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Colección La Antorcha

PALOMA DE LA NUEZ

TURGOT,
EL ÚLTIMO ILUSTRADO

Unión Editorial
Colección La Antorcha
Turgot, el último ilustrado
Paloma de la Nuez

Turgot, el último ilustrado

Unión Editorial
2010
© 2010 PALOMA DE LA NUEZ
© 2010 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 91 350 02 28 • Fax: 91 181 22 12
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es

ISBN: 978-84-7209-490-1
Depósito legal: M. XXXXX-2010

Esta monografía se inscribe dentro del Proyecto I+D financiado por la Comunidad de
Madrid y la URJC, titulado: «Análisis económico de las leyes de pobres y del tratamiento
de la pobreza: una perspectiva histórica»

Compuesto por JPM GRAPHIC, S.L.


Impreso por CLOSAS-ORCOYEN, S.L.
Encuadernado por SUCESORES DE FELIPE MÉNDEZ GARCÍA, S.L.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por las leyes,
que establecen penas de prisión y multas, además de las correspondientes indemnizaciones
por daños y perjuicios, para quienes reprodujeran total o parcialmente el contenido
de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluso fotocopia,
grabación magnética, óptica o informática, o cualquier sistema de almacenamiento de
información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de UNIÓN EDITORIAL.
A Miguel
Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

CAPÍTULO 1. LA CARRERA DE TURGOT BAJO LUIS XV . . . . . . . 37


1. Primeros estudios y abandono de la carrera
eclesiástica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
2. Magistrado en el Parlamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
3. Asiduo de los salones, colaborador
de la Enciclopedia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
4. Intendente en Limoges, 1761-1774 . . . . . . . . . . . . . . 48
5. Un administrador filántropo y pedagogo . . . . . . . . . . 52

CAPÍTULO 2. MINISTRO DEL REY (1774-1776) . . . . . . . . . . 59


1. Los planes del nuevo Contrôleur Général . . . . . . . . . . 61
2. La guerre des farines y la resistencia a la libertad
de granos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
3. La Consagración de Luis XVI
(11 de junio de 1775) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
4. Unos cuantos amigos y muchos enemigos . . . . . . . . . 71
5. Los seis Edictos, eje de la política reformista . . . . . . . 79
6. La oposición parlamentaria y la caída en desgracia . . . 84
7. Retiro y muerte temprana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90

CAPÍTULO 3. EL PROGRESO COMO FILOSOFÍA


DE LA HISTORIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
............ 95
1. Filósofo ilustrado y «hombre de sistema» . . . . . . . . . . 95
2. Sensualismo y empirismo como fuente
de conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

9
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

3. La verdad existe: el conocimiento es posible . . . . . . . . 101


4. Una teoría sobre el origen del lenguaje . . . . . . . . . . . . 104
5. La naturaleza humana: las pasiones y la razón . . . . . . 107
6. Una lectura filosófica de la historia con sus estadios
de desarrollo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110
7. Una fe optimista en el progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

CAPÍTULO 4. MORAL Y RELIGIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121


1. Cristianismo y progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
2. Virtud y felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
3. La tolerancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126
4. Religión natural, religión protegida, religión
tolerada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
5. La verdad victoriosa y los argumentos utilitaristas . . . 136
6. Los límites de la tolerancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138

CAPÍTULO 5. IDEAS ECONÓMICAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141


1. La economía como ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
2. Estadios históricos: el orden natural y el propio
interés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
3. La libertad de trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
4. Propiedad y desigualdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152
5. Intercambio y valor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
6. La teoría del capital y del interés . . . . . . . . . . . . . . . . 155
7. Libertad económica: las leyes de granos . . . . . . . . . . . 163
8. La reforma fiscal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170
9. El amigo de los pobres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173

CAPÍTULO 6. IDEAS POLÍTICAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179


1. La ciencia política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
2. Contra el despotismo y por la libertad . . . . . . . . . . . . 180
3. Un proyecto de constitución política. La Mémoire
sur les Municipalités . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
4. La instrucción pública . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
5. Las Asambleas: derechos políticos
de los propietarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
6. Funciones del Rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190
7. El ejemplo de los Estados Unidos de América . . . . . . 192

10
ÍNDICE

CAPÍTULO 7. REFORMA, REVOLUCIÓN Y UTOPÍA . . . . . . . . . . 197


1. Un reformador doctrinario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
2. Implicaciones revolucionarias de las reformas . . . . . . 200
3. La opinión de Tocqueville . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 204
4. Liberalismo y Estado en Turgot . . . . . . . . . . . . . . . . . 210
5. El fin supremo de todo gobierno legítimo:
utilidad y justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216
6. ¿Podría haberse salvado la Monarquía?
¿Se habría evitado la Revolución? . . . . . . . . . . . . . . . . 221
7. El legado de Turgot . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227

ANEXO. CARTAS SOBRE LA TOLERANCIA ................ 231

BIBLIOGRAFÍA .................................. 251


1. Obras de Turgot . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
2. Bibliografía sobre Turgot . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 252
3. Otros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

Índice de nombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263

11
Agradecimientos

Merecen ser reconocidas las deudas de gratitud hacia los amigos y


colegas que comparten con paciencia y generosidad la elaboración
de una obra académica. Muy en especial, en este caso, porque no
existe entre nosotros ninguna monografía específica sobre las ideas
políticas y filosóficas de Turgot, de manera que he necesitado buenos
consejos para desbrozar un camino poco transitado.
Ante todo, tengo que reconocer el privilegio de haber contado
con las sugerencias del profesor Miguel Artola, lector riguroso y exi-
gente, siempre dispuesto a aportar nuevas y originales perspectivas.
Mi director de Departamento en la Universidad Rey Juan Carlos,
Victoriano Martín, ha contribuido también con sus reflexiones y co-
mentarios, muchos de ellos fruto del debate y la discusión en el Semi-
nario Laureano Figuerola que él dirige y que comparto, desde hace
años, con mis queridos compañeros de docencia e investigación.
Entre ellos me gustaría mencionar a los profesores Nieves San Eme-
terio y Manuel Álvarez Tardío, ya que ambos, con la generosidad
propia de los buenos amigos, hicieron valiosos comentarios al manus-
crito original desde su condición de especialistas en historia del pensa-
miento económico e historia política, respectivamente.
El profesor Carlos Rodríguez Braun leyó una primera versión de
este trabajo ofreciéndome, con su amabilidad habitual, sugerencias
e indicaciones siempre oportunas. De nuevo mi amigo Benigno
Pendás, desde su perspectiva de excelente historiador de las ideas y
de las formas políticas, me ha ayudado, entre otras muchas cosas, a
situar a Turgot en el contexto de la tradición liberal e ilustrada que
tan bien conoce.
Es justo reconocer las ayudas recibidas en la labor de búsqueda
y documentación por parte de los profesores Vicente LLombart,

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, Rogelio Fer-


nández Delgado, José Manuel Menudo y Francisco Martínez Mesa,
así como las del joven investigador Miguel Artola Blanco. El tra-
bajo de los profesionales del servicio de préstamo de la Biblioteca
y de la librería de la Universidad Rey Juan Carlos, siempre amables
y eficaces, me ha sido, asimismo, de enorme utilidad. Por supuesto,
debo reconocer a Juan Marcos de la Fuente, no sólo su gran labor
como editor, sino también como inspirador, en gran medida, de esta
investigación.
Como es evidente, toda la responsabilidad recae sobre la autora.
Al fin y al cabo, como escribiera Turgot, con honestidad y educación
todo se puede decir.

PALOMA DE LA NUEZ
Madrid, diciembre de 2009

14
Introducción*

Cuando en 1774 Turgot fue llamado a formar parte del primer


Gobierno de Luis XVI, primero como Secretario de la Marina y a
continuación como Contrôleur Général de Finances, aunque comen-
zaba ya a frenarse la expansión económica precedente, Francia era,
en términos generales, un país próspero, con una de las poblacio-
nes más grandes de Europa y en pleno proceso de transformación
económica.1 Precisamente, ese medio económico en plena transfor-
mación (de la que, por cierto, Turgot era plenamente consciente)
favorecerá el surgimiento de nuevas exigencias y aspiraciones que
chocarán contra la persistencia de un orden social y político tradi-
cional. La pervivencia de instituciones económicas y políticas basa-
das en el privilegio frustrará muchas de las expectativas de los súb-
ditos de la Monarquía, sobre todo de los estratos sociales que han
accedido a la riqueza. El progreso técnico —escribe R. Rémond—,
la multiplicación de los inventos, la acumulación de capitales, el naci-
miento de nuevas formas de industria, la formación de una clase de ne-
gociantes, concurren a la caducidad de esta organización.2

* Una versión reducida de esta investigación apareció como «Semblanza biográ-


fica e intelectual» en J. Marcos de la Fuente (ed.), Reflexiones sobre la formación y la
distribución de las riquezas, Unión Editorial, Madrid, 2009, pp. 9-39.
1. Según P. Anderson, la población francesa pasó de 18-19 millones en 1700 a
25-26 millones en 1789. La recuperación demográfica había empezado a partir de la
Regencia. Véase P. Anderson, El Estado absolutista, Siglo XXI, Madrid, 1982, p. 107.
2. Véase R. Rémond, L’Ancien Régime et la Révolution, 1750-1815, Seuil, París,
1974, p. 141. A este respecto, escribe J.F. Faure-Soulet: la persistencia de instituciones
económicas y políticas basadas en los privilegios se contrapone al impulso de los estratos
sociales que han accedido a la riqueza a través de su propio trabajo: negociantes, fabri-
cantes, grandes agricultores y financieros. Economía política y progreso en el siglo de las Luces,
Ediciones de la Revista de Trabajo, Madrid, 1974, p. 18.

15
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Sin embargo, a pesar del brillante progreso económico del siglo,


que se manifiesta, por ejemplo, en el desarrollo del comercio exte-
rior, el progreso de la industria y el comercio nacional o las trans-
formaciones (lentas, desiguales y con contrastes regionales consi-
derables) que se producen en la agricultura, la Monarquía padecía
una crisis financiera permanente. Luis XIV había dejado las finan-
zas del Reino en una situación catastrófica —escribe G. de Bertier
de Sauvigny—; los ingresos ordinarios no cubrían ni para pagar los
intereses de una deuda pública de más de dos mil millones de libras.3
La deuda y el déficit provocaban una necesidad acuciante de dinero
que ni siquiera las novedosas actuaciones del célebre escocés John
Law, encargado de las finanzas durante la Regencia de Felipe de
Orléans, habían podido satisfacer. La mala gestión y el gasto sin
control, según Marc Ferro, provocaron que el Gobierno nunca re-
cuperara su solvencia desde que en 1741 se lanzara a la guerra de
Sucesión de Austria. Así, pues, el problema persistió, agravado con
el fracaso en la guerra de los Siete Años (1756-1763), y llegó sin
solución al reinado de Luis XVI. De hecho, el último presupuesto
de este reinado muestra el peligro inminente de bancarrota. El apoyo
a la rebelión de las colonias de América —tal y como había pre-
visto Turgot— había aumentado un ya de por sí enorme déficit y
aproximadamente la mitad del gasto estaba destinado a pagar una
deuda hipertrofiada.4

3. Véase G. de Bertier de Sauvigny, Historia de Francia, Rialp, Madrid, 2009,


p. 216.
4. Véase M. Ferro, Historia de Francia, Cátedra, Madrid, 2003, p. 160. También
P. Goubert, Initiation à l’histoire de la France, Fayard-Tallandier, París, 1984, p. 238
y M. Vovelle, La chute de la Monarchie, 1787-1792, Seuil, París, 1972. Este último
autor sostiene que ese déficit es precisamente una de las causas próximas o inmediatas
de la Revolución. Sin embargo, la deuda pública de Francia no era mayor que la de
su rival, Inglaterra, como recuerda J. Hardman en su libro Louis XVI, Yale Univer-
sity Press, New Haven, 1993, p. 36. No obstante, David Hume escribió en su época
que el problema de la Monarquía francesa era su sistema recaudatorio: caro, inicuo,
arbitrario y complicado que desalienta el esfuerzo de los pobres, y en especial de campesinos
y granjeros, y convierte la agricultura en oficio de mendigos y esclavos. Véase Ensayos polí-
ticos, Unión Editorial, Madrid, 2005, p. 102.

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I N T RO D U C C I Ó N

Y no es que no hubiese habido intentos de reformar un sistema


fiscal que, de acuerdo con muchas mentes ilustradas del siglo, era irra-
cional, arbitrario e injusto (como los de P. Orry o Machault d’Arnou-
ville, por ejemplo), pero muy a menudo las medidas que se ponían
en marcha no obedecían ni a un plan ni a un proyecto verdadera-
mente definido, y chocaban siempre con la oposición de los privile-
giados que se negaban a pagar impuestos.5
Por eso, como escribe el historiador M. Vovelle, la Monarquía francesa
había ido creando, por acumulación, todo un arsenal de medios fis-
cales.6 Además de los directos, como la taille, la capitation o el ving-
tième, existía una gran cantidad de impuestos indirectos, los cuales
estaban, desde tiempos de Colbert, en manos de la Ferme Générale
(encargada por arrendamiento de su recaudación), a la que la ma-
yoría de los súbditos consideraba de una avidez sin límites. Tenía po-
der para cobrar determinados impuestos a cambio de una cantidad
global. Contaba con su propio personal y sólo ellos conocían las
leyes, los reglamentos y las órdenes que afectaban a una materia que
casi siempre ignoraban los particulares afectados, lo que, lógica-
mente, favorecía todo tipo de abusos. Aunque también es cierto que
eran una fuente de crédito y capital necesaria para el gobierno, lo
cual, por otra parte, les colocaba en la situación de poder dictar
condiciones a la Corona.7

5. Aunque según G. Bossega, el problema no era tanto un déficit de absolutis-


mo, como la incapacidad de conseguir crédito en condiciones razonables, lo cual era
—de acuerdo con su criterio— un problema estructural que no tenía solución. El
Antiguo Régimen era incapaz de salir de una estructura de crédito ligada a los privi-
legiados incompatible con una fiscalidad racional. Un sistema de crédito público
centralizado y fácil de movilizar dependía de la confianza, cosa que la Monarquía
absoluta no inspiraba espontáneamente. Véase, «Impôt», en F. Furet y M. Ozouf, Dic-
tionnaire critique de la Révolution Française. Institutions et Créations, Flammarion,
París, 2007, p. 271.
6. Véase M. Vovelle, op. cit., p. 41.
7. Según D. Dakin, la Ferme Générale formaba un Estado dentro del Estado. Hay
que tener en cuenta que la Ferme no publicaba ni sus tarifas ni sus reglamentos que,
por lo tanto, no conocían ni los administradores, ni los magistrados ni los contribu-
yentes. Y, según palabras del propio Turgot, sus planes vejatorios atormentaban a todos
los ciudadanos. Véase G. Schelle (ed.), Oeuvres de Turgot et documents le concernant,

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Por su parte, las regiones que tenían asambleas, los Pays d’État
debían ser consultadas sobre el dinero a pagar y podían supervisar
la recaudación con sus propios oficiales. Pero las asambleas pro-
vinciales no existían en todas partes (solamente en Artois, Béarn,
Languedoc, Bretaña y Borgoña) y realmente sólo eran efectivas en
las tres últimas, aparte del hecho de que eran cámaras oligárqui-
cas, enemigas de toda reforma. Las regiones de Francia (la gran
mayoría) que no tenían asambleas (Pays d’Élections) no gozaban de
estos privilegios y, al final, era el campesino francés el que más pa-
gaba: a la Iglesia, que contribuía económicamente a través del lla-
mado «don gratuito», pero que no pagaba impuestos; al Estado y
al señor.8
Por tanto, cuando Luis XVI accedió al trono de Francia, here-
daba una pésima situación financiera con la cual tendría que lidiar,
además, con el mismo aparato de gobierno y administración que
recibía de la época de Luis XIV, y que apenas había mejorado.9
A la muerte de Luis XV, el 10 de mayo de 1774, Francia estaba
gobernada por el llamado «triunvirato» integrado por el Canciller
Maupeou, el abbé Terray (Finanzas) y el duque d’Aiguillon (Asun-
tos Exteriores) que, según algunos historiadores, representaba la vía

avec Biographie et Notes, Verlag Detlev Auvermann KG. Glashütten im Taunus,


Darmstadt, 1972, vol. IV, p. 315. De todos modos, de acuerdo con M. Marion, la
Ferme no era tan corrupta como se afirmaba en la época, aunque eso no impidió que
durante la Revolución muchos de sus agentes acabaran en la guillotina. Véase Dic-
tionnaire des Institutions de la France aux XVIIe et XVIIIe siècles, Burt Franklin, Nueva
York, 1968, p. 234.
8. Véase O. Hufton, Europa: privilegio y protesta, 1730-1789, Siglo XXI, Madrid,
1983, p. 35, G. Rudé, Europa en el siglo XVIII. La aristocracia y el desafío burgués,
Alianza, Madrid, 1972, p. 49, y M. Ferro, op. cit., p. 461. Este último autor señala que
el campesino, abrumado por tantos impuestos, ve crecer y multiplicarse, sobre todo,
los que proceden del Rey.
9. La organización del Estado apenas si se mejoró en el curso del siglo XVIII, pues Luis
XVI gobernaba y administraba poco más o menos con las mismas instituciones que Luis
XIV. Véase A. Soboul, Comprender la Revolución francesa, Crítica, Barcelona, 1983,
p. 287. Y, como escribe P. Anderson, el Ancien Régime preservó en Francia su confusa
jungla de jurisdicciones, divisiones e instituciones heteróclitas hasta el momento de la
Revolución. P. Anderson, op. cit., p. 105.

18
I N T RO D U C C I Ó N

francesa de un cierto despotismo ilustrado.10 El duque de Choiseul,


que había estado en el poder durante doce años (desde 1758 a
1770), había sido depuesto por Luis XV por ser excesivamente
complaciente con los Parlamentos. Pero el Gobierno que lo susti-
tuyó y cuya hazaña más relevante fue precisamente, como veremos
más adelante, la supresión de los mismos, era muy impopular y
estaba profundamente desacreditado. Por ese motivo el joven rey
Luis XVI decidió formar otro nuevo. A fin de cuentas, el Rey de
Francia tenía, por lo menos en teoría, un poder absoluto; sólo en
él residía el poder soberano. La Monarquía tenía un carácter sagra-
do; el Rey era representante de Dios, el Estado y la Nación. Era a
él a quien correspondía tomar las decisiones, aunque para ello se
rodeara de diferentes consejos cuya misión era opinar y asesorar al
Monarca, como era el caso del más importante de entre ellos, el
Consejo de Estado.
Estos consejos (Consejo de Estado, Conseil de Dépêches, Conseil
de Finances…), que se reunían en diferentes días, tenían un papel
político primordial, a pesar de que, como era característico del Anti-
guo Régimen, sus atribuciones estaban poco precisadas y a veces se
solapaban. Además, fueron adquiriendo funciones administrativas
y judiciales, sustrayendo los asuntos a los tribunales ordinarios, por
lo que a menudo se encontraban con la resistencia de los Parlamen-
tos. Según F. Cosandey y R. Descimon, los consejos que en teoría
no eran más que la prolongación y la emanación del Rey, fueron
cambiando su contenido político, especializándose y convirtiéndose
en instituciones casi autónomas con sus propios comités que un sector
de la opinión consideraba símbolo del despotismo ministerial propio
de una Monarquía administrativa. Por otro lado, el Monarca tenía
que contar con el cuerpo de jueces de los Parlamentos (el de París y
los otros Parlamentos provinciales) que, aparte de funciones judi-
ciales, desempeñaban muchas otras de carácter político y adminis-
trativo, y podía además consultar a su Reino mediante la convoca-
toria de Asambleas de notables o de los Estados Generales, aunque

10. Así lo cree, por ejemplo, M. Vovelle, op. cit., p. 92.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

éstos no se convocaban desde 1614 dada la incapacidad de los reyes


de conseguir las contribuciones económicas que necesitaban.11
Pero además, Luis XVI, tímido, inseguro y débil de carácter, se
dejaba aconsejar por sus piadosas tías Adelaide y Victoire, las hijas
de Luis XV, que le recomendaron como mentor a un viejo cortesa-
no de 73 años de la época del Cardenal Fleury, el conde de Maure-
pas, que permanecería al lado del Rey hasta su muerte, siete años
más tarde.12 Parece que la elección de Maurepas obedecía al deseo
de encontrar un guía para el joven e inexperto Monarca, aunque
prácticamente sus únicos méritos consistían en haber sido exiliado
de la Corte en 1749 por desavenencias con la favorita Madame de
Pompadour. Quizás pesara más en su nombramiento el deseo del
Rey y de sus tías de evitar a toda costa el regreso de Choiseul, al que,
sin embargo, apoyaba la camarilla de la reina María Antonieta, joven,
frívola y derrochadora, que de vez en cuando se inmiscuía en las
cuestiones de gobierno tratando de imponer sus decisiones sobre
las de su esposo, lo que provocaría algún que otro disgusto a Turgot.
No olvidemos que la Corte, donde residían más de mil cortesa-
nos (la noblesse de cour), encuadrada parcialmente en la Masion du
Roi (civil y militar), de la Reina, los Príncipes e Infantes, era un nido
de clanes y camarillas intrigantes a menudo en guerra. Como escri-
be P. Goubert, en ella había desde partidarios de Choiseul hasta
partidarios de los fisiócratas, pasando por devotos y anglófilos, entre
otros, y a menudo conseguían formar y derribar gobiernos a su anto-
jo de los cuales esperaban, además, recibir regalos, cargos y pensio-
nes. En esta época, la Corte recuperó peso político y por eso se habla
incluso del «partido de la Corte».13

11. Véase F. Cosandey y R. Descimon, L’absolutisme en France, histoire et histo-


riographie, Seuil, París, 2002, p. 146. Bajo Luis XVI, el Conseil d’en haut, que discu-
tía la política internacional (a diferencia del Conseil de Dépêches que se ocupaba de
la política nacional), se identificaba normalmente con el Consejo de Estado, y técni-
camente sólo sus miembros eran Ministros.
12. Luis XVI, hijo de Luis el Delfín y su segunda esposa Marie Josèphe, nieto por
lo tanto de Luis XV, se convirtió en el heredero al trono al morir su padre y su her-
mano mayor.
13. Véase P. Goubert, Initiation à l’histoire de la France, Pluriel, París, 1984, p. 232.

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I N T RO D U C C I Ó N

Sin embargo, en este caso se impuso el deseo del Rey: Maurepas


fue llamado al Gobierno. Éste estaba, además, compuesto por cuatro
Secretarías de Estado: de Asuntos Exteriores, Marina y Colonias,
Guerra y la Maison du roi (que agrupaba los numerosísimos oficios
que prestaban servicios al Rey y a la Corte, los asuntos religiosos, el
régimen carcelario y la administración de la capital). A éstas se añadía
un quinto cargo ministerial, el de Contrôleur Général de Finances,
que era en realidad el Ministro principal. A éstos se sumaba el Garde
des sceaux con atribuciones judiciales. Pero, como afirma Vovelle, no
se trata en absoluto de un gobierno de tipo moderno, ya que no posee
una personalidad colectiva que afirme su autoridad ante el Rey.14
Aunque Maurepas tenía un papel político de primer orden, las
atribuciones del Contrôleur Général de Finances eran sumamente
importantes. Reunía las que hoy corresponderían aproximadamen-
te a los ministerios del Interior, Economía y Hacienda y Obras Públi-
cas. De él dependían más de trescientos empleados, aparte de las
personas a las que se pagaba para la realización de tareas específicas.
Entre los primeros, destacan los Intendants de finances, que dirigían
los distintos departamentos como, por ejemplo, Ponts et Chaussées,
Trésor, Commerce, etc… Pero, sin duda, una de sus competencias más
relevantes era el nombramiento de la mayoría de los Intendentes, mu-
chos de ellos, como el mismo Turgot, pertenecientes al cuerpo de
magistrados de los Maître des Requêtes, un cargo que, como tantos
en el Antiguo Régimen, era venal.15
El Rey podía contar, además de con su Gobierno, con una Admi-
nistración que —escribe Rémond— intentaba, poco a poco y gracias
a la actuación perseverante del Soberano y de sus servidores, ofre-
cer a la Monarquía los medios necesarios para conseguir sus obje-
tivos: sustituir el feudalismo civil y eclesiástico por el poder de una
estructura administrativa racional y eficaz. Sin embargo, la realidad

14. Véase M. Vovelle, op. cit., p. 38.


15. De acuerdo con Marion, estos magistrados originariamente eran los encar-
gados de recibir las quejas y solicitudes dirigidas al Rey. Pero en los siglos XVII y XVIII
desempeñaban, además, otras funciones administrativas y judiciales y eran miembros
del Parlamento. Véase M. Marion, op. cit., pp. 358-359.

21
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

era que estos medios continuaban siendo todavía limitados y sus


servicios reducidos y precarios. La administración del Antiguo Ré-
gimen estaba en esta época muy lejos del grado de racionalidad que
introdujo después Napoleón.16
En el momento en que Turgot llegó al poder, Francia estaba divi-
dida en Généralités. En realidad, la Généralité era la circunscripción
financiera y la Intendencia era la administrativa, pero —como escri-
be M. Marion— en el lenguaje popular Intendencia y Généralité se
habían hecho sinónimos. Las Intendencias estaban administradas
por un titular que residía allí desde los tiempos de Luis XIV. Se
trataba de un delegado del gobierno nombrado, como dijimos, por
el Contrôleur Général si se trataba de las provincias del interior, ele-
gido entre los miembros de la nobleza de toga o la alta burguesía,
que debía ocuparse de la administración general (finanzas, admi-
nistración, policía y justicia) como representante del poder central.
Es decir, sus funciones abarcaban toda la vida pública: impuestos,
caminos, tropas, seguridad, agricultura y comercio.17
Los Intendentes de justicia, policía y finanzas estaban respalda-
dos por un Gobernador, perteneciente a la gran noblesse d’épée, con
poderes sobre todo militares, aunque también políticos, y un cuer-
po de subdelegados. Pero las competencias de los Intendentes esta-
ban tan mal determinadas que sus atribuciones parecen ilimitadas
y su poder discrecional, aunque generalmente los más ilustrados de
entre ellos utilizaran ese poder casi arbitrario en la búsqueda de la

16. Además, Soboul recuerda cómo las múltiples circunscripciones administra-


tivas, fiscales, judiciales y religiosas se superponían en un caos indescriptible que difi-
cultaba enormemente la actuación de los oficiales reales. Lo mismo que los individuos,
las provincias y las ciudades tienen sus franquicias y sus privilegios, murallas contra el
absolutismo real, pero también fortalezas de un obstinado particularismo. Véase A. Soboul,
op. cit., p. 287. También escribe el historiador R. Mandrou que los fondos de las In-
tendencias que se han estudiado revelan las enmarañadas y complejas situaciones en
que se encerraban las jurisdicciones concurrentes; todos los enredos imposibles de ordenar
a causa de la superposición de las autoridades creadas con tenacidad por la Monarquía,
sin previsión alguna de los riesgos que implica su actitud. Véase Francia en los siglos XVII
y XVIII, Labor, Barcelona, 1973, p. 175.
17. Véase M. Marion, op. cit., p. 292.

22
I N T RO D U C C I Ó N

justicia y del bien común, porque los Intendentes, al estar en contac-


to con la realidad del pueblo, solían ser más partidarios de las refor-
mas, aunque muchas veces la realidad conspiraba contra sus buenas
intenciones. No obstante, ellos eran simples agentes del poder ejecu-
tivo y tenían que rendir cuentas de todo lo que hacían de manera
muy detallada al Contrôleur Général, y como el Intendente estaba
ligado al poder real, acabarían sintiendo en su propia piel las con-
secuencias de su debilitamiento después de 1750, ya que la auto-
ridad periférica, mal sostenida por Versalles, se iba degradando sin
remedio. Por ello, el enviado del Rey debía aprender a mostrarse
flexible a la vez que firme, o dejarse llevar según los vientos que
soplasen en Versalles, según la fuerza o debilidad de los ministros
de turno: «así es Versalles, así es el Intendente». Y, por último, hay
que añadir que, en general, su poder estaba matizado por los Esta-
dos provinciales donde los había, por los Parlamentos, los poderes
locales y los oficiales de todo tipo que veían al enviado del Rey
como un auténtico enemigo. Como añade M. Vovelle, estos agen-
tes activos del absolutismo real comparten el descrédito del siste-
ma que representan. Podría decirse, pues, que su poder era grande
en teoría y muy limitado en la práctica. Las enormes dificultades
que tenían que afrontar (malos hábitos administrativos, un siste-
ma fiscal arcaico y bizarro, una justicia mal administrada, un campe-
sinado pobre e ignorante, múltiples abusos y prejuicios…) provo-
caba grandes frustraciones en este cuerpo de hombres, generalmente
benévolos, ilustrados y amigos de las reformas, como era el propio
Turgot, un conocido y respetado Intendente antes de llegar al Go-
bierno en 1774.18

18. Véase M. Vovelle, op. cit., p. 39. En resumen, como escribe Roche, la historia de
la Intendencia en el siglo XVIII es una historia de negociación y compromiso, por una
parte, y de confrontación, por otra. Véase D. Roche, France in the Enlightenment, Harvard
University Press, Cambridge, Mass., 2000, p. 223. Por eso, D. Dakin piensa que,
aunque los Intendentes contaban con muchas competencias porque tenían que gober-
nar una pequeña nación, nunca fueron los tiranos que caricaturiza Tocqueville en su
descripción del Antiguo Régimen (D. Dakin, op. cit., pp. 28 y 31). También P. Rosan-
vallon habla en este sentido de la errónea vulgata tocquevilliana. Véase, El modelo polí-
tico francés. La sociedad civil contra el jacobinismo, de 1789 a nuestros días, Siglo XXI,

23
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Un Gobierno, por cierto, bien recibido por la opinión ilustrada


que esperaba grandes cosas del nuevo Contrôleur Général, conoci-
do desde joven por los asiduos a los mejores y más conocidos salo-
nes de París. Algunos, como Voltaire, se mostraban pletóricos. Y no
olvidemos que la fuerza de lo que podríamos llamar opinión pú-
blica era cada vez mayor en la época y que, como afirma Marc Ferro,
a partir de la Regencia, asistimos a la lenta aparición de una vida pú-
blica que cuestiona las prácticas del poder.19
Como escribió Turgot a Luis XVI en una famosa carta, todas las
mentes están en estado de fermentación.20 Además de los salones, las
academias o «sociedades de pensamiento» y los cafés (tanto de la
capital como de las provincias) animaban el panorama intelectual
que encuentra eco, también, en los libelos, periódicos o incluso el
teatro. A pesar de la censura, las ideas nuevas, las ideas filosóficas se
van extendiendo por todos los estratos sociales, sobre todo entre las
clases instruidas, contribuyendo a crear una opinión pública cada
vez más poderosa. Marc Ferro señala al respecto el papel devastador
de la masa de libelos y panfletos escandalosos que inunda el mercado
y que la gente lee en todas partes, y R. Rémond recuerda la impor-
tancia de esa difusión subterránea que difunde las ideas y las hace
penetrar en todas las capas sociales.21
Es cierto que se abordaban con mucha más libertad que anta-
ño los problemas políticos, económicos y sociales, y que también
la ciencia avanzaba y se inclinaba a las aplicaciones útiles, a la vez
que se popularizaba. De ello dan buena prueba muchos de los ar-
tículos de la Enciclopedia en la que, por cierto, escribiría Turgot, a
pesar de que entre 1757 y 1760 arreció la campaña antifilosófica.
Todo esto favoreció el que la mentalidad reformista calara en las

Buenos Aires, 2007, p. 14. Para la interpretación de Tocqueville en el sentido de que


los Intendentes poseían un gran poder, véase «Notas sobre Turgot», en El Antiguo
Régimen y la Revolución, vol. II, Alianza, Madrid, 1982, pp. 237-290. En general,
véase M. Marion, op. cit., p. 294, F. Cosande y R. Descimon, op. cit., p. 152 y H.
Méthivier, Le siècle de Louis XV, PUF, París, 1966, pp. 40 y 58.
19. Marc Ferro, op. cit., p. 154.
20. «Lettres au Roi», en G. Schelle, op. cit., vol. I, pp. 442 ss.
21. M. Ferro, op., cit., p. 159. También R. Rémond, op. cit., p. 144.

24
I N T RO D U C C I Ó N

clases cultas, aunque el «partido filosófico» estaba profundamente


dividido.22
Por tanto, parecía que Turgot llegaba al poder en un momen-
to favorable para sus reformas: comenzaba un nuevo reinado que
había suscitado las esperanzas del pueblo, la situación económi-
ca no era mala, la opinión ilustrada lo apoyaba y, sobre todo, había
desaparecido la oposición institucional de los Parlamentos que,
debido a su constante labor de oposición, habían sido, como vimos,
suprimidos por el Gobierno del Canciller Maupeou; ahora eran
un enemigo potencial, pero inoperante. El Rey, gracias a su poder
absoluto, podría hacer realidad los planes del nuevo Contrôleur
Général. Sin embargo, una de las primeras medidas que tomó el
nuevo Ejecutivo probablemente presionado por la opinión do-
minante que veía erróneamente a los Parlamentos como una es-
pecie de representantes del pueblo, fue permitir la vuelta de los
mismos, los cuales conseguirían una vez más paralizar todo in-
tento de reforma.
La noblesse de robe, que era la que formaba estos Parlamentos,
más sólida y estructurada que la cortesana y por encima de la peque-
ña y mediana nobleza de provincias, se había convertido desde hacia
tiempo en uno de los mayores obstáculos para el buen gobierno del
país. Aunque estos Parlamentos no eran representativos ni tenían
funciones legislativas sino de orden judicial, debían registrar los
Edictos del Rey en los que éste expresaba la voluntad soberana.
Todas las leyes, tanto en las provincias como en la capital, tenían
que ser registradas para poder ser publicadas, difundidas y aplica-
das. Pero los Parlamentos, encargados de velar por las leyes del Reino,
podían negarse al registro, impidiendo así su conversión en ley
mediante objeciones o reconvenciones previas al mismo. Este droit
de remontrance, una suerte de veto parlamentario que habían reco-
brado en 1715, podía superarse por la convocatoria por parte del

22. Además, como recuerda Harold Laski, no conviene menospreciar la fuerza y


la tenacidad con las que lo viejo se defendía: los forjadores del liberalismo tenían que
luchar por su victoria. Véase H. Laski, El liberalismo europeo, FCE, México, 1981,
p. 145.

25
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Rey de un lit de justice en el cual, personalmente, ordenaba a los Par-


lamentos que registraran los Edictos.23
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo entre 1750 y
1770, los conflictos entre el Rey y los Parlamentos, que venían de
mucho antes, se fueron agudizando y haciendo cada vez más serios.
De hecho, tales enfrentamientos constituían una gran fuente de
inestabilidad para la Monarquía, a cuya deslegitimación contribuían
poderosamente. Según R. Darton, las batallas entre los Parlamen-
tos y la Corona reforzaron la idea de que la Monarquía de Francia
estaba degenerando en despotismo, lo cual iba minando la sacralidad
que legitimaba dicha forma de gobierno en un proceso paulatino que
ayuda, incluso, a comprender los orígenes ideológicos de la Revolu-
ción francesa.24
Estos conflictos eran de carácter político y religioso. La Iglesia
de Francia, el primer orden del Estado con privilegios judiciales y
fiscales, estaba dividida entre los jansenistas de la Abadía de Port Royal
(seguidores del obispo d’Ypres, Corneil Jansen, el célebre Jansenius,
muerto en 1638) que interpretaban de un modo sumamente radi-
cal la doctrina de la gracia de San Agustín, y los jesuitas (cuya Compa-
ñía, sospechosa de actuar como emisaria del Papa, fue disuelta en
1762). Los jansenistas creían que sólo Dios podía otorgar la gracia
y la salvación independientemente de la fe y las buenas obras. Insis-
tían tanto en la piedad y la austeridad moral que en muchos aspec-
tos apenas se distinguían de los calvinistas.
En este contexto, el papa Clemente XI había expresado la con-
dena del jansenismo en la Bula Unigenitus de 1713. El Parlamento

23. Los Parlamentos habían recobrado el derecho de remontrance (del que


abusarían hasta su extinción y que había anulado Luis XIV en 1673), gracias al
Regente, el duque de Orléans (1715-1723). Éste les había devuelto ese derecho a
cambio de que el Parlamento de París anulara el testamento de su sobrino el Rey
Luis XIV que le apartaba del poder a favor de su hijo bastardo. Véase P. Goubert,
op. cit., p. 206.
24. Véase R. Darton, Los best sellers prohibidos en Francia antes de la Revolución,
FCE, Buenos Aires, 2008, pp. 322-323. En definitiva, escribe este mismo autor, a
mediados del siglo XVIII se desplomó el respeto del público por la Monarquía (ibidem,
p. 355).

26
I N T RO D U C C I Ó N

reaccionó declarando que el documento papal atacaba las leyes


del Reino de las que se consideraba depositario, y denunció la bula
como manifestación del poder despótico de los obispos y los jesui-
tas. En ese clima, en 1730, estalló una nueva crisis. Ahora el Parla-
mento se oponía a que se impidiera acceder a los sacramentos a
los fieles sospechosos de jansenismo y a que se les exigiera un billet
de confession con el que demostraban que se habían confesado con
un sacerdote ortodoxo. Por supuesto, la querella no era exclusiva-
mente religiosa: como dijo Turgot, casi nadie había leído la obra
de Jansenius. En realidad, el jansenismo se había convertido en
un movimiento de oposición política y era muy fuerte en el Parla-
mento de París. Eran hostiles al absolutismo, contestaban el poder
del Rey, defendían la tradición del galicanismo frente a Roma y
se oponían al poder de la Administración y al aparato del Estado
que se venía construyendo desde el siglo XVII. También, desde
luego, rechazaban todo intento de hacer pagar impuestos a la
nobleza.
En 1753 estalló un nuevo conflicto. Esta vez Luis XV quiso zanjar
el asunto con el destierro de varios de sus miembros y su sustitución
por súbditos leales a la Corona (dieciocho consejeros de Estado y
cuarenta Maîtres des Requêtes, entre los que se encontraba Turgot).
Pero en 1754, con motivo del nacimiento del heredero al trono, se
concedió una amnistía por la que los desterrados pudieron regresar
y en los años venideros, como el Rey necesitaba dinero para finan-
ciar la guerra de los Siete Años, los Parlamentos pudieron proclamar
su victoria.
Sin embargo, en 1766 se produjo una nueva crisis, una de las
más graves de la Monarquía. Los Parlamentos se opusieron de nuevo
al poder real a propósito del enfrentamiento del Parlamento de
Rennes, representado por su Procurador General, La Chalotais,
contra el Gobernador de Bretaña, el duque d’Aiguillon. Luis XV,
en un célebre Lit de justice, reafirmó tajantemente los principios del
absolutismo monárquico de derecho divino y recordó a los magis-
trados que los Parlamentos no constituían ni un orden ni un cuer-
po separado, y les advirtió de que no toleraría la formación de una
asociación o confederación parlamentaria porque sólo en su persona

27
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

residía la soberanía y la representación legítima del Reino. Se trata


de la célebre Séance de la flagellation, del 3 de marzo de 1766.25
A estas alturas, estaba claro que los Parlamentos se habían conver-
tido en un poderoso e incómodo obstáculo para el poder real; por
eso, en 1771, Maupeou, sucesor de Choiseul, considerando el es-
tado de casi rebelión de los magistrados dentro y fuera de París,
reorganizó la administración de justicia para librarse de los obstácu-
los que ponían los Parlamentos y, sobre todo, a los intentos de los
sucesivos gobiernos de resolver los problemas financieros. Maupeou
deseaba establecer una magistratura cuya única labor fuera la de ad-
ministrar justicia gratuitamente sin inmiscuirse en cuestiones de go-
bierno, acabando así de una vez con el obstrucionismo parlamen-
tario. De ahí el objetivo de acabar con la herencia y la venalidad de
los cargos, y de que los magistrados fuesen reemplazados por con-
sejos superiores, cuyos nuevos miembros eran nombrados y pagados
por el Rey, el cual podía revocar sus cargos.26
La supresión del Parlamento de París (incluida la Cour des Aides,
tribunal soberano encargado de vigilar la Administración fiscal que
podía también negar el registro y elevar remontrances) causó, sin
embargo, un efecto muy negativo entre la opinión del país, hasta
el punto de que se hablaba de este acto como de un auténtico coup
d’état. Esa sensación todavía duraba cuando Luis XVI accedió al

25. Sólo en mi persona reside el poder soberano (…) —dice el Rey— . Sólo por mí
existen los Parlamentos y gozan de autoridad (…). Sólo a mí me pertenece el poder legis-
lativo. Véase F. Cosandey y R. Descimon, op. cit., p. 119.
26. La venalidad de los cargos se había ido imponiendo por las necesidades fiscales
de la Monarquía, pero el resultado fue que determinados grupos iban acaparando una
parte importante del poder público, como se aprecia claramente en el caso de la casta
parlamentaria (M. Vovelle, op. cit., p. 46). El Parlamento se llenó de familias ricas y
terratenientes apegados a sus derechos señoriales. Además, hay que tener en cuenta que
desde 1604, la Corona convierte los cargos comprados en hereditarios a cambio del
pago de un porcentaje anual. Se trata de la llamada paulette. Véase E. García y J. Serna,
La crisis del Antiguo Régimen y los absolutismos, Síntesis, Madrid, 1994, p. 66.
Por otra parte, según J. Hardman, Maupeou y su secretario Lebrun, estaban traba-
jando en la codificación de las leyes francesas que, después de la Revolución, cuando
Lebrun llegó a Tercer Cónsul, fue la base para los códigos de Napoleón. Véase, op. cit.,
p. 11.

28
I N T RO D U C C I Ó N

trono. Además, los nuevos magistrados nombrados por el Gobier-


no eran despreciados por la opinión pública porque las sustitucio-
nes de los anteriores se habían hecho con mucha precipitación y se
les acusaba de no tener los conocimientos ni la preparación de los
antiguos parlamentarios; por ello, eran conocidos popularmente como
los «jueces pastiche». No obstante, según H. Méthivier, a pesar de
los miles de panfletos contra el Canciller, a pesar de las críticas y el
boicot, del descrédito que las clases altas extendieron sobre el «Parla-
mento Maupeou», la reforma fue aceptada, puesto que los nuevos
tribunales funcionaban mejor y más en consonancia con el interés
del pueblo y su Rey.27
La decisión de Maupeou de limitar la actuación de los Parlamen-
tos a la administración de justicia no disminuyó el escepticismo de
Turgot que hablaba a este respecto de una victoria equívoca. En el
fondo, creía que los Parlamentos volverían más fuertes que nunca,
porque —escribe— los bribones son más activos y se organizan mejor
que la gente de bien, por eso gobiernan siempre.28 Algunos filósofos
como Voltaire (que bien podía recordar las condenas de Calas, La
Barre o Sirven) apoyaron la medida del Ministro de Luis XV, pero
otros creían en la nueva función que estas instituciones podrían
desempeñar como cuerpos intermedios; es decir, convertirse en re-
presentantes de la nación (así opinaba Malesherbes) y defensores de
la libertad contra la degeneración despótica de la Monarquía fran-
cesa (por ejemplo, Diderot).29
En realidad, la opinión mayoritaria era favorable al regreso al sis-
tema anterior, pues los Parlamentos, sobre todo el de París, habían

27. Véase H. Méthivier, op. cit., p. 123. En cambio, D.K. Van Kley afirma que los
nuevos jueces no eran mejores que los antiguos y que no mejoró en nada la situación
de la justicia. Véase D.K. Van Kley, Les origins religieuses de la Révolution française,
1560-1791, Seuil, París, 2002, p. 372.
28. La cita de Turgot en «Lettre a Du Pont de Nemours», 15 de enero de 1771,
en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 470.
29. De acuerdo con L. Díez del Corral, la rebelión del Parlamento contra la Mo-
narquía, desatada por el demonio que aquél llevaba dentro del cuerpo, constituye la an-
tesala de la Revolución francesa. Véase El pensamiento político de Tocqueville, Alianza,
Madrid, 1989, p. 140.

29
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

conseguido arrogarse, en ausencia de los Estados Generales, una


imagen de representación del pueblo frente al poder absoluto. El
Parlamento se veía a sí mismo como el encargado de defender la
antigua «constitución» del Reino.30 Los miembros del Parlamento,
los robins, hablaban, por ejemplo, de la degeneración autoritaria de
la Monarquía y de un despotismo que no respetaba las propieda-
des de los súbditos, adoptando un lenguaje «constitucionalista»
sumamente moderno en la defensa de su papel como guardianes de
las leyes fundamentales. Incluso algún autor ha señalado semejan-
zas entre el lenguaje de los magistrados jansenistas y el del mismo
Rousseau. Se trata de una retórica de patriotismo y rebelión que
recuerda directamente a los monarcómacos en las guerras de reli-
gión del siglo XVI e incluso a la propia Fronda. Estas crisis acaba-
ron provocando un debate sobre la existencia o no de una consti-
tución política en Francia de consecuencias imprevisibles, puesto
que, en realidad, se estaba discutiendo sobre la naturaleza y los lími-
tes del poder real.31

30. También Marmontel escribe en sus Memorias que el pueblo se había dejado per-
suadir de que la causa de los Parlamentos era la suya, a pesar de la arrogancia y orgullo
de los miembros de la institución. (Mémoires, Mercure de France, 1999, París, p. 391).
Por su parte, D. Dakin afirma que aquellos defendían claramente privilegios de todo
tipo, pero que, en ocasiones, esa defensa coincidía con los prejuicios de los campesinos
y de las capas urbanas trabajadoras, de modo que consiguieron arrogarse la imagen de
representantes de la opinión de la nación. Véase op. cit., p. 24. Por eso escribe F. Diaz
que las posturas garantistas del Parlamento de París podían contener un germen de nove-
dad institucional, de ruptura del sistema hacia nuevos horizontes político-institucionales.
Véase Europa: de la Ilustración a la Revolución, Alianza, Madrid, 1994, p. 384. No obs-
tante, reconoce que era complicada una evolución liberal de tales instituciones porque
se habían aliado con la religión y el fanatismo y no está muy claro cómo las tesis tradi-
cionalistas de los cuerpos intermedios podrían haber confluido en un constitucionalis-
mo a la inglesa. Véase del mismo autor, Filosofia e politica nel settecento francese, Einaudi,
Turín, 1973, pp. 428-471. Como escribe el mismo Turgot, no se sabe hasta qué punto
hechos antiguos pueden fundar nuevos derechos. Véase, «Plan d’un ouvrage contre le Parle-
ment», 1753-54, en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 436.
31. Para las similitudes entre el jansenismo y ciertas tesis de Rousseau, véase
D.K. Van Kley, op. cit., pp. 438 ss. Para los monarcómacos, el estudio preliminar de
B. Pendás García en su edición de la Vindiciae contra Tyrannos, Tecnos, Madrid, 2008,
pp. XI-LXXXIX.

30
I N T RO D U C C I Ó N

En definitiva, los Parlamentos habían triunfado y volvían dispues-


tos a hacer la guerra, porque, a pesar de que se habían tomado algu-
nas precauciones para disminuir su autoridad, entre ellas que no se
permitirían las dimisiones colectivas ni la interrupción en la admi-
nistración de justicia, lo cierto es que habían recuperado su poder.
Cuando Luis XVI decidió el regreso del Parlamento de París en 1774,
responsable en gran medida de la caída de Turgot, cometió un monu-
mental error; había perdido una gran oportunidad, quizás la últi-
ma, de salvar la Monarquía y a Francia de la Revolución.32
Precisamente, Turgot es muy conocido por esos bienintenciona-
dos pero fracasados intentos de reforma, y por sus ideas económi-
cas. Pero, en general, y sobre todo entre nosotros, se ha prestado
menos atención al resto de sus ideas, especialmente a las de carácter
político y filosófico que son inseparables de su pensamiento econó-
mico. Y ello, a pesar de que —según H. Laski— Francia es en el siglo
XVIII el centro creador del pensamiento liberal y de que Turgot es, junto
con Adam Smith, una de las principales figuras del liberalismo clá-
sico del siglo XVIII, pues ambos, además de ser grandes economistas,
desarrollaron una teoría integral que argumenta a favor de todas las
libertades modernas.33

32. Véase P. Goubert, op. cit., p. 232. Todavía en 1787, el Parlamento de París re-
husó registrar un nuevo impuesto sobre la tierra pagado por todos los propietarios,
la contribución territorial, aduciendo que sólo la nación reunida en los Estados Ge-
nerales podía aprobarlo. A pesar de que el Rey mandó a los magistrados del Parla-
mento de París al exilio, éstos volvieron triunfantes a la capital apoyados por otros
Parlamentos y por la opinión pública. Cuando de nuevo se negó a registrar otro Edicto
alegando que era ilegal, el Rey contestó: es legal porque yo lo quiero (Véase M. Ferro,
op. cit., p. 163). Una afirmación de su autoridad que llegaba demasiado tarde. Como
se ve, los Parlamentos, usando, además, un lenguaje cada vez más agresivo, presen-
taron batalla hasta el final, hasta que se convocaron los Estados Generales, aunque
—como escribe Tocqueville— una vez desencadenada la Revolución, se desploma-
ron de repente y algunos parlamentarios perdieron su vida durante los sucesos revo-
lucionarios. Véase Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, vol. II, Alianza,
Madrid, 1982, p. 54.
33. Véase F. Vergara, Introducción a los fundamentos filosóficos del liberalismo, Alianza
Editorial, Madrid, 1999, pp. 11 y 12. La cita de Laski en El liberalismo europeo, op.
cit., p. 139.

31
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Y aunque ni siquiera en Francia su obra fue siempre bien apre-


ciada, en el transcurso del siglo XIX, probablemente debido al clima
político y económico liberal reinantes en gran parte de Europa y
también a la necesidad de esgrimir sólidos argumentos en contra de
las nuevas ideas antiliberales que se iban desarrollando y expandien-
do por el continente, comienza la recuperación de la figura de Turgot.
Además, en esa misma época empieza a cambiar la percepción
de la ciencia económica. En efecto, la transición hacia la economía
científica ya no se coloca tajantemente en 1776, sino que se sugie-
re la fecha de 1750 como punto de inflexión, modificándose asimis-
mo la imagen que se tenía del ministro de Luis XVI, que se estudia
ahora separadamente de los fisiócratas.
Esta nueva concepción histórica incita a un examen más atento
de las ideas anteriores a Smith, apareciendo Turgot como uno de
los economistas más eminentes de su tiempo; un autor más moder-
no incluso que el célebre economista escocés por su comprensión
profunda y pionera de la economía. El francés habría sido, nada
más y nada menos, el verdadero fundador de la ciencia económica
al elevar la economía política al rango de ciencia positiva, señalán-
dose su influencia sobre otras importantes escuelas como, por ejem-
plo, la escuela marginalista.34

34. Léon Say escribe que Turgot es el fundador de la economía política francesa
(Turgot, Hachette, París, 1887, p. 9) y P. Foncin afirma tajantemente que nueve años
antes que Adam Smith, Turgot había ya elevado definitivamente la economía po-
lítica al rango de ciencia positiva. Véase P. Foncin, Essai sur le ministère de Turgot,
Slatkine-Megariotis Reprints, Ginebra, 1976, p. 17. No obstante, la posible influen-
cia de las Reflexiones sobre la formación y distribución de las riquezas de Turgot sobre
la obra de Adam Smith ha dado lugar a un debate entre los historiadores de la econo-
mía en el que se han defendido variadas y contradictorias tesis.
En cuanto a la influencia de Turgot sobre diferentes economistas, véase el pró-
logo de E. Escartín González a la edición de las Reflexiones sobre la formación y distri-
bución de las riquezas, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2003. Y en concreto sobre Carl
Menger y Eugen von Böhm-Bawerk, miembros destacados de la Escuela Austriaca
de Economía, véase P. Groenwegen, «Turgot’s place in the history of economic thought:
a bicentenary estimate», en M. Blaug (editor), Richard Cantillon and Jacques Turgot,
Edward Elgar, 1991, pp. 244 ss., y M.N. Rothbard, Historia del pensamiento econó-
mico, vol. I, Unión Editorial, Madrid, 1999, pp. 425 ss.

32
I N T RO D U C C I Ó N

Por todo ello, durante el siglo XIX salen a la luz varias biografías y
estudios sobre su vida y obra que en muchos casos son claramente
hagiográficos. Existe toda una leyenda sobre Turgot en la que éste
aparece como un adelantado a su tiempo; como un mártir de una
época que no pudo o supo apreciar el valor de sus ideas y la necesidad
de sus reformas; como el padre fundador de la economía política fran-
cesa y como el precursor de las ideas económicas del siglo XIX. Se des-
tacan, además, no sólo sus virtudes intelectuales sino morales, pues no
existe un solo testimonio que niegue su honradez y probidad.35
En el siglo XX, con el derrumbamiento del socialismo colectivis-
ta, la doctrina política y económica liberal experimentó un nuevo
auge provocando, entre otras cosas, que las cuestiones con las que
ya se enfrentaron los teóricos del liberalismo del siglo XVIII relati-
vas a la actuación del Estado (qué debe o no hacer; cuáles deben ser
sus límites, etc.) siguieran estando de plena actualidad. Quizás por
eso, en los últimos años, la obra y el pensamiento del Ministro de
Luis XVI no ha dejado de suscitar interés, como lo revela la celebra-
ción de congresos dedicados a su figura, la reedición de sus obras o
la publicación de diversos trabajos sobre su vida y sus ideas.

35. Si para L. Say, el siglo XIX es el verdadero siglo de Turgot porque fue entonces
cuando se aplicaron sus ideas y cuando gobernó la sociedad francesa (op. cit., p. 10),
C.J. Tissot afirma que Turgot fue uno de los grandes hombres de los que Francia
puede estar orgullosa (Turgot, sa vie, son administration, ses ouvrages, Didier et C.
editeurs, París, 1862, p. 20). También P. Foncin asegura que en él se resume lo mejor
que el siglo XVIII ha producido en ciencias morales y políticas. Véase «Prefacio» en
Essai sur le ministère de Turgot, op. cit., p. 1. Y G. Schelle considera que es una de las
glorias de Francia que rindió grandes servicios no sólo a la patria sino a la humanidad.
Véase G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 7. Y, por último, no hay que olvidar tampoco que,
ya en el siglo XX, el propio J. A. Schumpeter habló de él como una de las pocas figuras
importantes de que se puede gloriar la historia de la ciencia económica (Historia del aná-
lisis económico, Ariel, Barcelona, 1971, p. 290).
De todos modos, ninguno de esos autores supera al filósofo Condorcet, íntimo
amigo de Turgot, quien en su Vie de Monsieur Turgot publicada en Londres en 1786,
lleva a cabo una auténtica hagiografía, fuente del mito y la leyenda en torno al Mi-
nistro de Luis XVI. Véase B. Ebenstein, «Turgot vu par Condorcet, éléments d’une
hagiographie», en C. Bordes et J. Morange, Turgot, économiste et administrateur, PUF,
Limoges, 1981, pp. 197-204.

33
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

También la revalorización de la figura y de la obra de Turgot a


la que estamos asistiendo puede deberse al deseo por parte de al-
gunos autores de destacar el importante papel desempeñado en la
historia de las ideas por el liberalismo continental (sobre todo,
francés) y demostrar de paso que el liberalismo moderno no es
sólo ni fundamentalmente anglosajón. Por ello, se procede a des-
tacar el papel de Francia en la elaboración no sólo del liberalismo
político e intelectual (más reconocido), sino también en el plano
económico. De ahí el afán por demostrar que autores como Bois-
guilbert, los fisiócratas o nuestro personaje jugaron un papel mayor
del que a menudo se reconoce en la elaboración teórica de la econo-
mía de mercado, como prueba de que existió una verdadera tra-
dición de liberalismo económico en Francia anterior a toda influen-
cia inglesa.36
En definitiva, esta reciente recuperación hace de Turgot no sola-
mente un administrador público importante, un político relevante
o un gran economista, sino también un philosophe, un pensador tí-
picamente ilustrado que creía que todas sus ideas estaban conecta-
das formando un conjunto armonioso en el que la idea de libertad
ocupaba el centro: libertad económica, pero también libertad de
pensamiento y, con matices —y sólo según algunos autores—, tam-
bién libertad política.
Nuestro autor compartía la representación del mundo propia de
su época porque era, desde luego, un hombre de su tiempo. De ahí
que el estudio de su vida y de su obra permita también profundi-
zar en el conocimiento del absolutismo y la Francia de finales del
Antiguo Régimen; en el de las transformaciones sociales y econó-
micas del periodo; en el conocimiento de la mentalidad ilustrada

36. Este es uno de los objetivos declarados de la historia del liberalismo europeo
que P. Nemo ha coordinado junto a J. Petitot, porque el liberalismo no es, desde su
punto de vista, un fenómeno esencialmente anglosajón. Véase P. Nemo y J. Petitot,
Histoire du libéralisme en Europe, PUF, París, 2006, passim.
En mayo de 2003 se celebró en el Château de Lantheuil un coloquio internacional
dedicado íntegramente a Turgot (Colloque international Université de Caen-Château
de Lantheuil, 14-16 de mayo de 2003, «Turgot (1727-1781), Notre contemporain?»).

34
I N T RO D U C C I Ó N

que tan decisivamente ha marcado nuestra identidad; en el de las


esperanzas frustradas del reformismo en el poder y, en fin, en la for-
mación del Estado moderno francés. Permite asimismo al situar su
pensamiento en el debate de su tiempo, comprender mejor los orí-
genes intelectuales de la Revolución, el nexo, real o no, exagerado
o no, entre Ilustración y Revolución, así como la génesis y las carac-
terísticas del liberalismo francés.
Un tipo de liberalismo que, en el caso de Turgot, destaca por su
confianza en la razón, en el progreso y en la perfectibilidad del gé-
nero humano y que revela, por ello, una tendencia a la utopía poco
compatible con otro tipo de liberalismo, concretamente, el anglo-
sajón (si nos atenemos a la conocida clasificación de F.A. Hayek
entre dos tipos de liberalismo) por el cual, sin embargo, estaba tam-
bién profundamente influido, sobre todo en lo que se refiere a la com-
prensión de la sociedad y de la economía.
El liberalismo de Turgot es fiel al espíritu de la Ilustración: aun
compartiendo con el liberalismo de tipo anglosajón su individua-
lismo, sensualismo, empirismo y confianza en la libertad econó-
mica, desprecia en cambio los vestigios del pasado: tradiciones,
costumbres y leyes que no puedan hacerse inteligibles de modo
racional; pretende construir una ciencia de la moral y de la polí-
tica que pueda demostrarse racionalmente y, sobre todo, quisiera
someter los procesos económicos y sociales al examen de la utili-
dad y el juicio de la razón. Es decir, el liberalismo de Turgot asu-
miría rasgos de las dos tradiciones del liberalismo, aunque parece
inclinarse más bien hacia el liberalismo «racional constructivista»
del modelo francés.37

37. Para la clasificación hayekiana de dos tipos de liberalismo, véase la recien-


te reedición de su Individualismo, el verdadero y el falso, Unión Editorial, Madrid,
2009. El pensador austriaco afirma en este libro que el liberalismo francés se carac-
teriza por el papel dominante que juega en él el racionalismo cartesiano y consi-
dera sus máximos representantes a los enciclopedistas, Rousseau y los fisiócratas
(op. cit., p. 51).
En cierto modo, en la línea de A. de Tocqueville, que creía que los fisiócratas
habían proporcionado las bases de muchas medidas políticas, administrativas y
económicas posteriores a la Revolución de 1789, P. Rosanvallon habla asimismo de

35
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Como ocurre a menudo con aquellos pensadores que pretender


haber construido todo un sistema de pensamiento coherente y sin
fisuras basado en principios racionales claros y evidentes, también
en Turgot encontramos paradojas y contradicciones que obedecen
seguramente a las raíces filosóficas de su pensamiento: por un lado,
la herencia del racionalismo francés, la Ilustración y la fisiocracia y,
por otro, la influencia (sobre todo en lo que a cuestiones económi-
cas se refiere) del liberalismo anglosajón, especialmente de la Ilus-
tración escocesa. Con esos diversos materiales, el que fuera ministro
de Luis XVI pretende haber elaborado un sistema en el que todo
gira en torno al primer principio, el principio fundamental, el que
según Diderot inspira todo el siglo XVIII: la libertad, seña de iden-
tidad del mundo moderno.

esta herencia fisiocrática: la celebración y el culto a la ley; la defensa de la raciona-


lización del aparato estatal, más la idea de que el buen gobierno es el que se define
por el fundamento racional de sus actos, no tanto por los procedimientos que utili-
za. Véase P. Rosanvallon, El modelo político francés, op. cit., pp. 44 y 72-75.

36
Capítulo primero
La carrera de Turgot bajo Luis XV

En mi familia se muere de gota a los cincuenta, había dicho Anne Robert


Jacques Turgot una vez y, efectivamente, de esa enfermedad murió
en París el 18 de marzo de 1781 a la edad de cincuenta y cuatro años.
Había nacido en esa misma ciudad el 10 de mayo de 1727 y perte-
necía, como había expresado el propio Luis XV, a una buena raza.
La nobleza de la familia era antigua, y es probable que se hubiera
establecido primero en Bretaña y después en Normandía ya en tiem-
pos de las Cruzadas.1
Sus antepasados habían servido a los reyes de Francia desde Fran-
cisco I en el siglo XVI. Su abuelo, Jacques-Étienne Turgot (1670-1722)
fue Maître des Requêtes y llegó a ser Intendente de Metz, Tours y
Moulins. Su padre, Michel-Étienne Turgot (1690-1751), sería, entre

1. Respecto a la familia Turgot, se ha recordado a menudo ese comentario del


rey Luis XV, que se preciaba de conocer a todas las familias nobles de su reino: c’est
une bonne race. Véase G. Schelle, Oeuvres de Turgot, op. cit., vol. I, p. 623.
Según E. Daire, la familia tendría orígenes escoceses y, en última instancia, da-
neses. Véase su Notice historique sur la vie et les ouvrages de Turgot, introducción a su
edición de las obras completas de Turgot, Oeuvres de Turgot, Colletions des princi-
paux économistes, Guillaumin, París, tomo I, p. VII, 1844. De hecho, de acuerdo
con Condorcet, el apellido vendría etimológicamente de Thor Got, revelándose así
el origen escandinavo de la familia (citado por G. Schelle, op. cit, vol. I, p. 9). Por eso,
según Tissot, Togut, príncipe danés sería, nada más y nada menos, que el jefe ori-
ginal de la familia (C.J. Tissot, op. cit., p. 2). En el siglo XVI los Turgot se dividen en
varias ramas: de los Turgot de Saint-Clair provendrían los ancestros, muchos de ellos
magistrados, del futuro Contrôleur Général.
(La traducción de los textos de Turgot de los que no existe versión española, es
de la autora.)

37
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

otras cosas, un apreciado Prévôt des marchands de París, entre 1729 y


1740.
En la familia existía, pues, desde antiguo el sentido del servicio
público, de lealtad a la Corona y una relativamente sólida situa-
ción patrimonial. Pero como él era el menor de los hijos varones,
y como ya los dos mayores habían sido destinados a la Administra-
ción y al Ejército, se le destinó a la Iglesia como era corriente en la
época, mientras que su única hermana, Hélène-Françoise, casaba a
los veintiocho años con el duque Beauvillier de Saint-Aignan, de
setenta y tres.2
El hermano mayor de Turgot, Michel-Jacques, magistrado, es el
menos conocido de los hermanos varones. Murió en vida de Turgot.
El segundo, Étienne-François, Caballero de Malta, interesado por
la botánica, abrazó la carrera de las armas y llegó a Gobernador de
la Guayana donde intentó, sin éxito, reorganizar la administración
colonial. Como veremos más adelante, los enemigos de Turgot utili-
zarían este fracaso y el escándalo a él asociado para tratar de despres-
tigiarle durante su etapa como Contrôleur Général.

2. Según Schumpeter, las características de la familia podrían asimilarse a las de


la Gentry inglesa o los Junkers alemanes. Véase J.A. Schumpeter, op. cit., p. 290.
Respecto a sus antepasados, su abuelo y su padre, ya vimos que el Maître des
Requêtes era un magistrado asociado a la función judicial que se caracterizaba por su
versatilidad en preparar y llevar a cabo las órdenes del rey. Véase D. Roche, France in
the Enlightenment, op. cit., p. 218. El Prévôt des marchands era la primera autoridad
municipal de la capital, que al parecer el padre de Turgot contribuyó a embellecer,
además de realizar trabajos útiles como obras de alcantarillado y saneamiento. Según
G. Schelle, si hubiese contado con medios económicos suficientes, podría haber sido
el Hausmann de su tiempo. (G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 7). De hecho, estuvo once
años en el cargo, algo que no ocurrió con ninguno de sus predecesores, porque go-
zaba de una excelente reputación como administrador honesto y eficaz (véase E.
Daire, op. cit., p. VIII). Fue también miembro de la Académie des Inscriptions et Belles-
Lettres y nombrado Marqués de Sousmont. La familia poseía varias propiedades en
lugares como Sousmont o Brucourt; de ahí que Turgot usara el nombre de Turgot
de Brucourt en su juventud. Más adelante, siendo ya magistrado, usaría el título de
barón de Laune cuyo feudo había comprado.

