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EL MITO GRIEGO DEL NACIMIENTO DE LOS DIOSES

La primera pareja divina. Es éste uno de los mitos más antiguos y, mirándolo bien, no muy diferente de la fábula
babilónica sobre el mismo tema. Hay en él no pocos motivos monstruosos, comunes a la fantasía de todos los pueblos
en sus orígenes.
Cuenta el mito que en la noche de los tiempos existía un espacio infinito, tenebroso y absolutamente vacío: el Caos,
palabra de la que nos servimos todavía hoy para indicar la ausencia de orden y de medida. En determinado momento,
no se sabe exactamente cómo, y sería inútil tratar de averiguarlo, por cuanto los mismos griegos lo ignoraban, en
aquellas tinieblas hicieron su aparición algunas divinidades primordiales: las primeras fueron, tal vez, Gea, la tierra, y
Eros, el amor. Gea, inmensa y sin forma precisa, se extendía sobre una gran parte del Caos; Eros también poco
definido y ciertamente muy distinto del hermoso mancebo alado que los griegos imaginaron más tarde, era el espíritu
que acerca las cosas entre sí induciéndolas a unirse para formar seres más completos y complejos.
Otros seres se juntaron a éstos creando un primer movimiento entre los dioses y echando las bases de su estirpe futura:
por ejemplo, Erebo, el espíritu de las tinieblas, que por consejo de Eros, buscóse esposa: la Noche. Tuvieron dos hijos:
el Eter, la luz celeste, y el Día, la luz terrena.
Gea, por su parte, creó a Urano, el cielo, y trató de poner un poco de orden separando los continentes de las aguas,
haciendo surgir las montañas y abriendo espacios sobre la vasta extensión del mar o Ponto.

El padre, contra los hijos. De este modo, Gea y su criatura, Urano, o sea, la tierra y el cielo, formaron la primera
pareja divina y dominaron el universo, que comprendía los campos, las montañas, los ríos, los mares y la bóveda
celeste tachonada de estrellas.
Se casaron y tuvieron muchos hijos. Ante todo, los seis Titanes y sus seis hermanas, enormes criaturas de forma
humana destinadas a ayudarlos como ministros en el gobierno del universo. Luego, los tres Cielopes, grandes como los
Titanes, pero menos inteligentes y dotados de un solo ojo en medio de la frente. Finalmente, los tres Centimanos,
monstruos provistos de cien brazos y cincuenta cabezas.
Pero muy pronto Urano comenzó a tenerle miedo a su numerosa descendencia. Los Titanes eran hermosas criaturas,
llenos de inteligencia, hasta el punto que podían dominar los elementos, ya sea inventando las diferentes artes, ya sea
por medio de fórmulas mágicas; pero precisamente por eso podían ser peligrosos y oponerse un día a su padre. Los
Cidopes eran obtusos y violentos: habían fabricado el rayo y turbaban continuamente la paz del cielo. Los Centimanos,
por su parte, eran unos verdaderos demonios y trastornaban la Naturaleza con terremotos, huracanes y desastres de
todo género.
Así las cosas, Urano pensó, en determinado momento, desembarazarse por lo menos de sus últimos seis hijos; y
encarceló a los Ciclopes y a los Centimanos, y los arrojó a las entrañas de la Tierra.
Pero un gesto tan expeditivo provocó a un tiempo la ira de Gea, la cual amaba por igual a todos sus hijos, y la
preocupación de los Titanes, que temieron ser tratados tarde o temprano del mismo modo. Y la madre y los hijos no
tardaron en llegar a un acuerdo. Entre los Titanes, había uno llamado Cronos, el menor, más diestro y osado que los
demás; a él entregó Gea la primera arma, fabricada por ella misma, y le envió a utilizarla contra el padre. Cronos no
vaciló en agredir al viejo dios y lo venció; Urano cayó del cielo y de la sangre de sus heridas nacieron los Gigantes,
monstruos desmedidos con piernas de serpiente, las Erinias, espíritus de la venganza, y por fin, de una gota de sangre
llovida en el mar, Afrodita, la diosa de la belleza, del amor y de la vida.

Cronos y Rea, en el trono celeste. Desaparecido Urano, su hijo Cronos subió al trono celeste al lado de su esposa y
hermana, Rea. Cronos y Rea formaron así la segunda gran pareja divina en los cielos.
Entretanto, durante el reinado de Urano, habían nacido muchos otros dioses. Entre los más importantes mencionemos
a los hijos de la Noche: Tánatos, la muerte, Hypnos, el sueño, Momo, la burla; las tres Moiras, que establecieron el
destino de los seres; Némesis, la justicia que castiga, y Eris, la discordia. También Ponto, el mar, tuvo familia y fue muy
importante su hijo Nereo, el espíritu del mar tranquilo, el cual, habiéndose casado con la hija de un titán, Dóridas, tuvo
cincuenta hijas, las Nereidas, divinidades marinas. Los Titanes, por su parte, tuvieron una numerosísima prole;
recordemos sólo las tres mil ninfas Oceánidas, hijas del Océano y de Tetis; y las tres divinidades de la luz: Helios, el
Sol, Selene, la Luna, y Eos, la aurora, hijas del titán Hiperión y de su, hermana Tea.
Cronos no se sentía muy seguro en su trono porque pensaba que así como él había desposeído a su padre, de igual
modo, alguno de sus hijos podría muy bien destronarle a él. E impelido por el miedo, decidió matar a todos los hijos que
Rea le diera, devorándolos al nacer.
Así lo hizo sin oposición con los cinco primeros hijos: Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón; pero cuando le tocó el
turno al sexto, Zeus, la madre se rebeló y quiso salvarlo a toda costa. Tomó una piedra grande, la envolvió
cuidadosamente en los pañales y la presentó a Cronos, el cual la devoró sin sospechar nada; así se salvó Zeus.
Una vez adulto, Zeus, no vaciló en rebelarse contra su padre y, ante todo, le obligó a que resucitara a los hijos que
había devorado: portentos que sólo pueden suceder entre los dioses. Pero las ambiciones del joven dios no se vieron
satisfechas con esto: Zeus quería el trono celestial y no tardó en pretenderlo.

Zeus, contra su padre. De esta manera originóse una guerra entre los dioses que debía durar largo tiempo. El audaz
Zeus logró aliarse con cuatro de los Titanes, entre ellos, Océano e Hiperión; descendió luego a las entrañas de la Tierra,
en el Tártaro, donde todavía yacían encadenados los Cíclopes y los Centimanos encarcelados por Urano, y los libertó
con la condición de que lucharan a su lado; entonces, se retiró con sus fieles al monte Olimpo, que desde aquel
momento, fue su residencia preferida. Cronos reunió a sus seguidores en el monte Ocri.
Diez años duró la lucha, en la que Zeus disponía de armas formidables: los Cíclopes le habían dado su terrible rayo, y
los Centimanos, con sus cien brazos, arrojaban montañas enteras contra el cielo. Finalmente, los Titanes, que se
habían mantenido fieles a Cronos, fueron abatidos y precipitados en el Tártaro, donde quedaron encadenados.
Para vengar su suerte, Gea creó a Tifón, un horrible monstruo con cien cabezas y doscientos ojos relampagueantes, al
que incitó contra Zeus. Pero éste poseía el rayo y con él lo abatió. No por ello se arredró Gea: convocó a los Gigantes,
nacidos de la sangre de Urano, y les ordenó que emprendieran la escalada del cielo, donde estaba Zeus, y arrojaran
de su trono al dios dominador. Inmediatamente, con su enorme fuerza, amontonaron montañas sobre
montañas: el monte Osa sobre el Olimpo, el Pelión sobre el Osa, formando una inmensa escalera desde cuya cima
comenzaron a lanzar peñas contra el cielo. La batalla se enfureció terriblemente, pero Zeus, ayudado esta vez por todos
los dioses, venció a los Gi gantes. Todos ellos fueron encadenados debajo de un volcán y allá quedaron, agitándose por
los siglos de los siglos y vomitando el fuego de su rabia impotente.

La tercera pareja divina. Así fue como Zeus pudo reinar tranquilo desde lo alto de su residencia predilecta, el
verdeante Olimpo; confió a su hermano Poseidón el vasto reino del mar, a su otro her mano, Hades, el dominio subte-
ráneo de las regiones infernales, y se reservó para sí el cielo y la autoridad suprema sobre todo lo creado. Entonces, se
casó con Hera y formó con ella la tercera y definitiva gran pareja divina.
También en este mito hallamos, pues, monstruos primarios nacidos de las tinieblas originales, y asistimos a sus feroces
luchas por el predominio, durante las cuales desaparecen poco a poco los primeros seres informes y ceden el puesto a
divinidades más jóvenes y más bellas.
Todos los mitos sobre los orígenes, en los distintos piases, ofrecen los mismos motivos: ¿se refieren tal vez a los
tiempos en que el hombre no existía aún y la tierra estaba poblada de gigantescos lagartos, llamados saurios? ¿Quieren
indicar el lento desenvolvimiento de la vida con el final predominio de la criatura humana sobre los seres inferiores que
la precedieron? Sin duda en ellos se refleja el paso de las más toscas religiones de una humanidad todavía salvaje a
aquellas otras más refinadas propias de los pueblos en camino hacia la civilización. Y cuando en este mundo fantástico
y todavía monstruoso aparecerá el hombre, el mito griego alcanzará toda su profunda humanidad.

EL MITO DE PROMETEO

El titán que conocía el dolor. Varios mitos griegos cuentan de modos distintos la creación de la raza humana. Pero
entre todos, el más hermoso, el que mejor responde al espíritu del pueblo heleno, es sin duda alguna, el mito de
Prometeo.
El titán Japeto, casado con su hermana Temis, había tenido cuatro hijos, Menetio, el mayor, una criatura llena de
orgullo, había tomado partido contra Zeus al lado de los Titanes que se mantuvieron fieles a Cronos, y fue fulminado por
el dios. El segundo, Atlante, un enorme coloso, también había combatido contra Zeus, el cual, viéndolo tan robusto, lo
condenó a sostener la bóveda del cielo, que pesó para siempre sobre sus espaldas. Venían luego Epimeteo, es decir,
"el que piensa las cosas con retraso", y Prometeo, es decir, "el que prevé"; el primero más bien ingenuo, siempre a
merced de sus impulsos y algo atolondrado, y el segundo, prudente, generoso y conocedor del futuro.
Prometeo no amaba a Zeus. No porque fuese envidioso de su gloria, sino porque el nuevo rey de los dioses, en la paz
olímpica que había logrado, le parecía inferior a su misión. El joven titán había descubierto una realidad que Zeus
desconocía: el dolor; habíase dado cuenta de que la cosa más bella no era el dominio sobre los seres inferiores,
comprendidos incluso los dioses, sino más bien la consecución de algo insuperable y misterioso, la suma verdad, que
hasta los dioses ignoraban y a la que debían también ellos obedecer. El dolor nacía precisamente de esa insaciable sed
de conocer las verdades supremas, mucho más importante y valiosa que la serena paz del Olimpo.

Aparecen los hombres. Pero Prometeo no contaba con nadie que compartiera su anhelo y por eso se sentía solo y
rechazado por todos; encerrado en su aflicción, permanecía alejado del Olimpo, y copiosas lágrimas resbalaban por sus
mejillas. Hasta que un día, se dio cuenta que su llanto había formado una laguna en el suelo; inclinóse, recogió unos
puñados de aquella arcilla y modeló una nueva figura, y luego, le sopló un poco de su divinidad, y aquel ser de barro
cobró al instante calor, aliento, vida: fue el primer hombre. Prometeo amó a los hombres porque, creados por él, sufrían
al no poder conocer la verdad absoluta Y siempre aspiraban a ser más de lo que eran, a rebasar los propios límites y
superarse a sí mismos.
Después de la victoria de Zeus sobre los Titanes fieles a Cronos, los dioses, reunidos en consejo, llamaron a los
hombres para establecer de qué modo debían éstos honrarles y qué clase de animales, entre los destinados a ser
comidos, debían ser sacrificados a los inmortales habitantes del Olimpo. Prometeo quiso entonces favorecer a sus
criaturas y tramó un ardid: hizo matar un gran buey, escondió en el pellejo de la bestia las partes mejores y envolvió los
huesos con grasa; luego invitó a Zeus a que escogiera. Zeus, naturalmente, escogió lo que parecía un buen pedazo de
gustosa carne, y sólo se dio cuenta del engaño cuando ya era demasiado tarde. Claro que a Zeus, rey de los dioses, le
importaba gran cosa la carne de un buey, pero aquella estratagema le hacía comprender claramente que los hombres
osaban oponérsele y sostener su independencia, dándole a entender que no estaban dispuestos a venerarlo
servilmente, y que se ponían de parte de Prometeo. Lleno de ira, afirmó:
- Privaré a esos hombres orgullosos del don más precioso que les he otorgado: les quitaré el fuego, que obtuvieron de
mis rayos, y en torno al cual, se agrupan para calentarse, para cocer la comida, para forjar las armas.-

Se apaga y vuelve a encenderse la llama. Sin más ni más, en todas las casas, en todas las cabañas, se apagaron
los hogares, languidecieron los fuegos sagrados en los altares, y las antorchas que iluminaban la noche durante los
convites no fueron más que tizones humeantes fijados en los muros.
Las noches fueron oscuras para los hombres y los días se sucedían fríos y grises. Al anochecer, cuando la gente se
recogía como de costumbre alrededor de sus jefes para contarse las aventuras de la jornada y trazar proyectos para lo
futuro, no veían ya la hermosa llama en medio del corro, y las fieras, en la oscuridad, acudían amenazadoras.
Los hombres estaban asustados, pero Prometeo vino en su ayuda. En la alta bóveda celeste, discurría el carro ardiente
del Sol: el Titán lo consideró con calma y luego alzó los brazos hacia él, lanzó a través del cielo su gran deseo de luz y
el mismo deseo lo levantó en el aire hasta alcanzar el astro radiante. Entonces, Prometeo prendió en el Sol su antorcha
y regresó gozoso entre los hombres. La humanidad resurgió con alegría; de todas partes, llegaban troncos y fasces, y
muy pronto una inmensa hoguera brilló clara y resplandeciente.
Cuando el carro celeste desapareció detrás de las montañas lejanas y se hundió en el Océano, la nueva llama dispersó
las sombras invasoras e iluminó la noche por doquier. Zeus, desde el Olimpo, vio aquel punto luminoso y dióse cuenta
que una vez más Prometeo y los hombres osaban oponerse a sus decretos. Eran obstinados aquellos hijos de
Prometeo, pero él les infligiría un castigo nuevo, les mostraría que era más listo que su propio creador. Y recurrió para
ello a una sutil argucia: llamó a uno de sus hijos, llamado Hefesto, artífice de gran pericia, y le dijo:
- Hefesto, tienes que fabricarme un ser de forma humana, pero mucho más hermoso que los hombres y dotado de
todas las perfecciones: un ser que lleno de asombro a esas criaturas creadas por Prometeo y que las supere a todas
con su belleza-
Luego, convocó. a todos los demás dioses, y mostrándose en todo su poder, les ordenó:
- Que cada uno de vosotros se prepare para conceder un don a la criatura que he mandado crear, para castigo de los
hombres, a fin de que ninguno de ellos pueda resistir a su atractivo.-

Nace la primera mujer. Pronto terminó Hefesto su obra, y los dioses comparecieron puntualmente con sus dones.
Atenea, la diosa de las artes, nfundió al nuevo ser la capacidad de realizar bellas labores; Afrodita, la diosa de la belleza,
le dio su seducción; Hermes, el dios astuto, le inspiró l deseo de agradar a los hombres y el arte de conquistarlos; las
Gracias, que eran las tres más hermosas hijas de Zeus, se cuidaron de su adorno y su tocado. Por fin, la criatura alentó
y tuvo vida, y fue Pandora, la primera mujer.
Entretanto, Zeus había encerrado en un precioso cofre todas las calamidades posibles e imaginables, y después de
haberlo sellado cuidadosamente, lo confió a Pandora diciéndole:
- Ve a encontrar a Prometeo, que será tu esposo, y llévale esta caja que contiene tus regalos de boda.- Pero Prometeo
miró lleno de desconfianza a la hermosa desconocida y la rechazó desdeñoso junto con los regalos que traía,
presintiendo las desventuras que el cofre encerraba. Pandora, humillada, volvió junto a Zeus.
-No importa -le consoló el rey de los dioses; -si Prometeo te rechaza, acércate a su hermano, Epimeteo: es seguro que
él te acogerá.
Epimeteo, en efecto, ingenuo como era, recibió gozoso a la muchacha, y movido por la curiosidad, se apresuró a abrir
la caja fatal. Inmediatamente, todos los males se derramaron sobre los hombres, y así comenzó su trabajosa vida: en el
cofre, sólo quedó la esperanza.

