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Cristo de San Damián

Imagen del Cristo de San Damián, llena de símbolos y belleza.

El Cristo de San Damián es una cruz del medioevo creada en torno al año 1190 para la Iglesita dedicada a San Damián,
encargada seguramente por un gremio de comerciantes de Asís

El proceso de conversión de San Francisco de Asís fue largo, en este proceso, su segundo gran encuentro con Cristo, del
que nos ha quedado constancia tiene lugar ante el Crucifijo de San Damián, cuando Cristo le responde a su pregunta e
inquietud con estas palabras: "Francisco, ve y repara mi casa que, como ves, está toda en ruinas" ("Francesco, va e ripara
la mia casa, che, come vedi, è tutta in rovina".

La oración ante el crucifijo de San Damián, a decir de algunos biógrafos, es la respuesta que Francisco da a estas palabras.

Oración ante el Crucifijo de San Damián

Altísimo y glorioso Dios,

ilumina las tinieblas de mi corazón

y dame fe recta,

esperanza cierta

y caridad perfecta,

sentido y conocimiento, Señor,


para que cumpla

tu santo y veraz mandamiento.

Italiano:

Altissimo, glorioso Dio,

illumina le tenebre del cuore mio.

E dammi fede dritta,

speranza certa e carità perfetta,

senso e conoscenza, Signore,

che faccia il tuo santo e verace comandamento.

Amen.

Francés

Dieu souverain et glorieux,

illumine les ténèbres de mon coeur

et donne-moi la foi droite,

l'espérance certaine

et la charité parfaite,

le sens et la connaissance, Seigneur,

pour que j'accomplisse

ton commandement saint et véridique

Inglés

Most high, glorious God,

enlighten the darkness of my heart

and give me, Lord,

a correct faith,

a certain hope,

a perfect charity,
sense and knowledge,

so that I may carry out

Your holy and true command

Alemán

Höchster, glorreicher Gott,

erleuchte die Finsternis meines Herzens

und schenke mir rechten Glauben,

gefestigte Hoffnung

und vollendete Liebe

Gib mir Herr, das [rechte] Empfinden und Erkennen,

damit ich deinen

heiligen und wahrhaften Auftrag erfülle.

[Amen.]

Latín

Summe, gloriose Deus,

illumina tenebras cordis mei

et da mihi fidem rectam,

spem certam

et caritatem perfectam,

sensum et cognitionem, Domine,

ut faciam

tuum sanctum et verax mandatum.

Cristo de San Damián


Imagen del Cristo de San Damián, llena de símbolos y belleza.

El Cristo de San Damián es una cruz del medioevo creada en torno al año 1190 para la Iglesita dedicada a San Damián,
encargada seguramente por un gremio de comerciantes de Asís

El proceso de conversión de San Francisco de Asís fue largo, en este proceso, su segundo gran encuentro con Cristo, del
que nos ha quedado constancia tiene lugar ante el Crucifijo de San Damián, cuando Cristo le responde a su pregunta e
inquietud con estas palabras: "Francisco, ve y repara mi casa que, como ves, está toda en ruinas" ("Francesco, va e ripara
la mia casa, che, come vedi, è tutta in rovina".

La oración ante el crucifijo de San Damián, a decir de algunos biógrafos, es la respuesta que Francisco da a estas palabras.

Oración ante el Crucifijo de San Damián

Altísimo y glorioso Dios,

ilumina las tinieblas de mi corazón

y dame fe recta,

esperanza cierta

y caridad perfecta,

sentido y conocimiento, Señor,

para que cumpla


tu santo y veraz mandamiento.

Italiano:

Altissimo, glorioso Dio,

illumina le tenebre del cuore mio.

E dammi fede dritta,

speranza certa e carità perfetta,

senso e conoscenza, Signore,

che faccia il tuo santo e verace comandamento.

Amen.