38
L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

1. primeros estudios y abandono de la carrera


eclesiástica

Después de su estancia en los colegios Louis le Grand y de Bourgogne,


donde impartía filosofía el abbé Sigorgne (que explicaba, entre otras
cosas, la física de Newton, a la que Turgot se adhirió con entusiasmo),
y en el que otros profesores como Guérin o el abbé Bon mostraban
su admiración hacia Voltaire o Rousseau, el joven parisino lee la tesis
de bachiller en Teología en 1746, a una edad precoz y con conside-
rable éxito.3 Después de un breve periodo en el Seminario de Saint-
Sulpice, ingresa en la Maison de la Sorbonne (anexo de la Facultad
de Teología de la Universidad de París) en 1749, para obtener la
licenciatura. Ese mismo año fue elegido prior, una dignidad que
sólo se confería a jóvenes con talento y gran porvenir. Entre sus obli-
gaciones estaba la de presidir las solemnes asambleas de los estu-
diantes de teología (Sorboniques) en las cuales los estudiantes leían
sus tesis y el prior pronunciaba sendos discursos en latín: uno al co-
mienzo y otro a la clausura de estas sesiones. Los discursos que le
dieron cierta fama entre los asiduos de los salones de París fueron
los titulados Discours sur les avantages que l’établissement du christia-
nisme a procuré au genre humain (Discurso sobre las ventajas que el
establecimiento del cristianismo ha procurado al género humano, el 3
de julio de 1750, en la sesión de inauguración) y Tableau philoso-
phique des progrès successifs de l’esprit humain (Cuadro filosófico de los
progreso sucesivos del espíritu humano, el 11 de diciembre de 1750,
en la sesión de clausura), reflejo —según Gignoux— del optimismo
intelectual del liberalismo naciente y, de acuerdo con P. Hazard, pri-
mera proclamación solemne de la idea de progreso en la Francia de
la época.4

3. Véase G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 20. Este mismo autor recoge la anécdota
varias veces comentada por sus biógrafos, de un joven Turgot que en el colegio re-
partía el dinero que le enviaban sus padres entre los alumnos que carecían de medios
para comprar los libros.
4. Véase P. Gignoux, Turgot, París, 1945, p. 17. La cita de P. Hazard en El pensa-
miento europeo en el siglo XVIII, Alianza, Madrid, 1998, p. 325. (Debe hacerse notar

39
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

En la Sorbona conocería además a otros teólogos pensionados


de esta institución que constituían entonces la elite del clero: los dos
hermanos Cicé, Boisgelin, Loménie de Brienne (que llegaría también
él a ser Contrôleur Général), de Véri (que en 1774 fue el que, a través
de su ascendencia sobre Madame de Maurepas, recomendó a Turgot
para el Gobierno) o Morellet con los que discutía los temas de mayor
actualidad e interés.
Llama la atención el clima intelectual que se respiraba en aque-
lla época en la Facultad de Teología. Un clima intelectual bastante
liberal en el que los propios profesores, todos ellos eclesiásticos,
enseñaban a sus alumnos el pensamiento de los filósofos ilustrados
del momento, de modo que sus alumnos estaban imbuidos de ideas
ilustradas. Así, conocían el pensamiento de autores como Locke o
Bayle, ambos acérrimos defensores de la tolerancia.5
En 1751, muerto ya su padre, a quien había confesado su falta
de vocación, quiso abandonar la carrera eclesiástica para entrar al
servicio de la Corona. Probablemente prefiriera abandonar una
carrera que contradecía sus convicciones filosóficas y hacia la que
no sentía vocación alguna. El joven intelectual no se sentía capaz

la similitud del título de esta obra juvenil con la famosa de Condorcet, publicada en
1794).
Parece ser que había preparado antes un texto sobre las causas del progreso y de
la decadencia del gusto en las artes y las ciencias que iba a presentar a un concurso
de la Academia de Soissons, aunque al final no lo hizo («Sur les causes des progrès et de
la décadence des sciences et des arts», en G. Schelle, vol. I, op. cit., pp. 116 ss.). Poco
después, en 1751, Turgot escribiría su Plan para dos discursos sobre la historia universal,
inspirado en el Discurso sobre la historia universal del obispo Bossuet, que no llegó a
completar.
Turgot tenía siempre muchos proyectos, a pesar de que afirmaba que era pere-
zoso y lento para el trabajo y quizás por eso muchos quedaban sin terminar. En 1748,
siendo aún estudiante, había redactado una lista de temas sobre los que quería es-
cribir en el futuro. La lista incluye una enorme cantidad de materias: moral, religión,
historia, filosofía, arte, lenguas, geografía, física o matemáticas, entre otras.
5. Véase A. Jardin, Historia del liberalismo político, FCE, México, 1989, p. 93.
Escribe M. Hill que Turgot, a los veinticuatro años de edad, había recibido la mejor
educación disponible en París. Véase M. Hill, Statesman of the Enlightenment. The Life
of Anne Robert Turgot, Othila Press, Londres, 1999, p. 9.

40
L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

de fingir el resto de su vida. Había perdido la fe y necesitaba más


libertad, más independencia de espíritu para escribir lo que pensa-
ba. Pero, sobre todo, deseaba entrar en la Administración para servir
a Francia como antes que él habían hecho sus antepasados. Tenía
vocación, sin duda, pero de servir al Estado.6 F. Alengry sugiere, sin
embargo, que el verdadero motivo de la renuncia a la carrera ecle-
siástica reside en el amor que sentía hacia Anne-Catherine de Ligni-
ville, llamada Minette, sobrina de Madame de Graffigny, a pesar de
la diferencia de edad, pues ella era algunos años mayor que él. No
obstante, estos supuestos amores se verían truncados porque los
padres de ella prefirieron a Helvétius que poseía una mayor for-
tuna, pues no en vano era fermier général. Tal vez de este episodio
deriva el celibato de Turgot y sus críticas al matrimonio, tal y como
era concebido en su época.
El abbé de Morellet, amigo íntimo de nuestro autor, refleja en
sus Memorias la sorpresa hacia el hecho de que la familiaridad entre
ambos jóvenes no hubiese provocado una pasión amorosa, aunque
también escribió que a la futura Madame Helvétius, aunque her-
mosa, dotada de un espíritu original y una naturaleza aguda, no le
gustaba la filosofía, por lo que estropeaba bastante las discusiones filo-
sóficas. (No obstante, tuvo otros notables pretendientes, como Benja-
mín Franklin, que quiso casarse con ella cuando enviudó). De todos
modos, parece ser que cuando el futuro Ministro de Luis XVI dejó
definitivamente la carrera eclesiástica, ya estaban en negociaciones
las familias de Helvétius y de Minette para el asunto de la boda.
Turgot no se casó nunca e, interpelado en alguna ocasión por su
querido amigo Du Pont, contestó que ya no tenía edad y que por
su carácter y modo de vida, había renunciado al matrimonio.7

6. Tanto E. Daire como P. Foncin, siguiendo en esto a Du Pont de Nemours,


cuentan cómo la decisión de Turgot de abandonar la carrera eclesiástica causó una
gran conmoción entre sus amigos y condiscípulos de la Sorbona. Estos le aconse-
jaban aceptar los deseos de su familia porque así: podrás realizar tus bellos sueños de ad-
ministración, y sin dejar de ser hombre de Iglesia, serás hombre de Estado. Véase P. Foncin,
op. cit., p. 10.
7. Véase «Lettre a Du Pont de Nemours» de 14 de julio de 1772, en G. Schelle,
op. cit., vol. III, p. 562. Para las afirmaciones de los otros biógrafos de Turgot, véase

41
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

2. magistrado en el parlamento

En enero de 1752 Turgot es nombrado Consejero sustituto del Procu-


reur Général del Parlamento de París, cargo que desempeñó sólo
durante un año, pues en marzo de 1753 entra en una de las Cham-
bres des Requêtes en este mismo Parlamento, sustituida después por
la efímera Chambre Royal a la que también pertenecería, ya como
Maître des Requêtes, que era en rigor el puesto que de verdad ambi-
cionaba. Turgot era aún demasiado joven para este puesto y, además,
no había cumplido los años de servicio requeridos; sin embargo,
obtuvo la dispensa por sus méritos y talento y por la reputación de
servidores leales a la Corona común a los miembros de su familia.
Como tantos otros cargos bajo el Antiguo Régimen, el de Maître
des Requêtes era un cargo venal, cuyos titulares veían sólo como una
etapa necesaria para hacer carrera en la Administración, pues no en
vano la mayoría de los Intendentes habían desempeñado antes este
puesto.8
En cuanto a la Chambre Royal de la que Turgot formó parte, se
había creado como consecuencia del nuevo conflicto que en 1753

F. Alengry, Turgot, homme privé, homme d’état, Charles Lavauzelle, París, 1924, pp. 4 ss.
y G. Schelle, op. cit., vol. 1, p. 37. Otros autores, como J.P. Poirier, sostienen que fue
la misma Minette la que le rechazó cuando él se atrevió a pedir su mano. J.P. Poirier,
Turgot, Perrin, París, 1999, p. 49. En cuanto a lo que dice de ella Morellet, véase R.
Chartier, «El hombre de letras», en M. Vovelle y otros, El hombre de la Ilustración,
Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 169. Por último, C. Ionescu, «Le témoignage de
Madame Graffigny (1695-1758) sur la jeunesse de Turgot», ponencia presentada al
Colloque International Université de Caen-Château de Lantheuil, 14-16 de mayo de
2003, p. 25.
8. Como escribe N. Elias, la venta de cargos no sólo era una manera de conse-
guir ingresos, sino también una estrategia para desplazar a la alta nobleza de ciertos
ámbitos y así limitar su poder. En términos sociológicos, era, por tanto, un instru-
mento de la lucha del Rey contra la nobleza. N. Elias, La sociedad cortesana, FCE,
Madrid, 1982, pp. 255 y 227-229. Según este mismo autor, en el siglo XVIII los Par-
lamentos representaban una capa intermedia entre la burguesía y la nobleza, y tenían
una actitud ambivalente en relación a la realeza: por un lado, deseaban limitar el poder
del Rey pero, por otro, estaban a él vinculados porque habían comprado sus cargos
y porque cuando el pueblo (al que acudían cuando lo necesitaban) amenazaba con
sublevarse, temían por sus propiedades (ibidem, p. 228).

42
L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

había estallado entre la Monarquía y el Parlamento de París. Por


eso, la pertenencia de Turgot a esta Cámara le reportó cierta impo-
pularidad, así como la enemistad de muchos partidarios de los Par-
lamentos que le consideraron amigo del poder absoluto del Rey y
partidario, por tanto, del «despotismo ministerial».9
Parece ser que, a propósito de los enfrentamientos entre el Rey
y los Parlamentos, entre jansenistas y jesuitas, pensó el futuro Minis-
tro en escribir una memoria en la que acusaba al Parlamento de
exceder sus atribuciones por querer regentar las conciencias y por
inmiscuirse en asuntos espirituales, aunque parece que no se atre-
vió a publicarla. De todos modos, era esta una buena ocasión para
examinar la cuestión de las relaciones entre Iglesia y Estado, la li-
bertad religiosa y la tolerancia; no en vano sus cartas sobre la tole-
rancia datan precisamente de esta época.10 Todo ello porque, como
veremos más adelante, Turgot pensaba que la verdadera función de
la judicatura consistía en administrar las leyes y no en interferir en
su elaboración, ni mucho menos en hacerlas. Tampoco considera-
ba que este cuerpo aristocrático al que se podía acceder por la compra
del cargo o por herencia debiera ocuparse de asuntos religiosos ni

19. De acuerdo con M. Marion, el Parlamento de París (cuyo modelo seguían


los otros Parlamentos provinciales) se dividía en varias cámaras de las cuales las más
importantes eran: La Grand’Chambre, Les Chambres d’Enquêtes y La Chambre des
Requêtes. Los Maîtres des Requêtes eran, pues, miembros del Parlamento, aunque su
número no podía sobrepasar un determinado límite. Sin embargo, por su ubicuidad
y sus muchas funciones administrativas, eran sus enemigos naturales, y por eso el Rey
buscaba su apoyo (véase M. Marion, op. cit., pp. 359 y 422 ss.). De todos modos,
como aclara L. Díez del Corral, la organización del Parlamento de París era muy
compleja y su composición sumamente abigarrada. A su cabeza estaba el Rey, pero
había que contar también con el Canciller de Francia, el Presidente del Parlamento,
los presidentes à mortier, los príncipes de sangre, eclesiásticos, consejeros varios, etc.
(véase El pensamiento político de Tocqueville, op. cit., p. 139).
10. En la Memoria que dirigió al Rey sobre el tema de la tolerancia en 1775,
escribió a este respecto que las disputas de los jansenistas y los jesuitas molinistas
(seguidores de Luis de Molina) que sirvieron de pretexto para desafiar la autoridad
real, no se habrían producido sin esa manía de hacer intervenir al gobierno en cuestiones
en las que no tiene ningún derecho ni ningún interés en mezclarse («Projet de mémoire
au Roi», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 566). En cuanto a las Cartas sobre la tole-
rancia, véase el Apéndice de este libro.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

que representara la opinión pública ni la conciencia nacional, sino


más bien los intereses y los prejuicios de un grupo social, aunque
reconocía su habilidad doctrinal para hacerse pasar como defen-
sores del pueblo.

3. asiduo de los salones, colaborador


de la enciclopedia

Las tareas administrativas y judiciales a las que tenía que atender


como Maître de Requêtes le dejaban tiempo suficiente para la vida
social y, aunque de carácter tímido y reservado, pronto fue asiduo
de los salones más de moda de París.
Es una constante en los biógrafos de Turgot destacar la timidez
y torpeza que le acompañaron desde su infancia y de la que da fe,
entre otros, su condiscípulo Morellet en las citadas Memorias. Él
mismo reconoce en alguna de sus cartas personales (lamentándose
por ello) que dicha manera de ser le apartó del modo común de vivir
y de la sociedad que le rodeaba. Entre otras cosas, porque a menu-
do su timidez se interpretaba como desdén, orgullo o frialdad.11
En 1750, con veintitrés años y estando aún en la Sorbona, acudía
a la residencia de Madame de Graffigny, que recibía a gente de letras,
aunque después pasó al salón de la sobrina de ésta, Anne-Catherine
de Ligniville, su querida Minette, futura Madame Helvétius. También
fue asiduo de los salones de Madame Geoffrin (para muchos, el más
relevante) donde podía departir no sólo con célebres compatriotas
como Montesquieu, Holbach, d’Helvétius, Raynal, Marmontel,
Morellet y d’Alembert, sino también con Galiani, Grimm, Hume

11. Ya en su infancia, ese carácter de niño tímido, taciturno, serio y estudioso al


que no le importaban especialmente las maneras refinadas, y que se escondía detrás
de los muebles cuando acudían de visita los amigos de sus padres, provocaba el dis-
gusto y el rechazo de su madre, Françoise Madeleine Martineau de Brétignoles,
una mujer —según algunos biógrafos— de carácter dominante que, de acuerdo con
D. Dakin, dirigía su familia de un modo casi tiránico. D. Dakin, Turgot and the Ancien
Régime in France, op. cit. p. 5. En todo caso, lo cierto es que Turgot vivió con su madre
hasta que ella murió.

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L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

(que estuvo en París como secretario del embajador británico en los


años sesenta), Gibbon o Walpole. Asimismo, acudía al salón de Ma-
dame du Deffand, a quien abandonó para seguir a Julie de Lespi-
nasse, que iba a abrir un salón rival en la calle Bellechasse. Mada-
me du Deffand guardaría a los «desertores» mucho rencor. Así, buena
amiga del duque de Choiseul, adversario de Turgot, comentaría
cuando éste cayó en desgracia: el despido de Turgot me complace enor-
memente.12 Sin embargo, fue con Madame de Graffigny con quien
tendría una amistad más íntima. Apasionado por la literatura y, en
concreto, por la poesía (ella lo llamaba Mon Métromane por su
afición a las rimas métricas), fue asiduo del salón de esta dama, una
de las mujeres más famosas de la época, muy celebrada por sus Lettres
d’une Péruvienne (1747). Con el paso del tiempo él se convertiría
en uno de sus preferidos.
Precisamente, es en una de las cartas que él le escribe a la Graffigny
donde aparecen algunas ideas de Turgot sobre la educación moral
e intelectual de los niños y sobre el matrimonio, criticando que en
su época fuera contemplado no como un asunto de inclinación, sino
de ambición o interés, y recordando en algunos aspectos al mismo
Rousseau por su insistencia en la importancia de fomentar los senti-
mientos naturales, la ternura, el cariño, las caricias y la dulzura.13
A través de los filósofos conoció a los que Turgot consideraría toda
su vida sus dos maestros: François Quesnay y Jacques C.M. Vincent
de Gournay. Gournay fue nombrado Intendente de Comercio en

12. P. Foncin, op. cit., p. 535. Conviene recordar que en aquella época existían en
la sociedad de los salones, en palabras de R. Chartier, feroces luchas por alcanzar noto-
riedad, ya que el salón aseguraba a los escritores su admisión en el mundo de los po-
derosos. R. Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orí-
genes culturales de la Revolución francesa, Gedisa, Barcelona, 2003, p. 174.
13. Véase C. Ionescu, «Le témoignage de Madame Graffigny (1695-1758) sur la
jeunesse de Turgot», op. cit, passim, y «Lettre à Madame de Graffigny», en G. Schelle,
op. cit., vol. I, p. 241. De hecho, Turgot confiesa en una carta dirigida a Hume el 25
de marzo de 1767, que admira sinceramente al pensador ginebrino, no sólo por su
elocuencia o la belleza de su lenguaje, sino por el servicio que hace a la moral y a la
humanidad. Aunque, lógicamente, no puede estar de acuerdo con él en su conside-
ración negativa del progreso humano, alaba Emilio y Del Contrato Social. Véase,
«Lettre à Hume», 25 de marzo de 1767, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 660.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

1751 y era un acérrimo defensor de la libertad industrial y mer-


cantil. Viajó con él por Francia entre 1753 y 1756 para inspeccio-
nar el estado de las manufacturas y el comercio en las provincias en
el oeste y suroeste del país. Además, fue Gournay quien hizo que
Turgot se interesase especialmente por la economía, ya que le incitó
a leer a los economistas ingleses como Petty y Child, así como al fi-
lósofo David Hume y le animó a traducir la obra de J. Tucker.14
Algunos autores sostienen que también conoció en París a Adam
Smith, en casa de Helvétius (aunque también pudo haber sido en
la de Quesnay o en la de La Rochefoucauld) cuando, siendo ya In-
tendente de Limoges, viajaba de vez en cuando a la capital. El céle-
bre economista escocés estuvo en París diez meses del año 1765 con
el joven Duque de Buccleugh. Allí conoció a muchos de los per-
sonajes más distinguidos del momento que ya habían tratado a su
amigo Hume, que estaba en París con Lord Hertford y con quien
Turgot mantendría una correspondencia regular. Así fue como se
conocieron los dos célebres economistas, unidos —según D.
Stewart— por las mismas opiniones en las cuestiones esenciales de
la economía política.15 También visitó a Voltaire en Ferney en 1760.

14. De acuerdo con F. Diaz, el surgimiento de nuevas ideas de libertad econó-


mica era algo que se había ido consolidando desde comienzos de los años cincuenta
con la llamada Escuela de Gournay, más interesada que la de los fisiócratas en el co-
mercio. Véase F. Diaz, Europa: de la Ilustración a la Revolución, Alianza Editorial,
Madrid, 1994, p. 308.
La obra de Tucker que tradujo Turgot y que constituye su primera obra publi-
cada en vida es: Reflections on the expediency of a law for the naturalisation of foreign
protestants: the first being historical remarks on the late naturalization bill; the second,
queries occasioned by the same, Londres, 1751-1752 (En francés: Questions importantes
sur le commerce à l’occasion des oppositions au dernier bill de naturalisation des protestants
étrangers).
15. Véase W. Walker Stephens, The Life and Writings of Turgot: Comptroller Ge-
neral of France, 1774-76, Kessinger Publishing’s Rare Reprints, Estados Unidos, p. 60.
L. Say se hace eco de la afirmación de Condorcet de que Smith y Turgot se escribie-
ron. Véase L. Say, op. cit., p. 36. Y en la mucho más reciente biografía de Poirier se
da por sentado que efectivamente existió dicha correspondencia entre Smith y Turgot.
Este autor afirma que ambos se habrían conocido en casa de Helvétius y que, según
Morellet, se habrían visto varias veces más, puesto que el francés estimaba mucho el

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L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

Tras esta visita escribió Voltaire a d’Alembert una carta en la que


decía: no creo haber conocido un hombre más amable ni más instruido
(...); su gusto es exquisito a la par que decidido. Si tenéis varios sabios
de esta especie en vuestra secta, tiemblo por el infame. Voltaire y Turgot
se cartearían varias veces a lo largo de los años manifestándose
siempre admiración y respeto mutuos.16
Entre 1756 y 1757 Turgot escribe anónimamente cinco artícu-
los para la Enciclopedia: Etymologie, Existence, Expansibilité, Foires
y Fondations. Los tres primeros aparecieron en 1756, en el tomo VI,
y los dos últimos en 1757 en el tomo VII. Estos artículos revelan
su interés por una gran variedad de cuestiones: las ciencias natura-
les, la metafísica, la literatura, la poesía, el lenguaje o la historia,
entre ellas. Pero dejó de colaborar —a pesar de los ruegos de Di-
derot— cuando la Enciclopedia fue proscrita en 1759, ya que no le
parecía adecuado seguir colaborando en estas condiciones siendo él
ya magistrado. Aunque otros autores sugieren que en realidad Turgot
abandonó la empresa porque le desagradaba profundamente el espí-
ritu de secta que animaba a algunos de los colaboradores, sobre todo
a raíz del escándalo que suscitó el libro de Helvétius, De l’Esprit
(1759) que provocó el cierre de filas de los enciclopedistas (estuvie-
ran de acuerdo o no con las tesis materialistas y ateas del libro) contra
sus enemigos.

talento del inglés y había leído con gusto su Teoría de los sentimientos morales, publi-
cada en 1759. Véase J.P. Poirier, op. cit., pp. 150 y 362.
Es cierto que Smith estaba informado de lo que sucedía en Francia y que admi-
raba sinceramente a Turgot, de quien escribió los mejores elogios. Pero él mismo
asegura que, a pesar de que le conociera y estimara, nunca se escribieron. Véase Corres-
pondence of Adam Smith, editada por E. Campbell y I. Simpson, Liberty Classics,
Indianápolis, 1987, p. 248. Por su parte, G.Schelle escribe que nunca encontró entre
los papeles del Contrôleur Général rastro alguno de esa supuesta correspondencia.
Véase G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 5, nota 2. Sin embargo, J. Gallais-Hamonno asegu-
ra tajantemente que A. Smith quemó él mismo la correspondencia que había mante-
nido con Turgot, aunque no explica por qué el escocés tendría que hacer algo así.
Véase J. Gallais-Hamonno, «Le premier exemple d’un travail de concept économi-
que en extension et en compréhension: le concept de capital travaillé par Turgot», en
C. Bordes y J. Morange (eds.), op. cit., p. 89.
16. La cita de Voltaire en G. Schelle, op.cit., vol. II, p. 89.

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A Turgot no le gustó nada la obra de Helvétius. Consideraba que


el autor De l’Esprit se equivocaba al reducir la justicia y la moral a
un mero cálculo de intereses sin tener en cuenta la importancia del
amor y de los sentimientos en la conducta de los hombres. Todo
ello en relación con una cuestión de fondo: Turgot no era ateo, sino
en todo caso, deísta.
En definitiva, al igual que evitó siempre ser considerado un miem-
bro de la secta de los fisiócratas, rechazó también ser considerado
uno de la de los enciclopedistas.17

4. intendente en limoges, 1761-1774

En 1761 fue nombrado Intendente de la Généralité de Limoges por


el Contrôleur Général Bertin, amigo de los fisiócratas, sustituido por
L’Averdy en 1763. Desempeñó el puesto durante trece años, conser-
vando simultáneamente su título de Maître des Requêtes, ya que los
Intendentes eran casi siempre elegidos entre este cuerpo de magis-
trados y seguían desempeñando las funciones propias del cargo
cuando acudían a la capital. Por eso, cuando iba a París (debía pasar
allí cada año algunos meses, entre otras cosas, para rendir cuentas
de su administración), tenía derecho a asistir a las reuniones del
Consejo de Estado.

17. Sobre la opinión de Turgot sobre el libro de Helvétius, véase «Lettres a Con-
dorcet», en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 638.
Según Schelle, las voces Foire y Fondation, son el reflejo de las conversaciones
mantenidas entre el autor y su amigo Gournay (véase G. Schelle, op. cit., vol. I,
p. 73), y de acuerdo con W. Walker Stephens, Mirabeau se inspiraría en Fondations
para atacar los bienes del clero. Véase su The Life and Writings of Turgot, op. cit.,
p. 19, nota 2.
Por su parte, afirma F. Diaz que entre 1757 y 1760 arreció la campaña antifi-
losófica a la que se sumaban tanto el Gobierno y la Corte como los Parlamentos.
Mucho tiene que ver esa campaña con la anglofilia de los filósofos, muy impopu-
lar debido a la guerra de los Siete Años (1756-63), en la que Francia fue derrota-
da por los ingleses. Véase F. Diaz, Filosofia e politica nel settecento francese, op. cit.,
p. 200.

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La Généralité de Limoges comprendía la mayor parte de la anti-


gua provincia de Lemosín, unos dos tercios de Angulema, una pe-
queña área de Basse Marche y un pedazo de Poitou. La más gran-
de e importante provincia de la Généralité era Lemosín, cuya histórica
ciudad de Limoges era la capital. Era una zona interior, montañosa,
de suelos poco fértiles y con un comercio y una agricultura atrasa-
dos.18 La mayor parte de sus aproximadamente 600.000 habitantes
eran campesinos pobres e ignorantes (la mayoría aparceros, méta-
yers) que se opondrían a cualquier cambio, aunque éste fuera en be-
neficio suyo. De hecho, el modo de cultivar era todavía muy primi-
tivo y abundaban las pequeñas explotaciones agrícolas, la petite
culture. El métayage era el modo de explotación más común en Fran-
cia, salvo en el norte y los alrededores de París. Aunque existían
tipos diversos, normalmente el propietario, como no encontraba
arrendatarios ricos, cedía su tierra a campesinos pobres. El dueño
aportaba los utensilios, las semillas y el ganado y el métayer su tra-
bajo. Los beneficios se repartían a medias entre los dos, pero como

18. Según Schelle, en abril de 1760, una vez regresado de un viaje por Suiza y
los Alpes franceses e instalado en Lyon junto con el Intendente La Michodière, con
el que adquirió experiencia en el gobierno provincial, Turgot escribió a Choiseul con
el ánimo de que propusiera su nombre al Rey para la Intendencia de Grenoble, pero
no tuvo éxito. También solicitó la de Bretaña y tampoco la obtuvo, probablemente
porque se le consideraba aún demasiado joven para ambos destinos. Al final sustituyó
en Limoges a Pajot de Marcheval. Véase G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 2.
Por su parte, E. Daire escribe que, más adelante, en 1762, la madre de Turgot
intento a través del Contrôleur Général Bertin que se le confiara a su hijo la Inten-
dencia de Lyon, pero Turgot escribió diciéndole que quería permanecer en Limoges
para continuar con su reforma de la taille, aunque era consciente de que en otro des-
tino ganaría más dinero y tendría menos trabajo. Véase E. Daire, op. cit., p. xl. Pero,
como escriben M.C. Kiener y J.C. Peyronnet, Turgot había llegado a Limoges dis-
puesto a hacer una gran reforma fiscal (dentro de sus posibilidades) que tuviera reso-
nancia en todo el Reino y que contribuyera a su fama de cara a conseguir mejores
puestos. Véase M.C. Kiener y J.C. Peyronnet, Quand Turgot régnait en Limousin,
Fayard, París, 1979, p. 10. C.J. Tissot dice que también rechazó la Intendencia en
Ruán y Burdeos (C.J. Tissot, op. cit., p. 30). El rechazo de unos destinos más atrac-
tivos revela bien el carácter del personaje, pues lo habitual era tratar de pasar pocos
años en los destinos peores. De todos modos, según G. Schelle, lo que quería real-
mente Turgot era volver a París (op. cit., vol. II, p. 3).

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la carga de los impuestos, fundamentalmente la taille, recaía sobre


el aparcero, éste se hundía a menudo en la miseria. De acuerdo con
los fisiócratas, ésta era una de las causas fundamentales del atraso
de la agricultura francesa. Su ideal era generalizar el régimen de al-
gunas provincias de Francia en las que la tierra era explotada por
colonos arrendatarios que se comprometen a entregar al propieta-
rio una suma fija todos los años. Por lo demás, ellos adelantaban el
dinero para todo lo que fuera necesario.
En Limoges la alimentación era pobre y escasa y muy pocos ha-
bitantes de la Généralité vivían en las ciudades, porque, entre otras
cosas, la industria tenía aún poca importancia. No existía capital
agrario y tampoco atraía capital de fuera, dada su escasa rentabilidad.
Las comunicaciones eran difíciles y estaba lejos de París. Se trataba,
en definitiva, de una de las regiones más atrasadas de Francia en la que,
desde luego, no se daban las condiciones idóneas para un teórico
de la gran agricultura.
Al amparo de estas consideraciones, es probable que Turgot no
fuera muy animado a su destino. Se alejaba de sus amigos, llegaba
a un lugar donde la nobleza era inculta y el campesinado miserable.
Por ello, en una carta que escribió a Voltaire se lamentaba y expre-
saba su profundo convencimiento de que la verdadera felicidad sólo
se alcanza dedicándose a la filosofía, entre los libros y los amigos.
Voltaire intentó consolar a Turgot recordándole las enormes posi-
bilidades de hacer el bien que tenía un Intendente en aquella época
y le animó asegurándole que algún día llegaría a Contrôleur Ge-
neral.19 Sin embargo, a pesar de todo, en este lugar lleno de mendi-
gos y vagabundos, sobrecargado de impuestos, aunque tenía que
dar cuenta de sus actividades a Versalles y esperar órdenes del Contrô-
leur Général, trató de llevar a cabo iniciativas atrevidas que ya enton-
ces le granjearon la enemistad de los privilegiados de la región.20

19. Véase G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 2. Como escribe D. Roche metafórica-
mente, Limoges estaba en el fin del mundo (D. Roche, op. cit., p. 234).
20. Respecto a la opinión que los privilegiados tenían del nuevo Intendente, W.
Walter Stephens se hace eco de la opinión dominante en el lugar: hasta la llegada de
Turgot, la Intendencia había sido un lugar donde se cenaba bien, donde se jugaba y

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Aunque él mismo se acusa a menudo de ser perezoso, Turgot era


un hombre muy trabajador y muy minucioso, y para llevar a cabo
las reformas que se necesitaban quiso contar no sólo con la colabo-
ración de sus subdelegados (la Généralité se dividía en Élections o
Subdelegaciones, circunscripciones a cuyo cargo el Intendente
nombraba subdelegados), sino también con la de los curas, a menu-
do las únicas personas con alguna educación en el campo, y algu-
nas personalidades influyentes y con talento para remediar los cuan-
tiosos males de la Généralité. Se trataba, en definitiva, de preparar
el espíritu del pueblo para el bien que se le quería hacer.
Resulta revelador de sus intenciones que precisamente recomen-
dara a estos subdelegados, a los que enviaba una enorme cantidad
de correspondencia, que se informaran sobre todos los asuntos de
las poblaciones a las que acudían (incluidos los abusos y desór-
denes de la Administración), y que escuchasen siempre las quejas
de los individuos en todos los casos, pues el objeto de la Adminis-
tración —afirma— es conocer la situación real de las gentes para
poder mejorarla. Incluso recomendaba tratar con dulzura a los
campesinos.
En cuanto al clero, muchos curas se implicaron en las reformas
llevando a cabo tareas de tipo administrativo, cumpliendo con todas
las labores que les pedía el Intendente y sin cobrar sueldo alguno,
por lo que el funcionario parisino reconocerá su celo al dedicar sus
energías al bien común. Por eso, Turgot escribió tantas instrucciones
y circulares en las que explicaba muy claramente y con mucho de-
talle las razones para llevar a cabo determinadas actuaciones, tra-
tando siempre de excitar el amor al bien público.

al que acudían mujeres; sin embargo, el nuevo Intendente era un hombre soltero y
trabajador, que no jugaba y que casi siempre cenaba solo. Véase W. Walter Stephens,
op. cit., p. 76, nota 1. Además, como escribe también L. Say, la nobleza del Lemosín
estaba acostumbrada a hacer uso de la Intendencia para obtener favores (como redu-
cir los impuestos que tenían que pagar ellos y sus protegidos), algo con lo que Turgot
no estaba dispuesto a transigir. Evidentemente, no era un hombre del gusto de los
privilegiados del lugar. L. Say, haciéndose eco de la leyenda sobre Turgot, escribe que,
por el contrario, cuando fue llamado al ministerio, muchos campesinos y curas lamen-
taron profundamente que tuviera que marcharse. Véase L. Say, op. cit., pp. 67-68.

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Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, en varias de las cartas per-


sonales que Turgot envió desde Limoges a su amigo Condorcet se
lamentaba de la enorme miseria de la Généralité y de la incapacidad
de remediarla ni con todo el trabajo del mundo. En realidad, estaba
convencido de que la miseria de la población se debía a las abruma-
doras cargas a las que estaba sometida. Por eso, en una carta del 19 de
abril de 1765, dirigida al Contrôleur Général, escribe que lo más im-
portante es no sacrificar la libertad de los súbditos del Rey a las exac-
ciones y caprichos de los intereses privados, que era lo que ocurría
normalmente en Francia.21

5. un administrador filántropo y pedagogo

Son numerosas y bien conocidas las reformas que Turgot intentó


llevar a cabo como Intendente de Limoges. Estas reformas afecta-
ban prácticamente a todos los ámbitos de la vida de los habitantes
de la Généralité: los impuestos, la agricultura, el comercio, la mili-
cia, la administración, la sanidad, los caminos, la caridad pública
etc. Turgot era consciente de que no existían unos principios fijos
y claros en la Administración pública en general y en la fiscal en
particular; que no existía una verdadera Administración local y que,
al no existir unos principios sólidos, reinaban la incertidumbre y la
arbitrariedad y con ellas los abusos, las vejaciones y, sobre todo, la
injusticia, que era lo que más le preocupaba.

21. La cita de Turgot sobre los curas en G. Schelle, «Circulaires aux Curés et aux
Commissaires des tailles», 3 de mayo de 1762, op. cit., vol. II, p. 170. En cuanto a
las quejas a su amigo Condorcet, véase la carta de Turgot del 6 de abril de 1770. M.
Charles Henry (ed.), Correspondance inédite de Condorcet et de Turgot, 1770-1779,
Slatkine Reprints, Ginebra, 1970, p. 6.
Asimismo, escribe D. Dakin que era una opinión común en la región que los
impuestos eran más pesados allí que en otros lugares. El breve periodo de prosperi-
dad durante el cual se vendió bien el vino y el ganado había dado lugar a la impo-
sición de una cuota que, después, con el declive económico, no se había reconside-
rado, de manera que —observa dicho autor— ocurría en esta Généralité algo que era
habitual en la Francia de la época: que cuanto más pobre se era, más impuestos se
pagaban. Dakin, op. cit., p. 60.

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Evidentemente, los más perjudicados por este estado de cosas


eran los más pobres de la región, los que no tenían recursos para de-
fenderse. Además, como asegura el Intendente, esos pobres del lugar
están tan acostumbrados a los abusos del poder que no esperan nada
de sus gobernantes y administradores; no confían en que algo me-
jore. Por eso recomienda a sus subordinados que traten de ganarse
la confianza y el afecto de los habitantes del lugar.22
Una de las razones más importantes (tal vez la principal) de la po-
breza del lugar era, de acuerdo con el Intendente, las cargas fiscales,
y por eso decidió emprender una serie de reformas (las que podía
llevar a cabo dentro del límite de sus competencias) encaminadas a
aliviar estas cargas.
Como ya vimos, en la Francia del siglo XVIII se recurría a me-
nudo a los impuestos indirectos de los que había gran cantidad:
sobre la sal (la gabelle); sobre las bebidas y alimentos; sobre el taba-
co, el cuero, etc. Su recaudación estaba, desde tiempos de Colbert,
en manos de la Ferme Générale. En cuanto a los impuestos direc-
tos, el más oneroso e impopular de todos era la taille, de la que había
diferentes modalidades, un impuesto de origen feudal del cual mu-
chos nobles, clérigos e individuos con determinados cargos estaban
exentos (y también había ciudades privilegiadas que compraban in-
munidades). Los Pays d’État debían ser consultados sobre el dinero a
pagar y podían supervisar la recaudación con sus propios oficiales,
pero las regiones (la gran mayoría), que no tenían asambleas (Pays
d’Élections) no gozaban de estos privilegios.
Turgot no tenía competencias para someter a los privilegiados a
la taille; uno de los impuestos más odiados y arbitrarios, pero sí
podía intentar repartir su peso más equitativamente entre los que
estaban obligados a soportarla y conseguir cada año del Gobierno
una pequeña rebaja de la carga. Quiso también hacer un catastro
(pues no existía ningún registro fiable de las propiedades agrarias)

22. Véase «Circulaires aux Commissaires des tailles», op. cit., p. 155. Turgot ha-
bla de cómo la ignorancia y la miseria sumada a la desconfianza hacia el poder favo-
recen la apatía y la indiferencia del pueblo, lo que, por otra parte, constituye un grave
obstáculo al progreso.

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para poder obtener una información fidedigna y fijar bien su cuan-


tía, y acabar así con la negligencia, el caos y la profunda ignorancia
de la verdadera situación de los que estaban sujetos al impuesto.
Pretendió, asimismo, fijar unas reglas claras para su recaudación y
que ésta se llevara a cabo por oficiales, y no por turno entre los pro-
pios campesinos.
Turgot quería hacerse una imagen exacta y detallada de la Géné-
ralité, sobre todo de la agricultura, a efectos de una buena adminis-
tración. Tenía planes para recabar toda la información posible en
su afán de ordenar y clasificar para conocer «científicamente» el país
antes de proceder a las reformas. Creía que una buena administra-
ción debía ser segura, rápida y simple y que había que acabar defi-
nitivamente con los oscuros y complicados procedimientos que
perpetuaban los abusos sobre los campesinos, pues el campesino
sufría más vejaciones y era más pobre que el habitante de la ciudad.
Sin embargo, la repugnancia a la divulgación exacta de las rentas era
universal. Hay que tener en cuenta que como la cantidad del im-
puesto se fijaba de forma totalmente arbitraria, pues se basaba en
la estimación de la riqueza del que debía pagar (casi nunca los privi-
legiados), daba lugar a todo tipo de abusos, con lo cual era general
la ignorancia de la verdadera situación de los que debían contribuir.
Además, muchos terratenientes reducían su cuantía evaluando por
lo bajo el valor de sus propiedades y, al final, el tributo recaía bási-
camente sobre la población rural que no disponía de recursos para
defenderse. Por último, a menudo el impuesto era recaudado por
un miembro de la comunidad campesina, el cual —como escribió
Tocqueville— se comportaba como un tirano o sufría como un már-
tir, puesto que este cargo recaía sobre aquellos que no sabiendo leer
ni escribir, eran incapaces de llevar bien ninguna cuenta ni de registrar
de manera precisa en sus listas las cantidades que iban recibiendo, pese a
lo cual eran personalmente responsables de ellas.23
Otra carga ominosa y ya criticada por más de un Intendente desde
hacía tiempo era la corvée. Una obligación más para los campesinos

23. El Antiguo Régimen y la Revolución, op. cit., vol. II, p. 239.

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que debían trabajar en la mejora de los caminos (generalmente, en


pésimas condiciones) sin cobrar nada por ello y sin obtener nin-
guno de los beneficios que sí obtenían los que no trabajaban y no
pagaban. Como es lógico, provocaba una sensación de injusticia y
opresión que la hacían mucho más insoportable.
Turgot abolió esta carga y encargó el trabajo, remunerado a cargo
de la Généralité, a trabajadores competentes, ofreciendo incentivos
a los que más y mejor rendían. Así se construyeron muchos kilóme-
tros de nuevos caminos, además de reparar y mejorar los antiguos,
suscitando incluso la admiración de los viajeros (como fue el caso
de Arthur Young en su Voyage en France de 1789).
Respecto a la política de granos, el inquieto administrador esta-
ba convencido de que en una zona donde las hambrunas eran recu-
rrentes la mejor solución era la libre circulación a través de todo el
Reino. Los Edictos de 1763 y 1764 (en cuya redacción había parti-
cipado su amigo Trudaine de Montigny) habían permitido la liber-
tad de comercio de granos con la excepción de París y sus alrede-
dores, para los que el Gobierno compraba el grano. Turgot las había
hecho aplicar rigurosamente, aunque —como haría también en los
Preámbulos de los Edictos siendo Contrôleur Général— explican-
do siempre a través de sus escritos (o con la ayuda de sus colabo-
radores) la bondad de la medida y denunciando los prejuicios que
se oponían a una libertad que consideraba buena siempre y en to-
das partes. Sin embargo, entre 1769 y 1770, como consecuencia de
una gran hambruna, se renovaron todos los viejos prejuicios contra
la libre circulación. Terray, el nuevo Contrôleur Général, suspendió
la libre circulación en 1770. Por ese motivo, Turgot le envío siete
cartas (Lettres sur le comerce des grains) que, aunque quizás Terray no
las leyese nunca, constituyen para algunos autores un verdadero tra-
tado de economía.24

24. Véase D. Dakin, op. cit., p. 102. Este autor explica que Turgot escribió dichas
cartas mientras a su alrededor los campesinos morían de hambre. El Intendente pensa-
ba que si se abolía la libertad de comercio de grano, no habría esperanza para ellos.
Pero el 23 de diciembre de 1770 el Gobierno abolió el libre comercio de grano en el
interior y el exterior y fue en esta época cuando expresó en varias cartas su frustración

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Precisamente, para aliviar los efectos de la hambruna, además de


poner dinero de su propio bolsillo, el Intendente llevó a cabo todo
un programa detallado de actividades minuciosamente desarrolla-
das; algunas, por cierto, poco ortodoxas desde un punto de vista
estrictamente liberal, en colaboración con la Iglesia. Además de las
ayudas que pidió y recibió del Gobierno (del cual, impaciente y de-
safiante, muchas veces no esperaba la sanción oficial para actuar),
concedió primas a los comerciantes que importaran grano; mandó
realizar obras públicas como carreteras y reparación de murallas,
para crear empleo; organizó talleres de caridad (bureaux de charité)
para que hombres, mujeres y niños pudieran encontrar una ocupa-
ción, y no dudó en usar medidas coercitivas para contribuir al alivio
de los pobres, tales como obligar a los propietarios a contribuir con
dinero al mantenimiento de sus aparceros, lo que para él era una
cuestión de justicia. Precisamente, había escrito que uno de los de-
beres más sagrados de los que trabajan en la Administración es so-
correr a los débiles. También dejó escrito que un hombre rico que
ve a sus semejantes en la miseria y no hace nada por socorrerlos falta
a los deberes del cristianismo y de la humanidad, y recuerda que no
se trata sólo de caridad, sino de justicia, porque los propietarios
deben todo lo que tienen al trabajo de sus campesinos.25

y ansias de cambio. Estaba decepcionado y cansado. Carecía de los medios necesa-


rios para remediar los grandes males; sólo podía hacer pequeñas cosas. Le parecía que
podía ser más útil, al menos para las generaciones futuras, si se dedicaba exclusiva-
mente a escribir (ibidem, p. 101). Muy gráficamente escribe que se siente como un
galeote remando contra el viento y la marea entre las rocas y la corriente. Véase «Lettre
à Du Pont de Nemours», 16 de julio de 1774, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 491.
25. Véase «Ordonnance imposant aux propriétaires de nourrir leurs métayers jusqu’a
la récolte», 28 de febrero de 1770, G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 244. Por eso, habla D.
Dakin de fervor apostólico a propósito de la actuación del Intendente (op. cit., p. 53).
Por otro lado, las medidas que tomó fueron incluso consideradas por Louis Blanc
como precursoras del socialismo. Véase J.P. Poirier, op. cit., p. 127. Sin embargo, aunque
el Intendente era consciente de que en circunstancias excepcionales había que recu-
rrir a ayudas públicas, recomendaba siempre que estas ayudas no se convirtieran en
incentivos para la ociosidad ni que acostumbraran a los hombres a la mendicidad, lo
que no quita para que hablara de la avidez odiosa y de la crueldad de los privilegiados
que, además, apenas aportaban nada a los talleres de caridad (ibidem, p. 249).

56
L A C A R R E R A D E T U RG OT B A J O LU I S X V

En otro terreno, nuestro personaje abolió el sistema de requisas


adoptado para los transportes militares (otra fuente más de vejacio-
nes, violencia y abusos) y reformó la milicia. La obligación de servir
en el Ejército recaía normalmente sobre las últimas clases de la socie-
dad y era la más odiada de todas. Se trataba de un servicio duro y mal
pagado, que arrancaba a los jóvenes de las provincias de su vida ordi-
naria y del que huían aterrorizados provocando incluso que algunos
de ellos se autolesionaran para evitar el servicio. Precisamente Turgot
prohibió la persecución de estos jóvenes fugitivos porque provocaba
un clima de guerra civil y ofreció, en cambio, una remuneración a los
campesinos que se presentaran voluntarios. Para él, esta carga arbitra-
ria, como tantas otras del Antiguo Régimen, hacía sentir al pueblo
más que ninguna otra su servidumbre y humillación, porque ataca-
ba directamente todos los derechos y la persona misma del ciudadano.26
A la vez que trataba de relajar las numerosas ataduras que afecta-
ban a la agricultura, las manufacturas y el comercio, se preocupó de
instruir a las masas rurales con el apoyo de los párrocos; introdujo
el cultivo y uso de la patata como alimento; fundó en Limoges una
escuela de matronas y otra de veterinaria (que, sin embargo, no fueron
ningún éxito), y promocionó a través de la Real Sociedad de Agri-
cultura —fundada en 1759— los trabajos tendentes a la mejora de
la economía rural de la Généralité, a la vez que se interesaba por el
uso de los ríos de su territorio como medio de comunicación.
Sin embargo, a pesar de esta intensa actividad y probablemente de-
bido a la ausencia de una vida social estimulante que echaba de menos
y a su amor por el trabajo teórico, fue también un periodo fértil en
trabajos de economía, entre los que destacan, por supuesto, sus Refle-
xiones sobre la formación y la distribución de las riquezas (1766).
También escribió entonces el artículo Valeurs et Monnaies (que podría
estar destinado al diccionario de comercio que proyectaba Morellet),
Mémoire sur les prêts d’argent, y las Lettres sûr la libertè de comerce des
grains, así como la Mémoire sur les mines et carrières y otras obras
menores sobre temas fiscales.

26. Véase «Lettre au ministre de la Guerre», 8 de enero de 1773, en G. Schelle,


op. cit., vol. III, p. 611 y p. 605.

57
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

De todos estos escritos, las Reflexiones son la obra más importan-


te del Intendente, aunque se trata solamente de un boceto o esque-
ma de trabajo que realizó Turgot en 1766 porque dos estudiantes
católicos chinos, Ko y Yang, educados en Francia por los jesuitas y
acogidos por los économistes en París, deseaban adquirir un sumario
de sus ideas económicas para darlas a conocer en su país de origen,
al que regresaban con una pensión y regalos del Rey y también con
el encargo de mantener correspondencia regular sobre la ciencia y la
literatura de su país. Las Reflexiones aparecieron en 1769 y 1770 en
las Ephémerides du citoyen que dirigía Du Pont, quien por cierto se
permitió manipular el texto en aquellas partes donde consideraba que
Turgot se apartaba de la ortodoxía fisiocrática, aunque el autor pro-
testara con razón y se quejara amargamente del espíritu de secta que
impedía a su íntimo amigo Du Pont respetar sus ideas.
En definitiva, para 1774, escribe P. Foncin, por sus reflexiones,
sus escritos, sus trabajos administrativos, su experiencia y su sabi-
duría, Turgot se había ganado ya el derecho a dirigir los asuntos pú-
blicos, a pesar de que muchos de sus proyectos o no se habían reali-
zado o habían sido un fracaso.27

27. P. Foncin, op. cit., p. 15. En general, son mucho más abundantes los elogios
a la actuación de Turgot en Lemosín que las críticas. De acuerdo con M.C. Kiener y
J.C. Peyronnet, ello se debe a la ausencia de estudios rigurosos sobre la actividad del
Intendente y a la leyenda y propaganda a la que tanto contribuyeron sus amigos
Condorcet y Du Pont. Estos dos autores cuestionan muchos de los tópicos sobre la
administración del filósofo durante sus años de Intendente. En resumen, afirman
que Turgot había llegado a Limoges dispuesto a continuar una reforma de la taille
que le diera fama en todo el Reino, pero había fracasado en esta tarea y en otras que
se había propuesto, fundamentalmente por la ausencia de medios adecuados, los
numerosos obstáculos a su misión y su propio carácter solitario, autoritario y doctri-
nario. Deprimido, sufriendo por ello una crisis moral, Turgot no recupera la iniciati-
va y la actividad hasta la gravísima crisis de los años 1769-70 en la que la muerte por
hambre y el abandono de niños por no poderlos alimentar sus familias, causan un
fuerte impacto en su espíritu sensible y le animan a llevar a cabo, ahora sí, con éxito,
medidas de corte dirigista para paliar las consecuencias de la hambruna. Pero para
1773 ya casi nunca está en la Généralité. Véase M.C. Kiener y J.C. Peyronnet, op. cit.,
pp. 261 ss.

58
Capítulo segundo
Ministro del Rey (1774-1776)

Luis XVI, aconsejado por sus tías y deseoso de no defraudar las espe-
ranzas «del público», destituyó al desprestigiado Gobierno del «triun-
virato» de Maupeou, Terray y d’Aiguillon.1 Además de buscar un
gobierno de talante más bien reformista con cierta reputación libe-
ral en un momento en el que el deseo de novedades y las expecta-
tivas eran grandes, se trataba asimismo de romper con un equipo
que, alrededor de la favorita Du Barry, había dominado la Corte en
los últimos años del reinado de Luis XV, así como el deseo de evitar
a toda costa el regreso de Choiseul, al que el Rey despreciaba.
De ahí que Luis XVI eligiese a Maurepas como guía y mentor
(pero sin el título oficial de Canciller o Primer Ministro) el cual, a
instancias de su mujer, decidió recomendar al monarca el nombra-
miento de Turgot. Maurepas sabía que el Intendente no tenía ningún
apoyo en la Corte donde prácticamente era un desconocido y no
tenía con él, como escribiría M. de Stäel, ni una sola idea en común,
pero deseaba conseguir el beneplácito de los hombres de letras que
lo admiraban. En definitiva, su entrada en el Gobierno fue —escri-
be E. Daire— algo puramente accidental y —como asegura F. Diaz—

1. Aunque, como escribe R. Darton, las autoridades francesas no lograron defi-


nir «el público», sabían que tenía sus propias opiniones y se las tomaba en serio. Véase
R. Darton, op. cit., p. 351. Por su parte, J. van Horn Melton sostiene que durante el
reinado de Luis XVI la Corona asignó un nuevo e importante papel a la opinión
pública. Véase La aparición del público durante la Ilustración europea, PUV, Valencia,
2009, p. 26. Y es cierto que era a ella a quien Turgot se dirigía en los Preámbulos de
sus Edictos.

59
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

el Rey no era en absoluto consciente de las consecuencias de este


nombramiento.2
Así que el 20 de julio de 1774 Turgot fue nombrado Secretario
de Estado de la Marina en sustitución de Boynes, y a pesar de su
breve paso por este Ministerio (el 24 de agosto ya era nombrado
Contrôleur Général des Finances), llama la atención su dedicación al
trabajo y la cantidad de ideas y actuaciones que habría deseado llevar
a cabo de haber tenido tiempo para acabar con la desorganización
en la que se encontraba el estado de la Marina. Turgot esperaba de
esa reorganización una mejora del comercio y la prosperidad de las
colonias en las que pretendía, además, la abolición prudente de la
esclavitud y de la trata de negros. Asimismo, deseaba construir nuevos
navíos, desarrollar los experimentos de desalación y fomentar los
viajes de investigación.
Turgot pensaba contar con la colaboración de su amigo Con-
dorcet que deseaba poner a su servicio sus conocimientos matemá-
ticos. De hecho, Condorcet le convenció de la necesidad de tradu-
cir al francés los escritos de Euler sobre la marina y la artillería. Por
otro lado, Turgot pensó también en Bossut y d’Alembert para crear
una especie de «comité hidráulico» que se ocupara de las cuestio-
nes relativas a la navegación interior del Reino. Pretendía así esta-
blecer comunicaciones entre todas las provincias haciendo navega-
bles los ríos que fueran susceptibles de ello, y construir canales.
En el nuevo Gobierno estaban también Miromésnil, antiguo pre-
sidente del Parlamento de Ruán y ahora Garde des Sceaux (Guardían

2. F. Diaz, Europa, de la Ilustración a la Revolución, op. cit., p. 477. Es significati-


va la advertencia de Terray al Rey con relación a Turgot: Vuestra Majestad debe descon-
fiar de sus principios liberales. Son peligrosos. Véase G. Schelle, op.cit., vol. IV, p. 76. En
cuanto a la opinión de Stäel respecto a Maurepas citada más arriba, véase M. de Stäel,
Considérations on the Principal Events of the French Revolution, Liberty Fund, Indiana-
polis, 2008, p. 49. Respecto a la influencia de Madame Maurepas sobre su marido,
véase E. Daire, op. cit., p. lxiii. Este autor cita también un panfleto escrito por el herma-
no del Rey, futuro Luis XVIII, en el que éste afirma que Maurepas no creía en nada;
sólo en su mujer, a la que escuchaba como a un oráculo (ibidem, p. cx.). Asimismo,
las Memorias de Marmontel, en las que el autor afirma tajantemente que Maurepas
estaba completamente sometido a su mujer. Mémoires, op. cit., p. 371.

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M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

del Sello, notario mayor del Reino); Louis-Nicolas Victor de Félix,


conde de Muy (Guerra), al que después de su muerte sustituiría
Saint Germain; La Vrillière, en la Maison du Roi sustituido por
Malesherbes en 1775 y Vergennes en Asuntos Exteriores. En defi-
nitiva, además de la inestable posición de Maurepas, que al no ser
oficialmente el Canciller, se encontraba en una situación de insegu-
ridad y debilidad que le hacía ser receloso y desconfiado respecto a
los otros miembros del Ejecutivo, no existía tampoco ni un pro-
yecto ni una línea política clara ni una actuación conjunta en este
nuevo Gobierno. El único que parecía tener un proyecto de Esta-
do en la cabeza era Turgot.

1. los planes del nuevo contrôleur général

Como hemos visto, en el mes de agosto el antiguo Intendente de


Limoges era nombrado Contrôleur Général del Reino. La situación
económica de Francia en el momento en que Turgot accede al Go-
bierno era relativamente próspera y favorable, y Turgot entró dispues-
to a hacer muchas cosas; no en vano, como escribiera Carlyle, Turgot
tenía toda una Francia reformada en la cabeza.3 A ello había contribui-
do una entrevista con el Rey en la que éste se mostró sumamente
amable y se comprometió a apoyar a su nuevo Ministro en el obje-
tivo de buscar juntos el bien común. Prueba del entusiasmo que esa
entrevista suscitó en Turgot es la carta del 24 de agosto de 1774,
llena de gratitud y devoción al Rey por el trato que éste le había dis-
pensado. En ella quedan patentes las esperanzas con que en este primer
momento afronta una tarea que hará a los súbditos amar a su Rey,
del cual se despide recordándole que tiene en él a un devoto servi-
dor que trabajará por su gloria y su felicidad. En esa misma carta
expone al monarca sus planes principales. Está convencido de la ne-
cesidad absoluta de acometer importantes reformas y de que la pros-
peridad de su Reino depende de la economía. De ahí su plan de evitar

3. A whole reformed France in his head. The French Revolution. A History, vol. I,
C. Little y J. Brown, Boston, 1938, p. 28.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

la bancarrota, el aumento de los impuestos y el recurso a los prés-


tamos. Si no se practica la austeridad, el Reino está perdido: no más
bancarrota, no más aumento de impuestos, no más empréstitos.4
Turgot advierte al Soberano de que luchará contra los abusos y
la corrupción y que buscará un reparto más equitativo de los impues-
tos porque las reformas que se necesitan son, además, una cuestión
de justicia. Y en un párrafo elocuente escribe que cuando el Rey se
vea acometido por tantas y tantas demandas de sus cortesanos, debe
recordar de dónde viene ese dinero, sin olvidarse nunca de comparar
la miseria de aquellos a los que se les extrae (a veces con métodos
sumamente rigurosos) con la situación de la clase de personas que
reclaman su generosidad.
Era totalmente necesario llevar a cabo una profunda reforma
fiscal, reorganizar la Hacienda y restaurar la confianza pública en el
Gobierno, algo que Turgot no dejará de recomendar una y otra vez,
insistiendo en que si el pueblo sólo percibe en los numerosos, gravo-
sos e injustos tributos los intereses del Rey y su camarilla, y nada
de la necesidad de sufragar los gastos indispensables para el bien del
Estado, la desafección a la Corona y la desconfianza se extenderán
peligrosamente. Es decir, los malos impuestos liman la lealtad y el
respeto de los súbditos, lo que provoca que la Corona pierda auto-
ridad, la cual sólo podrá recuperar cuando trabaje por la felicidad
de los súbditos y ellos así lo perciban.5
No era en absoluto la primera vez que se intentaban reformas de
este tipo. Hay que tener en cuenta que a mediados del siglo XVIII
se da en Francia, por un lado, una verdadera ofensiva filosófica

4. Véase «Lettre au Ministre de la Marine», G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 142. Y
para la tantas veces citada receta de Turgot, véase «Lettre au Roi», 24 de agosto de
1774, en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 109 (aunque finalmente sí tuvo que recurrir
a los préstamos).
5. En el Edicto de supresión de la Caisse de Poissy, Turgot le hace decir al Rey:
Ocurre muy a menudo que, debido a las necesidades del Estado, se ha intentado decorar
los impuestos, cuyo establecimiento esas necesidades imponen, mediante algún pretexto de
utilidad pública (…) De ahí resulta que esos impuestos, así coloreados, han subsistido
mucho tiempo después de que cesara la necesidad de la que eran la verdadera causa. En
G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 260.

62
M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

favorable a las reformas y, por otro, una necesidad acuciante, debi-


do fundamentalmente al fracaso en la guerra contra Inglaterra, de
poner remedio al desastre de los impuestos y las finanzas públicas.6
Pero Turgot tenía un plan: creía indispensable incrementar los
recursos y evadirse de la ruinosa dependencia de los financieros que
se ocupaban de la recaudación de los impuestos indirectos. He aquí
el objetivo: reformar la organización de la recaudación tributaria
para mejorar su funcionamiento, conseguir mayores ingresos, limi-
tar los gastos y acabar con el desorden, la oscuridad y la confusión
que favorecían la corrupción y los abusos.7 Además, deseaba refor-
mar la Maison du Roi, ahorrando en su presupuesto; reorganizar el
arcaico sistema de transporte, acabar con la enorme diversidad de
pesos y medidas que entorpecían el comercio, etc.. En definitiva,
favorecer las instituciones que conducen al progreso, mejorar el

6. Véase F. Diaz, Europa: de la Ilustración a la Revolución, op. cit., p. 384. El histo-


riador P. Goubert afirma, por ejemplo, que durante el reinado de Luis XV se inten-
taron una decena de audaces proyectos de reforma financiera para la que —añade—
mostraba el régimen una incapacidad visceral. Véase P. Goubert, Initiation à l’histoi-
re de la France, Pluriel, 1984, p. 206. Y en este sentido, también escribe F. Diaz sobre
los intentos de reforma del arbitrario e incoherente sistema fiscal por parte del Contrô-
leur Général J.B. Machault d’Arnouville (1745-54) que, entre otras cosas, intentó
que los privilegiados pagaran el vingtième. Pero cada vez que el gobierno intentaba
introducir en el país la uniformidad fiscal, escribe, era acusado de despotismo. Véase
F. Diaz, Filosofia e politica nel settecento francese, op. cit., p. 18. A ello no era ajena la
inveterada repugnancia de los Parlamentos a los impuestos proporcionales. G. Schelle,
op. cit., vol. V, p. 108.
Por otra parte, parece que Turgot redujo los ingresos que le corresponderían como
Contrôleur Général y rehusó aceptar otros privilegios consustanciales al cargo.
7. Aunque no planeaba una reforma radical, Turgot pretendía transformar algu-
nas Fermes privées en Régies o concesiones administrativas para que fuera la Adminis-
tración la que ofreciera ahora el servicio. Asimismo, en 1776 Turgot fundó la Caisse
d’Escompte cuyo objetivo era contribuir al sostenimiento y desarrollo del comercio.
Se constituyó como una sociedad por acciones independiente del Estado, y al prin-
cipio actuaba como banco de depósito y descuento, aunque en 1777 comenzó a emitir
billetes que sólo circulaban en París. Según M. Marion, fue junto con la banca de
Law la institución de crédito más célebre del Antiguo Régimen y duró hasta 1793.
Pero hay que tener en cuenta que el fracaso del sistema de Law había desacreditado
la implantación en Francia de los bancos que en el siglo XVIII se multiplicaban en
toda Europa (Marion, op. cit., p. 67).

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

sistema de la Administración y liberar a la agricultura y la industria


de las restricciones y las cargas onerosas que impedían su desarrollo.
Por último, preparó, junto con Du Pont de Nemours, una Mémoire
sur les Municipalitès (1775) con el objeto de llevar a cabo una pro-
funda reforma de la Administración local y provincial.8
No obstante, en unos párrafos proféticos, se aprecia con clari-
dad que el político reformista era consciente de las dificultades que
acarrearían tales medidas, del rechazo que suscitarían hacia su per-
sona y de las calumnias y mentiras con las que sería atacado, pero
ponía sus esperanzas en el apoyo del Rey (no tanto de la Reina),
bueno y justo: preveo que estaré solo en la lucha contra los abusos de
todas clases, contra el poder de aquellos que se benefician de esos abusos,
contra la multitud llena de prejuicios que se opone a toda reforma y
que es instrumento poderoso en manos de los partidos para perpetuar
el desorden. Tendré, incluso, que luchar contra la natural bondad y
generosidad de Su Majestad. Había escrito también que ni siquiera
le apoyaría el pueblo, presunto beneficiario de las reformas. No se
equivocaba en absoluto, sino que previó lo que pasó: me echo al
hombro una carga, quizás superior a mis fuerzas.9

8. En relación a La Maison du Roi, escribe M. Marion que se trataba de una enor-


me máquina que contaba con sumas considerables de dinero, en parte debido a la prodi-
giosa multiplicidad de cargos y oficios que se comía el presupuesto del Reino. Véase M.
Marion, op. cit., p. 352. Respecto a la reforma del transporte, Turgot crearía la Régie
des Messageries Royales, igual que había creado ya la Régie des Poudres et Salpêtres, antes
privilegio exclusivo de una compañía. Ahora se trataba de un monopolio público
transitorio. Las nuevas diligencias (llamadas popularmente turgotines) funcionaron
mucho mejor. Sin embargo, la anhelada uniformización de pesos y medidas, de una
diversidad infinita, no terminó de llevarse a cabo.
9. «Lettre au roi», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 112. Sin embargo, conside-
raba que era su obligación enfrentarse con valor a los calumniadores, despreciando
sus mentiras. Escribió que si los hombres honestos se desanimaban, siempre vence-
rían los malos. Véase «Lettre à de Vaines», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 306.
También Galiani, que le estimaba, expresó sus temores de que Turgot durara poco
en el cargo. En una carta dirigida en 1774 desde Nápoles a su amiga Madame d’Epi-
nay, exultante tras el nombramiento de Turgot, confiesa sus temores de que querien-
do hacer el bien, tropezará con miles de dificultades que le harán odioso a todos. En
otras cartas dirigidas a la misma destinataria expresa también Galiani sus dudas sobre
la capacidad de Turgot y Malesherbes, por su carácter y temperamento, de adaptarse

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2. la guerre des farines y la resistencia


a la libertad de granos

En la Francia de la época existía gran interés, e incluso entusiasmo,


por los temas relacionados con la agricultura; los fisiócratas estaban
de moda y sus teorías se discutían en los salones más selectos. Uno
de los problemas económicos principales (aparte de la política fiscal)
era precisamente la política de granos. Se trataba de una cuestión
grave y compleja que a la vez tenía implicaciones políticas y socia-
les, pues no hay que olvidar que el pan era la base de la alimenta-
ción de los franceses. El gobierno reglamentaba el comercio del
grano con el objetivo de que los mercados siempre estuvieran abas-
tecidos. Se prohibía la exportación y el transporte de una provin-
cia a otra. Los agricultores estaban obligados a enviar al mercado el
grano y no podían acumularlo en sus graneros ni venderlo directa-
mente. Aunque este sistema tenía evidentes efectos negativos, hubo
un interesante debate al respecto, con muchas y variadas opiniones.
Así, por ejemplo, Galiani, aunque admiraba profundamente a Turgot,
había escrito sobre el asunto recomendado prudencia y modera-
ción, y criticando algunos aspectos de la libertad ilimitada en sus
Dialogues sur le comerce des bles.10 Y también Necker, en su obra Sur
la législation et le comerce des grains, dejaba caer sus críticas en el peor
momento de «la guerra de las harinas». Habla a favor de Turgot, por
cierto, el que pudiendo prohibir la obra de Necker y presionado en
este sentido por sus amigos, se negara a hacerlo por permanecer fiel

a la Corte. Asegura que ninguno de los dos conoce el mundo y los hombres, aunque
los dos son hombres de genio y virtud, pero han estado demasiado tiempo encerrados
en su gabinete de estudio. (Véase «Opinions de l’abbé Galiani», G. Schelle, op. cit.,
vol. IV, pp. 451 ss.).
Turgot acertó en sus previsiones, aunque quizás todavía no contaba con otro
obstáculo: los celos del propio Maurepas.
10. A F. Galliani le disgustaba especialmente el dogmatismo con que los fisió-
cratas exponían sus opiniones. Este diplomático italiano, destacado en París, con-
denaba el racionalismo de la escuela y preconizaba una política flexible acorde con
las condiciones históricas y geográficas. Véase H.W. Spiegel, El desarrollo del pensa-
miento económico, Omega, Barcelona, 1991, p. 245.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

a su compromiso con la libertad de opinión, pero aunque Necker


se disculparía, el Ministro, que no le tenía ninguna simpatía, no se
lo perdonó nunca.
Entre 1764 y 1770 hubo un periodo de cierta libertad, hasta
que, debido a las malas cosechas, Terray reestableció las medidas
intervencionistas. Como hemos visto, ese mismo año Turgot le escri-
bió siete cartas sobre el asunto, de las cuales no todas se han conser-
vado. En todas ellas trataba de convencer al Ministro, apelando a
la lógica y al sentido común, de la necesidad de la libertad. No es
de extrañar, por tanto, que cuando fue nombrado Contrôleur Géné-
ral restableciera por el Edicto del 13 de septiembre de 1774 medi-
das liberalizadoras dentro del Reino (aduanas y fronteras interio-
res). De acuerdo con su propia doctrina, esperaba que al permitir
al productor buscar su propio interés con una mayor libertad, al
poder el agricultor vender su producción a un mejor precio, obten-
dría mayores beneficios que luego reinvertiría en sus tierras para
desarrollar unas explotaciones más modernas y productivas. Así, a
la larga, al aumentar la producción bajarían los precios. De esta ma-
nera, se lograría transformar toda la agricultura del país sustituyén-
dose la «pequeña» por la «gran» agricultura y formándose así una
economía moderna.
El objetivo era implantar una libertad limitada. Él habría que-
rido una libertad completa, también de exportación, pero en este
momento decidió ser prudente. También introdujo la libertad del
comercio del vino contra los monopolios locales, otro ejemplo de
las restricciones y las regulaciones que —siempre de acuerdo con
su liberalismo económico— perjudicaban no sólo los intereses indi-
viduales, sino la prosperidad de todo el Reino. El Preámbulo del
Edicto hablaba de libertad, justicia y propiedad; de derechos, razón
y utilidad. Una verdadera novedad que causó sensación. De hecho,
Michelet llegó a calificarlo como la Marsellesa del trigo.11
El 19 de diciembre de 1774 se registró el Edicto en el Parlamento.
Fue un invierno en el cual las cosechas fueron especialmente malas

11. Citado por G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 223. Michelet alaba su claridad, elo-
cuencia y nobleza (ibidem).

