Por
PARAJE
"LAS BRUSQUITAS"
CRÓNICAS BIZARRAS
ANTECEDENTES HISTÓRICOS
En la década de 1970, durante la última y más cruel dictadura militar que vivió la
República Argentina, miles de personas desaparecieron, evaporándose literalmente del
mundo de los vivos; sin tener a la fecha noticias sobre ellos. Los dictadores de turno
organizaron una de las matanzas más sistemáticas que la historia nacional haya
registrado jamás, implementando para ello campos de concentración clandestinos, en
donde los secuestrados eran retenidos durante largo tiempo y luego asesinados.
Según se consigna en el libro "Represión y Desaparecidos en Argentina" (publicado
por Ediciones Polimor a principios de la década de 1980), la región costera cercana a la
ciudad bonaerense de Miramar, conocida desde fines del siglo XIX bajo el nombre de
"Las Brusquitas", fue una zona aprovechada por los militares para fusilar opositores
ideológicos al régimen.
Desde entonces, los lugareños relatan que por las noches se pueden observar cosas
raras en el paraje. Se habla de fantasmas; de sombríos guerreros "ninjas" que saltan en
la oscuridad; y de grupos espectrales de niños que atacan a los visitantes, sin causa
aparente alguna.
Pocos son los que se animan a pernoctar en el bosque lindero a la playa y algunos de
los más insignes investigadores de lo paranormal se han negado, literalmente, a pisar el
sitio.
La leyenda se agiganta con el paso de los años. Hasta hoy...
EVENTOS EXTRAÑOS
Julio 14, 1935: Dos adolescentes desaparecen durante tres días. Se implementa un
operativo de búsqueda que termina encontrando a uno de ellos. El muchacho, Javier
Elío (17), testimonia haber sido raptado por "monstruos pequeñitos", de gran fuerza
física. De su compañero, Alejandro Pedrarias (18), no se sabe nada hasta la fecha.
Agosto 23, 1958: Tomás Martínez Taylor (56), pescador local, denuncia haber visto un
fantasma, color negro, rondando por entre los árboles del bosque. Lo describió como de
pequeña estatura, fornido y muy rápido en sus movimientos.
Setiembre 29, 1969: Una joven prostituta de origen español, Lidia M. Capel (36), es
violada en el bosque de Las Brusquitas y descuartizada. Su cuerpo fue encontrado con
extrañas marcas de garras. El caso permanece sin resolver, en las oficinas de la Policía
Provincial de Miramar.
Diciembre 17, 1973: Media docena de hombres, que acampaban en la playa, abandonan
la zona despavoridos al ver sombras misteriosas rondar el campamento. Testimoniaron
al diario, El Amanecer de Miramar, "haber visto fantasmas".
Agosto 24, 1977: Seis adolescentes son internados con un ataque de nervios en el
Hospital Regional de Mar del Plata, tras haber sido "atacados por fantasmas en la
playa de Las Brusquitas". La investigación, llevada a cabo por la Policía Federal, no
encontró pruebas que certifiquen esos dichos. Las historias clínicas de las víctimas se
perdieron en un incendio, ocurrido hace un año.
Febrero 28, 1990 Un automovilista que se detuvo a descansar a la vera del camino (a
escasos cien metros del bosque) juró haber sido testigo de un asesinato. El victimario,
un hombre alto, vestido de negro y con un cabello largo hasta la cintura, acuchillaba a
dos jóvenes, atadas a un árbol. Cuando intentó frenar esa abominable acción, tocando
repetidamente la bocina de su automóvil, toda la escena se desvaneció en el aire. El
testigo Mario Andreotti (46), comerciante radicado en Necochea, definió la escena
como "espectral".
Marzo 16, 1995: Empresarios marplatenses, dueños de la concesión del balneario, sito
a unos 500 metros del paraje Las Brusquitas, denunciaron haber escuchado gritos
desgarradores, procedentes del bosque. Personal de seguridad del balneario
inspeccionaron el área al día siguiente, sin detectar nada fuera de lo común.
INVESTIGACIÓN PRELIMINAR
Hasta la fecha se han realizado muy pocos estudios —encarados con mentalidad
abierta y sin prejuicios académicos— en el área conocida como Las Brusquitas. Sólo
dos investigadores de origen francés, Paúl Renoir y René Trouseaux, practicaron en la
década de 1950 un relevamiento de las leyendas de la zona; llegando a publicar, en
1961, un libro titulado "Secrets Merveilleux de la Magie Naturalle et Cabalistique du
Mar del Plata", nunca traducido al español.
En dicha obra, Renoir y Trouseaux, mencionan de modo muy escueto (sólo tres
carillas, en un libro que tiene casi quinientas páginas) el paraje que ellos llaman con el
nombre de "La Brusquette", pero que, de acuerdo con las descripciones y localización
que dan, correspondería a lo que hoy conocemos como "Las Brusquitas".
Según los autores, el bosque y la playa en cuestión fueron ocupadas por primera
vez hacia el año 1896, por un inmigrante de origen italiano, Giulio Pettinatto, quien
construyó un pequeño rancho, en donde habitó, a orillas del arroyo que desagua en la
zona.
Pettinatto, cabeza de una numerosa familia, compuesta por su esposa y cinco niños,
consiguió el título de propiedad de la tierra cinco años después; tras una dura lucha
judicial con las autoridades de la por entonces elegante ciudad balnearia de Mar del
Plata.
En el expediente del caso (estudiado por los franceses y a disposición de cualquiera
que desee consultarlo, en el Archivo Histórico Municipal del Partido de General
Pueyrredón) se consigna que la concesión fue hecha por "(...)ser el señor Pettinatto el
único en levantar casa habitada en la zona y estar dispuesto a ocupar lo que antaño
fuera un antiguo cementerio indio".
Este párrafo, citado textualmente del expediente judicial, certificaría que las playas
de "Las Brusquitas" fueron, en efecto, tierra sagrada para los primeros habitantes de la
zona: los indios pampa. Pero, hasta la fecha, no se han realizado excavaciones
arqueológicas en la zona que prueben fehacientemente lo atestiguado por el italiano y
sus abogados. Aún hoy en día, los historiadores locales niegan que esos dichos sean
verdaderos, argumentando que sólo fueron esgrimidos por el tenaz inmigrante para
quitarse de encima a sus potenciales competidores; en especial el Municipio
Marplatense, que proyectaba construir en el sitio una pulpería, que abasteciera a los
viajeros que se dirigían hacia el sur.
El hecho de vivir encima de un cementerio convencía a muy pocos, por lo que
Pettinatto se convirtió en el único habitante de esa región costera, por espacio de diez
años.
Hacia 1907, ocurrió algo insospechado: toda la familia Pettinatto fue encontrada
asesinada, por empleados del Correo. La investigación que se inició, a cargo del
entonces comisario Carlos Saldivar Ávila, no llegó a ninguna conclusión clara. Los
cuerpos, destajados de un modo horrible, fueron hallados dispersos en el bosque,
cercano al rancho.
La mujer y los cinco hijos (tres de ellos adolescentes) presentaban incisiones
circulares en el abdomen y en la espalda, producidas al parecer por un punzón muy
afilado. Uno de los cadáveres había sufrido la extirpación de los globos oculares y,
cuatro de ellos, mostraban marcas de quemaduras en las mejillas (aparentemente hechas
con el fuego de las muchas velas de sebo que se hallaron en el lugar del crimen).
Jamás se encontró el cuerpo de Giulio Pettinatto, por lo que se sospechó era el
responsable del asesinato masivo. Fue buscado por todo el territorio nacional, sin suerte;
y el caso se archivó con la carátula de "NO RESUELTO", en 1911.
Un dato muy interesante, desempolvado del olvido por los investigadores franceses
en 1961 (y jamás dado a publicar por los responsables de la investigación policial, a
principios de siglo), fue el libro de brujería que se encontró sobre una de los estantes
que había en el rancho.
Titulada con el extraño y ominoso nombre de Sorciers Maleficarum, esta obra,
publicada en Milán hacia 1688, constituye un verdadero compendio de sortilegios y
maldiciones, invocaciones a demonios y recetas mágicas, escritas por Chiromance
Matteo Roselli, un nigromante italiano de escasa fama, ahorcado por la Inquisición
florentina en 1704.
Este hallazgo parecería indicar que el múltiple asesinato fue el producto de algún
misterioso ritual de brujería satánica, practicado por Pettinatto. Aunque no hay, en esto,
absoluta certeza.
Como bien señalan Renoir y Trouseaux, la palabra Brusquette (hoy, Brusquitas)
podría derivar del nombre de uno los demonios que aparecen citados en el Sorciers
Maleficarum, Bruskket; y que fuera subrayado con lápiz negro (aparentemente por
Pettinatto) en muchas ocasiones.
Según consigna Chiromance Matteo Roselli (Pág. 334):
BIBLIOGRAFIA:
***
LA FIEBRE
Una grave epidemia de fiebre tifoidea afectó el disperso caserío del pueblo de Mar
del Plata en marzo de 1891. El mal provocó la reacción alarmante en los pobladores
locales y pronto la histeria colectiva se hizo dueña de la situación. Los agentes
municipales acompañaban a los efectivos policiales en el patrullaje de las distintas
calles del pueblo y se establecieron garitas nocturnas en diferentes puntos para dar la
alarma en caso de encontrar enfermos deambulando.
Las autoridades improvisaron un lazareto para atender a los atacados por el mal en
las dependencias del municipio. Empero, las víctimas fueron muchas y pronto el lugar
fue insuficiente.
Uno de los que más luchó para erradicar la enfermedad fue el doctor Augusto
Muntkell, quien realizó una importante labor asistencial en compañía de su amigo, el
joven médico Juan Héctor Jara.
El problema más agudo consistía en la penosa situación por la que pasaban
aquellos enfermos menesterosos que había desde entonces en el caserío. Ante una
epidemia de tales características, los habitantes vagabundos y pordioseros se
encontraban prácticamente desprotegidos.
Salazar encabezaba una columna que avanzaba lentamente por San Martín rumbo
al puente “La Carolina”. No eran muchos vecinos, pero portaban algunos machetes y
gran cantidad de teas encendidas. El espectáculo no parecía ser grato. Muchos corrían a
informarse y se exponían a ser golpeados por los manifestantes que proclamaban al
viento algunas lacerantes infamias contra los doctores del sanatorio. Otros se unían a la
terrorífica procesión con cantos religiosos memorizados de la misa.
El hijo de Peralta Ramos atravesó la columna de fanáticos conduciendo un Ford a
toda marcha. Alcanzó el puente y estacionó el carro al lado del tilbury del cabo Flores.
Entró en la Asistencia Pública. Las caras de los allí presentes giraron en la dirección del
huésped, quien inmediatamente empezó a atajarse con ademanes y rostro desencajado:
—No, no, no... no me miren así porque en realidad traigo malas noticias. La
columna está a unos mil metros. Está indecisa todavía, pero de seguro se encaminará
para acá de un momento de otro. Cabo Flores, sugiero que organicemos ya una pequeña
defensa.
Flores impartió órdenes a sus subalternos.
El doctor Muntkell, exhausto luego de recorrer una veintena de domicilios con
enfermos, se recostó sobre un sillón en el rincón más alumbrado de la sala y su fuerte
porte pareció desinflarse.
—¿Qué vamos a hacer con este muchacho? —preguntó a la concurrencia que
estaba más desconcertada que él—. No podemos empezar una batalla en medio de esta
epidemia... pero tampoco vamos a entregar el cuerpo de la criatura a un cura demente y
endemoniado —dijo mientras su mirada desconsolada buscaba el apoyo de su amigo y
colega.
Jara miró malhumorado y pensativo el cielorraso mientras una araña parecía
desafiar, con su tela, la higiene del lugar.
—Estuve en la oficina de correos y me comuniqué con el intendente—aportó
Peralta Ramos—. ¿Quieren saber cuál es la solución de nuestra máxima autoridad
municipal? —interrogó con aire burlón.
Todos esperaban la respuesta sin gran esperanza.
—El intendente no me supo dar una definición precisa sobre las medidas. O el
telégrafo no funciona bien, o el miserable se lava las manos. ¡Señores, estamos en un
total estado de indefensión...! ¡La anarquía reina en Mar del Plata! ¡Esta ciudad es tierra
de nadie!
—Si es así, nos arreglaremos por nuestra cuenta —opinó una enfermera que
escuchaba en silencio desde la puerta entreabierta.
La observación de la mujer que se ruborizó luego de haber interrumpido la
conversación de los hombres sin permiso alguno, alentó a los caballeros. Un nuevo aire
de dignidad aportaba el juicio certero y justo de la señorita, que proseguía con las faenas
del sanatorio.
—¡Maldita huelga de ferroviarios! Pronto se acabarán las reservas cloromicetina y
no tenemos forma de reponerla —seguía quejándose Jara.
Una bocina resonó en medio de la noche. Era la inconfundible señal del auto de
Victorino Aguirre, quien provenía desde el sur a toda velocidad. Estacionó con su
tradicional voltereta de ruedas traseras arando la tierra.
Personaje notable por su excentricidad, alegría de vivir y optimismo, siempre
estaba dispuesto a colaborar de manera desinteresada y buscar un poco de acción en un
mundo demasiado reglamentado jurídicamente para ejercer el cargo de paladín.
El acaudalado terrateniente traía las malas noticias que todos conocían y que en
pocos minutos se harían realidad. Aguirre descendió con presteza de su flamante
Renault a cadena, de un color amarillo patito, admirado coche y uno de los que
circulaban por la ciudad asustando a los desprevenidos transeúntes.
—¡Al fin un poco de acción!—exclamó el estanciero mientras se quitaba el
polvillo de su gabardina. Traigo noticias de Punta Mogotes. El Juez de Paz está con
nosotros; sólo nos pide que aguantemos aquí hasta que llegue con su gente. Allá en el
sur hay también disturbios y han acusado a una pobre anciana de bruja; todo instigación
del querido sacerdote que ustedes ya conocen.
Jara y Muntkell que habían salido a recibirlo, lo escuchaban preocupados.
El horizonte se iluminó con un anaranjado y humeante fuego de antorchas.
Aguirre giró su cabeza y percibió el espectáculo que se avecinaba. Jovial y seguro
quitó sus gafas de conducir y se encaramó sobre el asiento trasero del coche para tomar
una escopeta de caño recortado, su última adquisición inglesa.
—Ajá... después de todo, caballeros, Mar del Plata está enferma pero no es una
ciudad aburrida —dijo con irreverente alegría.
Cargó el arma y revisó la mira ante los doctores que lo observaban azorados.
Luego agregó:
—Cabo Flores, dígale a sus chicos que bajen los barriles de combustible que
traigo en el “Reno”. Creo que ayudarán. Estimados doctores, me pongo a vuestra
disposición.
Ante la perplejidad de los médicos que trataban de orientarse en esa confusa
situación, Aguirre prosiguió con entusiasmo y resolución:
—Primero voy a empezar colaborando con el vehículo... Es evidente que usted,
doctor Jara, y el enfermo no pueden seguir aguantando más esta posición. Dado que el
puente acaba de ser tomado, el “Reno” ayudará a alcanzar con celeridad el próximo
cruce... Y si la cosa se pone espesa... —articuló la oración mientras amartillaba la
escopeta de doble calibre—, usaremos esto.
El doctor Jara ya no ganaba para sobresaltos. Al fanatismo del padre Salazar se le
sumaba el incontenible deseo de cacería de Aguirre.
Sin pérdida de tiempo, los hombres concertaron la mejor defensa.
Los dos vehículos obstruían el paso del puente estacionados en forma de V. Flores
y tres policías más habían conseguido unos cuantos metros de alambrado de púas y los
habían desenrollado formando una pequeña barricada. Si el pelotón encabezado por el
sacerdote decidía franquear el cerco, cosa que era lo más probable, tendrían serias
dificultades y unos cuantos raspones. Todos eran conscientes de que había que evitar el
uso de las armas, pues el incidente, hasta el momento, no había pasado de las simples
amenazas verbales. Aunque, por otro lado, las circunstancias de la epidemia habían
sobresaltado a más de un vecino. Sólo faltaba que se encendiera la mecha para que
explotara el polvorín. Y, a decir verdad, el padre Salazar estaba colaborando de
maravillas con ese propósito.
Los hombres del sanatorio esperaron lo inevitable.
