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HISTORIAS APÓCRIFAS DE MAR DEL PLATA

Por

María Eugenia Argenzola

PARAJE
"LAS BRUSQUITAS"

CRÓNICAS BIZARRAS

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

En la década de 1970, durante la última y más cruel dictadura militar que vivió la
República Argentina, miles de personas desaparecieron, evaporándose literalmente del
mundo de los vivos; sin tener a la fecha noticias sobre ellos. Los dictadores de turno
organizaron una de las matanzas más sistemáticas que la historia nacional haya
registrado jamás, implementando para ello campos de concentración clandestinos, en
donde los secuestrados eran retenidos durante largo tiempo y luego asesinados.
Según se consigna en el libro "Represión y Desaparecidos en Argentina" (publicado
por Ediciones Polimor a principios de la década de 1980), la región costera cercana a la
ciudad bonaerense de Miramar, conocida desde fines del siglo XIX bajo el nombre de
"Las Brusquitas", fue una zona aprovechada por los militares para fusilar opositores
ideológicos al régimen.
Desde entonces, los lugareños relatan que por las noches se pueden observar cosas
raras en el paraje. Se habla de fantasmas; de sombríos guerreros "ninjas" que saltan en
la oscuridad; y de grupos espectrales de niños que atacan a los visitantes, sin causa
aparente alguna.
Pocos son los que se animan a pernoctar en el bosque lindero a la playa y algunos de
los más insignes investigadores de lo paranormal se han negado, literalmente, a pisar el
sitio.
La leyenda se agiganta con el paso de los años. Hasta hoy...

EVENTOS EXTRAÑOS

Julio 14, 1935: Dos adolescentes desaparecen durante tres días. Se implementa un
operativo de búsqueda que termina encontrando a uno de ellos. El muchacho, Javier
Elío (17), testimonia haber sido raptado por "monstruos pequeñitos", de gran fuerza
física. De su compañero, Alejandro Pedrarias (18), no se sabe nada hasta la fecha.

Agosto 23, 1958: Tomás Martínez Taylor (56), pescador local, denuncia haber visto un
fantasma, color negro, rondando por entre los árboles del bosque. Lo describió como de
pequeña estatura, fornido y muy rápido en sus movimientos.

Setiembre 29, 1969: Una joven prostituta de origen español, Lidia M. Capel (36), es
violada en el bosque de Las Brusquitas y descuartizada. Su cuerpo fue encontrado con
extrañas marcas de garras. El caso permanece sin resolver, en las oficinas de la Policía
Provincial de Miramar.

Diciembre 17, 1973: Media docena de hombres, que acampaban en la playa, abandonan
la zona despavoridos al ver sombras misteriosas rondar el campamento. Testimoniaron
al diario, El Amanecer de Miramar, "haber visto fantasmas".

Agosto 24, 1977: Seis adolescentes son internados con un ataque de nervios en el
Hospital Regional de Mar del Plata, tras haber sido "atacados por fantasmas en la
playa de Las Brusquitas". La investigación, llevada a cabo por la Policía Federal, no
encontró pruebas que certifiquen esos dichos. Las historias clínicas de las víctimas se
perdieron en un incendio, ocurrido hace un año.

Enero, 2, 1988: Tres miembros de la Secta Afroamericana Macumba (Las Hijas de


Orixá) son detenidos en el sitio, al ser sorprendidos realizando rituales "satánicos"
(sacrificios de gallinas y gatos). Testimoniaron en el Juzgado del Dr. Juffinson que "allí
los espíritus respondían con mayor facilidad a los pedidos de ayuda".

Febrero 28, 1990 Un automovilista que se detuvo a descansar a la vera del camino (a
escasos cien metros del bosque) juró haber sido testigo de un asesinato. El victimario,
un hombre alto, vestido de negro y con un cabello largo hasta la cintura, acuchillaba a
dos jóvenes, atadas a un árbol. Cuando intentó frenar esa abominable acción, tocando
repetidamente la bocina de su automóvil, toda la escena se desvaneció en el aire. El
testigo Mario Andreotti (46), comerciante radicado en Necochea, definió la escena
como "espectral".

Marzo 16, 1995: Empresarios marplatenses, dueños de la concesión del balneario, sito
a unos 500 metros del paraje Las Brusquitas, denunciaron haber escuchado gritos
desgarradores, procedentes del bosque. Personal de seguridad del balneario
inspeccionaron el área al día siguiente, sin detectar nada fuera de lo común.

INVESTIGACIÓN PRELIMINAR

Hasta la fecha se han realizado muy pocos estudios —encarados con mentalidad
abierta y sin prejuicios académicos— en el área conocida como Las Brusquitas. Sólo
dos investigadores de origen francés, Paúl Renoir y René Trouseaux, practicaron en la
década de 1950 un relevamiento de las leyendas de la zona; llegando a publicar, en
1961, un libro titulado "Secrets Merveilleux de la Magie Naturalle et Cabalistique du
Mar del Plata", nunca traducido al español.
En dicha obra, Renoir y Trouseaux, mencionan de modo muy escueto (sólo tres
carillas, en un libro que tiene casi quinientas páginas) el paraje que ellos llaman con el
nombre de "La Brusquette", pero que, de acuerdo con las descripciones y localización
que dan, correspondería a lo que hoy conocemos como "Las Brusquitas".
Según los autores, el bosque y la playa en cuestión fueron ocupadas por primera
vez hacia el año 1896, por un inmigrante de origen italiano, Giulio Pettinatto, quien
construyó un pequeño rancho, en donde habitó, a orillas del arroyo que desagua en la
zona.
Pettinatto, cabeza de una numerosa familia, compuesta por su esposa y cinco niños,
consiguió el título de propiedad de la tierra cinco años después; tras una dura lucha
judicial con las autoridades de la por entonces elegante ciudad balnearia de Mar del
Plata.
En el expediente del caso (estudiado por los franceses y a disposición de cualquiera
que desee consultarlo, en el Archivo Histórico Municipal del Partido de General
Pueyrredón) se consigna que la concesión fue hecha por "(...)ser el señor Pettinatto el
único en levantar casa habitada en la zona y estar dispuesto a ocupar lo que antaño
fuera un antiguo cementerio indio".
Este párrafo, citado textualmente del expediente judicial, certificaría que las playas
de "Las Brusquitas" fueron, en efecto, tierra sagrada para los primeros habitantes de la
zona: los indios pampa. Pero, hasta la fecha, no se han realizado excavaciones
arqueológicas en la zona que prueben fehacientemente lo atestiguado por el italiano y
sus abogados. Aún hoy en día, los historiadores locales niegan que esos dichos sean
verdaderos, argumentando que sólo fueron esgrimidos por el tenaz inmigrante para
quitarse de encima a sus potenciales competidores; en especial el Municipio
Marplatense, que proyectaba construir en el sitio una pulpería, que abasteciera a los
viajeros que se dirigían hacia el sur.
El hecho de vivir encima de un cementerio convencía a muy pocos, por lo que
Pettinatto se convirtió en el único habitante de esa región costera, por espacio de diez
años.
Hacia 1907, ocurrió algo insospechado: toda la familia Pettinatto fue encontrada
asesinada, por empleados del Correo. La investigación que se inició, a cargo del
entonces comisario Carlos Saldivar Ávila, no llegó a ninguna conclusión clara. Los
cuerpos, destajados de un modo horrible, fueron hallados dispersos en el bosque,
cercano al rancho.
La mujer y los cinco hijos (tres de ellos adolescentes) presentaban incisiones
circulares en el abdomen y en la espalda, producidas al parecer por un punzón muy
afilado. Uno de los cadáveres había sufrido la extirpación de los globos oculares y,
cuatro de ellos, mostraban marcas de quemaduras en las mejillas (aparentemente hechas
con el fuego de las muchas velas de sebo que se hallaron en el lugar del crimen).
Jamás se encontró el cuerpo de Giulio Pettinatto, por lo que se sospechó era el
responsable del asesinato masivo. Fue buscado por todo el territorio nacional, sin suerte;
y el caso se archivó con la carátula de "NO RESUELTO", en 1911.
Un dato muy interesante, desempolvado del olvido por los investigadores franceses
en 1961 (y jamás dado a publicar por los responsables de la investigación policial, a
principios de siglo), fue el libro de brujería que se encontró sobre una de los estantes
que había en el rancho.
Titulada con el extraño y ominoso nombre de Sorciers Maleficarum, esta obra,
publicada en Milán hacia 1688, constituye un verdadero compendio de sortilegios y
maldiciones, invocaciones a demonios y recetas mágicas, escritas por Chiromance
Matteo Roselli, un nigromante italiano de escasa fama, ahorcado por la Inquisición
florentina en 1704.
Este hallazgo parecería indicar que el múltiple asesinato fue el producto de algún
misterioso ritual de brujería satánica, practicado por Pettinatto. Aunque no hay, en esto,
absoluta certeza.
Como bien señalan Renoir y Trouseaux, la palabra Brusquette (hoy, Brusquitas)
podría derivar del nombre de uno los demonios que aparecen citados en el Sorciers
Maleficarum, Bruskket; y que fuera subrayado con lápiz negro (aparentemente por
Pettinatto) en muchas ocasiones.
Según consigna Chiromance Matteo Roselli (Pág. 334):

" Bruskket era parte de una de las legiones de demonios más


solicitados por los brujos, para que los deseos del auspiciante se
hicieran realidad. Ganarse la voluntad de Bruskket significaba
hacerse poseedor de un inmenso poder sobre las cosas y las gentes.
El control de las tormentas, el dominio de los bosques y la voluntad
de los animales salvajes quedaban conjurados por intercesión del
demonio en cuestión. Aunque, a cambio de tales horribles favores, el
demonio exigía sacrificios humanos".
Más adelante, Roselli enuncia la Gran Invocación (también subrayada con lápiz en
el libro propiedad de Pettinatto):

"Príncipe Bruskket, señor de todos los espíritus rebeldes, te


ruego me seas favorable en el llamamiento que le dirijo a tu gran
poder, con el deseo de hacer un pacto con él. Te ruego también,
Emperador de la Noche, que me protejas en mi empresa. ¡Oh, Gran
Bruskket, te ruego que abandones tu morada cualquiera sea el lugar
donde te halles, para acudir a hablarme! Y comparece ante mí o te
atormentaré con las poderosas palabras del Maleficarum"(Pág. 335).

En conclusión, el paraje conocido como "Las Brusquitas" posee no sólo un pasado


truculento de asesinatos y supuestos rituales satánicos, sino una etimología demoníaca
que puede llegar a explicar el por qué de los extraños sucesos que se vienen
denunciando desde hace años.
Si bien es cierto que, hasta la fecha, no existen pruebas de ningún tipo que permitan
darle a esas historias un grado de certeza, muy pocas personas se animan a pasar la
noche en el lugar. El folclore local sostiene que el pequeño bosque está embrujado, y
eso es razón suficiente para que el sitio quede desierto cuando baja el sol.

BIBLIOGRAFIA:

Archivo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, sin editar,


Legajos de la carpeta V4., 1907-1911.

Crowley, Alister, The Satanic Cult, Editorial Penguin, Londres,


1964.

Pettinatto, Giulio, "Diario personal de un satanista", Revista del


Archivo Histórico Municipal, Mar del Plata, 1933, Nº 4, pp. 13-15.

Renoir, Paúl y Trouseaux, René, Secrets Merveilleux de la Magie


Naturalle et Cabalistique du Mar del Plata, Editorial Moliné
Sabán, París, 1961, pp. 70-73.

Roselli, Chiromance Matteo, Sorciers Maleficarum, Editorial


Moonligth, New York, 1948 (primera edición: Milán, 1688).

Orsoland, Carlos Jorge, "Represión y Desaparecidos en


Argentina", Ediciones Polimor, Buenos Aires, 1985, Pág. 163.

***
LA FIEBRE

Una grave epidemia de fiebre tifoidea afectó el disperso caserío del pueblo de Mar
del Plata en marzo de 1891. El mal provocó la reacción alarmante en los pobladores
locales y pronto la histeria colectiva se hizo dueña de la situación. Los agentes
municipales acompañaban a los efectivos policiales en el patrullaje de las distintas
calles del pueblo y se establecieron garitas nocturnas en diferentes puntos para dar la
alarma en caso de encontrar enfermos deambulando.
Las autoridades improvisaron un lazareto para atender a los atacados por el mal en
las dependencias del municipio. Empero, las víctimas fueron muchas y pronto el lugar
fue insuficiente.
Uno de los que más luchó para erradicar la enfermedad fue el doctor Augusto
Muntkell, quien realizó una importante labor asistencial en compañía de su amigo, el
joven médico Juan Héctor Jara.
El problema más agudo consistía en la penosa situación por la que pasaban
aquellos enfermos menesterosos que había desde entonces en el caserío. Ante una
epidemia de tales características, los habitantes vagabundos y pordioseros se
encontraban prácticamente desprotegidos.

La noche del 22 una mujer a caballo se dibujó en la penumbra nocturno rumbo a


uno de los puestos de vigilancia. Llevaba sobre la grupa a un muchacho de no más de
quince años, que se encontraba en un total estado de desfallecimiento. El agente
Marzolo, a cargo de la garita 23, recibió al enfermo. Un paisano ayudó a desmontar al
muchacho que “volaba en fiebre”. Y luego de acostarlo en un camastro improvisado,
montó velozmente su alazán y a carrera forzada se dirigió a la municipalidad. La madre,
vestida con algunos trapos sucios de barro y pasto, descalza y con el pelo desmarañado
por la fatiga y el sudor, frotaba la frente del hijo con un trapo mojado.
De un momento a otro llegaría el médico y la carreta.
El joven agente se sorprendió pues la mujer parecía tener un defecto en el rostro.
Cierta prominencia le arrancaba de la parte inferior de la mejilla derecha y se extendía
hasta la sien.
No se sabía si fue éste el primer rechazo instintivo lo que determinó los
acontecimientos posteriores. El extraño estado del enfermo y el siniestro aspecto de una
madre exhausta y desesperada generaron comentarios y chismes supersticiosos en el
marítimo caserío.
Jara condujo al paciente hasta el municipio.
Luego de dos días, el muchacho llamado Pablo Urrieta parecía no querer
recuperarse. Sus síntomas no se ajustaban a ningún parámetro médico conocido.
Pasada la primera semana, las cifras de los enfermos se había triplicado y las
medidas de prevención se redoblaron. Las soluciones que proponía el municipio a través
de sus concejales parecían estériles y pronto el horror se apoderó de la ciudad. Los
vecinos se encerraron en sus casas o emigraron rumbo a los pueblos más cercanos. El
último tren con destino a la capital había salido de la estación el viernes a medianoche,
seis horas antes de que el ferrocarril decidiera suspender sus actividades por tiempo
indeterminado. La huelga de trenes dejaba a una Mar del Plata enferma en total estado
de aislamiento.
El Juez de Paz junto con el escuadrón de agentes policiales no podía atender las
demandas de auxilio y asistencia que la población solicitaba; y muy pocas personas, en
especial campesinos, tenían la valentía de enfrentar a los enfermos y exponerse al
contagio.
La labor de los doctores Jara y Muntkell consistía en reorganizar la infraestructura
sanitaria local para brindar una lucha eficaz y definitiva contra el mal infeccioso.
Primero trataron de convencer a las integrantes de la comisión directiva de la Sociedad
de Socorros a los Pobres para que facilitaran la atención de enfermos infectados de la
epidemia en las instalaciones de la Asistencia Pública, en el nuevo edificio a pasos del
arroyo “Las Chacras”. Esta insistencia era fundamental, dado que el local de la avenida
Londres ofrecía inmejorables condiciones. El tiempo apremiaba y las damas que tenían
un profundo “espíritu humanitario” se negaban a dejar trasladar a los infecciosos.
Los doctores no soportaron más esa negativa y, sin contar con el apoyo del
Concejo Deliberante ni con una decisión oportuna del intendente, ingresaron con cinco
pacientes en estado terminal la madrugada del 4 de abril, ayudados por vecinos. Sin
lugar a dudas, tomaban por asalto la Asistencia en nombre de la medicina.
Las señoras, enteradas de lo ocurrido, manifestaron sus quejas ante el organismo
municipal y la Iglesia. Allí empezó a tallar la figura nefasta del padre Eduardo Salazar,
un sacerdote español llegado a Mar del Plata hacía tres años y con ideas extremistas
sobre el pecado y el apocalipsis bíblicos.
El sacerdote aprovechó la oportunidad que la peste le brindaba para adquirir poder
dentro de las decisiones políticas y sociales del pueblo. Y además, movido por un
profundo recelo a los médicos, debido a una frustrada carrera de cirujano en su patria,
buscaba por todos los medios posibles desacreditar la labor de ellos.
En especial, su objetivo era el doctor Jara. Las misas de los domingos en la
parroquia del puerto terminaban en abiertas discusiones debido a las posturas
irreconciliables entre la razón, defendida por el ilustrado pensamiento de Jara, y la fe,
adorada y ensalsada por el padre Salazar. Ninguno de los dos se toleraba y la fiebre los
distanció aún más.
El padre Salazar prometió realizar las gestiones necesarias que estuvieran a su
alcance para restablecer el orden en el hospicio y restituirlo a sus naturales autoridades.
La batalla contra el racionalismo ateo y el culto por la ciencia había encontrado su
paladín. Ya verían los diplomados que pretenden abarcar la totalidad de la realidad.
Por su parte Jara y Muntkell impartían las medidas necesarias para que desde el
hospital se distribuyera los medicamentos y se capacitara rápidamente personal para
salir a recorrer las zonas más afectadas. Los pacientes debían ser atendidos en sus
propias casas, dado que los medios de transporte estaban paralizados.
El miércoles por la mañana, cuando el sol despuntaba con brillo y amenazaba con
ser una jornada muy calurosa y húmeda, un edecán del municipio envió una carta al
domicilio del doctor Jara notificándole su inmediata presencia en una audiencia
ordenada por los concejales.
Juan Héctor compareció a la reunión.
La audiencia revestía carácter de urgencia y el motivo se fundaba en las
recriminaciones del padre Salazar esgrimido en abogado de las fundadoras del lazareto
de la avenida Londres.
La rivalidad entre ambos personajes afloró.
El racionalismo del doctor, no exento de ironía y cierto esnobismo diletante, se
contraponía con una patética, melodramática y devota fe cristiana del sacerdote
mezclada con elementos demonológicos y mucha dosis de superstición, que por
supuesto negaba rotundamente, apoyado en la lectura de los Santos Evangelios.
Pero las luchas de poder suelen ser resentidas en cualquier parte y particularmente
en una sociedad pequeña como la de Mar del Plata.
En los días de mayor brote de fiebre, el doctor Jara mantenía una discusión
acalorada con los concejales sobre las medidas necesarias:
—Recuerde usted, señor presidente de este honorable Concejo Deliberante —
repetía con un dejo de cansancio—, que las medidas tomadas en 1885 por el doctor
Bayley respecto de las napas no fueron tenidas en cuenta por este concejo hasta recién
el año pasado, cuando se instrumentaron los mecanismos necesarios y se montaron las
cisternas en la plaza Mitre, debidamente equipadas con los filtros importados de
Inglaterra.
El presidente se alzó de su asiento y gruñó desde su tribuna:
—¡No me diga a mí lo que es una precaución, señor doctor! Tampoco acepto que
cuestione mis actos de gobierno y me haga quedar como un inepto delante de todo la
comuna marplatense.
Los demás políticos miraban con fastidio a Jara quien parecía una estatua enhiesta
en medio del salón. El doctor miró en derredor y comprobó que los rostros de muchos
revelaban una completa falta de discreción y prudencia. El concejo estaba prácticamente
entregado, desorientado y abatido por la crisis virósica y ya no administraba decisiones
eficaces.
El presidente continuó:
—No voy a entrar en detalles presupuestarios para demostrarle la inconveniencia
y los problemas que tuvimos con esos filtros porque no viene al caso...
—Disculpe, señor presidente—interrumpió Jara —, pero tengo una población en
estado de alerta y cada minuto que estoy aquí descuido a un paciente... Solicito, con el
mayor de los respetos que los señores concejales se merecen, se me diga por qué fui
citado esta mañana. De lo contrario, y no creo proceder en desacato a la autoridad,
regresaré a mis urgentes ocupaciones profesionales en beneficio de la población.
El presidente esgrimió entonces las quejas que se le habían formulado en su
despacho por la ocupación ilegítima de la propiedad y los mecanismos de coerción
utilizados en la jornada de asalto al edificio de la Asistencia Pública.
Por su parte, y en una magistral apología, Jara convenció al tribunal que las
medidas inconvenientes y violentas que se vio obligado a ejecutar fueron en nombre de
la salud de los enfermos. Expuso los detalles de la ocupación, que se realizó en forma
pacífica pero desesperada. Los pacientes no entienden de otras razones que no sean la
de aliviarles el mal. Luego concluyó con el comentario del paciente más grave: Pablito
Urrieta.
Los concejales entendieron que el doctor hablaba con la razón. No había más
argumentos para molestarlo. El hombre trabajaba denodadamente para paliar la
situación.
Algunos presentes principiaban a abandonar el recinto luego de las atildadas y
justas palabras del médico cuando el presidente del concejo, instigado por el padre
Salazar agregó:
—Disculpe doctor, estamos convencidos de que su accionar es legítimo mientras
dure la epidemia y lo facultamos a que prosiga. Por otro lado... hay una cuestión más
que tratar.
Jara estaba realmente impaciente y en su gesto se denotaba aburrimiento. Ante el
requerimiento del político intentó poner un rostro benévolo y complaciente. Permaneció
en silencio dispuesto a soportar otro embate.
—Bien. Usted nos explicó el estado clínico del paciente... Pablo Urrieta. Un
muchacho que ingresó el pasado viernes, traído de la estancia “Los Alerces” por su
madre. ¿Es correcto lo que digo, doctor?
—Correcto. Como dije anteriormente, Pablito está en estado crítico. La criatura es
una de las personas que más tratamiento necesita.
—Ahí está el problema, este concejo le solicita que dicho paciente sea visitado
por padre Salazar para una revisión espiritual del niño.
—¿En qué consiste una revisión espiritual?
—Los detalles del asunto serán remitidos a usted por el padre Salazar en persona
cuando se realice la visita.
La disputa estaba sellada. Jara no sabía cuál sería la conclusión del padre pero
estaba seguro de que habría problemas con el tunante.
El padre Salazar, receloso y pícaro, sembraba cizaña ocultándose detrás de su
investidura.

—En el período de defervescencia, los síntomas remiten lentamente, y entre los 7


y 10 días suele desaparecer la fiebre. Luego sobreviene el período de convalecencia
entre 15 y 30 días y el aspecto del paciente revela hasta qué punto se ha resentido el
organismo por el grave proceso sufrido. A veces se presenta caída del cabello como es
este caso. Estimamos con el doctor Muntkell que este chico atraviesa el período álgido
de la convalecencia —explicaba Jara con objetividad.
Pero Salazar se burlaba de las observaciones de los profesionales la tarde que
realizó la visita al hospicio. El sacerdote y un escribano miraron de reojo al paciente y
no se animaron a tocarlo. Examinaban, a juicio eclesiástico, a una criatura de otro
mundo. Mientras tanto, una enfermera recambiaba los paños embebidos en agua fría
para paliar la fiebre descomunal.
Los gestos del sacerdote y su discurso entrecortado delataban su personalidad
arrogante y casacarrabias. Estaba impaciente por resolver la situación a su favor. No le
importaba la epidemia, sino vencerle la disputa al doctor Jara. La Iglesia contra la
Ciencia. Allí estaba el desafío que lo tenía como protagonista.
El caso del paciente Pablo Urrieta era una forma de presionar al doctor hasta
hacerlo rabiar de veras... ¿Cómo reaccionaría luego de que se llevara al chico?
Salazar no escuchaba las atenuadas explicaciones del doctor. Levantó una mano e
hizo acallar al profesinal para indicarle:
—¡Obsérvelo usted mismo! ¡¿Qué ve allí?! ¡Por todos los santos del cielo, doctor!
No me diga que ese cuerpo achicharrado, calvo en tan sólo una noche, con las cuencas
ennegrecidas y las pupilas dilatadas puede ser un hijo de Dios.
Jara no entendía el razonamiento de ese demente.
—Ese cuerpo infecto —continuaba el prelado— debería ser incinerado cuanto
antes. Usted y yo corremos peligro, doctor. Por mi parte, será conveniente que no
regrese a esta habitación a no ser para evacuarla con los debidos y sacrosantos procesos
purificatorios.
El paciente empezó a sangra por la nariz y atravesaba unas leves convulsiones:
—¡Apártate, Satanás! —exclamó el cura e hizo que le cayeran al suelo las lentes
al escribano, aterrorizado por la teatralización.
—Son frecuentes las hemorragias nasales —indicaba Muntkell—, en este tipo de
enfermedades.
—¡Indicio inequívoco del Maligno! Anote escribano... —ordenó Salazar.
—¿Qué va a anotar, idiota? —gritó desaforado Jara, harto del bochorno—. El
término médico para su rídicula observación es epistaxis. Hágame el favor de salir
inmediatamente del lugar o lo hecho a patadas.
Una enfermera entró con urgencia exclamando:
—¡Doctor, los analgésicos para la diarrea! ¿Dónde están?
Otra gritaba desde el fondo:
—Urgente, progresivo estupor en doña Filomena. ¡Doctores!
El sanatorio era un ir y venir de personas atendiendo a los postrados enfermos.
—Como verá, tengo mucho trabajo, señor sacerdote... No voy a soportar un
segundo más sus estupideces teológicas.
Se había acabado toda diplomacia y los buenos modales no estaban de rigor ese
día.
Salazar replicó entonces:
—Usted no comprende los designios divinos. ¡Ateo! ¡Socialista! Pero volveré y
me llevaré a esta criatura. ¡Con la fe erradicaré la peste de Mar del Plata!
—¿Realmente usted nos pide que le entreguemos a un muchacho para ser
sacrificado? ¡Usted está loco! —concluyó Muntkell con resignación.
Pero el doctor Jara estaba a punto de abofetear y echar a patadas al cura y al
mojigato escribano.
Era evidente que la locura se había apoderado de las autoridades municipales y
nadie tenía el valor de ponerle freno al delirio.
Entonces, Jara lo haría aun a costa de su propia seguridad.
El doctor Muntkell sofrenó la cólera de su colega y restableció los ánimos.
Ayudantes de la Asistencia entraban con más pedidos de vituallas y camillas para
trasladar a la zona del puerto. No había tiempo para rencillas y Jara comprendió pronto
la inutilidad de la violencia.
Por su parte, Salazar miraba impertérrito el corrillo de personas trabajando y se
apartó hacia un rincón de la estancia, de espaldas al paciente. Luego comentó:
—El intendente no está en la ciudad; motivos urgentes requieren su presencia en
Buenos Aires. Entre usted y yo —le dijo a Jara—, el muy atorrante se ha escapado para
dejar a la “buena de Dios” a toda la ciudad y su epidemia. En lo que respecta al Juez de
Paz, está muy atareado con su “tropita” en cuidar los límites de la ciudad. ¿Acaso no lo
sugirió usted en la sesión del pasado martes? Y a estos —se refería a los concejales—,
los controla el miedo, o sea, yo.
El cura estaba poseído realmente, pero no por algún agente del infierno, sino por
su soberbia que ya se delataba en sus sermones racistas y apocalípticos. Buscaba por
todos los medios de regresar a los oscuros tiempos de la era medieval; pero no se le
había presentado la ocasión hasta ese momento.
La entrevista espiritual terminó mal; no fue violenta pero la indiferencia de los
doctores, preocupados por sus enfermos, pronto olvidó la nefasta presencia del
sacerdote y su acompañante. En pocos minutos más estos habían abandonado el recinto.

Pasaron cinco días entre ofensas y amenazas.


A las once de la noche, el doctor Jara buscaba explicar las extrañas manchas
violáceas y oscuras como moretones en el cuello y la parte anterior del cráneo.
Consultaba ferviente los manuales y los apuntes pero no encontraba la adecuada razón
que convenciera a esos ignorantes. ¿Pero, acaso escucharían? Sólo un argumento
convincente podía acabar con la locura que se gestaba en las calles. Los “estigmas” y
símbolos infernales no pasaban de ser extraños síntomas de una enfermedad que podía
realizar una mutación con el tiempo. ¿Cómo hacerles entender cuando lo que estaba en
juego era una absurda rivalidad? ¡Y justo la huelga de trenes! De lo contrario, los
medicamentos necesarios recetados a los laboratorios porteños solucionarían esas
anomalías físicas en un ochenta por ciento; después el tratamiento sería paulatino pero
seguro.
Su señora le servía té en una taza que le traía gratos recuerdos de cuando era
estudiante en la Universidad de Córdoba. La luz difusa de la lámpara de su escritorio
inundaba la carpeta de cuero que estaba repleta de notas y apuntes individuales de los
síntomas más agudos de cada paciente. Había revisado una y otra vez las observaciones,
las había cotejado día a día y no encontraba la solución. El caso de Pablo Urrieta lo
empezaba a obsesionar y cansar. Si no encontraba la forma de revertir la sintomatología
de ese muchacho, las huestes de Salazar se lo tragarían en una bocanada de odio e
ignominia. Por primera vez, desde que la herética pesadilla había comenzado, sintió
miedo y debilidad. Sin la debida protección policial, con una ciudad en cuarentena, los
pobladores estaban prácticamente al borde de la anarquía; y una chapa con las
inscripciones de la matrícula de doctor no detendría el torbellino de horror y violencia
que se gestaba lenta pero inexorablemente.
Alrededor de las tres de la mañana, Analía, la enfermera que asistía a Pablo, entró
algo más calmada después de luchar con la fiebre por casi tres horas. Muntkell había
salido a inspeccionar la cuadra vecina y no regresaría en, por lo menos, dos horas.
Flores montaba guardia en la cabeza de puente y flotaba cierta relativa
tranquilidad en la noche marplatense.
En ese intervalo, Jara aprovechó para revisar, una vez más, el cuadro del paciente.
Estaba preocupado por Pablito. Era un caso curioso el del muchacho. Había señales
inequívocas que manifestaban el estado prodrómico de la epidemia. Así había sido
recibido cuando la guardia lo condujo al lazareto municipal. El malestar vago,
acompañado de dolor de cabeza, quebrantamiento general, fiebre ligera y alteraciones
en el ritmo de la defecación eran lo regular. Recordó las palabras honestas de la madre
cuando le explicaba el cuadro inicial: “yo le digo siempre que coma un poco de yuyo,
como los perros, ¿vio? Pero no me hace caso y se atraganta con la carne grasosa y...
ni siquiera toma mate que puede lavarle el intestino... no hay na´que hacerle es seco e
vientre, el guacho”.
Luego cotejó la frecuencia de los intervalos con mejoría, pero al final los síntomas
se recrudecieron, especialmente el dolor de cabeza. Jara leía en sus ajados manuales:
“En esta fase el bacilo de Eberth se encuentra ya en la sangre...” La voz del sacerdote
se colaba en su conciencia y no dejaba que se concentrase: “Usted estudia en esos
libros mientras yo me dedico a orar por todos los bienaventurados de la comunidad.
¡Qué contradicción! No reniego de la ciencia, doctor, pero la fe es más eficiente y
purificadora que todos esos tubitos y frascos que tiene en su casa”.
Golpearon la puerta.
El doctor se levantó para recibir a la persona que ingresaba con sumo cuidado
para no incomodar. Era Flores que traía alarmantes noticias.
—Me informan que Salazar se ha reunido con algunos concejales y está juntando
un grupo de vecinos muy devotos y mojigatos para insuflarles la saña en sus corazones.
No dudo que en poco tiempo más se precipiten sobre esta asistencia.
—¿Qué hacemos entonces, carajo? ¡No les voy a entregar al muchacho! ¡Que
quede bien claro! No quiero que el periódico publique la muerte de un niño como chivo
expiatorio de una epidemia que no sabemos cómo controlar.
El cabo Flores escuchaba pensativo. Contaba con tres hombres leales dispuestos
en la defensa del pequeño sanatorio.
—A lo que puede llegar el fanatismo. No han hablado de lo que harán con el
muchacho pero no creo que lo traten mejor que nosotros —observó Jara con notable
impaciencia—. Las aristócratas insuflan los ánimos esgrimiendo que el hospicio no
puede contar con enfermos infecciosos. ¡Malditas! Quieren un sanatorio para curar
raspaduras y colocar cataplasmas. ¡Por Dios!