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M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

provocando la subida del precio del pan. Por eso, Turgot había pre-
visto algunas medidas, como dejar aún la exportación sometida a
autorización (sólo se suprimía la reglamentación interior); otorgar
primas y gratificaciones a la importación y mantener en París el
control sobre el comercio de granos, así como crear talleres de cari-
dad en todas las provincias. A pesar de todo, desde el mes de diciem-
bre del 74 hasta la primavera del 75 hubo importantes disturbios.
Grupos numerosos de campesinos invadieron las ciudades come-
tiendo actos de pillaje, destrozando molinos y buscando en todos los
lugares donde creían que podía haberse guardado el cereal.
Entre abril y mayo los tumultos llegaron a París, y el 2 de mayo
incluso hasta el mismo Versalles, donde la muchedumbre gritaba
pidiendo pan. Turgot estaba en ese momento en París, y el Rey deci-
dió aparecer en el balcón, a pesar de que apenas se le podía escuchar.
La correspondencia entre Turgot y el Rey en este día muestra clara-
mente que éste confiaba plenamente en su Ministro y estaba dispues-
to a mostrarse firme y a apoyarle en todo momento, a pesar de que
el precio del trigo seguía subiendo. Quizás por eso Turgot no hizo
concesiones y actuó con energía y decisión: destituyó a las autorida-
des que no actuaron como debían; se enfrentó al Parlamento que
instaba al Rey a que se bajara el precio del pan; obligó a los muni-
cipios a pagar los daños causados por los amotinados y a compen-
sar a los propietarios, e incluso algunos rebeldes fueron ejecutados.
Así se fraguó su victoria (se había enfrentado al Parlamento de París
y había ganado) y acabó con los desórdenes.12
Se ha escrito mucho sobre la existencia o no de un complot detrás
de estos acontecimientos. Como en un principio estas bandas apa-
recieron cerca de los territorios del Príncipe de Conti, enemigo del

12. J. Godechot opina que Turgot organizó una represión violenta: durante los
disturbios fueron detenidas más de cuatrocientas personas, de las cuales ciento sesenta y
dos comparecieron ante la justicia y dos amotinados fueron condenados a muerte el once
de mayo y ahorcados en la plaza de Grève el mismo día a las tres de la tarde. Una de las
víctimas no contaba más que dieciséis años. Véase J. Godechot, Los orígenes de la revo-
lución francesa, Península, Barcelona, 1985, p. 22. En cambio, según algunos auto-
res, como A. Neymarck (op. cit., p. 240), el Contrôleur Général actuó con escaso vigor.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Contrôleur Général, enseguida pensaron los amigos del Ministro que


era éste quien estaba detrás de los desórdenes, y parece ser que el
propio Turgot estaba convencido de ello. Aunque no ha podido
demostrarse nunca fehacientemente que «la guerra de las harinas»
fuera una conspiración organizada, muchos contemporáneos lo
creyeron así; desde el propio Rey, hasta la Reina y su madre María
Teresa de Austria, pasando por sus amigos y colaboradores como
Morellet, Véri o el mismo Voltaire.13
A pesar de todo, el balance en 1775 era todavía satisfactorio.
Turgot había salido reforzado de la crisis y los impuestos habían
reportado más ingresos al Estado que el año anterior; se había redu-
cido el déficit; suprimido numerosos oficios administrativos sin
sentido o utilidad; rebajado los tipos de interés; restablecido el cré-
dito y aumentado el consumo. Estos éxitos razonables, reforzados
por la entrada de su amigo Malesherbes en julio de 1775 en el Go-
bierno, le animó a seguir con la tarea que se había impuesto.
Incluso la Reina parecía ahora menos hostil. Según D. Dakin,
María Antonieta no fue contraria al Ministro desde el principio y
estaba satisfecha de cómo se había gestionado la «guerra de las hari-
nas». Además, en 1774 se había propagado en las provincias meri-
dionales del Reino una enfermedad del ganado, una epizootía que
amenazaba con provocar una calamidad nacional. A pesar de que
se encontraba padeciendo un duro ataque de gota que le tuvo meses
en cama, Turgot gestionó la crisis con eficacia organizando las ayudas,
estimulando con primas la importación de ganado, ocupándose de
los pobres a través de los talleres de caridad, dando trabajo a los pa-
rados y fomentando el estudio para el avance del conocimiento de
estas plagas. La crisis se había controlado y había motivos para estar
satisfecho.

13. Véase Say, op. cit., pp. 117-118. También lo creyeron algunos historiadores
como el mismo Say o G. Schelle, aunque J. Godechot asegura que la tesis del complot
ha quedado ya totalmente desacreditada. A su juicio, «la guerra de las harinas» fue
una revuelta espontánea debido a la subida del precio del pan y del trigo, consecuen-
cia de las malas cosechas de los años 1770, 1772 y 1774. Véase J. Godechot, op. cit.,
p. 23.

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No obstante, la «guerra de las harinas» fue un signo premoni-


torio de la Revolución que se avecinaba. F. Furet escribe que 1775
anticipa la revuelta rural de julio de 1789 y, de hecho, F. Venturi
cree que desde 1770 los franceses se estaban preparando para la
Revolución.14

3. la consagración de luis xvi (11 de junio de 1775)

Con motivo de otro acontecimiento importante, pudieron apre-


ciarse otras nuevas ideas que iban a guiar la actuación del Contrô-
leur Général en lo sucesivo. Se trata de la ceremonia de consagra-
ción de Luis XVI, el 11 de junio de 1775.
A propósito de la ceremonia de consagración de los reyes de Fran-
cia en la espléndida Catedral de Reims existía ya en el siglo XVIII
cierta controversia que no carecía de antecedentes. El partido de los
filósofos estaba, por supuesto, en contra, y era partidario de abolir
la ceremonia. Condorcet, por ejemplo, consideraba que se trataba
de una celebración absurda, ridícula, cara y superflua.15 Sin embar-
go, el Rey y el clero pensaban que la ceremonia seguía siendo funda-
mental, entre otras cosas, para hacer presente a los súbditos de la
Monarquía el origen divino del poder real, y se oponían por ello a
cualquier intento, ya no de abolirla, sino de reformar el antiguo
ritual. Una tercera opinión era la de quienes reinterpretaban la consa-
gración adaptándola a las nuevas ideas: el acto solemne no sería más
que la manifestación de la renovación del pacto entre el Rey y sus
súbditos. Se trataba, pues, de rehabilitar el rito aludiendo al origen
popular del poder, teoría en boga en la época.

14. Véase F. Furet, La Révolution française, tome I: de Turgot à Napoleon (1770-


1814), Hachette, Pluriel, París, 1999, p. 48, y F. Venturi, Utopia and Reform, op. cit.,
pp. 115-116. Respecto a la opinión de Dakin sobre Turgot y María Antonieta, véase
D. Dakin, op. cit., p. 188.
15. Véase Benoit Fleury, «11 juin 1775, sacre de Louis XVI: Turgot, porte-parole
des Lumieres?», Ponencia presentada al Colloque International Université de Caen-
Château de Lantheuil, 14-16 mai 2003.

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Probablemente Turgot quiso aprovechar la oportunidad que brin-


daba la ceremonia para mostrar su voluntad innovadora y para intro-
ducir algunos cambios que hicieran ver a los súbditos del Reino el
nuevo camino que se proponía emprender el Gobierno de Luis XVI.
Pensó, incluso, en celebrar la ceremonia en París y no en Reims, y
suprimir así sus connotaciones medievales; en recortar considera-
blemente los gastos y, sobre todo, en modificar el texto de alguno
de los juramentos del Rey vaciando las fórmulas de sus considera-
ciones religiosas. Si tradicionalmente, en el juramento del rey de
Francia, el titular de la Corona se comprometía a exterminar a todos
los herejes, Turgot, animado por Malesherbes, pretendía que el Rey
no leyera esta parte del juramento y que, por el contrario, declarara
que todas las iglesias gozarían de su justicia y protección y que cuida-
ría de todos los derechos de sus súbditos a los que gobernaría con
justicia: Vuestra Majestad debe —escribe—, como buen cristiano y
hombre justo, dejar que cada uno de sus súbditos sea libre de seguir y
profesar la religión que, según su conciencia, crea que es la verdadera.
Pero, dada la oposición del clero, el Rey no tuvo valor.16
Así pues, preparó una memoria confidencial (Mémoire sur la tolé-
rance) que no nos ha llegado completa y que estaba destinada a expli-
carle al Rey cuál debería ser su actitud frente a la cuestión religiosa.
En ella se defienden las mismas ideas que ya aparecían en las Cartas
sobre la tolerancia que escribió el ministro en 1754: la libertad de

16. Según M. Burleigh, el Monarca prestó juramento y prometió proteger a la


Iglesia y extirpar las herejías, pero bajando aún más la voz en esta parte, porque no se
correspondía con los sentimientos de finales del siglo XVIII. Véase Poder terrenal. Religión
y política en Europa. De la Revolución francesa a la Primera Guerra Mundial, Taurus,
Madrid, 2005, p. 39. Esta afirmación de que el Rey bajó la voz hasta hacerse casi
inaudible al leer dichos párrafos está recogida en más de una biografía de Turgot.
En cuanto a las recomendaciones de Turgot al Rey, véase «Projet de mémoire
au Roi», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, pp. 557 ss. Sobre la situación religiosa del
momento, téngase presente que en 1787 se promulgará un nuevo Edicto que me-
joraba la situación civil de los protestantes franceses en cuestiones relacionadas con
el matrimonio o el ejercicio de ciertas profesiones. Probablemente influyó en ello el
hecho de que, en 1781, José II de Austria había promulgado también un Edicto de
tolerancia.

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conciencia, la separación del poder temporal y espiritual y la falta


de competencia de los príncipes en cuestiones de religión. Critica a
los intolerantes, a los que se considera fanáticos, y descarta que el
Rey tenga ninguna autoridad sobre la conciencia de sus súbditos. En
fin, afirma categóricamente que el príncipe que ordena a sus súb-
ditos practicar una religión en la que no creen, o abandonar la que
profesan, comete un crimen. El viejo espíritu de los hugonotes en
las guerras de religión del siglo XVI late en estas páginas escritas casi
dos siglos más tarde.
En definitiva, se trataba de explicarle al Rey sus deberes en rela-
ción a la conciencia de sus súbditos y, sobre todo, demostrar que no
estaba comprometido, a pesar del juramento de Reims, a algo que
era intrínsecamente injusto.

4. unos cuantos amigos y muchos enemigos

A pesar de la oposición que suscitaban los proyectos de reforma del


Ministro, Turgot también contó —dentro y fuera del Ministerio—
con amigos y colaboradores. Una vez en el cargo, destituyó a los
oficiales vinculados al Gobierno anterior, a los que le parecieron ma-
nifiestamente ineficaces o corruptos, y nombró a hombres de su
confianza, pues como tenía que ocuparse de múltiples asuntos nece-
sitaba delegar en sus subordinados.
Así, entre los mejores del elenco, contó con el apoyo del abbé de
Véri (que, sin puesto oficial alguno, actuaba a menudo como media-
dor entre Turgot y Maurepas, de quien era amigo y confidente desde
hacía muchos años), del abbé Morellet (que había sostenido una céle-
bre polémica contra la obra de F. Galiani, Dialogues sur le commerce
des bles), de Marie-Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de
Condorcet (a quien nombró Inspector de la Moneda), de Nicolas
Baudeau (que había fundado en 1765 el periódico fisiócrata Éphéme-
rides du citoyen), de Pierre Samuel Du Pont de Nemours (director
durante algún tiempo de las Ephémerides y nombrado Inspector
General de Comercio, a quien había conocido en 1764 convirtién-
dose en amigo y colaborador íntimo), de los dos Trudaine, padre e

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

hijo, de Lavoissier (a quien encargó la Régie des Poudres et Salpêtres);


en fin, de Malesherbes, antiguo presidente de la Cour des aides de
París y Directeur de la Librairie hasta 1763, que llegaría a Ministro
de La Maison du Roi, entre otros.17
No obstante, a pesar de estos y otros apoyos, Turgot no pudo
contar completamente con el respaldo del así llamado «partido filo-
sófico» porque éste estaba profundamente dividido. Precisamente,
según F. Diaz, la división del grupo en torno a cuestiones como los
Parlamentos o la religión, fue una de las causas de la caída del Minis-
tro y una muestra de las limitaciones de la filosofía como fuerza polí-
tica. Además, hay que añadir a todo esto la asociación de Turgot con
los fisiócratas, «la secta», lo que le perjudicaba claramente a los ojos
de algunos, puesto que, aunque la opinión los confundiera a menu-
do, no siempre coincidían filósofos y economistas. Aparte de que las
disputas, los escritos de unos y otros (difundiendo a menudo noti-
cias sobre proyectos de reforma que supuestamente se iban a llevar
a cabo bajo el Ministerio de Turgot) y sus interminables polémicas
no beneficiaban en nada al político ilustrado, ya que ofrecían argu-
mentos a sus enemigos que temían un «gobierno de économistes».18

17. Daniel Trudaine, el padre, y Trudaine de Montigny, el hijo, habían colabora-


do con Du Pont y Turgot en la preparación de los Edictos liberalizadores de 1763 y
1764. Bertin seguía ocupándose de la agricultura. Malesherbes, que se resistía a entrar
en el Consejo a pesar de la amistad y las ideas que le unían a Turgot porque era cons-
ciente de que no lo haría bien, no pudo negarse debido a la insistencia personal del
Rey, y el 2 de julio de 1775 sustituyó al viejo duque de La Vrillière en La Maison du
Roi. Fue prácticamente el único apoyo con el que pudo contar Turgot en el Gobier-
no; de ahí su enorme disgusto cuando Malesherbes, decidido desde hacía meses, dejó
el Ejecutivo el 11 de mayo de 1776, poco antes de la caída del Contrôleur Général.
Según J. Rodríguez Labordeta, Malesherbes intentó hacer mucho y no consiguió
casi nada. Se refiere este autor a sus intentos por reformar las cárceles, mejorar la situa-
ción legal de los protestantes o reducir los enormes gastos y el despilfarro de la Maison
du Roi. Véase J. Rodríguez Labordeta, El censor de las Luces y la Revolución francesa.
Malesherbes y su tiempo, 1721-1794, Editorial Claudia, Madrid, 2008, p. 413.
18. F. Diaz sostiene la tesis de que gran parte de la culpa por el fracaso de un despo-
tismo de tipo ilustrado en Francia fue de los enciclopedistas, por no haber permane-
cido unidos y no haber creado un partido con un programa político común mientras
que sus enemigos sí formaban un bloque compacto. La división interna de los filó-
sofos se debía a la existencia de dos orientaciones claras en su seno: la de Voltaire y

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Mucho más numerosos eran los enemigos. El Ministro había ex-


puesto al Rey la necesidad de limitar los gastos para sanear el pre-
supuesto y parte de esa reducción afectaba al Gobierno y, por su-
puesto, a la Corte de Versalles. No en vano, en los años cincuenta
había escrito que en Francia ya no se trabajaba para el Estado, sino
para la Corte. Pero como escribe N. Elias, en boca de los cortesanos
aristócratas, el término économie en el sentido de una subordinación
de los egresos a los ingresos y de la limitación planificada del consumo
por el ahorro tiene un sonsonete despectivo hasta muy avanzado el siglo
XVIII y, en ocasiones, hasta después de la Revolución.19
Aunque Turgot hubiese querido que la familia real diera ejemplo
recortando los fondos destinados a sus placeres —como le sugería

d’Alembert, más moderada, y la de Diderot y Holbach, más radical. Se trataba de dos


visiones divergentes sobre el alcance y la amplitud de las Luces o, si se prefiere, sobre
el alcance y la amplitud de las reformas que Francia necesitaba.
También opina así B. Craveri cuando, refiriéndose a la intensa persecución que
sufrieron los ilustrados en 1759, escribe: es un golpe que abre una profunda crisis en el
interior del movimiento filosófico dividido sobre la opción por la cual inclinarse: insistir
en el objetivo de una inserción legal en las instituciones como sostiene D’Alembert, o elegir
el camino de la ruptura y la clandestinidad, como pretende Diderot. Véase B. Craveri,
Madame du Deffand y su mundo, Siruela, Madrid, p. 200.
Sin embargo, los fisiócratas consiguieron condensar las ideas fundamentales de la
escuela en proposiciones políticas específicas, y sí tenían un programa de gobierno,
aunque no contaban con el respaldo de los philosophes porque apoyaban el despotis-
mo legal. En definitiva, piensa Diaz, Turgot podría haber sido un eficaz elemento de
conexión y de síntesis entre los dos movimientos. Véase para todas estas cuestiones,
F. Diaz, Filosofia e politica nel settecento francese, op. cit. p. 409. G. Weulersse cree pre-
cisamente que Turgot en su altanera independencia personificaba la síntesis de diversas
ideas económicas y filosóficas de la época. Véase, op. cit, p. 17. No obstante como recuer-
da V. Llombart, no conviene olvidar la fuerte controversia suscitada también entre
los fisiócratas en general y el grupo de Gournay en particular. Véase «El valor de la
Fisiocracia en su propio tiempo: un análisis crítico», Investigaciones de historia econó-
mica, n.º 15, otoño 2009, p. 113.
19. N. Elias, La sociedad cortesana, op. cit., p. 92, sin duda el estudio clásico sobre
esta materia, y «Sur la géographie politique» (fragment), en G. Schelle, op. cit, vol. I,
p. 438. También había escrito Turgot en una ocasión que la nobleza era una institu-
ción artificial como las castas en la India; que daba fundamento legal a la vanidad y
el orgullo y que a menudo hacía olvidar los derechos de la justicia y la humanidad
(«Lettre a Condorcet», 16 de julio de 1771, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 523).

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Condorcet— se daba cuenta de que este asunto era delicado, incluso


el más difícil de todos. Aun así, suprimió las sinecuras y los puestos
públicos que no tenían ninguna función pero eran fuente de rentas
y privilegios. La Reina Maria Antonieta, que al principio le había aco-
gido con amabilidad, se mostraba en público muy fría con él porque
le negaba los puestos y el dinero (muchas veces necesario para pagar
deudas) que ella buscaba afanosamente para sus favoritos. Además,
es evidente que Turgot no estaba habituado ni quería estarlo a los usos
de la Corte y al trato con los cortesanos. Seguramente, como algu-
nos de sus críticos afirmaban ya en la época, mostrase cierto des-
precio o desdén hacia ellos porque en el fondo tenía mucho de mora-
lista y no podía sino repudiar su comportamiento.
La Corte no hubiese podido nunca aceptar a alguien que no tenía
nada de cortesano. Además, como se ha escrito a menudo, parece que
Turgot tenía un carácter poco flexible y más bien dogmático. A pesar
de sus cualidades, ello le granjeaba no pocas enemistades y contribu-
yó a su caída en desgracia. En general, estaba convencido siempre de
tener razón y de que los demás estaban equivocados. Con frecuencia
se ha comentado su orgullo, su carácter autoritario poco dispuesto a
dejarse aconsejar, su desprecio hacia todos aquellos que no querían o
no podían comprender la necesidad y el carácter de sus reformas. Lógi-
camente, sus enemigos son los que aprecian en él orgullo y desprecio
en vez de timidez. No obstante, es cierto que sus sucesores en el Mi-
nisterio, alguno de ellos hábil cortesano y de mejor carácter, no tuvie-
ron más éxito que él, lo que demuestra que la personalidad del Contrô-
leur Général no era ni mucho menos el problema fundamental.
Nuestro autor era consciente, como hemos visto, de los peligros
que corría, pero confiaba por completo en el joven Monarca que se
había mostrado tan bien dispuesto a apoyar sus propuestas avan-
zadas. Sin embargo, el Rey era joven, inexperto, no había recibido
una buena educación, era inseguro e indeciso y, en último término,
se dejaba guiar y aconsejar por los que le rodeaban.
Turgot pensó en educarle en sus doctrinas, pues confiaba en su
buen corazón y en su fidelidad a la palabra dada. Quizás ese fue su
error: abandonarse exclusivamente al Rey y no favorecer ni fomen-
tar otras relaciones en la Corte que le podrían haber sido muy útiles.

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Por ejemplo, el mismo Maurepas, a pesar de tener él mismo mucho


de cortesano, conocía la valía del Ministro y la necesidad de presen-
tar a los franceses algunos cambios en la manera de gobernar. Podría
haber sido, quizás, un buen aliado, pero nunca tuvieron una rela-
ción fluida, y el Contrôleur Général, que a menudo despachaba di-
rectamente con el Rey para disgusto del conde, no parece que hi-
ciera grandes esfuerzos por mejorarla.20
En cuanto al clero, poco podía esperar Turgot de un poder social
que lo consideraba como uno más de la secta de los filósofos, pues-
to que había colaborado en la Enciclopedia. Era amigo de la tole-
rancia, partidario del reconocimiento civil de los protestantes y, por
tanto, enemigo de la verdadera religión, hasta el punto de que algu-
nos advirtieron al Rey con verdadera preocupación de que el Minis-
tro no iba a misa. Además, había intentado cambiar el juramento
del Rey el día de su consagración y, aunque éste no tuvo valor sufi-
ciente para enfrentarse a los obispos, se decía con razón que Turgot
le había asegurado después que no estaba obligado a respetar el ju-
ramento de extirpar a los herejes, porque la religión no puede am-
parar ni cometer un crimen. Por tanto, que no debía sentirse atado
por una fórmula propia de épocas no ilustradas.
Asimismo, pensaba Turgot que los privilegios de la Iglesia tenían
tan poco fundamento y eran tan anacrónicos como los de la nobleza,
y en su discusión con Le Garde des Sceaux, Hue de Miromesnil, a
propósito de los seis Edictos de 1776, afirma que dejará el tema de
su reforma para más adelante y que, por el momento, se centrará en
la nobleza, fundamentalmente porque el Rey necesita más tiempo
para decidirse y porque no puede librar dos batallas a la vez.21

20. Esta es, al menos, la opinión de A. Neymarck que se basa en los testimonios
de los cortesanos, amigos y enemigos de Turgot. Véase op. cit., pp. 200 ss. Marmon-
tel explica muy bien en sus Memorias la dificultad psicológica de Turgot, debida a su
carácter, para desenvolverse en la Corte. En un país —escribe— en el que tanta gente
vive del abuso y se aprovecha del desorden, un hombre que ordena el ahorro y fija
unas reglas para las finanzas, tenía por fuerza que ganarse muchos enemigos. Además,
era un hombre rudo de trato, obstinado y orgulloso. Marmontel, op. cit., pp. 366 ss.
21. Como escribe P. Foncin, Turgot sabía que la oposición del clero afectaba espe-
cialmente al Rey que no daría su consentimiento a un Edicto que acabara con sus

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Es muy significativo que los Parlamentos y el clero dejaran atrás


su antigua hostilidad para oponerse de forma conjunta a las refor-
mas ministeriales. Como explica D.K. van Kley, los magistrados y
los obispos desconfiaban profundamente de un économiste que de-
fendía las leyes naturales del mercado y la política del Laissez-faire
y que pretendía combatir las formas no naturales de propiedad, como
la venalidad de los cargos o los derechos señoriales o feudales.22 Por
último, pero no lo menos importante, Turgot creía en la necesidad
de una educación pública para todos que sirviera, entre otras cosas,
para liberar al vulgo del fanatismo y los prejuicios que en gran parte
consideraba consecuencia de la educación de la Iglesia. Buscaba, en
efecto, el desarrollo y la perfección del conocimiento, pero de un
conocimiento racional y científico. Es evidente que semejantes planes
nunca serían del agrado del clero.
Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con los Parlamentos. Al-
gunos franceses, como Condorcet, se dieron cuenta enseguida de lo
que iba a suponer su regreso, con su insolencia, sus pretensiones y sus
prejuicios, tras el golpe de Maupeou. Cualquier reforma legislativa
será imposible; paralizarán cualquier operación financiera buena y
necesaria; serán enemigos de la filosofía y la perseguirán; se opon-
drán a cualquier tipo de libertad y, por último, excitarán la sedición
contra cualquier Ministro que la quisiera establecer.23

privilegios. Había que hacer concesiones y dejar pasar el tiempo. Véase P. Foncin, op.
cit., p. 402. En cuanto al interesante debate entre Turgot y Miromesnil, «Observations
du Garde des Sceaux et reponses de Turgot», en G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 193.
22. Véase D.K. van Kley, Les origines religieuses de la révolution française, 1560-
1791, Seuil, París, 2002, p. 440.
23. Véase para la opinión de Condorcet, Correspondance inédite de Condorcet et
de Turgot, op. cit., pp. 201-202. A este respecto, escribe Lord Acton, el efecto de la me-
dida de Maupeou fue la transformación de la magistratura de instrumento del despotismo
en instrumento de la Revolución; pues cuando en el siguiente reinado fueron llamados de
nuevo, se habían convertido en enemigos del trono. Véase «La expectación de la revolu-
ción francesa», en Ensayos sobre la libertad y el poder, Unión Editorial, Madrid, 1999,
p. 286. También para L. Say la vuelta del Parlamento supuso impedir una revolución
pacífica que habría podido evitar la violencia de 1789. Véase L. Say, op. cit., p. 130.
El propio Maupeou, retirado en Normandía, dijo: yo hice ganar al Rey un proceso
que duraba desde hace tres siglos. Si quiere perderlo ahora, está en su derecho. Citado por

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Pero Luis XVI ya había cedido, convencido por Maurepas (al


que le interesaba un acto que le granjeaba el apoyo de la opinión
popular a la que no quería defraudar, y de muchas poderosas fami-
lias del Reino) y por el propio Malesherbes. Éste se había opuesto
ya a los planes de Maupeou desde su puesto en la Cours des Aides,
Corte Suprema del Parlamento de París. Malesberbes defendía la
vuelta del Parlamento porque creía que, a pesar de algunos abusos
cometidos, esta institución era necesaria para salvaguardar las leyes
del Reino y evitar el despotismo político.
En cuanto a Turgot, algunos autores creen que no está clara su
actitud respecto al regreso del Parlamento en este momento. No
parece haber testimonios contundentes sobre el asunto. Hay quien
sostiene que se opuso a su restablecimiento, y otros opinan que
cedió por influjo de Malesherbes y la presión de la opinión públi-
ca. Por último, hay quien afirma que, quizás, aunque se manifestó
en contra, accedió al final con la esperanza de que el Parlamento
aprobara en contrapartida el Edicto sobre la libertad de comercio
de granos. Sea como fuere, lo cierto es que Turgot odiaba los Parla-
mentos. La prueba está en lo que dice de ellos en varias cartas que
escribió a Du Pont entre diciembre de 1768 y enero de 1769. En
ellas se queja de la actitud de debilidad y timidez del Gobierno fren-
te a los magistrados, a los que él llama bribones, cobardes, mentiro-
sos, zoquetes e impostores, y a los que denuncia por atizar el odio del
pueblo y por excitar las pasiones populares sin medir las consecuen-
cias. Añade que hay que desenmascararlos y mostrarlos como son
en realidad: miembros de unas corporaciones muy poco interesa-
das en el bienestar de las masas, aunque pretenden erigirse en protec-
tores del pueblo contra la Corona. Incluso habla de ellos como
leones que se comen a los corderos; animales estúpidos y feroces:
bueyes-tigres (boeufs-tigres) los llama, haciéndose eco de Voltaire.

Méthivier, op. cit., p. 126. Pero es que lo que él interpretaba como una sana medida,
necesaria para la modernización del Estado, la opinión mayoritaria la consideraba
como un paso más en ese proceso degenerativo de la Monarquía francesa hacia el
despotismo ministerial. Como recuerda R. Darton, en estos casos la idea que se tiene
de los hechos es tan importante como los hechos mismos (R. Darton, op. cit., p. 367).

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A pesar de todo, probablemente no tuvo más remedio que ceder,


aunque esperaba que la vuelta de los Parlamentos se sujetara a cier-
tas restricciones como, por ejemplo, que no interfirieran en cues-
tiones religiosas ni suspendieran la administración de justicia en
ninguna circunstancia. En el fondo, esperaba que si el Gobierno
aprobaba leyes adecuadas podría ir arrebatándole al Parlamento su
papel político, aunque había escrito pocos años antes a Condorcet
que si el Ejecutivo se dedicaba a observar escrupulosamente todas
las formas establecidas no tendría ni podría tener ningún medio para
vencer la resistencia de los Parlamentos.24 Efectivamente, la decisión
de Luis XVI de llamarlos de nuevo, será decisiva —como temía Con-
dorcet— para la caída en desgracia del Contrôleur Général.
En definitiva, Turgot contaba con la oposición de la Corte, hostil
a todas las reformas y sometida a los intereses e intrigas del duque
de Choiseul y a quien apoyaba la Reina Maria Antonieta; del clero,
que lo consideraba uno más de la secta de los filósofos; de los Par-
lamentos que clamaban por sus privilegios; de los financieros que
temían por la pérdida de su monopolio; en fin, del pueblo, que lo
único que alcanzaba a comprender era que las medidas del nuevo
Ministro encarecerían el precio del pan. Demasiados frentes abier-
tos para un hombre capaz, pero carente de apoyos para luchar contra
todos a la vez.
Por todo ello, Turgot fue quedándose aislado. No contaría ya ni
con el apoyo de Maurepas (supuestamente celoso del protagonismo
político del Contrôleur Général ), ni con el de Vergennes, Sartine, Mi-
romesnil o Saint-Germain. El Monarca, al que servía fielmente, no
tenía ni el carácter ni la decisión ni la seguridad necesaria para apoyar
a su Ministro. Y esto acabaría rápidamente con su carrera política.25

24. Para las diferentes opiniones sobre la actitud de Turgot respecto a la vuelta
de los Parlamentos, véase: A. Neymarck, op. cit., p. 59; L. Say, op. cit., p. 127; F. Diaz,
Filosofia e politica nel settecento francese, op. cit., p. 48; F. Furet, La revolution française,
op. cit., p. 45; J.P. Poirier, op. cit., p. 220 y D. Dakin, op. cit., pp. 141 y 142. En cuanto
a la propia opinión de Turgot, véase «Lettre a Condorcet», 16 de julio de 1771, en G.
Schelle, op. cit., vol. III, p. 536.
25. Turgot se lamenta en más de una ocasión de la debilidad de carácter del Rey.
Así, en un párrafo famoso por su carácter profético, Turgot le escribe a Luis XVI que

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5. los seis edictos, eje de la política reformista

A pesar de las dificultades y de su propia enfermedad, el Contrôleur


Général seguía decidido a continuar con sus planes de regenerar el
Reino de Francia. El 5 de enero de 1776 presentó al Rey los famo-
sos seis Edictos. Los más importantes —y los que provocaron la
mayor oposición— son los que pretendían abolir la corvée y las
jurandes y maîtrises. Los otros cuatro tenían como finalidad acabar
con los impuestos y las trabas de todo tipo que impedían la liber-
tad de comercio, sobre todo, en la ciudad de París.26
Antes de analizar el contentido de los Edictos, convendría des-
tacar la novedad que supuso en la época que Turgot escribiera, con
elocuencia y lenguaje claro, los motivos por los que los Edictos
eran necesarios. Es cierto que ya en sus cartas dirigidas al Gobier-
no cuando era Intendente o en las circulares que enviaba a los sub-
delegados mientras estuvo en Lemosín se apreciaba ese mismo afán
didáctico, esa pedagogía liberal y ese deseo de convencer de la ne-
cesidad de las medidas sugeridas o emprendidas, preparando los
espíritus —según decía— para comprender unas verdades que
ahora sólo conocen unos pocos pero que en el futuro serán popu-
lares. Insistía en que las leyes debían ser justas y razonables, y en
explicar cuáles eran los verdaderos principios de la Administración
y qué consecuencias se derivaban de ellos. Pero era la primera vez

no debe olvidar nunca que fue la debilidad la causa de que a Carlos I le cortaran la
cabeza (Lettres au Roi. Troisiéme lettre, año 1776, en G. Schelle, op. cit., vol. V, p.
454). Y también en una carta escrita pocos días después de su cese, se lamenta de este
modo: ha podido ver en mis cartas que me era del todo imposible prestar un servicio útil
en este puesto y, por consiguiente, permanecer en él, si Vuestra Majestad me dejaba solo y
sin ayuda (Lettres au Roi. Quatrième lettre, año 1776, en G. Schelle, op. cit., vol. V,
p. 457).
26. Supresión de la policía de granos en París, de la percepción de impuestos en
los puertos, lonjas y mercados, de la Caisse de Poissy que regulaba el mercado de la
carne haciendo subir su precio considerablemente y de los derechos sobre el sebo.
Turgot no se cansaba de denunciar las múltiples incoherencias y absurdas trabas que
hacían imposible el desarrollo del comercio prohibiendo lo que no deberían prohibir y
permitiendo lo que deberían prohibir («Circulaire aux Inspecteurs des Manufactures les
invitant à se borner à encourager les fabricants», en G. Schelle, op. cit , vol. IV, p. 629).

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que se discutía su contenido delante del público y por eso escribe


León Say que fue él quien inventó lo que hoy se conoce como Expo-
sición de motivos.
El redactor de la Correspondance Métra escribe el 9 de noviem-
bre de 1774 que ningún ministro anterior a Turgot ha hecho expre-
sarse a los reyes de esa manera tan dulce y noble. Se trata, dice, del
tono de un padre que hace partícipes a sus hijos de las medidas que
hay que tomar para asegurar el bien general y que desea que su sumi-
sión sea voluntaria.27 Es cierto que Turgot hace hablar al Rey como
legislador supremo, como una figura paterna que con dulzura e
incluso amor, pero también con firmeza, trata de persuadir al pueblo
del bien que se le quiere hacer. Turgot expresa una voluntad peda-
gógica que llama la atención. Quiere demostrar y convencer. No se
conforma con que la gente obedezca sin más, quiere que lo hagan
como consecuencia de haber comprendido las razones del legisla-
dor. En el fondo, se trata del convencimiento que veremos en él una
y otra vez de que el filósofo sólo debe enfrentarse a sus adversarios con
las armas de la razón y de que la justicia y la verdad son lo bastante
fuertes como para imponerse por sí mismas y salir triunfantes.
Turgot quería relanzar la agricultura, y desde hacía años su ob-
jetivo era liberar a los campesinos de la carga de la corvée a la que
todavía se recurría para asegurar el mantenimiento de los caminos
en las provincias. Era una carga muy pesada y pretendía sustituir-
la por una contribución en dinero. Se trataba de evitar el trabajo
obligatorio, mal hecho y poco productivo por unas cargas fiscales
que pagarían todos los propietarios (grandes y pequeños) para asegu-
rar el mantenimiento y cuidado de los caminos, con el argumento

27. Véase A. Neymarck, op. cit., p. 269. L. Say también relata la satisfacción
que esta novedad de los Preámbulos produjo entre los ilustrados, como el propio
Voltaire, d’Alembert o Condorcet, y a algunas de las mujeres de los salones como
Mademoiselle de L’Espinass. Véase op. cit., p. 111. Véri dice que Turgot pretendía
que pudieran entenderle los campesinos (G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 223). No
obstante, como escribe Poirier, a veces en estos Preámbulos se deslizan frases explo-
sivas, coincidiendo en esta apreciación con el propio Tocqueville o con Weulersse
que habla de audacia y temeridad. Véase Poirier, op. cit., p. 284 y G. Weulersse, op.
cit., p. 76.

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M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

de que al mejorar las vías de comunicación eran básicamente los


propietarios los que veían aumentar el valor de sus tierras.
Este decreto fue violentamente atacado, porque se veía en él una
auténtica revolución y la declaración del principio inaceptable de
la igualdad fiscal; un intento de igualar a todos los propietarios en
relación a los impuestos; un deseo, en fin, de acabar con los privi-
legios y hacer que la nobleza y el clero fueran tratados como el resto
de los ciudadanos. En suma, la ruptura de los fundamentos socio-
económicos de lo que habría de llamarse más adelante el Antiguo
Régimen. La reacción fue inmediata: conservar para cada quien lo
que le pertenece es regla fundamental del derecho natural —se justifi-
ca el Parlamento— del derecho de gentes y del gobierno civil, regla que
no consiste solamente en mantener los derechos de propiedad, sino
también los que están vinculados a la persona y que nacen de los privi-
legios de la cuna y del estado (…). Todo sistema que tienda a estable-
cer entre los hombres una igualdad de deberes y a destruir las distin-
ciones necesarias, conduciría pronto al desastre, consecuencia inevitable
de la igualdad absoluta, y produciría el derrumbe de la sociedad civil,
cuya armonía no se mantiene sino por esa gradación de los poderes, de
la autoridad, de las preeminencias y de las distinciones que pone a cada
uno en su lugar y protege a todos los estados contra la confusión. El
conflicto ideológico no podía estar planteado con mayor claridad.
Era cierto que Turgot afirmaba en sus discusiones contra aquellos
que se oponían a tales reformas que el súbdito que más disfruta de
las ventajas del Estado, más debe proveer a su financiación y que,
además de injustos, estos privilegios —que pudieron haber tenido
sentido en el pasado— ya no lo tienen en absoluto. Por eso califica
de injusta y cruel esta práctica que para los campesinos era un símbo-
lo odioso de la pervivencia de los derechos feudales. En este sentido,
escribe: cómo podría ser justo hacer contribuir a los impuestos a aque-
llos que no tienen nada, obligarles a dar su tiempo y su trabajo sin sala-
rio, arrebatarles el único recurso que poseen contra la miseria y el hambre
para hacerles trabajar en beneficio de ciudadanos más ricos que ellos.28

28. Esta última cita en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 205. El texto del Parlamento
en A. Jardin, Historia del liberalismo político, op. cit., p. 96.

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Si liberando el comercio de granos se buscaba regenerar la agri-


cultura, al liberar la industria y el comercio mediante la supresión de
las corporaciones se regeneraría también este sector y con ello toda
la economía del Reino, aumentando la riqueza del Estado y acaban-
do definitivamente con una situación profundamente injusta.
Como es sabido, en casi todas las ciudades el ejercicio de las dife-
rentes artes estaba concentrado en manos de un número pequeño
de maestros que formaban gremios que tenían el privilegio de excluir
a todos los demás ciudadanos de hacer y de vender los objetos sobre
cuyo comercio tenían privilegio exclusivo. Aquellos que desearan
tener como profesión una técnica o comercio particular sólo podían
tener éxito con el rango de maestro (maîtrise) al que se accedía des-
pués de largas, esforzadas y superfluas pruebas (los calificativos son
del propio Turgot), además de pagar un dinero que habría sido mejor
empleado como capital necesario para instalarse. Lo que se pretendía,
en realidad, era que sólo llegaran a maestros los hijos de los maestros,
siempre con un espíritu de monopolio que, por cierto, dejaba fuera
también a las mujeres.
De ahí que, siempre según Turgot, aquellos que no podían cubrir
estos gastos llevaran una precaria existencia bajo la autoridad de los
maestros o se fueran al extranjero privando a su país de una indus-
tria de la que se podría haber beneficiado. Los ciudadanos no po-
dían seleccionar a los que quisieran emplear y el trabajo más simple
sólo podía hacerse con trabajadores de los gremios, los cuales muy
a menudo, eran lentos, deshonestos, caprichosos y arbitrarios. Tales
abusos se veían favorecidos por el poder que se daba a los maestros
de unirse en una asociación contra el interés común y la sociedad
general, la moralidad, el progreso y la humanidad. Para nuestro autor,
todos los trabajadores, incluidos los extranjeros, tenían que ser libres
para ejercer cualquier comercio, técnica o profesión. Por eso, hay
que suprimir las corporaciones y los gremios (con algunas excepcio-
nes por motivos de seguridad y que deberían ser transitorias) que
obstaculizaban el ejercicio del derecho al trabajo, la libertad comer-
cial y la competencia, pues se confabulan entre ellos para subir los
precios en un ejercicio permanente de prácticas colusorias. El obje-
tivo era nada menos que introducir por primera vez la libertad de

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M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

trabajo en Francia. Los hombres tienen derecho a trabajar libremen-


te: es un derecho natural, un derecho inalienable de la humanidad
que el Rey debería asegurar a sus súbditos.
Sin embargo, el artículo 14 del Edicto es uno de los más polé-
micos porque prohíbe asociarse a los maestros, trabajadores y apren-
dices de los gremios y corporaciones: prohibimos igualmente a todos
los maestros, obreros y aprendices de dichos cuerpos y comunidades formar
ninguna asociación ni asamblea bajo ningún pretexto. En este sentido
se aprecia la influencia de las ideas de Turgot en la futura Ley Chape-
lier cuando afirma en su Preámbulo que ya no hay corporaciones en
el Estado, disueltas ante el protagonismo del interés particular de
cada uno y el interés general.29
Con este Edicto sumaba el Contrôleur Général otro enemigo más
a los muchos que ya se había granjeado por otros motivos: la peque-
ña burguesía (artesanos y comerciantes) que perdían sin compen-
sación alguna los privilegios de que disfrutaban, según Turgot, a
costa de los trabajadores. Pero, por otro lado, el Edicto de febrero
que abolió las corporaciones hizo pensar a muchos obreros que
podrían por fin dejar libremente a su jefe y buscar empleo a su gusto,
incluso por su cuenta. Sin embargo, ellos eran tan sólo el pueblo,
no contaban nada en el Estado. La popularidad de que gozaba Turgot
entre el menú peuple era, pues, como escribe significativamente A.
Neymarck, una popularidad inútil. De todos modos, todas estas
esperanzas enseguida se vieron truncadas por la destitución de Turgot

29. Véase «Edit de suppression», febrero 1776, en G. Schelle, op. cit., vol. V,
p. 252. En este asunto Turgot vuelve a recordar a Rousseau y su rechazo de los cuer-
pos intermedios que este último veía exclusivamente como defensores de intereses
particulares contrarios al interés general. P. Foncin opina que si Turgot hubiese auto-
rizado a los patronos y a los obreros a reunirse y a asociarse era de temer que muchos
de entre ellos no vieran en esta libertad más que un medio indirecto de restablecer,
bajo otro nombre, las corporaciones destruidas. También es verdad que, en el ar-
tículo X, el Edicto preveía algún tipo de representación para los artesanos de dife-
rentes oficios y de un mismo distrito que podrían unirse entre sí y elegir represen-
tantes ante la autoridad pública. Foncin considera esta medida como el germen de
las cámaras de industria y de comercio. Véase P. Foncin, op. cit., livre III, cap. II,
pp. 388 y 389.

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y el restablecimiento de los gremios. No obstante, los hechos dejan


su huella: a pesar de todo, escribe Tocqueville, todo este Edicto cons-
tituye una preparación para la Revolución.30

6. la oposición parlamentaria y la caída en desgracia

Desde el día de la presentación de los Edictos al Rey, los enemigos


de Turgot tuvieron tiempo suficiente para organizar la resistencia
hasta su presentación en el Parlamento fijada para el 9 de febrero de
1776. Hue de Miromesnil, al que, como a Turgot, Luis XVI había
pedido que pusiera sus ideas por escrito, escribió que las medidas
contempladas en dichas normas comprometían todo el equilibrio
social de la Monarquía. Por ello, el Parlamento registró el Decreto
de la supresión de la Caisse de Poissy, pero nombró comisionados para
examinar los otros Edictos. El 17 de febrero se declararon contrarios
a la supresión de la corvée y decidieron presentar remontrances al Rey.
El conflicto quedaba así formalmente declarado.
El Parlamento de París se había movilizado rápidamente, y utili-
zó todo tipo de recursos para desacreditar y difamar al Ministro. La
capital se llenó de epigramas, canciones y panfletos violentos y mali-
ciosos contra el Gobierno. Por otra parte, como se decidió castigar
a los autores de los panfletos, los magistrados aprovecharon la ocasión
para perseguir y condenar al autor de una obra dirigida contra las
clases privilegiadas, Les Inconvénients des droits féodaux, escrita preci-
samente por Boncerf, un empleado de Turgot. Su jefe le hizo llamar
a Versalles y lo apoyó públicamente para regocijo de sus amigos,
entre ellos el mismo Voltaire.

30. Para la cita de A. Neymarck, véase op. cit., p. 217, y para Tocqueville, «Notas
sobre Turgot», op. cit., p. 289. Todo este Edicto —escribe— democratiza la industria
rompiendo los lazos que asfixiaban cada provincia, sin reemplazar esta organización por
ninguna otra. En lugar de la policía de la comunidad sobre sus miembros, no pone más
que la policía del Estado. Da el ejemplo (para el bien, ejemplo tanto más peligroso) de la
destrucción súbita general y completa de instituciones antiguas que habían creado muchos
intereses, hábitos y derechos. Da muestras de ese desprecio democrático por los seres colec-
tivos, por las propiedades colectivas, que tan lejos iba a llevar la Revolución.

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En las remontrances se aducía que la supresión de la corvée iba contra


la justicia y el derecho de propiedad conferidos por la prerrogativa del
nacimiento y la posición. Denunciaban que con su abolición se inten-
taba establecer la igualdad de deberes y destruir las necesarias distin-
ciones sociales, lo que llevaría al trastrocamiento de la constitución
del Reino. La igualdad, cómo no, traería el desorden. Los parlamen-
tarios argumentaban que si se hacía pagar a los nobles un impuesto
por la redención de la corvée, se convertirían en contribuyentes como
cualquier otro súbdito, lo cual iba contra la historia y la tradición de
Francia, pues las distinciones y derechos de la nobleza y del clero están
ligadas a la constitución de la Monarquía. También argumentaba el
Parlamento que el Ministro estaba tratando de imponer un sistema
de igualdad que confundía todos los órdenes de la sociedad y del Es-
tado. Es verdad, sin duda, que Turgot estaba planteando la igualdad
fiscal, pues le parecía injusta e irracional una Administración que
hiciera soportar todas las cargas públicas a los pobres exonerando de
ellas a los ricos. Por eso, en su discusión con Miromesnil, deja claro
que los privilegios fiscales del clero y la nobleza son arcaicos y pro-
pios de los tiempos ignorantes del pasado y aunque si bien en ese mo-
mento no era posible abolirlos todos, había que ir poco a poco en esa
dirección. Además, la mayoría de los impuestos recaen sobre los ple-
beyos, y ya no se vive en unos tiempos en los que no cuente nada su
voz: si examinamos la cuestión desde el punto de vista de la humanidad,
es muy difícil aplaudir, como gentilhombre, el estar exento de impuestos,
cuando uno ve hacer la marmita de un campesino.31
Además, existe otro gran inconveniente: para eludir estos privile-
gios fiscales que debilitan la fuerza del Estado, el Gobierno se ve tenta-
do a adoptar medidas, como la multiplicación de los impuestos sobre
el consumo y las mercancías (octrois), para hacer pagar a los privilegia-
dos lo que, sin embargo, da lugar a todo tipo de vicios y abusos.
Respecto al Edicto sobre las corporaciones, el argumento del
Parlamento consistía en que violaba el derecho de propiedad de los
maestros; que fomentaba el individualismo contrario a la necesaria

31. «Observations du Garde des Sceaux (Miromesnil) et Réponses de Turgot»,


año 1776, en G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 183.

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subordinación y que como implicaba el afán de lucro, la licencia y


la insubordinación, produciría una degradación en la vida social. El
abogado de la Corona, Antoine Séguier, hizo un largo discurso en
el que defendía que eran precisamente las restricciones y las pro-
hibiciones la causa de la gloria, la seguridad y la inmensidad del co-
mercio de Francia.
En definitiva, eran demasiadas innovaciones contrarias al orden
político y a la constitución del Estado. No obstante las protestas, el
Rey obligó al Parlamento a registrar los Edictos el 12 de marzo de
1776 mediante un lit de justice. Luis XVI se mostró firme en esta
ocasión. Su Ministro le había preparado para los obstáculos que pon-
drían los privilegiados y que sólo la voluntad regia podría superar.
Por todo tipo de razones, era evidente que Turgot tenía como
enemigos a todos los que gozaban de algún privilegio, lo que en un
sistema como el francés del Antiguo Régimen significaba una gran
cantidad de individuos y grupos. Sólo faltaba el pretexto. La última
decisión que aceleró su desgracia fue la que se refería a la cuestión
de la política exterior francesa en relación a las colonias americanas
en su lucha por la independencia frente a Inglaterra. Turgot sim-
patizaba con los insurgentes, esperaba que la revolución triunfara y
estaba convencido de que era absurdo intentar oponerse a su inde-
pendencia porque todas las colonias acaban, tarde o temprano, se-
parándose de sus metrópolis. Le disgustaba también, por supuesto,
el monopolio y la exclusividad en el comercio colonial y creía que
ninguna nación podía legítimamente gobernar a otra.32
Por lo demás, Francia no tenía recursos financieros para finan-
ciar una guerra y no tenía nada que ganar con su implicación en el
asunto. La Marina y el Ejército eran débiles y, además, una guerra
haría imposible para mucho tiempo o incluso para siempre una

32. Véase C. Rodríguez Braun, La cuestión colonial y la economía clásica, Alianza


Universidad, Madrid, 1989, p. 34. A menudo se han reproducido las proféticas pala-
bras de Turgot dirigidas en una carta a J. Tucker: veo con alegría y como ciudadano del
mundo, acercarse un suceso que disipará mejor que todos los libros de filosofía los fantasmas
de la envidia comercial. Me refiero a la separación de vuestras colonias respecto a la metró-
poli que será bien pronto seguida de la de toda América respecto a Europa. Véase «Lettre
au docteur Tucker», 12 de septiembre de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 422.

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M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

reforma absolutamente necesaria para la prosperidad del Estado.


Desviaría las energías, los medios económicos y políticos y la aten-
ción de las reformas prioritarias. Sin embargo, Vergennes, jefe de la
política exterior, y Sartine, de la Marina, estaban convencidos de todo
lo contrario, y a estas alturas ya nadie confiaba en la permanencia
de Turgot en el Consejo.
Las intrigas habían comenzado y se multiplicaban de hora en
hora: desde los intentos del marqués de Pezay de desacreditar pro-
fesionalmente al Ministro revelándole al Rey sus previsiones para
los próximos presupuestos, o sacando a la luz historias del pasado
que afectaban a su familia, pasando por las falsas cartas que le fueron
mostradas al Monarca en las que Turgot supuestamente hacía comen-
tarios poco honrosos sobre la pareja real.
La Reina le mostraba claramente su frialdad y disgusto, sobre todo
a propósito de un nuevo asunto polémico: el que afectaba al conde de
Guines, amigo de Choiseul. Un diplomático que por haberse enri-
quecido ilícitamente había perdido su empleo como embajador en
Londres pero al que ella, sin embargo, seguía protegiendo. Tanto Turgot
como Vergennes, incluso el mismo Rey, estaban de acuerdo en retirar
a Guines del puesto, pero la influyente Reina se irritaba y echaba la
culpa de todo a Turgot. Aunque ya no podían devolverle el puesto
al Embajador, sí se le podía conceder el título de duque, y eso fue lo
que intentó María Antonieta por todos los medios a su alcance. De
acuerdo con Mercy, el embajador de María Teresa en Versalles, la Reina
llegó a considerar la posibilidad de enviar a Turgot a la Bastilla.
La posición del Ministro era ya insostenible. El Rey estaba can-
sado y los enemigos de Turgot lo sabían. Trudaine escribió a Turgot
advirtiéndole de que todos los parlamentarios consideraban el asun-
to de los Edictos el fin de su Ministerio y que eso significaría que
la autoridad del Rey quedará arruinada para el resto de su reinado.33

33. Véase G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 459.


Por otra parte, aunque todo este asunto debiera haber afectado sólo al Ministro
de Asuntos Exteriores, Vergennes, la realidad fue que afectó directamente a Turgot,
que parece tenía tendencia a inmiscuirse en los asuntos de los demás ministerios en
su afán de interesarse por todos los asuntos nacionales. J.P. Poirier también considera

87
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Además, Malesherbes, muy amigo de Turgot y muy apreciado


por el Soberano, decidió presentar su dimisión en abril. Malesherbes
había aguantado durante algún tiempo por Turgot, pero estaba ya
totalmente desencantado. Fue sustituido por Amelot, adicto a Maure-
pas y bien visto por la Reina que —para desesperación del Emba-
jador de Austria en París y de su propia madre, María Teresa— no
dejaba de entrometerse en los nombramientos del Consejo. María
Teresa temía que su hija se desacreditara de cara a la opinión mez-
clándose en la destitución de un Ministro que gozaba de una repu-
tación de hombre honesto.
Perdida la confianza del Rey, éste acabaría sustituyéndolo el 12
de mayo de 1776 por Jean Etienne Bernard de Clugny que, aunque
murió sólo cinco meses después de asumir el cargo, tuvo tiempo de
anular todas las disposiciones del Ministro saliente. Ocupó luego el
puesto Louis Gabriel Taboureau y después el propio Jacques Necker.34

que el propio Vergennes se había ocupado de que la responsabilidad del asunto caye-
ra íntegramente sobre Turgot (op. cit., p. 205). Además, hubo otro intento de desacre-
ditar al Controlador General: sacar de nuevo a la luz el Affaire de Guyane que se
remonta al Tratado de París (1763) que puso fin a la Guerra de los Siete Años. Perdi-
das las posesiones de Francia en América del Norte, Choiseul decide establecer en La
Guayana una nueva colonia que sirviera también como base militar para la defensa
de las pequeñas Antillas. El hermano de Turgot fue nombrado Gobernador y el caba-
llero de Chanvalon, Intendente. El resultado fue un fracaso absoluto. La falta de
previsión, la mala organización, las condiciones climáticas y las enfermedades diez-
maron a los colonos mientras el Intendente se enriquecía ilícitamente con las propie-
dades y bienes de los fallecidos. Turgot, abatido por el desastre humanitario, consi-
gue que Chanvalon sea declarado culpable, pero la Administración necesitaba un
chivo expiatorio que encontró fácilmente en el hermano del futuro Contrôleur Géné-
ral. Cuando éste asume el cargo en 1774, ya Chanvalon intentó que se reabriera su
caso, aunque no lo logró. De nuevo lo intentó en 1776. Y en 1781 —lo que dice
mucho sobre el carácter de Luis XVI— consigue que el Rey le indemnice por la
confiscación de sus bienes. Parece que el Monarca no había mostrado nunca su apoyo
moral y solidaridad a los dos Turgot en este caso. Véase la comunicación de Carol
Blum, «Les frères Turgot et L’Affaire de Guyane» presentada en el Colloque Interna-
tional Université de Caen-Château de Lantheuil 14-16 de mayo de 2003. La adver-
tencia de Trudaine en L. Say, op. cit., p. 165.
34. J.P. Poirier recuerda la larga lista de Contrôleurs Général del Reino de Francia
que siguió a la destitución de Turgot y que da idea de la inestabilidad y la dificultad

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Como refleja su correspondencia, Turgot estaba muy dolido con


Luis XVI porque se había mostrado frío con él y no le había comu-
nicado personalmente sus intenciones, sino que lo había hecho a
través de Bertin. Habla por eso del cruel silencio del Rey y se queja de
estar absolutamente aislado y de no recibir de Su Majestad ni apoyo
ni consuelo. Se justifica en todo caso ante el Soberano diciendo que
siempre ha buscado el interés del Estado y el bien público; que siem-
pre le ha sido leal y, sobre todo, que nunca le ha ocultado la verdad.
No tiene ningún remordimiento: admite que ha podido cometer erro-
res pero ninguno grave, y reitera que sus intenciones han sido siem-
pre las mejores. Advierte también al Rey sobre el futuro. Describe un
panorama alarmante: un Monarca débil, un Gobierno frágil y divi-
dido, todas las mentes en estado de fermentación, el Parlamento audaz
y más animado que nunca, déficit y resistencia a la necesaria econo-
mía y, por supuesto, todo ello se agravará si hay guerra con Inglaterra.
Por eso teme que algún día esos peligros quiméricos, que con hones-
tidad y confianza presenta al Rey, se hagan realidad.35
Probablemente, en una famosa carta que escribió en 1778 al Doc-
tor Price, un radical inglés partidario de las colonias americanas en
su lucha contra la metrópoli y autor de Observations on the Nature of

del cargo: a Clugny le siguió Taboureau y a éste Necker como director del Tesoro.
En 1781, este último fue sustituido por Jean François Joly de Fleury. Le siguió H.F.
Lefèvre d’Ormesson y a éste C. Alexandre de Calonne. Después vendrían Loménie de
Brienne y de nuevo Necker, en 1788. Véase J.P. Poirier, op. cit., p. 347.
35. Parece ser que Turgot envió cuatro cartas secretas de las cuales nos han llegado
dos. Como sabemos, en una de ellas escribió que el destino de los reyes jóvenes, dé-
biles, miedosos y tímidos era el de Carlos I de Inglaterra. Le muestra los peligros aun
a riesgo de disgustar al Rey, que nunca contestó estas cartas. «Lettres au Roi», en G.
Schelle, op. cit., vol. IV, pp. 442 ss. Según D. Dakin, Turgot se habría visto a sí mismo
como una especie de pedagogo que habría convertido a un Rey joven y bien intencio-
nado a sus principios justos y necesarios (D. Dakin, op. cit., p. 133). Incluso podría haber
esperado que con la edad y la experiencia, el Soberano admitiera la necesidad de llevar
a cabo reformas aún más radicales (ibidem, p. 131).
En cuanto a Maurepas, le escribe que él ya había pensado en la dimisión, pero
que no se había decidido porque temía tener que reprochárselo algún día y por sen-
tido del deber. «Lettre du Maurepas. Réponse de Turgot», 12 de mayo de 1776, en
G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 441.

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Civil Liberty, the Principles of Government and the Justice and Policy of
war with America (1776), Turgot pensara en sí mismo cuando afir-
maba que los esfuerzos de los verdaderos sabios y los verdaderos ciuda-
danos se ven obstaculizados por dos motivos principales: los secretos
intereses de poderosos particulares y los prejuicios de la multitud.
Sin embargo, resulta interesante acudir, una vez más, al abbé de
Véri en busca de alguna otra explicación de todo este asunto, pues
su buen amigo, aun reconociendo todas las virtudes del Ministro
(inteligencia, voluntad, capacidad de trabajo, etc.), alude también a
su falta de tacto y a su incapacidad para relacionarse y trabajar con
los otros ministros del Consejo. En efecto, da la impresión de que
Turgot, convencido de la bondad y necesidad de sus decisiones,
pretendía dirigir él solo el Gobierno con el apoyo incondicional del
Rey, dejando aparte al mismo Maurepas. Tal vez olvidaba que él era
una pieza fundamental del Ejecutivo, pero no su cabeza. Como vimos,
probablemente tampoco le acompañara el carácter. Tenía prisa por
hacer mucho y hacerlo bien, y eso le hacía poco condescendiente y
poco amable con todos aquellos que no comprendían sus intencio-
nes. A él le bastaba con el apoyo del Monarca; a él se confió comple-
tamente, y cuando le falló no tuvo más recursos a los que agarrarse.
Pero, como escribe D. Dakin, dadas las circunstancias, lo sorpren-
dente no es que Turgot perdiera el favor real; lo asombroso es que
fuera capaz de mantenerse en el cargo durante veinte meses.36

7. retiro y muerte temprana

Su muerte ministerial sin esperanza de resurrección (como él mismo


la califica) no suscitó ningún gran clamor y fue un éxito completo
para lo que Turgot denominó la liga por los abusos. Decidió retirarse

36. D. Dakin, op. cit., p. 148. En la carta dirigida a Price, confiesa el ya ex Mi-
nistro su incapacidad para desmontar las intrigas que se prepararon contra él por
parte de personajes mucho más hábiles en este tipo de asuntos. Sin embargo, insiste
en que no ha tenido ni tiene ningún interés en adquirir tal capacidad para manio-
brar dentro o fuera de la Corte.

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al castillo de la duquesa d’Enville en La Roche-Guyon para después


volver a París a la casa que había comprado en la rue de Bourbon.37
Aunque parece que estaba bastante afectado (porque de sus gran-
des proyectos apenas había quedado nada), buscó refugio, como
auténtico homme des lettres, en el estudio de las ciencias y de las
letras; proyectaba escribir un libro sobre moral y recuperó sus tra-
bajos científicos sobre geometría con el abbé Bossut, los estudios de
óptica y astronomía con el abbé Rochon y los de física y química
con Lavoisier. En su faceta literaria, escribió versos métricos (pensa-
ba contribuir a una reforma de la poesía aplicando algunas reglas
de la versificación griega y latina a la lengua francesa) e hizo traduccio-
nes, entre otros, de Ariosto, Horacio y Virgilio, porque siempre fue
un gran admirador de los clásicos.
También estaba pendiente de todo lo que se escribía fuera de Fran-
cia mediante una lectura continua de libros y prensa extranjera. Re-
cibía las visitas de personajes ilustres como el emperador José II de
Austria o el rey Gustavo III de Suecia, que ya le había mostrado por
carta su admiración y apoyo a propósito de «la guerra de las hari-
nas». Se carteó con grandes pensadores como David Hume, con B.
Franklin, a quien, como tantos otros franceses contemporáneos,
admiraba mucho y al que dedicó unos elogiosos versos por su de-
fensa de la libertad, o con el Doctor R. Price, como ya vimos.
La carta al Doctor Price sobre las constituciones americanas del
22 de marzo de 1777, a la que ya hemos hecho referencia, es justa-
mente famosa porque en ella, además de recogerse algunas ideas
políticas importantes de Turgot, se alude a las razones de su caída.
Es muy significativo que el ex Contrôleur Général se lamente de que
el autor de Importance of the American Revolution considere como
la principal causa de su cese el no haber tenido en cuenta la opinión
del país. Turgot quiere defenderse y responde recordándole, por un
lado, que el Parlamento no era precisamente el mejor intérprete de
dicha opinión (y aporta como prueba el que se negara a publicar

37. La cita en «Lettre au Du Pont de Nemours», de 5 de mayo de 1777, en G.


Schelle, op. cit., vol. V, p. 523. Los Turgot habían vendido la casa familiar del Quartier
des Enfants-Rouges. Véase G. Schelle, Oeuvres de Turgot, op. cit., vol. I, p. 8, nota 3.

91
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

las remontrances a los Edictos) y, por otro, que él contaba con el


apoyo del pueblo de las provincias y de las masas urbanas. Por lo
tanto, desde su punto de vista, su caída se debe a la alianza de los
Parlamentos, la Corte, los financieros y el propio Maurepas (del que
dice que le hacía parecer ante el Rey como un loco, un économiste,
«un hombre de sistema»).
Además de seguir día a día con gran atención los sucesos de
América, el político jubilado acudía a las sesiones de la Académie
des Inscriptions et Belles Lettres a la que había sido elegido en 1776
y de la que sería nombrado presidente en 1778, pero se negó a escri-
bir nada que tuviera relación con el Gobierno o la Administración:
el ocio y la libertad total formarán el principal producto neto de los dos
años que he pasado en el Ministerio, escribe en junio de 1776.38
No obstante y, aunque nunca se quejó del Rey, se lamentaba de
no haber podido realizar sus proyectos en bien de su nación y en
el de la humanidad, pues no en vano estaba poseído por lo que
Malesherbes había calificado como la rabia por el bien público.39
No era el único en lamentarlo. El propio Voltaire escribiría que la
caída de Turgot supuso una enorme pérdida para todos los verda-
deros filósofos y los buenos ciudadanos. Y, en una carta enviada a
M. de Pomart poco tiempo después de la destitución del Ministro,
escribe: yo tenía esperanzas justificadas; veía dos verdaderos filósofos
en el ministerio; la tolerancia era el primero de sus principios. Además,
publicó en su honor una Épître à un homme sumamente elogiosa,
en la que describe al Ministro caído en desgracia como un héroe
incomprendido, un sabio, un ciudadano virtuoso, un nuevo Catón.
Cuenta Condorcet que lo que más afectó al ex Ministro de la Co-
rona fue la revocación de los Edictos sobre la corvée y las jurandes.