El griterío era infernal y las piedras se sucedían una tras otras martillando las
conciencias de los asediados. Las imprecaciones a rendirse y entregar al “demonio” ya
colmaban la cordura de cualquier ser humano. El Ford de Peralta Ramos junto al tilbury
que había traído Flores yacían destrozados en la entrada del puente y la pequeña
barricada de alambre y postes ya había sido cercenada y pisoteada por las tropas del
sacerdote.
Lo único que se había improvisado como última línea de defensa era un cordón de
combustible. El líquido regaba una delgada zanja que los hombres excavaban instantes
antes de la pedrada.
Ensoberbecido por el delirio y la religión, Salazar se había transformado en los
últimos dos días en un caudillo despótico y cruel, que amenazaba con inaugurar los
oscuros tiempos de la Inquisición medieval.
El doctor Jara conversaba con su colega Muntkell tratando de entender las
absurdas circunstancias de la locura colectiva:
—Es inevitable... la medicina es insuficiente y las autoridades no están dispuestas
a ayudar. El corrillo de delirantes no se detendrá. Con cada paso que dan se
envalentonan más y más, alentados por ese pobre infeliz. Lo que no entiendo es cómo
puede convencer a toda esta pobre gente que siempre fue fiel al trabajo y ahora debería
estar ayudando a los enfermos —decía mientras se tomaba la cara con las manos. Luego
agregó:
—Y yo acá encerrado y encima sitiado por este fanático... —se exasperaba Jara y
golpeaba los puños contra un escritorio. Los demás caballeros trataban de consolar la
desesperación de un doctor consagrado a los enfermos y atado de pies y manos debido a
la amenaza que se cernía sobre el pobre muchacho.
—¿Cómo está Pablo? —preguntaba Juan Héctor a cada rato.
—Los síntomas febriles de la primera etapa ya no están y el cuadro parece
disminuir por momentos para reaparecer con furia luego... Muy inestable es mi
conclusión —evaluó Muntkell con objetividad.
—Gracias, doctor.
Las piedras continuaban haciendo su impacto contra los ventanales de la
Asistencia Pública. Primero fueron algunos cantos aislados para luego convertirse en
una verdadera artillería que retumbaba por todos lados. Era necesario dejar que los
vidrios se rompieran inexorablemente, dado que los postigos habían sido retirados para
ser refaccionados y estaban recostados debajo de un cobertizo.
La situación empeoraba y ninguno de los presentes quería reconocerlo. Tarde o
temprano entrarían y sería el fin. Agachados y en cuclillas, tratando de no cortarse con
los vidrios rotos esparcidos por el piso, no podían divisar con claridad lo que ocurría
afuera.
Flores se incorporó y salió por una puerta lateral disimulada con una enredadera.
Todavía no habían cruzado la barricada pero unas treinta antorchas humeantes, palos,
azadas, rastrillos y agitaciones de brazos se alzaban del otro lado del arroyo. De un
momento a otro atacarían.
Una palma abordó el hombro de Flores por la espalda para darle ánimos y
confianza. Era el doctor Jara que le comentó:
—Trataré de calmar a la gente con algunas palabras.
El cabo intentó detenerlo pero su prudente consejo no bastó y Jara salió al frente
de la Asistencia, expuesto a los piedrazos.
—Señores, vecinos del pueblo de Mar del Plata, el jefe municipal se ha
desentendió de nosotros... y ha huido a la capital...
—¡Calláte Jara y entregá al muchacho, Satanás! —gritaban voces roncas y
apagadas.
—El tranvía —continuó el médico explicando la situación— no funciona. Los
dueños han retirados los animales por temor a que se enfermen y el suministro de
electricidad está cortado en los demás ramales. ¿Por qué no reinstalamos el servicio para
acortar distancias...? ¡Padre Salazar, acabemos con este absurdo y ponga a toda esta
gente a colaborar de verdad...!
Una piedra le rozó la mejilla derecha y abrió un surco leve en la piel. Pronto la
herida sangró y el cabo Flores alejó al confundido Jara de la vista de los sitiadores,
quienes llenaban de escarnios y vociferaciones el silencio de la noche.
Avanzaban directo al edificio.
Aguirre encendió la mecha y el combustible ardió con refulgente violencia. Una
cortina de fuego se interpuso entre sitiadores y sitiados.
El charco de petróleo era la última y agonizante defensa.
La figura del padre Salazar se distinguió en medio de la pequeña multitud
iluminada por el ardor de las llamas. Montaba sobre un caballo petiso y vestía un negro
hábito con una cónica capucha que le ocultaba el rostro por completo. Sólo su afilada
nariz podía advertirse ante el resplandor.
El sacerdote levantó los brazos al cielo y gritó con voz quejosa y flemática:
—¡Criaturas del demonio! ¡Combaten con la única arma que les pertenece! ¡El
fuego! ¡Malditos!
En pocos minutos la cortina perdería intensidad y la hueste vecinal la atravesaría
sin dificultad.
Salazar continuaba con delirio:
—Pronto sentirán el poder de la gracia divina. Pueblo de Mar del Plata, mirad
cómo nos han arrojado en nuestro camino de purificación, esos artefactos mecánicos,
dilectas criaturas del Averno que contaminan la senda del Señor con el infecto humo
negro de sus negras entrañas...
El sacerdote se refería a los coches destruidos por la turba. Ya hablaba para sí
perdido en alocadas razones:
—Estoy harto de esta civilización que espanta los nobles corazones y reemplaza la
comunicación con alambres eléctricos...
Deliraba presa de un paroxismo estremecedor. Nadie le prestaba atención. El
vulgo atravesó la delgada y moribunda línea ígnea y se abalanzó sobre el edificio.
Una tea encendida fue agitada con violencia y el viento dispersó sus chispas que
cayeron sobre las ropas de uno de los paisanos. Sin advertirlo, en poco tiempo empezó a
arder su camisola de chiripa y arpillera. Mientras otros trataban de evitar la quemazón,
Salazar ordenó:
—¡Es el momento! ¡No esperemos más, ataquemos la casa y destruyamos los
embrujos y hechizos maléficos!
La columna alcanzó el umbral de la construcción.
Dos hombres forzudos y de tamaña estatura mordieron la puerta principal con
poderosas y filosas hachas. En contados segundos, ésta quedó convertida en astillas.
Otros levantaban los postigos y los estrellaban contra los ventanales. Varios picaban las
paredes laterales con pesadas mazas.
Nada parecía importarles. Sólo el brutal deseo de destrucción.
Entraron alocadamente.
Se detuvieron en seco al pisar el hall de recepción.
Los doctores y demás caballeros formaban un minúsculo grupillo apiñado y
compacto. Estaban dispuestos a hacer fuego con las pocas armas con que contaban.
Detrás de ellos, las enfermeras cuidaban las puertas que conducían a las habitaciones.
Nadie habló.
La turba cedió el paso para que ingresara su líder.
Inexplicablemente el sacerdote se demoraba. Algunos vecinos giraban sus cabezas
para mirar lo que ocurría en el exterior. Faltos de dirección no atinaban a realizar un
nuevo movimiento. Además, el temor a un disparo los mantenía a raya.
—Sólo deseamos el cuerpo del embrujado —gritó Salazar montado todavía en su
caballo y con quejumbroso aliento desde el exterior.
Allá en la ribera próxima del arroyo, unos fanáticos colgaban una soga sobre un
mojado sauce llorón. Tétrico era el panorama previo a la injusta ejecución. El caserío
enmudecido, preocupado y temeroso no asomaba en el pueblo fantasma. Las calles
desiertas eran las sendas por donde transitaban el oprobio y la insultante atrocidad.
La turba se retiró lentamente hacia el exterior en busca de directivas precisas. Los
caballeros armados se animaron y asomaron sus narices en la entrada.
Aguirre adelantó unos pasos y descargó su escopeta en clara señal de no tener
intenciones de disparar. Movió un brazo e hizo descansar el caño de su escopeta sobre el
hombro.
La turba enmudecida comprendió el gesto. Algunos de los presentes trabajaban
para él. El patrón demostraba cierta cordura en esos momentos.
Aguirre miró a la concurrencia y preguntó con naturalidad:
—¡¿Por qué el padre Salazar no descubre su rostro?! Señores, nos pide que
entreguemos a un demonio. ¡Que lo haga de frente entonces!
El populacho miró desconcertado a su líder.
Salazar era una estatua ecuestre que parecía no tener vida. Sólo el animal se movía
de un lado para otro.
Afortunadamente, la pregunta obró como un latigazo en medio de las teas que
rodeaban a los sitiados. La pequeña tropa se impacientó. Esperaba ansiosa las enérgicas
palabras a las que estaba acostumbrada. El cura debía demostrarle al enemigo que no
había nada que ocultar.
Jara y Muntkell se acercaron a Aguirre e inspeccionaron los semblantes de
muchos de los presentes. Algunos sudaban con exageración y les costaba mantenerse en
pie. Los síntomas de la fiebre eran evidentes.
—Muchos de ustedes están en la etapa inicial de la enfermedad aunque lo
disimulen con hachas y palos —explicó Jara con voz altisonante y clara—. Pues
permítanme decirles que la fiebre tifoidea no se combate con esas armas. El sanatorio se
ofrece a atenderlos siempre y cuando no lo destruyan primero. ¡La decisión es vuestra y
sólo vuestra!
Intrigados esperaban que Salazar dijera algo. El cura estaba arropado y su silueta
parecía oscilar levemente hacia un costado. Algo raro ocurría.
Uno de los forzudos sitiadores se animó a acabar con la intriga. De un brincó
alcanzó a manotear la capucha que cubría el rostro de Salazar. El impulso que imprimió
el vecino en esta acción determinó que el cuerpo del cura se desplomara inerte contra el
suelo.
Estaba pálido, ojeroso, y volaba en temperatura. Una hemorragia nasal le
chorreaba con insistencia. El aspecto satánico se debía a un brote vertiginoso y
contundente de la fiebre.
Muntkell llamó a las enfermeras y pronto lo asistieron sin importarles la reacción
de la hueste.
Cuando los vecinos vieron la acción enérgica de las mujeres, comprendieron lo
desatinado de la empresa. Muchos arrojaron las teas al suelo y bajaron los azadones. La
cordura parecía recobrar fuerzas en el desolado caserío.
El tronar de sendos cascos inundó la oscuridad. El Juez de Paz llegaba en ese
momento con varios agentes.
Era el fin de la gesta inquisitorial.
Aguirre aplicó su tradicional dote de mando y arengó a sus empleados para que
dispersaran el grupo y trasladaran a las víctimas al interior de la Asistencia.
LOS DIFUNTOS
Según consta en los antiguos anales marplatenses, que guardan el polvo de décadas
olvidadas en los mohosos estantes del archivo municipal, estas costas bonaerenses
fueron, en tiempos de la conquista y la colonización de América, una tierra de
promisión y quimeras sin par. Sólo mucho después, el progreso y el escepticismo
quisieron que esas historias se perdieran de la memoria colectiva, a pesar de la ingente
tarea desarrollada por unos pocos historiadores locales; y el pasado, celoso de su
secretos, las disolvió en la turbia bruma de los mitos.
Afortunadamente, todo esto llegó a mi conocimiento gracias a la curiosidad y el
azar. Lejos de mí estaba acceder a semejantes relatos ya que, como periodista
enamorado de problemas viejos, mi intención era buscar datos históricos muchísimo
más profanos, cotidianos y terrenales. Estaba escribiendo un artículo sobre el
movimiento obrero marplatense durante la década del veinte y de pronto, mientras
hacía equilibrio sobre una silla desvencijada, tratando de rescatar de la humedad de un
estante una carpeta rugosa de color marrón, desde lo alto cayó con estrépito contra el
piso un manojo de papeles fuertemente atados con hilo.
En un primer momento no les di importancia. Los arrumbé contra un rincón y
proseguí con mi búsqueda. Trataba de hallar un ejemplar del diario “El Trabajo”, una
antigua publicación periódica que estuviera a cargo del partido socialista, y en el que
habían escrito prominentes personalidades políticas de principios de siglo. Hasta
entonces mi universo teórico giraba en torno de los conflictos sociales y económicos
del pueblo. Lo que por entonces no sabía era que, en breve, mi mente racional se
debatiría con un problema que rondaba con lo mágico y lo maravilloso.
Juan de Garay no se contentó con re-fundar Buenos Aires en 1580. Ansioso por
descubrir las riquezas del interior, envió a cuarenta de sus mejores hombres en pos de
la plata y del oro que se suponía se acumulaban a montones a sólo jornadas de la
desembocadura del gran río. Para ello, en noviembre del mismo año, organizó una
expedición que tenía por objeto rescatar los tesoros que pudieran encontrarse y
conseguir levantar asentamientos permanentes en lo que mucho después sería el
corazón de nuestra provincia.
El viaje fue largo y penoso. Los altos pastizales robaban mucho de la perspectiva
plana que actualmente disfrutamos cuando visitamos el campo, y el alimento era por
demás escaso. Así todo, promediando diciembre, la hueste conquistadora arribó a la
inmediaciones de las sierras de Tandil. Estaban cansados, con hambre y temerosos de
los muchos indios que, sabían, merodeaban en el agreste paraje.
Escribe Juan Ibáñez Gutiérrez, escribano de Su Majestad y miembro de esta
primera expedición, en noviembre de 1580:
Esta visión tan fría de las cosas, tan científica, me descorazonó un poco. En mi
fuero interno quería creer que todo aquello era cierto. Por suerte, y tras sortear una
serie de textos tan aburridos como ilegibles, llegué al documento que me catapultó al
mismo mundo imaginario de Papadopulos.
Estaba escrito por un gallego, Rodrigo Arias Melaztomo, y en él se hablaba de un
reino aislado, perdido sobre una meseta bonaerense, que rápidamente identifiqué con
“Los Difuntos”. Con toda seguridad el autor desconocía el testimonio del cocinero
griego, ya que había escrito casi sesenta años después de la fantástica experiencia del
heleno.
Me bajé del colectivo en Colinas Verdes y observé los campos cultivados de los
alrededores, custodiados por las grandes sierras del sistema de Tandilia. El contraste
entre la pampa y los cerros era singular. Parecía que la naturaleza hubiera generado
caprichosamente sobre la planicie aburrida de los labrantíos, enormes forúnculos
pétreos para que el viajero se preguntara, una y otra vez, respecto del origen de
aquellas montañas. De hecho, estaba pisando uno de los suelos más antiguos del
planeta. Cientos de millones de años atrás, esos picos eran tan altos como los Andes, o
los Alpes. Sólo la erosión del agua y el viento los había convertido en las poco sinuosas
mesetas que se levaban ante mi vista.
El chofer del micro giró en una rotonda de tierra, aguardó quince minutos y pegó la
vuelta para Mar del Plata. Allí terminaba su recorrido; y como era sábado, no había
nadie en las inmediaciones de la parada. Sólo un almacenero apostado en la puerta de
su comercio, que me saludó indiferente con un leve movimiento de cabeza.
Sin decir nada, me acomodé la pequeña mochila que traía sobre la espalda y
marché con paso firme en dirección de la sierra de “Los Difuntos”, a unos doscientos
metros de distancia.
¿Qué pretendía encontrar en la cima? No lo sabía. Por lo pronto, el cerro ya no
tenía la proverbial nube de las crónicas españolas, ni se plantaba con la dignidad
aterradora de antaño.
Salté el alambre de púas que bordeaba la ruta y comencé a ascender por la ladera.
Media hora después, mi corazón bombeaba sangre con un ritmo desenfrenado. Me
agité, por lo que tuve que parar constantemente cada diez pasos a tomar aire y
recuperar la fuerza de las piernas. Finalmente, para el mediodía, había alcanzado la
cumbre.
Desde la base del cerro era imposible imaginarse lo grande que era aquella planicie
elevada. Extensa y pelada, sólo rocas y viento habitaban el lugar. Los pocos bosques
que se apretaban al suelo, se situaban sobre las laderas internas de un abra redondeada
que encerraba, allá en la pampa, un molino destartalado con su tanque de agua.
Recorrí la meseta durante tres horas, alejándome más y más de la ruta 226 que
corría de abajo . Observaba el paisaje con curiosidad. Buscaba huellas de
asentamientos primitivos, piedras talladas, altares, algo que me indicara que ese lugar
había estado habitado desde hacía siglos. Pero sabía que no estaba preparado para
reconocer esas cosas. No era arqueólogo o historiador, sino un modesto periodista de
pueblo con demasiadas cosas fantásticas en la cabeza. ¿Qué había sucedido con mi
centrado positivismo? Yo era un hombre serio, o al menos así me gustaba que me
vieran. Jamás me había colgado al tren de la fantasía; pero ahí estaba, conduciendo su
locomotora a toda velocidad en pos de monstruos mitológicos.