Salazar encabezaba una columna que avanzaba lentamente por San Martín rumbo
al puente “La Carolina”. No eran muchos vecinos, pero portaban algunos machetes y
gran cantidad de teas encendidas. El espectáculo no parecía ser grato. Muchos corrían a
informarse y se exponían a ser golpeados por los manifestantes que proclamaban al
viento algunas lacerantes infamias contra los doctores del sanatorio. Otros se unían a la
terrorífica procesión con cantos religiosos memorizados de la misa.
El hijo de Peralta Ramos atravesó la columna de fanáticos conduciendo un Ford a
toda marcha. Alcanzó el puente y estacionó el carro al lado del tilbury del cabo Flores.
Entró en la Asistencia Pública. Las caras de los allí presentes giraron en la dirección del
huésped, quien inmediatamente empezó a atajarse con ademanes y rostro desencajado:
—No, no, no... no me miren así porque en realidad traigo malas noticias. La
columna está a unos mil metros. Está indecisa todavía, pero de seguro se encaminará
para acá de un momento de otro. Cabo Flores, sugiero que organicemos ya una pequeña
defensa.
Flores impartió órdenes a sus subalternos.
El doctor Muntkell, exhausto luego de recorrer una veintena de domicilios con
enfermos, se recostó sobre un sillón en el rincón más alumbrado de la sala y su fuerte
porte pareció desinflarse.
—¿Qué vamos a hacer con este muchacho? —preguntó a la concurrencia que
estaba más desconcertada que él—. No podemos empezar una batalla en medio de esta
epidemia... pero tampoco vamos a entregar el cuerpo de la criatura a un cura demente y
endemoniado —dijo mientras su mirada desconsolada buscaba el apoyo de su amigo y
colega.
Jara miró malhumorado y pensativo el cielorraso mientras una araña parecía
desafiar, con su tela, la higiene del lugar.
—Estuve en la oficina de correos y me comuniqué con el intendente—aportó
Peralta Ramos—. ¿Quieren saber cuál es la solución de nuestra máxima autoridad
municipal? —interrogó con aire burlón.
Todos esperaban la respuesta sin gran esperanza.
—El intendente no me supo dar una definición precisa sobre las medidas. O el
telégrafo no funciona bien, o el miserable se lava las manos. ¡Señores, estamos en un
total estado de indefensión...! ¡La anarquía reina en Mar del Plata! ¡Esta ciudad es tierra
de nadie!
—Si es así, nos arreglaremos por nuestra cuenta —opinó una enfermera que
escuchaba en silencio desde la puerta entreabierta.
La observación de la mujer que se ruborizó luego de haber interrumpido la
conversación de los hombres sin permiso alguno, alentó a los caballeros. Un nuevo aire
de dignidad aportaba el juicio certero y justo de la señorita, que proseguía con las faenas
del sanatorio.
—¡Maldita huelga de ferroviarios! Pronto se acabarán las reservas cloromicetina y
no tenemos forma de reponerla —seguía quejándose Jara.
Una bocina resonó en medio de la noche. Era la inconfundible señal del auto de
Victorino Aguirre, quien provenía desde el sur a toda velocidad. Estacionó con su
tradicional voltereta de ruedas traseras arando la tierra.
Personaje notable por su excentricidad, alegría de vivir y optimismo, siempre
estaba dispuesto a colaborar de manera desinteresada y buscar un poco de acción en un
mundo demasiado reglamentado jurídicamente para ejercer el cargo de paladín.
El acaudalado terrateniente traía las malas noticias que todos conocían y que en
pocos minutos se harían realidad. Aguirre descendió con presteza de su flamante
Renault a cadena, de un color amarillo patito, admirado coche y uno de los que
circulaban por la ciudad asustando a los desprevenidos transeúntes.
—¡Al fin un poco de acción!—exclamó el estanciero mientras se quitaba el
polvillo de su gabardina. Traigo noticias de Punta Mogotes. El Juez de Paz está con
nosotros; sólo nos pide que aguantemos aquí hasta que llegue con su gente. Allá en el
sur hay también disturbios y han acusado a una pobre anciana de bruja; todo instigación
del querido sacerdote que ustedes ya conocen.
Jara y Muntkell que habían salido a recibirlo, lo escuchaban preocupados.
El horizonte se iluminó con un anaranjado y humeante fuego de antorchas.
Aguirre giró su cabeza y percibió el espectáculo que se avecinaba. Jovial y seguro
quitó sus gafas de conducir y se encaramó sobre el asiento trasero del coche para tomar
una escopeta de caño recortado, su última adquisición inglesa.
—Ajá... después de todo, caballeros, Mar del Plata está enferma pero no es una
ciudad aburrida —dijo con irreverente alegría.
Cargó el arma y revisó la mira ante los doctores que lo observaban azorados.
Luego agregó:
—Cabo Flores, dígale a sus chicos que bajen los barriles de combustible que
traigo en el “Reno”. Creo que ayudarán. Estimados doctores, me pongo a vuestra
disposición.
Ante la perplejidad de los médicos que trataban de orientarse en esa confusa
situación, Aguirre prosiguió con entusiasmo y resolución:
—Primero voy a empezar colaborando con el vehículo... Es evidente que usted,
doctor Jara, y el enfermo no pueden seguir aguantando más esta posición. Dado que el
puente acaba de ser tomado, el “Reno” ayudará a alcanzar con celeridad el próximo
cruce... Y si la cosa se pone espesa... —articuló la oración mientras amartillaba la
escopeta de doble calibre—, usaremos esto.
El doctor Jara ya no ganaba para sobresaltos. Al fanatismo del padre Salazar se le
sumaba el incontenible deseo de cacería de Aguirre.
Sin pérdida de tiempo, los hombres concertaron la mejor defensa.
Los dos vehículos obstruían el paso del puente estacionados en forma de V. Flores
y tres policías más habían conseguido unos cuantos metros de alambrado de púas y los
habían desenrollado formando una pequeña barricada. Si el pelotón encabezado por el
sacerdote decidía franquear el cerco, cosa que era lo más probable, tendrían serias
dificultades y unos cuantos raspones. Todos eran conscientes de que había que evitar el
uso de las armas, pues el incidente, hasta el momento, no había pasado de las simples
amenazas verbales. Aunque, por otro lado, las circunstancias de la epidemia habían
sobresaltado a más de un vecino. Sólo faltaba que se encendiera la mecha para que
explotara el polvorín. Y, a decir verdad, el padre Salazar estaba colaborando de
maravillas con ese propósito.
Los hombres del sanatorio esperaron lo inevitable.
El griterío era infernal y las piedras se sucedían una tras otras martillando las
conciencias de los asediados. Las imprecaciones a rendirse y entregar al “demonio” ya
colmaban la cordura de cualquier ser humano. El Ford de Peralta Ramos junto al tilbury
que había traído Flores yacían destrozados en la entrada del puente y la pequeña
barricada de alambre y postes ya había sido cercenada y pisoteada por las tropas del
sacerdote.
Lo único que se había improvisado como última línea de defensa era un cordón de
combustible. El líquido regaba una delgada zanja que los hombres excavaban instantes
antes de la pedrada.
Ensoberbecido por el delirio y la religión, Salazar se había transformado en los
últimos dos días en un caudillo despótico y cruel, que amenazaba con inaugurar los
oscuros tiempos de la Inquisición medieval.
El doctor Jara conversaba con su colega Muntkell tratando de entender las
absurdas circunstancias de la locura colectiva:
—Es inevitable... la medicina es insuficiente y las autoridades no están dispuestas
a ayudar. El corrillo de delirantes no se detendrá. Con cada paso que dan se
envalentonan más y más, alentados por ese pobre infeliz. Lo que no entiendo es cómo
puede convencer a toda esta pobre gente que siempre fue fiel al trabajo y ahora debería
estar ayudando a los enfermos —decía mientras se tomaba la cara con las manos. Luego
agregó:
—Y yo acá encerrado y encima sitiado por este fanático... —se exasperaba Jara y
golpeaba los puños contra un escritorio. Los demás caballeros trataban de consolar la
desesperación de un doctor consagrado a los enfermos y atado de pies y manos debido a
la amenaza que se cernía sobre el pobre muchacho.
—¿Cómo está Pablo? —preguntaba Juan Héctor a cada rato.
—Los síntomas febriles de la primera etapa ya no están y el cuadro parece
disminuir por momentos para reaparecer con furia luego... Muy inestable es mi
conclusión —evaluó Muntkell con objetividad.
—Gracias, doctor.
Las piedras continuaban haciendo su impacto contra los ventanales de la
Asistencia Pública. Primero fueron algunos cantos aislados para luego convertirse en
una verdadera artillería que retumbaba por todos lados. Era necesario dejar que los
vidrios se rompieran inexorablemente, dado que los postigos habían sido retirados para
ser refaccionados y estaban recostados debajo de un cobertizo.
La situación empeoraba y ninguno de los presentes quería reconocerlo. Tarde o
temprano entrarían y sería el fin. Agachados y en cuclillas, tratando de no cortarse con
los vidrios rotos esparcidos por el piso, no podían divisar con claridad lo que ocurría
afuera.
Flores se incorporó y salió por una puerta lateral disimulada con una enredadera.
Todavía no habían cruzado la barricada pero unas treinta antorchas humeantes, palos,
azadas, rastrillos y agitaciones de brazos se alzaban del otro lado del arroyo. De un
momento a otro atacarían.
Una palma abordó el hombro de Flores por la espalda para darle ánimos y
confianza. Era el doctor Jara que le comentó:
—Trataré de calmar a la gente con algunas palabras.
El cabo intentó detenerlo pero su prudente consejo no bastó y Jara salió al frente
de la Asistencia, expuesto a los piedrazos.
—Señores, vecinos del pueblo de Mar del Plata, el jefe municipal se ha
desentendió de nosotros... y ha huido a la capital...
—¡Calláte Jara y entregá al muchacho, Satanás! —gritaban voces roncas y
apagadas.
—El tranvía —continuó el médico explicando la situación— no funciona. Los
dueños han retirados los animales por temor a que se enfermen y el suministro de
electricidad está cortado en los demás ramales. ¿Por qué no reinstalamos el servicio para
acortar distancias...? ¡Padre Salazar, acabemos con este absurdo y ponga a toda esta
gente a colaborar de verdad...!
Una piedra le rozó la mejilla derecha y abrió un surco leve en la piel. Pronto la
herida sangró y el cabo Flores alejó al confundido Jara de la vista de los sitiadores,
quienes llenaban de escarnios y vociferaciones el silencio de la noche.
Avanzaban directo al edificio.
Aguirre encendió la mecha y el combustible ardió con refulgente violencia. Una
cortina de fuego se interpuso entre sitiadores y sitiados.
El charco de petróleo era la última y agonizante defensa.
La figura del padre Salazar se distinguió en medio de la pequeña multitud
iluminada por el ardor de las llamas. Montaba sobre un caballo petiso y vestía un negro
hábito con una cónica capucha que le ocultaba el rostro por completo. Sólo su afilada
nariz podía advertirse ante el resplandor.
El sacerdote levantó los brazos al cielo y gritó con voz quejosa y flemática:
—¡Criaturas del demonio! ¡Combaten con la única arma que les pertenece! ¡El
fuego! ¡Malditos!
En pocos minutos la cortina perdería intensidad y la hueste vecinal la atravesaría
sin dificultad.
Salazar continuaba con delirio:
—Pronto sentirán el poder de la gracia divina. Pueblo de Mar del Plata, mirad
cómo nos han arrojado en nuestro camino de purificación, esos artefactos mecánicos,
dilectas criaturas del Averno que contaminan la senda del Señor con el infecto humo
negro de sus negras entrañas...
El sacerdote se refería a los coches destruidos por la turba. Ya hablaba para sí
perdido en alocadas razones:
—Estoy harto de esta civilización que espanta los nobles corazones y reemplaza la
comunicación con alambres eléctricos...
Deliraba presa de un paroxismo estremecedor. Nadie le prestaba atención. El
vulgo atravesó la delgada y moribunda línea ígnea y se abalanzó sobre el edificio.
Una tea encendida fue agitada con violencia y el viento dispersó sus chispas que
cayeron sobre las ropas de uno de los paisanos. Sin advertirlo, en poco tiempo empezó a
arder su camisola de chiripa y arpillera. Mientras otros trataban de evitar la quemazón,
Salazar ordenó:
—¡Es el momento! ¡No esperemos más, ataquemos la casa y destruyamos los
embrujos y hechizos maléficos!
La columna alcanzó el umbral de la construcción.
Dos hombres forzudos y de tamaña estatura mordieron la puerta principal con
poderosas y filosas hachas. En contados segundos, ésta quedó convertida en astillas.
Otros levantaban los postigos y los estrellaban contra los ventanales. Varios picaban las
paredes laterales con pesadas mazas.
Nada parecía importarles. Sólo el brutal deseo de destrucción.
Entraron alocadamente.
Se detuvieron en seco al pisar el hall de recepción.
Los doctores y demás caballeros formaban un minúsculo grupillo apiñado y
compacto. Estaban dispuestos a hacer fuego con las pocas armas con que contaban.
Detrás de ellos, las enfermeras cuidaban las puertas que conducían a las habitaciones.
Nadie habló.
La turba cedió el paso para que ingresara su líder.
Inexplicablemente el sacerdote se demoraba. Algunos vecinos giraban sus cabezas
para mirar lo que ocurría en el exterior. Faltos de dirección no atinaban a realizar un
nuevo movimiento. Además, el temor a un disparo los mantenía a raya.
—Sólo deseamos el cuerpo del embrujado —gritó Salazar montado todavía en su
caballo y con quejumbroso aliento desde el exterior.
Allá en la ribera próxima del arroyo, unos fanáticos colgaban una soga sobre un
mojado sauce llorón. Tétrico era el panorama previo a la injusta ejecución. El caserío
enmudecido, preocupado y temeroso no asomaba en el pueblo fantasma. Las calles
desiertas eran las sendas por donde transitaban el oprobio y la insultante atrocidad.
La turba se retiró lentamente hacia el exterior en busca de directivas precisas. Los
caballeros armados se animaron y asomaron sus narices en la entrada.
Aguirre adelantó unos pasos y descargó su escopeta en clara señal de no tener
intenciones de disparar. Movió un brazo e hizo descansar el caño de su escopeta sobre el
hombro.
La turba enmudecida comprendió el gesto. Algunos de los presentes trabajaban
para él. El patrón demostraba cierta cordura en esos momentos.
Aguirre miró a la concurrencia y preguntó con naturalidad:
—¡¿Por qué el padre Salazar no descubre su rostro?! Señores, nos pide que
entreguemos a un demonio. ¡Que lo haga de frente entonces!
El populacho miró desconcertado a su líder.
Salazar era una estatua ecuestre que parecía no tener vida. Sólo el animal se movía
de un lado para otro.
Afortunadamente, la pregunta obró como un latigazo en medio de las teas que
rodeaban a los sitiados. La pequeña tropa se impacientó. Esperaba ansiosa las enérgicas
palabras a las que estaba acostumbrada. El cura debía demostrarle al enemigo que no
había nada que ocultar.
Jara y Muntkell se acercaron a Aguirre e inspeccionaron los semblantes de
muchos de los presentes. Algunos sudaban con exageración y les costaba mantenerse en
pie. Los síntomas de la fiebre eran evidentes.
—Muchos de ustedes están en la etapa inicial de la enfermedad aunque lo
disimulen con hachas y palos —explicó Jara con voz altisonante y clara—. Pues
permítanme decirles que la fiebre tifoidea no se combate con esas armas. El sanatorio se
ofrece a atenderlos siempre y cuando no lo destruyan primero. ¡La decisión es vuestra y
sólo vuestra!
Intrigados esperaban que Salazar dijera algo. El cura estaba arropado y su silueta
parecía oscilar levemente hacia un costado. Algo raro ocurría.
Uno de los forzudos sitiadores se animó a acabar con la intriga. De un brincó
alcanzó a manotear la capucha que cubría el rostro de Salazar. El impulso que imprimió
el vecino en esta acción determinó que el cuerpo del cura se desplomara inerte contra el
suelo.
Estaba pálido, ojeroso, y volaba en temperatura. Una hemorragia nasal le
chorreaba con insistencia. El aspecto satánico se debía a un brote vertiginoso y
contundente de la fiebre.
Muntkell llamó a las enfermeras y pronto lo asistieron sin importarles la reacción
de la hueste.
Cuando los vecinos vieron la acción enérgica de las mujeres, comprendieron lo
desatinado de la empresa. Muchos arrojaron las teas al suelo y bajaron los azadones. La
cordura parecía recobrar fuerzas en el desolado caserío.
El tronar de sendos cascos inundó la oscuridad. El Juez de Paz llegaba en ese
momento con varios agentes.
Era el fin de la gesta inquisitorial.
Aguirre aplicó su tradicional dote de mando y arengó a sus empleados para que
dispersaran el grupo y trasladaran a las víctimas al interior de la Asistencia.

LOS DIFUNTOS

Según consta en los antiguos anales marplatenses, que guardan el polvo de décadas
olvidadas en los mohosos estantes del archivo municipal, estas costas bonaerenses
fueron, en tiempos de la conquista y la colonización de América, una tierra de
promisión y quimeras sin par. Sólo mucho después, el progreso y el escepticismo
quisieron que esas historias se perdieran de la memoria colectiva, a pesar de la ingente
tarea desarrollada por unos pocos historiadores locales; y el pasado, celoso de su
secretos, las disolvió en la turbia bruma de los mitos.
Afortunadamente, todo esto llegó a mi conocimiento gracias a la curiosidad y el
azar. Lejos de mí estaba acceder a semejantes relatos ya que, como periodista
enamorado de problemas viejos, mi intención era buscar datos históricos muchísimo
más profanos, cotidianos y terrenales. Estaba escribiendo un artículo sobre el
movimiento obrero marplatense durante la década del veinte y de pronto, mientras
hacía equilibrio sobre una silla desvencijada, tratando de rescatar de la humedad de un
estante una carpeta rugosa de color marrón, desde lo alto cayó con estrépito contra el
piso un manojo de papeles fuertemente atados con hilo.
En un primer momento no les di importancia. Los arrumbé contra un rincón y
proseguí con mi búsqueda. Trataba de hallar un ejemplar del diario “El Trabajo”, una
antigua publicación periódica que estuviera a cargo del partido socialista, y en el que
habían escrito prominentes personalidades políticas de principios de siglo. Hasta
entonces mi universo teórico giraba en torno de los conflictos sociales y económicos
del pueblo. Lo que por entonces no sabía era que, en breve, mi mente racional se
debatiría con un problema que rondaba con lo mágico y lo maravilloso.

Hacia las cinco de la tarde, Francisco Rodríguez Santos, bibliotecario, archivero y


amigo personal, abrió la diminuta puerta del sótano en donde se guardaban los
documentos, y dejó que su voz se dispersara en medio de aquel laberinto de anaqueles
de acero inoxidable:
—Ya estoy cerrar —dijo con vehemencia—. Andá terminando...
Le contesté que ya salía, y cuando me disponía a poner todo en su lugar, me percaté
de la apariencia desgastada de aquel manojo de papeles atados. Los levanté del piso,
desaté el nudo que los aprisionaba uno contra otros y dejé que mis ojos vagaran por una
caligrafía que no me era familiar en absoluto. Aquello era un manuscrito, y por el tipo
de letra que exhibía —retorcida, barroca, ceremoniosa en exceso— parecía ser muy
antiguo. Traté de buscar una fecha y finalmente la encontré en la última página: 4 de
julio de 1712.
Me quedé sorprendido. Esos cuatro dígitos rompían el marco cronológico en el que
se encuadraba la historia de Mar del Plata, una ciudad fundada en la segunda mitad del
siglo XIX y demasiado joven para que se pudiera conectar con la fecha en cuestión.
¿Qué hacían esos documentos en el archivo municipal? ¿De qué hablarían?...
Cuando salí del depósito me dirigí hasta el escritorio de Francisco y dejé caer
violentamente los papeles justo frente a sus narices. Una pequeña nube de polvo
empañó, por unos segundos, el rostro rubicundo de mi colaborador.
—¿Qué es esto? —le pregunté al tiempo que Frank agitaba las manos, evitando que
la tierra se depositara sobre el teclado de su máquina de escribir—. Es demasiado viejo.
Está fechado en siglo XVIII. ¿Ya los habías leído?
Rodríguez Santos se acomodó los lentes, me lanzó una mirada entre furiosa y
simpática y agarró con ambas manos el manuscrito.
—Veamos —dijo con parsimonia, y los examinó durante unos tres minutos.
Finalmente, levantó la cara y sin disimular la sorpresa preguntó:—¿De dónde los
sacaste?
—No lo sé. Se cayeron de un estante; allá, en el fondo del depósito.
Frank volvió a sumergirse en aquel mar de tinta ensortijada.
—Esto es muy extraño —articuló por lo bajo—. Parece que te topaste con una
crónica española desconocida.
—¿Qué?...
—Sí —replicó—. Si esto que tenemos acá es original saldremos en los diarios.
—Me estas engañando...
—No, en absoluto. Creo que estos papeles guardan, efectivamente, el estilo y la
caligrafía del siglo XVIII.
Sin decir nada le quité los documentos de la mano, acerqué una silla al escritorio y
volví a hojearlos con mayor detenimiento.
Me costó acostumbrarme a los tiempos verbales y a los giros idiomáticos que
bombardeaban mis pupilas. Además, la humedad había destruidos algunos segmentos y
las hojas crujían como si fueran a romperse con cada movimiento.
—Me parece increíble —profirió Francisco—. ¿Cómo nadie los encontró antes?
—Admitamos que son pocos los locos que piden permiso para entrar en este lugar
—respondí mientras seguía con la vista un extraño diagrama dibujado sobre un costado
de la hoja número tres.
—Es cierto, pero yo lo recorrí de arriba a abajo en más de una oportunidad y jamás
los había visto.
No le respondí. Lo que alcanzaba a interpretar en el texto me estaba atrapando de
un modo indecible.
—Frank, ¿quién es Tomás Papadopulos?
—Es un apellido griego, pero no tengo la menor idea quien pueda ser. ¿Por qué?
—Es el que firma las primeras tres páginas.
—Entonces —dijo volviéndome a sacar los papeles de las manos— esto es una
compilación de informes escritos por diferentes personas. Mirá acá —ladró excitado y
señaló la última carilla con su dedo índice—. Esta otra firma dice... Ramiro de la
Garça.
—¿Portugués, no?
—Aparentemente... Y este otro, mirá, Juan Ibáñez Gutiérrez; ...Miguel Domingo de
Jesús ... ¡Dios, esto es fantástico! Encontraste una recopilación de informes coloniales
de diferentes épocas.
Me recosté sobre el respaldo de mi silla y estiré el cuello. Los nervios me estaban
contracturando los hombros.
—¿Qué vamos a hacer?
—Por lo pronto debemos certificar que todo esto sea original.
—¿Cómo?
—Tengo que mandarlos a La Plata.
—¿Por qué a La Plata? —inquirí algo celoso.
—Acá no tenemos los recursos técnicos necesarios. El análisis de la tinta, del papel,
del estilo caligráfico, todo, tiene que ser revisado con mucho cuidado.
—¿Y cuánto tiempo tardaremos en recibir los resultados?
Francisco hizo un mohín.
—Sólo Dios lo sabe. Puede que tres meses o más, si le prestan atención. Hoy
mismo informo del hallazgo al departamento ejecutivo, pero vos sabés como son los
políticos... Prometen celeridad en los trámites y todo queda en agua de borraja.
—Entonces —dije anticipándome a cualquier otro comentario—, exijo el derecho,
como descubridor, de tener una fotocopia completa de todos los papeles.
—Es una petición razonable. Haré dos.
Un par de horas más tarde, cuando abandoné el archivo cargando las copias en una
trivial bolsa de nylon con el logo de un supermercado local, tomé el colectivo que me
llevaba a casa y permanecí tres días enclaustrado en mi estudio tratando de descifrar el
misterio de aquellos manuscritos extraordinarios.
Desde entonces, toda mi vida cambió para siempre.
Lo que sigue es la historia que pude reconstruir tras la lectura de media docena de
los informes compilados, escritos por soldados, sacerdotes y buscadores de fortuna que
vagaron por estas pampas costeras, hace más de cuatrocientos años.

Juan de Garay no se contentó con re-fundar Buenos Aires en 1580. Ansioso por
descubrir las riquezas del interior, envió a cuarenta de sus mejores hombres en pos de
la plata y del oro que se suponía se acumulaban a montones a sólo jornadas de la
desembocadura del gran río. Para ello, en noviembre del mismo año, organizó una
expedición que tenía por objeto rescatar los tesoros que pudieran encontrarse y
conseguir levantar asentamientos permanentes en lo que mucho después sería el
corazón de nuestra provincia.
El viaje fue largo y penoso. Los altos pastizales robaban mucho de la perspectiva
plana que actualmente disfrutamos cuando visitamos el campo, y el alimento era por
demás escaso. Así todo, promediando diciembre, la hueste conquistadora arribó a la
inmediaciones de las sierras de Tandil. Estaban cansados, con hambre y temerosos de
los muchos indios que, sabían, merodeaban en el agreste paraje.
Escribe Juan Ibáñez Gutiérrez, escribano de Su Majestad y miembro de esta
primera expedición, en noviembre de 1580:

“Por delante nuestro levantábase un cerro alto y chato en


su cumbre, semejando una tabla inmensa, de esas que se
usan para comer en las fondas. Tratamos de escalarlo para
comprobar si, como decían algunos de nuestros hombres,
desde lo alto podíamos ver toda la tierra y elegir nuestras
futuras querencias, ésas que nos hicieran caballeros de pleno
derecho. Pero los sucesos se confabularon negativamente
contra nosotros. Fue como si el diablo mismo tomara
posesión de toda la geografía. Primero, un grupo de indios
salvajes se nos adelantó en la ruta y ejerció sobre nuestras
personas penurias sin par. Como resultado de ello, doce de
los nuestros murieron flechados en la base misma de la
meseta; entre ellos mi compadre, Miguel Ortiz de Mastín,
hombre abierto al contacto con las indias y querendón en su
trato con las salvajes. Por sus muertes decidimos llamar a
ese cerro, de legua y media de largo y trescientos metros de
altura, con el nombre de “Los Difuntos”, en honor de
nuestros muertos, hechos héroes.
Poco más tarde, una tormenta de granizo se descargó
como por arte de magia desde la cumbre, enfriando el aire e
impidiendo que ascendiéramos (cosa rara en esa época del
año). Finalmente, y para sorpresa de todos, la cima chata del
cerro se cubrió por una densa neblina color gris plomo, tan
amenazante como una ola gigante que cayera desde lo alto.
Permanecimos por cuatro días seguidos, con sus noches,
al pie de “Los Difuntos” sin que la nube se desvaneciera. Ni
siquiera los fuertes vientos de la mañana pudieron disiparla.
Era algo extraño que metía miedo en el alma. Entonces, el
capitán Gorriarán ordenó regresar sobre nuestros pasos para
organizar una hueste mejor y más animosa, ya que era
notable que en esas alturas neblinosas se ocultaban cosas
maravillosas y de mucho valer.
Dejamos las serranías, pero jamás regresamos. Los
acontecimientos en la villa del Buen Aire nos retuvieron por
años en ella. Muchos de nosotros debimos regresar a España
en temporadas y cuando la vejez nos sorprendió
arrinconados en sillas mullidas, sólo nos quedó el recuerdo
de nuestros amigos muertos allá, en el sur”.

Pero las primeras experiencias, recogidas en aquella incursión, quedaron en la


memoria de muchas personas. Con el tiempo, empezó a circular en Buenos Aires el
rumor de que el oro exudaba vapores y que eso era lo que formaba el casi permanente
manto de niebla que cubría a “Los Difuntos”. Variadas y numerosas empresas fueron
prohibidas por el gobernador y hasta el año 1612 no fue posible encaminar las botas y
los caballos hacia el misteriosos lugar. Recién en la fecha citada, un grupo de
sacerdotes dominicos y media docena de caballeros españoles, acompañados por
criollos, indios y negros esclavos traídos de África, lograron conseguir la autorización
del gobierno local para marchar hacia la sierra de los muertos y del oro, que era como
la llamaban.
Arribaron a la base del cerro tras dos meses de marcha y, tal como la leyenda
contaba, la encontraron cubierta de nubes en la cima.
Escribe el cocinero de la expedición, Tomás Papadopulos:

“Iniciamos el ascenso bien temprano, por la mañana. Hacía


frío y una leve garúa caía desde lo alto. No fue un trabajo
difícil llegar hasta la mitad de la ladera rocosa, que se
elevaba como un tobogán natural hacia el cielo. El capitán del
grupo, un hijo de portugueses llamado Ramiro de la Garça,
encabezó la escalada.
Para las cuatro de la tarde todos estábamos sumergidos
en un mar de nubes, en la que era imposible ver a más tres
metros de distancia. Caminábamos casi a tientas y
tropezábamos cada vez que queríamos apurar el tranco. El
capitán y el padre González Chávez, un dominico fanatizado
por la fe, gritaban a diestra y siniestra dando órdenes y
quitándonos el miedo que muchos de nosotros sentíamos en
semejante paraje. Alguien dijo que estaba encantado y que
ninguno saldría de allí con vida. Ese pobre infeliz fue de
inmediato pasado a cuchillo por un teniente de la compañía,
impidiendo que difundiera el terror entre los demás. Desde
ese momento nadie dijo palabra. Sólo obedecimos y
seguimos avanzando. A poco de andar, divisamos un gran
bosque de pinos y como ya era bien entrada la tarde me
ordenaron preparar la cena y levantamos campamento. Fue
la peor noche de toda mi vida y en ella pude comprobar,
antes de huir desesperado hacia la base, que los demonios sí
existen y que tienen rostros de animal; pues allí en la cima,
ocultos por la niebla y las densas arboledas, se esconden los
seres más repugnantes y salvajes que jamás haya yo visto:
los cinocéfalos, los hombres bestias con cabeza de perro
[...]”.

Debo confesar que, como lector no especializado en el tema, me sorprendí al leer


semejante barbaridad. Una sonrisa incrédula se me dibujó en los labios y traté de
imaginarme al griego escribiendo y contando a sus conocidos tamaña experiencia.
¡Cinocéfalos! ¿A quién se le ocurriría semejante tontería?... Sólo después, tras una
consulta a un historiador amigo, supe que esas exageraciones eran no sólo comunes en
épocas de la conquista, sino también creídas a pies juntillas tanto por los supuestos
testigos como por lo ocasionales oyentes. Eran los mitos movilizadores, esos que
impulsaron a más de un delirante a buscar comarcas mágicas en el interior del
continente. Para esas gentes no era nada raro toparse con seres de rostros perrunos,
gigantes o enanos caníbales capaces de arrancarle a uno las entrañas a mordiscones.
Las distancias eran aliadas de las exageración y cuanto más lejos iba uno, mayores
maravillas eran posibles encontrar.
De todas formas me entusiasmé con la leyenda. Mar del Plata era una ciudad que,
hasta entonces, carecía de ellas y ese documento bien podía inaugurar una nueva época
en relación con el tema. Si a pocos kilómetros del balneario era factible encontrar una
sierra con una tribu de hombres con cabeza de perro, el turismo místico y de aventura
podía aumentar, dándole a los suburbios montañosos de la ciudad un romanticismo del
que carecía.
No me quedé con el testimonio de Papadopulos. Seguí leyendo el resto de los
informes, tratando de tener una visión de conjunto a partir de esos relatos
independientes. Entonces, inesperadamente, me topé con los escritos de un tal Miguel
Domingo de Jesús, un incrédulo que, digno es de notar, jamás había viajado a la sierra
y escribía sus opiniones desde una cómoda casona en Buenos Aires.

“Notable es la autoridad que logran y en todos tiempos


lograron, no sólo en el vulgo, mas aún en mucha gente de
letras, las tradiciones populares. Puede temerse que
desvanecidas con el favor que gozan, aspiren a hombrear con
las Apostólicas. El Autor que para cualquier hecho histórico
cita la tradición constante de la Ciudad, Provincia, ó Reino
donde acaeció el suceso, juzga haber dado una prueba
irrefragable a que nadie puede replicar. Varias veces he
mostrado cuán débil es este fundamento, si está destituido
de otros arrimos, para establecer sobre él la verdad de la
historia; porque las tradiciones populares no han menester
más origen que la ficción de un embustero, ó la alucinación
de un mentecato. La mayor parte de los hombres admite sin
examen todo lo que oye. Así en todo Pueblo, ó territorio
hallará de contado un gran número de crédulos cualquiera
patraña. Estos hacen luego cuerpo para persuadir a otros,
que ni son tan fáciles como ellos, ni tan reflexivos que
puedan pasar por discretos. De este modo va poco a poco
ganando tierra el embuste, no sólo en el País donde nació,
mas también en los vecinos; y entretanto con el transcurso
del tiempo se va obscureciendo la memoria, y perdiendo de
vista los testimonios ó instrumentos que pudieran servir al
desengaño. Llegando a verse en estos términos, van cayendo
los más cautos, y a corto plazo se halla la mentira colocada
en grado de fama constante, tradición fija, voz pública.
Refiere Olao Magno, que habiéndose desgajado por un monte
altísimo la poca nieve que en la cumbre había movido con sus
uñas un pajarillo, se fue engrosando tanto la pella con la
nieve que iba arrollando en el camino, que hecha al fin otro
monte de nieve, arruinó una población situada al pie de la
montaña”.

Esta visión tan fría de las cosas, tan científica, me descorazonó un poco. En mi
fuero interno quería creer que todo aquello era cierto. Por suerte, y tras sortear una
serie de textos tan aburridos como ilegibles, llegué al documento que me catapultó al
mismo mundo imaginario de Papadopulos.
Estaba escrito por un gallego, Rodrigo Arias Melaztomo, y en él se hablaba de un
reino aislado, perdido sobre una meseta bonaerense, que rápidamente identifiqué con
“Los Difuntos”. Con toda seguridad el autor desconocía el testimonio del cocinero
griego, ya que había escrito casi sesenta años después de la fantástica experiencia del
heleno.

“Altas laderas me impidieron seguir el paso. La meseta era


majestuosa y con esa nube inmóvil sobre su cumbre metía
miedo en los huesos. Subí... [aquí el texto está roto]...
Maltratándome, escupieron mi rostro con flemas
amarillentas, salidas de esos hocicos alargados y
repugnantes semejantes a los de canes rabiosos. No eran
altos, pero su complexión era fornida y podían levantar a un
hombre con un solo brazo sin ningún esfuerzo. Portaban
largos palos a modo de armas y pude ver cómo salían del
interior de la tierra a través de una cueva profunda que se
metía bien hondo en la montaña. Era evidente que vivían en
hoyos, como los topos, y sólo salían a cazar para buscar
alimentos. No tenían civilización ni policía y eran más
animales que hombres [aquí el texto se destruye]”.
Tenía que comprobar de alguna forma que algo de verdad se ocultaba detrás de la
leyenda de los cinocéfalos, por ese motivo me prometí a mí mismo hacer un esfuerzo y
viajar, en el primer fin de semana libre que tuviera, a la famosa sierra. Debo reconocer
que me disgustaba bastante tener que escalarla ya que mi disposición natural al deporte
era —y es— absolutamente nula.
Me resistí durante algunos días, justificando mi negativa a enfrentar la naturaleza
con el ya consagrado trabajo de archivo en las dependencias del diario local más leído
de la ciudad. Me aboqué a consultar unas viejas colecciones en los depósitos de la
avenida Champagnat, topándome en esa oportunidad con dos artículos policiales que
llamaron de inmediato mi atención, y de los que tomé nota en mi libreta.
Uno de ellos hacía referencia al asesinato de un peón de campo; un pobre paisano
encontrado despellejado en las cercanías de la vieja y angosta ruta 226, en las cercanías
del paraje hoy conocido como Colinas Verdes. El artículo, fechado el lunes 6 de
febrero de 1941, no tenía fotos pero la descripción del cuerpo era, en sí misma,
espeluznantemente realista. Aquel infeliz había quedado hecho un simple despojo de
carne fláccida y desgarrada, sin que nadie hubiera podido averiguar la causa y el autor
de semejante crimen.
El otro artículo, de noviembre de 1979, hablaba de un hecho extraño, bizarro y casi
ridículo. Una pareja de jóvenes campamentistas había denunciado un ataque,
perpetrado por lo que ellos definieron como “monstruos velludos”, en las
inmediaciones del sistema de Tandilia. No se consignaba el lugar exacto, pero supuse
que debía ser muy cerca de “Los Difuntos”. Anoté sus nombres (puesto que se los
describía como “vecinos de la ciudad”) y regresé a casa con la firme decisión de
ubicarlos para charlar con ellos.
No me costó mucho dar con la pareja, a la sazón casada y con tres hijos. Francisco,
el archivero amigo, me brindó para el caso una ayuda imponderable. El matrimonio
vivía en una casa despintada y fea del barrio La Perla, y cuando me presenté y les
expliqué el propósito de la visita, se pusieron tensos y extrañados. En un primer
momento, rehuyeron a hablar. Parecían angustiados por recuerdos que ya creían
olvidados. Sólo después de varias llamadas telefónicas, con sus súplicas pertinentes,
accedieron a recibirme en el living modesto de la casita.
—Nos trataron de locos —dijo el hombre tras relatar la ascensión a la sierra, la
organización del campamento y el sorpresivo ataque de los monstruos—. Nadie nos
creyó y no faltaron los que dijeron que todo era una pantalla del gobierno militar para
desviar la atención de la gente hacia temas estúpidos.
—Pero fue verdad —arguyó la esposa—. ¿Qué íbamos a ganar nosotros con esa
historia? El susto que nos dimos fue terrible. Yo estuve varias semanas sin poder
dormir serenamente.
—Sí, casi nos matan —sentenció el marido tomándole el brazo.
Me había propuesto dejarlos hablar. No quería influenciarlos con mis recientes
lecturas, por lo que me limité a mover afirmativamente la cabeza, enarcando las cejas,
en señal de interés. La pareja parecía estar convencida de lo que decían.
—Dígame —interrumpió la mujer—, ¿a qué se debe su interés por este tema? Hace
años que todo el mundo parece haber olvidado nuestra historia...
No le di tiempo a que empezara a bombardearme con preguntas y me despaché con
una serie de explicaciones concisas, que ni yo mismo entendí. Creo haberles dicho que
recopilaba leyendas antiguas de Mar del Plata y que me había topado con la
experiencia de ambos en un viejo diario. Y era cierto.
—Entonces no nos cree —articuló con voz baja el hombre.
—No, no es eso —dije anticipándome a otro comentario—. Sucede que tengo
pruebas que pueden certificar lo me cuenta y quería escuchar de ...
—¿Qué clase de pruebas?
Me quedé en silencio unos segundos. Ninguno de los dos me había descrito a los
monstruos. Se referían a ellos con palabras poco claras, por lo que requerí me dieran un
perfil físico de sus atacantes. Miré fijamente a la mujer y pregunté:
—¿Cómo eran esos seres?
Y a boca de jarro, sin pensar siquiera la respuesta, respondió:
—Como perros. Eran hombres con enormes cabezas de perros.
Un escalofrío me recorrió el espinazo.
Papadopulos volvía a encontrar, después de tres siglos, nuevos aliados.