38. La Academia des Inscriptions et Belles Lettres había sido fundada en 1663 por
Colbert. Su tarea consistía en componer las inscripciones de los monumentos y las
leyendas de las medallas que se acuñaban a mayor gloria de Luis XIV. En 1776 se
añadieron las Belles Lettres y la Academia extendió sus ocupaciones a la historia, la
arqueología y el orientalismo. Véase M. Marion, op. cit., p. 3.
La cita de Turgot en «Lettre a Caillard», 24 de junio de 1776, en G. Schelle, op.
cit., vol. V, p. 448.
39. Citado por F. Alengry, op. cit., p. 122.

92
M I N I S T RO D E L R EY ( 1 7 7 4 - 1 7 7 6 )

Pero no escribió nada sobre esto. Ni siquiera quiso comentar el


Compte rendu de Necker de 1781. Decía al respecto que estaba se-
guro de que estaría lleno de mentiras sobre su administración y no
oculta que Necker le parece un personaje odioso. Pero, en general,
se lamentaba de ver cómo se había disipado un bello sueño y de cómo
se perdía el Reino de un joven Rey que merecía mejor suerte.40
Turgot murió el 18 de marzo de 1781, a los 54 años de edad. Junto
a él estaban sus amigas, la duquesa d’Enville y Madame Blondel,
así como Du Pont. Fue enterrado (no se sabe si habiendo recibido
o no los últimos sacramentos) en la capilla de la Église des Incurables
de París donde habían sido enterrados otros ilustres miembros de
su familia. Su muerte pasó bastante inadvertida, aunque Dupuy,
secretario de la Académie des Inscriptions et Belles Lettres, pronunció
un emotivo Elogio.
El abbé de Véri dejó escrito en sus Memorias cómo cambió la
opinión general respecto a Turgot después de su muerte. Parecía
que sus defectos se habían desvanecido y que sólo se recordaban sus
buenas cualidades. Pero, sobre todo, lo más interesante, es que ahora
aparecía como amigo del pueblo oprimido, como la única barrera
contra los depredadores y los opresores.41

40. Para Voltaire, véase P. Foncin, op. cit., p. 539. La desgracia del Ministro le
afectó tanto que llegó a escribir: desde que me arrebataron a M. Turgot, estoy muerto.
Op. cit., p. 129. La referencia a Condorcet en op. cit., p. 129 y el resto en G. Schelle,
op. cit., vol. V, pp. 440, 577 y 646 (sobre Necker).
41. Para la opinión de Véri, véase J.P. Poirirer, op. cit., p. 350. Respecto a las dos
queridas amigas de Turgot, la duquesa d’Enville era hija del duque Alexandre de la
Rochefoucauld; partidaria de las nuevas ideas, recibía en su salón en París y en la
Roche-Guyon. Ayudó a la familia Calas, a la que había rehabilitado su amigo Vol-
taire. Junto con su nuera, vería morir a su hijo, masacrado por la multitud en septiem-
bre de 1792 (véase E. y R. Badinter, Condorcet, Fayard, París, 1990, p. 536). Ma-
dame Blondel, para algunos la amiga preferida de Turgot, no tenía la misma alta
posición que la duquesa, pero también era una gran dama en la sociedad de la época.
Véase G. Schelle, op. cit., p. 46 y A. Neymarck, op. cit., pp. 342 ss.

93
Capítulo tercero
El progreso como filosofía de la historia

1. filósofo ilustrado y «hombre de sistema»

La actuación de Turgot como administrador y político no puede


entenderse plenamente sin examinar con detalle los fundamentos
filosóficos de su pensamiento, porque —como escribe F. Furet—
nuestro autor era un filósofo dentro de la Administración del Es-
tado, aunque su papel político haya ensombrecido un tanto su fi-
gura como pensador.1 Él mismo, con un afán claramente pedagó-
gico, se empeña en dar cuenta detallada de cuáles son los motivos
por los que toma determinadas medidas y de qué principios univer-
sales éstas se derivan, como es el caso, por ejemplo, de las instruccio-
nes a sus subordinados en el Lemosín, las Memorias dirigidas al
Rey, o los célebres Preámbulos de sus Edictos.
Precisamente, haber elaborado un sistema de pensamiento cohe-
rente del cual derivar actuaciones concretas y empeñarse como filó-
sofo en llevar a la práctica teorías de cuya bondad y necesidad apenas
dudaba le valió ya en su tiempo la curiosa acusación (de la que se
hace eco el propio Tocqueville) de ser un «hombre de sistema».

1. F. Furet, La Révolution, op. cit., p. 42. No obstante, Schumpeter rechaza tajante-


mente que el Ministro tuviera un sistema del que derivara sus actuaciones en el gobier-
no, e incluso escribe que era poco dado a someterse a principios abstractos. Considera
que Turgot no es un ejemplo de economista en acción, sino que se trataba solamente de
un buen y honrado funcionario público. Según su criterio, nada de lo que Turgot ha hecho
o ha tenido intención de hacer tiene relación particular alguna con ninguna doctrina, ni cien-
tífica ni de otro tipo. Actuó íntegramente como un funcionario insólitamente capaz que per-
cibe las corrientes de su época e intenta servirlas con espíritu práctico (op. cit., pp. 291 y 292).

95
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

En varios escritos de la época —y no sólo en los de sus enemi-


gos— se le acusa de doctrinario, inflexible y dogmático; de intran-
sigente, pedante y obstinado. Marmontel, aunque le considera una
persona íntegra, ajena a las maneras e intrigas de la Corte, le acusa
también él de ser un «hombre de sistema» cuyos sueños filosóficos
y especulaciones forman un sistema de perfección que sólo existe
en los libros. Morellet, para quien Turgot es un personaje excepcio-
nal, percibe en él una falta peligrosa de pragmatismo.2
Turgot es un hombre de letras, el típico ilustrado al que todo
interesa. Llama la atención su afán de conocimiento y la amplitud
de sus intereses (desde la ciencia, la religión, la economía, la políti-
ca y la filosofía, hasta el lenguaje, la literatura y la astronomía, entre
otras cosas). Alcanzar el conocimiento verdaderamente científico
era uno de los mayores propósitos de su tiempo y no puede negarse
que nuestro autor pretendía con sus investigaciones descubrir ver-
dades y principios eternos útiles para toda la humanidad. Él mismo
reconoce que nada le produce mayor satisfacción que el estudio, la
actividad más útil a los hombres: la luz que puede expandir un hombre
de letras debe, tarde o temprano, destruir todos los males artificiales de
la especie humana y hacerla disfrutar de todos los bienes que le ofrece
la naturaleza.3
Pero Turgot no se consideraba a sí mismo un «hombre de siste-
ma». Al contrario, criticaba a ese tipo de personaje como queda de

2. Véase para estos comentarios sobre la personalidad del Ministro, C. Dornier,


«La figure de Turgot et la crise de la monarchie: rhétorique des temoins (Beseneval,
Marmontel, Morellet)», Colloque International Université de Caen-Château de
Lantheuil, 14-16 de mayo de 2003.
3. Véase M.C. Henry (ed.), Condorcet et Turgot, Correspondance inédite, op. cit.,
p. 88. C. Rodríguez Braun, en su estudio preliminar de La teoría de los sentimientos
morales, cuenta que también A. Smith expuso en su curso de filosofía moral de la Uni-
versidad de Glasgow un amplio programa de investigación muy parecido, que conte-
nía estas materias: teología natural, ética, justicia, política y economía. Véase La teoría
de los sentimientos morales, Alianza Ed., Madrid, 1997, p. 11. (No es extraño, ya que
las semejanzas en cuanto a intereses, temas de estudio, método y, sobre todo, teorías
sobre la naturaleza humana, la historia, la sociedad, la economía, la política o la moral
son patentes entre Turgot y varios de los más reputados filósofos escoceses).

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E L P RO G R E S O C O M O F I LO S O F Í A D E L A H I S TO R I A

manifiesto ya en su discurso de la Sorbona del 3 de julio de 1750 Sobre


las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha procurado al
género humano y en su célebre Elogio de Gournay. Lo que nuestro
autor cree que debe entenderse por «hombre de sistema» (un «racio-
nal constructivista», podríamos decir en lenguaje hayekiano) es el
tipo de filósofo que se esfuerza por entender todos los fenómenos
de acuerdo con suposiciones arbitrarias; que quiere conocerlo todo,
explicarlo todo, arreglarlo todo; alguien que desconoce la inagotable
variedad de la naturaleza y aspira a someter el infinito a sus métodos
arbitrarios y limitados.
El espíritu de sistema pervierte la razón al basarse en una presun-
ción ciega y en suposiciones arbitrarias con las que se pretende expli-
carlo todo. Turgot se compadece de las naciones que —como en
tiempos de Licurgo— son conducidas por legisladores imbuidos de
ese espíritu. Defiende, por el contrario, la experiencia como fuente
de conocimiento, la importancia de tener en cuenta las circunstan-
cias e incluso el azar: más felices son las naciones cuyas leyes no han sido
establecidas por tan grandes genios. Ellas se perfeccionan al menos aunque
sea lentamente y con mil alternativas, sin principios, sin puntos de vista,
sin proyecto fijo. El azar, las circunstancias han conducido a menudo a
leyes más sabias que las investigaciones y esfuerzos del espíritu humano.4
No obstante, sugería también que el término no debía hacernos
olvidar que en un sentido filosófico tener un sistema significa soste-
ner unos principios apoyados en pruebas y de los que, lógicamente,
se derivan unas consecuencias. En este sentido, todo hombre que
piensa tiene un sistema. Es decir, un pensador puede ser calificado
como «hombre de sistema» en sentido positivo sólo si por eso enten-
demos que una persona deriva sus actuaciones concretas de una
doctrina o de una serie de principios en los que cree firmemente,
como es el caso del propio Turgot. En definitiva, existen dos senti-
dos del concepto que no se deben confundir.

4. «Sobre las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha procurado al


género humano», en G. Mayos Solsona (ed.), Discursos sobre el progreso humano,
Tecnos, Madrid, 1991, p. 24. Véase, Elogio de Gournay, Unión Editorial, Madrid,
2009, pp. 132-135.

97
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Además, en el citado Elogio de Gournay —escrito que, por lo


demás, refleja claramente sus convicciones liberales— Turgot afir-
ma que son precisamente los enemigos de toda reforma los que
acusan de homme à systèmes a todo aquel que pretende cambiar las
cosas; se trata de la típica acusación de todos aquellos que deseaban
perpetuar los abusos y es cierto que, en su caso, tales acusaciones
recurrentes procedían en su mayoría de sus adversarios.
Aunque él dice seguir invariablemente los principios que la teoría
y la experiencia le han demostrado, era consciente también de las
dificultades que existen a la hora de trasladar esos principios a la prác-
tica y de la necesidad de combinar las ideas generales con las circuns-
tancias concretas. Por eso escribe a su amigo Du Pont que, en la teoría,
las cosas se disponen tal y como deben ser, pero que en la práctica
existen miles de circunstancias que se complican hasta el infinito y
que hacen nacer dificultades que imposibilitan o dificultan mucho
lo que uno quiere hacer.
También en relación a otros asuntos, por ejemplo, el préstamo
con interés, se muestra Turgot amigo de la prudencia, ya que es
consciente de que en su época aún no se puede llevar a cabo la
«revolución» que haría falta, aunque sí se puede reflexionar y escri-
bir para ayudar a la difusión del conocimiento de los verdaderos
principios de modo que se pueda calibrar qué lejos se está aún de
ellos. Por otra parte, tiene la esperanza de que muchas de esas re-
formas llegarán en el largo plazo y que, mientras tanto, es preciso
acercarse a los objetivos deseados todo lo que se pueda. Para eso,
es fundamental cambiar las ideas del público Y, por último, tam-
bién en el «Projet de Mémoire au Roi» que dirigió a Luis XVI en
1775 con motivo del acto de su Coronación, afirma que es cons-
ciente de que deben tomarse medidas con prudencia para adap-
tar esos principios verdaderos a las diferentes circunstancias con
el objeto de preparar los cambios que la justicia y la sabiduría
hacen indispensables.5

5. Véase la carta a Du Pont de Nemours del 14 de julio de 1772 en G. Schelle,


op. cit., vol. III, p. 562. La «Mémoire sur les préts d’argent», en G. Schelle, op. cit.,
vol. III, p. 167 y p. 194.

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E L P RO G R E S O C O M O F I LO S O F Í A D E L A H I S TO R I A

No obstante, es cierto, que a pesar de estas declaraciones; a pesar,


sobre todo, de su experiencia de trece años como Intendente en Li-
moges, no puede negarse que Turgot posee una vena doctrinaria e
incluso utópica que nace de esa filosofía de la que hacía derivar todas
sus actuaciones políticas y administrativas. Como buen filósofo ilus-
trado francés, también él se movía entre la reforma posible y las as-
piraciones utópicas.

2. sensualismo y empirismo como fuente


del conocimiento

La teoría del conocimiento en Turgot es claramente sensualista y está


muy influida por la obra de John Locke, uno de los autores fetiche
de los ilustrados de la época.6 Como se refleja en el artículo «Exis-
tence» que escribió para la Enciclopedia en 1756, nuestro autor cree
que el mundo sensible existe, y refuta las tesis del idealismo, en
concreto de Berkeley, que negaba que la sensación respondiera a
una realidad fuera de nosotros. Así pues, Turgot afirma que los obje-
tos con sus cualidades propias existen con independencia de nuestras

6. Sobre la gran influencia de Locke en los pensadores del siglo XVIII, escribe Paul
Hazard: yo no sé si ha habido nunca un manejador de ideas que haya moldeado su siglo
de un modo más manifiesto que éste. Aunque también afirma que el siglo XVIII fue
lockeano y cartesiano, y esa ambivalencia aparecerá también en la obra de Turgot, lo
que para D. Dakin no deja de ser problemático. Véase P. Hazard, op. cit., p. 263 y
D. Dakin, op. cit, p. 344, nota 6. Este autor recuerda, asimismo, la gran influencia
del escepticismo de D. Hume por un lado, y del racionalismo de Malebranche, por
otro.
Turgot elogia a Descartes por haberse sacudido el yugo de la autoridad de los
antiguos, por atreverse a dudar de todo y porque de su celo contra los sentidos y los
errores a los que nos inducen, resultó el efecto de profundizar sobre cómo los senti-
dos nos dan a conocer los objetos. Según él, eso es lo que hicieron también Berkeley
y Condillac. Véase L. Chantrel y B. Prévost, «Progrès, économie et histoire chez
Turgot», Colloque International Université de Caen-Château de Lantheuil 14-16 de
mayo de 2003, cit., y R.L. Meek (ed.), «Plan de dos discursos acerca de la historia
universal», en Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humamo y otros
textos, FCE, México, 1998, p. 208.

99
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

percepciones. Más aún, el mundo sensible y la materia existen y son


la causa de nuestras sensaciones. Los objetos, presentes o evocados
por la imaginación, nos inspiran los sentimientos. Su presencia es el
motivo de nuestros deseos y temores. El deseo no es más que el senti-
miento de una necesidad. Por ejemplo, el deseo de saber o conocer
está fundado en la ardiente e indiscreta necesidad que llamamos curio-
sidad. Por tanto, la situación del hombre en la naturaleza en medio
de los otros seres, la cadena que sus sensaciones establece entre ellos
y él mismo y la manera en la que contempla sus relaciones con ellos
deben ser consideradas como los fundamentos mismos de la filoso-
fía, porque es preciso partir de la naturaleza tal cual es.7
Siguiendo de nuevo a Locke, nuestro filósofo cree también no
sólo que todas las ideas nos vienen de los sentidos, que ellas son los
signos mediante los que conocemos la existencia de los objetos
(aunque no los representen exactamente), sino también que todas
las ideas de las cosas que percibimos por los sentidos se reducen, en
última instancia, a una multitud de sensaciones. No existe ninguna
noción en el entendimiento humano a la que no se haya llegado a
través de una sensación y, como las sensaciones son hechos, si remon-
tamos esos hechos a sus causas tenemos que admitir la existencia
del mundo, como decíamos al comienzo.
En un primer momento, tan sólo se conocen las sensaciones
(ruido, calor, resistencia…) en una especie de caos, pero gradual-
mente el hombre aprende a distinguir las sensaciones que, a la larga,
serán nada más y nada menos que el germen de la razón. La razón
y las pasiones derivan asimismo de las sensaciones, y la imaginación
no es más que la memoria de los sentidos: las ideas nacen y se agru-
pan en nuestra alma casi sin saberlo. Las imágenes de los objetos nos
asaltan desde la cuna. Poco a poco aprendemos a distinguirlas, menos
en relación con lo que son en sí mismas, como en relación con nuestros
usos y con nuestras necesidades.

7. Artículo «Existence», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 532; R.L. Meek (ed.),
Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano, op. cit., p. 64. La cita de
Turgot sobre la curiosidad como necesidad en «Sur le jansénisme et le Parlement»,
en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 427.

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De la impresión pasiva e interna de nuestras sensaciones pasa-


mos a los juicios que hacemos sobre la realidad; esto es, a las ideas
abstractas con las que tratamos de comprender el mundo. Así, las
primeras ideas tienen cierta analogía con la imaginación y los senti-
dos que luego se pierde progresivamente con el desarrollo de las
ideas abstractas: las ideas de los primeros hombres se limitaron a los
objetos sensibles y, por consiguiente, sus lenguajes se concretaron a desig-
narlo. El conjunto de ideas abstractas y generales, desconocidas todavía
para gran número de pueblos, ha sido obra del tiempo, en consecuencia
sólo a la larga se llegó a conocer el arte del razonamiento.8
De esta manera el ser humano consigue adaptarse al entorno, es
capaz de comprender las fuerzas que operan sobre él y las circuns-
tancias con las que se tiene que enfrentar. Porque como la natura-
leza no deja nada al azar, los sentidos nos fueron dados para nues-
tra conservación y nuestra dicha. Por ejemplo, el amor entre los
padres o la ternura de la madre son necesarios para la educación de
los hijos, como la amistad y la compasión son sentimientos nece-
sarios para el mantenimiento de la sociedad.

3. la verdad existe: el conocimiento es posible

Turgot continúa su análisis en el marco de una visión razonablemen-


te optimista sobre la capacidad racional del ser humano. Hemos visto
que las ideas, también las más espirituales, derivan todas de los senti-
dos, por eso todas las ciencias tienen su origen en ellos: los conoci-
mientos más sublimes no son ni pueden ser sino las primeras ideas sen-
sibles desarrolladas o combinadas.9 Este sensualismo tiene claras
resonancias materialistas. Aprendemos por la experiencia. El conoci-
miento es fruto de la necesidad; primero es el hecho y luego la refle-
xión; el individuo teoriza y reflexiona incitado por sus propias nece-
sidades. De la necesidad de medir los campos, por ejemplo, se originaron

8. Plan de dos discursos, op. cit. pp. 201-202. La cita anterior en Cuadro filosófico,
op. cit., p. 64.
9. Ibidem, p. 60.

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los primeros elementos de las matemáticas, como de la conveniencia


de navegar o de trabajar la tierra se originan muchas otras ciencias, y
con ellas se acelera el progreso. De ahí la importancia de las artes me-
cánicas, muchas de ellas perfeccionadas durante la Edad Media.
De todos modos, nunca tenemos certezas absolutas, porque, como
el hombre conoce y juzga por sus sentidos, como sólo sentimos lo
que creemos sentir, este sensualismo contribuye a introducir cierto
subjetivismo y relativismo, pues podemos hacernos juicios falsos, ya
que no podemos fiarnos enteramente de las sensaciones. Además, la
abstracción, la memoria y la imaginación juegan un papel importan-
te en el conocimiento, y el poder del hábito y de las opiniones de la
mayoría es enorme: puede hacer parecer verdadero lo que es falso.10
Por eso, a través de sus sentidos el ser humano sólo puede perci-
bir los efectos que producen los fenómenos, pero no sus causas, ni
su sustancia. Hay que aceptar que ignoramos muchas cosas y que
existen problemas metafísicos impenetrables. Por ejemplo, es impo-
sible para nuestra razón conocer la naturaleza de Dios y del alma.
En el mejor de los casos, sólo podemos conjeturar hipótesis, tantear
explicaciones, hasta que podamos hablar de verificaciones con la
ayuda mutua de las diferentes ciencias. A pesar de todo, hay que
conservar la curiosidad para avanzar en el conocimiento, aunque
aceptando nuestras limitaciones y dirigiendo las operaciones de la
razón al conocimiento verdaderamente accesible. Porque el enten-
dimiento humano es perfectamente capaz de comprender el mundo
y el ser humano puede adquirir conocimientos verdaderos a través
de instrumentos como la lógica y las matemáticas. Si no podemos
llegar al absoluto, tal vez debamos conformarnos con lo posible, una
actitud genuinamente ilustrada y liberal.
De hecho, como escribe en su Plan de dos discursos acerca de la
historia universal, existen tres tipos de conocimiento (siempre pro-
vocado por las necesidades humanas) que se corresponden con tres
clases de percepción: el primero es el de las matemáticas. Es pura
combinación de ideas que busca la verdad mediante la dependencia

10. «Pensées diverses sur la morale», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 331.

102
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lógica y necesaria de las proposiciones. El segundo atañe a los obje-


tos externos, a lo más superficial de ellos y a su efecto sobre nosotros.
Es el terreno de las artes. El tercero se refiere a la existencia misma
de las cosas y se trata de la física. En estos dos últimos casos la verdad
reside fundamentalmente en la correspondencia con la realidad exte-
rior, en su conformidad con hechos reales, no ya en la comparación
de ideas entre sí.
A fuerza de agotar los errores (la historia de la ciencia muestra, por
ejemplo, que la verdad se alcanza sobre la ruina de falsas hipótesis),
se llega al conocimiento de un gran número de verdades, todas unidas
y relacionadas por un encadenamiento general. Además, el progreso
es acumulativo: los avances conducen a otros progresos.11
El crecimiento de la ciencia es irreversible e ilimitado. Hay que
ensayarlo todo, esperarlo todo, a pesar de que nuestros intentos sean
infructuosos porque nunca tendrá uno aquello que desespera cons-
tantemente de encontrar. El futuro está abierto a nuevos descu-
brimientos y progresos que llevarán al conocimiento de verdades
irresistibles y al perfeccionamiento de la moral, porque nuestro en-
tendimiento, siempre perfectible, está dirigido de forma natural a
la verdad y a la bondad. Por eso constituye un gravísimo error tratar
de parar el progreso, intentando detener las ciencias en el seno de los
conocimientos existentes en un determinado momento, o tratan-
do de fijar para siempre una lengua o incluso una constitución po-
lítica. La inmutabilidad, la inercia, el estancamiento, el aislamiento
son males que hay que evitar a toda costa.12

11. Según Bury, Turgot es honrado como economista y administrador, pero si hubiera
llegado a escribir sus Discursos acerca de la historia universal, que había proyectado a los
veintitrés años, su posición en la literatura histórica podría haber llegado a eclipsar los
otros títulos por los que merece ser recordado. La idea de progreso, Alianza, Madrid, 1971,
p. 142.
12. Véase «Autres pensées» (Fragments divers), en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 335.
La única excepción a este progreso ilimitado es el de la creación artística (pintura,
música, poesía…). Turgot consideraba que el conocimiento del arte está limitado por
su intrínseca naturaleza y que una vez alcanzada la perfección (como en el caso de
algunos poetas de la Antigüedad), sólo cabe la imitación. Véase R. Meek (ed.), Plan
de dos discursos, op. cit., pp. 219 ss.

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4. una teoría sobre el origen del lenguaje

Es el lenguaje el que hace que se transformen en ideas las sensacio-


nes (las primeras imágenes de los objetos que impresionan nuestros
sentidos) y, en gran medida, eso es lo que diferencia a los seres huma-
nos de los animales. La reflexión sobre el lenguaje, el lenguaje como
objeto de investigación, estaba de moda en la época en que escri-
bió Turgot, tanto entre los ilustrados escoceses como entre los pensa-
dores franceses. Nuestro autor publicó en 1750 un comentario a la
teoría del lenguaje de Maupertuis (Remarques critiques sur les Réfle-
xions philosophiques de Maupertuis), y la voz Étymologie para la Enci-
clopedia en 1756.
Para Turgot, el estudio de la poesía y de las lenguas, de su forma-
ción y transformación, facilita la comprensión de la historia, además
de manifestar el progreso del pensamiento, pues no en vano afirma
que las lenguas son la medida de las ideas de los hombres.13 El estudio
del lenguaje es importante también para el conocimiento filosófi-
co, porque las palabras, las expresiones filosóficas, cambian a menu-
do de significado, y de ahí la importancia del estudio de la etimo-
logía. Además, las personas dan significados diferentes a las mismas
palabras, por eso el conocimiento del lenguaje es imprescindible
para evitar errores. Hay que utilizar bien las palabras, los conceptos
y las definiciones, si bien Turgot, no deja de advertir en su artículo
que la etimología se basa más en conjeturas, suposiciones e hipó-
tesis que en certezas y que tendremos que asumir que ignoraremos
muchas cosas.
La teoría sobre el origen del lenguaje granjearía a Turgot la admi-
ración, entre otros, de Ernst Renan. De acuerdo con esta teoría, la
necesidad es también en este caso la que motiva la producción del

13. Cuadro filosófico, op. cit., p. 69. Turgot disfrutaba con las traducciones del
griego y del latín (por ejemplo, Horacio y Virgilio), también del inglés (Childe o
Tucker) y del alemán, y parece que fue el introductor en Francia de Ossian (poeta
que también interesaba a los ilustrados escoceses). Componía versos y prosa poética
y algunas de esas composiciones se las envió con seudónimo a Voltaire que, para de-
cepción del futuro Ministro, apenas apreció su valor.

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lenguaje, y seguramente el origen de una lengua esté en los gestos


y sonidos que expresan miedo, dolor, deseo…, yendo, una vez más,
de la sensación al signo.14 Por eso, las ideas de los hombres primi-
tivos se limitaban a los objetos sensibles y por consiguiente sus
lenguajes se limitaban a designarlos. Para expresar las primeras ideas
usaban metáforas. La mayoría de las palabras que expresan objetos
que no se captan por los sentidos son, por tanto, metáforas toma-
das de las cosas sensibles. Por eso la poesía está más ligada a lo primi-
tivo. Precisamente, todos los pueblos cuyas lenguas son pobres se
expresan metafóricamente: los signos del lenguaje se graban en el espí-
ritu todavía débil, se vinculan por medio del hábito y de la imitación,
primero con objetos particulares, para hacernos evocar más tarde nocio-
nes más generales.15
Todos los hombres tienen capacidad de abstracción y cada edad
aporta al tesoro común del lenguaje su contribución particular,
pero cuanto menos desarrollada está dicha capacidad, más necesi-
dad tiene de imágenes y metáforas y cuanto más se usen compa-
raciones y alusiones, se conseguirá menos claridad y exactitud. La
cantidad de ideas abstractas y generales ha sido, pues, obra del tiem-
po, un desarrollo histórico. Sólo a la larga se ha llegado a conocer
el arte del razonamiento. Se elevan por grados hasta las ideas de
seres invisibles y a las abstracciones más generales y se pueden apre-
ciar los escalones sobre los que se apoyan, las metáforas y las analo-
gías que les han ayudado, la combinación que hacen de signos ya
inventados.
Además, los pueblos entran en contacto entre sí, de manera que
sus lenguajes se mezclan, de modo que las lenguas crecen en comple-
jidad por el contacto entre unas y otras. Es un proceso que Turgot
valora muy positivamente, porque las civilizaciones se han desarro-
llado mediante el intercambio de bienes e ideas que el lenguaje
permite. La mezcla de pueblos facilita el progreso histórico. En

14. Véase D.K. Gore, «Turgot, Renan et le progrès», comunicación presentada


al Colloque International Université de Caen-Château de Lantheuil, 14-16 de mayo
de 2003, cit.
15. Cuadro filosófico, op. cit., p. 64.

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definitiva, el lenguaje es una herencia, siempre en aumento, que


se transmite entre las generaciones. Las lenguas son creaciones histó-
ricas y se perfeccionan con el tiempo. Por eso cada fase del deve-
nir histórico tiene su propio lenguaje. El desarrollo del lenguaje
consiste en una purificación progresiva que va quitando a la pa-
labra abstracta sus connotaciones sensibles originarias; es decir, va
perdiendo la relación que tenían con los objetos de los sentidos.
El progreso de la lengua especifica, simplifica y clarifica, y median-
te un proceso de imitación y mimetismo se va imponiendo el uso
de las palabras. Hay que introducir aquí un factor social: es el
pueblo el que hace los cambios y la elite la que fija el lenguaje me-
diante la escritura. Y es el uso común que hacen los hombres, pura
convención, lo que da sentido a las palabras. Lo que nunca debe
hacerse con el lenguaje (ni con la ciencia, el conocimiento o la polí-
tica), es tratar de fijarlo mediante reglas permanentes porque esa
es la causa su estancamiento.
Por tanto, con el paso del tiempo, el lenguaje pierde en imagina-
ción pero gana en precisión, haciendo posible el desarrollo de las ideas
y, sobre todo, permitiendo acumularlas y transmitirlas ayudando a la
difusión del conocimiento y al despliegue de la filosofía y de la cien-
cia. Pero este lenguaje debe ser un lenguaje claro, sin ambigüedades
ni retórica vana, como es, por ejemplo, el símbolo matemático. De
hecho, las matemáticas estaban llamadas a convertirse en el lenguaje
universal de las ciencias, en la forma ideal de conocimiento.
Sin embargo, el progreso de la lengua es involuntario e impre-
decible. Y ya sabemos que no es positivo que el lenguaje se fije dema-
siado, porque cuando cambian las lenguas se perfeccionan mucho.
Como en todo lo demás, no es bueno fijar nada definitivamente.16

16. «Recherches sur les causes du progrès et de la dècadence des sciences et des
arts» (Fragments), en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 118. Respecto a la expresión ma-
temática de los conocimientos, F.E. Manuel escribe que éste era también el ideal de
Descartes y que Turgot aspiraba a que todo el conocimiento, también las ciencias
sociales, pudiera reducirse a símbolos matemáticos. Incluso creía inminente la apli-
cación del cálculo de probabilidades al comportamiento humano. Véase The Prophets
of Paris, Cambridge, Harvard, 1962, pp. 43-44.

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5. la naturaleza humana: las pasiones y la razón

Si el progreso de la lengua expresa e informa siempre el de la razón


es porque para Turgot, como para los ilustrados escoceses a los que
lee y cita ya en sus años de estudiante, es evidente que existe una
naturaleza humana común, a pesar de que las diferencias en talento,
circunstancias, etc., provoquen una gran desigualdad en el camino
hacia el progreso. Hay diversidad de pueblos, pero siempre es el mismo
género humano: los mismos sentidos, los mismos órganos, el espectáculo
del mismo Universo han proporcionado a los hombres, en todas partes,
las mismas ideas, iguales necesidades e inclinaciones semejantes.17 Aunque
los hombres no son nunca los mismos, sí lo son las pasiones por las
que se rige su comportamiento. Por eso la historia es una fuente para
el conocimiento de la naturaleza humana de la que, además, se pue-
den extraer principios generales. No en vano el género humano se
presenta a la mirada del filósofo como un todo inmenso, con su
infancia y su desarrollo.
Esa naturaleza humana común puede comprenderse mejor ob-
servando a los pueblos salvajes (al estilo de los indios de América)
o bárbaros (como los turcos) que se encuentran en un nivel infe-
rior de desarrollo histórico. El salvaje depende de la naturaleza para
sobrevivir; está en contacto permanente con ella; limita sus deseos
a la satisfacción de sus necesidades presentes y sus pasiones son
tumultuosas, aunque, curiosamente, su avaricia y afán de riquezas
no es diferente de las de los hombres civilizados. Vemos bien en
estos casos cómo nuestras primeras ideas son sensaciones que de-
rivan de nuestros sentidos y de nuestras necesidades y que es la ne-
cesidad la que perfecciona el instrumento.18 Pero además de las

17. Cuadro filosófico, op. cit., p. 60.


18. La avaricia, en este caso, es un rasgo natural del carácter humano. Por eso,
preferir los salvajes a los hombres civilizados es algo ridículo, porque lo que algunos
consideran vicios de la civilización no son sino atributos del mismo corazón huma-
no («Lettre a Madame de Graffigny sur les Lettres d’une péruvienne», cit., pp. 241-
255). Por otra parte, la insistencia de Turgot en los efectos benéficos que para el
progreso tienen las pasiones y los vicios humanos, el egoísmo o la ambición, por ejem-
plo, hace pensar en B. de Mandeville. Así, Turgot escribe en su Cuadro filosófico:

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pasiones tumultuosas (avaricia, belicosidad…), estos pueblos cono-


cen también las «pasiones dulces» o tranquilas: el amor a la fami-
lia, la ternura maternal…, que a menudo se pierden al entrar en
sociedad y que habría que recuperar a través de la educación adecua-
da (algo que recuerda de nuevo vagamente a Rousseau) porque pa-
rece que la virtud nace de estas «pasiones dulces». Por ejemplo: la
sensibilidad por la desgracia ajena hace nacer la virtud de la cari-
dad. En definitiva, las pasiones tumultuosas dominan en los tiem-
pos bárbaros y se oponen a la razón; las «dulces» se desarrollan a
medida que la humanidad se perfecciona. Tan naturales y necesa-
rias son las unas como las otras, de modo que las fuerzas irraciona-
les tienen aquí una significación positiva.
Las pasiones son un principio de acción y, por tanto, de progre-
so. Incluso son las pasiones tumultuosas y peligrosas las que causan
las revoluciones porque todo lo que saca al hombre de la rutina,
todo lo que le anima, hace que avance el entendimiento humano y
acaba conduciendo a la verdad y al bien: las pasiones tumultuosas,
peligrosas, se han convertido en principio de acción, y, por lo mismo, de
progreso; todo lo que saca a los hombres de su estado, todo lo que pone
ante sus ojos escenas variadas, amplía sus ideas, las aclara, las anima,
y a la larga los conduce hacia lo bueno y lo verdadero, hacia donde los
empuja su inclinación natural.19 Es verdad, no obstante, que hay
pasiones que fueron útiles en la infancia de la especie humana y que
después se hacen superfluas en la era racional de la madurez.
Son, precisamente, las civilizaciones que no se mueven, las que
se estancan y degeneran. Los pueblos civilizados pierden pronto su
vigor y caen en la molicie y falta de vigor siendo presa fácil para los
nuevos conquistadores. Es curioso: el progreso no le debe tanto a

Atenas debió a los mismos vicios de su gobierno que la hicieron sucumbir ante Lacede-
monia esa elocuencia, ese gusto, esa magnificencia, ese esplendor en todas las artes que la
convirtieron en modelo de naciones (op. cit., p. 71).
19. Plan de dos discursos acerca de la historia universal, op. cit., p. 175. Incluso en
Roma, las guerras civiles fueron útiles a las letras y los talentos por el movimiento
que provocaron en los espíritus, sobre todo en las repúblicas. Véase «Plan Inachevé
de discours sur le progrès et la décadence des sciences et des arts», en G. Schelle, op.
cit., vol. I, p. 344.

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la razón como a las pasiones. Sin embargo, si el progreso y la civi-


lización implican el sometimiento de las pasiones tumultuosas a la
razón y el desarrollo y extensión de las «pasiones dulces», podría
pensarse que, a la larga, es inevitable que las sociedades caigan en esa
molicie que impide el progreso. Turgot escribe que la solución resi-
de en una disciplina inteligente que haga, por ejemplo, que el lujo
se mantenga dentro de unos límites moderados para que no llegue
a asfixiar las luces.20
Como hemos visto, la necesidad impele al hombre a desarrollar
su razón que es, en última instancia, el resultado de la sensación.
Primero es la experiencia, el hecho, y después la razón o la capaci-
dad de combinar ideas. Como la razón no es algo innato, se forma
y perfecciona a lo largo de la historia. Progresando, por ejemplo,
con la ciencia y la filosofía. Por eso está ligada a una etapa del proce-
so histórico haciéndose más indispensable a medida que la historia
aleja al hombre de la naturaleza.
El hombre, pues, se hace un ser razonable. La razón, el lengua-
je y la libertad es lo que, básicamente, le diferencian de los anima-
les, pues el sensualismo de Turgot no le permite hacer grandes di-
ferencias entre unos y otros. Pero la razón es imperfecta, tiene sus
límites y está sujeta a error. Es incapaz, como sabemos, de conocer
las sustancias y la esencia de las cosas, por eso su verdadera tarea
consiste en el conocimiento de la realidad material, de la verdad na-
tural, de lo que es útil y necesario, y en esa dirección habrá que re-
formar la educación. En ciertos casos, la razón puede ser incluso
impotente, dando la impresión de que son las pasiones las que
gobiernan el mundo porque, además, las leyes son muy débiles fren-
te a ellas. En cambio, la religión, la educación y las costumbres son
más eficaces. Por eso, la razón no es un principio director de la vida
social. Está claro que el desarrollo de las sociedades humanas no ha
sido guiado por ella. A los hombres les han guiado las pasiones sin
saber nunca qué metas se favorecían con ello. Los seres humanos no
han hecho conscientemente de la felicidad la meta de sus acciones.

20. Ibidem, p. 220.

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Eso sí, el mundo se ha movido hacia una dirección deseable, aunque


haya sido a través de pasiones tumultuosas y peligrosas. Es más, si
la razón hubiera prevalecido, el progreso se habría detenido.21

6. una lectura filosófica de la historia


con sus estadios de desarrollo

Escribe E. Cassirer en su emblemático estudio sobre la filosofía de


la Ilustración que deberíamos rechazar la tesis de que el modo de
pensar ilustrado es ahistórico: más bien, todo lo contrario. Lo que
ocurre, como observa J.B. Bury, es que en el siglo XVIII, sobre todo
a partir de mediados de siglo, el estudio de la historia sufrió una
verdadera revolución.22 Se cuestionan sus fundamentos y se racio-
naliza el método histórico buscando asimilar la historia a otras cien-
cias, por influjo de los cambios epistemológicos y de los progresos
científicos de la modernidad (Bacon, Galileo, Descartes, Kepler,
Newton o Leibniz). Y así, del mismo modo que existen leyes inmu-
tables en la naturaleza, debe haberlas también en la historia; leyes
invariables independientes de la voluntad humana, prototipos, prin-
cipios, cadenas de causas y efectos, causas generales (físicas, socia-
les o morales) que se pueden descubrir, como ocurre en las obras
de Montesquieu o de Voltaire que, no en vano, prepararon el cami-
no a seguir. Las ciencias ofrecen el modelo epistemológico, lo que
propicia una revisión del pensamiento histórico y social: ahora se
intenta aplicar métodos científicos al estudio de la sociedad y la

21. Por ejemplo, para evitar las guerras, las gentes se habrían mantenido aisladas
unas de otras con lo que habrían conservado siempre unas ideas limitadas y estacio-
narias y no habrían pasado nunca de la mediocridad, porque incluso la injusticia y la
irracionalidad pueden favorecer el progreso. No obstante, F.E. Manuel hace observar
que en el sistema teleológico de Turgot no está bien explicado cómo se pasa de la pasión
a la razón; de los elementos no reflexivos de la acción humana (placer, dolor, necesi-
dad…) a las fuerzas racionales que presumiblemente ya en la Ilustración comienzan
a asumir la dirección de la historia del mundo. Véase, F.E. Manuel, op. cit., p. 17.
22. E. Cassirer, The Philosophy of the Enlightement, Beacon Press, Boston, 1955,
p. 182. En cuanto a J.B. Bury, véase La idea de progreso, op. cit., pp. 142 ss.

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historia para hacerla inteligible, aunque Turgot admite que nunca


se alcanzará en ese estudio el grado de certidumbre que puede alcan-
zarse en las ciencias físicas.23
Una historia, además, que frente a Bossuet (cuyo Discurso sobre
la historia universal de 1681 leyó nuestro autor), parece ir abando-
nando la idea de Providencia, aunque todavía en su juventud escri-
biera el futuro Ministro que todo el Universo me anuncia un primer
ser. Por doquiera veo impresa la mano de Dios. Sin embargo, aunque
la Providencia aparece ocasionalmente como la guía o directora ocul-
ta del progreso de la historia, esta apelación no tiene ninguna función
real en su teoría y parece más bien una alusión retórica. En todo caso,
la actuación providencial es indirecta y remota, aunque el progreso
de la humanidad constituye el testimonio de la sabiduría de Dios.24
Turgot buscaba, como el Barón de la Brède, causas y efectos: causas
morales que son las que nos hacen contraer determinados hábitos (la
naturaleza del gobierno, la riqueza o pobreza de un país, las relacio-
nes de las naciones entre sí, etc.) y causas físicas (fundamentalmen-
te, el clima), y, al estilo de su admirado Voltaire, deseaba realizar una
historia universal razonada de la civilización. Nuestro autor preten-
de buscar un principio que ordene el aparente caos del mundo, que
sirva para desvelar los vínculos que unen determinados fenómenos,
y descubre que existe un significado de la historia universal: el que
le otorga el espíritu humano. Se trata de una interpretación de los
hechos de acuerdo con unos principios directores y con un sentido

23. Plan de dos discursos, op. cit., p. 212.


24. Las apelaciones a la Providencia aparecen, sobre todo, en su primer discur-
so de la Sorbona Sobre las ventajas que el cristianismo ha procurado al género humano.
No hay que olvidar que era el discurso que el prior pronunciaba delante de la asam-
blea del clero de la Universidad de la que formaban parte importantes prelados. Preci-
samente, Du Pont de Nemours, que fue el primero en editar las obras completas de
su gran amigo, suprimió las partes del texto que a sus ojos eran demasiado clericales.
De todos modos, Du Pont manipuló más de una vez los textos de Turgot suprimien-
do, añadiendo o corrigiendo el texto, lo que ya se permitía hacer en vida de Turgot,
a pesar de las amargas quejas de éste.
La cita de Turgot en Plan de dos discursos acerca de la historia universal, op. cit.,
p. 167.

111
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último: el progreso, porque el hombre, aunque sea ciega e incons-


cientemente, avanza y se mueve en la buena dirección.
Para él, la idea de progreso era una concepción organizativa como
podía ser la idea de Providencia para San Agustín o para Bossuet.
La historia, un escenario variado siempre en movimiento, de cambios
incesantes, oscilaciones, flujos y reflujos, adquiere una dirección y
un propósito: el progreso de la humanidad. Es constante e induda-
ble; una ley irresistible que, a pesar de los errores, impone a las gene-
raciones futuras las grandes adquisiciones intelectuales y morales de
los antepasados. Una idea que da unidad y significado a los aconte-
cimientos, aunque no se trata de una teología de la historia al estilo
agustiniano, sino de una verdadera filosofía. Una historia filosófica
del espíritu humano: esto es, la historia de sus ideas y de sus pro-
gresos. Como escribe en su Plan de una historia universal, su obje-
tivo es abarcar la consideración de los progresos sucesivos del género hu-
mano.25 Aunque tiene orígenes cristianos, la idea de progreso se
convierte aquí en un concepto moderno, secular y naturalista. Su
historia, al igual que su antropología, se define en relación a fenóme-
nos naturales, y lo interesante es averiguar las causas del progreso.
A grandes rasgos, cabe identificar causas particulares y generales,
físicas y morales. Por ejemplo, es importante, aunque sin exagerar,
la influencia de la geografía, pero también lo son las pasiones y las
acciones libres de los grandes hombres, y también la razón y la liber-
tad producen nuevos acontecimientos sin cesar.26

25. Precisamente, entre nosotros, Dalmacio Negro Pavón ha señalado los oríge-
nes y antecedentes de esta idea esencial del espíritu europeo en la teología de la his-
toria de la salvación desde S. Agustín a Bossuet, y recuerda que sin la idea de pro-
greso no tienen sentido la espera utópica en el hombre nuevo ni las filosofías de la
historia. Véase, en general, El mito del hombre nuevo, Encuentro, Madrid, 2009.
26. En su Plan de una obra sobre la geografía política de 1751 muestra Turgot un
gran interés por las relaciones entre la geografía, el clima y la política, anticipándose
según Meinecke, a la geopolítica moderna (F. Meinecke, El historicismo y sus orígenes,
FCE, México, 1983, p. 160). En cuanto al clima, a diferencia de Montesquieu, cree
que se ha exagerado su influencia y que la experiencia la desmiente. Prefiere descar-
tar primero lo que él llama causas morales y si por ellas no se explican los fenóme-
nos, recurrir a las causas físicas. Respecto a los grandes hombres, afirma que ellos son

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La historia reposa así sobre un movimiento permanente, rápido


y violento. Responde al juego de muchas fuerzas. Turgot insiste en
el movimiento, en el azar, en la mezcla y variedad de pueblos y
lenguajes; también en la influencia recíproca de unos y otros, en la
importancia de lo no planeado, de las consecuencias no queridas...
porque muchas cosas buenas se han hecho sin que lo supieran los
mismos que las provocaban: y los propios ambiciosos, al formar las
grandes naciones, han contribuido a realizar los designios de la Provi-
dencia, el progreso de las Luces y, por tanto, el incremento de la felici-
dad del género humano, aunque ésta no les hubiese preocupado lo más
mínimo. Sus pasiones, sus mismos furores, los impulsaron sin que supie-
sen bien dónde iban.27
La historia de la humanidad se desenvuelve siguiendo una serie
de etapas o fases, siendo la última la fase superior. Estas etapas o
edades se suceden de una forma necesaria y están encadenadas por
una serie de causas y efectos que unen el estadio presente con los
que le precedieron. El género humano se contempla como un todo,
y todos los pueblos arrancan del mismo punto de partida, porque
los hombres son iguales: tienen las mismas necesidades y las mismas
inclinaciones: en el progreso general del espíritu todas las naciones
parten de un mismo punto, caminan hacia un mismo objetivo, siguen
más o menos la misma ruta, aunque a pasos muy desiguales.28
Como es sabido, estas etapas se distinguen fundamentalmente
por la manera de vivir, el modo de subsistencia (caza, pastoreo y agri-
cultura), adelantándose en este punto, según varios autores, a las tesis

los que abren nuevos caminos al espíritu humano como es, por ejemplo, el caso de
Newton. Véase Plan de dos discursos, op. cit., p. 201.
27. Ibidem, p. 174.
28. «Etymologie», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 495. N. Elias recuerda que
Turgot no utilizó nunca el término «civilización», aunque sí tenía la idea de proceso
paulatino, de evolución desde el salvaje al hombre educado, y que esta tesis era en sí
misma una consigna reformista. Véase N. Elias, El proceso de la civilización, FCE, Mé-
xico, 1989, p. 95. Y R. Nisbet señala la gran influencia de Leibniz. Según él, el filó-
sofo alemán sentó las bases de una concepción de la ciencia del cambio social que
está detrás de la filosofía del progreso social y de la teoría de la historia del siglo XVIII.
Véase Cambio social e historia, Editorial Hispano Europea, Barcelona, 1976, p. 114.

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del materialismo histórico y al positivismo.29 De todos modos, este


materialismo subyacente que, por otra parte, ya se encuentra en los
economistas escoceses, no quiere decir que se subestimen otras consi-
deraciones como se ve, por ejemplo, en el caso del cristianismo que
supone para él una auténtica ruptura en la historia. Es decir, hay que
conciliar la necesidad física, las causas materiales, con causas de otro
tipo, si bien es cierto que el progreso de los pueblos ha sido fuerte-
mente influenciado por las condiciones materiales de existencia
aunque, a su vez, la libertad favorece la transformación de esas mismas
condiciones. En rigor, es la libertad la auténtica necesidad, el requi-
sito fundamental.
El género humano, las naciones igual que los hombres, pasa de
la infancia a la madurez en un proceso lento y gradual que va de la
barbarie a la civilización. No todos al mismo tiempo: algunos pueblos
se encuentran todavía en la infancia y otros están más avanzados.
Por eso, puede haber pueblos, como algunos indígenas americanos
del XVIII, que se encuentren en una etapa diferente a la de los euro-
peos de la misma época. Pero precisamente, las desigualdades de
desarrollo entre las naciones permiten al filósofo captar las diferen-
tes edades de la humanidad. La infancia en la que aún se encuen-
tran estas naciones sirve para revelar los fundamentos de la natura-
leza humana y los principios mismos del progreso porque los pueblos
menos desarrollados contienen también en germen el progreso de
la humanidad. Así, un estado de barbarie en el que predominan las
pasiones violentas (naturales y necesarias) se ve como un estadio
normal del desarrollo histórico.
Por otro lado, esa desigualdad en la marcha de las naciones se
debe a la variedad infinita de circunstancias históricas y a la situa-
ción geográfica. Aparte del hecho de que la naturaleza no reparte

29. Se afirma a menudo que nuestro autor desarrolló esta teoría al mismo tiempo,
aunque de forma independiente, que Adam Smith y otros filósofos escoceses, y que se
le puede considerar también un precursor del materialismo histórico del siglo XIX por
su insistencia en que las causas físicas, en concreto, el modo de subsistencia, explica el
desarrollo histórico. Véase R.L. Meek, «Smith, Turgot and the Four Stages Theory»,
History of Political Economy, vol. III, n.º 1, primavera 1971, pp. 9-27.

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igual los talentos, existen circunstancias propicias a que estos salgan


a la luz y puedan desarrollarse plenamente, y otras no lo son. Los
hombres de genio, hombres extraordinarios, agentes dinámicos del
progreso que inventan y abren nuevos caminos, aparecen con cier-
ta regularidad en el mundo. Sin embargo, el que puedan triunfar o
no, el que sean inmolados u olvidados, depende en gran medida de
que las condiciones en las que viven (también las condiciones eco-
nómicas y políticas), pero en especial la educación, sean o no favo-
rables a la maximización de los talentos. Por eso mismo, uno de los
fines de una buena sociedad debe ser el impedir que se pierdan o
se frustren estos talentos de los que tanto se beneficia el progreso
histórico.30
Una consecuencia relevante de esta visión de la historia es que
no cabe pronunciar un juicio absoluto sobre las diferentes civiliza-
ciones, pues en todas ellas existe la misma capacidad de progreso.
No se da una ruptura radical entre el hombre natural y el hombre
civilizado, modelado por la razón y la educación. Al contrario, se
da una continuidad, ya que se trata de etapas inevitables en el desarro-
llo del espíritu humano. No existe, pues, la alternativa hombre salva-
je (pervertido) y civilizado (bueno), o a la inversa. El historicismo
de Turgot borra esa oposición; no hay mito del buen salvaje. Toda
la humanidad está vinculada a un solo destino, a todos espera la
misma meta, aunque el criterio para juzgar y valorar los progresos
históricos es siempre el de la Ilustración: desarrollo económico,
avance de las ciencias y las artes, perfección de los gobiernos, tole-
rancia y libertad.
En cuanto al número de estadios por los que va pasando la his-
toria, basados en la manera de vivir de los hombres, nuestro autor

30. Como escribe G. Mayos Sonsola, a diferencia de Hegel y Comte, para Turgot
todavía es el progreso un proceso que depende en gran medida del azar, la casuali-
dad o el genio individual. De hecho, son los grandes hombres, como Colón o Newton,
los que pueden hacer avanzar el progreso y en ese sentido son insustituibles e irrepe-
tibles. Véase «Estudio preliminar», en Discurso sobre el progreso humano, Tecnos,
Madrid, 1991, p. LIV. (Por otra parte, esta conexión entre individuos geniales y
progreso histórico recuerda algunas de las tesis de Mill en On Liberty).

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explícitamente sólo define tres: el estadio de los cazadores, los


pastores y los agricultores cuya clasificación, según R.L. Meek,
puede haberse inspirado en un pasaje del Espíritu de las Leyes de
Montesquieu.31
En el primer estadio (que se habría conservado en su tiempo
entre los salvajes de América), los seres humanos viven dispersos,
son nómadas y se dedican a la recolección y la caza. Estos primeros
hombres no tenían la facultad de la abstracción, su lenguaje no esta-
ba plenamente desarrollado y no podían comprender las causas de
los fenómenos.
En la fase siguiente, en los países en los que existían determina-
dos animales, se fue introduciendo el modo de vida de los pasto-
res. Estos pueblos, al tener una subsistencia más abundante y se-
gura, son más numerosos y más ricos, sienten la ambición y la avaricia
y empiezan a conocer el espíritu de propiedad. Disponen de ocio
y, por tanto, de más deseos; conquistan otros pueblos y se mezclan
con ellos; se instalan en nuevos territorios fértiles y se convierten
en agricultores. Estos pueblos hacen muchos más progresos y como
la tierra enseguida alimenta a más hombres de los que hace falta para
cultivarla, aparecen gentes ociosas, una clase disponible.
A consecuencia de los excedentes de la agricultura, se forman las
ciudades, se desarrolla el comercio y surgen rápidos progresos de
todo tipo. También la división del trabajo, la desigualdad entre los

31. R.L. Meek se refiere a un párrafo del Libro I de la obra de Montesquieu en


el que éste escribe que las leyes guardan una estrecha relación con el modo en que los
pueblos se procuran el sustento: caza, pastoreo o agricultura. Véase su Introducción
al cuadro filosófico, op. cit., p. 13 y «Plan d’une ouvrage sur la géographie politique»,
(1751), G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 259.
Por otra parte, este mismo autor sostiene que la teoría de Turgot se corresponde
con los cambios y las nuevas circunstancias de su época; por ejemplo, el rápido pro-
greso económico, el surgimiento de una nueva clase de empresarios capitalistas o la
rápida transformación en algunas provincias avanzadas del norte de Francia de la vida
social debido a los profundos cambios en las técnicas económicas. De modo que se
podía comparar con las viejas formas de producción y sacar la conclusión de que
cambios en el modo de subsistencia provocaban cambios en la vida social (véase R.L.
Meek, Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios,
Siglo XXI, Madrid, 1981, p. 126).

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hombres, el sometimiento del sexo débil y, a la vez, un estudio más


profundo del gobierno. Las ciudades se desarrollan y los habitantes
de la ciudad, más hábiles que los del campo, desarrollan las pasiones
y el genio.
Es en el estadio agrícola en el que se acelera el progreso porque,
al necesitarse mayores conocimientos para dirigir los trabajos, se rea-
lizaron adelantos mayores. Por eso, no duda en identificar la etapa
última y superior con la verdadera civilización, porque algunos de
los efectos más importantes de la agricultura, el comercio y la indus-
tria fueron precisamente el establecimiento gradual del orden, el buen
gobierno, la seguridad y, sobre todo, la libertad de los individuos,
porque —como ha escrito R. Nisbet— ningún otro autor del siglo
XVIII había vinculado tan estrechamente el progreso con la libertad.32

7. una fe optimista en el progreso

Esta impetuosa fuerza universal que es el progreso del espíritu huma-


no puede entenderse como el despliegue de la razón, el conocimien-
to y la moral. Un progreso intelectual en el que puede distinguirse
el esbozo de tres etapas: la etapa teológica (idolatría), la metafísica
(filosofía) y la científica, y cuyo requisito fundamental es la liber-
tad, y muy especialmente la libertad de pensamiento que une Turgot
a la reivindicación de la tolerancia.33
Vemos que el progreso intelectual va unido al progreso moral,
una moral basada en la naturaleza humana y en el derecho natural.

32. R. Nisbet, «El progreso como libertad», en Historia de la idea de progreso, Ge-
disa, Barcelona, 1980, p. 254. De Turgot, su Plan para dos discursos, op. cit., p. 173.
33. Se ha escrito en más de una ocasión que Turgot prefigura la teoría de A. Comte
de los tres estadios (teológico, metafísico y positivo), porque en su segundo discurso
de la Sorbona habla de tres grandes sistemas que se suceden en el tiempo para expli-
carlo todo: religión, filosofía y ciencia. Véase, P. Foncin, op. cit., p. 12. Pero en Comte,
aunque el progreso es también el núcleo de todo su sistema, no se trata de un desarro-
llo indefinido, vago, del que sólo se dan tendencias generales, que es lo típico del
siglo XVIII, y tampoco parece que Turgot haya estructurado su historia rígidamente
de una manera tripartita. Véase J.B. Bury, op. cit., p. 145.

117
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

La naturaleza ha puesto en el corazón del hombre sentimientos fa-


vorables a la virtud. De hecho, el avance de la razón consiste en el
descubrimiento y aplicación del derecho natural, y ello constituye
el nuevo evangelio de la moral.
A diferencia de Rousseau que, en 1750, había ganado el premio
de la Academia de Dijon por su discurso sobre las ciencias y las artes,
Turgot se felicita por las ventajas que la ilustración y la civilización
han traído a los pueblos, siendo una de las más importantes la perfec-
ción de la virtud. Así, pues, a diferencia del ilustre ginebrino, la civi-
lización no fue un error. De todos modos, el progreso intelectual y
moral solamente es posible cuando está basado en el progreso mate-
rial que, a su vez, sólo es posible por la libertad económica. No hay
que subestimar el carácter económico de la noción de progreso,
fundado sobre el crecimiento y enriquecimiento continuo, porque
en esta visión naturalista y materialista de la historia el desarrollo
económico sostiene el desarrollo del espíritu humano.
La historia universal avanza firme pero lentamente, a través de
periodos de calma y de agitación, hacia una perfección cada vez
mayor, aunque —insiste nuestro autor— no todos los pueblos vayan
al mismo ritmo y no se haya buscado ese resultado de forma racio-
nal y mucho menos deliberada. Para el filósofo, si bien los hombres
no son conscientes, está claro que el género humano es un todo en
movimiento. Y aunque es cierto que existen épocas de decadencia
y barbarie, incluso en esas épocas oscuras hay una progresión que
no carece de importancia. Es decir, puede haber un progreso insen-
sible, escondido bajo el manto de la barbarie y la ignorancia. Aun en
tiempos de oscuridad, se prepara lentamente el advenimiento de
tiempos mejores: la masa total del género humano, con alternativas
de calma y de agitación, de bienes y males, marcha siempre —aunque
a paso lento— hacia una perfección mayor. Los hombres se van hacien-
do más humanos y mejores.34

34. Plan de dos discursos, op. cit., p. 175, y Cuadro filosófico, op. cit., p. 60.
Turgot pone el ejemplo de la Edad Media en la que hubo progresos en el comer-
cio, las artes mecánicas y los hábitos de la vida civil que ayudaron a preparar el adve-
nimiento de tiempos más felices. R.L. Meek señala la ambigüedad de esta tesis; por

118
E L P RO G R E S O C O M O F I LO S O F Í A D E L A H I S TO R I A

Por eso, en esta visión tan optimista de la historia, todas las expe-
riencias de la humanidad son indispensables. No hay que lamentar
las calamidades ni los errores. Aunque el mundo esté lleno de dolor
y sufrimiento, lo que ha pasado ha pasado para bien. En realidad,
toda mutación es para mejor: jamás se produjo una mutación que no
trajese consigo alguna ventaja. Todo cambio supone una nueva expe-
riencia, y por lo tanto es instructivo. En definitiva, la suma de bie-
nes es superior a la de los males.35
He aquí la gran confianza ilustrada en el poder de las luces y de la
razón. Ellas son más poderosas que la fuerza, por eso acabaron some-
tiendo a su influencia a los pueblos bárbaros. Una gran confianza en
la facultad de adaptación y de perfeccionamiento del ser humano que,
instruido por la experiencia, se hace día a día mejor y conoce cada
vez más cosas. Y no sólo esto, sino que los hombres son cada vez mejo-
res y también más felices. El hombre ha nacido para la felicidad y la
naturaleza otorga a todos, no sólo a una minoría, el derecho a ser feliz.
No es que Turgot niegue la existencia de obstáculos al progreso,
como la ignorancia (de la que se nutre el orgullo), los prejuicios
(que no son sino la expresión de las pasiones de la multitud), las
malas leyes o las malas instituciones, pero aun así parece creer que
los males que afligen a los hombres son artificiales y que la natura-
leza es siempre sabia y buena, y aunque pierda muchos de sus dere-
chos en beneficio del progreso, una razón verdaderamente ilustra-
da podrá reconstituir lo que el hombre ha perdido al no vivir ya en
estrecho contacto con ella. En este sentido la educación juega un
papel muy importante. El progreso, en definitiva, puede ser lento,
incluso no ser percibido, estar escondido o ser insensible, como
ocurrió durante la Edad Media pero, a pesar de todo, el bien queda
y la humanidad se perfecciona.

un lado, el progreso es en gran parte un desarrollo inconsciente pero, por otro, está
sometido a leyes. R. Meek, Turgot on Progress, Sociology and Economics, op. cit., p. 75.
35. Plan de dos discursos, op. cit., p. 177. Véase H.M. Charles (ed.), Correspon-
dance inédite, op. cit., p. 88. Según Manuel, Turgot salva así la idea de Providencia;
aun sin saber cómo, el mal sirve al bien, a un propósito divino y el progreso se con-
vierte en una parte de la apologética cristiana. Véase F.E. Manuel, op. cit., p. 47.

119
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Después de todo lo visto, no es de extrañar que en su Cuadro filo-


sófico, refiriéndose a la Francia de su época, exclame lleno de admi-
ración: finalmente todas las sombras se han desvanecido: ¡Cuánta luz
brilla en todas partes! ¡Qué cantidad de grandes hombres en todos los
órdenes! ¡Cuán grande perfección de la razón humana! 36 Todavía no
había llegado a la corte de Versalles...

36. Cuadro filosófico, op. cit., p. 83 y pp. 63-64. También, en carta a Condorcet de
16 de julio de 1771, escribe que, a pesar de todos los males que afligen a Francia, no
hay que desesperar y dejar de creer que algún día el progreso de la razón establecerá
por todas partes leyes justas que harán felices a los hombres, evitando así todas las re-
voluciones. Véase «Lettre a Condorcet», 16 de julio de 1771, en G. Schelle, op. cit.,
vol. III, p. 537. Como escribe I. Berlin, puede que el siglo XVIII sea el último periodo de
la historia de Europa occidental en el que se creía que la omnisciencia era un objetivo alcan-
zable (I. Berlin, El poder de las ideas, Espasa, Madrid, 2000, p. 75.

120
Capítulo cuarto
Moral y religión

1. cristianismo y progreso

Teniendo en cuenta que el progreso del espíritu humano supone


también el de la virtud, ¿qué papel ha jugado el cristianismo en su
desarrollo? He aquí una cuestión nuclear para evaluar la posición
de Turgot en el debate sobre filosofía y religión que apasionaba a los
principales ilustrados.
Según nuestro autor, en su discurso de estudiante Sobre las ven-
tajas que el establecimiento del cristianismo ha procurado al género
humano, el cristianismo ha sido indispensable para el perfecciona-
miento de la humanidad porque ha asegurado la continuidad del
progreso moral. La religión cristiana es una religión de amor, amor
a Dios y amor al prójimo que se convierte en hermano porque todos
los hombres son hijos de Dios y miembros de una misma familia.
El Dios del cristianismo es un Dios bondadoso que busca la felici-
dad de sus hijos. De hecho, es en la religión cristiana, que apela al
corazón humano, donde se encuentra la fuente de la felicidad. Se
trata de una religión y de una fe con un fuerte contenido sentimen-
tal: no en vano, el cristianismo reanima la sensibilidad que ya todo
hombre posee en su corazón.
La aparición del cristianismo supone una ruptura histórica verda-
deramente importante. Esta religión ha provocado una revolución
en las ideas y en los espíritus que ella ha iluminado. Ha corregido
las pasiones humanas al imponer un yugo sobre las mismas, ya que
su influjo dulcifica, modera y atempera. Ha contribuido a la paz

121
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

haciendo mejores y más felices a los hombres.1 Ha corregido tam-


bién las leyes, perfeccionado los gobiernos y debilitado el despo-
tismo gracias a las costumbres que ha inspirado. En definitiva, ha
puesto en juego los derechos de la humanidad. Pues aún, durante
los tiempos bárbaros, fue esta religión la que conservó en el refugio
de la Iglesia el conocimiento, la instrucción y la virtud. Por eso, para
Turgot, a diferencia de la mayoría de los filósofos ilustrados, la Edad
Media no es una época tan oscura de la que nada se pueda salvar.2
Es decir, el cristianismo es visto como un elemento de civiliza-
ción que ha propiciado ciertas virtudes sociales y ha mejorado el
arte de gobernar a los hombres. Fundamentalmente su contribu-
ción al progreso de la humanidad se basa en que ha establecido unas
costumbres inspiradas en la humanidad y la justicia, que han podi-
do frenar las pasiones humanas, ya que estas pasiones se dominan
mucho mejor a través de la costumbre que a través de las leyes. En
este sentido, se trata de una religión «útil». En todo caso, esta contri-
bución no se contempla nunca desde un punto de vista exclusiva-
mente teológico, sino desde una perspectiva histórica. Por eso, el
espíritu de los célebres discursos de la Sorbona (sobre todo del segun-
do, Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano) es
más filosófico que religioso, una tendencia que se irá acentuando
con el abandono de su carrera eclesiástica y el paso de los años.3

1. Me esforzaré en describiros a este principio siempre actuante después del estableci-


miento de la doctrina de Jesucristo, en medio del tumulto de las pasiones humanas, siem-
pre subsistente en medio de las revoluciones continuas que éstas producen, mezclándose
con ellas, dulcificando sus furores, atemperando su acción, moderando la caída de los Es-
tados, corrigiendo sus leyes, perfeccionando los gobiernos, volviendo a los hombres mejores
y más felices. Véase Discurso sobre las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha
procurado al género humano, op. cit., p. 5.
2. Nuestros teólogos escolásticos, tan desacreditados por la sequedad de su método, ¿no
habrían tenido —en el seno mismo de la barbarie— conocimientos más vastos, más se-
guros y más sublimes sobre los más grandes objetos? Ibidem, p. 9.
3. Como afirma G. Mayos Sonsola, Turgot convierte el tema clásico del elogio
de la religión en un novedoso y muy moderno elogio de las luces. Véase «Estudio pre-
liminar» en Discurso sobre las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha procu-
rado al género humano, op. cit., p. XXV.

