adelante. 46 En cualquier caso la
doctrina de los dones preternaturales “Le permite decir al hombre que su ausencia [en el hombre
hoy] no es una quimera, sino, en algún sentido, una pérdida. Que esta historia en la que estamos
pudo haber ido por otros caminos y podría ser hoy en día muy diversa de lo que es, y que eso
estaba en manos de los hombres, como está aún en nuestras manos la posibilidad de algunas
rectificaciones del camino. Todo esto da un enorme valor (yo creo que su verdadero valor) a la
acción y a la responsabilidad del hombre en la historia: si no por la posibilidad de crear
‘paraísos.’47”

8. La muerte y el pecado original


La doctrina teológica clásica ha afirmado siempre de que Adán al ser creado disfrutaba no
solo de la justicia original, un don sobrenatural, sino de otros dones llamados preternaturales,
(inmortalidad e integridad). Hemos tratado ya de estos dones en su conjunto. Ahora nos
referiremos en concreto al don de la inmortalidad. La fe católica afirma que por el pecado entró
la muerte en este mundo. ¿Quiere esto decir que si el hombre no hubiera pecado habría estado
libre de morir?
“Cuando en Gn 2,17b se amenaza con la muerte como consecuencia del pecado, cuando
Pablo en Rm 5,12-21 hace suya esta idea en su doctrina de la justificación, luego repetidas veces
confirmada por el magisterio de la Iglesia,48 estas afirmaciones no aluden a la muerte puramente
biológica del hombre, pues aunque no hubiera acontecido la caída en el pecado de Adán los
hombres no habrían tenido una vida de duración ilimitada en la tierra. La fe bíblica y eclesial en
la creación no afirma, en efecto, ningún tipo de fenómenos prehistóricos extraordinarios (como
la inmortalidad biológica) que hubieran sido modificados por el pecado: El mundo natural no
era distinto (en el paraíso); lo que era distinto era la relación del hombre con el mundo, una
relación iluminada por la gracia.
Puede mantenerse, pues, con sólidos argumentos teológicos, la opinión de que la muerte
biológica como punto final general de la vida terrena no es consecuencia del pecado, pero sí lo
es una determinada figura de la muerte, a saber, la muerte como castigo con que Dios amenaza
al hombre que —incapaz de reconciliarse con su finitud y su limitación— quebranta el
mandamiento —en principio bueno para él— del creador (Gn 2,17). Pero Dios no ejecuta la
sentencia de inmediato, sino que la anuncia como el punto final de una vida desdichada (Gn
3,17-19).49”

46
Antropología Teológica, Salamanca 1970, p. 26.
47
GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, p. 117.
48
Cartago 418: DH 222; Orange 529: DH 372; Trento 1546: DH 151 ls.
49
M. Kehl, op. cit.
26
a) Biblia
RP 165 La conexión pecado-muerte está abundantemente testificada en la Escritura: Gn 2-3.Sb
1,11-13; “Por un hombre entró el pecado en este mundo y por el pecado la muerte” Rm 5,12-14.
La muerte es el “salario del pecado” (Rm 6,23). También por el magisterio de la Iglesia. (DS 222
= D 101; DS 1511s. = D788s.; DS1978 = D 1078).
En el relato de la caída, Eva reconocía que Dios les había amenazado con que si comían del
fruto del árbol morirían (Gn 3,3)
RP 67 En cuanto a este texto de la caída en Gn 2-3, ya decíamos en su momento que las
consecuencias penales del pecado que allí se enunciaban no obligan a pensar que en un mundo
sin pecado la necesidad de que la muerte biológica no se daría, la serpiente no reptaría, el dolor
físico y la fatiga no existirían.

b) Magisterio
La tesis de que la muerte entró en el mundo a causa del pecado de Adán ha sido definida en
el concilio de Cartago de 418 (RP 134) en el canon primero (DS 222). El acta conciliar fue
aprobada por el papa Zósimo en la Epistola Tractoria (DS 231). También aparece en el canon
segundo del concilio de Orange contra los semipelagianos (DS 371).
RP 148 Trento no recoge el primer canon de Cartago en el que se hablaba de la muerte biológica, y
trata en su canon 1 (DS 1511) de las consecuencias del pecado de Adán para él y las secuelas
para sus descendientes. Trento se refiere a la muerte como pena del pecado en un sentido más
bíblico y teológico emparentada con la ira de Dios y la cautividad. Ver finalmente DS 1978.

c) Alcance de la doctrina
RP 166-168 La muerte humana tiene varias dimensiones. Una es la puramente natural y biológica.
Todos los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Esta dimensión es religiosamente
neutra.
Con todo hay un rechazo a la muerte en nuestra vida que nos la muestra como algo que no
debería estar ahí. Deberíamos distinguir entre el hecho natural de la muerte, y el modo como el
hombre la vivencia. La muerte se vivencia como un mal que no puede formar parte del plan
original de Dios sobre nuestra vida. “Porque Dios no hizo la muerte, y no le gusta que se pierdan
los vivos” (Sb 1,13). “Dios creó al hombre a imagen de lo que en él es invisible, y no para que
fuera un ser corruptible. La envidia del diablo introdujo la muerte en el mundo, y la
experimentan los que toman su partido (Sb 2,23-24).
La muerte humana tiene una dimensión personal. El hombre es el único ser vivo que se sabe
mortal, y puede previvir la muerte anticipadamente. Es sujeto de su propia muerte, mientras que
para el animal la muerte es algo que le acaece.
El aspecto penal de la muerte afecta a la dimensión personal que pertenece a la esfera
religiosa. La muerte del pecador es una muerte sin sentido. Por eso el hombre se rebela contra
ella y la vive como una violencia inferida desde fuera, no como un hecho natural. Ese
angustiado presentimiento se cierne sobre toda la vida llenándola de congoja. Solo se percibe en
ella su atrocidad. Este modo de morir es pena del pecado y afecta a todos cuantos no viven ni
mueren en gracia.50
RP 166-167 Una humanidad inocente viviría la muerte no como ruptura, sino como
transformación, no como término brutal, sino como pascua. El don de la inmortalidad
consistiría, pues, no necesariamente en la exención de la muerte física, sino en el modo de
interpretarla y ejecutarla como emergencia de la gracia, y no de la culpa. El tener que morir
podría ser “comprendido” por el hombre inocente como simple fenómeno biológico que no
atentaba a la continuidad de su relación con Dios, sino que lo disponía para la consumación de
dicha relación.
50
Ver unas interesantes citas sobre el rechazo que el hombre siente por la muerte en J. L. LORDA, Antropología
teológica, Eunsa, Pamplona 2007, pp. 292-293
27
En la carta a los Tesalonicenses Pablo piensa que es posible que no tengan que morir los
que estén vivos en la parusía, cuando el Señor vuelva al final de los tiempos,: “Primero
resucitarán los que murieron en Cristo. Después nosotros, los vivos, los que todavía estemos,
nos reuniremos con ellos, llevados en las nubes al encuentro del Señor, allá arriba. Y estaremos
con el Señor para siempre” (1 Ts 4,16-17).
Sigue explicándolo Pablo en la 1 Corintios: “Entiéndanme bien, hermanos: lo que es carne y
sangre no puede entrar en el Reino de Dios. En la vida que nunca terminará no hay lugar para
las fuerzas de descomposición. Por eso les enseño algo misterioso: aunque no todos muramos,
todos tendremos que ser transformados cuando suene la última trompeta. Será cosa de un
instante, de un abrir y cerrar de ojos. Al toque de la trompeta los muertos resucitarán como
seres inmortales, y también nosotros seremos transformados. [Curiosamente San Pablo se
cuenta a si mismo más bien en el grupo de los que no tendrán que morir]
Porque es necesario que nuestro ser mortal y corruptible se revista de la vida que no conoce
la muerte ni la corrupción. Cuando nuestro ser corruptible se revista de incorruptibilidad y esta
vida mortal sea absorbida por la inmortal, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: ¡Qué
victoria tan grande! La muerte ha sido devorada. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor 15,50-55).
Y en la segunda corintios nos dice: “Sabemos que si nuestra casa terrena o, mejor dicho,
nuestra tienda de campaña, llega a desmontarse, Dios nos tiene reservado un edificio no
levantado por mano de hombres, una casa para siempre en los cielos. Por eso suspiramos y
anhelamos el día en que nos pongan esa morada celestial por encima de la actual, pero ¿quién
puede saber si todavía estaremos vestidos con este cuerpo mortal o ya estaremos sin él?
Sí, mientras estamos bajo tiendas de campaña sentimos peso y angustia: no querríamos que
se nos quitase este vestido, sino que nos gustaría más que se nos pusiese el otro encima y que la
verdadera vida se tragase todo lo que es mortal. Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta
situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir” (2 Cor 5.1-5).
Podríamos explicar estos textos un tanto difíciles con un ejemplo casero. En invierno
cuando hace mucho frío, al irnos a meter en la cama nos tenemos que desnudar, antes de
ponernos el pijama caliente. Quisiéramos estar ya con el pijama puesto sin necesidad de
desnudarnos. O sea, llevamos nuestro cuerpo mortal como un vestido, pero con ese cuerpo
mortal no podemos entrar al cielo. La muerte nos despoja de este cuerpo y permite que luego
seamos revestidos de inmortalidad con un nuevo cuerpo espiritual. Preferiríamos ponernos el
pijama encima del vestido, revestirnos de inmortalidad, sin tener previamente que desnudarnos
del cuerpo mortal. De ahí viene que rechacemos la muerte como un momento de desgracia de
desnudez transitoria.
Pablo contempla una excepción en la que será posible revestirse de inmortalidad, sin haber
tenido que previamente pasar por la muerte, o sea, por el despojo de nuestro vestido actual. Es lo
que sucederá a los que estén vivos en la segunda venida del Señor. No tendrán que morir, sino
que serán revestidos de inmortalidad sin haber tenido que despojarse previamente, cuando la
irrupción de la nueva vida “se traga todo lo que es mortal.” Podrán ponerse el pijama sin
necesidad de haberse desnudado previamente.
Tendríamos que completar este estudio sobre la muerte, con el análisis del concepto paulino
del cuerpo espiritual o , para entender cómo será nuestra existencia definitiva,
una vez superada del todo la esclavitud del pecado, de la ley y de la muerte.51
Hemos ido muy lejos con nuestro pensamiento y ahora tenemos que volver. Lo dicho por
Pablo puede servirnos para imaginar cómo habría sido el final de la vida de Adán si no hubiese
pecado. Ciertamente no habría tenido que pasar por una muerte traumática como la que pasamos
nosotros, sino que al término de esta vida, habría sido revestido sin necesidad de desnudarse

51
El mejor tratamiento de este tema es el que he encontrado en J. I. GLZ. FAUS, La Humanidad nueva, parte 1ª,
pp. 157-159.
28
previamente, como nos decía Pablo de esas personas que estuviesen vivas todavía al tiempo de
la parusía..
El don de la inmortalidad en una humanidad que no hubiese pecado no consistiría
necesariamente en la exención de la muerte física, sino en la manera de vivirla a la sombra de la
gracia y no de la culpa. Este morir podría ser comprendido por el hombre en su entidad
biológica “naturaliter”, “sine amaritudine”. Así lo admite Escoto como hipótesis. El propio
Santo Tomás se hace eco de los argumentos expuestos por estos teólogos.
Mueren los niños aunque no hayan cometido pecados personales. También el hombre
redimido tiene que morir. El bautismo quita toda la culpa y toda la pena debida por el pecado,
pero no nos sustrae a la muerte biológica (DS 1316). En cambio nos asocia a la muerte de Cristo
para vivirla como acto de fe, esperanza y amor. Por eso la muerte es todavía el último enemigo a
ser vencido (1 Cor 15,26). Sobre la teología de la muerte cristiana puede consultarse este texto
de Ruiz de la Peña.
González Faus tiene un estudio muy interesante sobre cómo la muerte es consecuencia de la
esclavitud del pecado, y pone en cuestión todos nuestros esfuerzos liberadores intrahistóricos. 52
Estos esfuerzos liberadores en el mejor de los casos afectarían a generaciones futuras, pero no a
los mismos que se han esforzado por conseguirlos y murieron sin conseguirlos. Igualmente Faus
nos hace ver cómo el amor a nuestros seres queridos53 exige una superación de la muerte, y no
se resigna a aceptar que el amor se haya terminado cuando el ser amado muere.

52
Ibid., pp. 159-160.
53
Ibid., pp. 161-162.
29
9. La concupiscencia y el pecado original
Expondremos primero brevemente la doctrina tradicional acerca de la concupiscencia.
Como ya hemos dicho, en el paraíso, junto con el estado de gracia o justicia original, Adán y
Eva gozaron de unos dones preternaturales (no debidos a la naturaleza humana), los dones de
inmortalidad y de integridad. El don de integridad consistía en la ausencia de concupiscencia, es
decir el control absoluto del hombre sobre sus instintos y apetitos. En su caída Adán perdió para
sí y para sus descendientes la gracia santificante y los dones preternaturales. Tradicionalmente
se ha dicho que la redención de Cristo devuelve al hombre la gracia santificante, pero ya no los
dones preternaturales de integridad e inmortalidad. Por eso la concupiscencia permanece en el
bautizado, aunque ya no sea imputable como pecado.
RP 168-169 El uso del término en teología se retrotrae a Rm 7,7ss., donde Pablo relaciona
estrechamente el deseo  y el pecado , en el marco de la experiencia de división
interior que aqueja al pecador. Así pues, y en línea de mínima, la concupiscencia en sentido
teológico tiene que ver con la hipoteca con que el pecado grava la libertad humana, dificultando
su decisión por el bien e inclinando al mal. En este sentido, el concilio de Orange afirma que el
pecado “no ha dejado ilesa la libertad” (DS 371 = D 174), la escolástica relaciona la
concupiscencia con el pecado original y, en fin, Trento estipula que ella, si bien no es pecado en
los bautizados, “procede del pecado e inclina al pecado” (DS 1515 = D 792).
RP 169-172 La concupiscencia se ha considerado tradicionalmente como la rebelión o desorden
del apetito sensible contra el dictamen de la razón. Es una de las consecuencias del pecado de
Adán. Expondremos primero la doctrina tradicional sobre la concupiscencia. En el paraíso, antes
de la caída, Adán carecía de concupiscencia, o lo que es lo mismo, gozaba del don de la
integridad, que perdió para sí y para su descendencia al cometer el pecado. Integridad e
inmortalidad se consideraban dones preternaturales de los que gozaba Adán en el momento de
ser creado. Estos dones ya no han sido recuperados por el hombre redimido por Cristo, que se
verá asediado por la concupiscencia durante su vida y tendrá que pasar por el trance de la
muerte.
La existencia de estos dones preternaturales en Adán plantea serios problemas a los teólogos
modernos en cuanto que diversifican el psiquismo del hombre inocente antes de la caída del
psiquismo del hombre pecador que todos conocemos. Además el hecho de que estos dones ya no
hayan sido nunca recuperados, insinuaría que la gracia de la redención fue menos poderosa que
el estado de justicia original, y que no ha sido posible recuperar una parte de lo perdido en la
caída.
Por eso Rahner54 tiene una visión distinta de la integridad y la concupiscencia. Esta última
no residiría en el desorden del apetito sensible contra la razón. Rahner niega este dualismo entre
lo espiritual y lo sensible. No cabe hablar de un apetito exclusivamente sensible, ni de una
dialéctica hostil entre lo inferior y lo superior.55
La concupiscencia es más bien el apetito (espiritual-sensible) espontáneo e indeliberado
que precede al dictamen de la razón y continúa tendiendo a su objeto independientemente de ese
dictamen y de la decisión libre de la voluntad. Como todos podemos comprobar, ante lo que nos
apetece no permanecemos indiferentes, sino que surge un impulso espontáneo a conseguirlo o a
rechazarlo. Aunque la razón juzgue que ese objeto apetecido no es conveniente, el apetito
continúa deseándolo y se siente frustrado cuando la razón y la voluntad se niegan a satisfacerlo.
Podemos resistir a los apetitos, pero no podemos dejar de sentirlos.
Esto produce una dolorosa división en el hombre y un combate. Las decisiones libres de la
persona pueden impedir la satisfacción del apetito natural, pero no pueden eliminarlo, ni dejar
de sentirlo ni dejar de sentir pena por no haberlo podido gratificar. La libre decisión de la
54
55
K. Rahner, “Sobre el concepto teológico de concupiscencia”, Escritos de Teología, vol. 1, Madrid 1961, 379-416.
30
persona no es capaz de modificar la naturaleza, aunque la puede ir modelando, pero la persona
humana nunca puede llegar a disponer totalmente de su naturaleza.
En el mundo griego con su dualismo materia-espíritu, señalaba la falta de armonía entre la
razón y el apetito sensible como resultado en la encarnación del espíritu en la materia.
La escisión dentro del hombre, según Rahner, no está últimamente entre materia-espíritu
(apetito sensible –razón) sino entre naturaleza y persona. El ser humano nunca es del todo lo
que quiere ser. La naturaleza no es totalmente moldeable por la persona. El hombre vive en un
estado de desintegración, de falta de integridad. El don de la integridad consistiría en la
posibilidad ofrecida al hombre de disponer de sí mismo de tal suerte que su libre decisión
integrase lo que es por naturaleza con lo que deviene como persona.
Para algunos esta tesis de Rahner es básicamente válida pero presenta una concupiscencia
demasiado “neutral”. No hay en ella “nada de qué avergonzarse”, ni “nada que pueda odiar
Dios”.56 Pero a veces la concupiscencia puede resultar muy útil cuando nuestras inclinaciones
espontáneas nos inclinan a algo que es bueno.
Mayormente la concupiscencia es claramente un factor negativo “en cuanto que supone una
resistencia pasiva al compromiso arduo, se sustrae a la magnanimidad y a la generosidad, se
niega instintivamente al desarrollo, se rebela contra los riesgos, y se encierra en formas
infantiles, puramente receptivas de la socialidad.57”
En las fuentes bíblicas tiene claramente un carácter negativo. La experiencia de la
concupiscencia va más allá de la simple desarmonía original o natural. La concupiscencia
consistiría en la dificultad para integrar no ya lo natural en lo personal, sino lo natural y lo
personal en una opción fundamental por el amor de Dios. Esa dificultad es percibida por el
hombre que ya vive en gracia como un desorden negativo, como un desorden de su libertad que
tiene su origen en el pecado, y que persiste aun después de que el pecado haya sido perdonado.
Un ejemplo claro es el del apetito sexual. Por naturaleza el varón desea copular con todas
las hembras, del mismo modo que el macho en las especies animales. La sexualidad de la
hembra lo excita. Este apetito no es pecado. En el fondo viene de un mandamiento de Dios:
“Creced y multiplicaos”, que lleva a querer fecundar el mayor número de hembras posible. Pero
como persona el hombre se siente responsable de sus hijos, y llamado a una vida de amor de
pareja. Una vez que ha realizado esta opción personal, querría que la naturaleza se le sometiese
por completo, y dejar de sentir ese apetito universal hacia las otras mujeres. Pero no domina su
naturaleza hasta el punto de suprimir ese apetito. Podrá no ceder al impulso, pero no puede
conseguir que este desaparezca, y no puede eliminar el sufrimiento que conlleva el que ese
apetito no llegue a realizarse.
RP 171 Por eso la concupiscencia en el que ha renacido “queda para la lucha”, “ad agonem”, como
dice Trento en el canon 5, y la gracia nos llega ahora desde la cruz. Pero al que ha hecho una
opción fundamental por Dios la concupiscencia residual no se le imputa a pecado. Como dice
Trento, “no tiene poder para hacer daño a los que no consienten en ella y la rechazan virilmente
por la gracia de Cristo”.
Este es quizás uno de los puntos más divergentes entre la teología luterana y la católica.
Para Lutero, la concupiscencia remanente en el renacido por el bautismo sigue siendo pecado. El
pecado permanece en el justo: peccatum manens. Por eso, según él, el bautizado es la vez justo y
pecador, simul iustus et peccator. Lo que sucede es que Dios decide no imputar este pecado al
que ha sido justificado por la fe. Pero se trata de una justificación forense, extrínseca, que no
elimina la realidad del pecado en el hombre identificada con la concupiscencia que empuja
irresistiblemente a los pecados actuales. El PO corrompe así entera y permanentemente la
condición humana. En cambio en la doctrina católica, la justificación de Cristo “quita” el
pecado, no se limita a cubrirlo con un manto. El hombre es transformado y santificado

56
J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, 3ª ed., Sal Terrae, Santander 1987, p. 369.
57
M. FLICK-Z. ALSZEGHY, Antropología teológica, Sígueme, Salamanca 1981, p. 234.
31
intrínsecamente. La concupiscencia que permanece en él no puede ser ya considerada
pecaminosa.
Resumiendo diremos que en realidad hay dos maneras de definir la concupiscencia. Si la
definimos, con Rahner, como una simple tendencia disgregadora, como una falta de
armonización de elementos particulares, no se identifica con el PO, y yerra Lutero al llamarla
pecado.
Pero si entendemos por concupiscencia una positiva organización de los instintos al servicio
de la absolutización del propio yo con desprecio de los otros, al “amor sui” de San Agustín, al
“corazón curvado sobre sí mismo” de Lutero, entonces hay que decir que con la concupiscencia
así entendida el PO coincide con el egoísmo potenciado del autocentramiento. La experiencia a
la que se refiere Pablo en Rm 7 o Ef 2 no queda bien recogida en la definición teológica un tanto
neutra de la teología. No es simplemente la rebelión de lo sensible contra lo racional, ni la
incapacidad de la persona para asumir toda la naturaleza. Es la rebelión del yo contra sí mismo,
y del espíritu contra sí mismo.
En este sentido habría que decir que la persona justificada, cuya opción fundamental está
centrada en Dios, ya no se percibe a sí misma de esta manera como pudo haberse percibido en el
tiempo anterior a su conversión. La presencia en ella de la gracia santificante le hace percibir la
propia concupiscencia no ya como un poder esclavizante del pecado, sino como una palestra en
la que vivir el combate cristiano. Persiste la concupiscencia pero ya no es imputable a pecado y
no se vive como impotencia y esclavitud.
RP 171 Se entiende de esta forma que pueda decirse del don de la integridad lo que se ha dicho
antes del de la inmortalidad, a saber, que la gracia redentora de Cristo lo recupera para el
hombre reconciliado con Dios. El justo goza del don de la integridad incoada, si bien ésta (como
por lo demás la inmortalidad) no es aún perfecta ni ha alcanzado su consumación; se está en
camino hacia ella en la medida en que se crece en gracia. Y puesto que la gracia nos llega ahora
desde la cruz, este proceso hacia la integridad consumada se desarrolla en un contexto de
conquista trabajosa.
Es más, la experiencia de la vida espiritual es que conforme el hombre se va abriendo a la
gracia la posibilidad de pecar se va alejando de hecho en su vida. El hombre pecador percibe las
tentaciones como pegajosas e irresistibles. En cambio, conforme uno se abre a la gracia de Dios,
las tentaciones van siendo más como cañones que se oyen allá más a lo lejos; son posibilidades
cada vez más remotas y más ajenas a los deseos e intereses reales en los que ahora vive.

32
10.- Los niños y el pecado original
El texto fundamental sobre la necesidad del bautismo es el del evangelio de Juan cuando
Jesús le dice a Nicodemo: “El que no nace de agua y de Espíritu no puede ver el Reino de Dios”
(Jn 3,5).
La práctica del bautismo de niños está fundada ya en la Escritura. El mejor argumento
católico está en los muchos textos en que la Biblia nos habla del bautismo no solo de adultos
individuales, sino de familias enteras. La palabra griega que usa el NT es oikos, que algunos
traducen por casa, pero que en el contexto significa obviamente a la familia que vive en la casa.
Es claro que las paredes de una casa no se pueden bautizar, se bautiza a los que viven en ella. Es
pues claro, y nadie duda de que “casa” signifique aquí familia.
Vamos a dar una lista de casos en los que se nos habla del bautismo de todos los miembros
de una familia. En primer lugar se nos dice de Lidia la primera creyente en la ciudad de Filipos.
Escuchó junto al río la predicación de Pablo y creyó en su mensaje y le invitó a hospedarse en su
casa, y a renglón seguido se nos dice que “se bautizó ella con los de su familia” (Hechos 16,15).
Alguno dirá que no se afirma explícitamente que se bautizasen sus hijos pequeños. Igual eran
grandes. Puede ser, pero sigamos leyendo.
En esa misma ciudad de Filipos se nos dice a renglón seguido, que cuando Pablo y Silas
estaban en la cárcel azotados y maltrechos hubo un terremoto que rompió sus cadenas, pero
ellos no huyeron. Cuando vio esto el carcelero admirado les preguntó: “Señores, ¿qué tengo que
hacer para salvarme?”. Pablo le contestó: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y los de tu
familia”. Y dice luego que “al punto se bautizó él y todos los de su familia” (Hechos 16,33). Te
salvarás tú y los de tu familia. El que había creído era el carcelero. No se nos habla nada de la fe
de los de su familia. Por si quedaba duda subraya que se bautizaron todos los de su familia.
¿Tampoco había niños pequeños en esa familia? ¡Qué casualidad! Ya son dos familias sin niños.
Seguimos escaneando la Escritura para encontrar más datos. En Hechos se nos habla de un
tal Crispo en Corinto que “creyó él y todos los de su familia” (Hechos 18,8). Una vez más
vemos como siempre se habla de la fe o el bautismo de toda una familia. ¿Es que da la
casualidad que en ninguna de las familias bautizadas por Pablo había niños? Y todavía nos
queda un testimonio más. Escribiendo a los corintios Pablo recuerda que no bautizó a muchos en
Corinto personalmente pero que sí “bautizó a la familia de Estéfanas” (1 Corintios 1,16).
¿Tampoco había niños en la familia de Estéfanas?

1. Planteamiento del problema


La Iglesia desde sus principios ha practicado el bautismo de los niños en la certeza de que el
don de la salvación puede ser concedido a quien, por su falta de uso de razón, no es capaz de
acogerlo libre y conscientemente. Efectivamente el bautismo concede al niño la salvación sin
requerir su confirmación responsable. En el caso del niño se ve además claramente cómo toda la
iniciativa de la gracia viene de Dios, previamente a cualquier acto de nuestra voluntad.
Para la condenación en cambio, es necesario un acto personal de rechazo de la salvación
ofrecida por Dios. Hay aquí una asimetría que pone de relieve que el infierno solo existe como
fabricación humana, pero el cielo es un don divino.
RP 130-131 Pero ¿de qué salva el bautismo a los bebés? Para entender el bautismo como
momento salvífico de justificación, hay que suponer que se da en ese bebé una situación de la
que necesita ser salvado. En caso contrario, no cabría hablar de la justificación de Cristo, el
bautismo no actuaría en ellos “ad remissionem peccatorum” como afirma el canon 4 de Trento.
Cuando la Iglesia bautiza a los bebés, es porque considera que hay en ellos “aliquid peccati”,
algo de pecado. Si no, ¿de qué situación negativa serían rescatados por Cristo? El proceso
mental no va del PO a la necesidad del bautismo, sino de la necesidad del bautismo al PO. Pero
¿en qué sentido se puede afirmar que esos niños están en una situación de pecado?
33
1. Historia de la reflexión teológica
En los orígenes la verdadera imagen plena del bautismo era el bautismo de adultos en la
vigilia pascual. La práctica del bautismo de niños era “secundaria”.
Algunos como Tertuliano preferían dilatar el bautismo hasta la edad adulta, para que
supiesen lo que recibían.58 Pero poco a poco fue triunfando una tendencia al bautismo de
infantes, para atajar la tendencia creciente a ir difiriendo el bautismo hasta el final de la vida,
evitando compromisos duros en tiempos de persecución. A lo cual se unió el pensamiento
teológico platonizante de Orígenes para quien el PO era la caída de las almas espirituales en el
cuerpo material, que tiene lugar ya al principio de la vida. La práctica del bautismo de los niños
le servía como prueba de su teología del PO.59
RP 124 San Agustín no dudó nunca de que el PO estaba ya presente en los infantes, y por eso la
muerte sin bautismo les impedía gozar de la visión beatífica de Dios. Al principio pensaba que si
morían sin pecados personales, tendrían una “vida media” y una sentencia media. 60 Pero más
tarde radicalizó su postura y llegó a la durísima tesis de que los niños no bautizados se condenan
y van al infierno.61 Eso sí, adjudica a los niños una “minima poena, non tamen nulla”, 62 una
“damnatio mitissima”,63 damnatio omnium levíssima.64
RP 130 San Agustín utilizó la praxis eclesial del bautismo de los niños como principal argumento a
favor de la existencia del PO en todos los hombres, previamente a cualquier pecado personal
que puedan cometer. Pretender que los niños no están afectados por el pecado equivaldría a
sostener que Cristo no ha venido también para ellos. “¿De qué los rescata si no hay en ellos
mancha del pecado original?”65 Por eso, como hemos dicho, según Agustín los niños no
incorporados a la Iglesia se condenan aun cuando no hubieran cometido pecados personales.66
Trento en el canon 4 anatematiza a quien diga que “los niños no traen algo de pecado
original”.67 ¿Qué es este aliquid peccati? El concilio no lo precisa, pero entiende claramente que
el PO se distingue claramente del pecado personal “que esos niños no han podido cometer
todavía”.

3. La reflexión teológica moderna68


RP 192 ¿Es pecador el niño no bautizado? Lo será en la medida en la que sea persona. Hay en él
una personalidad virtual, potencial, no actual, porque aún no es responsable, no es dador de
respuesta. Pero es realmente persona y por eso comienza su existencia como pecador en
potencia, correspondientemente a su ser de persona en potencia. Cuando sea persona en acto,
será también pecador en acto necesariamente. Pero hasta que de adulto ratifique personalmente
su situación, su pecaminosidad no está consolidada y no puede producir su efecto que es la
muerte eterna. El solo PO no puede llevar a la muerte escatológica.

58
“Que vengan, pues, los niños cuando crezcan, cuando puedan aprender y saber a qué vienen. Pero ¿qué prisa
tiene una edad inocente en recibir el perdón de los pecados?”, De Baptismo XVIII, 5.
59
Homilía octava sobre el Levítico, PG 12, 493.496; Comentario a la Carta a los Romanos PG 14, 1047 BC.
60
De libero arbitrio, 3,22.66.
61
Sermo 294,3.3. Es también la sentencia del Concilio de Cartago que condena a los niños a la compañía del
diablo. DS 224.
62
Epistula 184 bis, 2.
63
De pec. mer. et rem. 1, 16, 21.
64
Contra Jul. 5, 11, 44.
65
De pec. mer. et rem. 1, 23.
66
Ibid., 3,4, 7s.
67
Canon 4, DS 1514.
68
Sobre este tema de los cambios introducidos recientemente en la valoración de la hipótesis del limbo, ver mi
ensayo “Principios teológicos modernos que iluminan la pastoral del bautismo de niños”
34
“La práctica del bautismo de los niños es defendible, pero no necesaria”, dice González
Faus.69 Desgraciadamente para justificar dicha práctica “secundaria”, se ha tomado el caso del
bautismo de los niños como el “analogatum princeps” del bautismo.
Lo que es un “caso límite” del influjo del pecado pasó a ser el primer analogado de su
definición. La esencia del PO pasó a considerarse precisamente aquello que quedaba en dichos
niños. Es un error grave conceptualizar el PO a partir de este caso límite. Es como tratar de
definir persona a partir de lo que es un bebé. Es cierto que el bebé es persona en cierto modo,
pero no es la instancia ideal para definir lo que entraña el ser persona. Del mismo modo la
situación del bebé no es la instancia ideal para definir lo que es el pecado original.
GF 381 El niño sólo puede ser pecador de la misma manera deficiente, incoativa y dinámica en que
es persona. Cuando el PO se predica de los niños tiene un sentido solo análogo respecto al PO
cuando se predica de los adultos. El niño ha entrado en la historia de deterioro que él, en uno u
otro grado, ratificará y hará suya en el futuro con sus pecados personales. Por eso al niño se le
bautiza no para borrarle una mancha que haya contraído, sino para hacerle entrar en la órbita del
perdón del pecado, en una dinámica contraria a la del pecado del mundo. Lo que el bautismo le
ofrece al bebé es la entrada en la comunidad eclesial, que es un espacio de gracia que se irá
desplegando en los buenos ejemplos y consejos que recibirá, y tantas gracias actuales que recibe
el miembro de la iglesia, y que le dispondrán para vencer su inclinación al pecado, y el contagio
del pecado de la sociedad mundana que le rodea.
El bautismo es el sacramento de la entrada en la Iglesia, la comunidad creyente en la que
crecerá como opositor al pecado del mundo. Por eso el bautismo de los niños solo tiene sentido
si de verdad va a vivir en ese tipo de entorno de una comunidad de fe que ha renunciado a
Satanás y al pecado del mundo. No tiene sentido, en cambio, donde se ha convertido en un rito
socio-mágico de folklore religioso para exteriorizar la alegría por el nacimiento en una familia
donde falta la fe y el compromiso por luchar contra el pecado.
En cuanto a la suerte de los niños que mueren sin bautismo, abandonada del todo la doctrina
cruel de Agustín que los condenaba al infierno, la teología medieval articuló la hipótesis de la
existencia de un limbo para esos niños. Allí carecerían de la visión beatífica, pero tendrían una
“felicidad natural”.
Hoy la teología de la gracia no deja lugar para una felicidad “natural”, porque la “naturaleza
pura” es solo una posibilidad en abstracto, que de hecho no se ha realizado nunca en la historia.
En la economía actual de la gracia no cabe otra realización del ser humano que la visión
beatifica. No hay más que una vocación del hombre, la divina (cf. GS 22). Si este destino no se
alcanza, el hombre queda frustrado.
Por eso hoy día la hipótesis del limbo ha sido abandonada por la mayoría de los teólogos,
que se inclinan más a pensar que los niños no bautizados se salvan, pero sin que podamos dar
más detalles sobre este tema, ya que nada se nos ha revelado explícitamente sobre su suerte. En
cualquier caso nunca el poder del pecado podrá ser mayor que el de la gracia de Cristo y por eso
podemos esperar con fundamento, que aunque sea por caminos solo a Dios conocidos, la
misericordia divina alcanza también a estos niños.70
Una de las razones aducidas a favor de la salvación de los bebés muertos sin bautismo es
precisamente el hecho de que “con el don no sucede lo mismo que con el delito” (Rm 5,15).
Según el pensamiento tradicional, el pecado de Adán habría alcanzado a toda la humanidad,
incluyendo a los que no se hubiesen podido desarrollar como personas, pero en cambio la
redención de Cristo no llegaría a esos bebés. Dejaría de cumplirse el adagio paulino de que
“donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Si excluimos a los niños de los
efectos salvíficos de Cristo estaríamos atribuyendo al pecado una fuerza devastadora más grande
que la fuerza salvífica de la redención, cosa que jamás habría aceptado san Pablo.

69
Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, 3ª ed., Santander 1987, 381.
70
L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estella 1993, 125-126.
35
Por eso hay que decir que la salvación de Cristo es universal y llega a todos los hombres
que no la rechacen expresamente mediante un acto personal. Dado que los bebés no pueden
realizar actos personales, quedan salvados por la gracia de Cristo si mueren antes de poder
realizar dichos actos.
En el fondo la hipótesis del limbo se sustentaba en una noción peculiar de los sacramentos
como únicos canales puntuales de la gracia. Fuera de los sacramentos no había gracia, y por
tanto no había salvación posible. Hoy día preferimos ver una gracia de Dios omnipresente que
alcanza al hombre en todas las circunstancias de su vida. El sacramento no es precisamente el
canal exclusivo de la concesión de esa gracia, sino la celebración eclesial de la gracia concedida
que, al ser celebrada, se consuma como tal gracia. Solo la gracia celebrada comunitariamente
alcanza su plenitud.
Ya desde un principio resultaba muy dura la doctrina que negaba totalmente la salvación a
los que no hubieran recibido el bautismo. Poco a poco se fueron abriendo grietas en la necesidad
del bautismo sacramental para la salvación. La primera fue hablar de la posibilidad de un
bautismo de sangre, para el caso de catecúmenos martirizados antes de completar su
catecumenado. Murieron sin bautismo, pero ¿cómo negarles la entrada en la vida si murieron
por Cristo?
Aceptada la primera excepción, pronto empieza a ensancharse la grieta en el muro. ¿Y los
catecúmenos muertos en un accidente? Se pasó a hablar del bautismo de deseo que surtía
efectos similares en los que no habían completado su largo catecumenado. De algún modo, ese
deseo daba ya acceso a la gracia anteriormente a la celebración sacramental. Un catecúmeno
muerto en un accidente antes de bautizarse, se pensaba que ya moría en gracia. Luego la gracia
es ya anterior al bautismo. Pero si el deseo es suficiente en estos casos para acceder a la gracia,
¿no es verdad que todos los catecúmenos desean ardientemente recibir el bautismo? En pura
lógica habría que decir que ese deseo causa ya en ellos la gracia santificante antes de recibir el
sacramento. De ahí que al sacramento haya que concebirlo más bien como celebración y
consumación de una gracia ya recibida.
En este sentido ha sido importante el cambio de traducción en el texto clave de Marcos
16,16: “El que crea y se bautice se salvará y el que no crea se condenará”. Las traducciones
modernas hablan de “el que se resista a creer”, lo cual es una cosa bien distinta. No es lo mismo
“!no creer” que “resistirse a creer”. Ahora bien, no cabe decir que los bebés “se hayan resistido a
creer”. Y a los niños podían asimilarse muchas otras personas que no han creído en Jesús y no se
han bautizado, pero no porque se hayan resistido a creer. Pensemos en los miles de millones a lo
largo de la historia que nunca oyeron hablar de Cristo, en todos los indígenas de América latina
antes del descubrimiento. Pensemos en los millones de personas que han oído hablar de Cristo
pero en modos y circunstancias en que esa noticia no tenía la fuerza de un testimonio. Podrían
ser asimilados a la situación de los niños que no han llegado a creer, pero que no se han negado
a creer.

36
11. Cómo se transmite el pecado original
La generación en Agustín es el único fundamento de la solidaridad en Adán. La razón por la
que la generación transmite el pecado es el carácter libidinoso del acto sexual, fruto de la
concupiscencia que es llamada “hija del pecado” y “madre de muchos pecados”.
RP 149 El canon 3 de Trento, enteramente original, trata del remedio del pecado: el mérito de
Cristo que se confiere en el bautismo. Contiene un inciso sobre el pecado de Adán, con dos
importantes acotaciones: “Se transmite no por imitación sino por propagación”. No somos
pecadores por imitar a Adán en nuestros pecados personales, sino también por nuestra
solidaridad en Adán. Quiere refutar el “imitatione” pelagiano, y mostrar que el hombre está
inmerso en esta situación de pecado desde su origen, antes de cualquier acto personal que haga.
El segundo inciso dice que ese pecado es inherente a todos y cada uno como propio. Se
rechaza el que el pecado se le impute solo a Adán como propio y a nosotros extrínsecamente.
No afirma el concilio que se transmita por el acto generativo libidinoso, como afirmaba
Agustín. Si Dios crea el alma de cada hombre y la crea ya en pecado ¿no sería Dios el creador
del pecado? Para evitar eso Agustín cayó en el traducianismo que había sido ya defendido por
Tertuliano. La carne y el alma se transmiten y crecen conjuntamente.
RP 154 El concilio dice “por propagación” porque es el modo como se entiende que se propaga la
humanidad. Pero cabe preguntarse ¿sólo y siempre por generación? El canon lo que pretende es
garantizar la universalidad del pecado, pero si hubiese otro modo de acceso a la condición
humana ¿habría que aplicar también a ella el pecado?
RP 116 Tertuliano era traducianista, es decir creía que los padres engendraban el alma de los hijos.
Afirmaba que todas las almas proceden de una, “ex una redundantes”, procedían del alma de
Adán, que se constituyó en matriz de las demás. Esta corrupción de la naturaleza se transmite en
la generación del alma. No es claro si esta tesis le llevaba a pensar que el PO era un estado de
pecado propiamente dicho. Por supuesto que la doctrina católica, al afirmar la transmisión del
PO por propagación no está adoptando la doctrina traducianista.
San Agustín explica la transmisión del pecado original mediante una visión negativa de la
sexualidad humana. El alma creada por Dios es buena, pero el placer sexual es malo. Como la
libido es pecaminosa, los padres al transmitir la vida del cuerpo transmiten también la mancha
del alma. Solo Jesús que fue concebido virginalmente no tuvo el pecado original.
El concilio de Trento no quiso especificar el cómo de la propagación, sino que contra
Pelagio se limitó a decir que no se transmite por imitación sino por propagación. Es anterior a
los pecados personales, y claramente distinto del pecado personal.
RP 139 Anselmo libró a la Iglesia de cualquier asomo de traducianismo. Para él la generación no es
causa de la transmisión sino condición.71
RP 187-188 Los conceptos de “generación” o “procreación” no son, pues, reducibles a la estricta
dimensión biológica. Incluyen todos aquellos factores por los que la sociedad hace de un
individuo humano un miembro suyo: educación, buenos o malos ejemplos, ostensión de valores
y de formas de comportamiento, etc. Hay, por tanto, entre los seres humanos una solidaridad de
base que no deriva sólo, ni principalmente, del hecho de participar en una “naturaleza” biológica
común, ni depende en exclusiva del dato biológico de la descendencia física. Sino que procede
de la comunión en una historia única, que constituye el supuesto de la libertad personal y
determina interiormente al yo singular. El yo, en efecto, se logra en el encuentro y el diálogo con
el tú, sobre el fondo de un nosotros comunitario; la suya es un libertad intercomunicativa,
históricamente modelada, que se mueve en el campo magnético creado por las precedentes
acciones libres.
La gracia se dispensa corporativamente, en la mediación de la comunidad humana, como y
porque esa comunidad es mediadora de la propia personalidad. Nadie, pues, alcanza la salvación
71
De conceptu virginali et originali peccato, caps. 1-2, 22, 23, Obras completas BAC, Madrid 1953.
37
sin la personal asunción de la gracia a partir de otros, que, a su vez, la manifiestan y transmiten.
Yo no podría creer y ser agraciado si otros antes que yo no hubiesen sido agraciados y hubiesen
creído. La emergencia histórica de la gracia, tal y como acontece en la comunicación
interpersonal, es elemento constitutivo de mi salvación.
De modo análogo, si es la des-gracia, y no la gracia, lo que toma cuerpo en la sociedad, ésta
no será ya mediadora de salvación, sino de perdición. La repulsa de la oferta divina “se objetiva
necesariamente en instituciones, usos históricos, reglas morales, cultos religiosos, vida social” ,
todo lo cual “comporta una herencia negativa, socialmente acumulada e individualmente
recibida”, en base a la cual la libertad de las personas singulares “oscilará espontáneamente
hacia el polo negativo de la relación con Dios.”

12.- Pecado en el Nuevo Testamento


RP 80 El pecado no constituye el centro del mensaje del NT. El centro es la nueva noticia de la
salvación. Pero la salvación supone una realidad negativa de la que es preciso ser salvado. Por
eso el NT contiene una denuncia del pecado. Al afirmar que todos son redimidos, se está
afirmando que todos eran pecadores. El hombre está afectado por una incapacidad nativa para el
bien. Esta situación no deriva de la creación, sino de un desorden introducido por el maligno.
Son trazos fundamentales de la doctrina del PO.