Francés

Dieu souverain et glorieux,

illumine les ténèbres de mon coeur

et donne-moi la foi droite,

l'espérance certaine

et la charité parfaite,

le sens et la connaissance, Seigneur,

pour que j'accomplisse

ton commandement saint et véridique

Inglés

Most high, glorious God,

enlighten the darkness of my heart

and give me, Lord,

a correct faith,

a certain hope,

a perfect charity,

sense and knowledge,


so that I may carry out

Your holy and true command

Alemán

Höchster, glorreicher Gott,

erleuchte die Finsternis meines Herzens

und schenke mir rechten Glauben,

gefestigte Hoffnung

und vollendete Liebe

Gib mir Herr, das [rechte] Empfinden und Erkennen,

damit ich deinen

heiligen und wahrhaften Auftrag erfülle.

[Amen.]

Latín

Summe, gloriose Deus,

illumina tenebras cordis mei

et da mihi fidem rectam,

spem certam

et caritatem perfectam,

sensum et cognitionem, Domine,

ut faciam

tuum sanctum et verax mandatum.

Cristo de San Damián

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[edit] 'Confluencia de tradiciones pictóricas y teológicas

'Link title Situación del Cristo de San Damián en el marco del Arte Europeo

Este Cristo puede ser uno de los más presentes en todo el orbe cristiano, gracias a su relación con la figura, también
universal, de Francisco de Asís. Pero también es una obra de arte en sí misma, por la riqueza artística y teológica que
contiene.

1.- INFLUENCIA SIRIA . La posición de los personajes de la escena -María, Juan, Magdalena, María de Santiago, y
Centurión; Longinos y Estefatón- es una posición ajena a la tradición bizantina y europea, las cuales sitúan a Juan y a
María en lados opuestos, en una posición más teológica que descriptiva, de intercesión ante un Cristo Juez. El Cristo de
San Damián sitúa a los personajes en una posición más descriptiva de la salvación, idéntica a como los sitúa el Evangelio
de Rabbula, escrito en Siria oriental en el 586.

Rabbula, monje y obispo de Edesa, se sitúa en el marco de las disputas cristológicas contra Nestorio. Por lo que nos cabe
la discusión de si las primeras representaciones del Crucificado con los ojos abiertos tienen algo que ver con la herejía y el
Logos Inmortal que no sufrió en la cruz o si están describiendo la humanidad del que ha resucitado, manifestando su
divinidad en sus ojos abiertos y en su rostro ajeno al sufrimiento.

La tipología de barba y melena corta, frente al rostro alejandrino sin barba y al Cristo bizantino de abundante barba y
melena, también tiene este origen sirio.

Los personajes Longinos – con uniforme de soldado- y Estefatón –con túnica de judío-a ambos lados de la cruz, uno con la
lanza y el otro con la esponja sobre una caña, son otra aportación siríaca a la iconografía cristólógica.

2. INFLUENCIA BIZANTINA. Bizancio aporta al arte un nuevo sistema iconográfico, caracterizado por la composición
rítmica, la abstracción frente a los motivos antiguos romanos más naturalistas: Una nueva actitud trascendente que
ensalza el mundo superior en detrimento del terrenal: Posición frontal, perspectiva vertical, estereotipos para dibujar un
marcado entrecejo, ojos fijos, cejas arqueadas, ombligos, posición de los dedos de las manos, …; exageración en el
tamaño de las figuras más relevantes, disposición rítmica de los personajes frente a las escenas naturalistas o descriptivas
propias del arte helenista.

El crucificado románico hereda del modelo bizantino su profundo simbolismo de divinidad, de ‘expresión interior', de
victoria y salvación. Será en los detalles y en el tratamiento plástico de las imágenes en donde se manifiesta el sincretismo
de lo bizantino y de la tradición local. Partiendo de tres centros artísticos, promotores del arte bizantino, -Sicilia,
Montecasino y Venecia- toda la Italia del siglo XII se inunda de una tendencia bizantinizante. El lenguaje plástico del Cristo
de San Damián responde a este esquema bizantino, aunque teológicamente sea un Cristo europeo.

3. ARTE CAROLINGIO Y OTONIANO

El Cristo de San Damián es el resultado de la evolución del arte otoniano y del encuentro con las tradiciones locales y
bizantinizantes del norte italiano.