122
MORAL Y RELIGIÓN

El Dios de Turgot está poco definido y, en todo caso, el primer


ser, la voluntad inicial de la que dependen el orden y el movimien-
to del universo, existe aunque no parece intervenir ni directa ni ex-
cesivamente en los asuntos humanos. Si la Providencia actúa, pa-
rece hacerlo, más bien, de modo remoto e indirecto. Podría calificarse
este planteamiento de una especie de cristianismo ilustrado, que en
las Cartas sobre la tolerancia, escritas entre 1753 y 1754, se parece
cada vez más a la religión natural tan de moda en la época. De hecho,
en estas cartas escribe Turgot que entre las ventajas que el cristianis-
mo ha reportado al género humano está, precisamente, la de haber
difundido la religión natural. El cristianismo, no sólo no se opone
a la naturaleza, sino que constituye la expresión de la verdadera
naturaleza humana. Se trata de una religión que enseña los deberes
del hombre hacia el Ser Supremo y el deber de justicia y benevolen-
cia hacia los demás hombres. Deberes que, además, conocemos me-
diante las luces de la razón: la moral tiene más que ver con los deberes
que con las virtudes.4

2. virtud y felicidad

Hemos visto que Turgot insiste a menudo en que el hombre tiene


derecho a ser feliz. Una felicidad que tiene mucho que ver con la
satisfacción de los deseos de nuestro corazón, con el placer, con una
vida en armonía con nuestras sensaciones que necesita, además, de
ciertos recursos materiales para hacerse efectiva. Una felicidad que
no puede separarse de la virtud y, puesto que la virtud a su vez va
unida al conocimiento y la ilustración, el progreso de la moral (gracias
en gran parte al cristianismo) lo es también de la felicidad. Sabios,
virtuosos y felices, ese podría ser el lema de Turgot, muy en la línea
de las enseñanzas socráticas.
Aunque no se trate de una moral innata, sus principios sí son na-
turales. Esto quiere decir que el hombre está naturalmente inclinado

4. «Lettre à Condorcet», 14 de enero de 1774, G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 664.

123
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

a amar la virtud; que la virtud es una predisposición que el hombre


puede o no desarrollar según la influencia de circunstancias exteriores,
como la sociedad en la que vive, las leyes o la educación. Una educa-
ción que más que imponer reglas debe formar hábitos y fomentar el
gusto por la virtud. Grabado en todos los corazones hay un instinto,
un sentimiento de lo bueno y de lo honesto. Los principios de la
moral se basan, pues, en la naturaleza humana. El hombre es un ser
moral. Así sucede en todas partes. Por tanto, Turgot acepta que se
puede ser bueno sin ser cristiano, porque existe una moral natural
igual para todos los hombres que se basa en su misma naturaleza,
aunque no hay que descartar que en su visión de la historia, esa moral
anterior a la revelación sea imperfecta. Porque como, por otra parte,
la moral no es relativa, pero sí perfectible a medida que avanzamos
en los estadios históricos, siempre se perfecciona. De ahí que poda-
mos deducir que una época anterior es siempre moralmente inferior.
Así, durante la etapa de la infancia de la razón o en los tiempos ante-
riores a la religión cristiana, no pudieron los hombres acercarse (salvo
excepciones) a la verdadera virtud, aunque la Providencia haya pues-
to en todos los corazones humanos el sentimiento del bien y de la
honestidad.5
Turgot es enemigo de la indiferencia y del relativismo porque,
como la moral se funda en la naturaleza humana, no varía en función
del tiempo y el lugar, aunque hay circunstancias, opiniones y prejui-
cios que exculpan ciertos comportamientos humanos. Cree, en efec-
to, que existen unos principios fundamentales que incluso han podi-
do descubrir filósofos de todos los tiempos como, por ejemplo,
Sócrates, ya que todas las verdades dependen mutuamente entre sí.
Es decir, las virtudes no se oponen entre sí las unas a las otras, como
no se oponen los deberes.6 Y la moral trata más bien de deberes que
de virtudes. Dentro del proyecto típicamente ilustrado de dotar a

5. Cuadro filosófico de los progresos, op. cit., p. 70, y «Lettre a Condorcet» del 14 de
enero de 1774, cit., p. 664.
6. Turgot expresa muy bien esa creencia que señala I. Berlin como típica del pen-
samiento político occidental, de que la verdad es un cuerpo único y armonioso de
conocimiento (Véase I. Berlin, op. cit., p. 92).

124
MORAL Y RELIGIÓN

la moral de una justificación racional, las verdades morales pueden


ser tan evidentes como las de la geometría. La moral puede reducir-
se a una ciencia de la observación que llevará a la preponderancia de
un tipo de conducta cuya exigencia será el altruismo: contribuir a la
felicidad del otro en una combinación de virtudes estoicas, de hu-
manismo cristiano y utilitarismo, aunque Turgot se niega a aceptar
la tesis de Helvétius de que si la gente se comporta correctamente es
por puro interés.
Es cierto que la moral se basa en el amour de soi, pero es un amor
ilustrado y no egoísta, regulado por la justicia. Porque no hay dicha
en las pasiones condenables.7 Los hombres tienen necesidad de amor
y no se mueven sólo por interés, sino que influyen en ellos los senti-
mientos morales y el sentido de justicia. La moral se funda sobre la
justicia y la justicia interesa a todos: a los individuos y a la sociedad.
Por eso dice no admirar las grandes realizaciones que se hacen a su
costa.
Sin embargo, este amor ilustrado no parece estar al alcance del
pueblo, sobre todo, al alcance de las clases inferiores de la sociedad.
A ellas las eleva moralmente la religión y ella les otorga su consuelo.
En este sentido, de nuevo la religión resulta útil, por lo menos en
tanto en cuanto el hombre no esté plenamente ilustrado. Incluso
podría pensarse que la religión es también un fenómeno histórico,
y que a medida que avance la civilización, los conocimientos, el
dominio de las pasiones y el uso de la razón, menos necesidad ha-
bría de religión. Pero ese progreso no se producirá mientras no se
elimine la persecución y la intolerancia y no se proteja y garantice
la libertad de conciencia. Como escribe Paul Hazard, la tolerancia
es ahora la virtud nueva de una nueva moral y, a menudo, su reivin-
dicación lleva a la exigencia de libertad política. Por eso Turgot se
va a convertir en su acérrimo defensor.8

7. Véase Plan de dos discursos, op. cit., p. 176.


8. P. Hazard, El pensamiento europeo, op. cit., p. 153.

125
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

3. la tolerancia

En la Francia del siglo XVIII, el catolicismo era todavía la religión


del Estado y la Monarquía se justificaba aún por derecho divino.
Las cuestiones religiosas estaban en el centro del debate filosófico
y político del siglo, y Turgot, como buen pensador ilustrado y hombre
de su tiempo, se contaba entre los filósofos preocupados por estos
asuntos.
Como es sabido, las persecuciones habían comenzado ya en tiem-
pos de Francisco I, pero fue Enrique II, esposo de Catalina de Médi-
cis, que le sucede en el trono, quien se comprometió con Felipe II
en el Tratado de Cateau-Cambrésis (1559) a perseguir la herejía.
Después de su muerte, su esposa Catalina (madre de los reyes Fran-
cisco II, Carlos IX y Enrique III) será algo más que testigo, durante
el reinado de su hijo Carlos IX, de la matanza de San Bartolomé
(1572). Únicamente con la llegada al trono de Enrique IV, yerno
de Catalina, se conseguirá la paz y el disfrute de cierta tolerancia
merced al célebre Edicto de Nantes (1598), fruto más del cansancio
que de otra cosa. Pero las fuerzas del sectarismo seguían muy presen-
tes: Enrique IV fue asesinado por el «tiranicida» Ravaillac y los hugo-
notes siguieron siendo una minoría mal integrada.9
Después de las guerras de religión del siglo XVI siguió habiendo
persecuciones por motivos religiosos, sobre todo a raíz de la revoca-
ción del Edicto de Nantes por Luis XIV en 1685. El duque de Saint-
Simon describió en sus memorias los dramáticos efectos de dicha revo-
cación: despobló gran parte del Reino, arruinó el comercio, llenó el
país de tormentos y suplicios y extendió el pillaje de los dragons. En
definitiva, asegura que toda Francia se llenó de horror y de confusión.10

19. Como recuerda Miguel Artola, no hay que confundir la tolerancia con la
libertad de conciencia. Así, por ejemplo, el Edicto de Nantes, una solución negocia-
da del conflicto religioso, entendía la tolerancia como privilegio, no como derecho,
creando una comunidad dentro de la sociedad. Pero es cierto que, en ocasiones, son
los mismos autores que escriben sobre este tema los que confunden los términos.
Véase M. Artola, Europa, Espasa, Madrid, 2008, pp. 291 ss.
10. La cita de Saint-Simon en G. Décote y H. Sabbah, XVIII e Siècle, Hatier, París,
1989, p. 81. Por eso afirma también M. Nebrera que Francia era más inquisitorial

126
MORAL Y RELIGIÓN

Por eso, durante la Ilustración la tolerancia se convierte en la


virtud que más promocionan los filósofos, incluso con las limita-
ciones que impone el despotismo ilustrado. Además del interés de
esta época por otras civilizaciones y culturas que ayudaba a difun-
dir el relativismo y fomentaba el rechazo de todo dogmatismo, la
libertad de conciencia y de pensamiento se encontraba en el núcleo
del proyecto ilustrado de emancipación del ser humano. Dicha
emancipación exigía que, en el mejor de los casos, la religión se en-
tendiera como un asunto exclusivamente privado en el cual el Es-
tado debía abstenerse de intervenir. Porque, además, la ausencia de
certidumbre existente en materia de religión constituía otro pode-
roso argumento a favor de la tolerancia.
El optimismo ilustrado confiaba, asimismo, en que la difusión
de una correcta educación (lo que casi siempre quería decir una
educación libre de la intromisión de la Iglesia) favorecería la tole-
rancia que, junto con la libertad, eran requisitos indispensables para
el desarrollo de la razón. Sólo la extensión de las luces podía acabar
con la ignorancia y la superstición que subyacen a la conducta de
los intolerantes. Para atacar la intolerancia y el despotismo Turgot
cree que es necesario basarse en ideas justas. Con honestidad todo
se puede decir, y más aún si se acompaña lo que se dice con el peso
de la razón, ya que la verdad tiene, sin duda alguna, el poder de
convencer.
Los argumentos típicamente ilustrados a favor de la libertad de
conciencia y de la tolerancia se encuentran bien resumidos en la
Enciclopedia. El artículo Tolérance es contemporáneo del Affaire
Calas que dio lugar al célebre Tratado sobre la tolerancia de Voltaire,
y recoge la influencia de P. Bayle, Locke (un autor clave para enten-
der la defensa de la tolerancia fundamentalmente por parte de los
philosophes) y Montesquieu. Según el autor del artículo de la Enciclo-
pedia, probablemente Romilly, la tolerancia era necesaria para el li-
bre ejercicio de la razón. Los hombres son seres falibles e ignorantes

en tiempos de Voltaire que en el final de la Edad Media. Véase «De la tolerancia y


sus símbolos o la imposibilidad de teorizarla (Voltaire entre dos mundos)», Sistema,
n.º 148, 1999, p. 114.

127
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

con un conocimiento limitado, aunque la verdad llegue siempre a


imponerse a través de la reflexión y la persuasión racional. La Igle-
sia debe limitarse a su propio ámbito y no invadir el de la autoridad
civil porque, en definitiva, la intolerancia, hija de la ignorancia y el
fanatismo, es contraria a la paz y la prosperidad. La tolerancia es
una virtud social necesaria para el bienestar y la felicidad del Estado
porque, como escribía Hume, los progresos de la razón y la filosofía
sólo son posibles en una tierra de tolerancia y de libertad porque la
superstición es enemiga de la libertad civil.11
Por eso, el futuro Ministro de Luis XVI había defendido ya la
tolerancia en los tiempos de sus estudios en la Sorbona. Se sabe,
además, que discutía sobre este tema con sus amigos y condiscípu-
los mostrándose siempre a favor de la libertad de opinión. De hecho,
siendo todavía un estudiante, entre las materias que pensaba tratar
en el futuro y que recogió en una larga lista, se encontraba «la nece-
sidad de la tolerancia».
Además, en 1767, siendo ya Intendente, salió en defensa del Beli-
saire de Marmontel en un momento en que la Sorbona condenaba
por impías y peligrosas ciertas proposiciones de la obra. Lamentaba
también las querellas entre jansenistas y molinistas porque en el fondo
obedecían a intereses políticos y agitaban al Estado, y tradujo también
la obra de J. Tucker en la que se trataba de justificar la tolerancia que
un anglicano exigía para los disidentes.12

11. D. Hume, Ensayos Políticos, op. cit., p. 93.


Pero es, ciertamente, el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire la obra más impor-
tante de este periodo, convertida en todo un clásico que, como a menudo se ha seña-
lado, inaugura el compromiso del intelectual con la denuncia de los abusos del poder.
De hecho, Voltaire defendió a la familia Calas porque creía que su defensa intere-
saba a todo el género humano y, verdaderamente, la influencia de esta defensa de la
tolerancia en la Ilustración fue decisiva. Como es sabido, Voltaire pidió la revisión
del caso y obtuvo la rehabilitación del inocente ajusticiado. Turgot tuvo la satisfac-
ción en uno de sus viajes a París desde Limoges en 1765 y en calidad de magistrado,
de participar en la revisión de la sentencia. Véase G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 39.
12. Véase Les trente-sept vérités opposées aux trente-sept impiétés de Bélisaire, censu-
rées par la Sorbonne, par un bachelier ubiquiste (es decir, no adscrito a ningna facultad).
Marmontel explica en sus Memorias cómo Turgot se burlaba de la estupidez de los
doctores de la Sorbona recurriendo a la ironía, a sus conocimientos de teología y al

128
MORAL Y RELIGIÓN

Con todos estos precedentes, no es extraño que más adelante,


siendo ya Ministro, a propósito de la ceremonia de consagración de
Luis XVI, preparara —como hemos visto— una Memoria confi-
dencial para el Monarca en la que exponía sus principios sobre el
asunto de la tolerancia religiosa. Y años más tarde, ya alejado del
poder, en la carta escrita el 23 de marzo de 1778 al Doctor Price,
aunque elogia al pueblo americano al que califica como la esperan-
za del género humano, no por ello deja de criticar una disposición
constitucional en la que se establecía la inelegibilidad del clero, lo
cual le parecía otro rasgo de intolerancia (esta vez contra los que
siempre la habían defendido). Además, consideraba sumamente peli-
groso que esta disposición hiciera del clero un cuerpo extraño dentro
del Estado, cuando el eclesiástico sólo debe ser un ciudadano más.13
Ninguna de estas ideas era nueva: habían aparecido ya más desarro-
lladas en las cartas que Turgot había dirigido a un «Gran Vicario»
en 1753 y en 1754, justo en el momento en el que estallaba un nuevo
conflicto entre la Monarquía y el Parlamento a propósito de cuestio-
nes religiosas y políticas. Sobre la identidad de este «Gran Vicario»,
aún hay discusión. Algunos creen que se trataba de su antiguo condis-
cípulo, el mayor de los hermanos Cicé, futuro obispo de Auxerre,
aunque otros piensan que probablemente fuera Brienne o, quizás,
Morellet. Brienne podría ser, además, el presunto autor de una obra
titulada El Conciliador, delante de la cual fueron publicadas las dos
cartas de Turgot; aunque otros, como P. Foncin, afirman que El
Conciliador lo escribió el propio Ministro.14

empleo de la buena lógica. Marmontel, op. cit., p. 283. En cuanto a Tucker, defiende
la tolerancia con argumentos utilitaristas, de tipo comercial, típicamente británicos.
13. R. Price publicó en 1785, en Londres, muerto ya Turgot, sus Observations on
the importance of the American Revolution and the means of making it a benefit to the
world, to which is added a letter from M. Turgot.
14. G. Schelle parece haber establecido definitivamente que El Conciliador no es
obra de Turgot. Además, aunque este último reconoce que comparte las ideas expresa-
das en ese escrito, insiste en que no es una obra suya. Véase G. Schelle, op. cit., vol. I,
p. 53.
El Conciliador, o Lettres d’un ecclésiastique à un magistrat sur les affairs présentes, es
del año 1754, y parece que apareció a propósito de las discusiones entre los jansenistas

129
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

En todo caso, queda claro que la convicción de nuestro autor de


que la tolerancia era un requisito indispensable en una sociedad en
la que debiera florecer la libertad y la prosperidad venía de lejos
—de sus años juveniles— y no cambió nunca en lo fundamental.

4. religión natural, religión protegida,


religión tolerada

Al analizar el contenido de las cartas, encontramos en ellas varios


presupuestos típicamente ilustrados. Así, por ejemplo, el convenci-
miento profundo de que la naturaleza de la religión cristiana es de
por sí contraria a la persecución, la violencia y la intolerancia. Como
también Voltaire, Turgot estaba convencido de que no podía ha-
llarse nada en los Evangelios que justificara la persecución, y asegu-
raba que la benevolencia y la tolerancia le eran inherentes y que los
signos característicos del cristianismo eran y debían ser la dulzura y
la caridad. Y añadía: por otra parte, la mayoría de los cristianos ad-
mite que el cristianismo no es lo mismo que el catolicismo; y los más

y los molinistas, en una situación en la que incluso se planteó suprimir los derechos
que se habían concedido a los protestantes franceses. Las ideas que se expresan en dicha
obra son, efectivamente, similares a las que expresa Turgot en sus cartas: la incompe-
tencia del príncipe para juzgar en asuntos de religión y la consiguiente necesidad de
separar la Iglesia del Estado; el reconocimiento del derecho de conciencia y la libertad
de opinión; el recordatorio de que el Evangelio es contrario a la persecución y de que
ésta también se opone a las luces de la razón.
Por eso P. Foncin cree que fue el mismo Turgot el autor de este texto. Véase su
Essai sur le ministère de Turgot, op. cit, p. 12. Sin embargo, E. Faure afirma tajan-
temente que es chocante (se refiere a que la forma de escribir de Turgot no es espe-
cialmente brillante y que resulta fría como el mármol) leer en la colección de obras de
Turgot el texto intitulado Le Conciliateur, sobre cuya autoría se duda entre Turgot y
Brienne. El fondo podría ser de Turgot, pero la forma presenta un contraste tan grande,
y hay que decirlo, tal superioridad en relación a las páginas precedentes, que la conclu-
sión está clara. Véase E. Faure, La disgrace de Turgot, Gallimard, 1961, p. 52, nota 1.
Asimismo, F. Alengry cree que fue Brienne el destinatario de las cartas y quien es-
cribió El Conciliador y recuerda que Turgot repudió la paternidad de este escrito.
Véase F. Alengry, op. cit., p. 65.

130
MORAL Y RELIGIÓN

ilustrados, los mejores católicos, convienen en que menos aún es lo mismo


que la intolerancia.15
Tampoco para él era la religión algo rígido y dogmático. En la
línea de los humanistas del siglo XVI, de Locke o, de nuevo, del pro-
pio Voltaire, creía que si se reducían los dogmas, las religiones se
podrían acercar. En realidad, se inclinaba hacia una religión natu-
ral, un deísmo en el cual la mera existencia de un Ser Supremo bas-
taba para garantizar la racionalidad del orden natural. En este senti-
do, como dijimos antes, llegó incluso a afirmar que entre las ventajas
que el cristianismo había reportado al género humano estaba preci-
samente la de haber difundido y esclarecido la religión natural.
En realidad, estas ideas apoyaban la tesis de que el derecho natu-
ral era suficiente para que los hombres comprendieran cómo de-
bían comportarse. Como buen filósofo ilustrado, pensaba que la
moral se desprendía de nuestra propia naturaleza y que las leyes mo-
rales no eran, pues, arbitrarias. Los hombres, además, habían naci-
do libres e iguales y, más aún, habían nacido para ser felices. En su
segunda carta insistía en que ese era el destino que Dios quería para
el hombre, y que era un derecho que pertenecía a cada uno. Por eso,
el que oprime a los hombres se opone al orden de la Divinidad,
porque el principio según el cual nada debe limitar los derechos de
la sociedad sobre los individuos es falso y peligroso. Todos los hombres
han nacido libres y nunca estará permitido poner trabas a esta liber-
tad, a menos que degenere en licencia. Todo ello lejos de una concep-
ción pesimista y punitiva de la religión.
Otro de los motivos por los que la intolerancia es injustificable,
es que va contra la naturaleza renunciar a la libertad de conciencia
cuando lo que está en juego es la salvación del alma (argumento
que también se encontraba, por cierto, en la célebre Carta sobre la
tolerancia de Locke). Además, el error está unido a la naturaleza
humana, todos somos falibles, incluido el príncipe. Y esa es una de
las razones por las que nadie debe confiarle algo tan importante
como es una eternidad de felicidad o de sufrimiento.

15. «Deuxième lettre à un Grand Vicaire»,en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 425.
(Véase la traducción de estas cartas en el Anexo de esta obra).

131
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Es decir, el príncipe no es infalible; no tiene derecho a mandar


sobre las conciencias, porque ese derecho no pudo ser cedido por los
hombres al fundar la sociedad, y no existe deber alguno de obedien-
cia por parte de sus súbditos cuando el gobernante exige acciones o
comportamientos contrarios a lo que nos dicta la conciencia: ¿en base
a qué derecho me impedirá el príncipe obedecer a Dios que me ordena
predicar su doctrina? El príncipe se equivoca a menudo y Dios puede
ordenar lo contrario de lo que ordena el príncipe. Si hay una religión
verdadera, ¿a quien de los dos habría que obedecer?¿No es Dios el único
que tiene derecho a mandar? (…) Prohibir la predicación significa siem-
pre oponerse a la voz de la conciencia; significa siempre ser injusto; jus-
tifica la rebelión y, por lo tanto, ocasiona los más graves disturbios. En
cuanto se le contradice, el celo se inflama y lo invade todo.16
La sociedad no tiene poder de coacción sobre las conciencias,
por lo tanto no tiene derecho a expulsar de su seno a los que recha-
zan someterse a sus leyes religiosas por seguir sus convicciones, habi-
da cuenta de que los miembros de la sociedad tienen derechos que
ésta no puede hacerles perder mediante leyes injustas. Sin embargo,
los gobiernos se han acostumbrado a inmolar la felicidad de los súb-
ditos en el altar de los pretendidos derechos de la sociedad. Parecen
olvidar que la sociedad se ha creado para los individuos. Por eso, toda
autoridad que se extiende más allá de lo necesario es tiranía.17
La religión es, además, algo íntimo y personal cuya sinceridad sólo
puede juzgar la conciencia de cada cual. Si se quiere que la fe sea
sincera no se debe coaccionar la conciencia; sólo la fe sincera es váli-
da, porque a Dios sólo puede agradarle una fe verdadera. Si el hom-
bre yerra es asunto suyo, pues cada uno es responsable de sí mismo,
y la personalidad individual es el límite a la acción del Estado. Ni
siquiera —adelantándose al argumento de Mill, en On Liberty— el
que un hombre se equivoque sobre su propia vida otorga derecho
alguno a intervenir, y sólo Dios —añade Turgot— puede juzgar nues-
tras conciencias: no es el Estado el que debe, pues, juzgar de la sinceri-
dad de la creencia; se insiste una y otra vez en la responsabilidad de cada

16. Ibidem, p. 412.


17. Ibidem, p. 422.

132
MORAL Y RELIGIÓN

cual respecto a su salvación (…) En lo que a su salvación se refiere, el


interés de cada hombre es únicamente suyo; en su conciencia sólo Dios
es testigo y juez (…) El Estado, la sociedad, los hombres, nada tienen
que decir sobre la elección de una religión; no tienen derecho a adoptar
una arbitrariamente, porque la religión se funda en una convicción.18
Esta forma de entender la religión acabará conduciendo a un
punto fundamental: la separación de la Iglesia y el Estado, aspecto
sobre el que también insiste nuestro autor al afirmar que el prínci-
pe no puede ni debe juzgar en asuntos de religión, aunque no niega
que en la práctica la Iglesia y el Estado no estén ligados una a otro
por muchos lazos, pero esos lazos resultan abusivos y perjudiciales
para los dos en cuanto tienden a imponerse unos sobre otros.
Pero Turgot hace concesiones: está dispuesto —aunque por ra-
zones puramente pragmáticas— a permitir que el Estado proteja
una religión (limitándose a asegurar materialmente la existencia del
culto) aunque se sepa fehacientemente que no es verdadera, si con
ello se consigue un fin social. Nuestro autor distingue así entre una
religión protegida y religiones toleradas.
La religión protegida por el Estado será, lógicamente, la de la
mayoría de los ciudadanos que, probablemente, sea también la del
príncipe que gobierne. La protección del Estado no significa que
éste haya decidido defenderla por considerarla la religión verdade-
ra, puesto que ni el Estado ni el príncipe son competentes para deci-
dir sobre cuestiones de religión. Lo que ocurre es que si esa religión
cumple unos requisitos mínimos (es una religión «razonable»), resul-
ta útil para la sociedad que el Estado asegure su difusión sin prohi-
bir, por otra parte, la existencia de otras confesiones toleradas, que
deberán —ellas sí— financiarse por su cuenta, porque es el que cree
el que debe pagar.
Así, pues, deja claro que no pretende prohibir al gobierno toda
protección a una religión, puesto que está convencido de que los
legisladores hacen bien en presentar una fe a la incertidumbre de la
mayoría de los hombres, pues hay que alejarlos de la irreligiosidad

18. «Première lettre á un Grand Vicaire», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 388.

133
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

y de la indiferencia que ésta provoca en relación a los principios de


la moral.19
Desde otro punto de vista, debemos temer al fanatismo y al
combate perpetuo entre la superstición y las Luces. De ahí que
Turgot abogue nada menos que por una educación pública: se hace
necesaria una instrucción pública que llegue a todas partes; una educa-
ción para el pueblo que le enseñe la probidad, que le muestre un compen-
dio de sus deberes de una forma clara, y cuyas aplicaciones sean fáciles
en la práctica. Hace falta, pues, una religión difundida entre todos los
ciudadanos del Estado y que éste, en cierto modo, presente a su pueblo.20
Estaba convencido de que aún no era posible, sobre todo entre el
pueblo llano, separar la moral de la religión y que la irreligiosidad
podía generar en el pueblo un declive de los principios morales.
Se trata, como vemos, de una cuestión meramente práctica.
Turgot creía todavía que la religión era útil para la educación del
pueblo, y que sin ella se corría el riesgo de minar la moral. Hay,
además, un claro elitismo en esta suposición, pues es el pueblo ig-
norante el que necesita que el Estado elija por él una confesión en
la que creer, que le sirva de guía en su comportamiento moral.21

19. Como recuerda Laski, el siglo XVIII consiguió una separación entre la religión y
la moral que hizo diferente la sustancia de cada una para las distintas clases sociales. La
religión se convirtió en un asunto privado entre el ciudadano y su dios o Iglesia en el caso
de quienes tenían una posición; en el del pobre se hizo una institución con el contenido
social de una necesidad para el orden público. Véase H. Laski, op. cit., p. 147.
20. «Première lettre á un grand vicaire», op. cit., p. 388-389. Y añade: la política
que considera a los hombres tal y como son sabe que la gran mayoría es incapaz de elegir
por sí mismo una religión, y si la humanidad y la justicia se oponen a que se obligue a los
hombres a adoptar una religión en la que no creen, esa misma humanidad debe conducir
a ofrecerles el beneficio de una instrucción útil de la que puedan hacer uso libremente
(ibidem).
21. Condorcet cree que su amigo Turgot habría deseado una instrucción moral
para el pueblo separada de la religión, pero pensaba que el pueblo estaba aún muy
acostumbrado a la instrucción religiosa y al culto a cargo del Estado, con lo cual
una reforma en la educación popular tendría que esperar aún bastante tiempo.
Condorcet, Vie de Monsieur Turgot, Ed. Association pour la diffusion de l’économie
politique, París, 1997, p. 119.
Aunque hay que recordar que en otros escritos, como en La Mémoire sur les Muni-
cipalitès, redactada en 1775 por Du Pont de Nemours bajo la dirección de Turgot,

134
MORAL Y RELIGIÓN

Sorprende también cierta dosis de cinismo en la afirmación reite-


rada de que lo de menos es que esa religión protegida por el Es-
tado sea o no verdadera, pues lo importante es que sea útil a la so-
ciedad y al Estado. La sociedad puede elegir proteger una religión; la
elige como útil y no como verdadera. El que yo haya dicho que la socie-
dad debe al pueblo una educación religiosa, no se debe ni mucho menos
a los inconvenientes de una libertad ilimitada, puesto que yo quiero
—al menos en tanto en cuanto las opiniones no ataquen los princi-
pios de la sociedad civil— que con esta educación la libertad siga sien-
do ilimitada. Afirma que no existe contradicción en sus principios,
que lo que a él le preocupa es la ignorancia. El Estado debe ofre-
cer una instrucción útil y, para ello, debe juzgar sobre la utilidad
de una educación religiosa y puede establecer una, siempre que no
obligue. Cumple aquí el papel de un padre de familia que sólo
aconseja.
No obstante, Turgot deja claro que esa religión protegida debe
ser «razonable». Porque hay que decir que no todas las religiones
son adecuadas para ser adoptadas por el Estado. Una religión que pa-
reciera falsa a los principios de la razón y que se desvaneciera ante
sus progresos, no debería jamás ser adoptada por el legislador.22
En definitiva, el criterio de elección de una religión protegida es
el interés del Estado; la utilidad pública es la ley suprema.

se defiende claramente una instrucción pública no religiosa como remedio a los males
de Francia. Tocqueville comenta esta, para él, ingenua creencia en los grandes pode-
res de la educación, en sus Notas sobre Turgot, en El Antiguo Régimen y la Revolución,
op. cit., pp. 237 ss.
22. Y añade: hay que evitar construir uno de esos palacios de hielo que tanto les gusta
decorar a los moscovitas y que inevitablemente la llegada del calor destruye, a menudo
con un estrépito peligroso (…) Tampoco debería otorgarse una protección especial a una
religión que impusiese a los hombres multitud de cadenas que afectasen al estado de las
familias y a la constitución de la sociedad; por ejemplo, una religión que pusiera obstácu-
los al número y la facilidad de los matrimonios. Y tampoco estaría hecha para ser la reli-
gión pública de un Estado, una religión que hubiera establecido un gran número de dogmas
falsos y contrarios a los principios de la autoridad política, y que al mismo tiempo hubiera
cerrado toda posibilidad de retractarse de los errores que hubiese consagrado o incorporado.
En ese caso sólo tendría derecho a la tolerancia. Première lettre à un Grand Vicaire, op.
cit, p. 390.

135
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

5. la verdad victoriosa y los argumentos


utilitaristas

Sin embargo, al lado de estos párrafos contemporizadores, hay otros


que llaman poderosamente la atención por su radicalismo. Por
ejemplo, cuando afirma —de nuevo al estilo de los argumentos de
la Vindiciae contra tyranos— que el príncipe que es intolerante es
un tirano, y que por lo tanto la rebelión contra su poder está jus-
tificada: un príncipe intolerante es un tirano; y eso es lo que he preten-
dido demostrar. Si los súbditos están en situación de resistirse, su rebe-
lión será justa. Los ingleses han expulsado a Jacobo II como los portugueses
han depuesto a Alfonso que se divertía disparando con su carabina a
todo aquel que pasaba bajo su ventana.23
Además, en un ambiente de libertad, la verdad saldrá victorio-
sa porque si se le da la oportunidad de que se defienda a sí misma,
si se deja examinar lo falso, la verdad relucirá gracias a las virtu-
des de la libre discusión. El optimismo ilustrado vuelve al primer
plano cuando se indica en el texto que es la razón exclusivamen-
te, la que esclareciendo a todos los hombres sobre sus derechos,
puede establecer la paz entre ellos sobre la base de fundamentos
sólidos. He aquí el motivo principal por el cual debe predicarse
ardientemente la tolerancia. Pues, en cuestiones de religión, sin
duda alguna, los hombres están capacitados para juzgar sobre su vera-
cidad, pero no serán capaces de jugar sobre este tema ni sobre ningún
otro, si se mantienen sus opiniones en la esclavitud y si al imperio de
la verdad en sus almas se le oponen los intereses más poderosos, la
esperanza de la fortuna, el temor de perder los bienes, el honor o la
vida.24
La educación puede cambiar las cosas. Apreciamos en Turgot,
una vez más, el ideal socrático del intelectualismo ético: la maldad
se debe más a la ignorancia que a otra cosa. La verdad es hija de la
razón, lo que ocurre es que la razón se ve amenazada por la supers-
tición, fruto de la ignorancia; y la peor de las supersticiones, la más

23. «Deuxième lettre à un Grand Vicaire», op. cit, p. 421.


24. Ibidem, p. 413.

136
MORAL Y RELIGIÓN

peligrosa, es la de odiar al prójimo por sus opiniones. El despotis-


mo perpetúa la ignorancia, y la ignorancia perpetúa el despotismo.25
En el caso de que no consiguiera convencer a sus lectores con
estos argumentos, le quedan aún a Turgot otros de tipo más prag-
mático que aluden a la utilidad de la tolerancia. Son argumentos
que se basan en los perniciosos efectos que se derivan de la perse-
cución. La intolerancia no acaba con los desórdenes ni las dispu-
tas, sino que, por el contrario, es ella la que los provoca, pues la
opresión genera rebelión y lejos de acabar con los disidentes, la
persecución los une con lazos más fuertes. Por eso afirma con cier-
ta ironía que si se quiere acabar con las sectas no hay nada mejor
que concederles la libertad, pues esa libertad acabará por desunir-
las y debilitarlas. Es la persecución la que une a los fanáticos, y no
es la diferencia de opiniones, sino la intolerancia, la que se opone
a la paz. El príncipe sabio no proscribiría más que la intolerancia
porque la intolerancia es la causa de los desórdenes. Y añade: las
guerras albigenses y la Inquisición establecida en el Languedoc, San
Bartolomé, la Liga, la revocación del Edicto de Nantes, las vejaciones
contra los jansenistas; son sólo unos pocos ejemplos de lo que ha produ-
cido históricamente el axioma de una sola ley, una sola fe, un solo
Rey.26
Voltaire ya había denunciado el fanatismo de las guerras de reli-
gión en la Henriade, dedicada a Enrique IV y escrita en la Bastilla.
También Turgot insistía en que la intolerancia no conseguía una fe
sincera, sino pura hipocresía y falsas conversiones, pues la perse-
cución es inútil a la hora de provocar una creencia verdadera: a los
hombres se les conduce más fácilmente hacia la verdad mediante normas
de derecho público claras y bien establecidas, y mediante el poder de la

25. Plan de dos discursos acerca de la historia universal, op. cit., p. 188.
26. «Deuxième lettre à un grand vicaire», op. cit, p. 425. Probablemente, aunque
el argumento no aparezca en estas cartas, Turgot compartiría la tesis de que, además,
la intolerancia tiene consecuencias perniciosas para el comercio. En concreto, se pier-
den mano de obra y capacidades, como se puso de manifiesto con la revocación del
Edicto de Nantes en 1685, con la que Luis XIV, viejo y próximo a la Inglaterra de
los Estuardo, quiso proteger la verdadera fe.

137
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

razón, que mediante leyes que atacan las opiniones que los hombres
consideran sagradas.27

6. los límites de la tolerancia

Pero hay que aclarar que, por muy enérgica que sea la condena de
la intolerancia y la defensa de la libertad de conciencia, en ningún
caso concibe el autor (como, por otra parte, ninguno de los que
antes que él escribieron a su favor) que la tolerancia haya de care-
cer de límites. Para Turgot, el límite que debe conocer aquélla se
refiere al ateísmo (los ateos no son capaces de tener principios mora-
les y disuelven los lazos sociales), y aquellas sectas o concepciones
religiosas que defienden principios incompatibles con la continui-
dad de la sociedad y el Estado. O, como dijera Locke, que sostie-
nen ideas contrarias a la sociedad humana. En su primera carta escri-
be Turgot que ninguna religión tiene derecho a exigir otra protección
al Estado que no sea la libertad, aunque afirma que perdería sus
derechos a esa libertad si sus dogmas o su culto fueran contrarios
al interés del Estado. No obstante, reconoce que en ocasiones este
último argumento puede dar pretexto a la intolerancia, porque es
al poder político al que le corresponde juzgar lo que es o no es perju-
dicial para el interés del Estado, y porque este poder —ejercido por
los hombres— es a menudo dirigido por sus errores.
Pero este peligro le parece sólo aparente porque cree que los
convencidos de las ventajas de la tolerancia no harán de este princi-
pio un uso abusivo. Aunque también es cierto que Turgot corrige
este exceso de optimismo recordando a su interlocutor que nunca
hay que bajar la guardia, pues la intolerancia es como una hiedra que
se enrosca en las religiones y en los Estados, que los encadena y devora;
si se la quiere extirpar, hay que destruir hasta las últimas ramas. Si
queda una sola en tierra la hiedra renacerá de nuevo, y en materia de
opiniones las ramas echan raíces como las de la hiedra.28

27. «Première lettre à un Grand Vicaire», op. cit., p. 387.


28. «Deuxième lettre à un Grand Vicaire», p. 412.

138
MORAL Y RELIGIÓN

En definitiva, nuestro ilustrado se muestra fiel en estas cartas a


una de las ideas que considera la clave de todo su pensamiento: la
libertad individual. Libertad que no sólo garantizaría un sistema
económico basado en la propiedad privada, la competencia y la
libertad comercial, sino que florecería, además, bajo un poder po-
lítico limitado que reconociera como barrera infranqueable la li-
bertad de conciencia y de pensamiento. Por tanto, Turgot se mues-
tra en estas cartas muy cercano al liberalismo.
Su desconfianza respecto al pueblo, al que considera por su igno-
rancia necesitado de la tutela de la Iglesia y el Estado, y su confian-
za en los poderes casi milagrosos de la educación pública, le acercan
a esa filosofía que, según Tocqueville, le liga con los philosophes que
provocaron la Revolución. Una filosofía que defiende la necesidad
de hacer tabla rasa y construir un mundo nuevo con las herramien-
tas que proporciona a sus acólitos el poder absoluto del Estado.

139
Capítulo quinto
Ideas económicas

1. la economía como ciencia

Como es sabido, la política económica fue uno de los grandes temas


de la Europa de las Luces. Aproximadamente a partir de 1750 la
reflexión económica ocupó súbitamente un lugar que nunca había
ocupado antes, sintiéndose cada vez más la urgente necesidad de
una ciencia económica. Por eso durante una década, entre 1760 y
1770, Francia ostentó el primado de la reflexión económica.1 Proba-
blemente, en el caso de Francia, este gran interés tuviera mucho que
ver con la guerra de los Siete Años y la crisis de confianza provoca-
da por la derrota, la pérdida del Imperio colonial y, sobre todo, con
la política de granos, cuyo abastecimiento y suministro era una
importantísima cuestión política. En este momento queda claro
que de la economía depende, en gran medida, la prosperidad y la
felicidad de las naciones.
El mismo Turgot pensaba que la falta de comprensión de las verda-
des económicas simples, palpables y fundamentales era muchas veces
la causa de los errores funestos en la Administración, y recordaba a
este respecto las consecuencias del sistema de Law. Por lo tanto, una

1. Véase M. Albertone, «Economía política», en Diccionario histórico de la Ilus-


tración, op. cit., p. 286. Vincent de Gournay, mentor de Turgot, fue uno de los que
más estimularon y ayudaron a la traducción y publicación de obras económicas hacien-
do de Francia el centro de las discusiones más vívidas de la Europa de su tiempo,
aunque era Inglaterra, sobre todo por su libertad económica, la que normalmente
servía de modelo.

141
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

gestión eficaz del Gobierno y de la Administración debe apoyarse


siempre en el conocimiento de las leyes de la economía.2 Además,
como el progreso de los pueblos se halla grandemente condiciona-
do por sus condiciones materiales de existencia; como son las nece-
sidades las que, espoleando a las pasiones, hacen que el hombre actúe,
se entiende perfectamente que la economía juegue un papel suma-
mente importante en la historia. Y no es que el progreso de la histo-
ria se confunda con el aumento de la riqueza, pero es cierto que este
crecimiento es un componente más del mismo, y no de los menos
relevantes. Es decir, el crecimiento económico es un elemento clave
del progreso porque, entre otras cosas, supone también progreso en
términos de conocimiento y bienestar. Por tanto, hay una clara re-
lación entre progreso económico, intelectual y moral, que, sin em-
bargo, no se producirá nunca sin libertad, condición inexcusable del
progreso social; fundamentalmente la libertad económica.
Esa defensa de la libertad económica es, probablemente, una de
las ideas que más le acercan a los fisiócratas, aunque la relación entre
Turgot y los économistes ha dado lugar, como es conocido, a muchas
y distintas interpretaciones.3

2. Véase «Deuxième lettre à l’abbé de Cicé, 7 de abril de 1749, G. Schelle», op.


cit., vol. I, pp. 143 ss. Como escribe H.W. Spiegel, Turgot habla de leyes únicas y
sencillas basadas en la misma naturaleza; no en vano el término «equilibrio» procede
de las ciencias físicas. Y es que Turgot tomó las analogías mecánicas completamente en
serio. Véase Spiegel, El desarrollo del pensamiento económico, op. cit., p. 239.
3. Precisamente, algunos autores sostienen que el escaso interés que durante algún
tiempo suscitó la figura del Ministro del Luis XVI se debe a que muy a menudo ha
sido considerado uno más de la secta de los fisiócratas, y que al ser destituido en 1776,
la escuela entera cayó en un gran descrédito. Y como la fisiocracia continuó su de-
clive con la Revolución francesa y la Revolución industrial, sus ideas se despreciaron
y olvidaron pronto, aunque A. de Tocqueville insiste en que fueron precisamente los
fisiócratas los que proporcionaron las bases de la política económica revolucionaria
de 1789. Y H. Laski escribe que si los fisiócratas fracasaron en su objetivo inmediato
fueron, sin embargo, un elemento esencial para hacer de los principios del liberalismo
una parte del acervo de su generación. Véase H. Laski, op. cit., p. 162. Por último,
Spiegel escribe que si se separa la economía técnica de los fisiócratas de su política y
filosofía, se ve el alcance de su influencia en el curso futuro del pensamiento econó-
mico. H.W. Spiegel, op. cit., p. 242.

142
IDEAS ECONÓMICAS

Como escribe P. Hazard, la fisiocracia era en Francia una ideo-


logía que muchos de los espíritus ilustrados de la época no podían
aceptar porque sus adeptos defendían la libertad económica pero
no la libertad política, y los espíritus más liberales no podían asumir
su defensa del despotismo legal. Pero tampoco gustaba la escuela a
los monárquicos partidarios del poder absoluto, porque el Rey de
los fisiócratas tenía las manos atadas por la observancia de la ley
natural. Ni siquiera el Monarca podía intervenir en el orden natu-
ral de las cosas. Asimismo, no creían en la autonomía ni en la supe-
rioridad de la política, y eso les oponía a la corriente de opinión
mayoritaria que esperaba de los cambios en la constitución políti-
ca las verdaderas reformas.4
Turgot se esforzó toda su vida en no ser considerado ni un miem-
bro de la escuela fisiocrática ni un enciclopedista. G. Schelle afir-
ma que una de las mayores preocupaciones de toda su vida fue no
parecer vinculado a ninguna secta, porque estaba convencido de
que el espíritu sectario no favorecía en absoluto la difusión de la
verdad y de que la opinión pública no debía recibir leyes de ningu-
na pretendida autoridad, sino exclusivamente de la verdad. Por eso
se lamentaba de que yo, que toda mi vida he detestado las sectas, que
no he sido nunca ni enciclopedista ni économiste, he tenido que sopor-
tar más que nadie que me tacharan de lo uno y de lo otro.5

4. Véase P. Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, op. cit., p. 330.


5. Véase G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 60. A pesar de todo, este autor sí le consi-
dera un fisiócrata. Ibidem, p. 75. Respecto a la queja de Turgot, véase «Lettre a Du
Pont de Nemours» de 2 de febrero de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 374.
En las numerosísimas cartas que Turgot envió a Du Pont, se encuentra a menudo el
mismo reproche: el espíritu sectario de la escuela a la que pertenece su amigo. Inclu-
so, en ocasiones, le reprocha su espíritu de partido y el que le haga decir a él (Turgot)
lo que no dice, para acomodar su doctrina a la del maestro (Quesnay). Turgot le
advierte de que ese espíritu de partido impide a sus miembros razonar bien. «Lettre
a Du Pont de Nemours» de 15 de febrero de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p.
474. Y, añade, en una carta a Condorcet de diciembre de 1773 que no se debe in-
sultar al adversario y que con honestidad y educación todo se puede decir. Véase
«Lettre a Condorcet» de 1773, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 640.
H. Laski justifica que se considerara a los fisiócratas una especie de secta reli-
giosa porque tenían su profeta (Quesnay), su credo (el Tableau Économique), sus

143
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Pero lo cierto es que Turgot comparte muchas ideas con los fisió-
cratas. Por ejemplo, el deseo de hacer de la economía una verdade-
ra ciencia, la ciencia de la economía política. Los fisiócratas —que
partían de una teoría racionalista del conocimiento influida por
Descartes y Malebranche— creían haber inventado una ciencia
nueva con su lenguaje, sus métodos y sus leyes, pues existe un orden
natural racional y unas leyes naturales que rigen la sociedad y la
economía.
Precisamente la idea de que el dominio económico es un todo
coherente, hipótesis importante para hacer de la economía una cien-
cia, es para L. Dumont una de las aportaciones fundamentales del
fundador de la escuela, F. Quesnay. Porque la economía será, enton-
ces, una disciplina intelectual con un cuerpo de conocimiento y
una teoría coherente, integrada en un conjunto más amplio de cien-
cia social. Por eso —afirma M. García Pelayo— la teoría social, en
sus orígenes, está vinculada a la economía, y por eso, los fisiócratas
son tan importantes para el nacimiento de la sociología, por su abso-
luta vinculación entre la temática económica y social.6
Pero, en el caso de Turgot, se trata, además, de observar, analizar
e interpretar científicamente cómo funciona y evoluciona la socie-
dad francesa de su tiempo; de descubrir las causas y los efectos, las
leyes fijas bajo el movimiento y la variación constante, y la relación
e influencia recíproca entre los diferentes elementos.

apóstoles, misioneros y sus órganos de propaganda (Les Ephémerides). Véase H. Laski,


op. cit., p. 158.
6. Respecto a la opinión de Dumond, véase L. Dumont, Homo aequalis. Génesis
y apogeo de la ideología económica, Taurus, Madrid, 1982, pp. 53 ss.
Según García Pelayo, para los fisiócratas existe una sociedad que forman individuos
(y no familias) que, además, es independiente del Estado. Este autor destaca, precisa-
mente, esta aportación que él considera fundamental: la radical afirmación de un orden
social espontáneo frente a la organización artificial del Estado. Es decir, la existencia de
una ordenación social diferente y autónoma de la organización estatal. Y si admitimos,
como el profesor español, la conexión de la filosofía de la naturaleza y la filosofía social,
la base de esta teoría se encuentra en el siglo XVII, en concreto en Newton por su concep-
ción mecánico-cuantitativa de la naturaleza. Además, Newton reduce las cosas a sus
elementos, como la sociedad, al individuo y a sus pasiones. Véase M. García Pelayo,
«La teoría social de la fisiocracia», Moneda y Crédito, 1949, n.º 31, pp. 18-43.

144
IDEAS ECONÓMICAS

Sin embargo, como es propio de la época, el pensamiento econó-


mico se mezcla aún con la reflexión política, filosófica y hasta reli-
giosa. De acuerdo con J.B. Bury, ello se debe a que la teoría de la
producción, distribución y empleo de la riqueza no se puede separar
de la teoría política; implica considerar la constitución y el objeto de
la sociedad. De hecho, puede decirse que la teoría económica ge-
neral de los fisiócratas y la de Turgot era equivalente a una teoría
de la sociedad humana.7
Por último, esta nueva ciencia económica parte de lo que se co-
noce como «individualismo metodológico». La sociedad no es más
que la suma de los individuos que la componen. El individuo es la
verdadera célula social. Todo estudio científico debe partir de esta
premisa.8

2. estadios históricos: el orden natural


y el propio interés

Sabemos que la humanidad ha ido evolucionando progresivamen-


te pasando por una serie de estadios o etapas socioeconómicas que
se distinguen, fundamentalmente, por el modo de subsistencia (el
modo de producción, podría decirse en lenguaje marxista) que se
practica en cada uno de ellos. Primeramente, los hombres vivieron
en una especie de estado de naturaleza, en pequeñas agrupaciones
de hombres nómadas dedicados a la caza. Vivían entonces aislados,
libres e iguales. Iguales porque la barbarie iguala a todos.
Después, con la cría de animales domésticos y el reagrupamien-
to, se pasó al estadio de los pastores en el que, al producirse exceden-
tes, surge cierta riqueza y con ella el espíritu de propiedad. A conti-
nuación se pasa al estadio de la agricultura que marcará la emergencia

7. En este mismo sentido opina N. Elias que la fisiocracia no era sólo un siste-
ma de reforma económica, sino un grandioso sistema más bien de reforma política y
social (N. Elias, El proceso de la civilización, op. cit., p. 88).
8. J. Bourrinet, «Turgot, théoricien de l’individualisme liberal» en Revue de histoire
économique et sociale, vol. 43, n.º 4, 1965.

145
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de la civilización. Este estadio es el punto de partida del crecimien-


to económico. Los pastores que tienen tierras fértiles se asientan y
estabilizan, progresan los conocimientos (en parte por la necesidad
de observar la marcha de la naturaleza) y se van diferenciando pro-
gresivamente los propietarios de tierra de los campesinos que la
cultivan. En este estadio el propio interés se constituye en uno de
los principales móviles de la conducta humana y la desigualdad se
hace necesaria para el progreso.9
En el seno de la sociedad agrícola (que es, por cierto, de la que
se parte en las Reflexiones) se irá produciendo una cada vez mayor
especialización y división del trabajo. Lo más interesante es que
Turgot toma conciencia de la emergencia de una nueva categoría
de individuo, de una nueva clase social, la de los empresarios capi-
talistas; una clase emprendedora llamada a liderar el avance hacia
el progreso y que comprende el papel fundamental del dinero y de
la acumulación de capital en una sociedad que, aun basando su
riqueza fundamentalmente en la tierra, adquiere ya ciertos rasgos
de una sociedad comercial y capitalista. El burgués emerge así como
figura digna de ejercer el protagonismo de un tiempo nuevo.10
Precisamente el reconocimiento por parte de nuestro autor del
nuevo tipo de sociedad que se avecinaba, con la relevancia del comer-
cio y de la industria y de la nueva división social que se estaba produ-
ciendo, a pesar de todos los obstáculos que aún perduraban bajo el
Antiguo Régimen, es otro de los motivos por los que se separa de
la ortodoxia fisiocrática. Como es sabido, Quesnay consideraba que
lo esencial era lo que permitía la subsistencia de los hombres, de
modo que la verdadera creación de riqueza sólo existía en la agri-
cultura. En su pensamiento y en el de sus seguidores, la actividad
industrial y comercial es poco estimada y juega un papel limitado.
El comercio y la industria no crean excedente; sólo transforman o

19. Véase «Plan de dos discursos», op. cit., pp. 173 ss.
10. Turgot afirma, por ejemplo, que los capitales son la base indispensable de
toda empresa y que el dinero es el medio principal para ahorrar, amasar beneficios y
enriquecerse. Véase Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas. Elogio
de Gournay, Unión Editorial, Madrid, 2009, p. 85.

146
IDEAS ECONÓMICAS

intercambian. En realidad, el agricultor vale más que el artesano,


los comerciantes o los industriales cuyas ocupaciones son impro-
ductivas; por eso forman la clase estéril. Por todo eso, para los fisió-
cratas, los propietarios rústicos (el Rey, los nobles, el clero) son social
y políticamente superiores, ya que son útiles y productivos y deben
ocuparse de la Administración. A los fisiócratas, defensores de los
intereses agrarios, no les gusta especialmente la vida urbana, la ciu-
dad. En cambio, Turgot escribe en su Cuadro filosófico que las ciuda-
des, en todos los pueblos civilizados, son por su naturaleza centro de
comercio y de las fuerzas de la sociedad.11
Por eso, podría constituirse una cuarta etapa del progreso histó-
rico en la que se generalizan las relaciones mercantiles, la etapa
comercial, industrial o capitalista, aunque Turgot nunca habla explí-
citamente de ella. Aquí, la sociedad se va dividiendo en dos clases
sociales: empresarios y asalariados, tanto en la agricultura como en
el comercio o la industria.12
Por tanto, por un lado es evidente que el progreso de los pueblos
está influido por sus condiciones materiales de existencia, que exis-
te una especie de constitución económica de las sociedades, aunque
la libertad también favorece las transformaciones de las condicio-
nes materiales que, a su vez, colaboran al perfeccionamiento del gé-
nero humano. Y, por otro, también lo es que las instituciones econó-
micas son un producto histórico, aunque a la larga sólo funcionan
aquellas que son conformes con el orden natural.

11. Cuadro filosófico, op. cit., p. 78. Una prueba más de esas discrepancias es que,
cuando Turgot se refiere a las clase no productivas, prefiere hablar de clase estipendia-
da y no de clase estéril, tratando así de eludir las críticas hacia hombres honestos y traba-
jadores que podrían sentirse injuriados; pues bastante tienen ya con soportar todas las
trabas que mediante instituciones inicuas y risibles bloquean su trabajo inspectores imbé-
ciles. Véase «Lettres à Du Pont de Nemours», en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 507.
12. Turgot escribe que todos aquellos que conocen el desarrollo del comercio
saben también que toda empresa exige el concurso de dos especies de hombres: los
empresarios que adelantan las materias primas y los utensilios necesarios para el comer-
cio, y los simples obreros que trabajan para los primeros a cambio de un salario con-
venido. Véase «Les Jurandes». «Édit de supression», febrero 1776, G. Schelle, op. cit.,
vol. V, p. 244.

147
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

El estudio de las etapas históricas revela que los hombres se ven


abocados a vivir en sociedad porque se necesitan los unos a los otros.
Se aprecia así, de nuevo, ese materialismo que impregna buena parte
de su filosofía. De ahí que el punto de partida del análisis econó-
mico del Ministro de Luis XVI sea la relación inmediata del indi-
viduo con la naturaleza. Como en los fisiócratas, el origen de esa
sociedad es natural, y es la naturaleza la que ha fundado y dictado
en gran medida las convenciones sociales. Se parte de la premisa de
que existe un orden natural del que la sociedad no debe apartarse.
Un orden natural de leyes benéficas y evidentes por sí mismas que
es superior a la organización estatal. Un orden de equilibrio y coor-
dinación; de derechos y deberes mutuos en el que se produce la
armonía de intereses porque, aunque es un hecho que todos los
hombres quieren mejorar su situación, que todos buscan su propio
interés y que nadie mejor que el propio individuo conoce cuál es
éste, el bien general es resultado precisamente de los esfuerzos de
cada uno por conseguir su propio bien.
Por ejemplo, al tener el hombre diferentes necesidades y al buscar
cada uno su propio interés, surge el intercambio y la división del
trabajo que es algo sumamente positivo porque cada cual, al dedi-
carse a una sola clase de trabajo, alcanzó un éxito muy superior. Así
pues, la búsqueda del propio interés opera como motor del sistema
social. Lo mejor es dejar a cada hombre hacer lo que quiera, conclu-
ye Turgot. El interés particular abandonado a sí mismo contribui-
rá más y mejor al bien común y a la armonía que las actuaciones
del Gobierno. Cuando la organización social sea tal que permita a
cada uno buscar libremente su propia ventaja, los intereses particu-
lares se coordinarán espontáneamente. Y como existirá concordia
entre el interés general y el particular, el Estado deberá intervenir
sólo excepcionalmente.13
De ahí, que Turgot criticara sin reservas numerosas prácticas eco-
nómicas de la Francia de su tiempo, sobre todo en lo que se refiere al
comercio de granos. Estaba convencido de las ventajas de la libertad

13. Véase Elogio de Gournay, op. cit., pp. 116 ss.

148
IDEAS ECONÓMICAS

en este asunto porque creía que de este modo se le aseguraba al pueblo


su subsistencia, al agricultor el fruto de su trabajo y al propietario su
legítimo beneficio, ya que es el afán de lucro lo que hace que se culti-
ve el grano necesario para alimentar al pueblo. El beneficio, vender
fácil y ventajosamente la cosecha, es la recompensa que el agricultor
espera de su trabajo, pero si se ponen trabas al comercio y se reduce
el número de los que podrían comprar, desciende el beneficio espe-
rado y con ello la producción.14
En definitiva, la sociedad se crea para el individuo y no al revés.
La sociedad se ha instituido para asegurar los derechos y deberes
mutuos; para conservar y asegurar los derechos naturales comunes
a todos los hombres: la seguridad de su persona, la de su familia, su
propiedad (que incluye el derecho a trabajar) y su libertad.15

3. la libertad de trabajo

Espoleado por la necesidad y la búsqueda del propio interés, el


hombre se pone a trabajar. El trabajo tiene ahora un valor social
indispensable. Para Turgot se trata, nada más y nada menos, que de
la primera propiedad del hombre, de un derecho de cada cual. Se
trata de la propiedad más sagrada e imprescriptible, de un derecho
inalienable de la humanidad, como señala en el prólogo al Edicto
que suprime las corporaciones.16
El obrero debe ser tan libre como el maestro que lo contrata a
la hora de buscar su propio interés y no puede privársele de un
derecho que es común a todos los hombres. El maestro artesano

14. La libertad general de comprar y de vender es, pues, el único medio para asegurar,
por un lado, al vendedor un precio capaz de alentar la producción; por otro, al consumidor,
la mejor mercancía al mejor precio. Ibidem, p. 117.
15. Incluso parece que el fin de toda legislación y el motivo por el que el hombre
abandona el estado salvaje para unirse en sociedad y someterse a leyes no es más que
el disfrute pleno de la propiedad. Véase «Plan d’un ouvrage sur le comerce, la cir-
culation et l’intérét de l’argent, la richesse des états», en G. Schelle, op. cit., vol. I,
p. 385.
16. «Les Jurandes. Édit de suppression», cit., vol. V, p. 242.

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puede despedirlo, pero el obrero también puede dejarlo cuando


quiera. Lo contrario es una especie de esclavitud inmoral, muy
negativa, además, para el desarrollo del comercio y de la indus-
tria. En esto, como en tantas otras cosas, hay que aplicar los prin-
cipios de la libertad, tan evidentes, tan de sentido común, que no
admiten excepciones. En definitiva, un hombre puede ejercer suce-
sivamente o a la vez todos los oficios que sepa y que le hagan ganar
dinero.17
Ahora bien, el derecho al trabajo no debe interpretarse como
una facultad de intervención del Estado haciendo algo concreto
para procurárselo a sus súbditos, sino en el sentido de que debe
remover obstáculos y garantizar la libertad propiciando, por ejem-
plo, que los empleos recompensen el mérito y el trabajo. Ahora bien,
respecto a los trabajadores, su única posesión es su capacidad de
trabajar y, además, Turgot afirmó que hasta que el crecimiento econó-
mico y el progreso social hubieran alcanzado un nivel de desarro-
llo adecuado, los obreros recibirían solamente un salario de subsis-
tencia como consecuencia de la competencia y de la ley de la oferta
y la demanda. Es decir, la competencia reduce siempre los salarios
al nivel del mínimo de subsistencia: el simple obrero, que sólo tiene
sus brazos y su maña, nada tiene mientras no logre vender a otros su
trabajo. Lo vende más o menos caro; pero este precio más o menos alto
no depende sólo de él, sino que resulta del acuerdo a que llega con el que
paga su trabajo. Éste se lo paga lo más barato que puede; como puede
elegir entre un gran número de obreros, preferirá lógicamente el que
trabaja más barato. Los obreros, pues, se ven precisados a bajar el precio
de su trabajo, rivalizando unos con otros. En todo género de trabajo
tiene que ocurrir, y de hecho ocurre, que el salario del obrero se limita
a lo que precisa para atender a su subsistencia. De ahí que L. Blanc,

17. Véase «Lettre à Condorcet», de 16 de julio de 1771, en G. Schelle, op. cit.,


vol. III, p. 521. También «Lettre à Trudaine de Montigny», de 28 de octubre de 1767,
en G. Schelle, op. cit, vol. V, pp. 697-698. Además, el trabajo libre es también más
productivo. Por eso critica la esclavitud que viola los sagrados derechos de la huma-
nidad; una institución propia de países ignorantes y bárbaros que, sin duda, está
llamada a desaparecer con el progreso de la civilización.

150
IDEAS ECONÓMICAS

por ejemplo, y en general los socialistas, lo consideraran como el


primer teórico del capitalismo moderno en proclamar la ley de hierro
de los salarios.18
Pero Turgot no pretendía que el salario del obrero fuera inmu-
table y fijo al nivel de subsistencia, sino que confiaba en que, gracias
a la libertad económica, el nivel de vida iría incrementándose cons-
tantemente y que, al aumentar las rentas del propietario, subirían
también los salarios; por eso escribió en sus Reflexiones que, aunque
es cierto que la competencia entre trabajadores hace bajar los sala-
rios, jamás fue tan numerosa, tan animada en todos los géneros de
trabajo, para que un hombre más hábil, más activo y, sobre todo, más
ahorrador que los demás en su consumo personal, no pudiera, en todo
tiempo, ganar algo más de lo necesario para mantenerse a sí mismo y
a su familia, y reservar algo para formar un pequeño peculio.19
Además, un empleado mal pagado trabaja peor y consume
menos, contribuyendo a que los precios se hundan. Por el contra-
rio, los altos salarios aumentan el consumo y hacen remontar los
precios y la producción y, a su vez, el alto valor venal de los produc-
tos de la tierra y el aumento de la renta hacen que el propietario
y el agricultor estén en disposición de pagar salarios altos a los
hombres que viven de la fuerza de sus brazos: cuando la organiza-
ción social deje que cada uno busque libremente su interés, las relacio-
nes entre los fenómenos económicos se fijarán al nivel más favorable

18. La cita de Turgot en Las Reflexiones, op. cit., p. 45. D. Dakin considera que
tanto los autores liberales como los socialistas del siglo XIX hicieron una lectura sesga-
da e interesada del pensamiento político y económico de Turgot. Unos, para presen-
tarlo como profeta de la sociedad capitalista y otros para presentarlo como símbolo
de la justificación de la miseria del proletariado. D. Dakin, op. cit., p. 281 y 288.
19. Reflexiones, op. cit., p. 71. Y también en la quinta carta escrita al Contrôleur
Général Terray el 14 de noviembre de 1770, escribe: es cierto que la competencia, al
rebajar los salarios, reduce los de los simples braceros a aquello que le es necesario para
subsistir. No hay que creer, sin embargo, que lo necesario se reduzca exclusivamente a lo
necesario para no morir de hambre, que no quede nada más de lo que los hombres puedan
disponer, sea para procurarse algunas pequeñas cosas agradables, sea para hacerse, si son
ahorradores, un pequeño fondo mobiliario que se convierte en su recurso en los casos impre-
vistos de enfermedad, carestía o desempleo. («Lettre au Contrôleur général» (quinta) en
G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 288.

151
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

para todos y se producirá la armonía de los intereses. El salario del


simple obrero se corresponderá a su subsistencia en un sentido amplio
y de manera duradera.20

4. propiedad y desigualdad

En todas partes los hombres aman la propiedad.21 La afirmación no


admite matices: todos los hombres sienten la pasión, el gusto por
ella; es algo natural, está anclado en el corazón humano, en la natu-
raleza humana. Y, aunque en el origen todo era común a los hijos
de Dios, el hombre, que nace libre, goza naturalmente del derecho
de propiedad.
De acuerdo con las Reflexiones, Turgot asume que en un princi-
pio todo era común y que todos podían encontrar tanta tierra como
quisiesen, comparando esa época con la situación de las colonias.
Luego los hombres labran y cercan sus propiedades, se adueñan de
todas y el que no tiene ninguna vende su trabajo: fue el trabajo de los
primeros que cultivaron los campos y que los cercaron para asegurarse la
cosecha, el que hizo que todas las tierras dejaran de ser comunes a todos.
La ley garantiza esa posesión otorgándole fuerza jurídica; el fin de
toda legislación es su pleno disfrute. Pero la propiedad es también
una convención humana que garantiza la ley civil porque, en reali-
dad, el agricultor no tiene necesidad alguna del propietario de la tierra,
mientras que el segundo no tendría nada sin el trabajo del primero.22
Como en el caso de J. Locke, parece que es el trabajo el que funda
la propiedad; que la propiedad del hombre sobre los frutos de su
trabajo es la marca original de la propiedad privada, aunque no se
desdeñan otros títulos que la legitiman. Así ocurre con la ocupación,

20. «Sur la mémoire de Graslin», 1767, en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 634.
21. Véase «Lettre à Madame de Graffigny sur les Lettres d’une péruvienne», en
G. Schelle, cit., p. 243.
22. El cultivador no tiene necesidad del propietario sino en virtud de las convenciones
y de las leyes. Véase Reflexiones, op. cit., p. 50. La cita de Turgot en la p. 46 de la misma
obra.