1) Los sinópticos
El evangelio en principio no habla del PO. Jesús no ha especulado sobre el origen de la
situación de pecado. Pero afirma la pecaminosidad universal como un hecho incontrovertible.
Los hombres son malos (Mt 7,11). Pertenecen a una generación “malvada y adúltera” (Mt
12,39.45). Del interior del propio ser brotan “las malas intenciones y las acciones perversas”
(Mc 7,21.23). Pedro tiene la íntima convicción de ser “un hombre pecador” (Lc 5,8).
La solidaridad en el pecado aparece como dimensión social de la malicia humana. La
herencia del pecado atraviesa las generaciones. Los hombres de hoy son “dignos” hijos de “los
que mataron a los profetas” y “colman la medida de sus padres” (Mt 23,39-36). Pese a esta
situación catastrófica, “Jesús salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1,21) y se anuncia un año de
gracia (Lc 4,19).
En la parábola de los viñadores homicidas: la generación que no acepta a Jesús repite lo que
han hecho sus padres en el rechazo de los profetas (Mc 12,1-12). También en los Hechos,
Esteban, en su discurso antes de ser lapidado, pone de relieve que la muerte de Jesús se coloca
en continuación con la de los profetas que murieron a manos de los padres de los que en su
momento matarán a Jesús (cf. Hch 7,9.35.39-43.51-53).
La parábola de la cizaña vuelve a proponer el problema del origen del mal y declara a Dios
inocente (Mt 13,24-30.36-43). Solo al final de la historia se podrá separar el bien del mal. En su
intervención sobre el divorcio, Jesús señala tres hitos en la historia de salvación. Un estadio
original que respondía al designio creador del hombre y la mujer. Un deterioro que trajo el
endurecimiento de los corazones y dio paso a la ley del divorcio. Un restablecimiento de la
condición original (Mc 10,1-12).

2) San Juan
RP 83 Cobra relieve el pecado del mundo. El mundo no conoció ni recibió al Verbo y se ha
convertido en un ámbito de pecado (Jn 1,10.11). “Los hombres amaron más las tinieblas que la
luz porque sus obras eran malas” (Jn 3,19). Las obras del mundo son perversas (Jn 7,7). El
mundo es un reino de pecado. Su príncipe es mentiroso y homicida desde el principio (Jn 12,31;
38
14,30; 16,11; 8,44). Es el padre de la mentira. Su influjo en los hombres no se agotó en el primer
pecado, sino que sigue estando presente como al comienzo; ahora es el “padre” de los judíos en
cuanto que con sus mentiras les impide reconocer a Cristo.
Distingue Juan los pecados concretos que puedan cometer los hombres del “pecado del
mundo”. El cordero de Dios no ha venido solo para quitar los pecados, sino para quitar “el
pecado del mundo”, así en singular:  cf. Jn. El verbo utilizado por
el evangelista  significa a la vez “quitar” y “cargar con”. Es precisamente cargando con
ese pecado sobre sus hombros la manera como Jesús puede quitarlo. Al llamarlo “pecado del
mundo” se está refiriendo a algo más que a los pecados personales que cometen los hombres. Se
refiere a las estructuras de pecado, a ideologías perversas que corrompen la mente (racismo,
clasismo, machismo, a los pecados de los corporativismos que hacen la vista gorda ante los
pecados de las personas de nuestro propio grupo social (familia, compadres, colegas…),
propugnando así la impunidad, las redes de prostitución, de narcotráfico, de corrupción, de
tráfico de armas..
En Juan el concepto de la muerte creada por el pecado no es solo biológico, sino teológico.
Es una situación de perdición, causada por el que ha venido a perder, a matar y a destruir (Jn
10,10). En cambio Jesús promete a los suyos: “si alguno guarda mi palabra no verá la muerte
jamás” (Jn 8,51). Evidentemente no se trata de la muerte biológica, porque los cristianos
seguimos muriendo biológicamente igual que los pecadores. Es la muerte del pecador la que no
tendrá que experimentar el creyente en Jesús. Esto queda aún más claro en la respuesta de Jesús
a Marta, la hermana de Lázaro. “Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque
muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,25-26). Por una
parte reconoce que vamos a morir la muerte biológica: “aunque muera”, pero afirma que “vivirá
para siempre”.
En 1 Jn 1,8 se afirma la pecaminosidad universal. “Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos”. También se expresa la solidaridad. Los pecadores hacen las obras de su padre el
diablo. Se trata de una paternidad no biológica (Jn 8,41.44).
El hombre viene al mundo como nacido de la carne, y en cuanto tal no es idóneo para entrar
en el Reino de Dios si previamente no es lavado por el agua y el Espíritu (Jn 3,1-7). Es necesaria
la ablución para superar el estatus carnal y asumir una condición espiritual. “Lo nacido de la
carne es carne y solo lo nacido del espíritu es espíritu” (Jn 3,6).
Cristo ha venido como “víctima propiciatoria por nuestros pecados, no solo por los
nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).

3) San Pablo
Analizaremos el texto capital del capítulo 5 de la carta a los Romanos, en el que compara la
solidaridad de todos en Adán y en Cristo. Otros elementos de la doctrina sobre el PO tales como
la pecaminosidad universal están presentes en toda la teología paulina, pero es en este texto
donde se plantea el punto más específico de cómo entró el pecado en el mundo y la solidaridad
de todos en Adán y en Cristo.

a) Precedente en la Primera corintios


RP 89 El paralelo Adán-Cristo ya había sido usado por Pablo en la primera carta a los Corintios.
Contra el gnosticismo Pablo quiere afirmar que la muerte no vino de Dios, sino de una acción
histórica del hombre. “Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un
hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos,
así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15,21-22.45-49). Adán y Cristo son figuras en las
que se condensa la humanidad entera. En uno y otro estamos contenidos todos. Lo que le
interesa a Pablo es la función de Cristo, pero el recurso a Adán sirve para comprender mejor el
corporativismo. Pablo piensa en primer plano en la muerte biológica, pero no se puede excluir el

39
sentido teológico, del mismo modo que la resurrección de Cristo no es un hecho simplemente
biológico. También la muerte en Adán es algo más que un mero deceso.

b) Contexto anterior de Romanos


Pero es en Rm 5,12, donde el paralelismo Adán-Cristo presenta un papel decisivo.
Previamente en el contexto anterior Pablo ha dibujado un panorama sombrío de la universalidad
del pecado tanto entre los judíos como entre los gentiles. “Todos cometieron pecados y están
privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23).

c) Contexto posterior de Romanos 5


Después en el contexto posterior hablará de cómo es posible que todos hayan pecado. La
razón de fondo es la lamentable situación del individuo en una humanidad des-graciada. El
hombre quiere el bien, pero tiene una propensión incoercible al mal, la o
concupiscencia (Rm 7,14-25). En el interior de cada uno se reproduce la vieja escena de Adán,
pero ahora el pecado está asentado dentro de mí. Hacer lo que no quiero revela un estado de
alienación. Advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me
esclaviza a la ley del pecado. Todos estamos habitados por el Pecado, y por eso todos acabamos
pecando. Expresa este texto mejor que ningún otro la “inevitabilidad” del pecado cuando se vive
al margen de la gracia de Cristo.
La pregunta ahora es si el hombre fue creado así, en cuyo caso adjudicamos a Dios ese
defecto de fábrica, o más bien el Pecado procede de un hecho de la historia. Aquí afirma san
Pablo rotundamente: “Por un hombre entró el pecado en este mundo”. El hombre es responsable
de esta situación.

d) Rm 5,12
RP 95 Aquí es donde encaja el famoso texto de Rm 5,12. ¿Este mundo empecatado tiene aún
salvación? Sí, pero no mediante las obras de la ley. “Independientemente de la Ley, la justicia de
Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo” (Rm 3,21-22). La función mediadora no la
tiene la ley, sino un hombre, Cristo. Los judíos tenían dificultad en aceptar que una mediación
humana fuese superior a la mediación de la ley. Para eso Pablo les recuerda el papel jugado por
Adán, un hombre, para la perdición del género humano. Pues bien, si Dios ha permitido la
mediación de uno sobre todos para el mal, también puede permitir algo semejante para el bien.
El verbo “”, constituir, se repite en el paralelismo. “Como por la desobediencia de un
solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo todos serán
constituidos justos” (Rm 5,19). El verbo designa causalidad. Si previamente a toda opción
personal, Adán constituyó a la humanidad en pecadora, lo mismo sucede con Cristo que
constituye a la humanidad en salvada.
En realidad como veremos Pablo no intenta una simple comparación entre Adán y Cristo,
para explicar como la acción de uno solo puede afectar a todos. Lo que interesa a Pablo no es la
semejanza sino la disimilitud. En Cristo “mucho más”. Por eso está descartada cualquier
exégesis restrictiva que nos lleve a pensar que el pecado tuvo un efecto negativo mayor que el
efecto positivo que tiene la gracia de Cristo. “La gracia no es como la transgresión”. “Mucho
más la gracia de Dios” (Rm 5,15). “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
Pero este logro universal que nos mereció Cristo tiene que ser ratificado por el creyente.
“Reinarán en la vida los que acogen y aceptan este don de la justicia” (Rm 5,15). El destino
previo de todos a ser justos no excluye la opción libre.
Leamos ahora el texto de Rm 5,12:
“Por tanto, como por un solo hombre entró el Pecado () en el mundo a)
y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos b)
por cuanto todos pecaron”. c)

40
Los cuatro términos subrayados pueden tener una doble interpretación. Agustín escoge la
primera de las dos, nosotros escogemos en cada caso la segunda:
Pecado: puede referirse a la acción transgresora de Adán o a la potencia maléfica que ha
irrumpido a través de ella. Para nosotros es la potencia maléfica que entra en el mundo .o al
pecado personal
Muerte: para Agustín es la muerte biológica. Para nosotros es la situación de muerte
espiritual.
Por cuanto: Agustín traducía “en quien” todos pecaron, y lo refería a Adán. Para nosotros se
trata de una expresión que sirve de conjunción causal o condicional. La hemos traducido: “Por
cuanto que, o mediante el hecho de que”72.
Pecaron. Para Agustín tiene el sentido pasivo “contraer”; como quien contrae una
enfermedad: “contrajeron pecado”. Para nosotros tiene sentido activo “cometer”: “cometieron
pecado”. En Agustín el verso completo significaba que “En Adán todos contrajeron un pecado,
porque todos tenían que morir de muerte física que es castigo del pecado. El hecho de la muerte
biológica universal de todos sería la prueba de que el pecado fue contraído por todos.
En cambio para nosotros quiere decir que la acción de Adán introdujo en el mundo una
potencia de muerte que crea una atmósfera de muerte espiritual que afecta a toda la humanidad,
llevándola a cometer pecados personales. Todos han sucumbido al poder maléfico, han cedido al
Pecado y así han atraído sobre sí la situación de la muerte. Esa muerte se ha extendido a todos,
incluso a los que no cometieron pecados personales como el de Adán.
Para probar este punto Pablo acude a una prueba un poco rebuscada. Nos explica como
murieron todos incluso cuando no había ley, y por tanto no había propiamente transgresiones a
la ley (la época antes de Moisés). Sin embargo los israelitas hijos de Adán morían aunque no
había transgredido la Ley, porque la Ley no existía todavía. De ahí deduce que de algún modo el
pecado de Adán tenía todavía efectos devastadores sobre todos los hombres. Si existía la muerte,
es porque el pecado seguía estando presente.
Hemos dicho que este argumento es muy rebuscado, porque Pablo tenía a mano otra prueba
más sencilla y fácil de entender, y es la muerte de los niños que ciertamente no podían haber
cometido pecados personales y que sin embargo morían. El pecado de Adán tenía que estar en
ellos de algún modo, y por eso se puede afirmar que en cierto sentido “todos pecaron”, aunque
su pecado no fuera como el de Adán.
Pero repetimos que lo importante no es la semejanza en el modo como lo de uno (ya sea
Adán o Cristo) puede afectar a todos, sino la desemejanza. Lo de Cristo afecta a todos mucho
más que del modo como afectó a todos lo de Adán. Cuando hablábamos de los niños que
mueren sin bautizar decíamos que si se les niega la salvación porque estaban afectados por el
pecado de Adán, entonces la salvación de Cristo es menos potente que la desgracia que nos trajo
a Adán. El pecado de Adán afecta aun a los niños que no han hecho todavía uso de su libertad, y
en cambio la gracia de Cristo no les afectaría a ellos en la hipótesis del limbo.

72
La expresión griega es ’en el que / en lo que. El pronombre relativo está en dativo y puede ser masculino
o neutro, pero no puede ser femenino. Agustín al principio entendió que se refería al pecado (que en latín es neutro:
peccatum). Luego al caer en la cuenta de que en griego “pecado” es femenino, interpretó que se refería a
Adán (masculino) y tradujo “in quo omnes peccaverunt”. De ahí surgió la interpretación errada de que “todos
pecaron en Adán”, que todos contrajeron la culpa de Adán. En este caso no se estaría refiriendo a los pecados
personales que todos cometieron, sino a la culpa colectiva del pecado de Adán.
Actualmente se interpreta que el “todos pecaron” se refiere a los pecados personales de todos (como mínimo,
también a ellos). ¿Cuál es el antedente del “in quo”. Si fuera Adán, tenemos la interpretación clásica de Agustín
sobre un pecado, colectivo. El antecedente podría ser también la muerte (): A todos alcanzo la muerte por
causa de la cual murieron. En nuestra interpretación no hay antecedente. No se trata de un pronombre relativo, la
locución completa sería: ’ “en cuanto que todos pecaron”, “dado que todos pecaron”.
41
13.- La Reforma protestante73
En el momento del pelagianismo, san Agustín y el magisterio subsiguiente tuvieron que
hacer frente a corrientes más bien “optimistas” sobre el hombre y sus capacidades. Eran
doctrinas que tendían a reducir el peso y los efectos del pecado en nosotros.
En cambio la situación es bien distinta en el momento de la Reforma en el siglo XVI. Se
abre allí paso a una visión radical que comienza con la rebeldía de Lutero contra una práctica
secundaria de la Iglesia católica como es el tema de las indulgencias. Lutero escribió una
carta al Papa titulada: “Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias”, a la que se
conoce también como las 95 tesis. Según la tradición estas tesis fueron clavadas es la puerta
de la iglesia del palacio de Wittemberg el 31 de octubre de 1517. Se suele considerar esta
fecha como el comienzo de la Reforma luterana, cuyo 500 aniversario se celebrará
próximamente.
Lutero había iniciado su magisterio teológico con el acostumbrado comentario al Libro
de las Sentencias de Lombardo. En él, se muestra partidario de la doctrina de Anselmo, según
la cual el pecado original consiste en la ausencia de la justicia original, no en la
concupiscencia; el bautismo borra el pecado original, pero no hace desaparecer la
concupiscencia pero ya no se la puede considerar culpa, sino sólo pena.
En su comentario a la carta a los Romanos aparecen ya las tesis típicas del luteranismo:
“Qué es el pecado original? Según las sutilezas de los teólogos, es la privación o carencia de
la justicia original; según el Apóstol, es no sólo la privación de una cualidad en la voluntad, ni
siquiera de la luz en el entendimiento, del vigor en la memoria, sino más bien la privación de
toda rectitud y de todas las facultades, tanto del cuerpo como del alma...”
Lutero tiende a ver al hombre bajo el peso del pecado como internamente corrompido,
necesitado, desde lo más profundo de su ser, de la gracia y la salvación de Cristo. No en vano
será Agustín su principal fuente de inspiración. En efecto, después de un inicio de su carrera
teológica en continuidad con la teología precedente, la preocupación de Lutero, ex fraile
agustino, será la de expresar en términos “existenciales” la doctrina del pecado original,
reducida por la escolástica a la noción abstracta de “privación de la justicia original”.
El hombre pecador es el que existe en concreto, y el pecado es la fuerza que lo opone a
Dios y le hace resistirse a él; es la condición “carnal” (en sentido bíblico) del hombre, que se
reduce, en último término, a la falta de fe. El conocimiento del pecado es posible sólo por la
palabra de Dios. En contra de lo que el primer mandamiento ordena, el hombre quiere
afirmarse a sí mismo y no entiende su existencia como don de Dios. Ahí está la raíz del ser
pecaminoso del hombre. El pecado original es así el pecado por antonomasia, que comporta
la pérdida de todas las fuerzas y facultades del hombre. Este “pecado” es originariamente una
culpa personal de Adán, pero se convierte en pecado propio de cada uno en la concupiscencia
que todos experimentamos. Esa concupiscencia es en nosotros lo que nos queda del pecado
original; es la inclinación al mal y la imposibilidad de hacer el bien, en concreto de amar a
Dios. El pecado original tiene como consecuencia la corrupción total y permanente de la
naturaleza humana.
Lutero no puede entender la doctrina escolástica sobre el pecado, en virtud de la cual la
naturaleza humana, aunque afectada, no ha quedado corrompida por el pecado; por el
contrario, para él está corrompida, porque, como hace un momento señalábamos, busca en sí
misma su fundamento y no en Dios. La teología de Lutero al respecto está contenida
básicamente en su Comentario a la Carta a los Romanos. Para Lutero no tiene sentido
contemplar al hombre “en sí mismo”, sino que hay que hacerlo siempre en su referencia a
Dios. Si su relación con él está rota, toda la persona humana está rota. “El pecado original es
no solo la privación de una cualidad en la voluntad, ni siquiera de la luz en el entendimiento,
del vigor en la memoria, sino más bien la privación de toda rectitud y de todas las facultades,
73
Inspirado en F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 2004, pp. 95-97.
42
tanto del cuerpo como del alma. […] Además es proclividad al mal, náusea del bien,
resistencia a la luz y a la sabiduría. […] Es como un enfermo, cuya enfermedad no es la
privación de la salud de un miembro, sino el deterioro de todos los sentidos y facultades” 74.
El hombre en pecado ha perdido el libre albedrío y su voluntad está interiormente
encorvada hacia el mal y lo empuja irresistiblemente a los pecados actuales. Uno de los
tratados de Lutero lleva por nombre precisamente De servo arbitrio, “Sobre el siervo
albedrío.”
Por otra parte, el hombre, corrompido por el pecado, no se ve libre de la concupiscencia
ni por el bautismo ni por la fe; de ahí que sea “a la vez justo y pecador”. El pecado permanece
tras el bautismo, Es un “peccatum manens”. Solo que no se le tiene en cuenta al hombre en
virtud de los méritos de Cristo y la misericordia de Dios, pero el hombre, aunque se haya
convertido, sigue siendo pecador. Ya hablaremos más delante de como la justificación del
justo para Lutero es solo una declaración de Dios que no afecta por dentro al justo que sigue
siendo pecador porque sigue siendo víctima de la concupiscencia que permanece en él.
Para Lutero todas las acciones humanas provienen de la concupiscencia y por eso son,
todas ellas pecado. La experiencia testifica además que el bautismo no la extingue ni la
amortigua; la psicología religiosa del bautizado en nada difiere de la del no bautizado. Así
pues, el pecado original corrompe entera y permanentemente la condición humana. El pecado,
el deseo pecaminoso, es remitido en el bautismo, mas no de forma que deje de existir en
absoluto, sino que ya no se le imputa al hombre a quien Dios ha decidido considerar justo,
porque le ha cubierto como con un manto de la justicia de Jesucristo.
En una línea semejante a la de Lutero se moverán los demás reformadores. Melanchton
contempla también el pecado como la ruptura de la relación con Dios; éste es el pecado
original. Pero en él, junto a la tradición agustiniana de la identificación del pecado original
con la concupiscencia, se encuentra también la anselmiana, la privación de la justicia original.
Consecuencia del pecado es la inclinación al pecado, el apartamiento de Dios, el reinado de
las pasiones. No supone para Melanchton ninguna dificultad la transmisión hereditaria de este
pecado por Adán a sus descendientes. Asimismo el pecado permanece después del bautismo,
aunque no es “imputado” al hombre. También Calvino piensa en una corrupción de la
naturaleza que no viene de la naturaleza misma, sino que ha empezado después de la
creación; es una corrupción “natural” en el sentido de que se nace con ella.
En general, la doctrina de los reformadores, inspirados en san Agustín, insiste más en la
experiencia actual de la concupiscencia que en las nociones abstractas de la escolástica.
Igualmente dan más importancia a la corrupción de la naturaleza que al pecado de Adán, que
dio origen a la misma. Pero, aun con estas diferencias de acento, la afirmación del pecado
original es un punto que los reformadores tienen en común con la doctrina católica. De ahí
que no puedan entenderse todas las afirmaciones del concilio de Trento, ni siquiera algunas
de las más centrales, como simple oposición a las doctrinas de Lutero y de los demás
reformadores.
El concilio de Trento en su sesión V actuará reactivamente contra las tesis de los
reformadores acerca del pecado original. Si bien los cuatro primeros cánones no van
directamente contra las tesis protestantes, el canon 5 es el que más directamente se opone a
ellos.
Afirma el concilio que la gracia del bautismo elimina de raíz todo cuanto es propia y
verdaderamente pecado en el bautizado. No se trata solo de una no imputación extrínseca.
Dios nada odia en los renacidos. La concupiscencia permanece en los bautizados pero solo
permanece ad agonem, para el combate y no puede dañar a quienes no consienten apoyados
en la gracia.
Aunque Pablo en ocasiones la llame pecado (Rm 6,12; 7.7.14-20) no es propiamente
pecado, sino que se la llama así porque proviene del pecado e inclina a él.
74
Werke. Kritische Gesamtausgabe, 56, p. 312s.
43
A veces da la impresión de que católicos no coinciden con los luteranos en el contenido
del concepto concupiscencia y por ello es lógico que tengan una distinta valoración de ella.
Para Lutero es básicamente la rebelión contra Dios y obviamente es una actitud de pecado.
Trento en cambio habla de una inclinación al mal, de un libre albedrío debilitado pero no
ausente, de una proclividad hacia el pecado. Pero esta proclividad no puede considerarse
pecado en sentido estricto.

44
14.- Pecado en Trento
¿Por qué habló Trento sobre el PO? Se trataba de un tema en el que había grandes
disensiones dentro de los mismos Padres conciliares. Además los luteranos no negaban su
realidad. Pero la manera de entenderlo era decisiva a la hora de tratar el tema de la justificación
y del bautismo.
El lenguaje sobre el PO puede moverse en estos campos, desde los extremos a la izquierda o
a la derecha, hasta posiciones más centristas:

pelagianos maniqueos
erasmistas luteranos
anselmianos agustinianos

Trento no quiso tomar parte en las discusiones de escuela y se limitó a repetir cosas ya
dichas. Tres de sus cánones (1º, 2º y 4º) están tomados casi a la letra de los concilios de Orange
y Cartago, eliminando las alusiones a Pelagio. El canon 3º es un canon más cercano a la línea
agustiniano-protestante-antipelagiana. Y el canon 5º más cercano a la línea anselmiano-eras-
miana.

Canon 1º (DS 1511):


“Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios
en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido, e
incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la
muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de
aquel que tiene el imperio de la muerte (Hb 2,14), es decir, del diablo, y que toda la persona de
Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma: sea
anatema”.
Habla de las consecuencias inmediatas del pecado de Adán que perdió la justicia original en
la que había sido constituido (Dz 787). Esto no puede considerarse una pérdida sin más, porque
la ausencia de esta justicia empeora y deteriora al hombre. Esta nueva situación de deterioro
provoca la ira de Dios y supone la cautividad bajo el poder del diablo.
Parece corregir al concilio de Cartago en lo referente a la muerte como pena del pecado. En
Cartago se trataba de la muerte biológica. Trento comprende mejor que la muerte biológica es
un hecho natural, y se refiere más bien a la muerte teologal relacionada con la “esclavitud de
Satán”.
Elemento cultural, contingente: Trento hace una lectura historicista de Génesis, en la cual
aparece Adán como primer hombre y su pecado como el único pecado originante.

Canon 2º (DS 1512):


“Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él; solo y no a su descendencia;
que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para
nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género
humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea
anatema, pues contradice al Apóstol que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo,
y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían
pecado (Rm. 5,12).
Está tomado con escasas variantes del canon 2 de Orange. La acción pecadora de Adán le
afectó no solo a él, sino a todo el género humano, no solo transmiténdole las penas por el
pecado, sino volviéndole pecador, al transmitirle el pecado que es la muerte del alma.

45
Elemento cultural contingente: la exégesis Rm 5,12 como si hablase de que todos pecamos
en Adán.

Canon 3º (DS 1513):


“Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y, transmitido a
todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas
de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor
Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor. 1,30), nos
reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto
a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo, debidamente conferido en la
forma de la Iglesia: sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres,
en que hayamos de salvarnos (Hch 4,12). De donde aquella voz: He aquí el cordero de Dios, he
aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en
Cristo, os vestisteis de Cristo (Ga 3,27). El hombre no puede dejar su pecado (situación
pecadora) por sus propias fuerzas sino que se le quita (sale) por la mediación de Jesucristo”.
El hombre no puede dejar su pecado (situación pecadora) por sus propias fuerzas sino que
se le quita (sale) por la mediación de Jesucristo.
Con una oración de relativo introduce un inciso que ha sido la cruz de los intérpretes: el PO
“que es uno en su origen y que no se transfunde por imitación, sino por generación y está
presente en todos como propio de cada uno”.
Origine unum: El que sea uno por su origen se refiere al pecado originante. El concilio
rechaza la tesis de los que creían que había un solo pecado originado imputado a todos
extrínsecamente. Como veremos la exégesis del concilio no exige interpretar la unidad de origen
como referida a un único pecado de una única persona.
El PO originado “está presente en todos como propio de cada cual”: ‘propio’ se opone a
‘imputado’ jurídicamente por Dios.
Propagatione nos imitatione transfusum: Transmitido por propagación y no por imitación:
Lo importante es la parte que niega: “no solo por imitación”. El PO original originado se
propaga no por el hecho de que todos pequen pecados personales a imitación del que cometió
Adán. Este canon rechaza lo que decía Pelagio de que solo el individuo era autor de su propia
maldad. El PO originado es una situación previa a los pecados personales que todo individuo
cometa. Se llega a esa situación no por imitación de la conducta de Adán, sino por el hecho de
nacer como miembro de esta humanidad pecadora. El hombre de hoy no es solo culpable, sino
que en su origen es víctima. No es él quien ha introducido el pecado en el mundo.
Muchos teólogos han entendido el “propagatione” como equivalente a “descendencia”. Y
así se ha entendido desde una mentalidad monogenista que era la de todos los antiguos. Pero en
realidad el texto no nos obliga a entenderlo de esta manera. “Por propagación” es solo otra
manera de decir “no por imitación”, Hoy diríamos “por el mero hecho de la entrada en este
mundo”, por el hecho de ser hombre se contrae este pecado. El canon de Trento no nos obliga a
pensar que se transmita por la descendencia monogenista de Adán, ni por lo lascivo del acto
generador.

Canon 4º (DS 1514):


“Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su madre,
aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los
pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser
expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la
forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino
como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entra el pecado en
el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos
habían pecado [Rom. 5, 12), no de otro modo ha de entenderse, sino como lo entendió siempre
46
la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de
los Apóstoles, hasta los párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son
bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos por la
regeneración Se limpie lo que por la generación contrajero.n Porque si uno no renaciere del
agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5)”.
Este canon está dedicado al bautismo de los niños. Dice que el bautismo se administra a los
niños para la remisión del pecado que traen de Adán. El bautismo de los niños, que era un caso
límite, fue propuesto como el principal analogado desenfocando así el problema del PO. Este
canon reproduce casi literalmente el canon 2 de Cartago. Ha cambiado la expresión “lo que se
trae por generación”, por “lo que se contrae”, alejando todo peligro de traducianismo.
Trento añade a la cita de Rm 5,12 otra muy bien traída de Jn 3,5. Para entrar en el Reino el
hombre tiene que renacer. Al nacer entramos en el desorden establecido, por eso hay que volver
a nacer para entrar en otro espacio, el del Reino.
Se suele decir que este canon es el primer lugar donde el magisterio de la Iglesia usa la
expresión “pecado original” para designar también al pecado originante.

Canon 5º (DS 1515)


“Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el
bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo
aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea
anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos
que verdaderamente por el bautismo están sepultados con Cristo para la muerte (Rm 6,4), los
que no andan según la carne (Rm 8,1), sino que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose
del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4,22 ss; Col. 3, 9 s), han sido hechos inocentes,
inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de
Cristo (Rm 8,17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el
cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo
Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a
los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que
legítimamente luchare, será coronado (2 Tm 2,5). Esta concupiscencia que alguna vez el
Apóstol llama pecado (Rm 6,12 ss], declara el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca
entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino
porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema”.
Este canon es el más difícil de asumir por los luteranos y los agustinianos más estrictos.
Contiene tres afirmaciones:
* “No hay nada en los recién bautizados que sea objeto del odio de Dios”. Esto va contra el
pesimismo luterano que piensa que el pecado queda, aunque no se impute. Rechaza así Trento la
fórmula luterana del simul iustus et peccator.
* Queda en el hombre la concupiscencia tras el bautismo, pero ya no es propiamente
pecado, sino dificultad para la lucha. Contra el pesimismo luterano que considera que la
concupiscencia es ya pecado.
* El PO no se “quita” por una sustracción sino por algo positivo que se da al hombre, que
va desvistiéndose del hombre viejo al vestirse del nuevo.

Tesis defendidas en Trento


Veamos con González Faus una lista de tesis sacadas de Trento:
1.- La acción pecadora del primer hombre no le afecta solo a él, sino al género humano:
canon 2.
2.- Le afecta con la pérdida de algo que no es solo una solo superestructural (segundo piso)
o jurídico, sino que supone un deterioro interno: canon 1.
47
3.- Se puede decir incluso que por este deterioro se vuelve el hombre “pecador”: canon 2.
4.- Esta situación pecadora del hombre ha comenzado por algún acto concreto situado en los
orígenes mismos de la historia humana: canon 3 y 1.
5.- Afecta a todos los miembros del género humano situados en esta humanidad concreta:
canon 3.
6.- Por eso cada cual no es el único culpable de su propia pecaminosidad, sino también
víctima de la de la historia humana: canon 3.
7.- La única salida de esta situación es la vinculación del hombre con Cristo: canon 3 y 4.
8.- Por esta vinculación Dios ama al hombre, y no solo cierra los ojos a su maldad, sino que lo
transforma: canon 5.
9. Esta transformación es un proceso de libertad en la que el hombre sigue teniendo que
enfrentarse con su fragilidad y labilidad: canon 5.
10.- Pero esta labilidad es distinta de cómo es en el que no ha sido justificado, y Dios no le
considera pecador ya por el hecho de tenerla, sino que le considera merecedor de más: canon 5.
En esta exposición de los decretos ha desaparecido como elementos culturales de la época la
historicidad de Adán o del Paraíso y la importancia única de su pecado y prescindimos de la
situación de los niños sin bautizar que es solo un caso límite.

48
15.- Simul iustus et peccator
“A la vez justo y pecador”
Ruiz de la Peña, El don de Dios, Sal Terrae, Santander 1991

Un síntoma emblemático de la aproximación de las posiciones católica y protestante en la doctrina


de la justificación y la gracia lo constituye la toma en consideración, por parte católica, del célebre
axioma luterano,75 “simul iustus et peccator”. El propio reformador valoraba esta expresión como la
fórmula quintaesenciada de su pensamiento.76
Católicamente entendido, el simul de Lutero no debería poner en duda la realidad y efectividad de
la justificación: ¡el justo no puede ser pecador en tanto que justo! Pero el católico debe preguntarse
a) si el que no sólo es llamado justo, sino que lo es de verdad (DS 1529 = D 799), no puede ser -y
ser llamado- también pecador;
b) en qué sentido sería legítimo ese segundo apelativo.
Dos hechos favorecen una respuesta afirmativa a la primera pregunta: los textos que la liturgia
eucarística pone en boca del sacerdote, de quien debe suponerse que está en gracia, en los que éste se
confiesa pecador e invoca el perdón divino;77 las reiteradas manifestaciones de los grandes santos
declarándose grandes pecadores,78 y no -claro está- por falsa modestia o por un asomo de coquetería
espiritual.
En cuanto a la segunda cuestión (en qué sentido el justo es a la vez pecador), los católicos
convienen generalmente en las indicaciones siguientes:
 Incluso en sus obras buenas, el hombre justificado ejecutará acciones moralmente no perfectas,
y ello no ya por mala voluntad, sino por una suerte de incapacidad estructural o de limitación
connatural. Piénsese, por ejemplo, en las perplejidades en que puede sumir a una conciencia delicada la
cuestión -por cierto no baladí- de cómo cumplir acabadamente el precepto del amor.
 Sin un especial privilegio, el justo no puede evitar los pecados veniales. 79 Si la gracia, en cuanto
increada, produce en él la fidelidad, esa misma gracia, en cuanto creada, tipifica una fidelidad
esmaltada de pequeñas (pero continuas e inevitables) infidelidades. Sobre el pedal del órgano de la
macrofidelidad como opción y actitud fundamental, se diseña el contrapunto de las micro-infidelidades,
que no anulan el acorde de fondo, pero lo empañan. En esta proclividad hacia lo no grato a Dios se
hace perceptible la persistencia en el justo de la concupiscencia, o fomes peccati, como incitación
permanente a la autoafirmación culpable.80
 Abundando en cuanto acaba de señalarse, Küng observa sagazmente que, en la vivencia
75
RAHNER, K., “Gerecht und Sünder zugleich”, en SzTh VI, 262-276; KÜNG, 280-294; LADARIA, 356-362; GONZÁLEZ
FAUS, 584-592; PESCH, MystSal IV/2, 845-849; ID., Justificados..., 88-90. Ya en 1951, VON BALTHASAR, Op. cit., 378s.,
había explorado el sentido católico del simul luterano, señalando que puede “representar una aspiración católica”.
76
Vid. supra, cap. 7,3.1 y notas 73,74. Según PESCH (Frei sein..., 269), la fórmula representa, en efecto, “la síntesis
compendiada de su entera comprensión de la gracia y la justificación”. El mismo autor (ibid., 269s.) considera
insostenibles algunas de las glosas que Lutero hizo de ella.
77
KÜNG, 281s.
78
KÜNG (291) trae a colación una anécdota conmovedora: cuando uno de sus hermanos de religión trataba de confortar a
San Juan de la Cruz, a la sazón moribundo, recordándole sus muchos méritos, éste le atajó diciendo: “No me diga eso,
Padre, no me diga eso... Dígame mis pecados”. El mismo Nuevo Testamento contiene textos que apuntan
inequívocamente en esta dirección: Lc 11,2.4; 1 Jn 1,8; Stg 3,2 (cf. DS 228-230 = D 106-108; DS 392 = D 195). Como
ya se indicó supra (cap. 7,4), el Vaticano habla de tal suerte de la Iglesia, que se podría predicar de ella un cierto “ simul
iusta et peccatrix” . Von Hildebrand la llamaba “casta meretrix”.
79
DS 1537, 1573 = D 804, 833.
80
DS 1515 = D 792; la concupiscencia, aunque no es capaz de perjudicar a quienes la resisten, no obstante, “inclina al
pecado” y “resta para la lucha” (cf. supra, cap. 4,1.2). LADARIA (359s.) rechaza con razón, -a mi entender- la
interpretación de PESCH (MystSal, 848), según el cual “lo que aparece en la inclinación al pecado es la esencia humana
que sigue sin convertirse a Dios”.
49
humana del tiempo, el pasado continúa estando presente en cuanto que es mi pasado; toda vez que soy
el mismo hombre que era, sigo siendo, en cierta medida, lo mismo, o al menos no puedo desconocer la
huella que eso que fui ha impreso en mi persona.81
 El justo está en camino hacia la consumación; ninguna de sus obras le instala de golpe en el
término. Para guiarse en su itinerario hacia éste, no cuenta con un plano topográfico que señalice todos
los accidentes de la ruta y le indique en cada encrucijada el camino mejor, sino sólo con una brújula,
que marca la orientación general, pero que no le ahorra las incertidumbres e inseguridades, ni le
inmuniza contra eventuales retrocesos.82
 Más aún, a esta condición itinerante le es inherente la incertidumbre sobre la propia salvación y
sobre la situación de agraciamiento (DS 1533s. = D 802; DS 1563s. = D 823s.): “Trabajad con temor y
temblor por vuestra salvación” (Flp 2,12). Así pues, en su experiencia personal más íntima, el justo
debe comparecer ante Dios como el ser permanentemente necesitado de su perdón misericordioso y
nunca seguro de no estar siendo visto por él como pecador.
 En fin, el hombre no está nunca confirmado en gracia; quien hoy es realmente justo, es también
y a la vez potencialmente pecador (DS 1541 = D 806): “El que crea estar en pie, mire no caiga” (1 Co
10,12). Mas por otra parte esta misma observación autoriza a sostener, correlativamente, que el ac-
tualmente pecador es también y a la vez potencialmente justo. 83 Se desvela así la dimensión
esperanzadora del axioma que venimos considerando, y que Lutero trataba de subrayar con su
apelación a la fe fiducial.
En resumen: la fórmula del simul, rectamente entendida, constituye un precioso instrumento
hermenéutico para ponderar lo que es el estado de gracia y la misma gracia. Nos precave contra una
concepción estática y objetivante y nos abre a una concepción dinámica y relacional. En cuanto
expresión de una relación interpersonal, en efecto, eso que llamamos gracia no es una cosa que se tiene
o no se tiene; es más bien una realidad que conoce diversas vicisitudes y asume variadas conformacio-
nes en los distintos momentos de su decurso; que se modula no según una trayectoria uniformemente
rectilínea, sino describiendo una curva a menudo sinuosa y accidentada. Si el justo no estuviese
constantemente asistido por un régimen permanente de gracias actuales, 84 volvería a ser lo que fue y lo
que potencialmente continúa siendo: un pecador. Aunque sólo sirviese para recordamos esto, la fórmula
simul justus et peccator sería ya suficientemente valiosa -e irrenunciable- para la teología de la gracia.
Hay, pues, que saludar este elemento de la tradición protestante como factor correctivo de
eventuales unilateralidades de la tradición católica y, por tanto, como una aportación positiva a la
concepción cristiana del misterio de la justificación. (Tomado de Ruiz de la Peña).85

16.- El lenguaje sobre el pecado


Este tema está básicamente tomado de J. I. GONZÁLEZ Faus, Proyecto de hermano, 3ª. ed., Santander
1987, pp. 224-242
La presencia de la realidad del pecado en la conciencia humana -a la que solemos llamar
“culpa” o “conciencia de culpa”- da lugar a una serie de representaciones en las que se
alternan concepciones más interioristas (el pecado como “mancha” o como “desvío”) con
otras más objetivas (los lenguajes de la “transgresión” y de la “ofensa”). La calidad de estas
representaciones es muy diversa, y por eso su análisis deberá conducimos a una depuración
de la noción del pecado.

81
KÜNG, 289s.
82
THIELICKE, H., Esencia del hombre, Barcelona 1985, 296.
83
GONZÁLEZ FAUS, 590s.
84
Vide supra, nota 30.
85
El don de Dios, pp. 366-369.
50
l. El lenguaje de la mancha
Lo típico de ese lenguaje puede ser su ambigüedad: a la vez que recoge experiencias muy
intensas y muy internas de la persona, puede también degenerar en concepciones muy
primitivas e irracionales. La razón de esta ambigüedad tal vez radique en que este lenguaje
por sí sólo no suministra ningún criterio de discernimiento sobre “lo que realmente contamina
al hombre”, ni tampoco explicación alguna sobre las causas y la génesis de esa mancha. Es
real, y es con frecuencia válida, la sensación de un profundo disgusto del hombre hacia sí
mismo: el ser humano experimenta ese disgusto porque se siente destruido, “alterado”. Pero
esta sensación fácilmente se formula en términos de contaminación, dando demasiado relieve
al aspecto “físico” de la analogía.
Las imágenes del “fuego” y del “cauterio” vienen entonces en ayuda de esta sensación de
tipo físico, actuando como vehículos del lenguaje de la mitificación: el hombre quiere decir
con ellas no sólo que le gustaría eliminar todo aquello que le “contamina”, sino incluso que le
sería más soportable ese dolor del fuego que consume, que no el otro dolor de sentirse como
él se siente, que le está consumiendo. Por eso, con frecuencia, el dolor es vivido como
elemento de purificación en esta experiencia: quemar el propio egoísmo que inficiona sería la
manera de restaurar la salud del propio yo.
Pero este modo de sentir tiende fatalmente a vincularse con representaciones absurdas, a
partir precisamente de la idea de “contacto físico”, que es la más inmediatamente sugerida por
la noción de “mancha”. Se fomenta entonces la concepción inconsciente de algún “fluido”
que actúa de manera inmediata y mecánica y no del todo explicada: Como cuando a uno le da
la corriente eléctrica, por ejemplo. Y todo esto va llevando a concepciones ridículas y mági-
cas del pecado que, paradójicamente, pueden irse desvinculando cada vez más del campo de
lo ético. Así, por ejemplo, la idea un tanto burda de “tocar lo intocable” que viene sugerida
por la noción de “mancha”, vincula peligrosamente la experiencia del pecado con la
sensación del tabú, sacándola del campo de la responsabilidad y haciéndola entrar en el
campo ambiguo del miedo, para pasar desde ahí al del escrúpulo v la neurosis. De este modo
irá siendo reducida progresivamente y psicologísticamente, hasta confundir el pecado con ese
sobrecogimiento que suele sentir el hombre ante lo nuevo o lo desconocido de cierta
intensidad, cuando es “la primera vez” que se enfrenta con ello.
Las sacudidas indefinibles de cualquier “primera experiencia” se confunden entonces con
la conciencia de pecado. Pero -paradójicamente también, e inesperadamente- la abaratan,
pues esas sacudidas, por intensas y extrañas que puedan parecer, son de lo más fácilmente
superable con su mera repetición. “Sólo cuesta un poco la primera vez; luego te
acostumbras”, suele comentar el lenguaje humano. Esta es la razón por la que, a veces, ciertos
arrepentimientos que parecían sinceros duran tan poco.
De este modo, la experiencia de la mancha está abocada a una de estas dos salidas falsas:
o a desaparecer por la costumbre, como se habitúa uno al aire viciado que va dejando de ser
percibido como tal, o a desplazarse mágicamente -y tranquilizadoramente- hacia lo ritual. Y
lo ritual convierte en arbitraria tanto la noción de mancha como la de purificación: el hombre
es mancillado por cosas arbitrarias, ajenas a él, y se ve purificado por una serie de ritos,
también exteriores a él como el “lavarse las manos”. Aunque la Biblia lleva a cabo una cierta
desmitificación de este lenguaje de la mancha, y aunque -por lo que yo sé- no tiene ningún
término específico para designar al pecado con este nombre”, sin embargo, han quedado en
ella huellas bien claras de toda esta manera de sentir, en los lenguajes sobre la “impureza”
vinculados al parto, a los humores sexuales, a la sangre o al cadáver y, de una u otra forma, al
sentido del tacto. En esos lenguajes, la primitiva experiencia de sobrecogimiento ante el
misterio de la vida y la sensación del respeto absoluto debido a ese misterio han quedado
banalizadas al plasmarse en concepciones rituales de mancha y de purificación. A la larga,
pues, no será extraño que esta segunda salida ritualista vaya a terminar en la crisis y la
desaparición del lenguaje de la mancha.
51
Y por eso, para evitar estas salidas falsas, no le queda al hombre más que efectuar el
verdadero corrimiento de la idea de mancha, desde lo físico hasta lo ético. Es cierto que el
hombre puede degradarse y destruirse. Pero lo que contamina al hombre no es lo que viene de
fuera, sino lo que puede salir de é1. O con otras palabras: esta depauperación no se verifica en
el hombre mismo, en su ser “físico” o en su “alma”, sino en su esfera relacional: el hombre
puede invertir la calidad de su relación tanto consigo (¡para algo dijimos que el hombre es
siempre el primer compañero de sí mismo!) como con los demás. Más que “en sí mismo” o
“en su alma”, se es impuro ante sí mismo o ante los demás: la sensación de angustia que
experimenta a veces la persona por un engaño practicado o una actitud de doble vida (y que,
en este caso, es una sensación válida que denota finura de espíritu) redime a esta noción de
malentendidos fisicistas o mecánicos. El hombre queda deteriorado al no estar dando a los
otros la verdad que les debe.
Paul Ricoeur cree también que la representación de la mancha sirve, en un primer
momento; para explicar el sufrimiento, liberando a Dios de responsabilidad en él: el hombre
sufriría no por la venganza o la envidia de algún dios maligno, sino por el propio mal, por la
enfermedad o contaminación que hay en él. Pero añade que esta finalidad queda desvirtuada
por la aparición de las figuras que encarnan el sufrimiento del inocente: Job o el Justo
Sufriente. Esta observación marcaría, otra vez, la insuficiencia y la necesidad de superación
del esquema de la mancha.
Ha sido útil para evitar una visión extrinsecista y juridicista del pecado y para posibilitar
la intuición de que el pecado es mal por ser daño propio, no por ser arbitrariamente declarado
como mal. Pero, a la larga, no consigue tampoco estos fines, pues, al degradarse hacia lo
mecánico, hacia lo mágico y hacia el temor, vuelve a caer en la arbitrariedad extrinsecista.
Por eso, ayudar a superar esta noción instintiva -¡en lugar de fomentarla!- es una de las tareas
importantes de una mistagogia cristiana. Y los pastoralistas harán bien en preguntarse qué
puede tener que ver la llamada “crisis del sacramento de la penitencia” con una inflación
antibíblica y anticristiana (pero apta para sustentar el poder clerical) de la noción de la
“mancha”.
En resumen: el lenguaje de la mancha puede servir para sugerir la experiencia del
pecado, pero no sirve para definirla.