Hacia las cinco de la tarde, cuando los rayos del sol ya se debilitaban en vísperas de
la temprana noche invernal que se avecinaba, observé a lo lejos una oquedad de gran
tamaño que semejaba una cueva, sin serlo del todo. Caminé en dirección a ella algo
indeciso. Ya era tarde y si no pegada la vuelta de inmediato la oscuridad iba a caer
sobre mí en pleno descenso. Eso no era bueno, pero la curiosidad fue más grande que el
temor a ser devorado por las tinieblas.
Sorteé piedras descomunales por espacio de diez minutos y llegué a la entrada del
agujero. En efecto, no era la típica cueva de la películas; representaba sólo una saliente
rocosa muy pronunciada, dentro de la cual observé los restos de un fogón. Alguien
había estado acampando en el sitio, no hacía mucho tiempo. Di un vistazo a los muros
tapizados de hollín y me subí el cuello de la campera con la firme intención de iniciar
el regreso, pero de repente un chubasco helado empezó a descolgarse desde el cielo y
toda la superficie de la meseta se empapó en minutos, volviéndose resbaladiza y
peligrosa. Sólo un rato más tarde, la lluvia se volvió persistente. El anhelado retorno a
Mar del Plata, a un buen baño caliente y a mi cama, debió posponerse. Para las ocho de
la noche la oscuridad era casi total y de no haber sido por los troncos residuales del
viejo fogón, hubiera tenido que pasarla inmerso en la penumbra.
Maldije mi falta de cálculo. Tendría que haber bajado de aquel cerro mucho tiempo
antes. Pero ya era tarde para lamentarse.
Dos horas más tarde, un viento congelado despejó el cielo y la negritud del cielo se
iluminó con la luz de una luna menguante, mortecina y lúgubre.
¿Acaso estaba volviéndome loco? ¿Cómo era posible que estuviera pasando la
noche en medio de una montaña, solo y sin comida? Evidentemente, muy dentro mío,
no creía en nada de lo que había leído y escuchado en los últimos días. De tener la
“mente abierta”, como decían los newagers que salían permanentemente por televisión
argumentando irracionalidades, jamás hubiera permitido que el crepúsculo me
sorprendiera alejado de la civilización (por más que ésta estuviera a sólo tres horas de
viaje). Mi carácter miedoso de la infancia parecía nunca haber existido.
La cueva me resguardó del frío. Sus paredes, alisadas por la erosión, reflejaban la
luz de la fogata que había prendido, produciendo un extraño efecto de movimiento
permanente todo a mi alrededor. Me senté, abracé con los brazos mis piernas
flexionadas y así, en una posición fetal semejante a la de las momias del noroeste,
permanecí en silencio luchando contra el sueño. Fue entonces cuando advertí que mi
propia sombra se reflejaba en el aire espeso del recinto en el que me hallaba.
Me asusté y, sobresaltado, advertí que una niebla densa y blanca se devoraba el
paisaje y el firmamento estrellado. Me encontraba dentro de una sopa gaseosa tan
espesa como el algodón, que impidió en segundos ver más allá de mi brazo extendido.
Cinocéfalos.
La palabra retumbó en mi cabeza con fuerza, e imágenes salidas de mapas
medievales y viejas películas de Hollywood se reeditaron en las misteriosas
circunvalaciones de mi cerebro, trasladándome a un tiempo sin sentido, en el que todo
era posible.
Volvía a sentir miedo. Un miedo que se dilató hasta el infinito cuando advertí que
tres o cuatro sombras, que no eran reflejos de la mía, me rodeaban en silencio, ocultas
por el muro de neblina.
Retrocedí hasta el fondo de la cueva y protegí la espalda con las rocas.
—¡¿Quién anda ahí?! —grité impostando mi tono de voz, que salió por la garganta
como si fuera la de un militar retirado, pretendiendo imponer su jubilada autoridad.
No contestó nadie, pero las siluetas seguían moviéndose delante mío. Podía
distinguir sus contornos humanos del cuello hacia abajo, porque las cabezas en nada se
parecían a las de un Homo Sapiens evolucionado. Se veían extrañamente alargadas,
oblongas; semejantes a las de un perro. De repente, la leyenda se volvía realidad ante
mi helada sorpresa; y cuando menos lo esperaba, un hocico repleto de colmillos se
abrió paso entre la niebla con las fauces abiertas de par de par, exudando una baba
amarillenta y asquerosa, que se sacudió con el alarido infrahumano salido de su
garganta.
Grité, horrorizado, con una fuerza que parecía salirme del estómago. Caí de rodillas
al piso, tomándome los oídos con ambas manos y sentí una corriente cálida correrme
por las piernas: acababa de orinarme encima.
Las sienes me latían, los ojos se me nublaron y antes de que tomara cabalmente
conciencia de mi propio espanto, perdí el conocimiento.
Cuando me desperté estaba tendido sobre bosta de vaca, en medio del campo y a
más de trescientos metros de la cueva. De hecho, estaba en la planicie en la que se
levantaba el molino maltrecho que la tarde anterior había visto desde la cima. Alguien
me había trasportado hasta allí. Estaba sucio y con la campera tajeada a la altura de las
costillas. Me examiné y vi que no estaba herido. Traté de reincorporarme pero al
apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre el brazo derecho, éste de hundió
repentinamente hasta el hombro en lo que pareció era la madriguera de un peludo.
Maldije en voz alta y lo saqué de un tirón, desparramando una buena porción de
tierra negra y fértil sobre la boca misma del hoyo. Cuando observé con cuidado, advertí
que un objeto de extremos romos, largo y de un color marrón apagado, se mezclaba
con el humus, el excremento y el pasto recién arrancados del suelo.
Era un fémur. Un fémur que parecía humano.
Lo tomé entre las manos, le limpié la tierra que tenía adherida a su superficie y me
lo guardé en el bolsillo de la campera, conteniendo el impulso de seguir excavando.
Me paré, traté de sacar fuerzas de algún lado y, muerto de cansado, rodeé por la
llanura toda la base de la sierra en dirección a la ruta.
Para las seis de tarde, ya estaba en casa.
Cuatro meses más tarde, Francisco recibió los resultados del análisis, practicado a
los documentos en el laboratorio de La Plata.
Eran falsos. La tinta, el tipo de papel, e incluso los giros lingüísticos no se
correspondían con las fechas que los papeles consignaban. A lo sumo tenían sólo cien
años de antigüedad. Eran un fraude grosero, de mala calidad y sin intenciones claras.
Jamás escribí el artículo que pensaba publicar al respecto. Tampoco hice público el
estudio que le practicaron al fémur con carbono catorce, razón por la cual nadie se
enteró que el mismo tenía casi cuatrocientos veinte años de enterrado.
Francisco se rió de mi experiencia en “Los Difuntos” y no me animé a conversar de
nuevo con el matrimonio informante.
Desde entonces he dudado de mis sentidos, y mi cordura no es más el bastión
inexpugnable que solía defender a capa y espada; aunque debo confesar que por las
noches, cuando oigo aullar a los perros vagabundos, los pelos se me erizan de terror
Naturalmente, jamás regresé a la sierra.
***
ENERGÍA
El desperfecto mecánico era una mentira. El tren había sido desviado para
descargar dos baterías defectuosas y ser remitidas a Buenos aires a la brevedad. En
realidad sólo una de ellas sería reparada, pues la otra...
El camión ingresó reculando hasta el borde del andén. Gruesas capas de corcho y
punteras de caucho como refuerzo disfrazaban al vehículo.
Los soldados montaron sobre sus hombros los lanzallamas y se encaramaron a los
vagones mientras indicaban a los conductores de las grúas que acercaran los guinches.
Abrieron una receptáculo metálico sobre el techo del carro y accionaron una
botonera con claves numéricas. El techo crujió agudamente y empezó a descorrerse
automáticamente.
El interior del vagón fue bañado por la luna y mostró varios cofres de acrílico
opaco, cuadrangulares, de color gris con números y letras estampadas en los costados.
Los buzos se sumergieron en el interior y engancharon las cadenas a dos de ellos.
La grúa los izaría cuando estuvieran bien sujetos.
A una orden de los operarios, las cajas fueron elevadas y extraídas del tren. Una
de ellas fue depositada de forma pausada y conveniente en la parte trasera del camión.
Ya Bermúdez vestía las ropas adecuadas y escuchaba atento a su superior.
—Lo que le voy a mostrar no lo dejará dormir esta noche —aclaró el coronel—.
No tengo autorización para hacerlo, pero no voy despedirme de usted con intrigas.
Entre oficiales no corresponde. Venga, acompáñeme.
El capitán entendía cada vez menos. ¿Electricidad?, ¿Cubos de dimensiones
considerables y de acrílico? ¿Caucho hasta en las terminaciones de las vías?
El olor a goma lo impregnaba todo esa noche.
Domingorena trepó a la parte trasera del camión y desgranó con sus botas el borde
recubierto de corcho. Le tendió una mano a Bermúdez; y de un salto, los dos hombres se
encontraron frente al cuadrado opaco y misterioso.
Domingorena extrajo una pinza de su cinturón de hombre rana y la insertó en un
orificio que apenas se notaba entre las inscripciones identificatorias del cubo.
La hizo girar hacia la derecha.
Una pequeña placa se descorrió y dejó a la vista de los militares una diminuta
mirilla transparente.
Del interior del cubo salía un destello azulado muy intenso. Parecía que un sol
estuviera encerrado en ese cubil.
Domingorena facilitó unos anteojos al capitán y lo invitó a que presenciara el
interior.
El joven oficial se agachó y puso su ojo en el rabillo.
El terror le doblegó sus piernas.
El pavor hizo que su boca se abriera hasta babear.
Una figura humana estaba sentada en una silla aprisionada por gruesos grilletes en
los pies y las muñecas. Un cinto metálico a modo de vincha recubría su lacerado, calvo
y renegrido cráneo.
La criatura no poseía abdomen y sus costillas se dilataban y contraían en un
acelerado movimiento oscilante que producía anillos fulgurosos de energía ascendiendo
hasta el cuello desparramándose por el espacio en miles de descargas similares a
potentes rayos. Decenas de alambres se incrustaban en el cuerpo y tironeaban la
putrefacta y gelatinosa carne. Los ojos blancos miraban sin mirar y se insuflaban por
dentro como pequeños globos.
Esa monstruosidad abominable temblaba a una vertiginosa velocidad, tanto que al
ojo humano le costaba trabajo fijar la vista.
Desgarraba sus labios tensos en clara actitud de dolor y aflicción.
Nada se escuchaba; el aislamiento acústico era total.
Domingorena creyó conveniente cerrar la mirilla.
Bermúdez estaba pasmado y no articulaba palabra.
Descendieron del camión. El capitán no entendía nada. El coronel ilustró con
claridad en su voz:
—No tema por eso que ha visto allí dentro. No son personas. Algunos sostienen
que alguna vez lo fueron. Yo prefiero pensar que no. Eso me tranquiliza.
—Señor, ¿qué son entonces? —preguntó Bermúdez algo repuesto del colapso.
—Zombis. Simplemente zombies, extraídos de cementerios y preparados para
desempeñarse como baterías de alta tensión —dijo y se quedó pensativo. Luego agregó:
—Es increíble el poder energético que pueden llegar a desarrollar. Y a un costo
relativamente bajo.
Una impericia del operario de la grúa hizo precipitar la segunda caja contra el
suelo.
El cubo se cuarteó misteriosamente. La tropa accionó los lanzallamas y esperó
órdenes.
El cubo terminó de abrirse en una milésima de segundo.
El zombi se había liberado de los grilletes y emergió sobre la explanada de la
estación envuelto en una nube de electricidad. La descarga fue inocua para el personal
que estaba a salvo con su indumentaria.
La velocidad en el vacío del cubo se había trocado en torpes movimientos ahora
que estaba en la atmósfera. La criatura energética pugnaba por reponerse de ese efecto.
Los soldados descargaron de sus pistolas densos chorros de blanca, chirla y
reluciente cola líquida. El torrente resinoso fluyó de las armas y bañó al zombie, que
quedó sepultado bajo una cáscara pastosa y pegajosa.
Estaba aislado y los hombres de Domingorena procedían a limpiar el lugar.
El coronel protestó a los gritos:
—¡Tengan cuidado con los efectos del adhesivo vinílico! ¡Sargento, controle a sus
hombres!
Miró a Bermúdez y acotó con cierta reserva, para no ser escuchado por los demás:
—Si el General sigue insistiendo en que los cubos se fabriquen en Paraguay, se va
comer una gruesa puteada del Dr. Richter en cualquier momento.
EL DRAGONEANTE
El casco hizo las veces de pararrayos y cuando la flamígera descarga eléctrica cayó
desde lo alto, impactándole en la nuca, su cabeza se vio desprendida del cuerpo,
completamente tronchada, como si fuera un repollo que acabara de separarse del tallo.
A borbotones manó la sangre de aquel muñón cauterizado, mientras el cuerpo
decapitado se retorcía en el suelo, luchando por conservar la vida que fluía desesperada
por un cuello violentamente amputado. A dos metros de él, la cabeza gesticulaba con
espasmódica sorpresa, girando los ojos en redondo, abriendo y cerrando la boca como
si fuera un pez agonizando fuera del agua.
Siguió lloviendo por espacio de tres horas y para cuando la tormenta hubo pasado,
el uniforme blanco de marinero, el capote de nylon y el cadáver del conscripto, yacían
embarrados en el suelo, a escasos seis metros de la puerta de acceso al faro de la ciudad
de Mar del Plata.
La tragedia agitó los ánimos en la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina
(ESIM) durante más de una semana. Se decretó luto en honor del imaginaria fallecido
y los oficiales de mayor jerarquía enviaron los pésames correspondientes a sus
familiares cercanos. Como era de esperar, los periódicos locales hicieron suya la
historia y la mantuvieron viva a lo largo de toda la temporada. Pero cuando el mes de
marzo inauguró los últimos días del verano, muy pocos recordaban el nombre y el
apellido del pobre muchacho, muerto por la furia descontrolada de un rayo.
A la memoria de
NEREO DARDO PEREYRA
Marinero Dragoneante de esta Base Militar
muerto trágicamente en el cumplimiento de su deber
el 2 de enero de 1932
Sólo una semana después, las denuncias empezaron a acumularse sobre el escritorio
del puesto de guardia de la ESIM. Los conscriptos se negaban a patrullar un
determinado sector de la base y nada ni nadie —ni siquiera las amenazas de arresto—
podían hacerlos cambiar de opinión. De hecho, se produjo en la escuela de suboficiales
una especie de conato de rebelión pacífica por parte de los escalafones de menor
jerarquía, a los que muy pronto se les sumaron un cabo y un par de oficiales, de los
considerados macanudos por la tropa.
Se habló de insubordinación, de cobardía, e incluso el jefe de la delegación,
Capitán de Corbeta Rubén Salomones, apremió a los dos oficiales con degradarlos y
someterlos a una corte marcial si persistían en el apoyo que le habían dado a los
marineros. Era inconcebible que la línea de mando se viera rota. Si el problema
persistía, y la noticia llegaba a Buenos Aires, la temible Junta tomaría cartas en el
asunto y la carrera de Salomones se vería seriamente perjudicada. Por ese motivo no
había elevado ningún informe a la superioridad y trató solucionar el problema sin que
trascendiera más allá de los alambrados que rodeaban el perímetro militar de su
incumbencia.
Eran las tres de la tarde cuando el cabo Dante Rodríguez, trémulo y a punto de un
colapso nervioso, ingresó en el despacho del jefe máximo.
Era una oficina de lo más estereotipada. Finas cortinas de algodón, estampadas con
motivos de anclas entrelazadas, cubrían el gran ventanal que daba hacia la costa
atlántica y el faro. Sobre las paredes, más de una docena de platos colgados y
vivamente ilustrados con siluetas de barcos de guerra, explicitaban un horror vacui por
los espacios en blanco, y justo al lado de un diploma —enmarcado en fina madera de
cedro— una colección de nudos náuticos terminaban de darle al despacho el aspecto de
un mediocre museo de puerto.
Sobre el escritorio, la pila de carpetas con sello “confidencial”, resguardaban de la
vista de los curiosos los temas secretos, los Asuntos de Estado (fechas de desfiles,
movimientos operativos de simulacros, cantidad de pistolas y fusiles, etc), que le
quitaban el sueño al maduro regente de la ESIM.