152
IDEAS ECONÓMICAS

por ejemplo. La propiedad del subsuelo, de las minas, es del prime-


ro que lo ocupe. Por ello deben revocarse todos los obstáculos a la
libertad de abrir la tierra e incluso el Rey debe renunciar a los dere-
chos de propiedad sobre el subsuelo.23
Por lo tanto, esa apropiación es una consecuencia necesaria de
las inclinaciones particulares y de la necesidad, y se legitima por el
derecho al trabajo y a sus frutos, y como una convención social que
tiene efectos positivos para la sociedad: invita al trabajo, a la inno-
vación, al crecimiento… todos están mejor que antes. Es decir, se
legitima por su utilidad general.
Sin embargo, el derecho de propiedad, aunque es un derecho
natural, está sometido a reglas y tiene límites. No es un derecho
absoluto. Como se establece sobre la utilidad general, a ella se subor-
dina, como no dudó en hacer Turgot en los casos en que sus refor-
mas lo necesitaban. El legislador tiene derecho a velar por el empleo
que hacen los particulares de sus tierras, por ejemplo, aunque siem-
pre que sea algo indispensable y necesario, absolutamente impres-
cindible, y cuidando de que no se cometan abusos. Así, el legisla-
dor debería ocuparse del buen uso de la tierra; que se emplee para
alimentar a un pueblo de trabajadores y no para disfrute de señores
ociosos, por ejemplo. Y no sólo eso, sino que le llama la atención la
contradicción existente entre el respeto supersticioso por la propiedad
cuyo origen, en muchos casos, es la mera usurpación y cuyo mejor
título es la prescripción, y la violación de la propiedad más sagrada
de todas, la única que ha podido fundar todas las otras propieda-
des: la propiedad del hombre sobre los frutos de su trabajo.24

23. Véase «Mémoire sur les mines et carrières et avis sur le renouvellement de la
concession des mines de plomb de Glanges», en G. Schelle, op. cit., vol. II, pp. 397-
399. Turgot propone en esta Memoria que, como consecuencia de la equidad natu-
ral y del derecho de propiedad, el Rey revoque todas las restricciones a la libertad
general de sacar del subsuelo de sus terrenos todo tipo de minerales. El Rey debe
renunciar a todos los derechos de propiedad sobre las minas y dejar a los propieta-
rios, o a los que ellos consientan, la libertad de hacer en sus heredades lo que juzguen
oportuno para extraer riquezas minerales. (Ibidem, p. 397).
24. Véase «Sur la Géographie politique», en G. Schelle, op. cit, vol. I, p. 439.
Además, siempre habrá alguien perjudicado por las necesidades del interés común y

153
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Por supuesto, la desigualdad en la propiedad es inevitable. Entre


otras cosas, debido a las diferentes necesidades de los hombres, a la
desigual calidad de la tierra, a las disposiciones legales sobre la he-
rencia y, lo más importante de todo, a las desigualdades de carác-
ter y talento de los hombres. Los hombres no son iguales y es bueno
y útil que así sea.25

5. intercambio y valor

Por lo demás, esa desigualdad favorece el comercio porque el indi-


viduo, además de a su trabajo, tiene que recurrir al intercambio
(normalmente a través de los comerciantes) para satisfacer sus nece-
sidades. Ese do ut des, que es absolutamente natural, es el comer-
cio. Está basado en el intercambio recíproco de necesidades, de obje-
tos que deseamos, y es beneficioso para todos los que en él intervienen
convirtiendo a los hombres en necesarios unos a otros; más aún,
forma el vínculo de la sociedad y favorece la mezcla de los pueblos
y la paz.
Gracias al comercio, el hombre desarrolla su capacidad de or-
denar sus diferentes necesidades y establecer prioridades en la satis-
facción de las mismas, prefiriendo normalmente la satisfacción de
las necesidades del presente a las del futuro, y teniendo en cuenta
otros factores como la escasez. El intercambio responde a una ló-
gica que expresa un cálculo económico mediante el cual el hombre
estima la cantidad de bienes que puede producir y la cantidad de
los que desea consumir; sopesa el coste relativo de los bienes y la
utilidad relativa que tienen a sus ojos, pues, en última instancia, el
hombre es la medida del valor de todas las cosas: el valor de cada

no siempre habrá que indemnizar por ello; por ejemplo, si de lo que se trata es de la
pérdida de una ventaja accidental y pasajera de la naturaleza cuyo disfrute limitaba
las libertades de otros. Véase «Lettre au Contrôleur Géneral», 7 de julio de 1772, G.
Schelle, op. cit., vol. III, p. 553.
25. Los hombres desean la libertad sin ser a menudo dignos de ella, y aspiran a la
igualdad sin poderla conseguir («Lettre à Madame de Graffigny», cit, p. 243).

154
IDEAS ECONÓMICAS

uno de los bienes intercambiados no tiene otra medida que la necesi-


dad o el deseo.26
Además, de acuerdo con su filosofía sensualista, únicamente
pueden estudiarse las relaciones entre las cosas, y no su naturaleza.
Por eso tampoco es posible medir el valor ni expresar el valor mismo,
porque no se trata de una sustancia. No hay valor real o intrínseco,
independiente de la opinión. Por eso todas las valoraciones son
subjetivas y relativas y cambian con los deseos y necesidades de los
individuos. Cada una de las partes atribuye a la cosa que adquiere
un valor mayor que a la que cede y siempre en relación a su utili-
dad personal o a la satisfacción de sus deseos o necesidades. Es decir,
el valor de las cosas depende de la opinión sobre el grado de utili-
dad de lo que se intercambia, y como el intercambio se produce
entre más de dos personas, al existir competencia, se crea un «valor
medio» o «corriente» que, en ausencia de fraude o violencia, no
podrá ser considerado injusto.27

6. la teoría del capital y del interés

Es siempre la tierra la primera y única fuente de todas las riquezas.28


La única real y permanente. Ella es la base de la prosperidad del
país. El trabajo de la tierra es el que proporciona el impulso prin-
cipal, el que produce alimentos para todos y el que con sus exce-
dentes (es la única actividad que realmente genera excedentes)
compra el trabajo de los otros hombres. De ahí proceden los sala-
rios de todos los demás trabajos. Como en la doctrina fisiocrática,
la riqueza creada por la agricultura es el producto neto que vivifica

26. M.N. Rothbard asegura que, en este y otros temas, Turgot se adelanta a su
tiempo y antecede al marginalismo con una variante de la teoría subjetiva del valor.
Véase «La brillantez de Turgot» en J. Marcos de la Fuente (ed.), Reflexiones sobre la
formación y distribución de las riquezas. Elogio de Gournay, op. cit., p. 147. La cita de
Turgot en sus Reflexiones, op. cit., p. 60.
27. Véase «L’intérèt de l’argent», en G. Schelle, op. cit., vol. III, pp. 154-202.
28. Reflexiones, op. cit., p. 73.

155
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

todo el cuerpo económico a partir de la circulación y del intercam-


bio. Por eso el agricultor es el motor principal de toda la riqueza
social.
Pero, si bien es evidente la importancia de la tierra como fuente
de riqueza y la preferencia de Turgot por la agricultura, nuestro autor
es también plenamente consciente de que en la pequeña explotación
agraria, muy abundante en su país, no es posible una explotación
racional que genere una riqueza mayor. La que ha generado prospe-
ridad es la gran agricultura, la de grandes extensiones, medios técni-
cos modernos y abundancia de capitales (como la que existe en algu-
nas zonas de Francia, sobre todo en las provincias del norte). Incluso
existen empresas agrícolas como las de Normandía o Île de France
donde los arrendatarios agrícolas son ricos (todo lo contrario de lo
que ocurre en el sur o en su Lemosín), porque son únicamente los
capitales los que forman y mantienen las grandes empresas agrícolas.29
La principal diferencia entre la grande culture (fermage) y la peti-
te culture (métayage) es el modo en que se organiza la producción.
En la primera, los propietarios encuentran fermiers que les compran
su derecho a cultivar las tierras por un determinado número de años
a cambio de una renta constante. Además, estos fermiers se encar-
gan de todos los gastos del cultivo; son verdaderos empresarios de
la agricultura, una especie preciosa de hombres. El estudio del desarro-
llo de la producción agrícola le lleva, pues, al descubrimiento de
una nueva categoría social: los empresarios capitalistas.
En cambio, como explica Turgot en su Mémoire au Conseil sur le
surchage des impositions de 1766, en el otro tipo de explotación, el
más común en Francia, el propietario sólo encuentra para cultivar
su tierra campesinos miserables que no tienen capacidad para desem-
bolsar adelanto alguno y, por ello, él debe cargar con todos los gastos.
En estos lugares, los campesinos están tan acostumbrados a la mi-
seria —escribe— que ya no esperan ni desean que nada cambie. Las
tierras se cultivan mal, con poca inteligencia y mucha negligencia.30

29. Ibidem, p. 81.


30. En las regiones de petit culture no existen los empresarios agrícolas y los pro-
pietarios no encuentran para cultivar su tierra más que infelices campesinos que

156
IDEAS ECONÓMICAS

La causa de que predomine en el país la pequeña agricultura es,


de acuerdo con las ideas de Turgot, la ausencia de hombres ricos con
grandes capitales para invertir en las empresas agrícolas, el bajo precio
de los productos de la tierra, la falta de libertad, la ausencia de comer-
cio, la emigración a la ciudad y una política fiscal irracional. Porque,
en última instancia, lo que importa no es tanto la calidad de la tierra,
como las buenas leyes. Por eso, la gran agricultura debe ser apoya-
da a través de la legislación y la política fiscal y financiera.
Hay que llevar a cabo una reforma agraria que implante un mode-
lo similar al inglés; el modelo del granjero empresario que lleva a
cabo un cultivo activo y bien dirigido. Hay que sacarle partido a la
tierra, darle fertilidad a los terrenos que no la tienen supliendo,
reemplazando, imitando a la naturaleza; y no conformarse ni deses-
perar. Si para ello son importantes los adelantos en la agricultura,
para que se produzcan esos adelantos se necesita capital. Sólo se
puede acabar con el estado de miseria y embrutecimiento en el que
se encuentran los habitantes de muchas provincias del Reino de
Francia mediante la inteligencia y la inversión de esos propietarios
ricos e instruidos, aunque es cierto que existe un máximo de produc-
ción que es imposible superar. La tierra tiene una fecundidad limi-
tada y una vez bien trabajada al máximo es evidente que todo gasto
ulterior no sólo sería inútil, sino incluso perjudicial. Se trata de los
rendimientos decrecientes de la agricultura, de los que —según algu-
nos autores— Turgot fue el primero en concebir la noción.31
Se ha señalado a menudo que Turgot introdujo el concepto de
capital en el sistema de los fisiócratas, extendiendo al capital su idea

cuentan sólo con sus brazos y a los que hay que alimentar por lo menos hasta la prime-
ra cosecha. En definitiva, este propietario está obligado a confiar todos los adelantos
a un hombre que puede ser negligente o un bribón y que, acostumbrado a una vida
miserable, sin esperanza alguna, cultiva mal. Ni siquiera le preocupa su propia subsis-
tencia porque sabe que si falta la cosecha, su señor está obligado a alimentarlo para
que no abandone sus propiedades. « Mémoire au Conseil sur le surchage des impo-
sitions », 1766, en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 449.
31. Véase «Fragments et pensées détachées pour servir à l’ouvrage sur la géographie
politique», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 330 y «Sur le mémoire de Saint Péravy»,
1767, en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 644.

157
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

de la competencia y del libre comercio y que, por tanto, su obra es


pionera en la comprensión de la importancia del capital en el pro-
ceso productivo y para la modernización de la actividad económica.
En definitiva, que comprendió la lógica del capital y sus funciones,
siendo ésta la parte más moderna de su teoría.
Según este punto de vista, Turgot se dio cuenta de que el ahorro,
transformado en inversión, sería el requisito de la acumulación de
capital necesario para que todas las empresas agrícolas (las del entre-
preneur que invierte en la tierra y hace aumentar la productividad),
comerciales e industriales sean empresas lucrativas; que el que in-
vierte su capital espera obtener unos beneficios (más fáciles de conse-
guir si se deja actuar a la libertad y la competencia), aunque asume
también unos riesgos. Por eso, el empresario necesita el incentivo
de una fuerte ganancia que compense su trabajo, sus cuidados, su
talento, el riesgo y el deterioro de sus adelantos. La verdadera ri-
queza se basa, pues, en esta acumulación de capital. El ahorro y la
inversión son útiles y animan a la sociedad, le proporcionan movi-
miento y vida, haciendo que circule la riqueza como en el cuerpo
circula la sangre.32
Esa abundancia de capitales que anima a todas las empresas, que
se adelantan primero y luego se vuelven a reinvertir, pueden em-
plearse de diferentes maneras: en la compra de tierras, en empresas
agrícolas, manufactureras o comerciales, y en el préstamo con inte-
rés. A diferencia de la escuela fisiocrática, vemos cómo nuestro autor
concede gran importancia a la industria y al comercio. La industria
no es una actividad «estéril», y es por eso por lo que reprocha a los
économistes el uso de tal adjetivo para hablar de la clase de hombres
que se dedican a esa actividad. Y en cuanto al comercio —ya lo
vimos— va unido al espíritu igualitario y al incremento de la civi-
lización. De hecho, es la circulación de los capitales, del dinero,

32. Son este adelanto y esta recuperación continuos de los capitales los que constituyen
lo que entendemos por circulación del dinero; esta circulación, útil y fecunda, que impulsa
todas las actividades de la sociedad, que mantiene el movimiento y la vida en el cuerpo po-
lítico y que con razón puede compararse con la circulación de la sangre en el cuerpo animal
(Reflexiones, op. cit., pp. 84 ss.).

158
IDEAS ECONÓMICAS

actividad útil y fecunda, la que anima los trabajos de la sociedad,


manteniendo el movimiento y la vida en el cuerpo político.
Probablemente, antes de la introducción del dinero, todas las
empresas (sobre todo las de carácter comercial y manufacturero)
serían muy limitadas, pero con el ahorro y la acumulación de ca-
pital se ha ido transformando para bien la actividad económica, así
como la división en clases sociales. Así, va perfilándose una nueva
división social basada en la posesión o no de capital. Así, en primer
lugar, hay una clase «disponible», la de los propietarios de tierra, que
son los que se dedican a las necesidades generales de la sociedad como
la guerra, la administración de justicia o el gobierno, que deben
pagar impuestos sobre su renta. Y en segundo lugar, la sociedad se
va dividiendo cada vez más en dos clases de hombres de acuerdo con
la naturaleza de las cosas: los empresarios (agrícolas y manufacture-
ros) que hacen los adelantos o anticipos necesarios (como el salario
de los trabajadores, la compra de semillas, ganado, utensilios o mate-
rias primas, la reforma de los edificios, etc., todo con vistas a aumen-
tar la producción), y los obreros o asalariados (artesanos y jornale-
ros) que trabajan para los primeros a cambio de un salario convenido.33
La misión de los primeros es fundamental: ellos invierten el capital
que proviene del ahorro que, a su vez, procede de los propietarios
de tierras o de otros empresarios. Y así se produce el advenimiento
de una nueva sociedad, la sociedad capitalista, en la que el capital
es esencial en todos los campos de la actividad económica, en la que
las diferencias de clase (empresarios y asalariados) se fundarán en la
posesión o no de capital, algo ineluctable y deseable.
La importante novedad de esta nueva visión de la sociedad es la
figura del empresario, más olvidado, sin embargo, en la economía clá-
sica inglesa que en la francesa, en la que ya había antecedentes, por
ejemplo, en R. Cantillon. Efectivamente, Turgot observa que se está
formando una importante clase empresarial, gente que pone su capi-
tal al servicio de la agricultura, el comercio o las manufacturas, y

33. La clase de los cultivadores se divide, como la de los fabricantes, en dos órdenes
de hombres, el de los empresarios o capitalistas, que realizan todos los adelantos, y el de los
simples obreros asalariados. Ibidem, p. 81.

159
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

comprende que el empresario capitalista es un motor esencial de la


economía; se da cuenta de qué tipo de conocimiento utiliza (apren-
diendo de la experiencia y aplicando el método de ensayo y error)
y de la necesidad de la libertad para que pueda adaptarse a las circuns-
tancias cambiantes con presteza y rapidez.34
Con una mentalidad muy burguesa, le muestra su consideración
en las Reflexiones, cuando compara la forma de vida del propietario
ocioso con la del empresario y el trabajador. Los primeros, al llevar
una vida ociosa, tienen más pasiones y sienten más deseos, por lo
que ahorran menos, mientras que los segundos, al tener que trabajar
y no disponer de tiempo para la diversión y el dispendio, ahorran
sus excedentes para reinvertirlos en sus empresas y aumentarlos.
Aquí está implícita, como es notorio, la valoración positiva del mé-
rito personal y no del privilegio.35
Asimismo, percibe Turgot la importancia del factor tiempo en
el proceso de producción y la necesidad de compensar al dueño del
dinero por el uso que podría haber hecho de su capital acumulado
y por los riesgos que asume. Esa compensación se hace a través del
interés, que actúa así como una retribución del riesgo: quienes po-
seen dinero comparan el riesgo que su capital puede correr, en caso de
que la empresa no triunfe, con la ventaja de disfrutar sin preocupación
de un beneficio seguro, y así se guían para exigir un beneficio o interés
de su dinero mayor o menor.36

34. Según J.M. Menudo y J.M. O’Kean, el término entrepreneur en Turgot no


coincide estrictamente con el agente empresarial, sino que une las características del
agente empresarial y el capitalista, lo que ha provocado, de acuerdo con estos autores,
más de una confusión en la teoría económica. Véase J.M. Menudo y J.M. O’Kean,
«La función empresarial en A.R.J.Turgot: el inicio de la confusión, el principio del ol-
vido», en Mediterráneo Económico, Fundación Caja Mar, Almería, 2006, p. 42.
35. Los empresarios y asalariados llevan una vida diferente a la de los propieta-
rios. Los primeros reciben beneficios proporcionales a sus adelantos, a sus talentos y
a su actividad, y casi todos, entregados a sus empresas, ocupados en aumentar su fortuna,
apartados por su trabajo de las diversiones y de las pasiones gastadoras, ahorran todo lo
que les sobra para reinvertirlo en sus empresas. Reflexiones, op. cit., p. 105.
36. Ibidem, p. 86. Y también su «Mémoire sur les prêts d’argent» de 1770 en la
que Turgot insiste en que la tasa de interés debe ser el resultado de la oferta y la deman-
da. Como señala J. Marcos de la Fuente, este texto ejercerá una gran influencia sobre

160
IDEAS ECONÓMICAS

Otro empleo legítimo del capital puede ser también el préstamo


con interés. De igual manera que el propietario de cualquier objeto
puede guardarlo, donarlo, alquilarlo, venderlo, prestarlo etc., si así
libremente lo desea, lo mismo ocurre con el dinero. El dinero se
vende como cualquier otro objeto y puede también alquilarse si las
partes interesadas lo consideran mutuamente ventajoso.37
Turgot sabía que en su época había muchas empresas que nece-
sitaban una gran cantidad de capital y que el préstamo con interés
era útil y necesario; que había hombres industriosos que esperaban
obtener grandes beneficios del dinero que pedían prestado; por eso,
en la práctica, aunque se criticara en la teoría en base a falsas ideas,
el préstamo con interés era una realidad habitual. Todas las opera-
ciones comerciales y financieras se basan en el empleo lucrativo del
dinero, por ello el comercio del dinero debe ser tan libre como cual-
quier otro.38 Cree Turgot que la legislación sobre el préstamo y el
interés del dinero tiende a detener la actividad comercial. Por eso
se infringen las leyes. Si no, no habría comercio porque las leyes
hacen ilegales operaciones que son indispensables. Pero nuestro
autor considera que no es bueno que las leyes prohíban lo que la
realidad tolera porque esa situación fomenta la falta de respeto a las
leyes y la arbitrariedad. En caso de disparidad, lo que hay que hacer
es cambiar la legislación. Además, tampoco admite que debe gra-
varse fiscalmente la retribución que ha obtenido el prestamista; si
se hiciera así, subiría el precio de los adelantos y repercutiría nega-
tivamente en la agricultura, el comercio y la industria.
El uso del dinero ha acelerado el progreso social, entre otras cosas,
porque facilita la acumulación de riqueza mobiliaria, incentiva al
ahorro y al buen empleo de un dinero que de otro modo estaría

el análisis de Böhm-Bawerk, fundamentalmente en lo que a la «preferencia tempo-


ral» se refiere. Se trata de una «genial intuición de Turgot». La diferencia temporal
que se da en el préstamo crea una diferencia de valor. Véase «Notas sobre el manus-
crito de 1876», en E. von Böhm-Bawerk, Valor capital e interés. El manuscrito de 1876,
Unión Editorial, Madrid, 2009, p. 144.
37. Ibidem.
38. «L’Intérèt de l’argent», en G. Schelle, op. cit., vol. III, pp. 154-202.

161
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

guardado en un cofre; favorece el comercio y activa toda la econo-


mía. Por eso, Turgot defiende la legitimidad del interés que ofrece
una ventaja mutua, libremente consentida, y que no perjudica a nadie.
No sólo se trata de que el préstamo con interés compense al que
presta el dinero por el riesgo, el tiempo (preferencia por el presente)
y el no poder emplear su dinero en otra cosa (coste de oportunidad),
sino que además hay un argumento irrefutable: que el dinero es suyo
y puede hacer con él lo que quiera.39
Y, como la moneda (cuya aparición, por cierto, se debe a un pro-
ceso espontáneo y no deliberado) es una mercancía más, la tasa de
interés se regulará también por el juego de la oferta y la demanda.
Así, si hubiera muchos capitalistas, la competencia haría bajar los
tipos de interés. Por lo tanto, Turgot rechaza la teoría escolástica del
justo precio y asegura que, si no existe fraude ni violencia, el precio
justo es el precio de mercado. El precio del dinero, como el de cual-
quier otra cosa, debe fijarse por el juego de la oferta y la demanda y no
por las leyes.40
Por último, no hay que olvidar que todos los empleos del capi-
tal se relacionan entre sí y que el producto del dinero, empleado de
cualquier manera que sea, no puede aumentar o disminuir sin que
todos los demás empleos experimenten un aumento o una dismi-
nución proporcional. Parece, en definitiva, que entre los diferentes
empleos de capital acaba produciéndose una suerte de equilibrio.41

39. Ibidem. Y también, Reflexiones, op. cit., p. 88. Es en sus Reflexiones donde trata
de refutar los errores escolásticos en relación a los préstamos con interés que, según él,
se basan en prejuicios y argumentos erróneos y contradictorios (Ibidem, pp. 85 ss.).
40. «Fragments d’économie politique», en G. Schelle, op. cit., vol. I, p. 375. Aun-
que sus aportaciones en este campo se le han reconocido tardíamente, Böhm-Bawerk
cree que es el primer autor que trata el tema del interés científicamente. Precisamente,
las propias teorías del austriaco tienen su origen en Turgot. De hecho, Böhm-Bawerk
escribió en su juventud un ensayo sobre Turgot que no se publicó y cuyo manuscrito
guardó Hayek. Véase, J.A. de Aguirre, Capitalismo y la riqueza de las naciones. Las vici-
situdes de la teoría económica moderna, Unión Editorial, Madrid, 2009, p. 33.
De todos modos, lo dicho no obsta para que cuando Turgot decidió, ya al final
de su mandato, en marzo de 1776, apoyar la creación de la Caisse d’Escompte, acep-
tara por razones prácticas que se fijara el tipo de interés en un cuatro por ciento.
41. Reflexiones, op. cit., p. 96.

162
IDEAS ECONÓMICAS

7. libertad económica: las leyes de granos

Los fisiócratas defendían la propiedad privada y la libertad económica


porque era importante que las riquezas circularan sin interferencias.
Por eso exigían la abolición de las reglamentaciones, monopolios y
otras intervenciones del Estado. También el Ministro de Luis XVI des-
tacó las virtudes que para el desarrollo económico de un país tenía la
libertad, la más preciosa de todas las propiedades, y elogiaba la competen-
cia rechazando la tutela del Estado. Criticaba el monopolio y el privi-
legio; deseaba una libertad entera, indefinida y total; un sistema de
libertad general en el que no se inmolara la libertad de los súbditos a
los caprichos y vejaciones de los gobiernos y los particulares.42
La crítica que realiza Turgot en su célebre Elogio de Gournay (1759)
a la intervención del Estado en la actividad económica es sumamen-
te moderna y adelanta algunos de los argumentos esgrimidos por
economistas liberales del siglo XX, como cuando alude a la imposi-
bilidad de adquirir y manejar toda la información necesaria para di-
rigir la actividad económica. El conocimiento de las circunstancias,
la experiencia adquirida mediante ensayos reiterados, el éxito y el
fracaso, lo que podríamos llamar, en suma, «conocimiento tácito»,
no puede sustituirse por el de un funcionario o político del Estado.
El Estado nunca tendrá la posibilidad de dirigir una multitud de
operaciones que es imposible, dada su inmensidad, conocer. Única-
mente el individuo particular puede juzgar sobre cuál es el empleo
más ventajoso de su tierra y de sus brazos: sólo él tiene los conoci-
mientos locales sin los cuales el hombre más ilustrado procede a ciegas.
Sólo él tiene una experiencia tanto más segura cuanto más se limita a
un solo objeto. Él se instruye mediante pruebas reiteradas, por sus éxitos,
por sus pérdidas, y adquiere un tacto cuya fineza, agudizada por el sen-
timiento de la necesidad, supera con mucho toda la teoría del especu-
lador indiferente.43

42. Véase G. Schelle, «Lettre au Contrôleur général sur l’abolition de la corvée


pour le transport des equipages», abril 1765, op. cit., vol. II, p. 429.
43. Turgot adelanta en este texto el tema hayekiano del mercado como solución
a la limitación y dispersión del conocimiento. Véase Elogio de Gournay, op. cit., p. 120.

163
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

La actividad económica depende de tal cúmulo de circunstancias


cambiantes que no se puede domeñar ni prever. No existe autoridad
alguna, por muy ilustrada que sea, por muy minuciosamente previ-
sora y justa, que pueda conocer todas las circunstancias que puedan
influir, por ejemplo, en la fijación de un precio que depende de un
sin número de circunstancias variables e impredecibles. Añade Turgot
que ni aunque los gobernantes fueran ángeles, podrían hacer bien lo
que nunca deberían haber intentado hacer, e insiste en la multitud de
causas que producen cambios sucesivos que ni pueden enumerarse ni
evaluarse. Al final, las consecuencias perniciosas de estas actuaciones
imprudentes recaen sobre los súbditos, a menudo los más indefensos.
El intervencionismo del Estado es inútil y dañino. Las reglamen-
taciones minuciosas, en la mayoría de las ocasiones ineficaces y ab-
surdas, impiden el progreso, la innovación y el crecimiento de la
productividad. Además, la ambición de regularlo todo incentiva el
fraude y los abusos; no hay excepción particular que no dé lugar a
engaño, a nuevas molestias, a la multiplicación de viajantes e ins-
pectores que tratan de evitar el fraude que el mismo sistema pro-
voca, y a lo que se añade la dificultad de castigarlos, malgastando el
tiempo, los hombres y el dinero del Estado y haciendo del comercio
algo mediocre; el verdadero remedio contra el fraude —escribe Turgot—
consiste en conseguir que defraudar no tenga interés.44
Por eso se lamenta de la cantidad de veces que se utiliza la excusa
de la felicidad pública para oprimir a los individuos y de ese desafor-
tunado principio que en casi todos los gobiernos ha infectado durante
tanto tiempo la administración del comercio; me refiero a la manía de
dirigirlo todo, de regularlo todo y de no remitirse nunca al propio in-
terés de los hombres.45

44. Véase «Plan d’un Mémoire sur les Impositions», en G. Schelle, op. cit., vol. II,
p. 307.
45. Véase la voz «Foire» en G. Schelle, op. cit. vol. I, p. 580. También: los hombres
están enormemente interesados en el beneficio que Usted les quiere procurar, déjelos hacer
(laissez-les faire). Ese es el gran, el único principio. Voz «Fondations», en G. Schelle, op.
cit., vol. I, p. 591. En definitiva, una vez más, el bien general debe ser el resultado de
los esfuerzos de cada individuo por buscar su propio interés.

164
IDEAS ECONÓMICAS

Pero no es solamente el Estado el que no permite la libertad ni


la competencia. Turgot escribe que no existe comerciante que no
desee ser el único vendedor de su mercancía y que todos buscan
sofismas para que el Estado impida la competencia de los extranje-
ros: son enemigos del comercio nacional. Si se les escuchara, lo que
se hace a menudo, todas las ramas de los negocios estarían infecta-
das de monopolio: esos imbéciles —escribe indignado— no ven que
ese monopolio que ellos ejercen no va contra los extranjeros, sino
contra sus conciudadanos consumidores que, a su vez, les venden
a ellos. Todos salen perjudicados como consumidores y como ven-
dedores. Hay una pérdida real para la totalidad del comercio nacio-
nal y una guerra de opresión recíproca en la que el Gobierno presta
su fuerza a todos contra todos.46
La libertad de comprar y vender sólo tiene ventajas. Con liber-
tad florecen las ideas y la inventiva, la competencia hace bajar los
precios y perfecciona la fabricación de los productos, y por eso
también se opone a los gremios: la verdad es que todas las ramas del
comercio deben ser libres; igualmente libres, enteramente libres; que el
sistema de algunos políticos modernos que se imaginan favorecer el co-
mercio nacional prohibiendo la entrada de mercancías extranjeras es
una pura ilusión; que este sistema no conduce más que a hacer enemi-
gas unas de otras a todas las ramas del comercio; a provocar entre las
naciones el odio y la guerra (…). Se niegan a sí mismos las ventajas
inapreciables de un comercio libre; ventajas tales que si un Estado gran-
de como Francia quisiera experimentarlo, el rápido progreso de su comer-
cio y de su industria pronto obligaría a las otras naciones a imitarla. Y
para extender todo tipo de comercio lo que hay que hacer siempre
es buscar la satisfacción de los consumidores.47 En definitiva, la
intervención del poder político para intentar ajustar los desequili-
brios es vista casi siempre con aprensión, pues como escribe el ilus-
trado francés, los gobiernos se han acostumbrado demasiado a inmolar

46. Véase «La marque des fers», Lettre au Contrôleur générale, de 24 de diciem-
bre de 1773, en G. Schelle, op. cit., vol. III, pp. 620 ss.
47. Ibidem, p. 622, y «Lettre à Le Blanc, inspecteur, au sujet du comerce», de 20
de diciembre de 1775, en G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 94.

165
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

siempre la felicidad de los individuos en el altar de los pretendidos dere-


chos de la sociedad.48
El grande y único principio es el de laissez faire. El Estado debe
destruir los obstáculos que perjudican a la agricultura, el comer-
cio y la industria. Aunque también los gobiernos pueden hacer
otras cosas: remover los obstáculos a la libertad; por ejemplo, de-
jando libre de impuestos la fabricación, el transporte, la venta y el
consumo de las mercancías; animando a los sabios y artistas a exten-
der el conocimiento, e incluso enviando a los jóvenes con talento
a estudiar al extranjero:49 Y, como buen discípulo de Gournay,
reconoce el Ministro que la economía desborda las fronteras nacio-
nales y que también respecto al comercio internacional conviene
exigir la libertad. El comercio une a todas las partes del globo y
acaba con el aislamiento de unas naciones respecto a otras. Por eso,
asegura que la prosperidad de los Estados vecinos, lejos de repre-
sentar una amenaza, es una ventaja considerable, pues, entre otras
cosas, estimula la industria y el comercio, y los intercambios comer-
ciales favorecerán la paz. Aunque también está dispuesto a admi-
tir que el Estado sostenga mediante alguna actuación directa, siem-
pre momentánea y no muy importante, aquellas manufacturas
consideradas útiles.50
Está claro que para Turgot, como para A. Smith, la libertad es
la condición del progreso social; fundamentalmente la libertad eco-
nómica. Existen numerosas y relevantes coincidencias entre A. Smith
y Turgot porque los dos aceptan el ideario básico de la Ilustración

48. «Deuxième lettre sur la tolerance», op. cit., p. 424.


49. Es útil que el Gobierno incurra en algunos gastos para enviar a la gente joven
al extranjero a instruirse sobre procedimientos ignorados en Francia, y que haga publicar
el resultado de sus investigaciones. Estos medios son buenos, pero la libertad y la exención
de impuestos son mucho más eficaces y necesarios. Véase, «La Marque des fers», op. cit.,
p. 620.
50. En este sentido, escribió a J. Tucker, a quien no llegó a conocer personal-
mente, que sus ideas sobre la libertad y sobre los principales objetos de la economía
política se parecían mucho. Y aprovecha para criticar el monopolio comercial, el espí-
ritu de conquista y la intolerancia religiosa. Véase «Lettre au docteur Josiah Tucker»,
12 de septiembre de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 422.

166
IDEAS ECONÓMICAS

y el liberalismo económico, aunque —claro está— existen también


diferencias, no sólo por las distintas circunstancias personales y po-
líticas de la vida de cada uno, sino también por los dos modelos de
Ilustración, anglosajona y continental, a la que pertenece cada cual,
siendo la primera menos racionalista y abstracta que la segunda, en
términos generales. Pero ambos están plenamente convencidos de
que es dentro del sistema económico liberal donde hay que buscar
las correcciones a las inevitables injusticias y desigualdades, que, por
otra parte, son inevitables y muchas veces beneficiosas, porque la
emulación y la excelencia no existen sin ellas. La búsqueda del propio
interés, la competencia, la abolición de los gremios y los privilegios,
el libre comercio, etc., es lo que acaba derribando el monopolio
haciendo inútil la conspiración de los intereses de las facciones y
provocando el mayor bienestar.51
Siendo todavía Turgot Intendente de Limoges, escribió siete
cartas al entonces Contrôleur Général Terray (célebres cartas de las
cuales nos han llegado sólo cuatro), en las que defendía vigorosa-
mente la libertad del comercio de granos. Aunque para muchos
autores se trata de una de las mejores partes de su obra, él estaba
convencido de que su destinatario ni siquiera se había tomado la
molestia de leerlas.52 En estas cartas, con firmeza y convicción y
con un lenguaje directo por el que en ocasiones tiene que pedir
disculpas, Turgot defiende la libertad del comercio de granos como
el gran remedio para acabar con el desequilibro de los precios y,
sobre todo, con las hambrunas que de tarde en tarde asolaban el
campo.

51. Para los dos modelos de Ilustración y sus diferentes características, puede
consultarse de F.A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, Madrid,
1975, p. 85. De acuerdo con su clasificación, el joven Turgot pertenecería, a pesar
de su origen francés, a la Ilustración de tipo anglosajón por su teoría más evolucio-
nista que racionalista. Por otro parte, no hay que olvidar que en el siglo XVIII hubo
entre Francia e Inglaterra una influencia intelectual recíproca como nunca antes la
había habido. Véase también P. de la Nuez, «Smith y Turgot, dos ejemplos de la Ilus-
tración» en Mediterráneo Económico, Fundación Caja Mar, Almería, 2006.
52. Véase «Lettres au Contrôleur Général sur le commerce des grains», G. Schelle,
op. cit., vol. III, pp. 265-266.

167
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

En estos escritos, Turgot se muestra completamente convencido


de que se debe favorecer la producción con el fin de proveer a la sub-
sistencia del pueblo al precio más bajo. Para ello, hay que conside-
rar primero, no al consumidor de la ciudad (al que, sin embargo,
desde el poder se le presta siempre más atención por el miedo que
inspiran los motines), sino al productor que crea riqueza y al vende-
dor que la vende barata si se le deja en libertad. En tal caso, el precio
medio del grano no tiene por qué aumentar; al contrario, con liber-
tad disminuirá tal y como ya ha ocurrido en Inglaterra.53
La competencia que hace bajar los precios hará también que
aumente el consumo y con ello crecerá el incentivo a seguir produ-
ciendo, a invertir en la tierra, a aumentar la producción y crear ri-
queza, todo lo cual hace subir los salarios, lo que de nuevo redun-
dará beneficiosamente en el consumo. Porque es verdad que el sistema
de libertad aumenta la renta de los propietarios, pero eso tiene conse-
cuencias beneficiosas para todos. Porque de la tierra sale la masa de
los salarios que se distribuirán entre todas las clases de la sociedad;
se trata —como se vio antes— de una circulación que da la vida a
todo el cuerpo político, un círculo virtuoso en el que todos ganan
con el progreso general.
Al crecer la riqueza de los propietarios y los agricultores, se ofre-
ce trabajo a todos los que hasta entonces estaban desocupados
(incluidos mujeres y niños). Con el paso del tiempo, los salarios y
el precio de las mercancías se irán acercando a una proporción justa
favoreciendo un aumento de la población, pero como este aumen-
to se producirá más lentamente que el de la producción, propieta-
rios y agricultores competirán por los trabajadores. Una vez más,
lo que se pretende es desarrollar una agricultura próspera; hacer de

53. Turgot cree que no existe ninguna razón por la cual la libertad deba hacer
aumentar el precio medio del grano. Este precio se forma necesariamente por la rela-
ción de la demanda (necesidades) con la oferta (producción). Para que aumente el
precio, haría falta que la suma de la demanda aumentara en una proporción mucho
mayor que la producción; ahora bien, es eso lo que no debe ocurrir. Además, un
precio alto incita a cultivar la tierra, pero la competencia lo hace bajar. Véase «Lettre
au Contrôleur Général» (quinta), op. cit., p. 293.

168
IDEAS ECONÓMICAS

esa actividad un negocio rentable al que afluyan los capitales dispo-


nibles, eliminando todos los obstáculos a la producción y creación
de riqueza. Porque la diferencia de riqueza no se debe tanto a la fer-
tilidad del suelo, cuanto al modo de explotación; donde hay colo-
nos miserables, donde no existen arrendatarios o propietarios ricos,
donde no se favorezca la grande culture, no se acabará nunca con la
pobreza.54
Por otra parte, esa libertad debe ser tanto interior como exterior;
que haya libertad de importar sin derechos de entrada y de expor-
tar. Todo está en dependencia recíproca. Si se deja libertad de comer-
cio, el precio de las mercancías, la renta, los salarios y la población
estarán en equilibrio. En definitiva, ganan todos, aunque, sobre todo,
los consumidores, el pueblo que sufre.55 Sin embargo, a pesar de que
para el Intendente la intrínseca bondad de la libertad del comercio
de granos es de sentido común, las gentes no lo comprenden porque
están cegados por los prejuicios, la ignorancia y los intereses crea-
dos. Pero cuando el pueblo vea sus ventajas y esté más instruido;
cuando haya sido convencido por el lenguaje de la razón (más que
por el de la autoridad), se plegará a su necesidad.
Por eso es conveniente acostumbrar al pueblo a la libertad con
firmeza y autoridad, porque sus beneficiosos efectos no se verán in-
mediatamente, ya que la libertad será todavía imperfecta y necesi-
tará tiempo para lograr todos sus objetivos. Hace falta tiempo para
que el comercio se vea animado por una libertad antigua y conso-
lidada. Comprende que, en el fondo, se trata de una «revolución»
a la que hay que acercarse gradualmente.56

54. Además, es importante un precio adecuado de los productos agrícolas. ¿Por


qué a igual fertilidad es la agricultura menos lucrativa en las provincias del interior del
Reino que en las provincias de los alrededores de la capital y de la desembocadura al mar?
La razón es evidente por sí misma. Y es que las mercancías no tienen en estos lugares el
mismo valor. «Lettres au Contrôleur Général (abbé Terray) sur le Commerce des Grains»,
de 27 de noviembre de 1770 (séptima), en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 310.
55. Ibidem, p. 323.
56. Véase «Lettres au Contrôleur Général», (séptima), cit., p. 311. Turgot ya ha-
bía escrito anteriormente que todavía en Francia se está lejos de conocer los prin-
cipios del orden natural, de la riqueza y del poder del Estado y que sólo se podrá

169
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Además, se admiten algunas excepciones, porque hay circuns-


tancias en las que, sin abandonar los verdaderos principios ni some-
terse a los prejuicios del pueblo, es necesario, por ejemplo, conce-
der ayudas públicas; aunque siempre moderadas, momentáneas,
bien aplicadas y con mucha precaución, pues no olvidemos que los
principios del Ministro sobre esta materia son siempre los de la li-
bertad. Así, por ejemplo, sobre las ayudas del Gobierno a la ex-
portación de granos, le explica su criterio a Tucker: mis principios
sobre esta materia son: libertad indefinida de importar, sin distinción
de navíos de tal o cual nación y sin arancel alguno de entrada; liber-
tad igual de indefinida de exportar en cualquier tipo de navío sin aran-
cel alguno de salida y sin ninguna limitación ni siquiera en tiempos de
hambruna; libertad en el interior de venderle a quien uno quiera sin
estar obligado a ir al mercado público y sin que nadie se entrometa en
fijar el precio del grano o del pan. Yo extendería estos mismos princi-
pios al comercio de todo tipo de mercancías, lo que, como ve Usted, está
muy alejado de la práctica de su Gobierno y del mío.57

8. la reforma fiscal

Otro claro obstáculo a la libertad económica y, por lo tanto, a la


prosperidad del Reino es el peso excesivo y perturbador de las cargas
fiscales. En la carta que escribió a David Hume el 23 de julio de
1763, escribe: el sistema de finanzas de todos los pueblos se ha for-
mado en épocas en las que se reflexionaba poco sobre estas materias; y
cuando ya se esté totalmente convencido de que ese sistema se había esta-
blecido sobre fundamentos ruinosos, habrá aún muchas dificultades y se

extender este conocimiento de la elite a la masa a través de la educación en un pro-


ceso lento. Pero, como escribe a Condorcet en una carta personal, no hay que perder
la esperanza de que algún día los progresos de la razón establecerán por todas partes
leyes justas, haciendo a los hombres tan felices como puedan serlo y previniendo así
todas las revoluciones. «Lettre à Condorcet», 16 de julio de 1771, en G. Schelle, op.
cit., vol. III, p. 537.
57. «Le comerce des grains», Lettre au Docteur Tucker, 10 de diciembre de 1773,
en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 615.

170
IDEAS ECONÓMICAS

necesitará aún mucho tiempo para desmontar una máquina totalmente


montada y sustituirla por otra. Usted sabe tan bien como yo cuál es el
gran objetivo de todos los gobiernos de la tierra: sumisión y dinero.58
Turgot se muestra sumamente crítico con los impuestos del Anti-
guo Régimen. Parte de la base de que no hay información apenas,
y la que hay no es en absoluto fidedigna, sobre la situación patri-
monial de los súbditos del Reino; señala la cantidad de impuestos
de toda especie y género y los obstáculos que un sistema fiscal irracio-
nal pone a la agricultura, al comercio y la creación de riqueza, pero
sobre todo, y eso es lo peor, concluye que son tremendamente injus-
tos. Todos los que pueden, normalmente corporaciones e individuos
privilegiados, ricos o poderosos, consiguen exenciones fiscales, mien-
tras que los pobres que no pueden evitarlo son los que más pagan
en términos relativos. Por eso Turgot habla de las pretensiones orgu-
llosas y ávidas del clero y la nobleza; de cómo reclamar exenciones
fiscales les degrada por su falta de patriotismo, y critica su falta de
sensibilidad hacia la miseria del pueblo, lo cual él mismo había po-
dido comprobar durante la hambruna que asoló el Lemosín en sus
últimos años de Intendente.59
En definitiva, el sistema fiscal es ineficaz, irracional e injusto.
Siempre son los más pobres los que soportan las mayores cargas,
entre otras cosas, porque no tienen posibilidad de reclamar. Pero
además de que la carga de los impuestos directos recaiga sobre los
agricultores y los campesinos miserables, existe también una gran
cantidad de impuestos indirectos contrarios a la economía nacio-
nal. Estos son un atentado perpetuo a la libertad del ciudadano,
hacen daño a los más pobres y favorecen el fraude y el contraban-
do. Porque todo impuesto que obstaculiza la producción, circula-
ción y aumento de la riqueza de los súbditos debe ser suprimido,
aunque sea porque si disminuye la riqueza de los súbditos, también
disminuirá la del príncipe. Por eso no deben gravarse la industria
ni los capitales. La masa de capitales contribuye al desarrollo de la

58. «Lettre à Hume», de 23 de julio de 1766, en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 503.
59. Algunas de esas críticas a los «privilegios odiosos» en «Les Octrois», Lettre au
Contrôleur Général, 9 de noviembre de 1772, G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 556.

171
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

agricultura, la industria y el comercio. Al Estado le interesa cuidar


esa fuente de riqueza y evitar que el pueblo identifique al soberano
únicamente con la recaudación abusiva de impuestos.
Sin embargo, escribe con un ejemplo coloquial, el Gobierno
parece empeñado en hacer desplumar la gallina sin hacerla gritar. Se
trata de atacar a los propietarios indirectamente porque no se dan
cuenta del mal hasta que éste ya ha pasado y porque aún no se han
extendido suficientemente las luces ni han sido los principios sufi-
cientemente demostrados como para que sean capaces de atribuir
el mal que sufren a su verdadera causa.60
Turgot está convencido de que una contribución regular y propor-
cional a la riqueza sería mucho mejor, y al ser la tierra la principal
fuente de riqueza, los impuestos deben recaer sobre tierras y hacien-
das; es decir, debe gravarse sólo la agricultura.61 Se trata, como es
sabido, del impuesto único sobre el producto neto, sobre la parte
disponible de la renta no indispensable para la producción que obtie-
nen los propietarios y que consiste, básicamente, en el producto de
la tierra una vez descontados los gastos y los salarios del que la hace
producir. Es una forma de que los propietarios terratenientes compen-
sen de alguna manera su preponderancia dentro del Estado, contri-
buyendo a su mantenimiento. Además, en última instancia, todos
los impuestos recaen sobre los dueños de la tierra; ellos son los que
al final acaban pagando todas las cargas que recaen sobre el agricul-
tor porque, al aumentar sus gastos, se reduce la parte que le corres-
pondería al propietario. Nuestro autor insiste una y otra vez en sus
escritos en esta idea de que, en última instancia, son los propieta-
rios los que pagan los impuestos sobre la tierra a través de una dismi-
nución de su renta o mediante un aumento de sus gastos.62
Este es el único tributo que le parece justo, necesario y eficaz
para evitar los abusos y para evitar que se destruya riqueza. Los

60. Ibidem, p. 557.


61. «Mémoire sur les Municipalités», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 593
62. No importa el modo en que se establezcan y se recauden los impuestos. En
última instancia, siempre son pagados por los propietarios de tierras. Véase «Lettre
au Controleûr Général», (quinta), cit., p. 286.

172
IDEAS ECONÓMICAS

gastos del Gobierno deben tener como objeto el interés de todos,


y por eso todos deben contribuir a ellos en función de las ventajas
que derivan de la sociedad. Desde este punto de vista, los privile-
gios de la nobleza no pueden ser considerados justos. No es justo
que el rico abuse del pobre. Además, como un hombre rico puede
fácilmente convertirse en noble, el resultado será que la nobleza
acabará incluyendo a todos los hombres ricos, de modo que la causa
de los ricos dejará de ser la de las familias distinguidas, para ser
únicamente la de los ricos contra los pobres. En resumen, los impues-
tos, a los ojos de la razón y la justicia, deben ser proporcionales a
las fortunas.
Es más, afirma que, aunque él no se considera amigo del despo-
tismo, en este asunto debe imperar la voluntad absoluta del Rey. De
hecho, en su proyecto sobre los Municipios (Mémoire sur les Muni-
cipalitès) que veremos más adelante, aunque las asambleas previstas
por el proyecto estarían encargadas de hacer el catastro y distribuir
los impuestos, éstos vienen siempre determinados por el Consejo
del Rey. Aunque queda claro una vez más que los propietarios son
los que pagan los impuestos, porque estos deben recaer sobre la renta
de la tierra, y porque ellos forman esa clase disponible que se encar-
gará de la política y de las necesidades de la sociedad.63

9. el amigo de los pobres

Sorprende en los escritos de Turgot la recurrente insistencia en la


miseria del pueblo, una novedad propia de la sensibilidad del siglo
XVIII que también compartían otros filósofos ilustrados de la época
y que él utilizaba a menudo para conmover al Rey. Ello pone de
manifiesto no solamente que él no se desentendía de la suerte de los
más pobres, sino que defendía sus ideas económicas precisamente

63. Como la clase de los propietarios es la única que no necesita trabajar para
vivir, puede dedicarse a las necesidades generales de la sociedad como la guerra o la ad-
ministración de justicia. Reflexiones sobre la formación y distribución de las riquezas,
op. cit., p. 49.

173
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

porque pensaba que un régimen económico de libertad era el que


más les favorecería.
Por el contrario, el sistema del Antiguo Régimen era el que más
abusaba del pobre y el que más le perjudicaba. Aunque cree que la
clase ociosa es útil y que la desigualdad es necesaria para el progre-
so, afirma sin tapujos que el pobre tiene derechos incontestables sobre
la abundancia del rico.64 Por lo demás, Turgot cree que la pobreza
material del pueblo, su ausencia total de educación, le degrada
también moralmente: ese sentimiento que otorga una importancia tan
grande a la vida de los hombres, me parece que está mucho menos exten-
dido entre el pueblo que entre aquellos que han recibido una educa-
ción liberal. El pueblo está endurecido por la miseria. Es casi indife-
rente a la vida, se expone a la muerte por un pequeño interés, la ve
acercarse sin emoción. Digan lo que digan, los sentimientos de la natura-
leza están mucho menos vivos en él que entre los hombres de un estado
más elevado. El mismo amor es débil entre nuestros campesinos. Y a
menudo se lamentarán mucho más por su vaca que por su mujer o su
hijo, porque en sus cálculos pesa más el precio de esa vaca que las priva-
ciones del corazón (...). Al menos es así como yo creo ver al pueblo y
como la experiencia me lo ha mostrado.65
De ese afán por acabar con la miseria y la ignorancia de los más
pobres se derivan los párrafos más radicales, incluso subversivos
según Tocqueville, de sus textos. Si como defendía A. Smith, ninguna

64. Véase Fondation, cit., p. 585. Parece que ya desde su juventud Turgot era
sensible a la situación de los más pobres. Según Neymarck, esa preocupación fue cons-
tante, profunda e íntima. A. Neymarck, op. cit., p. 74. Lo cual se puso de manifiesto
cuando hizo uso de su propio dinero para aliviar la situación por la hambruna, en
1770, en el Lemosín.
De todos modos, D. Roche afirma que durante el siglo XVIII los Intendentes ha-
bían contribuido a difundir la idea de que la pobreza no era lo mismo que la margi-
nalidad y que los pobres eran también individuos que pagaban sus impuestos y hacia
los que el Rey tenía responsabilidades. Este autor opina que la nueva aspiración a la
prosperidad, propia de la época, dio lugar a la presión por la integración de los pobres
y por abolir las causas de la pobreza. Véase D. Roche, op. cit., p. 329.
65. Véase «Lettres à Condorcet», La justice criminelle, 16 de julio de 1771, en G.
Schelle, op. cit., vol. III, p. 528.

174
IDEAS ECONÓMICAS

sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miem-


bros es pobre y miserable, Turgot coincide con él cuando escribe
que aliviar a los hombres que sufren es el deber de todos y que los
deberes de la humanidad y la religión nos impelen a ayudar a los
hombres que sufren.
Así, se indigna por la injusticia del privilegio y por los obstácu-
los que el Gobierno pone al trabajo de los más pobres y a su pros-
peridad. Su crítica al monopolio y a las facciones que utilizan todos
los medios a su alcance parar proteger sus intereses se basa en el
perjuicio que causan a toda la sociedad en general, y a los pobres
en particular. Así, por ejemplo, el rechazo a los gremios que el Con-
trôleur Général aboliría en su breve mandato como Ministro del
Rey se debe no sólo a que, a sus ojos, estas corporaciones son in-
justas e ineficaces, van contra la competencia y la libre circulación
de trabajadores y educan mal en habilidades sino, sobre todo, a que
es contraria a la libertad personal y a la idea de que cada uno es
propietario de su propio trabajo, pues esa propiedad sobre el tra-
bajo es un derecho sagrado e inviolable, necesario más que nunca
para los pobres. Así como la propiedad que cada persona tiene de
su trabajo es la base fundamental de todas las demás propiedades,
también es la más sagrada e inviolable. El patrimonio de un hombre
pobre estriba en la fuerza y destreza de sus manos. Por eso, impe-
dir que emplee esa fuerza y esa destreza de la forma en que él crea
más conveniente sin perjudicar a nadie es una violación flagrante
de la más sagrada de las propiedades. Contemplamos como uno de
los primeros deberes de nuestra justicia y como uno de los actos más
dignos de nuestra benevolencia —dice el Rey en su Edicto— el librar
a todos nuestros súbditos de todos los obstáculos impuestos a ese dere-
cho sagrado de la humanidad. Queremos, en consecuencia, suprimir
esas instituciones arbitrarias que no permiten al indigente vivir de su
trabajo.66
Por eso se muestra tajante también cuando denuncia en el Edicto
cuyo objetivo era abolir la corvée que el peso de todas las prestaciones

66. Véase «Les Jurandes». Édit de suppression, cit., p. 243.

175
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

personales recae sólo sobre las clases más pobres, aquellos que sólo
tienen su trabajo manual para sobrevivir. Los propietarios de tierra
y prácticamente todas las clases privilegiadas —escribe— o no pagan
o contribuyen poco, aunque sean ellos los que se benefician del
aumento del valor que la mejora de las comunicaciones supone para
sus tierras. Es a los propietarios a quienes son útiles los caminos por
el valor que dan a la producción de sus tierras. Ni los agricultores,
ni los jornaleros a quienes se hace trabajar en ellos, obtienen ningún
beneficio. Si es la clase de los propietarios de tierra la que se bene-
ficia de la mejora de las carreteras, ellos son los que deberían adelan-
tar el dinero mediante un impuesto. No se puede hacer que gentes
cuyo único recurso contra el hambre y la miseria es el trabajo de sus
manos, trabajen sin remuneración alguna para el beneficio de ciuda-
danos más ricos que ellos. Todos los propietarios de tierra, privile-
giados o no, deben pagar. Por eso hace decir al Rey: se les arrebata
a estos desgraciados el fruto legítimo de su sudor y de su trabajo en bene-
ficio de los propietarios.67
Además, es cierto que el Ministro de Luis XVI propuso en deter-
minados escritos algunas intervenciones públicas, y por ello se ha
comentado en más de una ocasión que incurre en flagrantes contra-
dicciones al defender y practicar como administrador y político me-
didas contrarias a su enérgica defensa del liberalismo económico.
Así, J.P. Poirier llama la atención sobre el hecho de que mien-
tras Turgot escribía sus textos económicos liberales practicaba simul-
táneamente una especie de «dirigismo social» en Lemosín. El autor
lo justifica aludiendo a la diferencia fundamental entre los proyec-
tos modernos del Intendente y la realidad social y económica local.
Y también fue esa actuación la que dio origen a algunas de las críti-
cas de Tocqueville que consideraba que sus medidas contra los privi-
legiados auguraban una gran centralización política y una revolu-
ción igualitaria. No obstante, esto no quita para que el funcionario
ilustrado insistiera una y otra vez sobre la idea de que el remedio
para los más pobres es la libertad de comercio. Hay que dejar a las

67. Véase «Les Corvèes», Édit de suppression, G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 205.

176
IDEAS ECONÓMICAS

clases indigentes y laboriosas los medios de disminuir su miseria


por su propia actividad.68
Sin embargo, esas medidas obedecen a una serie de principios
que se pueden explicitar. Por ejemplo, uno se refiere a la excepciona-
lidad; es decir, el principio general debe ser la no intervención del Es-
tado en las actividades económicas de los ciudadanos. No obstante,
en los casos en los que una epidemia, hambruna, catástrofe natu-
ral, etc., ponga en peligro la supervivencia de los súbditos, el poder
público debe intervenir, sobre todo en el nivel local. Además, la
justificación puede ser también la necesaria protección de los dere-
chos naturales de los individuos. Si el fin supremo del Gobierno es
respetar esos derechos, el Estado debe intervenir para proteger, por
ejemplo, el derecho a la vida mediante ayudas a los pobres en caso
de necesidad. Asimismo, otro principio se une a estos: la subsidiarie-
dad. Cuando aún no pueda funcionar satisfactoriamente el mercado,
que lo haga el Estado.
No obstante, el reconocimiento de esta sensibilidad hacia los
más necesitados no quiere decir que haya dejado atrás su profundo
convencimiento de que es la libertad económica, la búsqueda del
propio interés y la competencia, la que mejor y más eficazmente
promueve el bien común. Lo mejor que se puede hacer es dejar a cada
hombre la libertad de hacer lo que quiera, porque es imposible que,
si se abandona el comercio a sí mismo, el interés particular no coin-
cida con el interés general. La interferencia del Estado se admite,
acaso, como excepción a su teoría liberal en casos de emergencia y
evitando todo lo posible los efectos perversos, pues una cosa es el in-
terés de cada uno por mejorar y otra es el egoísmo contrario al bien
común.

68. «Circulaire aux Inspecteurs des Manufactures les invitant à se borner à encou-
rager les fabricants», G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 679. En cuanto a J.P. Poirier, véase
op. cit., p. 369, y de Tocqueville, «Notas sobre Turgot», op. cit., p. 289. Como hemos
visto, durante los años en que Turgot fue Intendente en Limoges llevó a cabo iniciati-
vas poco ortodoxas desde el punto de vista de su liberalismo económico. En este sen-
tido habla J.P. Poirier, incluso, de «justicia social» cuando escribe que para Turgot la de-
fensa de los pobres no era una cuestión de sensiblería o caridad. (Ibidem, pp. 370-371).

177
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

De hecho, en el artículo Fondation que escribió para la Enciclo-


pedia y en otros escritos afirma que mejor que confiar la tarea de
ocuparse de los huérfanos, ancianos, enfermos, pobres, etc., a las
fundaciones que existían en el Antiguo Régimen, sería más eficaz
que se crearan asociaciones libres y voluntarias, al estilo de las asocia-
ciones comerciales, o que los más necesitados fueran atendidos direc-
tamente en sus casas con la ayuda y asistencia del municipio (lo cual
sería más barato y redundaría en unos mejores cuidados). También
llama la atención sobre las consecuencias no queridas y los efectos
no deseados de medidas bienintencionadas como las que se toman
para ayudar a los pobres (y pone, precisamente, el mal ejemplo de
España).69
Si se acostumbra a los hombres a esperarlo todo del Estado, si la
ayuda que se recibe es gratuita, la mendicidad crecerá en lugar de
desaparecer. Provocará ociosidad y holgazanería, y a la larga se conver-
tirá en una carga para el Estado y para el ciudadano que trabaja. No
conviene acostumbrar a los hombres a pedirlo todo, a recibirlo todo, a
no deberse nada a sí mismos. Y critica, por ello, esa especie de mendi-
cidad que extendiéndose a todas las condiciones, degrada al pueblo.
Para concluir, Turgot pronuncia una advertencia que recuerda a B.
Mandeville cuando afirma que las consecuencias de la virtud pueden
ser males mayores: las virtudes más puras pueden engañar a aquellos
que se entregan sin precaución a todo lo que ellas inspiran.70

69. Precisamente Tocqueville pone como ejemplo del poder arbitrario de los In-
tendentes durante el Antiguo Régimen el que Turgot pudiera ordenar que se detu-
viera a los mendigos, que se les ingresara en asilos o se les hiciera trabajar, que se ex-
pulsara a los forasteros y que se expidieran certificados de buenas costumbres a los
que dejaban la comunidad. Véase «Notas sobre Turgot», op. cit., p. 265.
70. Véase Fondation, op. cit., p. 586. Las otras citas también en Fondation, op. cit.,
p. 591. No en vano, según J.F. Faure Soulet, Mandeville es el antecedente directo de Turgot.
Véase op. cit., p. 74.

178
Capítulo sexto
Ideas políticas

1. la ciencia política

Para Turgot, los remedios a los males de Francia no son sólo de ca-
rácter económico, sino también político. Así, del mismo modo que
existe una ciencia económica, también existe una ciencia política;
una ciencia que, aunque no haya avanzado aún suficientemente, es
la más interesante de todas porque es la ciencia del bien o de la feli-
cidad pública.
Las especulaciones que tienden a establecer principios fijos sobre
los derechos y los verdaderos intereses de los individuos y las nacio-
nes no son metafísica vana, entiende nuestro autor en contra de
algunas opiniones. Por eso, aunque no escribiera nunca un tratado
de teoría política, hay en sus escritos reflexiones diversas sobre el
origen del poder, el carácter del Gobierno, su relación con la geogra-
fía física, las repúblicas, la monarquía, el despotismo, la figura del
legislador, etc., que muestran su gran interés por estos temas y su
convencimiento de que el éxito de un buen gobierno se limita al
respeto religioso por la libertad de las personas, por el trabajo y la
conservación inviolable de los derechos de propiedad, la justicia, el
crecimiento de la riqueza, la ilustración y la felicidad. A todo ello
debe contribuir una verdadera ciencia del Gobierno porque, en una
sociedad bien constituida, la naturaleza de las cosas indica que el
Gobierno y el pueblo no tienen intereses separados.
Ahora bien, la ciencia social debe elaborarse según el modelo de
las ciencias físicas porque las verdades de la moral y de la política
son susceptibles de la misma certeza que las leyes de la física. Además,
en el caso de la política, es necesario conocer la verdad para hacer

179
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

que el orden social se conforme con ella. Turgot creerá haber descu-
bierto un gran número de verdades que considerará su deber comu-
nicarle a la opinión pública y al Rey. No en vano, uno de los prin-
cipios sagrados de la moral consiste en decir siempre la verdad y no
ocultarla a la humanidad.
La política ha de basarse en la observación y en la razón. Debe
abandonarse al curso de la naturaleza, irresistible y necesario, sin
pretender dirigirlo. Como existe un orden natural, una constitución
natural de la sociedad, cuya existencia constatamos por nuestra expe-
riencia y nuestras sensaciones y como ese orden se puede compren-
der racionalmente, el verdadero Gobierno es el que lo respeta.
Pero la realidad cambia mucho y muy rápidamente, tanto que nos
damos cuenta demasiado tarde. No hay que tener miedo al cambio.
No hay por qué perpetuar lo que no es fruto de la razón, ni decidir
en función de lo que hicieron nuestros antepasados dejándonos llevar
por un respeto supersticioso. Al contrario, hay que adapatarse a los
tiempos. Hay que llevar a cabo cambios justos, útiles y necesarios;
además en las sociedades en las que no se hacen reformas, es fácil que
se produzca una revolución. Por tanto, como las circunstancias cambian
sin cesar, la política tiene la necesidad de prever, por decirlo así, el
presente; hay que adaptarse, incluso adelantarse a los acontecimien-
tos. Por eso es tan necesaria la sagacidad y la astucia del legislador
cuyas decisiones particulares deben siempre estar de acuerdo con
unos principios fundamentales y con un plan general, porque del
mismo modo que la política se perfecciona con el progreso, la perfec-
ción de los Gobiernos es también una de sus causas.1

2. contra el despotismo y por la libertad

A diferencia de los fisiócratas, que son partidarios del absolutismo


ilustrado, Turgot se considera a sí mismo un amigo de la libertad.
De hecho, pensaba que esa defensa del despotismo que hacían los

1. Sobre la importancia de la reflexión política, véase «Lettre au Dr. Price», de


22 de marzo de 1778, en G. Schelle, op. cit., vol. V, p. 533.

180
IDEAS POLÍTICAS

économistes era la culpable de que no se extendiera más la doctrina


fisiocrática. Aunque, de todos modos, Turgot no acepta que se pueda
calificar al Gobierno de la Francia de su época como despótico y
opresivo.2 Por eso, para él, el Gobierno de China (que Quesnay y su
escuela consideraban una especie de modelo) no debe servir en abso-
luto de referencia. Al contrario, este país se ha estancado en la medio-
cridad, y en gran medida ello se debe a la veneración por los ante-
pasados, a la hostilidad al movimiento, a la rutina que impide toda
innovación al conservar los conocimientos en el punto en el que se
encuentran. Al someterse los conocimientos a una detallada regla-
mentación y a una autoridad despótica se impide el progreso porque
ya no se inventa. La sociedad tiene que estar abierta al cambio, a la
energía y la acción, a la novedad (cuya búsqueda es otra de las pasio-
nes humanas), porque de lo contrario se estanca. No hay que sentir,
insiste, ningún respeto reverencial hacia el peso muerto del pasado.
Por otra parte, todos los príncipes despóticos son arbitrarios y
crueles; juzgan y aplican la ley, y cuando el poder que hace las normas
y el que las aplica se identifican, las leyes son inútiles. Además, el
despotismo está relacionado con la falta de educación, la ignorancia
y la superstición. Embota los espíritus y, curiosamente, uno de los
rasgos típicos de estos Gobiernos es el sometimiento de las mujeres,
la desigualdad entre los sexos, que Turgot siempre vio, junto con la
esclavitud, como uno de los rasgos de la barbarie. Lo que ocurre es
que es más fácil mandar que persuadir, y es por la ignorancia y el
hábito que domina a los hombres por lo que se establece este tipo
de Gobiernos: el despotismo es fácil y si no sublevara a sus víctimas,
jamás desaparecería de la tierra.3

2. «Lettre à Du Pont de Nemours» de 7 de mayo de 1771, en G. Schelle, op. cit.,


vol. III, p. 486. También había escrito apasionadamente en una ocasión: odio el despo-
tismo («Lettre à Condorcet» de diciembre 1773, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 639).
3. Plan de dos discursos, op. cit., p. 190. Según Meinecke, a mediados del siglo XVIII,
las noticias de los jesuitas comenzaron a atraer la atención de Occidente sobre China.
Algunos filósofos, como el mismo Voltaire, elogiaban su religión clara y simple, su moral
confuciana o la ilustración de sus cargos públicos. Véase Meinecke, op. cit., pp. 83-84.
También dirige Turgot sus criticas contra los seguidores de Mahoma, fundamen-
talmente contra los turcos, aunque afirma que su atraso no se debe tanto a su religión

181
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Ahora bien, también hay otros tipos de tiranía, además de la de


los príncipes, contra la que es necesario precaverse. La tiranía del
pueblo es la más cruel e intolerable de todas porque es la que menos
recursos deja al que la sufre. Una multitud no tiene jamás remor-
dimientos y no le frena nada de lo que puede frenar al déspota: la
opinión pública, su propio interés o sus remordimientos. Por eso
—escribe al Doctor Price— no cree que baste sólo con estar some-
tido a las leyes para garantizar la libertad, porque un hombre opri-
mido por una ley injusta no es libre, y aunque la ley fuera hecha
por una asamblea nacional no podría evitarse la opresión del indi-
viduo por el pueblo.
En definitiva, el hombre no necesita tutores ni protectores. Esas
dos palabras ofenden los oídos de los hombres libres que no quie-
ren ni lo uno ni lo otro. La idea de una autoridad tutelar es un tópi-
co de los économistes que deshonra sus doctrinas. Así pues, el poder
tiene que ajustarse a ciertos límites. Los súbditos, como escribió en
sus Cartas sobre la tolerancia, tienen derechos irrenunciables e inclu-
so están legitimados para rebelarse contra un príncipe convertido
en tirano. Por eso, como escribe F. Diaz, Turgot subraya el valor pri-
mordial de la libertad: la libertad es una palabra que por sí sola cons-
tituye todo el catecismo político.4

(pues hubo progresos entre los musulmanes de España), sino a la naturaleza de su


despotismo. Aunque escribió en una ocasión que la religión musulmana, que no per-
mite más leyes que las propias de la religión, opone el muro de la superstición a la marcha
natural del perfeccionamiento y consolida la barbarie y el sometimiento de los pueblos.
Véase Plan de dos discursos, op. cit., pp. 192 y 239.
En cuanto a la esclavitud, es una injusticia bárbara y abominable, aunque Turgot
reconoce que no se puede negar que, en ocasiones, la injusticia puede ser útil y pro-
curar satisfacción al que la práctica. «Lettre à Du Pont de Nemours» de 20 de febrero
de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 378.
4. Véase «Lettre à Du Pont», de 30 de marzo de 1774, en G. Schelle, op. cit.,
vol. III, p. 663. F. Diaz, Filosofia e politica, op. cit., p. 117. Y la cita de Turgot sobre
la libertad en «Lettre à Du Pont de Nemours», de 3 de enero de 1769, en G. Schelle,
op. cit., vol. III, p. 54.