2. La transgresión
Si acabamos de decir que el lenguaje de la mancha puede sugerir la experiencia del
pecado, pero no la define, podemos comenzar ahora diciendo que el pecado puede describirse
con el lenguaje de la transgresión, pero tampoco definirse. La transgresión está estrechamente
vinculada con (o mejor: constituye simplemente el reverso de) la experiencia del deber, que
es una de las experiencias más profundas del ser humano y que deriva de todo lo que
expusimos en los capítulos anteriores sobre el “ser hombre” como vocación. El deber es
como una voz exterior a mí, aunque la escucho dentro de mí. Y lo de exterior quiere decir que
es una voz objetiva, la cual me impone una serie de conductas o de pautas de conducta.
Precisamente por eso, es lógico que aquello que el hombre experimenta como deber lo
exprese como ley: la “fuerza” que hay en la ley está también en la experiencia del deber. Y,
como eso que es “debido” no depende de la arbitrariedad o de la simple voluntad de otro ser
humano, el deber puede expresarse como ley de Dios.
Esta asimilación a la ley es la que brinda, para hablar del pecado, la noción de
transgresión. Esta idea de una transgresión cometida contra “algo” que está como objetivado
en la realidad de las cosas, porque corresponde a la voluntad de Dios que ama las cosas, es la
que está contenida en la palabra hebrea ‘awon, que se usa casi exclusivamente para designar
un pecado contra Dios y que suele traducirse por “iniquidad”. Se quiere decir con ello que la
equidad no es más que la naturaleza misma de las cosas (la cual es buena: cf. Gn 1), que
traduce la voluntad de Dios sobre ellas. El vocablo ‘awon aparece por primera vez en Gn
52
4,13 para aludir al crimen de Caín. Pero, en realidad, también el pecado de Adán ha sido
descrito dentro del esquema de una transgresión de la ley dada por Dios. Y casi con seguridad
también, la narración de Gen 3 presupone que ese precepto de Dios (no comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal) se corresponde con la naturaleza objetiva del hombre como ser
creatural, tanto si “conocer” equivale a “dictar” el bien y el mal a su arbitrio como si tiene el
sentido más bíblico de experimentarlo, o cualquier otro.
Un último elemento del lenguaje bíblico: precisamente por su mayor exterioridad, la
noción de transgresión es mucho más “transferible” que la de mancha. Por solidaridad, por
representación, por vinculación estrecha de sangre o parentesco, se puede “cargar” con la
transgresión de otro, es decir: presentarse ante Dios como dispuesto a asumir la imputación
de esa culpa, para liberar al otro de ella. Así aparece la conocida expresión bíblica de llevar el
pecado” (nasa' ‘awon), que acaba significando también “quitar el pecado”, mediante la idea
de “cargar con su castigo”, la cual hace de puente entre los dos significados. Así se ve
también que la experiencia de purificación, característica del lenguaje de la mancha,
experimenta ahora un corrimiento hacia la noción de perd6n, que supone ya un ámbito de
relación interpersonal. Dios queda así implicado en esta noción de pecado, tanto a partir de la
ley como del perdón.
Pero en esa misma exterioridad, que da su carácter objetivo y sus ventajas a la idea de
transgresión, radican también sus grandes limitaciones. Con frecuencia, de puro objetivada, la
transgresión se convierte en algo mensurable y circunscribible puntualmente tal día y a tal
hora, ni antes, ni después. De esta manera, el pecado se va desvinculando del interior y del ser
mismo de la persona. La noción de transgresión difícilmente puede quedar, en el hombre, al
margen de la sensación de arbitrariedad o de positivismo que acompaña a toda ley: la ley
siempre podría ser otra. y lo que se impone, o lo que se quebranta, podría en este caso ser
algo distinto también. Además, la ley aboca inevitablemente al hombre a casuísticas
interminables y a hermenéuticas necesariamente discutibles. y por último, la ley es
inseparable del ámbito de lo penal y la noción de “castigo” tiene aquí estos dos graves in-
convenientes: a) convierte el dinamismo y las consecuencias del pecado en algo ajeno a él,
impuesto desde fuera por un acto distinto del mismo pecado, y b) por esta misma separación
sugiere al hombre las clásicas actitudes hipócritas o habilidosas, en las que se busca cómo
eludir la pena, y no cómo evitar la transgresión.
De esta forma, la noción de pecado experimenta un peligroso corrimiento hacia el mundo
de lo jurídico, que acaba devaluándola de nuevo. La relación con Dios, que había sido
introducida meritoriamente por este lenguaje en la noción de pecado, queda rebajada a una
relación legal o jurídica. La realidad del pecado se limita a ser algo inevitablemente
contingente, de lo que el hombre acaba esperando que puede desaparecer algún día. Y la
pastoral cristiana debería estar también muy alerta ante los enormes errores cometidos por el
uso cómodo de esta representación.
Por todas estas razones, la idea de transgresión necesita también un correctivo
característico de la predicación de Jesús y semejante al introducido al hablar de lo que
contamina al hombre: que la única ley del hombre es el amor. El amor es aquello que, aunque
tantas veces me llama desde fuera como algo exterior a mí, sin embargo, constituye la más
profunda verdad interior de mí mismo. Por eso decíamos que el pecado puede describirse con
la noción de “transgresión”, pero no definirse con ella. Para acercarnos más a una definición
hemos de buscar otra categoría.

3. El desvío, o el mal camino.


La palabra más usada en la Biblia para referirse al pecado es el verbo jatá' que los
Setenta tradujeron por . La filología resulta aquí teológicamente significativa: tanto
el vocablo hebreo como el griego tienen, como significado primario, el de fallar, en el sentido
de desviarse, no llegar a una meta, no conseguir un fin. Uno de los ejemplos eximios de este
53
significado lo tenemos en aquel pasaje del libro de los Jueces que nos cuenta cómo en el
ejército benjaminita había unos tiradores tan hábiles que “eran capaces de tirar una piedra
contra un cabello, con una honda, sin desviarse jamás”, o sin fallar el tiro jamás (Jc 20, 16).
En el caso del ser humano, proyecto y meta de sí mismo, fallar el tiro o errar el camino es
“perderse a sí mismo”, y aquí aparece una primera y profunda intuición de lo que es pecar
A partir de esta transposición, el verbo ָ‫ טָחטָטא‬jatá’ pasa a significar no sólo “pecar”, sino
pecar contra alguien. Pecar contra alguien es no estar a la altura, no responder a las
expectativas justas de ese alguien. En este contexto, ָ‫ טָחטָטא‬se usa preferentemente con Dios
como complemento: pecar contra Dios es no responder al proyecto de Dios sobre el hombre
(el proyecto de hijo y hermano) y, en este sentido, frustrarse a sí mismo, maltratarse. Aunque
se diga preferentemente de Dios, tenemos otro ejemplo preclaro de este uso en aquello que
habíamos señalado como umbral del acceso a la experiencia del pecado: en Egipto, los
capataces judíos se quejaron de que el trato que les daban los egipcios se desviaba o no estaba
a la altura de la justicia; se quejaron de que se les maltrataba (cf. Ex 5,16: con jatá’).
El pecado es, pues, la frustración de sí mismo; pero una frustración que acontece ante
Dios. Es el desvío del propio camino, hacia metas inexistentes y ajenas a la meta que el
hombre tiene frente a sí y en la que Dios mismo le espera. Aquí sí que nos hemos acercado
mucho más a una cierta definición del pecado. Mientras la transgresión aparecía como algo
puntual, como localizable en un lugar y un tiempo concretos, el pecado es un falso camino
que se emprende y que sólo llega a su frustrada meta a través de un proceso tan insensible
como eficaz: el asesinato de Urías por David no tuvo lugar sólo cuando el rey dio la orden de
colocarle aislado en el lugar más peligroso, sino que comenzó a gestarse ya en la forma
absoluta y desconsiderada con que David se entregó al deseo de Betsabé.
La decisión injusta de excomulgar de la sinagoga al ciego de nacimiento no tuvo lugar
sólo en un determinado momento del altercado con él, sino que empezó a tomarse cuando los
fariseos cerraron los ojos al detalle de que en la curación de aquel hombre había “algo” digno
de ser escuchado y que no podía ser tranquilamente desatendido. Hay en el ser humano un
modo de “cortar amarras” que, aunque no sea ya definitivo e irreversible, suele conducir
lógicamente a una meta falsa y sorprendente, pero de la que el mismo lenguaje humano
acostumbra comentar. a posteriori que “se veía venir”. Este modo, sólo aparentemente
inconsciente, de “cortar las amarras” es uno de los rasgos que para Sartre definen la actitud de
mala fe, mauvaise foi.86
86
“La mala fe es un mentirse a sí mismo., pero ‘distinto del mentirse a sí mismo de la mentira a secas.’ Es
“enmascarar una verdad desagradable o presentar como verdad un error agradable.” “No le viene de fuera
a la realidad humana. Uno no padece su mala fe... sino que la conciencia se afecta a sí misma de mala fe.”
(J. P. SARTRE, El ser y la nada. Buenos Aires 1966, pp. 92, 93, 94). Tras estas descripciones, Sartre las
plasma en el siguiente ejemplo: “He aquí, por ejemplo, una mujer que ha acudido a una primera cita. Sabe
muy bien las intenciones que el hombre que le habla abriga respecto de ella. Sabe también que, tarde o
temprano, deberá tomar una decisión. Pero no quiere sentir la urgencia de ello: se atiene sólo a lo que
ofrece de respetuoso y de discreto la actitud de su pareja. No capta esta conducta como una tentativa de
establecer lo que se llama 'los primeros contactos'; es decir, no quiere ver las posibilidades de desarrollo
temporal que esa conducta presenta: limita su comportamiento a lo que es en el presente; no quiere leer en
las frases que se le dirigen otra cosa que no sea su sentido explicito; y si se le dice: 'tengo tanta
admiración por usted...', ella desarma esta frase de su trasfondo sexual (...) “Pues ella no se entera de lo
que desea: es profundamente sensible al deseo que inspira, pero el deseo liso y llano la humillaría y le
causaría horror. Empero, no hallaría encanto alguno en un respeto que fuera únicamente respeto. Para
satisfacerla, es menester un sentimiento que se dirija por entero a su persona. es decir, a su libertad
plenaria, y que sea un reconocimiento de su libertad. Pero es preciso, a la vez, que ese sentimiento sea
íntegramente deseo, es decir, que se dirija a su cuerpo en tanto que objeto. (...) “Pero he aquí que le toman
de la mano. Este acto de su interlocutor arriesga mudar la situación, provocando una decisión inmediata:
abandonar la mano es consentir por si misma al 'flirt', es comprometerse; retirarla es romper la armonía
túrbida e inestable que constituye el encanto de esa hora. Se trata de retrasar lo más posible el instante de
54
Esta concepción, que es una de las más verdaderas del pecado, da razón además de otro
rasgo del lenguaje bíblico que todavía hoy nos resulta duro de tragar: sí el pecado es la
frustración progresiva del ser humano y el daño del hombre emprendido por éste mismo,
entonces el verdadero castigo del pecado es el pecado mismo, llevado hasta el fin de su lento
y enmascarado proceso. El pecado “recae” sobre el que lo hace, y por eso la expresión
máxima del castigo, que para el pueblo judío había sido “ser entregado en manos de los
enemigos”, se va convirtiendo en “ser entregado en manos... del propio pecado”. Ezequiel
parece ser el primero que inicia este corrimiento, en su parábola de las dos hermanas
adúlteras, Samaria y Jerusalén, a las que Yahvé entrega “en poder de sus amantes”. Y aquí
está dado el empalme para que Pablo acuñe la expresión que ya hemos encontrado: al pagano,
Dios “lo entrega a los deseos de su propio corazón” (Rm 1,24).
Esta idea de la frustración del hombre permite empalmar el presente lenguaje sobre el
pecado con otras dos formulaciones que merecen un rápido comentario. En primer lugar, se
puede pensar que es en este apartado donde tiene su auténtica cabida la palabra deuda”, que
nosotros solemos ver como referida inmediatamente a Dios (quizá por su presencia en el
Padrenuestro, junto a otras traducciones que hablan de “ofensas”). Pero, en su origen, la
deuda se refiere más bien a uno mismo, en cuanto que, por constitución, todo hombre es un
“proyecto de sí”, un ser que “todavía no es” lo que es y, en este sentido, se debe a sí mismo
todo aquello que le falta para ser el que es. Si el hombre desvía o yerra su camino, nunca
liquidará esa deuda consigo mismo que le constituye y de la que es responsable.
Y junto a esta formulación más existencial, existe en la tradición cristiana otra de carácter
más social, hoy casi del todo olvidada, pero profunda y original. La citamos, porque permite
empalmar el presente capítulo con los dos anteriores y con el siguiente. A partir de Gn 1,26 y
de Jn 3,2, la teología agustiniana describió la situación y el entorno actual del hombre como
“región de la desemejanza”. La expresión es platónica, y servía para designar la materia.
Ahora se cristianiza y designa el pecado.
Y nos queda tan sólo una última observación sobre esta categoría del “mal camino”.
Aunque hemos dicho que es el pecado mismo lo que se convierte en su propio castigo, esta
afirmación, sin embargo, no puede convertirse en una prueba experimental dejada totalmente
a disposición del hombre, como si se tratara de una simple reacción o experimento químico.
Esto es, sin duda, lo que el hombre añora, y por eso he dicho que a nosotros nos resulta duro
de creer el lenguaje bíblico. Pero, de ser así, el pecado quedaría desvinculado del “corazón”,
de la profundidad de la persona y, consiguientemente, desvinculado de la fe en Dios (último
elemento de nuestra reflexión y que todavía hemos de encontrar). Y de ser así, el tema del
pecado no echaría sus raíces en esa decisión última que define la bondad o maldad de la
persona, sino en algo mucho más trivial: en un sentido instintivo y elemental de autodefensa.
Por eso es importante subrayar un rasgo que ya hemos insinuado: aunque esta noción de
“desvío” marca más el carácter del pecado como daño del hombre, sin embargo, ese daño
acontece primariamente ante Dios. El hombre se frustra primariamente ante las expectativas
de Dios sobre él, y por eso se frustra también fatalmente, aunque más a la larga, ante su
propia verdad.
Este último rasgo necesita ser tratado con un mayor detenimiento. Y por eso es preciso
dar todavía un paso más en nuestra búsqueda. Si bien es cierto que la realidad del pecado
puede ya definirse con la noción de “desvío”, sin embargo, esta noción necesita, a su vez,
transformarse religiosamente y elevarse al plano de la fe, a fin de dar con todos los elementos
de esa compleja realidad que es el pecado. Y esta transformación religiosa es la que lleva a

la decisión. Sabido es lo que se produce entonces: la joven abandona su mano, pero no percibe que la abandona.
No lo percibe, porque, casualmente, ella es en ese instante puro espíritu: arrastra a su interlo cutor hasta las regiones
más elevadas de la especulación sentimental; habla de la vida, de su vida, y se muestra en su aspecto esencial; una
persona, una conciencia. Y, entre tanto, se ha cumplido el divorcio del cuerpo y el alma: la mano reposa inerte entre
las manos cálidas de su pareja: ni consentidora ni resistente: una cosa.
55
cabo la noción de ofensa, última que nos queda por considerar.

4. El lenguaje de la ofensa a Dios


Con el lenguaje de la ofensa, la noción de pecado experimenta una auténtica conversión
que le comunica su aspecto específicamente teológico y específicamente cristiano. Pero esto
sólo será así si logramos evitar los riesgos que también amenazan a este lenguaje: hablar de
“ofensa” no significa retrotraer de nuevo el pecado desde el desvío hasta la transgresión. La
ofensa resitúa el pecado en el campo de la relación interpersonal; pero esa relación no es
simplemente la relación racional y jurídica del Legislador, sino la relación bíblica y revelada
de la Alianza. Y la Alianza, 'aunque pueda usar, para expresarse, términos jurídicos, no se
reduce a ellos (igual que ocurre en el amor humano, donde el matrimonio tiene un inevitable
elemento contractual, aunque no se reduce a él): la Alianza es primariamente donación y
llamada de Dios; la donación y la llamada que están contenidas en la imagen y semejanza del
hombre.
Podemos reformular esto mismo con un juego de palabras, diciendo que el pecado es
ofensa de Dios no meramente por ser ofensa “al Amo”, sino por ser ofensa “al Amor”. Esta
constituye la última de nuestras afirmaciones, y debemos declararla un poco más.
La ofensa “al Amo” no le sería posible al hombre en este caso. No porque no exista un
señorío de Dios sobre el hombre, sino porque ese señorío es tal que no puede ser afectado por
el hombre, ni aunque éste lo intente...
Ya el propio Santo Tomás reconoció que el hombre no puede propiamente ofender a Dios.
“No recibe ofensa Dios de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien”.87
Lo dice el libro de Job: “Fíjate en el cielo y mira lo altas que están las nubes sobre ti. Si
pecas, eso no afecta a Dios. Por muchos pecados que cometas, no le haces nada. Si actúas
bien, nada le das, ni le haces ningún beneficio. Es a los hombre como tú a quienes afecta tu
pecado y a quienes benefician tus acciones” (Job 35,5-8). Dice Faus que “si un hombre tira
una piedra al cielo: no llegará hasta el cielo, y quizás acabe cayendo sobre él. Sólo la piedra que
el hombre tira a otros hombres o a sí mismo, afecta dolorosamente a Dios.88”
No podemos dañar a Dios, pero al dañarnos a nosotros mismo de algún modo le estamos
dañando al que nos ama y solo quiere nuestro bien. Esa “ofensa” a Dios queda reparada
automáticamente en el momento en que queda reparado el daño que el hombre se ha hecho a
sí mismo al pecar.
De un Dios Legislador que fuese solamente un Creador Ignoto y Trascendente, habría
que escribir con absoluta verdad las viejas palabras del profeta Jeremías: “Se van con dioses
ajenos para ofenderme. Pero ¿acaso consiguen irritarme a mí? ¿No es más bien a ellos
mismos a quien hacen daño?” (Jr 7,18.19). Mirando sólo como ofensa “al Amo”, habría que
decir que el pecado tiene, sí, esa intención; y que tiene esa intención lo expresa la Biblia
designando también el pecado con el verbo ַׁ‫ טָפשָּשע‬pasha’, que significa “rebelarse” y está
tomado de las sublevaciones políticas. Pero, a la vez, la Biblia constata que esa intención es
irrealizable y vana, porque el hombre, para irritar a Dios, no dispone más que de “naderías”
(Dt 33,21). Este es, efectivamente, el contexto real de la criatura ante el Creador.
Pero la revelación bíblica sobre el pecado parte del presupuesto de que ese contexto ha
sido cambiado. Y para describir gráficamente ese cambio, sustituye la imagen del Amo por la
del Esposo, que sí que puede ser ultrajado, porque su amor le ha vuelto cercano y vulnerable.
Cuando ha aparecido el Amor de Dios al hombre, la relación de criatura se convierte
gratuitamente en relación “conyugal”, y entonces Dios se torna accesible y vulnerable por la
acción del hombre, encarnando incluso la discutible imagen del esposo celoso o ultrajado, tan
explotada por la tradición profética: por Oseas, Jeremías, Ezequiel, etc.
De esta manera, la noción de pecado encuentra un extraño equilibrio entre la dimensión
87
Summa contra Gentiles, 3, 122.
88
J. I. GONZÁLEZ FAUS, Mínimos cristológicos.
56
humana, interior y horizontal, y la dimensión exterior al hombre, que en este caso es la
vertical: la ofensa de Dios es el daño del hombre; y éste es el presupuesto fundamental en la
revelación del pecado: que el daño humano -el propio y el de los demás- no se reduce a su
dimensión exclusivamente humana ni es cosa sólo del hombre, ni siquiera aunque se trate de
un heteo como Urías. Hay “Alguien” más, a quien le importa mucho (y está
incomprensiblemente interesado en ello) que el hombre no frustre su camino, marchando por
desvíos que le llevarán lejos de su meta.
Pero este presupuesto no puede el hombre comprobarlo, sino sólo creerlo, puesto que el
amor sólo puede ser revelado. Y el Amor más aún. Por eso el contexto último para poder
hablar con sentido del pecado es el contexto de la fe. Lo que, en definitiva, hace el hombre
cuando realmente peca, a la manera pagana o a la manera judía, es dejar de creer, dejar de
fiarse de Dios. El proceso descrito en el pecado “prototípico”, el de Génesis 3, tiene un
elemento claro y fundamental de “falta de fe”: la mujer come del fruto porque ha admitido
antes la sospecha de que el precepto de Dios no sea para bien del hombre, sino para bien del
mismo Dios. A partir de esta sospecha de que Dios pueda ser un obstáculo para la vida del
hombre (Gn 3,4), un Ser celoso de la divinidad del hombre (Gn 3,5), el fruto se convierte en
seguida en verdaderamente apetecible (Gen 3,6).
La falta de fe y la rebelión han venido a coincidir: querer “ser como Dios” supone en el
hombre aceptar que la fuente de su ser-como-Dios no es Dios mismo, sino el propio hombre y
sus obras. Esto significa el comer del árbol de la ciencia, que es el esquema subyacente a todo
pecado humano. Con esto queda concluido nuestro proceso: la realidad del pecado puede ser
sugerida por el lenguaje de la mancha, viene descrita por el lenguaje de la transgresión y se
encuentra mejor definida en la noción de desvío; pero necesita ser transformada
religiosamente a través de la experiencia de la ofensa a Dios. Sólo así llega el hombre a la
última dimensión de sí mismo y de su pecaminosidad. Y esta última dimensión, que nuestro
estudio ha abordado de manera formal, recibe inmediatamente un contenido material desde la
Cristología. El lenguaje del desvío y de la ofensa nos remite a su antítesis: Jesús de Nazaret,
realización del hombre y satisfacción de Dios. Jesús, cuyo ser hombre es a la vez
transparencia de Dios; y ello sin mezcla, pero también sin separación. El ser hombre de Jesús,
como muestra la Cristología, está hecho de fraternidad y de filiación. Con ello revela al
hombre como hijo y como hermano, y a Dios como aquel que está presente y se da en todo lo
que nace en la historia de filiación y de fraternidad. El pecado, por consiguiente, como
frustración del hombre y como ofensa de Dios, es siempre una ruptura de la filiación y de la
fraternidad. Con esto llegamos al final de nuestro recorrido.

5. A modo de conclusión
Una última observación, para concluir. Con esta postrera dimensión, el pecado se
convierte en una realidad muy incómoda de tratar, no simplemente porque presupone un
contexto creyente, sino porque implica que el pecado, en última instancia, no puede ser
medido y localizado de una manera tan clara como la transgresión. El teólogo o el eclesiástico
pueden tener entonces la sensación de que todo esto les quita “poder”. Y así es,
efectivamente: les quita el poder de juzgar, que ya dijimos que no pertenece a ningún hombre;
y les quita el poder de identificar la ofensa a Dios con el hecho de sentirse ellos ofendidos,
pequeña blasfemia a la que son proclives muchos hombres de Iglesia.
Al decir esto, no abogamos en manera alguna por una especie de silencio de los
moralistas o por una renuncia al análisis y a la calificación moral de las conductas humanas,
que nosotros mismos hemos intentado realizar y que son absolutamente necesarias, dado el
impresionante mecanismo de mentira que constituye el pecado y al hombre pecador.
Mecanismo que necesita ser desenmascarado y que Teresa de Jesús confesó en unas palabras
maravillosas: “Señor, pensad que no nos entendemos nosotros mismos, que no sabemos lo
que queremos, que nos alejamos infinitamente de lo que deseamos”.
57
Sólo queremos afirmar que este análisis y esta calificación de las conductas únicamente
pueden ser un servicio a la conciencia humana, y nunca una violación de la conciencia. Si no
se entienden así, el teólogo y el hombre de Iglesia tendrán la falsa sensación de que nuestro
tratamiento del lenguaje sobre el pecado les quita poder. Y entonces su tentación más seria
será reducir el pecado a la mera transgresión, prescindiendo de esa “relación alterada”, de ese
dejar de crecer, que es lo que en definitiva lo constituye como pecado. Pero, con ese afán de
seguridad, el hombre “religioso” no hará más que dañar aquello mismo que pretendía
defender.
Y esto nos conduce otra vez al comienzo del presente capítulo: la “pérdida de sentido del
pecado”, que los hombres de Iglesia echan en cara al mundo, puede que no sea más que la
consecuencia de una previa degeneración de la noción de pecado por parte de los mismos
hombres de Iglesia: una degeneración que es fruto de un oculto afán de poder; un afán más
atento al prestigio y al rol de los hombres de Iglesia, que no al cumplimiento del plan de Dios
y al bien del mundo y de los hombres. Esta pregunta no puede eludirla ningún teólogo y
ningún hombre de Iglesia que quiera hablar sobre el pecado. Y si esto fuese así, quedaría
como consecuencia práctica el que los hombres y los grupos humanos, al ponerse en relación,
comenzaran por hacerlo sobre aquella base paulina del “todos son pecadores”, en lugar de
hacerlo sobre ese loco afán que lleva a unos seres y a unos grupos humanos a querer ser
superiores a otros. Esta debería ser una base -negativa, pero ineludible- para la construcción
de la fraternidad: esa “hermandad en el pecado” que une a judíos y gentiles y que, como
luego veremos, tiene su versión positiva y bien constructora de fraternidad: todos son
perdonados.

17.- Pecado oculto


1. El pecado no se deja reconocer como tal89
Rahner subraya la dificultad inherente a la misma esencia del pecado para poder recono-
cerse como tal90. El pecado, que es falta de amor, no se reconoce como tal pecado, precisamente
porque es falta de amor. Sólo se podría reconocer como pecado si tuviera amor. Pero en tal caso
ya no habría pecado. Cuando santos como Santa Teresa o San Francisco de Asís se consideraban
los mayores pecadores del mundo, no estaban haciendo un ejercicio de falsa modestia ni se
hallaban equivocados. Al revés, cuanto más pecador se siente uno, menos pecador es. Porque el
pecado es falta de amor. Sólo se nota la falta de amor si ese amor existe en algún grado. De ahí
que corresponda a la esencia del pecado el no reconocerse como tal.
Con esto quiero decir que al ser salvados del pecado empezamos a reconocemos pecadores.
En nuestro mundo es frecuente oír que el pecado propiamente no existe, que lo que ocurre es que
no hemos llegado a unos niveles de evolución a los que llegaremos con el tiempo, etc. Con ello
se está dando a entender que no reconocemos el pecado existente. y ésa es precisamente la
fuerza del pecado: que no se reconozca. No se reconoce, porque sólo quien ama es capaz de
percibir que ama poco; y quien no ama nada, no es capaz de percibir que no ama. Salvarnos del
pecado significa también hacernos caer en la cuenta y percibir que somos pecadores.

2. Mecanismos de defensa

89
R. BUSTO, Cristología para empezar, 9ª ed., Sal Terrae, Santander 1991, p. 142-144.
90
Cf. Meditaciones sobre los Ejercicios de S. Ignacio, Barcelona, 1971, 30ss. Puede verse en J. L. González
FAUS, Proyecto de hermano, Santander 1987, 192

58
Los mecanismos de defensa impiden detectarlo. Efesios 5,3-17. La tiniebla es oscuridad y
no se deja ver si Cristo no la ilumina. “Que nadie os engañe… Examinad bien… Mirad
atentamente… No sean insensatos.
Recuerda a personas que conoces y están actuando mal, pero justifican su conciencia y no
denuncian sus tinieblas. “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que dan oscuridad por
luz y luz por oscuridad, que dan amargo por dulce y dulce por amargo!” (Isaías 5,20). “Si
decimos ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si decimos ‘No
hemos pecado’, le hacemos mentiroso a Dios” (1 Juan 1,8-10). Satanás es padre de la mentira
(Juan 8,44; 3,20; 2 Corintios 11,14).
En el libro segundo de Samuel vemos un ejemplo claro de cómo los terribles pecados de
David le estaban ocultos, hasta que el profeta Natán se los denunció mediante la parábola del
rico que tenía abundantes ganados y mató la única ovejita que tenía el pobre. Solo en ese
momento David se sintió tocado: Tú eres ese hombre (2 Sm 12,1-7).
“El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8,1-11). Nos habla también
de los que ven la mota en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio (Mt 7,1-5). Pablo se mostró
bien sincero cuando dijo: “He aquí una afirmación digna de crédito y de plena aceptación: Cristo
Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1,15).

3.- Liberar el subconsciente


El pecado es un proceso, una esclerosis progresiva de nuestras arterias, una calcificación de
tejidos vitales. Se nos va colando la muerte poco a poco, hasta que llega el infarto masivo. El
pecado es un cáncer que crece con su propia dinámica, y va royendo todo lo bueno. No importa
tanto su tamaño cuanto su malignidad. Nadie se consuela pensando que tiene un cáncer
pequeño. La palabra venial y la palabra pecado nunca pueden ir juntas. Nunca el pecado es algo
trivial o irrelevante.
Santiago nos dice que “cuando la concupiscencia ha concebido da a luz al pecado, y el
pecado una vez maduro causa la muerte” (Stg 1,15). Cada año en ejercicios hacemos nuestro
chequeo. Nos exponemos a la luz que penetra lo que está escondido y nos sometemos a una
radioterapia.
Dice González Faus: “El pecado (terminal) es sólo el término lógico, semiconsciente, de
pequeñas opciones y grandes justificaciones, que llegan a convertir en lógico, coherente o
necesario el mal que se cometerá más tarde. La gran fuerza del mal en el mundo reside en esos
procesos misteriosos por los que un día llega a hacerse plausible o necesario”.
He de tomar conciencia de lo fácil que es ser engañado. Dice el Señor a propósito del ángel
de luz: “Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la
mentira” (Jn 8,44). “La serpiente me engañó”. “Cambiaron la verdad de Dios por la mentira y
adoraron y sirvieron a la criatura antes que al Creador” (Rm 1,25). “No aceptaron el amor a la
verdad que les habría salvado, por eso dios les envía un poder seductor que les hace creer en la
mentira” (2 Ts 2,10-11).
Y la carta a los Efesios: “Que nadie los engañe con palabras vanas... Por tanto, no sean
partícipes con ellos; porque antes eran ustedes tinieblas, pero ahora son luz en el Señor; anden
como hijos de luz (porque el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad),
examinando qué es lo que agrada al Señor. Y no participen en las obras estériles de las tinieblas,
sino más bien, desenmascárenlas; porque es vergonzoso aun hablar de las cosas que ellos hacen
en secreto. Pero todas las cosas se hacen visibles cuando son expuestas por la luz, pues todo lo
que se hace visible es luz. Por esta razón dice: Despierta, tú que duermes, y levántate de entre
los muertos, y te alumbrará Cristo. Por tanto, tengan cuidado cómo andan; no como insensatos,
sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos. Así pues, no sean
necios, sino entiendan cuál es la voluntad del Señor”.
Incluimos un largo texto de González Faus que pone de manifiesto la naturaleza oculta del
pecado, y cómo eso no disminuye la libertad ni la culpabilidad del que lo comete.
59
En el proceso del pecado hay como “un círculo vicioso en el que cada acto corrompe al
sujeto, el cual, a su vez, va produciendo nuevos actos corruptos. Ese círculo vicioso tenderá a
instalarse fuera de la conciencia del hombre o, mejor dicho, él mismo tenderá a instalarlo fuera
de su ámbito de conciencia, para hacerlo así llevadero. O con otras palabras: precisamente lo
que el pecado tiene de destrucción del hombre hace que para el hombre sea tan necesario el
enmascaramiento del pecado: la incapacidad acumulada de amar, o la falsa necesidad adquirida,
serán justificadas al principio, hasta que ya no necesiten ni justificación, porque el hombre ha
llegado a identificarse casi totalmente con ellas.
Y, sin embargo, no dejarán por ello de ser culpables, como ha notado finamente
Schoonenberg: “Si el hombre pecador hubiese perdido también por el pecado su libre albedrío,
no sería responsable ni tendría que rendir cuentas. Su pecado sería, en tal caso, maldad y
desgracia de un momento, que le privaría de un componente de su ser, pero al mismo tiempo le
situaría en un estado de armonía, aunque en un nivel inferior. El pecador sería entonces un
hombre que carecería de responsabilidad en las acciones que realizara...; no sería ya un hombre,
sino un ser infrahumano que ya no se vería afectado por la contradicción entre su pecado y su
realidad de ser humano”91.
El hombre puede llegar a parecer esto: “un ser infrahumano que ya no se ve afectado por la
contradicción entre su pecado y su realidad de ser humano”. Pero es importante notar, con
nuestro autor, que semejante impresión es falsa. Si fuese así, a la vez que ya no cabría imputarle
nada más, habría que renunciar definitivamente a su posibilidad de recuperación: su historia
sería menos trágica, pero más desesperanzada. Sin embargo, en la medida en que sigue siendo
responsable y aún se le puede imputar lo que hace, entonces su historia se vuelve, sí, más
trágica, pero esa tragedia es la prueba de que aún no ha perdido del todo su calidad humana.
Hay una culpa sana y una culpa morbosa. Lo dice el Sirácida. “Hay una especie de
vergüenza mala que te engañaría. Porque hay una vergüenza que lleva al pecado y otra que
merece elogios y respeto” (Si 4,20).92 A esta culpabilidad morbosa la llama Gesché
culpabilismo. Dice que puede uno confesarse culpable de antemano e irremisiblemente para
evitar todo esfuerzo de liberación.
No hay que acusarse para hundirse. Decía una de las carmelitas de Bernanos “Es difícil
despreciarse sin ofender al Dios que está en nosotros”. “Mañana vuestra falta os inspirará más
dolor que vergüenza, y entonces podréis pedir perdón a Dios sin peligro de ofenderle más aún” 93.
Decía el cura rural de Bernanos: “Estoy reconciliado conmigo mismo. Odiarse uno es más fácil
de lo que se cree. La gracia está en olvidarse. Pero si todo el orgullo muriera en nosotros. La
gracia de las gracias sería la de amarse humildemente a sí mismo como a cualquiera de los
miembros dolientes de Jesucristo.94”

91
MS II, 982
92
Hay un buen tratamiento de este tema en A. GESCHÉ, Dios para pensar. I. El mal-El hombre, Sígueme,
Salamanca 1995, p. 117. De ahí están tomadas las citas sobre Bernanos.
93
G. BERNANOS, Diálogos de carmelitas, Madrid 1992, p. 65.
94
G. BERNANOS, Diario de un cura rural, pp. 253-254.
60
18.- Monogenismo o poligenismo
Ver RUIZ DE LA PEÑA. Imagen de Dios, 3ª ed., Sal Terrae, Santander 1988, pp. 261-268.
Una de las derivaciones del evolucionismo que más contribuyó a granjearle la enemistad de
la clase teológica fue que en la lógica de su discurso sobre los orígenes de la especie humana se
incluía el poligenismo, esto es, la aserción de que la humanidad procede de una pluralidad de
parejas. Ahora bien, la tesis poligenista creaba una situación sumamente embarazosa a las
presentaciones tradicionales de la doctrina del pecado original, en las que la historización de
Adán y Eva y la imagen yavista del paraíso desempeñaban un importante papel.
La premisa monogenista ofrecía un aceptable fundamento a la solidaridad de todos los
hombres con el pecador originante: todos quedamos afectados por el pecado de Adán, porque to-
dos somos hijos suyos. La capitalidad natural del primer pecador, el vínculo genético que nos
uniría a él, hacía más plausible el nexo causal entre su pecado y nuestra nativa condición
pecadora.
Por estas razones, la Humani Generis, que, según vimos, dio luz verde al evolucionismo
(mitigado), se manifestaba contraria al poligenismo; éste no resulta admisible para los fieles
cristianos, “porque en modo alguno se ve cómo puede conciliarse esta sentencia con lo que las
fuentes... proponen sobre el pecado original” (DS 3897 = D 2328).
Volveremos luego sobre el real alcance de estas frases; baste señalar ahora que, según se ha
indicado antes, no se puede a la vez admitir el evolucionismo, aunque sea el mitigado, y
rechazar el poligenismo sin incurrir en una manifiesta incoherencia. La evolución, en efecto, se
produce merced al juego combinado de dos factores: la mutación cromosómica, suceso aleatorio
responsable de la variación genética, y la selección natural, que opera como filtro de la
población mutante, eliminando a los individuos menos aptos o a las variantes no viables, y
permitiendo la supervivencia de los individuos mejor adaptados o de las variantes más ajustadas
al medio. Para que la hominización tuviera éxito era, pues, preciso contar en el punto de partida
con un colectivo mutante suficientemente extenso como para superar la presión selectiva. Una
especie surgida de una sola pareja no tiene posibilidades reales de afianzarse y desplegarse; la
paleontología conoce muchos casos de ramificaciones evolutivas que no han prosperado.
Así las cosas, a nuestro objeto no interesan diversas cuestiones que hoy debaten los
paleontólogos: monofiletismo-polifiletismo; lugar(es) y época(s) en que se registran procesos de
hominización; continuidad o discontinuidad en la línea evolutiva que conduce al actual homo
sapiens sapiens; posibilidad de la hipótesis de una neo-Eva de quien descenderíamos todos los
seres humanos actuales; etc., etc. Nos importa tan sólo determinar si el monogenismo ha de ser
considerado como doctrina vinculante, bien porque sea enseñado por las fuentes de la
revelación, bien porque venga exigido por la doctrina irreformable de la Iglesia.
Adviértase, además, que el concepto teológico de hombre no tiene por qué coincidir
necesariamente con el concepto homónimo manejado por las ciencias de la naturaleza; para la
teología, hay hombre sólo allí donde se da un ser personal, capaz de responsabilidad ética, apto
para el diálogo históríco-salvifico con Dios; puede haber habido, por tanto, individuos que
cumplan los requisitos estipulados desde las ciencias naturales para ser considerados como
humanos y que, sin embargo, no contasen todavía con el grado de desarrollo suficiente para ser
tenidos por tales desde el punto de vista teológico.
Planteado el problema en estos términos, la encuesta se circunscríbe a aquellos contados
textos de la Escritura y el magisterio donde la teología creía encontrar la tesis monogenista.
Como se verá, ninguno de ellos es resolutivo y, por consiguiente, la cuestión debe solventarse,
en principio, con un nihil obstat: el estudio de la doctrina del pecado original la zanjará
definitivamente cuando muestre cómo tal doctrina puede explicarse sin dificultades también
desde el supuesto de un origen poligenético de la humanidad.
Respecto a Gn 1, se ha dicho ya en su momento que el autor está hablando de la creación de
la humanidad; adam es un colectivo, no el nombre propio de una persona singular. El nulo
61
interés que P prestaba a nuestra cuestión se evidencia en Gn 5,1-3, donde el sustantivo adam
funciona indistintamente como colectivo y como singular; en un autor tan preocupado por la
precisión terminológica y la corrección doctrinal, esta oscilación es significativa.
El relato yavista de Gn 2-3 presenta a Adán y Eva como individuos singulares. Lo que está
por ver es que tal presentación infiera necesariamente el monogenismo como doctrina revelada.
Para responder a la pregunta sobre el origen del mal, el autor ha redactado una escena dramática,
en la que necesita personajes concretos; con ellos monta la escena de la caída, como antes montó
la del Dios alfarero o la de la mujer saliendo del costado de Adán. Si se arguye desde la
literalidad del texto, había que considerar revelado no sólo el monogenismo, sino también el
origen del hombre a partir de una figura de barro, la realidad histórica del paraíso, la extracción
de la mujer del cuerpo del varón, etc.
De ninguno de los dos relatos de creación puede, pues, deducirse exegéticamente el carácter
revelado del monogenismo. La irrelevancia de nuestra cuestión para la teología
veterotestamentaria se confirma con el texto, relativamente tardío, de Si 17,1-14. En él se
encuentran fundidos elementos de los relatos sacerdotal y yavista, y el hombre es entendido
como colectivo: el ser humano, la humanidad.
Por lo que toca al Nuevo Testamento, se han esgrimido en favor del monogenismo dos
pasajes: Hch 7,26 y Rm 5,12ss. En cuanto a Hechos, se ha observado ya que la expresión “de
uno solo” es ambigua; ex henós puede entenderse: de un solo padre (u hombre), pero también de
un solo principio, de una sola sangre, “de un pueblo”.
La exégesis de Rm 5,12ss. es objeto de estudio en los tratados sobre el pecado original. Por
el momento es suficiente notar que:
a) Pablo no historiza a Adán; éste le sirve como contrapunto dialéctico a la persona de
Cristo, que es la que realmente interesa al apóstol;
b) la solidaridad de todos con uno formulada en el texto no depende del vínculo genético de
la descendencia física; todos somos solidarios con Cristo y no descendemos de él. Dado que el
paralelo antitético Adán-Cristo es riguroso, el papel asignado a Adán en el texto no exige la
paternidad biológica, como no la exige el asignado a Cristo;
c) en el contexto inmediatamente anterior, Pablo menciona otra paternidad, la de Abraham,
que se extiende incluso a los que no proceden de él por la via de la descendencia biológica
(Abraham es “padre de todos los creyentes, incluidos “los incircuncisos”: 4,11). Con estos
antecedentes, deducir de Rm 5,12 una prueba estricta del monogenismo es, por lo menos,
sumamente aventurado.
Si de la Biblia pasamos al Magisterio, el primer documento a considerar es un inciso del
canon tercero de Trento, en su sesión sobre el pecado original, del que afirma que “es uno en su
origen y, transmitido por propagación (= por generación), es inherente a todos y a cada uno
como propio. (DS 1513 = D 790). El canon enseña la universalidad del pecado y de la redención
en Cristo. A tal fin, precisa que el pecado original se transmite por generación, es decir, que allí
donde surge una existencia personal humana, allí se da una transmisión del pecado. El modo
común de transmisión de la naturaleza humana -el único entonces conocido- es la generación;
luego ésta será también vehículo transmisor del pecado. Adviértase que el Concilio no dice que
la generación sea el único medio de propagación del pecado, ni que éste se transmita por
generación a todos. Ver, pues, en esta frase una sanción autorizada del monogenismo es ir más
allá de su contenido objetivo.
Nótese, en fin, con Rahner, que “no todo aquello que sabemos que los definidores pensaban,
está por lo mismo definido”; al tratar el tema del pecado original, los padres conciliares (como,
por lo demás, toda la cultura, eclesiástica o secular, del tiempo) pensaban indudablemente en
monogenista, sin que ello signifique que definieran el monogenismo.
Casos análogos son muy frecuentes en el magisterio eclesial; los padres del concilio IV de
Letrán eran seguramente geocentristas cuando definieron el dogma de la creación (DS 800 = D
428), pero a nadie se le ocurriría sostener que definieron el geocentrismo; los padres de Vienne
62
utilizaron el esquema hilemórfico al definir la unidad sustancial de espíritu y materia en el
hombre (DS 900902 = D 480), pero está fuera de duda que no definieron el hilemorfismo;
Benedicto XII asumió la representación del alma separada y el estado intermedio al definir la
inmediatez de la retribución esencial (DS 1000-1002 = D 530-531), Y es altamente improbable
que esta representación haya sido también objeto de su definición.
Nos hemos referido anteriormente a la Humani Generis. La formulación sobre el
poligenismo que aparece en el texto definitivo (“en modo alguno se ve cómo puede
conciliarse...”) corregiría, según parece, una redacción más categórica (el poligenismo “en modo
alguno se puede conciliar.). En cualquier caso, tal y como está redactada la frase en cuestión, en
ella se contiene un juicio subjetivo y condicionado, no objetivo y absoluto. Si “se viera cómo”
compatibilizar la teología del pecado original con el poligenismo, la prohibición contenida en el
texto habría dejado de estar en vigor.
Esto es justamente lo que sucedió en los años siguientes a la publicación de la encíclica. Las
elaboraciones teológicas del pecado original fueron efectuando el trasplante de la doctrina desde
la premisa monogenista a la poligenista, sin que se manifestaran síntomas de rechazo en la
doctrina misma. En julio de 1966, y organizado por la Universidad Gregoriana, se celebró en
Roma un simposio sobre el pecado original, que se abrió con una alocución de Pablo VI en la
que el pontífice animaba a los teólogos a “ilustrar las verdades de la fe divina con conceptos y
en términos más comprensibles a los espíritus formados en la cultura filosófica y científica
actual”, Del poligenismo no se afirmaba, como lo había hecho la Humani Generis, que no se
podía sostener, sino que era “un supuesto no demostrado” (lo mismo que la Humani Generis
había dicho del evolucionismo: DS 3896 = D 2327 ad finem).
El simposio había sido precedido por un artículo de Flick en La Civiltà Cattolica, en el que
se mostraba la compatibilidad del poligenismo y la doctrina del pecado original. Dado el
carácter oficioso que entonces se reconocía a la revista en cuestión, a nadie se le ocultó que el
trabajo de Flick suponía, de hecho, la aceptación de la premisa poligenista en la esfera de la
teología católica, máxime cuando la posición del profesor de la Gregoriana era compartida por
un número creciente de teólogos.
La admisión del poligenismo por parte de los teólogos no significa su canonización, que en
ningún caso compete a la teología, sino la constatación de la nula relevancia que la alternativa
monogenismo-poligenismo reviste para los creyentes. De suerte que si, por ejemplo, la hipótesis
de la “nueva Eva” alcanzara algún día verosimilitud científica, el discurso teológico podría
manifestarse discretamente interesado en el asunto por razones de cultura general, pero no
tendría por qué proceder a nuevos y engorrosos reajustes de sus propias posiciones.