Desde principios del siglo V, cuando el imperio romano suprimió la crucifixión como pena vigente, el arte cristiano ha
buscado la forma de expresar en una misma representación la humanidad de Cristo que muere físicamente en la cruz y su
divinidad inmortal, evitando oscurecer una de ellas para no ceder ante las herejías cristológicas.

El Cristo que Carlomagno regala a la iglesia de San Pedro el año 800 sobrepone ambos conceptos teológicos
representando un Cristo resucitado victorioso sobre otro Cristo muerto en cruz.

Del año 870 data el Crucificado de la cubierta del Evangelio de Lindau (imagen), que representa una tipología de Cristo
Crucificado con perizoma, herida en el costado, nimbo en forma de cruz, cuatro clavos y con los ojos almendrados y
abiertos, sobre una cruz de oro, la cruz de luz de la parusía; sobreponiendo el concepto iconográfico de su muerte en cruz
y la cruz de la parusía, signo del retorno del Hijo del Hombre. (Juan 8,28).

Está anticipando el Cristo en Majestad –cruz como triunfo- que se impondrá en la representación románica.

Añade también la referencia eucarística en la sangre que brota de manos y costado formando racimos de uvas.
Son muchos los detalles gráficos que relacionan el CSD con el arte europeo, como por ejemplo las 200 hojas de acanto
que rodean la imagen tienen un modelo idéntico en un marfil carolingio de la crucifixión del año 820.

En 1098, Anselmo d'Aosta en ‘cur deus homo', prepara los presupuestos dogmáticos para una representación de Cristo
sufriente y muerto, al estilo del Crucificado de Gereon (catedral de colonia, año 970) muy reproducido en Europa.
Tipología que Bernardo de Claraval y la mística franciscana potenciarán en siglos posteriores. Pero la reforma benedictina
marcó aún por mucho tiempo el arte del crucificado, tal como expresa Ruperto de Deutz , para quien representar a Cristo
Crucificado no tendría otra finalidad que representar su victoria; y defiende que la imagen del crucificado de ojos abiertos
es ‘la más eficaz para poner ante los ojos de los hombres'; Pide que se represente el cuerpo de Cristo conforme a una
belleza ideal, privado de signos de sufrimiento.

4. TIPOLOGÍA DE TABLAS PINTADAS EN EL NORTE DE ITALIA

Con estos tres antecedentes surge en Italia la tipología de las Tablas pintadas también conocidas como italobizantinas, en
las que la forma tradicional de la cruz latina, con sus extensiones en los cuatro extremos, fue ampliada a los lados del
crucifijo para dar espacio a una o varias escenas de la historia de Cristo.

Se caracterizan por representar a Cristo triunfante, clavado en cruz pero sin signos de la pasión, y con referencias
eucarísticas en la sangre que derraman sobre los salvados; no se trata del Cristo Resucitado al tercer día sino del Cristo
que viene en majestad, el día de la parusía, para salvar.

La diferencia del Cristo de San Damián respecto a los otros Cristos de su tipología es la colocación de los personajes al
modo del evangelio sirio de Rabbula. Y los tres personajes del lado derecho, que Rabbula no personaliza, el autor del CSD
les da la identidad de tres personajes principales en la escenografía de la crucifixión.

El Centurión no es una novedad del CSD aunque sí de las representaciones de esta época y a partir de aquí aparecerá en
todas las crucifixiones góticas con un brazo levantado señalando al Cristo según Mc 14,39, reconociendo a Dios en el
crucificado.
María Magdalena aparece en esta escenografía en el siglo XI, además de en las primeras representaciones sirias, pero en
otros casos se encuentra humillada a los pies de la Cruz,; el gótico la situará también así, o bien en el grupo de mujeres
sufrientes en torno a María. El CSD en cambio la presenta, en coherencia con una obra que sólo quiere expresar la
salvación, como una mujer salvada, en pie a la misma altura de los santos, redimida por la sangre que brota de las llagas.

A diferencia de los crucificados europeos, que en muchos casos personifican la Iglesia, la Sinagoga y la Eucaristía, el CSD
no presenta personificaciones, pero sí mantiene el significado eucarístico de los Crucificados europeos, expresado en la
sangre que sale proyectada sobre la Iglesia presente en los distintos personajes del crucifijo.