182
IDEAS POLÍTICAS

3. un proyecto de constitución política.


la mémoire sur les municipalités

Turgot no escribió nada parecido a un tratado de teoría política,


pero en 1775 preparó una Mémoire sur les Municipalités que, si bien
la redactó Du Pont de Nemours por encargo suyo y no se llegó
nunca a presentar al Consejo, pensaba poner en práctica casi inme-
diatamente, empezando por las regiones del Reino conocidas como
Pays d’élections para que su organización sirviera de ejemplo y luego
fuese imitada por los Pays d’etats. La Memoria constituye, junto con
la carta del Dr. Price, prácticamente el único texto donde se reco-
gen claramente algunas ideas políticas importantes de Turgot.
Esta obra, aunque no es más que un esbozo de proyecto, permi-
te calibrar hasta qué punto Turgot pretendía liberalizar el régimen
político, ya que se trata del plan de una gran reforma, un plan com-
pleto de reforma del Reino. Él mismo reconoce que el objetivo es
darle a Francia una nueva constitución política, y así afirma categó-
ricamente que los males de Francia se deben precisamente a que la
nación no tiene una constitución: la causa del mal, Sire, proviene de
que vuestra nación no tiene constitución. Ese es su diagnóstico.5
Tal situación es sumamente preocupante porque para evitar el
despotismo, natural en los grandes Estados, y establecer un Gobier-
no moderado se necesita un orden constante en todas las partes del
Estado; en el nivel local y provincial y en las ciudades, a las que hay
que brindarles toda la libertad de la que no puedan abusar. Al no
existir ni orden ni unidad ni una organización regular de relaciones
conocidas que acerque a los hombres unos a otros, las instituciones
se yuxtaponen sin una relación clara entre ellas: las más antiguas,
heredadas de la Edad Media, coexisten con las más modernas, y cada
uno sigue sus intereses particulares y ve al otro como a un enemigo,
de manera que hasta las aldeas se tratan entre sí como extranjeros.
Se trata de una sociedad de diferentes órdenes mal unidos, y de
un pueblo cuyos miembros apenas tienen lazos entre sí. De modo

5. «Mémoire sur les Municipalités», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 576.

183
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

que lo que se produce es una guerra perpetua de pretensiones y em-


presas. Nadie cumple con sus obligaciones porque no las conoce;
al no haber interés común visible y conocido, al haber desapare-
cido las ocasiones de obrar en común, tampoco se conoce el espí-
ritu público. Por eso, por ejemplo, los individuos engañan sin cesar
a las autoridades mediante falsas declaraciones relativas a su capa-
cidad fiscal.6
Tampoco existe la uniformidad en la administración municipal;
las ciudades viven aisladas unas de otras, reina el espíritu de exclu-
sión y cada una es una especie de pequeña república llena de deudas
que suele someter a su tiranía a los habitantes del campo circun-
dante, sometiéndoles a sus intereses mal entendidos. Tampoco es la
mejor la situación en la administración del campo.
Ese es el problema fundamental del Reino. Y ese espíritu de
desunión debe preocupar al Rey porque disminuye progresivamen-
te su poder, aunque paradójicamente eso haga que el Monarca tenga
que ocuparse, él o sus mandatarios, prácticamente de todo. Por lo
tanto, el plan de la obra es darle a Francia una nueva constitución
que fomente el bien común uniendo a todas las partes del Reino: al
individuo con su familia, a la familia con su aldea, a la aldea con su
distrito, al distrito con la provincia y a ésta con el Estado. La forma
de conseguir esta unión es básicamente mediante un nuevo sistema
de educación y mediante una organización municipal y provincial
enteramente reconstruida.7

6. Sobre este asunto, tan común bajo el Antiguo Régimen, insistió Turgot en sus
escritos más de una vez, advirtiendo de que era necesario que el pueblo dejase de ver
al Gobierno como el adversario de cada cual. Véase «Mémoire sur les Municipalités»,
op. cit., vol. IV, p. 582.
7. Más adelante, el propio Necker quiso establecer en todo el Reino unas asam-
bleas provinciales que suponían una tentativa tímida de descentralización y que ha-
brían asegurado la repartición y recaudación de los impuestos y la construcción y
mantenimiento de los caminos, a la vez que promocionaban la vida económica local.
Después de él, para ganarse el favor de la opinión y debilitar la oposición de los Parla-
mentos, Calonne y Brienne propusieron también asambleas de este tipo. De acuer-
do con el abbé de Véri, cuando Necker propuso su reforma municipal, muchos pensa-
ron que se trataba del plan de Turgot, aunque éste negó categóricamente que tuviera

184
IDEAS POLÍTICAS

4. la instrucción pública

Como es sabido, la educación fue otra de las grandes preocupa-


ciones del siglo de las Luces. Ya los fisiócratas, como Quesnay, ha-
bían defendido la idea de que el Estado se ocupara de hacer obli-
gatoria una instrucción pública encargada de enseñar la ley de la
naturaleza. En el caso de Turgot, si —de acuerdo con su Mémoire—
se va a llamar al pueblo a la participación y a la responsabilidad po-
lítica, habrá primero que educarlo y prepararlo para que ejerza su
responsabilidad.
Turgot había criticado en más de una ocasión la educación de su
tiempo por su escasa utilidad y por haberse alejado en demasía de la
naturaleza, en un sentido que recuerda a su admirado Rousseau. La
educación debería insistir menos en las reglas que en los hábitos y las
costumbres. Debería ser menos severa (por ejemplo, en el caso de los
niños, muchas veces apartados de los padres en edad temprana). Se
duele de que no se expresen sentimientos de afecto y ternura hacia
los hijos y que su educación se aparte de los dictados de la naturale-
za. Hay que dejar que se desarrollen los sentimientos que ella ha colo-
cado en el corazón del hombre, aunque no cree que los vicios hu-
manos sean fruto del aprendizaje, sino de la propia naturaleza humana.8
Un nuevo sistema de educación era, pues, fundamental para el
buen funcionamiento del Estado, porque la unión necesaria —y de
la que ahora carece— se basa fundamentalmente en las costumbres,
y ellas tienen su base en la instrucción. Las costumbres unen a la
nación: ellas son las que persuaden, las que pueden frenar las pasio-
nes humanas, mejor y con más eficacia que las leyes. Para que los
ciudadanos sean instruidos y razonables, la instrucción estatal tiene
que llegar a todas las clases. Por eso propone que haya en cada parro-
quia un maestro de escuela. Deja muy claro en el artículo Fonda-
tion de la Enciclopedia y en la Mémoire que ahora anlizamos, que

nada que ver con el suyo. Véase «Lettre à Du Pont», de 28 de julio de 1778, en G.
Schelle, op. cit., vol. V, p. 563.
8. Algunas de estas ideas sobre la educación están contenidas en las «Lettres à
Madame de Graffigny», cit., pp. 241 ss.

185
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

esta educación debe ofrecerse a todos, independientemente de su


situación social, y con base en el mérito y el talento. En ella jugará
un gran papel la emulación. Toda familia debe esta educación a sus
hijos. De hecho, es aún más necesaria para el pueblo bajo que está
moralmente degradado por la miseria.
En realidad, es la educación la que crea al ciudadano, la que forma
ciudadanos de principios uniformes con un solo espíritu. Un espí-
ritu cívico del cual carece ahora la nación francesa, que despierte en
el individuo el deseo de cumplir con sus deberes con un amor puro
hacia su patria. Debería insistir, desde la infancia, en los deberes de
los hombres con respecto a la sociedad: el estudio de los deberes de
los ciudadanos debe ser el fundamento de todos los demás. Se trata
de una instrucción pública, moral y social que destacará como una
de las más grandes dignidades el servicio a la patria. Porque la pasión
por el bien público es una pasión noble y, aunque es legítimo y eficaz
que cada uno busque su propio interés, no pretende hacer al hombre
insensible a la desgracia de sus semejantes o apagar en ellos al ciuda-
dano, pues defiende la noble pasión de ser útil a los hombres.9
La instrucción es necesaria para luchar contra la superstición y
el prejuicio. Es necesaria para acabar con el fanatismo que impide
el avance de la razón y las luces. En rigor, una de las razones de que
las verdades económicas, basadas muchas veces en el mero sentido
común, sean rechazadas por la multitud, son precisamente los prejui-
cios acumulados en siglos de ignorancia. Hay que instruir a la nación
con la claridad de la verdad. Sin embargo, no ha existido hasta ahora
un método ni una ciencia para formar ciudadanos, una materia toda-
vía poco desarrollada. Por eso Turgot propone al Rey la creación de
un Consejo de Instrucción Nacional, bajo cuya dirección se encon-
trarían las Academias, Universidades, colegios y escuelas, y bajo cuya
inspección se ofrecería esta modalidad nueva de educación.
Este Consejo, cuyos componentes habría que elegir cuidadosa-
mente, habría de establecer principios uniformes haciendo que un

9. «Fondation», cit., p. 590, y «Mémoire sur les Municipalités», cit., pp. 579 y
593.

186
IDEAS POLÍTICAS

mismo espíritu, el de ser útil a la patria, fomentando una ciudada-


nía consciente de sus obligaciones para con el Rey y el interés públi-
co, impregnara todo el sistema educativo. No obstante, seguirá
habiendo educación religiosa, si bien separada de la educación públi-
ca, pues —como Turgot le recuerda al Rey—, Sire, vuestro Reino es
de este mundo.10
El resultado será prácticamente utópico. En diez años, escribe,
el Rey no reconocerá a su propia nación. Ya no reinarán por todas
partes la bajeza, la corrupción, la intriga y la avidez. Se formará un
pueblo nuevo. Abundarán las luces, las buenas costumbres, el celo
ciudadano, el servicio a la patria y el respeto por la justicia, porque
—en la tradición del intelectualismo ético— considera que la maldad
se debe fundamentalmente a la ignorancia; ser un hombre de bien,
será lo más común. Y también: los niños que tienen hoy diez años serán
entonces hombres de veinte, preparados para el Estado, aficionados a la
patria, sometidos no por el miedo sino por la razón, a la autoridad;
solidarios respecto a sus conciudadanos, acostumbrados a conocer y respe-
tar la justicia, que es el primer fundamento de las sociedades.11

5. las asambleas: derechos políticos


de los propietarios

Una vez educados los súbditos de la Monarquía, podrán participar


en los asuntos públicos, aunque no todos los ciudadanos tendrán
derecho a la misma participación política. De acuerdo con la Memo-
ria, sólo serían ciudadanos los propietarios de tierras, pues la tierra
une a su poseedor más firmemente al Estado y hace de él un hombre
verdaderamente independiente. La tierra es el único vínculo que
une al poseedor con el Estado; incluso afirma que sólo a los propie-
tarios les importa conservar el orden permanente de la sociedad y

10. Parece ser que Turgot pensaba en Malesherbes como la persona más adecua-
da para dirigir el Consejo de Instrucción Pública. «Nomination de Malesherbes à la
Maison du Roi», en G. Schelle, op. cit., vol. IV, p. 690.
11. «Mémoire sur les Municipalités», cit., pp. 580 y 621.

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T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

que, sin embargo, a los jornaleros que van de un sitio a otro, o a los
que se dedican a la industria, no les importa el Gobierno, les es to-
talmente indiferente, su propiedad no les liga a la tierra.12
Además, los propietarios son los que pagan los impuestos, porque
estos deben recaer sobre la renta del suelo y forman esa clase dispo-
nible que puede dedicarse a las necesidades de la sociedad; tienen
tiempo para dedicarse a la política o a la ciencia, y al tener asegu-
rada su subsistencia, están menos expuestos a la corrupción que los
pobres y buscan menos sus propios intereses que mantener o agran-
dar su honor.
Ellos serán el motor de esta nueva organización política que
consiste en implantar en todo el Reino una serie de asambleas loca-
les y provinciales, culminadas por una de ámbito nacional, ordena-
das jerárquicamente, en las que los miembros serán elegidos —lo
que supone un intento de permitir cierta representación de la
nación— sólo entre los propietarios. Estos tendrían derecho de
sufragio (el que contribuye vota, según la regla capital del sufragio
censitario) en un sistema relativamente descentralizado basado en
esa serie de asambleas electivas que, desde abajo, llegarían hasta la
Asamblea Real.13
De todos modos, la propiedad estaría representada en todos sus
grados de un modo proporcional, porque cada ciudadano habría
de contar con un número de votos proporcional a su renta y en este

12. Véase «Plan d’un Mémoire sur les Impositions», 1763, en G. Schelle, op. cit.,
vol. II, p. 301. Ya se habían dado antecedentes de propuestas de asambleas para la
mejora de la recaudación de impuestos y la administración local tiempo antes (como
las de Boisguilbert o Mirabeau). Como sabemos, existían en Francia, a efectos fisca-
les, los Pays d’Etat que, a diferencia de los Pays d’Election, tenían unas asambleas que
consentían los impuestos, los votaban y recaudaban. Gozaban de algún derecho
sobre la vida municipal, como rutas, canales etc. Aunque la propuesta del Ministro
no se parece a las asambleas de un Pays d’Etat porque en ellas están representados
órdenes, no individuos, y porque allí, según el Intendente, no se persigue el interés
común.
13. La base del impuesto en el campo es la renta de la tierra y en las ciudades, el
capital inmobiliario. Turgot desconfía de las asambleas demasiado numerosas y teme
que, si se abren a los más pobres e ignorantes, entraría con ellos la indisciplina y la
corrupción al verse tentados a vender su voto.

188
IDEAS POLÍTICAS

sentido, existen «ciudadanos completos» y «fraccionarios». Es decir,


diferentes clases de propietarios, cada una de ellas con un número di-
ferente de votos. En definitiva, se trata de asegurar cierta represen-
tación de los intereses de la sociedad, incluso de los más pobres que
siempre pueden unirse sumando sus fracciones de voto correspon-
dientes. Recuérdese que a Turgot le preocupaba evitar en este sis-
tema el abuso del rico sobre el pobre y el objetivo era, por tanto,
que éste tuviera alguna posibilidad de reacción y reclamación.14
No obstante, estas asambleas de parroquia, distrito, provincias
y Estado serían tan sólo consultivas: se trata de repartir el impuesto
y no de limitar el poder central mediante el control de asambleas re-
presentativas y legislativas, aunque sí se pretende poner fin a la anar-
quía de poderes y conseguir que toda la nación esté animada por
un único objetivo, el respeto por los derechos de cada uno y el bien
público. Además, los ciudadanos que votan, esto es, los propietarios,
también podrán elegir oficiales y pedirles cuentas y tendrán que ocu-
parse de diferentes asuntos en sus propios Municipios: repartir los
impuestos (los Parlamentos ya no intervienen en los asuntos finan-
cieros); decidir sobre las obras públicas, caminos vecinales, catas-
tros, y otras necesidades de la población; en fin, ocuparse del alivio
de los pobres y de las relaciones con poblaciones vecinas.
En ningún caso, insiste Turgot, se trata de nada parecido a las
Asambleas de estamentos; no hay órdenes ni cuerpos separados que
dividen y separan e impiden la búsqueda del espíritu público; sólo
propietarios y, aunque puedan mantenerse las distinciones honorí-
ficas de los órdenes superiores, el privilegio ya no creará exenciones
en materia fiscal.
Por supuesto, el Rey no pierde el poder de decisión en ningún
caso; conserva todo el poder absoluto, ejecutivo y legislativo, aunque

14. «Mémoire sur les Municipalités», cit., pp. 586-587 y 598. Turgot había calcu-
lado un voto para cada 600 libras de renta. (Ibidem, p. 586). Esta medida tendría una
ventaja añadida: nadie tendría ya interés en ocultar su verdadera renta, de tal modo
que el voto vendría a ser la confesión y la declaración de la renta. Todos los ciudada-
nos a ese nivel se conocen lo suficientemente bien para no dejarse engañar. Por otra
parte, una ventaja más es que estas operaciones exigen la elaboración de un catastro.

189
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

dejando margen a las administraciones inferiores, porque también


se trata de evitar que el poder se ocupe de temas menores que no le
corresponden y le quitan tiempo y recursos y que, además, le atraen
la animadversión popular. Hay que descargar al Estado de multi-
tud de obligaciones y funciones que le obligan a intervenir constan-
temente, liberándolo de unas tareas penosas y vejatorias.15 Pero,
como ya hemos dicho, Turgot no es ciertamente un amigo de la
democracia porque considera que las multitudes hacen erigir lo que
son pasiones en virtudes y que el peor enemigo de la libertad es el
mismo pueblo. No le gustan las asambleas tumultuosas donde las
querellas impiden escuchar la voz de la razón. La desconfianza de
las elites ilustradas hacia los prejuicios populares se manifiesta aquí
en su plenitud.
En síntesis, escribe F. Furet, estamos ante un texto político con
un discurso sumamente moderno en el que lo más original es la idea
de representación de los intereses de la sociedad sobre la base de la
propiedad.16

6. funciones del rey

El fin que debe perseguir el Monarca es la felicidad pública. Su


tarea es procurar el bien de todos; buscar el bienestar de su pueblo
y proteger a sus súbditos. Para ello necesita conocer bien su nación,
a lo que Turgot pretende contribuir con esas memorias en las que

15. A pesar de lo que en ocasiones se ha escrito, no se pretendía una gran descen-


tralización política, sino más bien lo contrario: perfeccionar la centralización descar-
gando al poder central de detalles de la Administración que no le competen ni le
corresponden. Esta es, por ejemplo, la opinión de D. Dakin, op. cit., p. 277.
16. Véase F. Furet, Dictionnaire critique, op. cit., p. 44. Furet ve incluso en la
Constitución del año X de Napoleón ecos de estas ideas de Turgot en la medida en
que se reserva la eligibilidad a una oligarquía económica. La asamblea de cantón debía
elegir a los miembros de la asamblea de departamento entre seiscientos notables. Este
colegio censitario, nombrado de por vida, designa a su vez a los candidatos a funcio-
nes públicas o representativas, aunque la elección final se reserva al Senado o al mismo
Primer Cónsul. (Ibidem, p. 431).

190
IDEAS POLÍTICAS

a menudo desciende al detalle para mostrarle al Rey cómo vive el


más humilde de sus súbditos. Debe, pues, saber lo que es justo y
lo que es útil. No le hace falta saber mucho más; no tiene que ser
un sabio, solamente conocer bien los derechos e intereses de los
hombres.
En la Mémoire sur les Municipalités el Rey sigue estando en la
cima con una autoridad incuestionable, libre, absoluta, que debe
asegurar la ejecución de leyes generales, justas y útiles, para la feli-
cidad del pueblo. No hay nada entre el Rey y sus súbditos. No hay
poderes intermedios. El Rey tiene que gozar de una autoridad sobe-
rana que le haga aparecer como juez y protector de todos. Recor-
demos que las asambleas no tienen poder legislativo, ni poder de
resistencia u oposición. No son como los estados; no deben tener
espíritu de cuerpo, ni prejuicios, ni intrigar. Tienen sólo atribucio-
nes administrativas. No se pueden oponer a las reformas audaces e
indispensables que exige la situación de las finanzas. La nación es
un solo cuerpo con un único objetivo: defender los derechos de
todos y el bien público. No obstante, el propio Turgot reconoció
que era probable que este sistema de asambleas acabara evolucio-
nando y exigiendo en el futuro la auto-limitación de los poderes del
Rey. Incluso admitió explícitamente que esta novedad podría llegar
a un punto en que cambiaría la constitución monárquica. El mo-
delo era evidente: varias asambleas de provincia, en momentos difí-
ciles y de debilidad, pueden fácilmente formar un congreso como
en América, que ostente la fuerza de toda la nación.17
Quizás pensaba nuestro autor en una evolución hacia una monar-
quía limitada o constitucional. De hecho, su amigo el abbé de Véri
dejó escrito en sus Memorias que Turgot era plenamente conscien-
te de los riesgos políticos de estas reformas, porque comprendía
que esas asambleas adquirirían con el tiempo un grado tal de fuer-
za que alteraría la constitución monárquica tal y como existía en
ese momento. Como ciudadano, a él le parecía bien, pero como
Ministro del Rey tenía escrúpulos, porque las novedades iban en

17. «Journal de l’abbé de Véri», en G. Schelle, op. cit., vol. I, pp. 627-628.

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detrimento de la autoridad real. Eso sí, esperaba que el Rey, con la


edad, la experiencia y la instrucción (de la que presumiblemente
él se encargaría), acabara comprendiendo que era necesario sacri-
ficar una porción de su poder.18

7. el ejemplo de los estados unidos de américa

Hablando sobre las colonias fenicias en Grecia y Asia Menor, es-


cribe Turgot: las colonias son como frutas que se mantienen en el árbol
hasta que maduran; capaces de bastarse a sí mismas, hicieron lo que
luego hizo Cartago, lo que un día ocurrirá en América. También en
una carta enviada al Doctor Tucker el 12 de septiembre de 1770,
afirma que, como ciudadano del mundo, ve con alegria cómo se
acerca la separación de las colonias inglesas de América respecto
de la metrópoli, a la que seguirá la de toda América respecto a Euro-
pa. Así se acabará con esos tres monstruos a los que se han sacrifi-
cado tantas vidas humanas: las conquistas, la intolerancia religio-
sa y el comercio exclusivo:19 Efectivamente, Turgot siempre manifestó
lo absurdo que le parecía el intento de mantener subyugadas a las
colonias de América y escribe que la única ventaja que tiene po-
seer colonias es la de extender el idioma. En su carta al Doctor
Price se declara contrario al intento de Inglaterra de sojuzgar las
colonias y, por supuesto, critica el sistema de monopolio y ex-
clusión que, salvo las honrosas excepciones de A. Smith y J. Tucker,
defienden, a su juicio, la mayoría de los autores ingleses, a pesar
de ser esa la verdadera causa de la separación de las colonias. Más
aún, acusa a la Compañía de las Indias por su violencia y bandi-
daje y por ejercer una cruel tiranía sobre los habitantes de aquel
inmenso territorio.
La libertad de comercio es un principio sagrado y un corolario
del derecho de propiedad y, además, ninguna nación tiene derecho

18. Ibidem
19. La primera cita en Cuadro filosófico, op. cit., p. 67. También «Lettre au docteur
Tucker», 12 de septiembre de 1770, en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 422.

192
IDEAS POLÍTICAS

a gobernar a otras naciones. La independencia de los Estados Unidos


es, pues, legítima e inevitable, una «amputación necesaria» que tam-
bién beneficiará a la metrópoli.20 De hecho, la emancipación de las
colonias provocará una renovación total de las relaciones entre Euro-
pa y América, una revolución en la política de toda Europa. Tarde
o temprano, todos serán Estados amigos, aunque separados, y en-
tonces se comprenderá que es la libertad de comercio la que une a
las naciones y el proteccionismo el que las separa, fomentando la
guerra y la división. La libertad comercial, concluye, es buena para
toda la humanidad.
Por otro lado, Turgot —como muchos otros en su tiempo— ve
en las colonias inglesas en América una oportunidad única de cons-
tituir un pueblo libre y feliz. Ellos son la esperanza del género hu-
mano; pueden convertirse en el asilo de todos los oprimidos de la
tierra; un lugar donde reinen la libertad política, económica y reli-
giosa. Se trata, en efecto, de un pueblo nuevo que será ejemplo para
el mundo si aprovecha la oportunidad de darse una Constitución
en la que el hombre goce de todos los derechos, ejerza libremente
todas sus facultades, se gobierne sólo por la naturaleza, la razón y
la justicia, y prevenga las causas de la división y la corrupción.
Sin embargo, Turgot teme (y así se lo hace saber a su interlo-
cutor) que esas esperanzas se vean frustradas por una serie de defec-
tos y errores que contempla en las constituciones americanas. Ante
todo, la esclavitud es incompatible con una buena constitución po-
lítica. Los esclavistas son mercaderes de carne humana. Tampoco
puede excluirse al clero del derecho a ser elegidos, cayendo así en la
intolerancia que nunca se cansó de denunciar. Aunque es suma-
mente peligroso que el clero se constituya en un cuerpo dentro del
Estado con sus derechos e intereses particulares, la solución no
consiste en crear un cuerpo extraño al mismo.
Por otra parte, tampoco está de acuerdo con la forma en que se
está planteando la división de poderes. Recomienda que se alejen del
modelo europeo en el que reina un amasijo de poderes divididos.

20. Para la cita sobre la lengua, «Lettre à Du Pont de Nemours», de 20 de febrero


de 1766, en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 512, y «Lettre au Dr. Price», cit., p. 540.

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Él es aquí partidario, como Rousseau, de reconducir todas las auto-


ridades a una sola: la de la nación. No le parece necesario que los
americanos imiten a los ingleses creando numerosos cuerpos dife-
rentes porque no son necesarios los mismos usos para equilibrar el
poder en unas repúblicas fundadas en la igualdad de todos los ciuda-
danos que en una monarquía, y el establecimiento de diferentes cuer-
pos es fuente de más disputas y más división: en lugar de reconducir
todas las autoridades a una sola, la de la nación, se han establecido cuer-
pos diferentes; un cuerpo de representantes, un Consejo, un Gobernador,
porque Inglaterra tiene una Cámara de los Comunes, una Cámara Alta
y un Rey. Se ocupan en equilibrar esos poderes: como si ese equilibrio de
fuerzas, que se ha creído necesario para contener la enorme preponde-
rancia de la realeza, pudiera servir para algo en las repúblicas funda-
das sobre la igualdad de todos los ciudadanos; ¡y como si todo aquello
que establece diferentes cuerpos no fuera una fuente de división! Querien-
do prevenir daños quiméricos, han hecho nacer otros reales. Ello no es
obstáculo para que Turgot tema también que la representación po-
pular pueda convertirse en una suerte de tiranía que perpetuaría y
magnificaría los intereses y las facciones.21
No parece, pues, muy partidario de los cuerpos intermedios ni
de la división de poderes. Los cuerpos intermedios separan, generan
intereses particulares impermeables a la razón y, por eso, prefiere

21. Ibidem, p. 535.


Respecto a Rousseau, Turgot escribe en algunas cartas dirigidas a D. Hume que
no conoce personalmente al ginebrino, pero que, a pesar de su difícil carácter y de al-
gunas discrepancias, comparte con él su deseo de acercar el hombre a la justicia, la
equidad y la felicidad. Destaca su talento y elogia su Emilio y Del Contrato Social por
haber fijado para siempre la inalienable soberanía del pueblo, independientemente de
la forma de gobierno. Véase «Lettre a Hume», en G. Schelle, op. cit., vol. II, p. 660.
Precisamente, John Adams, escribiría años más tarde, en 1794, su «A Defence of
the Constitution of Government of United States of America, against the attack of M.
Turgot in his Letter to Dr. Price, dated the twenty-second day of March, 1778». En este
texto Adams cree que Turgot critica el modelo inglés porque en ese momento Ingla-
terra se oponía a la libertad de las colonias y no convenía entonces alabarlo, pero no
está de acuerdo con la idea de Turgot de que la autoridad debe colocarse en un único
centro: la nación. Porque aunque ella es la única autoridad, nunca ha funcionado una
democracia simple y perfecta en la que la nación ejerciera ella sola los tres poderes:

194
IDEAS POLÍTICAS

un cuerpo único y homogéneo. Además, no se han reducido al mí-


nimo posible los asuntos de los que debe ocuparse el Gobierno. No
se ha separado el objeto de la legislación de la administración local
y la general. No se han creado asambleas locales subalternas que
hagan las funciones de detalle liberando al Gobierno (que sólo se
ocupará de las generales). Tampoco se ha distinguido entre dos clases
de hombres: la de los propietarios de tierras y la de los no propie-
tarios, una distinción basada en la naturaleza. Tampoco se ha pres-
tado atención a sus diferentes intereses y diferentes derechos en rela-
ción a la legislación, la administración de la justicia y la policía y la
contribución a los gastos públicos y su empleo.22
Asimismo, no se han establecido principios fijos en relación a los
impuestos, sino que se supone que cada provincia hace lo que quie-
re: establecer tributos personales, impuestos sobre el consumo, sobre
las importaciones, etc. Todo el edificio se apoya sobre los prejuicios
y las falsas ideas de que las naciones o las provincias pueden tener
intereses distintos de los de los hombres, que quieren ser libres y
defender sus propiedades. No son las naciones, sino los individuos,
los propietarios de las tierras, y los pueblos no pueden tener intere-
ses distintos de los de los individuos que los forman. Y afirma: la cues-
tión de dilucidar si tal pueblo o cantón pertenece a tal o cual provincia
o Estado no debe ser decidida por los pretendidos intereses de tal provin-
cia o tal Estado, sino por los de los habitantes de tal pueblo o cantón.23
Además, todos quieren regular el comercio porque no comprenden
que la libertad comercial es un corolario del derecho de propiedad.
Incluso, el ya entonces ex Ministro se permite al final de su carta
recomendar la corrección de la Constitución inglesa sugiriendo que
debe ampliar el derecho al sufragio y establecer elecciones anuales.

ejecutivo, legislativo y judicial (véase J. Adams, A Defence of the Constitution of Go-


vernment of United States of America, against the attack of M. Turgot in his Letter to
Dr. Price, dated the Twenty-second day of March, vol. I, Bud and Bartram, Filadelfia,
1797, pp. 5 ss.). Sin embargo, T. Jefferson lo admiraba tanto que encargó un busto
de Turgot para su residencia de Monticello.
22. «Lettre au Dr. Price», cit., pp. 536 y 540.
23. Ibidem, p. 537.

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Pretende así que se reparta mejor el derecho de representación de


una manera más igualitaria y proporcional a los intereses de los repre-
sentados. Por último, aconseja (a pesar del rechazo que suscita entre
los americanos) la creación de un Ejército permanente: la fuerza
militar del Estado no puede dejarse en manos de mercenarios sino
que debe unirse a la cualidad de ciudadano la de miliciano.
En fin, aunque termina confesando que quizás se ha mostrado
en esta carta demasiado amigo de la libertad, y aunque los intereses
secretos de los poderosos se unan a los prejuicios de la multitud para
detener los esfuerzos de los verdaderos sabios y de los verdaderos
ciudadanos, nuestro autor se muestra satisfecho: ha hablado con
franqueza y ha dicho lo que pensaba.24

24. A Turgot le preocupaba seriamente la posibilidad de que se abrieran sus cartas


en la Poste, algo bastante habitual en el Antiguo Régimen porque el grado de corrup-
ción del servicio postal era considerable. Incluso se sabía que el mismo Luis XVI era
aficionado a leer las cartas que sus agentes interceptaban, algo de lo que se lamenta-
ba Turgot y que deseaba evitar a toda costa. La cita en ibidem, pp. 539-540.

196
Capítulo séptimo
Reforma, revolución y utopía

1. un reformador doctrinario

Sobre la figura y la obra de Turgot, la opinión mayoritaria y más


extendida (sobre todo entre nosotros, donde el autor no ha recibido
una especial atención), es la que considera al Ministro de Luis XVI
como un defensor acérrimo de la libertad económica que intentó,
sin éxito, llevar a cabo una serie de reformas para salvar la Monar-
quía francesa. No se cuestiona su fe en el liberalismo económico y
algunos, incluso, defienden que fue también un genuino liberal
desde el punto de vista de las ideas políticas. Sin embargo, esa inter-
pretación común que ve en Turgot al reformador apocado y mode-
rado que fracasó en su empeño de salvar la Monarquía francesa no
resulta tan verosímil cuando se aborda su pensamiento con cierta
profundidad, puesto que entonces se descubren matices, paradojas
y contradicciones que dotan al personaje de una complejidad mucho
más interesante y estimulante. Esto provoca, ante todo, que no exis-
ta acuerdo entre los historiadores sobre algunas cuestiones básicas,
por ejemplo, el alcance y la amplitud de sus reformas.
Hay autores que consideran que realmente su actuación en el
Gobierno fue muy moderada y limitada, mientras que otros lo han
tachado de revolucionario, visionario, dogmático y doctrinario y
se llega a sugerir que su caída en desgracia se debió a la falta de
paciencia, prudencia y flexibilidad a la hora de llevar a cabo sus re-
formas: Turgot se habría ganado a pulso el despido por su dogma-
tismo. Es un reproche que aparece con frecuencia, sobre todo entre
sus enemigos. Así, por ejemplo, Madame du Deffand, a propósito

197
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

de la destitución de Turgot, escribe que tanto él como Malesherbes


habrían trastrocado y revuelto todo; que eran unos locos, hombres
extravagantes y presuntuosos imbuidos de espíritu de sistema, que
emprendían todo sin prever nada. Los considera, por ello, orgullo-
sos, desdeñosos, en fin, insoportables.1 J.P. Poirier asegura también
que era precipitado e intransigente; que quería hacer las reformas
inmediatamente y no progresivamente; que su error fue querer hacer-
lo todo contando exclusivamente con el apoyo del Rey sin contar
con el resto del Consejo, granjeándose la enemistad del celoso Maure-
pas. Como, según este autor, no se dejaba aconsejar ni escuchaba a
los que se oponían a sus doctrinas porque era orgulloso, intolerante
y autoritario, él solo se buscó su desgracia: defensor de una teoría
económica que considera infalible y animado por una sincera preocu-
pación por el bien público, Turgot no tiene ni sentido político, ni pacien-
cia, ni habilidad para maniobrar y llevar su proyecto a buen puerto.2
Pero, aunque es cierto que existen numerosos testimonios de esa
actitud intransigente y poco conciliadora, sería injusto no recono-
cer que en otras muchas ocasiones Turgot se muestra perfectamen-
te consciente de que los efectos de la libertad requieren su tiempo
y de que hay que actuar con prudencia y moderación. Así, cuando
afirma en varias de sus cartas que es necesario un periodo de tran-
sición para pasar de una economía muy regulada a una economía
de mercado fluida y eficiente. Además, nuestro autor parece clara-
mente consciente de la diferencia entre la teoría y la práctica. En la
teoría sí hay que ocuparse de lo mejor, lo cual en la práctica es mucho
más difícil; por eso lo que hay que preguntarse no es tanto qué
habría que hacer, sino qué se puede hacer.
De hecho, cuando era Intendente en Lemosín reconoció que en
algunos casos tenía que dejar las cosas como estaban y que no podía
acabar con ciertos privilegios y exenciones fiscales, aunque fueran
en contra de sus principios. Lo mismo ocurrió cuando era Ministro;
aunque habría querido hacer más reformas; por ejemplo respecto a

1. Véase «Documents sur la disgrace de Turgot», en G. Schelle, op. cit., vol. V,


pp. 463-464.
2. Véase J.P. Poirier, op. cit., p. 355.

198
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

los privilegios fiscales del clero, no se atrevió a ir demasiado lejos.


Sólo consideró ineludible la supresión de los abusos fiscales más
injustos como la corvée. Tampoco se atrevió a liberalizar completa-
mente el comercio de granos, sino sólo el comercio interior, y cuan-
do suprimía privilegios u oficios que dejaban sin renta o trabajo a
numerosos individuos, siempre ofrecía una compensación, porque
comprendía que había que ser muy prudente en estos asuntos. Turgot
conocía, pues, las dificultades y, sobre todo, sabía que había que
esperar a que la opinión pública estuviera preparada para abordar
reformas más profundas.
Así lo cree también W. Walker Stephens, que defiende a nuestro
autor de la acusación de querer convertirse en un gran legislador al
estilo de Solón. Es más, recuerda que Turgot era plenamente cons-
ciente de que no se podía conseguir todo lo mejor de una sola vez;
que conviene corregir poco a poco los defectos de una vieja cons-
titución, trabajando despacio hasta que la opinión pública y las cir-
cunstancias hagan posible ciertos cambios. En una de las cartas que
escribió a Madame de Graffigny asegura que es necesario combinar
las ideas generales con las circunstancias. Y también en su escrito
sobre Gournay había afirmado que no se puede destruir un viejo edi-
ficio sin haber colocado previamente los cimientos del nuevo de
acuerdo con un plan, pues los cambios y las sacudidas bruscas son
muy peligrosos.3
Por último, D. Dakin cree que la injusta fama de teórico visio-
nario se debe única y exclusivamente a sus enemigos. A su juicio,
era, por el contrario, cauteloso y recuerda que incluso para sus
amigos, como Condorcet, hacía demasiadas concesiones. Este es-
tudioso sostiene que Turgot sabía perfectamente que sus teorías no
eran aplicables inmediatamente, que no se podía hacer todo a la vez
y que había que tener en cuenta la inadecuación de los recursos y

3. Para W. Walker Stephens, véase op. cit., p. 126. Para la carta a Madame de
Graffigny, «Lettre à Madame de Graffigny», cit., p. 788. Respecto al escrito sobre
Gournay, Elogio de Gournay, op. cit., p. 135. Pero el que no buscara cambios bruscos
no significa que, aun siendo condescendiente y teniendo que ceder en muchas oca-
siones, hubiese que renunciar a ir estableciendo los verdaderos principios.

199
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

de los medios con los que podía contar. Frente a la opinión mayo-
ritaria, afirma que no era tan mal político como se ha supuesto gene-
ralmente, que sabía negociar (como hizo a menudo en Lemosín) y
que planeaba al detalle cada reforma en consideración a los medios
disponibles para llevarla a cabo. Nunca se movió rápidamente y sin
tomar antes las debidas precauciones.
Es cierto, no obstante, que existía en Francia una vena radical y
utópica entre muchos de los ilustrados a la que no escapa el propio
Turgot. Precisamente, F. Venturi opina que el fracaso de estos años
decisivos para la suerte del Antiguo Régimen, el fracaso de esta últi-
ma tentativa de reforma, de la última esperanza reformadora del
siglo, se debe a la desconfianza en las reformas parciales y el conven-
cimiento ilustrado de que sólo una transformación completa e inte-
gral de la sociedad podría ser la solución. Las utopías tradicionales
se alteraron y expandieron bajo el estímulo de la determinación ilus-
trada de crear el paraíso en la tierra. Algo de eso hay en Turgot, para
quien cuando una cosa es justa y de una necesidad absoluta, no hay
que parar a causa de las dificultades: hay que vencerlas.4

2. implicaciones revolucionarias de las reformas

Turgot había escrito en una de sus últimas cartas al Rey un pá-


rrafo que resultaría profético, en el cual recordaba a Luis XVI que
había sido la debilidad de su carácter lo que había provocado la
ejecución de Carlos I de Inglaterra. El Contrôleur Général parecía

4. La cita de Turgot en «Mémoire au Roi», enero de 1776, en G. Schelle, op, cit.,


vol. V, p. 150. La opinión de D. Dakin en op. cit., p. 269. Este autor concluye que
Turgot fue víctima, no tanto de su precipitación o dogmatismo, cuanto de un siste-
ma político que sacrificaba caprichosamente a los ministros del Rey (ibidem, p. 272).
En cuanto a la afirmación de F. Venturi, véase Los orígenes de la Enciclopedia, op. cit.,
p. 97. Con él coincide F. Diaz: Si observamos bien, vemos que un estremecimiento utó-
pico recorre toda la Ilustración. (…)Reforma y utopía suelen estar estrechamente entrela-
zadas en su combate contra la dura costra del Ancien Régime. F. Diaz, Europa…, op. cit.,
p. 415. También F.E. Manuel ve en Turgot un antecedente de los proyectos utópicos
de Condorcet y Saint-Simon. F.E. Manuel, op. cit., p. 28.

200
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

ser consciente de que, si no se acometían profundas reformas, el


país estaba abocado a una crisis revolucionaria.
Pocos autores niegan que las reformas económicas que quiso
llevar a cabo el Ministro de Luis XVI suponian transformaciones
de índole social y política, puesto que, por ejemplo, transformar la
fiscalidad suponía reformar la sociedad. Los célebres seis Edictos
que enfrentaron a Turgot con el Parlamento de París implicaban,
en buena medida, la subversión del orden social del Antiguo Régi-
men, y así lo vieron también los Parlamentos, que por eso se oponí-
an a ellos con todas sus fuerzas. Además, parece bastante claro que
los objetivos del Ministro no se limitaban exclusivamente a llevar a
cabo una reforma financiera, sino que tenían un plan más ambicio-
so que sólo gradualmente iría desvelándole al Rey. En concreto, una
Constitución política que evitara tanto el despotismo como la anar-
quía, y un sistema de educación general que formara ciudadanos
conscientes de sus derechos y de sus deberes.
Veamos el caso paradigmático de la Mémoire sur les Municipa-
lités. Como ha señalado entre nosotros E. García de Enterría, la
Mémoire refleja unas ideas sumamente modernas e incluso subver-
sivas para la Monarquía absoluta, pues en ella se trata de romper
con el pasado abruptamente y se critica toda la organización del
Antiguo Régimen: la ausencia de una constitución, la sociedad esta-
mental, el caos y el desorden de las cargas fiscales, la ausencia de
sentido del espíritu público, la atomización social, etc.5 Y propone
como remedio no sólo la instauración de una instrucción pública
nacional y laica a cargo del Estado, sino todo un sistema de auto-
gobierno municipal que —aunque no equivale a un autogobierno

5. Véase E. García de Enterría, «Turgot y los orígenes del municipalismo mo-


derno», cit., p. 6. El mismo Condorcet, a propósito del proyecto de los municipios,
escribe que era imposible no ver qué principios dirigían esta nueva administración.
Condorcet, op. cit., p. 97. También F. Furet opina que a Turgot nunca le gustó el
despotismo legal, y también alude a su Mémoire sur les Municipalitès en la que apre-
cia un discurso muy moderno. No en vano, para él, Turgot es uno de los fundadores
de la Francia moderna. F. Furet, La Révolution Française, op. cit., p. 35. Por último,
Tissot escribe sobre la Memoria: he aquí todo un plan de organización política, una
reforma fundamental. (Véase C.J. Tissot, op. cit., p. 225).

201
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

político ni pretende disputarle el poder al Rey—, supone el reco-


nocimiento de los ciudadanos (exclusivamente los propietarios, que
son el cuerpo verdadero de la nación) a participar en los asuntos
que les conciernen más directamente. Recuérdese, no obstante, que
ninguna asamblea tiene ni poder legislativo ni la capacidad de votar
impuestos.
Como hemos visto, la Mémoire era también un proyecto de
descentralización de la Administración para hacerla más eficaz y
más cercana a los ciudadanos, confiándoles la gestión de algunos
de los asuntos públicos a través de una serie de asambleas locales.
Se trataba de no sobrecargar al Gobierno con detalles excesivos;
esto es, que no tuviera que ocuparse de asuntos particulares más
propios de las parroquias, sin olvidar que en la cúspide de esa pirá-
mide de asambleas locales se encontraba una Asamblea general del
Reino.
Como la puesta en práctica de estas ideas implicaría necesaria-
mente cambios fundamentales en el sistema político, escribe Ente-
rría que el Ministro era consciente de su peligrosa carga política. Tesis
que ya se encuentra en su contemporáneo y amigo, el abbé de
Véri, que dejó escrito en sus Memorias que Turgot imaginaba los
riesgos políticos que entrañaban sus reformas y que comprendía
que, con el tiempo, las asambleas previstas en su proyecto adqui-
rirían una fuerza que seguramente llegaría a alterar la constitu-
ción monárquica. He aquí sus palabras a este respecto: no era sólo
el miedo a los obstáculos lo que me cerró la boca sobre la idea de los
estados o asambleas provinciales, una razón más poderosa me dete-
nía: a pesar de algunos frenos que pudieran introducirse al principio
a estas asambleas, no puede dudarse de que con el tiempo adquiri-
rían, dado su establecimiento en cada provincia y la posibilidad de
inteligencia entre ellas, un grado de fuerza que alteraría seguramente
la constitución monárquica que existe a presente. Como ciudadano,
yo estaba muy a favor, pero como Ministro del Rey tenía escrúpulos de
servirme de su confianza para disminuir la extensión de su autori-
dad. No es que yo no tuviera la intención, pero quería esperar a que
el Rey tuviera más edad, más experiencia y madurez para juzgar por
él mismo y no por las luces de otro. Quería darle tiempo de instruirse

202
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

y de convencerse por sus propias reflexiones del sacrificio que le conve-


nía hacer de una porción de su poder para cumplir con la justicia que
debe a su pueblo.6
Pero no sabemos hasta qué punto Turgot era verdaderamente
consciente de las implicaciones revolucionarias de las reformas
que promovía. El Ministro creía que sus reformas salvarían la
Monarquía, todo lo contrario de lo que opinaba Miromesnil que,
enfrentado con el reformador ilustrado a propósito de los seis
Edictos, trataba de hacerle comprender que tocar los privilegios
de la nobleza significaba cambiar la constitución y quebrantar la
Monarquía.7
Otros autores opinan que la Revolución no sólo no se habría
evitado con este proyecto del Ministro, sino que incluso se habría
acelerado. Afirman que con esta Memoria se habría levantado una
tempestad, pues el reunir en asambleas a los señores y prelados
terratenientes, junto con simples campesinos, habría hecho ver a
estos últimos más directa y claramente todos los abusos de los
privilegiados, y habría suscitado el deseo de discutir no sólo de
los temas fiscales a ellos encomendados sino de todos los demás
grandes asuntos relacionados con los impuestos. En definitiva, si
Turgot no era un revolucionario, en la acepción actual del térmi-
no, sí fue el inspirador de los principios de igualdad que forman
la base del edificio social de la Francia contemporánea y el precur-
sor de todas las transformaciones que se han realizado desde el
final del siglo XVIII.8

6. «Journal de l’ábbé de Véri», cit., p. 627.


7. Véase «Observations du Garde des Sceaux (de Miromesnil) et réponses de
Turgot», G. Schelle, op. cit., vol. V, pp. 163 ss.
8. Sin embargo, existen opiniones discordantes: G. Weulersse, por ejemplo, cree
que todo este andamiaje de organizaciones estaba llamado a colocar al lado del Rey
una asamblea nacional consultiva sin poder legislativo, que sería sólo un cuerpo dócil,
una especie de sociedad central de los agricultores de Francia sin más. G. Weulersse,
op. cit., p. 128.

203
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

3. la opinión de tocqueville

Tocqueville tiene las ideas muy claras respecto al pensamiento y la


obra de Turgot. El aristócrata francés —que dedica al Contrôleur
Général unas interesantísimas páginas en su célebre El Antiguo Régi-
men y la revolución— considera que nuestro autor pertenece a esa
clase de filósofos que hicieron la Revolución. En concreto, a la escue-
la de los économistes que se distinguieron, entre otras cosas, por su
defensa de la libertad económica y, al mismo tiempo, del despotis-
mo político, aunque la influencia de la fisiocracia se desvaneció
pronto por estar asociada a la defensa de la Monarquía absoluta, del
despotismo y de los intereses agrarios de los terratenientes, todo lo
cual se oponía a la nueva mentalidad imperante.
Desde luego es difícil negar que Turgot fuera un hombre de su
tiempo y que reuniera en su persona muchas de las características
típicas de los filósofos ilustrados. La gran variedad de sus intere-
ses intelectuales, el afán por adquirir y difundir nuevos conoci-
mientos, la fe en la razón, la educación y el progreso, la admira-
ción por Locke y Newton, el deseo de crear una ciencia social al
estilo de las ciencias naturales, la creencia en la existencia de un
orden también natural con sus leyes específicas, la afirmación de
los derechos del hombre, la defensa de la tolerancia religiosa, la
moral natural y el derecho a la felicidad, el rechazo del privilegio
y la crítica a la vieja constitución del Antiguo Régimen son sólo
algunos ejemplos.
Para Tocqueville, pertenecer a la clase de los philosophes es ser,
en definitiva, un hombre de sistema; es decir, alguien empeñado en
llevar a la práctica un sistema de ideas teóricas y abstractas sacri-
ficando la realidad social a sus propios principios. Lo curioso es
que, como sabemos, el propio Turgot había tratado de defender
a Gournay contra la misma acusación dejando claro que en el
Intendente de comercio la acción precedía a la especulación sin
pretender que la realidad se plegara a sus ideas; Gournay tan solo
desarrollaba los principios que había deducido de la experiencia.
En realidad, hasta el mismo Tocqueville se extraña de que alguien
que tenía tanta experiencia práctica (sobre todo después de los

204
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

trece años como Intendente en Limoges) cayera en la tentación


de pretender conocerlo y explicarlo todo de acuerdo con un con-
junto de máximas pretendidamente racionales. Por eso escribe: no
es extraño encontrar todo esto en escritores y filósofos, ¡pero en un
Intendente!...9
Tocqueville cree que una de las características del hombre de
sistema es su desprecio por el pasado porque ignora los hechos y
rechaza aquellas instituciones que considera irracionales. Y cita, a
este respecto, la Mémoire sur les Municipalités en la que Turgot afir-
ma que la costumbre de resolver los asuntos de acuerdo a como lo
hicieron los antepasados es un error, porque la época a la que éstos
pertenecían era, sin remisión, una época de ignorancia y barbarie y
no debe perpetuarse lo que no es fruto de la razón. Pero resulta para-
dójico que alguien que —según esta opinión— desprecia la historia
(porque sólo hay naturaleza), haya pasado a la posteridad no sólo
por sus ideas económicas, sino, precisamente, por sus escritos sobre
la historia y el progreso. Porque si hay alguna idea que inmediata-
mente se asocia con Turgot es su fe ciega en el progreso ineluctable
de la humanidad y su visión de la historia como algo dotado de sen-
tido, unidad y significado profundo.
Para Tocqueville, esa fe en el progreso, ese optimismo basado en
la creencia en la perfectibilidad indefinida del ser humano, es preci-
samente la fuente de graves errores. Por ejemplo, como la inmensa
mayoría de los ilustrados, Turgot estaba convencido de que uno de
los instrumentos para vencer los obstáculos al progreso era la educa-
ción. Con una educación adecuada, la superstición, la ignorancia y
la tiranía serían vencidas, y la mayoría de los hombres serían hombres
virtuosos. Las luces nos llevan a conocer la verdad y sólo la verdad
es fundamento de la felicidad. Como sabemos, Turgot defendió una
instrucción pública para todos. Una educación laica (la educación
primaria pasaba de la Iglesia al Estado), centralizada y uniforme,

9. Tocqueville, «Notas sobre Turgot», cit, p. 268. Sin embargo, García de Ente-
rría considera a Tocqueville poco objetivo en sus comentarios sobre Turgot y alude
al sagaz realismo del Intendente. Véase su artículo «Turgot y los orígenes del muni-
cipalismo moderno», cit., p. 18.

205
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

bajo la tutela del Estado. De acuerdo con Tocqueville, se trata de la tí-


pica idea ilustrada de hacer tabla rasa, y afirma que, en este sentido,
el Ministro de Luis XVI tiene todo el talento administrativo de sus
días, pues su idea de la instrucción pública será la que pondría en
práctica más adelante el propio Bonaparte.
Para el autor de La democracia en América todas estas ideas son
falsas y peligrosas, pues se pretende que el Estado moldee el espí-
ritu de la nación como si fuera una masa maleable, despreciando la
originalidad individual por esa confianza ilimitada, en fin, en esa es-
pecie de medicación intelectual.
Las reformas que llevó a cabo Turgot llevaban incorporados prin-
cipios peligrosamente revolucionarios. Sin embargo, —prosigue
Tocqueville— en ningún momento parece recelar Turgot de esa
posibilidad cuando habla en los Edictos con la libertad que le carac-
teriza. En el Preámbulo a una ordenanza de 1770 que, para acabar
con el hambre, obligaba a los propietarios a proveer a la subsisten-
cia de sus apareceros, Turgot pone de relieve la insensibilidad de
los propietarios respecto a los pobres —y añade Tocqueville— es
evidente que aún no se ha oído hablar de Babeuf ni de los socialistas,
y que las clases elevadas creen poder hacer retórica unas contra otras
ante un auditorio sordo y baldado. Pero es que además, en la denun-
cia constante de Turgot respecto a los abusos de los ricos y los privi-
legiados, Tocqueville ve la defensa del igualitarismo y la uniformi-
dad propios de la época. Nuestro autor denuncia en sus cartas, a
veces con un lenguaje sorprendentemente radical, el abandono del
pueblo del campo. Un pueblo ignorante, pobre y rudo que sufre
la arbitrariedad y todo el peso de las cargas públicas, porque hasta
el mismo Tocqueville reconoce que siempre y en todas partes recae
la exención de impuestos en los más ricos. Para el pensador del XIX
es realmente sorprendente que el Contrôleur Général no fuera cons-
ciente de la subversión del orden que sus reformas promovían y
que usara un lenguaje tan radical, como si el pueblo no oyera ni
comprendiera nada. Cree que esa actitud refleja algo que compar-
tía con los otros philosophes: el desconocimiento del espíritu de su
época, del sentimiento de las masas (espíritu democrático de las
sociedades nuevas) y del movimiento general de la sociedad. La

206
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

Corona se equivocaba porque se presentaba como la defensora del


pueblo frente a los privilegiados en un momento en que el peligro
no venía tanto de arriba como de abajo, y Turgot discutía los in-
tereses y los derechos del pueblo como si éste no tuviera ojos ni
oídos.10
Esa preocupación por los pobres, esa nueva sensibilidad hacia el
campesino y sus miserias, se expresa en un lenguaje que, según Toc-
queville, es de una imprudencia inaudita. Por eso, no es extraño que,
a pesar de su liberalismo económico, Turgot no descartara un con-
junto de medidas poco ortodoxas desde el punto de vista liberal en
momentos excepcionales. Creía que la suerte de los más pobres no
le debía ser indiferente a nadie, aunque es cierto, por otra parte,
que muchos de los ilustrados franceses, incluido él mismo, compar-
tían en esta época una visión ambivalente del pueblo. Por un lado,
tienden a idealizarlo, actualizando la imagen del «buen salvaje», y
por otro, lo desprecian o lo ven como un menor de edad al que hay
que cuidar y educar.
Por otra parte, tenemos el caso del proyecto sobre los Municipios.
Para Tocqueville, el plan contiene en germen toda la Revolución.
Este plan de administración municipal, manifestación clara de inex-
periencia política según el aristócrata, no tiene en cuenta el tempe-
ramento nacional, la naturaleza, necesidades y pasiones de los
hombres ni los factores psicológicos de grupos e individuos y, curio-
samente, apenas concede un papel relevante a los Intendentes y sus
subdelegados. E insiste en que, creyendo hacer simples reformas
administrativas, no se percata de que desencadena una inmensa re-
volución política. Pero el Contrôleur Général no era consciente de
nada de esto: lo que asombra (si Turgot ha dicho todo lo que piensa),
es que cree hacer una reforma administrativa principalmente destina-
da a facilitar la reforma del impuesto y su adecuado reparto, y no se da
cuenta de que inicia una inmensa revolución política que cambia la
constitución del Estado de arriba abajo (…) Lo que asombra es verle

10. Para todo esto, véase Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, vol. I,
Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 126. Y para las citas anteriores, «Notas sobre
Turgot», cit., pp. 237-291.

207
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

decidir tan rápidamente un plan tan nuevo cuyas consecuencias pueden


ser inmensas, digerir tan poco las ideas, proponer su adopción inme-
diata, si no para el año en curso, al menos para el próximo, como si no
se tratara más que de una simple reforma administrativa que pudiera
llevarse a cabo sin solemnidad alguna.11
Si se hubiese adoptado la Mémoire, se habría revuelto la estruc-
tura administrativa y política francesa, porque el objetivo era, entre
otras cosas, homogeneizar la sociedad sobre una base económica.
Además, perfeccionando la centralización aumentaba la tutela admi-
nistrativa. Por eso Tocqueville ve en Turgot a uno de los principa-
les responsables de la deriva autoritaria del poder ejecutivo en Fran-
cia y percibe en sus planes la tendencia propia de la época a arreglarlo
todo a través de la acción del Estado. Por eso le considera el padre
de la centralización y del funcionario moderno: en general, Turgot,
con el carácter peculiar de sus grandes cualidades de corazón y de inte-
lecto, me parece el padre de la raza administrativa que conocemos (sólo
que un padre muy superior a sus hijos): amor al orden, a la uniformi-
dad, a la igualdad bajo la mano de la Administración; hostilidad contra
todos los privilegios y en general contra todo lo que obstaculiza a una
Administración bien intencionada; la virtud pública llevada hasta el
punto de querer un gobierno justo, igual, activo, previsor, benévolo, que
intervenga en todo un poco pero sin llegar a admitir o querer un go-
bierno libre. El ideal del funcionario en una sociedad democrática some-
tida a un gobierno absoluto. Nada más.12

11. Tocqueville, «Notas sobre Turgot», cit., p. 278. En este sentido es interesante
constatar los efectos de las asambleas creadas después del ministerio de Turgot por
Necker, Calonne y Brienne porque —según J. van Horn Melton— estas asambleas,
diecisiete cuando Necker volvió al Gobierno en 1788, debatían y deliberaban sobre
asuntos políticos y fueron introduciendo en la administración del país a círculos cada
vez más amplios de la sociedad, aumentando la conciencia política; en definitiva, crea-
ron una genuina sociedad política a nivel municipal y provincial. Véase J. van Horn
Melton, La aparición del público durante la Ilustración europea, op. cit., pp. 85 y 86.
12. Discursos y escritos políticos, Centro de Estudios Políticos y Constituciona-
les, Madrid, 2005, pp. 5-43. Como es sabido, Alexis de Tocqueville sostuvo la tesis
de que la Revolución francesa no inventó la centralización, sino que la prosiguió;
que ya existía una gran centralización administrativa y que el poder real se había

208
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

Tocqueville cree que su tesis se refleja en la actuación de Turgot


en sus años de Intendente. En esta época, según su interpretación,
el representante de la Administración real en la provincia tenía gran-
des poderes y los ejercía de forma muy arbitraria. En el mejor de los
casos, lo usaba para hacer el bien aunque lo hiciera, de todos modos,
sin consultar al pueblo.
Por ello, si bien las medidas tomadas por el Intendente fueron
caritativas, el bien que se hacía sin consultar a sus destinatarios habi-
tuaba a las gentes a esperarlo todo del Estado. El poder central se
encargaba de todo y lo resolvía todo. No se trataba, pues, de supri-
mir el poder absoluto, sino de transformarlo para ponerlo al servi-
cio de los nuevos designios: era, en suma, un despotismo democrá-
tico, no un gobierno libre. Escribe Tocqueville: ¡enviar medicamentos
desde París para purgar a un pobre enfermo de un pueblo de la baja
Bretaña! ¡Qué miseria administrativa! ¡Qué ausencia tan absoluta de
administración intermedia! 13
Una de las causas que, a su juicio, explican esta situación es que
ya no hay administración local: el espíritu municipal estaba muer-
to; quedan los Pays d’Etat, pero ya no son lo que eran. Sólo Breta-
ña y Languedoc cuentan como ejemplo de lo que podría haber sido
una Administración municipal libre. Además, en algunos pocos sitios
quedaba la apariencia de un gobierno local. Y en el resto nada, porque
en las ciudades gobiernan las camarillas burguesas. Las libertades
locales se han envilecido y se ha extinguido toda vida pública muni-
cipal, porque no se pueden crear libertades locales donde no hay
libertad general. Los Intendentes y subdelegados (a menudo con la

adueñado de todos los asuntos. Ese centralismo era producto del Antiguo Régimen
y todo cuanto hizo la Revolución se habría hecho también sin ella. Sin embargo,
P. Rosanvallon cree que hay que distinguir entre dos tipos de centralización: la ante-
rior a 1789, que sólo busca la afirmación y la organización del Estado; es decir, una
gestión eficaz, y la posterior a 1789, que tiene un objetivo político: crear una nación.
Véase L’Etat en France, op. cit., p. 106.
13. «Notas sobre Turgot», cit., p. 289. Sin embargo, cuando en plena hambruna
Turgot escribe al abbé Terray que tarda en autorizar las medidas del Intendente, éste
le recomienda dejar completa libertad en los asuntos de detalle a los que trabajan sobre
el terreno, todo lo contrario de lo que dice Tocqueville.

209
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

asistencia de los párrocos) se ocupan de todo, porque los señores


ya no hacen nada. Los viejos poderes intervienen poco o nada en
asuntos municipales, aunque ponen obstáculos e impiden que se
establezca un buen gobierno parroquial, porque los viejos poderes
se suplantan pero no se destruyen.
Es probable que Tocqueville interpretara el ataque al privilegio
que representan las medidas de Turgot como un ataque a ciertas insti-
tuciones, usos y costumbres que podrían haber evolucionado en un
sentido favorable a la libertad, al estilo, quizás, de lo que creía propio
de Inglaterra. Pero esa posibilidad desapareció debido a la furia centra-
lista de los revolucionarios que ya por entonces invadía a Turgot.
Como conclusión, está claro que, para Tocqueville, la actuación
de Turgot no sólo no es reformista, sino claramente revolucionaria.
Según él, el Ministro no creía en la libertad política (como tam-
poco el resto de los fisiócratas) y debe ser considerado, nada más y
nada menos, que el padre de la centralización administrativa y del
intervencionismo estatal. Sorprende aún más esta interpretación
cuando en lo que constituye un resumen del pensamiento econó-
mico del Contrôleur Général, el célebre Elogio que dedicó en 1759
a Vicent de Gournay, se defienden precisamente tesis muy liberales
en contra de la intervención del Estado en la vida económica, con
argumentos verdaderamente modernos.14

4. liberalismo y estado en turgot

A pesar del juicio de Tocqueville, el ataque del Contrôleur Général a


los privilegios y a la constitución del Antiguo Régimen que los am-
paraba se explica porque, según Turgot, para que pueda realizarse la
libertad, hay que crear (si no existen) las condiciones necesarias, y
una de ellas es, sin duda, la formación de una Administración moder-
na, competente e independiente de los intereses particulares; una

14. Tocqueville cita como prueba de su tesis las actuaciones de Turgot en Le-
mosín cuando era Intendente, y algunas otras de cuando era Ministro. Alexis de
Tocqueville, «Notas sobre Turgot», cit., pp. 236-290.

210
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

característica del liberalismo de tipo continental, más estatista por


definición que el anglosajón.15
Existen, pues, todo tipo de opiniones. El análisis del contexto
ayuda a situar el asunto en sus justos términos. Hay que recordar que
la Monarquía francesa era, en la práctica, menos absolutista de lo que
se proclamaba. Si el poder supone, entre otras cosas, la facultad de
ejercer una acción sobre algo o alguien, los reyes de Francia del siglo
XVIII se encontraban aún con muchas dificultades. Los privilegios
corporativos y locales atemperaban mucho su poder, los Parlamen-
tos lo desafiaban continuamente y el clero y la aristocracia podían
todavía poner muchos obstáculos a sus pretensiones. Como escriben
F. Cosande y R. Descimon, el absolutismo era más que nada una
representación política, porque las pretensiones de la Monarquía esta-
ban limitadas por la dura realidad de las cosas y de los conflictos.16

15. Hayek, que estableció una polémica clasificación de autores según pertene-
cieran o no a la tradición continental o anglosajona de la libertad, escribe que el
joven Turgot, aun siendo francés, pertenecería más bien a la tradición anglosajona
junto con el propio A. de Tocqueville o B. Constant: una lista completa de los más
caracterizados pensadores franceses pertenecientes a la escuela británica evolucionista
mejor que a la tradición racionalista «francesa» exigiría incluir al joven Turgot. F.A.
Hayek, Los fundamentos de la libertad, op. cit., p. 85.
Pero más adelante, en esta misma obra, Hayek dice que el Doctor Richard Price,
apóstol de la Revolución francesa en Inglaterra, argüía ya en 1778 que cuando se
definía la libertad sólo como libertad bajo la ley no se destacaba que lo importante
no eran tanto las leyes como el consentimiento del pueblo. Y publica a este respecto
una carta elogiosa de Turgot, en la que éste le dice que sólo él (Price) ha dado en
Inglaterra una idea justa de lo que es la libertad al negar la noción tan repetida y falsa
de que la libertad consiste en estar sujeto sólo a las leyes (citado por F.A.Hayek, Los
fundamentos, cit., p. 239).
La carta a la que se refiere el pensador austriaco apareció en el escrito de Price:
Observation on the Importante of the American Revolution, to which is added a letter from
M. Turgot. Respecto a las opiniones de otros historiadores contemporáneos como
P. Gignoux o A. Jardin, ambos consideran que Turgot prefigura, en todo caso, el li-
beralismo doctrinario. Véase P. Gignoux, Turgot, Arthème Fayard, París, 1945, y A.
Jardin, op. cit., p. 97. Jardin escribe en este libro que Turgot fue un gran economista
liberal, pero no un partidario del liberalismo político. Su experiencia, según él, es la
del despotismo ilustrado.
16. Véase F. Cosande y R. Descimon, L’absolutisme en France, histoire et historio-
graphie, op. cit., p. 232. También D. Richet, op. cit., p. 160.