Me bajé del colectivo en Colinas Verdes y observé los campos cultivados de los
alrededores, custodiados por las grandes sierras del sistema de Tandilia. El contraste
entre la pampa y los cerros era singular. Parecía que la naturaleza hubiera generado
caprichosamente sobre la planicie aburrida de los labrantíos, enormes forúnculos
pétreos para que el viajero se preguntara, una y otra vez, respecto del origen de
aquellas montañas. De hecho, estaba pisando uno de los suelos más antiguos del
planeta. Cientos de millones de años atrás, esos picos eran tan altos como los Andes, o
los Alpes. Sólo la erosión del agua y el viento los había convertido en las poco sinuosas
mesetas que se levaban ante mi vista.
El chofer del micro giró en una rotonda de tierra, aguardó quince minutos y pegó la
vuelta para Mar del Plata. Allí terminaba su recorrido; y como era sábado, no había
nadie en las inmediaciones de la parada. Sólo un almacenero apostado en la puerta de
su comercio, que me saludó indiferente con un leve movimiento de cabeza.
Sin decir nada, me acomodé la pequeña mochila que traía sobre la espalda y
marché con paso firme en dirección de la sierra de “Los Difuntos”, a unos doscientos
metros de distancia.
¿Qué pretendía encontrar en la cima? No lo sabía. Por lo pronto, el cerro ya no
tenía la proverbial nube de las crónicas españolas, ni se plantaba con la dignidad
aterradora de antaño.
Salté el alambre de púas que bordeaba la ruta y comencé a ascender por la ladera.
Media hora después, mi corazón bombeaba sangre con un ritmo desenfrenado. Me
agité, por lo que tuve que parar constantemente cada diez pasos a tomar aire y
recuperar la fuerza de las piernas. Finalmente, para el mediodía, había alcanzado la
cumbre.
Desde la base del cerro era imposible imaginarse lo grande que era aquella planicie
elevada. Extensa y pelada, sólo rocas y viento habitaban el lugar. Los pocos bosques
que se apretaban al suelo, se situaban sobre las laderas internas de un abra redondeada
que encerraba, allá en la pampa, un molino destartalado con su tanque de agua.
Recorrí la meseta durante tres horas, alejándome más y más de la ruta 226 que
corría de abajo . Observaba el paisaje con curiosidad. Buscaba huellas de
asentamientos primitivos, piedras talladas, altares, algo que me indicara que ese lugar
había estado habitado desde hacía siglos. Pero sabía que no estaba preparado para
reconocer esas cosas. No era arqueólogo o historiador, sino un modesto periodista de
pueblo con demasiadas cosas fantásticas en la cabeza. ¿Qué había sucedido con mi
centrado positivismo? Yo era un hombre serio, o al menos así me gustaba que me
vieran. Jamás me había colgado al tren de la fantasía; pero ahí estaba, conduciendo su
locomotora a toda velocidad en pos de monstruos mitológicos.
Hacia las cinco de la tarde, cuando los rayos del sol ya se debilitaban en vísperas de
la temprana noche invernal que se avecinaba, observé a lo lejos una oquedad de gran
tamaño que semejaba una cueva, sin serlo del todo. Caminé en dirección a ella algo
indeciso. Ya era tarde y si no pegada la vuelta de inmediato la oscuridad iba a caer
sobre mí en pleno descenso. Eso no era bueno, pero la curiosidad fue más grande que el
temor a ser devorado por las tinieblas.
Sorteé piedras descomunales por espacio de diez minutos y llegué a la entrada del
agujero. En efecto, no era la típica cueva de la películas; representaba sólo una saliente
rocosa muy pronunciada, dentro de la cual observé los restos de un fogón. Alguien
había estado acampando en el sitio, no hacía mucho tiempo. Di un vistazo a los muros
tapizados de hollín y me subí el cuello de la campera con la firme intención de iniciar
el regreso, pero de repente un chubasco helado empezó a descolgarse desde el cielo y
toda la superficie de la meseta se empapó en minutos, volviéndose resbaladiza y
peligrosa. Sólo un rato más tarde, la lluvia se volvió persistente. El anhelado retorno a
Mar del Plata, a un buen baño caliente y a mi cama, debió posponerse. Para las ocho de
la noche la oscuridad era casi total y de no haber sido por los troncos residuales del
viejo fogón, hubiera tenido que pasarla inmerso en la penumbra.
Maldije mi falta de cálculo. Tendría que haber bajado de aquel cerro mucho tiempo
antes. Pero ya era tarde para lamentarse.
Dos horas más tarde, un viento congelado despejó el cielo y la negritud del cielo se
iluminó con la luz de una luna menguante, mortecina y lúgubre.
¿Acaso estaba volviéndome loco? ¿Cómo era posible que estuviera pasando la
noche en medio de una montaña, solo y sin comida? Evidentemente, muy dentro mío,
no creía en nada de lo que había leído y escuchado en los últimos días. De tener la
“mente abierta”, como decían los newagers que salían permanentemente por televisión
argumentando irracionalidades, jamás hubiera permitido que el crepúsculo me
sorprendiera alejado de la civilización (por más que ésta estuviera a sólo tres horas de
viaje). Mi carácter miedoso de la infancia parecía nunca haber existido.
La cueva me resguardó del frío. Sus paredes, alisadas por la erosión, reflejaban la
luz de la fogata que había prendido, produciendo un extraño efecto de movimiento
permanente todo a mi alrededor. Me senté, abracé con los brazos mis piernas
flexionadas y así, en una posición fetal semejante a la de las momias del noroeste,
permanecí en silencio luchando contra el sueño. Fue entonces cuando advertí que mi
propia sombra se reflejaba en el aire espeso del recinto en el que me hallaba.
Me asusté y, sobresaltado, advertí que una niebla densa y blanca se devoraba el
paisaje y el firmamento estrellado. Me encontraba dentro de una sopa gaseosa tan
espesa como el algodón, que impidió en segundos ver más allá de mi brazo extendido.
Cinocéfalos.
La palabra retumbó en mi cabeza con fuerza, e imágenes salidas de mapas
medievales y viejas películas de Hollywood se reeditaron en las misteriosas
circunvalaciones de mi cerebro, trasladándome a un tiempo sin sentido, en el que todo
era posible.
Volvía a sentir miedo. Un miedo que se dilató hasta el infinito cuando advertí que
tres o cuatro sombras, que no eran reflejos de la mía, me rodeaban en silencio, ocultas
por el muro de neblina.
Retrocedí hasta el fondo de la cueva y protegí la espalda con las rocas.
—¡¿Quién anda ahí?! —grité impostando mi tono de voz, que salió por la garganta
como si fuera la de un militar retirado, pretendiendo imponer su jubilada autoridad.
No contestó nadie, pero las siluetas seguían moviéndose delante mío. Podía
distinguir sus contornos humanos del cuello hacia abajo, porque las cabezas en nada se
parecían a las de un Homo Sapiens evolucionado. Se veían extrañamente alargadas,
oblongas; semejantes a las de un perro. De repente, la leyenda se volvía realidad ante
mi helada sorpresa; y cuando menos lo esperaba, un hocico repleto de colmillos se
abrió paso entre la niebla con las fauces abiertas de par de par, exudando una baba
amarillenta y asquerosa, que se sacudió con el alarido infrahumano salido de su
garganta.
Grité, horrorizado, con una fuerza que parecía salirme del estómago. Caí de rodillas
al piso, tomándome los oídos con ambas manos y sentí una corriente cálida correrme
por las piernas: acababa de orinarme encima.
Las sienes me latían, los ojos se me nublaron y antes de que tomara cabalmente
conciencia de mi propio espanto, perdí el conocimiento.
Cuando me desperté estaba tendido sobre bosta de vaca, en medio del campo y a
más de trescientos metros de la cueva. De hecho, estaba en la planicie en la que se
levantaba el molino maltrecho que la tarde anterior había visto desde la cima. Alguien
me había trasportado hasta allí. Estaba sucio y con la campera tajeada a la altura de las
costillas. Me examiné y vi que no estaba herido. Traté de reincorporarme pero al
apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre el brazo derecho, éste de hundió
repentinamente hasta el hombro en lo que pareció era la madriguera de un peludo.
Maldije en voz alta y lo saqué de un tirón, desparramando una buena porción de
tierra negra y fértil sobre la boca misma del hoyo. Cuando observé con cuidado, advertí
que un objeto de extremos romos, largo y de un color marrón apagado, se mezclaba
con el humus, el excremento y el pasto recién arrancados del suelo.
Era un fémur. Un fémur que parecía humano.
Lo tomé entre las manos, le limpié la tierra que tenía adherida a su superficie y me
lo guardé en el bolsillo de la campera, conteniendo el impulso de seguir excavando.
Me paré, traté de sacar fuerzas de algún lado y, muerto de cansado, rodeé por la
llanura toda la base de la sierra en dirección a la ruta.
Para las seis de tarde, ya estaba en casa.

Cuatro meses más tarde, Francisco recibió los resultados del análisis, practicado a
los documentos en el laboratorio de La Plata.
Eran falsos. La tinta, el tipo de papel, e incluso los giros lingüísticos no se
correspondían con las fechas que los papeles consignaban. A lo sumo tenían sólo cien
años de antigüedad. Eran un fraude grosero, de mala calidad y sin intenciones claras.
Jamás escribí el artículo que pensaba publicar al respecto. Tampoco hice público el
estudio que le practicaron al fémur con carbono catorce, razón por la cual nadie se
enteró que el mismo tenía casi cuatrocientos veinte años de enterrado.
Francisco se rió de mi experiencia en “Los Difuntos” y no me animé a conversar de
nuevo con el matrimonio informante.
Desde entonces he dudado de mis sentidos, y mi cordura no es más el bastión
inexpugnable que solía defender a capa y espada; aunque debo confesar que por las
noches, cuando oigo aullar a los perros vagabundos, los pelos se me erizan de terror
Naturalmente, jamás regresé a la sierra.

***
ENERGÍA

Los turistas desembarcaron en la isla Huemul a las diez de la mañana. Pronto el


contingente se internó en el lugar acompañados de los guías que la agencia de viajes
había contratado.
En medio de la majestuosidad natural de los bosques patagónicos, se erguía, no
menos imponente, los restos de una maciza construcción edilicia, sobre la escarpada
ladera de una colina.
Uno de los jubilados preguntó entonces a la chica que los conducía:
—Señorita, esa construcción que vemos allí, ¿es el laboratorio del doctor Richter?
La muchacha acababa e ingerir un trago de Coca-Cola y miró al anciano con
dulzura. Luego contestó:
—¡Muy bien, abuelo! —felicitó al señor con un simpático tono de voz—.
¡Atención todos, por favor! Si me permiten, les quiero comentar que esos edificios
abandonados que están en aquella dirección, son efectivamente los laboratorios del
doctor Richter, un científico alemán al servicio de Perón, que dirigió el denominado
Proyecto Atómico Huemul entre los años 1949 y 1952.
Una mujer canosa y encorvada por la artritis acotó entonces:
—¡Qué barbaridad! —exclamaba con indignación—. ¿Perón quería hacer una
bomba? ¡Qué delirante!
Algunas mujeres más asentían con gestos afirmativos y estrafalarios y pronto se
entabló un murmullo donde se criticaba con fervor la política peronista.
La muchacha trató de calmar los ánimos entre los gerontes, pues algunos
partidarios del “general” empezaban a sentirse incómodos. El joven asesor que
acompañaba al grupo indicó con voz de marketing y sonrisa de televisión:
—Señoras y señores, por favor, observen las dimensiones de las instalaciones y
podrán deducir que la actividad en este lugar fue, sin lugar a dudas, muy intensa por
aquellos años. La construcción de los flamantes edificios estuvo a cargo Segunda
Compañía de Ingenieros del Ejército en un primer momento, y completaron la obra
posteriormente la empresa italiana SACES y finalmente, la alemana GEOPE.
—¡Qué gasto absurdo de dinero! ¿No les parece, chicas? —criticó una jubilada de
Mar del Plata, antiperonista acérrima.
Caminaron un trecho más hasta alcanzar una hermosa residencia. La guía aclaró:
—Como pueden consultar en el folleto que les distribuimos con el desayuno, esta
casa que tenemos enfrente fue el chalet del Dr. Richter. Era utilizado para recibir visitas
o reunirse con sus colaboradores inmediatos. Si bien estaba totalmente equipada, pocas
veces fue utilizada de noche. Es un excelente edificio, de muy buena construcción que
la naturaleza no ha podido doblegar todavía.
—¡Una bomba atómica de industria nacional! —decía otro hombre ajeno a las
explicaciones de los empleados turísticos.
—En realidad —decía el muchacho— no se sabe a ciencia cierta cuál era el
destino previsto por Richter para estos dos laboratorios de iguales dimensiones. Si me
acompañan hasta aquel punto del complejo, podremos ver que uno de ellos estaba
techado al suspenderse el proyecto.
—¡Cómo se ha recuperado la naturaleza en tan sólo cuarenta años! —manifestó
aspirando el aire la jubilada uruguaya que había llegado a la isla con puras intenciones
ecológicas.
—Es cierto lo que usted dice, señora. Es algo curioso y aleccionador cómo han
crecido las especies autóctonas en todo el lugar —concluía la guía.
—El laboratorio III —continuó el muchacho— fue junto con el laboratorio de
Richter los únicos totalmente terminados y en funcionamiento. Entre los pocos
colaboradores científicos del Dr. Richter se destacó el doctor Wolfgang Ehrenberg,
doctor en física, química y filosofía. Fue quien inició la producción de agua pesada
para proveer el deuterio al investigador atómico, que también contó como su principal
asistente al doctor Heinz Jaffke.
—Apuesto a que ganaban una fortuna esos nazis —decía por lo bajo un docente
jubilado—. ¡Y costa del pueblo! ¡Qué los parió!
El guía no podía interesar a su auditorio con el experimento nuclear. Sin embargo,
insistía como un alumno que desea terminar su lección:
—En estos laboratorios estaban instalados instrumental y equipos especiales con
los que el científico intentaba reproducir condiciones imperantes en las estrellas, y
controlar así sus reacciones termonucleares.
—No entiendo nada de lo que dice este pibe —se quejó la mayor del grupo
minetras sacaba un pañuelo para sonarse la nariz.
—El primer reactor utilizado en los experimentos —aportó la joven en un
calculado cambio de roles— era un cilindro de 3 metros de altura y 2 de diámetro con
paredes de cemento y un espectógrafo con una placa fotográfica sobre la que se
registraba el espectro de los átomos. Se supone que un inconveniente mecánico en el
instrumento produjo un efecto determinado en la placa e indujo a la lectura considerada
“exitosa” por Richter. Pese a ello, antes de la caída de Perón, el proyecto se supendió.
Los equipos e instrumental fueron trasladados a otras dependencias de la Comisión
Nacional de Energía Atómica.
El muchacho estaba atento a las palabras de su compañera y esperaba su turno.
Vio que los ancianos se estaban dispersando y dijo:
—Muchos años después, el edificio sirvió como objetivo de prácticas militares.
Las experiencias de Richter requerían una gran potencia eléctrica. La usina aquí
instalada podría haber provisto a una pequeña ciudad. La energía producida alimentaba
una reactancia de 47 toneladas, 10000 voltios y un millón de vatios, además de un gran
electroimán que había reemplazado al primer reactor. La atenuación del ruido que
producían los motores a gasoil que movían los generadores, se efectuaba a través de un
conducto subterráneo y una cámara difusora de gases que se liberaban por tubos de
escape alejados del edificio. A pesar de ello, la energía parecía insuficiente para
continuar las investigaciones.
Tal vez el único que había seguido con interés el discurso preguntó:
—Entonces, el problema era la potencia energética.
—Así parece, abuelo —dijo el guía y terminó su exposición preocupado en que
ninguno de los visitantes se lastimara por allí.
El capitán Bermúdez abrochó su gabán a la altura del cuello, inclinó su cuerpo y
abrió la ventanilla del vagón. Las primeras luces de la ciudad empezaban a vislumbrarse
en aquella fría e invernal madrugada de julio de 1950.
El tren disminuyó la marcha a la altura de la avenida Arturo Alió y unos cuantas
cuadras más adelante, el oficial contempló el oscuro cartel de letras blancas que decía
“ESTACIÓN MAR DEL PLATA”.
La locomotora ingresó a la estación con aminorada marcha y ruidosas quejas de su
motor. Había salido de Plaza Constitución tirando tres vagones con destino final en la
ciudad de Bariloche, pero un inconveniente mecánico la había obligado a hacer escala
en la ciudad balnearia.
Bermúdez estaba algo sorprendido. Conocía la estación local de sobra, pues había
arribado a ella en varias ocasiones. Sin embargo, estaba particularmente distinta, en un
estado totalmente extraño.
A medida que el tren transitaba los metros finales del andén, Bermúdez comprobó
que los techos y sus pilares estaban recubiertos de un material que parecía ser “goma”.
La explanada estaba forrada de una capa negra que no era pintura, sino una inmensa
alfombra de caucho que se extendía a todo lo largo. Más allá de las vías, en el andén
opuesto, se observaban los mismos detalles, e infinidad de cubiertas viejas y gastadas de
tractores y camiones formaban absurdas murallas.
Todo el escenario semejaba ser un circuito de carreras, más que una estación
ferroviaria. El capitán pensó en posibles reparaciones y no consideró más el asunto.
El tren se detuvo y algunos silbatos se recortaron en el aire gélido de la noche.
Movimientos de hombres se percibían en los fondos de la estación.
El capitán se reclinó sobre su asiento y pidió a su asistente que preparara los
papeles para presentar a la comandancia local mientras él descendía y saludaba a sus
superiores.
Nadie le había informado sobre los inconvenientes de la locomotora. Había
recibido un cable a mitad de camino que lo instruía en los pasos a seguir y le fijaba el
rumbo hacia Mar del Plata.
Desconocía por completo las características de la carga que transportaba rumbo a
la ciudad sureña. Los documentos hablaban de material atómico para el laboratorio de
doctor Richter. Su responsabilidad consistía en custodiar ese material hasta ser
entregado y nada más. Una simple tarea de rutina en un cómodo viaje hacia el sur.
Los tres vagones del tren estaban sellados y precintados. Sólo podían ser abiertos
clandestinamente con fuertes explosivos, dado que estaban construidos como inmensas
cajas fuertes.
Descendió y la sorpresa no pudo ocultarse en su semblante.
El personal maquinista y los demás soldados pasajeros eran evacuados con
celeridad.

Cuatro hombres vestidos con traje de buzo se aproximaron para darle la


bienvenida.
—Buenas noches, oficial. ¡Bienvenido a Mar del Plata!— dijo uno de ellos y llevó
la palma extendida hasta rozar su cien.
—¡Capitán Bermúdez, reportándose, señor! —el joven hizo lo mismo.
—Excelente trabajo, capitán —dijo el coronel Domingorena mientras retiraba de
su cabeza la capucha de caucho y las anteojeras para mostrarle el rostro a su
interlocutor.
El buzo ordenó entonces a los demás que lo acompañaban:
—¡Sargento, inicie el despliegue!
Éste accionó el silbato y salió con paso ligero hasta perderse detrás de una oficina.
En contados segundos afloraron desde una abertura en la oscuridad decenas de soldados
uniformados con los trajes de goma, portando grandes tubos en sus espaldas y gruesas
pistolas similares a lanzallamas. Otra columna numerosa de efectivos descendía por el
túnel que comunica un andén con otro y se apostaba enfrente.
El ruido de dos blindados forrados con densas planchas de laca y corcho se
escuchó en el extremo final del tren. Habían ingresando al instante y cubrían la
retaguardia apuntando sus cañones a cero.
Más y más efectivos cubrían otros sectores de la estación con los extraños
lanzallamas que poseían caños largos y desproporcionados.
El secretario entregó el maletín al capitán y ambos pasaron al interior de un
despacho acompañados por Domingorena.
Dos grúas accionaban sus plumas hasta hacerlas descender sobre los techos de los
vagones.
Varios camiones con cisternas mantenían encendidas unas calderas en sus partes
traseras, como si estuvieran calentando el contenido de sus depósitos.
—Debe parecerle muy extraño la actual situación de la estación —comentó
Domingorena mientras su traje rozaba la superfiecie de la silla y generaba el chasquido
propio del látex.
No le dio tiempo a que Bermúdez demostrara su interés por saber qué ocurría.
—A mí me pasó lo mismo la primera vez —explicó el coronel—. No hay que
temer, pero es necesario tomar las medidas necesarias cuando uno trabaja con corriente
eléctrica de alto voltaje.

El desperfecto mecánico era una mentira. El tren había sido desviado para
descargar dos baterías defectuosas y ser remitidas a Buenos aires a la brevedad. En
realidad sólo una de ellas sería reparada, pues la otra...

El camión ingresó reculando hasta el borde del andén. Gruesas capas de corcho y
punteras de caucho como refuerzo disfrazaban al vehículo.
Los soldados montaron sobre sus hombros los lanzallamas y se encaramaron a los
vagones mientras indicaban a los conductores de las grúas que acercaran los guinches.
Abrieron una receptáculo metálico sobre el techo del carro y accionaron una
botonera con claves numéricas. El techo crujió agudamente y empezó a descorrerse
automáticamente.
El interior del vagón fue bañado por la luna y mostró varios cofres de acrílico
opaco, cuadrangulares, de color gris con números y letras estampadas en los costados.
Los buzos se sumergieron en el interior y engancharon las cadenas a dos de ellos.
La grúa los izaría cuando estuvieran bien sujetos.
A una orden de los operarios, las cajas fueron elevadas y extraídas del tren. Una
de ellas fue depositada de forma pausada y conveniente en la parte trasera del camión.
Ya Bermúdez vestía las ropas adecuadas y escuchaba atento a su superior.
—Lo que le voy a mostrar no lo dejará dormir esta noche —aclaró el coronel—.
No tengo autorización para hacerlo, pero no voy despedirme de usted con intrigas.
Entre oficiales no corresponde. Venga, acompáñeme.
El capitán entendía cada vez menos. ¿Electricidad?, ¿Cubos de dimensiones
considerables y de acrílico? ¿Caucho hasta en las terminaciones de las vías?
El olor a goma lo impregnaba todo esa noche.
Domingorena trepó a la parte trasera del camión y desgranó con sus botas el borde
recubierto de corcho. Le tendió una mano a Bermúdez; y de un salto, los dos hombres se
encontraron frente al cuadrado opaco y misterioso.
Domingorena extrajo una pinza de su cinturón de hombre rana y la insertó en un
orificio que apenas se notaba entre las inscripciones identificatorias del cubo.
La hizo girar hacia la derecha.
Una pequeña placa se descorrió y dejó a la vista de los militares una diminuta
mirilla transparente.
Del interior del cubo salía un destello azulado muy intenso. Parecía que un sol
estuviera encerrado en ese cubil.
Domingorena facilitó unos anteojos al capitán y lo invitó a que presenciara el
interior.
El joven oficial se agachó y puso su ojo en el rabillo.
El terror le doblegó sus piernas.
El pavor hizo que su boca se abriera hasta babear.
Una figura humana estaba sentada en una silla aprisionada por gruesos grilletes en
los pies y las muñecas. Un cinto metálico a modo de vincha recubría su lacerado, calvo
y renegrido cráneo.
La criatura no poseía abdomen y sus costillas se dilataban y contraían en un
acelerado movimiento oscilante que producía anillos fulgurosos de energía ascendiendo
hasta el cuello desparramándose por el espacio en miles de descargas similares a
potentes rayos. Decenas de alambres se incrustaban en el cuerpo y tironeaban la
putrefacta y gelatinosa carne. Los ojos blancos miraban sin mirar y se insuflaban por
dentro como pequeños globos.
Esa monstruosidad abominable temblaba a una vertiginosa velocidad, tanto que al
ojo humano le costaba trabajo fijar la vista.
Desgarraba sus labios tensos en clara actitud de dolor y aflicción.
Nada se escuchaba; el aislamiento acústico era total.
Domingorena creyó conveniente cerrar la mirilla.
Bermúdez estaba pasmado y no articulaba palabra.
Descendieron del camión. El capitán no entendía nada. El coronel ilustró con
claridad en su voz:
—No tema por eso que ha visto allí dentro. No son personas. Algunos sostienen
que alguna vez lo fueron. Yo prefiero pensar que no. Eso me tranquiliza.
—Señor, ¿qué son entonces? —preguntó Bermúdez algo repuesto del colapso.
—Zombis. Simplemente zombies, extraídos de cementerios y preparados para
desempeñarse como baterías de alta tensión —dijo y se quedó pensativo. Luego agregó:
—Es increíble el poder energético que pueden llegar a desarrollar. Y a un costo
relativamente bajo.
Una impericia del operario de la grúa hizo precipitar la segunda caja contra el
suelo.
El cubo se cuarteó misteriosamente. La tropa accionó los lanzallamas y esperó
órdenes.
El cubo terminó de abrirse en una milésima de segundo.
El zombi se había liberado de los grilletes y emergió sobre la explanada de la
estación envuelto en una nube de electricidad. La descarga fue inocua para el personal
que estaba a salvo con su indumentaria.
La velocidad en el vacío del cubo se había trocado en torpes movimientos ahora
que estaba en la atmósfera. La criatura energética pugnaba por reponerse de ese efecto.
Los soldados descargaron de sus pistolas densos chorros de blanca, chirla y
reluciente cola líquida. El torrente resinoso fluyó de las armas y bañó al zombie, que
quedó sepultado bajo una cáscara pastosa y pegajosa.
Estaba aislado y los hombres de Domingorena procedían a limpiar el lugar.
El coronel protestó a los gritos:
—¡Tengan cuidado con los efectos del adhesivo vinílico! ¡Sargento, controle a sus
hombres!
Miró a Bermúdez y acotó con cierta reserva, para no ser escuchado por los demás:
—Si el General sigue insistiendo en que los cubos se fabriquen en Paraguay, se va
comer una gruesa puteada del Dr. Richter en cualquier momento.

EL DRAGONEANTE

El casco hizo las veces de pararrayos y cuando la flamígera descarga eléctrica cayó
desde lo alto, impactándole en la nuca, su cabeza se vio desprendida del cuerpo,
completamente tronchada, como si fuera un repollo que acabara de separarse del tallo.
A borbotones manó la sangre de aquel muñón cauterizado, mientras el cuerpo
decapitado se retorcía en el suelo, luchando por conservar la vida que fluía desesperada
por un cuello violentamente amputado. A dos metros de él, la cabeza gesticulaba con
espasmódica sorpresa, girando los ojos en redondo, abriendo y cerrando la boca como
si fuera un pez agonizando fuera del agua.
Siguió lloviendo por espacio de tres horas y para cuando la tormenta hubo pasado,
el uniforme blanco de marinero, el capote de nylon y el cadáver del conscripto, yacían
embarrados en el suelo, a escasos seis metros de la puerta de acceso al faro de la ciudad
de Mar del Plata.
La tragedia agitó los ánimos en la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina
(ESIM) durante más de una semana. Se decretó luto en honor del imaginaria fallecido
y los oficiales de mayor jerarquía enviaron los pésames correspondientes a sus
familiares cercanos. Como era de esperar, los periódicos locales hicieron suya la
historia y la mantuvieron viva a lo largo de toda la temporada. Pero cuando el mes de
marzo inauguró los últimos días del verano, muy pocos recordaban el nombre y el
apellido del pobre muchacho, muerto por la furia descontrolada de un rayo.

Angélica se abrochó la pollera tableada y metió cuidadosamente su blusa dentro de


ella. Todavía el ardor de la pasión le brillaba en las mejillas. Alisó su larga cabellera
rubia con los dedos y sacudió la cabeza de un lado a otro, en un vano intento por
desenredar los pocos mechones rebeldes que le quedaban embrollados detrás de la
nuca.
—¿Qué hora tenés? —le preguntó Paulino, su novio, al tiempo que se ataba los
cordones de las zapatillas, apoyado contra el tronco podrido de un árbol—. ¿Se hizo
muy tarde?...
—No, todavía no son las doce. Es temprano. Si querés podemos ir a tomar un café
a Waikiki.
—Como quieras, pero mirá que mañana me tengo que despertar a las siete para
retomar la guardia.
—Bueno, si preferís llevame a casa, total...
—...total, ¿qué?
Angélica le lanzó una sonrisita cómplice.
—Total lo mejor ya lo hicimos, ¿no?
Paulino se puso de pie. Acercó su rostro bien afeitado al de su amada y le dio un
beso en los labios.
—De todos modos me gustaría tomar un cafecito con vos, antes de dejarte con la
bruja de tu vieja—. Y empezó a desinflar la colchoneta color azul que sirviera de
anticipado lecho nupcial. Mientras caminaba rítmicamente sobre ella, sintiendo cómo
sus pies luchaban por expulsar el aire concentrado entre las paredes de goma de aquel
mudo testigo de su amor clandestino, miró hacia arriba por entre las ramas de los
árboles—. Este lugar es bárbaro, especialmente en verano, cuando hace calor. ¿Viste
como ilumina el faro, a cada rato, las copas de los árboles?
—¡A cuántas habrás traído aquí! —agregó ella siguiendo su mirada
—Te juro que sos la primera —repuso sonriendo—. Este no es un lugar para venir
con cualquiera. Desde que lo descubrí, hace unos años, me dije: “cuando encuentre al
amor de mi vida se convertirá en nuestro sitio romántico”.
—¡Mirá que sos zalamero! ¡Zalamero y mentiroso!
—Te digo la verdad, no miento. Jamás vine con otra mujer a este bosquecito.
—¡Y, sí!... ¿Cuántas locas como yo iban aceptar hacer el amor en un perímetro
militar?
—¿Qué perímetro militar? Los milicos están del otro lado de ese alambrado —dijo
señalando la valla cuadriculada que rodeaba el predio de la ESIM y se alzaba a unos
cinco metros—. Además, a esta hora de la noche nadie patrulla por este lugar. ¿Para
qué? Ni luz artificial hay en el sendero que tomamos. Este es un lugar ideal, tranquilo,
alejado del mundanal ruido.
—¿Mundanal ruido? ¿Desde cuando un simple pescador usa ese vocabulario tan
florido? —ironizó Angélica.
—Desde que estoy enamorado —repuso sin dejar de sonreír, y terminó por enrollar
la colchoneta—. ¿Estás lista? ¿No te olvidás de nada?
—No, creo que no. Ya guardé todo —y bajó la vista al suelo, siguiendo con sus
ojos azules los débiles reflejos de luz que daba la vela, ya consumida, que prendieran al
momento de llegar.
Entonces, un brillo dorado se desgarró de entre las raíces de un abeto.
—¿Qué es eso? —inquirió la joven, señalando la fuente del débil resplandor.
—¿Qué cosa?
—Eso que brilla en el suelo, al lado del árbol. Parece de metal.
Paulino buscó durante un par de segundos hasta que lo detectó. La mortecina luz de
la vela se reflejaba contra algo. Caminó hacia él, estiró su brazo musculoso, lo agarró y
tiró con fuerza.
—¿Qué es? —volvió a preguntar Angélica arrimándosele y mirando por sobre el
hombro del muchacho.
—No sé, parece una placa de bronce muy vieja.—Le quitó un poco la tierra que
tenía adherida y trató de leer la inscripción gastada de la superficie—. Pará un poquito,
no veo nada. Acercáme la vela. Dame un poco de luz.
Angélica obedeció.
—¿Qué dice? ¿Podés leer bien?
—Si, pero es raro... Esta placa tiene más de... cuarenta años.
—¿Y cómo lo sabés?
Paulino giró sobre su eje y se la entregó.
—Mirá, leé vos misma.
La muchacha tomó la plancha dorada entre sus manos.
—¿Y quién es este tipo? —preguntó haciendo un movimiento de cabeza tras
recorrer con la vista el escueto texto grabado.
—No tengo la menor idea. Jamás escuché ese nombre
—¿La llevamos? —inquirió ella agitando el objeto.
—Si querés...
—Sí. La quiero como recuerdo de lo que vivimos esta noche.
Paulino cargó la colchoneta y la tomó del brazo frunciendo los labios.
—Dale, vamos que tenemos que caminar como dos cuadras hasta la ruta. A ver si
todavía nos afanaron el fitito.
Cuando alcanzaron el auto, Angélica depositó, despreocupada, la placa sobre la
guantera. Observó a su novio colocar las llaves en la ranura de ignición y lo besó en la
mejilla.
—Te amo —le dijo con dulzura, justo en el instante en el que el motor se ponía en
marcha y la luz del gran faro cercano pasaba sobre sus cabezas
La plaqueta de bronce se iluminó por un segundo y las carcomidas letras repujadas
perfilaron sus contornos con nitidez:

A la memoria de
NEREO DARDO PEREYRA
Marinero Dragoneante de esta Base Militar
muerto trágicamente en el cumplimiento de su deber
el 2 de enero de 1932

Sólo una semana después, las denuncias empezaron a acumularse sobre el escritorio
del puesto de guardia de la ESIM. Los conscriptos se negaban a patrullar un
determinado sector de la base y nada ni nadie —ni siquiera las amenazas de arresto—
podían hacerlos cambiar de opinión. De hecho, se produjo en la escuela de suboficiales
una especie de conato de rebelión pacífica por parte de los escalafones de menor
jerarquía, a los que muy pronto se les sumaron un cabo y un par de oficiales, de los
considerados macanudos por la tropa.
Se habló de insubordinación, de cobardía, e incluso el jefe de la delegación,
Capitán de Corbeta Rubén Salomones, apremió a los dos oficiales con degradarlos y
someterlos a una corte marcial si persistían en el apoyo que le habían dado a los
marineros. Era inconcebible que la línea de mando se viera rota. Si el problema
persistía, y la noticia llegaba a Buenos Aires, la temible Junta tomaría cartas en el
asunto y la carrera de Salomones se vería seriamente perjudicada. Por ese motivo no
había elevado ningún informe a la superioridad y trató solucionar el problema sin que
trascendiera más allá de los alambrados que rodeaban el perímetro militar de su
incumbencia.
Eran las tres de la tarde cuando el cabo Dante Rodríguez, trémulo y a punto de un
colapso nervioso, ingresó en el despacho del jefe máximo.
Era una oficina de lo más estereotipada. Finas cortinas de algodón, estampadas con
motivos de anclas entrelazadas, cubrían el gran ventanal que daba hacia la costa
atlántica y el faro. Sobre las paredes, más de una docena de platos colgados y
vivamente ilustrados con siluetas de barcos de guerra, explicitaban un horror vacui por
los espacios en blanco, y justo al lado de un diploma —enmarcado en fina madera de
cedro— una colección de nudos náuticos terminaban de darle al despacho el aspecto de
un mediocre museo de puerto.
Sobre el escritorio, la pila de carpetas con sello “confidencial”, resguardaban de la
vista de los curiosos los temas secretos, los Asuntos de Estado (fechas de desfiles,
movimientos operativos de simulacros, cantidad de pistolas y fusiles, etc), que le
quitaban el sueño al maduro regente de la ESIM.
Tenía que justificar su posición y el sueldo de alguna manera.
—Así que usted es el cabo Rodríguez —pronunció en voz baja Salomones mientras
observaba de arriba abajo al subordinado, desde su escritorio forrado de papeles
sellados—. Usted es el cagón que anda hablando pavadas por ahí, alterando a los
marineros y apoyándolos en sus huevadas—.Rodríguez no movió un pelo. Una
transpiración fría le recorría la espalda—. ¿Pero qué clase de tagarna es usted, mi
viejo? ¿No se da cuenta que con esa conducta está corriendo peligro su carrera? Si
sigue apuntalando a todos esos cobardes que se dicen aspirantes a suboficiales, cabo,
va a terminar en el chiquero de donde salió. ¿Usted cree que está capacitado para hacer
otra cosa que no sea esto? —Lo miró fijamente a los ojos, se puso de pie y caminó
hacia él. Dante fijó la mirada en una de las anclas del cortinado. No veía la hora de salir
corriendo de ese lugar. Entonces, Salomones le susurró casi en el oído:—Que se le
meta bien esto en la cabeza, Rodríguez, usted es un sorete, y en las fuerzas armadas los
soretes no piensan, obedecen. Así que, a partir de ahora, me organiza bien las guardias,
me ubica a los más cagones en los puestos que se niegan a ocupar y se deja de divulgar
pelotudeces sobre... —dudó unos segundos y terminó la frase diciendo:—... sobre eso
que usted bien sabe.
—Pero..., señor —carraspeó Rodríguez—, no me van a hacer caso...
—¿Cómo que no le van a obedecer? ¡Usted tiene mayor jerarquía! —gritó el
capitán desaforado—. ¡Le tienen que obedecer! De lo contrario ya mismo está
arrestado, junto con los dos oficiales que hoy sancioné.
Dante bajó la mirada al piso, en señal de sumisión.
—Compréndame, señor...
—¡El Señor está en el cielo! —aulló Salomones sacudiendo los brazos—. ¡Yo no
soy señor de nadie!
—Perdón, mi capitán de corbeta —se corrigió de inmediato—, pero
compréndame... Desde hace días nadie quiere patrullar el área del bosque de la que
usted habla. Tienen miedo....
—¿Miedo? —mordió la palabra con sorna y furia contenida.
—Bueno es...
—¡Miedo! ¡Los señores tienen miedo y usted se lo sigue alimentando! Pero, ¿qué
clase de maricones son todos, carajo? Si el jefe de la base, que soy yo, dice que la zona
en cuestión se tiene que patrullar, ¡se patrulla!...
—En ese caso, capitán —indicó arrastrando las sílabas—, arrésteme ya mismo
porque yo, y perdone señor, no puedo acompañarlos...
—¡Pero, cabo de mierda! ¿Cómo se atreve a...?
—¡Yo lo vi, capitán! —interrumpió Rodríguez casi en un sollozo— ¡Le juro por la
memoria de mi madre que lo vi!...
—¿A quién fue que vio?
—Al dragoneante ..., al Dragoneante Sin Cabeza.
Y sin decir más, el cabo se lanzó a llorar.

Dante Rodríguez permaneció bajo arresto, en calabozo, durante un mes y medio.