ASCENSION-ANASTASIS

La parte superior del Cristo de San Damián representa la ascensión de Cristo a los cielos, según los modelos de los
marfiles paleocristianos recogidos por las miniaturas carolingias, ascendiendo sobre una colina hacia la mano de Dios
Padre. Mano que en este caso hace un gesto de bendición, en otros recoge la mano del Hijo que asciende, y en algún caso
coloca una corona al Hijo Crucificado.

La comparación iconográfica nos permite ver el paralelismo entre esta ascensión y la anástasis bizantina posticonoclasta,
en la que Cristo, con la estola al viento, tiene en una mano la cruz como estandarte de victoria y con la otra mano recoge
a los santos que en sus sepulcros aguardaban la salvación. Hecho que podría darnos una clave para identificar a los dos
personajes, aún sin identificar, en los extremos de los brazos, saliendo de sus sepulcros.

El círculo que rodea a Cristo es una interpretación de la mandorla en la que Cristo Pantocrátor se presenta rodeado o
sostenido por ángeles. Son escasos los ejemplos en los que esta mandorla tiene forma circular y no alargada vertical.

Y para terminar este resumen sólo quería dejar una palabra en favor del gallo que aparece a media pierna del crucificado,
al que se le atribuye un papel acusador del apóstol que negó tres veces a Cristo; cuando en una obra que sólo habla de
salvación no cabe atribuirle sino el significado del gallo vigilante que en el románico es signo de la mañana y la
resurrección para toda la Iglesia.

EL CRISTO DE SAN DAMIÁN


Descripción del icono
por Richard Moriceau, o.f.m.cap.
El presente texto es el comentario de un montaje audio-visual, no comercializado, sobre el Crucifijo de San
Damián.

El crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una reposada meditación, de una
detenida contemplación, acompañada de un tiempo de ayuno.

El icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre madera. Obra de un artista
desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico de la época y en la iconografía oriental.
Esta cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita de San Damián, de Asís. Quien
la pintó, no sospechaba la importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de
la Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la imagen, los colores, la
belleza, en el misterio de Dios.

Acojamos, pues, este icono como una puerta del cielo, que nos ha sido abierta merced a un creyente.

Ahora nos toca a nosotros saber mirarla, leerla en sus detalles. Ahora nos toca a nosotros saber rezar.

El de San Damián es, se dice, el crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la familia franciscana.

A lo largo de siglos y generaciones, hermanos y hermanas de la familia franciscana se han postrado ante este
crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.

Tras de ellos, y siguiendo su ejemplo, incorporémonos a la mirada de Francisco y Clara. ¡Si este Cristo nos
hablara también hoy a nosotros! Orémosle. Escuchémosle. Dirijámonos a él con las mismas palabras de
Francisco:

«Sumo, glorioso Dios,


ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
Pulse sobre la imagen para ampliarla

Adentrémonos en la contemplación de Cristo

A la primera ojeada, descubrimos de inmediato la figura central: Cristo. Es el personaje dimensionalmente más
importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además, y sobre todo, se destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está
repleto de luz. Todo su cuerpo es luminoso. Resalta sobre los demás personajes, está como delante. Tras sus
brazos y sus pies, el color negro simboliza la tumba vacía: la oscuridad es signo de las tinieblas.

La luz que inunda el cuerpo de Cristo, brota del interior de su persona. Su cuerpo irradia claridad y viene a
iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no
caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Cuánta razón tenía Francisco cuando
oraba: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón».

Estamos ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y también el Cristo Glorioso.
Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su cabeza no está tocada con una corona de
espinas; lleva una corona de Gloria.

Nos hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que existió algunas horas y de los
sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. Mirándole, pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de
los que aparecen varias huellas: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos allende la
muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.
¿No nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en gloria?

Cristo denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de san Juan: «... Yo doy
mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al Cristo que se entrega, que se da. Parece ofrecerse, dispuesto a todo,
confiado en el Padre.