Prometeo, encadenado. Zeus, empero, quería castigar también a Prometeo, y sobre todo, sentirse seguro para
siempre contra sus asechanzas. Ordenó a su hijo Hefesto que sorprendiera al dios rebelde y se apoderara de él con la
ayuda de Cratos y Bias, feroces demonios de la fuerza y de la violencia. Hefesto obedeció, y Prometeo no opuso
resistencia, porque, previéndolo todo, sabía que estaba destinado a aquella prueba.
Siguió a Hefesto hasta las montañas del Cáucaso y allí dejóse encadenar a una alta peña. Durante muchos años,
Prometeo permaneció prisionero en aquella roca solitaria. Cada día, una águila, hija del monstruo Tifón, iba a roerle el
hígado, y todos los días, su hígado renacía.
Pero el espíritu de Prometeo no se rindió por ello. Atado a la roca, recordaba los grandes beneficios que había hecho a
los hombres, veíalos soportar penosamente su trabajosa vida, y ello le bastaba para infundirle la fuerza de resistir la
atroz pena en espera del momento en que, por voluntad del Hado, llegase la liberación en que él lo derribó. El día de su
desventura, Zeus verá la diferencia que media entre reinar y servir.
Prometeo sabía que el verdadero señor de los destinos humanos celestiales no era Zeus, sino el Hado misterioso que
nadie puede evitar y que un día, decretaría también el fin de los dioses de Grecia.

Prometeo, libertado. La condena de Prometeo duró siglos y siglos. Entretanto, Zeus se había reconciliado con los
hombres comprendiendo que, a la par que ellos, también los dioses están sometidos al Hado que lo domina todo; y a
través de muchas vicisitudes, había conocido a su vez el dolor, que alcanza igualmente a los hombres y a los dioses.
Hizo incluso las paces con los Titanes rebeldes. Entonces, el fuerte Heracles, hijo de Zeus y de una mujer mortal,
escaló las montañas del Cáucaso, llegóse a la roca del prisionero solitario y rompió sus cadenas. Prometeo fue acogido
en el Olimpo con las demás divinidades.
El mito de Prometeo se cuenta, sin duda, entre los más profundos de la mitología griega y de todas las mitologías. El
creador del hombre, el orgulloso raptor del fuego es una divinidad, pero es a la vez y por encima de todo, una
manifestación de generosa humanidad, que el pueble griego admiró siempre y en el que siempre quiso reconocerse.
Grandes poetas griegos, como el trágico Esquilo, exaltaron esta hermosa figura tratando de descubrir en ella siempre
nuevos significados, y precisamente de una tragedia de Esquilo, el Prometeo Encadenado, hemos sacado las
meditaciones de Prometeo. En el siglo pasado, Shelley, en su poema Prometeo Libertado, presenta a este héroe como
la más noble expresión moral alcanzada por la fantasía helénica.

EL MITO DE DEUCALIÓN Y PIRRA

La edad de oro. Con el mito de Prometeo, y en general, con todos los mitos relativos a las primeras relaciones entre
los dioses y los hombres, enlaza la fábula de Deucalión y Pirra. No es ciertamente tan hermosa, pero con todo, no
carece de interés. En el tiempo en que reinaba Cronos, existía una raza humana mucho más feliz. Era la humanidad de
la edad de oro, de aquella venturosa época en la cual el suelo producía espontáneamente maravillosos frutos y ricas
cosechas, el cielo estaba siempre sereno, siempre transparentes y tranquilas las aguas, en perenne verdor primaveral la
Naturaleza. Los hombres vivían contentos sin conocer afanes, odios, ripias y enfermedades.
Eran mortales, pero la muerte parecíase a un plácido sueño, sin sufrimientos, ni miedo, y cuando los espíritus se
desprendían de los cuerpos, transformábanse aquéllos en genios benéficos que volaban en el aire y la luz. Esta
humanidad no parece que fuese la misma creada por Prometeo; el mito no dice con precisión cuáles fueron sus
orígenes.
La raza feliz, sin embargo, se extinguió, y surgió otra, llamada de la edad de plata. Aquellos hombres tenían una larga
infancia inocente, pero al llegar a la edad adulta, no conseguían vivir siempre en buena armonía entre sí ni con los
dioses; llegó un día en que Zeus los exterminó.
Vino luego la raza de la edad de bronce, que duró poco tiempo: eran gentes violentas y guerreras, siempre en lucha
entre sí, y no tardaron extinguirse. Vino a continuación la raza de los semidioses, guerreros generosos y caballerescos
que, después de su muerte, fueron acogidos en las islas de los Bienaventurados. Y por fin, surgió la humanidad de la
edad del hierro, tan desgraciada como impía, la cual, como si no le bastaran las miserias y las enfermedades de que se
veía afligida, hízose todavía la más infeliz a copia de discordias, engaños e injusticias.

El diluvio. Disgustado Zeus por la continua decadencia de la criatura humana, decidió borrarla de la faz de la tierra,
desencadenando sobre ella un terrible diluvio que pronto sumergió los campos, las colinas, las mismas montañas, y a
todos sus habitantes.
Había empero entre los hombres un hijo de Prometeo, llamado Deucalión, el cual estaba casado con Pirra, hija de
Epimeteo y de Pandora, y reinaba entonces en una ciudad de Tesalia. Prometeo, conociendo las intenciones de Zeus,
quiso salvar a su hijo y ordenó que fabricara una gran barca cubierta, de sólidos flancos, capaz de resistir el ímpetu de
las aguas.
Deucalión obedeció, puso en seguida manos a la obra y trabajó esforzadamente meses y meses para construir al fin,
una resistente embarcación. Cuando se abrieron las cataratas del cielo y los torrentes comenzaron a verterse sobre la
tierra desde las espesas nubes acumuladas por Zeus, el hijo de Prometeo entró con su mujer en su nave, que flotó
segura sobre las olas.
Pasados nueve días, la gran arca de Deucalión tocó tierra en el monte Parnaso, cuya cumbre emergía sobre las aguas
de la inmensa inundación. Los dos mortales desembarcaron y miraron a su alrededor: las tierras, a medida que las
aguas se retiraban, mostraban una terrible desolación: la familia de los hombres había desaparecido y sólo blanqueaban
aquí y allá ruinas de templos y de viviendas.

La nueva humanidad. Entonces, Deucalión elevó una ferviente plegaria al supremo Zeus, el cual sintióse conmovido,
y por medio de Hermes, su divino mensajero de alados pies, le preguntó qué deseaba.
- Nos hemos salvado del diluvio - contestó Deucalión, - pero ¿cómo podremos vivir así, solos como estamos? Pirra y yo
moriremos de tristeza y de desesperación. El gran Zeus haya piedad de nosotros y cree una nueva humanidad que nos
acompañe en nuestra existencia .
- Bien - dijo Hermes, que ya había sido instruido por Zeus; - desenterrad los huesos de vuestra gran abuela y arrojadlos
detrás de vosotros por encima del hombro, después de haberos tapado los ojos en señal de penitencia: vuestro ruego
será satisfecho .
De momento, Deucalión quedó perplejo ante una respuesta que no estaba muy clara: no alcanzaba a comprender quién
podía ser la gran abuela de quien debía desenterrar los huesos. Mas luego, intuyó que aquella expresión no podía
referirse más que a la tierra, madre común de todos los humanos, y que sus huesos eran evidentemente las piedras.
Entonces, se tapó los ojos según las instrucciones recibidas, y junto con Pirra, comenzó a recoger todas las piedras que
encontraba y a arrojarlas hacía atrás por encima del hombro.
A medida que iban arrojando piedras, los esposos percibían un rumor confuso y creciente, cada vez más recio, pero no
se atrevían a mirar. Por fin, no encontrando más piedras, se quitaron las vendas: las piedras arrojadas por Deucalión se
habían convertido en hombres, y en mujeres, las que arrojó Pirra. La raza humana estaba ya restablecida sobre la tierra.
Es éste uno de los muchos mitos sobre el diluvio, creados por los pueblos primitivos. También los babilonios tenían uno.
Seguramente, estos mitos están inspirados por el recuerdo de grandes inundaciones que afligieron a los pueblos
antiguos y que casi siempre fueron consideradas como un castigo divino por las culpas de la humanidad. También en el
mito de Deucalión, en efecto, el diluvio es provocado por la maldad de los hombres: es preciso reconocer, sin embargo,
que el relato no ofrece la grandiosidad que se desprende de la narración del diluvio universal que nos ha dejado el
Antiguo Testamento: el mito griego reviste un tono fabuloso que atenúa algo su valor moral.

UNA RÁPIDA OJEADA AL OLIMPO

Las divinidades bajo el reinado de Zeus. Ahora que el Olimpo está ya constituido, y que los hombres, una vez
escampado el diluvio, van repoblando la tierra, será oportuno que demos una ojeada general a los acontecimientos
expuestos hasta aquí y al conjunto de las divinidades griegas que en aquel momento, bajo el reinado de Zeus, aparecen
con todos sus caracteres propios.
De una noche misteriosa y vacía, hemos visto surgir y afirmarse la primera gran pareja divina representada por Urano y
Gea, el cielo y la tierra. A estas dos divinidades, que difícilmente podremos imaginarnos bajo forma humana ni en
ninguna otra forma, sucede una segunda pareja: Cronos y Rea, mucho más definida y rodeada de diversas deidades
que representan las fuerzas de la Naturaleza, los movimientos, los impulsos, las aspiraciones del espíritu humano. Por
último, se afirma una tercera pareja, la de Zeus y Hera, a la cual, se unen los hermanos de Zeus, todos de forma y de
sentimientos francamente humanos.
Esto revela por un lado el progresivo refinamiento de las divinidades griegas y por el otro la superación de las antiguas
religiones por las nuevas: sobrevienen nuevos pueblos a la tierra de Grecia, sojuzgan a los ya existentes y sustituyen las
divinidades indígenas por las propias.
Observemos ahora cómo estaba constituida la corte de Zeus y Hera. En la cumbre del Olimpo, donde el rey de los
dioses tiene su sede, hallamos a doce deidades principales que debemos considerar una a una por haber llegado a ser
celebérrimas y aceptadas más tarde por los romanos.

El rey y la reina. Zeus, que luego los romanos llamaron Júpiter, es el rey, se nos presenta como una divinidad justa y
serena: el equilibrio, la sensatez, la dignidad son sus dotes características. En las antiguas estatuas está representado
con un rostro noble, en la flor de la madurez, hacia los cincuenta años, en la edad en que un hombre puede unir una ya
larga experiencia a un vigor todavía joven. Parece un excelente padre de familia, atado a los principios y a las
tradiciones, poco amante de las novedades y de las aventuras peligrosas, inteligente, pero no genial, sometido al Hado
superior contra el cual nada puede, severo cuando es necesario, benévolo cuando es posible.
Hera, a quien los romanos llamaron Juno, es su esposa y se nos muestra exactamente la esposa adecuada para un
marido así. Una mujer prudente, sobre los cuarenta años, que ama la casa y la familia, un poco despótica con el
esposo, el cual la trata con sumo respeto.

La hija sin madre. Atenea, llamada Minerva por los romanos, es una singular hija de Zeus, ya que, como veremos,
nació armada de punta en blanco, de la cabeza del rey de los dioses. Es diosa guerrera y también la diosa de las artes y
de la técnica; representa la inteligencia humana en todas sus manifestaciones, y no es extraño que sea la diosa
protectora de la más culta entre las ciudades griegas, Atenas, a la que dio su nombre.

Los gemelos. Artemisa, la Diana de los romanos, era asimismo hija de Zeus, que la tuvo de Leto o Latona. Es la
divinidad de la caza, una diosa algo huraña, que no quiere tener marido, luminosa y rara como la luna, el astro que ella
prefiere. Una jovencita independiente, en suma, a la que siempre sigue un cortejo de muchachas cazadoras; siempre
noble en su amistad, pero terrible en su rencor.
Apolo, hermano gemelo de Artemisa, llamado también Febo, es una divinidad solar: tiene a su cargo, en efecto, la
conducción del carro del sol. Fogoso, bellísimo, con mucho carácter, podría representar, junto con Artemisa, a la nueva
generación, inquieta y ansiosa de acontecimientos futuros, en oposición a la vieja generación, representada por Zeus y
Hera, vinculada a las tradiciones del pasado. Este hermoso dios, en quien los griegos se complacían en reconocer las
mejores virtudes de su raza, proyectado hacia el futuro, hasta el punto de ser por excelencia el dios de la adivinación, el
inspirador de todos los oráculos, numen titular de la música y las artes, fue sin embargo muy infeliz en sus amores. Las
muchachas, tanto las mortales como las divinas, generalmente lo rehuían, asustadas de su luminosidad y de su
inquieto carácter.

El rey del mar. Poseidón, llamado por los romanos Neptuno, hermano de Zeus, es el señor del mar. Y del mar tiene la
grandiosidad, y a veces, la crueldad. Su mujer es una nereida llamada Anfitrita, y a su alrededor, se mueve la hueste de
las deidades marinas: Nereo, con sus hijas las Nereidas; Proteo, viejo dios marino que conoce el futuro y puede adoptar
las formas más variadas; las Sirenas, mitad mujeres, mitad peces; los Tritones, medio hombres, medio peces, que
soplando en grandes conchas, provocan el ruido del mar; las Ninfas oceánicas.

El hijo astuto. Hermes, el Mercurio de los romanos, hijo de Zeus y de una titanesa, era el dios astuto por excelencia,
ágil, diestro, avisado, buen hablador, siempre pronto a cumplir las más delicadas misiones que Zeus le confiaba.
Cuando era necesario persuadir a alguien para que realizara algo que en principio no era de su gusto, el encargo recaía
casi siempre en Hermes. En suma: un tipo de buen carácter, optimista, lleno de sentido práctico e iniciativas, amante
de los viajes y del comercio.
La diosa triste. Deméter, que los romanos llamaron Ceres, era una divinidad más antigua, hija de Cronos y de una
titanesa, diosa de los cereales, de las cosechas, del despertar de la primavera y de la lozanía estival. Y dado que los
mitos que se refieren al cambio de las estaciones son siempre un poco tristes, también lo es la historia de Deméter; en
el rostro de la diosa, raramente aparece la sonrisa.

El dios que nació deforme. Hallamos luego a Hefesto, el Vulcano de los romanos, uno de los pocos hijos de Zeus y
Hera. Cojo de nacimiento y poco agraciado, tuvo por mujer a la más bella de las diosas, Afrodita. Hacía de herrero, pero
herrero de los dioses; era un artífice habilísimo, y por esto, muy amado por los artesanos e industriales de la antigua
Grecia. Sus talleres estaban instalados siempre en algún volcán. Divinidad un poco tosca, no carecía, sin embargo, de
astucia.

La diosa casera. Hestia, la Vesta de los romanos, se cuenta entre las divinidades más antiguas: hija de Cronos y Rea.
Le estaba confiada la protección del hogar doméstico, de la paz familiar. Diosa serena y modesta, dio poco que hablar;
fue muy amada por el pueblo, y en particular, por las mujeres, que celebran su carácter doméstico.

El dios guerrero. Ares, llamado Marte por los romanos, es hijo de Zeus y de Hera. Como dios de la guerra, no era muy
bien visto por los griegos, llos cuales, si bien valerosos soldados, si era necesario, preferían las actividades pacíficas.
Su aspecto era el de un guapo mocetón, más bien violento, no muy inteligente, pero lleno de valor.

La muy hermosa. Afrodita, en fin, la Venus de los romanos, era la divinidad más antigua del Olimpo, ya que había
nacido de una gota de sangre de Urano. Como diosa del amor, de la vida, de la belleza, es natural que se mantuviese
eternamente joven y bella. Su hijo es el dios Eros o Amor, representado como un muchacho.

Estos son los doce dioses principales de la antigua Grecia. Naturalmente que había muchos otros menores, y a
menudo, no menos célebres. Más o menos emparentados entre sí, constituían una especie de gran familia, en la cual,
no faltaban las discordias ni las envidias.
Para que no se nos borren de la memoria, imaginemos a esas divinidades del modo que a continuación los
presentamos.