Poco después, él y los dos oficiales que lo acompañaban, fueron dados de baja sin la
posibilidad de contabilizar los años que tenían de servicio en una futura y potencial
jubilación. Borrados de los registros, nunca más se conoció el destino que tuvieron sus
vidas. Los marineros, que se negaban a patrullar la región lindera a los bosques del
faro, fueron enviados a la base de Bahía Blanca y la nueva camada de aspirantes a
suboficiales que ingresó en la ESIM aquel año de 1977, ajustaron sus relojes biológicos
a los tiempos militares, completamente ignorantes de la leyenda que circulaba. Pero
muy pronto, los comentarios empezaron a circular nuevamente.
—Ya sé que es poco ortodoxo, Rubén, pero así no podemos seguir —argumentó el
subjefe saboreando una taza bien caliente de mate cocido—. Mariela conoce bien a ese
tipo. Ya sabés cómo son las mujeres con esas cosas... Me dijo que es serio. Un
profesional, si se lo puede llamar de ese modo.
Salomones se reacomodó en su butaca, intranquilo.
—¿Te das cuenta que si se llegan a enterar en Buenos Aires nos liquidan? ¡Seremos
el hazmerreír de toda la Marina!...
—Yo no pienso decírselo a nadie.
Salomones se frotó la cara con fuerza.
—No sé...
—Tenemos que terminar de una vez por todas con esta historia.
—Sí, pero, ¿no sería aceptar que todo es cierto llamando a un curandero?...
El subjefe le fijó la mirada.
—Rubén, escuchame, ¿cuántos maringotes denunciaron ver al fantasma?
—¡Dejate de joder! ¡No lo digas así, por favor!
—¿Cuántos, Rubén? —insistió acentuando su tono de voz.
Salomones meditó unos segundos.
—...¿diez?
—Veinticinco —sentenció con vehemencia su colega—. ¡Veinticinco muchachos,
psicológicamente aptos, que aseguran haber visto a un marinero sin cabeza!.
—¡Me parece mentira! ¡Una locura!
—Pero es la realidad que tenemos, y debemos hacer algo... Tenés que hacer algo.
Los arrestos ya no alcanzan y las bajas menos que menos. Nos van a terminar poniendo
en evidencia.
Rubén Salomones se reincorporó y caminó hacia la ventana. En el exterior, las
primeras estrellas de la noche empezaban a titilar en el cielo y el faro acababa de ser
prendido.
—Está bien —dijo con resignación—, llamálo.

Atravesó la barrera de entrada cercana la medianoche y se anunció en el puesto de


guardia.
—Mi nombre es Raimundo Cíngara y tengo una cita con el Capitán Salomones.
¿Puede anunciarme, por favor?
El oficial a cargo ya estaba al tanto de la singular visita y con un ademán exagerado
invitó a que lo siguiera.
Cíngara no era por fuera un hombre extraño. De sólo cuarenta y tres años, bajo y
una tez blanca como el lino, aparentaba casi una década menos. Formalmente vestido
con saco y corbata, correcto en sus gestos y para nada exagerado en sus apreciaciones
profesionales, era un curador de casas de solapada fama en la ciudad. Se decía que
había amasado una pequeña fortuna y que estaba a punto de invertirla en la
construcción una pirámide energética en las inmediaciones del Parque Camet.
Cuando arribaron a la puerta de la oficina principal, el oficial lo presentó y regresó
presto a su puesto de imaginaria.
Tras la charla introductoria pertinente y el relato de los sucesos que se vivían en la
base, el psíquico requirió dirigirse al lugar de los hechos.
—Es imprescindible que sienta el ambiente. De ese modo podré darles mi
diagnóstico definitivo —dijo.
Salomones y el subjefe accedieron. Se calzaron sus gabanes azul marino y
caminaron pausadamente en dirección al bosque. Era una noche fresca, pero clara
como pocas.
—Dígame, capitán, ¿tiene idea de algún suceso violento en esa parte del predio?
Salomones miró de reojo a su segundo al mando.
—No, en absoluto —.Cíngara supo que mentía—. No en esa parte...
El brujo prefirió no seguir preguntando.
—No sé si lo sabe, señor, pero los hechos de violencia desprenden una energía muy
extraña que suele impregnar los espacios en los que suceden. La gente habla de esos
lugares como embrujados y, en parte, tienen razón. —Salomones se sintió ridículo.
Caminaba en dirección a un fantasma. ¿Qué dirían sus compañeros de promoción si lo
vieran?—. Acá, en Mar del Plata, hay infinidad de sitios como esos —continuó Cíngara
— y lo más cómico es que pocas personas hablan de ello.¿Sabían que hay denuncias de
espectros ambulando por el Hospital Regional?... ¿No? Es lógico. Los médicos, con su
racionalidad positivista, reniegan de esas historias, denigrando a las enfermeras que
juran haberlos visto. Por esa causa, me admiro de su apertura mental, capitán. Pocos
colegas suyos se animarían a contratar mis servicios para un caso como éste.
Salomones lo tomó suavemente del brazo.
—De todos modos, le ruego que esto no se difunda.
Raimundo le dirigió una mirada cómplice.
—Secreto profesional, señor. Usted está tratando con un especialista.
Ingresaron por un sendero de piedrecillas sueltas al bosque y la noche se volvió
oscura. Las altas copas vegetales tapaban la claridad de las luces que venían de los
edificios de la base; y a lo lejos, perdida en la penumbra del follaje, e iluminada sólo
por una lamparita amarillenta y vieja, una deteriorada garita de guardia, carcomida por
el tiempo, se levantaba espectral junto a la alambrada.
Caminaron hacia ella con lentitud. Raimundo aminoraba la marcha cada vez más
hasta que, repentinamente, se clavó en un punto y lanzó un quejido que pareció salirle
de las entrañas.
—¡Oh...! ¡Virgen Santa! —exclamó tomándose la cabeza.
Salomones sintió un escalofrío y miró extrañado al subjefe.
—¡Noooo...! —clamó el brujo—. ¡Esto es espantoso!...
El jefe miró en dirección a su oficina.
—Che, este loco va a llamar la atención de los oficiales —reprochó.
Entonces, Raimundo Cíngara, el curandero, se sacudió como una hoja seca azotada
por el viento y cayó al piso.
—¡Está aquí! —gritó—. ¡Puedo sentirlo! ¡Está aquí! —y se desparramó como un
flan sobre el suelo. Tras dos minutos de tensa calma abrió los ojos—. Usted me dijo
que acá no había pasado nada —replicó en tono de amonestación a Salomones.
—Puedo asegurarle que en este lugar no pasó nada malo, que yo recuerde —
contestó mirándolo al subjefe con dudas en las pupilas.
—No, Rubén —dijo éste por lo bajo—. Aquí no hicimos nada.
—¡Pues una entidad del Más Allá ronda cercana a la garita! —interrumpió
Raimundo— Y no hace mucho tiempo que está molesta. Sólo unos meses...
Salomones oteó el centenar de columnas de madera que lo envolvían. Y, por un
instante, creyó ver algo.
Una sombra.
Alguien caminaba en las inmediaciones.
—¡Nombre! –exclamó a la oscuridad, solicitando de inmediato una identificación
oral desde las sombras—. ¡Identifíquese o lo pongo bajo arresto!
El subjefe le siguió la mirada, sin observar nada.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Creí ver a un hombre entre los árboles.
—¿Será el oficial de guardia que viene a investigar qué pasa?
—No —sentenció Salomones tajante—. Le di ordenes a toda la oficialidad que no
ingresaran al bosque.
—¿Quién es entonces?...
—¡¡Miraaá...!! —aulló aterrado el veterano mandamás, señalando hacia la derecha
y experimentando una corriente de adrenalina recorrerle las venas,—. ¡Ahí está!...
Raimundo levantó la espalda de la grava.
Era un ente indecible. Difícil de comprender a primera vista. Era como si los
hombros hubieran crecido desmesuradamente. Y el olor... Un olor rancio, penetrante,
que empapaba las membranas nasales invitando al vómito y las arcadas.
Era asquerosamente impresionante. Alto, bien formado, cargando un fusil FAL de
antiguo modelo y el pilotín para lluvia. La silueta negra de un marinero decapitado
brillaba junto a la vieja garita de guardia.
Era él.
Permanecía estático frente a la puerta del puesto de guardia y sólo de tanto en tanto
daba un corto recorrido, no alejándose de la garita más de cinco metros.
Un resplandor sobrenatural emanaba de toda la ropa, iluminando el predio
circundante con mayor fuerza que la bombita eléctrica que colgaba sobre él.
No tenía la cabeza. Estaba talada.
No cabía ya ninguna duda, era el dragoneante que denunciaban los marineros desde
hacía un tiempo.
Raimundo se puso de pie azorado.
—Si esto es una broma —dijo a sus clientes— ya es suficiente.
Salomones y el subjefe estaban inmóviles. No podían quitar los ojos de la espectral
figura que tenían ante ellos.
—¿Qué es esto?... —balbuceó Salomones.
Cíngara insistió:
—¿Esto es broma?...
Entonces el subjefe salió del estado de trance en el que estaba y estalló tomándolo
al psíquico por las solapas del saco.
—¡Déjese de preguntas pelotudas y haga su trabajo! ¡Ahora!...
Evidentemente aquello no era un chiste. Entonces, Raimundo entrecruzó los dedos,
cerró los ojos y empezó con lo que se suponía era el exorcismo.
Dos minutos más tarde, sudoroso y controlando el temblor que contraía los
músculos del abdomen y los glúteos, repuso:
—Ha regresado por algo. Volvió porque le quitaron algo que era de su propiedad...
Percibo que permanecerá en este lugar hasta que se lo restituyan... No hay otra forma
—determinó apretándose las sienes—. Es inmune a mis palabras.
—Y... ¿qué es lo que le quitaron? —preguntó Salomones.
Cíngara rumió por lo bajo con sus ojos cerrados unos segundos y manifestó:
—Su memoria...
—¿Su memoria? —inquirió el subjefe, volteando el rostro hacia el brujo.
—Sí, reclama reconocimiento. Pide a gritos que lo recuerden, que no se olviden de
él.
En eso, el espectro dio unos pasos en dirección del grupo. Se detuvo. Estiró el
brazo derecho como pidiendo ayuda y retornó lentamente hacia la garita.
—Puedo liberarlo —arguyó Cíngara con sus ojos encendidos—. Creo que puedo
liberarlo.
—¡Hágalo! —estalló el subjefe.
—Pero no estoy seguro de...
—¡Hágalo, maldito sea! ¡Hágalo!...¡Quítenos este demonio de encima!
—Como usted mande, señor —respondió irritado por el tono autoritario del militar.
¡Qué cornos —pensó—, él no era milico!,. ¿Por qué soportar esos gritos si no
estaba bajo bandera? Frunció sus labios y mientras trataba de recordar la frase justa
para liberar al alma perdida que vagaba delante de él, un pensamiento destelló con una
sinapsis inopinada: Vivía en un país que se gobernaba a gritos, y el altavoz lo tenían
ellos, los que calzaban botas.
Raimundo puso la mano derecha sobre su corazón.
El fulgor rotativo del faro encendió por unos segundos las copas del bosque.
Avanzó tres pasos levantando el brazo izquierdo por encima de los hombros y
proclamó a todo pulmón:
—¡Espíritu perdido de la noche, te demando a que te retires de estas tierras! ¡Estás
muerto! ¡Por la fuerza que me dan los santos, te exijo que tomes conciencia y te
marches! ¡Regresa a la Luz o la Oscuridad de donde viniste!
El dragonenate giró sobre su eje, hizo chocar los tacos de sus borceguíes con un
ruido seco y se introdujo en la semidestruida garita, saliendo del campo de visión de los
tres sorprendidos testigos.
—¿Se fue? —preguntó Salomones.
—No lo creo —contestó Cíngara—. Ha sido demasiado sencillo.
—Entonces, ¿qué hace?
Un nuevo destello, proveniente del faro, bañó las hojas inmóviles de los árboles.
—No sé. Lo único que puedo decirle —esgrimió el psíquico— es que ese hombre
murió en este lugar y que pide el respeto que una vez le tuvieron.
Desde la caseta de guardia un centelleo azulado de rayos salieron despedidos por
los ventanucos sin vidrios. El techo de cemento explotó como si fuera alcanzado por un
obús y un rugir profundo, tal como se suele escuchar momentos antes de un terremoto,
pareció desprenderse de la tierra, congelando de pánico a Cíngara y los dos marinos.
—¡Salgamos de acá! —gritó Salomones, y tomó al subjefe del brazo—. ¡Vamos,
Roberto, vamos!...
Entonces advirtieron que algo más se sumaba a la tan poco habitual escena. Algo
que en un primer instante no supieron identificar, pero que sintieron internamente. Era
como si el entorno hubiera cambiado de repente las perspectivas, el modo de ver en el
bosque.
Salomones detuvo su marcha en seco.
—¡El faro! —vociferó envuelto por un manto de pavor—. ¡El faro ha dejado de
funcionar!... ¡El faro se apagó!...
Y la oscuridad más absoluta se los tragó a todos.

De haberse recordado su nombre se hubiera marchado para no regresar jamás.


Como él, muchos otros quedaron, en años posteriores, perdidos en el limbo del
anonimato; transformados en sombras sin rostros, en espíritus sin descanso, en muertos
no muertos.
De haber sabido que sólo una placa de bronce solucionaba el problema, la hubieran
vuelto a colocar junto al bosque del trágico accidente. Pero nadie recordó. Nadie supo
que un simple marinero había sido alcanzado por un rayo hacía más de cuatro décadas.
La memoria falló una vez más.
Con el tiempo, la ESIM fue desmantelada y sus funciones se transfirieron a otro
puerto. Lo que nunca se pudo transferir fue la lacerante angustia de un soldado que se
negaba a ser olvidado.
Nereo Dardo Pereyra, el Dragoneante Sin Cabeza, continúa penando por los
bosques del faro.

***
U-530

El viernes amaneció nublado con precipitaciones aisladas y frías provenientes del


sector sur. Las aguas del Atlántico estaban algo turbulentas. A ocho millas del puerto
marplatense, mar adentro, se encontraban haciendo maniobras los rastreadores “Py”,
“Seguí” y el submarino “Salta”. Las instrucciones de la operación eran llevadas a cabo
con total normalidad. Esperaban hacer contacto visual hacia media mañana.
A las 9:20 emergió entre una vaporosa neblina el submarino alemán U-530.
Estaba en pésimas condiciones materiales. La nave ingresó en la Dársena Norte
escoltada por las embarcaciones argentinas.
Horas después, la Marina de Guerra Argentina alertaba a todas sus unidades.
Desde Londres habían llegado noticias alarmantes. Era muy posible que el U-530, uno
de los cuatro submarinos germanos que todavía no se había rendido ante las fuerzas
aliadas, pudiera traer a Hitler y a Eva Braun a las costas bonaerenses.
La información que durante la semana se había manejado, era que existía una
posibilidad real de evacuación del líder nazi, su mujer, y quien sabe, tal vez otros
nefastos personajes. Según los servicios de inteligencia británicos, Hitler podría haber
escapado rumbo a la Antártida. Allí, una supuesta expedición polar llegada de Alemania
en 1938 había construído un refugio similar al de Berchtesgaden, obra del demoníaco
Martin Borman.
El submarino que se había entregado al gobierno argentino, tenía setecientas
toneladas. La tripulación normal no debía superar los treinta hombres. Sin embargo,
según trascendidos, el U-530 arrojaba en el muelle local a cincuenta y cuatro personas.
Nadie conocía la respuesta a ese interrogante.
Nacieron más suposiciones. Era muy posible que antes de entregarse hubieran
desembarcado contigentes en cualquier sitio de la costa.
Además, y según se supo más adelante, dos días antes de la rendición, por alguna
extraña razón, los alemanes hundieron otra nave militar y trasbordaron a los tripulantes.
Los detalles se sucedían y configuraban anormales hipótesis de todo tipo.
En el puerto de Mar del Plata el comadante no entregó el libro de navegación (se
supone que lo arrojó al mar) y faltaba un poderoso cañón que había sido desmontado en
alta mar cuatro la noche anterior al arribo.
Ya estaban instalados en la ciudad desde el pasado miércoles los funcionarios de
la Policía Federal para revisar la documentación de la tripulación que se entregaba en el
puerto local. Cerca del Golf, sobre la costanera, el gentío acudía a presenciar el
inusitado espectáculo.
La tripulación toda descendió del submarino y fue alineada. El personal naval
procedió entonces a incautar los bolsos que contenían los efectos personales de cada
uno de los marinos alemanes.
El estado de salud de los alemanes era, en general, bueno.
Momentos después de intercambiarse las primeras órdenes y retirar el material,
comenzó a despertarse un malestar entre los marineros rendidos.
Los argentinos procedieron a revisar las pertenencias. Los muchachos alemanes le
rogaban a su comandante que intercediera por ellos. Imploraban con temor y
resignación poder conservar las fotografías de sus familiares. Sin embargo, a juicio de
oficiales locales, esas fotos constituían documentación que sería analizada por expertos,
al igual que los demás objetos. Se suponía que en algunos trazos o imágenes pudiera
haber claves escondidas.
Mientras tanto, la gente comentaba y sacaba conclusiones acerca de la
embarcación. Uno de los famosos “tiburones de acero” que hicieron estragos en todos
los mares del mundo, descansaba manso y pasivo en los muelles marplatenses.
Alrededor de las dos de la tarde de ese día memorable arribaron los agregados
navales de Estados Unidos y Gran Bretaña. En la base naval se realizarían los primeros
interrogatorios que continuarían la semana entrante en las delegaciones diplomáticas de
la capital.
Profundo júbilo y gran excitación se produjeron en la pequeña multitud cuando la
bandera argentina fue izada en el U-530 el día trece..
Eran las 16 horas. En esos instantes, el comandante firmaba los términos y
cláusulas de la rendición.
Un periodista porteño atestiguó en su columa que el oficial alemán realizó trazos
firmes y seguros con la estilográfica.
Los tripulantes fueron interrogados de dos en dos. Las declaraciones se sucedieron
por espacio de unas cuantas horas. Los detenidos testimoniaron que habían destruido
moderno material bélico que tenía la nave.
Los delegados extranjeros estaban interesados en las características del misterioso
cañón de cinco mil toneladas. Detalles que fueron aclarados por el comandante y el
primer oficial de artillería. Además faltaban los modernos equipos de
radiocomunicaciones y radiadores eléctricos, arrojados al mar en las coordenadas que
las embarcaciones argentinas constatarían en días próximos.
Los testimonios estaban en regla y los discursos de toda la tripulación carecían de
lagunas interpretativas. El asunto estaba muy claro para ellos; no deseaban continuar
peleando. La guerra estaba perdida. Buscaban un asilo y eligieron Argentina.
Sin embargo, los oficiales navales a cargo de la detención suponían que existía
algo muy extraño en esta aparición del submarino. Se les preguntó en varias ocasiones
sobre el supuesto desembarco de personas en las costas bonaerenses y los alemanes lo
negaron una y otra vez sin alterar sus rostros. Según ellos, nadie había abandonado la
nave hasta el arribo al puerto local.
Pero el acontecimiento era extraño por demás. Ninguna autoridad aliada estaba
conforme con la versión germana de los hechos. Navegar de una punta a otra del globo
y por las zonas más peligrosas para entregarse en la Argentina parecía un plan
descabellado o una ingeniosa trama que no acababan desentrañar.
El comandante Heins Schaffer, de tan sólo veinticuatro años, explicaba en una
extensa carta que formaba parte de su documentación: “Salimos de Kiel diez días antes
de la rendición alemana. En Noruega desembarcaron los tripulantes casados. Después
bordeamos la costa de Francia, nos internamos en el Atlántico y llegamos a Sudamérica.
Sabíamos que el único país donde seríamos tratados correctamente, a pesar de haber
perdido la guerra, era la Argentina.”
El domingo 15, los alemanes fueron trasladados a Buenos Aires, para ser
encarcelados posteriormente en la isla Martín García. El gobierno argentino puso
entonces a disposición de Estados Unidos el U-530, que estaba aparentemente muy
desgastado por falta de mantenimiento.

El 2* grupo de infantería de la 6ta Brigada, el comando Puma, había desplegado


alrededor de quinientos hombres desde el ala sur de Santa Clara del Mar hasta el canal
5, límite natural del partido con Mar del Tuyú. La operación de rastrillaje exigía una
pormenorizada revisión de las poblaciones costeras, en la búsqueda afanosa de personas
extranjeras sin documentación argentina.
Los desconcertados vecinos de las localidades involucradas despertaron esa
madrugada de viernes sobresaltados por el despliegue militar pomposo y estrafalario. La
policía colaboraba con el ejército en el primer contacto con los habitantes y en la
inspección de los documentos y certificados necesarios. Decenas de camiones
descargaban soldados por todas partes y unos cuantos blindados arrasaban las dunas,
franqueando los alambrados de las estancias.
Las fuerzas de seguridad no daban mayores explicaciones sobre las razones del
patrullaje pero la gente medianamente informada suponía de qué se trataba.
Los residentes con apellidos extranjeros fueron los que más sufrieron el azote de
la inspección. Luego de urgentes averiguaciones, algunos tranquilos vecinos de San
Clemente del Tuyú fueron llevados en calidad de sospechosos rumbo a Mar del Plata.
Las orugas y los camiones se retiraron alrededor de las tres de la mañana. Esa
noche ya nadie pudo dormir en paz.
Lo que habían escuchado por la radio esa noche, hasta la llegada de los soldados,
no dejaba de ser una hipótesis un tanto increíble, un rumor que despertaba mucho la
imaginación y estremecía a los más crédulos.
Todos lo sabían y lo leerían en el periódico local por la mañana: la rendición en
Mar del Plata de un submarino alemán.
La compañía de patrullas no encontró a nadie.
Pasados algunos días crecería la expectativa popular. Los comentarios circularían
con interés durante algún tiempo. Pero el gobierno abandonó la hipótesis de la
misteriosa visita luego del operativo comando.
Sin embargo los testimonios de vecinos de la zona alimentaron la curiosidad de la
población. Uno de ellos fue el del oficial de policía Pedro Longhi, quien aseguraba que
había visto dos submarinos frente a la costa del Tuyú la noche anterior al desembarco en
Mar del Plata. Lo mismo atestiguó un campesino. Otra versión hablaba de un bote de
goma abandonado cerca de Necochea. El intendente de esa localidad envió entonces
algunos efectivos municipales para formar un cordón de vigilancia desde Santa Elena
hasta Las Brusquitas. Jamás encontraron el mencionado bote pero la presencia de
pingüinos sucios de petróleo estableció una posible vinculación con los submarinos.
El periodismo pronto colaboró con la intriga. El miércoles 18 de julio de 1945 se
difundió una inquietante información. En el diario “El tribuno” de Dolores se aseguraba
que eran tres las naves que navegaban hacia el sur. Habitantes del Partido de General
Lavalle fueron más precisos al respecto: “Había dos, uno desapareció de noche y el otro
estaba cerca de la orilla con los motores en marcha. Parecía encallado.” Una campesina
de Verónica, pequeño poblado cercano a Punta del Indio, informaba a los
corresponsales: “Esta mañana vi un submarino. Estuvo más de una hora sobre el agua y
luego se sumergió”.

Don Anselmo salió rumbo a la fogata que los chicos habían encendido para tomar
unos mates. El viejo puestero habitaba una humilde casita a unos metros de la costa y
solía invitar a comer un asadito a los hijos de los vecinos más cercanos. Esa noche
disfrutaba de la compañía de Federico Denigo y su íntimo amigo Pedro, el hijo del
almacenero Fritz.
La noche era templada y estaba estrellada. La luna bañaba con su plateado
resplandor la superficie del mar. Constituía un verdadero placer trasnochar sobre la
arena alrededor del fuego acogedor de los leños ardiendo en la oscuridad.
Don Anselmo se sorprendió cuando, después de caminar unos cincuenta metros
por el sendero escarpado que conducía a la playa, no encontró a los chicos. Los increpó
con su voz en alto pero los mocosos traviesos no contestaban. ¿Dónde se habrían
metido? El puestero les había advertido que no se metieran en los arbustos espinosos de
las dunas y que no visitaran el pequeño embarcadero, pues sus tabiques estaban
demasiado gastados por la acción del mar.
Recorrió la costanera llamándolos y haciendo señas con su pequeña linterna
portátil.
Nada.
Luego recordó las bromas que los pibes acostumbran a hacer y trató de calmarse.
Pero no pudo. Después de todo, eran su responsabilidad y, si bien no corrían ningún
peligro en los alrededores, ya era un poco tarde para que anduvieran sueltos por allí.
Alcanzó la punta de un médano justo en el borde oriental de la ensenada más
próxima a su casa y observó dos bultos pardos recostados sobre el montículo de arena
más alto. Se tranquilizó. Los chicos estaban abstraídos contemplando la costa. Algo
parecía capturar su atención, de forma que no escucharon cuando el viejo se acercó por
atrás.
—¿Qué andan haciendo por acá, gurises? —les preguntó el anciano, agitado por la
caminata nocturna.
—¡Mire Don Anselmo! Allá, en el codo rocoso donde nos rescató papá el verano
pasado. ¿Ve?
El viejo estaba algo aturdido por el nerviosismo inicial y deseaba regresar a su
rancho cuanto antes.
—Chicos, yo ya estoy un poco grande para jugar a los misterios. Se vienen
conmigo inmediatamente o no los invito más... ¡Vamos!
El puestero se incorporó sin prestar atención a la referencia de los muchachos,
pero inconscientemente sus ojos capturaron una silueta extraña que se acercaba a la
playa a gran velocidad. Luego percibió el ruido sordo, lejano y apagado de un motor y
se agachó sobre el montículo a compartir la curiosidad.
—Esa lancha emergió de la oscuridad y la venimos observando desde hace un
buen rato. Ha dado varias vueltas en círculo y no sabemos si tiene intenciones de
alcanzar la costa —comentó Pedro.
—¡Déle, déle, Don Anselmo! Acerquémonos a ver de qué se trata —imploraba
Federico, tironeando la camisola del gaucho.
Don Anselmo se preocupó entonces de veras y calculó los peligros. Recordó
viejas épocas cuando los contrabandistas asolaban las costas del partido y amenazaban
la tranquilidad y seguridad de los pobladores locales.
—¡Chicos, se dejan de joder y se vienen conmigo! No quiero más problemas con
ustedes...
Pedro fue el primero en interrumpir el reto del viejo:
—¡Espere, espere! ¡Mire! ¡Están desembarcando!
En efecto, la lancha se había decidido finalmente y ahora su quilla rozaba la
húmeda arena de la playa. Las luces de unos reflectores zigzaguearon por el perímetro
circundante. Cuatro hombres pusieron pie en tierra y corrieron a toda carrera hasta
perderse en los arbustos que cubrían los médanos.
Dos más ellos parecían portar rifles en sus espaldas. Sujetaron la embarcación y
descargaron una caja liviana, para depositarla sobre la arena con extremo cuidado.
No había duda para Don Anselmo: eran contrabandistas. Se enojó y refunfuñó:
—¡Otra vez volvemos a lo mismo! Le avisaré al comisario.
Los chicos no comprendían lo que realmente sucedía y el viejo se asustó
realmente por la seguridad de ellos. Había más de doscientos metros hasta la casita de la
playa y de allí al pueblo unos tres kilómetros. Era urgente ponerse en camino con las
criaturas.
Don Anselmo se incorporó con cierta agilidad y agarró a los muchachos de las
solapas y los levantó en el aire con sus curtidos brazos que no habían perdido del todo la
fuerza.
Se encaminaron por el sendero, de regreso.
—Por acá no vinimos, don Anselmo. Nosotros descubrimos un camino que está
lleno de lagartijas y escarabajos... Es por acá a la vuelta... Venga que le muestro —
insistía Federico mientras el puestero apuraba el paso con intranquilidad.
El chasquido inconfundible de una pistola al ser cargada se recortó en el aire
nocturno. El viejo la sintió muy cerca de su nuca pero se había engañado. Un hombre
corpulento vestido con gabán de marinero le había cortado el paso a pocos metros más
adelante, justo en el ascenso de una cuesta.
Unas órdenes pronunciadas en lengua extranjera no fueron comprendidas por el
gaucho que instintivamente había colocado a los niños detrás suyo.
El desconocido avanzó con paso firme y resuelto en dirección de los asustados
pueblerinos. Apuntó con el arma al puestero. El viejo estaba paralizado y aferraba a los
niños a sus caderas.
Fueron unos segundos de tremenda excitación. El viejo temió por la vida y
levantó los brazos en señal de rendición.
Dos hombres más aparecieron por detrás e iluminaron con reflectores los rostros
de los atemorizados vecinos.
—¿Qué andan haciendo por acá, ustedes?
La voz resonó apacible y familiar. Los prisioneros giraron sus cabezas en
dirección de su procedencia.
—Don Anselmo, ¿no le parece un poco tarde para andar husmenando por allí? —
volvió a articular la voz.
—¿Papá?¡Papá! —gritó con desesperación Federico quien trataba de ubicar a su
padre.
El viejo se atrevió entonces a contestarle a su vecino, pero con cierto recelo:
—Mire que me ha hecho asustar, señor Deniego —decía mientras intentaba
recomponer la situación en su cabeza.
Los marineros extranjeros formaban una medialuna muda y compacta. Las luces
cesaron y la claridad de las estrellas aportó cierta naturalidad al inesperado encuentro.
Deniego abrazó a su hijo y acarició la cabellera de Pedro. Luego articuló unas
palabras y los misteriosos hombres lo dejaron a solas.
Don Anselmo conocía la política de los contrabandistas y el pobre viejo consideró
su inminente suerte. De todas formas atinó a aclarar con resignado tono:
—No quiero mezclarme en asuntos que me son ajenos —musitó y sus palabras
empezaban a adquirir un tono de súplica.
Deniego lo tomó del brazo y le imprimió un apretón para despertar confianza en el
paisano:
—¡Déjese de joder, don Anselmo, no pasa nada! —aclaró y posó su mano encima
del hombro del viejo.
Caminaron todos hasta la casa del puestero. Allí aguardaron unos minutos. Los
hombres de Deniego esperaban a otros que llegarían de un momento a otro.
No se encendieron las luces; sólo los faros portátiles y la luna aportaban la
necesaria claridad. Los niños fueron sentados en el suelo. Federico se sentía algo
asustado por las personas desconocidas pero veía a su padre y parecía tranquilizarse. Ya
habría tiempo para formularle las dudas a papá. En cambio, Pedro observaba a don
Anselmo cuya silueta petisa y ancha se recortaba en la penumbra, al lado de un guardia
que le sujetaba un brazo.
Nadie emitió una sola palabra. El ruido del mar y el viento que azotaba las chapas
sueltas de la vivienda, se escuchaban en la noche serena.
Parecían aguardar algo. Cada tanto, revisaban los relojes. Deniego fumaba un
cigarrillo mientras salía y entraba constantemente. Empezaba a intranquilizarse.
Pasó una media hora.
Por la ventana que daba al camino, se divisaron finalmente contornos humanos.
Uno de los hombres procedió a realizar las señales convenidas y las manchas a la
distancia devolvieron el mensaje. Eran las personas que aguardaban.
Unos segundos después, el galopar de un caballo se sintió en la lejanía. El sonido
de los cascos que horadaban la tierra provenía del pueblo. El animal resopló por la
fatiga del andar. El jinete descendió con apuro.
—¡Deniego! ¡Deniego! ¿Está todo en orden? —preguntó el jinete desde el
exterior.
Pedro reconoció la voz de su padre. ¿Qué ocurría entonces? Demasiadas sorpresas
para poder elaborar una conclusión.
Deniego salió al encuentro del almacenero e intercambiaron palabras.
—¿Por qué no te llevás a los chicos a casa? ¡No tienen nada que hacer aquí! —
dijo el señor Fritz.
Deniego asintió y preguntó en voz baja:
—¿Qué hacemos con don Anselmo?
Fritz se acarició la barba y adoptó una postura pensativa. Miró de reojo hacia la
casa y resolvió con rapidez:
—Después vemos... —concluyó en forma dubitativa.
Deniego retiró a los niños y abandonó la casucha rumbo al pueblo. Antes de subir
al carro, Pedro miró a su padre con desconfianza. Éste le sonrió con exigida simpatía y
se desentendió del muchacho. Su mente estaba en otra cosa. Era un desconocido para el
chico que observó la llegada del segundo contigente mientras se alejaba en dirección a
su casa.
Bruscos y enérgicos saludos con brazos erguidos y en alto se produjeron en el
interior de la morada.
—¡Hi, Hitler!—resonó con estridencia y confirmó la presencia del líder en la
costa bonaerense, acompañado de un seco redoblar de tacones.
Adolfo desabrochó su gabardina y cruzó las manos detrás de la espalda. Estaba en
el centro de la escena con las piernas abiertas y el mentón elevado. Un soldado le acercó
una silla de mimbre pero el hombre rechazó el ofrecimiento.
Los rayos de luz de las portátiles enfocaron la cara de don Anselmo que
contemplaba el suelo y comprendía su desgraciada suerte. Hitler observó con desprecio
al paisano y desvió su mirada hacia Fritz, quien pareció entender que el anciano no
debía vivir por mucho más tiempo.
El Fürher destrabó sus manos, alzó una de ellas y chasqueó los dedos. Dos
hombres tomaron al viejo con insolencia y se lo llevaron al exterior.
Luego ordenó que depositaran el maletín sobre la mesa. Los soldados alumbraron
de forma conveniente y la valija de cuero negro brilló en la oscuridad. Un oficial
accionó la combinación. Después de un chirrido electrónico, la tapa se desplegó. En su
interior, un panel contenía dos luces rojas y una serie de botones.
Fritz entregó entonces una llave plateada de curioso formato que portaba en su
chaqueta.
Hitler la recibió y brillaron sus ojos como si se tratara de una valiosísima reliquia
perdida. La observó con delicioso interés y la introdujo en una ranura sobre el costado
derecho de la consola.
Su mano hizo girar la llave con delicadeza.
Un nuevo silbido eléctrico se escuchó. Las luces rojas parpadearon y cambiaron a
un verde que reflejaba su intensidad sobre el macabro rostro del líder nazi.
Éste movió las comisuras como si esbozara una risa contenida y nerviosa. Su
bigote rapado bailó sobre el labio superior hasta que las señas de satisfacción se hicieron
evidentes en su cara.
Se alisó el mechón de pelo lacio y llevó su otra mano al corazón. Una exhalación
de aire salió de sus pulmones. La tensión disminuía en su cuerpo. El largo viaje había
valido la pena.
No había mucho tiempo.
Todos estaban alertados de una posible operación de captura.
Hitler cerró la valija y la entregó a sus hombres.
Saludó cordialmente al almacenero con un apretón de manos e intercambió
algunas frases de despedida mientras la tropa evacuaba el lugar.
Como fantasmas que deambulan por la noche, el comando alemán en su totalidad
se evaporó en la negrura de la arenosa penumbra marina.
LA MADRIGUERA

Juan Carlos Ahumado, el joven presidente de la Sociedad Española de Socorros


Mutuos, entró agitado en el predio de la obra en construcción y pidió, urgentemente,
hablar con el capataz. La noticia que había recibido esa mañana, en su casona del
boulevard, le alteraría los nervios a lo largo de los siguientes tres meses.
—Oye, chaval —repuso dirigiéndose a uno de los albañiles que permanecía
sentado sobre largos tablones de madera—. ¿Qué es lo que habéis visto vosotros?
El muchacho lo miró despreocupado y pitó el cigarro que calzaba entre los dedos.
—Nada... No puedo decirle nada. El jefe nos prohibió hablar con la gente.
—Pero, necio, ¿acaso no sabes quién soy yo?
—Sí, pero no quiero perder el trabajo.
En eso, el capataz hizo acto de presencia.
—¿Qué está pasando aquí, Ruiz? —inquirió con energía Ahumado—. ¿Por qué los
obreros no están cumpliendo sus tareas?
—Venga conmigo. Acompáñeme al fondo de la obra. Quiero que vea algo —y lo
tomó del brazo.
Atravesaron un laberinto de paredes a medio terminar, en las que nadie estaba
trabajando. Decenas de bolsas, maderos y gruesas vigas de hierro, descansaban en
todos los rincones posibles; y la humedad, propia de toda construcción, les calaba los
huesos hasta la médula.
Ahumado era, junto con el arquitecto, el responsable de aquel emprendimiento
único en la ciudad. Tras meses de discusión y años de ahorro, la Sociedad que presidía
había decidido levantar el edificio más destacado de todo el balneario: el Teatro Colón,
un espacio cultural digno de la colectividad ibérica y una prueba más del progreso que
se le auguraba a Mar del Plata para el año siguiente,1924.
—No sabía qué hacer, patrón —explicó el capataz abriéndose paso entre cientos de
bártulos tirados—. Los hombres pararon de trabajar. Por eso lo llamé a usted para que
diera órdenes precisas. Es algo muy raro.
Caminaron unos metros más, ingresando en la obra, y se detuvieron en el borde de
un enorme foso, de más de ocho metros de profundidad.
Ahumado lo observó extrañado.
—¿Qué hay de raro? —inquirió mirando de un lado a otro del pozo.
—Allá, ¿no lo ve? —señaló el constructor—. Una cueva. En la pared de la
derecha. Es como una caverna de casi dos metros y medio de diámetro. La
encontramos hoy a la mañana y...
—...¿y por eso detuvo la obra? ¿Por una cueva?
El capataz bajó la cabeza instintivamente.
—Es que los dos hombres que trabajaban ahí se asustaron mucho; y asustaron a los
demás.
—¿Por ese hoyo?... Ruiz, por favor, ¿se asustaron por un simple hoyo?
—No. Por lo que había dentro de él.
Ahumado le dirigió una mirada curiosa.
—¿Y qué había?
El obrero se refregó el cuello transpirado y repuso con un tono de voz más bajo:
—Un monstruo.