¿No nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la propia vida?

Es también un Cristo que acoge al mundo. Tiene sus brazos extendidos, como queriendo abrazar al universo.

Sus manos permanecen abiertas, como para cobijarnos y anidarnos en ellas. Están también abiertas hacia arriba,
invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en dirección al cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos,
para sostener nuestros pasos y levantarnos tras nuestras caídas?

El rostro de Cristo

El rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En línea con la bella tradición de los iconos, tiene los ojos
grandes, pequeña la boca, casi invisibles las orejas. ¿Por qué? En la contemplación del Padre, en el mundo de la
Gloria, ya no hace falta la palabra, ni hay ya que escuchar. Basta con ver, con mirar, con amar. Como Cristo
contemplando a su Padre.

Tiene los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres. Su mirada envuelve a quienes están
cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez, atenta a todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y
por la multitud» (cf. Mt 26,28). Con su mirada alcanza a todas las generaciones, a los hombres de hoy, a todos
los que serán. Viene a salvarlos a todos.

En resumen, estamos ante Cristo viviente, lleno de serenidad y de gloria, abandonado a su Padre y vuelto hacia
los hombres. ¡He aquí al Cristo contemplado por Francisco!

La parte superior del icono

En primer lugar, de abajo arriba, una inscripción sobre una línea roja y otra
negra, con las palabras: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús
Nazareno, el Rey de los judíos». Este texto nos remite explícitamente al
evangelio de san Juan (Jn 19,19). Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el
Rey de los judíos». El icono cita, pues, el texto de Juan con la
palabra Nazareno. Un simple detalle, pero un detalle importante para Francisco. Nazareno es el recuerdo de la
vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda
Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por el trabajo humano.

Sobre el rótulo, un círculo. En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.

Observemos su impulso. Se eleva. Parece subir una escalera. Abandona el sepulcro, representado en la
oscuridad que cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en la mano izquierda una cruz dorada, signo de su
victoria sobre el pecado. Alarga la mano derecha en dirección al Padre.

La cabeza de Cristo está fuera del círculo. Y eso que el círculo, en la iconografía, es símbolo de perfección, de
plenitud. Pero la perfección y plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por eso
está su rostro por encima del círculo.
A izquierda y a derecha, unos ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son rostros felices. Cristo se alegra
con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin dejar de mirar al Padre. En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su
misión de Salvador.

El semicírculo del ápice de la cruz

Un círculo, del que se ve sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este círculo simboliza al Padre. El Padre,
conocido por lo que Cristo nos ha revelado de Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el
insondable, el todo Otro.

Por eso vemos sólo un semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de Dios, incomprensible para
nosotros hoy.

En el semicírculo, una mano con dos dedos extendidos. Es la mano del Padre que envía a su Hijo al mundo y, a
la vez, lo recibe en la gloria.

Los dos dedos pueden tener un doble significado: recuerdan las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios. Así
es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu Santo. Decimos en el Veni Creator: «Digitus Paternae
dexterae»: «El dedo de la diestra del Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En su discurso de apertura del
Concilio IV de Letrán, en tiempo de Francisco, Inocencio III habla del Espíritu Santo llamándolo dedo de Dios.

Asombra observar cómo este icono evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no podía contemplar a
Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación de este icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud
de Dios.

¿Y nosotros? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?

Los brazos de la cruz

Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La sangre de las llagas los purifica, y se derrama por el
brazo sobre los personajes situados más abajo. Todos son salvados por la Pasión.

En los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen llegar. Señalan con la mano el sepulcro vacío,
simbolizado por la oscuridad de detrás de los brazos de Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro
para embalsamar el cuerpo y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso?

A los lados de Cristo

A los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente unidos a Él. Estamos en el
evangelio de Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre
María la mujer de Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).

Acerquémonos a estos personajes, cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.

A la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en
la Cena. Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de la llaga, y quien
lo atestiguó veraz (Jn 19,35).

María, grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es
realmente la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y cuya
esperanza no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón. En la
tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con la mano derecha
señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María como preguntándole el
sentido de los hechos.