Tenía que justificar su posición y el sueldo de alguna manera.
—Así que usted es el cabo Rodríguez —pronunció en voz baja Salomones mientras
observaba de arriba abajo al subordinado, desde su escritorio forrado de papeles
sellados—. Usted es el cagón que anda hablando pavadas por ahí, alterando a los
marineros y apoyándolos en sus huevadas—.Rodríguez no movió un pelo. Una
transpiración fría le recorría la espalda—. ¿Pero qué clase de tagarna es usted, mi
viejo? ¿No se da cuenta que con esa conducta está corriendo peligro su carrera? Si
sigue apuntalando a todos esos cobardes que se dicen aspirantes a suboficiales, cabo,
va a terminar en el chiquero de donde salió. ¿Usted cree que está capacitado para hacer
otra cosa que no sea esto? —Lo miró fijamente a los ojos, se puso de pie y caminó
hacia él. Dante fijó la mirada en una de las anclas del cortinado. No veía la hora de salir
corriendo de ese lugar. Entonces, Salomones le susurró casi en el oído:—Que se le
meta bien esto en la cabeza, Rodríguez, usted es un sorete, y en las fuerzas armadas los
soretes no piensan, obedecen. Así que, a partir de ahora, me organiza bien las guardias,
me ubica a los más cagones en los puestos que se niegan a ocupar y se deja de divulgar
pelotudeces sobre... —dudó unos segundos y terminó la frase diciendo:—... sobre eso
que usted bien sabe.
—Pero..., señor —carraspeó Rodríguez—, no me van a hacer caso...
—¿Cómo que no le van a obedecer? ¡Usted tiene mayor jerarquía! —gritó el
capitán desaforado—. ¡Le tienen que obedecer! De lo contrario ya mismo está
arrestado, junto con los dos oficiales que hoy sancioné.
Dante bajó la mirada al piso, en señal de sumisión.
—Compréndame, señor...
—¡El Señor está en el cielo! —aulló Salomones sacudiendo los brazos—. ¡Yo no
soy señor de nadie!
—Perdón, mi capitán de corbeta —se corrigió de inmediato—, pero
compréndame... Desde hace días nadie quiere patrullar el área del bosque de la que
usted habla. Tienen miedo....
—¿Miedo? —mordió la palabra con sorna y furia contenida.
—Bueno es...
—¡Miedo! ¡Los señores tienen miedo y usted se lo sigue alimentando! Pero, ¿qué
clase de maricones son todos, carajo? Si el jefe de la base, que soy yo, dice que la zona
en cuestión se tiene que patrullar, ¡se patrulla!...
—En ese caso, capitán —indicó arrastrando las sílabas—, arrésteme ya mismo
porque yo, y perdone señor, no puedo acompañarlos...
—¡Pero, cabo de mierda! ¿Cómo se atreve a...?
—¡Yo lo vi, capitán! —interrumpió Rodríguez casi en un sollozo— ¡Le juro por la
memoria de mi madre que lo vi!...
—¿A quién fue que vio?
—Al dragoneante ..., al Dragoneante Sin Cabeza.
Y sin decir más, el cabo se lanzó a llorar.
***
U-530
Don Anselmo salió rumbo a la fogata que los chicos habían encendido para tomar
unos mates. El viejo puestero habitaba una humilde casita a unos metros de la costa y
solía invitar a comer un asadito a los hijos de los vecinos más cercanos. Esa noche
disfrutaba de la compañía de Federico Denigo y su íntimo amigo Pedro, el hijo del
almacenero Fritz.
La noche era templada y estaba estrellada. La luna bañaba con su plateado
resplandor la superficie del mar. Constituía un verdadero placer trasnochar sobre la
arena alrededor del fuego acogedor de los leños ardiendo en la oscuridad.
Don Anselmo se sorprendió cuando, después de caminar unos cincuenta metros
por el sendero escarpado que conducía a la playa, no encontró a los chicos. Los increpó
con su voz en alto pero los mocosos traviesos no contestaban. ¿Dónde se habrían
metido? El puestero les había advertido que no se metieran en los arbustos espinosos de
las dunas y que no visitaran el pequeño embarcadero, pues sus tabiques estaban
demasiado gastados por la acción del mar.
Recorrió la costanera llamándolos y haciendo señas con su pequeña linterna
portátil.
Nada.
Luego recordó las bromas que los pibes acostumbran a hacer y trató de calmarse.
Pero no pudo. Después de todo, eran su responsabilidad y, si bien no corrían ningún
peligro en los alrededores, ya era un poco tarde para que anduvieran sueltos por allí.
Alcanzó la punta de un médano justo en el borde oriental de la ensenada más
próxima a su casa y observó dos bultos pardos recostados sobre el montículo de arena
más alto. Se tranquilizó. Los chicos estaban abstraídos contemplando la costa. Algo
parecía capturar su atención, de forma que no escucharon cuando el viejo se acercó por
atrás.
—¿Qué andan haciendo por acá, gurises? —les preguntó el anciano, agitado por la
caminata nocturna.
—¡Mire Don Anselmo! Allá, en el codo rocoso donde nos rescató papá el verano
pasado. ¿Ve?
El viejo estaba algo aturdido por el nerviosismo inicial y deseaba regresar a su
rancho cuanto antes.
—Chicos, yo ya estoy un poco grande para jugar a los misterios. Se vienen
conmigo inmediatamente o no los invito más... ¡Vamos!
El puestero se incorporó sin prestar atención a la referencia de los muchachos,
pero inconscientemente sus ojos capturaron una silueta extraña que se acercaba a la
playa a gran velocidad. Luego percibió el ruido sordo, lejano y apagado de un motor y
se agachó sobre el montículo a compartir la curiosidad.
—Esa lancha emergió de la oscuridad y la venimos observando desde hace un
buen rato. Ha dado varias vueltas en círculo y no sabemos si tiene intenciones de
alcanzar la costa —comentó Pedro.
—¡Déle, déle, Don Anselmo! Acerquémonos a ver de qué se trata —imploraba
Federico, tironeando la camisola del gaucho.
Don Anselmo se preocupó entonces de veras y calculó los peligros. Recordó
viejas épocas cuando los contrabandistas asolaban las costas del partido y amenazaban
la tranquilidad y seguridad de los pobladores locales.
—¡Chicos, se dejan de joder y se vienen conmigo! No quiero más problemas con
ustedes...
Pedro fue el primero en interrumpir el reto del viejo:
—¡Espere, espere! ¡Mire! ¡Están desembarcando!
En efecto, la lancha se había decidido finalmente y ahora su quilla rozaba la
húmeda arena de la playa. Las luces de unos reflectores zigzaguearon por el perímetro
circundante. Cuatro hombres pusieron pie en tierra y corrieron a toda carrera hasta
perderse en los arbustos que cubrían los médanos.
Dos más ellos parecían portar rifles en sus espaldas. Sujetaron la embarcación y
descargaron una caja liviana, para depositarla sobre la arena con extremo cuidado.
No había duda para Don Anselmo: eran contrabandistas. Se enojó y refunfuñó:
—¡Otra vez volvemos a lo mismo! Le avisaré al comisario.
Los chicos no comprendían lo que realmente sucedía y el viejo se asustó
realmente por la seguridad de ellos. Había más de doscientos metros hasta la casita de la
playa y de allí al pueblo unos tres kilómetros. Era urgente ponerse en camino con las
criaturas.
Don Anselmo se incorporó con cierta agilidad y agarró a los muchachos de las
solapas y los levantó en el aire con sus curtidos brazos que no habían perdido del todo la
fuerza.
Se encaminaron por el sendero, de regreso.
—Por acá no vinimos, don Anselmo. Nosotros descubrimos un camino que está
lleno de lagartijas y escarabajos... Es por acá a la vuelta... Venga que le muestro —
insistía Federico mientras el puestero apuraba el paso con intranquilidad.
El chasquido inconfundible de una pistola al ser cargada se recortó en el aire
nocturno. El viejo la sintió muy cerca de su nuca pero se había engañado. Un hombre
corpulento vestido con gabán de marinero le había cortado el paso a pocos metros más
adelante, justo en el ascenso de una cuesta.
Unas órdenes pronunciadas en lengua extranjera no fueron comprendidas por el
gaucho que instintivamente había colocado a los niños detrás suyo.
El desconocido avanzó con paso firme y resuelto en dirección de los asustados
pueblerinos. Apuntó con el arma al puestero. El viejo estaba paralizado y aferraba a los
niños a sus caderas.
Fueron unos segundos de tremenda excitación. El viejo temió por la vida y
levantó los brazos en señal de rendición.
Dos hombres más aparecieron por detrás e iluminaron con reflectores los rostros
de los atemorizados vecinos.
—¿Qué andan haciendo por acá, ustedes?
La voz resonó apacible y familiar. Los prisioneros giraron sus cabezas en
dirección de su procedencia.
—Don Anselmo, ¿no le parece un poco tarde para andar husmenando por allí? —
volvió a articular la voz.
—¿Papá?¡Papá! —gritó con desesperación Federico quien trataba de ubicar a su
padre.
El viejo se atrevió entonces a contestarle a su vecino, pero con cierto recelo:
—Mire que me ha hecho asustar, señor Deniego —decía mientras intentaba
recomponer la situación en su cabeza.
Los marineros extranjeros formaban una medialuna muda y compacta. Las luces
cesaron y la claridad de las estrellas aportó cierta naturalidad al inesperado encuentro.
Deniego abrazó a su hijo y acarició la cabellera de Pedro. Luego articuló unas
palabras y los misteriosos hombres lo dejaron a solas.
Don Anselmo conocía la política de los contrabandistas y el pobre viejo consideró
su inminente suerte. De todas formas atinó a aclarar con resignado tono:
—No quiero mezclarme en asuntos que me son ajenos —musitó y sus palabras
empezaban a adquirir un tono de súplica.
Deniego lo tomó del brazo y le imprimió un apretón para despertar confianza en el
paisano:
—¡Déjese de joder, don Anselmo, no pasa nada! —aclaró y posó su mano encima
del hombro del viejo.
Caminaron todos hasta la casa del puestero. Allí aguardaron unos minutos. Los
hombres de Deniego esperaban a otros que llegarían de un momento a otro.
No se encendieron las luces; sólo los faros portátiles y la luna aportaban la
necesaria claridad. Los niños fueron sentados en el suelo. Federico se sentía algo
asustado por las personas desconocidas pero veía a su padre y parecía tranquilizarse. Ya
habría tiempo para formularle las dudas a papá. En cambio, Pedro observaba a don
Anselmo cuya silueta petisa y ancha se recortaba en la penumbra, al lado de un guardia
que le sujetaba un brazo.
Nadie emitió una sola palabra. El ruido del mar y el viento que azotaba las chapas
sueltas de la vivienda, se escuchaban en la noche serena.
Parecían aguardar algo. Cada tanto, revisaban los relojes. Deniego fumaba un
cigarrillo mientras salía y entraba constantemente. Empezaba a intranquilizarse.
Pasó una media hora.
Por la ventana que daba al camino, se divisaron finalmente contornos humanos.
Uno de los hombres procedió a realizar las señales convenidas y las manchas a la
distancia devolvieron el mensaje. Eran las personas que aguardaban.
Unos segundos después, el galopar de un caballo se sintió en la lejanía. El sonido
de los cascos que horadaban la tierra provenía del pueblo. El animal resopló por la
fatiga del andar. El jinete descendió con apuro.
—¡Deniego! ¡Deniego! ¿Está todo en orden? —preguntó el jinete desde el
exterior.
Pedro reconoció la voz de su padre. ¿Qué ocurría entonces? Demasiadas sorpresas
para poder elaborar una conclusión.
Deniego salió al encuentro del almacenero e intercambiaron palabras.
—¿Por qué no te llevás a los chicos a casa? ¡No tienen nada que hacer aquí! —
dijo el señor Fritz.
Deniego asintió y preguntó en voz baja:
—¿Qué hacemos con don Anselmo?
Fritz se acarició la barba y adoptó una postura pensativa. Miró de reojo hacia la
casa y resolvió con rapidez:
—Después vemos... —concluyó en forma dubitativa.
Deniego retiró a los niños y abandonó la casucha rumbo al pueblo. Antes de subir
al carro, Pedro miró a su padre con desconfianza. Éste le sonrió con exigida simpatía y
se desentendió del muchacho. Su mente estaba en otra cosa. Era un desconocido para el
chico que observó la llegada del segundo contigente mientras se alejaba en dirección a
su casa.
Bruscos y enérgicos saludos con brazos erguidos y en alto se produjeron en el
interior de la morada.
—¡Hi, Hitler!—resonó con estridencia y confirmó la presencia del líder en la
costa bonaerense, acompañado de un seco redoblar de tacones.
Adolfo desabrochó su gabardina y cruzó las manos detrás de la espalda. Estaba en
el centro de la escena con las piernas abiertas y el mentón elevado. Un soldado le acercó
una silla de mimbre pero el hombre rechazó el ofrecimiento.
Los rayos de luz de las portátiles enfocaron la cara de don Anselmo que
contemplaba el suelo y comprendía su desgraciada suerte. Hitler observó con desprecio
al paisano y desvió su mirada hacia Fritz, quien pareció entender que el anciano no
debía vivir por mucho más tiempo.
El Fürher destrabó sus manos, alzó una de ellas y chasqueó los dedos. Dos
hombres tomaron al viejo con insolencia y se lo llevaron al exterior.
Luego ordenó que depositaran el maletín sobre la mesa. Los soldados alumbraron
de forma conveniente y la valija de cuero negro brilló en la oscuridad. Un oficial
accionó la combinación. Después de un chirrido electrónico, la tapa se desplegó. En su
interior, un panel contenía dos luces rojas y una serie de botones.
Fritz entregó entonces una llave plateada de curioso formato que portaba en su
chaqueta.
Hitler la recibió y brillaron sus ojos como si se tratara de una valiosísima reliquia
perdida. La observó con delicioso interés y la introdujo en una ranura sobre el costado
derecho de la consola.
Su mano hizo girar la llave con delicadeza.
Un nuevo silbido eléctrico se escuchó. Las luces rojas parpadearon y cambiaron a
un verde que reflejaba su intensidad sobre el macabro rostro del líder nazi.
Éste movió las comisuras como si esbozara una risa contenida y nerviosa. Su
bigote rapado bailó sobre el labio superior hasta que las señas de satisfacción se hicieron
evidentes en su cara.
Se alisó el mechón de pelo lacio y llevó su otra mano al corazón. Una exhalación
de aire salió de sus pulmones. La tensión disminuía en su cuerpo. El largo viaje había
valido la pena.
No había mucho tiempo.
Todos estaban alertados de una posible operación de captura.
Hitler cerró la valija y la entregó a sus hombres.
Saludó cordialmente al almacenero con un apretón de manos e intercambió
algunas frases de despedida mientras la tropa evacuaba el lugar.
Como fantasmas que deambulan por la noche, el comando alemán en su totalidad
se evaporó en la negrura de la arenosa penumbra marina.
LA MADRIGUERA
La mesa directiva estaba citada para las cinco de la tarde, pero como de costumbre
el vicepresidente, los vocales y el contador llegaron con media hora de retraso.
Ahumado, ansioso y montando en cólera, los recibió sin decir palabra desde su
butaca de cuerina inglesa que presidía la mesa de conferencias.
Esperó a que todos ocuparan sus lugares y guardó silencio hasta que el murmullo
de los saludos desapareció.
—He tenido que convocar a esta reunión de manera urgente por una serie de
problemas que se han suscitado en la obra —dijo sin elevar los ojos del vidrio de la
mesa. Todos se miraron extrañados—. Como sabéis bien, nos hemos comprometido
con el gobierno local a inaugurarla en los primeros meses del año que viene y yo soy
un hombre de palabra. Pero sucede que ahora hay problemas con los obreros y me temo
que, de no solucionarlos de inmediato, nuestro teatro se retrasará más de lo
conveniente...
—¡Qué van a decir los italianos de nosotros! —exclamó un vocal.
—¿Qué es lo que está pasando, Don Juan? —preguntó otro.
Ahumado elevó la vista y escrutó los rostros de los cinco presentes.
—Encontraron una cueva en el foso de atrás. Parece que es la madriguera de un
roedor o de algún otro bicho excavador.
—¿Y?... ¿Cuál es el problema?
—El problema es que el túnel mide casi tres metros de alto y que la gente dice
haber visto un monstruo dentro de él.