La mesa directiva estaba citada para las cinco de la tarde, pero como de costumbre
el vicepresidente, los vocales y el contador llegaron con media hora de retraso.
Ahumado, ansioso y montando en cólera, los recibió sin decir palabra desde su
butaca de cuerina inglesa que presidía la mesa de conferencias.
Esperó a que todos ocuparan sus lugares y guardó silencio hasta que el murmullo
de los saludos desapareció.
—He tenido que convocar a esta reunión de manera urgente por una serie de
problemas que se han suscitado en la obra —dijo sin elevar los ojos del vidrio de la
mesa. Todos se miraron extrañados—. Como sabéis bien, nos hemos comprometido
con el gobierno local a inaugurarla en los primeros meses del año que viene y yo soy
un hombre de palabra. Pero sucede que ahora hay problemas con los obreros y me temo
que, de no solucionarlos de inmediato, nuestro teatro se retrasará más de lo
conveniente...
—¡Qué van a decir los italianos de nosotros! —exclamó un vocal.
—¿Qué es lo que está pasando, Don Juan? —preguntó otro.
Ahumado elevó la vista y escrutó los rostros de los cinco presentes.
—Encontraron una cueva en el foso de atrás. Parece que es la madriguera de un
roedor o de algún otro bicho excavador.
—¿Y?... ¿Cuál es el problema?
—El problema es que el túnel mide casi tres metros de alto y que la gente dice
haber visto un monstruo dentro de él.
—¿Un monstruo? —detonó Manuel Carrera, vicepresidente de la Sociedad.
—Así expresan —repuso Ahumado.
—Pero, ¿qué tontería es esa? —espetó el contador con una sonrisa escéptica entre
los labios
—No lo sé. Tontería o no, la gente se niega a trabajar y el capataz los apoya en la
medida. Ahora, yo me pregunto, ¿qué le vamos a decir a Pascual, cuando regrese de
Buenos Aires?
Un silencio sepulcral se expandió por toda la sala.
Ángel Nepomuceno Pascual era el arquitecto autor del proyecto. Había ganado en
1920 el Premio del Salón Nacional de Bellas Artes con sus planos para el Mausoleo
Americano y en 1921, dos años atrás, la medalla de oro en el Salón Anual de la
Sociedad de Arquitectos con un proyecto para viviendas en estilo neoazteca, que jamás
pasaron del papel. Engreído como pocos, Pascual había dejado los destinos del teatro
en manos de Ahumado, durante sus días de ausencia; y si algo no toleraba eran los
retrasos. Además, los contactos que tenía con el Centro Gallego en la capital eran
importantísimos y un mal informe, chisme o comentario, que hiciera de Ahumado y su
gente, sería suficiente como para desacreditarlos en las más altas cúpulas de la
organización inmigrante. Asimismo, mantenía amistad personal con el Presidente
Alvear, e incluso había contribuido en la planificación de Villa Regina, la casona de
veraneo del funcionario radical.
—Tenemos que hacerles ver que no hay nada y que los monstruos no existen —
argumentó Carrera refiriéndose a los albañiles—. ¿Por qué no tapan esa cueva y listo?
—¿No te acabo de decir que nadie quiere bajar al foso? Tienen un miedo.
—Entonces debemos contratar nuevos albañiles.
Ahumado miró al vocal que había tomado la palabra.
—Pascual viene pasado mañana. No tenemos tiempo.
—En ese caso, que continúen trabajando en otro sector y cuando esta historia tonta
se haya olvidado terminen las tareas que empezaron en la fosa.
Ahumado frunció los labios.
—Hay algo más —dijo.
—¿Qué pasa?
—Esa caverna está poniendo en peligro todo lo que hemos levantado. La
estructura del teatro se tambalea.
—¡¿Cómo?! —estallaron al unísono tres de los presentes.
—Sí, parece que el túnel pasa por debajo de la fachada y las habitaciones del
frente. Según el capataz, viene desde la plaza y se extiende a lo largo de varias cuadras.
El vicepresidente se tomó el rostro con las manos.
—¡Coño! —insultó rabioso—. ¿Qué nos queréis decir? ¿Qué tenemos que demoler
todo?
Ahumado se puso de pie y caminó a la puerta-ventana que se orientaba hacia
Playa de los Ingleses, mirando los últimos rayos de sol esconderse tras el horizonte.
—Si la madriguera no se rellena de inmediato —contestó apesadumbrado—,
tendremos que tirar el teatro abajo.
El contador saltó de su butaca.
—¡No puede ser! —prorrumpió como un loco— ¡Esto sería la ruina de Pascual y
la nuestra propia! ¡Ese condenado no se va a hundir solo! ¡Nos arrastrará con él hasta
el fondo!... Además, estaríamos perdiendo una fortuna.
—...¡y los italianos! —agregó un vocal.
—¡Qué importan ahora los italianos! —rezongó Carrera—. La cuestión excede el
amor propio de nuestra sociedad. ¡Tenemos que empezar a rellenar la cueva! ¡Yo me
ofrezco como mano de obra!.
—Manuel —replicó con respeto Ahumado—, ¡hombre, tienes sesenta años!...
—¡Qué coño me importa la edad! ¿No se dan cuenta que vamos a perderlo todo?
—Se reincorporó y caminó hacia el Presidente—. Y tú —lo enfrentó con violencia—,
¿qué piensas hacer al respecto?

Con su terraza al mar, sus cuatrocientos metros de largo y dos majestuosas


escalinatas de cuarenta metros de ancho, de clara influencia francesa, la señorial
Rambla Bristol se erguía desafiando el salitre marino y los constantes embates del
viento invernal. Pretendía imitar el orgullo europeo de Biarritz, pero en aquel frío
ocaso de junio la soledad y el abandono habían ganado la partida. Despoblada de
turistas, y con la mayoría de los locales cerrados, envejecía a pasos acelerados, a sólo
diez años de la inauguración. Muchos de sus cimientos quedaban ya al descubierto y
las ornamentadas farolas marinas, repujadas en hierro en los Talleres P. Anglade de
Buenos Aires, se oxidaban despintando la pátina verde que las cubría. Los caracoles,
tortugas, hipocampos y cangrejos esculpidos en ellas —obras maestras de un artesano
amante de su oficio— luchaban contra la naturaleza y el herrumbre que, día a día,
conquistaban sus más preciosos detalles.
Como acostumbraba durante todos las crepúsculos del año, lloviera o no, hiciera
calor o frío, Ricardo Iñurrieta se fumaba su pitillo habitual escuchando el ir y venir
perpetuo de las olas. Como marplatense nativo, prefería el invierno al verano;
especialmente porque era la época en que los copetudos del barrio de Belgrano no
paseaban su petulancia por la rambla. Para ellos Mar del Plata era sólo un lugar de
reposo (otro más), un sitio en el que mostrar las nuevas adquisiciones conseguidas
durante el año, relatar sus viajes por Europa y exhibir un museo vanidoso de joyas y
tapados. En cambio para él, la villa balnearia era su único universo, el escenario de una
vida tranquila y relajada en la que era posible criar una familia feliz y sana. Una ciudad
en la que pocas cosas sucedían y en la que los chismes constituían el tema obligado de
debates y peleas. Más allá de eso, durante los meses que iban de marzo a diciembre, la
vida transcurría silenciosa, aplacada y sin estímulos para la aventura.
Iñurrieta aspiró gustoso el humo del tabaco que se quemaba en sus labios. Lo
contuvo unos segundos en los pulmones y exhaló complacido.
Un día más, pensó; y mentalmente comenzó a organizar la jornada por venir.
Repasó los asuntos pendientes que desde hacía dos meses lo preocupaban;
especialmente el envío de una carta —pospuesta una y otra vez— a su cuñado,
invitándolo a pasar una semana en enero. Lo detestaba, pero a su esposa era la única
familia que le quedaba y creía muy poco generoso de su parte oponerse a esa tan poco
ansiada visita. Además, se dijo, son pocos días. Con sus salidas y reuniones periódicas
en el bar, la presencia del dandy —como él lo llamaba— pasaría inadvertida.
Entonces, súbitamente, algo sucedió en la arena que lo sacó de sus pensamientos.
Iñurrieta se reincorporó extrañado. Ladeó la cabeza de un lado a otro buscando una
perspectiva adecuada, tratando de rasgar con sus ojos cansados la bruma marina que se
elevaba desde el suelo, desdibujando las crestas de la olas, que rompían a sólo ochenta
metros de donde él estaba. El sol, oculto ya por completo detrás del horizonte,
destajaba jirones de nubes rosadas que constituían la única fuente de claridad que
quedaba del día; y en la playa, la penumbra, que se volvía más y más densa, impedía
identificar con certeza cualquier cosa que se moviera a más de media cuadra.
Iñurrieta saltó a la arena intrigado.
Podía escuchar un sonido repetitivo y seco por encima del clamor del mar. Era
como si alguien estuviera paleando tierra con una fuerza increíble. Y podía ver algo.
Avanzó con cuidado. Su curiosidad era más grande que la precaución.
Advirtió que el piso acaracolado por el que caminaba se sacudía levemente.
Hundió los zapatos en la arena para confirmar la sensación.
No se equivocaba. Algo hacía que el suelo temblara.
Se adelantó unos metros más intentando definir a aquella sombra irregular que se
movía a pocos metros de la costa. Era una formación negra y redonda, enorme, que
avanzaba y retrocedía presa de una aciaga indecisión.
—¿Quién anda ahí? —alcanzó a gritar—. ¿Qué está pasando?
La inmensa silueta detuvo sus movimientos y el suelo dejó de sacudirse.
Por un segundo, Iñurrieta detuvo su respiración. No podía creer lo que veía. Era
como si una montaña se le viniera encima.
Trató de girar sobre sus talones y correr en dirección a la rambla, pero resultó ser
demasiado tarde. Un fuerte golpe en la piernas lo derribó sobre la arena, al tiempo que
sus tímpanos captaron un rugido indescifrable que le heló las venas por última vez.
Ricardo Iñurrieta, nativo de Mar del Plata, jamás llegó a escribirle la carta a su
cuñado.
Ahumado contuvo el vómito en la garganta y miró hacia otro lado.
—¡Por Dios! —exclamó frente al cadáver— ¡Esto es terrible! ¡Pobre hombre!...
¿Quién era?
El comisario volvió a tapar el cuerpo con una lona y compungido observó la
dilatada construcción estilo francés, que lentamente se poblaba de curiosos. La rambla
solía congregarlos habitualmente.
—El Vasco Iñurrieta —contestó frunciendo en entrecejo—. Un buen vecino. Su
familia tiene una pequeña despensa cerca de la iglesia Santa Cecilia.
—Pero, ¿qué le pasó? —prorrumpió Manuel Carrera, con su rostro desencajado
por la sorpresa.
—Al parecer lo reventaron —repuso el comisario sin eufemismos—. ¡Pobre
vasquito! Lo aplastaron como a una cucaracha. ¿No vio que tenía algunas vísceras en la
boca?...
—¡Comisario, por favor! —profirió Ahumado casi en un grito—. ¡No sea
nauseabundo!
—Pero es la verdad —se atajó el funcionario—. Usted mismo pudo verlo, don
Juan. A este hombre —dijo señalando el bulto inerte— se le tiró algo encima y de gran
peso. Como le informo —aseveró—, murió reventado.
—¿Cuándo lo encontraron? —preguntó el vicepresidente Carrera, mientras oteaba
pensativo el horizonte.
—Esta madrugada, pero parece que el accidente ocurrió por la noche. Si quiere,
cuando el doctor Menéndez termine con la autopsia, le mando una copia para que la
lea.
—No, comisario, está bien. Se lo agradezco. En todo caso, cuando las cosas se
aclaren, se da una vueltita por la Sociedad de Socorros y me lo informa personalmente.
El policía asintió con la cabeza. Adoraba pasar por el local de la Sociedad. No
había en Mar del Plata mejor jerez que el que bebían los miembros de la colectividad
española.
—Discúlpeme, don Carrera —repuso sintiéndose algo incómodo por la pregunta
que afloraba de su labios—, ¿se puede saber a qué se debe el interés que su asociación
tiene con el muerto? Que yo sepa, no se llevaban muy bien con el Vasco.
Ahumado miró fijamente a su socio y permanecieron en un completo mutismo. Al
fin, el presidente tomó por el brazo al policía y lo apartó del grupo de uniformados que
trabajaban a su alrededor.
—Venga, comisario —le dijo por lo bajo—. No quisiera que la gente se alterara
más de lo que está.
—¿Qué pasa, mi amigo? —consultó curioso.
Ahumado le dirigió una mirada penetrante. Quería que lo tomara en serio.
—Mire, lamentamos muchísimo el deceso de ese pobre hombre, pero para serle
sinceros no nos apersonamos en la playa para averiguar quién era el muerto.
—Ah, ¿no? —musitó el comisario sacando pecho—. ¿Y para qué vinieron,
entonces?
—Para saber qué diablos es esa cueva gigantesca que hay cavada en la arena.
El policía enfiló inconscientemente su ojos en dirección a otra gran lona verde,
custodiadas por tres guardias.
—Pero..., ¿cómo lo supieron? —expresó sorprendido—. Di ordenes expresas de
que no se dijera nada de la cueva.
—La gente habla y comenta... —replicó Carrera con una sobria sonrisa—. Pero
eso no importa. El hecho es que sabemos que allí —dijo señalando la cubierta que se
sacudía por el viento— hay una cueva de grandes dimensiones. Una madriguera.
—¿Una madriguera, dijo? —saltó el comisario.
—Sí, una madriguera.
—¡Está loco, señor Carrera! —y lanzó una carcajada—. ¡Una madriguera!... Si eso
es una madriguera, como dice, debe ser la de un topo o peludo gigante.
—Efectivamente —interrumpió secamente Ahumado—. El mismo monstruo que
mató a Iñurrieta y está a punto de derrumbar el Teatro Colón con sus galerías
subterráneas.

Aquel mismo mediodía, los representantes de la Sociedad Española decidieron


convocar en la comisaría a la única persona que podía darle una solución de raíz a los
problemas extraños que aquejaban a la villa balnearia.
Su nombre completo era Marita Covarrubias Álzaga de Monte Carmelo, una
insigne representante de la oligarquía criolla y con residencia permanente en Mar del
Plata, a excepción de los meses que pasaba viajando por África, cazando elefantes y
rinocerontes, de los que tenía sendos trofeos colgados en la casona que disfrutaba en la
avenida Colón.
Marita era una experta en bestias extrañas. La única disponible en toda la costa
atlántica bonaerense. Para nada atractiva, la Covarrubias, como la llamaban en voz
baja las comadronas de barrio, apenas superaba el metro y medio de altura; ya peinaba
algunas canas y su rostro cetrino y ventilado por su constante vida al aire libre, le
quitaba el encanto de la palidez, que las normas de buenas costumbres sindicaban como
propio de las damas decentes. De todos modos, ni Ahumado, ni el mismo comisario, se
opusieron a su nombre cuando éste se deslizó accidentalmente por la boca de uno de
los policías de guardia. Si querían remediar el asunto antes de que el arquitecto Pascual
regresara de Buenos Aires, y que el crimen de Iñurrieta quedara resuelto, tenían que
liquidar a ese maldito perforador subterráneo lo más rápido posible.
—Si mal no recuerdo —dijo Marita rascándose la barbilla, desde la poltrona de la
sala de espera—, hubo denuncias sobre algo parecido en Tandil, hace unos años. El
tema no se investigó, las madrigueras dejaron de aparecer y todo pasó al olvido.
—Ahora las cosas son distintas —agregó el oficial—. Tenemos un muerto y la
obligación de saber qué fue lo que ocurrió.
—Además —replicó Ahumado—, la principal obra en construcción de la ciudad
corre peligro...
—Lo sé —repuso pensativa.
—Y usted, ¿qué insinúa que sea? —inquirió un ansioso Manuel Carrera, apoyado
contra un muro—. Con su experiencia, señorita Covarrubias, supongo que ya
sospechará de algo.
La mujer le dirigió una mirada fría, cortante. Odiaba que sospecharan por ella.
—Cualquier cosa que yo diga ahora es pura suposición. Tendríamos que
confirmarlo posteriormente y para ello es preciso organizar una cacería. De todos
modos, creo que estamos lidiando con un animal extraño, poco o nada conocido y del
tamaño de un rinoceronte.
—¿Un rinoceronte? —exclamó el vicepresidente—. ¿Los rinocerontes hacen
hoyos?...
—No asiento que lo sea, señor —contestó frunciendo sus labios instintivamente—.
Por aquí no hay rinocerontes. Sólo conjeturo... —y miró al oficial—. Del gran tamaño
de la bestia no hay dudas, ¿verdad?
—La entrada a la cueva tenía 2,76 metros a diámetro —informó el comisario—.
¿Qué clase de peludo pudo cavarla tan grande?
—Sólo uno que sea prehistórico.
La definición de Covarrubias cayó como un balde de agua fría.
—¿Un peludo prehistórico? —saltó Ahumado haciendo con un mohín en la boca
—. ¡Por favor! A lo sumo será un Tatu Carreta...
—No los hay tan inmensos —sentenció Marita—. He cazado varios de ellos en La
Pampa y puedo asegurarle que son grandes, pero no tan grandes. Una cueva del tamaño
que dicen sólo pudo haberla hecho una bestia prehistórica. Un gliptodonte.
Ahumado se recostó sobre su sillón y ladeó la cabeza hacia la derecha.
—Disculpe mi ignorancia, señorita, pero según sé, los gliptodontes desaparecieron
hace...
—...hace más de 10.000 años. Lo sé. He estudiado algo de paleontología.
—Entonces no puede ser —la interrumpió el policía.
Carrera saltó de donde estaba parado y se tomó la cabeza con ambas manos.
—¡Por Dios! —exclamó—. ¿Qué le vamos a decirle al arquitecto Pascual? ¿Qué
un bicho prehistórico está a punto de tirarle abajo el teatro?...
—Usted se preocupa por el arquitecto, pero yo —señaló con vehemencia el
comisario— tengo que decírselo al Jefe Regional. ¡Me van a destituir por loco!
La Covarrubias se sintió tocada en su amor propio y se puso de pie como un
latigazo.
—¿Pueden decirme entonces, caballeros, para qué me mandaron llamar? Si se ríen
de mis sugerencias, todas ellas fundadas en mis conocimientos previos, ¿para qué me
preguntan si no desean escuchar?
La veta diplomática de Ahumado afloró al instante, justo para calmar los ánimos.
—No se ofenda, estimada Marita. Sucede que es extraño que...
—¡Claro que es extraño! ¿Cuántas veces vio una madriguera de casi tres metros de
altura, aquí en Mar del Plata?...
—Lamento mucho haberla incomodado —se disculpó—. Por favor, tome asiento.
Le prometo que la escucharemos sin hacer comentarios.
La vieja cazadora se acomodó el pañuelo que le rodeaba el cuello y con aires de
triunfo volvió a la poltrona.
—Bien —repuso con autoridad—, si efectivamente ese animal es un gliptodonte,
como mantengo de manera provisional, lo extraño es el ataque que perpetró contra el
señor Iñurrieta. No hay indicios de que hayan sido bestias feroces.—Carrera estuvo a
punto de decir algo, pero los ojos inyectados de Ahumado lo coartaron—. De todos
modos, se sabe que eran pesados y muy fuertes; con una caparazón gruesa que le servía
de defensa. Las huellas que había en la playa así parecen probarlo. Seguramente se le
tiró encima, aplastándolo.—El comisario asintió con la cabeza—. Por lo pronto, lo que
tenemos que hacer es obligarlo a que salga de la madriguera y darle caza en la
superficie. Yo no me arriesgaría a entrar en esa caverna que cavó.
—Ni yo —agregó el oficial.
—¿Qué nos sugiere? —demandó Ahumado.
—La única salida es esperarlo en la entrada. Tendremos que apostarnos en la boca
de cada cueva, ahumarlas con una fogata y aguardar a que asome la cabeza. Y cuando
lo haga... ¡chácate!, se la parto de un tiro entre ceja y ceja.
Aquel comentario no era muy femenino, pero sí práctico. No quedaba otra cosa
por hacer.
Se pusieron de pie y caminaron hacia la puerta. Acordaron encontrarse al atardecer
en la puerta del teatro.
Ahumado codeó a Carrera y, viendo como la mujer se alejaba calle abajo, le
susurró:
—Me parece, compadre, que nos equivocamos con esta vieja.
—Lo mismo digo. ¡Ahumar las madrigueras!... ¿A quién se le ocurriría semejante
tontera?
—Pero, ¿qué vamos a hacer? —exclamó retóricamente—. Es la única que tiene
experiencia con animales.
—Y contactos con los políticos de turno.
Mar del Plata estaba dejando de ser la villa aburrida que era en invierno.

Altas llamaradas y neumáticos quemándose, personal policial agitando cartones y


haciendo ingresar el humo por la madriguera, era el espectáculo bizarro que podía
observarse desde la rambla francesa. Las preguntas corrían de un lado a otro entre los
curiosos que soportaban el viento helado del mar, sin que nadie sospechara siquiera lo
que se perpetraba en aquella fría tarde de junio.
Marita Covarrubias era una caricatura de sí misma. Parecía uno de esos cazadores
estereotipados de los libros de aventuras. Se movía frenéticamente de un lado para otro,
encorvada por el peso de su fusil de doble caño, capaz de derrumbar de un solo tiro a
un elefante africano. Sólo algunos mechones de pelo entrecano sobresalían debajo de
su sombrero de ala ancha y con ese atuendo estrafalario los pocos rasgos atractivos que
tenía se diluían por completo. Era la viva estampa de una loca, de una vieja loca.
—¡Oiga, Ahumado! —exclamó luchando contra el sonido del mar—. ¿No hay
posibilidades de que toda esa gente se retire a sus casas?
El español se levantó la solapa del sobretodo y la ajustó al cuello.
—Ya se lo sugerimos, pero prefieren ver —respondió—. Están todos muy
intrigados.
Marita hizo un gesto con los hombros.
—Si alguien sale herido por los disparos, yo no me haré responsable.
Ahumado asintió con escepticismo.
La enorme boca de la madriguera semejaba las fauces silentes de un tiburón.
—Imagino que habrán prendido el fuego, allá, en el teatro, ¿verdad?...
—Carrera está a cargo de todo, junto con tres policías y el comisario. Seguramente
ya deben estar bombeando humo en la cueva. No se preocupe, Marita.
Las horas pasaron lentamente. Los curiosos se fueron retirando por voluntad
propia y para las tres de la mañana todos estaban cansados, desilusionados y
aprensivos.
Ahumado se había ubicado sobre la rambla y observaba de lejos el operativo que, a
la distancia, parecía mucho más ridículo que de cerca.
Pero de golpe, las cosas se desencadenaron sin previo aviso.
Primero fue un rumor sordo proveniente de las entrañas de la tierra. Un murmullo
apagado que creció hasta convertirse en el equivalente a un tropel de caballos
cimarrones.
Después la tierra volvió a temblar y el arenal de la playa se onduló como si una
oruga gigante e invisible cavara su ruta subterránea muy cerca de la superficie.
Marita pegó un gritó de advertencia y los policías corrieron despavoridos hacia la
rambla. Confiada de su experiencia africana, la Covarrubias se llevó instintivamente la
escopeta al hombro y siguió el trayecto de la onda, apuntando con pulso seguro en
dirección del extraño visitante.
Ahumado exclamó algo, pero la mujer no alcanzó a escuchar nada.
—¡Cava otra madriguera! —anotó ella, al tiempo que con el rabillo del ojo
observaba cómo el presidente de la sociedad española se le acercaba a paso veloz—
¡Está cavando una caverna secundaria! ¡Tenga cuidado!...
No hubo tiempo para que el cerebro de Ahumado procesara el contenido de la
advertencia.
Como si de una explosión se tratara, la arena que sostenía sus pies estalló y el
español salió despedido hacia arriba, junto con una tonelada de caracoles y diminutos
granos de roca molida.
Sintió que la fuerza de la gravedad ya no lo sostenía en el piso, y en medio de la
más absoluta desorientación, reconoció antes de caer una cabeza ciclópea asomarse por
debajo de él.
Marita oprimió el gatillo en el instante mismo en que Ahumado caía al piso. Los
proyectiles dieron contra la coraza que el animal tenía en su frente; e impertérrita, la
bestia agitó sus enormes patas pujando hacia adelante hasta salir completamente a la
superficie.
Desde la rambla Bristol, los policías iniciaron una balacera, sin orden ni concierto,
contra el monstruo. Las municiones rebotaban contra su gruesa protección huesosa,
como si fueran balines plásticos.
El animal era mucho más grande que lo imaginado.
Una bola monumental, repleta de placas durísimas y con una cola de más de dos
metros de largo, que terminaba en un muñón óseo semejante a dos testículos
petrificados. Sus ojos, que parecían diminutos en relación con el resto del cuerpo, se
fijaron sobre la patética estampa de Marita Covarrubias, parapetada a menos de seis
metros, con la carabina en alto y conteniendo la respiración por la sorpresa.
Entonces, con un movimiento de cola, medido y exacto, el muñón terminal del
rabo chocó contra la espalda de Ahumado, en el instante mismo en que trataba de
reincorporarse.
Una vez más, el español salió expulsado hacia delante.
Su cuerpo impactó contra el de Marita y ambos rodaron por el suelo.
El gliptodonte avanzó hacia ellos, sacudiendo su armadura como si fuera una
campana y se paró sobre sus patas traseras, justo cuando estaba a punto de pisarlos.
Marita martilló el arma. Un fogonazo salió por la punta de la escopeta y la bestia
lanzó un rugido aterrador.
El tiro le dio en uno de sus costados. Una porción de la coraza de desprendió y
cayó en la arena. El animal titubeó conservando su posición vertical.
Le ha dolido, pensó la Covarrubias.
Entonces, la fiera tambaleó todo su cuerpo y se desplomó hacia la izquierda.
Movió sus patas con espasmos indescifrables y, enceguecida, encaró en dirección al
mar,
Marita trastabilló al querer pararse. Recargó la escopeta y alcanzó a descargarle un
último disparo en las grupas, antes de que el océano se lo devorara.
Diez segundos después, la paz volvió a señorear.

Tres meses le llevó a Ahumado recuperarse de las fracturas múltiples que sufriera
en la cadera, debiendo ser trasladado y hospitalizado en Buenos Aires.
Su historia fue creía a medias. Ni siquiera los testimonios de los policías presentes,
o el de Marita Covarrubias, fueron suficientes para que el comisario escribiera en su
informe final los hechos tal como habían sucedido.
La Covarrubias no insistió. Catorce meses después del extraño evento viajó a
Europa, muriendo de un infarto en París, sólo unos días antes de que el Teatro Colón se
inaugurara en Mar del Plata.
Manuel Carrera, en ausencia de su socio, consiguió ascender a la presidencia de la
Sociedad Española de Socorros Mutuos, permaneciendo en el puesto hasta el año 1930,
fecha en el que también él murió.
En cuanto a los pocos restos que habían quedado del gliptodonte, desperdigados en
la playa popular, durante años subsistieron alojados en una caja de madera de la
comisaría, sin que nadie les prestara atención alguna. Recién a principios de la década
de 1970, un oficial de guardia —estudiante de biología— reconoció la relativa
importancia de las piezas y las remitió al Museo de Ciencias Naturales que se levanta
en la Plaza España.
Y allí reposan hasta hoy. Acumulando polvo y preguntas que jamás serán
respondidas por nadie.

***
EL REGLAMENTO

Cuentan los cronistas que fue Cecilia Peralta Ramos, la hija del fundador de Mar
del Plata, una de las primeras bañistas que disfrutó de unos agradables chapuzones en la
Playa del Bajío —luego Playa Bristol—, allá por el año 1870. Antes de ser fundado el
pueblo y cambiándose de ropa dentro de una carpa improvisada con un resto de velamen
de una nave encallada, la señorita se refrescaba en el Atlántico.
Aunque los primitivos habitantes del Saladero preferían las mansas y dulces aguas
del arroyo “Las Chacras”, cuando el asentamiento humano no pasaba de quinientas
almas, lo cierto es que ya en 1886 se iniciaba, la costumbre y, a la vez, el placer de
tomar baños en el mar. Las mil cuatrocientas personas que, favorecidas por las ventajas
del tren, llegaron ese verano, conocían la existencia de “estaciones de baños” en Europa.
Pertenecían a las familias más adineradas del país y traían muchas ganas de imitar lo
que habían visto en sus viajes a la ribera del Mediterráneo.
En aquella época, unos se bañaban junto a otros, hombres y mujeres, si
pertenecían a la misma familia. De lo contrario, lo hacían en grupos separados. Nadie
iba más allá de donde rompían las olas. Las señoras apenas se mojaban los pies hasta
los tobillos. Usaban trajes de baño muy largos y capas que recién se sacaban a orillas
del mar. Y sobre todo, no permitían que hombres ajenos a la familia las miraran de
cerca.
Desde ese verano de 1886, el cambio de ropas comenzó a efectuarse dentro de
pequeñas casillas rodantes, “casetas”, que eran trasladadas de un lado al otro en la
arena, hasta que llegó un momento en que fueron estacionadas en lugares fijos.
Además, se inició un mayor contacto entre las familias. Los bañistas se
trasladaban de una caseta a otra por intermedio de unos que tablones estaban a más de
medio metro del suelo.
Tablón a tablón nació la primera rambla.
Para 1890, ésta ya respondía a un plan prefijado. Su construcción, proyectada y
costeada por los veraneantes, se extendía por más de cien metros. Pequeños locales, una
confitería y un largo corredor por donde pasear en las tardes aspirando el salino aire
marino, integraban la construcción.
Fue en el caluroso verano de 1895 que llegó Evert Romero, proveniente de la
capital. Era un hombre de unos treinta años, había nacido en el estado de Río Grande, en
Brasil, y desde los quince años trabajaba en diferentes empleos en el barrio porteño de
Barracas. Fascinado por los comentarios, se decidió a probar suerte en la pujante ciudad
balnearia vendiendo chucherías.
Sus ventas se desarrollaron con tranquilidad durante dos veranos, hasta que
decidió comercializar unas lentes con aumento.
El incidente ocurrió en enero de 1897.
Un grupo de señoras bañistas se quejó por la insolencia de un “cambalachero” que
alquilaba largavistas. Las ofendidas damas manifestaron que con esos aparatos, hombres
desconocidos admiraban sus piernas con insolente desfachatez. La comisión encabezada
por la señora Dolores Hurlingham de Altamirano presentó una denuncia formal al jefe
municipal y pidió audiencia con el Juez de Paz para dar rienda suelta a la alarmante
situación de las mujeres decentes que pretendían refrescarse y disfrutar del sol, como
acostumbraban hacerlo en los balnearios de Europa.
El municipio no atendió sus reclamos debidamente. El intendente estaba por
aquellos días preocupado en solucionar una cuestión relativa al remodelado de la
rambla, que había sido fuertemente dañada por un vendaval. Por otro lado, la situación
laboral de los portuarios era un tema pendiente y escabroso que no dejaba mucho
margen para hacerse cargo de unos cuantos mirones. Sin embargo, las autoridades
prometieron instruir al jefe policial para que tomara cartas en el asunto.
Pasaron los días y la situación continuó sin ninguna novedad.
La señora de Hurlingham no era de quedarse con los brazos cruzados. Al no ser
atendidos sus reclamos por el poder político, decidió llevar la queja al periodismo.
En la edición del 3 de febrero, la crónica de un diario porteño recogía la denuncia
bajo términos muy severos: “Un grupo de señoras bañistas se queja amargamente
contra la impudicia de un cambalachero, comerciante de baja estofa, apellidado
Romero, instalado en la playa, cuya única y atrevida ocupación consiste en alquilar o
vender anteojos de larga vista a los curiosos impertinentes”. Y el periodista agregaba:
“La playa, del lado de las rocas, se convierte en una suerte de apostadero donde no se
ven más que tubos de anteojos alineados en dirección a las inocentes bañistas. Dado
que las aguas marinas son tan transparentes, eso es una grave complicidad en
beneficio de los mirones”. El artículo, extenso por cierto, reproducía una entrevista a la
señora Hurlingham quien testimoniaba con elocuente enojo: “Bajo ningún punto de
vista, las señoras de respetable apellido y posición, podemos permitir que las miradas
de los hombres invadan nuestra integridad corporal. Es increíble que tengamos que
apresurarnos a darnos un merecido baño para evitar así las impúdicas observaciones
masculinas. Creo que este desacato a la moral debería interesar al gobierno, única
arma que el pueblo tiene para hacer valer sus derechos.”
Los largavistas terminaron por invadir la costa esa temporada y todos hicieron la
“vista gorda” al asunto.
Pero las mujeres eran influyentes y, ante la insistencia de los mirones, al año
siguiente, viajaron algunas de ellas e interesaron al Presidente de la Nación.
El doctor Juárez Celman ordenó entonces, mediante un decreto presidencial, la
redacción y sanción de un reglamento en el cual se fijaran las pautas de conducta que
los bañistas debían seguir en las playas marplatenses. Era evidente que el pudor de las
mujeres preocupaba al presidente de los argentinos.
Con asombrosa celeridad, el 5 de enero de 1898 ordenó un inmediato Reglamento
de Baños. Hilario Rubio Medina, jefe de la Receptoría Nacional de Rentas, fue el
encargado de elaborar el documento prescriptivo. Muy pronto apareció y en él se
determinaba: “ Es prohibido bañarse desnudo. El traje de baño admitido es todo aquel
que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla. No podrán bañarse los hombres
mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañando a
ellas. Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras,
debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros. Se prohíbe en las
horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como
situarse en la orilla del agua cuando se bañen señoras.”
Contando con instrucciones precisas, el poder policial procedió a detener a
jóvenes que espiaban con los catalejos, largavistas o cualquier otro instrumento óptico
de largo alcance.
En cuatro días, la acción había resultado efectiva; el decoro femenino estaba a
salvo y conforme.
Según establecía el reglamento, los infractores debieron pagar la suma de cinco
pesos en concepto de multa. Ocurrió el caso de un chico de dieciséis años quien, luego
de incurrir tres veces en la infracción, fue expulsado de la playa por todo el resto del
verano. El caso tuvo resonancia porque era el hijo de un senador porteño. Otros, de
menos recursos, entregaban las lentes. Al negarse a pagar la multa, eran arrestados por
un período de veinticuatro a cuarenta y ocho horas.
Las voces de protesta se levantaron contra la medida. No faltaron quienes
argumentaron que la sanción disciplinaria atentaba contra las libertades individuales y
era una arbitrariedad constitucional. Mientras tanto, el periodismo recogía sustanciosas
ganancias al incrementar la nómina de lectores.
Una de las personas que estaba bien informada al respeto era justamente Evert
Romero. La pérdida del negocio de los catalejos no lo afectaba comercialmente de
manera definitiva. Ya buscaría la forma de salir a flote. Pero las denuncias de las
ricachonas del balneario y la sanción del reglamento le molestaban. Se sintió herido en
su orgullo y decidió jugar el desquite.
Era un caso excepcional el brasileño. El encarcelamiento de algunos cuantos
curiosos fue la gota que colmó su paciencia y lo que motivó sus acciones posteriores.
Antes de ser expulsada o arrestada una persona —se dijo a sí mismo—, debían
atraparla.

Al año siguiente, todo parecía haber vuelto a la normalidad. El engorroso


incidente del cambalachero estaba definitivamente solucionado. Ya las mujeres podían
disfrutar del mar con total tranquilidad. La policía había incautado los anteojos con
aumento y estaba prohibida su comercialización en todo el balneario.
La población empezaba a olvidar el asunto.
Pero Evert Romero, no. Y no satisfecho con espiar a las hermosas mujeres jóvenes
que tomaban baños, decidió acercarse un poco más a ellas.
Esta vez su osadía iría más lejos.
La temporada de 1899 había resultado alarmante para la seguridad de las damas
que deseaban bañarse.
El cambalachero había vuelto con más saña que nunca y asaltaba a las jóvenes en
medio del agua para escapar ingeniosamente cuando los guardavidas o la policia
intentaban detenerlo.
Las quejas de las señoras influyentes se incrementaron con mayor virulencia. El
intendente municipal se encontraba de viaje por Europa por ese entonces. El Concejo
Deliberante, temeroso de la reputación del balneario, había expedido una cédula en la
cual facultaba al cuerpo policial a tomar “las medidas necesarias”. En consecuencia,
toda la responsabilidad recaía en la autoridad máxima de la fuerza: Inspector Mayor
Francisoco Molinari.