Como en las mejores familias. En primer lugar, los padres. El Zeus, es un caballero equilibrado y respetable, lleno de
prudencia y de experiencia; en su juventud fue más bien un tronera, conoció la vida, en suma, pero ello ha servido en
definitiva para darle más confianza en sí mismo. La madre, Hera, es una matrona austera y un tanto pedante que vela
por el orden y el decoro de la casa, y no quiere chismes.
Esta digna pareja tiene seis hijos bastante distintos entre sí. La hija mayor Atenea, es un tipo algo hombruno, muy
inteligente y poco sentimental, que ha estudiado en la universidad y vive con cierta independencia. Los dos gemelos,
Apolo y Artemisa, son los benjamines, hermosos, juguetones, llenos de ingenio, audaces; no serán muy felices en la
vida, lo cual los hace más humanos, y por ende, más simpáticos. Viene luego un muchachote que no ha tenido ganas
de estudiar y que se ha dedicado a las armas, Ares, algo brutal, pero con todo muy presentable en sociedad. Otro hijo,
Hefesto, tampoco ha sentido inclinación por los estudios, pero es serio y trabajador, llegando a ser un artesano muy
aprovechado; claro que con él la familia ha ido un poco a menos y la hermana universitaria lo aprecia poco, pero es una
bellísima persona, honrado a carta cabal, laborioso, y esto le basta. Finalmente, el hijo menor, Hermes, es un
muchacho que sabe su obligación: en la escuela, no ha perdido el tiempo: es listo, hábil, lleno de recursos, logra todo lo
que se propone: el padre se sirve a menudo de él y es seguro que llegará a ser alguien.
De vez en cuando, llegan a la familia noticias de un tío que se marchó al extranjero de joven y ha hecho fortuna
navegando: Poseidón; es un señor muy serio, muy ocupado en sus negocios, lleno de energía y de voluntad. Hay
también una tía que ha sufrido mucho y vive discretamente en su habitación, de la que nada más sale para sentarse a
la mesa: es la tía Deméter, que nunca sonríe. Una segunda tía, modesta y tranquila, tiene a su cargo la marcha de la
casa y se afana entre los pucheros: es la tía Hestia, una verdadera providencia.
Olvidábamos a una extraña prima o tal vez prima segunda, Afrodita, de edad indefinible: nadie ha podido averiguar con
certeza si sus magníficos cabellos son teñidos o de color natural, o si son, sin rodeos, una peluca: lo cierto es que se
acicala prolijamente frente al espejo y ofrece un maravilloso aspecto de juventud. Su vida es más bien misteriosa; Hera,
la buena madre de familia, la ve con malos ojos, pero no puede mandarla a paseo: ha logrado casarse con el bonachón
de Hefesto y forma parte de la familia.
Entre esas divinidades, las relaciones son diversas y aún lo son más sus relaciones con los hombres. Intentaremos dar
una idea de ambas cosas del modo más sencillo posible, lo cual no es precisamente fácil, por cuanto los mitos se
entrecruzan continuamente y no siempre van de acuerdo unos con otros o presentan versiones discrepantes.

LA INFANCIA DE ZEUS
Graciosas ninfas en torno al pequeño rey. Cuando Rea esperaba el nacimiento de Zeus, se escondió en un b
e de Arcadia.
En aquel tiempo, los montes estaban poblados de graciosos genios, llamados ninfas, que eran muchachas que
participaban de la naturaleza de los dioses, y a la vez, de la de los mortales. Su existencia, en efecto, era feliz como la
de los inmortales, pero como la vida humana, tenía un fin, si bien a largo plazo: vivían tantos años como las encinas
seculares. Había ninfas de los montes, llamadas Oréadas; Náyades o ninfas de los ríos y las fuentes; Dríadas, ninfas de
los bosques; y por último, las ninfas de cada árbol, las Hamadríadas. A veces, se casaban con un simple mortal, y
entonces, su felicidad corría el peligro de venir a menos.
Rea se dirigió a una de esas ninfas, que danzaban y cantaban felices por los bosques de Arcadia, y le confió el niño con
el encargo de llevárselo a un lugar seguro. Luego, envolvió una piedra en los blancos pañales y se la dio a Cronos para
que la devorase creyéndola su hijo.

El niño que no estaba en ninguna parte. La ninfa, con el infante en brazos, marchó en dirección a mediodía, sin
detenerse jamás: sentía su gran responsabilidad, porque sabía que aquel niño estaba destinado a grandes cosas, y ¡ay
de él! si Cronos hubiese descubierto su existencia.
Después de haber caminado durante jornadas y más jornadas, un buen día por la mañana, llegó a la orilla del mar, se
embarcó en una nave y navegó hasta la isla de Creta. Una vez allí, buscó una gruta incrustada de madreperlas y orales,
y llamó a algunas de sus compañeras para que la ayudasen a alimentar y criar a la tierna criatura. Acudieron dos
hermosas ninfas, Adrastea e Ida, hijas de unrey de la isla; Adrastea trajo al pequeño un precioso cascabel con aros
de oro para que se divirtiese haciéndolo sonar, e Ida le construyó una graciosa cuna que colgó de las ramas de un árbol.
De tal modo, el niño, no solamente podría mecerse en el suave columpio, sino que además, en caso de que el feroz
padre se diera cuenta del engaño y buscara a su hijo, no habría podido hallarlo, ya que, así suspendido, la cuna no
estaba en la tierra, ni en el cielo, ni en el mar.
El pequeño dios fue alimentado con delicados manjares: una águila le traía todos los días el néctar, la bebida de los
inmortales: industriosas abejas, mandadas por su reina, Panácrides, en persona, le preparaban la ambrosía, el manjar
divino; y por último, una cabrita, Amaltea, le ofrecía su leche, además del néctar y la ambrosía que manaban de sus
cuernos.

Los Coribantes. Aunque criado en un lugar de delicias y con todos los cuidados, sucedía a veces que el pequeño Zeus
se echaba a llorar como todos los bebés; pero en él el llanto era un gran peligro ya que podría ocurrir que su cruel padre
oyese los vagidos y descubriese su paradero. En la isla vivían unos seres singulares: los Curetas o Coribantes, una
especie de guerreros pacíficos, que se servían de sus refulgentes armas no tanto para combatir como para improvisar
bellas danzas decorativas y ruidosas a base de fuertes golpes de lanza contra los escudos. Los guerreros, apenas el
niño daba un chillido, acudían al momento junto a la cuna y comenzaban a trenzar sus danzas sacras armando tal
estrépito que nadie hubiese podido oír llorar a un ejército de recién nacidos.

El cuerno de la abundancia. El joven dios crecía así en dulce serenidad, y al fin llegó el día en que debía afrontar su
destino: obligar a su padre a que devolviese la vida a sus hermanos devorados por él, y emprender la lucha por el trono
de los dioses. Pero antes de abandonar la isla, quiso mostrar su reconocimiento a todos cuantos le habían cuidado
durante su infancia. La cabrita Amaltea, que entretanto había crecido y tenía dos bellos cabritos, fue subida al cielo y
transformada en constelación junto con sus hijitos: de pronto, los tres animales desaparecieron a los ojos de los
presentes, y por la tarde, las nuevas estrellas titilaban alegres en la bóveda celeste. Sólo quedaron sobre la hierba unos
cuernos dorados: Zeus cogió uno de ellos y lo dio a las buenas ninfas diciendo:
- Tomad este cuerno: desde este momento, tiene la virtud de procuraros todo cuanto podáis desear.
Y así, fue creada la cornucopia o cuerno de la abundancia.

LA JUVENTUD DE ZEUS: LAS ESPOSAS CELESTES.

Metis. Cuenta el mito que Zeus, cuando hubo conquistado el trono celeste, antes de casarse con Hera, tuvo varias
esposas, elegidas por él entre las diosas, a ninguna de las cuales dio, sin embargo, la corona de reina del Olimpo. Y
que, aun después de haber reconocido a Hera como su consorte, siguió escogiendo otras esposas entre las muchachas
mortales. No por ello los griegos juzgaron a Zeus como a un dios sin escrúpulos y poco serio: sabían que todos
aquellos casamientos eran necesarios, por cuanto el rey de los dioses debía dar vida a muchas divinidades, a menudo,
muy distintas entre sí. Por otra parte, a fin de que existiera una cierta unión entre los hombres y los dioses, era
indispensable que algunas familias de mortales tuviesen origen divino y que por esto Zeus buscase entre los humanos a
sus esposas.
Entre las esposas celestes más importantes, diosas o titanesas, la primera fue Metis, la Sabiduría, una divinidad
austera, hija del Océano: Zeus hubiese querido tener de ella un hijo que heredara toda la ciencia de la madre y toda la
potencia del padre. Además, la quería porque fue ella, muy entendida en artes mágicas, quien le preparó el filtro
que, administrado a Cronos, había obligado a éste a vomitar los hijos devorados.
Por todos estos motivos, decidió casarse con ella. Pero entonces, se le presentó su abuela Gea y le dijo:
- Zeus - le dijo, - escrito está en el libro del destino que el hijo nacido de Metis se volverá contra ti como tú te volviste
contra tu padre, y de igual modo, te echará del trono. Breve será, pues, tu reinado: tu castigo está próximo. Y diciendo
esto, la abuela airada miraba llena de amenazas y de satisfacción al nieto que había encadenado a sus hijos lo 3
Titanes.
Zeus quedó muy impresionado, mas no por ello renunció al hijo que esperaba. Reunió todas sus energías divinas y
envolvió con ellas a Metis, como en un manto de luz; luego, lo absorbió en sí y con él absorbió a la esposa, que formó
un todo con él, se confundió con su propia persona. También el hijo que estaba por nacer fue acogido por el dios, y poco
a poco, salió de su cerebro bajo la forma de mujer armada y ya adulta, que permaneció unida siempre por un gran
afecto al padre: era la diosa Atenea, una de las divinidades que mejor representan el espíritu helénico.

Temis. La segunda esposa de Zeus fue una titanesa llamada Teinis, la justicia, hija de Urano y de Gea. El dios se casó
con ella para tener hijos que lo ayudasen a gobernar ecuánimemente a los hombres y a la Naturaleza, y tuvo, en efecto,
de ella a las Horas, que presiden el curso del tiempo y la alternancia de las estaciones, y a las tres Moiras, que los
romanos llamaron Parcas, a las cuales, fue confiado el destino de los hombres. La más anciana de ellas, Cloto, tenía
dos ruecas, una con lana negra y otra con lana blanca, según fuese desgraciado o feliz el destino que hilaba; a la
segunda, Laquesis, le fue dado el huso, para que hilase los diversos destinos; la tercera, Atropos, llevaba las tijeras en
la mano, para cortar el hilo cada vez que una vida llegaba a su término; Las Moiras habitaban una oscura caverna en el
mundo subterráneo, símbolo de la oscuridad que envuelve el destino de los hombres.

Mnemosina. Una titanesa, Mnemosina, la Memoria, fue la tercera mujer de Zeus, quien la encontró en los bosques de
Beocia y la tomó por esposa para tener de ella hijos que protegiesen las artes y las ciencias de los hombres.
Mnemosina fue, en efecto, madre de nueve hermosísimas niñas, las Musas, inspiradoras de las artes liberales: Clío,
musa de la épica y de la Historia, exaltadora de las mejores gestas de los hombres; Euterpe, musa de la Música; Talía,
musa de la comedia, y más tarde, de la agricultura; Melpómene, musa del canto y de la poesía dramática; Terpsícore,
musa de la poesía lírica y de la danza; Erato, musa de la poesía amorosa y de la Geometria; Polímnia, musa del canto
sacro; Calíope, musa de la elegía; Urania, musa de la Astronomía. Las nueve Musas representaban el conjunto de todo
cuanto constituía la cultura para el espíritu helénico.
El primer certamen de canto. Las nueve Musas eran también llamadas Piéridas; ahora veremos por qué. Vivía en
Macedonia un rey llamado Piero, el cual tenía nueve hijas, todas ellas, habilísimas en el canto. Las muchachas se
volvieron tan orgullosas, que un buen día, no vacilaron en desafiar a las nueve Musas a un certamen de canto. Jueces
del concurso serian las ninfas.
Y he aquí a las dieciocho muchachas agrupadas en dos coros en medio de un verde prado, al que acudieron graciosas
náyades, salidas de los ríos, dríadas y hamadríadas, llegadas de los bosques, y oréadas venidas de los montes. Era un
espectáculo harto agradable. Primero, cantaron las hijas de Piero, y las ninfas aplaudieron emocionadas, pero cuando
les llegó el turno a las Musas, hízose un gran silencio, porque su canto era tan suave, y al mismo tiempo, tan emotivo,
que las ninfas quedaron absortas y encantadas. Cuando se repusieron de su pasmo, otorgaron el premio a las Musas,
por unanimidad. Las hijas de Piero, como castigo a su orgullo, fueron convertidas en gárrulas urracas, los pájaros más
fastidiosos que se pueda imaginar. Y las Musas fueron también llamadas Piéridas, vencedoras de las hijas de Piero.

Deméter y Hera. También Deméter, hija de Cronos, diosa de las mieses, fue esposa de Zeus, y su hija fue la infeliz
Perséfora, a quien los romanos llamaron Proserpina. Pero la esposa que debía permanecer siempre a su lado, la
predilecta, fue Hera. Durante mucho tiempo, Zeus trató de obtener su amor, pero Hera no quería escucharlo. Un día, la
diosa, con algunas ninfas compañeras suyas, paseaba por la ladera del monte Tornace, en la isla de Samos, cuando se
desencadenó de improviso un furioso huracán. Las muchachas hallaron a duras penas resguardo en una gruta, y he
aquí que un pequeño cuclillo, después que hubo revoloteado un poco en torno de ellas, calado por la lluvia y aterido de
frío, fue a refugiarse entre el vestido de Hera. La diosa tuvo piedad del pájaro y lo tomó en sus manos tratando de
calentarlo, pero de repente, el animalito huyó de ella y se transformó en una figura radiante. Era el propio Zeus, que se
aparecía en toda su gloria, y una vez más, la solicitaba por esposa. Hera no supo negarse y las bodas se celebraron en
la isla de Creta. Todos los dioses estuvieron presentes y trajeron sus obsequios; pero ningún regalo superó al de Gea:
un precioso árbol que daba frutos de oro.
Excelente como esposa, Hera no tuvo mucha suerte como madre: sus hijos más notables fueron Ares y Hefesto, es
decir, las divinidades menos cotizadas de la familia.

Leto. Los dos hijos más hermosos, los gemelos predilectos. Apolo y Artemisa, los tuvo Zeus de una descendiente de
los Titanes, Leto, que los romanos llamaron Latona. Pero la pobrecita pagó cara la alegría de haber dado dos hermosos
niños al dios, ya que Hera, furiosa de ceIos, la arrojó del Olimpo, y no contenta con eso, hizo salir de un sucio pantano
un horrible monstruo, la serpiente Pitón, a la cual dio la orden de perseguir sin tregua a la desventurada. Luego, como si
ello no bastase, prohibió severamente a la Tierra que diera refugio a la proscrita.
Leto anduvo errante por todas partes en busca de asilo, pero era rechazada por todos. Sabíase que contra ella se había
desatado la ira de la reina de los dioses y todo el mundo tenía miedo de incurrir en su enojo. Hasta unos toscos
campesinos, a quienes la desventurada titánida había pedido asilo, se atrevieron a burlarse de ella, y mal lo pasaron los
burlones porque Leto alzó al cielo una plegaria tan ardiente, que aquellos malvados fueron al momento convertidos en
ranas.
Por último Poseídón, que por vivir apartado en las profundidades del océano, podía permitirse el lujo de desafiar la
cólera de Hera, tuvo piedad de la fugitiva, y viendo que la Tierra se negaba a acogerla, golpeó el fondo del mar con su
enorme tridente e hizo surgir así la isla de Delos, la cual, por flotar en el agua, no pertenecía a la Tierra. Los hijitos de
Leto vieron la luz bajo un hermoso palmar y las ninfas acudieron a cuidar de ellos y a confortar a la madre.