63
2ª PARTE

TRATADO DE GRACIA
A) TEOLOGÍA DE LA GRACIA
1. Terminología. Connotaciones de la palabra “Gracia”
2. El concepto teológico de gracia
3. La gracia santificante
a) Gracia santificante y gracias actuales
b) La gracia como autodonación de Dios mismo
c) Presencia de Dios en el interior del creyente = gracia increada
d) La divinización del hombre por la gracia
e) La inhabitación del Espíritu Santo
f) ¿Cómo está presente el Espíritu Santo en el hombre en gracia?
4. La gracia creada
5. La gracia como filiación
a) La gracia como gracia de Cristo
b) La filiación de Jesús y la nuestra
c) La acción del Espíritu en nuestra filiación
6. La gracia como fraternidad
7. Las gracias actuales
8. La experiencia de la gracia

B) LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE
1. La situación del hombre en Adán
a) Pecaminosidad universal
b) Dos posiciones encontradas
2. La iniciativa divina
a) El initium fidei
b) El semipelagianismo
c) La condena del semipelagianismo
d) La validez del semipelagianismo
3. La fe y las obras en el hecho de la justificación
a) La justicia de Dios en la Biblia
b) El trasfondo paulino
c) La justificación en la carta a los Gálatas
d) La justificación en la carta a los Romanos
e) La justificación por la fe
f) El debate católico-luterano sobre la fe y las obras
g) El papel de las obras en la vida del justo
h) ¿Méritos de Cristo o méritos propios?
4. El debate sobre la justificación forense
a) ¿Justificación meramente forense?
b) Simul iustus et peccator
c) Diálogo ecuménico
64
5. Vivir en pecado o vivir en gracia
a) El rigorismo de los primeros tiempos
b) La nueva comprensión de ruptura y reconciliación
c) La pérdida de la gracia
d) La opción fundamental
e) El crecimiento en gracia
f) La presencia del pecado en el cristiano en gracia

C) GRACIA Y LIBERTAD
1. La controversia entre Pelagio y San Agustín
a) El pensamiento de Pelagio y los pelagianos
b) El pensamiento de San Agustín
2. La controversia de auxiliis
a) El acicate del determinismo protestante
b) La posición de Agustín
c) El estado de la cuestión en debate De auxiliis
d) Valoración de ambas propuestas
e) Un camino de solución de la aporía
e) La gracia como liberación de la libertad

D) LA UNIVERSALIDAD DE LA GRACIA
1. La gracia fuera de la Iglesia
a) El dicho: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”
b) El pensamiento de Jansenio
c) La limitación de la gracia en Jansenio
2. ¿Se salvan de hecho todos?

65
A) TEOLOGÍA DE LA GRACIA

1. Terminología: Connotaciones de la raíz “gracia” en español.95


Parece un dato bastante establecido que, si bien muchas otras religiones han hablado
del pecado, sólo el cristianismo habla de Gracia. Y quienes recuerden el antiguo y
estereotipado lenguaje (hoy ya fósil) de “gracia sanante y gracia elevante” no tendrán mucha
dificultad en asociarlo con la doble tarea de reconstrucción y potenciación de lo humano
en el hombre.
Gratuidad, gratitud, gratificación, gracejo Para sorpresa nuestra, quizá no carezca de
sentido la pregunta de por qué se llamó precisamente gracia a esa renovación de lo humano.
Seguramente podría responderse esta pregunta mediante eruditas trayectorias semánticas
que irían desde el ֵ‫ חחן‬jen hebreo hasta la griega17. Pero, aun sin esos estudios
lingüísticos, en castellano la palabra “gracia” tiene que ver con cuatro campos de
significado, agrupados en dos parejas que los antiguos denominaban gracia “gratis data”
(dada gratis) y gracia “gratum faciens” (que hace agradable).
* Por un lado, “gracia” tiene que ver con lo gratuito y con la gratitud.
* Pero además, tiene que ver con lo grato y con lo gracioso.

a) Gratuito es aquello que es indebido, que tiene carácter de don, que no brota de
ningún derecho propio y que, por eso mismo, sólo puede ser recibido con una actitud de
agradecimiento. Por necesario que algo sea, lo que es indebido se recibe como “una
gracia”; y por eso sólo se puede recibir “dando las gracias”, expresión que en su origen tenía
el sentido de devolver las gracias, lo que la hace más plenamente comprensible.
“Gracia que espera alcanzar de usted, cuya vida guarde Dios muchos años”. Así
suplicaba el pobre desgraciado, que no tenía un sol con que mover al ministro o al
subsecretario en cuestión. “Reciba usted mis más sinceras gracias”, concluía después, quizá
con toda la sinceridad del mundo, pero expresando su impotencia para devolver algo
equivalente a lo que había recibido.
La Gracia nos dice que la renovación del hombre es algo siempre recibido y que lleva a
vivir la vida como cantando una música especial que es una melodía de acción de gracias.
Estas dos características –gratuito y agradecido- condicionan los otros dos contenidos de la
palabra gracia.

b) “Gracia” significa también “belleza”. Todavía nos referimos a “una agraciada


señorita”... Y aún podemos añadir que la belleza emparenta con la gracia a través de un
estilo especial que es lo grácil: tipo de belleza discreta, en la que seduce más la agilidad que
la masa o la fuerza y que es, por eso mismo, delicada y tenue, hasta parecer —al menos—
frágil. Otra expresión en castellano con este sentido es la de “caerle a alguien en gracia.”

c) Este tercer campo de lenguaje, que tiene que ver con lo grato, puede ser considerado
en un doble sentido: activo o pasivo. En un sentido, hablamos de que algo nos es
“gratificante”: el Espíritu en nosotros hace que el bien nos sea agradable (delectatio), y que
ahí comienza a gestarse ese cambio del corazón humano esclavo del mal. Además, y en otro
sentido, sucede siempre que la persona a la que el bien atrae y seduce resulta ser una
persona “grata” a los demás. Agustín lo expresó con otra de sus fórmulas magistrales: “el
amor es la belleza del alma”19.

95
Este apartado está tomado del libro de González Faus Proyecto de hermano, pp. 432-435. Como todos los textos
que tomamos en estos apuntes no hacemos una copia literal, sino que omitimos algunos párrafos, o añadimos
algunas explicaciones.
66
d) Finalmente, “gracia” significa también “humor”. Lo mejor que puede decirse de un
buen chiste es que tiene mucha gracia. Y a veces la tiene no sólo por la agudeza y la
incisividad de su contenido, sino porque el que lo cuenta o lo crea es una persona
verdaderamente “graciosa”20.
En resumen, y recordando ahora otra vez el hebreo Hen ֵ‫חחן‬, la Gracia en castellano nos
dice que el hombre tiene realmente una amabilidad, que esa amabilidad le es regalada y no
le permite más que agradecer, pero que puede convertirle la vida en sonrisa. Aquí están los
cuatro significados que acabamos de describir. Podemos también comparar con los
antónimos de gracia en español: desgracia y desgraciado.
Quizás hay que matizar que lo que hace el significado religioso del término “Gracia”
es invertir la lógica de sus significados profanos: ahora no es la amabilidad de una cosa la
que atrae el favor o el don, sino que es el favor de Dios lo que vuelve amable al hombre. Y
otra vez es el campo de las relaciones humanas el que puede ofrecer alguna analogía válida
para entender esto, como lo muestra aquel verso sencillo de Gabriela Mistral: “Me siento
hermosa cuando tú me miras.”
Lo expresó de un modo insuperable San Juan de la Cruz:
Cuando tú me mirabas
su gracia en mí tus ojos imprimían,
por eso me adamabas
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

d) Concluyamos este breve análisis semántico indicando que la renovación del hombre
es un don que lleva a vivir la vida como un himno de acción de gracias, pero que además
comunica a la vida toda la belleza y toda la alegría que puede caberle en este mundo roto. O
al menos una belleza y una alegría que son de más calidad y más consistencia que las que el
hombre suele buscar al interior de su “hombre viejo”.
El 'ser hombre', según Dios, tiene que ver con agradecer, con atraer (pero atraer porque
uno ama y no porque el otro me sirve para intereses de otro tipo) y con saber sonreír. Y las
tres cosas —el agradecer, el atraer y el sonreír—, debidas al hecho de saberse amado por
Dios. Quizás ahora se entienda por qué el lenguaje cristiano nunca habla de “tener” gracia,
sino de estar en Gracia (algo así como el castellano habla también de “estar en forma”):
porque, como ya hemos dicho (y es una conclusión que debemos repetir machaconamente):
“la Gracia no debería concebirse como alguna cosa, sino como una manera según la cual
alguna cosa es.”
La Gracia no es algo fabricado separadamente y luego entregado al hombre, sino que la
Gracia es lo que deja al hombre cambiado novedosamente1. He aquí cómo el nombre de
Gracia nos lleva a hablar del hombre.

2- El concepto teológico de “Gracia”


En teología la palabra gracia se usa para describir la relación de amor mutuo que
existe entre Dios y el hombre. En primer lugar hablamos de la gracia de Dios, como una
actitud positiva de Dios hacia nosotros, el amor de Dios por nosotros (), su
benevolencia (). En hebreo se usan las expresiones: ֶ‫ שָּרחַחמֲמיִם חחןֵ סֶחסֶסד‬jésed, jen y
rajamim y las tres designan el amor de Dios hacia nosotros, su buena disposición hacia
nosotros.
67
En hebreo hay una expresión idiomática: ‫“ טָמטָצאָ חחןֵ בבחעַׁיִשָּנמֲיִם‬encontrar gracia a los ojos
de alguien”. En hebreo moderno se puede usar en un sentido puramente laico que habría que
traducir al español con las palabras “gustar”. La pregunta: ¿ese vestido encuentra gracia a
tus ojos? habría que traducirla como “¿Te gusta ese vestido?
Aplicado a Dios decir que “encontramos gracia a los ojos de Dios” equivale a decir que
“le gustamos a Dios”. Equivale a decir que Dios no está enojado con nosotros, que no nos
mira con desagrado, que somos objeto de su complacencia, y nos mira con buenos ojos. En
el anuncio de los ángeles en Belén se desea la paz a los “hombres de la eudokía”, los
hombres de la buena voluntad de Dios, los hombres hacia quienes Dios está bien dispuesto.
Sería un sinónimo del “amor que Dios siente hacia nosotros”.
Aplicándolo a nosotros se dice que estamos en gracia cuando le agradamos a Dios,
cuando reflejamos su imagen, cuando nos parecemos a él, cuando le amamos y somos
dóciles a su voluntad, cuando creemos en su amor hacia nosotros y nos confiamos a él
enteramente. Hablamos entonces no ya de la buena disposición de Dios hacia nosotros, sino
de nuestra buena disposición hacia Dios, nuestra correcta disposición hacia Dios.
Se trata pues de una relación mutua, pero ¿qué es primero? ¿Nos ama Dios porque le
amamos? o ¿le amamos porque él nos ama primero? Claramente en la Biblia la prioridad la
tiene el amor de Dios. Nos ha amado cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,8), cuando no
le amábamos todavía, cuando estábamos en rebeldía contra él, cuando éramos unos
desgraciados que caminábamos hacia nuestra propia destrucción. “En esto consiste el amor,
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió su Hijo…” ( 1 Jn
4,10). “Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19).
Fue cuando el mundo y cada uno de nosotros estábamos perdidos, cuando Dios al
mundo amó tanto al mundo que envió a su Hijo único para rescatarnos de esa situación de
des-gracia (cf. Jn 3,16), y a sabiendas de lo que íbamos a hacer con él. En el Cántico
espiritual de Juan de la Cruz: Dios mira algo que tiene color moreno, y sin embargo lo mira
con amor, y al mirarlo con amor, lo embellece. “Gracia y hermosura en mí dejaste”, y puede
ya seguir mirándolo con más agrado, una vez que lo ha hermoseado con su amor.
Esta buena disposición de Dios hacia los hombres, incluso cuando se están revolcando
en sus pecados, es permanente. No nos ama porque seamos buenos o malos, nos ama porque
es bueno él. Y en virtud de ese amor hace salir su sol sobre buenos y malos
indiferentemente, envía su lluvia a buenos y malos (Mt 5,45), sin discriminar a unos de
otros. La buena disposición de Dios hacia todos es su deseo de cambiarnos, de perdonarnos,
de sanarnos, de liberarnos. Dios está bien dispuesto hacia nosotros incluso cuando nosotros
estamos mal dispuestos hacia él.
La actitud de Dios hacia nosotros es siempre buena, pero no lo es siempre nuestra
actitud hacia él, cuando reina en nosotros el pecado y el rechazo de Dios. Dios odia ese
pecado pero ama al pecador. Y precisamente odia al pecado porque ama al pecador, como un
buen padre odia la droga que está matando a su hijo, precisamente porque ama a su hijo. Es
el amor al hijo el que le lleva a odiar al pecado que lo está destruyendo.
“Para amar al hombre, Dios no espera a que el hombre se haga amable; antes de
cualquier gesto suyo, Dios lo ama ya (1 Jn 4,10); lo que en el hombre hay de más humano,
su correspondencia al amor de Dios, es don divino.96”
Cuando alguien que vivía de espaldas a Dios se convierte y vuelve a Dios, no se
produce un cambio en Dios sino en el hombre a quien Dios ya amaba cuando era pecador.
El Padre del hijo pródigo siguió amando a su hijo incluso cuando el hijo se alejó y vivió
alejado de él. Cuando el hijo vivía lejos del Padre vivía en desgracia, en harapos y
hambriento, pero cuando regresa a casa empieza a vivir en gracia porque deja que el amor
de su Padre lo vista y lo alimente.

96
J. L. Ruiz de la Peña. El don de Dios, p. 353.
68
Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, no se puede contraponer la gracia al pecado como
si el efecto de la gracia fuera primera y principalmente redimir el pecado en nosotros. Ya
dijimos al hablar del pecado original que el NT sugiere que el mundo fue ya creado en
Cristo. De hecho no conocemos otra gracia que no sea la autocomunicación de Dios en su
hijo Jesucristo. Si el primer Adán era figura del que había de venir, ya en el primer instante
fue constituido en gracia con vistas a Jesús que era esta gracia en persona. No podemos
reducir la función de Cristo a la de un restaurador de una humanidad dañada por el pecado.

3.- La gracia santificante

a) Gracia santificante y gracias actuales


La teología suele distinguir dos acepciones de la palabra gracia. La primera es la gracia
santificante o gracia habitual que se da en quien se ha arrepentido de sus pecados, y se deja
amar por Dios. Es un estado habitual en el que vivimos respondiendo con nuestro amor al
amor de Dios.
Distintas de la gracia santificante son las “gracias actuales” que son favores concretos,
“auxilios divinos gratuitos”, impulsos y mociones en los que actúa el amor de Dios hacia
nosotros dándonos fuerza, salud, generosidad, inspiración, sabiduría, ayudándonos a
perdonar, a vencer las tentaciones, a amar al prójimo. La primera de esas gracias actuales es
la que nos mueve a arrepentirnos de nuestros pecados, a acoger el amor con el que Dios nos
ama, y a responder con amor. Es esa gracia actual la que nos lleva a salir del pecado y a
iniciar una vida en gracia santificante.

b) La gracia como la autodonación de Dios mismo


Cuando el amor de Dios es acogido por el hombre, cuando éste se arrepiente de sus
pecados y se deja amar por Dios, se produce en el hombre un cambio radical en su
naturaleza, se descarga del peso de sus pecados pasados, y surge en él una nueva vida
porque se le comunica la misma vida divina de Dios.
¿Qué cambia en el hombre cuando se abre a la gracia de Dios? La teología nos habla
ante todo de la gracia increada que es la inhabitación en él hombre del Espíritu de Dios, que
le hace capaz de amar a Dios con el mismo amor con el que le ama su Hijo Jesús. Y además
el Espíritu en nosotros no ama simplemente a Dios, sino a los hombres. “Es decir: que Dios
quiere posesionarse del hombre, no meramente para que el hombre le ame a él, sino para
amar a los demás hombres a través del hombre o, como decía el papa San León.97”
“El don de Dios no es simplemente una cosa, sino él mismo, y él mismo, por así decir,
en su Principio “relacionador”. El Espíritu es el amor con que ama el Dios que ha sido
definido como Amor (1 Jn 4,8); el Espíritu es el que hace llamar “Padre” al Origen Último
sin origen; el Espíritu es el que reconoce al hombre Jesús como Dios (cf. 1 Cor 12,3); el
Espíritu es el principio de interiorización de lo divino en nosotros y, por eso, es el principio
de una relación del hombre con Dios y con los demás digna de Dios. Los cristianos saben
(¡y esto es lo que saben por encima de todo!) que el Dios Santísimo y Trascendente en el
que creen puede ser llamado con el nombre cercano y familiar de Padre, precisamente
porque es capaz de hacerse presente no sólo fuera de nosotros, en una expresión o una
imagen comprensible por nosotros (el ser humano de Jesús, exteriorización y humanización
de Dios), sino también dentro de nosotros, moviéndonos desde nuestro interior (por medio
del Espíritu Santo) y no desde fuera, como nos mueve el resto de los estímulos exteriores.
Agustín explicará lúcidamente en otro momento que El Espíritu “es Dios de tal manera que
se le puede llamar también don de Dios”10 (como Jesús era Dios de tal manera que se le
podía llamar palabra de Dios).98”
97
Glz Faus, Proyecto de hermano, p. 429.
98
Ibid.
69
c) Presencia de Dios en el interior del creyente: = gracia increada
En el hombre en gracia vive la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu santo. “Si alguno me
ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él, y haremos en él nuestra
morada” (Jn 14,23-24).
Ya en el Antiguo Testamento se nos habla de la presencia de Dios en medio de su
pueblo, significada en su presencia en el sancta sanctorum del templo de Jerusalén.
“Habitaré entre los hijos de Israel y seré su Dios, sabrán que yo soy YHWH, su Dios, que
los saqué de la tierra de Egipto para morar entre ellos” (Ex 29,45-46).
Esta presencia está relacionada con el Espíritu de Dios: “Les daré un corazón nuevo y
pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les
daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según
mis mandamientos, que observen mis leyes y que las pongan en práctica” (Ex 36,26-28).
En el Nuevo Testamento la presencia divina es también presencia en nosotros del Hijo:
San Pablo nos atestigua: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Lo que ahora
vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” ( Ga
2,20).
También en el Nuevo Testamento esta presencia de la Santísima Trinidad en el hombre
renovado por la gracia se atribuye de una manera especial a la persona del Espíritu Santo:
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado” (Rm 5,5).
La Gracia no puede ser asimilada a una “cosa” u objeto, sino a una presencia personal.
Y para expresar eso, más que las categorías físicas de “accidente y substancia”, nos sirven
como analogía las categorías interhumanas de relación. La Gracia ha de ser asimilada, ante
todo, a una relación personal: de nosotros con Dios, pero producida en nosotros por el
mismo Dios (algo así como el amor puede producir —al darse— la relación amorosa de
respuesta). Por haber descuidado esto, la teología escolástica dio primacía a una concepción
de la Gracia como “cosa” (como fuerza, energía, empujón, medicina... como accidente de
una substancia —cuando se quiso formular con terminología artistotélica—). Y toda esta
forma de concebir, tan cosista, dio lugar a infinitos problemas sobre la predestinación o
sobre la relación entre Gracia y libertad humana... que, en buena parte al menos, son
problemas falsos o mal planteados.
Si establecemos que la mejor manera de hablar de la gracia es compararla con una
relación amorosa, Gelabert saca consecuencias muy interesantes de este hecho: “La relación
no anula, sino que potencia a cada uno de los amantes, pero esta potenciación sólo es
posible en la medida que la relación permanece. La relación no es algo dado de una vez por
todas. Se mantiene en la mutua donación de dos amores. El amor no sólo consiste en dar,
sino en permitir a los otros amarnos y darnos algo de ellos mismos. El Dios amante nos hace
capaces de amar, de responderle con amor.
Para entender la acogida personal de Dios hay que preguntarse: ¿cómo se acoge a una
persona, cómo se la recibe? ¿Cómo Dios puede hacerse presente en lo más profundo de mí?
Una buena explicación pudiera ser: la persona se recibe por medio de la palabra. Cuando el
amado me dice una palabra de amor se me está dando y yo le estoy acogiendo. Con la
palabra no sólo comunico información. Me comunico a mí mismo, me expreso en ella.
Dirigir a otro la palabra no es sólo cubrir la distancia que del otro me separa, sino dar a
conocer mi interioridad y poner algo de mi alma en la del otro. La palabra es el medio por el
que dos interioridades se manifiestan una a la otra para vivir en reciprocidad. La palabra es
signo de amistad. Hablar es una forma de donación de la persona a otra persona.99”
De ahí concluye Gelabert que si Dios en Cristo nos ha comunicado su palabra, “al
acoger las palabras de Jesús, le acogemos a él (cf. Jn 15,7.10), y al recibirle a él, recibimos
99
M. GELABERT, La gracia-gratis-et-amore, San Esteban, Salamanca 2002, p. 97.
70
al Padre (Jn 13,20). Al acoger sus palabras, Jesús mismo se nos hace presente por medio de
su Espíritu: "Cristo vive en mi" (Ga 2,20). Se produce entonces en el hombre una
transformación. Se hace capaz de amar, de responder con amor al amor. Esta transformación
podemos calificarla como opción fundamental, como una orientación radical de toda nuestra
vida. No se produce solo un cambio en nuestro actuar. La opción fundamental produce un
cambio en nuestro modo de ser. Todo esto es lo que se quiere designar con el concepto de
gracia creada.”

d) La divinización del hombre por la gracia


El resultado de la justificación del pecador es ante todo la infusión de una nueva vida, la
vida divina. “En la teología oriental de la gracia la categoría relevante es la de divinización:
el hombre llega a ser por gracia lo que las personas de la Trinidad son por naturaleza.100”
Ireneo de Lyon fue el primer gran expositor de esta concepción. “El Hijo de Dios se ha
encarnado para que el hombre fuese divinizado; de una u otra forma, tal pensamiento
aparece repetidamente en su obra: ‘El Verbo de Dios... a causa de su inmenso amor, se hizo
lo que nosotros somos para conseguirnos que fuéramos lo que él es.101”
Esto supone la divinización del hombre, como dirá San Pedro. “Por la gloria y virtud de
Cristo nos han sido concedidas preciosas y sublimes promesas, para que por ellas se
hicieran ustedes partícipes de la naturaleza divina (), huyendo de la
corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia” (2 Pe 1,4).
Esta participación o comunión () en lo divino es don gratuito; deriva del poder
de Dios ( v.3) que nos lo ha concedido (el verbo  se repite dos veces:
vv.3.4) a través de Cristo; no es, pues, un hecho de naturaleza. Y es un hecho actual, no
meramente escatológico; así lo indica el perfecto medio ( del v .4, que denota una
acción ya realizada y que continúa ejerciendo su efecto102.
¿En qué consiste este “ser hechos partícipes de la naturaleza divina”? En realidad la
idea de una participación en lo divino está ya contenida virtualmente en la teología paulina y
joánica de la gracia, y en ambos casos con una fuerte impronta cristológica. El mismo
término koinonía, clave en 2 P 1,4, es usado por Pablo para significar la comunión vital del
creyente con Cristo: 1 Co 1,9; 10, 16; cf. 2 Co 13,13. En el corpus joánico se emplea
igualmente en ese mismo sentido: el creyente entra en comunión con el Padre y con el Hijo
(1 Jn 1,3.6), esto es, con la vida que el Padre ha dado al Hijo y el Hijo a los creyentes (Jn
5,21.26).
Para los Padres griegos, la divinización del hombre es su plena humanización; “la
última perfección de la naturaleza (es) su conformación con Dios. No hay contraposición en
la relación hombre-Dios. Según los testigos de la Iglesia oriental, los dos polos de esta
relación no son competitivos, sino convergentes.” La teología postmoderna prefiere hablar
más de la humanización del hombre que de su divinización, pero no deberíamos tener miedo
a usar el nombre de divinización. Cuanto más humano es el hombre se hace más divino, y
cuanto más divino, más humano.
Algunos pueden concebir esta divinización de un modo panteísta, como si la persona
humana se sumergiera en la Divinidad, perdiendo su propia personalidad. Quizás algunos
místicos expresen algo parecido en un lenguaje poético. En ese caso la divinización no
implicaría una humanización, sino más bien la aniquilación de lo humano. “El logro del
propio yo estribaría absurdamente en la renuncia a su identidad, más aún, en su pura y
simple desaparición. El modelo cristiano de divinización humana no cree que ésta conlleve
el detrimento, sino la plenificación del propio ser. Deificar al hombre es humanizarlo,
100
RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, p. 268.
101
S. IRENEO, Adversus haereses 3,18.19; 4,34,4. El término mismo de divinización no figura en la obra de San
Ireneo; el primero en utilizarlo parece haber sido San Clemente de Alejandría
102
RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, p. 372.
71
cumplir totalmente su identidad; la salvación no puede renegar de la creación. 103” La fe
cristiana entiende que el único cumplimiento del hombre en cuanto humano es su
participación por gracia en el ser que Dios es; una asimilación por comunión vital en el seno
de una relación interpersonal.
Pero no hay que olvidar que divinizarse no es endiosarse. La tentación de la serpiente le
empuja al hombre a “ser como Dios” comiendo el fruto de la manzana y arrebatando por la
fuerza aquello que Dios le quería dar por gracia. Así solo consigue romper su dependencia
de Dios, para vivir autónomamente. Es como cortar el tubo de oxígeno por el que se nos
transmitía la vida. Podar la rama en la que estábamos sentados.
No olvidemos que más que compartir una “naturaleza divina”, entramos en comunión
con una Trinidad de personas con quienes tenemos relaciones distintas, al hacernos hijos del
Padre, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu. “El Dios cristiano no es una esencia
impersonal, sino que tiene nombres y apellidos (la realidad de Dios subsiste en las personas
del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo).104”

e) La inhabitación del Espíritu Santo


La koinonía es fruto de la recepción del don del Espíritu que viene a habitar dentro del
hombre, y se hace así interior al hombre. En adelante los impulsos del Espíritu, las
aspiraciones del Espíritu, no van a mover al hombre desde fuera, sino desde dentro de él
mismo.
El don del Espíritu es “arras”, primicias” o “prenda” de la plenitud futura (2 Co 1,22;
5,5; Rm 8,23; Ef 1,14). Por su muerte y resurrección Cristo ha sido “constituido Hijo de
Dios con poder según el Espíritu de santidad” (Rm 1,4); más aún, Cristo resucitado es, él
mismo, “espíritu vivificante” (1 Co 15,45), es decir, se convierte en dador del Espíritu a los
que creen en él: Lc 24,49; Hch 1,5.8; Jn 14,16.25.26; 16,7. Antes de la resurrección “aún no
había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,39).
El Espíritu Santo es, pues, “el Espíritu de Cristo” (Rm 8,9; Flp 1, 19) o “el Espíritu del
Señor (Jesús)” (2 Co 3,17). Es él quien nos hace “nacer de nuevo” (Jn 3,4-8) y nos habilita
en consecuencia para dirigirnos a Dios corno abbá (Rm 8,15; Ga 4,6); él es también el
dinamizador permanente de la nueva vida en nosotros, realizando nuestra transformación
progresiva. Por eso la inhabitación trinitaria ha sido comúnmente “apropiada” a la tercera
persona de la Trinidad: los cristianos somos “templos del Espíritu”, que “habita en nosotros”
(Rm 8,9. 11; 1 Co 3,16-17; 6,19). El dinamismo del Espíritu se plasma en sus frutos (Ga
5,22-25) que se oponen a las obras de la carne. Por otra parte, es al Espíritu que “sopla
donde quiere” (Jn 3,8) a quien hay que atribuir la difusión anónima de la gracia sin que
podamos nosotros rastrear sus caminos.

f) ¿Cómo está presente el Espíritu en el hombre en gracia?


La gracia es pues la autodonación de Dios como hemos visto. “El Padre se da
entregándonos al Hijo, cuya vida se nos comunica, mediante la efusión del Espíritu, para
hacemos partícipes de la comunión vital intradivina. Vivimos en y de la vida entregada del
Hijo. Pero esto significa que, como él, comulgamos de la misma existencia trinitaria; a ella
nos habilita el Espíritu, por quien podemos dirigimos a Dios como lo hacía su Hijo, esto es,
llamándole abbá (Rm 8,15). El misterio de la gracia increada, o de la autocomunicación de
Dios al hombre, es el misterio de las tres personas divinas entregándose -cada cual según su
“propiedad”105.
¿Significa eso que Dios viene al interior del hombre justificado para permanecer en él?
Los escolásticos no se han conformado con estas declaraciones bíblicas, y han querido
103
Ibid., p. 377.
104
Ibid., p. 378.
105
Ibid., pp. 343-345.
72
concretar más el modo de esta presencia desde el punto de vista de la filosofía aristotélica de
las causas, distinguiendo entre causa eficiente y causa formal. Elaboraron tres respuestas-
tipo a este interrogante. De menos a más, la inhabitación trinitaria se plasma concretamente
en una triple forma de presencia: operativa, intencional, cuasi-formal106.

*Presencia operativa:
Se da por causalidad eficiente: el Espíritu en el hombre es causa permanente de una
vida nueva y en cuanto tal causa tiene que estar permanentemente presente en el hombre. La
presencia divina es, siempre y necesariamente, una realidad dinámica. Pues bien, en el justo
Dios actúa de forma específicamente diversa a como actúa con cualquier otra criatura y por
eso su presencia en él es de un modo único y peculiar, distinto del modo que tiene de estar
presente en la creación y en todas las cosas.

* Presencia intencional:
Dios está en el justo como lo conocido en el cognoscente y lo amado en el amante. Es
ésta, a diferencia de la anterior, una forma personal de presencia, puesto que son
precisamente el conocimiento y el amor los actos por los que dos seres personales se
entregan recíprocamente. Nada tiene de extraño que esta concepción de la inhabitación sea
la preferida en la teología de los místicos. En ella se recoge además una de las ideas más
insistentemente reiteradas en 1 Jn: el que ama (a Dios), es porque Dios permanece en él.

* Presencia cuasi-formal: Recordemos cómo en la antropología aristotélica el alma es la


causa formal del hombre, porque es el principio operativo que “informa” la materia. Esto es
precisamente lo que se predica del Verbo de Dios como último principio operativo de todos
los actos del hombre Jesús mediante la unión hipostática. Todas las acciones humanas de
Jesús son últimamente acciones del Verbo de Dios.
No podemos decir lo mismo en la caso de la relación entre el Espíritu de Dios y las
acciones del justo. El cristiano sigue siendo el último sujeto y principio operativo de todas
sus acciones, pero todas ellas son también fruto de una sinergia entre la persona humana y el
Espíritu de Dios que habita en ella. Por eso hablamos de una presencia cuasi-formal del
Espíritu de Dios en el cristiano en gracia. Si el justo conoce y ama a Dios, es porque está
siendo actuado, o cuasi-informado, por Dios mismo. De otro modo, ninguna entidad o
facultad creada sería capaz de tales actos. Así pues, la inhabitación consiste en la actuación
cuasi formal del hombre por el Espíritu de Dios.
El nuevo Testamento nos lo dice de una forma no aristotélica. Dios se nos da dándonos
a su Hijo; la comunicación de Dios al hombre estriba, en su última radicalidad, en que el
hombre viva, pura y simplemente de la propia vida entregada del Hijo. La gracia es la
comunión con la vida de Cristo resucitado. Es “la autodonación del Padre a Cristo y por
Cristo en el Espíritu a los hombres”.
Nos confunde bastante esta diferencia de lenguaje. ¿Aclaran los conceptos aristotélicos
el lenguaje usado por la Escritura? La filosofía como sierva de la teología ¿nos ayuda a
comprender mejor la palabra inspirada?

106
Ibid.
73
4.- La gracia creada
Decimos que el Espíritu Santo es principio de acción de la vida del cristiano renacido,
principio de acción de las obras buenas que realiza. Pero para ello es necesario que en el
cristiano mismo se produzca un cambio, una renovación permanente causada por la
presencia del Espíritu en él.
“El hombre no sólo se llama, sino que es verdaderamente justo; y ello “no con la
justicia con que es justo Dios, sino con la que nos hace justos” (DS 1529 = D 799). Este
hacernos justos es descrito con términos como inhaerere, inserire, infundere (DS 1530 = D
800; DS 1561 = D 821), con los que el concilio quiere expresar tanto la comunicación real
de parte de Dios como la subsiguiente transformación real de parte del hombre.107”
La escolástica imaginó esta novedad del hombre como una “cosa” añadida a su
naturaleza humana, como una especie de segundo piso añadido al hombre. Todo ese
discurso de la gracia como una “cosa” nueva que hay en el hombre es lo que hoy día
rechaza la mayoría de los teólogos. Hay otros conceptos más propios para designar esa
novedad de vida. Acudimos hoy al concepto no de sustancia, sino de relación.
El cristiano en quien habita el Espíritu Santo se hace hijo de Dios Padre y hermano de
Jesús. Cuando uno establece una nueva relación que antes no tenía, esa relación supone un
cambio real en su persona. Cuando un hombre se enamora, esa nueva relación de amor con
su pareja supone un cambio realísimo en él. Ya no es el mismo. Cuando una madre engendra
un hijo y se convierte en madre, algo muy profundo ha cambiado en su personalidad. Las
relaciones no son meros vestidos exteriores que uno se pone y se quita, permaneciendo
inmutable. Son cambios reales en su persona.
Enseguida definiremos la vida nueva del cristiano como el establecimiento de una
nueva relación filial con Dios. A partir del momento de la justificación el cristiano se hace
hijo de Dios, es engendrado de nuevo de una semilla incorruptible (1 Pe 1,23), se ha
convertido en “imagen y semejanza de su Hijo, a fin de que éste sea el primogénito en
medio de numerosos hermanos” (Rm 8,29). ¿Podemos pensar en un cambio mayor que
éste? Esta nueva relación con Dios como Padre, y con Jesús como hermano es una nueva
relación inherente al hombre nuevo. Es a esta novedad a lo llamamos gracia creada.
De este modo las obras que el Espíritu opera en el hombre nuevo son también obras del
hombre, pues se da una sinergia entre el Espíritu y el hombre renovado por la gracia. Por
otra parte, cuando Dios Padre mira al cristiano en gracia se fija en el parecido que tiene con
Jesús, en la imagen y semejanza de Jesús que hay en él, y al amarlo está amando a Jesús en
él.
Resumiremos este concepto de gracia creada utilizando un largo párrafo de Ruiz de la
Peña: “No otra cosa es lo que se quiere significar con la categoría gracia creada: ella es el
efecto finito de la presencia infinita de Dios en el justo. Efecto a considerar no ya como
una cosa, sino como el nuevo modo de ser del hombre justificado. La gracia increada es
Dios en cuanto que se da al hombre. La gracia creada es el hombre en cuanto que, habiendo
recibido ese don, es elevado y dinamizado por él. No se trata, pues, ni de un don distinto y
sobreañadido a la autocomunicación de Dios, ni de una realidad distinta y sobreañadida al
ser del hombre, a la manera de un quid entitativo o un accidens yuxtapuesto al alma e
interpuesto entre Dios y el hombre. La gracia creada es sencillamente el hombre nuevo,
remodelado y recreado por la autocomunicación divina, que le hace capaz de actos y
actitudes que antes le eran imposibles. Para que tales actos y actitudes sean realmente
operaciones vitales suyas, y no de Dios obrando en él sin él, algo tiene que haberse
producido en su interior.108”
También nos ayudará para entenderlo mejor este párrafo de Gelabert: “La deificación
de la que hablaban los Padres de la Iglesia no puede entenderse como si Dios ocupase
107
Ibid., p. 349.
108
Ibid.., p. 349.
74
nuestro lugar. Dios nos comunica un dinamismo, una facultad de actuar. Pero somos
nosotros quienes obramos. Se ve claro en el pasaje de Rm 8,14: “Todos los que se dejan
guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”. Si no se hubiera dado un cambio en el
hombre, cuando éste actuase ‘según Dios’, eso sólo podría significar que el hombre es un
juguete en manos de Dios, y que actúa coaccionado y forzado desde el exterior. Pero no es
así, pues el amor acogido produce una conformación ontológica y vital con Dios. Dios no es
una fuerza que nos mueve desde fuera. Dios nos constituye desde dentro, pero al hacerlo no
nos anula; nos da el ser y lo potencia. Se comprende así que la gracia no puede entenderse
como algo ‘nuestro’, en el sentido de que, una vez adquirida, pueda considerarse
independiente de su fuente, el amor de Dios109”

5.- La gracia como filiación

a) La gracia como gracia de Cristo


Si nuestra comunión con la Divinidad es una comunión con las personas de la Trinidad,
el Dios en cuya vida comulgamos sólo puede ser, en primera instancia, el Dios-Hijo,
‘consustancial a nosotros según la humanidad’, como reza el símbolo de fe. En suma, la
divinización del justo consiste en la participación del ser divino del Hijo, en cuya
humanidad gloriosa ‘habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente’ (Col 2,9). En
verdad, y como no se cansa de repetir la literatura patrística, ‘el Hijo se ha humanado para
que el hombre fuera divinizado’. O, expresado en palabras del Vaticano II, ‘el Hijo de Dios
marchó por los caminos de la verdadera encarnación para hacer a los hombres partícipes de
la naturaleza divina’ (Ad Gentes 3,2). Y dado que el Hijo en cuanto persona es pura relación
al Padre y al Espíritu, en y por el Hijo comulgamos en el ser del Padre y del Espíritu, que se
relacionan con nosotros asumiéndonos como hijos en el Hijo (Rm 8,14-17). Así pues, la
categoría divinización, cristianamente entendida, termina desembocando en la categoría
filiación, que constituye su cabal desciframiento.110”
La idea de la paternidad de Dios aparece en otras religiones, y por supuesto aparece en
el pueblo de Israel. En el caso del judaísmo Dios tiene un hijo que es Israel, de forma
colectiva. Pero en el Antiguo Testamento Dios es denominado “padre” en muy contados
pasajes: quince en total, y jamás con la connotación directa de engendrador, sino más bien
como una forma metafórica de subrayar las disposiciones benévolas de Dios respecto a su
pueblo, como “creador” y “protector” suyo.
YHWH se complace en llamar “hijos” a los miembros de su pueblo, en virtud de la
alianza (Ex 4,22-23). También al rey se le considera como Hijo de Dios (2 S 7,14; Sal 2,7;
89,27-28). Quizás la más explícita de las referencias sea la de Isaías 64,7: tú eres nuestro
Padre, somos la greda que tus manos plasmaron, todos nosotros fuimos hechos por tus
manos”.
“Si en el Antiguo Testamento la mención de Dios como Padre se encuentra sólo en muy
pocos lugares, el Nuevo Testamento contiene no menos de 258 casos. El detonante de tan
sorprendente multiplicación es el hecho-Jesucristo, el Hijo por antonomasia, cuya filiación
se basa en la generación y la consiguiente participación de naturaleza. Jesús no sólo llama a
Dios abbá, sino que enseña a los suyos a hacer lo mismo.111”
Es importante subrayar que Jesús usa el nombre de Padre o de Abba no solo al referirse
a Dios en tercera persona, sino también como un vocativo al dirigirse a Dios en la oración
(Mc 14,36; Mt 11,26; Lc 23,34.46). Es un uso completamente novedoso que no aparece
nunca en el Antiguo Testamento.
109
M. GELABERT, op. cit., p. 96.
110
El don de Dios, pp. 378-379.
111
Ibid., p. 380.
75
“La revelación bíblica va a plantear las relaciones paterno-filiales entre Dios y el
hombre de forma original. La paternidad de Dios infiere, en efecto, una filiación muy
singular. En el ámbito profano, la filiación natural es una relación interpersonal de carácter
físico, afectivo y moral, surgida de la generación. La filiación adoptiva es eso mismo, salvo
el rasgo físico derivado del acto generativo; en su lugar, hay un acto jurídico (la elección)
merced al cual se introduce gratuitamente en una familia a un ser no engendrado por los
padres para que disfrute de los mismos derechos y el mismo amor que un hijo natural. Pues
bien, en la Escritura la relación filial del hombre con Dios va a situarse a medio camino
entre la filiación natural (física) y la adoptiva (jurídica); de aquélla retendrá el elemento
ontológico de una participación en la naturaleza; de ésta, el que no surja de un acto
generativo, sino de una elección gratuita.112”

b) La filiación de Jesús y la nuestra


Juan cuidadosamente distingue la filiación de Jesús de la nuestra. Para ello usa dos
términos distintos. Jesús es el Hijo, el , nosotros somos . Cuando envía Jesús a la
Magdalena a sus hermanos para anunciarles su resurrección, no les dice “Subo a nuestro
Padre común”, sino “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. De ese
modo marca claramente una diferencia entre su forma de ser Hijo y la nuestra. En un nivel
ontológico él es “el Hijo” (Mc 13,32), el hijo único, el (Jn 1,18). Jesús nunca ora
en común con sus discípulos. Nunca se junta con ellos para decir: “Padre nuestro”. En
labios de Jesús, Abba es la expresión de una relación única con Dios.
Nosotros, en cambio somos  hijos adoptivos. “A los que de antemano conoció,
también los predestinó a ser imagen y semejanza de su Hijo, a fin de que sea el primogénito
en medio de numerosos hermanos. Así, pues, a los que él eligió los llamó; a los que llamó
los hizo justos y santos; a los que hizo justos y santos les da la gloria (Rm 8,29-30).
Pablo usa una expresión abstracta que expresa muy bien el contenido de nuestra palabra
filiación. Es la palabra , condición filial. Según la carta a los Efesios, “Dios nos
destinó de antemano para la  -condición filial- en Jesucristo y por medio de él” (Ef
1,5).
La encarnación del Hijo es el fundamento de nuestra adopción filial. Porque Dios tiene
un Hijo desde toda la eternidad, es por lo que nosotros hemos podido ser adoptados como
hijos. Por eso, curiosamente los musulmanes que no creen que Dios tenga un Hijo, se ven
impedidos de llamar a Dios Padre y de considerarle Padre. Entre los 99 nombres que los
musulmanes dan a Dios en el rosario que rezan, no está el de Padre ni el de Amor. Ellos no
pueden rezar el Padre nuestro al dirigirse a Dios.
Según el Nuevo Testamento la adopción filial se hace por medio del Espíritu que se nos
da en el momento de nuestra justificación y/o nuestro bautismo. “¡Todos aquellos a los que
guía el Espíritu de Dios son hijos e hijas de Dios! Entonces no vuelvan al miedo; ustedes no
recibieron un espíritu de esclavos, sino el espíritu propio de los hijos, que nos permite gritar:
¡Abbá!, o sea: ¡Padre! El Espíritu certifica a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.
Siendo hijos, somos también herederos; la herencia de Dios será nuestra y la compartiremos
con Cristo” (Rm 8,14-17).
“La paternidad de Dios se pone a prueba y se acredita en su impresionante autenticidad
sobre todo frente al pecado del hombre. Tan de verdad es Dios padre para el hombre que
sólo por su amor paternal se explica su forma de proceder con él. Las tres parábolas del
perdón de Lc 15 son, en realidad, otras tantas parábolas de la predilección divina por los
pecadores. Su común denominador es: Dios ama más a los menos dignos de ser amados
porque son los más necesitados de su amor. Los más amados son los menos amables porque

112
Ibid., p. 379.
76
Dios ama, como crea, desde la nada. 113” Hay una hermosa oración en la que se le dice a
Dios: “Ámame cuando menos lo merezca, porque será entonces cuando más lo necesite”.

c) La acción del Espíritu en nuestra filiación


En la carta a los Gálatas repite San Pablo este último texto a los Romanos que
acabamos de citar. “Ustedes ahora son hijos, y como son hijos Dios ha mandado a nuestros
corazones el Espíritu de su propio Hijo que clama al Padre: ¡Abbá!, o sea: ¡Padre! De modo
que ya no eres esclavo, sino hijo, y siendo hijo, Dios te da la herencia” (Ga 4,6-7).
Veamos la fuerza de esta metáfora. El niño ha sentido el amor de su padre desde el día
en que nació, pero hay un día muy importante cuando por primera vez expresa en una
palabra todas esa vivencia única, cuando dice: “Papá”. El padre le repite esa palabra muchas
veces señalándose a sí mismo con el dedo. Está gozosa y activamente esperando a que el
niño pronuncie por primera vez esa palabra. En el caso de nuestra adopción filial, es el
Espíritu Santo quien le da al cristiano ese instinto, quien le hace consciente de su filiación y
le sugiere la primera palabra cristiana: “Abba” para que la dirija a Dios Padre. ¡Con qué
alegría escucha el padre balbucir al hijo la primera vez que le llama “papá”...!
Este mismo Espíritu de adopción nos hace hijos, y nos hace ser conscientes de serlo, y
es también principio activo de todas nuestras operaciones en esa vida nueva de hijos. Por
eso la carta a los Gálatas describe la vida del hombre viejo con las obras de la carne que
emanaban de su yo pecador rebelde contra Dios: “Es fácil reconocer lo que proviene de la
carne: fornicación, impurezas y desvergüenzas; culto de los ídolos y hechicería; odios, ira y
violencias; celos, furores, ambiciones, divisiones, sectarismo y envidias; borracheras, orgías
y cosas semejantes. Les he dicho, y se lo repito: los que hacen tales cosas no heredarán el
Reino de Dios” (Ga 5,19-21). Y a estas obras de la carne les contrapone los frutos del
Espíritu que forman parte de esa vida nueva del hijo: “En cambio, el fruto del Espíritu es
caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5,22).