—¿Un monstruo? —detonó Manuel Carrera, vicepresidente de la Sociedad.
—Así expresan —repuso Ahumado.
—Pero, ¿qué tontería es esa? —espetó el contador con una sonrisa escéptica entre
los labios
—No lo sé. Tontería o no, la gente se niega a trabajar y el capataz los apoya en la
medida. Ahora, yo me pregunto, ¿qué le vamos a decir a Pascual, cuando regrese de
Buenos Aires?
Un silencio sepulcral se expandió por toda la sala.
Ángel Nepomuceno Pascual era el arquitecto autor del proyecto. Había ganado en
1920 el Premio del Salón Nacional de Bellas Artes con sus planos para el Mausoleo
Americano y en 1921, dos años atrás, la medalla de oro en el Salón Anual de la
Sociedad de Arquitectos con un proyecto para viviendas en estilo neoazteca, que jamás
pasaron del papel. Engreído como pocos, Pascual había dejado los destinos del teatro
en manos de Ahumado, durante sus días de ausencia; y si algo no toleraba eran los
retrasos. Además, los contactos que tenía con el Centro Gallego en la capital eran
importantísimos y un mal informe, chisme o comentario, que hiciera de Ahumado y su
gente, sería suficiente como para desacreditarlos en las más altas cúpulas de la
organización inmigrante. Asimismo, mantenía amistad personal con el Presidente
Alvear, e incluso había contribuido en la planificación de Villa Regina, la casona de
veraneo del funcionario radical.
—Tenemos que hacerles ver que no hay nada y que los monstruos no existen —
argumentó Carrera refiriéndose a los albañiles—. ¿Por qué no tapan esa cueva y listo?
—¿No te acabo de decir que nadie quiere bajar al foso? Tienen un miedo.
—Entonces debemos contratar nuevos albañiles.
Ahumado miró al vocal que había tomado la palabra.
—Pascual viene pasado mañana. No tenemos tiempo.
—En ese caso, que continúen trabajando en otro sector y cuando esta historia tonta
se haya olvidado terminen las tareas que empezaron en la fosa.
Ahumado frunció los labios.
—Hay algo más —dijo.
—¿Qué pasa?
—Esa caverna está poniendo en peligro todo lo que hemos levantado. La
estructura del teatro se tambalea.
—¡¿Cómo?! —estallaron al unísono tres de los presentes.
—Sí, parece que el túnel pasa por debajo de la fachada y las habitaciones del
frente. Según el capataz, viene desde la plaza y se extiende a lo largo de varias cuadras.
El vicepresidente se tomó el rostro con las manos.
—¡Coño! —insultó rabioso—. ¿Qué nos queréis decir? ¿Qué tenemos que demoler
todo?
Ahumado se puso de pie y caminó a la puerta-ventana que se orientaba hacia
Playa de los Ingleses, mirando los últimos rayos de sol esconderse tras el horizonte.
—Si la madriguera no se rellena de inmediato —contestó apesadumbrado—,
tendremos que tirar el teatro abajo.
El contador saltó de su butaca.
—¡No puede ser! —prorrumpió como un loco— ¡Esto sería la ruina de Pascual y
la nuestra propia! ¡Ese condenado no se va a hundir solo! ¡Nos arrastrará con él hasta
el fondo!... Además, estaríamos perdiendo una fortuna.
—...¡y los italianos! —agregó un vocal.
—¡Qué importan ahora los italianos! —rezongó Carrera—. La cuestión excede el
amor propio de nuestra sociedad. ¡Tenemos que empezar a rellenar la cueva! ¡Yo me
ofrezco como mano de obra!.
—Manuel —replicó con respeto Ahumado—, ¡hombre, tienes sesenta años!...
—¡Qué coño me importa la edad! ¿No se dan cuenta que vamos a perderlo todo?
—Se reincorporó y caminó hacia el Presidente—. Y tú —lo enfrentó con violencia—,
¿qué piensas hacer al respecto?
Tres meses le llevó a Ahumado recuperarse de las fracturas múltiples que sufriera
en la cadera, debiendo ser trasladado y hospitalizado en Buenos Aires.
Su historia fue creía a medias. Ni siquiera los testimonios de los policías presentes,
o el de Marita Covarrubias, fueron suficientes para que el comisario escribiera en su
informe final los hechos tal como habían sucedido.
La Covarrubias no insistió. Catorce meses después del extraño evento viajó a
Europa, muriendo de un infarto en París, sólo unos días antes de que el Teatro Colón se
inaugurara en Mar del Plata.
Manuel Carrera, en ausencia de su socio, consiguió ascender a la presidencia de la
Sociedad Española de Socorros Mutuos, permaneciendo en el puesto hasta el año 1930,
fecha en el que también él murió.
En cuanto a los pocos restos que habían quedado del gliptodonte, desperdigados en
la playa popular, durante años subsistieron alojados en una caja de madera de la
comisaría, sin que nadie les prestara atención alguna. Recién a principios de la década
de 1970, un oficial de guardia —estudiante de biología— reconoció la relativa
importancia de las piezas y las remitió al Museo de Ciencias Naturales que se levanta
en la Plaza España.
Y allí reposan hasta hoy. Acumulando polvo y preguntas que jamás serán
respondidas por nadie.
***
EL REGLAMENTO
Cuentan los cronistas que fue Cecilia Peralta Ramos, la hija del fundador de Mar
del Plata, una de las primeras bañistas que disfrutó de unos agradables chapuzones en la
Playa del Bajío —luego Playa Bristol—, allá por el año 1870. Antes de ser fundado el
pueblo y cambiándose de ropa dentro de una carpa improvisada con un resto de velamen
de una nave encallada, la señorita se refrescaba en el Atlántico.
Aunque los primitivos habitantes del Saladero preferían las mansas y dulces aguas
del arroyo “Las Chacras”, cuando el asentamiento humano no pasaba de quinientas
almas, lo cierto es que ya en 1886 se iniciaba, la costumbre y, a la vez, el placer de
tomar baños en el mar. Las mil cuatrocientas personas que, favorecidas por las ventajas
del tren, llegaron ese verano, conocían la existencia de “estaciones de baños” en Europa.
Pertenecían a las familias más adineradas del país y traían muchas ganas de imitar lo
que habían visto en sus viajes a la ribera del Mediterráneo.
En aquella época, unos se bañaban junto a otros, hombres y mujeres, si
pertenecían a la misma familia. De lo contrario, lo hacían en grupos separados. Nadie
iba más allá de donde rompían las olas. Las señoras apenas se mojaban los pies hasta
los tobillos. Usaban trajes de baño muy largos y capas que recién se sacaban a orillas
del mar. Y sobre todo, no permitían que hombres ajenos a la familia las miraran de
cerca.
Desde ese verano de 1886, el cambio de ropas comenzó a efectuarse dentro de
pequeñas casillas rodantes, “casetas”, que eran trasladadas de un lado al otro en la
arena, hasta que llegó un momento en que fueron estacionadas en lugares fijos.
Además, se inició un mayor contacto entre las familias. Los bañistas se
trasladaban de una caseta a otra por intermedio de unos que tablones estaban a más de
medio metro del suelo.
Tablón a tablón nació la primera rambla.
Para 1890, ésta ya respondía a un plan prefijado. Su construcción, proyectada y
costeada por los veraneantes, se extendía por más de cien metros. Pequeños locales, una
confitería y un largo corredor por donde pasear en las tardes aspirando el salino aire
marino, integraban la construcción.
Fue en el caluroso verano de 1895 que llegó Evert Romero, proveniente de la
capital. Era un hombre de unos treinta años, había nacido en el estado de Río Grande, en
Brasil, y desde los quince años trabajaba en diferentes empleos en el barrio porteño de
Barracas. Fascinado por los comentarios, se decidió a probar suerte en la pujante ciudad
balnearia vendiendo chucherías.
Sus ventas se desarrollaron con tranquilidad durante dos veranos, hasta que
decidió comercializar unas lentes con aumento.
El incidente ocurrió en enero de 1897.
Un grupo de señoras bañistas se quejó por la insolencia de un “cambalachero” que
alquilaba largavistas. Las ofendidas damas manifestaron que con esos aparatos, hombres
desconocidos admiraban sus piernas con insolente desfachatez. La comisión encabezada
por la señora Dolores Hurlingham de Altamirano presentó una denuncia formal al jefe
municipal y pidió audiencia con el Juez de Paz para dar rienda suelta a la alarmante
situación de las mujeres decentes que pretendían refrescarse y disfrutar del sol, como
acostumbraban hacerlo en los balnearios de Europa.
El municipio no atendió sus reclamos debidamente. El intendente estaba por
aquellos días preocupado en solucionar una cuestión relativa al remodelado de la
rambla, que había sido fuertemente dañada por un vendaval. Por otro lado, la situación
laboral de los portuarios era un tema pendiente y escabroso que no dejaba mucho
margen para hacerse cargo de unos cuantos mirones. Sin embargo, las autoridades
prometieron instruir al jefe policial para que tomara cartas en el asunto.
Pasaron los días y la situación continuó sin ninguna novedad.
La señora de Hurlingham no era de quedarse con los brazos cruzados. Al no ser
atendidos sus reclamos por el poder político, decidió llevar la queja al periodismo.
En la edición del 3 de febrero, la crónica de un diario porteño recogía la denuncia
bajo términos muy severos: “Un grupo de señoras bañistas se queja amargamente
contra la impudicia de un cambalachero, comerciante de baja estofa, apellidado
Romero, instalado en la playa, cuya única y atrevida ocupación consiste en alquilar o
vender anteojos de larga vista a los curiosos impertinentes”. Y el periodista agregaba:
“La playa, del lado de las rocas, se convierte en una suerte de apostadero donde no se
ven más que tubos de anteojos alineados en dirección a las inocentes bañistas. Dado
que las aguas marinas son tan transparentes, eso es una grave complicidad en
beneficio de los mirones”. El artículo, extenso por cierto, reproducía una entrevista a la
señora Hurlingham quien testimoniaba con elocuente enojo: “Bajo ningún punto de
vista, las señoras de respetable apellido y posición, podemos permitir que las miradas
de los hombres invadan nuestra integridad corporal. Es increíble que tengamos que
apresurarnos a darnos un merecido baño para evitar así las impúdicas observaciones
masculinas. Creo que este desacato a la moral debería interesar al gobierno, única
arma que el pueblo tiene para hacer valer sus derechos.”
Los largavistas terminaron por invadir la costa esa temporada y todos hicieron la
“vista gorda” al asunto.
Pero las mujeres eran influyentes y, ante la insistencia de los mirones, al año
siguiente, viajaron algunas de ellas e interesaron al Presidente de la Nación.
El doctor Juárez Celman ordenó entonces, mediante un decreto presidencial, la
redacción y sanción de un reglamento en el cual se fijaran las pautas de conducta que
los bañistas debían seguir en las playas marplatenses. Era evidente que el pudor de las
mujeres preocupaba al presidente de los argentinos.
Con asombrosa celeridad, el 5 de enero de 1898 ordenó un inmediato Reglamento
de Baños. Hilario Rubio Medina, jefe de la Receptoría Nacional de Rentas, fue el
encargado de elaborar el documento prescriptivo. Muy pronto apareció y en él se
determinaba: “ Es prohibido bañarse desnudo. El traje de baño admitido es todo aquel
que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla. No podrán bañarse los hombres
mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañando a
ellas. Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras,
debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros. Se prohíbe en las
horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como
situarse en la orilla del agua cuando se bañen señoras.”
Contando con instrucciones precisas, el poder policial procedió a detener a
jóvenes que espiaban con los catalejos, largavistas o cualquier otro instrumento óptico
de largo alcance.
En cuatro días, la acción había resultado efectiva; el decoro femenino estaba a
salvo y conforme.
Según establecía el reglamento, los infractores debieron pagar la suma de cinco
pesos en concepto de multa. Ocurrió el caso de un chico de dieciséis años quien, luego
de incurrir tres veces en la infracción, fue expulsado de la playa por todo el resto del
verano. El caso tuvo resonancia porque era el hijo de un senador porteño. Otros, de
menos recursos, entregaban las lentes. Al negarse a pagar la multa, eran arrestados por
un período de veinticuatro a cuarenta y ocho horas.
Las voces de protesta se levantaron contra la medida. No faltaron quienes
argumentaron que la sanción disciplinaria atentaba contra las libertades individuales y
era una arbitrariedad constitucional. Mientras tanto, el periodismo recogía sustanciosas
ganancias al incrementar la nómina de lectores.
Una de las personas que estaba bien informada al respeto era justamente Evert
Romero. La pérdida del negocio de los catalejos no lo afectaba comercialmente de
manera definitiva. Ya buscaría la forma de salir a flote. Pero las denuncias de las
ricachonas del balneario y la sanción del reglamento le molestaban. Se sintió herido en
su orgullo y decidió jugar el desquite.
Era un caso excepcional el brasileño. El encarcelamiento de algunos cuantos
curiosos fue la gota que colmó su paciencia y lo que motivó sus acciones posteriores.
Antes de ser expulsada o arrestada una persona —se dijo a sí mismo—, debían
atraparla.
Los gritos se sucedían por los pasillos de la comisaría y los portazos retumbaban
en las paredes.
El Inspector Mayor Francisco Molinari, jefe interino del cuerpo policial local,
estaba desesperado esa tarde de enero. Leía y releía las cartas y comunicados que la
gobernación y la presidencia le habían mandado en los últimos dos días. Constituían una
especie de ultimátum. No podía entender cómo el asunto “Evert Romero” se le había
ido de las manos.
Desorientado ante la inminente posibilidad de perder su trabajo, recordó el
momento en que el problema se había iniciado, dos temporadas atrás con la venta de
largavistas para curiosear las siluetas de las bañistas. Era consciente que cuando se
produjeron las quejas de algunas damas, el intendente y él se habían burlado de la
señora Dolores Hurlingham acusándola de pacata, a ella y a todas sus amigas. De una
cosa cabía estar seguro: esas mujeres tenían una influencia a prueba de todo. La
obstinación femenina y los resortes de la Administración Pública estaban acabando con
su carrera que, tan sólo la temporada pasada, gozaba de una relativa y duradera
tranquilidad.
Ofuscado y temeroso del anónimo que portaba en sus manos, se decidió a darle
batalla al pícaro que amenazaba con destruir su trabajo en ese caluroso mes de
vacaciones.
El anónimo indicaba claramente la fecha en la que Evert Romero asaltaría la playa
con su satírica desfachatez por última vez..
El desafío estaba sellado.
El miércoles 17, tan sólo dentro de dos días, el cambalachero pondría en estado de
alerta a las mujeres que se atrevieran a pisar las aguas del mar. Ya estaba advertido el
inspector; si no lo atrapaba en esa ocasión, su relevo sería inminente.
Convocó a una reunción general de oficiales para buscar la solución al problema.
Por aquellos días, dio la casualidad de estar en la ciudad tomando un corto
descanso un personaje que había despertado admiración y recelo en los círculos
porteños, debido a su profesión de dudosa reputación y caros honorarios.
El Inspector Mayor pertenecía al bando detractor de las actividades de este
curioso personaje, a raíz de un dudoso incidente con la hermana de su mejor amigo, el
comisario Prudencio Formento de la ciudad de Balcarce. Formento se había irritado de
manera insolente y sin motivo al encontrar a su hermana menor conversando con el
detective en un café de la calle San Martín la temporada pasada.
Ante la gravedad de los actuales acontecimientos, Molinari no lo pensó más y se
decidió a concertar una entrevista. Era posible que un detective privado tuviera la clave
para atrapar a Romero.
La presión de la prensa no se quedaba atrás. Por su parte, no paraba de acosar y
responsabilizar a la dirigencia política de neto corte roquista por los bochornosos
incidentes playeros. En realidad, los periodistas anarquistas hubieran limado asperezas
en un caso como el de Romero; pero los intereses políticos estaban primero y usaban el
caso del cambalachero para ejercer la lucha ideológica.
No quedaba otro remedio pues, que consultar los servicios profesionales del
detective Gaspar Furlon.
Este cuarentón era un dandy porteño que tenía ademanes muy soberbios y
pedantes. Su actividad profesional giraba en torno a investigar “asuntos de alcoba”.
Esposos celosos y muchas veces cornudos le consultaban para que ventilara las
infidelidades conyugales. En otras ocasiones, su tarea consistía en buscar personas
desaparecidas voluntaria o involuntariamente..