Los gritos se sucedían por los pasillos de la comisaría y los portazos retumbaban
en las paredes.
El Inspector Mayor Francisco Molinari, jefe interino del cuerpo policial local,
estaba desesperado esa tarde de enero. Leía y releía las cartas y comunicados que la
gobernación y la presidencia le habían mandado en los últimos dos días. Constituían una
especie de ultimátum. No podía entender cómo el asunto “Evert Romero” se le había
ido de las manos.
Desorientado ante la inminente posibilidad de perder su trabajo, recordó el
momento en que el problema se había iniciado, dos temporadas atrás con la venta de
largavistas para curiosear las siluetas de las bañistas. Era consciente que cuando se
produjeron las quejas de algunas damas, el intendente y él se habían burlado de la
señora Dolores Hurlingham acusándola de pacata, a ella y a todas sus amigas. De una
cosa cabía estar seguro: esas mujeres tenían una influencia a prueba de todo. La
obstinación femenina y los resortes de la Administración Pública estaban acabando con
su carrera que, tan sólo la temporada pasada, gozaba de una relativa y duradera
tranquilidad.
Ofuscado y temeroso del anónimo que portaba en sus manos, se decidió a darle
batalla al pícaro que amenazaba con destruir su trabajo en ese caluroso mes de
vacaciones.
El anónimo indicaba claramente la fecha en la que Evert Romero asaltaría la playa
con su satírica desfachatez por última vez..
El desafío estaba sellado.
El miércoles 17, tan sólo dentro de dos días, el cambalachero pondría en estado de
alerta a las mujeres que se atrevieran a pisar las aguas del mar. Ya estaba advertido el
inspector; si no lo atrapaba en esa ocasión, su relevo sería inminente.
Convocó a una reunción general de oficiales para buscar la solución al problema.
Por aquellos días, dio la casualidad de estar en la ciudad tomando un corto
descanso un personaje que había despertado admiración y recelo en los círculos
porteños, debido a su profesión de dudosa reputación y caros honorarios.
El Inspector Mayor pertenecía al bando detractor de las actividades de este
curioso personaje, a raíz de un dudoso incidente con la hermana de su mejor amigo, el
comisario Prudencio Formento de la ciudad de Balcarce. Formento se había irritado de
manera insolente y sin motivo al encontrar a su hermana menor conversando con el
detective en un café de la calle San Martín la temporada pasada.
Ante la gravedad de los actuales acontecimientos, Molinari no lo pensó más y se
decidió a concertar una entrevista. Era posible que un detective privado tuviera la clave
para atrapar a Romero.
La presión de la prensa no se quedaba atrás. Por su parte, no paraba de acosar y
responsabilizar a la dirigencia política de neto corte roquista por los bochornosos
incidentes playeros. En realidad, los periodistas anarquistas hubieran limado asperezas
en un caso como el de Romero; pero los intereses políticos estaban primero y usaban el
caso del cambalachero para ejercer la lucha ideológica.
No quedaba otro remedio pues, que consultar los servicios profesionales del
detective Gaspar Furlon.
Este cuarentón era un dandy porteño que tenía ademanes muy soberbios y
pedantes. Su actividad profesional giraba en torno a investigar “asuntos de alcoba”.
Esposos celosos y muchas veces cornudos le consultaban para que ventilara las
infidelidades conyugales. En otras ocasiones, su tarea consistía en buscar personas
desaparecidas voluntaria o involuntariamente..
Reunidos en el despacho de la comisaría Furlon observaba:
—Sin lugar a dudas tenemos un caso de singular picardía entre las manos. Parece
desafiar la inteligencia y el grado de previsión de todo el cuerpo policial marplatense.
Molinari se paseaba de un lado a otro e intentaba encender un habano. El cigarro
se le resbalaba entre los dedos y no podía sujetarle.
Furlon gustaba de incomodar a los policías para que se sintieran incompetentes.
Dijo con aire distraído:
—Me cuesta admitir que una sola persona tenga en vilo a toda la sociedad por la
osadía y la desvergüenza... ¿de mirar a las mujeres, no?
El cabo Fernández se sonreía cabizbajo. Molinari no aguantó más la presión del
detective y aclaró:
—Mire... hay que reconocer que el hombre tiene ingenio y muy buen humor. He
estado hablando con unas cuantas señoritas que están deseando ser sorprendidas por el
“cambalechero”. Es el colmo de los colmos. Ese tipo alimenta el morbo y las fantasías
eróticas de las adolescentes.
—Y por qué no de las maduritas —interrumpió con cara lasciva el detective
Furlon—. Lo que sucede es que no lo reconocen. ¿No cree, inspector?
Molinari se cruzó de brazos y se dirigió a su escritorio. Sobre él había unos
expedientes mecanografiados donde se registraban las picardías más sobresalientes de
Romero en las últimas semanas.
—Mirar es una cosa. Pero molestar verbal y físicamente a las personas es otra.
Este señor Evert Romero parece hacer muy buenas migas con la gente del puerto. Ya ha
logrado fugarse nadando hasta una de las lanchas de pescadores aguardándolo a unos
cuantos metros de la playa.
—¿Pudieron identificar al pescador? —preguntó Furlon interesado.
—No. Los portuarios se protegen mutuamente y apoyan al cambalachero. Además
sostienen que las lanchas pasaban circunstancialmente por la Bristol y recogieron a
personas que se estaban ahogando. ¡Y no hay forma de rebatirles el argumento!
Furlon encendió un cigarro y exhaló con exquisitez el azulado humo.
Molinari se sentó y lo propio hizo Furlon. El cabo servía café.
—Este tipo es muy hábil. La última treta fue la más ingeniosa. ¿No la leyó en el
periódico?
—No.
—Pues el muy sotreta se hizo enterrar en la arena durante la noche dejando una
pequeña abertura para respirar y espiar a los ingresantes al mar. En esa oportunidad yo
había distribuido de forma conveniente varios agentes por distintos sectores. ¡Hasta
convoqué por un fin de semana a treinta hombres de Balcarce y formé una patrulla de
ciclistas!
Furlon reía tímidamente.
Molinari lo reprimió pero rió también al final:
—¡Y resulta que el tipo éste estaba en la arena! ¡Increíble! Por suerte, la
municipalidad nos ha prestado un par de tractores para rastrillar todas las mañanas la
arena de casi un kilómetro de costa.
Molinari levantaba los brazos y sus gestos elocuentes descubrían la sensación de
impotencia que lo embargaba.
—Pasemos al grano inspector mayor—indicó el detective para darle ánimos—.
Sabemos cuándo atacará. Y sabemos también que es la última vez que lo hará. Este dato
me parece sincero. Por el tono de la carta deduzco que busca desafiar a la autoridad; lo
de las mujeres ha pasado a un segundo plano en su accionar.
Molinari escuchaba las palabras de Furlon y tomaba algunas notas. Levantó la
vista y aclaró:
—Unas embarcaciones que hemos contratado evitarán la fuga por el mar. Pero en
tierra, no tengo tanto personal. No podemos formar una muralla humana que encierre
toda la playa. Podemos controlar las entradas y salidas, pero una cadena humana... sería
ridículo. Además quiero que la gente no sospeche nada.
Golpearon la puerta.
Cinco mujeres ingresaron en el despacho.
Algunas fueron reconocidas por los hombres que empezaron a disimular.
—No, no, no... —se negaba Molinari —, no quiero tener problemas con la Iglesia
y la Sociedad Cristiana Moralista. A la playa concurren chicos y gente que no toleraría
semejante espectáculo. Además, llamarían mucho la atención. Oiga, Furlon ¿qué
pretende?
El detective ejecutó un rápido movimiento de manos y todas evacuaron el
despacho.
Fue entonces cuando convocó a los agentes más jóvenes, todos buenos nadadores,
a formar una fila. Tres costureras los acompañaban.
—Plan B, señor Inspector.
Con profunda y severa seriedad el inspector permitió el ingreso de sus
subalternos. Los seleccionados se cuadraron. Furlon eligió a los cinco más pequeños y
menuditos. Luego le indicó a Molinari:
—Me gustaría contar con estos más corpulentos pero no creo que nuestro amigo
se chupe el dedo.
Miró en dirección a las mujeres allí presentes, quienes asintieron con un gesto
afirmativo. Ante una orden del detective, ellas abrieron las canastas y extrajeron unas
cintas métricas y trajes de baño femenino.
La intención empezaba quedar clara. Los muchachos se disfrazarían de bañistas e
integrarían como carnada los eventuales contigentes de chicas.
—Estoy de acuerdo con el plan—argumentó el inspector —, aunque no deja de
resultarme gracioso. Pero ¿usted cree que las señoras mayores aceptarán bañarse en
presencia de algunos de estos muchachos?
El detective se tomó el mentón y luego de unos minutos concluyó:
—No niego que muchas no se prestarán a esta charada. Por lo tanto, le toca a
usted, señor, convencer a las damas mayores argumetando razones de fuerza mayor.
—O sea que tengo que enfrentarme con Dolores Hurlingham. ¡Dios mío!

Amaneció un día espléndido el diecisiete de enero. La temperatura superaría los


veinticinco grados alrededor del mediodía. Los primeros turistas comenzaban a
congregarse en el café de la Rambla. Era una mañana digna de ser aprovechada desde
temprano y varios eran los que habían decidido desayunar frente al mar.
La curiosidad flotaba en el ambiente. El panorama de la costa era agradable y la
policía disimulaba la formación de sus hombres a lo largo del paseo. Las patrullas iban
y venían.
El reloj había dado las dos de la tarde y no había señales de Romero por ningún
lado. El calor era ya abrazador.
Un tercer contigente de damas se aprestaba a abandonar las casetas y formaban un
pequeño corrillo que se internaba lentamente en el agua. Los bañeros estaban alerta y
divisaban la bahía. No había ni una sola lancha de pesacadores que importunara el
sabroso baño de las mujeres. Las capas y demás accesorios de los trajes eran recogidos
por la servidumbre.
Las mujeres se enfrentaban a las torrentes y traviesas olas. Reían y chapoteaban
en el agua. Los hombres, por suerte, bien, bien lejos, como lo estipulaba el reglamento.
Una de ellas trajo una pequeña loneta inflable y pronto todas querían subirse a
ella.
Los agentes encubiertos formaban parejas de “señoritas” y controlaban muy de
cerca la diversión femenina.
El cielo estaba diáfano.
Hacia las tres de la tarde, cuando el sol atormentaba con rigor, una pelota grisácea
se recortó en el espacio celeste proveniente de las sierras vecinas.
El globo aerostático que publicitaba la bebida “Campari”, circulaba por la costa
desde hacía unos cuantos días. Ya casi nadie le prestaba atención; sencillamente, había
pasado la novedad. Sobrevolaba a una altura relativamente alta y el italiano que lo
conducía se había hecho famoso en la ciudad por deleitar al público con la simpática
invención.
El globo pasó sobre el cerco policial; viró en dirección sur y aprovechó la relativa
calma del viento para describir una parábola en diagonal y disminuir considerablemente
la altitud en contados minutos. Varias personas pudieron ver cómo se desprendía una
escalerilla de cuerdas con escalones de madera pero nadie imaginó la identidad de la
persona que descendería en unos instantes más.
Todo el sistema policial vigilaba minuciosamente el frente costero por tierra y
mar; pero las autoridades habían descuidado el aire. Tal vez el detective fue el único que
advirtió ese error estratégico cuando el paso del aerostático oscureció su sombrilla,
mientras disfrutaba una deliciosa limonada en compañía de la señora Hurlingham y el
inspector mayor.
Se miraron perplejos ante lo inminente y salieron corriendo hacia la playa.
Ya era tarde para modificar los planes.
Una silueta con traje de baño blanco a rayas rojas se recortó sobre el cajón del
globo. Saludó a toda la concurrencia y emprendió el descenso por la escalinata que se
sacudía al compás de la brisa marina. Con gran agilidad sus pies llegaron hasta el último
escalón. Arqueó su cuerpo sosteniéndolo con un solo brazo y se dispuso a arrojarse al
vacío.
Era el intrépido Evert Romero que desafiaba nuevamente las prescripciones del
reglamento.
El piloto descendió hasta los cuarenta metros. Entonces, Evert se zambulló al agua
en un clavado perfecto y apareció sobre la cresta de las olas barrenando una de ellas.
El grupo elegido para el asalto había sido el de las jóvenes más intrépidas,
quienes, luego de rogarles permiso a sus madres y tías, se habían internado en el mar
hasta una relativa profundidad. Algunas habían notado la presencia del globo e incluso,
habían levantado la vista hasta reconocer a un hombre que se preparaba a descender por
la escalerilla. Pero ninguna hubiera imaginado que alguien se arrojaría desde esa altura.
La caída de Evert desde los cielos las apabulló.
—¡Hola, hermosas! —saludó el cambalachero mientras se precipitaba sobre una
joven alta y desgarbada que había quedado paralizada ante la presencia del moreno.
El griterió fue infernal y desde la Rambla la gente se apiñó para contemplar el
espectáculo.
—¡El cambalachero! ¡El cambalachero! —gritaban desesperadas todas las
mujeres presentes en la playa, estuvieran o no en el agua.
Las campanillas de alerta sonaron desaforadas y varios oficiales apostados en la
arena comenzaron a internarse en el mar. Sucedía que lo hacían con mucho miedo, dado
que ninguno de ellos sabía nadar y el temor al agua era reverencial.
Evert disfrutaba de su osadía.
—¡Ah... cómo mueven sus cuerpitos, preciosas! ¡Corran o les toco la colita! —
intimidaba jocosamente al grupillo mientras las chicas le arrojaban agua a la cara para
ahuyentarlo.
De repente, una de ellas se acercó al moreno con aire agresivo e intentó enfundar
su cabeza con una capa. Era un oficial disfrazado.
Evert esquivó el latigazo de la tela y se sumergió, alejándose unos tres metros.
El muchacho desenredó una soga a modo de lazo que portaba en la cintura y
exclamó:
—¡En nombre de la ley, señor Romero, ríndase!
Evert escuchó las palabras del muchacho y rió para sus adentros al tiempo que
manifestaba:
—Resulta que ahora me copian. ¡Fantástico!
El agente tenía dificultades para soportar el embate de las olas mientras, sin
querer, el mar lo alejaba de su presa. Con mucho esfuerzo se acercó a Evert y éste
retrocedió con cautela. Era difícil hacer pie pues las olas elevaban su nivel. El mar
tragaba demasiado ese día y resultaba peligroso seguir internándose. Sin embargo, la
destreza del brasileño era notable. Utilizó el envión del oleaje para atacar a su oponente
por uno de los costados. El muchacho carecía de fuerza y habilidad suficientes para
flotar y luchar con Evert. De manera que arrojó el lazo al agua y huyó con la correntada
rumbo a la orilla.
Entretanto, las damas permanecían en el agua esperando ser salvadas y estaban
histéricas. Incluso, muchas de ellas que se encontraban en otros grupos más alejados.
Era evidente que varias deseaban ser asaltadas por el misterioso personaje pero otras
experimentaban un genuino terror.
Unas lloraban y pedían auxilio sin moverse, aterradas y presas del movimiento del
mar. El agua les llegaba a la cintura pero ellas no coordinaban sus movimentos. El
pánico, la ansiedad y los nervios las dominaban. Otras ya ganaban la orilla arrastrándose
como náufragos de ultramar al borde de la muerte.
Los policías se detenían a socorrer a las mujeres que desfallecían en sus brazos y
muchos de ellos pronto olvidaron al cambalachero, seducidos por las jóvenes que les
pedían ayuda.
La confusión se adueñó de la playa. Una veintena de hombres y mujeres que
descansaban y tomaban sol comenzaron a correr de un lado para otro como si un
maremoto se precipitara sobre la costa. Los niños gritaban por sus madres, asustados
por el desorden general.
Los agentes disfrazados internados en el mar bracearon con ímpetu y ya estaban
realmente muy cerca de atrapar a Romero. Habían formado una pinza imaginaria que
amenazaba a Evert por ambos lados.
Era el momento de abandonar la escena.
La escalerilla se había internado unos metros más adentro. Evert debería nadar
con rapidez si deseaba atraparla a tiempo. De lo contrario, la fuerza del viento empujaría
al globo a lo profundo del mar y el bromista quedaría librado a su propia suerte.
—Apúrate, Evert se levanta la ventisca y no puedo sujetarlo por más tiempo —
gritaba el piloto desde la altura.
El cambalachero comprendió que su humor había sobrepasado los límites en esta
ocasión. Lo sintió por primera vez; pero no había tiempo para lamentaciones. Debía
escapar. Ya los agentes, nadando a toda carrera, le pisaban los talones.
El moreno se dirigía hacia la escalerilla cuando descubrió sobre la superficie del
mar unos brazos que se agitaban sin sentido. Un cuerpo pugnaba por emerger, al tiempo
que se hundía como una boya enloquecida por el oleaje.
Una de las muchachas se había asustado y el impulso por escapar la había llevado
hacia adentro, en lugar de alcanzar la orilla. Era una niña que apenas podía gritar pues
ya tenía sus pulmones cargados de agua. En segundos más se ahogaría.
Evert no lo dudó un instante. Abandonó la dirección del globo que se perdía
definitivamente y braceó en dirección de la chica para rescatarla. Una ola lo ayudó a
desplazarse con vertiginosa celeridad hasta toparse con la camilla flotante que estaba a
la deriva, perdida en el océano. El hallazgo fortuito de la goma lo reconfortó.
No estaba lejos de la muchacha pero debía darse prisa.
En un abrir y cerrar de ojos la perdió de vista.
Evert enloqueció.
La niña se había hundido inexorablemente.
Nadó en semicírculo para poder ubicarla.
Tomó aire y se sumergió. Tanteó con sus brazos la profundidad y en un golpe de
suerte asió de la cabellera a la muchacha. Fueron unos segundos de desesperación total.
Depositó a la niña sobre la camilla cuando sintió un tirón brusco sobre su cintura
y dos recios golpes en la espalda. Los agentes lo capturaban en ese momento, mientras
dos guardavidas interceptaban a la ñiña.
Evert no ofreció resistencia y fue conducido hasta la orilla, tomado del cuello y
los pies por cuatro hombres.

***
LA ZONA DEL PERRO

Cuentan los más antiguos pobladores de la ciudad que hace ya unos cuantos años,
en una época un tanto indefinida por la memoria, los vecinos del barrio Constitución
denunciaron reiteradamente la aparición de un perro espectral vagando por la zona.
Tanto fue el temor a esa extraña bestia que la gente dejó de salir de sus casas por las
noches y la otrora “Avenida del Ruido” se transformó en un páramo, una vez que el sol
se ponía detrás del horizonte.
Aquellos locales de expendios, que solían tener sus puertas abiertas hasta bien
pasada la medianoche, modificaron sus horarios de atención al público y poco faltó
para que después de las siete de la tarde prácticamente se echara a los clientes que se
acercaban al mostrador, ignorantes de los extraordinarios sucesos que empezaban a
manifestarse iniciado el crepúsculo.
No se sabe bien cómo ni por qué, el perro fantasma fue bautizado con el nombre de
“Duque” por el único semanario local que se animó a publicar algo sobre el tema. Era
lógico que los cronistas y periódicos considerados “serios” obviaran la noticia y no
desearan ser etiquetados de “amarillistas” por las personas que, viviendo lejos de
Constitución, se burlaban de la historia.
Así todo, las chanzas diurnas se diluían a la hora de las sombras y ninguno de los
graciosos del centro se animó nunca a recorrer la “zona del perro” pasadas las 20:00
horas.

Las bestias velludas y los perros espectrales en particular han venido ocupando
desde siempre un lugar sobresaliente en el campo de las denominadas Ciencias
Ocultas. Es difícil no encontrar un libro sobre fenómenos raros que no mencione al
menos una o dos historias de canes fantasmas diseminando el miedo en distintas partes
del planeta. Inglaterra y Francia tienen muchas de esas historias, pero era la primera
vez que algo semejante ocurría en el litoral del Atlántico Sur, en la ciudad turística más
importante de la Argentina.
Desde el mes de junio de aquel año, algo se dedicó a matar hasta treinta ovejas por
noche en las inmediaciones de la Ruta Nacional 2, produciendo profundas incisiones en
la garganta para chupar toda la sangre, amén de desgarrar suculentos pedazos de carne,
en muslos y estómagos. El monstruo dejaba tras de sí unas huellas largas, como de
perro, aunque mayores y más fuertes que lo común. La amenaza se expandió pronto a
lo largo de toda la gran Avenida Constitución, a la vez que furiosos hombres armados
empezaron a recorrer en grupos el área de influencia, disparando contra animales
solitarios o vagabundos.
Uno de los casos clásicos ocurrió en una casa cita en la esquina donde años más
tardes se levantara la soberbia boite Enterprisse.
En esa ocasión, la señorita Amelia Unges estaba despierta en la cama cuando una
figura “fantasmal” abrió la ventana y se lanzó hacia el tocador del cuarto. Los gritos de
la joven despertaron a sus dos hermanos, Eduardo y Miguel, que rompieron la puerta
cerrada con llave desde dentro, para llegar hasta ella. La hallaron inconsciente en
medio de la sangre que manaba de las heridas del cuello y hombros. Vieron una figura
que se alejaba presurosa por el trecho de césped que había afuera y, aunque fueron tras
ella, se les escabulló.
Otras mujeres de por allí informaron de ataques similares, perpetrados por una
horripilante aparición perruna y el rumor se hizo tan grande que pocos fueron los que
pudieron dormir plácidamente durante las noches.
Un mes más tarde, los misteriosos vagabundos estaban de nuevo al acecho.
Un sargento de policía le decía al periodista del semanario “La Verdad de Mar del
Plata”:

“He visto personalmente dos de los animales muertos por el Duque y puedo decir,
definitivamente, que es imposible que sea obra de algún perro. Los perros no son
vampiros y no chupan la sangre de las ovejas”1.

Pero los testigos presenciales afirmaban que lo era.


Uno de ellos, José María Cavan, describió al animal del siguiente modo:

“Regresaba a casa entrada la noche en un bicicleta que otra persona conducía.


Cuando llegamos cerca del lugar donde se levanta Pancho Freddy , vimos en la vereda
una llama incandescente del tamaño de un sombrero de hombre.’¿Qué es eso?’,
exclamé. Mi compañero me dijo: ‘¡Ssshh!! y de inmediato clavó los frenos, deteniendo
la bici en seco. Entonces pude ver un inmenso perro negro exactamente delante
nuestro. Era el ser más extraño que jamás había visto. Era del tamaño de un gran
danés, pero muy flaco, tosco, con orejas y cola muy largos, ojos como bolas de fuego y
unos dientes anchos y largos, pues abrió la boca y parecía que nos sonreía. Al cabo de
unos minutos, el perro desapareció como si hubiera sido una sombra o si se hubiera
hundido en la tierra y pasamos por encima del lugar donde había estado”2.

Era evidente que algo malévolo acechaba.


¿Un perro vampiro?
Fuera lo que fuese, mordía la yugular de los animales y les chupaba la sangre,
llegando a un promedio de diez por noche. Hasta que, a finales de julio, mató a una
niña adolescente. Recién entonces la ciudad vivió en el terror durante varios días,
mientras la policía y enfurecidos vecinos llevaban a cabo una infructuosa búsqueda.
Según todos, el ser se presentaba sólo de noche y desaparecía de inmediato
después de sus ataques. Por esa razón no faltaron los charlatanes que afirmaran con
vehemencia que se trataba en realidad de un lobisón, de un hombre capaz de
convertirse en animal bajo los influjos de la luna llena y el permiso del Diablo.
Pero el Duque no respetaba al satélite natural de la Tierra. Aparecía en cualquier
noche, desatendiendo los supuestos designios lunares y burlándose de la hipótesis más
descabellada que se esgrimió por entonces.
¿Un Hombre-lobo en Mar del Plata? ¿A quién podía ocurrírsele semejante
desatino?
Era una locura.
Pocos lo creyeron, pero esos pocos fueron suficientes para que la historia empezara
a circular por cada bar, por cada rincón de amigos y en cada barrio. Hasta que a fines
de agosto, esgrimiendo un currículum no oficializado por la ciencia, Pierre Bossló llegó
a la ciudad.

Podría decirse que Bossló fue un adelantado en su época.


1 Publicado por el semanario “La Verdad de Mar del Plata”, julio de 1946, pág.
23.
2 Ibíd, Pág. 24.
En un tiempo en el que los cazadores de monstruos y fantasmas no eran habituales
(como lo son ahora, debido al ímpetu de la New Age y el renovado espíritu esotérico
que empapa a la sociedad de principios del siglo XXI), él, un desconocido viajero
francés de Lyón, llegó al balneario esgrimiendo una batería de teorías muy poco
convencionales, que pocos aceptaron y la mayoría jamás comprendió.
Se auto-titulaba Especialista en Fenómenos Psíquicos y, bajo la recomendación de
un señorito de Buenos Aires, se apersonó una tarde en las instalaciones de la Sociedad
de Fomento del barrio Constitución. A poco de presentarse, e impactar a todos con su
castellano afrancesado, que sonaba tan exótico como su propia apariencia, propuso una
solución al problema que aquejaba a la zona.
—Lo que debemos hacerg —dijo gesticulando como un sabio ante la sorprendida
comisión barrial— es genergarg un campo de santidad todo a lo largo de la avenida. Es
la única forgma de detenerg al ente maligno que los asola.
Naturalmente, tuvo oposición. El Padre Julián Bovo de Revello, párroco de la
diócesis, fue el primero en estallar.
—¡Cómo se atreve a invocar métodos que son propios de la Iglesia! —gritó en
cierta oportunidad— ¡Jamás permitiré que se menoscabe el símbolo máximo de la
cristiandad de esa forma! ¿A qué mente desencajada se le ocurre poner una cruz en
cada esquina de la avenida Constitución? ¡Eso es una blasfemia! ¡Un acto de
superstición ignorante! ¡Mientras yo esté a cargo de la parroquia, jamás permitiré que
ese francés desequilibrado haga eso!
De inmediato se formaron dos bandos.
Estaban aquellos que respetaban el aparente conocimiento del extranjero, y los
otros que, temerosos del castigo divino, se encolumnaron detrás del buen Padre Julián.
Como era de prever, el semanario amarillista que se encargaba del tema —y al sólo
efecto de vender unos cuantos ejemplares más— se puso del lado de Bossló, de quien
publico una foto a toda página, mostrándolo mientras histriónicamente movía sus
manos delgadas y bien cuidadas en una de sus tantas charlas proselitistas.
En tanto, por las noches, los aullidos del Duque y sus correrías sangrientas
siguieron metiendo horror en el corazón de los vecinos.

—Quinientos años antes de esta época —sentenció Pierre Bossló—, una plaga de
tegrribles y ategrradores animales recogrrió el Cegrcano Oriente matando a mucha
gente en Agrmenia y Asiria. La Cgrónica de Denys deTell-Mahre los descrigbe como
bestias de hocico pequeño pegro lagrgo, con grandes orejas, como de caballo, y la piel
del lomo fogrmada por cegrdas erizadas. Se decía que estas hogrrendas criaturas
fácilmente se sobreponían a muchos hombres y los mataban. Invadían los pueblos y se
llevaban a los niños. Los pegrros comunes se guagrdaban de ladragrles; y así,
agrrasaron centenares de kilómetros cuadrados de pueblos hasta que, pogr fin,
desaparecieron para siempre....
El pasmado auditorio que presenciaba su parloteo permaneció mudo por unos
segundos. Extasiados, e ignorantes de los lugares que el francés citaba, trataban de
descifrar el complejo argumento histórico, asintiendo con la cabeza a cada aseveración.
Finalmente, una mujer, desde el fondo de una de las filas, levantó el brazo.
—Entonces, ¿capaz que el Duque se vaya en cualquier momento? —preguntó con
una evidente cuota de vergüenza e ignorancia mal disimulada.
—Es posible —respondió el galo—, pegro lo creo muy poco progbable....
—¿Y por qué, Bossló? —intervino Miguel Unges, hermano de una de las víctimas
y testigo presencial del ataque del perro.
Bossló se rascó el entrecejo y seguidamente la barbilla. Trataba de buscar las
palabras justas.
—Migra, Miguel. Si lo que está ocugrriendo aquí es idéntico a lo que pude
estudiagr en Puegrto Grico hace tres años, la bestia greclamará vagrias victimas
humanas más, antes de desapagrecegr por un lagrgo tiempo. Son demonios asesinos,
cagrroñeros, que necesitan de estas andadas para luego entragr en estado de letagrgo
dugrante décadas.—Hizo un silencio prolongado mientras buscaba entre sus papeles.
Parecía ansioso, preocupado por algo. Revolvió durante unos segundos y por ultimo
exclamó: —¡Aquí lo tengo! —sacudiendo una hoja de papel, amarillenta por el paso
del tiempo—. ¡Acá está!...
Todos los presente en el salón se acomodaron en sus sillas y estiraron sus cuerpos
hacia delante.
—Este documento, que encontré en un agrchivo privado de un buen vecino de
ustedes, prueba, damas y caballegros, que Duque ha incugrsionado pogr esta zona
hace muchos años. —Estiró el papel algo arrugado y levantó su pera sin falsa modestia,
decretando: —Lo que de algún modo configrma mi hipótesis.
El auditorio se impacientó y por un instante el sonido de las patas de las sillas,
reacomodándose, opacó la fuerte voz del francés.
Cuando el silencio volvió a reinar, Bossló arguyó siguiendo el texto con la mirada:
—En 1856 una cagravana tgirada por bueyes agrribó a estas costas, procedente de
Grío Grande do Sul, Brasil, con la intención de buscagr un espacio progpicio para
instalagr un saladegro. Digrigida pogr un tal Coelho de Meyrelles, éste decidió
asentarse a orillas de un arroyo llamado Las Chacras y mandó a construgir en el
pagraje un muelle de hiegrro y un gran cogrral, para encegrrar a la hacienda
cimagrrona que andaba por estas comagrcas. Ya desde entonces —continuó—, los
primegros peones empezagron a hablagr de pegrros salvajes que vagaban por los
campos. Era natural que así fuegra y todos estaban acostumbragdos a ellos. Los
pegrros fuegron útiles ya que devograban las vacas y yeguagrizos que habían sido
despojados de los cuegros, y quedaban pudriégndose por ahí. Hacían las veces de
grecolectores de regsiduos —bromeó sin éxito entre los oyentes—. Pero los pegrros
eran más y más cada día, pogr lo que Meyrelles se vio en la necesidad de ogrganizar
pagrtidas para eliminarlos.
—¡Pobrecitos!... —exclamó una señora ya entrada en años, desde la primera hilera
de sillas.
—Llegó a pagagr muy bien por cada cola que le traían —continuó Bossló
desatendiendo el comentario de la vecina—. Pegro como los paisanos pícaros lo
engañaban con colas de otros animales, el pogrtugués exigió la pregsentación de las
cabezas. Hasta que un día uno de sus tragbajadores desapagreció en una de esas
incurgsiones de cacería.
Al francés le encantaba generar suspenso en sus conferencias. No era de los que
iban al grano en sus explicaciones. Gozaba con los rodeos lingüísticos y los largos
preámbulos. Esa era una forma de exponer todo lo que conocía, todo lo que había
investigado; pero muchas veces, la incomprensión más absoluta lo rodeaba y terminaba
hablando para sí mismo. Recién cuando los rostros de sus oyentes empezaban a
distraerse, mirando para otro lado, revisando sus uñas o masticando aire, Bossló
encausaba sus alocuciones hacia los aspectos puntuales del caso que investigaba.
Esa tarde debió enfocar el tema central mucho más pronto que en otras ocasiones.
—Pagra gresumir —dijo casi con resignación—, desde que aquel hombre
desapagreció, se sucedieron una media docena de muegrtes mistegriosas. Todas de
muchachos jóvenes y fuegrtes, que sabían defendegrse y que ya tenían una
expegriencia de años matando pegrros salvajes.
—¡Pobre gente! —volvió a interrumpir la vieja de la primer fila.
Bossló le echó una mirada incisiva, fijándola unos cortos segundos en los ojos de la
mujer.
—Pgero eso no es todo. Regvolviendo viejos papeles, como les dije, encontré esto
—y levantó una carta manuscrita, escrita con tinta negra, arrugada y sucia—. Este es el
testimonio escrigto de una peón alfabetizado que jugro habegr visto al Diablo con
fogrma de pegrro.
Una exclamación apagada retumbó en las paredes de la sociedad de fomento. Todos
parecieron despertarse repentinamente.
—¡Ese es el Duque! —prorrumpió la mujer, llevándose las manos a su boca.
Bossló la ignoró y miró hacia las filas de atrás intentando controlar sus nervios.
—No estoy ciento pogr ciento segugro de que lo sea, pegro las descrigpciones
concuegrdan en muchos de sus aspectos —dijo—. Los ojos inyectados de sangre,
grojos como fagroles; el inmenso tamaño del animal y, muy especialmente, la manegra
en que desaparegció, según se consigna en esta cagrta. —Hizo una pausa, releyó el
papel que colgaba de sus dedos y anunció: —¡Se desvaneció en el aire como si
estuviera hecho de bruma!
—¡Es él! —gritó un hombre de mediana edad, visiblemente alterado—. ¡Es él! ¡Ya
no tenga dudas, doctor! ¡Es el mismo que vi la noche pasada!
Le costó un poco al francés ordenar el alboroto que se armó a raíz del comentario
de ese supuesto testigo. Finalmente, cuando las charlas entre ellos se hubieron
calmado, Bossló reencausó su alocución hacia el problema central que los convocaba
en ese salón.
—Según paregce —dijo con un tono de voz bajo—, el monstruo abandonó esta
costa después de vagrios crígmenes más; especialmente de vacas. Todas fuegron
exprimidas hasta que no les quedó una gota de sangre en las venas. Regcién entonces,
desapagreció pagra siempre.... hasta hoy.
—¿Y qué vamos a hacer?
La pregunta de Unges más que pregunta era una clara manifestación de exigencia.
—Lo que yo progpuse.... Ese asunto de las crugces, pegro nadie quiegre
enfrentagrse a.....
—...¡Que se pudra ese cura! —prorrumpió un joven—. ¿Qué solución nos ha dado,
eh? ¡Ninguna!.... Yo opino que hagamos lo que el francés dice: ¡empecemos a clavar
las cruces! ¡Y que se cague!....
De pronto, un coro de exclamaciones afirmativas estalló en el recinto.
—¡Sí, hagámoslo!....
—¡Hoy mismo!... ¡Vamos por las cruces!...
—¡Eso, destrocemos al Duque de una vez por todas!...
Para cuando Bossló trató de frenarlos se habían convertido en una turba
enceguecida marchando por la calle.

Pocos quieren recordar lo que sucedió en los dos días siguientes.


Los hechos que se desencadenaron fueron tan extraordinariamente irracionales que
aquellos que participaron — y aún siguen vivos— prefieren no mencionarlo. Incluso,
los reportes hechos por los diarios locales fueron misteriosamente quemados por
ordenes de arriba y cualquiera que consulte los archivos periodísticos de entonces no
encontrará nada al respecto. El miedo y el fanatismo, en extraña competencia,
desencadenaron una verdadera batalla campal en plena avenida, nunca mejor llamada,
“del ruido”.
Todo se desencadenó cuarenta y ocho horas después de la mencionada reunión en
la sociedad de fomento. Los vecinos, afiebrados por dar una solución al problema del
Duque, se pusieron a construir cruces con cualquier material que encontraran a mano.
Se llegaron a contabilizar cientos de ellas, pero como siempre sucede, alguien dejó que
la noticia atravesara el supuesto muro de silencio acordado y el plan llegó a oídos del
buen Padre Julián.
—Si esos paganos deciden cometer el sacrilegio, nosotros —exclamó desde el
púlpito de su iglesia— los frenaremos. ¡No tenemos tiempo, hermanos míos! Me han
dicho que hoy por la noche empezarán a clavar los símbolos santos. ¡No permitiremos
semejante circo!—. Y tan enfebrecidos como los seguidores de Pierre Bossló, salieron
de la capilla en dirección al barrio.
Hacia las nueve de la noche, los dos bandos se encontraron cara a cara. Mientras
unos intentaban plantar las cruces, otros las quitaban. Al principio las agresiones eran
verbales, pero bastó con que alguien tirara el primer puñetazo para que el desastre
estallara.
Piedras, maderos, adoquines y ramas volaron por los aires. Decenas de brazos
rotos, cabezas magulladas, improperios y un cura exaltado como si fuera un
representante de la Santa Inquisición española, hicieron de la gran avenida el escenario
del bochorno.
Mujeres, jóvenes y viejas, se trenzaron de los pelos como luchadores japoneses, en
tanto que los hombres, esgrimiendo barretas de hierro y cruces iniciaron un valet de
saltos y estocadas que culminó con cuatro seres humanos desangrándose en el piso.
Cuatro muertos.
Ese fue el saldo de la vergüenza. Cuatro vecinos acabados por la fuerza irracional,
desatada por un perro espectral.
Según dicen, cuando la batalla terminó, muchos pudieron ver la silueta del Duque
correr a lo lejos, mientras daba un aullido ululante y prolongado, como despidiéndose
después de conquistar el éxito.
Desde ese día no se lo volvió a ver más.
Ni a Pierre Bossló tampoco.