6. La gracia como fraternidad


Es González Faus en su Cristología titulada “Proyecto de hermano. Visión creyente del
hombre”, quien ha querido unir siempre a la vida filial del cristiano la dimensión de vida
fraternal.
Nótese además que la relación de fraternidad exige, como dato previo, la relación
paternidad-filiación; somos hijos antes que hermanos; somos hermanos porque somos hijos;
es la existencia de un Padre común lo que garantiza a la larga el reconocimiento del otro
como hermano y no como mero semejante. Y el único modo de vivir en verdad nuestra
condición filial es vivir nuestra condición fraternal114.
El hombre es creado “para”, de modo que los que viven y no vivan “para sí”, como dice
una de las plegarias eucarísticas. “El sentido de la vida es la comunidad, la existencia
compartida. La definición más profunda del ser es “la comunión”. Con ello se desautoriza la
concepción de la vida como proyecto propio (el proyecto de ser un “gran” político o un
“gran” artista, escritor, catedrático, deportista... o lo que sea). Esto no vale ni da la medida
del hombre: al final de la vida -como escribió san Juan de la Cruz- serás juzgado del
amor.115”
“La Gracia rehace al hombre para la convivencia y le potencia para la comunión,
precisamente porque rehace al hombre para la aceptación liberada de sus límites, de su culpa
y del amor gratuito de Dios hacia él. De este modo le potencia para intentar superar sus

113
Ibid., p. 243.
114
Ibid., p. 385.
115
Glz. Faus, Proyecto de hermano, p. 649.
77
propios límites no a través de la ilusoria absolutización totalitaria del yo, sino en la apertura
confiada a la filiación y en la audacia responsable hacia la fraternidad.116”
Todo acto de amor humano auténtico tiene un valor salvífico, porque denota una
comunión con el amor de Dios. El evangelio nos desafía a reconocer a Cristo en todo rostro
humano y es “un signo inequívoco de la acción de la gracia, pues el hombre no segrega
connaturalmente abnegación, desinterés, solidaridad fraterna; no puede extraer de su interior
la generosidad del amor gratuito, la capacidad para la entrega de la vida, el coraje para la
esperanza en las situaciones desesperadas. Todas estas actitudes, necesarias cuando se opta
de verdad y a fondo por una fraternidad efectiva, no surgen espontáneamente de la entraña
de lo humano; nos son accesibles tan sólo desde la vida nueva de Cristo resucitado. Por
tanto, han de ser leídas como puro don”117.
“El camino hacia la fraternidad supone un giro de 180 grados en la trayectoria humana.
Supone un abandono de la trayectoria descrita en Gen 3,5, para entrar en la trayectoria
descrita en Flp 2,6ss. Supone, por tanto, abandonar la trayectoria de querer ser-como-dioses,
la trayectoria de apropiarse y de realizar, a costa de lo que sea, esa condición divina que el
hombre percibe en sí mismo. Y supone entrar en otra trayectoria lenta de vaciamiento de esa
condición divina, hasta “presentarse como uno de tantos” (Flp 2,7), hecho “servicial hasta la
muerte” (2,8) y dejando sólo en manos del futuro (o en manos de Dios), pero nunca en las
propias manos, la seguridad de que Dios va a revalidar esa trayectoria con la confirmación
de la condición divina entregada por el hombre (cf. Flp 2,9ss.).118”
Pero no hay peligro de que este enfoque reduzca la religiosidad a una ética fraternal. No
es la religión la que se reduce a una ética, sino más bien la ética la que se convierte en
religión. “Toda reducción ética del cristianismo se vuelve imposible de raíz, porque, en
cuanto venimos diciendo, la moral se hace “religión” (en el mejor sentido del término) y la
Ley se hace “Espiritualidad” (también en el mejor sentido del término).119”
“La experiencia de los hombres muestra hasta qué punto es difícil mantener la vida
como servicio cuando no va incluido un servicio al “Dios siempre mayor” en cada uno de
los servicios a los hombres, tantas veces “menores”. A la larga, y con una poderosa
coherencia práctica, el hombre no se sostiene en la fraternidad sin Dios, aunque se pueda
sostener teóricamente hablando, o excepcionalmente. Porque, para creer en la fraternidad,
para buscarla esperanzadamente y amarla, se va haciendo cada vez más necesaria una
redención de nuestra imagen de los hombres (aparte de una redención de los hombres) que
sólo Dios puede darla, más allá de las conductas de cada ser humano: la dignidad de cada
hombre como hijo de Dios.120”
“El que ama a Dios ama al hermano” sólo quiere decir que a Dios no podemos amarlo,
por así decir, “inmediatamente”, porque el hombre sólo puede amar inmediatamente aquello
que “ve” y a Dios no podemos verlo (Jn 1,18). Quien cree amar inmediatamente a un Dios
aislado, y sólo a Dios, ama a un ídolo, pues a Dios sólo se le puede amar en el horizonte de
algo “que se ve”, y que es el hermano. De este modo, la fraternidad no es un precepto
ulterior, desligado (o desligable) de la filiación, sino más bien la realización y el despliegue
de ésta. Esto es lo que convierte en “nuevo” al mandamiento “viejo” (cf. otra vez 1 Jn
2,7.8).121”
Pero no olvidemos que si bien es verdad que “quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20), también es verdad que “en esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn
5,2) Es decir que tanto vale afirmar que no podemos amar a Dios sin amar al hermano,
116
Ibid.
117
El don de Dios, pp. 386-387.
118
Proyecto de hermano, pp. 650-651.
119
Ibid., p. 651.
120
Ibid., p. 651.
121
Ibid., p. 652.
78
como que no podemos amar al hermano sin amar a Dios (aunque este amor a Dios no sea
siempre consciente). Esta dimensión trascendente que siempre acompaña al verdadero amor
es el test para saber si el amor al hermano es solo un amor posesivo en el que se disfraza
nuestro egoísmo. El “ama y haz lo que quieras” debe ir acompañado de un “no te creas
demasiado fácilmente que amas de verdad”.
Uno de los textos más hermosos de Agustín es el que pone de relieve esta relación
ineludible entre el amor a Dios y el amor al prójimo:
“El que ama a su hermano ama a Dios.
Es inevitable que ame a Dios, pues es necesario que ame al amor mismo;
¿acaso podría alguien amar al hermano y no amar al Amor?
Es necesario que ame al Amor... Y amando al Amor ama a Dios.
¿O es que ya no te acuerdas de lo que antes decías: 'Dios es Amor'?
Pues si Dios es Amor, quienquiera que ame al Amor ama a Dios.
Por tanto, ama a tu hermano y quédate tranquilo.
No podrás decir: 'amo a mi hermano, pero no amo a Dios'.
Mientes, tanto si dices que amas a Dios y no amas a tu hermano,
como si dices que amas a tu hermano y pretendes no amar a Dios.
Por tanto, si amas a tu hermano, es preciso que ames al Amor.
Es así que el Amor es Dios, luego quien ama a su hermano ama a Dios.122”
Podríamos explicarlo con una metáfora. Nuestro sentido de la vista nos hace percibir
una inmensa cantidad de objetos distintos pero para poder verlos necesita luz. Vemos los
objetos gracias a la luz que se refleja en ellos, pero la luz no es un objeto más de nuestra
visión. Es más, si no se reflejase en objetos no podríamos ver la luz, porque lo que de hecho
vemos no es la luz misma, que es invisible, sino el reflejo de la luz en los objetos.
De un modo parecido Dios no es un objeto más de nuestro amor en el mismo nivel de
las otras personas a quienes amamos. No podemos amar a Dios sin amar a nuestros
hermanos, del mismo modo que no podemos ver la luz si no se refleja en objetos concretos,
pero por otra parte solo podemos amar de verdad a los demás con un amor que no sea
posesivo ni manipulador en el horizonte del amor a Dios. Por eso el amor real a los
hermanos es el test de si de veras amamos a Dios (1 Jn 4,20). Y el amor a Dios es el test
para saber si de veras amamos a los hermanos (1 Jn 5,2).

7. Las gracias actuales


Como dijimos, la teología distingue entre la gracia santificante, -gracia habitual o vida
nueva del hombre justificado-, y las gracias actuales o impulsos puntuales que le facilitan
realizar acciones concretas propias de esa vida nueva de hijo y de hermano. En el justo han
de ser vistas como “el desarrollo, la floración y la irradiación de la gracia habitual; en el
pecador, como la concreta plasmación de la voluntad salvífica divina, que toca el interior del
hombre y lo dispone a la conversión”123.
Nadie duda de la existencia de estas gracias actuales. Todos las experimentamos en
nuestra propia vida espiritual. El debate es a la hora de fijar cuál es la eficacia de estas
gracias, y el grado de libertad que le permiten al hombre para negarse a acogerlas. De nuevo
en la experiencia humana todos hemos experimentado cómo a veces ese impulso hacia el
bien se frustra cuando el hombre lo rechaza. En estas gracias por una parte “hay que
mantener la prioridad de la moción divina y su eficacia cuando otorga al pecador la
posibilidad de convertirse y la conversión de hecho, y al justo la posibilidad de perseverar y
la misma perseverancia.124”
122
Comentario a la 1ª carta de Juan, IX, 1.
123
H. RONDET, La gracia de Cristo. p. 257. Cf. pp. 247-259, 449-475.
124
El presente apartado está tomado, en ocasiones literalmente, de J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, pp.
316-322.
79
La primera de esas gracias actuales es la que hace posible el initium fidei, el comienzo
de la fe en el hombre pecador que culminará en su justificación. Hablaremos más tarde de
este initium fidei cuando expongamos la justificación por la fe.
La teología al hablar de las gracias actuales se ha fijado sobre todo en la gracia que
posibilita el initium fidei en la justificación del pecador, y en el acceso a la gracias
santificante. Pero en el transcurso de esa vida de amistad con Dios, seguimos recibiendo
otras múltiples gracias actuales casi tan frecuentes como nuestra respiración. Más adelante
en una cita de Rahner, damos una lista de posibles efectos de gracias actuales en nosotros.
Así las describe Ladaria: “Cuando hablamos de la gracia actual nos referimos
normalmente a aquellos impulsos que vienen de Dios, a las inspiraciones e iluminaciones
del entendimiento y mociones de la voluntad, que nos mueven a obrar el bien. Que el
hombre sólo puede hacer el bien por el poder y la fuerza de Dios es una enseñanza constante
del Nuevo Testamento.125”
Estos impulsos van dirigidos a todas las facultades del hombre, iluminan su mente,
fortalecen su voluntad, activan positivamente su afectividad, actualizan la llamada, evitan la
caída en el pecado, capacitan para las obras buenas que realiza el justo que, aunque sean
suyas, no podría realizar sin este impulso de la gracia. A través de estas gracias el Espíritu
que habita en el interior del hombre le va guiando en su vida de hijo.
El justo para hacer obras buenas necesita estas gracias actuales. Jesús lo expresa mejor
en su lenguaje metafórico sobre la vid y los sarmientos. Los sarmientos son ramas que no
pueden llevar fruto si no están unidos a la vid, y reciben la savia vivificadora. Dicho en
breves palabras de Jesús: “Sin mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn 15,5). “¿Cómo
podríamos atribuirnos algo a nosotros mismos? Nuestra capacidad nos viene de Dios (2 Co
3,5).
Estos impulsos respetan la libertad del hombre que puede rechazarlos, por lo que se ha
solido distinguir a posteriori entre gracias eficaces a las que logran su efecto y gracias
suficientes a las que no lo logran. Obviamente unas y otras son suficientes, por lo que el
hombre que peca nunca podrá culpar a Dios de que no le haya ayudado suficientemente.
Las acciones del justo no son nunca totalmente indiferentes. En mayor o menor medida
nos acercan o nos alejan al fin al que tendemos. Si cualquier acción de una criatura necesita
el concurso divino de Dios como causa primera, mucho más lo necesitarán todas las
acciones y decisiones que contribuyen a vivir mejor nuestra condición de hijos. La presencia
del Espíritu que habita en nosotros se va actualizando en cada momento para que podamos
ser lo que verdaderamente somos.

8.- La experiencia de la gracia


La gracia ¿es objeto de experiencia? Santo Tomás nos avisa de que no es posible una
experiencia inmediata de Dios en las condiciones actuales de este mundo, y lo razona del
modo siguiente:
“Para conocer algo con certeza hay que estar en condiciones de verificarlo a la luz de su
principio propio... Ahora bien, el principio de la gracia, como también su objeto, es Dios
mismo, que por su propia excelencia nos es desconocido... Y así su presencia en nosotros, lo
mismo que su ausencia, no puede ser conocida con certeza.” En esta misma línea, Trento
afirmó que nadie puede tener certeza de estar realmente justificado. Sigue diciendo Santo
Tomás: “Una cosa puede ser conocida de manera conjetural, por medio de indicios. Y de
esta suerte sí puede el hombre conocer que posee la gracia, porque advierte que su gozo se
encuentra en Dios y menosprecia los placeres del mundo, y porque no tiene conciencia de
haber cometido pecado mortal... Sin embargo, este conocimiento es imperfecto.126”

125
L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993, pp. 276-277.
126
Summa Theologica, I-II, 112, 5.
80
Por eso, hasta hace poco la mayoría de los teólogos se inclinaban a atribuir a la
experiencia de la gracia un carácter de excepción y reducirla a fenómenos místicos más o
menos extraordinarios. Pero lo que rechaza Trento es una certeza teorética del estado de
gracia, no una certidumbre existencial. San Ignacio en su autobiografía nos dice que si no
hubiera Escrituras, él se sentiría movido a creer solo por las ilustraciones y gracias que
experimentó a lo largo de su vida. “Estas cosas que ha visto le confirmaron entonces y le
dieron tanta confirmación siempre de la fe, que muchas veces ha pensado consigo: Si no
huviese Escriptura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas
solamente por lo que ha visto.127”
Siempre se ha reconocido en la Iglesia a místicos que descuellan en la experiencia que
tuvieron de Dios. Solemos llamar místico al que no solo ha recibido la gracia, sino además
la gracia de experimentar la gracia. Pero ¿son solo los místicos los que experimentan la
gracia? En realidad todo cristiano verdadero es un místico. No se trata de serlo o de no
serlo. Hay grandes místicos y pequeños místicos, pero todo auténtico cristiano es un
místico. Es famosa la frase de Rahner sobre el cristiano del futuro que o será místico o
dejará de ser cristiano. Una vez que ya la fe no tenga los apoyos sociológicos que ha tenido
hasta ahora en una sociedad oficialmente cristiana, ya no podremos apoyarnos en la fe
ambiental, en la fe de los demás, sino que tendremos que hacer nuestra experiencia personal
e intransferible. Esa es la experiencia de los grandes y pequeños místicos.
Si renunciamos a vivir la gracia como asequible a nuestra experiencia -dice González
Faus- habrá “consecuencias que contradicen y desecan caudales muy importantes de toda la
tradición cristiana y teológica anterior.” La experiencia de Dios queda totalmente eliminada
del acto de fe, con lo que éste se reduce a un asentimiento meramente intelectual o doctrinal.
Esta fe sin experiencia espiritual ya no podrá fundar una Iglesia-Comunión: la Iglesia, por
tanto, irá siendo algo cada vez más jurídico, y sólo podrá definirse como sociedad; su
ortodoxia se asemejará peligrosamente a la ortodoxia de una casta de “dueños de la verdad”
(los sabios, o los funcionarios del partido, etc., etc.). Esa Gracia inexperimentable pasará a
ser algo mágico, mecánico, lo que dará lugar también a una sacramentología puramente
ritual y mecanicista. Por más que la Edad Media haya dicho que “los sacramentos causan
significando”, ahora se tenderá a creer que causan (la Gracia) aunque no signifiquen nada (o
quizá precisamente por eso). La teología se convierte en una pura ciencia abstracta que sólo
maneja y combina conceptos, sin ninguna referencia a la experiencia creyente, y que, por
tanto, puede ser hecha con igual competencia por un ateo; incluso se pretende que ése seria,
al menos, el ideal de la teología.128”
La presencia de la gracia “tiene que resonar de algún modo en dichas estructuras, ha de
hacerse psicológicamente experienciable, y ello no a título excepcional, sino de forma
general u ordinaria. Únicamente así, además, puede ser la gracia lo que la Escritura dice que
es: vida, luz, consuelo, gozo, estímulo dinámico y polo atractivo de la condición
humana.129”
Rahner nos dijo que no existe de hecho una naturaleza humana pura. La naturaleza
humana pura es un concepto residual hipotético de algo que en realidad no ha existido
nunca. Solo decimos que Dios podría haber creado un ser racional que no estuviera llamado
a participar de la vida divina. Pero como de hecho Dios creó al hombre con una llamada a la
gracia sobrenatural, esta llamada a la divinización es una dimensión que existe en todo
hombre, y en la medida en que existe puede y debe ser concienciada de algún modo. La
frustración de este deseo de comunión con Dios es para el hombre en el régimen actual de la
gracia la mayor de las frustraciones.

127
Autobiografía, 30.
128
Proyecto de hermano, p. 701.
129
El don de Dios, p. 397.
81
El hombre es el ser constitutivamente abierto a la trascendencia; y puede ser consciente
de esta apertura. Y, como el nombre cristiano de la trascendencia es Dios -o el don de Dios
que es la gracia-, experiencia de la trascendencia, experiencia de Dios y experiencia de la
gracia son uno y lo mismo. Pero la gracia no solo se experimenta en “lo sobrenatural”, sino
que como toda nuestra naturaleza está impregnada por la gracia, también experiencias que
pudieran parecer puramente naturales, ya están afectadas por la gracia.
“Tal experiencia no es, pues, un evento intermitente o excepcional; por el contrario, se
da siempre que el hombre -cualquier hombre; no sólo el justo, también el pecador, percibe
en su interior la repugnancia ante el mal, el amor irrevocable a un tú contingente, la pasión
por la obra bien hecha, la protesta contra la injusticia, la apuesta por la fraternidad efectiva...
Todas esas experiencias, las más cabalmente humanas y humanizadoras, son siempre
experiencias de la gracia, no de la naturaleza (pura).130”
“La gracia, el amor de Dios, sólo lo encontramos encarnado, en otra realidad. Las
realidades, personas o cosas penetradas por el amor de Dios, son el necesario soporte de la
gracia, y el lugar donde el hombre descubre la cercanía divina. Pero, puesto que a Dios sólo
se le encuentra y experimenta "a través de" mediaciones, puede uno quedarse en las
mediaciones, sin encontrar al que en ellas se manifiesta. Resulta así que la gracia siempre es
"sacramental", o sea, se da a través de otra realidad significativa, una realidad que desde sí
misma apunta más allá de sí misma, una realidad en la que uno descubre "algo más", algo
que está en ella y se me ofrece en ella, pero que no se limita a ella. No existe la gratuidad o
la benevolencia en sí. Lo gratuito se manifiesta a través de un modo de ser del hombre y del
mundo. Se manifiesta cuando contemplo las cosas y los hombres en su relación con Dios y
los vivo como don y gratuidad, como presencia de Dios en el mundo.131”
Sin embargo aunque percibamos esa experiencia de la gracia en nosotros, no necesaria
ni inmediatamente la sentimos “como tal gracia divina”. Podemos estar experimentando la
gracia, pero sin saberlo. Ni tampoco podemos aspirar a signos inequívocos de la presencia
de Dios en nosotros. Esto sería exigir vivir en visión y no todavía en fe. Muchos santos nos
hablan de prolongadas noches oscuras. Y no podemos reclamar como un derecho el tener un
signo inequívoco de la complacencia de Dios en nosotros. Tenemos que conformarnos con
nuestro estatuto de creyentes, porque “caminamos en la fe y no en la visión” (2 Co 5,7). “Ni
podemos ni nos es lícito volvernos para mirar directamente a lo sobrenatural mismo. 132”
Todavía no podemos ver a Dios cara a cara, sino que “en este momento lo vemos como en
un espejo, confusamente” (1 Co 13,12).
Sin embargo sí que podemos percibir los frutos del Espíritu en nosotros. La vida nueva
se caracteriza por un talante vital de paz y alegría. En una de sus conferencias sobre la
gracia, Bustos nos explica en qué medida podemos experimentar la gracia. “Se experimenta
cuando nosotros somos "graciosos.” Es decir, cuando nuestras relaciones con los demás y
con Dios son relaciones de gratuidad. Son relaciones en las que prima el don, la
autodonación, la entrega, el perdón. Es decir, cuando nuestras relaciones con los demás no
son relaciones comerciales, que son las que habitualmente tenemos. A lo largo del día la
mayor parte de nuestras relaciones son comerciales. Trabajamos y nos pagan. Compramos y
vendemos. Hasta desplazarnos en autobús implica una relación comercial. Entonces, lo
comercial tiende a llenar nuestra vida y tenemos peligro de que también las relaciones
humanas y con Dios las vivamos como relaciones comerciales. Llamo relaciones
comerciales a todas aquellas en las que funciona el “do ut des” "te doy para que me des" de
una u otra manera. Pues bien, hay experiencia de la gracia cuando nuestras relaciones con
Dios y con los demás no son de este tipo. A este propósito Bustos cita un famoso texto de

130
Ibid.
131
M. GELABERT, op. cit., pp. 103-104.
132
K. RAHNER, “Sobre la experiencia de la gracia”, Escritos de Teología, III, Madrid 1961, p. 105s.
82
Rahner que contiene una lista de experiencias que podemos calificar de experiencias de
gracia.
“¿Nos hemos callado alguna vez, a pesar de las ganas de defendernos, aunque se nos
haya tratado injustamente? ¿Hemos perdonado alguna vez, a pesar de no tener por ello
ninguna recompensa, y cuando el silencioso perdón era aceptado como evidente? ¿Hemos
obedecido alguna vez no por necesidad o porque de no obedecer hubiéramos tenido
disgustos, sino sólo por esa realidad misteriosa, callada, inefable que llamamos Dios y su
voluntad? ¿Hemos hecho algún sacrificio sin agradecimiento ni reconocimiento, hasta sin
sentir ninguna satisfacción interior? ¿Hemos estado alguna vez totalmente solos? ¿Nos
hemos decidido alguna vez sólo por el dictado más íntimo de nuestra conciencia, cuando no
se lo podemos decir ni aclarar a nadie, cuando se está totalmente sólo y se sabe que se toma
una decisión que nadie le quitará a uno, de la que habrá que responder para siempre y
eternamente? ¿Hemos intentado alguna vez amar a Dios cuando no nos empujaba una ola de
entusiasmo sentimental, cuando uno no puede confundirse con Dios ni confundir con Dios
el propio empuje vital, cuando parece que uno va a morir de ese amor, cuando ese amor
parece como la muerte y la absoluta negación, cuando parece que se grita en el vacío y en lo
totalmente inaudito, como un salto terrible hacia lo sin fondo, cuando todo parece
convertirse en inasible y aparentemente absurdo? ¿Hemos cumplido un deber alguna vez,
cuando aparentemente sólo se podía cumplir con el sentimiento abrasador de negarse y
aniquilarse a sí mismo, cuando aparentemente sólo se podía cumplir haciendo una tontería
que nadie le agradece a uno?
¿Hemos sido alguna vez buenos para con un hombre cuando no respondía ningún eco
de agradecimiento ni de comprensión, y sin que fuéramos recompensados tampoco con el
sentimiento de haber sido "desinteresados", decentes, etc.?133”

133
Ibid., p. 104.
83
B) LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

1. La situación del hombre en Adán

a) Pecaminosidad universal y dificultad para evitar el pecado cuando no se cuenta


con la gracia de Dios.
Al hablar del pecado original, ya nos hemos referido a cómo la Biblia reconoce una
situación de pecaminosidad universal, tal como aparece en el comienzo de la carta a los
Romanos (Rm 1,18-3,23), y se resume en esta frase: “Todos pecaron y están privados de la
gloria de Dios”134.
En los escritos de Juan son frecuentes los pasajes que describen el estado del pecador
como un auténtico estado de alienación: “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado”
(Jn 8,34); “el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn 5,19). También Marcos se hace eco
de esta dramática realidad: “Se decían unos a otros: '¿y quién se podrá salvar?' Jesús,
mirándolos fijamente, dice: 'para los hombres, imposible; pero no para Dios'” (Mc 10,26-
27).
Hay textos que muestran como solo Dios es capaz de revertir esta situación de
imposibilidad humana modifica la estructura psíquica humana, creando un espíritu nuevo y
un corazón puro (Sal 51,12), canjeando el corazón de piedra por el corazón de carne (Ez
36,25-27), o merced a un nuevo nacimiento de lo alto, del agua y del Espíritu (Jn 3,3-7).”
Inspirados en los textos bíblicos los cánones de varios concilios afirmaron que la gracia
no es una mera ayuda divina para hacer más fácilmente lo que el hombre en uso de su
libertad podría hacer el solo; sin la gracia de Dios, el hombre “no puede cumplir los divinos
mandatos” (DS 226s. = D 104s.). Trento por su parte señala que ni la naturaleza ni la misma
ley mosaica permiten al hombre liberarse de la servidumbre del pecado y de la potestad del
demonio y de la muerte (DS 1521 = D 793; cf. DS 1551-1553 = D 811-813).
Contra lo que piensa el pelagianismo, el pecador no puede evitar duraderamente el
pecado (o, lo que es equivalente, observar perseverantemente la ley moral) sin la gracia. Se
habla de una imposibilidad (no de una mera improbabilidad), que es real y universal (se
excluye toda excepción), de carácter moral, no físico, esto es, no radicada en la physis
humana (en la naturaleza abstracta), sino en las dificultades concretas para cumplir los
imperativos morales, dificultades que brotan de la situación existencial del hombre
(presidida por la concupiscencia), no de su constitución esencial. La imposibilidad
mencionada se matiza con el adverbio “duradera o perseverantemente” (diu); no se niega,
pues, que el pecador pueda realizar este o aquel valor ético, tal o cual acto bueno.
Los luteranos se mueven al extremo opuesto del optimismo pelagiano y radicalizan el
pesimismo creyendo en la corrupción absoluta de la naturaleza humana tras el pecado
original, pasando de la exaltación de la libertad a su abrogación total. Trento guarda un
equilibrio en este punto y aunque reconoce que el pecador sin la gracia no puede perseverar
en el bien, sin embargo niega contra los luteranos que todas las obras de los pecadores sean
pecado (DS 1557 = D 817).

b) Posiciones encontradas
En este tema encontramos dos posiciones encontradas, la posición optimista de
Pelagio135 que cree que el hombre en el uso de su libertad puede optar por el bien, y la
posición pesimista de Lutero136 o de Jansenio, que de un modo u otro piensan que la
134
Este tema lo hemos tratado al hablar del pecado original. Ver pecaminosidad universal
135
Sobre Pelagio ver “El pelagianismo” en El don de Dios, pp. 274-276, y también en Proyecto de hermano, pp.
544-554.
136
Sobre Lutero ver “Lutero y los reformadores” en El don de Dios, pp. 285-293, y también en Proyecto de
hermano, pp. 555-563.
84
naturaleza humana ha quedado tan dañada por el pecado original que en ningún caso puede
optar por el bien.
En una línea menos extremista está la posición católica que sostiene a la vez la
incapacidad para el bien del hombre sin la gracia y la virtualidad sanante-elevante de esa
gracia, que está a la obra incluso allí donde su acción es desconocida o verbalmente
rechazada. Todo lo cual tiene singular aplicación en el actualísimo problema de la ética
civil. La exigencia de la gracia para llevar una vida moral ¿no deslegitima todo ensayo de
elaboración de una ética civil? Evidentemente no. Porque el cristianismo reconoce una
acción del Espíritu que “sopla donde quiere”, y además porque la incapacidad para el bien
afirmada en el axioma es compatible con una realización de valores genuinos, posibilitada
por esa acción “invisible” del Espíritu.
Los cristianos podemos colaborar en la confección de una ética civil, y no debemos
tildarla de empresa imposible. Sin embargo de dicha ética deberemos decir siempre -y a
fortiori -lo que Pablo y Trento decían de la ley mosaica: la estipulación de la norma no
suministra las fuerzas para cumplirla. Aunque se alcanzase un consenso social sobre los
imperativos morales, todavía estará por resolver el problema moral decisivo: de dónde
extraerán las personas la capacidad de observar tales imperativos.
Y es aquí donde la fe cristiana ha de hacer valer el axioma teológico de la necesidad de
la gracia, sin la que no le es posible al hombre mantenerse perseverantemente en la
solidaridad fraterna, el altruismo abnegado, la equidad y la justicia obligadas en una
convivencia que aspire a ser más que mera coexistencia.

2. La iniciativa divina

a) El initium fidei
“He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Este texto memorable del último
libro de la Biblia resume con inigualable eficacia dos de las ideas más reiteradas por la
soteriología bíblica: a) es Dios quien tiene la iniciativa en el proceso de agraciamiento del
hombre; b) Dios ejerce esa iniciativa con una tenacidad y una universalidad ilimitadas.
Más adelante hablaremos del tema de la universalidad de esta iniciativa divina de
salvación. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad” (1 Tm 2,4). “Dios dejó constancia del amor que nos tiene, porque cuando todavía
éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). “Él nos amó primero (1 Jn 4,10.19).
Su iniciativa se plasma en una acción en el interior del hombre (Mt 11,25-27; 16,17)
que funciona como don atractivo. “Nadie puede venir a mi si mi Padre no lo atrae” (Jn
6,44.65), de suerte que el inicio mismo de la conversión ha de serle atribuido a ese don,
tanto como el término. Dios, en efecto, es quien “comienza” y “consuma” la “obra buena” y
quien “obra el querer () y el obrar () como bien le parece
()” (Flp 1,6; 2,13).
Los teólogos han querido explicar cómo se reparte la obra de salvación entre Dios y el
hombre, qué parte le corresponde a Dios y qué parte le corresponde al hombre. Como
siempre encontraremos respuestas extremas de los que minimizan la colaboración humana a
la iniciativa de Dios (luteranos), y de quienes minimizan la eficacia de la intervención
divina, para hacer depender su resultado últimamente de la respuesta humana
(pelagianos).137
Queremos tratar ahora la opinión de los así llamados semipelagianos138 a propósito de la
disputa sobre el “initium fidei.” Esta doctrina surge en el siglo V, aunque el término
137
Trataremos de este tema más adelante.
138
Ver “Semipelagianismo” en El don de Dios, pp. 282-284. “Corrupción semipelagiana del tema” en Proyecto de
hermano, pp. 523-527.
85
comenzó usarse mucho más tarde, cuando la controversia “De auxiliis” después del concilio
de Trento.

b) El semipelagianismo
Según los semipelagianos, Dios quiere la salvación de todos y a todos ofrece la gracia
de la conversión, pero al hombre le corresponde, por sí solo y con sus propias fuerzas,
aceptar o rechazar esa gracia inicial. Así pues, el comienzo de la salvación, el initium fidei
es obra propia del hombre. Si no fuese así -y es aquí donde el semipelagianismo reedita la
tesis pelagiana-, para nada serviría la libertad del hombre.
Por initium fidei hay que entender todas las disposiciones preparatorias de la
justificación; entre ellas, el acto de fe informe, esto es, el consentimiento intelectual a la
verdad del evangelio aún no formado por la caridad. Dios espera que el hombre dé ese
primer paso para conferirle la gracia, de modo semejante a como es el enfermo quien tiene
que decidir ir al médico para poder ser curado por él.
El origen monástico de esta propuesta arroja luz sobre las intenciones de fondo de sus
fautores; se quería exaltar el mérito de la ascesis y de la renuncia al mundo, a la vez que
tutelar la responsabilidad y libertad humanas, que los iniciadores del movimiento estimaban
severamente lesionadas por el predestinacionismo del Agustín anciano. Pero
desgraciadamente ello se hacía con el rechazable método de la distribución de competencias
entre dos poderes yuxtapuestos, el central (la gracia divina) y el autonómico (la libertad
humana), cada uno de los cuales funcionaría sucesivamente (primero la libertad, luego la
gracia) sin el otro. Es decir, la dialéctica libertad-gracia vuelve a plantearse -aunque ahora
circunscrita al momento inicial de la justificación en disyuntiva, pese a los esfuerzos que
Agustín había hecho por mostrar la mutua y permanente imbricación de ambos polos (ni
libertad sin gracia, ni gracia sin libertad).
Ciertamente los semipelagianos admitían que, a partir del initium fidei, la gracia es
absolutamente necesaria para la salvación (para el augmentum fidei), que comprende la fe
ya formada por la caridad. Así pues, según ellos el hombre puede poner el initium, más no
alcanzar el terminus; puede querer ser justo por sí solo, sin la ayuda divina, pero no puede
hacerse justo sin Dios. Pero, si bien se mira (y aquí radica la gravedad de su error), el
semipelagianismo liquida la gratuidad radical de la gracia y el primado absoluto de Dios y
de su iniciativa en la obra de nuestra salvación; el mérito de ésta correspondería en último
análisis al hombre, no a Dios, porque no sería Dios quien predestina al hombre; sería el
hombre quien se autopredestina.

c) La condena del semipelagianismo


La primera condena del semipelagianismo aparece en el Indiculus Coelestini, colección
de cánones de Próspero de Aquitania (DS 238-249=D 129-142) donde se establece que Dios
obra de tal modo en el corazón y el libre albedrío humano que “todo buen pensamiento,
todo piadoso deseo, todo buen movimiento de la voluntad” procede de aquél “sin el que
nada podemos” (DS 244= D 135).
Casi un siglo más tarde, el concilio de Orange II (Dz 370-397=D 173b-200) asestaba el
golpe definitivo a la corriente semipelagiana. Las conclusiones son las siguientes. Es
imposible hacer un acto de fe sin “la preveniente gracia (interna) de la divinidad” (cf. DS
375-376=D 178-179). Además, el canon octavo (DS 378=D 181) rechaza la división de los
hombres en dos clases: la de los salvados por gracia irresistible y la de los salvados por solo
el libre albedrío; nadie puede ir a Dios a no ser que “el Padre lo atraiga” (Jn 6,44); o lo que
es lo mismo, todo el que se salva, se salva por gracia. Se rechaza también -y por cierto
contundentemente- la predestinación negativa (el que Dios “predestine al mal a algunos”) y
se subraya el papel de la libertad humana para la salvación: los bautizados pueden y deben

86
(“con el auxilio y la cooperación de Cristo”) cumplir lo que atañe a dicha salvación “si
quieren esforzarse fielmente” (DS 397=D 200).

d) La validez del semipelagianismo


González Faus nos hace caer en la cuenta de que en realidad la tesis semipelagiana se
parece mucho a un axioma comúnmente aceptado en la teología católica: “Facienti quod est
in se, Deus non denegat gratiam” = Dios no niega su gracia al que hace lo que está en su
mano.139” Pero este axioma cae en el mismo error que el semipelagianismo, considera un
antes y un después, primero el hombre hace lo que está en su mano, y luego Dios no le
niega la gracia. Ahora bien, del amor no es posible pensar así. Primero es el amor, y luego la
simultaneidad entre amor y respuesta. Habría que haber dicho más bien que “el que hace lo
que está de su parte ya está recibiendo la gracia de Dios”. La iniciativa absoluta tiene que
ser de Dios y no del hombre.
El error está en que después de haber reconocido que el hombre necesita la gracia
interior, se piensa, sin embargo, que para el comienzo de la salvación basta la llamada
exterior. Todo deriva de un falso planteamiento, pensar la gracia como una sustancia o cosa,
y no como una relación personal amorosa.
Lo importante en esta disputa es caer en la cuenta de que si bien el pecado (al menos el
estructural y original) coloca al hombre en una situación previa de degradación en la que el
mal tiene la iniciativa respecto de él, la condena del semipelagianismo enseña que el hombre
está en una situación misericordiosa y agraciante que es anterior a él y que es su verdadera
razón para esperar y para decidirse a vivir (o para seguir esperando conforme el hombre
crece. La iniciativa absoluta no la tiene el hombre pecador, sino la misericordia de Dios que
se le adelanta. El hombre no merece esta misericordia con sus actos libres, sino que se le da
gratuitamente.

3. La fe y las obras en el hecho de la justificación

a) La justicia de Dios en la Biblia


Antes de comenzar a hablar sobre el tema de la justificación es importante aclarar el
sentido que tiene la justicia de Dios en la Biblia, porque es un sentido claramente diverso al
que solemos dar a este término en el lenguaje de hoy. Es frecuente oír a los católicos decir
que Dios es misericordioso, pero que también es justo, es decir, es justiciero. Se suele
oponer tajantemente la justicia a la misericordia. Nada más lejos del significado bíblico.
La raíz tsdq ‫ צדֶק‬significa originariamente en hebreo lo recto, lo derecho, lo firme y
sólido. “Justicia” (ָ‫ )בצטָדֶטָקה‬es, pues, en principio la rectitud, la conformidad con la norma, la
fidelidad a un estado o a un modo de ser.
Cuando Isaías nos dice que Dios es “justo y salvador” (Is 45,21) no está usando dos
términos contrapuestos, sino simplemente dos sinónimos. La justicia de Dios no es otra que
la justicia salvífica. Ver también Is 51,5.6.8; 56,1.
“Dios ejerce sus juicios en el curso de la historia y ésta discurre en el marco de la
alianza: berit y tsedaqah ָ‫ בב מֲריִת בצטָדֶטָקה‬Ambas aparecen correlacionados en Sal 50,5-6. De
ahí se sigue que la justicia de Dios será una justicia parcializada, no neutral. Que Dios sea
justo significará entonces que actúa de acuerdo con su modo de ser, tal y como se ha
revelado en la elección y la alianza: como voluntad de salvación y agraciamiento. ‘La
justicia de YHWH no es la simbolizada por una virgen con los ojos tapados y teniendo una
balanza en sus manos, sino con alguien que extiende su brazo hacia el desgraciado caído en
tierra’. Con otras palabras: que Dios sea justo quiere decir que hace justicia a sus promesas
y se comporta con su pueblo tal y como lo ha jurado’.140”
139
Proyecto de hermano, p. 525.
140
El don de Dios, p. 223.
87
b) El trasfondo paulino
Ya en sus primeros escritos, Pablo reflexiona acerca del misterio de la vocación
cristiana. En continuidad con las ideas del Antiguo Testamento, afirma por de pronto que los
creyentes lo son porque han sido objeto de una elección ( “conocemos, hermanos,... vuestra
elección” (1 Ts 1,4); “Dios os ha elegido desde el principio” (2 Ts 2,13) o de una llamada
(“... los ha llamado” (2 Ts 2,14), “aquellos que han sido llamados” (Rm 8,28), que es “gracia
de nuestro Dios” (2 Ts 1,12; cf. 1 Co 3,10; 15,10), su “don del consuelo eterno” (2 Ts 1,12);
y no mérito del hombre, que “no debe atribuirse cosa alguna” (2 Co 3,5), puesto que es
“recipiente de barro” que pone en evidencia “la fuerza divina, y no humana” (2 Co 4,7; cf.
12,10).
Esta idea de una elección libérrima, por gracia, no abandonará ya a Pablo. El “resto de
Israel” subsiste porque “ha sido elegido por gracia” (Rm 11,6) y la gracia es “don de Dios”,
: Ef 2,8). El entero prólogo de Efesios es un himno a esta predestinación
graciosa, por la que Dios dispone santificar y glorificar en Cristo a “los elegidos de
antemano según el previo designio” (Ef 1,11), predestinación que debe suscitar no tanto
sentimientos de temor o angustia cuanto la certidumbre gozosa de haber sido alcanzados por
la benevolencia divina, “que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad” (Ef 1,11 b).
“A los que de antemano conoció, también los predestinó a ser imagen y semejanza de su
Hijo, a fin de que sea el primogénito en medio de numerosos hermanos. Así, pues, a los que
él eligió los llamó; a los que llamó los hizo justos y santos; a los que hizo justos y santos les
da la Gloria” (Rm 8,29-30).
El término preferido de Pablo para designar la gracia es el de  Este término
empleado “siempre y sólo en singular sirve a Pablo para designar la condensación de
todos los gestos y etapas de la iniciativa salvífica divina, más su saldo resultante.141”
La gracia tiene un sentido englobante que abarca a todos: “Todos pecaron y están
privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia en virtud de la
redención realizada en Cristo” (Rm 3,23-24).
El sentido totalizante que Pablo otorga a  alude en última instancia, a la persona
de Cristo. La cháris paulina no es algo, sino alguien. Según Pablo, no basta con decir que
hemos obtenido el acceso a ella por Cristo (Rm 5,2); hay que decir además que el don es
Cristo mismo: él es, en efecto, lo que nos ha sido dado graciosamente. “Si ni siquiera se
reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con
él todo lo demás?” (Rm 8,32; verbo ). La vida entregada de Cristo es la gracia por
antonomasia y es lo agraciante por antonomasia. La salvación por gracia consiste en un ser
vivificados y resucitados con Cristo (Ef 2,4-6 “el don gratuito de Dios es la vida en Cristo”
(Rm 6,23). Dicho brevemente: la “gracia de Dios” es “la gracia de Cristo” (1 Co 1,3; 16,23;
2 Co 1,2; 13, 13; etc.) y “la gracia de Cristo” es Cristo, sin más.
Pablo asocia frecuentemente la idea de gracia a la de liberación. Él es el único autor
neotestamentario que utiliza sistemáticamente el vocabulario derivado del sustantivo
“libertad” (, No se trata aquí tanto del libre albedrío cuanto de la liberación del
estado de alienación descrito en Rm 7,14ss., que ha caducado con el don escatológico de la
gracia. Y así, la vida que nos ha sido dada en Cristo “libera de la ley del pecado y de la
muerte” no sólo a los humanos, sino a la entera creación (Rm 8,2.21.23); el agraciado “ya
no es esclavo, sino hijo” (Ga 4,7); “Cristo nos libertó para la libertad”; la vocación cristiana
es, por tanto, un “ser llamados a la libertad” (Ga 5,1.13; cf. 1 Co 7,22). El que recibió la
llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor”; la verdadera libertad está “allí
donde está el Espíritu del Señor” (2 Co 3, 17).