Maya. Por último el astuto Hermes nació de Maya, hija de Atlante. Zeus la encontró en los bosques de Arcadia, donde
moraba, y habitó con ella en la gruta Cilenia. De ella, empero, Hera no se mostró celosa por lo contrario, se ofreció para
amamantar a sus hijos.
Tanta era la abundancia de su leche, que en cierta ocasión, se esparcieron por el cielo algunas gotas del blanco líquido
y allí, quedaron transformadas en un inmenso enjambre de estrellas: la Vía Láctea.
Maya, por su parte, fue elevada al cielo junto con sus hermanas, y al par que ellas, convertida en la más elegante y
gentil de las constelaciones: la de las Pléyades.
Muchas otras esposas divinas tuvo Zeus, pero éstas son las principales. En rigor, pueden considerarse todas ellas como
una esposa única con nombres distintos, que representa siempre la divinidad madre, la mujer divina de la que el dios
supremo obtiene su descendencia.

LAS ESPOSAS MORTALES: EL MITO DE IO

La nube de oro. Más variados son los mitos que se refieren a las esposas que Zeus eligió entre las hijas de los
hombres. Nos limitaremos, naturalmente, a los más famosos y empezaremos con el de Io.
En los alrededores de Argos, se levantaba un templo dedicado a Hera y en él vivía como sacerdotisa, una hermosísima
muchacha, lo, hija del rey. Zeus pasaba a menudo cerca de aquel templo, era bajo el aspecto de un joven cazador, ora
con la apariencia de un príncipe, ora con la de un pobre peregrino: porque había descubierto a la hermosa sacerdotisa y
había resuelto hacer de ella una de sus esposas mortales. Pero lo nunca quiso escucharlo y siempre lo rechazaba. La
muchacha había reconocido al rey de los dioses bajo los mentidos disfraces y no quería en modo alguno incurrir en la
cólera de su legítima esposa divina, Hera, a cuyo culto, estaba, por otra parte consagrada.
- Apuesto cazador - decía (o hermoso príncipe o gentil peregrino, según los casos) -¿cómo te atreves a requerirme de
amores a mí, que soy sacerdotisa de la reina de los dioses?
Un día, empero, mientras paseaba por un verde prado que se extendía junto al templo, se le apareció, allá en el cielo,
una resplandeciente nube de oro, la cual, poco a poco, fue acercándosele. Luego, una niebla dorada descendió
lentamente sobre la tierra; de improviso, la muchacha se vio sumergida en un polvillo luminoso que la deslumbraba; la
nube de oro había descendido hasta ella y la envolvía. Entonces, oyó una voz que decía: -¡lo, tú eres mi esposa!
Y la sacerdotisa tuvo que aceptar la voluntad de Zeus, que se había transformado en aquella luz para imponerle la boda.

Argos, el insonme. Poco tardó Hera en saberlo y ardió en ira, como lo temía; en su cólera, se habría sin duda vengado
del modo más cruel si Zeus no le hubiese sustraído la muchacha convirtiéndola en una ternera. Pero el expediente no
engañó a la diosa, la cual, habiendo adivinado la metamorfosis, consiguió apoderarse de la ternera, y para que no
recobrara jamás su aspecto primitivo, la confió a un extraño ser, Argos, pariente lejano de lo, para que la custodiase.
Este Argos, si bien de origen divino, era un mortal dotado de una fuerza excepcional. Pero lo que lo hacia
absolutamente distinto de los demás era el hecho de tener cien ojos; puede decirse que tenía ojos en todo el cuerpo: los
tenía en el cuello, en los brazos, en el pecho y en la espalda, de manera que nada ni nadie escapaba a su vista. Y
dormía solamente con cincuenta ojos, de manera que otros tantos permanecían siempre abiertos. Hera había elegido el
guardián ideal. Argos presentóse a Hera vestido, como de costumbre, con las pieles de un enorme toro que él mismo
había matado porque devastaba los campos y bosques de Arcadia. Tomó bajo su custodia la hermosa ternera, la
condujo a un solitario olivar cercano a Micenas, atóla a uno de los árboles y se sentó no lejos de ella. Cuando alguien se
acercaba, el vigilante lo invitaba a alejarse; ¡ay de él! si no lo hacía a toda prisa.
Io, libertada. Zeus no quería dejar a su esposa mortal en aquellas condiciones, pero no sabía qué hacer para libertarla.
Por último, llamó a su hijo Hermes y lo instó a que hallara un camino de salida.
Hermes, además de ser un maestro en astucias, e invenciones, era un excelente músico: apenas nacido, inventó la lira,
que fabricó con una concha de tortuga. Por esto, no se preocupó: tomó su flauta y se acercó tranquilamente, aunque no
demasiado, a Argos, fingiéndose un pobre pastor. Luego, comenzó a tocar, pero tan dulcemente, que el monstruo
quedó en seguida arrobado por la música, sintióse invadido por una gran paz, y finalmente, se adormeció con todos sus
cien ojos. Esto era precisamente lo que quería el joven dios: en un instante, cortó la cabeza al guardián y libertó a la
blanca ternera.

El tábano. Con todo, las desventuras de lo no habían terminado. Hera, después de compensar al desgraciado Argos
transformándolo en pavo y constelando con bellísimos ojos su cola, persiguió a lo, azuzando contra ella un terrible
tábano, que hacía enloquecer a la ternera.
La infortunada lo se lanzó a un galope desenfrenado, e intentando en vano de escapar al agudo aguijón del insecto, se
arrojó primero al Mar Jónico, al que dio su nombre, luego, atravesó Grecia de Occidente a Oriente, pasando por Iliria y
Tracia, hasta el estrecho que más tarde se llamó Bósforo, es decir, paso de la ternera; siguiendo su carrera, recorrió el
Cáucaso, Escitia, Crimea y atravesó a nado el Mar Negro; y llegó, por fin, a Egipto, donde exhausta, dejóse caer
invocando a Zeus.
Epafo. Entonces, Zeus se le apareció, le pasó suavemente una mano por el lomo, y en el acto, lo recobró forma
humana, y con ella, toda su hermosura. Mas no por ello sus peripecias tuvieron fin. Poco después, dio a luz un niño,
hijo de Zeus, el que se llamó Epafo.

La implacable Hera dirigió también su ira contra el pequeño. Llamó a los Curetas, aquellas mismas criaturas medio
guerreros, medio danzadores, que defendieron a Zeus todavía lactante en la isla de Creta, y les ordenó que lo raptaran y
lo llevaran a lejanas regiones. Así se hizo, y la infortunada lo reanudó sus andanzas en busca del hijo. Mal les fue,
empero, a los Curetas, ya que Zeus los fulminó con sus rayos.
Tras largas búsquedas, la madre halló a su hijito en la lejana Siria, lo puso a salvo y lo llevó a Egipto, donde subió al
trono de los faraones.
Es éste un mito muy interesante por ser rico en motivos alusivos que también aparecen en otras mitologías. Las
andanzas de lo en busca de su hijo, por ejemplo, ofrecen mucha semejanza con las de Isis en busca de su esposo
Osiris; y efectivamente Io ha sido identificada con Isis, la cual es representada con el adorno de dos cuernos de buey.
Los peregrinajes de la blanca ternera indican probablemente los distintos lugares en los que, en muy remotos tiempos,
era adorada una diosa qué luego tuvo que ceder el puesto a Hera, que se había hecho más popular, o tal vez la propia
Hera bajo forma de ternera. Casi todos los pueblos antiguos, en efecto, y también Grecia en un primer periodo, adoraron
a sus dioses bajo varias formas y con varios significados.
También el episodio de Argos convertido en guardián de Io podría ser simbólico: Io seria la Luna que sigue su, curso por
la bóveda celeste, constelada con mil ojos brillantes.
Alguien podrá decir: - Pero entonces, ¿lo es Isis, es Hera, o e: la Luna? - Pregunta difícil de contestar, pero se puede
decir, en cambio, con certeza, que podría muy bien representarlas a todas tres y tener aún muchos otros significados.
Los mitos han sido contados durante siglos y poco a poco, se han ido enriqueciendo de motivos simbólicos hasta
convertirse en narraciones algo complejas que nunca alcanzan una versión definitiva y fija, y cuyos significados nunca
son únicos. A menudo, dos o más de ellos se funden en uno solo, o al contrario, uno de ellos se diversifica en dos o
más. Es necesario, pues, aceptarlos tal como son, sin ulteriores exigencias.
EL MITO DE DÁNAE

La lluvia luminosa. Otra célebre esposa mortal de Zeus fue Dánae, cuyas aventuras no son menos lamentables que
las de lo. He aquí su mito.
En Argos, una de las ciudades más antiguas de Grecia, reinaba un rey, llamado Acrisio, el cual tenía una hija
hermosísima cuyo nombre era Dánae. Padre e hija habrian sido felices si un oráculo no hubiese predicho a Acrisio que
debía morir asesinado por el hijo de su hija. Hay que advertir que parecidos oráculos eran muy frecuentes en la Grecia
legendaria, y lo demuestra que en aquel tiempo los hijos del rey tenían una gran prisa en subir al trono.
Acrisio quería bien a Dánae, pero no hasta el extremo de consentirle que trajera al mundo un nietecito destinado a
matarlo; y para evitar que tal evento pudiese llegar a realizarse, pensó que lo mejor era encerrar a su hija.
Para ello, mandó encerrar a la pobre princesa en una torre de bronce o - según otra opinión - de acero, y advirtió a todos
los príncipes de los países vecinos que no se les ocurriera ir a pedir la mano de su hija, porque ésta debía ser
considerada como muerta.
Dánae languidecía en su prisión, y no sabía que desde hacía tiempo Zeus había reparado en ella y había decidido
hacerla su esposa. Un día, mientras la joven miraba por el ventano de la torre el cielo infinito, vio que se agolpaban
grandes nubes, y luego, que se desencadenaba un furioso huracán. De pronto, entre los negros cirros, apareció una
nube luminosa de la que parecía caer un chorro de oro. Aquella lluvia resplandeciente batía contra la torre, abrió el
ventano y penetró en la prisión.
Fue como si hubiesen entrado mil arroyuelos de oro fundido: las gotas rebotaban, brillaban: a poco, la muchacha viose
rodeada de un centelleo chispeante que la deslumbraba; y en medio de aquella luz, apareciósele por un instante el
rostro de Zeus, que le decía:
-Te he elegido por esposa.
De esta manera, las precauciones de Acrisio resultaron inútiles, y de aquellas bodas, nació el temido nieto.

Dánae, a la ventura. Cuando el Rey supo lo que había sucedido, no quiso creer que Zeus en persona fuese el padre
del niño, perdió la razón y ordenó meter a Dánae y su hijo en una barca y abandonarlos a merced de las olas.
Durante algunos días la frágil embarcación navegó a la deriva. Dánae estrechaba contra el pecho a su pequeño, al cual,
había dado el nombre de Perseo, y le hablaba con resignada angustia.
-Hijo mío - decía; - has nacido en la desventura, y sin embargo, no lloras. Duermes plácidamente en esta barca y no te
das cuenta del aire salobre que vuelve ásperos tus bucles, ni del ulular del viento. Te tengo en brazos, envuelto en tus
hermosos pañales de púrpura, y duermes con la mejillita apoyada en mi pecho. Si pudieses darte cuenta de lo que es
en el mundo la desgracia comprenderías mis palabras. Más vale así; sigue durmiendo y duerma también el mar infinito.
Tal es el lamento de Dánae según el poeta griego Simónides.

Los dos hermanos. La corriente, por fin, llevó la embarcación a una isla de las Cicladas, Serifo, donde reinaba un
nieto de Poseidón, Polidectes. Aquella mañana, el hermano menor del Rey, de nombre Dictis, paseaba a caballo a lo
largo de la playa cuando vio aproximarse lentamente una barca con una muchacha extenuada que estrechaba contra su
pecho a un niño dormido. En seguida, entró en el mar con su caballo, corrió a su encuentro y la hizo llevar al palacio.
Cuando Dánae volvió en si, vio antes que nada al joven príncipe que la miraba lleno de admiración y de asombro por su
espléndida hermosura; y le sonrió reconocida. Dictis, que en cuanto la vio había quedado enamorado de ella, hubiese
querido hacerla su esposa; pero Polidectes, que también quedó prendado de la desconocida, quiso hacerla a toda costa
reina de la isla, y en la violencia de su súbita pasión, estuvo a punto de matar a su hermano. Dánae hubo de resignarse
y aceptar la boda con el Rey. Fue un matrimonio feliz, cual sucede en general cuando los casamientos no son
consecuencia de un amor reciproco y sí sólo de una voluntad poderosa.

EL MITO DE EUROPA

El toro blanco. En la ciudad de Tiro, en Fenicia, reinaba en aquellos tiempos un rey que tenía una hija muy hermosa.
Tan hermosa era la muchacha que se susurraba que tal vez había conseguido procurarse un poco del colorete usado
por la misma Hera, el cual, una vez aplicado en las mejillas, quedaba en ellas por toda la vida. Esa muchacha se
llamaba Europa y eran muchos los príncipes que aspiraban a su mano.
Una mañana en que la doncella jugaba alegremente a la pelota en la playa de Tiro con algunas amigas, vio de pronto
acercársele un magnífico toro de pelaje blanco como la nieve y unos resplandecientes cuernos de oro. El animal no
parecía peligroso; avanzó a lentos pasos hacia Europa, y cuando estuvo cerca de ella, se arrodilló con mucha gracia.
Parecía domesticado. Europa lo acarició, le adornó las astas con flores, ofrecióle unos terrones de azúcar que el toro
comió en su mano, y por último, tranquilizada ante la mansedumbre de la bestia, saltó por jugar sobre su lomo. Pero
entonces, el toro echó a correr de repente, mientras la muchacha se agarraba asustada a los cuernos, se lanzó
resueltamente en el mar y comenzó a nadar agua adentro, sin atender a los gritos de Europa ni a de sus compañeras,
que desde la playa, veían cómo se alejaba caz vez más, hasta convertirse en punto en el horizonte, sin poder hacer
nada por detenerla.

La fuga. El toro nadó durante todo el día y toda la noche con maravilloso vigor; los delfines, asomaban para ver con
asombro aquel nuevo habitante de las aguas y culebreaban a su alrededor, lanzando apagados resoplidos de estupor y
admiración, cual si incitaran al cuadrúpedo en su travesía. Cuando brilló la rosada aurora, perfilóse a distancia una
cordillera azulada: era la isla de Creta, hacia la cual dirigióse el toro sin vacilar. Poco después alcanzaba la costa y,
siempre a nado, emprendía al estuario de un hermoso riachuelo y se adentraba en la isla, remontando la corriente.
Finalmente aparecieron en lontananza los magníficos palacios de la ciudad de Gortina; el toro divisó en la orilla derecha
del río un grandísimo plátano saltando sobre el guijarral, se agachó a su sombra para que la muchacha se apeara, más
muerta que viva. Aquel plátano, dicho sea de paso, tenía la virtud de conservar su follaje siempre verde, tanto verano
como en invierno, y durante siglos, todos los viajeros que llegaban a la isla de Creta se consideraban obligados a ir a
visitarlo y admirarlo.
Pero cuando Europa puso los pies en la hierba, el toro ya no estaba allí. En su lugar, un hermoso dios le sonreía
diciéndole: tú serás mi esposa.
Dada su situación, es claro que la bella Europa no podía por menos que someterse a la voluntad del señor de los
inmortales. En realidad no estaba muy contenta por el modo brusco con que había sido raptada de su casa paterna y
separada de las amigas, y tal vez también porque en la patria había quedado cierto príncipe fenicio que ella recordaba
con añoranza. La verdad es que los grabadores de Gortina, que retrataron infinitas veces a la hermosa raptada en sus
medallas, la representaron siempre en actitud triste, sentada bajo el plátano.
Sea como fuere, Europa resultó una buena esposa, y de su matrimonio con Zeus, nacieron cuatro hijos, uno de los
cuales fue el célebre Minos. Los otros tres, Radamanto, Sarpedón y Carno, son menos conocidos.
Más tarde, cuando Zeus hubo dejado a Europa, satisfecho de su nueva familia, el rey cretense Asterio encontró a la
princesa, se casó con ella, adoptó a sus hijos, y al morir, dejó el trono a uno de ellos: Minos.
Si tenemos en cuenta que Europa es de origen fenicio (Fenicia se extiende a lo largo de buena parte de las costas
asiáticas que miran al Mediterráneo), no nos será difícil comprender cómo en ese singular viaje desde las playas de
Asia a la isla de Creta, a lomos de un toro, se puede ver la representación de una antigua emigración de pueblos y
civilizaciones de Oriente a Occidente. También puede adivinarse en este mito un símbolo lunar: Europa, como lo, sería
la Luna.