¿No se contiene, en esta pintura y en estas actitudes, toda una enseñanza sobre el papel
de María, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?

¿No entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a


María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a
Cristo?

Al flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. Cabe
Cristo, María Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres
que llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la mano izquierda en el
mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que la otra María, la madre
de Santiago, le apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no encerrarse
en su propio sufrimiento.

Junto a las dos mujeres, un hombre: el centurión romano que estuvo frente a Cristo
y, al ver «que había expirado de esa manera, dijo: "Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes. Parece sostener en
su mano izquierda el rollo en el que estaba escrita la condena. Con su mano
derecha, y sus tres dedos levantados, enuncia su Fe en Dios Trino: Padre, Hijo y
Espíritu.

Por encima del hombro izquierdo del centurión romano asoma una cabeza
pequeñita, y detrás, como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los
creyentes que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y reavivar
nuestra fe?

A los pies de María, un personaje más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el


El presente texto es el comentario de un montaje audio-visual, no comercializado, sobre el Crucifijo de San
Damián.

El crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una reposada meditación, de una
detenida contemplación, acompañada de un tiempo de ayuno.

El icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre madera. Obra de un artista
desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico de la época y en la iconografía oriental.
Esta cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita de San Damián, de Asís. Quien
la pintó, no sospechaba la importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de
la Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la imagen, los colores, la
belleza, en el misterio de Dios.

Acojamos, pues, este icono como una puerta del cielo, que nos ha sido abierta merced a un creyente.

Ahora nos toca a nosotros saber mirarla, leerla en sus detalles. Ahora nos toca a nosotros saber rezar.

El de San Damián es, se dice, el crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la familia franciscana.

A lo largo de siglos y generaciones, hermanos y hermanas de la familia franciscana se han postrado ante este
crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.

Tras de ellos, y siguiendo su ejemplo, incorporémonos a la mirada de Francisco y Clara. ¡Si este Cristo nos
hablara también hoy a nosotros! Orémosle. Escuchémosle. Dirijámonos a él con las mismas palabras de
Francisco:

«Sumo, glorioso Dios,


ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
Pulse sobre la imagen para ampliarla

Adentrémonos en la contemplación de Cristo

A la primera ojeada, descubrimos de inmediato la figura central: Cristo. Es el personaje dimensionalmente más
importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además, y sobre todo, se destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está
repleto de luz. Todo su cuerpo es luminoso. Resalta sobre los demás personajes, está como delante. Tras sus
brazos y sus pies, el color negro simboliza la tumba vacía: la oscuridad es signo de las tinieblas.

La luz que inunda el cuerpo de Cristo, brota del interior de su persona. Su cuerpo irradia claridad y viene a
iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no
caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Cuánta razón tenía Francisco cuando
oraba: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón».

Estamos ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y también el Cristo Glorioso.
Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su cabeza no está tocada con una corona de
espinas; lleva una corona de Gloria.

Nos hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que existió algunas horas y de los
sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. Mirándole, pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de
los que aparecen varias huellas: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos allende la
muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.
¿No nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en gloria?

Cristo denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de san Juan: «... Yo doy
mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al Cristo que se entrega, que se da. Parece ofrecerse, dispuesto a todo,
confiado en el Padre.

¿No nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la propia vida?

Es también un Cristo que acoge al mundo. Tiene sus brazos extendidos, como queriendo abrazar al universo.

Sus manos permanecen abiertas, como para cobijarnos y anidarnos en ellas. Están también abiertas hacia arriba,
invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en dirección al cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos,
para sostener nuestros pasos y levantarnos tras nuestras caídas?

El rostro de Cristo

El rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En línea con la bella tradición de los iconos, tiene los ojos
grandes, pequeña la boca, casi invisibles las orejas. ¿Por qué? En la contemplación del Padre, en el mundo de la
Gloria, ya no hace falta la palabra, ni hay ya que escuchar. Basta con ver, con mirar, con amar. Como Cristo
contemplando a su Padre.

Tiene los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres. Su mirada envuelve a quienes están
cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez, atenta a todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y
por la multitud» (cf. Mt 26,28). Con su mirada alcanza a todas las generaciones, a los hombres de hoy, a todos
los que serán. Viene a salvarlos a todos.