141
Ibid., p. 249.
88
b) La justificación en la carta a los Gálatas
El axioma paulino principal es que “el hombre no se justifica por las obras de la ley,
sino por la fe en Jesucristo” (Ga 2,16). Todo el pasaje en el que se encuadra esta frase (Ga
2,15-21) merece ser leído con detenimiento.
La acción justificadora se expresa con un verbo () que implica no tanto una
simple “declaración forense de inocencia” cuanto la acción por la que Dios comunica su
“justicia” al hombre, justicia consistente en la fidelidad divina a la alianza, que le lleva a
Dios a usar de perdón y misericordia con su pueblo, esto es, que justifica al hombre (=lo
hace justo) y produce una transformación interior real, un nuevo principio vital.
La justificación implica el perdón de los pecados, la amnistía. Quizás el término griego
que más corresponde a la idea moderna de amnistía es el que aparece en Lucas 4, en el
discurso de la sinagoga de Nazaret al principio de su ministerio. En el contexto de liberación
habla de proclamar el año favorable del Señor (). Es el año jubilar judío en
el que no solo se perdonaban las deudas sino que recuperaba la propiedad de las tierras que
se habían perdido. En este caso Dios no actúa ya como juez que declara la inocencia de un
reo, sino de un Soberano que concede una amnistía total, cosa que no es competencia del
juez. La amnistía llega incluso a borrar la sentencia de los antecedentes penales, y es una
restitución a la situación anterior al momento de cometerse el delito.
La justificación denotada por el verbo  no se recibe “en virtud de las obras de la
ley” --, sino “por la fe en Jesucristo” -. Por
 hay que entender las obras que cumplen la ley, la observancia de los preceptos.
La tesis paulina es, pues, provocativa: cumplir la voluntad de Dios, expresada en la ley de
Moisés, no basta para la salvación. Eso quiere decir que la fe no es una obra, y que Cristo no
es una ley.
Pablo afirma en el versículo 20: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí; la vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe de Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2,20). Como decíamos, la justificación por la fe no puede entenderse en
un sentido forense, extrínseco, como mera declaración judicial que deja el interior del
hombre tal cual era. La justificación conlleva una nueva vida; la vida misma de Cristo es
transfundida al cristiano (“es Cristo quien vive en mí”; cf. Col 3,3: Cristo es “vuestra vida”).
El cristiano vive ahora, no en virtud de su ego carnal (“vivo no yo”), sino gracias al Cristo
entregado por (en favor de) él. Aunque el creyente continúe a vivir “en la carne” ( ),
ya no vive de la carne, sino de y en “la fe del Hijo de Dios”.
La justificación, en suma, es pura gracia, y la gracia es la persona y la vida del mismo
Cristo dándosenos, como habíamos constatado ya en el apartado anterior de este capítulo.
La ley puede ejercer únicamente una función dispositiva, pedagógica (“la ley ha sido
nuestro pedagogo hasta Cristo”: Ga 3,24), pero no puede salvar (=justificar por la vía de la
vivificación). Si la ley tuviese virtualidad de salvar, concluye Pablo, “Cristo habría muerto
en vano” (Ga 3,21).

c) La justificación en la carta a los Romanos


La doctrina expuesta sumariamente en Gálatas va a ser retomada y profundizada por
Pablo en la carta a los Romanos. Decir justificación es decir nueva vida. Pero esa vida
nueva es la de Cristo; sólo puede, pues, ser recibida como don absolutamente gratuito, como
vida entregada. No puede adquirirse con nuestras obras.
Jesús es el último Adán (Rm 5,14; 1 Cor 15,45), el que da comienzo a una nueva
humanidad que vive en la amistad con Dios. Para ello Jesucristo tuvo que asumir nuestra
carne pecadora para podernos así trasfundir su Espíritu y su gracia.
Jesús con su vida, muerte y resurrección instauró el nuevo Reino mesiánico, el tiempo
de la salvación. Su muerte violenta a manos de los pecadores, no significa el fracaso
definitivo de su misión. Su muerte no consigue frustrar el plan salvífico de Dios, sino que es
89
el supremo acto de amor que consuma esa nueva manera de ser hombre en la entrega total
de sí mismo.
Dios resucita a Jesús revalidando su causa. A través del don del Espíritu, Jesús
resucitado, último Adán, es capaz de dar vida y justificar a los pecadores que creen en este
proyecto de Dios y desean insertarse en esta nueva humanidad. La muerte y resurrección de
Jesús comunican al hombre la justicia de Dios, es decir, hacen al hombre justo.
El hombre vivía en una situación de injusticia al estar sumido en el pecado que es una
rebeldía contra Dios y un atentado contra el orden querido por Dios en la creación, pero
ahora ese pecador se va a volver justo al recibir en sí la justicia liberadora de Dios.
Dios mismo va a recrear un orden nuevo instaurando su justicia liberadora que restaura
la bondad de la primera creación. Así Dios justifica al hombre, lo vuelve a hacer justo. El
acto de justificación no es, como pensaba Lutero, una simple declaración absolutoria, por la
que Dios decide no tener en cuenta los pecados del hombre, sino que es una “acción
liberadora por la cual se elimina el ámbito de maldad y de destrucción efecto de la gran
‘injusticia’ del pecado, y se crea el ámbito del orden salvífico, o de ‘justicia’ en la cual
florece una vida plena”142. Los que ingresan a este nuevo ámbito son realmente justos y
justificados.
Todo ello es fruto del amor gratuito de Dios que ha querido justificar a los hombres de
una vez por todas por medio de la misión de su Hijo y de su Espíritu. Esta justificación se le
otorga al hombre gratuitamente, sin que éste pueda hacer nada para merecerla u obtenerla.
Lo único que se le pide es creer en este amor de Dios que lo quiere hacer justo
incorporándolo a la vida de su Hijo, el Justo, entrando así en comunión con su vida
resucitada. Lo único que se le pide al hombre para gozar de esta nueva vida es dejarse amar,
creer en el amor de Dios. No son, pues, nuestras obras las que nos justifican ante Dios. Las
obras buenas no son el prerrequisito de nuestra justificación, sino que serán solo las
consecuencias de la vida del Espíritu en nosotros.
Pablo pone como ejemplo modo cómo Abraham fue justificado por Dios (Rm 4,1-25).
“Abraham creyó en Dios y Dios se lo tuvo en cuenta para hacerlo justo. Cuando alguien ha
realizado una obra o trabajo, no se le entrega el salario como un favor, sino como una deuda.
Por el contrario, al que no puede presentar obras, pero cree en Aquel que hace justos a los
pecadores, se le toma en cuenta su fe para ‘hacerlo justo’” (Rm 4,3-5). Abraham es una
figura opuesta a la de Moisés. La alianza de Dios con Moisés en el Sinaí se entendía como
un contrato “cuasi bilateral”. En cambio en el caso de Abraham hay una promesa hecha con
anterioridad a cualquier prestación humana. Lo único que se le pedía a Abraham era
precisamente fe en la promesa.
Pero en Pablo la justificación no equivale todavía a la salvación. La salvación es un
hecho futuro ligado a la resurrección de los muertos y a la segunda venida de Cristo. Por eso
ahora hemos sido salvados en esperanza (Rm 8,24). Esa salvación eterna es el don definitivo
que se nos dará en el futuro, pero de momento se nos ha dado una prenda, unas arras de lo
que se nos dará después. Esta prenda es el Espíritu Santo (Rm 8,23). El Espíritu es la
garantía de esa salvación futura que ya poseemos ahora. Porque la liberación mesiánica no
es solo liberación de nuestra condición de pecadores, sino que es también liberación de la
muerte, que es consecuencia del pecado. Por eso la muerte es el “último enemigo” que será
definitivamente vencido solo en la resurrección (1 Cor 15, 24-26).
“Nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el
conocimiento del pecado. Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha
manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo,
para todos los que creen - pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de
la gloria de Dios -y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,21-24).
142
S. VIDAL, Iniciación a S. Pablo, Sal Terrae, Santander 2008, pp. 141-142.
90
d) La justificación por la fe
La justificación por la fe es un tema que aparece frecuentemente en las Escrituras.
Acabamos de verla en Gálatas 3,6 y Romanos 4,3-9, Veamos ahora una síntesis de esta
propuesta. San Pablo entiende que la fe de Abraham (Gn 15,6) es fe en un Dios que justifica
al pecador. Recurre al testimonio del Antiguo Testamento para apuntalar su prédica de que
la justicia le será reconocida a todo aquel que, como Abraham, crea en la promesa de Dios.
“Mas el justo por la fe vivirá” (Rm 1,17 y Hab 2,4, cf. Ga 3,11). En las epístolas de San
Pablo, la justicia de Dios es también poder para aquellos que tienen fe (Rm 1,17 y 2
Co 5,21). Él hace de Cristo justicia de Dios para el creyente (2 Co 5,21). La justificación
nos llega a través de Cristo Jesús “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe
en su sangre” (Rm 3,2; véase 3,21-28). “Porque por gracia son ustedes salvos por medio de
la fe; y esto no de ustedes, pues es don de Dios. No por obras...” (Ef 2,8-9).143
La fe () que justifica no es simplemente la profesión teórica de un credo
doctrinal, aunque incluye por supuesto la aceptación de una verdad que se nos revela. Se
trata de creer en la revelación que se nos hace de un Dios que nos ama, que nos perdona y
nos justifica.
No es tampoco una permanencia indiferente y confiada en los antiguos modos de ser, de
ver y de vivir con la seguridad absoluta de que podré aprovecharme del amor del otro,
incluso utilizándolo en defensa de mi modo de ser. Una fe que fuese mera y simple
confianza no sería una fe “activa”. Pero una fe que es entrega (entrega confiada) sí que será
necesariamente activa. Lo que ocurre es que, para nosotros, confianza y entrega suelen ir tan
unidas que las usamos indistintamente144.
La fe que justifica no es una obra de la Ley. Consiste primariamente en dejarse hacer,
en lugar de hacer; en “reconocerse sin obras” ante Dios (¡y por eso también ante los
hombres!); en aceptar que mi valor y mi verdad no están en nada de lo mío, sino en el Don
que se me ofrece. Y, por tanto, que el hombre vale (y vale efectivamente) sólo porque Dios
le ama, y no por lo que él hace para hacerse valer145.
La fe que justifica es una apertura vital del creyente, una postura de gratuidad
receptiva. No se identifica necesariamente con la profesión explícita de la fe cristiana ni con
la pertenencia a la Iglesia, aun cuando se realiza paradigmáticamente en ellas cuando es
auténtica fe cristiana.
La fe que justifica va unida al amor y a sus obras. “En Cristo Jesús ni la circuncisión
ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por el amor ()” (Ga
5,6; cf. 5,13-14); “con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama a su
prójimo ha cumplido la ley... La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13,8-10).
En fin, la justificación por la fe se opone a la justificación por las obras de la ley. Es
una adhesión personal del cristiano a Cristo. En este sentido, la fe paulina es el acto más
libre (más humano), puesto que se trata del establecimiento de relaciones interpersonales, y
a la vez más manifestativo de la radical insuficiencia humana para obtener autónomamente
la propia salvación, puesto que el creyente reconoce expresamente la necesidad absoluta de
Cristo y se entrega enteramente a él, en respuesta a la total autoentrega con que Cristo lo ha
gratificado.
Es indudable que la justificación requiere algún tipo de respuesta por parte del hombre,
al menos la aceptación de esta gracia que Dios le ofrece. Decía San Agustín: “El que te creó
sin ti, no te salvará sin ti” y decía también que “Dios no puede salvar sin contar con el
hombre.” Dios justifica al hombre gratuitamente, no exige de él ningún tipo de
contrapartida, pero para que esta gracia llegue al hombre es necesario que éste la acepte.
143
Esta lista está tomada de la Declaración conjunta sobre la justificación, n.10.
144
Proyecto de hermano, p. 512.
145
Ibid., p. 513.
91
¿Cómo acepta el hombre la justificación? Por la fe. Esta fe es un reconocimiento y al mismo
tiempo una adhesión.
Así pues, la fe comporta ante todo una decisión; el hombre que recibe la llamada de
Dios ha de optar. Tal opción entraña el compromiso de la conversión, del cambio de vida;
Pablo expresa esta idea hablando de la fe como “obediencia” (: Rm 1,5; 15,18;
16,26) y, correlativamente, de la incredulidad como “desobediencia” (: Rm 5,19) o
“rebeldía” : Rm 11,30.32). Pero la obediencia no servil, sino humana, sólo puede
darse allí donde hay confianza. De modo que creer es obedecer y obedecer es entregarse
confiadamente a la voluntad de quien merece crédito. La fe arquetípica, la de Abraham, fue
-como ya se señaló una obediencia que nacía de la confianza (del “esperar contra toda
esperanza”: Rm 4,18.
Designando la fe como obediencia, Pablo está además apuntando a otro de los aspectos
de su concepción de la : su dimensión objetiva. La fe dice, en efecto, relación esencial
a la revelación de Dios al hombre, que alcanza su punto culminante en el acontecimiento
Cristo y en su evangelio. Creer, pues, significa (amén de confiarse y adherirse
incondicionalmente) tener por verdadero algo, reconocer y aceptar la palabra revelada.
Pablo ansía llevar el evangelio a los romanos porque es “fuerza de salvación para el que
cree (en él)”, “porque en él se revela la justicia de Dios” (Rm 1,15-17).
El apóstol demanda una “confesión de boca” a la fórmula de fe que ha de ser creída en
el corazón y que comprende hechos cuya veracidad hay que aceptar (Rm 10,9-10). De ahí
que la predicación sea condición ineludible de la fe: “¿cómo invocarán a aquel en quien no
han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les
predique?... Por tanto, la fe viene de la predicación” (Rm 10,14-17; cf. 1 Co 3,5; 15,1-3.11.
En la teología del cuarto evangelio encontramos una confirmación de la doctrina
paulina de la salvación por la fe y no por las obras. Después del signo de la multiplicación
de los panes le preguntaron los judíos a Jesús: “¿Qué tenemos que hacer para trabajar en las
obras de Dios?” Jesús respondió: “La obra de Dios es ésta: creer en aquel que Dios ha
enviado.”
La fe en Juan está centrada en la persona de Jesús. La expresión  suele
tener casi siempre como destinatario a Jesucristo 1,12; 2,11.23; 3,16.18.36; etc. El
equivalente de “creer en” es “venir a”.
Son los mismos elementos que encontrábamos en la teología paulina. Creer significa:
a) asentir a la autorrevelación de Jesús;
b) adherirse a su persona.
La fe es un don del Padre. La iniciativa es toda de Dios. “Nadie puede venir a mí si mi
Padre no le atrae” (Jn 6,44). La elección es propia de Jesús: “No me han elegido ustedes a
mí, sino que sido yo quien les he elegido a ustedes” (Jn 15,16). “Sin mí no pueden ustedes
hacer nada” (Jn 15,4-5).

e) El debate católico-luterano luterano sobre la fe y las obras


Claramente la teología paulina insiste en que la justificación no se debe a las obras
buenas del hombre. “Ustedes han sido salvados por la fe, y lo han sido por gracia. Esto no
vino de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco lo merecieron por sus obras, de
manera que nadie tiene por qué sentirse orgulloso. Lo que somos es obra de Dios: hemos
sido creados en Cristo Jesús con miras a las buenas obras que Dios dispuso de antemano
para que nos ocupáramos en ellas” (Efesios 2,8-10).
El problema de Lutero es la radicalidad con la que enuncia sus tesis: sola scriptura, sola
fides. Es esta interpretación radical de Lutero la que va a ser condenada, en cuanto que
parece que excluye cualquier tipo de participación del hombre en su propia justificación,
tanto antes de ser justificado como después de serlo.

92
Por una parte, el capítulo 8 de la sesión VI del concilio afirma: “Somos justificados por
la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda
justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la
suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en
cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras,
merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro
modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.”
Hasta aquí coincide la doctrina católica con la luterana. En cambio en los cánones del
capítulo 6 se hacen afirmaciones que claramente suponen un distanciamiento con respecto a
la doctrina de Lutero sobre la sola fides.
El canon IX del capítulo 6 dice: “Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la
fe, entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la
justificación; y que de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el
movimiento de su voluntad; sea anatema.”
El canon XII afirma: “Si alguno dijere, que la fe justificante no es otra cosa que la
confianza en la divina misericordia, que perdona los pecados por Jesucristo; o que sola
aquella confianza es la que nos justifica; sea anatema.”
El canon XIV afirma: “Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados, y
se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está absuelto y justificado; o que
ninguno lo está verdaderamente sino el que cree que lo está; y que con sola esta creencia
queda perfecta la absolución y justificación; sea anatema.”
De entrada hay que reconocer que el concepto “fe” puede tener varios sentidos
diversos, y en cada texto bíblico habrá que determinar qué sentido es el que se está usando
en cada caso. Por una parte hablamos de la fe al referirnos a los contenidos de la fe, a las
verdades que uno cree y están en el Credo. Es la fe “nocional”. Así por ejemplo podemos
preguntar: “¿Crees en la existencia de Dios? ¿Crees en la presencia de Cristo en la
Eucaristía? ¿Crees en la virginidad de María? Santo Tomás la llama: fides quae creditur = la
fe que se cree. Es fe no salva, como afirma Santiago: “Hermanos, si uno dice que tiene fe,
pero no viene con obras, ¿de qué le sirve? ¿Acaso lo salvará esa fe? (Stg 2,14)
Por otra parte hay un concepto de la fe que llamamos “fiducial” y que viene a equivaler
a la “confianza”. Esa fe ya no se deposita en verdades abstractas, sino en personas.
Hablamos de tenerle fe a alguien, es decirse, fiarse de él. Según este concepto podríamos
preguntar: ¿Crees que Dios te ama? ¿Crees que Dios te ha perdonado los pecados? ¿Crees
que te vas a salvar, o que ya estás salvado? Santo Tomás la llama “fides qua creditur”, la fe
con la que se cree. Cuando Santiago dice que los demonios tienen fe (Stg 2,19), no se refiere
a esta fe fiducial, sino a la fe nocional. Los demonios creen que existe Dios, pero no creen
en el amor de Dios.
Igualmente ocurre con el concepto “obras”. Puede significar en muchos textos bíblicos
las “obras de la Ley”, es decir aquellos preceptos de la Ley de Moisés que dan identidad al
pueblo judío y le ayudan a mantener esa identidad para no mezclarse con los otros pueblos.
Entre estas obras estaría la circuncisión, la guarda del sábado, la dieta alimentaria. Son todas
estas obras de la Ley las que ya no obligan al cristiano porque formaban parte de la alianza
antigua y no de la alianza nueva.
Pero por otra parte, “las obras” puede referirse también las buenas obras, a la práctica
de las virtudes, a la guarda de mandamientos como no matar, no robar, no dar falso
testimonio, honrar padre y madre. Es evidente que se trata de preceptos que se mantienen en
la nueva alianza, como queda claro en el encuentro de Jesús con el joven rico, cuando Jesús
le enumeró las cosas que tenía que practicar para entrar en la vida (Marcos 10,19-20).
En el debate hay dos posturas parcializadas que habría que concordar.

93
La fe no es solo una fe fiducial, como pensaba Lutero, Si creo que Dios puede salvarme
aunque continúe pecando, ¿por qué no creer también que Dios puede cambiarme, incluso
aunque yo no lo perciba?146
La fe no es solo un conocimiento nocional abstracto de unas doctrinas. Es evidente que
una fe así no puede cambiar a nadie ni justificar a nadie. Es equívoco el enfrentar a Pablo
contra Santiago. Pablo dice: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras
de la ley” (Rm 3,27-28). Santiago dice: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:
‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?” (Santiago 2,14). En realidad
ambas frases no se contradicen porque enuncian cosas distintas que son ambas verdaderas.
En realidad ya Santo Tomás había hecho una síntesis: “El creer lo que Dios dice o creer
que Dios existe (credere Deo y credere Deum) pueden darse sin justificación [fe nocional];
pero el creer fiándose de Dios y tendiendo a identificarse con él (credere in Deum), que es el
acto de la fe propiamente tal (de la fe “formada), no puede darse sin Gracia y sin justicia; y
a ese tal creer [fe fiducial] le sigue siempre la justificación.147”
Quizás la frase retórica más expresiva de la tesis de Lutero es el “Pecca fortiter et crede
fortius”. Peca fuerte pero cree más fuerte aún. “Sé pecador y peca fuerte, pero confía y
alégrate más fuertemente aún en Cristo, vencedor del pecado, de la muerte y del mundo.
Hay que pecar mientras vivamos aquí. Esta vida no es la morada de la justicia, sino que,
como dice Pedro, estamos a la espera de cielos nuevos, de una tierra nueva en la que habite
la justicia.148”
A Lutero le pierde este tipo de retórica que probablemente tiene sus explicaciones
psicológicas, más que teológicas. Su experiencia de impotencia para guardar el celibato y la
castidad condicionaron mucho su necesidad de una seguridad al margen de las obras.
Es decir, Lutero nos invita a creer de modo que nuestra fe en el poder redentor de la
sangre de Cristo sea más fuerte que nuestros pecados, y entonces tendremos la seguridad de
estar salvados. En aquella experiencia de fe Lutero encontró su propia seguridad, sin que le
importaran ya en adelante sus pecados, porque tenía fe de estar ya salvado.
En realidad la posición católica en este punto no es del todo diferente de la de Lutero.
Hubo un cúmulo de malos entendidos por el clima de enfrentamiento que se dio por razones
históricas. Los teólogos luteranos y católicos hoy día han tratado de tender puentes entre
ambas concepciones de la justificación del pecador y concluyen que no hay realmente
ninguna diferencia importante que impida una comunión de pensamiento.
Creer en el amor no es siempre fácil, hay resistencias grandes en nosotros a creer en el
amor como pone de manifiesto un párrafo muy inspirado de González Faus que nos aclara
lo que está en juego en este debate. “La persona que nunca tuvo amor, y que por eso fue
haciéndose agresiva, egoísta, desconfiada y dura, cuando se encuentra ante la oferta de un
cariño noble, lucha contra él y tiende a rechazarlo. Y actúa así, tanto porque no puede acabar
de creérselo (y ella misma, sin querer, provocará situaciones que oscurezcan ese amor)
como porque defiende todo su modo de ser (único en el que hasta ahora cree haberse
encontrado consigo misma) y se niega a aceptar que su valor puede no estar en ella misma y
en su desesperada defensa de sí, sino en el amor que recibe. Por ello luchará
desesperadamente... hasta acabar aceptando o rechazando ese amor. Pero, si lo acepta,
comprenderá que todo su anterior modo de ser está llamado a desaparecer y a cambiar. (Y
quien se dedica, por ejemplo, a reeducar juventud marginada -a veces ya demasiado tarde-
podría explicar algo de esto mejor que nadie).149”
Una objeción de algunos católicos a la tesis luterana dice que si un cristiano está seguro
del amor de Dios, y está seguro de que al final se va a salvar en cualquier caso, podría

146
Ibid., p. 516.
147
STO. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, 28, 5 ad b.
148
LUTERO, “Carta a Melanchton”, en Obras, Edición de T. Egido, p. 387.
149
Proyecto de hermano, p. 509.
94
dedicarse a pecar impunemente sin miedo a ningún castigo. En realidad esta objeción ya la
presentó el propio San Pablo y la rechazó de plano. Al final del capítulo 5, Pablo terminaba
diciendo que la gracia sobreabundó donde abundó el pecado (Rm 5,20). “Pues ¿qué?
¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo! Si hemos
muerto al pecado, ¿cómo volveremos a vivir en él?” (Rm 6,1-2). Y más adelante dice:
“Díganme: el hecho de que ya no estemos bajo la Ley sino bajo la gracia ¿nos autoriza a
pecar? Claro que no” (Rm 6,15).
Está claro que es absurdo seguir pecando para que sobreabunde más la gracia. El pecca
fortiter et crede fortius (peca fuerte y cree más fuerte) de Lutero no deja de ser una
exageración retórica que el propio Pablo contradice cuando afirma que no es posible seguir
pecando, porque la Gracia supone precisamente la exclusión del pecado.
Lo dirá con dos imágenes, la de la muerte y la de la liberación:
a) Por una parte la vida de Jesús en nosotros da muerte al pecado. “Nuestro hombre
viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos
de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda librado del pecado” (Rm 6,6-7).
¿Cómo, pues, seguirá pecando?
b) Antes éramos esclavos del pecado, pero ahora somos “esclavos de la justicia”, ya no
estamos condenados a tener que pecar necesariamente. La gracia nos ha liberado del pecado.
¿Cómo podremos, pues, seguir pecando?
La psicología infantil nos ofrece una buena explicación. Cuanto más crea el niño en el
amor de sus padres hacia él, no se hará un niño desobediente y rebelde, sino un niño más
seguro. Y un niño que crece seguro es mucho más probable que sea un niño bueno. La
seguridad en el amor de sus padres no le inclina a portarse mal, sino que le inclina a portarse
bien. En cambio los desobedientes, los rebeldes son precisamente aquellos niños que se
crían inseguros, amenazados, los que no se fían de sus padres, los que tienen miedo a ser
abandonados. Esta inseguridad es la que les lleva a la delincuencia.
Bustos nos da un ejemplo para que entendamos cómo el hijo bueno no reacciona ante el
amor incondicional de su padre portándose mal con él. “Si Dios nos regala con todo su amor
¿qué razones tengo para actuar bien? Esas dos, que al final son la misma. Primero, que el
hombre ha de corresponder a la gracia de Dios, a su regalo, con su agradecimiento.
Segundo, que obrar el bien es bueno en sí mismo y es bueno para mí. La buena obra no
necesita justificarse por un premio ulterior, sino que se justifica sencillamente porque es
buena. Porque es buena para el hombre y esa es su realización.150”
Por supuesto que ese amor de los padres no es un amor consentidor de abuelito; sabe
establecer los límites, pero nunca deja dudas sobre su amor. Por eso dicen que los padres
nunca deben amenazar a su hijo diciéndole: “Si te portas mal, dejaré de quererte”. El amor
de los padres debe mostrarse siempre incondicional. Porque el niño que está inseguro del
amor de sus padres y crece en el temor de perderlo, será un adolescente problemático y más
tarde un delincuente hasta que consiga conocer un amor incondicional. Por tanto la objeción
de algunos católicos al pensamiento de Lutero revela una comprensión muy pobre de la
naturaleza del verdadero amor y sus efectos.

f) El papel de las obras en la vida del justo


¿Qué papel desempeñan en la concepción luterana las obras? “Hemos visto que el
reformador se niega rotundamente a ver en ellas la menor virtud justificante. Pero eso no
significa una recusación del recto obrar, que equivaldría en la práctica a la anomía ética (a la
amoralidad). El propio Lutero tuvo que atajar en este punto los malentendidos: “No
rechazamos totalmente las buenas obras; más bien las sostenemos y enseñamos. Ellas son,
en efecto, signo inequívoco de la santificación y, a la vez, cumplimiento de los mandatos
divinos, que sirve al bien común de los hermanos. Aunque no justifican ni merecen nada,
150
J. R. BUSTO, Dos conferencias sobre la gracia.
95
son la garantía de la autenticidad de la fe; de ahí que se haya podido hablar, a propósito de la
fe luterana, de una “fe sola nunca sola.151”
La contraposición fe-obras no es una desautorización taxativa de toda obra del hombre.
Rm 2,10-13 impone una cierta cautela, a la hora de responder a esta dificultad: “Gloria,
honor y paz a todo el que obre bien; al judío y al griego... Porque no son justos ante Dios los
que oyen la ley, sino los que la cumplen; ésos serán justificados” (cf. Rm 2,26). El texto
parece dar por bueno el principio retributivo de la recompensa a las obras: “En Dios no hay
acepción de personas”, por lo que “dará a cada cual según sus obras” (Rm 2,6.10).
Como dijimos en un párrafo anterior, la fe que justifica va siempre unida al amor y a
sus obras. “En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino
solamente la fe que actúa por el amor ()” (Ga 5,6; cf. 5,13-14). “Con nadie tengáis
otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama a su prójimo ha cumplido la ley... La
caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13,8-10).
El concilio de Trento habla de la “fides caritate formata”, es decir la fe informada por el
amor (DS 1531=D 800). La gracia santificante va siempre acompañada de la fe, la
esperanza y el amor, como virtudes teologales, es decir, como virtudes infusas por Dios, y
no como virtudes morales que sean fruto de un esfuerzo humano meritorio. “Estas virtudes
teologales consisten en liberar al hombre de moverse por la propia preocupación moral
sobre sí mismo, moviéndole por esa esperanza a la que abre la fe, y ese Amor por el que se
encuentra llamada la fe.152”
Lo explica así González Faus: “Aun recibida de Dios, esa fe-justificante no queda como
algo extrínseco al hombre que actúe en él sin casi tocarlo (éste es el peligro que
detectábamos al menos en algunos textos de Lutero), sino que se convierte en una
transformación del hombre, pues la fe-justificante implica una adopción de valores que son
los que se convierten en principio de actividad, porque no es posible una fe-en-el-amor, no
es posible dejarse envolver y cambiar por el Amor, no es posible creer que vale la pena la
oferta amorosa, sin que ello implique obrar como el Amor.
Como siempre San Agustín lo expresa magistralmente: “Dios actúa de tal manera que
hace que sea obra nuestra lo que es don suyo.153”
En cambio, sí que son posibles unas obras como las del Amor que no procedan del
amor, sino del interés propio, y que sean en definitiva —y como máximo— obras de la Ley.
Es lo que el evangelio reprueba a los fariseos. Por eso el primer efecto de la acogida del
Amor por el hombre no es todavía las obras, sino la muerte del hombre a su propio interés,
incluso al interés moral por sí mismo. Con esa muerte, el Amor de Dios ocupa el espacio del
yo. Esto es lo que Pablo llamaba “inserción en la muerte y resurrección de Cristo por la fe,
la esperanza y el amor” y consiguiente liberación del (o muerte al) pecado.154”

g) ¿Méritos de Cristo o méritos propios?


De una vez trataremos ahora de otra de las palabras que ha sido causa de confusión en
el debate católico-protestante-católico. Todos reconocemos que somos salvados por los
méritos de Cristo y no por los méritos propios. Pero una vez justificados, ¿es posible
merecer el premio que Dios nos da a las buenas obras que hacemos? ¿Podemos pasarle a
Dios la factura? El protestante dice claramente que no; el católico reconoce que el concepto
de “mérito” puede admitirse en un cierto sentido. Da miedo emplear hoy la palabra mérito.
Pocas categorías teológicas se hallan más en descrédito, y además con cierta razón. Sin
embargo, quizás no tenemos aún otra categoría para expresar un par de cosas importantes.

151
El don de Dios, p. 293.
152
Proyecto de hermano, p. 577.
153
SAN AGUSTÍN, Epist. 194. CSEL, LVII, p. 190
154
Proyecto de hermano, p. 578-79.
96
La parábola de los peones contratados en la viña favorece la tesis luterana. Al final el
salario que se paga a los peones no guarda proporción con lo que cada uno ha trabajado. Los
que llegaron al final reciben el salario completo que no han merecido, simplemente “porque
el Patrón es bueno y generoso” (cf. Mt 20,15).
a) El grado de profundidad y radicalidad del don de Dios, hace que Dios dé de tal
manera que lo dado por él sea totalmente del hombre. Es decir, que el Amor, que interpela
en la vida de Cristo, de tal manera nos mueve que hace más profundamente nuestro aquello
que suscita en nosotros: quod ex amore facimus máxime voluntarie facimus, (lo que
hacemos por amor es lo que hacemos más voluntariamente) escribía santo Tomás.155
b) Y, sobre todo, la idea de mérito es la única que tenemos para expresar la
asequibilidad de lo Inasequible. Se da por sentado que el hombre no puede merecer ante
Dios determinado bien terreno, sino “la vida eterna”, es decir, aquello a lo que menos
derecho tiene ante Dios. Es fundamental tener en cuenta que sólo respecto de esa “vida
eterna” tiene vigencia la categoría del mérito.156
Reproduciremos unos párrafos de Ruiz de la Peña en que resume este debate sobre los
méritos y nos aclara en qué sentido podemos aceptar esta palabra y en qué sentido no157.
“Con el crecimiento en la gracia y su dimensión escatológica tiene, en fin, que ver la
noción de mérito. Como ya sabemos, fue ésta una de las nociones más resueltamente
impugnadas por los reformadores, que veían en ella la atribución al hombre de un supuesto
derecho ante Dios. Con todo y por fortuna, también aquí se está revelando fecundo el
diálogo interconfesional.
La teología católica reconoce que el término no siempre ha sido empleado y entendido
correctamente, pero rechaza que su abuso invalide el uso. Y así, se esfuerza por depurar la
idea de mérito de todo asomo de autoafirmación humana, remitiéndose a la idea
innegablemente bíblica de recompensa escatológica, a la vez que se desmarca de la
concepción farisaica homónima con el reconocimiento de que “tan grande es la bondad de
Dios para con los hombres que quiere que sean merecimientos de ellos lo que son dones de
él” (DS 248, 1548 = D 141, 810). Por su parte, la teología protestante continúa mostrándose
reticente ante el uso del término y prefiere en su lugar otras denominaciones, aunque
conceda que “las intenciones esenciales escondidas en ambos (lenguajes)... pueden ser
compatibles”.
Al margen de la mayor o menor idoneidad de la palabra misma, al margen también del
uso o abuso del concepto, ¿qué es en realidad lo que se quiere decir con el concepto de
“mérito”? Sencillamente esto: nada de lo que en nosotros hay de bueno es transitorio; todo
lo bueno es definitivo. El tiempo no es capaz de erosionarlo; se mantiene incólume a través
de nuestra historia personal y madura para la eternidad. ¿Y eso por qué? Porque, aun siendo
nuestro, no procede sólo de nosotros, sino de Dios. Y en cuanto don de Dios -recuérdese la
expresión de Trento antes citada-, participa de su incorruptibilidad, o lo que es lo mismo, de
su irrevocabilidad escatológica. Todo lo cual pone de relieve que la libertad humana
agraciada es capaz de autotrascenderse, realizando actos que revisten ya la complexión de
esa vida nueva que llamamos vida eterna. En suma, “mérito significa eternidad en el tiempo,
llegada de la gracia de Dios y de la vida eterna a nosotros”.
No es, pues, el hombre quien “hace méritos”, según la expresión coloquial; ésa sería la
comprensión farisaica de nuestro concepto. Es Dios quien hace hacer al hombre
meritoriamente (y por supuesto también libremente); el que es en verdad hijo suyo va
inscribiendo sus acciones en la esfera inmarcesible de lo perpetuamente válido. “Cuando se
manifieste lo que seremos” (1 Jn 3,2), podremos comprobar que “no se pierde nada de lo
realizado”, sino que “el que ha llegado a ser es la plena realización de lo que podíamos ser;
155
SANTO TOMÁS, Summa Theologica 1ª2ae 114, 4, c.
156
J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, p. 530.
157
Don de Dios, pp. 382-384.
97
no queda ningún resto desaprovechado”. Por eso decía magistralmente Agustín que Dios “al
premiar nuestros méritos, culmina sus dones”.
Bustos resume así la postura católica acerca de los méritos: “Nuestros méritos no son ni
más ni menos que lo que la gracia de Dios ha conseguido hacer en nosotros. Hemos dicho
que la gracia es la comunicación de Dios, la gracia es la amistad. Esto significa que en la
gracia se puede crecer, como puede crecer la comunicación y la amistad. Se puede estar
cada vez más unido a Dios; la comunicación de Dios a nosotros puede ser recibida por
nosotros de una manera cada vez más plena. La gracia no es una cosa, sino que es algo que
se vive como se vive la amistad: puede ir a más y puede ir a menos; incluso puede perderse
como se puede perder la amistad. Entonces nuestros méritos son las buenas obras que
hacemos. Pero esas buenas obras son la actuación de la gracia en nosotros, la gracia que
previamente hemos acogido. Así pues, hacer más méritos es acoger más la gracia y dejarla
actuar más libremente en nosotros.158”

4. El debate sobre la justificación forense

a) ¿Justificación meramente forense?


Otro de los debates entre luteranos y católicos afecta a la naturaleza de la justificación.
Para Lutero el pecado original ha corrompido de tal manera la naturaleza humana, que esta
corrupción permanece en el hombre justificado a través de la concupiscencia que persiste en
él después del bautismo. La acción justificadora de Dios va a ser simplemente una
declaración por la que declara justo al pecador, pero no le hace justo. La justicia o santidad
le es imputada al pecador solo extrínsecamente.
“En vez de imputar al ser humano su pecado, Dios le imputa la justicia de Cristo. Se
trata, pues, ante todo, de una declaración, en virtud de la cual Dios tiene por justo al que era
(y continúa siendo) pecador. Por lo demás, el pecado remanente, pero ya no imputado,
aunque persiste, pierde su capacidad de “acusar, condenar, remorder, herir... La graciosa
misericordia divina le quita ese poder.159”
Se discute hoy si realmente Lutero sostuvo esta visión puramente extrinsecista de la
gracia que le achacan normalmente los teólogos católicos. Pero ciertamente hoy día se va
llegando a un consenso sobre la justificación entendida como un volver al hombre justo, no
simplemente declararle justo. Todo lo que hemos hablado ya sobre el proceso de
divinización de la gracia supone un cambio real en la naturaleza del pecador justificado.
“Es cierto que la Biblia habla muchas veces de la regeneración del hombre en términos
forenses. Pero es cierto también que el juicio de Dios no es, como los juicios humanos, una
mera declaración: la palabra de Dios es siempre eficaz, Dios “crea” lo que dice. Y por eso,
al declarar justo al pecador, Dios lo hace justo, “y por ello no es juez embustero.” (Faus
558).

b) Simul iustus et peccator


Ya al hablar del pecado original nos referimos a la famosa fórmula luterana según la
cual el pecador justificado sigue siendo pecador en un cierto sentido. Veíamos entonces la
posible comprensión de esta fórmula en un diálogo ecuménico, y lo mucho que nos puede
nos puede ayudar a comprender esa realidad de pecado que siempre está presente aun en las
personas más santas, y de la que solo se vieron completamente libres Jesucristo y su
Santísima Madre.
Veamos ahora cómo sonaba esta frase en los escritos de Lutero que causaron una
alarma profunda en Trento en cuanto que parecía negar la santificación efectiva del justo
158
J. R. BUSTOS, op. cit.
159
S. AGUSTÍN, Enarratio Psalmi 51.
98
redimido Después de tratar el tema del pecado original en la sesión V el 27 de junio de
1543, el concilio de Trento en su sesión VI abordó el tema de la justificación del pecador. El
decreto de la justificación se acordó el 13 de enero de 1547, con un solo voto en contra.
Consta de 16 capítulos y 33 cánones.
El capítulo 6 afirma: “La justificación en sí misma no sólo es el perdón de los pecados,
sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de
la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y
de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna.”
Como podemos apreciar el fondo del debate está en la naturaleza de la concupiscencia.
Es claro que la concupiscencia permanece en el hombre justificado. Pero en la doctrina
católica la concupiscencia no es pecado en sí misma. Viene del pecado porque es
consecuencia del pecado de Adán. Lleva al pecado en cuanto que lo favorece, e inclina al
hombre a pecar. Pero no es pecado en sí misma. Permanece en el hombre ad agonem, es
decir, para el combate, y en ese sentido es también parte de la cruz con la que el justo tiene
que cargar en su lucha diaria contra el pecado.
Desde la perspectiva luterana si la concupiscencia permanece en el justo, y la
concupiscencia es en sí misma pecado, queda clara la fórmula de cómo el hombre
justificado puede ser a la vez justo y pecador, y cómo la justificación no le afecta en su
íntima entraña porque no consigue eliminar la propensión del justo al pecado.
En la perspectiva católica, supuesto que la concupiscencia no es en sí misma pecado, su
permanencia en el justo no es un obstáculo para la justicia con la que Dios le reviste después
de haberle perdonado sus pecados personales, que desaparecen por entero. Volveremos a
tratar de este punto cuando hablemos de las vicisitudes de la gracia en nosotros, y de nuestra
posible recaída en el pecado después de la justificación.

c) Diálogo ecuménico hoy


Han pasado 500 años desde la reforma. El Papa Francisco viajó a Suecia para participar
en la celebración que hicieron los luteranos en este aniversario de la Reforma. Los
resultados de la división de la Iglesia de Occidente aún están necesitados de una sanación
profunda, pero el diálogo ecuménico emprendido con afán tanto por la Iglesia católica y las
otras Iglesias nacidas de la Reforma ha comenzado a dar frutos.
Superada la hostilidad y la radicalidad en los primeros planteamientos, hoy día se siente
la necesidad de comprender que los planteamientos de católicos y luteranos no son tan
incompatibles. Abrió el camino del diálogo un profundo estudio de H. Küng sobre la
justificación por la fe en Karl Barth. 160 Barth acepta la doctrina católica de que “la remisión
de los pecados no es ‘un perdón puramente verbal’, ‘un perdón como si'’, sino una
verdadera y propia cancelación de la culpa. La sentencia absolutoria no es una simple
declaración, es ‘una creación de realidad’ que sanea y renueva el más íntimo núcleo de lo
humano. La justificación efectúa la santificación real y efectiva del pecador.161”
Uno de los frutos de este diálogo es la declaración conjunta sobre la doctrina de la
justificación, suscrita por la Santa Sede y las Iglesias luteranas. “Una de las finalidades de la
presente Declaración conjunta es demostrar que a partir de este diálogo, las iglesias luterana
y católica romana[9] se encuentran en posición de articular una interpretación común de
nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo. Cabe señalar que no
engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a
recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las

160
H. KÜNG, La justification. La doctrine de Karl Barth. Reflexión catholique, París 1965. Hay traducción al
español
161
Ibid., pp. 87-96.
99
diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas
doctrinales.162”
La declaración sigue un esquema tripartito. Cada tema en diálogo comienza con un
párrafo que dice: “Juntos confesamos”, que contiene una formulación acordada. Luego
expone la interpretación católica sobre ese tema en términos que no resultan condenables
para los luteranos. Finalmente expone la interpretación luterana del tema en términos que no
son condenables para un católico.
“El acuerdo logrado afecta a la fe de católicos y luteranos, aunque aún subsistan
diferencias no a nivel de fe, pero sí a nivel de teología. Las diversas confesiones articulan la
fe común con diversidad de intereses, acentos y lenguajes; todo lo cual no es, sin embargo,
sino expresión del pluralismo (legítimo) de las respectivas teologías.163”
Se ha llegado también a un acuerdo semejante con la Iglesia anglicana, en el que se
declara que “la justificación no es un área en la que diferencias que quedan de interpretación
teológica o énfasis eclesiológico... puedan justificar nuestra prolongada separación.
Creemos que nuestras dos Comuniones están de acuerdo en los aspectos esenciales de la
doctrina de la salvación... También nos hemos dado cuenta... de la profunda significación
que el mensaje de la justificación y santificación sigue teniendo para nosotros hoy...
Ofrecemos nuestro acuerdo a nuestras dos Comuniones como una contribución a la
reconciliación entre nosotros”.
Supuesto, pues, un consenso en la fe común, no debe ignorarse que continúan
existiendo diversidad de acentos en las teologías respectivas, como los sigue habiendo al
interior de la Iglesia católica en las distintas escuelas de pensamiento. Pensemos por
ejemplo los debates sobre la gracia entre jesuitas y dominicos. Esos desacuerdos en absoluto
revelan una fe diferente entre aquellos que las sostienen.
Lo que ha cambiado completamente es la actitud de unos y otros. Hay épocas de la
historia en las que los contrincantes se esfuerzan por agrandar las diferencias, llevados de la
hostilidad y el rencor. Hay otras épocas de la historia en las que los contrincantes se
esfuerzan por subrayar lo que les une y utilizan un criterio más ecléctico a la hora de valorar
las cosas que aún nos separan.