***
DOCENCIA

Y el rector de la institución finalizó su discurso:


—Jóvenes y flamantes maestras de grado, las invito y, al mismo tiempo, las
increpo a que compartan el concepto de que la escuela popular es la base fundamental
de la organización democrática argentina. Señoritas egresadas, sin la acción civilizadora
del maestro auténtico no habrá jamás conciencia republicana, ni discernimiento cívico,
ni armonía social, porque el pueblo será tanto más soberano cuanto más tenga
conciencia cabal de sus derechos y obligaciones, una conciencia amparada por nuestra
sabia Constitución y fomentada por el libre ejercicio de la docencia. Muchas gracias.
Así concluía el acto de colación de la promoción 1875 en el Instituto de
Formación Profesional N* 3 en la ciudad de Buenos Aires.
Las palabras de despedida de la máxima autoridad del instituto fueron
ovacionadas por el público allí presente y recibidas con llantos por las jóvenes que se
licenciaban con el título de Maestra de grado.
Una de ellas era Jorgelina Bustamante. Había desarrollado la carrera en tiempo
record, ingresando en 1873. Su máxima aspiración era ocupar un cargo en el Ministerio
de Educación y hacer carrera rápida para escalar los puestos directivos. En un mundo
dominado por hombres, ya algunas mujeres tenían bien ubicado el trasero detrás de los
despachos de roble con secretaria y todo. Alentada por las ideas feministas y la
competencia entre los sexos, presionada por sus padres en el logro de honores, ya que
no dejaban de recordarle que su hermano había hecho una brillante carrera militar al
servicio de Mitre, Jorgelina se sentía el “bicho raro” de la familia y deseaba demostrarle
al mundo que el éxito también formaba parte de su vida.
La oportunidad de hacer un antecedente importante se presentó por intermedio de
una colega, quien le informó que en la ciudad de Mar del Plata necesitaban docentes
“con empuje”.
Aconsejada por sus profesores, Jorgelina decidió encaminar sus pasos hacia la
lejana ciudad balnearia y cumplir con un servicio en el interior del país, que casi
ninguna de sus compañeras se animaba a realizar.
Allí llegó una mañana de fines de febrero e inició el ciclo lectivo 1876.
Al poco tiempo conoció a un simpático muchacho recién llegado de España, luego
de ejercer la docencia en el ejército de ese país y haber cosechado certificados que lo
habilitaban para ejercer un cargo como maestro. El nombre del joven era José Lijo
López, uno de los primeros maestros con los que contó la ciudad.
Lijo comenzó a frecuentar a la muchacha en la casona utilizada por los
Bustamante para veranear. Pronto ciertas afinidades culturales y el encanto que ella
ejercía sobre él determinaron el nacimiento de un noviazgo que prometía ser duradero y
terminar algún día en casamiento.
Pero Jorgelina Bustamante estaba sólo de paso por la ciudad. Su alma trepadora y
ambiciosa no tenía presente por aquellos días el sentimiento del amor. Además, su
prejuicio de clase no hubiera consentido en formar una relación con un muchacho de
provincia y sin antecedentes familiares respetables.
Lijo colaboraba con ella en el preparado de las clases y le impartió algunos
consejos útiles en lo tocante a psicología infantil, que sirvieron mucho para su voluntad
enérgica y dominante pero sin experiencia directa con la práctica docente.
Aquella mañana de invierno, Jorgelina deambulaba por la calle San Martín rumbo
a la oficina de telégrafos. Debía realizar un contacto urgente con sus amistades en la
capital. Telegrafió a Matilde de Albornoz manifestándole que enviara los formularios de
inscripción al concurso organizado por el Consulado de Canadá cuanto antes. Había
leído la promoción del importante evento en un diario atrasado y lamentó no estar en
Buenos Aires para trabajar en el asunto. Analizó la situación profesional. El concurso
resultaba ser el trampolín con el cual había soñado desde su primer día como estudiante.
La distancia no era un obstáculo insalvable. Desde Mar del Plata se podía entrenar a los
alumnos. El gobierno canadiense no tenía incovenientes en trasladar los tribunales a las
localidades del interior que participacen.
Pero la competencia, el egoísmo y los celos no la dejaban razonar con lucidez. Se
creía con el único derecho a participar. Cuando se enteró de que las maestras locales
estaban organizando un plan para presentarse en conjunto, decidió averiguar qué
tramaban. Tal vez podría robar algún dato valioso.
El concurso versaba sobre el tema pedagógico del momento: los desarrollos
vocacionales. Para ello, el proyecto a presentar debía integrar, por lo menos, tres
materias a partir de un tema que sirviera de eje estructurador. Los alumnos formarían
tríadas y desarrollarían exámenes orales y escritos en forma individual o grupal,
supervisados por las maestras y coordinados por el inspector del distrito
correspondiente.
En realidad, a Jorgelina le importaba un comino la formación de los niños; es más,
los despreciaba y se despreciaba a sí misma por ello. Tener que dar clase en una
localidad periférica como Mar del Plata no era su meta en la vida. Pero si el objetivo así
lo exigía, se sacrificaría. El gobierno canadiense agitaba la llave de la victoria y los
niños marplatenses serían un buen instrumento para alcanzarla.
Aquella tarde en su casa, se producía la primera reunión con las otras colegas
interesadas en el proyecto. Allí dio rienda suelta a su colapso mental y empezó a cabilar
la forma de destruir toda posibilidad de colaboración y solidaridad profesionales.
Las maestras hablaban y hablaban. Ninguna se ponía de acuerdo acerca de los
objetivos y mecanismos a implementar para participar.
Jorgelina estaba desconsolada y su desazón principiaba a fatigarla en exceso, al
punto que pidió silencio de manera abrupta y descortés. Su marcado individualismo no
congeniaba con el natural desarrollo de una conversación entre maestras, quienes dan
varios rodeos antes de aunar criterios.
Las demás colegas la miraron con extrañeza pero no le negaron el pedido. Ella
estaba segura de la mala predisposición que tenía. A sus ojos, todas parecían tan
mediocres y conformistas que le daban náusea. Su mente desvariaba en un torbellino de
evaluaciones, resoluciones y argumentos que no podía elucubrar con claridad.
Josefa, la más arpía del equipo, le guiñó el ojo a su hermana Matilde y
continuaron con aires de modestia falsa y resentida victoria. Las marplatenses, celosas
de la capacidad innata de la porteña recién llegada, tramaban agotarla y hacerle
abandonar el proyecto.
En realidad, no sabían con quién se estaban metiendo.
Josefa aclaró:
—En este punto parece oportuno detenernos a pensar en nuestra práctica cotidiana
en relación con el marco conceptual esbozado. Por eso les propongo que reflexionemos
utilizando como guía las siguientes preguntas: a)¿Cómo ubicaría las evaluaciones que
generalmente administra dentro de las diversas clasificaciones planteadas?
—Pero, chicas, no vamos ahora a pelear por esto. Creo que debemos centrarnos en
lo que el Estatuto prevé para contingencias de carácter internacional... como es el
concurso de bases extranjeras — aclaraba la más tímida del grupo.
—Yo sugiero reformular la pregunta. Más o menos así: ¿considera que en su
práctica las diferentes formas están equilibradas, o cree que debería introducir alguna
modificación? —postuló Delmira, una viuda de escasas miras intelectuales.
—Las evaluaciones son aprovechadas como fuente de información para los
alumnos, los padres o la institución. Yo creo que la forma que asume la evaluación en su
práctica pedagógica concreta es coherente con la forma de enseñanza. ¿Alguna de
ustedes encuentra fracturas entre ambas? —aportó finalmente Eusebia, apodada la
“Porcina” por los chicos.
—¡Fractura es la que te va a quedar en la cabeza si no dejás de decir idioteces! —
gruñó Jorgelina desde el extremo de la mesa.
Todas enmudecieron. Ella, sin advertir la falta de tacto y educación que debía
caracterizar a una docente, prosiguió:
—El certamen es claro y sigue los lineamientos de la Canadian Educational
Association. Si se detuvieran a leer con atención los parámetros en los incisos c3, g4, g5
y h2, comprederían lo que digo... ¡Ah! Me olvidaba; ustedes no saben inglés. O sea
que... ¡Soy la única facultada para seguir las instrucciones a pie de la letra!
Jorgelina miraba con desprecio desde su sitial y su cara empezaba a transfigurarse
detrás de sus anteojitos diminutos y gruesos. Había pasado sólo media hora desde que
iniciaran la reunión y ya no soportaba la colaboración de las demás docentes. Su furia la
había convertido en “otra persona” y en esos momentos dictaba esquemas, teorías y
acciones a implementar en los chicos con incontrolada desesperación. Los síntomas de
soberbia y fanatismo que revelaba en esos instantes no asombraban a sus interlocutoras
pues se venían revelando en forma sutil desde la llegada a Mar del Plata. Lijo López lo
había percibido con el tiempo y su distanciamiento de Jorgelina encontraba allí su
motivo esencial.
La porteña organizó los papeles desparramados sobre la mesa como si trabajara
sola. Se había olvidado de las demás.
Josefa, su principal oponente en la forma de realizar el certamen, se atragantó con
un bizcocho de grasa ante los comentarios lacerantes de Jorgelina. Sorbió unos cuantos
tragos de té y miró a las demás que tenían los ojos bajos y se habían encojido de
hombros, intimidadas por la imponente personalidad de la joven.
Josefa tenía mucha experiencia en reuniones de colegas y no se amilanó ante esa
nueva experiencia. Intentó continuar con la reunión y deseaba ganarse la voluntad de las
demás con un discurso pausado y elegante. La nueva maestra no le quitaría su natural
liderazgo en las lecturas teóricas. Leyó en voz baja y comentó:
—Por lo que interpreto, existe un conflicto entre las exigencias de la acreditación
y la evaluación que se realiza de la tarea de los alumnos. En este sentido ¿cómo lo
resolveríamos?
Nadie prestaba atención.
Sólo la aguda voz de Jorgelina se destacaba en la mesa. La joven maestra no
dialogaba, dictaminaba.
La discusión terminó al cabo de unos cuantos roces e insultos. Una a una, las más
pacatas se fueron retirando, excusándose de indisposición y prometiendo volver a
reunirse.
La última en salir fue Josefa. Antes de cruzar el umbral, acomodó su vestido y
manifestó:
—Vos sos una zorrita y no te saldrás con la tuya. Esto que quede entre vos y yo:
¡estás afuera del proyecto, señorita! ¡Yo controlo a las demás! Te faltan años para
quitarme la dirección de un concurso. ¡Vamos a ver cómo te las arreglás sola!
Jorgelina no la miró y sonrió llena de satisfacción. Eran todas mediocres y les
faltaban muchos certificados para competir con ella.
Había logrado deshacerse de la competencia.
Trabajaría sola. Sólo restaba seleccionar el material humano: los alumnos.
Planificó los pasos a seguir de ahí en más. Los chicos elegidos asistirían a horas
extras de clase para ser preparados. Incluso, si era necesario, tomarían lecciones en su
propia casa.
Los mejores alumnos eran Jorge, de 12 años, apasionado por las Ciencias
Naturales; Laura, de 10, muy buena para Lengua; y Miguel, de 11, un enamorado de la
Historia.
Jorgelina habló con los padres de los niños y los convenció de que era una
oportunidad única en sus vidas la que se estaba gestando a través del certamen.
Aconsejó con lucidez los detalles del concurso y les advirtió que no se dejaran
embaucar por sus competidoras.
Los padres trabajaban todo el día en el puerto y las madres en un pequeño taller de
hilado y costura para generar una ganancia digna. De manera que la primera semana fue
un alivio para ellos saber que sus chicos estaban protegidos en la escuela o en casa de la
maestra.
Las pruebas eliminatorias de la primera ronda se efectuaron con normalidad en el
salón del municipio. Las autoridades educativas de Buenos Aires y los agregados
culturales de la Canadian Educational Association corrigieron las pruebas y
determinaron los resultados.
Los tres niños elegidos por Jorgelina fracasaron.
La derrota terminó de enloquecer el entendimiento de la docente.
Sin embargo existía una última oportunidad, para dentro de cinco días.

Los chicos desaparecieron un lunes al mediodía


La desesperación se apoderó de las madres que recurrieron todas a la oficina del
Juez. ¿Dónde estaban sus hijos? Se removió cielo y tierra en busca de las criaturas hasta
que llegaron a la conclusión de que la maestra debía saber la verdad.
¿Era posible que Jorgelina los hubiera secuestrado para adoctrinarlos
nuevamente? Los rumores y sospechas se centraban en su casona de la calle Uriburu.
No tardarían en saber qué ocurría con los desaparecidos.
Allí encaminó sus pasos el Juez de Paz acompañado de Lijo López que
reconstruía escenas de su relación con Jorgelina e intuía la desgracia que se avecinaba.
La madrugada del martes la policía convocó a sus efectivos en las inmediaciones
del domicilio de la maestra. Se trataría de evitar el escándalo según lo aconsejado por el
Inspector de Educación del partido. Mientras tanto, la prensa preparaba su titular más
jugoso en meses: “Maestra secuetra niños”.
El Juez de Paz y dos oficiales comisionados estaban a punto de entrar con pistola
en mano por los fondos.
Un tilbury estaba estacionado sobre la vereda de la izquierda cerca de una
arboleda. Desde allí la silueta extenuada de los caballos delataba la inminente llegada
del carruaje. No se sabía la cantidad de personas que se encontraban en la vivienda y se
temía que hubiera hombres hostiles.
En el interior de la casa, una luz tenue de candil iluminaba el tétrico escenario de
la cocina. Una vieja muy maloliente cerró el cortinado que daba al gallinero.
Lijo se aproximó hasta la verja e hizo un ademán para que se acercaran los
agentes que estaban en la acera de enfrente, detrás de los eucaliptus. Estiró el cuello y
por las ranuras de un postigo apolillado pudo ver finalmente a los niños con caras tristes
y mucho sueño sentados a la mesa de madera. Aparentemente se disponían a cenar.
Unas ollas hervían y despedían vapores densos.
Minutos más tarde, los chicos ingerían una pestilente sopa hecha de algunos
desperdicios carnosos que la vieja extraía de una olla descascarada y grasienta.
Laurita tenía los pies atados a la pata de la mesa de algarrobo y su silla
desvencijada cojeaba por la izquierda, martillando con el taco de la pata el piso de
madera. Jorge, el más sereno del grupo trataba de memorizar los compuestos de las
vitaminas y minerales con solemne responsabilidad. En su interior la desgracia y el
temor se debatían con violencia. Miguel estaba muy intranquilo. Ya cansado de contener
el llanto principió a lagrimear y sus mejillas se sonrojaron.
Jorge trató de alcanzarle un pañuelo de su bolsillo para que se secara.
Jorgelina se dio vuelta y advirtió la escena. No soportaba que los niños lloraran.
Asió al niño sentado y lo empujó hasta hacerlo rodar por el suelo mientras lo amenazaba
con insultos.
El panorama era desolador.
Jorgelina recogió su pelo y remangó su camisola. Ya retiraba los platos de la mesa
cuando le dijo a la criada:
—Cuidá la entrada. Presiento que la policía ya está afuera. No quiero que los
milicos me estropeen el proyecto —dijo Jorgelina muy demacrada y pupilas dilatadas.
Por un momento comprendió que su empresa era una locura. Un silbato la
devolvió a la realidad. El Juez de Paz gritaba desde la acera algo que se confundía con
el girterío general de los vecinos apiñados en el extremo de la cuadra.
—¡Retiren a los chicos y conversemos, carajo! ¡No queremos que esto pase a
mayores! ¡Resolvamos con calma la situación, che! Pero que salgan los niños primero.
¿Me oís, mujer?
Ninguna señal desde el interior.
El juez acababa de agotar su diplomacia. Dispuso más gente para que rodearan la
casa con cautela y le concedió a López una última tentativa de conciliación.
Después forzarían la entrada.
Según los curiosos vecinos, era posible que hubiera armas en la casa. Algunos
creían haber escuchado disparos dos noches atrás. Se comentaba que la vieja poseía la
escopeta de su difunto marido, la que usaba para cazar liebres en el campo.
Efectivamente. Una descarga detonó en la parte trasera. La criada pretendí así
ahuyentar la amenaza policial.
Un perro empezó a ladrar y algunas todas luces de la cuadra se encendieron de
inmediato. Advertida Jorgelina del disparo y el distubrio comrendió que su plan
empezaba desmoronarse.
La obstinación no la dejaba analizar la situación que se avecinaba. Tomó a Jorge
por las orejas y lo sentó al lado suyo en el salón. El chico debía repetirle paso por paso
la lección que había seleccionado para el certamen.
En su delirio se sentía ya ganadora del concurso.
Ojerosa corregía con un palo de escoba corto las imperfecciones de la lección. El
chico tenía las piernas con varios moretones y repetía.
—Entonces Jorge ¿qué ocurre con las vitaminas? ¡Dale!
—Esta vitamina juega un importante rol como antioxidante celular... una cuestión
que vamos a tratar en forma detallada un poco más adelante.
—¡Te dije que no pospongas los temas porque te exponés a preguntas del tribunal
que no son convenientes. Además, dejás impaciente al jurado con los conocimientos!
¡Dale! —gritaba la docente indolente.
—También facilita... —continuaba el pequeño— la absorción de hierro y participa
en la producción de las sustancias de sostén que forman el entramado que sustenta a las
células.
—Bien!¿Cuál es la sustancia más abundante? —preguntó la joven que desvariaba
frenética pero concentrada en la exposición.
—La sustancia más abundante en esta trama es el colágeno, muy de moda en estos
días debido a sus aplicaciones en artículos de tocador. Se ha dicho que sin colágeno, los
animales quedarían reducidos a un amontonamiento de células interconectadas por
algunas neuronas. También gracias al colágeno, las heridas cicatrizan, en forma
resistente. Los investigadores creen que las hemorragias y los hematomas “moretones”
que caracterizan al escorbuto, se deben a la facilidad con la que se rompen los vasos
sanguíneos cuando su sostén es inadecuado.
—¡Vos no sos consciente de los progresos que estamos haciendo juntos, Jorgito!
—decía la docente con exultante emoción.
El niño había aplicado la estrategia de favorecer los requerimientos de la demente
maestra. De esta manera, protegía al resto de los chicos, mucho más atrasado en el
estudio. A los demás les costaba un poco y él estaba muy consciente de ello. Debía
distraerla con su memoria y respuesta precisas. Así, sus amiguitos no serían castigados.
La campanilla de la entrada sonó dos veces. Alguien llamaba desde el exterior.
La criada interrumpió la lección del chico e informó a Jorgelina de la visita. La
maestra conocía de sobra los motivos de una llegada tan imprevista. Lijo no se había
comunicado con ella en varios días. Tampoco aprobaría sus métodos pedagógicos. No
obstante consintió en recibirlo.
López entró adoptando una expresión desinteresada que, dadas las circunstancias
apremiantes, no convencía a nadie. La atmósfera que se respiraba en la casa era tensa y
español se cuidaba bien las espaldas. Estaba advertido por el juez de la presencia de la
vieja armada con antecedentes de pendenciera en otros distritos de la zona.
Jorgelina lo recibió con naturalidad. Hacía mucho que no se veían; se habían
distanciado por discusiones estériles sobre el futuro de la educación y la pedagogía. Al
final, cuando comenzó lo del certamen ya todo estaba sepultado entre ellos.
—¡Lijo, qué grata sorpresa!—dijo y se acercó con intenciones de besarlo en la
mejilla pero el muchacho se mostró reacio en su gentileza.
Las circunstancias apremiaban y ya no servía mantener las apariencias. Afuera el
corrillo y los murmullos eran más que elocuentes.
—Jorgelina, los padres de este chico reclaman su presencia en el hogar. Estoy
colaborando con el juez en la búsqueda de los niños.
Jorgelina no escuchaba y seguía con su discurso:
—Este chico ha hecho progresos maravillosos a mi lado. No creo que los padres
se opongan a que lo tenga por unos dias más. Escucháme la posibilidad es...
Lijo interrumpió el monólogo de la maestra:
—No creo, querida mía, que estés en tus cabales... Jorgelina, necesitás ayuda y
estoy aquí para interceder en tu favor. Has ido muy lejos con todo esto.
La mujer se cruzó de brazos y observó al niño sentado sobre el diván con la vista
perdida en algún rincón del salón. Luego le dirigió a Lijo una mirada ofensiva y
temeraria, como si su interior fuera un volcán contenido por los modales de rigor.
—¿Dónde está el resto de los chicos? Terminemos con esta farsa —concluyó Lijo
de pie y dirigiendo sus escrutadores ojos a todos los ángulos de la estancia.
Ambos adultos se quedaron inmóviles y en silencio por unos instantes. Jorgito se
incorporó de su asiento y se acercó a la maestra implorando:
—¡Yo quiero regresar a mi casa, señorita!
Jorgelina abrió los ojos desmesuradamente, tomó al chico de la solapa de su
chaqueta y lo levantó unos centímetros del suelo. La furia la poseía nuevamente. Luego
dijo:
—¡Ahora te pones a resolver estos ejercicios y todos contentos! La Junta
Evaluadora se reúne el próximo miércoles, ¿entendés? ¡No hay más tiempo! ¡Idiota, vos
y tus compañeritos!
Lijo se precipitó sobre la dama y la zamarreó del brazo al tiempo que imprecaba
con desesperación:
—¡Basta! De un momento a otro entrarán y sólo Dios sabe en qué tragedia
terminará esto. Temo por los chicos pero también por ti. ¡Escucháme por favor!
Pero las palabras estaban de más a los oídos de la maestra. Jorgelina lo miró
fijamente a los ojos. Era una despedida.
Lijo supo entonces con desazón que no entraría en razones. Una desilusión
atravesó su espíritu en una fracción de segundo. Esa mujer no se entregaría.
Habría que reducirla.
La maestra se deshizo del apretujón y retrocedió unos pasos hasta una mesita
sobre la cual descansaba un quinqué. Sin dudarlo un instante, arrojó al piso el farol con
desdén y el depósito de vidrio se hizo añicos contra el suelo. La habitación se sumió en
la oscuridad. El olor a querosén inundó la estancia.
Por milagro no se produjo fuego en el recinto.
Ruidos de pasos se sucedieron y Jorge gritó fuera de sí, presa del pavor extremo.
Una risa contenida asaltó a Lijo por la espalda. Todavía no comprendía el peligro
mortal que se ceñía a su alrededor.
La risa se interumpió con unos quejidos roncos acompañados de toz entrecortada.
El hombre comprendió que la criada vigilaba la escena. Pero, ¿por dónde había entrado
la vieja criada? ¿Qué intenciones tenía?
Lijo se agachó temiendo ser víctima de un balazo de escopeta. Una puerta chirrió
en la lejanía, en los fondos indecibles de la casona. Más ruidos de oxidadas clavijas y
goznes sonaban confusamente. Llantos infantiles perdidos por algún rincón se sucedían
indefinidamente.
El juez se estaba demorando. El plazo convenido ya había caducado. Algo debían
sentir allí afuera. ¿Por qué no tomaban por asalto la vivienda de una vez? La mente de
Lijo no podía terminar de asociar sus pensamientos.
No sabía si alguien entraba o salía de la estancia. Todo el barullo parecía cercano
y lejano, a la vez.
La sucia criada apareció, espectral, sobre una de las paredes laterales del salón. Su
presencia se había materializado de la nada y tomó por sorpresa a Lijo que ya lograba
ubicar las puertas y mantenía la mirada fija en ellas.
El olor a orín se mezcló con el del querosén.
Un grito ronco y estrepitoso de la mujer resonó en la oscuridad.
—¡Prendé una la luz, hija, que no veo!¡Jorgelina! ¡Tengo al maestrito acá!
Un fogonazo atronador se descargó como relámpago en la oscuridad. La criada
accionó la descarga de escopeta y su mala puntería destrozó un ángulo de la cómoda.
La vieja era torpe con las manos, lo cual le daba ventaja a Lijo para intentar
quitarle el arma. Se arrojó entonces sobre la mujer. Sin fuerzas y confundida, ésta perdió
el equilibrio y rodó por el suelo.
El cuerpo rechoncho y pesado de la vieja no dio señales de vida luego del
estrépito producido por la caída. Lijo se encontró de pie y con la escopeta en la mano.
Revisó el arma. Estaba descargada. La arrojó al suelo y huyó hacia la puerta por la
que creía haber entrado.
Se equivocó. Sus pasos no alcanzaron la salida sino que lo habían conducido, de
improviso, a otra habitación.
Otra vez estaba desubicado. Se puso realmente nervioso. Deseaba escapar de la
casa.
—¿Por qué me hacés esto, amor? —la voz de Jorgelina se mezclaba con el llanto.
Alguien más se recortaba al lado de sus faldas. De seguro era uno de los niños que
no podía articular palabra alguna.
Una estantería se descorrió como por arte de magia. La muchacha se perdió detrás
de ella. Luego se sintieron pasos alejándose rumbo a un corredor.
Se quedaron solos.
Lijo entonces aprovechó para susurrar enérgicamente:
—Jorge..., Jorgito, Laurita... ¿quién está ahí, por favor?
Nadie contestó.
El murmullo que provenía de la calle lo distrajo un momento. El secuestro ya
había dejado de ser un asunto secreto y el barrio empezaba a hacer sentir su presencia.
El ruido de las carretas desconcertó a Lijo que miraba detrás de las cortinas y por entre
los gruesos barrotes de la ventana. Más efectivos y varios civiles amenazaban con
entrar.
No advirtió que la puerta de la habitación se había abierto otra vez y de manera
sigilosa.
Alguien acababa de entrar, refugiándose en la penumbra densa y negra.
Los padres de las criaturas discutían con las autoridades y las madres lloraban sin
consuelo arrodilladas sobre la grava mientras otras mujeres las compadecían. Deseaban
entrar pero la policía se lo impedía. La gente del pueblo ya invadía la verja que
delimitaba el jardín y el tumulto allí afuera había olvidado el drama del interior.
Lijo se incorporó sobre la ventana para poder observar mejor lo que sucedía en el
exterior.
Fue una equivocación de su parte. La claridad de la luna recortó su figura y delató
su posición.
Un dolor desgarrador se apoderó de su brazo izquierdo, al tiempo que escuchó el
metálico golpe sobre el marco del ventanal. Un tajo no muy profundo le estremeció las
carnes hasta hacerlo gritar sin consuelo. El hacha lo había lacerado con relativa
profundidad.
Su instinto de supervivencia hizo que su cuerpo echara a correr en la oscuridad.
No tenía sentido de la ubicación del mobiliario. Su cuerpo se tumbó contra el suelo al
tropezar con la punta de una mesa. Su cabeza golpéo contra el borde del mueble pero no
se desmayó. La presencia misteriosa acechaba a sus espaldas y el reflejo que entraba por
la ventana recortaba su figura.
Se arrastró hasta colocarse debajo de la mesa, en un intento desesperado por
protegerse de otra cuchillada. Se tomó la herida con la mano derecha y comprobó que su
brazo chorreaba bastante sangre. Desanudó la corbata e improvisó un torniquete
mientras giraba su cabeza para todos lados. Estaba en la más absoluta indefensión.
Debía alcanzar la salida, aun a riesgo de perder la vida en el intento.
No acertó a coordinar los movimientos pero se deslizó por el suelo y en la huida
alcanzó el pasillo de entrada.
Escuchó dos impactos más de hojas de metal contra las superficies de las paredes.
¡Eran los hachazos! Descargas brutales e indiscriminadas que le pisaban los
talones. A tientas y por milagro, encontró una puerta con vidrio que dejaba filtrar la
claridad de la noche.
Accionó el picaporte y estaba trabado.
Un cuerpo que respiraba agitado, rozó su espalda y creyó que era su fin.
El picaporte giró.
Lijo abrió la puerta finalmente y se zambullós sobre el césped gritando por ayuda
con todas sus energías.
Ya el juez entraba por la verja ubicada detrás del ligustro acompañado de oficiales
y vecinos. Mientras unos socorrían al maestro, otros contemplaban azorados la puerta
por donde había escapado.
—¡Alto en nombre de la ley! —gritó el juez mientras apuntaba con su pistola en
esa dirección. Los demás policías lo imitaban.
Lijo giró su cuerpo y observó la terrorífica estampa de Jorgelina quien, debajo del
marco de la puerta, aparecía lentamente. El mameluco gris que había vestido sin
aparente razón le confería a su delgada silueta un aspecto macabro. Empuñaba con
firmeza el hacha ensangrentada.
Su mirada perdida aún conservaba la dulzura que Lijo jamás borraría de su
memoria.
Ya las fuerzas y el natural temple de la muchacha se agotaban. Todo había
resultado una locura. Arrojó con mano muerta el arma al suelo y se tomó la cara con los
manos.
Estaba desquiciada.
Los agentes procedieron a detenerla y fue conducida a la enfermería de la
municipalidad.
Lijo se restableció al instante y acompañó al juez al interior de la vivienda.
Varios hombres transitaron los pasillos interiores de la casona y llegaron hasta la
habitación de la misteriosa estantería.
Unos gemidos casi inaudibles se esparcían por el lugar. Lijo y los demás revisaron
la alacena pero no encontraban el picaporte para accionar su desplazamiento.
No lo dudaron. Procedieron a destrozar el mueble y traspasaron el umbral. Se
encontraron con un diminuto cuarto que contenía en el suelo la puerta de un sótano.
Los chicos estaban allí encerrados.
Lijo fue el primero en penetrar por la estreccha escalerilla del subsuelo. Una
alegría incontenible lo invadió cuando encontró a las criaturas.
Los niños aprendían algunas lecciones bajo la luz de un candil. Estaban sentados
en cajones de fruta y la niña se había orinado encima. La vergüenza le había producido
un espasmo y estaba tiesa como una roca.
Cuando Lijo y los policías terminaron de sacarlos, Jorgito, no consciente de que
eran finalmente rescatados, exhibió un arrugado papel y preguntó:
—Maestro, no me sale esta fórmula, ¿me puede ayudar, usted?

***
ESTATUAS

Ignoradas por el trajín de la vida cotidiana, y sólo apreciadas por algún que otro
turista amante de las Bellas Artes, las esculturas de las plazas marplatenses consumían
su tiempo en un total y degradador olvido. Era como si la inclinación artística del
pueblo, antes orgulloso de sus obras públicas, se hubiera disuelto por el salitre del mar,
dejando en el abandono, y en las manos de improvisados escritores de graffiti, el
resultado de una inspiración tan humana como la especie misma.
Plazas y paseos expresaban esa degradación.
Descascarados, húmedos, rotos, sin cuidado alguno, muchos de los monumentos
que antes pronunciaran el afán por el Progreso y la confianza en el futuro, habían
pasado a ser testigos mudos de una decadencia que no sólo se expresaba en la mala
conservación de los mismos, sino en las actitudes, comportamientos y valores puestos
en juego por la nueva camada de escultores: la terapia manual y el snobismo.
¿Dónde fue a parar el arte que exaltaba la belleza?, pensó Prudencio Moreno,
mientras observaba desde una banca de madera la pintarrajeada figura del Quijote.
¿Qué clase de virus había invadido a aquellos que se decían artistas?... Y, lo que es
más, ¿por qué nadie se preocupaba de limpiar lo poco que quedaba del buen gusto
escultórico?
Mirando la delgadez del Hidalgo de La mancha, se dio cuenta que los buenos
tiempos habían pasado. Ya no era posible regresar a ellos. ¿A quién se le hubiera
ocurrido en su época escribir con aerosol “Viva Boca” en las ancas de Rocinante, o
embadurnar de amarillo el rostro de Sancho Panza?...
Se quedó largos minutos auscultando la efigie del caballero español que, lanza en
mano, parecía estar lanzando un grito de protesta al océano. Lo recorrió con la mirada
y sintió cuán poco era lo quedaba del personaje de Cervantes. Eso que se levantaba allí,
a un costado de la Plaza España, era la sombra de la egregia obra que algún día había
sido. Un mero fantoche; un ordinario recipiente de propaganda futbolística.
—¡Animales! —exclamó por lo bajo sintiendo que la indignación se le atoraba en
la garganta. Y tras observar su reloj pulsera se paró y pegó la vuelta. Debía estar en la
casa para el mediodía.
Mientras avanzaba arrastrando con pesadez sus casi ochenta años, la imagen
diáfana de Roger Balet se le dibujó en la memoria. Ya no quedaban hombres como él,
pensó. Levantó sus ojos y a lo lejos, la distinguida estatua en bronce de un General San
Martín ya anciano, se contorneó por lo celeste del cielo.
—A usted todavía no han podido alcanzarlo, mi General... —le dijo en media
lengua al monumento, y se le humedecieron los ojos.
Desde 1956, aquel bronce glorioso señoreaba la avenida Luro. Esculpido por Luis
Perlotti, un amigo personal suyo; y donado a la comuna por Roger Balet, un
acaudalado comerciante español radicado en Buenos Aires, esa estatua –como tantas
otras— representaba en la vida de Prudencio Moreno un mojón que catapultaba el
recuerdo a décadas pasadas. Una época, se dijo una vez más, que ya no volvería.
Pero él se había propuesto no bajar los brazos. Lucharía contra la desidia y el
salvajismo hasta su último respiro; y de tanto pensar y pensar, finalmente había
decidido hacer uso de todas las armas que tenía a su disposición. En especial de una: su
memoria y el archivo de fotos, horarios y lugares que había conseguido armar en más
de medio siglo, como fisgón de todo y de todos.
Haría uso de la extorsión.
Sí, extorsionaría a quienes gobernaban la ciudad. Los obligaría a encarar una
política cultural que rescatara el patrimonio escultórico de Mar del Plata.
¿Un medio malo para alcanzar un fin bueno? ¿Era legítimo?
Ya casi al borde de la muerte, a Prudencio Moreno no le importaban las
disquisiciones moralistas. ¡Qué se pudrieran todos!... A la larga, lo recordarían
únicamente como el fanático espectador de las plazas, el pobre viejo loco que defendía
las estatuas.
¡Si esos idiotas supieran lo mucho que se podía saber y averiguar sólo observando
plazas!...
Sonrió.
—¡Ya verán ésos! —exclamó con un único deseo en mente: llegar a la casa, subir a
la buhardilla y rescatar del polvo sus anotaciones—. ¡Nadie se va a salvar!...—dijo—
¡Nadie!

No había paseo público que no conociera mejor que la palma de su mano. Habían
sido su obsesión durante toda su vida y aún pasaba en las plazoletas y plazas la mayor
parte de las horas de vigilia. Jamás se había puesto a pensar acerca del origen de esa
manía, ni sobre la posibilidad de estar sicótico. Para él era algo natural. Las plazas eran
su universo, los únicos sitios en donde se sentía cómodo, pleno, con poder. Intimaba
con cada baldosa, con cada árbol y sendero. Adoraba sus monumentos y mástiles y, por
sobre todas las cosas, dominaba con su mirada el ir y venir de centenares de vecinos,
que ignoraban olímpicamente su presencia. De ellos anotaba todo. Sus movimientos,
sus charlas circunstanciales, sus compañías..., en especial las compañías nocturnas. ¿A
cuántas señoras respetables había observado sacudirse por la pasión clandestina,
debajo de las sombras de un árbol? ¿A cuántos funcionarios del presente había visto
en tratos comerciales turbios, resguardados por la oscuridad de las plazas?...
¡Ya verían esos canallas!... Se las cobraría todas juntas. Y si hiciera falta, destruiría
muchos de esos hipócritas bien constituidos matrimonios de políticos y empresarios
del pueblo...
El fin justificaba los medios.
De ello, ya no tenía dudas.