Reunidos en el despacho de la comisaría Furlon observaba:
—Sin lugar a dudas tenemos un caso de singular picardía entre las manos. Parece
desafiar la inteligencia y el grado de previsión de todo el cuerpo policial marplatense.
Molinari se paseaba de un lado a otro e intentaba encender un habano. El cigarro
se le resbalaba entre los dedos y no podía sujetarle.
Furlon gustaba de incomodar a los policías para que se sintieran incompetentes.
Dijo con aire distraído:
—Me cuesta admitir que una sola persona tenga en vilo a toda la sociedad por la
osadía y la desvergüenza... ¿de mirar a las mujeres, no?
El cabo Fernández se sonreía cabizbajo. Molinari no aguantó más la presión del
detective y aclaró:
—Mire... hay que reconocer que el hombre tiene ingenio y muy buen humor. He
estado hablando con unas cuantas señoritas que están deseando ser sorprendidas por el
“cambalechero”. Es el colmo de los colmos. Ese tipo alimenta el morbo y las fantasías
eróticas de las adolescentes.
—Y por qué no de las maduritas —interrumpió con cara lasciva el detective
Furlon—. Lo que sucede es que no lo reconocen. ¿No cree, inspector?
Molinari se cruzó de brazos y se dirigió a su escritorio. Sobre él había unos
expedientes mecanografiados donde se registraban las picardías más sobresalientes de
Romero en las últimas semanas.
—Mirar es una cosa. Pero molestar verbal y físicamente a las personas es otra.
Este señor Evert Romero parece hacer muy buenas migas con la gente del puerto. Ya ha
logrado fugarse nadando hasta una de las lanchas de pescadores aguardándolo a unos
cuantos metros de la playa.
—¿Pudieron identificar al pescador? —preguntó Furlon interesado.
—No. Los portuarios se protegen mutuamente y apoyan al cambalachero. Además
sostienen que las lanchas pasaban circunstancialmente por la Bristol y recogieron a
personas que se estaban ahogando. ¡Y no hay forma de rebatirles el argumento!
Furlon encendió un cigarro y exhaló con exquisitez el azulado humo.
Molinari se sentó y lo propio hizo Furlon. El cabo servía café.
—Este tipo es muy hábil. La última treta fue la más ingeniosa. ¿No la leyó en el
periódico?
—No.
—Pues el muy sotreta se hizo enterrar en la arena durante la noche dejando una
pequeña abertura para respirar y espiar a los ingresantes al mar. En esa oportunidad yo
había distribuido de forma conveniente varios agentes por distintos sectores. ¡Hasta
convoqué por un fin de semana a treinta hombres de Balcarce y formé una patrulla de
ciclistas!
Furlon reía tímidamente.
Molinari lo reprimió pero rió también al final:
—¡Y resulta que el tipo éste estaba en la arena! ¡Increíble! Por suerte, la
municipalidad nos ha prestado un par de tractores para rastrillar todas las mañanas la
arena de casi un kilómetro de costa.
Molinari levantaba los brazos y sus gestos elocuentes descubrían la sensación de
impotencia que lo embargaba.
—Pasemos al grano inspector mayor—indicó el detective para darle ánimos—.
Sabemos cuándo atacará. Y sabemos también que es la última vez que lo hará. Este dato
me parece sincero. Por el tono de la carta deduzco que busca desafiar a la autoridad; lo
de las mujeres ha pasado a un segundo plano en su accionar.
Molinari escuchaba las palabras de Furlon y tomaba algunas notas. Levantó la
vista y aclaró:
—Unas embarcaciones que hemos contratado evitarán la fuga por el mar. Pero en
tierra, no tengo tanto personal. No podemos formar una muralla humana que encierre
toda la playa. Podemos controlar las entradas y salidas, pero una cadena humana... sería
ridículo. Además quiero que la gente no sospeche nada.
Golpearon la puerta.
Cinco mujeres ingresaron en el despacho.
Algunas fueron reconocidas por los hombres que empezaron a disimular.
—No, no, no... —se negaba Molinari —, no quiero tener problemas con la Iglesia
y la Sociedad Cristiana Moralista. A la playa concurren chicos y gente que no toleraría
semejante espectáculo. Además, llamarían mucho la atención. Oiga, Furlon ¿qué
pretende?
El detective ejecutó un rápido movimiento de manos y todas evacuaron el
despacho.
Fue entonces cuando convocó a los agentes más jóvenes, todos buenos nadadores,
a formar una fila. Tres costureras los acompañaban.
—Plan B, señor Inspector.
Con profunda y severa seriedad el inspector permitió el ingreso de sus
subalternos. Los seleccionados se cuadraron. Furlon eligió a los cinco más pequeños y
menuditos. Luego le indicó a Molinari:
—Me gustaría contar con estos más corpulentos pero no creo que nuestro amigo
se chupe el dedo.
Miró en dirección a las mujeres allí presentes, quienes asintieron con un gesto
afirmativo. Ante una orden del detective, ellas abrieron las canastas y extrajeron unas
cintas métricas y trajes de baño femenino.
La intención empezaba quedar clara. Los muchachos se disfrazarían de bañistas e
integrarían como carnada los eventuales contigentes de chicas.
—Estoy de acuerdo con el plan—argumentó el inspector —, aunque no deja de
resultarme gracioso. Pero ¿usted cree que las señoras mayores aceptarán bañarse en
presencia de algunos de estos muchachos?
El detective se tomó el mentón y luego de unos minutos concluyó:
—No niego que muchas no se prestarán a esta charada. Por lo tanto, le toca a
usted, señor, convencer a las damas mayores argumetando razones de fuerza mayor.
—O sea que tengo que enfrentarme con Dolores Hurlingham. ¡Dios mío!
***
LA ZONA DEL PERRO
Cuentan los más antiguos pobladores de la ciudad que hace ya unos cuantos años,
en una época un tanto indefinida por la memoria, los vecinos del barrio Constitución
denunciaron reiteradamente la aparición de un perro espectral vagando por la zona.
Tanto fue el temor a esa extraña bestia que la gente dejó de salir de sus casas por las
noches y la otrora “Avenida del Ruido” se transformó en un páramo, una vez que el sol
se ponía detrás del horizonte.
Aquellos locales de expendios, que solían tener sus puertas abiertas hasta bien
pasada la medianoche, modificaron sus horarios de atención al público y poco faltó
para que después de las siete de la tarde prácticamente se echara a los clientes que se
acercaban al mostrador, ignorantes de los extraordinarios sucesos que empezaban a
manifestarse iniciado el crepúsculo.
No se sabe bien cómo ni por qué, el perro fantasma fue bautizado con el nombre de
“Duque” por el único semanario local que se animó a publicar algo sobre el tema. Era
lógico que los cronistas y periódicos considerados “serios” obviaran la noticia y no
desearan ser etiquetados de “amarillistas” por las personas que, viviendo lejos de
Constitución, se burlaban de la historia.
Así todo, las chanzas diurnas se diluían a la hora de las sombras y ninguno de los
graciosos del centro se animó nunca a recorrer la “zona del perro” pasadas las 20:00
horas.
Las bestias velludas y los perros espectrales en particular han venido ocupando
desde siempre un lugar sobresaliente en el campo de las denominadas Ciencias
Ocultas. Es difícil no encontrar un libro sobre fenómenos raros que no mencione al
menos una o dos historias de canes fantasmas diseminando el miedo en distintas partes
del planeta. Inglaterra y Francia tienen muchas de esas historias, pero era la primera
vez que algo semejante ocurría en el litoral del Atlántico Sur, en la ciudad turística más
importante de la Argentina.
Desde el mes de junio de aquel año, algo se dedicó a matar hasta treinta ovejas por
noche en las inmediaciones de la Ruta Nacional 2, produciendo profundas incisiones en
la garganta para chupar toda la sangre, amén de desgarrar suculentos pedazos de carne,
en muslos y estómagos. El monstruo dejaba tras de sí unas huellas largas, como de
perro, aunque mayores y más fuertes que lo común. La amenaza se expandió pronto a
lo largo de toda la gran Avenida Constitución, a la vez que furiosos hombres armados
empezaron a recorrer en grupos el área de influencia, disparando contra animales
solitarios o vagabundos.
Uno de los casos clásicos ocurrió en una casa cita en la esquina donde años más
tardes se levantara la soberbia boite Enterprisse.
En esa ocasión, la señorita Amelia Unges estaba despierta en la cama cuando una
figura “fantasmal” abrió la ventana y se lanzó hacia el tocador del cuarto. Los gritos de
la joven despertaron a sus dos hermanos, Eduardo y Miguel, que rompieron la puerta
cerrada con llave desde dentro, para llegar hasta ella. La hallaron inconsciente en
medio de la sangre que manaba de las heridas del cuello y hombros. Vieron una figura
que se alejaba presurosa por el trecho de césped que había afuera y, aunque fueron tras
ella, se les escabulló.
Otras mujeres de por allí informaron de ataques similares, perpetrados por una
horripilante aparición perruna y el rumor se hizo tan grande que pocos fueron los que
pudieron dormir plácidamente durante las noches.
Un mes más tarde, los misteriosos vagabundos estaban de nuevo al acecho.
Un sargento de policía le decía al periodista del semanario “La Verdad de Mar del
Plata”:
“He visto personalmente dos de los animales muertos por el Duque y puedo decir,
definitivamente, que es imposible que sea obra de algún perro. Los perros no son
vampiros y no chupan la sangre de las ovejas”1.
—Quinientos años antes de esta época —sentenció Pierre Bossló—, una plaga de
tegrribles y ategrradores animales recogrrió el Cegrcano Oriente matando a mucha
gente en Agrmenia y Asiria. La Cgrónica de Denys deTell-Mahre los descrigbe como
bestias de hocico pequeño pegro lagrgo, con grandes orejas, como de caballo, y la piel
del lomo fogrmada por cegrdas erizadas. Se decía que estas hogrrendas criaturas
fácilmente se sobreponían a muchos hombres y los mataban. Invadían los pueblos y se
llevaban a los niños. Los pegrros comunes se guagrdaban de ladragrles; y así,
agrrasaron centenares de kilómetros cuadrados de pueblos hasta que, pogr fin,
desaparecieron para siempre....
El pasmado auditorio que presenciaba su parloteo permaneció mudo por unos
segundos. Extasiados, e ignorantes de los lugares que el francés citaba, trataban de
descifrar el complejo argumento histórico, asintiendo con la cabeza a cada aseveración.
Finalmente, una mujer, desde el fondo de una de las filas, levantó el brazo.
—Entonces, ¿capaz que el Duque se vaya en cualquier momento? —preguntó con
una evidente cuota de vergüenza e ignorancia mal disimulada.
—Es posible —respondió el galo—, pegro lo creo muy poco progbable....
—¿Y por qué, Bossló? —intervino Miguel Unges, hermano de una de las víctimas
y testigo presencial del ataque del perro.
Bossló se rascó el entrecejo y seguidamente la barbilla. Trataba de buscar las
palabras justas.
—Migra, Miguel. Si lo que está ocugrriendo aquí es idéntico a lo que pude
estudiagr en Puegrto Grico hace tres años, la bestia greclamará vagrias victimas
humanas más, antes de desapagrecegr por un lagrgo tiempo. Son demonios asesinos,
cagrroñeros, que necesitan de estas andadas para luego entragr en estado de letagrgo
dugrante décadas.—Hizo un silencio prolongado mientras buscaba entre sus papeles.
Parecía ansioso, preocupado por algo. Revolvió durante unos segundos y por ultimo
exclamó: —¡Aquí lo tengo! —sacudiendo una hoja de papel, amarillenta por el paso
del tiempo—. ¡Acá está!...
Todos los presente en el salón se acomodaron en sus sillas y estiraron sus cuerpos
hacia delante.
—Este documento, que encontré en un agrchivo privado de un buen vecino de
ustedes, prueba, damas y caballegros, que Duque ha incugrsionado pogr esta zona
hace muchos años. —Estiró el papel algo arrugado y levantó su pera sin falsa modestia,
decretando: —Lo que de algún modo configrma mi hipótesis.
El auditorio se impacientó y por un instante el sonido de las patas de las sillas,
reacomodándose, opacó la fuerte voz del francés.
Cuando el silencio volvió a reinar, Bossló arguyó siguiendo el texto con la mirada:
—En 1856 una cagravana tgirada por bueyes agrribó a estas costas, procedente de
Grío Grande do Sul, Brasil, con la intención de buscagr un espacio progpicio para
instalagr un saladegro. Digrigida pogr un tal Coelho de Meyrelles, éste decidió
asentarse a orillas de un arroyo llamado Las Chacras y mandó a construgir en el
pagraje un muelle de hiegrro y un gran cogrral, para encegrrar a la hacienda
cimagrrona que andaba por estas comagrcas. Ya desde entonces —continuó—, los
primegros peones empezagron a hablagr de pegrros salvajes que vagaban por los
campos. Era natural que así fuegra y todos estaban acostumbragdos a ellos. Los
pegrros fuegron útiles ya que devograban las vacas y yeguagrizos que habían sido
despojados de los cuegros, y quedaban pudriégndose por ahí. Hacían las veces de
grecolectores de regsiduos —bromeó sin éxito entre los oyentes—. Pero los pegrros
eran más y más cada día, pogr lo que Meyrelles se vio en la necesidad de ogrganizar
pagrtidas para eliminarlos.
—¡Pobrecitos!... —exclamó una señora ya entrada en años, desde la primera hilera
de sillas.
—Llegó a pagagr muy bien por cada cola que le traían —continuó Bossló
desatendiendo el comentario de la vecina—. Pegro como los paisanos pícaros lo
engañaban con colas de otros animales, el pogrtugués exigió la pregsentación de las
cabezas. Hasta que un día uno de sus tragbajadores desapagreció en una de esas
incurgsiones de cacería.
Al francés le encantaba generar suspenso en sus conferencias. No era de los que
iban al grano en sus explicaciones. Gozaba con los rodeos lingüísticos y los largos
preámbulos. Esa era una forma de exponer todo lo que conocía, todo lo que había
investigado; pero muchas veces, la incomprensión más absoluta lo rodeaba y terminaba
hablando para sí mismo. Recién cuando los rostros de sus oyentes empezaban a
distraerse, mirando para otro lado, revisando sus uñas o masticando aire, Bossló
encausaba sus alocuciones hacia los aspectos puntuales del caso que investigaba.
Esa tarde debió enfocar el tema central mucho más pronto que en otras ocasiones.
—Pagra gresumir —dijo casi con resignación—, desde que aquel hombre
desapagreció, se sucedieron una media docena de muegrtes mistegriosas. Todas de
muchachos jóvenes y fuegrtes, que sabían defendegrse y que ya tenían una
expegriencia de años matando pegrros salvajes.
—¡Pobre gente! —volvió a interrumpir la vieja de la primer fila.
Bossló le echó una mirada incisiva, fijándola unos cortos segundos en los ojos de la
mujer.
—Pgero eso no es todo. Regvolviendo viejos papeles, como les dije, encontré esto
—y levantó una carta manuscrita, escrita con tinta negra, arrugada y sucia—. Este es el
testimonio escrigto de una peón alfabetizado que jugro habegr visto al Diablo con
fogrma de pegrro.
Una exclamación apagada retumbó en las paredes de la sociedad de fomento. Todos
parecieron despertarse repentinamente.
—¡Ese es el Duque! —prorrumpió la mujer, llevándose las manos a su boca.
Bossló la ignoró y miró hacia las filas de atrás intentando controlar sus nervios.
—No estoy ciento pogr ciento segugro de que lo sea, pegro las descrigpciones
concuegrdan en muchos de sus aspectos —dijo—. Los ojos inyectados de sangre,
grojos como fagroles; el inmenso tamaño del animal y, muy especialmente, la manegra
en que desaparegció, según se consigna en esta cagrta. —Hizo una pausa, releyó el
papel que colgaba de sus dedos y anunció: —¡Se desvaneció en el aire como si
estuviera hecho de bruma!
—¡Es él! —gritó un hombre de mediana edad, visiblemente alterado—. ¡Es él! ¡Ya
no tenga dudas, doctor! ¡Es el mismo que vi la noche pasada!
Le costó un poco al francés ordenar el alboroto que se armó a raíz del comentario
de ese supuesto testigo. Finalmente, cuando las charlas entre ellos se hubieron
calmado, Bossló reencausó su alocución hacia el problema central que los convocaba
en ese salón.