LA JUVENTUD DE ATENEA

La diosa de la sabiduría. Hemos hablado ya del extraño nacimiento de esta divinidad: Zeus, habiendo absorbido a la
diosa Metis, la Sabiduría, que debía haber sido la madre, asumió también en su propio cerebro a la niñita no nacida
aún, y cuando sintió que la nueva diosa estaba pronta para salir del día, llamó a Hefesto y le ordenó que le diera un
fuerte hachazo en la cabeza. Hefesto vaciló un momento, pero al ver que Zeus insistía, se armó de valor, dejó caer el
hacha, y Atenea saltó fuera del cerebro del padre, armada de pies a cabeza.
Palas. El primer cuidado del padre fue encontrar una compañera para esa querida hija suya, y se fijó en una divinidad
menor, Tritón, simple genio de un río, el cual tenía una hermosísima hija llamada Palas, robusta y osada. Zeus rogó a
Tritón que educara a Atenea.
Las dos muchachas se ligaron pronto en una estrecha amistad, ya que sus gustos eran afines. Una y otra eran
aficionadas a las armas, no porque fuesen de índole violenta, sino porque las armas de aquel tiempo (las largas lanzas,
los redondos escudos relucientes, los ágiles venablos) eran hermosas, mucho más decorativas que mortíferas, y
facilitaban el ejercicio en inofensivos duelos con ritmo de danza.
A menudo, Atenea y Palas se entregaban a esos juegos, y a veces, Ponían en ellos tanto ardor, que el deporte se hacía
peligroso.
Un día que las muchachas se divertían como de costumbre luchando, Palas, excitada por el juego, perdió el dominio de
sí misma, y ya iba a herir de muerte, sin querer, a su divina compañera, cuando Zeus, el cual había llegado sin ser
visto y estaba observando detrás de Atenea, extendió rápidamente su égida delante de su hija para protegerla.
Aquí, conviene hacer un paréntesis. Mucho se oye hablar de esta égida, pero son pocos los que saben con exactitud en
qué consiste. Vamos a verlo: la égida era, sencillamente una piel de cabra (la palabra, en griego significa, en efecto,
cabra) que sirvió de coraza a muchos habitantes del cielo. Su primer poseedor fue Zeus, y algunos sostienen que era
precisamente la piel de la cabra Amaltea, la que lo alimentó cuando era niño. Zeus se la dio después a Atenea, que la
convirtió en su adorno habitual; con frecuencia, Atenea la prestó a otros dioses, que se la pedían para sus luchas en el
cielo o en la tierra.
Volvamos ahora a nuestro relato. Cuando Palas se vio de repente ante aquel escudo divino, retrocedió aterrada y quedó
inmóvil. Atenea, que no se había dado cuenta de nada, atacó con su lanza el cuerpo de su compañera, segura de que
ésta pararía el golpe, pero el arma hirió a la muchacha, que en su espanto, no trató siquiera de defenderse, y
desdichadamente, murió.
Grande fue el dolor de Atenea, pero la cosa no tenía remedio. Para honrar la memoria de su amiga, ella, que era experta
en las artes, esculpió en el tronco de un árbol una imagen de Palas, la adornó con la égida que había sido causa de su
muerte y quiso que estuviese siempre cerca de Zeus. Aquella imagen fue el Paladio, la mágica estatua de la que a
menudo se habla en las leyendas helénicas y que, llevada a la ciudad de Troya, fue protectora de esa ciudad. Troya, en
efecto, no pudo ser destruida por los griegos hasta que Odisco (Ulises) y Diomedes no hubieron robado el Paladio.
Atenea fue llamada después Palas Atenea.

EL ENOJO DE ATENEA

Cómo Tiresias llegó a ser adivino. Atenea era sabia y generosa. Amaba al pueblo griego, ayudaba las bellas
empresas y protegía a los héroes. Pero era de índole brusca y susceptible. A menudo, las mujeres intelectuales y
activas, algo masculinas y voluntariosas, tienen este carácter: y los griegos atribuyeron siempre a sus dioses una
profunda realidad humana.
Y sucedió que no pocos de ellos fueron víctimas de sus enojos, y muchas veces, sin culpa por su parte.
Un día, un joven príncipe llamado Tiresias, yendo de caza por los riscos de Beocia, acertó a pasar cerca de la famosa
fuente Hipocrene, que manaba de las faldas del monte Helicón y formaba un transparente lago. De repente, sus perros
cesaron de ladrar cual si hubiesen quedado pasmados ante algún espectáculo extraordinario; Tiresias miró a su al-
rededor, y entre las plantas, divisó, en la ribera del lago, a dos muchachas de maravillosa belleza, aureoladas de luz
divina, las cuales sumergían los pies desnudos y los brazos en las tranquilas aguas para refrescarse en el calor estival.
En una de ellas, el joven reconoció en seguida a su propia madre, la hermosa y siempre joven ninfa Cariclo; la otra era
Atenea. En aquel momento, la diosa volvió la cabeza, vio al mortal que la estaba mirando e indignada al verse
sorprendida en aquel juego, extendió el brazo amenazador hacia él. En el mismo instante, Tiresias quedó ciego. De
nada valieron las súplicas de la madre.
- Quienquiera mira a un dios sin el permiso de éste –contestó Atenea - debe ser castigado.
Sin embargo, para hacer menos duro el castigo, Atenea concedió a Tiresias el don de prever el futuro, y le dio un bastón
que le permitiría hallar el buen camino como si no fuese ciego. Tiresias llegó a ser un adivino famoso en toda Grecia y
ha sido celebrado en muchas leyendas.

Una disputa singular. Consecuencias aún más trágicas tuvo su enojo contra Aracné.
Era ésta una joven sacerdotisa de Atenas, a quien la propia diosa había enseñado el arte de los bordados. Y era tan
hábil, que los días de primavera, cuando subía a las colinas de Hipea para bordar plantas y flores, las ninfas acudían
junto al telar para admirar su maravillosa labor, y agrupadas detrás de ella, contenían el aliento, pendientes del hábil
movimiento de sus dedos.
Aracné se tornó orgullosa de su destreza, hasta que un día, exaltada por los elogios de sus admiradoras, afirmó que
podría desafiar a la propia Atenea en un concurso de bordado.
Enteróse Atenea del caso, y como amaba a su discípula, trató de llevarla a ideas más sensatas y modestas, para
ahorrarle un castigo. Tomó el aspecto de una viejecita y fue al encuentro de Aracné.
- Hermosísimas son, en verdad, tus labores - le dijo; - pero ¿cómo puedes pensar que la diosa que te enseñó el arte sea
menos hábil que tú? Querida niña, no seas temeraria: piensa que siempre fue peligroso para los mortales desafiar a los
dioses.
Pero Aracné no quiso ceder, antes bien, lanzó a la viejecita una mirada de enojo y apretó los labios como quien se
siente ofendido.
- He visto los bordados hechos por Atenea - contestó; -y ninguno de ellos es más hermoso que los míos. Si Atenea
estuviese presente, lo reconocería ella misma.
Entonces, Atenea se manifestó en todo su poder y le dijo:
- Pues bien, acepto el reto. Tus bordados no pueden ser más hermosos que los ejecutados por mí, que inventé este
arte. Compitamos.

La transformación de Aracné. Quedó Aracné perpleja, mas no se dio por vencida, porque tenía confianza en su
habilidad. En seguida puso manos a la obra y comenzó a bordar en una tela preciosa la historia de Zeus: aquí, se veía
al rey de los dioses transformándose en lluvia dorada para alcanzar a Dánae, allá, se metamorfoseaba en toro blanco
para raptar a Europa; más allá, convertido en níveo cisne, acariciaba levemente a Leda con las alas.
Atenea la observaba. El trabajo era hermosísimo, y probablemente ni ella misma habría sabido hacer nada mejor. Pero
las alusiones a las distintas esposas que había tenido su padre la irritaron vivamente: perdió el dominio de sí misma y
con un solo ademán, hizo pedazos el magnífico bordado, arrebató el huso de las manos de la muchacha y lo quebró.
Aracné, al ver destruida su labor más hermosa, entregóse a una desesperación tan profunda, que no pudo sobrevivir a
ella: ató a una rama el extremo de su largo manto, enlazó el otro extremo a su cuello y dejóse caer. Pero Atenea
extendió el brazo hacia ella e inmediatamente el cuerpo de la muchacha se empequeñeció, las piernas y los brazos se
transformaron en largas y delgadas patas, el manto se redujo a un hilo sutil: la bella bordadora se había transformado en
una araña que todavía hoy teje sin descanso sus finísimas telas.

Estos son los principales mitos sobre Atenea. Pasemos ahora a ocuparnos de la más importante entre las deidades
helénicas después de Zeus, su hijo predilecto Apolo.

MITOS DE APOLO: MUERTE DE LA SERPIENTE

El dios que nunca fue niño. Conocemos ya las tristes aventuras de Leto, la madre de Apolo y de Artemisa. Los dos
niños divinos nacieron en Delos, la isla flotante que Poseidón hizo brotar en la superficie de las aguas para dar refugio y
paz a aquella madre tan perseguida.
Apolo no tuvo infancia: apenas hubo chupado, en lugar de la leche materna, un poco de la ambrosía que le ofreció la
nereida Tetis, encontróse adulto, fuerte y sabio. En compensación, jamás abandonó su hermosa mocedad: fue siempre
el joven dios de la música y de las bellas artes, radiante como el astro que él amaba: el Sol, y por ello, fue también
llamado Febo, el esplendoroso.

En busca de un templo. Contaba apenas cuatro días de vida cuando inició sus aventuras. Conocía el futuro, y como
era generoso, quería que su ciencia fuese útil a todo el pueblo griego; necesitaba, pues, un sitio donde edificar un
templo magnífico en el cual un oráculo inspirado por él predijese los acontecimientos a todos aquellos que fuesen a
interrogarlo.
Buscó el sitio conveniente: andaba con los cabellos de oro sueltos al viento, vestido con la ligera capa que usaba la
juventud griega, y llevaba en la mano las flechas que le regalara Hefesto. A su paso, se estremecían las plantas, y la luz
del día se tornaba más transparente: la Naturaleza sentía la presencia del dios de la civilización.

Muerte de Pitón. junto al monte Parnaso, en la localidad de Delfos se levantaba en aquel tiempo un pequeño templo
donde un oráculo inspirado por Temis daba consejos a los mortales. Custodiaba aquel oráculo un terrible monstruo: un
dragón con la mitad superior del cuerpo cubierta de plumas y el resto retorcido en anillos de serpiente. Era Pitón, el
monstruo que Hera hizo surgir de la tierra para perseguir a la desventurada Leto.
Apolo llegó a aquel lugar; Pitón, al verlo, reconoció en él al hijo de Leto y se espantó porque no ignoraba que debía
morir por obra de aquel joven dios. Con todo, trató de luchar: con las alas desplegadas, cernióse sobre Apolo mientras
la cola serpentina se agitaba furiosamente. Pero las flechas del dios lo alcanzaron y el monstruo cayó muerto.

El oráculo de Delfos. Tras haberse desembarazado del feroz guardián, el joven inmortal dedicó a su propio culto el
templo, lo agrandó y lo confió a una sacerdotisa que se llamó Pitonisa, la cual, inspirada por él, daría sus respuestas al
pueblo griego en los años venideros. La piel de la serpiente Pitón sirvió para cubrir el sillón en el que se sentaba la
Pitonisa. Y el oráculo de Delfos fue célebre en toda Grecia.
De este modo, Apolo vengó a su madre e instituyó su propio culto; mas para ello, había tenido que matar una criatura
de origen divino. Y Apolo diose cuenta de que había incurrido en impureza. Por primera vez, una muerte suscitaba en
una divinidad griega la idea de impureza, la certeza de que la sangre derramada mancha a quien la derrama y exige
una expiación. Y ello demuestra que Apolo era una divinidad superior a las demás, dotado de una humanidad más
profunda, de un sentido moral más íntimo.
Para purificarse de su culpa, Apolo, se retiró al valle de Tempe, en Tesalia, donde se dedicó durante ocho años a
humildes labores. Luego volvió otra vez a Delfos.

LAS FLECHAS DE APOLO

El ministro del Destino. Las flechas, presente de Hefesto, eran el arma de Apolo. Y si pensamos que este dios tenía
como astro predilecto al sol y guiaba su carrera, fácil nos será comprender que aquéllos eran símbolo de los rayos
solares. A los golpes infalibles de tales flechas, atribuían los griegos todas las muertes prematuras y repentinas: Apolo
era considerado como una especie de ministro del Destino, el cual, desde el cielo, asaetaba a los que fatalmente debían
morir.
Sin embargo, Apolo no era rectamente responsable de tales muertes, por cuanto eran decretadas por una voluntad
superior: la del Hado, que era, para la mentalidad griega, la verdadera divinidad, superior a todas las demás incluso a
Zeus, el cual era impotente contra los designios de un poder que quedaba envuelto en es misterio, que no tenía forma,
inimaginable e infinitamente lejano del hombre.

Otras veces, no obstante, Apolo se manifiesta como un terrible justiciero, pronto a castigar sin piedad a los mortales que
faltaban al respeto debido a los dioses. Tal fue el caso de la desdichada Niobe.

Niobe, la orgullosa madre. Niobe, esposa de Anfión, era reina de Tebas y vivía feliz al lado de su marido, a quien
había dado seis hijos y seis hijas, todos bellísimos. Niobe estaba orgullosa de los doce jóvenes y continuamente se
alababa de ello, como por lo demás, hacen muchas madres. Pero en su orgullo, llegó a considerarse más afortunada
que la propia Leto, la cual sólo había tenido dos hijos, y ciertamente, no más hermosos que los suyos.
Apolo y Artemisa oyeron las jactancias de Niobe y se indignaron al ver que una simple mortal osaba parangonar a sus
hijitos con los de los dioses. La reina de Tebas debía ser castigada.

La trágica cacería. Un día, los seis hijos de Niobe salieron de caza por el monte Giterón, seguidos de sus hermanas,
que iban en un hermoso carro tirado por cuatro mulas. Muchas piezas habían sido ya cobradas, los perros ladraban
alegremente y los cazadores, entusiasmados por la persecución, se llamaban unos a otros de valle a valle. Estaban ya
por reunirse en un soto sombreado por bellos árboles, donde las hermanas los esperaban, cuando resonó un grito
terrible: Agenor, el mayor de los varones, había sido súbitamente derribado. Los demás corrieron junto a él y lo
encontraron sin vida, con una flecha de oro en el corazón.
Horrorizados, miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie entre los árboles y la maleza; la Naturaleza sonreía
silenciosa y tranquila, nada revelaba el peligro. En aquel mismo instante, otra flecha silbó en el aire, otro de los jóvenes
se desplomó.
Aterrados, los cuatro supervivientes buscaron la salvación entre los árboles, pero las misteriosas flechas de oro los
seguían implacablemente, los alcanzaban con terrible puntería, y uno tras otro, los derribaron a todos. Apolo los había
fulminado.
Las seis muchachas, horrorizadas y sollozantes, corrieron de uno a otro de los exánimes cuerpos, llamando a los
hermanos por su nombre, pero de repente, oyóse un nuevo zumbido y una de las jóvenes fue también herida de
muerte. Las restantes comprendieron que estaban condenadas a su vez, y en lugar de huir, se agruparon, abrazándose
estrechamente y llorando, en el centro del soto, procuraron resguardarse unas a otras. Más las flechas de Artemisa las
fueron alcanzando una a una en el corazón.

La madre desolada. Durante nueve días, los doce jóvenes cuerpos sin vida yacieron en el trágico valle. El pueblo de
Tebas, petrificado de espanto, no osaba acercarse a los cadáveres. Y por cuanto aquellas víctimas no tenían culpa
alguna y habían sido condenadas por el Destino para que sirvieran de advertencia a los hombres, los propios dioses
procuraron piadosa sepultura.
Niobe, que a la primera noticia había corrido al soto y durante nueve días consecutivos permaneció inmóvil junto a sus
hijos muertos, levantóse al fin, y desesperada, abandonó la región para ocultarse entre abruptos peñascos, donde
permaneció sola con su dolor.
Zeus, apiadado de ella, la transformó al fin en una roca, pero aún entonces, los ojos de piedra de la desventurada madre
continúan derramando amargo llanto.
En este mito, a pesar de ser uno de los más trágicos, los griegos no vieron tampoco una manifestación de crueldad por
parte de sus dioses. Según ellos, Apolo obró en ese caso sin cólera, con una terrible calma, lo que confiere al episodio
el carácter de un severo acto de justicia y de admonición, más que el de un gesto de venganza. Y por ello, el daño, a
pesar de su crueldad, no requirió explicación.