En resumen, estamos ante Cristo viviente, lleno de serenidad y de gloria, abandonado a su Padre y vuelto hacia
los hombres. ¡He aquí al Cristo contemplado por Francisco!

La parte superior del icono

En primer lugar, de abajo arriba, una inscripción sobre una línea roja y otra
negra, con las palabras: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús
Nazareno, el Rey de los judíos». Este texto nos remite explícitamente al
evangelio de san Juan (Jn 19,19). Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el
Rey de los judíos». El icono cita, pues, el texto de Juan con la
palabra Nazareno. Un simple detalle, pero un detalle importante para Francisco. Nazareno es el recuerdo de la
vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda
Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por el trabajo humano.

Sobre el rótulo, un círculo. En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.

Observemos su impulso. Se eleva. Parece subir una escalera. Abandona el sepulcro, representado en la
oscuridad que cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en la mano izquierda una cruz dorada, signo de su
victoria sobre el pecado. Alarga la mano derecha en dirección al Padre.

La cabeza de Cristo está fuera del círculo. Y eso que el círculo, en la iconografía, es símbolo de perfección, de
plenitud. Pero la perfección y plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por eso
está su rostro por encima del círculo.
A izquierda y a derecha, unos ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son rostros felices. Cristo se alegra
con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin dejar de mirar al Padre. En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su
misión de Salvador.

El semicírculo del ápice de la cruz

Un círculo, del que se ve sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este círculo simboliza al Padre. El Padre,
conocido por lo que Cristo nos ha revelado de Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el
insondable, el todo Otro.

Por eso vemos sólo un semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de Dios, incomprensible para
nosotros hoy.

En el semicírculo, una mano con dos dedos extendidos. Es la mano del Padre que envía a su Hijo al mundo y, a
la vez, lo recibe en la gloria.

Los dos dedos pueden tener un doble significado: recuerdan las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios. Así
es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu Santo. Decimos en el Veni Creator: «Digitus Paternae
dexterae»: «El dedo de la diestra del Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En su discurso de apertura del
Concilio IV de Letrán, en tiempo de Francisco, Inocencio III habla del Espíritu Santo llamándolo dedo de Dios.

Asombra observar cómo este icono evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no podía contemplar a
Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación de este icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud
de Dios.

¿Y nosotros? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?

Los brazos de la cruz

Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La sangre de las llagas los purifica, y se derrama por el
brazo sobre los personajes situados más abajo. Todos son salvados por la Pasión.

En los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen llegar. Señalan con la mano el sepulcro vacío,
simbolizado por la oscuridad de detrás de los brazos de Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro
para embalsamar el cuerpo y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso?

A los lados de Cristo

A los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente unidos a Él. Estamos en el
evangelio de Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre
María la mujer de Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).

Acerquémonos a estos personajes, cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.

A la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en
la Cena. Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de la llaga, y quien
lo atestiguó veraz (Jn 19,35).

María, grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es
realmente la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y cuya
esperanza no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón. En la
tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con la mano derecha
señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María como preguntándole el
sentido de los hechos.

¿No se contiene, en esta pintura y en estas actitudes, toda una enseñanza sobre el papel
de María, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?

¿No entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a


María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a
Cristo?

Al flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. Cabe
Cristo, María Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres
que llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la mano izquierda en el
mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que la otra María, la madre
de Santiago, le apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no encerrarse
en su propio sufrimiento.

Junto a las dos mujeres, un hombre: el centurión romano que estuvo frente a Cristo
y, al ver «que había expirado de esa manera, dijo: "Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes. Parece sostener en
su mano izquierda el rollo en el que estaba escrita la condena. Con su mano
derecha, y sus tres dedos levantados, enuncia su Fe en Dios Trino: Padre, Hijo y
Espíritu.

Por encima del hombro izquierdo del centurión romano asoma una cabeza
pequeñita, y detrás, como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los
creyentes que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y reavivar
nuestra fe?

A los pies de María, un personaje más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el

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