—Según paregce —dijo con un tono de voz bajo—, el monstruo abandonó esta
costa después de vagrios crígmenes más; especialmente de vacas. Todas fuegron
exprimidas hasta que no les quedó una gota de sangre en las venas. Regcién entonces,
desapagreció pagra siempre.... hasta hoy.
—¿Y qué vamos a hacer?
La pregunta de Unges más que pregunta era una clara manifestación de exigencia.
—Lo que yo progpuse.... Ese asunto de las crugces, pegro nadie quiegre
enfrentagrse a.....
—...¡Que se pudra ese cura! —prorrumpió un joven—. ¿Qué solución nos ha dado,
eh? ¡Ninguna!.... Yo opino que hagamos lo que el francés dice: ¡empecemos a clavar
las cruces! ¡Y que se cague!....
De pronto, un coro de exclamaciones afirmativas estalló en el recinto.
—¡Sí, hagámoslo!....
—¡Hoy mismo!... ¡Vamos por las cruces!...
—¡Eso, destrocemos al Duque de una vez por todas!...
Para cuando Bossló trató de frenarlos se habían convertido en una turba
enceguecida marchando por la calle.
***
DOCENCIA
***
ESTATUAS
Ignoradas por el trajín de la vida cotidiana, y sólo apreciadas por algún que otro
turista amante de las Bellas Artes, las esculturas de las plazas marplatenses consumían
su tiempo en un total y degradador olvido. Era como si la inclinación artística del
pueblo, antes orgulloso de sus obras públicas, se hubiera disuelto por el salitre del mar,
dejando en el abandono, y en las manos de improvisados escritores de graffiti, el
resultado de una inspiración tan humana como la especie misma.
Plazas y paseos expresaban esa degradación.
Descascarados, húmedos, rotos, sin cuidado alguno, muchos de los monumentos
que antes pronunciaran el afán por el Progreso y la confianza en el futuro, habían
pasado a ser testigos mudos de una decadencia que no sólo se expresaba en la mala
conservación de los mismos, sino en las actitudes, comportamientos y valores puestos
en juego por la nueva camada de escultores: la terapia manual y el snobismo.
¿Dónde fue a parar el arte que exaltaba la belleza?, pensó Prudencio Moreno,
mientras observaba desde una banca de madera la pintarrajeada figura del Quijote.
¿Qué clase de virus había invadido a aquellos que se decían artistas?... Y, lo que es
más, ¿por qué nadie se preocupaba de limpiar lo poco que quedaba del buen gusto
escultórico?
Mirando la delgadez del Hidalgo de La mancha, se dio cuenta que los buenos
tiempos habían pasado. Ya no era posible regresar a ellos. ¿A quién se le hubiera
ocurrido en su época escribir con aerosol “Viva Boca” en las ancas de Rocinante, o
embadurnar de amarillo el rostro de Sancho Panza?...
Se quedó largos minutos auscultando la efigie del caballero español que, lanza en
mano, parecía estar lanzando un grito de protesta al océano. Lo recorrió con la mirada
y sintió cuán poco era lo quedaba del personaje de Cervantes. Eso que se levantaba allí,
a un costado de la Plaza España, era la sombra de la egregia obra que algún día había
sido. Un mero fantoche; un ordinario recipiente de propaganda futbolística.
—¡Animales! —exclamó por lo bajo sintiendo que la indignación se le atoraba en
la garganta. Y tras observar su reloj pulsera se paró y pegó la vuelta. Debía estar en la
casa para el mediodía.
Mientras avanzaba arrastrando con pesadez sus casi ochenta años, la imagen
diáfana de Roger Balet se le dibujó en la memoria. Ya no quedaban hombres como él,
pensó. Levantó sus ojos y a lo lejos, la distinguida estatua en bronce de un General San
Martín ya anciano, se contorneó por lo celeste del cielo.
—A usted todavía no han podido alcanzarlo, mi General... —le dijo en media
lengua al monumento, y se le humedecieron los ojos.
Desde 1956, aquel bronce glorioso señoreaba la avenida Luro. Esculpido por Luis
Perlotti, un amigo personal suyo; y donado a la comuna por Roger Balet, un
acaudalado comerciante español radicado en Buenos Aires, esa estatua –como tantas
otras— representaba en la vida de Prudencio Moreno un mojón que catapultaba el
recuerdo a décadas pasadas. Una época, se dijo una vez más, que ya no volvería.
Pero él se había propuesto no bajar los brazos. Lucharía contra la desidia y el
salvajismo hasta su último respiro; y de tanto pensar y pensar, finalmente había
decidido hacer uso de todas las armas que tenía a su disposición. En especial de una: su
memoria y el archivo de fotos, horarios y lugares que había conseguido armar en más
de medio siglo, como fisgón de todo y de todos.
Haría uso de la extorsión.
Sí, extorsionaría a quienes gobernaban la ciudad. Los obligaría a encarar una
política cultural que rescatara el patrimonio escultórico de Mar del Plata.
¿Un medio malo para alcanzar un fin bueno? ¿Era legítimo?
Ya casi al borde de la muerte, a Prudencio Moreno no le importaban las
disquisiciones moralistas. ¡Qué se pudrieran todos!... A la larga, lo recordarían
únicamente como el fanático espectador de las plazas, el pobre viejo loco que defendía
las estatuas.
¡Si esos idiotas supieran lo mucho que se podía saber y averiguar sólo observando
plazas!...
Sonrió.
—¡Ya verán ésos! —exclamó con un único deseo en mente: llegar a la casa, subir a
la buhardilla y rescatar del polvo sus anotaciones—. ¡Nadie se va a salvar!...—dijo—
¡Nadie!
No había paseo público que no conociera mejor que la palma de su mano. Habían
sido su obsesión durante toda su vida y aún pasaba en las plazoletas y plazas la mayor
parte de las horas de vigilia. Jamás se había puesto a pensar acerca del origen de esa
manía, ni sobre la posibilidad de estar sicótico. Para él era algo natural. Las plazas eran
su universo, los únicos sitios en donde se sentía cómodo, pleno, con poder. Intimaba
con cada baldosa, con cada árbol y sendero. Adoraba sus monumentos y mástiles y, por
sobre todas las cosas, dominaba con su mirada el ir y venir de centenares de vecinos,
que ignoraban olímpicamente su presencia. De ellos anotaba todo. Sus movimientos,
sus charlas circunstanciales, sus compañías..., en especial las compañías nocturnas. ¿A
cuántas señoras respetables había observado sacudirse por la pasión clandestina,
debajo de las sombras de un árbol? ¿A cuántos funcionarios del presente había visto
en tratos comerciales turbios, resguardados por la oscuridad de las plazas?...
¡Ya verían esos canallas!... Se las cobraría todas juntas. Y si hiciera falta, destruiría
muchos de esos hipócritas bien constituidos matrimonios de políticos y empresarios
del pueblo...
El fin justificaba los medios.
De ello, ya no tenía dudas.
Muy poco le costó acercarse a los mandatarios de turno. Bastó con visitar ese
tradicional café de la avenida Luro, para toparse cara a cara con cada uno de ellos. A la
mayoría conocía desde chicos.
—Manolo, ven aquí —sugirió con amabilidad Prudencio, llamando al mozo con un
gesto de manos y moviendo en silencio sus labios—. Dime —le dijo cuando lo tuvo a
su lado—, ¿cuál de estos salames es el encargado del área de Plazas y Paseos Públicos?
El gallego lo miró como si le hubiera hablado en chino.
—¿Pero que me dice, hombre?... ¿Acaso se cree que me los conozco a todos?
Además, no creo que nadie trabaje paseando al público.
Moreno lo miró sorprendido. Pobre gaita, pensó, no podía ser más bruto, y le
regaló una sonrisa generosa e hipócrita.
—Está bien, Manuel.... andá tranquilo. Yo después lo averiguo.
El español se calzó la bandeja en el sobaco y regresó al mostrador.
—Disculpe... —La voz sonó por detrás de Moreno—, pero no pude dejar de
escuchar... Usted anda buscando al encargado de la plazas de la ciudad. ¿Me
equivoco?...
Prudencio Moreno giró con dificultad todo su cuerpo para responderle.
—Si..., quiero que....
Ese rostro le resultó conocido.
Marcelo Zapata Huesa, el secretario privado del intendente.
No podía haber dado con mejor persona.
—Creo que hoy ando con suerte, hijo —repuso el viejo—. Tú puedes ayudarme.
Zapata Huesa, un inmenso grandulón de más de ciento veinte kilos de peso,
trajeado de gris y con una sobria corbata azul, levantó las cejas en señal de duda.
—¿Ah, sí? —musitó—. ¿Y en qué puedo darle una mano? Yo conozco a la persona
que está buscando.
Moreno levantó su dedo índice y lo sacudió de una lado a otro.
—No, no. Usted y su patrón pueden ser mucho más útiles —tragó saliva, se aclaró
la garganta y dijo:— Tengo algo que preponerles.
Cuando en el despacho del intendente, Prudencio Moreno expuso, sin pelos en la
lengua, cada uno de los movimientos del dirigente local, dando datos que con
seguridad podían corroborarse a través de una simple investigación, el político electo
frunció el ceño y se recostó lentamente sobre el respaldo de su codiciado sillón.
—¿Qué pretende, señor Moreno? ¿Qué busca con todo esto?
El viejo se sintió poderoso.
—Sólo un decreto.
—¿Un puesto? ¿Un sueldo?... ¿Eso es lo que quiere?
—No. Usted no me entiende, intendente. Yo no quiero nada. Mi jubilación es más
que suficiente. Sólo pretendo que las plazas y estatuas se vean limpias, cuidadas y
respetadas. En especial los monumentos.
El intendente lanzó una carcajada nerviosa.
—¡Pero, mi amigo! —exclamó— ¡Usted no lee los diarios!...
—No —contestó Moreno con parquedad.
—¡Hace muy mal!...
—¿Para qué quiere que los lea? La mitad de lo que se publica son estupideces y la
otra mitad mentiras. ¿Qué sentido tiene?...
—¿Qué sentido? —repitió el político—. El sentido de estar informado. De haber
leído los periódicos sabría que he impulsado el proyecto de “Plazas para una ciudad
más alegre”.
—¡Qué hermoso nombre! —replicó con ironía.
—No es sólo un lindo nombre, señor —Zapata Huesa, el secretario, terció con un
comentario:—Es una realidad. Mañana mismo inauguraremos frente al Casino una
nuevo monumento: “El Monumento al Marplatense”.
—¿Ah, sí? ¡Mire usted! Y ¿en qué consiste la obra, ¿un hombre con la cabeza
enterrada en el piso para no ver la realidad?...
El intendente no pudo contener su ira.
—¡Nada de eso! —dijo casi en un grito—. ¡La estatua representa a un hombre de
pie, sacándole pecho a la adversidad y mirando hacia el futuro!
El viejo se le quedó mirando fijamente.
La noticia no le impactaba en absoluto. Era una tontería más. Una fuente más para
justificar gastos inútiles, pensó.
Bajó la vista, miró su cuaderno de anotaciones y con voz muy baja repuso:
—Mire, mi amigo, me interesa un comino su marplatense de piedra caliza...
—No —interrumpió Zapata Huesa—, es un vaciado de bronce.
—... de lo que sea —contrarrestó Moreno—. Pero no es lo que yo les estoy
pidiendo. Por lo que veo siguen con sus proyectos propagandísticos... Miren, les daré
dos días para que tomen cartas en el asunto que les planteé. De lo contrario, puedo
asegurarles que van a tener mucha propaganda, mucha... Y la información saldrá de
este cuaderno que tengo en mis manos.
El intendente lo observó con odio y bajó la cabeza hasta tomársela con ambas
manos.
***
CARRETERA POLVORIENTA
Los flamantes vehículos fueron ubicados en la pista. Todos ellos formaban una
hilera sobre la derecha de la avenida dándole la espalda al mar. Estaban estacionados en
forma perpendicular a la calzada con una inclinación de 30 grados. La distancia entre
cada uno era de aproximadamente diez metros. Los corredores se apostarían enfrente a
los vehículos, y al ver desplegar la bandera a cuadros, correrían a sus respectivos autos.
Al bajar la bandera y sonar el silbato, los chicos apostados al frente del motor
colocarían rápidamente las palancas y esperarían las órdenes del conductor para
hacerlas girar y producir el contacto. No era nada sencillo el arranque con el motor en
frío y ese ejercicio, bien ensayado, podía determinar el primer puesto en la largada.
Marcelito esperaba a León ansioso con el fierro en la mano. Intercambiaron unas
guiñadas de ojo y esperaron el silbato.
Los corredores eran en total cuatro.
León estaba ubicado al lado del Enrique Ferguson. Este empresario local había
importado un Ford TSX de Estados Unidos hacía tan sólo cuatro meses y los arreglos
mecánicos para la competencia estaban a cargo de Luis Stantien, reconocido mecánico
del barrio de La Perla. Ferguson miraba inquieto en dirección de la tribuna y le
comentaba por lo bajo a León sobre los inconvenientes con el arranque. No se lo notaba
muy entusiasmado.
León observó con envidia el coche rojo del alemán Otto von Cliffke, el gran y
difícil adversario. Grande, porque se había asido con los últimos tres triunfos en las
carreras organizadas por el gobierno de provincia; y difícil, porque el germano tenía el
mejor auto y era muy tramposo.
El Mercedes Benz Furgher reforzaba la caja trasera con un sobrepeso que le
daba mayor estabilidad y soportaba los rudos ajetreos del camino de tierra sin colear.
Además, sus costosas cubiertas de goma Sterling llevaban impresas unas ranuras o
pistas de caucho mezclado con feldespato que otorgaban mayor agarre al suelo y
evitaban el desgaste en ripio. Esas ventajas técnicas se complementaban con la
verdadera joyita del coche: su motor en V8 con pistones de acero inoxidable y radiador
antioxidante.
Finalmente, el Buick Touring Car de Federico Ganzué constituía toda una
novedad en la ciudad. Era un coche escocés de pequeñas dimensiones y baja potencia de
aceleración. Su cualidad principal era el peso Era extremadamente liviano y de notable
suspensión.
El Renault de León, por el contrario era el coche más pesado de la carrera.
Muchos los apodaban como el “Acorazado”, por su semejanza con los barcos de guerra
en el color y sus líneas alargadas y puntiagudas. La comprimida suspensión delantera le
otorgaba mayor compresión con el viento a favor y ahorraba aceite en las velocidades
bajas, donde es preciso rebajar los cambios. En consecuencia, León desgastaría mucho
menos la caja de comandos.
El día estaba espléndido y la gente se apiñaba en los lugares reservados. Se había
aconsejado a los pobladores no salir a las calles destinadas al circuito para evitar
accidentes. Sin embargo, los corredores se encontrarían con muchas personas que
preferían esperar a los automóviles en las esquinas por donde debían doblar, según el
trazado reglamentario.
La bandera a cuadros se desplegó por los aires y los cuatro conductores corrieron
frenéticamente hacia sus máquinas. Los muchachos encargados del contacto accionaron
sus palancas y el rugir de los motores inundó la costanera. Los aplausos y muestras de
entusiasmo atronaron en las tribunas y en las calles, al paso de los bólidos ruidosos y
estrafalarios.
La largada fue muy normal y los cuatro coches se alinearon en una vertiginosa fila
que serpenteaba por el trayecto rumbo al faro donde su director, el capital Müller, había
desplegado una enorme lona alentando a su compatriota von Cliffke.
A la hora de marcha, los conductores empezaron a distanciarse debido a sus
particulares ritmos de carrera. La punta era conservada por Enrique Ferguson y su Ford;
en segundo lugar, Federico Ganzué demostraba tener muy en claro el rigor de la
competencia, dado que era su primera participación oficial. En el tercero, se había
ubicado León y su pesado bólido y completaba el tren el alemán, quien a propósito
había elegido esa ubicación para planear su sucia estrategia con calma.
Hacia las dos de la tarde, León estaba impaciente y cansado. La tensión mantenida
durante la última media hora ya no la resistiría por más tiempo. La competencia se
parecía más a una justa medieval que a una carrera de vehículos. Pero las autoridades
municipales se desentendían de las reglas de juego cuando los autos se perdían en el
horizonte. No había vedores por ningún lado. Los detalles del triunfo no importaban
demasiado, siempre y cuando nadie saliera lastimado.
Se aproximaban a las lindes de la estancia Chapadmalal y allí el camino empezaba
a serpentear, pues debía bordear un pequeño bosque de tilos. Había dos curvas bastante
cerradas y luego el sendero se bifurcaba en dos. Era preciso conocer bien el terreno y
estar atento; más de uno equivocaba de dirección.