APOLO Y LA BELLA CORONIS


Un matrimonio algo atolondrado. Vivía en Tesalia el rey Flegias, hijo de Ares, el cual era muy belicoso. Abrigando la
intención de llevar la guerra a las regiones meridionales de la Hélade, fingió que emprendía un viaje de placer por
aquellos países y para no inspirar sospechas, llevóse consigo a su hija Coronis, muchacha de extraordinaria belleza.
Padre e hija viajaban, pues, como dos ricos y pacíficos turistas, deteniéndose aquí y allá a contemplar las bellezas de
los distintos lugares, mostrando gran interés por los usos y costumbres de las gentes que los hospedaban; y el Rey no
sospechaba en lo más mínimo que, al mismo tiempo, otro viajero mucho más ilustre que ellos, y que como ellos viajaba
de incógnito, recorría por recreo el mismo itinerario: era Apolo.
Sucedió que, durante el viaje, lo encontraron, y el dios quedó tan fuertemente impresionado por la hermosura de
Coronis, que la pidió por esposa. La muchacha, halagada al verse elegida por un dios, consintió en seguida: después de
la boda, sin embargo, prosiguió con su padre el viaje hacia Mediodía, dejando tranquilamente que su marido prosiguiera
por su cuenta su vagabundeo, y así llegó a la boscosa Arcadia.
Un príncipe de aquel país, llamado Isquis, apenas vio a la bella princesa, quedó enamorado de ella, e ignorando que era
esposa de Apolo, ya que el matrimonio se había celebrado sin gran publicidad, comenzó a cortejarla. Coronis, en lugar
de alejar al joven príncipe, lo colmaba de zalamerías. Y cuando regresó a su patria Isquis fue en pos de ella.

El cuervo chismoso. Pero un viejo cuervo creyóse en el deber de advertir a Apolo, según el estilo de toda la gente
maligna.
- Señor de la luz - empezó con su voz nasal y pedante un buen día en que el dios andaba pensativo y solitario, ocupado
en recordar aquella boda celebrada con tanta prisa, durante un viaje, con una princesa que apenas conocía; -señor de la
luz: no es que afirme que tu esposa mortal no tiene formalidad; por lo contrario, estoy seguro de que es la más virtuosa
y la más amante de todas las esposas mortales y divinas, pero el hecho es que con ese Isquis, se está portando como
una solemne coqueta.
Apolo quedó sumamente irritado ante aquella noticia agridulce, y en un primer impulso de rabia, no ocurriéndosele otra
cosa, maldijo al cuervo. A consecuencia de ello, este pájaro, que antes tenía las plumas blancas como la nieve, las tuvo
desde aquel momento negras como el carbón.

La sorpresa. Sin pérdida de tiempo, el dios partió para Tesalia en busca de su esposa. Cuando la hubo encontrado,
entró invisible para los ojos mortales, al palacio de Flegias, y vagando por las estancias, descubrió a un pequeñuelo
recién nacido que dormía en su cuna. En seguida, comprendió que debía de ser su hijo y se alegró mucho por ello;
pero mientras lo contemplaba feliz al comprobar que era su vivo retrato, oyó en el aposento contiguo una alegre
carcajada. Siempre invisible, fue a ver quién era el que reía de modo y entró justamente en el momento en que Isquis,
arrodillado a los pies de Coronis e ignorando todo, le pedía ardientemente, fuera su esposa.
Si hubiese tenido la paciencia de esperar un poco, Apolo probablemente habría oído cómo su esposa contestaba a su
pretendiente rogándole que se quitara aquella idea de la cabeza, porque ella era ya casada y madre. Pero el dios, que
ya estaba amargado por el discurso del cuervo y convencido además que ninguna mujer podía amarle, perdió el
dominio de sí empuñó su infalible arco de plata y los mató a ambos. Luego, volvió al aposento donde dormía el recién
nacido y se lo llevó.

Quirón y los Centauros. Ya anochecía, y Apolo, con el niño en, brazos, sentíase muy embarazado y no sabía a dónde
dirigir sus pasos. En aquel momento, recordó que conocía a un sabio centauro llamado Quirón, el cual era pariente de
la difunta Coronis.
Los Centauros eran monstruos mitad hombres y mitad caballos. Su padre era Isión, un príncipe de Tesalia, región
especialmente favorecida por toda clase de prodigios. Ese Isión era tan bien visto por Zeus que una vez el rey de los
dioses le invitó a un banquete en el Olimpo, y semejante honor hizo perder la cabeza al afortunado príncipe, el cuál,
apenas vio a Hera se enamoró y quería casarse con ella a toda costa. Para complacerle, Zeus, creó al instante una
mujer que se parecía a la diosa como una gota de agua a otra, y se la dio por esposa. Más que una mujer, debía de ser
un fantasma, ya que se llamaba Nefele, que en griego significa nube; Isión no hilaba tan delgado: contento y enamorado
se casó en seguida con ella y de su matrimonio nacieron los Centauros; entre ellos estaba Quirón, el cual llegó a ser tan
sabio y prudente que mereció ser elegido como educador de los principales héroes griegos.
A Quirón confió, pues, Apolo su propio hijo, que se llamó Asclepio, y que creciendo bajo su guía, aprendió la Medicina;
adquirió gran fama como médico en toda Grecia y fuera de ella. Los latinos lo llamaron Esculapio.

Asclepio es demasiado sabio. Tanta era, empero, la ciencia de Asclepio, que no sólo los hombres no morían casi
nunca, sino que los mismos muertos eran resucitados por él, por lo que un buen día, Hades, el rey del infierno, fue a
quejarse a Zeus, su hermano:
- Rey de los dioses -le dijo, -tú me diste el dominio sobre todos los difuntos, pero he aquí que ahora Asclepio, con su
habilidad y con sus medicamentos, impide que los hombres mueran, y yo me quedo sin súbditos. ¿Qué dirías tú si uno
de mis difuntos hallara el modo de impedir a los vivos que nacieran? Es justo que los hombres nazcan para ser regidos
por ti, y es justo que mueran para ser regidos por mí. Es necesario buscar un remedio.
Y a Zeus, por el momento, no se le ocurrió otro remedio que lanzar uno de sus rayos contra el demasiado sabio hijo de
Apolo.
El estrago de los Cíclopes. No tardó en saberlo Apolo y una vez más su ira no tuvo límites. No pudiendo revolverse
contra el rey de los dioses, pensó quitarle para siempre su arma, los rayos, y para ello, era necesario exterminar a los
Cíclopes, que los habían inventado y que continuamente los fabricaban. Empuñó el arco de plata y comenzó a disparar
contra ellos sus infalibles flechas, que alcanzaron a casi todos.
Pero los Cíclopes eran criaturas divinas y aquel estrago debía ser expiado. Sabemos ya que el dios del Sol es el dios
penitente por excelencia. En consecuencia, Apolo fue arrojado del Olimpo, reducido a la condición de simple mortal y
obligado a ganarse afanosamente la vida.

Admeto, el buen rey. Durante largo tiempo, vagó por la Tesalia salvaje, hasta que llegó al palacio del rey Admeto. Era
éste un rey afable y humano: todos cuantos solicitaban su ayuda la recibían. Naturalmente, Admeto no reconoció, en
aquel joven extranjero que pedía trabajo, al dios del Sol, pero lo encontró muy simpático y, quiso hacer algo por él.
-Tengo cincuenta bueyes -le dijo -que todos los días deben ser conducidos a pacer, y justamente hace unos días murió
mi pastor. ¿Quieres ocuparte en esto?
Apolo aceptó. Y ya tenemos al más luminoso de los dioses reducido a la condición de boyero. Pero sus desventuras no
hacían más que empezar. Poco tiempo después, en efecto, nacía su hermanito Hermes, el cual inició la serie de sus
hazañas robando el rebaño a su infortunado hermano mayor.

Las murallas de Troya. Con todo, los bueyes fueron recuperados y Admeto fue estrechando cada vez más su amistad
con el dios desterrado, el cual, empero, debía reanudar muy pronto sus peregrinajes. En aquel tiempo, también
Poseidón había caído en desgracia, expulsado del Olimpo. Ambos númenes se encontraron en el campo de la Troyada,
en Asia Menor, donde el rey de Troya, Laoínedonte, estaba fortificando su ciudad. Faltaba un año todavía para la
terminación de su destierro, y ambos hicieron un pacto con el rey.
-Tú proveerás durante un año a nuestro sustento -le dijo Apolo- y nosotros construiremos en torno a tu ciudad un
cinturón de murallas que enemigo alguno podrá expugnar. Cuando la obra esté terminada, nos pagarás tan sólo el
salario que corresponde a dos buenos obreros.
Laomedonte aceptó y durante un año, los númenes trabajaron en aquella magna obra. Pero cuando la hubieron
terminado, aquel rey desleal les negó la remuneración convenida y los amenazó con cortarles las orejas y venderlos
como esclavos.
Entre tanto, el destierro había llegado a su término, y Apolo pudo reintegrarse al Olimpo con las orejas intactas: la
prolongada y peligrosa aventura había tocado a su fin.

LAS DISPUTAS DE APOLO

Pan, divinidad menor de bosques. Dios del canto y de la música, Apolo no tenía rival en. tocar la lira, un instrumento
que le había dado Hermes. Sin embargo, hubo quien intentó disputarle la primacía oponiendo al dulce son de la lira el
producido por otros instrumentos.
En los amenos valles de Arcadia, vivía una divinidad menor de oscuros orígenes, pero muy querida de los pastores: el
viejo Pan, cu-yo rostro sereno estaba coronado por dos pequeños cuernos de cabra y que tenía dos pezuñas, también
de cabra, en lugar de pies. Pan era una divinidad tranquila, verdadero espíritu de la Naturaleza, que él amaba
profundamente: sabía escuchar sus mil voces, el murmullo de las aguas, el rumor del viento entre las hojas, el aletear
de los pájaros saltando en los zarzales, el susurro de los insectos entre las hierbas, Y para responder a esas voces,
había inventado una flauta especial, instrumento compuesto de siete cañas yuxtapuestas y atadas en forma escalonada
de la más corta a la más larga, y que siempre ha sido llamada la flauta de Pan. A diferencia de la flauta inventada por
Atenea, que tenía el inconveniente de hacer que las mejillas del músico se inflasen, ésta era tocada más o menos con
la técnica con que los muchachos de nuestros días producen un silbido con una llave, haciendo con los labios algo
parecido a una sonrisa picarona, lo que le sentaba muy bien al bueno de Pan y hacía aún más agradable su música.
Soplando en aquellas cañitas, el pequeño dios de las patas de cabra imitaba el murmullo de las aguas y el rumor del
viento, y los pastores, al escucharlo, tenían la Impresión de estar oyendo las mil voces de la Naturaleza y sentían una
especie de miedo irresistible, de maravillado espanto, que aún hoy se conoce con el nombre de terror pánico.

Discusión interesante. Pan estaba tan satisfecho de su flauta, que cuando oyó a Apolo tocando la lira, movió la
cabeza.
-Es un hermoso instrumento el tuyo -dijo, -pero esa lira expresa con sus sones solamente el mundo del hombre, sus
limitados sentimientos, sus pobres ideas. Mi flauta, en cambio, hace hablar a la Naturaleza.
Apolo sonrió.
-Las tuyas son palabras de pastor -contestó. -¿Ignoras que los sentimientos y las ideas del hombre son las más nobles
expresiones de la misma Naturaleza? Pero es inútil discutir: hagamos que los propios mortales juzguen cuál de
nuestros instrumentos tiene un son más dulce.
Este diálogo tenia efecto, no en la misma Grecia, sino en una de aquellas regiones del Asia Menor que, para los
griegos, constituían una especie de segunda patria: Frigia. Aquel día Tmolo,. rey de Frigia, había ido de caza con el
vecino rey de Lidia, Midas; y sucedió que la cabalgata pasó por azar por aquel sitio; por lo que los númenes eligieron
juez del concurso a Tmolo, como rey, de la región.
Un don peligroso. Conviene saber que Midas se sentía inclinado a votar en favor de Pan porque, lo mismo que éste, el
rey era muy amigo del dios Dionisos. Hacía algún tiempo, en efecto, que Midas había hecho a Dionisos un señalado
favor trayéndole a Sileno, su viejo maestro, que se había extraviado. y el dios lo había recompensado concediéndole la
virtud de convertir en oro todo aquello que tocaba. Era un don algo peligroso, porque el infeliz rey estuvo a punto de
morir de hambre: apenas tocaba un pedazo de pan, una fruta o un trozo de carne, estos alimentos se convertían en oro:
y por ello, tuvo que rogar a Dionisos que le retirara en seguida su regalo; de todas maneras, se comprende que entre
Midas, Dionisos y sus amigos existieran muy buenas relaciones. Tmolo, en cambio, no dependía particularmente de
ninguna divinidad, si bien las honraba a todas.

La disputa musical. La competición dio principio. La música de Pan fue dulcísima: al escucharla, los dos reyes y
todos los cazadores del séquito sintieron correr por su cuerpo ligeros escalofríos, ya que era como si mil voces hablasen
a sus oídos en un lenguaje tan hermoso como incomprensible. Pero cuando Apolo comenzó a tañer su lira, fue como si
el alma de la humanidad entera contase en transparentes palabras la historia de sus sufrimientos y sus alegrías.
Tmolo dijo en seguida que el canto de Apolo era el más bello, y todo habría terminado aquí, por cuanto ambos
númenes habíanse sometido a su juicio, si Midas, el cual según la tradición parece que era algo majadero, no hubiese
tratado de defender a su amigo Pan afirmando que el son de la flauta es mucho más delicado y fluido que el de la lira.
Apolo dejó que hablase de momento, pero luego, perdió la paciencia y pasando la mano por el cogote del rey de Lidia,
hizo que al instante le crecieran dos enorme! orejas de asno.

Las orejas de Midas. Añade la historia que a partir de aquel día, el rey Midas llevó siempre un aparatoso turbante para
ocultar su defecto, o más bien, su exceso, y todo el mundo lo habría ignorado si el rey hubiese podido prescindir de
hacerse la barda, y por tanto, de su barbero, puesto que en aquel tiempo, nadie se afeitaba por sí mismo. Poco le valió
al rey advertir al barbero que si hablaba, le haría cortar el pescuezo: llegó un momento en que el barbero no pudo
guardar por más tiempo semejante secreto y un día, para no estallar, corrió a la orilla de un río, cavó un hoyo y
agachándose, metió la cabeza dentro de él y gritó:
-¡Midas tiene las orejas de asno!
Creía el barbero haber encontrado una buena solución, pero a poco brotó de aquel hoyo un hermoso cañaveral, y los
juncos, moviéndose al viento, comenzaron a murmurar:
-¡Midas tiene las orejas de asno! ¡Midas tiene las orejas de asno!
Así fue como el secreto de aquel lejano rey fue sabido por todos y ha llegado hasta nosotros. Pero volvamos a Apolo y
demos un paso atrás.

Atenea inventa la flauta. Cuenta el mito que la diosa Atenea halló una vez el hueso de una pierna de ciervo,
perfectamente pulido y alisado por las aguas y el tiempo. Lo recogió, lo miró un momento, vio que estaba agujereado en
toda su longitud y entonces pensó convertirlo en un instrumento musical. Así nació la flauta, no la de Pan, que como
hemos visto, tenía siete cafias o tubos, sino la flauta normal, con una sola caña.
Mucho le gustaba a Atenea modular dulces sones con su instrumento pero un día que quiso hacerse escuchar de unas
ninfas amigas suyas, dióse cuenta de que éstas, en vez de gustar de la música, se miraban de reojo unas a otras y
sonreían. Interrumpió la ejecución y les preguntó cuál era el motivo de su hilaridad. La. más audaz contestó:
-Tú misma lo comprenderías si tocases mirándote en el estanque.