5. ¿Vivir en pecado o vivir en gracia?


La teología ha tratado preferentemente el tema de la primera justificación, es decir de la
primera vez que una persona accede a la amistad con Dios, a la filiación, a la fraternidad, a
la inhabitación del Espíritu con todos sus dones y gracias, a la herencia de la vida eterna.
En cambio no se ha estudiado con tanto esmero el problema de la segunda justificación
del cristiano que recae en una vida de pecado y se aleja de Dios.

a) El rigorismo de los primeros tiempos


En la época patrística es conocido el rigorismo tan grande que había para con los
“relapsos”. Incluso hay algunos textos en el Nuevo Testamento que parecen excluir que los
relapsos tras el bautismo puedan ser de nuevo admitidos a la comunión eclesial. En el
tratado sobre el sacramento de la penitencia se estudia la intrincada historia de este
importante problema pastoral.
Podemos repasar algunos de los textos más hostiles hacia los relapsos, por ejemplo en la
segunda carta de Pedro: “Y si éstos, que se habían liberado de los vicios del mundo por el
conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, vuelven a esos vicios y se dejan dominar por
ellos, su situación actual resulta peor que la primera. Más les valdría no haber conocido los
caminos de ‘la santidad’ (la justicia) que, después de haberlos conocido, apartarse de la

162
Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, n. 5.
163
El don de Dios, p. 363.
100
santa doctrina que les fue enseñada. Se les aplica con razón lo que dice el proverbio: ‘El
perro vuelve a su propio vómito’ y ‘el cerdo lavado se revuelca en el barro’” (1 Pe 2,20-22).
Los sinópticos nos hablan de un pecado que no se perdona ni en este mundo ni en el
venidero (Mt 12,31-32). Se refieren al pecado contra el Espíritu Santo, que según la
interpretación común de la Iglesia es el pecado de quien se resiste a creer ante los signos de
Dios y atribuye la obra benéfica de Dios a la acción del demonio. No se puede perdonar,
porque ya no cabe arrepentimiento en el hombre que se ciega a sí mismo. También los
escritos juánicos hablan de un pecado “que es de muerte”. En el caso de otros pecados que
no son de muerte nos invita a que pidamos por esos pecadores para que el Señor les dé vida.
En cambio prohíbe que se pida por quien cometa ese pecado que es de muerte (cf. 1 Jn
5,16). La interpretación común es que se trata de la apostasía o ceguera voluntaria.
No menos riguroso es un texto de la carta a los Hebreos. “Si pecamos voluntariamente
después de haber recibido el pleno conocimiento de la verdad, no puede haber ya sacrificio
por el pecado; solamente queda la perspectiva tremenda del juicio y del fuego que devorará
a los rebeldes” (Hb 10,26-27). Y otro texto de Hebreos abunda en el mismo sentido: “De
todas maneras, es imposible renovar a los que ya fueron iluminados, que probaron el don
sobrenatural y recibieron el Espíritu Santo, y saborearon la maravillosa palabra de Dios con
una experiencia del mundo futuro. Si a pesar de todo esto recayeron, es imposible
renovarlos por la penitencia cuando vuelven a crucificar por su cuenta al Hijo de Dios y se
burlan de él” (Hb 6,4-6).
San Pablo es también testigo de esta actitud rigorista en su reacción ante el incestuoso
de Corinto que estaba conviviendo con su madrastra. Las instrucciones que da equivalen a
una excomunión de hecho. “Sepan que ya he juzgado al culpable como si estuviese
presente, pues estoy ausente en cuerpo pero presente en espíritu. Reunidos ustedes y mi
espíritu, en el nombre de nuestro Señor Jesús y con su poder, entreguen ese hombre a
Satanás; para destrucción de su condición pecadora, a fin de que se salve el espíritu en el día
del juicio” (1 Co 5,3-5). El individuo queda expulsado de la comunidad y se prohíbe a los
hermanos todo trato con él, para lograr la “destrucción de su carne”. ¿A qué alude?
Probablemente a que fuera de la comunidad va a estar más expuesto a enfermedades y
accidentes que le muevan a cambiar de actitud. En cualquier caso no se trata de un castigo,
porque lo que se busca es que su alma se salve en el día de juicio. En otras ocasiones insiste
Pablo en este alejamiento del pecador público de la comunidad.
Es claro que no se trata de un caso puntual único, porque Pablo vuelve a aplicar la
misma disciplina en el caso de todo un grupo de personas: “Les he escrito en mi carta que
no se junten con los que se dejan llevar de la lujuria. No me refiero a los lujuriosos de este
mundo en general, o a los avaros, explotadores e idólatras, porque en ese caso tendrían
ustedes que salirse del mundo. Les he escrito que no se junten con uno que, llamándose
hermano, es un lujurioso, avaro, idólatra, calumniador, borracho o explotador. Con ese, ni
comer. Porque no me toca a mí juzgar a los de fuera. ¿No juzgan ustedes a los de dentro? A
los de fuera los juzgará Dios. Expulsen fuera de ustedes al malvado” (1 Co 5,9-13).
La disciplina de la Iglesia en sus comienzos fue muy rigurosa y había algunos pecados
“imperdonables”· que solo se perdonaban en el lecho de muerte. Y en cualquier caso el
sacramento de la Penitencia como segunda tabla de salvación solo se podía celebrar una vez
en la vida. Esta disciplina se va relajando en la historia de la Iglesia hasta pasar por muy
diversas vicisitudes, hasta llegar a la disciplina actual que todos conocemos. Pero en
cualquier caso siempre se ha reconocido que el bautizado puede pecar gravemente y perder
el estado de gracia, y también que el cristiano relapso puede nuevamente reconciliarse con
Dios y con la Iglesia.

101
b) Una nueva comprensión de la ruptura y de la reconciliación
La llamada a la conversión se dirige primeramente a los que no conocen todavía a
Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el momento principal de la conversión primera y
fundamental. Pero la llamada a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos.
Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en
su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de
purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Este esfuerzo
de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal
51,19), atraído y movido por la gracia (cf. Jn 6,44; 12,32) a responder al amor
misericordioso de Dios que nos ha amado primero.164
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, “existen el agua y
las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia. 165” La Iglesia se refiere al
sacramento de la penitencia como un “segundo bautismo” o una “segunda tabla de
salvación”.
En la parábola del Hijo pródigo queda patente que el Padre sigue amando al hijo
pródigo a pesar de la grave ofensa que recibió cuando el hijo se alejó de él. Habría más bien
que decir que el hijo pródigo ha perdido su amor hacia su Padre, pero el Padre no ha perdido
su amor hacia él. Por eso quien tiene que convertirse es el hijo, no el Padre. No se ha alejado
el Padre del hijo, sino el hijo del padre; por eso para restablecer la amistad el que tiene que
volver es el hijo. Pero ¿qué es lo que le mueve a convertirse al hijo, a regresar? Aunque
quizás haya otros motivos, como el hecho de estar pasando hambre y necesidad, sobre todo
el hijo recuerda lo bueno que fue siempre su padre con él. Aquella experiencia de amor no la
ha olvidado y está bien activa en todo el proceso de su vuelta a casa.
Esencial para la vuelta del pecador a la gracia es el arrepentimiento, o dolor de corazón.
La contrición es el sacrificio a Dios de un corazón contrito y humillado por puro amor a
Dios, y nace de sentir la ingratitud que hemos tenido con la persona que más nos ha amado,
y lo mal que le hemos pagado todos sus favores y gracias, el daño que hemos hecho a sus
otros hijos. También ahora, en esta segunda “justificación” la iniciativa la sigue teniendo el
amor de Dios que continuamente a través de su Palabra sigue invitando a su hijo a volver,
asegurándole que será siempre bien recibido.

c) La pérdida de la gracia
Pero analicemos el momento de la ruptura, de la salida de casa. ¿Cuándo y cómo se
rompió la relación amistosa de Adán con Dios? No es el quebrantamiento de una norma
caprichosa de Dios lo que produce la ruptura. Adán y Eva han querido ser como dioses, han
querido definir el bien y el mal no con unos parámetros objetivos, sino solo en función de su
propio interés y conveniencia. Inmediatamente son Adán y Eva quienes se alejan de Dios y
se esconden de Dios (Gn 3,8). No es Dios quien se aleja de ellos. Él sigue acudiendo a la
cita con el hombre en el jardín. Son ellos quienes se alejan y se ocultan. “Tuve miedo
porque estoy desnudo y me escondí” (Gn 3,10). Es el hijo pródigo quien se va a vivir lejos
de la mirada de su Padre para disfrutar autónomamente la herencia. El Padre espera siempre
que vuelva y otea el horizonte todos los días por si le ve llegar. “Lo vio cuando estaba aún
lejos” (Lc 15,20).
Vemos pues que es posible “perder la gracia santificante”. A la luz de la nueva
comprensión de la gracia ¿cómo habremos de entender estos procesos? Tradicionalmente se
ha pensado que la pérdida de la gracia por el pecado es la pérdida de la amistad de Dios.
Pero a la luz de lo que hemos dicho sobre el amor de Dios a los pecadores no puede
mantenerse esta concepción de la pérdida de la gracia. Si “Dios nos ama cuando aún somos
pecadores” (Rm 5,8), ¿dejará de amar al pecador?
164
Catecismo 428.
165
S. AMBROSIO, Epistola 41, 12.
102
Es el pecador el que ha dejado de amar a Dios y en ese sentido ha roto la amistad que
les unía. La amistad es siempre cosa de dos. Ciertamente la ruptura con Dios pone en
suspenso esa inhabitación del Espíritu, la gracia increada, que era para nosotros fuente de
vida nueva trinitaria, de dones y de frutos sin cuenta y nos habilitaba para recibir esa
herencia que el pródigo dilapida al abandonar la casa paterna.
Obviamente no se ha extinguido el amor del Padre hacia ese hijo. Jesús vino como
testigo de esa solicitud que el Padre sigue teniendo por sus hijos perdidos, y de cómo los
busca a pesar de que ellos no lo busquen a él. “No ha venido el médico para los sanos, sino
para los enfermos. No he sido enviado a justos, sino a pecadores (Mc 2,17).
Nos preguntamos ahora por qué el pecado grave contra otras personas o contra uno
mismo supone inevitablemente el darle la espalda a Dios. El pecado más que un
quebrantamiento de una norma moral es una ofensa a Dios. Como dice González Faus no es
tanto una ofensa al Dios Amo, sino al Dios Amor. “Contra ti, contra ti solo pequé” (Sal
51,6). San Agustín habla del “amor de sí hasta el desprecio de Dios. 166” Santo Tomás aclara
que el hombre no puede ofender a Dios, no puede hacerle daño a Dios, sino en cuanto hace
daño a las personas a quienes Dios ama, al propio pecador y a sus hermanos los otros
hombres.167
Es más, el pecado es una realidad que solo pertenece al universo religioso. “El pecado
es un concepto estrictamente religioso, y sólo bajo ese prisma puede tener sentido. El
pecado es algo que califica exclusivamente a los creyentes en tanto que creyentes. Sólo es
propiamente pecador quien se siente pecador ante Dios, porque el pecado es una condición
revelada por Dios o, más exactamente, por su amor misericordioso. Sólo quien se ha sentido
perdonado por Dios entiende qué es el pecado y cuál es su gravedad. No tiene sentido hablar
de pecado, al menos como experiencia personal, a alguien que no cree en Dios y en su
misericordia. Es ocioso, y hasta contraproducente, hablar de pecado, cuando no se puede
hablar de la gracia divina. El no creyente puede hablar del mal, de la culpa, de la justicia, de
la pena, de la reconciliación... con todas las implicaciones que tienen estas realidades para
un creyente, o más si cabe; pero no de pecado ni de gracia.168”
La teología apoyándose en la Escritura siempre ha distinguido dos tipos de pecados, los
mortales que rompen esa relación de amistad entre Dios y el hombre, y los veniales que
debilitan en nosotros el amor, pero no llegan a apagarlo del todo. Ya dijimos que la primera
carta de Juan habla ya de dos tipos de pecado. “Si alguno ve que su hermano comete un
pecado que no es de muerte, pida y Dios les dará vida a los que cometan pecados que no son
de muerte; pero hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida. Toda
iniquidad es pecado, pero hay pecado que no es de muerte” (1 Jn 5,16-17). Obviamente solo
un pecado grave puede introducirnos a una vida en pecado, es decir, puede separarnos de la
comunión con Dios y con la Iglesia. Es sin duda un pecado grave lo que llevó al hijo
pródigo a vivir lejos de su padre y de su amistad.
Distinguimos también entre lo que es “cometer un pecado” –una acción puntual- y lo
que es “vivir en pecado” –una situación permanente. Es la comisión de un pecado grave la
que introduce en nosotros una situación permanente de pérdida de la gracia, que continúa en
el tiempo hasta que el pecador reconozca su pecado, se arrepienta, pida perdón a Dios, se
reconcilie con sus hermanos (la Iglesia) y repare el mal causado. Cuando todo esto suceda,
nuevamente el Espíritu Santo habitará en su corazón y la vida divina fluirá por sus venas.
Pero no es posible establecer una secuencia cronológica. ¿Qué es antes? ¿La experiencia de
la gracia o el arrepentimiento del pecado? ¿Cómo podría un hombre arrepentirse del pecado
sin experimentar en sí la gracia y el amor de Dios contra las que ha pecado? Ya nos hemos
referido a la gracia como delectatio victrix que vence los otros placeres malos que nos alejan
166
S. AGUSTÍN, De civitate Dei I, 14,28.
167
Summa contra Gentiles, 3, 122.
168
M. VILARASSAU, “Pecado de omisión”, Sal Terrae, mayo de 2009.
103
de Dios. No hay que arrepentirse primero para poder gustar esta delectatio victrix, sino que
será la delectatio victrix la que nos dará asco de los pecados en los que hemos vivido.
Uno vive en pecado cuando mantiene conscientemente su adhesión a una actitud
pecadora, cuando vive una mentira. Pensemos en el hijo a quien sus padres envían a estudiar
en Lima, y no estudia, y lleva una vida desordenada y falsifica las boletas de notas para
hacer creer a sus padres que está aprobando los cursos. No es que cometa pecados, sino que
“vive permanentemente en pecado”. Piénsese en la situación de un hombre casado que
mantiene a una querida engañando a su esposa. No se cuentan las fornicaciones sueltas que
comete. La realidad es que “vive en pecado” permanentemente.

d) La opción fundamental
Hablamos por tanto de momentos en que se puede pasar de vivir en gracia a vivir en
pecado, y momentos en que se puede pasar de vivir en pecado a vivir en gracia. Para
entender esto nos ayudará el concepto de opción fundamental (“Grundoption” de Fransen).
Podemos distinguir una doble libertad y un doble uso de la libertad. Uno es para las
continuas opciones que vamos tomando cada día en la vida. Pero hay también una libertad
fundamental más profunda que es la libertad para elegir el tipo de vida que uno quiere vivir,
lo que uno quiere hacer con su vida. Esta opción fundamental que orienta toda nuestra vida
no es un acto más como los demás actos, ni siquiera es el más importante de nuestros actos,
ni siquiera tiene que tomarse explícitamente. Es una orientación dinámica radical que se va
afianzando cada vez más a través de las sucesivas opciones que tomamos.
Esta opción fundamental es estable. No se puede estar cambiándola todos los días. Pero
una opción fundamental puede eventualmente ser cambiada por otra. Es lo que llamamos
una conversión, bien del pecado a la gracia o de la gracia al pecado. Normalmente los actos
sueltos no cambian la orientación básica del sujeto porque solo son efectos coherentes de la
opción ya tomada. Pero hay actos creadores que reconfiguran a la persona. Son siempre
posibles porque siempre queda un núcleo de libertad intangible. Son raros, porque el
hombre no puede cambiar frecuentemente la orientación y el equilibrio de su vida, el
equilibrio y el impulso de sus fuerzas...169

e) El crecimiento en gracia
Así como se puede cambiar la opción fundamental y pasar de vivir en pecado a vivir en
gracia y viceversa, también se puede crecer en gracia y disminuir en gracia. Si hemos
definido la gracia como la amistad trinitaria entre Dios y el hombre, como toda amistad, es
una relación que puede crecer y disminuir. Si el amor es como el fuego, puede ser más o
menos intenso. La acogida de una gracia nos prepara mejor para acoger otras gracias futuras
que el Señor nos irá brindando.
A este respecto González Faus cita una escultural frase de Agustín: “Cada cual es lo que
sea su amor.170” Y es claro que el amor admite un más y un menos, y tiene una historia en la
que a veces se inflama y otras veces está próximo a su extinción. Decíamos que la acción
del Amor de Dios en nosotros no debe expresarse en términos de causas físicas, sino en
términos de relación dialogal. Pues bien, una relación que siempre es llamada, como el amor
humano, no es sólo llamada en los tiempos del primer interés o del noviazgo, sino que sigue
siéndolo (aunque de otro modo) tras largos años de matrimonio. Podemos decir,
parafraseando a Trento, que “el comienzo de la justificación es el amor Personal de Dios
que se hace presente en nuestro interior como don y como llamada.”
Y añade Faus que “la Gracia no tiene por qué ser un mecanismo milagroso y de acción
instantánea (que es lo único que a veces esperan de ella los cristianos). Como llamada, y
169
Sobre este tema de la opción fundamental ver M. GELABERT, Salvación como humanización. Esbozo de una
teología de la gracia, Paulinas, Madrid 1985.
170
San Agustín, In Epistolam. Johannis II, 14. 507
104
como llamada a la liberación de una libertad esclavizada, la Gracia es más bien una historia
larga, un diálogo lento en el que a veces la experiencia inmediata no percibe progresos, o
incluso percibe retrocesos o batallas perdidas; pero donde la fuerza liberadora sigue
actuando.171”

f) La continua presencia del pecado en el cristiano en gracia


Al hablar del pecado original ya nos hemos referido a la fórmula luterana del “Simul
iustus et peccator”, según la cual el hombre justificado sigue siendo pecador. No queremos
repetir de nuevo aquí cuanto ya dijimos comentando un pasaje muy esclarecedor de Ruiz de
la Peña. Citaremos aquí solamente el resumen final:
“La fórmula del simul, rectamente entendida, constituye un precioso instrumento
hermenéutico para ponderar lo que es el estado de gracia y la misma gracia. Nos precave
contra una concepción estática y objetivante y nos abre a una concepción dinámica y
relacional. En cuanto expresión de una relación interpersonal, en efecto, eso que llamamos
gracia no es una cosa que se tiene o no se tiene; es más bien una realidad que conoce
diversas vicisitudes y asume variadas conformaciones en los distintos momentos de su
decurso; que se modula no según una trayectoria uniformemente rectilínea, sino descri-
biendo una curva a menudo sinuosa y accidentada. Si el justo no estuviese constantemente
asistido por un régimen permanente de gracias actuales, volvería a ser lo que fue y lo que
potencialmente continúa siendo: un pecador. Aunque sólo sirviese para recordamos esto, la
fórmula simul justus et peccator sería ya suficientemente valiosa -e irrenunciable- para la
teología de la gracia. Hay, pues, que saludar este elemento de la tradición protestante como
factor correctivo de eventuales unilateralidades de la tradición católica y, por tanto, como
una aportación positiva a la concepción cristiana del misterio de la justificación.
De hecho todos los santos afirmaban sentirse grandes pecadores, y no estaban
equivocados. No es una falsa humildad la que les llevaba a ser conscientes de su realidad de
pecadores. Cuanto más uno se acerca a Dios y a su luz, más clara se ve la distancia que nos
separa de él. Usando una metáfora, cuando el rayo de sol entra por la ventana vemos mejor
las impurezas que flotan en el aire. Solo los que están muy iluminados por Dios detectan
con finura estas impurezas.

C) GRACIA Y LIBERTAD

¿Quién tiene la última palabra en el hecho de que un hombre se salve o se condene?


Aparentemente no hay más que dos respuestas a esta pregunta tan clara.
Unos dirán que es Dios quien tiene la última palabra y decide libremente que unos se salven
y otros se condenen. En esta hipótesis no es el hombre quien decide porque ya está todo
decidido antes por Dios. Dios es el último responsable de la salvación o condenación de los
hombres.
Otros dirán por el contrario, que es el hombre quien tiene la última palabra y quien decide
libremente salvarse o condenarse. En este caso el hombre es el último responsable tanto de su
salvación como de su condenación. El hecho de que Dios le haya ayudado con su gracia puede
motivar el que el hombre esté agradecido a la ayudita que Dios le ha dado. Pero ha sido solo una
ayudita, la decisión última ha sido del hombre mismo. Es el justo quien ha decidido salvarse y es
el pecador quien ha decidido condenarse y es él solo la causa de su perdición
Estamos hablando de la responsabilidad última y decisiva. ¿Es de Dios o es del hombre?

171
Proyecto de hermano, p. 507.
105
Históricamente los pelagianos optaron claramente por atribuir la última responsabilidad al
hombre, atribuyendo a la libertad humana la última decisión. De alguna manera agradecen a
Dios porque él es quien nos dio la libertad de poder elegir el bien, pero el mérito de elegir bien
es nuestro. Las dificultades que tiene esta tesis son por una parte que el hombre podría entonces
enorgullecerse y presumir de que todo ha sido mérito suyo. Además parece que Dios ha perdido
el control de la situación y deja en manos de otros decisiones que deberían permanecer en sus
manos.
La posición contraria es la de Lutero y sobre todo Calvino. Desde toda la eternidad Dios ha
decidido con voluntad infalible que unos se salven, e igualmente ha decidido que otros se
condenen, previamente a cualquier decisión que uno u otro hombre puedan tomar. En este caso
se ve claro el señorío que Dios tiene sobre todo lo que sucede. No hay nada que se le escape de
la mano. Pero no se ve por ninguna parte la libertad humana, porque el hombre es simplemente
una marioneta en manos de Dios. Además parece injusto el que al margen de los méritos o de las
decisiones humanas Dios haya predestinado ya a algunos a la salvación y a otros a la
condenación.
En la espiritualidad oriental ya contamos la parábola de los monos y los gatos. En el caso de
los monos, cuando llega el peligro de una serpiente, el monito salta a los pechos de la mona y se
agarra fuertemente a ella. Seguidamente la mona salta a un árbol y huye de modo que el monito
se salva de ser devorado por la serpiente. Aquí la iniciativa ha sido toda del monito. En cambio
en el caso de la gata es distinto. Cuando la gata ve llegar a la serpiente agarra al gatito por la piel
de la nuca y se lo lleva a un lugar a salvo. En este caso la iniciativa ha sido toda de la gata. El
gatito se ha portado de una forma totalmente pasiva. Diríamos que la salvación del monito es
pelagiana y la del gatito es calvinista.

1. La controversia entre Pelagio y San Agustín

a) El pensamiento de Pelagio y los pelagianos


El pelagianismo surgió en el siglo V en algunas comunidades monásticas de lengua latina de
Europa occidental, para solucionar el problema de la contraposición entre la actuación de Dios y
la del hombre, y el modo cómo pueden dos voluntades distintas -la de Dios y la del hombre-
concurrir en una toma de decisión. El error de base tanto de Pelagio como de muchos de sus
opositores es el de concebir estas dos voluntades como contrapuestas, de tal manera que la una
tenga necesariamente que acabar anulando a la otra.
De una parte está la soberanía absoluta de la voluntad de Dios y por otra la autonomía del
hombre libre. ¿Cómo reconciliar esta soberanía de Dios con la libertad humana? ¿Es posible que
puedan armonizarse de manera que la una no anule a la otra?
Como ya hemos dicho, a lo largo de la historia de la teología hay dos herejías
fundamentales, es decir dos posturas radicales de distinto signo. La herejía de derechas 172 es la
que trata de salvar a toda costa la soberanía divina, aun a costa de anular la libertad humana. La
herejía de izquierdas es la que trata de salvar a toda costa la libertad humana aun a costa de
anular la soberanía divina. Como veremos ninguna de estas dos tendencias es satisfactoria,
porque lo que es radicalmente falso es el planteamiento.
Nos encontramos aquí con el debate teológico más largo de la historia de la teología. Duró
más de doce siglos, desde Pelagio a Jansenio. El mejor de los teólogos que han intervenido en
esta controversia es sin duda San Agustín, que trató extensamente este tema teológico en una
acerada disputa contra Pelagio y sus discípulos.
Pelagio reaccionaba contra el pesimismo maniqueo que considera el mal como un poder que
no está sometido a Dios; reaccionaba también contra el fatalismo pagano según el cual el
hombre no es libre porque está sometido a un destino ya fijado por los dioses, o incluso previo a
172
Es González Faus quien ha divulgado este calificativo de derechas e izquierdas para la mayoría de los debates
teológicos.
106
la voluntad de los dioses. Frente a estas tesis Pelagio tiene una visión optimista del hombre. Su
libre albedrío le permite elegir el bien o el mal autónomamente sin necesidad de una gracia
especial de Dios. La mejor prueba es comprobar cómo hay paganos que no creen en Dios y sin
embargo llevan una buena vida moral. “castos, pacientes, modestos, generosos, moderados,
benignos...” “Hay por así decir, una santidad natural en nuestro interior”, que refleja “cómo
hemos sido hechos por Dios.173
La libertad en el hombre tendría que ser una facultad autónoma que se mueva a sí misma sin
estar determinada por ningún influjo extrínseco. Hay tres aspectos distintos en la voluntad
humana: el poder (posse), el querer (velle) y el obrar (agere, esse). Según Pelagio, el poder hay
que atribuírselo a Dios que creó la naturaleza humana con esta facultad para poder elegir el
bien. En cambio el querer y el obrar han de atribuirse al hombre porque dependen de su libertad
autónoma. Por eso las buenas obras hay que atribuirlas al hombre que las ha querido y las ha
realizado y no a Dios que solo otorgó al hombre la posibilidad de llevarlas a cabo.
Las ideas pelagianas tuvieron una gran difusión gracias a la relación que hubo entre Pelagio
y su discípulo favorito Celestio, tanto en Roma como en Cartago y más tarde Juliano de Eclana.
Glz. Faus sostiene que por una de tantas ironías del lenguaje, resulta que los verdaderos “herejes
pelagianos” son éstos dos mucho más que aquél.
Según Celestio, “si nada puedo hacer sin el auxilio divino... no soy yo quien obra, sino el
auxilio de Dios en mí”; de donde se sigue que “en vano me dio la potestad del libre albedrío” 174,
pues “la voluntad que precisa de la ayuda ajena se destruye”. Juliano de Eclana advierte que la
libertad auténtica sólo puede subsistir cuando está exenta de toda coacción; de la coacción puede
nacer “el movimiento, pero no la voluntad.175”
Para los pelagianos la gracia sería sin más la misma naturaleza en la que fuimos creados.
Ella es la que posibilita nuestras buenas obras. “La gracia es un auxilio que Dios nos otorga, no
para poder sin más el bien (non ad posse simpliciter), sino para poder más fácilmente (ad
facilius posse) el bien que podemos ya naturalmente. Se trataría además, en todo caso de un
auxilio exterior (un buen consejo, un buen ejemplo), no de una acción de Dios en el interior del
hombre.176”
Esta visión positiva e inocente de la voluntad humana que por sí misma puede querer el
bien, revela que los pelagianos no admitían el daño causado a la naturaleza por el pecado
original, y minimizaban sus consecuencias en el hombre y la universalidad de la pecaminosidad
humana. Para Pelagio no puede haber en el hombre una pecaminosidad intrínseca, porque esto
pondría en tela de juicio la bondad de la creación. Pelagio negó la historicidad de una vida
paradisíaca y la existencia de un pecado original que hubiera afectado a toda la humanidad. La
concupiscencia y la muerte que experimentamos ahora no son consecuencia de un pecado
original sino que pertenecen a la naturaleza del hombre. El único efecto del pecado de Adán en
la humanidad es el mal ejemplo que nos dejó al cometer ese pecado. El hombre puede evitar el
pecado si pone empeño en ello, pues Dios no puede mandar nada imposible, y la libertad no ha
sido dañada por el pecado.
De alguna manera el pelagianismo retoma la religiosidad de obras del judaísmo farisaico
contra el que luchó San Pablo que entendía la religión como un contrato entre Dios y el hombre
en el que el hombre se comprometía a observar los mandamientos divinos haciéndose así
acreedor de premios eternos.
El pelagianismo no solo choca con la antropología del Nuevo Testamento, sino contra la
experiencia universal del hombre de su propia fragilidad, de lo inestable de su voluntad, de la
experiencia radical de indigencia. Pelagio nos recuerda en esto al fariseo de la parábola, que en

173
PELAGIO, Epistola ad Demetrium 3.
174
Enchiridion Patristicum, 1414.
175
Enchiridion Patristicum, 1416. Citados por RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, p. 275.
176
Ibid.
107
pie daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres, y exhibía ante Dios sus buenas
obras como un título para merecer ser escuchado (cf. Lc 18,9-12).
Sin embargo, como dice Ruiz de la Peña, “la obligada repulsa de las tesis pelagianas de
fondo ha de fijarse como límite el no menos obligado reconocimiento de la parte de razón que
asistía a sus patrocinadores, a saber, la necesidad de oponerse a toda suerte de fatalismo
desesperanzado o de indiferentismo ético.177”
Antes de terminar con Pelagio, digamos que él y sus discípulos fueron condenados en
distintas instancias, principalmente en el concilio decimosexto de Cartago (del año 418). Los
cánones más importantes sobre la gracia son el cuarto y el quinto (DS 226-227=D 104-105).
Condena el concilio a quienes piensan que la gracia es solo ‘la apertura de la inteligencia a los
mandatos para saber qué debemos desear, qué evitar’, sin que es misma gracia nos dé además “el
amar y el poder hacer” lo que hemos conocido que debía hacerse. También se condena a los que
piensan que la gracia se nos da sólo “para poder cumplir más fácilmente” los mandatos, como si,
sin ella, pudiésemos cumplirlos con solo el libre albedrío. La condena definitiva de Celestio tuvo
lugar en el concilio ecuménico de Éfeso (DS 267=D l26).

b) El pensamiento de San Agustín


“La polémica que Agustín mantuvo con los pelagianos se suele dividir en tres períodos o
etapas en función de quienes fueron sus adversarios. En el primer período se dirigió contra
Pelagio y su discípulo Celestio, esta etapa se caracterizó por una exposición teológica serena y
positiva, el segundo período fue contra Juliano de Eclana y estuvo marcado por una polémica
encendida y finalmente en el tercer período contra los monjes de Adrumeto y de Marsella volvió
cierta calma y se la caracteriza como la etapa de las aclaraciones en familia.178”
San Agustín expone su doctrina antipelagiana en muchos de sus escritos, pero quizás sea en
su obra De gratia et libero arbitrio, donde encontramos una exposición más sintética de su
pensamiento.
El primero de sus escritos sobre la libertad y la gracia es De peccatorum meritis et
remissione. Expone allí su pensamiento de una manera equilibrada. Afirma que el hombre no
puede por sus propias fuerzas evitar el pecado, pero eso no significa que Dios nos trate como si
fuéramos piedras desprovistas de razón y voluntad. Debe, pues, rechazarse la alternativa ‘o
libertad o gracia’. No es lícito, “defender de tal modo la gracia que demos la impresión de
destruir el libre albedrío”, como tampoco lo es “afirmar de tal suerte el libre albedrío que, con
soberbia impiedad, seamos ingratos con la gracia de Dios.179”
Con Pelagio se va a confrontar directamente en su escrito De natura et gratia. Para obrar el
bien no basta la posibilidad que nos brinda nuestra naturaleza humana, porque ésta ha quedado
dañada por el pecado. Pone un ejemplo muy bien traído: “De un hombre sano de pies se puede
tolerar que se diga: "Quiera o no quiera, tiene posibilidad de andar"; pero si tiene los pies
quebrados, aun queriendo, no puede andar. Así está viciada la naturaleza de que él (Pelagio)
habla. ¿A qué se ensoberbece, pues, la tierra y ceniza? Está viciada.180”
Solo con la gracia de Cristo podremos remediar la situación de pecado introducida por
Adán. Lo que en el fondo está en juego es la relevancia de Cristo y la salvación aportada por él.
“Si la justicia se logra (sólo) con los esfuerzos de la naturaleza, luego Cristo murió en vano.181”
El pelagianismo objeta que si el hombre no pudiese obrar el bien con los recursos de su
naturaleza, Dios nos estaría mandando cosas imposibles. A eso responde a Agustín con una de
sus frases más bellas. “Dios no manda cosas imposibles, pero al mandar sus preceptos te
amonesta para que hagas lo que está a tu alcance y pidas lo que no puedes, y él te ayuda para

177
Ibid., p. 277.
178
TRAPÉ, A., San Agustín. El hombre, el pastor, el místico, Editorial Porrúa, México 1994, p. 153.
179
Enchiridion patristicum 1723.
180
De natura et gratia, 49.
181
Ibid., 2.
108
que puedas.182” “Como se ve, de nuevo se rechaza la falsa alternativa (o libertad o gracia). En su
lugar se afirma: ‘ni libertad, ni gracia sola’. La libertad debe poner en juego sus posibilidades
(“hacer lo que puede”); la gracia pedida en la oración amplía su radio de acción capacitándola
para “lo que no puede” (por sí sola).
Es entonces cuando se comprende que, en el hombre de la actual economía, la libertad es
fruto de una liberación, y que la gracia, lejos de abolirla, es su mecanismo liberador. Con otras
palabras: el ser humano será tanto más libre cuanto más liberado, esto es, cuanto más dócil a la
gracia misericordiosa de Dios. Agustín expresa este pensamiento glosando Jn 8,36: “Nadie
puede ser libre para el bien, si no es liberado por quien dijo: 'si el Hijo de Dios les liberare,
entonces serán verdaderamente libres’.” Nuestro autor remata finalmente su pensamiento con
una brillante paradoja, muy propia de su inimitable estilo: ‘Serás libre si eres siervo; libre de
pecado, siervo de la justicia’183.
Para Pelagio, “una libertad que necesite la ayuda de Dios ya no es libertad”. Y lo mismo
repetirá su discípulo Celestio, según cita san Jerónimo: “quien dice que la voluntad necesita la
ayuda de otro, la destruye”184. Para Agustín, en cambio, “es por la Gracia de Dios como nuestra
voluntad se hace verdaderamente libre”185.
En el hombre subsiste la concupiscencia que supone una atracción hacia el mal. Para
vencerla no basta con saber que algo es malo y que no deberíamos hacerlo. “Al hombre no le
basta con conocer el bien. Para practicarlo tiene que amarlo y para amarlo tiene que contar con
un impulso que doblegue la delectación concupiscente. Eso es justamente lo que hace la gracia
en nosotros: “sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente”. En vista de
lo cual se hace evidente que ‘el libre albedrío no es aniquilado, sino antes bien fortalecido por la
gracia’.186 La gracia, en cuanto delectatio, no es vencedora contra la libertad, sino contra su más
temible enemiga, la concupiscencia nacida del pecado. “Pondus meum, amor meus”: donde
quiera que vaya, el hombre es llevado por el amor “como por un peso de balanza”. La gracia se
nos presenta así como “delectatio victrix”, un placer victorioso. Es el amor lo que realmente
pesa en la balanza de la voluntad.
Agustín escribió un hermoso texto autobiográfico en forma de oración, exponiendo cómo
solo el placer de la gracia fue capaz de vencer los otros placeres que esclavizaban su alma:
“Pero tú, Señor eres misericordioso y tu diestra, mirando en la hondura de mi muerte, de mi
corazón sacó y agotó todo un abismo de corrupción. ¡Cuán suave me pareció desde el primer
momento carecer de la suavidad de las vanidades que tanto había tenido miedo de perder, y que,
perdidas ahora, me llenaban de gozo! Porque tú, suavidad suprema y verdadera, las arrancabas
de mí, y en su lugar entrabas tú, que eres más dulce que todos los placeres superiores a la carne y
sangre; y más claro que la luz, y más interior que toda mi intimidad, y más sublime que todo
honor con que muchos se sienten en sí mismos encumbrados.
Ya era libre mi ánimo de la sujección a los cuidados de la ambición de honores y bienes, la
de revolcarme en el fango y rascarme las leprosas escamas de la concupiscencia. Ya podía
cantarte como te cantan los pajarillos al amanecer, a ti, mi Señor y mi Dios, que eres mi claridad,
mi riqueza y mi salud.187”

2. La controversia de auxiliis

182
“Deus impossibilia non iubet, sed iubendo monet et facere quod possis et petere quod non possis. Et ipse
adiuvat ut possis. Ibid., 50.
183
“Eris liber si fueris servus; liber peccati, servus justitiae”: In Ioannis evangelium, tract. 41,8. Comenta aquí
Agustín el texto de Rm 6,18. La cita aparece en El don de Dios, pp. 278-279.
184
Epist. 132,5: PL 22,1154.
185
Epist. 175,2.
186
De Spiritu et littera, 52.
187
Confesiones, IX, 1.
109
La controversia de auxiliis entre jesuitas y dominicos surge con virulencia a finales del siglo
XVI, como prolongación del antiguo debate entre Pelagio y el Agustín más radical. Dicho de
una manera quizás excesivamente simple, los jesuitas se convertirán en abanderados de la
libertad humana y los dominicos en abanderados de la gracia y la soberanía divina.
Ambas realidades deben ser defendidas con uñas y dientes. Sería terrible negar la libertad al
hombre porque le convertiría en uno más de los animales. Sería terrible negar que Dios tenga
últimamente control de todo lo que sucede en este mundo, porque en ese caso ¿dónde quedaría
nuestra confianza en él si no acaba de controlar últimamente los hilos de todo lo que sucede?
Los dominicos optaron por defender primeramente este control absoluto de Dios y luego ver
cómo quedaría eso de la libertad humana. Los jesuitas en cambio optaron por defender
primeramente la libertad humana y ver cómo quedaría después eso de la providencia absoluta de
Dios sobre todo lo que sucede.
El apasionamiento llevó a la mutua condena del adversario como hereje. Acabó en tablas y
poco a poco fue perdiendo interés, en la medida que ninguno de los contendientes consiguió que
la Iglesia condenara a su adversario. Más bien un decreto del Papa Pablo V en 1611, permitió
que unos y otros siguieran defendiendo su propia doctrina, con tal de que no acusasen de hereje
al contrario faltando a la caridad.

a) El acicate del determinismo protestante


Lo que en principio reavivó este debate fue el determinismo luterano, y sobre todo el
calvinista, que llegó a afirmar que hay una doble predestinación: a la salvación para unos y a la
condenación para otros. Los calvinistas se basan en algunas citas sueltas de San Pablo en la carta
a los Romanos, como cuando habla de Esaú y Jacob, los dos gemelos, y dice Dios que antes de
que hiciesen obras buenas o malas, “amé a Jacob y aborrecí a Esaú” (Rm 9,10-13; cf. Mal 1,2-
3). Más adelante a propósito de Moisés y del Faraón dice: “Dios usa de misericordia con quien
quiere y endurece el corazón de quien quiere” (Rm 9,18). Y con un ejemplo estremecedor Pablo
iguala a Dios con un alfarero que decide hacer con el mismo barro unas vasijas artísticas y otras
vasijas para contener las heces. Y todavía pone Pablo en labios del predestinado a la
condenación una queja contra Dios: “¿Y por qué se queja encima, si nadie puede oponerse a su
voluntad?” Responde Pablo a esta posible queja: “Amigo, ¿quién eres tú para pedir cuentas a
Dios? ¿Acaso dirá la arcilla al que la modeló: Por qué me hiciste así? (Rm 9,20). Según Calvino
esa predestinación a la condenación no sería injusta, porque el hombre no tiene ningún derecho
contra Dios, y aunque lo tuviera, lo perdió por el pecado de Adán.
La omnisciencia divina –Dios conoce simultáneamente pasado, presente y futuro-, supone
que Dios conoce ya ahora el futuro, es decir, ya sabe si una persona se salvará o no. Es algo que
está ya escrito y no depende para nada de nuestra voluntad y de sus decisiones. La omnipotencia
divina también se opone a la libertad humana, porque la voluntad de Dios no puede nunca dejar
de cumplirse.
Esta doctrina de la doble predestinación al cielo y al infierno fue absolutamente condenada
en el concilio de Trento (sesión VI, cánones XII y XVII). Nadie es predestinado al pecado ni al
infierno; los que se pierden, se pierden libremente; se pierden por elección, por obstinación, por
efecto de una perseverancia voluntaria en el mal; se pierden a pesar del mismo Dios, que quiere
su salvación y que les prodiga hasta el fin los medios suficientes para obrar bien.
Esta herejía de la doble predestinación puede tener además consecuencias prácticas muy
negativas. Por una parte puede llevar a la angustia a quien sospeche que está ya condenado
irremisiblemente o al abandono de todo esfuerzo ético por mejorar la propia conducta.
Pero, curiosamente, a pesar de que en esta teoría la conducta moral importa poco, sin
embargo de hecho la incertidumbre de si uno pertenece al grupo de los salvados o de los
condenados, puede ser un gran acicate para llevar una vida éticamente correcta, porque ésta
podría ser el signo de que uno pertenece ya al grupo de los salvados. De hecho así sucedió,

110
según Max Weber, a la moral calvinista de los holandeses que les llevó al puritanismo en sus
costumbres, y a la búsqueda del éxito económico como signo de predestinación188.
Como decimos, las tesis protestantes reabren los antiguos debates entre pelagianos y
antipelagianos. ¿Cómo conjugar la soberanía divina y la eficacia de la gracia con el libre
albedrío del hombre?