Con paso vacilante ingresó en el geriátrico —su casa— y anunció que no


almorzaría. Pidió permiso al gerente para revisar sus antiguos trastos del depósito y
pasó el resto de la tarde revolviendo papeles amarillentos y polvorientos. Ese día no
regresaría a la Plaza España.
—¡Aquí estás! —exclamó finalmente, sacudiendo la tierra acumulada en la tapa de
un grueso cuaderno contable—. ¡Aquí estás, adorado registro!... —Y rió como un niño,
sabiendo del inmenso poder que tenían esas letras mal dispuestas en las columnas del
Debe y del Haber.
Lo limpió y por la noche indagó nombres y apellidos. Revisó diálogos, reuniones y
traiciones, conspiraciones y fotos.
¡Estaban casi todos!... No faltaba nadie. Desde el intendente hasta el último de los
ordenanzas del Palacio Municipal tenían algún pecadillo que ventilar. Incluso el
presidente del Honorable Consejo Deliberante, un conservador chupacirios, moralista e
intransigente, era protagonista de una turbia historia homosexual.
Lanzó una carcajada de triunfo.
¡Los tenía en sus manos!...
Con esos instrumentos de coerción, la plazas, monumentos, estatuas y esculturas,
recuperarían la perdida dignidad.

Muy poco le costó acercarse a los mandatarios de turno. Bastó con visitar ese
tradicional café de la avenida Luro, para toparse cara a cara con cada uno de ellos. A la
mayoría conocía desde chicos.
—Manolo, ven aquí —sugirió con amabilidad Prudencio, llamando al mozo con un
gesto de manos y moviendo en silencio sus labios—. Dime —le dijo cuando lo tuvo a
su lado—, ¿cuál de estos salames es el encargado del área de Plazas y Paseos Públicos?
El gallego lo miró como si le hubiera hablado en chino.
—¿Pero que me dice, hombre?... ¿Acaso se cree que me los conozco a todos?
Además, no creo que nadie trabaje paseando al público.
Moreno lo miró sorprendido. Pobre gaita, pensó, no podía ser más bruto, y le
regaló una sonrisa generosa e hipócrita.
—Está bien, Manuel.... andá tranquilo. Yo después lo averiguo.
El español se calzó la bandeja en el sobaco y regresó al mostrador.
—Disculpe... —La voz sonó por detrás de Moreno—, pero no pude dejar de
escuchar... Usted anda buscando al encargado de la plazas de la ciudad. ¿Me
equivoco?...
Prudencio Moreno giró con dificultad todo su cuerpo para responderle.
—Si..., quiero que....
Ese rostro le resultó conocido.
Marcelo Zapata Huesa, el secretario privado del intendente.
No podía haber dado con mejor persona.
—Creo que hoy ando con suerte, hijo —repuso el viejo—. Tú puedes ayudarme.
Zapata Huesa, un inmenso grandulón de más de ciento veinte kilos de peso,
trajeado de gris y con una sobria corbata azul, levantó las cejas en señal de duda.
—¿Ah, sí? —musitó—. ¿Y en qué puedo darle una mano? Yo conozco a la persona
que está buscando.
Moreno levantó su dedo índice y lo sacudió de una lado a otro.
—No, no. Usted y su patrón pueden ser mucho más útiles —tragó saliva, se aclaró
la garganta y dijo:— Tengo algo que preponerles.
Cuando en el despacho del intendente, Prudencio Moreno expuso, sin pelos en la
lengua, cada uno de los movimientos del dirigente local, dando datos que con
seguridad podían corroborarse a través de una simple investigación, el político electo
frunció el ceño y se recostó lentamente sobre el respaldo de su codiciado sillón.
—¿Qué pretende, señor Moreno? ¿Qué busca con todo esto?
El viejo se sintió poderoso.
—Sólo un decreto.
—¿Un puesto? ¿Un sueldo?... ¿Eso es lo que quiere?
—No. Usted no me entiende, intendente. Yo no quiero nada. Mi jubilación es más
que suficiente. Sólo pretendo que las plazas y estatuas se vean limpias, cuidadas y
respetadas. En especial los monumentos.
El intendente lanzó una carcajada nerviosa.
—¡Pero, mi amigo! —exclamó— ¡Usted no lee los diarios!...
—No —contestó Moreno con parquedad.
—¡Hace muy mal!...
—¿Para qué quiere que los lea? La mitad de lo que se publica son estupideces y la
otra mitad mentiras. ¿Qué sentido tiene?...
—¿Qué sentido? —repitió el político—. El sentido de estar informado. De haber
leído los periódicos sabría que he impulsado el proyecto de “Plazas para una ciudad
más alegre”.
—¡Qué hermoso nombre! —replicó con ironía.
—No es sólo un lindo nombre, señor —Zapata Huesa, el secretario, terció con un
comentario:—Es una realidad. Mañana mismo inauguraremos frente al Casino una
nuevo monumento: “El Monumento al Marplatense”.
—¿Ah, sí? ¡Mire usted! Y ¿en qué consiste la obra, ¿un hombre con la cabeza
enterrada en el piso para no ver la realidad?...
El intendente no pudo contener su ira.
—¡Nada de eso! —dijo casi en un grito—. ¡La estatua representa a un hombre de
pie, sacándole pecho a la adversidad y mirando hacia el futuro!
El viejo se le quedó mirando fijamente.
La noticia no le impactaba en absoluto. Era una tontería más. Una fuente más para
justificar gastos inútiles, pensó.
Bajó la vista, miró su cuaderno de anotaciones y con voz muy baja repuso:
—Mire, mi amigo, me interesa un comino su marplatense de piedra caliza...
—No —interrumpió Zapata Huesa—, es un vaciado de bronce.
—... de lo que sea —contrarrestó Moreno—. Pero no es lo que yo les estoy
pidiendo. Por lo que veo siguen con sus proyectos propagandísticos... Miren, les daré
dos días para que tomen cartas en el asunto que les planteé. De lo contrario, puedo
asegurarles que van a tener mucha propaganda, mucha... Y la información saldrá de
este cuaderno que tengo en mis manos.
El intendente lo observó con odio y bajó la cabeza hasta tomársela con ambas
manos.

El día de la inauguración fue todo un éxito.


Cientos de vecinos se reunieron para ver descubrir el monumento que los
representaba.
No faltaron los discursos grandilocuentes, ni las apreciaciones academicistas de los
artistas locales. Militares, sacerdotes, políticos y vendedores ambulantes aplaudieron
aburridos palabras que poco le interesaba, y para las once de la mañana, esa estatua de
bronce, de casi dos metros de altura, representando a un hombre sonriendo con
optimismo, se quedó sola.
Durante los siguientes quince días un extraño olor a podrido emanó de las juntas
que unían ambas partes de la escultura. Nadie supo explicar el por qué de ese hedor. La
municipalidad no investigó y con el tiempo la anécdota pasó al olvido.
Lo mismo sucedió con Prudencio Moreno, el defensor de las plazas y los paseos
públicos.

***
CARRETERA POLVORIENTA

León Fragnaud fue un sorprendente francés quien a principios de siglo alarmaba


con sus audacias automovilísticas a los vecinos marplatenses. Bajito, siempre sonriente
y de delgados bigotes rojizos, asombraba a los peatones con sus sacudidas y volteretas
intrépidas por el empredrado de la ciudad, cuando conducía su Renault Filtrée modelo
1905.
Había instalado su pequeño taller mecánico en marzo de 1902, un pequeño
edificio que se encontraba a pocos metros del molino Luro, por la actual calle Falucho.
Los vecinos tranquilos de la cuadra se sobresaltaban todos los domingos antes de
concurrir a la misa de la Catedral, cuando el tronar de los motores y el ensordecedor
instrumental mecánico de León iniciaba su jornada matutina y daba los buenos días.
Pero el francés compensaba las molestias que ocasionaba con su devoción por los
fierros con el buen humor y la simpatía característicos de su personalidad.
En 1910, con motivo de los festejos del Centenario, la municipalidad decidió
organizar una competencia automovilística en la ciudad. El trayecto constituía un
verdadero desafío: casi doscientos kilómetros de polvorientos, fangosos y agujereados
caminos de la zona. La carrera se denominó “La Ballenera” en honor al mojón más
lejano al que los conductores debían llegar: un paraje ubicado en el sudeste del partido.
No obstante alcanzarlo, la competencia terminaba con el regreso a Mar del Plata, salida
y meta del fabuloso certamen.
Una de las mañanas previas a la largada, ciertos problemas con el engranaje y la
caja de cambio tenían a León seriamente preocupado. Las varillas que había mandado a
perdir a Buenos Aires no llegaban y la carrera se aproximaba inexorablemente. Otra
cuestión problemática la constituía la carburación y el empleo de un combustible que
rindiera para velocidades altas.
León consultó entonces a Don Franco Gauderio, un reconocido mecánico
ferroviario y apasionado de los coches deportivos que vivía en una chacra cercana al
faro de Punta Mogotes. Varias veces habían hablado sobre las lecturas que el viejo
realizaba de revistas recibidas de Europa. En ellas las últimas novedades sobre
mecánica e ingeniería automotriz despertaban una viva curiosidad y deseos de aprender.
Fue así como León se enteró de un compuesto químico que aligeraba la
combustión y desoxigenaba el rotor para aumentar el potencial del vehículo en ruta. Lo
que le ofrecía don Gauderio era tratar de imitar la fórmula en un preparado casero de su
propia invención. Según Don Franco, los resultados obtenidos con esta fórmula eran
fidedignos y los había tomado de una publicación deportiva de París, “Le magazine du
voiture”. Si se podía incrementar la carburación sin levantar la temperatura, el coche
rendiría una velocidad muy superior a la normal y sería la diferencia necesaria para los
tramos más largos y parejos.

El día de la prueba llegó.


La largada estaba pronosticada para las doce del mediodía. El viento norte, eterno
y constante, empezaba a preocupar a algunos conductores. La cuestión central de la
competencia era tratar de que no se recalentaran los motores, principal clave del éxito.
Para ello se ensayaban algunas técnicas innovadoras para la época. El avituallamiento
de algodones, trapos de fieltro junto con latas de resina empetrolada, pomadas y
ungüentos refrigerantes eran parte de los elementos que los competidores cargaban en la
sección trasera de los vehículos.
León se paró sobre su pescante para comprobar la orientación del viento y la
disposición de las nubes.
El municipio había construido una tribuna de madera en el sector de la largada
adonde concurrían a tomar asiento las personalidades más distinguidas de la ciudad. El
colorido de la moda femenina desorientaba al público y a los competidores, quienes
tenían sus admiradoras en uno u otro extremo de las gradas.
El periodismo interrogaba a los protagonistas de esa jornada y los reporteros se
exponían a ser bien o mal recibidos, según las preguntas que formularan. El clima era
eminentemente deportivo pero el nerviosismo no estaba ausente esa mañana frente a la
Rambla Bristol.
La banderola con la inscripción de “LARGADA” ondulaba de un extremo a otro
de la calle ese mediodía cálido y con incipientes amenazas de lluvia de un momento a
otro.
Fragnaud lustraba los espejos con una gamuza y controlaba la presión de los
neumáticos propinándoles leves patadas a las cubiertas. Sorpresivamente, el Juez de Paz
se le presentó por detrás de su automóvil. No tenía buen semblante la autoridad esa
mañana. León se hizo el distraído pero conocía perfectamente la razón.
—Buenos días, León —dijo el juez con cierto enfado en su voz.
—Buenos días, señor Juez... Ya me extrañaba que no viniera a saludarme y a
desearme suerte como he visto que lo ha hecho con los demás competidores.
—¡León, usted me prometió algo que no cumplió! —acusaba la autoridad con el
dedo índice desplegado.
—Señor Juez, no quiero que malinterprete...
El juez no le dejó terminar la frase. Estaba muy molesto realmente.
—Lo dejo competir hoy —aclaró mientras sacaba un pañuelo para secar su frente
— porque no quiero arruinar los festejos del Centenario de la Nación con un arresto.
Pero ni bien termine la carrera, conduzca su vehículo hacia mi despacho —dijo y salió
despedido como un rayo rumbo a sus ocupaciones.
El juez tenía razón. León no se había comportado como un buen ciudadano las
últimas semanas. Contaba con el afecto y la admiración de toda la muchachada del
centro de la ciudad, pero a un precio muy alto: desobedecer las normas del municipio.
Los agentes municipales y los oficiales de policía estaban cansados de indicarle que no
se podía subir y bajar las escalinatas de la Rambla con el vehículo. La costumbre de
trepar hasta la calzada superior con el coche era festejada por los más jóvenes las tardes
de invierno, cuando el público peatón disminuía casi por completo. Pero algunas damas
y caballeros de mayor edad habían hecho los reclamos correspondientes y León no
parecía entender su insolencia.

Los flamantes vehículos fueron ubicados en la pista. Todos ellos formaban una
hilera sobre la derecha de la avenida dándole la espalda al mar. Estaban estacionados en
forma perpendicular a la calzada con una inclinación de 30 grados. La distancia entre
cada uno era de aproximadamente diez metros. Los corredores se apostarían enfrente a
los vehículos, y al ver desplegar la bandera a cuadros, correrían a sus respectivos autos.
Al bajar la bandera y sonar el silbato, los chicos apostados al frente del motor
colocarían rápidamente las palancas y esperarían las órdenes del conductor para
hacerlas girar y producir el contacto. No era nada sencillo el arranque con el motor en
frío y ese ejercicio, bien ensayado, podía determinar el primer puesto en la largada.
Marcelito esperaba a León ansioso con el fierro en la mano. Intercambiaron unas
guiñadas de ojo y esperaron el silbato.
Los corredores eran en total cuatro.
León estaba ubicado al lado del Enrique Ferguson. Este empresario local había
importado un Ford TSX de Estados Unidos hacía tan sólo cuatro meses y los arreglos
mecánicos para la competencia estaban a cargo de Luis Stantien, reconocido mecánico
del barrio de La Perla. Ferguson miraba inquieto en dirección de la tribuna y le
comentaba por lo bajo a León sobre los inconvenientes con el arranque. No se lo notaba
muy entusiasmado.
León observó con envidia el coche rojo del alemán Otto von Cliffke, el gran y
difícil adversario. Grande, porque se había asido con los últimos tres triunfos en las
carreras organizadas por el gobierno de provincia; y difícil, porque el germano tenía el
mejor auto y era muy tramposo.
El Mercedes Benz Furgher reforzaba la caja trasera con un sobrepeso que le
daba mayor estabilidad y soportaba los rudos ajetreos del camino de tierra sin colear.
Además, sus costosas cubiertas de goma Sterling llevaban impresas unas ranuras o
pistas de caucho mezclado con feldespato que otorgaban mayor agarre al suelo y
evitaban el desgaste en ripio. Esas ventajas técnicas se complementaban con la
verdadera joyita del coche: su motor en V8 con pistones de acero inoxidable y radiador
antioxidante.
Finalmente, el Buick Touring Car de Federico Ganzué constituía toda una
novedad en la ciudad. Era un coche escocés de pequeñas dimensiones y baja potencia de
aceleración. Su cualidad principal era el peso Era extremadamente liviano y de notable
suspensión.
El Renault de León, por el contrario era el coche más pesado de la carrera.
Muchos los apodaban como el “Acorazado”, por su semejanza con los barcos de guerra
en el color y sus líneas alargadas y puntiagudas. La comprimida suspensión delantera le
otorgaba mayor compresión con el viento a favor y ahorraba aceite en las velocidades
bajas, donde es preciso rebajar los cambios. En consecuencia, León desgastaría mucho
menos la caja de comandos.
El día estaba espléndido y la gente se apiñaba en los lugares reservados. Se había
aconsejado a los pobladores no salir a las calles destinadas al circuito para evitar
accidentes. Sin embargo, los corredores se encontrarían con muchas personas que
preferían esperar a los automóviles en las esquinas por donde debían doblar, según el
trazado reglamentario.
La bandera a cuadros se desplegó por los aires y los cuatro conductores corrieron
frenéticamente hacia sus máquinas. Los muchachos encargados del contacto accionaron
sus palancas y el rugir de los motores inundó la costanera. Los aplausos y muestras de
entusiasmo atronaron en las tribunas y en las calles, al paso de los bólidos ruidosos y
estrafalarios.
La largada fue muy normal y los cuatro coches se alinearon en una vertiginosa fila
que serpenteaba por el trayecto rumbo al faro donde su director, el capital Müller, había
desplegado una enorme lona alentando a su compatriota von Cliffke.
A la hora de marcha, los conductores empezaron a distanciarse debido a sus
particulares ritmos de carrera. La punta era conservada por Enrique Ferguson y su Ford;
en segundo lugar, Federico Ganzué demostraba tener muy en claro el rigor de la
competencia, dado que era su primera participación oficial. En el tercero, se había
ubicado León y su pesado bólido y completaba el tren el alemán, quien a propósito
había elegido esa ubicación para planear su sucia estrategia con calma.

El camino estaba enlodado en un tramo entre la Barranca de Los Acantilados y


Playa Chapadmalal. Si no se tenía la precaución de aminorar la marcha y recular en los
espacios cenagosos, el automóvil quedaría atascado en el barro.
El coche rojo de Otto Von Cliffke apareció en el retrovisor de León echando una
endemoniada estela de lodo que desdibuja sus contornos.
Otto von Cliffke era un verdadero perro de caza y allá por los caminos sureños
rumbo al Boulevard del Atlántico nadie podía comprobar los perversos métodos que
tenía el germano para asegurarse la carrera. La moral cabelleresca hacía que ninguno
dijera nada una vez terminado el evento. Una cuestión de orgullo silenciaba las bocas
por aquel entonces. Cada uno de los contrincantes se reservaría los comentarios,
mentirían y prepararían la estrategia para vencer en la próxima oportunidad.
Otto despedía toscas hacia las márgenes del camino, en un intento desesperado
por alcanzar a León y arrojarlo a la banquina. Si su propósito era sacarlo de la carrera, le
tomaría un poco de trabajo.
León era consciente de que al alemán le sobraba motor. Pero no se impacientaba
por ello. Al tomar la curva sintió un golpe en el costado derecho a la altura del tanque de
combustible, que zarandeó el vehículo. El metal del paragolpe trasero crujió
violentamente. Otto atacaba por la derecha y León debía conservar el puesto para evitar
que ambos coches se pusieran a la par.
Cuando cruzaron el primer puente de arroyo, percibió que Enrique estaba
alcanzando una de las lomas más difíciles del trayecto. Calculó entonces que su andar
lento se debía a los frecuentes obstáculos del camino y a lo elevado de la cuesta.
¡Otra vez la estocada de Otto!
Le resultaría muy difícil sobrepasar a Fragnaud por la derecha. Los obstáculos de
las cuestas, el lodo y la pericia del francés constituían verdaderos desafíos.
En subida, la visibilidad se entorpeció y el peligro del ganado suelto, pastando al
borde de la ruta, comenzó a rondar por la mente de León. Recordó la muerte del “Tano”
Giusta en 1904, atravesado por los cuernos de una vaca que se había cruzado
imprevistamente. Cuando el “Tano” la vio, ya era demasiado tarde para realizar la
maniobra.
La tierra estampada en el espejo retrovisor le anunciaba, una vez más, que Otto
estaba muy cerca. ¡Endemoniado germano! Si cedía el margen derecho, lo rebasaría y
no deseaba luchar con su temible “látigo” de madera, que escondía para esos casos
debajo del pescante.
Nuevo tope en el guardabarros trasero. Giró la cabeza para comprobar alguna
rajadura. Por suerte había reforzado el tanque con una lámina de chapa. El maldito
buscaba destrozarlo.
León rebajó y pasó el cambio al comprobar un tramo bastante liso de unos
quinientos metros.La tierra ya estaba más seca en ese sector. Debía alejarse un poco y
mantener la diferencia. El terreno sería su aliado dado que los motores estaban en
desigualdad de condiciones.
Era evidente que la carrera había exacerbado el ánimo de Otto. Fragnaud lo estaba
demorando y cada segundo que pasaba beneficiaba a Enrique. El alemán sabía que, al
sobrepasarlo, alcanzaría con facilidad a los demás competidores.

Hacia las dos de la tarde, León estaba impaciente y cansado. La tensión mantenida
durante la última media hora ya no la resistiría por más tiempo. La competencia se
parecía más a una justa medieval que a una carrera de vehículos. Pero las autoridades
municipales se desentendían de las reglas de juego cuando los autos se perdían en el
horizonte. No había vedores por ningún lado. Los detalles del triunfo no importaban
demasiado, siempre y cuando nadie saliera lastimado.
Se aproximaban a las lindes de la estancia Chapadmalal y allí el camino empezaba
a serpentear, pues debía bordear un pequeño bosque de tilos. Había dos curvas bastante
cerradas y luego el sendero se bifurcaba en dos. Era preciso conocer bien el terreno y
estar atento; más de uno equivocaba de dirección.
Las hostilidades de Otto empezaron a fastidiarlo en serio.
Al doblar por el primer tramo del bosquecillo, un terraplén de tierra bastante
arenosa atascó el tren delantero y el coche perdió rápidamente velocidad. El pastizal
estaba alto y un pequeño charco lleno de moscas pestilentes impedía el paso. Era
necesario accionar el cambio y rebajar. León esquivó los troncos desperdigados por el
lugar y la amortiguación se resintió de manera considerable.
Allí pudo comprobar que Enrique Ferguson había tomado el camino que conducía
directamente al casco de la estancia Chapadmalal. En pocos minutos éste comprobaría
que llevaba un rumbo equivocado y había perdido la punta en un descuido.
Salvó el escollo y demoró el accionar de Otto.
Pronto ganó velocidad pero el motor del Mercedes hacia notar su diferencia y en
unos instantes ya lo tenía, pisándole los talones.
Debía calcular el ángulo de la próxima estocada, aplicar los frenos y girar el tren
delantero unos veinte grados. Si la maniobra resultaba felizmente, Otto debía quedar
enganchado en los tirantes, para luego salir despedido hacia los pastos. Esta pirueta era
muy difícil de realizar, porque el maldito conocía todos los trucos del mundillo tuerca.
¡Otro tope! Y ya el germano le había ganado la curva por adentro. Ahora lo tenía a
la par, sobre su derecha. La gruesa barba canosa aportaba un aire bárbaro a la sarcástica
sonrisa del alemán. Con aire de triunfo, los ojos saltones del teutón encerraban una
burlona mirada detrás de las anteojeras amarillas.
Otto le gritó a León algo que no alcanzó a entender. Seguramente, pensó el
francés, era una de sus acostumbradas ofensas. En realidad, era una advertencia.
Algo había saltado al interior del vehículo.
El cartel indicaba que el cruce del arroyo Las Brusquitas estaba a dos kilómetros.
Algo pesado se agitó sobre los hombros de León y le hizo perder el control del volante
por una fracción de segundo.
Fue entonces cuando Otto encendió el fonógrafo montado en el asiento trasero.
Las notas del himno del Imperio Alemán inundaron la polvorienta y calurosa costa
bonaerense. ¡Era un fanático! El nacionalismo acendrado constituía una de sus armas
psicológicas para desmoralizar a sus contrincantes. ¡Cómo sonaba esa vitrola! Ni
siquiera los rugientes motores podían competir con ese aparato musical.
León tenía compañía en su automóvil.
Agazapado, todavía atontado por el ajetreo, confundido, la mascota de Otto,
“Selva Negra”, un joven ovejero, apareció detrás de su nuca.
Los baches se sucedían de manera interminable. El pobre perro estaba algo
asustado de tanto bambolearse de un lado para el otro. Además la música nunca había
servido para animarle, cuestión que el amo no compartiría.
¡El perro de von Cliffke se encontraba en el asiento trasero!
Una patina de densa saliva se estampó sobre las anteojeras del francés. El animal
lo conocía y le tributaba cariño.
A 80 kilómetros por hora, en medio de un camino tortuoso y lleno de baches y
toscas, el afecto de un animal chupándole la cara no le resultó muy ameno. El perro no
podía mantener el equilibrio y con sus patas trataba de aferrarse a los almohadones,
destrozándoles el tapizado con las uñas.
¡Selva Negra resultaba un verdadero fastidio en esas circunstancias!
Nuevo giro brusco hacia la izquierda y el perro se disponía a saltar del asiento
trasero. Los ademanes de Otto desde su cabina eran grotescos y ridículos. Con una
mano conducía y con la otra pretendía dar las directivas al perro para que mordiera al
francés. El can, naturalmente tranquilo y bonachón, no entendía nada, pero en un
momento pareció comprender al amo y lanzó un pequeño mordisco sobre la gorra de
León. Éste se vio obligado a girar su cabeza, temeroso de los dientes del perro y la
encogió entre los hombros. El perro era incitado a morder pero el pobre animal no podía
hacer pie en el asiento debido al traqueteo fatigoso y permanente del auto.
A pesar de ello, no perdía la insistencia y de un salto se encaramó sobre el asiento
delantero y se convirtió así en el compañero de ruta de León.
Intentaba morderle el brazo pero el impermeable parecía detener los embates de la
dentadura. El perro hincaba el diente sobre la tela, aunque no parecía ejercer gran
presión.
Esta lucha desconcentró a León que no pudo sostener por mucho tiempo más la
posición.
Otto ganó el puente al superarlo ampliamente por la derecha y aceleró con
potencia. Tenía el camino libre para seguir su cacería, por lo menos hasta el Boulevar
del Atlántico.
Un bocinazo jocoso se perdía en la lejanía de las colinas anunciando a los vientos
la injusta rebasada.

La carrera continuó por espacio de seis horas más donde los competidores
quedaron aislados unos de otros por espacio de varios minutos. Sin embargo, las
diferencias de tiempo eran relativas, tanto a favor como en contra. Las dificultades que
encontrarían más adelante podían cambiarles la suerte notablemente.
León deseaba probar el compuesto químico pero tenía inconvenientes. ¿Se habría
equivocado don Gauderio en algún elemento de la fórmula? ¡No era posible! El viejo
mecánico y él mismo habían ensayado varias veces el compuesto antes de depositarlo
en el tanque de reserva. Se suponía que destrabando la pequeña manivela, el líquido se
vertía sobre los pistones y el “acorazado” empezaba a disparar por los caminos como un
cohete.
León accionó la manija varias veces pero la aguja marcaba como inexistente el
paso del precioso compuesto. Levantó la vista para centrar la dirección del camino y
divisar a su adversario.
Von Cliffke ya empezaba a perderse por el horizonte, envuelto en una grisácea
polvareda. La atronadora música de su fonógrafo ya no se escuchaba. Si Fragnaud no lo
alcanzaba al llegar a Laguna Pato, estaría en serias dificultades para asirse con el
triunfo. Lo importante era ganar cierta ventaja en ese tramo pues, a diez kilómetros más,
comenzaba otro sector fangoso e inundado. Las maniobras obstaculizaban el veloz
desempeño del motor y había que cuidarse muy bien de no quedar atascado en algún
lodazal.
Diez miutos más adelante el “acorazado” parecía marchar sin dificultad. León
volvía a sentirse más confiado en el potencial de su vehículo y el control de presión
parecía indicarle la disposición final del combustible de reserva. León aplicaría por fin
de la fórmula y la usaría en cuanto empalmara el ripio fino, ya de regreso a Mar del
Plata.
El auto de Federico Ganzué tenía serias dificultades. Una piedra no advertida por
su conductor había destrozado uno de los rayos de la rueda delantera izquierda. León se
detuvo unos instantes para informarse de lo sucedido:
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó a Federico que trataba de cambiar la
rueda en medio de una ciénaga.
—Digno gesto deportivo el tuyo, pero perderás importantes minutos.
León analizó rápidamente la situación. Para no perder demasiado tiempo y ayudar
a un adeversario, ordenó que fueran atadas unas sogas a los guardabarros de ambos
vehículos. Era imposible el recambio de una rueda en medio de semejante lodo. Arrastró
con su “acorazado” el vehículo de Ganzué y, en apenas cinco minutos, ya estaban
ambos hombres destrabando la rueda dañada.
—¿Cuánto hace que pasó Otto? —preguntó León.
—Calculo que unos veinte minutos. No es mucho si tomas en cuenta que llevas
casi diez demorado por mi culpa.
—Sólo espero que algún imprevisto haya detenido la marcha de ese miserable y
tramposo alemán.
—Así lo espero. Porque después de Laguna Pato, el fango no es obstáculo y el
regreso en ripio fino es un trampolín en descenso donde basta con pisar el acelerador y
nada más —aclaró Ganzué.

Faltaban tan sólo tres mil metros para la meta cuando la tarde declinaba ya.
Otto von Cliffke se había deshecho de Ganzué hacia las seis utilizando sus tácticas
de evasión. El auto de Federico había sido desbordado hacia los rocosos laterales de un
tramo y había quedado fuera de competencia debido a su rueda destrozada.
Otto era el indiscutido ganador cuando un traqueteo inusual en el motor lo tomó
de sorpresa. Sin advertirlo, a pesar de su experiencia, el germano le había exigido
demasiado al coche y el humo negro que principiaba a escaparse por las rejillas de
ventilación así lo atestiguaban.
No le importó. Alcanzaría la meta de todas formas.
Iba a toda máquina. Sacó el pie del acelerador repentinamente. Podía ser peligroso
transitar las calles a esa velocidad. Le hubiera gustado atravesar la línea de llegada a
todo motor. Rió y disminuyó la velocidad.
El motor estaba fundido. Lo supo al momento de rebajar.
¡Faltaba tan poco!
¡No era posible lo que mostraba el espejo retrovisor!
¡El acorazado francés se distinguía a unos doscientos metros y se acercaba con
una potencia inaudita!
En efecto, León había logrado accionar el compuesto energético minutos antes y
estaba a punto de ponersa a la cabeza.
Von Cliffke no dejaría que el francés lo rebasara.
Con el último aliento, su vehículo viró y giró cuarenta y cinco grados en
dirección a la acera. Disminuyó la velocidad considerablemente. Otto estudiaba con su
espejo retrovisor y había calculado certeramente a cuál de las dos direcciones posibles
León iba a torcer su volante. La izquierda había sido la elegida y hacia allí el alemán
orientaba su resistencia.
Las gomas chirriaron sobre el empedrado. El coche humeaba inexplicamblemente.
El interruptor se había reventado o estaba recalentado y no se podía hacer bajar la
temperatura.
¡Faltaba tan poco!
Si lograba detener a Fragnaud, tal vez...
Sólo un milagro haría que su coche alcanzara la meta aunque fuera arrastrándolo.
Fuerzas no le faltaban.
Cuando la cercanía del “acorazado” se hizo inminente, se dispuso a cerrarle el
paso. Pero, ¿y después qué?
Un viento fuerte se arremolinaba en esa cuadra, a donde los curiosos se iban
congregando paulatinamente.
León desaceleró bruscamente cuando ya tenía encima el coche de von Cliffke.
Había calculado mal la distancia entre él y el alemán. Pisó los frenos y sus gomas
dejaron una huella sobre los adoquines. El Renault no parecía detenerse y estaba a
punto de colisionar contra el otro coche.
Pudo frenar felizmente.
León colocó la reversa. Era una tontería lo de Otto pero peligrosa. Simplemente lo
demoraría unos contados segundos del seguro triunfo.
La estruendosa bocina del alemán sonó mientras el vehículo rojo principiaba una
alocada marcha atrás hasta estrellarse contra el coche de Fragnaud.
La colisión fue sorpresiva y artera. El alemán estaba cambiando demasiado las
reglas del juego. León no salía del asombro. Accionó sus motores para desengancharse
pero no respondían a tal exigencia.
De un manotazo se quitó la gorra de goma y las anteojeras y salió a toda carrera
de su automóvil en busca de Otto. La carrera ya no le importaba pero romperle la cara
al gordo teutón, sí.
El motor del carro del germano comenzó a incendiarse en el ala izquierda. Von
Cliffke, deseperado por este nuevo inconveniente, accionaba el tubo de arena para esas
contingencias.
—¡León, León kerrido! ¡Qué deskracia la nuestra! A pocos metros de meta y
trakbados los dos! —decía con falsas palabras.
Más y más personas formaban un anillo en medio de la calle alrededor de los dos
conductores. Nadie se atrevía a colaborar con ellos. El público buscaba presenciar el
desafío personal entre los contrincantes.
Sólo importaba una cosa: el vencedor debía pasar la línea de llegada con su
vehículo.
Los más informados de la situación gritaban a los cuatro vientos que Ferguson
había abandonado a la altura de Chapadamalal y que Ganzué estaría de regreso en
aproximadamente veinte minutos.
Fragnaud no escuchaba. Manoteó al germano de la solapa, lo sacó del vehículo
incendiado y ambos rodaron como cantos por el suelo trenzados en una confusa riña.
Otto intentó morderle la oreja pero el francés zafó de la presión de los brazos
gracias su escurridizo cuerpo. Se incorporó y corrió hasta su vehículo a buscar el fierro
de arranque para partírselo por la cabeza.
Fue entonces cuando la gente intervino para contener a ambos luchadores.
Von Cliffke adoptó el papel de víctima de la situación y gritaba que el auto
humeante era responsabilidad de León. Las personas que asistieron al lugar empezaron
a colaborar con el alemán para destrabar el vehículo y remolcarlo hasta la meta.
No correspondía hacer eso. León comprendió de forma cabal su situación. Si
lograba destrabar el auto, arrancaría de una vez y ganararía la carrera. No valía ir a la
cárcel por ese idiota.
Se hechó debajo de su carro para echar un vistazo.
Un hombre que presenciaba el acontecimiento se acercó y le preguntó
—Está trabado desde el pescante. Necesita forzar el elástico de la suspensión.
El desconocido parecía entender bastante de mecánica. Así lo creyó León quien
contestó:
—Eso pretendo pero no puedo.
El hombre no se animaba a intervenir en la carrera. Estaba muy cómodo en su
posición de espectador. Además, iba contra de las normas de la competencia. Parado y
con las manos en los bolsillos, agregó:
—Así como algunos asisten a Otto, no veo por qué no yo pueda asistirlo a usted.
Se agachó debajo del pescante e indicó:
—Haga una cosa, Fragnaud, colóquese debajo del auto a la altura del rotor
delantero... ¡No, no, no! ¡Más acá! Vea si puede torcer ese alambre que está ahí. ¿Tiene
algo cortante para...?
Un muchacho sacudió a León de la pierna y lo arrastró unos centímetros hacia
fuera.
—¡Eh, eh, bueno!
El joven se precipitó sobre Fragnaud, presa de un delirio incontenible. Empezó a
aporrearlo en la cara. Los golpes no eran muy fuertes pero León debía reducirlo de
alguna manera. El chico estaba fuera de sí. La gente miraba la lucha y nadie parecía
tener intenciones de colaborar para sofrenar los ánimos. León empujó finalmente al
muchacho que fue a parar a la acera de espaldas.
—¿Quién es la madre de este chico? No quiero que una competencia me convierta
en un delincuente —aclaró el francés con seriedad.
Las caras de la concurrencia no eran del todo amistosas. Daba la sensación de
haberse generado una especie de histeria colectiva.
León acomodó sus ropas y se encaminó nuevamente a solucionar el problema.
Otto, por su parte, recibía la solícita colaboración de un carnicero y dos hombres más
que hacían fuerza por la parte trasera de los automóviles. El alemán miraba a Fragnaud
con saña e indignación.
—Con un golpe certero allí, usted podría liberar su auto —comentaba el
desconocido con irritante tranquilidad y ajeno a la situación general.
—Pues haremos la prueba, amigo —contestó León.
Tomó una maza y un cortafierro de su maletín de herramientas y accionó un
martillazo potente y seguro sobre la zona indicada.
En efecto, sólo una alambre de la suspensión impedía librarse del odioso alemán.
Los dos coches recibieron un estímulo en sus suspensiones y se se separaron por
arte de magia.
Otto no podía creer lo que se había producido. El declive de la acera hacía
movilizar los coches hacia ambas márgenes. Los autos se estaban distanciando solos,
recíprocamente.
Otto subió y trató encender su bólido pero el accionar era trunco y el coche
vomitaba espeso humo por el caño de combustión.
León intentó por su parte y el rugir del “acorazado” se escuchó una vez más en
aquella fatídica tarde de automovilismo.
Destrabó los pedales y el vehículo bramó sobre el empedrado.
Otto se agarraba la cabeza y vociferaba insultos mientras sus simpatizantes
trataban de arrastrar el coche con sus brazos para hacerlo arrancar.
—Le aconsejo que suba..., ¿señor...? —indicó León.
—Fangio.
—Es un placer, caballero. No quiero que sea titular del periodico de mañana. Los
ánimos están bastante turbios en este barrio. Además el reglamento me permite
transportar un acompañante en cualquier tramo de la competencia —dijo León y se
dispuso a terminar el recorrido.
Las bocinas de un vehículo se escucharon ensordecedoras y un auto se plantó al
lado del de Fragnaud.
Ganzué se había restablecido de su gran diferencia.
Federico y León se entendieron al instante y decidieron cruzar la meta juntos con
sobrada calma comodidad.

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