El instrumento maldito. Así lo hizo Atenea, y vio que, al tocar, sus mejillas se hinchaban de un modo ridículo para una
diosa formal como ella. Despechada, se quitó la flauta de la boca y la arrojó lo más lejos que pudo, gritando: -¡Maldito
sea quienquiera que la recoja!
La flauta trazó un amplio vuelo, ya que Atenea, rabiosa como estaba, habíala lanzado con toda su fuerza, y fue a caer
justamente en un ameno y florido prado de Frigia, donde otro de los seguidores de Dionisos, el buen Marsias, ignorante
de todo, la encontró y la recogió. De momento, no acertó a comprender la utilidad de aquel extraño objeto, pero a fuerza
de darle vueltas, diose cuenta de que era un instrumento musical y comenzó a ejercitarse en él con paciencia. Así llegó
a adquirir tal habilidad, que todos cuantos lo escuchaban quedaban arrobados, y el infeliz Marsias se convenció de que
ningún otro instrumento podía competir con su flauta. Fue a decírselo, por su desdicha, a Apolo, el cual propuso
someterse al juicio de jueces competentes: las nueve, Musas. Y añadió: -Con todo, el que pierda quedará a merced del
vencedor.

Competición mortal. Comenzó el concurso. La flauta de Marsias tenía un son tan dulce que al escucharlo las divinas
muchachas sentían resbalar las lágrimas por sus mejillas; y ya iban a conceder la victoria al pastor cuando Apolo puso
su lira al revés y demostró que podía tañerla así igualmente, y además juntó la propia voz al son del instrumento. Era
evidente que Marsias no podía hacer otro tanto, ya que no es posible tocar la flauta al revés, ni cantar mientras se toca,
y entonces, las Músas proclamaron la victoria de Apolo, por más que, a decir verdad, el medio con que el dios la había
alcanzado era discutible; se trataba, en efecto, de juzgar el son en si, no las posibilidades espectaculares del
instrumento. Por si esto no bastara, Apolo se olvidó en esta ocasión de su generosidad y probablemente bajo la
influencia de la maldición de Atenea, castigó terriblemente la audacia de Marsias. Cuenta el mito que la piel del
desventurado, colgada de una rama, vibraba trepidante si una flauta dejaba oír sus sones en las cercanías.
EL CARRO DEL SOL

Altercado entre muchachos. Apolo guiaba el carro del Sol. Todas las mañanas, cuando la bella Eos, diosa de la
aurora, abría las puertas del cielo con sus dedos rosados, el carro de oro aparecía en oriente y comenzaba su carrera
hacia occidente hasta que llegaba al mar donde se zambullía. Luego, durante la noche, el dios llevaba otra vez el Sol a
oriente mediante una barquichuela a través del Océano, el inmenso mar que rodeaba todas las tierras.
Sucedió que su hijo Faetón, nacido del matrimonio con la titánida Climene, hizo amistad con Epafo, el hijo de Zeus y de
lo, y un día los dos jóvenes comenzaron a alabar la gloria de sus respectivos padres. Epafo, como hijo del rey de los
dioses, tenía una ventaja evidente, pero quiso exagerar las cosas afirmando que Faetón se jactaba sin razón de ser hijo
del Sol: nadie lo había visto jamás seguir al padre en el carro celeste, por lo que la suya era una fanfarronada; sus
orígenes eran seguramente mucho más modestos.

Una madre imprudente. Faetón no supo qué responder, y como todos los muchachos que no saben 'salir del paso por
sí solos, ni que sea a puñetazos, fue a quejarse con su madre, la cual mostróse muy mortificada, y en vez de
tranquilizar al joven y aconsejarle qu e no prestará oídos a la maledicencia, dejóse dominar por el deseo de humillar la
soberbia de Epafo y sugirió a su hijo que arrancara de Apolo la promesa, bajo solemne juramento, de que le concederla
la primera gracia que le pidiera. Apolo prometió, y Faetón, por consejo de su madre, le pidió que lo dejara conducir un,
dia el carro del Sol.
Inútilmente procuró Apolo desdecirse de su promesa; el joven insistía, y él lo había jurado: debía acceder aun contra su
voluntad. Hay que advertir que el juramento solemne, el que se hacía con invocación de los poderes infernales, era
entre los dioses tan fuerte que ni siquiera el mismo Zeus hubiera osado romperlo.
La tragedia en lo alto. Faetón subió sin vacilar al carro, pero ya desde el primer momento, los fogosos caballos
extrañaron la mano y sin obedecer las riendas, se desbocaron a todo galope cielo arriba hasta alcanzar las últimas
constelaciones, para luego descender en dirección a la tierra hasta quemanla con los rayos del astro. Libia se convirtió
entonces en un árido desierto y los pueblos de Etiopía resultaron ennegrecidos de tanto ardor. Toda la tierra tuvo que
elevar sus oraciones a Zeus para que pusiera término a aquella calamidad, y Zeus se apresuró a intervenir.
Desgraciadamente, vióse obligado a aplicar el remedio de los casos desesperados: el rayo. Descargó, en efecto, su
terrible estrago sobre el joven temerario, que se precipitó exánime en el río Erídano, el Po. Nada pudo hacer Apolo por
él ni para aliviar el dolor de sus tres hermanas, las Helíadas, las cuales lloraron sin consuelo la muerte del hermano
hasta que fueron transformadas en chopos, que todavía hoy bordean el curso del río; sus lágrimas se transformaron en
precioso ámbar.
Estos son los principales mitos que se refieren a Apolo. Dediquemos ahora nuestra atención a su hermana Artemisa,
que vive apartada, absorbida por la caza y rodeada de un gracioso tropel de ninfas.

Artemisa y el bello gigante Orión


Tres dioses bien dispuestos. En la ciudad de Tanagra, en Beocia, vivía un hijo de Poseidón, llamado Irieo, que era muy
querido de los dioses. Un día su padre, con Zeus y Hermes, pasó por su casa pidiendo hospitalidad, e Irieo les dispensó
tan buena y generosa acogida, que los tres dioses le dijeron al despedirse:
-Querido Irieo, tú nunca nos pediste nada y hoy nos has festejado de una manera principesca; te quedamos muy
agradecidos y queremos concederte lo que nos pidas. Dinos al punto lo que te agradaría, ya que no queremos salir de
aquí sin pagar nuestra deuda.
-Supremo Zeus -contestó Irieo al padre de los dioses, que había hablado en nombre de los tres; -yo vivo aquí solitario y
no tengo ni siquiera un hijo que alegre mi ancianidad. Os quedarla muy reconocido si pudierais concederme uno.
El deseo era un poco difícil de satisfacer, porque Irieo no estaba casado, pero los tres dioses no se dieron por vencidos.
Extraño modo de venir al mundo. Cogieron la piel del buey que Irieo habla sacrificado aquel dia para obsequiar a sus
huéspedes, escupieron dentro, sin que deba verse en ello señal alguna de mala educación porque la saliva de los
dioses tiene propiedades y fines muy distintos de la de los hombres, y la devolvieron a Irieo diciendo:
-Cava una fosa en tu huerto, entierra en ella esta piel y déjala allí durante diez meses-. Y se marcharon.
Irieo, algo perplejo, hizo lo que los dioses le hablan ordenado y al cabo de diez meses, fue a ver lo que habla ocurrido.
Por fuera, no se observaba nada de nuevo, pero cuando hubo abierto el hoyo y sacado a la luz la piel intacta, al
desplegarla, halló dentro un niño. Era hermosisimo.
Loco de alegría, lo estrechó entre sus brazos, lo llamó Orión y lo crió amorosamente. Orión creció sano y fuerte, y con
los años llegó a ser un joven magnífico; si acaso tenla un defecto, era el de haber crecido demasiado. En efecto, si
quería tomar un baño y nadar un poco, debía adentrarse un buen trecho en el mar, ya que de otro modo, el agua no le
pasaba de la cintura. No había en Beocia un muchacho más apuesto que él.

Diálogos en alta mar. Orión era muy aficionado a la natación, y como quiera que las playas de Beocia daban a
Oriente, cuando se bañaba a primeras horas de la mañana alejándose de tierra hasta hallar una profundidad
conveniente a su estatura, llegaba a menudo hasta los confines del horizonte, allá donde la diosa Eos, la aurora de los
rosados dedos, abría todos los días las puertas del cielo para dar paso al carro del Sol.
Eos, siempre confinada en aquel paraje, se aburría mucho porque, después de cerrar las puertas celestiales, no tenla
nada más que hacer hasta el día siguiente. Estuvo, pues, muy contenta de ver con cierta frecuencia a aquel nadador
con el cual podía cambiar cuatro palabras.
Ella habría querido encontrarse con él todos los días, pero el joven le explicó que, además de la natación, amaba
mucho la caza, la cual es un magnífico deporte sobre todo si se practica de mañana; por esto, cuando no lo viera por
allí, podía estar segura de que andaba de caza en los bosques de Beocia. Eos frunció el ceño, pero creyó más discreto
no insistir.

Encuentro fatal. En aquel tiempo, Artemisa se había avecindado en Beocia, por ser una de las regiones más ricas en
venados, y junto con las ninfas sus compañeras, recorría llanuras y collados persiguiendo a los ciervos, que sin
embargo, no mataba porque quería mucho a esos hermosos animales: una vez que los había alcanzado en rápidas
carreras, se los ganaba a la primera caricia y los dejaba luego en libertad; y a los cazadores inadvertidos que herían
alguno de ellos, el hecho podía reportarles serias consecuencias. Así las cosas, sucedió que Artemisa y Orión se
encontraron un día en el bosque. Artemisa no tenía ninguna simpatía por los hombres, los cuales, si por azar se
topaban con ella y sus ninfas, abandonaban al instante los venados que perseguían para detenerse a contemplarlas sin
la menor discreción; mas con Orión, las cosas cambiaron de estilo. El bello gigante andaba persiguiendo un jabalí,
cuando Artemisa y sus graciosas compañeras, que salían corriendo de la espesura, se encontraron entre el cazador y la
fiera fugitiva.
-Perdonad -dijo Orión, sin alzar siquiera los ojos hacia ellas para no perder el rastro; -¿tendréis la bondad de dejarme
pasar?
Las ninfas se detuvieron sorprendidas, apuntando al mismo tiempo contra el hombre sus arcos dorados, prontas a
castigar cualesquier mirada o palabra indiscreta; pero Orión siguió su camino con un sencillo muchas gracias y
desapareció en el bosque sin preocuparse de ellas.
Inquietud entre las ninfas. Cada vez que la diosa y su séquito encontraban a Orión por el bosque, la escena se
repetía casi en la misma forma: Orión sólo se preocupaba de perseguir a su venado, o cuando más, murmuraba un
buenos días por pura educación. Artemisa comenzaba a ponerse nerviosa.
-Abandonemos estos lugares, propusieron las ninfas. -Aquí, siempre encontramos a aquel grosero alto como una torre,
que asusta a nuestros ciervos y no nos deja tranquilas un momento.
-Sí, asintió Artemisa, -vámonos de aquí. Parece imposible que nunca se pueda hallar un sitio donde una esté en paz.
Pero no se movieron.
Sucedió que durante una semana entera no vieron a Orión. Las ninfas, día a día, no hacían más que congratularse de
su ausencia y no hablaban de otra cosa.
-¿Es posible que no vuelva más? -decían. -Tal vez está en aquel valle, tal vez está en aquel bosque..., tal vez está en
aquel monte ...
Y recorrían todo el paraje en busca de Orión, pero inútilmente. Entonces, se miraban unas a otras y exclamaban:
-¡Qué suerte! No está en parte alguna. ¡Ha desaparecido de veras Y seguían manifestando su satisfacción y recordando
cuán fastidioso era. antes, tenerlo siempre al alcance, y todo lo demás, sin darse cuenta de que el Sol ya se había
puesto y que su parloteo parecía el susurro del viento entre la fronda en la alta noche. Hasta que Artemisa daba un grito
agudo e imponía silencio.

Breve coloquio. Pero cuando Orión reapareció, Artemisa se le plantó delante resueltamente:
-Mortal -dijo, -creía que habías dejado estos lugares .... pero veo que todavía andas por aquí.
-Es verdad. Estos días he ido a nadar. Tengo una buena amiga allá abajo, en el confín del horizonte, y no quería dejarla
demasiado sola.
-¿En el confín del horizonte? -dijo Artemisa. ¿Hablas de Eos?
-Creo que se llama así -confirmó Orión. -Es una buena chica. Y ahora, permitidme que os deje, ya que si me retraso
más, perderé el rastro. Y siguió su camino.
Aquella tarde, Artemisa fue a encontrar a su hermano Apolo y le dijo que se sentía muy sola, que en el fondo, sus ninfas
la aburrían, que no veía por qué razón debía mantenerse soltera y que tal vez sería mejor para ella cazar un buen
marido.

Hermano y hermana. Al día siguiente por la mañana, Apolo acompañó a su hermana a la playa del mar. La aurora
brillaba apenas en Oriente, las aguas estaban tranquilas y los rayos del Sol naciente se coloreaban de hermosos
destellos de madreperla.
-Hermana mía -dijo Apolo; -mira allá a lo lejos aquel corcho que flota casi en el limite del horizonte. Estoy convencido de
que tu mano ya no es tan firme como antes: seguramente no,eres capaz de hacerlo blanco de una de tus flechas.
-¿Lo crees realmente así? -preguntó Artemisa.
-Sin duda alguna -contestó Apolo. -Está tan lejos, que tal vez ni yo mismo darla en el blanco.
-Pues bien -dijo Artemisa, -yo lo haré.
Y animada por una extraña furia, puso una flecha en el arco, lo tendió y disparó. La flecha partió derecha y se perdió en
el azul.
Los dos hermanos quedaron inmóviles y silenciosos sobre la playa. Poco a poco el corcho se fue aproximando, y por fin,
la corriente lo arrojó a la orilla. Era Orión, con una flecha de plata clavada en la nuca.
- i Oh! -exclamó Apolo. - i Sin querer, hice que mataras a ese desgraciado! Nunca me lo perdonaré.
-Yo sabía lo que hacía -dijo hoscamente Artemisa con los ojos encendidos de celos.
-También yo -repuso entonces el dios del Sol. Y no hubo más palabras entre ambos.
El inocente Orión subió al cielo y se convirtió en una constelación.

HEFESTO, EL DIOS COJO

El niño repudiado. Pocos son los mitos sobre Hefesto, bien que este dios tosco, feo y cojo no fuera de¡ todo antipático
al pueblo griego, que acabó por hacer de él una especie de personaje grotesco. Dos mitos le conciernen especialmente,
en realidad, cómicos.
Cuéntase que, cuando Hefesto nació, su madre Hera, al verlo tan feo, enrojeció de vergüenza y lo arrojó al Océano
desde el cielo. Pero la nereida Tetis tuvo piedad de aquel feo, pero divino rorro, lo cogió al vuelo y lo escondió en una
cueva marina donde las Oceánidas cuidaron de su crianza.

El engaño del trono. Hefesto dio muy pronto pruebas de su talento como artesano y quedó muy agradecido a su
salvadora; pero no podía perdonar a su madre por haberlo repudiado de tan mala manera, y se propuso, si no vengarse,
por lo menos, darle una lección. Construyó un hermoso trono de oro con incrustaciones de marfil, y lo mandó como
regalo a Hera, la cual estimó que se trataba de un verdadero sillón de reina y se apresuró a sentarse majestuosamente
en él; pero cuando quiso levantarse se dio cuenta de que había quedado presa en una trampa: el trono la tenla atada y
la di-osa no lograba'separarse de él.

Hefesto se hace rogar. Todos los dioses se esforzaron en romper les invisibles lazos que ataban a Hera a su nuevo
trono, pero en vano; hubo que recurrir al propio Hefesto, el cual contestó que ya que lo habían enviado al fondo del
Océano, le trajesen allí el trono, y que si tenia algún defecto, él lo repararla. Y no hubo manera de disuadirlo.
Finalmente. Dionisos, el dios de la embriaguez, consiguió acercársele, lo emborrachó como una cuba con su famoso
vino y lo llevó dormido al Olimpo. Así, Hera pudo ser libertada.

Desgraciada estancia en el Olimpo. Pero en el Olimpo, bien que resultara útil con sus trabajos, Hefesto no era visto
con buenos ojos. Primero, le confiaron el cargo de copero, pero pronto se dieron cuenta que un copero tan feo quitaba
la sed, y lo sustituyeron por Hebe, hija así mismo de Hera y diosa de la juventud. Más tarde, Hebe fue reemplazada a su
vez por Ganimedes, el hermoso príncipe troyano a quien Zeus hizo raptar por su águila en el monte Ida.
Un día, Hera y Zeus riñeron; Hera había desencadenado una terrible tormenta para poner dificultades a su hijastro
Heracles, y Zeus, presa de una de sus raras pero terribles cóleras, había atado a su esposa y la había colgado al techo
con una cadena. Hefesto, que en el fondo era un bonachón y ya había olvidado la mala acción de su madre, fue a des -
colgarla y se atrajo con ello la ira del padre de los dioses. Fuera de sí, Zeus lo agarró por una pierna, le hizo dar tres o
cuatro volteretas en el aire, y lo arrojó del Olimpo.