Las hostilidades de Otto empezaron a fastidiarlo en serio.
Al doblar por el primer tramo del bosquecillo, un terraplén de tierra bastante
arenosa atascó el tren delantero y el coche perdió rápidamente velocidad. El pastizal
estaba alto y un pequeño charco lleno de moscas pestilentes impedía el paso. Era
necesario accionar el cambio y rebajar. León esquivó los troncos desperdigados por el
lugar y la amortiguación se resintió de manera considerable.
Allí pudo comprobar que Enrique Ferguson había tomado el camino que conducía
directamente al casco de la estancia Chapadmalal. En pocos minutos éste comprobaría
que llevaba un rumbo equivocado y había perdido la punta en un descuido.
Salvó el escollo y demoró el accionar de Otto.
Pronto ganó velocidad pero el motor del Mercedes hacia notar su diferencia y en
unos instantes ya lo tenía, pisándole los talones.
Debía calcular el ángulo de la próxima estocada, aplicar los frenos y girar el tren
delantero unos veinte grados. Si la maniobra resultaba felizmente, Otto debía quedar
enganchado en los tirantes, para luego salir despedido hacia los pastos. Esta pirueta era
muy difícil de realizar, porque el maldito conocía todos los trucos del mundillo tuerca.
¡Otro tope! Y ya el germano le había ganado la curva por adentro. Ahora lo tenía a
la par, sobre su derecha. La gruesa barba canosa aportaba un aire bárbaro a la sarcástica
sonrisa del alemán. Con aire de triunfo, los ojos saltones del teutón encerraban una
burlona mirada detrás de las anteojeras amarillas.
Otto le gritó a León algo que no alcanzó a entender. Seguramente, pensó el
francés, era una de sus acostumbradas ofensas. En realidad, era una advertencia.
Algo había saltado al interior del vehículo.
El cartel indicaba que el cruce del arroyo Las Brusquitas estaba a dos kilómetros.
Algo pesado se agitó sobre los hombros de León y le hizo perder el control del volante
por una fracción de segundo.
Fue entonces cuando Otto encendió el fonógrafo montado en el asiento trasero.
Las notas del himno del Imperio Alemán inundaron la polvorienta y calurosa costa
bonaerense. ¡Era un fanático! El nacionalismo acendrado constituía una de sus armas
psicológicas para desmoralizar a sus contrincantes. ¡Cómo sonaba esa vitrola! Ni
siquiera los rugientes motores podían competir con ese aparato musical.
León tenía compañía en su automóvil.
Agazapado, todavía atontado por el ajetreo, confundido, la mascota de Otto,
“Selva Negra”, un joven ovejero, apareció detrás de su nuca.
Los baches se sucedían de manera interminable. El pobre perro estaba algo
asustado de tanto bambolearse de un lado para el otro. Además la música nunca había
servido para animarle, cuestión que el amo no compartiría.
¡El perro de von Cliffke se encontraba en el asiento trasero!
Una patina de densa saliva se estampó sobre las anteojeras del francés. El animal
lo conocía y le tributaba cariño.
A 80 kilómetros por hora, en medio de un camino tortuoso y lleno de baches y
toscas, el afecto de un animal chupándole la cara no le resultó muy ameno. El perro no
podía mantener el equilibrio y con sus patas trataba de aferrarse a los almohadones,
destrozándoles el tapizado con las uñas.
¡Selva Negra resultaba un verdadero fastidio en esas circunstancias!
Nuevo giro brusco hacia la izquierda y el perro se disponía a saltar del asiento
trasero. Los ademanes de Otto desde su cabina eran grotescos y ridículos. Con una
mano conducía y con la otra pretendía dar las directivas al perro para que mordiera al
francés. El can, naturalmente tranquilo y bonachón, no entendía nada, pero en un
momento pareció comprender al amo y lanzó un pequeño mordisco sobre la gorra de
León. Éste se vio obligado a girar su cabeza, temeroso de los dientes del perro y la
encogió entre los hombros. El perro era incitado a morder pero el pobre animal no podía
hacer pie en el asiento debido al traqueteo fatigoso y permanente del auto.
A pesar de ello, no perdía la insistencia y de un salto se encaramó sobre el asiento
delantero y se convirtió así en el compañero de ruta de León.
Intentaba morderle el brazo pero el impermeable parecía detener los embates de la
dentadura. El perro hincaba el diente sobre la tela, aunque no parecía ejercer gran
presión.
Esta lucha desconcentró a León que no pudo sostener por mucho tiempo más la
posición.
Otto ganó el puente al superarlo ampliamente por la derecha y aceleró con
potencia. Tenía el camino libre para seguir su cacería, por lo menos hasta el Boulevar
del Atlántico.
Un bocinazo jocoso se perdía en la lejanía de las colinas anunciando a los vientos
la injusta rebasada.
La carrera continuó por espacio de seis horas más donde los competidores
quedaron aislados unos de otros por espacio de varios minutos. Sin embargo, las
diferencias de tiempo eran relativas, tanto a favor como en contra. Las dificultades que
encontrarían más adelante podían cambiarles la suerte notablemente.
León deseaba probar el compuesto químico pero tenía inconvenientes. ¿Se habría
equivocado don Gauderio en algún elemento de la fórmula? ¡No era posible! El viejo
mecánico y él mismo habían ensayado varias veces el compuesto antes de depositarlo
en el tanque de reserva. Se suponía que destrabando la pequeña manivela, el líquido se
vertía sobre los pistones y el “acorazado” empezaba a disparar por los caminos como un
cohete.
León accionó la manija varias veces pero la aguja marcaba como inexistente el
paso del precioso compuesto. Levantó la vista para centrar la dirección del camino y
divisar a su adversario.
Von Cliffke ya empezaba a perderse por el horizonte, envuelto en una grisácea
polvareda. La atronadora música de su fonógrafo ya no se escuchaba. Si Fragnaud no lo
alcanzaba al llegar a Laguna Pato, estaría en serias dificultades para asirse con el
triunfo. Lo importante era ganar cierta ventaja en ese tramo pues, a diez kilómetros más,
comenzaba otro sector fangoso e inundado. Las maniobras obstaculizaban el veloz
desempeño del motor y había que cuidarse muy bien de no quedar atascado en algún
lodazal.
Diez miutos más adelante el “acorazado” parecía marchar sin dificultad. León
volvía a sentirse más confiado en el potencial de su vehículo y el control de presión
parecía indicarle la disposición final del combustible de reserva. León aplicaría por fin
de la fórmula y la usaría en cuanto empalmara el ripio fino, ya de regreso a Mar del
Plata.
El auto de Federico Ganzué tenía serias dificultades. Una piedra no advertida por
su conductor había destrozado uno de los rayos de la rueda delantera izquierda. León se
detuvo unos instantes para informarse de lo sucedido:
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó a Federico que trataba de cambiar la
rueda en medio de una ciénaga.
—Digno gesto deportivo el tuyo, pero perderás importantes minutos.
León analizó rápidamente la situación. Para no perder demasiado tiempo y ayudar
a un adeversario, ordenó que fueran atadas unas sogas a los guardabarros de ambos
vehículos. Era imposible el recambio de una rueda en medio de semejante lodo. Arrastró
con su “acorazado” el vehículo de Ganzué y, en apenas cinco minutos, ya estaban
ambos hombres destrabando la rueda dañada.
—¿Cuánto hace que pasó Otto? —preguntó León.
—Calculo que unos veinte minutos. No es mucho si tomas en cuenta que llevas
casi diez demorado por mi culpa.
—Sólo espero que algún imprevisto haya detenido la marcha de ese miserable y
tramposo alemán.
—Así lo espero. Porque después de Laguna Pato, el fango no es obstáculo y el
regreso en ripio fino es un trampolín en descenso donde basta con pisar el acelerador y
nada más —aclaró Ganzué.
Faltaban tan sólo tres mil metros para la meta cuando la tarde declinaba ya.
Otto von Cliffke se había deshecho de Ganzué hacia las seis utilizando sus tácticas
de evasión. El auto de Federico había sido desbordado hacia los rocosos laterales de un
tramo y había quedado fuera de competencia debido a su rueda destrozada.
Otto era el indiscutido ganador cuando un traqueteo inusual en el motor lo tomó
de sorpresa. Sin advertirlo, a pesar de su experiencia, el germano le había exigido
demasiado al coche y el humo negro que principiaba a escaparse por las rejillas de
ventilación así lo atestiguaban.
No le importó. Alcanzaría la meta de todas formas.
Iba a toda máquina. Sacó el pie del acelerador repentinamente. Podía ser peligroso
transitar las calles a esa velocidad. Le hubiera gustado atravesar la línea de llegada a
todo motor. Rió y disminuyó la velocidad.
El motor estaba fundido. Lo supo al momento de rebajar.
¡Faltaba tan poco!
¡No era posible lo que mostraba el espejo retrovisor!
¡El acorazado francés se distinguía a unos doscientos metros y se acercaba con
una potencia inaudita!
En efecto, León había logrado accionar el compuesto energético minutos antes y
estaba a punto de ponersa a la cabeza.
Von Cliffke no dejaría que el francés lo rebasara.
Con el último aliento, su vehículo viró y giró cuarenta y cinco grados en
dirección a la acera. Disminuyó la velocidad considerablemente. Otto estudiaba con su
espejo retrovisor y había calculado certeramente a cuál de las dos direcciones posibles
León iba a torcer su volante. La izquierda había sido la elegida y hacia allí el alemán
orientaba su resistencia.
Las gomas chirriaron sobre el empedrado. El coche humeaba inexplicamblemente.
El interruptor se había reventado o estaba recalentado y no se podía hacer bajar la
temperatura.
¡Faltaba tan poco!
Si lograba detener a Fragnaud, tal vez...
Sólo un milagro haría que su coche alcanzara la meta aunque fuera arrastrándolo.
Fuerzas no le faltaban.
Cuando la cercanía del “acorazado” se hizo inminente, se dispuso a cerrarle el
paso. Pero, ¿y después qué?
Un viento fuerte se arremolinaba en esa cuadra, a donde los curiosos se iban
congregando paulatinamente.
León desaceleró bruscamente cuando ya tenía encima el coche de von Cliffke.
Había calculado mal la distancia entre él y el alemán. Pisó los frenos y sus gomas
dejaron una huella sobre los adoquines. El Renault no parecía detenerse y estaba a
punto de colisionar contra el otro coche.
Pudo frenar felizmente.
León colocó la reversa. Era una tontería lo de Otto pero peligrosa. Simplemente lo
demoraría unos contados segundos del seguro triunfo.
La estruendosa bocina del alemán sonó mientras el vehículo rojo principiaba una
alocada marcha atrás hasta estrellarse contra el coche de Fragnaud.
La colisión fue sorpresiva y artera. El alemán estaba cambiando demasiado las
reglas del juego. León no salía del asombro. Accionó sus motores para desengancharse
pero no respondían a tal exigencia.
De un manotazo se quitó la gorra de goma y las anteojeras y salió a toda carrera
de su automóvil en busca de Otto. La carrera ya no le importaba pero romperle la cara
al gordo teutón, sí.
El motor del carro del germano comenzó a incendiarse en el ala izquierda. Von
Cliffke, deseperado por este nuevo inconveniente, accionaba el tubo de arena para esas
contingencias.
—¡León, León kerrido! ¡Qué deskracia la nuestra! A pocos metros de meta y
trakbados los dos! —decía con falsas palabras.
Más y más personas formaban un anillo en medio de la calle alrededor de los dos
conductores. Nadie se atrevía a colaborar con ellos. El público buscaba presenciar el
desafío personal entre los contrincantes.
Sólo importaba una cosa: el vencedor debía pasar la línea de llegada con su
vehículo.
Los más informados de la situación gritaban a los cuatro vientos que Ferguson
había abandonado a la altura de Chapadamalal y que Ganzué estaría de regreso en
aproximadamente veinte minutos.
Fragnaud no escuchaba. Manoteó al germano de la solapa, lo sacó del vehículo
incendiado y ambos rodaron como cantos por el suelo trenzados en una confusa riña.
Otto intentó morderle la oreja pero el francés zafó de la presión de los brazos
gracias su escurridizo cuerpo. Se incorporó y corrió hasta su vehículo a buscar el fierro
de arranque para partírselo por la cabeza.
Fue entonces cuando la gente intervino para contener a ambos luchadores.
Von Cliffke adoptó el papel de víctima de la situación y gritaba que el auto
humeante era responsabilidad de León. Las personas que asistieron al lugar empezaron
a colaborar con el alemán para destrabar el vehículo y remolcarlo hasta la meta.
No correspondía hacer eso. León comprendió de forma cabal su situación. Si
lograba destrabar el auto, arrancaría de una vez y ganararía la carrera. No valía ir a la
cárcel por ese idiota.
Se hechó debajo de su carro para echar un vistazo.
Un hombre que presenciaba el acontecimiento se acercó y le preguntó
—Está trabado desde el pescante. Necesita forzar el elástico de la suspensión.
El desconocido parecía entender bastante de mecánica. Así lo creyó León quien
contestó:
—Eso pretendo pero no puedo.
El hombre no se animaba a intervenir en la carrera. Estaba muy cómodo en su
posición de espectador. Además, iba contra de las normas de la competencia. Parado y
con las manos en los bolsillos, agregó:
—Así como algunos asisten a Otto, no veo por qué no yo pueda asistirlo a usted.
Se agachó debajo del pescante e indicó:
—Haga una cosa, Fragnaud, colóquese debajo del auto a la altura del rotor
delantero... ¡No, no, no! ¡Más acá! Vea si puede torcer ese alambre que está ahí. ¿Tiene
algo cortante para...?
Un muchacho sacudió a León de la pierna y lo arrastró unos centímetros hacia
fuera.
—¡Eh, eh, bueno!
El joven se precipitó sobre Fragnaud, presa de un delirio incontenible. Empezó a
aporrearlo en la cara. Los golpes no eran muy fuertes pero León debía reducirlo de
alguna manera. El chico estaba fuera de sí. La gente miraba la lucha y nadie parecía
tener intenciones de colaborar para sofrenar los ánimos. León empujó finalmente al
muchacho que fue a parar a la acera de espaldas.
—¿Quién es la madre de este chico? No quiero que una competencia me convierta
en un delincuente —aclaró el francés con seriedad.
Las caras de la concurrencia no eran del todo amistosas. Daba la sensación de
haberse generado una especie de histeria colectiva.
León acomodó sus ropas y se encaminó nuevamente a solucionar el problema.
Otto, por su parte, recibía la solícita colaboración de un carnicero y dos hombres más
que hacían fuerza por la parte trasera de los automóviles. El alemán miraba a Fragnaud
con saña e indignación.
—Con un golpe certero allí, usted podría liberar su auto —comentaba el
desconocido con irritante tranquilidad y ajeno a la situación general.
—Pues haremos la prueba, amigo —contestó León.
Tomó una maza y un cortafierro de su maletín de herramientas y accionó un
martillazo potente y seguro sobre la zona indicada.
En efecto, sólo una alambre de la suspensión impedía librarse del odioso alemán.
Los dos coches recibieron un estímulo en sus suspensiones y se se separaron por
arte de magia.
Otto no podía creer lo que se había producido. El declive de la acera hacía
movilizar los coches hacia ambas márgenes. Los autos se estaban distanciando solos,
recíprocamente.
Otto subió y trató encender su bólido pero el accionar era trunco y el coche
vomitaba espeso humo por el caño de combustión.
León intentó por su parte y el rugir del “acorazado” se escuchó una vez más en
aquella fatídica tarde de automovilismo.
Destrabó los pedales y el vehículo bramó sobre el empedrado.
Otto se agarraba la cabeza y vociferaba insultos mientras sus simpatizantes
trataban de arrastrar el coche con sus brazos para hacerlo arrancar.
—Le aconsejo que suba..., ¿señor...? —indicó León.
—Fangio.
—Es un placer, caballero. No quiero que sea titular del periodico de mañana. Los
ánimos están bastante turbios en este barrio. Además el reglamento me permite
transportar un acompañante en cualquier tramo de la competencia —dijo León y se
dispuso a terminar el recorrido.
Las bocinas de un vehículo se escucharon ensordecedoras y un auto se plantó al
lado del de Fragnaud.
Ganzué se había restablecido de su gran diferencia.
Federico y León se entendieron al instante y decidieron cruzar la meta juntos con
sobrada calma comodidad.