b) La posición de Agustín
El problema con Agustín, que va a ser muy citado a lo largo de esta controversia, es que
tiene textos para todo, tal como él mismo reconoció al final de su vida en su libro de
Retractaciones.189
Un prejuicio que va a tener mucho influjo en Agustín es pensar que una misericordia
indebida ha de ser necesariamente limitada190. Dice, por ejemplo: “¿Por qué da Dios esta gracia
que no corresponde al mérito humano? Respondo: porque es misericordioso. ¿Por qué no la da a
todos? Respondo: porque es juez. Por eso a unos da gratuitamente la gracia, y en los otros
muestra qué es lo que les ha aportado la gracia a aquellos que la recibieron. 191” Llega incluso a
decir que “la justicia la reciben muchos más que la misericordia, para mostrar así qué es lo que
merecían todos.192” De aquí que Agustín pueda ver sin ningún reparo a la inmensa mayoría de la
humanidad como una massa damnata, una masa condenada. Algo que hoy nos horroriza.
Otro prejuicio suyo es pensar que una misericordia plena y digna de gratitud debe ser
infalible. Por eso, “el número de los predestinados es tan fijo (certus) que ni se le puede quitar ni
añadir” (De corruptione et gratia XIII, 39). “Hay que atribuirlo todo a Dios para que el hombre
no piense enorgullecerse”. (De praedestinatione. sanctorum 7). Si la salvación dependiera de
algún modo de la respuesta humana, el hombre tendría algo de lo que gloriarse.
Un tercer prejuicio es concluir que una misericordia infalible (en intensidad) y limitada (en
extensión) no es compatible con que “Dios quiera que todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim
2,4). Por eso Agustín, para tratar de salvar esta afirmación bíblica precisa que “allí donde dice:
'Dios quiere que todos se salven', todos debe entenderse como muchos” (Contra Iulianum; PL
44,760). Otra argucia para salvar la afirmación paulina es que no quiere decir Pablo que no haya
ningún hombre a quien Dios no quisiera salvar... “sino que entendamos por 'todos los hombres'
todo el género humano distribuido por todos los estados... repartidos en todas las lenguas, en
todas las costumbres, en todas las artes, en todos los oficios... y en cualquier otra clase de
diferencias que puede haber entre los hombres. Pues ¿qué clase hay, de todas éstas, donde Dios
no quisiera salvar, por medio de Jesucristo..., a hombres de todos los pueblos, y lo haga, puesto
que es omnipotente y no puede querer en vano?193”
Con todo San Agustín tiene otros textos en los que llega a anular el papel de la libertad y de
la responsabilidad humana asumidos en el concilio de Orange que clausuró de momento la
polémica pelagiana. Este concilio negaba ya rotundamente cualquier asomo de una doble
predestinación a la salvación y condenación. Por una parte rechaza la división de los hombres en
dos clases: la de los salvados por gracia irresistible y la de los salvados por solo el libre albedrío.
La salvación siempre es atribuible a la gracia; nadie puede ir a Dios a no ser que “el Padre lo
atraiga” (Jn 6,44); o lo que es lo mismo, todo el que se salva, se salva por gracia. Se rechaza
también -y por cierto contundentemente- la predestinación negativa (que Dios “predestine al mal
a algunos”) y se subraya el papel de la libertad humana para la salvación: los bautizados pueden

188
M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona 1969.
189
“A partir de mis obras, que son muchas, sería posible sacar muchas cosas que, si no son falsas, lo parecerían”,
San Agustín, Retractationes, prólogo, 2; PL 32,584).
190
Para este desarrollo cf. Proyecto de hermano, pp. 458-460.
191
De dono perseverantiae c. 8.
192
De civitate Dei, XXI, 12.
193
Enchiridion 103.
111
y deben (“con el auxilio y la cooperación de Cristo”) cumplir lo que atañe a dicha salvación “si
quieren esforzarse fielmente” (DS 397=D 200)194.

c) El estado de la cuestión en debate De auxiliis


La palabra latina “auxilia” que da nombre a este debate se refiere a los auxilios divinos que
son necesarios para la salvación del hombre. El mejor representante de la postura dominica en
este debate fue Domingo Báñez, por lo que esa postura se suele conocer como bañezianismo, y
tendrá como sede Salamanca, mientras que la postura de los jesuitas tiene su mejor representante
en Luis Molina, de donde se la conoce como molinismo y tendrá como sede Valladolid.
En el fondo hay dos maneras de entender la libertad humana. Los dominicos la entienden
como capacidad para el bien y por eso está ligada a la realidad de la gracia, y no puede darse al
margen de la gracia. En cambio los jesuitas la entienden más bien como posibilidad de opción y
por tanto puede darse conjuntamente con la gracia y aun al margen de ella. Los jesuitas tildarán
a los dominicos de calvinistas, mientras que los dominicos tildarán a los jesuitas de pelagianos.
Expondremos primeramente la doctrina de Báñez. Postula que la creatura, al ser
contingente, no puede moverse a la acción por sí sola, y necesita un “empujón” de parte de la
causalidad divina. Este empujón se denomina “premoción física” y predetermina el acto del
hombre. Por eso el efecto será siempre aquel querido por la voluntad divina. Con la moción
moral, Dios ilumina el entendimiento y atrae la voluntad a realizar el bien y así, dispone al
hombre a dar una respuesta positiva a la salvación que Dios le ofrece. Pero para que ésta esta
respuesta tenga lugar, es preciso que la voluntad de la criatura sea "movida” por Dios, de cuya
libertad y de cuya acción depende la salvación.
Para Báñez siempre se hace presente la gracia de Dios como una gracia suficiente, que basta
para que el hombre en uso de su libertad opte por el bien. Pero el hombre puede rechazar esta
gracia suficiente y comete un pecado del cual se hace plenamente responsable. Sin embargo hay
ocasiones en que Dios concede una gracia eficaz que irremisiblemente empuja al hombre a
elegir lo bueno. Obviamente en este caso el hombre no tiene por qué gloriarse de su salvación,
que se debe no a la decisión que ha tomado sino a la eficacia del don que Dios ha querido
concederle.
Molina protesta diciendo que la realidad de esa premoción física divina anula la libertad
humana, y además le hace a Dios de algún modo responsable del mal que causa el hombre. Dios
no puede determinar al hombre en sus actos, porque la justicia y bondad divinas se verían
comprometidas: si el hombre no es libre, tampoco es responsable, y Dios sería responsable del
mal que comete y no sería entonces justo al recompensar y al castigar.
Molina elabora entonces otra explicación para conciliar el libre albedrío del hombre con el
dominio que Dios tiene sobre todo lo que las causas segundas libres deciden obrar. Para ello
acude al concepto de la ciencia media que Dios tiene acerca de los futuribles. Futuribles son
aquellas decisiones que se tomen teniendo en cuenta todos los factores que confluyen en esa
decisión. Dios sabe por la ciencia media lo que Fulano decidiría dado todo un conjunto de
condicionamientos previos, y escoge para él aquellas condiciones en las que Dios sabe que
escogerá libremente el bien o el mal. De ese modo no se suprime la libertad del individuo, pero
Dios sigue controlando últimamente todo lo que sucede. El hombre que libremente acepta la
salvación que Dios le ofrece en un determinado momento lo hace en virtud de una gracia cuya
eficacia estaba ya prevista por Dios, pero es también fruto de la decisión del hombre en el libre
ejercicio de su voluntad. Los bañezianos niegan que Dios tenga conocimiento de los futuribles
que puedan suceder al margen de su Causalidad, y por tanto la doctrina molinista no soluciona
nada.

d) Valoración de ambas propuestas

194
El don de Dios, pp. 284-285.
112
Decíamos que la fogosidad del debate fue poco a poco disminuyendo, porque ninguna de las
dos posturas acababa de convencer a nadie. En realidad no son las posturas las que eran
erróneas, sino el planteamiento, que intentaba saber demasiado, saber más de lo que se puede
saber acerca del misterio de Dios en su actuación con el hombre. Por eso había que buscar un
nuevo planteamiento a todo ese debate hecho no con un esquema mental de relación
interpersonal o de diálogo de libertades, sino con el esquema mental de armonización entre dos
causas físicas. Esta es la razón de por qué toda esa controversia estaba condenada al ridículo, y
por qué ha sido abandonada modernamente.
Reproduciremos un texto de Faus que hace una valoración negativa de ambas propuestas. Ni
Báñez ni Molina superan un burdo fisicismo al hablar de la acción de Dios. “La Gracia no
parece actuar como el Amor, moviendo desde dentro, sino desde fuera, como todas las causas
físicas. El hombre movido por una ‘premoción física’ está demasiado pensado en analogía con
los vagones tirados por una máquina o (para preservarle al menos la figura humana) con los
soldaditos de plomo movidos por la mano del niño, que es desconocida y trascendente para
ellos. Molina tampoco escapa a este fisicismo: no hace sino complicarlo más. Y su Dios se
parece al jugador genial de ajedrez que sabe que, al colocar un alfil en una determinada casilla,
lo convierte en víctima de la dama, pero sabe también que ese sacrificio conduce a la victoria
final: como la computadora perfecta que conoce todas las respuestas del adversario, y las
combina para llevarle así adonde quiere. El Dios de Molina es un poco más “educado” que el de
Báñez, pero tampoco nos da eso la seguridad de que sea el Dios cristiano. Por eso hay que
examinar un poco más despacio las categorías desde las que está pensada toda esta
controversia.195”
El planteamiento en el debate De auxiliis es ontológico. Trata de conjugar cómo pueden
existir un Dios creador de libertades o si la noción misma de libertad no es de por sí contraria a
la idea de un Dios-Creador. Se trata de una aporía insoluble, como la famosa aporía de Zenón de
Elea que demostraba sin fisuras lógicas la imposibilidad del movimiento. Y sin embargo al
margen de la lógica, el movimiento no se demuestra razonando sino andando.
Nadie podrá explicar jamás filosóficamente cómo Dios ha podido dar el ser a creaturas que
son capaces de hacerse-a-sí mismas, y menos todavía cómo tiene que Dios que relacionarse y
portarse con estas creaturas. Perdieron el tiempo todos los que intentaron hacerlo. Esta fue la
pretensión absurda de las disputas del s. XVI.
Sigue diciendo Faus que en el fondo de ese planteamiento está probablemente la
contaminación del cristianismo por la noción griega de Dios, así como la pervivencia en el
cristianismo de muchas nociones veterotestamentarias de Dios como poder absoluto, que el
mismo Antiguo Testamento se había ido encargando de purificar.
La verdadera cuestión es cómo se relacionan Amor y libertad. Para Faus, la Gracia no es
primero “algo” sobre lo que luego hay que preguntar cómo se armoniza con la libertad. La
Gracia es la liberación de la libertad, y sólo eso. Y no puede ser pensada al margen de esta
definición.

e) Un camino de solución de la aporía


¿Cómo armonizar libertad del hombre con el Señorío de Dios sobre todo cuanto sucede?
¿Cómo entender que un Dios omnipotente pueda crear voluntades libres? La concurrencia entre
la trascendencia divina y la inmanencia humana solo se puede explicar si realmente se sitúan
ambas en planos diferentes, de modo que no entren en competencia ni en colisión.
Hay que tomarse en serio la trascendencia de Dios como causa primera, que no actúa en el
mismo plano de las causas segundas. Solo así podremos entrever el misterio de que la
interacción entre Dios y el hombre es tanto más humana cuanto más divina, y tanto más divina
cuanto más humana. Dios no es más cuando nosotros somos menos, y nosotros no somos menos
cuando Dios es más.
195
Proyecto de hermano, p. 609.
113
Como señala Faus, al hablar de todo esto, los textos bíblicos son más modestos. No se
meten en filosofías. Sólo pretenden ofrecer un testimonio más sencillo: el testimonio de cómo,
de hecho, se ha portado o se porta con los hombres aquel a quien Jesús llamaba su Padre. Sólo
cuentan lo que Dios ha querido hacer, más allá (o más acá) de su poder, sin que tenga que pedir
para hacerlo una autorización metafísica de la razón humana. El hombre nunca podrá entender
que exista un Ser Necesario, capaz, sin embargo, de crear seres contingentes, pero libres, y sin
dañar por ello “la necesidad” de su ser; Pero, si el hombre cree en el Dios de Jesús, y no en el
Motor Inmóvil, deberá aceptar la libertad humana: no sólo porque la experiencia de los hombres
parece imponer esa aceptación, sino por todo lo que en ese concepto se contiene de misterio, de
dignidad y de responsabilidad.
Y por eso, cuando el cristiano hable de libertad humana (por pequeña y enferma que ésta sea
de hecho), ha de empezar a comprender que está hablando de un concepto que tampoco es
necesario, sino gratuito: es un don incomprensible, y en este sentido, habría que devolver a
Pelagio su parte de razón cuando decía que (al menos el inicio de) la Gracia era la libertad
misma.
Si se acepta esta “gratuidad” de los conceptos de libertad y de Gracia, entonces no hay por
qué borrar de la Biblia los textos bíblicos que otras veces han creado dificultades al sugerir una
predestinación absoluta (como el célebre texto de Pablo sobre el derecho que tiene un alfarero
para hacer “tanto vasos de honra como vasos de ignominia”): son un punto de referencia
fundamental, puesto que expresan, por así decir, lo que Dios podría haber hecho. Pero más
interesantes son otros textos, como el prólogo de Efesios, que claramente expresan no lo que
Dios podría haber hecho según su Causalidad Primera metafísica, sino lo que Dios ha querido
hacer de hecho en nuestra historia concreta. Y la Carta a los Efesios lo formula así: Desde toda la
eternidad, “antes de crear el mundo”, nos ha elegido para ser “santos” (es decir: como él) por el
amor y nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.
El “alfarero” tenía derecho para hacer los vasos que quisiera. Pero lo que anuncia la
revelación cristiana es que de hecho solo ha querido hacer vasos de “libertad gloriosa” (Rm
8,21). Bañezianos y molinistas, en cambio, le dictaban a Dios cómo tenía que actuar para ser
Dios, en lugar de oír de Dios cómo tienen que actuar ellos para ser hombres. Y esta acusación
significa que el lenguaje de la Gracia, por “teológico”, académico, erudito y científico que
pretenda ser, habrá de ser siempre, además y antes de eso, un lenguaje agradecido y de respuesta.
El teólogo ha de preocuparse más por hablar de la libertad humana (y del proyecto de Dios
sobre ella) que de la esencia metafísica de Dios. Es por eso por lo que hemos ido diciendo en
otros momentos que toda Gracia que no sea concebida como una liberación de la libertad habrá
de quedar fuera de estas páginas, puesto que no es de eso de lo que tratan las fuentes cristianas.

f) La gracia como liberación de la libertad196


Liberación de la libertad: he aquí el tema verdaderamente teológico. “Dios quiere que la
realización de la Salud del hombre, que es Su propia voluntad, sea efecto totalmente de la libre
voluntad de éste. A Dios no le interesa para nada un mundo de esclavos perfectamente sumisos,
pero sin voluntad propia, sino un mundo de amigos libres.”
Como decía el prólogo de Efesios, la humanidad del hombre está en el amor: el amor de hijo
y el de hermano". Si ahí están la verdad, la salud, la plenitud y la realización humanas, podemos
seguir arguyendo que la Gracia se da para amar, y para nada más. La Gracia no se da para
“guardar la Ley”, porque el cristiano no está bajo la Ley, sino bajo el amor, el cual es mucho más
exigente que la Ley, aunque de otra manera; porque la exigencia de la Ley mata, y la del amor
acaba liberando.
Y si la verdad del hombre está en el amor, si la Gracia se da para amar, y si el hombre sólo
es hombre cuando es libre, entonces debemos acabar comprendiendo que Gracia y libertad
“coinciden”, en lugar de repelerse (algo que ya se insinuaba oscuramente al tratar de la
196
Seguiremos en este apartado la reflexión del Proyecto de hermano en las páginas 612-614.
114
creación). La Gracia es posibilitación, realización y potenciación de la libertad. Y la libertad es
esa condición misteriosa (y, en el caso del hombre, misteriosa por sobrehumana y por
deshumanizada) que no puede ser movida por nada, pero que, sin embargo, sí puede ser movida
desde dentro por el Amor de Dios, realizándose así como libertad. El “ustedes fueron llamados a
la libertad” significa para las fuentes cristianas “pónganse unos al servicio de los otros por amor
('ágape')” (Ga 5,13-14).
Dice al respecto J. R. Bustos: “Algo semejante ocurre con la gracia. En la medida en que
nosotros recibimos la gracia, en esa misma medida somos más libres, porque libertad no es la
capacidad de elegir entre el mal y el bien, sino que libertad es la capacidad de elegir el bien.
Suponer que la libertad consiste en elegir entre lo bueno y lo malo es una corrupción de nuestra
percepción de lo que es libertad, producida precisamente por el pecado. Así pues, elegir el mal
no es propiamente libertad, sino esclavitud al pecado. Cuanto mayor gracia, más libertad y
cuanto más libertad, más elegimos el bien.197”
El protestantismo afirmaba que la única manera de atribuirlo todo a Dios era no atribuirle
nada al hombre. Y frente a esa concepción el catolicismo tuvo la audacia de afirmar esta
paradoja: la única manera de atribuirlo todo a Dios es atribuirlo también al hombre. Con esto se
confiesa una grandeza del Amor más originaria que la grandeza misma del Ser. “El plano de
actuación de Dios y el plano de actuación del hombre son planos que no compiten. […] Nuestra
actuación como hijos de Dios es al cien por cien obra de nuestra libertad y gracia de Dios
también.198”
Por eso la Iglesia católica no tuvo miedo de hablar de méritos, de responsabilidades del
hombre, de ese resto de libertad que queda en pie para ser reconstruido luego que el pecado
fracturó en mil espejos aquel cristal transparente de la libertad.
La única confirmación de todo esto es la experiencia humana: ha habido hombres que
creyeron experimentar profundamente la acción de Dios en ellos, sin experimentar por eso una
pérdida, sino una reconquista de su libertad. Repitamos sólo el testimonio de Agustín:
“¿Anulamos la libertad con la Gracia? Ni hablar, sino que más bien la establecemos. Pues lo que
hace la Gracia es dar salud a la voluntad para amar libremente la justicia.199”
Importante en este texto no es sólo la afirmación palmaria de una fundamentación de la
libertad. Lo es también el camino para esa afirmación. A la pregunta de en qué consiste la
Gracia, nuestro texto da una respuesta bien nítida: en amar libremente (libere diligatur). Amor y
libertad, por fin, identificados. Absurdamente identificados, ante un mundo que sólo sabe ser
libre dejando de amar y que tantas veces ama de forma que pierde su libertad. ¿Es posible
identificar ambos conceptos? Es absolutamente necesario, cuando el objeto del amor es aquello
que constituye el ser del hombre, lo “justo” del hombre, la justicia, que es la verdad misma de
las cosas y que consiste en la relación filial y la relación fraterna del hombre.
La libertad entendida como libre albedrío, es decir como capacidad para escoger entre el
bien y el mal, es todavía un modo de libertad muy imperfecto. A medida que se perfecciona la
libertad se hace menos capaz de elegir el mal. Jesús que fue soberanamente libre no podía elegir
sino el bien. Los santos en el cielo que son ya perfectamente libres no pueden elegir sino el bien.
El amor de un marido a su esposa es tanto más libre cuanto la posibilidad de traicionarla va
quedando más distante. Ese amor que cada vez deja más remota la posibilidad de perderse va
siendo cada vez más libre.
Para San Pablo y San Agustín el que peca, peca libremente porque actúa de una manera que
podría haber evitado; el libre albedrío es ejercido al pecar. El pecador, al pecar, “libremente” se
convierte en esclavo del pecado. “Veo el bien y lo apruebo, y sin embargo hago el mal” (Rm
7,19). Para que haya un pecado tiene que haber libre albedrío. Los locos y los niños no son
197
J. R. BUSTOS: Dos conferencias sobre la gracia.
198
Ibid.
199
“Liberum arbitrium evacuamus per gratiam? Absit sed magis liberum arbitrium statuimus ... quia gratia
sanat voluntatem qua iustitia libere diligatur. De Spiritu et littera XXX, 52.
115
responsables de conductas inmorales. En este punto son como los animales, no pueden actuar de
otra manera.
Pero el libre albedrío es en muchos casos todavía una libertad enferma, una libertad
disminuida. Más libre es el que elige no pecar; y mucho más el que ni siquiera puede pecar.
En este sentido Cristo y el mismo Dios son plenamente libres precisamente en su incapacidad
para hacer el mal.
Con un ejemplo podemos explicar esta paradoja del libre albedrío. Quien comete un error en
una operación matemática lo hace en uso de su facultad racional. Los animales no se equivocan
en las cuentas. Pero yerra por un defecto en su uso de la razón. Otra persona más inteligente no
cometería ese error. Cuanto más se perfecciona el uso de la razón, disminuyen los yerros.
Lo mismo pasa con la libertad. Quien elige el mal lo hace usando su libertad, pero una
libertad defectuosa. Cuanto más perfecta sea la libertad, más se excluirá la posibilidad de elegir
conductas malas. La libertad perfecta excluye del todo la posibilidad de elegir el mal. Porque la
esencia de la libertad no es la elección entre dos cosas, sino la autodeterminación, es decir, Los
anteriores conceptos de libertad son negativos y se llaman también "libertad de". El tercero nos
presenta la libertad como función de la autorrealización: el hombre es libre para realizarse
como hombre desde su libertad, comprometiéndose con lo más íntimo y radical de su ser hombre
y de su ser libre. Hablamos en este caso de la “libertad para”.
Ya san Agustín distinguía entre la libertas minor o libre albedrío y la libertas maior o
capacidad de realizar el bien con vistas al fin. La verdadera libertad es más que libre albedrío, es
la capacidad del hombre para autorrealizarse. Es la aptitud de una persona de disponer de sí en
orden a su realización, a construir su propio destino.
Libre es, no sólo el que no está determinado por otro ni está determinado por sus propios
impulsos y pasiones, sino el que se determina a sí mismo desde lo más constitutivo de su ser y
de su libertad. Cuando el objeto de nuestro querer es central al mismo dinamismo de nuestra
libertad, la libertad no sólo es compatible sino que encuentra su sentido y razón de ser en “no
poder no querer” y a la vez “no querer no querer” aquello que quiere. Libre es el que libre y
necesariamente quiere aquello que le hace ser libre, la raíz y el sentido pleno de su libertad, así
como las concreciones incorporadas a su identidad por su biografía. Este concepto ve la libertad
como autorrealización a la vez libre y necesaria.
Un caso típico en que puede verse este tipo de libertad sucede cuando uno se ata a sí mismo,
como hacía Demóstenes, para prohibirse a sí mismo hacer algo que no quiere hacer. Demóstenes
quería estudiar y tenía miedo de las tentaciones de pereza que le invitaban a irse a divertir. Para
eso se ataba a la silla con una cadena, y le daba la llave del candado a un familiar. Cuando luego
le venían tentaciones de dejar el estudio y marcharse, ya no podía ceder a esas tentaciones. ¿Era
libre ese Demóstenes atado? Mucho más libre que el Demóstenes no atado que ponía en riesgo
su dedicación al estudio.

116
D) LA UNIVERSALIDAD DE LA GRACIA

1. La gracia fuera de la Iglesia

a) El dicho: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”


Las doctrinas sobre la predestinación ocasionaron entre los protestantes, como ya hemos
visto, una necesidad de estar seguros de que ellos eran los salvados, y les lanzó a una búsqueda
de indicios de la salvación, como los que ya hemos comentado a propósito de los calvinistas.
En la Iglesia católica el problema no fue tan extremoso, porque la teología católica de la
predestinación no era tan radical como la de los protestantes. Sin embargo desde el siglo XVII se
observan toda una serie de devociones que de algún modo buscan obtener la seguridad de la
salvación. Pensemos, por ejemplo en los 9 primeros Viernes al Sagrado Corazón o algunas de las
devociones marianas.
Como resultado de esta misma dinámica se fue considerando la pertenencia a la Iglesia
como señal, al menos negativa, de la predestinación, y se fue considerando como reprobados a
todos los no-católicos. Este es uno de los resultados que de hecho tuvo la aparición del
jansenismo, que quizá no era más que una consecuencia lógica hasta el final de la soberbia de la
teología de la predestinación: Cristo no ha muerto por todos. Y precisamente porque el
jansenismo era una consecuencia lógica del mundo en el que había nacido, por eso resultó tan
difícil condenarlo.
Le ha costado mucho tiempo a la teología llegar a afirmar sin reticencias que Dios ofrece su
gracia a todos los hombres, incluso a los que están fuera de la Iglesia, es decir, que Dios ama a
todos los hombres. La tesis está claramente expuesta en la Escritura: “Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Pero ni con una
afirmación tan taxativa de la universalidad de la salvación, pudo la Iglesia superar el adagio
tradicional de que “Fuera de la Iglesia no hay salvación.” Estaba de algún modo grabado en el
subconsciente colectivo.
A finales del siglo XVII, un paso definitivo para la conquista de la universalidad de la gracia
fue la condena de las tesis jansenistas que había radicalizado algunas propuestas de San Agustín.
Faus atribuye la actitud restrictiva de la gracia a una mentalidad “de derechas” que cree que hay
que afirmar a Dios a costa del hombre, y que Dios será más Dios si se ocupa menos de los
hombres o incluso si los ama menos. Por querer defender al Dios Amo, acaban perdiendo al Dios
Amor que se manifiesta en la Biblia tan claramente, ya incluso en el Antiguo Testamento.
En el libro de Jonás queda condenada y ridiculizada la actitud del profeta que no quería que
el Dios de Israel fuera el Dios de todos, incluidos los odiados ninivitas. A Jonás le molestó que
Dios hiciera llegar su gracia a los perversos habitantes de Nínive y no destruyese la ciudad. Le
parecía que Dios estaba siendo demasiado generoso hacia quienes no merecían tanta gracia, sino
más bien un terrible castigo.
Se da en el jansenismo una tendencia a pensar que aquellos cuya conducta moral es más
perfecta son más amados por Dios y cuentan con una gracia mayor que aquellos que viven en
pecado. Esto contradice la actitud mostrada por Jesús hacia los pecadores cuando dice que el
médico no ha venido para los sanos sino para los enfermos, o cuando narra las preciosas
parábolas de la oveja, la moneda y el hijo perdidos.
Otra tendencia jansenista afirma que Dios no concede su gracia fuera de la Iglesia y que por
tanto todos los no católicos están en el camino de la perdición. Las circunstancias de las guerras
contra el Islam, las guerras contra los protestantes y el descubrimiento de nuevos mundos
dejaron claro que la fe católica ya no era un dato evidente para todos. Y por tanto para llegar a la
fe católica uno tendría que haber recibido una gracia especial que no se concede a todo el
mundo.
Además, ni siquiera la fe católica es suficiente para garantizar la salvación a todos, ya que
hay muchos creyentes católicos que llevan una vida de pecado. Por tanto si no todos los
117
católicos se salvan, ¡cuánto menos los que no tienen la fe católica! Se concluye que los infieles
claramente no han recibido la gracia de Dios, no son predestinados o incluso son negativamente
predestinados a su condenación.
La derrota final del jansenismo fue un momento crucial en la historia de la teología, pero
todavía quedan muchos resabios que hay que ir eliminando. Pensemos por ejemplo en la
dificultad del catolicismo para una inculturación profunda en los países “paganos”, y para una
misión entre infieles que no sea colonialismo cultural. Recordemos los fracasos de la
inculturación intentada por los jesuitas en la India y en China, que fueron violentamente
abortados por la Curia romana.
Señala también Faus como consecuencia de estas actitudes jansenistas un cierto abandono
de los pobres por parte de la Iglesia. Si consideramos que los pobres (católicos) estaban al
menos en el camino de la salvación, habría que preocuparse preferentemente de la misión a los
infieles que estaban en un riesgo más grave de la condenación eterna. San Vicente de Paúl tuvo
que soportar angustias de conciencia porque en su dedicación a los pobres estaba dejando de
predicar a los infieles.
En el Vaticano II quedará finalmente confirmada la universalidad de la gracia, como queda
patente en este párrafo de la Constitución pastoral Gaudium et Spes: “Eso (la asociación al
Misterio pascual y la conformación con la imagen del Hijo) no vale solo para los cristianos, sino
también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la Gracia de modo
visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre es, en realidad, una sola, es
decir: divina. En consecuencia debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad
de que, en forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran
misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a sus fieles” (GS, 22).
Y como la liturgia es la mejor expresión de la vida de la Iglesia podemos ver cómo esta
concepción aparece en el memento de difuntos en las nuevas plegarias eucarísticas. En la
plegaria II se pide: “Acuérdate Señor, de nuestros hermanos que murieron en la esperanza de la
resurrección y de todos aquellos que murieron en tu misericordia”. Puede notarse el contraste y
la semejanza entre estos dos grupos, y cómo la plegaria se extiende no solo a los que murieron
con esperanza sino a otros que sin esperanza murieron en la misericordia de Dios. En la plegaria
eucarística V se ora también por “aquellos cuya fe solo Tú conociste”, dando a entender que hay
muchos cuya fe no fue conocida por nosotros, y quizás tampoco por ellos mismos, pero sí fue al
menos conocida solo por Dios.
El propio San Agustín comentando Rm 2,14, ya estaba abierto a esta apertura de la gracia a
los no creyentes. Dice San Pablo que “los paganos que no tienen Ley, cuando obran por
naturaleza de acuerdo con la Ley, se convierten en Ley para sí mismos, y muestran que llevan la
Ley escrita en sus corazones.” San Agustín interpreta a Pablo dando un paso adelante. Esos no
creyentes que cumplen la ley en sus corazones no solo obran por “naturaleza”, sino también por
Gracia.200 “¿De dónde podrá decir que es justificado el pagano que obra de acuerdo con la Ley,
sino de la Gracia del Salvador?” “No se objete que Pablo dice que el pagano guarda la Ley por
‘naturaleza’ y no por el Espíritu Santo, no por la fe o por la gracia. Pues lo que hace el Espíritu
es que esa imagen de Dios que pertenece a nuestra naturaleza se instale en nosotros. Es el
pecado lo que no pertenece a nuestra naturaleza. Y de eso nos cura la Gracia”.
Este texto de Romanos ha sido finalmente recogido en el Vaticano II de una forma
inequívoca: “Quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no
obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir
con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la
salvación eterna” (LG 16).
Otro aspecto diverso que no podemos tratar ahora es cómo estas personas que sin una fe
explícita en Jesucristo pueden llegar a la salvación, sin embargo en cualquier caso se salvan por
la gracia de Cristo, porque “no se nos ha dado otro nombre en el cual podamos ser salvos” (Hch
200
Hay textos preciosos en este sentido en su tratado De Spiritu et littera, XXVI, 44-46.
118
4,12). Aun ignorándolo, estas personas se salvan porque son adoptadas por el Padre como hijos
en el único Hijo, y el Espíritu de Jesús habita en ellos, aunque no sean conscientes de ello.
Rahner popularizó la expresión “cristianos anónimos” para referirse a estas personas que
poseen la gracia de Cristo sin ser conscientes de ello. Se pregunta Gelabert: ¿Puede darse el caso
de que alguien experimente la gracia, pero no la refiera a Dios? ¿Es posible una experiencia de
la gracia fuera de un clima religioso?
Y él mismo responde: “Al dar de comer al hambriento, el hombre, aún sin saberlo, se
encuentra con Dios, afirma con toda claridad el Evangelio (Mt 25,35). A veces se oye decir que
los valores naturales son santificados según la intención con que se realizan. No me parece que
esta sea una buena perspectiva. ‘Tuve hambre y me distéis de comer’ y, al hacerlo, Dios estaba
allí. Su presencia no dependía de ninguna "intención" especial. Ya hemos dicho que la
divinización es nuestra humanización. La proposición inversa también es verdadera: la
humanización nos diviniza, nos hace hijos de Dios. Ahora bien, el que pueda vivirse la gracia
fuera de las dimensiones estrictamente religiosas, el que uno pueda encontrarse con Dios y no
enterarse, y desde luego, el que lo importante no sea el enterarse sino el encontrarle, no debe
hacernos minusvalorar la importancia del enterarse. La toma de conciencia no añade ‘más
encuentro’, por así decirlo. Pero sí que añade calidad de vida. La alegría de saber que somos
hijos de Dios, la alegría de sabernos amados, es una gracia nueva con relación a la gracia de
encontrarle sin conocerle. En la toma de conciencia hay un aumento de gracia.201”

b) El pensamiento de Jansenio
Cornelio Jansen, un clérigo holandés afincado en Francia que se desempeñó como obispo de
Ypres, es el fundador de una tendencia teológica rigorista que tuvo un gran predicamento en el
siglo XVII, y llegó a formar escuela con el nombre de jansenismo. Su obra principal, el
Agustinus, se publicó a título póstumo en 1640, después de su muerte. Recoge su exhaustiva
lectura de las obras de San Agustín durante veinte años en los que llegó a leer diez veces la obra
completas del santo y 30 veces su tratado contra los pelagianos.
Ya al año siguiente, el libro fue condenado por el papa Urbano VIII, pero Jansenio tuvo
seguidores entusiastas en la familia Arnaud que mantuvieron encendida la llama jansenista
durante varias décadas, y tuvieron pronto como su promotor más ilustre al escritor Blas Pascal,
enemigo acérrimos de los jesuitas, que son quienes se enfrentaron contra las tesis de Jansenio.
Finalmente en 1664 el papa Alejandro VIII obligó a firmar el repudio de las cinco tesis
jansenistas que ya habían sido condenadas anteriormente por Inocencio X.
El primer error de Jansenio fue pensar que todos los dones sobrenaturales y preternaturales
de Adán eran debidos a su naturaleza humana, y no fueron dones extra concedidos a Adán. Por
ello al perder esos dones por el pecado original, la naturaleza humana quedó en un terrible
estado de indigencia y postración. Nuestra voluntad de resistir a la concupiscencia es nula. No
puede escapar a la atracción de los malos placeres salvo si se ve favorecida por Dios con un
deleite espiritual vencedor: la delectatio victrix que triunfa sobre la concupiscencia fortaleciendo
la voluntad libre hasta hacerla invencible ante los deseos de la naturaleza.

c) La limitación de la gracia en Jansenio y su refutación


En 1653 lnocencio X condenó cinco tesis de Jansenio, la quinta y última de las cuales
afirmaban simplemente que Cristo no murió ni derramó su sangre por todos los hombres, y que
sostener tal cosa seria herético (semipelagiano).
La visión de Jansenio se resume así:
1) El hombre, en realidad, no es libre (o su libertad es inservible e inútil: cf. proposición 3ª).
2) Por eso el bien le es imposible al hombre (cf. proposición 1ª).
3) Y la Gracia, si se le da, tiene que ser irresistible (cf. proposiciones 2ª y 4ª).

201
M. GELABERT, op. cit., pp. 105-106.
119
Tanto el pecado como la Gracia han de ser invencibles. Y, por tanto, si los hombres no son
mejores, es porque no tienen más Gracia. Y esta conclusión parece probada incluso por el
nombre mismo de “Gracia”: la razón humana parece incapaz de concebir que algo gratuito sea
dado a todos. La razón del individuo piensa “competitivamente”; por tanto, lo que es gratuito no
puede sobreabundar. Por otro lado, ante el espectáculo de un mundo que no parece marchar bien,
sino cada vez peor, el único remedio que encuentra la razón jansenista para salvar el dominio
supremo de Dios no consistirá en afirmar su Paciencia, sino en negar Su Voluntad Salvadora: no
hay más hombres buenos porque Dios no lo quiere, a fin de poder hacer brillar también su
justicia.202”
Según Jansenio, aquellos cuya conducta moral parece mejor que la de los demás deben esa
diferencia a que tienen más Gracia y, por tanto, son preferidos de Dios (de aquí nacerá la
tendencia inconsciente que conduce al orgullo jansenista y su incapacidad para soportar
cualquier opinión o praxis moral distinta de la suya). La segunda concluye, como ya hemos
visto, que Dios no concede su Gracia fuera de la Iglesia.
Veamos algunas de las tesis jansenistas que fueron rechazadas por Alejandro VIII en 1690:
 Cristo murió como rescate por todos y solo los fieles (DS 2304 – D 1294).
 Los paganos y herejes no reciben en absoluto ningún influjo beneficioso de Cristo
(DS2305 – D 1295).
 Es necesario que el infiel peque en todas sus obras (DS 2308)
 Es pecado todo lo que no procede de la fe cristiana sobrenatural.
Al formular estas tesis tan restrictivas sobre la gracia los jansenistas estaban proyectando
sobre Dios su forma totalitaria de amar que configura a Dios y al prójimo al gusto de uno
mismo, y declara inmorales a cuantos no acepten esa configuración.
Hay una tendencia psicológica a pensar que lo que es gratuito no puede ser para todos. La
gratuidad se asocia al privilegio y los privilegios son para las minorías. Este error psicológico
está en la base del razonamiento jansenista. Olvidan quizás que los mayores dones naturales de
Dios al hombre son gratuitos y son para todos, como puede ser el sol, la lluvia o el aire que
respiramos. El amor de Dios no tiene por qué perder calidad ni gratuidad por el hecho de ser
ofertado a todos.
La predestinación se ha entendido como si Dios al margen de cualquier posible respuesta
nuestra hubiese destinado a unos a la salvación y a otros a la reprobación. Para justificar esta
arbitrariedad divina se solía decir que como la gracia es gratuita, nadie tiene derecho a exigirla,
ni Dios tiene obligación de dársela a todos. Pero la verdad es que no todo está determinado de
antemano ni la historia discurre mecánicamente según un plan pre-establecido por Dios. Lo que
significa [la predestinación] es que el hombre no es producto del azar, sino que desde siempre ha
sido elegido y destinado por Dios para ser adoptado como hijo (Rm 8,28-30; Ef 1,4-14).203
De igual modo la agobiante metáfora del alfarero que podría caprichosamente destinar unas
vasijas para obras de arte, y otras como bacinillas (Rm 9,21) tiene una posible lectura que le
quita la odiosidad de una predestinación negativa a la condenación. Lo que el capítulo 9 de
Romanos quiere poner de relieve es que “ante Dios no valen determinadas pretensiones que sí
funcionan entre los hombres. ‘Según la carne’ hay quien tiene derechos (Rm 9,8), pero eso no
vale para Dios: nada ni nadie puede condicionarle (Rm 9,14.19). La respuesta se encuentra al
final del cap. 11: todos los hombres se han rebelado contra Dios, pero Dios tiene misericordia de
todos (Rm 11,30-31). Por eso, el Apóstol exclama admirado: ‘¡Oh abismo de riqueza, de
sabiduría y de ciencia el de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero? O
¿quién le dio primero para que tenga derecho a la recompensa?’ (Rm 9,32-33)204”

202
Cf. Proyecto de hermano, p. 469.
203
M. GELABERT, op. cit., p. 127.
204
Ibid., p. 126.
120
Lo que quiere dejar claro Pablo es que Dios no estaba obligado a tener misericordia de
todos. Ha querido predestinar a los hombres a la salvación de un modo libre y generoso. En
absoluto, tendría derecho a haber creado a unos para la salvación y a otros para la condenación,
pero no es ese el tipo de Dios que se nos ha revelado Jesús. Lo que importa no es cómo podría
haber actuado Dios, sino cómo ha actuado de hecho según se nos ha revelado en Cristo.
Concluye, pues, San Pablo: “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios
para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los
que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que
fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los
justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8,28-30).

2. ¿Se salvan de hecho todos?


La voluntad salvífica universal de Dios no implica necesariamente que todos se salven,
porque la salvación es una oferta que tiene que ser aceptada por el hombre adulto para que pueda
ser operativa. Ya al Señor le hicieron esta pregunta en el evangelio: “Señor, ¿es verdad que son
pocos los que se salvarán?” (Lc 13,23). Jesús se niega a contestar a la pregunta sobre si el
número es grande o pequeño, pero insiste en que requiere un esfuerzo que no todos están
dispuestos a poner. “Esfuércense por entrar por la puerta angosta, porque yo les digo que
muchos tratarán de entrar y no lo lograrán” (Lc 13,24). Curiosamente Jesús va a poner en
entredicho la salvación no de las personas irreligiosas sino precisamente de las personas
religiosas practicantes, los que dicen: “Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en
nuestras plazas.” Jesús les dice que se van a quedar fuera, mientras que otros “vendrán de oriente
y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios” (Lc 13,29).
En la parábola del juicio final, junto a las ovejas colocadas a su derecha, están los cabritos a
la izquierda a quienes se les dice: “¡Malditos, aléjense de mí y vayan al fuego eterno, que ha sido
preparado para el diablo y para sus ángeles!” (Mt 25,41).
En la parábola del pobre Lázaro y el rico banqueteador se alude a un abismo infranqueable
que ya no puede ser superado después de la muerte, si no se ha superado antes en vida,
abriéndose al amor a Dios y a los hermanos (cf. Lc 16,26).
Al final de la parábola del banquete se consigna que “muchos son los llamados y pocos los
escogidos” (Mt 22,14). Gelabert ve en esta frase un posible giro arameo para expresar el
comparativo de superioridad y lo traduce: “son más los llamados que los escogidos”. De nuevo
no se trata de afirmar si los escogidos son muchos o pocos, sino que los llamados son muchos
más.
Esta misma ambigüedad la encontramos en un texto de Marcos, donde se nos dice que “el
Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por una
multitud” (Mc 10,45). No nos gusta nada la última traducción litúrgica que nos están queriendo
imponer en la fórmula de la consagración del cáliz: “Por vosotros y muchos”. Es en realidad una
traducción literal del latín litúrgico: “pro vobis et pro multis”, pero es una mala traducción del
texto de Marcos que habla de un rescate “” = “por los muchos” (Mc 10,45). Traduce
al griego una expresión aramea que significa la muchedumbre, la multitud, y en ningún modo
excluye que se trate de todos. De hecho Jesús dio su vida en rescate por todos, prescindiendo de
que algunos puedan rechazar ese rescate.
Afirmar que Dios quiere que todos se salven y que da su gracia suficiente para que esta
salvación sea posible, no significa afirmar que todos de hecho se vayan a salvar, porque esa
oferta de salvación tiene que ser acogida, y como ya vimos es posible rechazar la salvación
ofrecida por Dios. Recordamos la frase de Agustín: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti.
Creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que éste lo quiera. Con todo, es él
quien justifica” 205” Un paraíso al que nos obligasen a entrar se convertiría en un campo de
concentración.
205
SAN AGUSTÍN, Sermón 169,1.
121
Un sector más conservador de la Iglesia piensa que puede ser contraproducente el que en
nuestra predicación generalicemos que son pocos los que se condenan. La gente podría confiarse
excesivamente y no intentar vivir en gracia de Dios con mayor esfuerzo. De hecho el mismo
Jesucristo nos exhorta a esforzarnos a entrar por la puerta estrecha (Lc 13,24). Y el mismo Pablo
nos aconseja que “procuremos la salvación con temor y temblor” (Flp 2,12)
Pero es un error pensar que el miedo pueda ser más efectivo que el amor. La primera carta
de Juan nos instruye de este modo. “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en
que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo.
No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el
castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jn 4,17-19).
Cuando uno cree que la mayoría se condena, lo más probable es que se desanime y piense
que no vale la pena intentar ser mejores. La psicología confirma que si en un examen o una
oposición las posibilidades de aprobar son mínimas, muchos se desaniman, se acobardan y se
retiran.206 En cambio la esperanza en las promesas de Jesús es un estímulo para vivir con
generosidad y alegría las exigencias de la vida cristiana.

206
L. G. GETINO, Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas eternas. Diálogos, Feda,
Madrid-Valencia, 1936 [2.a ed.]. p. 21-22 y 358. Citado por M. Gelabert.
122

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