Lemnos, residencia preferida. Hefesto estuvo cayendo durante un día entero hasta que fue a dar, cual un bólido, a la
isla de Lemnos; se rompió las piernas y quedó cojo para siempre. Los habitantes de la isla, en cambio, le hicieron muy
buena acogida y pusieron a su disposición sus volcanes para que el dios pudiese establecer sus talleres en ellos. Desde
entonces, aquella isla fue su residencia preferida.

DEMÉTER, LA MADRE DESDICHADA.

El rapto de Perséfona. Hija de Cronos y por ende, hermana de Zeus, como Hera, Demeter había sido una de las
primeras esposas de¡ rey de los dioses, y había tenido única hija, Perséfona, que los romanos llamaron Proserpina.
Perséfona era hermosísima; su madre, que como diosa de las mieses, vivía en el campo casi retirada del mundo,
habíala criado en las bellas, llanuras de Sicilia, que los griegos consideraban como una segunda patria; y la muchacha
vivía feliz. Pero Hades, el hermano de Zeus que tenía el dominio del mundo de los muertos, la vio un día y se enamoró.
El dios sabía que Deméter jamás le daría a su hija para que se la llevase a su tenebroso reino; por ello, decidió raptarla.
Un día, mientras Perséfona cogía flores en el valle del Etna, el suelo se abrió con gran estruendo y de él salió un coche
tirado por cuatro caballos negros de ojos llameantes. En el carruaje, iba Hades, el cual pasó velozmente por el lado de
Perséfona, la cogió por el talle sin detenerse, y con ella, desapareció de nuevo bajo tierra.

Pesquisas inútiles. Demasiado tarde la madre acudió al grito desesperado que lanzó la joven. Durante nueve días, la
buscó por todas partes pero en vano; finalmente, dirigióse a Apolo, el dios del Sol que lo ve todo, y por él, supo que el
rapto había sucedido por voluntad de Zeus, el cual había concedido la muchacha a su hermano Hades.
Ya sin esperanza, Demeter se vistió de luto y tomó el aspecto de una anciana; descuidó las tierras que hasta entonces
protegiera y erró sin paz ni consuelo de país en país. Así llegó a Eleusis, en el Atica, donde entonces, reinaba el rey
Celeo, y cansada de tanto andar, sentóse junto a una fuente en busca de reposo.
El huésped. Al poco rato, llegaron cuatro muchachas, cada una de las cuales llevaba una ánfora; eran las cuatro hijas
del Rey que iban por agua. Las jóvenes repararon en la pobre vieja que estaba sentada, cansada y triste, y como eran
mozas de buen corazón, se conmovieron y le preguntaron cuál era su pena.
-Soy una pobre mujer -contestó Deméter- que huyó de una banda de salteadores que me raptaron y me obligaron a
servirles de criada. Ahora, estoy sola y sin ayuda; ¡si pudiese, al menos, encontrar algún señor que me tomara por aya!
-Ven con nosotros -contestaron las muchachas. -Justamente cm estos días nos ha nacido un hermanito y nuestra
madre estará muy contenta de tener alguien que la ayude.
Deméter las siguió y fue muy bien acogida en la casa del rey Celeo; la Reina le confió en seguida al recién nacido, el
pequeño Demofontte, y la servidumbre se mostró muy respetuosa para con ella al verla tan vieja y tan llena de sabiduría
y natural autoridad.

Demofonte. Privada de la hija, la diosa consagró todo su afecto maternal al pequeño príncipe y pensó en concederle la
inmortalidad. Para ello, lo alimentaba con ambrosía y todas las noches lo exponía al fuego para que la llama
consumiera todo cuanto en él había de mortal. Para poder obrar sin impedimentos, se encerraba bajo llave con el
pequeño en su estancia, pero la Reina, al saberlo, sospechó de la nueva aya. ¿Qué podía hacer aquella vieja encerrada
en el aposento con su hijito? ¿Y si fuese una bruja?
Una noche, fue a espiar por el ojo de la cerradura y vio con horror cómo Deméter ponla sobre el fuego al pequeño
Demofonte. Lanzó un grito terrible, que puso en alarma a todo el palacio, y ello bastó para destruir el hechizo:
Demofonte ya no sería inmortal.

La diosa, airada. Grande fue el enojo de Deméter.


-Criaturas estúpidas -dijo. -Yo habría podido hacer a este niño semejante a los dioses, y he aquí que vosotros habéis
destruido mi obra con vuestras mezquinas sospechas y vuestro miedo. Ya no quiero nada de vosotros, y desde este
momento, consideradme como vuestra enemiga.
La Reina, el Rey, toda la servidumbre estaban aterrorizados, ya que, mientras la diosa hablaba, una gran luz invadía el
palacio y ya no podían poner en duda de que se hallaban ante una divinidad. Se echaron a sus pies implorando perdón,
y al fin, la diosa, que les había tomado cariño, dejóse aplacar.

Los misterios de Eleusis. -Bien, sea -dijo; -no os castigaré, pero debéis. expiar vuestra desconfianza. Levantaréis,
aquí, en Eleusis, junto a la fuente donde vuestras hijas me encontraron, un magnífico templo consagrado a mi persona;
y todos los años, celebraréis en mi honor ritos cuyo misterioso significado sólo conocerán los iniciados.
Así tuvieron origen los misterios de Eleusis, los ritos secretos que celebraban las misteriosas energías de la Naturaleza,
el profundo impulso de la vida, y que tanta importancia alcanzaron en la antigua Grecia.

Aridez de la tierra. Deméter se instaló en aquel templo, y privada ahora de afectos maternales, permaneció en él
durante un año sola con su dolor. Entretanto, en los campos, las mieses se marchitaban, las semillas enterradas bajo la
gleba no germinaban, porque Deméter ya. no se cuidaba de los cultivos; y se produjo una terrible carestía.
La tierra se hizo estéril y sintiéndose tocada por el ala de la muerte, imploró a Zeus:
-Yo no he cometido culpa alguna -dijo, -y sin embargo, soy la única que sufre el castigo por el rapto de Perséfona, que
tú haspermitido. Esto no es justo; debes venir en mi ayuda.
Zeus y todos los dioses trataron entonces de aplacar a Deméter y persuadirla para que volviera a proteger las mieses y
la vegetación. Mas la triste madre se negó a ello.
-Si no me restituís a Perséfona -dijo, -la tierra no dará más frutos y permanecerá estéril, tan desolada como estoy yo por
causa vuestra.

Vuelta de Perséfona. Zeus comprendió que todo sería inútil: era necesario satisfacer a la diosa. Llamó a Hermes y le
ordenó que descendería a los infiernos e hiciera que Hades restituyera a la moza raptada.
Hades no se negó a ello, pero antes de dejar marchar a su esposa arrancó una granada de un árbol y ofreció algunos
granos a Perséfona.
-Como ves -dijo, -también aquí tenemos frutos. Come estos granos y cuenta a tu madre que en el mundo subterráneo
la tierra no es menos generosa que en el mundo iluminado por el Sol, lozanía de la que ella está tan orgullosa.
Y diciendo esto, la miraba sonriendo con una sonrisa especial, bonachona y astuta a un tiempo.
Perséfona comió; luego, subió al coche que ya estaba preparado ascendió de nuevo a la dulce y añorada tierra.

Felicidad incompleta. Grande fue la alegría de la madre al volverla a ver; pero era de ley que quienquiera que comiese
algo en el reino infernal jamás pudiese alejarse de él en definitiva. Y precisamente por esto Hades había ofrecido a su
esposa aquellos granos de granada. Quedó. pues, establecido que Perséfona vivirla durante un tercio del año en el
infierno con su esposo, y los meses restantes, en la tierra, con su madre.
Era esta una solución muy aceptable ya que, en el fondo, Perséfona sentía sincero afecto hacia su marido, y así, todos
quedaron satisfechos. La tierra volvió a cubrirse de verdor, de flores y de frutos: y Deméter fue de nuevo su protectora,
aunque sin poder abandonar un velo de tristeza al recordar los sufrimientos pasados y al pensar que su hija ya no le
pertenecía enteramente.
LA FUENTE DE LERNA

Un juicio difícil. En cierta ocasión, Poseidón y Hera se pelearon porque ambos pretendían ejercer el dominio sobre la
hermosa tierra de Argólida y ser reconocidos públicamente como su numen protector. Como quiera que no lograban
ponerse de acuerdo, acudieron al dios del río Inaco, que era muy influyente en aquella región, y le rogaron que
escogiera él mismo entrambos. A Inaco, le hizo muy poca gracia tal honor, porque sabia que tales asuntos solían
terminar enemistándose con dos candidatos; pero no tuvo más remedio que aceptar. Y entonces el dios del río, tras
maduras consideraciones, prefirió a Hera, probablemente, porque pensó que las mujeres son más vengativas que los
hombres, y que era mejor descontentar al dios del mar que a la esposa de

La ira de Poseidón. Naturalmente, Poseidón se enfureció, y en su rabia, ordenó a todos los ríos de la Argólida que se
secaran, pues se extendía su poder, no sólo al agua de los mares, sino también a la de lagos y los ríos. Siguióse de ello
una terrible sequía que devastó el país, el propio rey del lugar, Dánao, viose obligado a enviar a sus cincuenta hijas, con
ánforas, en busca de alguna fuente olvidada.
Una de aquellas muchachas, llamada Amimona, después de haber vagado largo tiempo, se detuvo un día en un
bosquecillo cerca de la localidad de Lerna, y mientras descansaba allí, vio pasar un cervato. En aquel tiempo, las
jóvenes griegas se ejercitaban en la caza tanto como los hombres, y cuando salían de casa, nunca se olvidaban de
llevar consigo el arco y las flechas. Amimona apuntó con su arma al cervato y disparó prestamente una flecha. Pero
erró el tiro, y en vez del cervato, tocó de refilón a un pequeño sátiro que dormía cerca de allí.

Alarma y fuga. Los sátiros eran unas pequeñas divinidades campestres con unos cuernecillos en la frente y las patas
de cabra, de índole más bien vivaracha y un poco maligna. Decianse hijos de Hermes, pero nadie supo jamás con
certeza de dónde habían salido. Nuestro sátiro despertó sobresaltado, y al verse con una flecha clavada en el espinazo,
encolerizóse sobremanera y se lanzó en persecución de Amimona para vengarse; naturalmente, la joven, apenas diose
cuenta del peligro, echó a correr a toda prisa, pero el sátiro, con sus patitas de cabra, avanzaba mucho más qué ella y
ya estaba en trance de alcanzarla.

Amimona, viéndose perdida, pensó que, en el fondo, el único que tenía el deber de ir en su ayuda era el dios Poseidón,
que con su sequía, la había puesto en aquel mal paso; y a él se dirigió.
-Poseidón, dios supremo -exclamó ya casi sin aliento; -yo no tengo ninguna culpa si el atolondrado de Inaco no ha
preferido tu patronazgo. Y he aquí que, a causa de tu enojo, estoy a punto de ser molida a palos por este mala cabeza
de sátiro. ¡Sálvame!
Poseidón escuchó su súplica y, blandiendo el tridente, lo lanzó contra el sátiro rozándolo apenas, por suerte suya, pero
dándole tal golpe que cayó rodando cuesta abajo del monte por donde corría. Luego, el tridente fue derecho a clavarse
en una peña.

Apaciguamiento. Entonces el dios presentóse ante la muchacha, la cual le dio las gracias por su ayuda y, viéndole tan
bien dispuesto, le preguntó por qué razón se obstinaba en devastar la Argólida de aquel modo, obligando a las jóvenes,
aunque fuesen princesas reales, a alejarse de sus casas y exponerse a todos los peligros para ir en busca de agua.
Poseidón no supo qué responder, y cogido por sorpresa, prefirió tener un rasgo de generosidad.
-Arranca el tridente de la roca -dijo -y tráemelo.
Amimona se apresuró a cumplir la orden del dios, y apenas hubo arrancado el tridente, de los tres agujeros, brotaron
tres chorros de agua cristalina. Aquélla fue la fuente de Lerna de Amimona, que tuvo fama en toda Grecia.

AFRODITA Y ADONIS

Una broma de Hefesto. Sobre Afrodita, diosa de la belleza, se formaron también muchos mitos. Hermosísima entre las
diosas y casada con el más feo y rústico de todos los dioses, no es de extrañar que gustara de la conversación con los
dioses más inteligentes y más apuestos. Ares, el dios de la guerra, la cortejaba con especial asiduidad, y era feliz si
podía ayudarla a apearse de su coche tirado por cisnes o amorcillos, u ofrecerle el brazo cuando asistía a algún
banquete de los inmortales.
Esta asiduidad, llevada tal vez más allá de lo conveniente, puesto que Ares, como todos los guerreros, era propenso a
galantear a las bellas damas, fastidiaba a Hefesto, el marido, el cual, un día, aprovechó la ocasión de una recepción que
se daba en el Olimpo, a la que estaban invitados todos los dioses, para dar una lección a aquel militar donjuanesco.
Cuando al llegar Afrodita, Ares corrió a la portezuela de su carruaje para ofrecerle el brazo y hacer con ella la entrada
triunfal en el comedor, Hefesto disparó el resorte de una red invisible que había dispuesto en el suelo frente al umbral.
La red se levantó y envolvió a los dos númenes para llevarlos ante la olímpica asamblea, mientras los prisioneros se
revolvían como peces. Se rieron mucho los dioses a expensas de Ares, pero tampoco Hefesto quedó muy bien parado,
ya que la suya fue una treta algo grosera; pero de él, pobrecito, no podia esperarse otra cosa.
El muchacho disputado. Más graciosos son otros mitos, y singularmente patético es el de Adonis.
Adonis era un príncipe de la isla de Chipre, joven y hermoso. Su madre murió al darlo a luz, y su padre, medio
enloquecido por el dolor, no cuidaba del niño. Pero tan bello era aquel príncipe, que los dioses tuvieron compasión de él
y lo confiaron al cuidado de Perséfona, la hermosa hija de Deméter, que entonces, ya era la esposa de Hades. Afrodita,
empero, enamorada a su vez del gentil chiquillo, sostuvo que su educación correspondía no a Perséfona, que lo
obligarla a habitar los reinos infernales, sino a ella misma, que como diosa de la bellez a, era la más indicada para
educar a un niño tan gracioso. Las dos deidades discutieron largamente, y estaban ya a punto de pasar a mayores,
cuando intervino Zeus decidiendo que Adonis habitaría una parte del año con Perséfona y la otra con Afrodita.
El jovencito creció, y llegado a la adolescencia, fue el más hermoso de todos los mortales. Además, era un valiente
cazador, ágil y fuerte.

Inesperado drama. Afrodita se afanaba sin cesar por él durante los meses que el niño pasaba junto a ella en la isla de
Chipre, y no se cansaba de recomendarle que fuese prudente. Pero Adonis no la escuchaba; tanto más cuanto que
como vivía la mitad del año en los reinos subterráneos, tenía la piel muy blanca, y sus compañeros lo llamaban
mujercita. Para probar, que no era cierto, volvíase cada vez más temerario.
Un día iba de caza como de costumbre por los bosques de Chipre cuando un terrible jabalí salió inesperadamente de la
maleza y se arrojó contra él derribándolo. Adonis se defendió valerosamente con su cuchillo de cazador, pero con la
fiera encima no podía moverse libremente, y así no logró evitar un colmillazo que lo dejó sin vida.

Creación de la anémona. Afrodita acudió demasiado tarde. Adonis estaba muerto, y en vano la diosa se echó llorando
sobre el cuerpo del joven y lo estrechó entre sus blancos brazos. En torno a ellos, las ninfas formaban corro, llorosas y
en silencio, y sobre sus cabezas, los amorcillos de alas de libélula revoloteaban tristemente.
Con la sangre del joven muerto, Afrodita creó una hermosa flor, la anémona, que se abrió purpúrea entre sus dedos;
pero al levantarse, se dio cuenta de que también ella derramaba sangre por una ligera herida que se había hecho al
pincharse en un rosal de rosas blancas mientras corría en socorro de Adonis. Afrodita sacudió aquellas gotitas sobre las
cándidas flores, que al punto, se encendieron: todas las rosas de la isla volviéronse purpúreas en un momento y así
quedaron para siempre en memoria del gentil jovencito a quien la diosa había amado.

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