211
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Es decir, la centralización no tenía todavía la fuerza que alcanzó


tras 1789 porque, entre otras cosas, se contaba con escasos medios
para obligar. La Administración, vasta, compleja y lenta, encontraba
grandes obstáculos y resistencias en instituciones, usos y costumbres
que, con frecuencia, perturbaban la buena tramitación de los asuntos.
Por eso, el aparato administrativo se detiene, vacila, contemporiza
y no llega a alcanzar los límites teóricos de su poder.
En la Francia del siglo XVIII en la que a Turgot le tocó vivir no
existía aún un Estado moderno y unitario con una Administración
eficaz, y tampoco existía por parte del incipiente funcionariado nada
parecido a la lealtad a una noción abstracta de Estado. Por eso el
Ministro entendió que era prioritario crearla, pues si no existen las
instituciones, las leyes y los principios adecuados es imposible que
la libertad ofrezca todos sus frutos.
Para Turgot estaba claro que la constitución del Antiguo Régimen,
en la que impera una maraña de privilegios de toda clase, era el gran
obstáculo; una constitución caótica, absurda, confusa, incoherente,
complicada e irracional; una constitución viciosa que propiciaba la
ausencia de espíritu público y la defensa de intereses particulares.
Aunque en ese tiempo la Monarquía francesa se había convertido ya
(en palabras de F. Furet), en una «Monarquía administrativa», no había
en Francia ni administración ni autogobierno local verdaderos. Por
eso, no es que Turgot no quisiera utilizar los recursos administrativos
a ese nivel (sobre todo en cuestiones de detalle, que aliviarían mucho
la carga de trabajo de los Intendentes), sino que en el Lemosín, como
en otros muchos lugares de Francia, no se podía contar con nada pa-
recido a un gobierno municipal. En ese mismo sentido, escribe M.
Marion que, además, en esa extrema variedad de constituciones muni-
cipales que existían en la Francia de la época, el poder estaba casi siem-
pre en manos de una oligarquía, y lo más frecuente era el mal empleo
de las libertades municipales. Por lo tanto, cuando los Intendentes
van asumiendo más y más funciones municipales no se priva a los
entes locales de ninguna libertad, porque en realidad ésta no existía.17

17. Véase Dictionnaire, op. cit., p. 388.

212
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

Aunque el feudalismo no existía ya como régimen político, perdu-


raba sin duda como régimen civil y económico en el ámbito terri-
torial y agrario. En el campo se hacía sentir pesadamente en todos
los actos de la vida rural. El sistema feudal no había sido destrui-
do, sino que se le había dejado vegetar. Por eso, al lado de la Admi-
nistración real, subsisten restos de otra forma de gobierno.18 Turgot
deseaba acabar con los restos del feudalismo que, sobre todo en el
campo, cuyo envilecimiento comprobaría una y otra vez en sus años
de Intendente se hacía cada vez más insufrible, porque, aunque se
habían eliminado muchas disposiciones características del mismo,
el feudalismo residual resultaba, por eso mismo, algo sumamente
opresivo, como ya explicó con claridad Tocqueville.
El orden feudal suponía multitud, variedad y arbitrariedad de los
impuestos; pluralidad y cantidad de tarifas y de regulaciones, frau-
des e inspecciones. Todo lo rodeaba de oscuridad y de un misterio
impenetrable resultante de esta multiplicidad de derechos locales y
leyes publicadas en diferentes épocas. Además, opina Turgot, toda
esta variedad, en lugar de favorecer el celo patriótico, el amor al bien
público, a la verdad y a las ideas útiles provoca, muy al contrario, el
apego localista y la defensa de intereses particulares aun en contra
del interés del Estado; incluso cada villa se ve a sí misma como enemi-
ga de la villa vecina y así, por ejemplo, no se permite que vengan a
ella a trabajar gentes de otros lugares. Y es que las diferencias de im-
puestos, rodeados de oscuridad y misterio, que son la base de toda
la Administración de la nación, separan a las clases porque éstas no
tienen nada en común de qué discutir y no sienten la necesidad de
una acción conjunta al carecer de intereses y objetivos comunes.
En realidad, la superación del feudalismo era una aspiración que
ya diferentes corrientes de pensamiento del siglo XVIII (filósofos, enci-
clopedistas, fisiócratas o juristas) habían expresado en numerosas
ocasiones, pero la Monarquía parecía incapaz de reformar el edificio
gótico que había heredado. El intento de crear una Administración

18. Véase M. Marion, op. cit., p. 230. Como recuerda J. Godechot, el régimen
feudal, dígase lo que se diga, era aún muy fuerte en Francia a finales del siglo XVIII. J.
Godechot, op. cit., p. 63.

213
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

moderna y centralizada encontraba numerosas dificultades y provo-


caba muchas tensiones. Las siempre acuciantes necesidades de dine-
ro obligaban al Gobierno a vender funciones públicas al mejor postor,
y las dificultades de índole técnico, en materia de comunicaciones,
o la inercia de los hábitos y las mentalidades, hacían que en la prác-
tica la autoridad estuviera menos centralizada de lo que la teoría afir-
maba en términos abstractos. Así, la Monarquía era prisionera de sus
dificultades financieras, de los particularismos y de los privilegios.19
Ahora bien, la creación de una Administración moderna no signi-
fica que ésta deba asumir muchas funciones, pero sí remover los ob-
stáculos a la libertad económica, aquellos que impiden el progreso.
Turgot creía que Francia necesitaba una Administración racional que
gobernara a través de leyes uniformes. Defendía el amor a la ley: a
la unidad y la uniformidad porque buscaba la sencillez, la coordi-
nación, la equidad y la racionalidad de las nuevas leyes civiles y fisca-
les. En este sentido, podría decirse que nuestro autor no tenía más
remedio que decantarse por una intensa intervención del Gobier-
no si quería abolir los abusos, los privilegios y el monopolio, pues-
to que no se podía racionalizar ni simplificar el sistema fiscal o la
Administración francesa sin recurrir a dicha intervención. Es decir,
necesitaba recurrir a un expediente poco liberal para hacer posible
su liberalismo. Precisamente, L. Say recoge, en su biografía de Turgot,
las palabras que le fueron atribuídas al Ministro y que luego repi-
tieron los jacobinos, en el sentido de que si le daban cinco años de
despotismo, Francia sería libre.20
Es cierto que nuestro reformador deseaba utilizar ese poder para
acabar con los obstáculos que impedían crear las condiciones que
hicieran posible la libertad desde una especie de reformismo auto-
ritario. Por eso Turgot parece moverse aún entre la Ilustración y el
liberalismo, puesto que mientras no duda en utilizar el poder abso-
luto para reformar la sociedad y el Estado al estilo del despotismo

19. Véase F. Furet, La Révolution, op. cit., pp. 421-422.


20. Véase L. Say, op. cit., p. 46. En un sentido parecido, escribe M. Rothbard
que, en cuestiones económicas, la actuación de Turgot fue una virtual revolución desde
arriba. Véase M.N. Rothbard, op. cit., p. 426.

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R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

ilustrado, defiende a la vez, por ejemplo, la necesidad de limitar el


poder político o de separar la Iglesia del poder civil para preservar
la libertad de conciencia y pensamiento, sin las cuales no habrá li-
bertad ni progreso.
Quizás la clave esté en que se trata, como dice P. Rosanvallon,
de un liberalismo a la francesa que define como un liberal-estatismo
o un jacobinismo liberal por su apología de la centralización y la
racionalización. Esa sería la originalidad del liberalismo francés de
origen ilustrado frente al más tradicional de B. Constant o A. de
Tocqueville.21 Pero no se puede negar que Turgot confiaba plena-
mente en la libertad como en el mejor de los remedios para todos
los males de Francia, porque la libertad le parecía la solución apli-
cable a todos los males, ya que los intereses de las naciones y el
éxito de un buen gobierno se reducen a un respeto religioso por la
libertad. Por eso escribe Tissot que la libertad, dentro de los lími-
tes de la justicia y de la buena fe, constituía el alma de su doctrina
política.22
Todo ello es evidente, sobre todo en lo que se refiere a la libertad
económica. En su varias veces citado Elogio de Gournay queda abso-
lutamente clara la postura de Turgot contraria a la intervención y
tutela del Estado en asuntos económicos, y su defensa del laissez-faire.
El excesivo intervencionismo estatal es inútil y dañino. Las reglamen-
taciones minuciosas —en muchas ocasiones ineficaces y absurdas—
impiden el progreso, la innovación y el crecimiento de la producti-
vidad porque, adelantando argumentos hayekianos, el Estado nunca
tendrá la posibilidad de dirigir una multitud de operaciones que es
imposible conocer, dada su inmensidad y el cambio constante. Por
eso, refiriéndose a la obra de Gournay, escribe que toda su doctrina

21. Véase P. Rosanvallon, El modelo político francés, op. cit., p. 178.


22. C.J. Tissot, op. cit., p. 449. M. de Stäel consideraba que Turgot era, como
Malesherbes o su propio padre, Necker, un hombre honrado que aconsejó a Luis XVI
que adoptara voluntariamente los principios de la libertad. Véase Considerations, op.
cit., p. 339. También escribe Nisbet: si algo tienen en común los dos Turgot —el juvenil
filósofo del progreso y el maduro ministro de Hacienda— es su devoción por la libertad
individual. R. Nisbet, op. cit., p. 255.

215
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

se basaba en la imposibilidad absoluta de dirigir una multitud de


operaciones que por su propia inmensidad sería imposible conocer,
y que, además, depende continuamente de una multitud de circuns-
tancias siempre cambiantes que no se pueden controlar ni prever.
De ahí que lo más indicado sea siempre confiar en el propio interés.
El Estado debe remover los obstáculos que se oponen al progreso
en general y al progreso económico en particular.

5. el fin supremo de todo gobierno legítimo:


utilidad y justicia

Según la propia definición de Turgot, el Estado es un cuerpo polí-


tico, un territorio bajo un gobierno, dirigido al bien común.23 Fiel
a su visión de la historia, no hay una construcción racional de la
sociedad ni contrato social alguno del que surja el Estado. Los
hombres son llamados a la sociedad por sus propias necesidades.
No es sólo cuestión de sociabilidad natural, sino de pura necesidad
material. La sociedad se ha instituido para el individuo, y no al revés.
Por eso, la justificación última del poder parece ser lo que él llama
utilidad pública. Ella, afirma, es la ley suprema. La conclusión se
impone por sí misma: aquello que ya no contribuye a la utilidad
pública, que, al contrario, la perturba o perjudica, debe ser elimi-
nado, como es el caso de muchas de las instituciones del Antiguo
Régimen.
Por un lado, esta utilidad pública comprende el progreso y el
bienestar económico. En su Elogio de Gournay escribe que el Estado
debe aumentar la masa de riquezas y las producciones anuales de la
tierra y de la industria, porque la riqueza real de un país está cons-
tituida por los productos anuales de sus tierras y los de la industria

23. Véase «Sur le mémoire de Graslin», cit., p. 637. El Estado y la nación no


son lo mismo. La nación es un conjunto de hombres que tienen características y
costumbres comunes y que, sobre todo, hablan la misma lengua; así, puede haber
naciones que no son Estados, como era el caso en su tiempo de los alemanes o los
italianos.

216
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de sus habitantes. El Gobierno debe procurar a la nación la más gran-


de cantidad de riqueza y, para ello, debe, entre otras cosas, animar a
la industria. Puede hacerlo mediante recompensas, por ejemplo, a
los descubrimientos útiles; o mediante gratificaciones; excitando la
emulación de los artistas y el gusto por la perfección, entre otros
medios.24
Por otro lado, como la sociedad ha sido creada también para defen-
der los derechos de los individuos, una sociedad justa será aquella en
la que el Estado se compromete a reconocerlos, respetarlos y garan-
tizarlos. Por eso nunca pueden sacrificarse los individuos en aras de
los intereses de la sociedad o el Estado. Este no debe molestar a los
súbditos en el ejercicio de sus derechos, por ejemplo, en el ejercicio
del derecho de propiedad, que implica la libertad para comprar y ven-
der allí donde el individuo lo estime más oportuno para sus propios
intereses. Entre estos derechos naturales destacan la vida y seguridad
de la persona y su familia, la propiedad (que incluye el derecho a tra-
bajar) y la libertad. Libertad civil (obediencia a las leyes generales),
pero no siempre libertad política en el sentido de ejercicio de la sobe-
ranía, pues, aunque todos han nacido libres e iguales, Turgot no era
un demócrata, como ya hemos comentado. Sólo estaba dispuesto a
admitir la participación de los propietarios, la clase más ilustrada de
la sociedad, aunque sí habla del derecho de todos a la instrucción.
También del estudio de algunos de sus escritos, como Las cartas
sobre la tolerancia, se desprende que Turgot compartía con los defen-
sores del liberalismo político la idea clave de que el poder debía estar
limitado también en asuntos de conciencia. Afirma el derecho a la
libertad en estos asuntos y admite y justifica el derecho de rebelión
contra los tiranos; exige la separación de la Iglesia y el Estado; defien-
de la libertad de pensamiento y discusión y concluye estableciendo
que el Estado no debe ser tutor de nadie. Por último, el derecho a
la libertad de uno sólo está limitado por el derecho a la libertad del
otro, pero todo aquello que no sea absolutamente necesario prohibir,
debe estar permitido.25

24. Elogio de Gournay, op. cit., p. 124.


25. Véase «L’Intérêt de l’argent» en G. Schelle, op. cit., vol. III, p. 191.

217
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La justificación ideológica de estos planteamientos ofrece una


perspectiva muy significativa. Esos derechos, en efecto, no se fundan
en la historia: los derechos de los hombres reunidos en sociedad no se
fundamentan en su historia sino en su naturaleza. Los hombres entra-
ron en sociedad para que las leyes protegieran sus derechos a la liber-
tad y la propiedad, dejando claro que tales derechos son sagrados y
existen independientemente de ella. Ni siquiera la nación puede
arrebatárselos: el individuo tiene también derechos que la nación no
le puede arrebatar si no es por la violencia y por un uso ilegítimo de la
fuerza general. 26
Por tanto, si el principio que debe regir la actuación de los
gobiernos es no sólo la búsqueda del bienestar de la comunidad,
sino también la protección y el respeto de los derechos naturales
de cada individuo, esto es, la justicia, ése debe ser el criterio para
juzgar las instituciones y las leyes. De este modo, la justicia es el
primer fundamento de las sociedades, el principio político funda-
mental. Interesa a todos: a los individuos y a la sociedad, puesto
que sin ella la sociedad se desintegra. Supone el equilibrio de todos
los derechos y de todos los intereses. Pero la justicia de una medi-
da concreta no tiene que ver con la utilidad. A la hora de juzgar
una acción o decisión política o económica lo que hay que cali-
brar no es tanto su utilidad, como su correspondencia con el orden
natural y los derechos naturales, porque es justo lo que es confor-
me al orden natural. La naturaleza es sabia y benéfica y dicta sus
propias leyes, unas leyes que son claramente perceptibles por la
razón humana, ya que, además, los principios de la justicia los
encuentra cada uno en su corazón. Por eso, por ejemplo, la liber-
tad de comercio no debe juzgarse exclusivamente por las conse-
cuencias beneficiosas que pueda tener para la prosperidad de la
comunidad, sino, sobre todo, porque es una consecuencia inelu-
dible del derecho de propiedad y del derecho a la libertad. O sea,
porque es una medida justa.

26. Mémoire sur les Municipalités, op. cit., p. 503. Los ciudadanos tienen derechos,
y derechos sagrados para la misma sociedad; existen independientemente de ella. Véase
«Fondation», cit., p. 593.

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Turgot criticó en más de una ocasión la situación de la adminis-


tración de justicia en su país porque la existencia en la Francia del
Antiguo Régimen de innumerables jurisdicciones (real, señorial,
eclesiástica y municipal) provocaba una multiplicidad de tribuna-
les que daba lugar a una gran confusión, abusos y arbitrariedades.
Además, existían numerosos tribunales excepcionales y, como muchos
oficios relacionados con la justicia eran venales, a menudo era ésta
parcial y corrupta. Por eso, ganar o perder un proceso dependía no
tanto del derecho como del tribunal que le tocara a uno en suerte.
Como recuerda G. Rudé, la administración de justicia en Francia
era algo inextricablemente confuso, que costaba tiempo y dinero. En
unas zonas del país prevalecía el derecho romano y en otras el dere-
cho consuetudinario; los derechos de jurisdicción de los Parlamen-
tos provinciales usurpaban los de los tribunales reales y los nobles
seguían ejerciendo los antiguos derechos feudales de justicia seño-
rial. Es decir, el Estado no tenía el monopolio absoluto de la jus-
ticia, sino que existían varios sistemas judiciales en competencia que
formaban un complejo laberinto.
En una época en la que los filósofos se apasionaban por el deba-
te suscitado por la obra de Beccaria (De los delitos y las penas, 1764),
Turgot criticaba, sobre todo, la justicia criminal. Una justicia que
califica de bárbara, incierta e incoherente; inicua y atroz. Por eso, no
le extraña que el pueblo vea en ella la opresión del pobre por el rico,
ya que las leyes —dice sin rodeos— se han hecho para proteger a los
ricos. Así pues, preconizaba una reforma del procedimiento penal,
aunque no era partidario del jurado porque no confíaba totalmen-
te en el pueblo. Abogaba por jueces profesionales, no venales. Además,
critica a los Parlamentos (si la nación necesita defensores, que elija repre-
sentantes y no jueces) y propone una justicia independiente de la polí-
tica tanto en una república como en una monarquía, porque las consi-
deraciones políticas, sean de la especie que sean, son el veneno de la
justicia.27

27. Véase «Lettres a Condorcet», La justice criminelle, cit., pp. 532 ss. Para las opi-
niones de D. Roche y G. Rudé, véase: D. Roche, op. cit., p. 308 y G. Rudé, op. cit.,
p. 150.

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Si una ley es útil pero vulnera ese orden natural, debe ser recha-
zada y reemplazada por otra. Incluso en asuntos económicos como,
por ejemplo, los tipos de interés, lo que hay que plantearse en pri-
mer lugar es si la reglamentación que proponen algunos es o no
conforme con los derechos naturales, porque ya sabemos que el Es-
tado debe reconocer, respetar y garantizar esos derechos. La perfec-
ción del Estado reside en sus leyes. Ellas deben dirigir sabiamente
los intereses, pasiones e incluso los vicios individuales de modo que
se orienten al bien común, procurando el orden y la tranquilidad
del Estado pero sin oprimir la libertad: leyes que saben dirigir a la
felicidad pública los intereses, las pasiones y los vicios mismos de los
particulares.28
Por otro lado, la justicia va unida a la idea de propiedad. La justi-
cia es fundamentalmente una virtud negativa (que no se violen las
reglas del juego ni se lesione al prójimo, por ejemplo) y no debe sacri-
ficarse nunca a la utilidad pública ni a la razón de Estado.29 Y no se
trata en ningún caso de justicia distributiva, porque el alivio de los
pobres es algo que se deja fundamentalmente a la caridad y la bene-
volencia (virtud moral, pero no política), aunque haya excepciones.
En definitiva, el objetivo concreto es alcanzar una sociedad in-
dustriosa y próspera en la que la ley asegure el orden, la tranquili-
dad y la justicia; en la que haya libertad, paz e igualdad; se desarro-
llen las artes; desaparezca la pobreza y se viva sin lujos excesivos, de
acuerdo con costumbres sencillas y virtuosas propias de buenos ciu-
dadanos. Esa podría ser la descripción de una sociedad política casi
perfecta. Por último, en este contexto, se muestra contrario al colo-
nialismo y admira al pueblo libre de los Estados Unidos.

28. Discurso sobre las ventajas, op. cit., p. 21.


29. Sin embargo, hay que sopesar siempre qué es lo que debe primar, y para él
está claro que es el interés general. En su búsqueda hay que sacrificar a veces el inte-
rés particular, porque es difícil que una nueva obra (por ejemplo, abrir una nueva
ruta o un canal) no dañe algún interés privado. Así, si es necesario expropiar pro-
piedades, debe hacerse, aunque con indemnización y siempre que esa ventaja que
pierde un particular por una medida positiva para el bien común no sea una ventaja
accidental y pasajera. Véase «Liberté du comerce des colonies», en G. Schelle, op. cit.,
vol. III, pp. 552-553.

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6. ¿podría haberse salvado la monarquía?


¿se habría evitado la revolución?

Turgot podía fácilmente imaginar que si sus reformas se hubiesen


llevado a cabo habrían afectado a la larga a la constitución monárqui-
ca del Estado, aunque no siempre expresó claramente sus opiniones
políticas ni dijo exactamente qué cambio o qué resultado final pre-
veía o deseaba. Por eso, pueden hacerse interpretaciones muy dife-
rentes sobre sus verdaderos propósitos. Algunos autores han sosteni-
do incluso que Turgot no era, en el fondo, un monárquico convencido,
sino que sólo era leal a la Corona por tradición familiar y sentido del
Estado. F. Alengry afirma que era un republicano de corazón, en el sen-
tido etimológico de la palabra, aunque monárquico por lealtad, y F.
Venturi escribe que sus amigos fisiócratas lo consideraban más repu-
blicano que monárquico. También J.P. Poirier señala que Turgot era
partidario de una monarquía constitucional, es decir, una república.30
Hay que tener en cuenta, como recuerda F. Venturi, que la tradi-
ción del republicanismo político fue un elemento importante en la
formación de las ideas políticas del siglo XVIII y que, a pesar del abso-
lutismo, perduraban los ideales republicanos en la esfera de la moral
y de las costumbres, si no en la de la política. La importancia de la
tradición clásica está fuera de toda duda; la existencia de un fermento
republicano en Francia entre 1745 y 1754 está confirmado, y era el as-
pecto ético de la tradición republicana lo que atraía, por ejemplo, a los
filósofos de la Ilustración. En ese sentido, se puede hablar de senti-
miento republicano: como defensa de la virtud, del espíritu público,
del deber cívico y la independencia, pues —de nuevo citando al autor
italiano— a mediados del siglo XVIII, la palabra «república» encon-
tró eco en la mente de mucha gente, más como una forma de vida
que como una fuerza política. Algunos pensaban, incluso, que el
Estado francés podría llegar a ser una suerte de república protegida

30. Véase F. Alengry, op. cit., pp. 19 y 20, F. Venturi, Settecento riformatore, op. cit.,
p. 131 y J.P. Poirier, op.cit., p. 89. Rothbard afirma también que el Ministro no se
consideraba uno de los économistes porque no era partidario de la Monarquía: no soy
économiste porque desearía no tener Rey. Citado por M.N. Rothbard, op. cit., p. 430.

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por el Rey. Por lo tanto, como mucho, y solamente en este sentido,


podría ser Turgot considerado republicano.31
Por su parte, P. Foncin entiende que al Ministro de Luis XVI la
forma de gobierno era lo que menos le preocupaba, aunque no preten-
día sustituir la Monarquía por otra forma diferente de gobierno; era
el régimen al que él servía y le sería fiel. No obstante, entendía que
si la Monarquía quería sobrevivir, si quería evitar el colapso del Es-
tado, tendría que adaptarse a los nuevos tiempos en forma de una
monarquía atemperada o —como escribe D. Dakin— de una monar-
quía ilustrada que gobernase a favor de las masas y en la que las faccio-
nes aristocráticas no pudieran impedir el buen gobierno.32 Pero, en
última instancia, lo importante no era tanto la forma de gobierno,
y lo que realmente le interesaba era que, fuera cual fuere, el país fuera
regido con racionalidad y justicia buscando el bien general.
En el momento histórico que le tocó vivir el objetivo concreto de
Turgot fue, a través de un Rey legislador, llevar a cabo los cambios
que hicieran posible la evolución de la monarquía absoluta hacia
una monarquía, quizás, constitucional. Pero como las reformas sólo
podían emprenderse con el poder del Monarca, si éste no cogía las
riendas, desfallecía o abandonaba a sus ministros, nada podría ha-
cerse. No sabemos si Turgot esperaba realizar, como asegura algún
autor, una revolución pacífica, pero es cierto que en más de una oca-
sión se ha planteado qué habría pasado si las reformas propuestas
se hubiesen llevado a cabo y si se hubiesen tenido en cuenta sus con-
sejos y advertencias.
Hay autores que afirman tajantemente que Turgot habría evita-
do la revolución. Por ejemplo, según Ernst Renan, si se hubiese
seguido el camino que Turgot proponía, se habrían conseguido pací-
ficamente todas las reformas que se obtuvieron después violenta-
mente. Pero el destino de los sabios, de los que se dedican al servi-
cio de la humanidad —afirma el célebre escritor— es la ingratitud
y el no ser escuchado. El drama de Turgot consistió en haber sido
un hombre superior a su siglo, cuyos contemporáneos egoístas y

31. Véase F. Venturi, Utopia and Reform, op. cit., p. 73.


32. P. Foncin, op. cit., p. 570 y D. Dakin, op. cit., p. 3.

222
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

superficiales no supieron comprender. Luis XVI no entendió que


había echado del Gobierno al único que podía salvarlo.33
Más recientemente, el historiador galo F. Furet, asegura que el
Ministerio de Turgot fue la última oportunidad del régimen de con-
vertirse en una monarquía liberal y racional a la vez. Fue el primero
y último intento de asalto pacífico al Antiguo Régimen, aunque con
el frágil apoyo de un Rey joven. En realidad, se trató de un doble fraca-
so: primero el del triunvirato absolutista (Terray, Maupeau y d’Aigui-
llon), y después el de la monarquía filosófica, reformista y liberal,
representada por nuestro autor.34
Sin embargo, son muchos más los historiadores que opinan que,
de todas formas, la Revolución no se habría podido evitar. Según
Tocqueville, la Revolución hizo de manera rápida y violenta lo que
de todos modos se habría hecho. Su objetivo era abolir las institu-
ciones políticas feudales, porque ni las antiguas instituciones ni los
viejos poderes se ajustaban ya en ninguna parte a las nuevas condicio-
nes del hombre ni a sus nuevas necesidades. Por eso, había que susti-
tuir el Antiguo Régimen por un orden social y político más unifor-
me y sencillo, cuya base fuera la igualdad de condiciones. Quizás
—está dispuesto a conceder— se habría podido evitar la Revolu-
ción con reformas y un monarca de la talla y el carácter adecuados,
aunque afirma también que el momento más peligroso para un mal
gobierno es precisamente cuando empieza a reformarse.35
Por su parte, P. Foncin asegura que la Revolución era inevitable
porque la monarquía de derecho divino había probado ya ser irre-
formable, y por ello la empresa de Turgot estaba destinada al fraca-
so. En este sentido, J. Godechot escribe que las posibles soluciones

33. Citado por O. Hufton, op. cit., p. 353


34. F. Furet, La révolution, op. cit., p. 50.
35. Véase A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen, op. cit., vol. II, p. 17. J. van
Horn Melton escribe además que las exigencias de la construcción del Estado en el siglo
XVIII tendían a debilitar por su propia naturaleza los esfuerzos de cualquier gobierno por
cubrirse bajo el manto del secreto. A medida que el alcance de la actividad del Estado se
fue ampliando y que las necesidades fiscales y administrativas de la guerra fueron exigien-
do un estilo de gobierno vada vez más activo, el gobierno fue volviéndose menos secreto,
menos misterioso y más visible. Todo lo cual contribuyó a minar los fundamentos polí-
ticos del Antiguo Régimen. J. van Horn Melton , op. cit., p. 93.

223
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

al problema financiero que Francia tenía en aquel momento tampo-


co la habrían evitado: la bancarrota del Estado, teniendo en cuenta
el estado de ánimo de las gentes, habría acarreado la revuelta, y las
reformas que pudieran haberse llevado a cabo por algunos ministros
fuertes del régimen (reformas que habrían causado un grave perjui-
cio a los privilegios de los dos primeros órdenes del Estado), se ha-
brían encontrado con una violenta oposición que, de todos modos,
se habría transformado en una Revolución.36
F. Diaz, cree que existía en la época un punto muerto insupera-
ble para el reformismo, que consistía en la incompatibilidad entre
libertades o autonomías locales y la acción reformadora promovida
desde las alturas, por monarcas y ministros que, aun cuando no siem-
pre fueron defensores de la Ilustración, eran conscientes al menos de
la necesidad de modernizar el Estado. Así, ve en el fracaso del Minis-
tro el fracaso de todo el reformismo de los años cincuenta y setenta
del siglo XVIII. Como el discurso de la reforma ha fracasado, el mode-
lo se busca en los ejemplos ofrecidos por Inglaterra o América.37 G.
Rudé añade que los intereses creados de los Parlamentos, el alto clero
y la Corte fueron los responsables del fracaso de Turgot como antes
lo fueron de los de Machault y Maupeou, y luego lo serían de los de
Calonne, Brienne y Necker. Lo cual demuestra —según el historia-
dor francés— que las medidas reformistas de largo alcance no eran
posibles mientras los órdenes privilegiados mantuvieran su poder.38
Los Parlamentos se habían arrogado una autoridad universal e
ilimitada, reclamando para ellos el poder absoluto que le negaban al
Rey. Y como la ventaja del Parlamento sobre el Rey dependía en gran

36. P. Foncin, op. cit., p. 573 y J. Godechot, op. cit., p. 137. En esta misma línea
escribe H. Méthivier que la ineptitud del Antiguo Régimen para reformarse lo llevó
al abismo; fundamentalmente, por el sistema fiscal y los problemas presupuestarios.
Véase Le Siècle de Louis XV, op. cit., p. 46.
37. Véase F. Diaz, Europa, op. cit., pp. 380 ss. y 497.
38. Véase G. Rudé, op. cit., p. 303. En esta misma línea escribe P. Serna que si
la nobleza reaccionó en 1789 con la violencia que sabemos, no fue, probablemente, por
ser débil o reaccionaria, sino por haberse creído antes de la Revolución lo bastante pode-
rosa como para imponerse frente al absolutismo como la fuerza más viva de la sociedad.
P. Serna, «El noble», en M. Vovelle y otros, El hombre de la Ilustración, op. cit., p. 89.
A. Cobban asegura que hoy día resulta palmario que la monarquía francesa no cayó a

224
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

medida de la personalidad y del carácter de este último, bajo Luis


XV y Luis XVI los magistrados consiguieron la derrota y la humi-
llación del poder real, haciendo así imposible las reformas que quizás
podrían haber evitado la Revolución.39
Ya N. Elias había escrito, además, que esos funcionarios reformis-
tas que representaban un sector de la intelectualidad y de la burgue-
sía comercial y que estaban representados, fundamentalmente, por
los Intendentes provinciales, cuyo cargo no era ni venal ni heredita-
rio, tuvieron que enfrentarse a la nobleza de toga, los gremios y los
recaudadores arrendatarios de impuestos, responsables en gran medi-
da del fracaso de las reformas. Pero Elias llama también la atención
sobre el hecho de la división interna entre los mismos partidarios de
las reformas. El pensamiento de las Luces se mostró desarmando y
poco lúcido ante la complejidad francesa: entre aquellos que eran parti-
darios de la reforma y la reclamaban se daban diferencias notables de
opinión en cuanto al tipo de la propia reforma. Había quienes deseaban
una reforma decidida del sistema fiscal y del aparato del Estado pero que,
por otro lado, continuaban siendo mucho más partidarios del proteccio-
nismo que lo eran, por ejemplo, los fisiócratas.40 De hecho, ya tuvimos

causa de su despotismo, sino a causa de su debilidad. Véase A. Cobban (dir.), El siglo


XVIII. Historia de las civilizaciones, vol. 9, Alianza, Madrid, 1989, p. 31.
39. Véase M. Marion, op. cit., p. 424: los Parlamentos le leían la cartilla a todo el
mundo. Y F. Diaz añade: las diferencias financieras y fiscales siguen siendo, con frecuen-
cia, el sustrato de las divergencias que ponen de relieve las reivindicaciones de los Parla-
mentos en el sentido de tutelar la observancia de las «leyes fundamentales» del Reino y, en
su marco, la justificación de los impuestos. Y las remontrances parlamentarias eran un
impedimento continuo para los Edictos reales. F. Diaz, Europa…, op. cit., p. 381.
40. N. Elias, El proceso de la civilización, FCE, Madrid, 1989, p. 89. De todos
modos este autor advierte de que no toda la burguesía era siempre partidaria de las
reformas ni toda la aristocracia enemiga de las mismas. Había toda una serie de grupos
de clase media y de fácil identificación, que oponían la mayor resistencia a todo intento de
reforma serio y cuya supervivencia, en realidad, aparecía ligada a la conservación del Ancien
Régime en su forma prístina. Entre estos grupos se contaba, sobre todo, la mayor parte del
alto funcionariado, la noblesse de robe cuyos cargos eran propiedad familiar (…). A este
grupo había que añadir, también, el artesanado gremial y una gran parte de los recauda-
dores arrendatarios de impuestos, los financiers. La resistencia opuesta por estos grupos de
clase media a los intentos de reforma es responsable, en gran medida, del fracaso de ésta en
Francia y del hecho de que las desigualdades sociales, finalmente, derribaran de modo
violento la estructura institucional del Ancien Régime (ibidem).

225
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

ocasión de ver cómo esa división de la élite intelectual fue también


un factor relevante en la desgracia del Ministro.
Y es notorio que, para Turgot, lo que pensara la elite era suma-
mente importante. Confiaba en el poder de las ideas y en la fuerza
de la persuasión racional, como se percibe en todos sus escritos, espe-
cialmente en las memorias al Rey y en los Preámbulos de los Edic-
tos. Había que convencer primero a la elite ilustrada, antes que al
pueblo e incluso antes que al príncipe gobernante. La elite es la que
tiene una educación liberal que da forma a sus sentidos, ideas y cos-
tumbres, mientras que el pueblo está envilecido por la miseria y el
miedo. Sin embargo, como recuerda R. Darton, precisamente en el
siglo XVIII las elites estuvieron imbuidas de una nueva cultura que se
enfrentaba a la ortodoxia del viejo orden y que ya no sincronizaba
con el poder, lo cual explica en gran parte el fin del Antiguo Régimen
porque un sistema político acaso se encuentre en el peligro más grande
cuando su elite más favorecida deja de creer en su legitimidad.41
En definitiva, como explica muy bien G. Chaussinand-Noga-
ret, la Monarquía vivía atrapada en una gran contradicción: había
creado una enorme cantidad de privilegios que ahora quería elimi-
nar, básicamente porque necesitaba dinero. Pero es que, además,
tampoco contaba con los medios necesarios para hacerlo, ya que no
había sabido adaptarse a las nuevas necesidades ni a las exigencias
de la opinión pública que evolucionaba más rápidamente que ella.
Tampoco contaba con un aparato institucional capaz de moderni-
zarla. Por lo tanto, no había alternativa: o la Monarquía se «suici-
daba» mediante reformas liberales o moría violentamente por obra
de una revolución. Si las reformas de Turgot —continúa— se hubie-
sen llevado a cabo, habrían transformado la sociedad y habrían
hecho posible otras reformas sucesivas en el sentido de ir pasando
de una sociedad orgánica a otra individualista, algo que, además,
ni el Rey ni los Parlamentos estaban dispuestos a admitir. Esta es la
razón por la cual el Rey le abandona; porque no cree que la Mo-
narquía pueda subsistir sin el edificio que su Ministro se propone

41. R. Darton, op. cit., p. 294.

226
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

derribar, ya que para el Monarca, la distinción entre los tres órdenes


formaba parte de la constitución histórica de Francia. Y la reforma
fiscal era irrealizable si no se inscribía en una reforma estructural.42

7. el legado de turgot

Anne Robert Jacques Turgot defendió siempre una filosofía de la


que pretendía deducir cada una de sus actuaciones. Sin embargo,
no pudo llevarla a la práctica completamente ni en su época de In-
tendente ni en la de Ministro. Tenía las ideas muy claras de lo que
debía hacerse para regenerar el Reino de Francia, pero, le gustara o
no, tuvo que aceptar la realidad tal como era, lo que le obligó a con-
temporizar, a matizar o a renunciar a sus claros, luminosos y eviden-
tes principios, aunque también deseara seguir su máxima de que, a
pesar de los obstáculos, hay que ir estableciendo progresivamente
la confianza en la libertad.
Es posible que fuera más atrevido respecto a sus ideas políticas
de lo que pudiera parecer a primera vista, pero seguramente quiso
separar su papel como gobernante y administrador de una antigua
Monarquía del de simple súbdito o ciudadano, tal y como le con-
fesó a su amigo Véri. Tenía vocación de servicio al Estado, era ho-
nesto y leal al Rey que le había nombrado, pero si no hubiese es-
tado ligado por esas ataduras se habría mostrado más abierta y
claramente partidario de ideas y medidas más audaces, de lo que da
fe ese radicalismo que asoma de vez en cuando en sus escritos y,
sobre todo, en algunas de sus cartas personales.
No olvidemos la influencia en su educación y formación de los
ejemplos de la Antigüedad clásica, sobre todo de la República romana

42. Véase para la opinión de G. Chaussinand-Nogaret, F. Cosandey y R. Desci-


mon, L’absolutisme en France, op. cit., pp. 135 y 237 ss. Entre nosotros destacamos
la opinión de E. Castelar que, en unas páginas que dedica a Turgot en su Historia de
la Revolución francesa, afirma que «si algo demuestra la imposibilidad de impedir la
Revolución, precisamente es ese ministerio de Turgot, invocado para decir lo impo-
sible de probar, que la Revolución hubiera podido conjurarse.» Véase su Historia de
la Revolución francesa, Urgoiti Editores, Pamplona, 2009, p. 64.

227
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

con sus ideales de patriotismo y ciudadanía, así como su confianza en


la razón, la perfección humana y el progreso que conducirán a la utopía
de un pueblo nuevo. Son muy significativos los elogios que en más de
una ocasión dedica a Rousseau (a quien apenas vio unos instantes en
casa de d’Holbach) por sus ideas sobre la educación y la moral. No en
vano de las cartas personales de Turgot se desprende una gran sensi-
bilidad, aunque contenida, y una indignación moral ante la injusticia
y el abuso muy del gusto de la época. Además, admira también el con-
cepto roussoniano de soberanía nacional, su rechazo del derecho de
asociación, de los cuerpos intermedios, del pluralismo y de la división
de poderes.43 El Ministro recomendó a los americanos la creación de
un ejército permanente y aconsejó a los ingleses que corrijieran el de-
recho de representación para hacerlo más igualitario y proporcional a
los intereses de los representados, así como que sus elecciones al Par-
lamento fueran anuales. Denunció ante la opinión pública la injus-
ticia y los abusos de los privilegiados, el poder de los ricos sobre los
pobres, con un lenguaje muchas veces audaz, y describió en términos
elocuentes la miseria en la que se encontraba el pueblo recordando por
ello, en muchas ocasiones, al lenguaje de un predicador moral.
Las ideas políticas (que no económicas) de Turgot no son preci-
samente las del liberalismo británico Sus ideas políticas encajan mucho
mejor en la tradición del liberalismo francés, más racionalista, utópi-
co, estatista y centralista (en términos generales) que el anglosajón.44
Como escribe P. Rosanvallon, la apología liberal de la centralización
parece una versión «insulsa» de la de los jacobinos con su concep-
ción unitaria de la nación, la polarización público-privado y la im-
portancia de la ley: la fuerza de este «liberalismo jacobino» radica en
el hecho de que relaciona filosofía del poder y filosofía de la libertad,

43. Turgot escribe en su carta a Hume del 25 de marzo de 1767, que Del Contrato
Social presenta una verdad bien luminosa que fija definitivamente las ideas sobre la
inalienabilidad de la soberanía del pueblo. Véase Lettre à Hume, cit., p. 661.
44. Según L. Díez del Corral, las fronteras que dividen estos dos tipos de libe-
ralismo son fáciles de traspasar, pero que esas fronteras sean franqueables no quiere
decir que no tengan un carácter estructural en la evolución del liberalismo europeo.
Véase El pensamiento político de Tocqueville, op. cit., pp. 27 y 28.

228
R E F O R M A , R EVO LU C I Ó N Y U TO P Í A

rehusando considerar por separado la segunda. Es a través del libera-


lismo como el jacobinismo se aclimató en Francia. Por eso suplantó
fácilmente al liberalismo tradicional.45
De ahí que la influencia de Turgot fuera grande durante la Revo-
lución. Porque, además de la inspiración que la Mémoire sur les Muni-
cipalités pudiera haber proporcionado a los proyectos de creación de
asambleas provinciales por parte de Calonne y Brienne, además de
las reformas de la corvée y de los impuestos que se propusieron al Rey
por parte de sus ministros en vísperas de la Revolución, llama la aten-
ción la cantidad de ideas, conceptos, argumentos y medidas que se
usarán y defenderán en la Asamblea Nacional Constituyente (y que
incluso en algún aspecto recuerdan a los jacobinos) y que ya había
tratado y defendido Turgot. En este sentido, el Ministro anuncia algu-
nos de los grandes temas revolucionarios: instrucción pública, liber-
tad de pensamiento y de cultos, juicio por jurados, asambleas provin-
ciales, reforma de la Administración y del sistema fiscal, libertad de
industria etc., y es conocida su influencia sobre algunos de los dipu-
tados de la Asamblea Nacional, como es el caso de Le Chapellier, con-
trario a la división de la sociedad en órdenes y corporaciones.46
En cuanto a la misión y el discurso pedagógico de la Revolución
que rompe con el sistema anterior, recuerda también las tesis de nues-
tro autor sobre la instrucción pública, porque el discurso revolucio-
nario se caracteriza por defender la enseñanza pública y laica, dedi-
cada también a formar ciudadanos para favorecer, entre otras cosas,
la unidad de la nación. Además de conocimientos, deben enseñarse

45. P. Rosanvallon, El modelo político fancés, op. cit., p. 178.


46. E. Le Roy Ladurie escribe que los revolucionarios, en su estilo propio, serán
los «hijos putativos» de Turgot por su común racionalismo de tabla rasa que el Mi-
nistro favorecía para crear una «Monarquía filosófica». Véase su libro L’Ancien Ré-
gime II, 1715-1770, Hachette, París, 1991, p. 318. En cuanto a las asambleas provin-
ciales de Calonne, Brienne las dotaría de nuevas responsabilidades en el Edicto de
17 de junio de 1788. Pero recordemos que también Calonne intentó enfrentarse a
la crisis financiera con una serie de reformas, algunas de las cuales ya había inten-
tado Turgot: impuesto universal sobre la tierra, reforma de la corvée, asambleas provin-
ciales, libertad del comercio de grano… Véase M. Péronnet, Vocabulario básico de la
revolución francesa, Crítica, Barcelona, 1985, pp. 29 ss.

229
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

valores que contribuyan a la perfección de la naturaleza humana, a


su imprescindible progreso y emancipación.
Tocqueville sugiere que Turgot inspiró algunas de las medidas del
propio Napoleón, sobre todo las que se refieren al sistema educativo y
la Administración pública. Además, el gran pensador cree que los fisió-
cratas, aunque ayudaron a derribar el edificio del Antiguo Régimen,
no tuvieron mucha influencia posterior, aunque fueron ellos los que
proporcionaron las bases en política, administración y economía de
muchas de las novedades que trajo consigo 1789. De hecho, asegura
que ellos pusieron las bases permanentes de nuestras tendencias políticas.47
En definitiva, la reputación de Turgot como administrador ho-
nesto y trabajador, volcado en la consecución del bien público, ex-
plica su influencia sobre la Asamblea Constituyente. Por eso, como
escribió Lord Acton, el poder de su nombre sobrepasó a todos los otros
cuando estalló la Revolución.48

47. Véase A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen, op cit., vol. II, p. 233. P. Ro-
sanvallon considera también que la fisiocracia dejó una huella importante en la cul-
tura política francesa, sobre todo por su celebración de la ley. Véase El modelo polí-
tico francés, op. cit., p. 72.
48. Véase Lord Acton, Ensayos sobre la libertad, el poder y la religión, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, edición de Manuel Álvarez Tardío, Madrid,
1999, p. 414. No obstante, Tocqueville creía que si Turgot hubiese sobrevivido proba-
blemente habría acabado en la guillotina y que, en el fondo, tuvo suerte de no ver los
tiempos horribles de los que a él y a otros se les hacía responsables. Véase A. de Tocque-
ville, Discursos y escritos políticos, op. cit., p. 166. A este respecto, cabe recordar con
G. Schelle que varios amigos y conocidos del Ministro acabaron, ellos o sus familiares,
en la guillotina. También Condorcet y L. de Brienne murieron durante la revolución.
Véase, G. Schelle op. cit., vol. I, p. 47.
Por otro lado, una prueba más de la reputación de Turgot durante la Revolución
es la que ofrece Morellet cuando relata en sus Memorias cómo al ser denunciado y
conducido en plena época del Terror (1794) ante el comité revolucionario de su
sección, salvó su vida al evocar su amistad con Turgot. Escribe que sus jueces expre-
saron que había sido un buen ciudadano y el mejor Contrôleur Général que hubo
nunca en Francia. Pero también expresa sus dudas sobre qué hubiese sido del Minis-
tro si hubiera sobrevivido y vivido esa época convulsa. Por último, Schumpeter es-
cribe sobre la leyenda que elaboraron los revolucionarios y sus simpatizantes en el
sentido de convertirlo en un ciudadano ejemplar, ce bon citoyen, y concluye: a Turgot
no le va bien ningún gorro frigio. Véase J.A. Schumpeter, op. cit., p. 292.

230
Anexo
Cartas sobre la tolerancia1

Primera carta al Sacerdote… Gran Vicario de la diócesis de…


Me pregunta Usted que a qué reduzco yo la protección que el
Estado debe otorgar a la religión dominante.
Pues bien, para hablarle con claridad, le responderé que ningu-
na religión tiene derecho a exigir otra protección que no sea la liber-
tad, aunque pierde sus derechos a esa libertad cuando sus dogmas
o su culto son contrarios al interés del Estado.
Me doy cuenta de que, en ocasiones, este último principio puede
dar pretexto a la intolerancia, porque es al poder político al que
corresponde juzgar si esto o aquello es perjudicial para el interés del
Estado, y porque este poder —ejercido por los hombres— es a menu-
do dirigido por sus errores. Pero este peligro es sólo aparente; los
que ya son intolerantes son los que se sirven de este principio a modo
de velo para ocultar sus prejuicios. Aquellos que, por el contrario,
están convencidos de las ventajas de la tolerancia no harán de este
principio un uso abusivo. Comprenderán que si en alguna religión
existe un dogma que contradice en algo el bien del Estado, será muy
raro que éste tenga realmente algo que temer, siempre que no se
trate de un dogma que trastroque verdaderamente los fundamen-
tos de la sociedad; comprenderán que a los hombres se les conduce

1. «Lettres à un Grand Vicaire sur la Tolérance», en G. Schelle, op. cit., vol. I, pp.
387 ss. Como ya vimos, y como recuerda Schelle, no se sabe a quién dirigió Turgot
estas cartas escritas entre 1753 y 1754. Podría tratarse de alguno de sus condiscípulos:
Brienne, Véri o Cicé el mayor, porque los tres tenían el título de Grand Vicaire. Ibídem,
p. 387, nota a).

231
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

más fácilmente hacia la verdad mediante normas de derecho público


claras y bien establecidas, y mediante el poder de la razón, que median-
te normas que atacan las opiniones que los hombres consideran sagra-
das; comprenderán que si la persecución no activa los resortes del
fanatismo, la misma falsedad del dogma hará que las gentes sensatas
den la espalda a esa religión, lo cual a la larga irá minándola, hacien-
do que se derrumbe un edificio contra el que todas las fuerzas de la
autoridad nada habrían podido. Comprenderán, además, que por su
propio interés y por la necesidad de justificar sus creencias, los minis-
tros de esa religión se verán forzados a ser inconsecuentes, suavizan-
do sus dogmas, haciéndolos así inofensivos. En fin, los auténticos
tolerantes entenderán que nada hay que temer de una religión verda-
dera: confiarán en el imperio de la verdad. Se darán cuenta de que si
se la deja abandonada a sí misma y al examen de las mentes serenas,
será más fácil que caiga una religión falsa que si debido a la persecu-
ción, se consigue agrupar a todos sus partidarios; entenderán que es
muy peligroso unir a los hombres en la defensa de los derechos de
sus conciencias haciendo que vuelquen en ella la actividad de su alma,
cuando si se les permitiese gozar plenamente de esos derechos, al no
ponerse de acuerdo sobre su uso, acabarían divididos.
Pero me he desviado un poco de la pregunta que me había formu-
lado; volvamos, pues, a ella.
He dicho que ninguna religión tenía derecho a ser protegida por
el Estado. Del principio de tolerancia se deriva inmediatamente que
ninguna religión tiene derecho a someter las conciencias. En lo que
a su salvación se refiere, el interés de cada hombre es únicamente
suyo: en su conciencia, sólo Dios es testigo y juez. Las relaciones
sociales tienen que ver solamente con aquellos intereses que pueden
intercambiarse y en cuya búsqueda los hombres pueden ayudarse
mutuamente; pero en este asunto tal ayuda sería imposible y el sacri-
fico del verdadero interés, un crimen. El Estado, la sociedad, los
hombres, nada tienen que decir sobre la elección de una religión; no
tienen derecho a adoptar una arbitrariamente, porque la religión se
funda en una convicción.
Una religión, pues, es dominante de hecho, no de derecho. Es
decir, la religión dominante —hablando con el rigor propio del

232
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

derecho— no sería más que aquella cuyos partidarios fuesen los más
numerosos.
Sin embargo, no pretendo prohibir al gobierno toda protección
a una religión. Creo, por el contrario, que los legisladores hacen
bien en presentar una a la incertidumbre de la mayoría de los hombres,
pues hay que alejarlos de la irreligiosidad y de la indiferencia que
ésta provoca en relación con los principios de la moral. Hay que
evitar las supersticiones, las prácticas absurdas, la idolatría en la que
podrían precipitarse los hombres en veinte años si no quedasen sa-
cerdotes que enseñaran dogmas más razonables. Debemos temer al
fanatismo y al combate perpetuo entre la superstición y las luces;
debemos temer la renovación de esos sacrificios bárbaros que un
absurdo terror y los horrores supersticiosos hicieron nacer en los
pueblos ignorantes. Se hace necesaria una instrucción pública que
llegue a todas partes; una educación para el pueblo que le enseñe la
probidad, que le muestre un compendio de sus deberes de una forma
clara, y cuyas aplicaciones sean fáciles en la práctica. Hace falta,
pues, una religión difundida entre todos los ciudadanos del Estado
y que éste, en cierto modo, presente a su pueblo. La política que
considera a los hombres tal y como son sabe que la gran mayoría es
incapaz de elegir por sí misma una religión, y si la humanidad y la
justicia se oponen a que se obligue a los hombres a adoptar una re-
ligión en la que no creen, esa misma humanidad debe conducir a
ofrecerles el beneficio de una instrucción útil de la que puedan hacer
uso libremente.
Creo, pues, que entre las religiones que tolera el Estado éste debe
escoger una a la que proteger. Y he aquí a lo que yo reduzco dicha
protección, para no herir ni los derechos de la conciencia ni las
sabias precauciones de una política equitativa que debe evitar hacer
distinciones que provoquen celos y enfrenten a las sectas las unas
contra las otras.
Quisiera que el Estado no hiciese otra cosa por esta religión que
asegurar su duración estableciendo una instrucción permanente que
llegue a todos los rincones del Estado y que esté al alcance de todos
los súbditos. Es decir, sólo quiero que cada pueblo tenga su párro-
co o el número de ministros que sea necesario para su instrucción,

233
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

y que su subsistencia esté asegurada al margen de su rebaño; es decir,


a través de bienes raíces. No es que la religión posea ningún dere-
cho en este sentido, ya que es el que cree en ella y el que necesita
de un ministro quien debe pagarlo. Pero es fácil comprender que si
no hubiese ministros cuya subsistencia fuese independiente de las
revoluciones que se producen en los espíritus, unas religiones se
elevarían sobre las ruinas de las otras, y la sola avaricia dejaría a
muchas regiones sin ninguna instrucción. No dejaría, pues, en manos
de los ministros de las otras religiones toleradas más que los subsi-
dios de sus seguidores, y si les permitiese disponer de algunos fondos,
también permitiría a sus discípulos que pudieran enajenarlos, y
quizás así, a la larga, ese medio sería suficiente para unir sin violen-
cia a las almas en una misma creencia, siempre y cuando la religión
protegida fuese razonable. Es evidente que habría que exigir cier-
tos requisitos para hacer donaciones o suprimir beneficios a aque-
llos que profesan la religión protegida, pero el establecimiento de
esos requisitos nunca, bajo ningún concepto, sería competencia de
la autoridad civil. Al juzgar sobre estos asuntos los tribunales civi-
les estarán siempre obligados a someterse a la decisión de los cuer-
pos eclesiásticos, y si casualmente éstos cometieran alguna injusti-
cia destituyendo a algún ministro, habría que decir que ese ministro
no tenía un auténtico derecho a su beneficio, y que esa injusticia
ya no sería de la incumbencia de esos tribunales, como no lo sería
el que un señor despidiese a su empleado doméstico.
Lo normal es que el Estado adopte la religión de la secta que sea
la más numerosa y se puede apostar a que siempre será la de aquel
que gobierne. Sin embargo, hay que decir que no todas las religio-
nes son adecuadas para ser adoptadas por el Estado. Una religión
que pareciera falsa a las luces de la razón y que se desvaneciera ante
sus progresos como las tinieblas ante la luz, no debería ser adopta-
da por el legislador. Hay que evitar construir uno de esos palacios
de hielo que tanto les gusta decorar a los moscovitas y que inevita-
blemente la llegada del calor destruye, a menudo con un estrépito
peligroso.
Tampoco debería otorgarse una protección especial a una religión
que impusiese a los hombres multitud de cadenas que afectasen al

234
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

estado de las familias y a la constitución de la sociedad; por ejem-


plo, una religión que pusiera obstáculos al número y la facilidad de
los matrimonios. Y tampoco estaría hecha para ser la religión pú-
blica de un Estado una religión que hubiera establecido un gran nú-
mero de dogmas falsos y contrarios a los principios de la autoridad
política y que al mismo tiempo hubiera cerrado toda posibilidad de
retractarse de los errores que hubiese consagrado o incorporado. En
ese caso sólo tendría derecho a la tolerancia.
Desde este punto de vista —y si la infalibilidad de la Iglesia no
fuera verdadera (si lo es o no, no es el Estado el que debe juzgarlo)—
podría pensarse que es la religión católica la que debería ser sólo to-
lerada. La religión protestante o el arminianismo no presentan los
mismos inconvenientes políticos, pero ¿podrán sus dogmas conte-
ner los progresos de la irreligión?
El sistema de la religión natural, acompañada de un culto, preten-
diendo abarcar menos, ¿no sería más inatacable?
Estas no son preguntas que convenga hacer a un Gran Vicario
¡Véase lo que es coger la pluma! Yo sólo quería escribiros cuatro lí-
neas y ya se ha hecho de noche. Adiós. Un abrazo.

Segunda carta: también sobre la tolerancia2


Me sorprende y aflige ver que rechaza Usted mis principios sobre
la tolerancia; principios, debo admitir, por los que siento un apego
más fuerte que el que la mera persuasión provoca.
¿Cómo puede decir que no quiere que se obligue a nadie a adop-
tar la religión dominante sino que sólo quiere que se impida predi-
car contra ella, y que esa distinción echa por tierra aquello que de
más especioso hay en mis objeciones?
¿No descansan todas ellas sobre el principio fundamental de que
el príncipe no es juez de la verdad ni de la divinidad? ¿Qué tiene de tan
valioso la intolerancia para que uno se aferre tanto a ella? Atacando

2. El texto El Conciliador, que también defiende la tolerancia y que suele atri-


buirse a Turgot, se imprimió en el intervalo de tiempo que transcurre entre estas dos
cartas, por eso se publica a menudo junto con ellas. Pero para nosotros ha quedado
claro que Turgot no es su autor.

235
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

tanto lo verdadero como lo falso, ¿no es cierto que la intolerancia


debe ser funesta para la verdad al destruir por la violencia la seduc-
ción imperiosa por la que ella gobierna sobre los espíritus? Además,
¿en base a qué derecho me impedirá el príncipe obedecer a Dios
que me ordena predicar su doctrina? El príncipe se equivoca a menu-
do y Dios puede ordenar lo contrario de lo que ordena el príncipe.
Si hay una religión verdadera, ¿a quien de los dos habría que obede-
cer? ¿No es Dios el único que tiene derecho a mandar? Si el prínci-
pe profesa la doctrina verdadera no es más que por puro azar inde-
pendiente de su posición, y por consiguiente esa posición no le
otorga ningún título para poder decidir sobre el tema. Prohibir la
predicación significa siempre oponerse a la voz de la conciencia; sig-
nifica siempre ser injusto; justifica la rebelión y, por lo tanto, ocasio-
na los más graves disturbios. En cuanto se le contradice, el celo se
inflama y lo invade todo.
La intolerancia es como una hiedra que se enrosca en las reli-
giones y en los Estados, que los encadena y devora; si se la quiere
extirpar, hay que destruir hasta las últimas ramas. Si queda una sola
en tierra, la hiedra renacerá de nuevo, y en materia de opiniones las
ramas echan raíces como las de la hiedra.
Pero ya hemos dicho bastante sobre este tema. Los principios se
deducen de sus consecuencias como las consecuencias de los prin-
cipios. No voy a añadir nada más a estas afirmaciones. Y hasta aquí
Usted no ha dicho una sola palabra contra mi principio fundamen-
tal: la falta de competencia del príncipe en materia de religión.
Esta es la última vez que le hablaré de la tolerancia, e imagino
que después de mi carta el tema quedará agotado entre nosotros.
Quizá ya lo esté. Al menos le confieso que el sentimiento que abri-
ga Usted sobre el tema es un enigma para mí. La conexión que cree
Usted ver entre el mío propio y el pirronismo me parece también
muy difícil de explicar. Me parece, por el contrario, que este senti-
miento se basa en la confianza que se debe tener en el imperio de
la verdad sobre los espíritus y en la certidumbre de que hay una reli-
gión verdadera. Sin duda alguna, los hombres están capacitados para
juzgar sobre su veracidad, pero no serán capaces de jugar sobre este
tema, ni sobre ningún otro, si se mantienen sus opiniones en la

236
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

esclavitud y si al imperio de la verdad en sus almas se le oponen los


intereses más poderosos, la esperanza de la fortuna, el temor de per-
der los bienes, el honor o la vida.
Los hombres pueden juzgar sobre la verdad de la religión, y preci-
samente por ello otros no deben juzgar en su lugar, porque es la
conciencia de cada cual la que deberá rendir cuentas. Por otra parte,
y de buena fe, si alguien pudiera juzgar por los demás ¿debería ser
el príncipe? ¿sabía más Luis XIV sobre estos temas que Leclerc o
que Grocio?
Al conjunto de proposiciones sobre las que yo le pedí un sí o
un no responde Usted que no es necesario ser infalible en el ejerci-
cio de un derecho para gozar de él, sin lo cual no habría ningún de-
recho entre los hombres. Es suficiente con que se pueda llegar a conocer
la verdad.
Creo yo que haría falta ser infalible para tomar sobre sí una deci-
sión de la que depende una eternidad de felicidad o de sufrimien-
to para los súbditos. Creo que haría falta ser infalible para tener un
derecho inútil para el interés de la sociedad y que no ha podido
figurar en el contrato original que le dio su ser.
Esto es suficiente para rebatir sus objeciones, porque mi argu-
mento no supone que la infalibilidad sea necesaria para el ejercicio
de cualquier derecho, sino solamente para el ejercicio de un dere-
cho en el que el error contradice la divinidad y asegura a los súbdi-
tos una eternidad de sufrimiento; es decir, les haría sacrificar a la
autoridad de la sociedad un interés del que esa sociedad no les puede
enajenar, porque sería ir contra la propia naturaleza de todo contra-
to. Ese sería la clase de derecho otorgado al príncipe encargado de
juzgar sobre asuntos de religión, si es que existe una religión verda-
dera. Si existe una religión verdadera no se puede tener por ella
demasiado respeto; es un agravio a la religión que se quiere hacer
exclusiva; es una impiedad que justifica la intolerancia.
Replicaré a su respuesta señalando que la última de mis propo-
siciones no se deduce directamente de la primera, y que es sobre el
encadenamiento de cada consecuencia con sus premisas inmediatas
sobre lo que le he pedido un sí o un no. Todavía se lo pido. Añadiré
una palabra más para responder con más detalle a sus objeciones.

237
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

El príncipe, dice Usted, puede ordenar cosas injustas, y por ello


—añade— de acuerdo con mis principios, no tendría derecho al-
guno a ordenar acciones a los ciudadanos. Puede condenar a los
inocentes —continúa— y yo convendría en que el príncipe posee
el mismo derecho a mandar en materia de religión que a ordenar
cosas injustas o a condenar a los inocentes: aunque no es imposible
que haga todas esas cosas, no tiene ninguno de esos derechos.
Para aclarar lo que hay de oscuro en estas materias es necesario
remontarse a los principios sobre los que se fundamenta el derecho
de los príncipes y comenzar a construir sobre ello nociones claras.
Las consecuencias surgirán por sí solas.
Sólo conozco dos clases de derechos entre los hombres: la fuer-
za, si se la puede llamar derecho, y la equidad, porque las conven-
ciones, que parecen ser una de las principales fuentes de derechos
que rigen el género humano, se remiten a una u otra de esas dos
especies.
La fuerza es el único principio de derecho que admiten los ateos.
Cada miembro de la sociedad o, más bien, según ellos, cada ser inte-
ligente, tiene interés y fuerza suficiente para lograr sus fines. Apli-
ca la energía de sus fuerzas al logro de ese interés, y esa energía sólo
cesa por la acción contraria de las fuerzas de otros seres inteligen-
tes cuyo interés se opone al suyo. Del equilibrio de todas estas fuer-
zas resulta un movimiento general hacia el interés común que no
es otra cosa que la suma de los intereses particulares moderados los
unos por los otros.
En este sistema, el derecho y la fuerza se confunden: el fuerte
tendrá derecho a oprimir al débil pero los débiles, aunando sus fuer-
zas, resisten la opresión social. Las leyes son los artículos del trata-
do por el cual se reúnen los miembros que componen la sociedad;
son el resultado del interés de la mayoría o de los más fuertes que
obligan a la minoría o a los más débiles a observar esas leyes; es decir,
a someterse a su voluntad. Las leyes —dicen— se acercan tanto más
a la perfección cuantos más intereses abarcan de un gran número
de hombres y cuando favorecen a todos por igual, porque es enton-
ces cuando se establece el equilibrio entre todos los intereses y todas
las fuerzas. En este sistema, decir que un hombre no tiene derecho

238
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

a oprimir a otro hombre equivale a decir que este último tiene fuer-
za para resistirse a la opresión. Si la palabra «derecho» se emplea en
otro sentido no es sino en relación a las convenciones, y las conven-
ciones sólo tienen fuerza en la medida en que la tienen las socieda-
des que las han creado para hacerlas cumplir.
La verdadera moral conoce otros principios, contempla por igual
a todos los hombres. Reconoce en todos el derecho a la felicidad, y
esta igualdad de derecho no la funda sobre el combate de fuerzas
de diferentes individuos, sino sobre el destino de su propia natura-
leza y sobre la bondad de aquél que los ha creado; bondad que se
extiende sobre todas sus obras. De aquí que aquel que oprime a los
hombres se oponga al orden de la divinidad. El uso que hace de su
poder no es más que un abuso. De ahí la distinción entre el poder
y el derecho.
Por mucho que el fuerte y el débil no pesen lo mismo en la balan-
za del poder, esa balanza no es la de la justicia. El Dios que tiene la
balanza en sus manos añade en cada platillo lo que falta para su
equilibrio. La injusticia de la opresión no está fundada en la unión
del débil con el débil con el fin de resistir, sino sobre la unión del
débil con Dios mismo.
En una palabra, todos los seres inteligentes han sido creados para
un fin que les concede derechos fundados en ese destino y que no
es sino la felicidad. Es sobre la base de estos derechos, y no por su
fuerza, que el Dios que los ha creado los juzga. Así, el fuerte no tiene
ningún derecho sobre el débil; el débil puede ser reprimido, pero
jamás obligado a someterse a la fuerza injusta. Las reglas de justicia
de acuerdo con las cuales Dios juzga las acciones de los hombres
constituyen el marco de sus derechos respectivos. El uso que hacen
de su poder no es siempre conforme con este marco, pero para saber
si ese uso es justo o injusto es a este marco divino al que es necesa-
rio consultar. Las convenciones por sí mismas no forman más que
un derecho subordinado a este derecho primitivo; no pueden obli-
gar más que a los que las han aceptado libre y voluntariamente. Aque-
llos a los que se ha lesionado pueden siempre reclamar los derechos
de la humanidad. Toda convención contraria a esos derechos no
tiene más autoridad que el derecho del más fuerte; es una auténtica

239
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

tiranía. Y se puede estar oprimido por un solo tirano o también se


puede estar igual e injustamente oprimido por una multitud. Así,
aunque su debilidad los abandonara a la crueldad, los lacedemonios
no tenían ningún derecho a dejar morir a los niños que nacían con
deformaciones. Estos niños eran condenados por convenciones
abominables, pero la justicia hablaba por ellos y los lacedemonios
eran monstruos.
Sigamos con la aplicación de estos dos principios en relación al
derecho que tendría el príncipe o —que si Usted prefiere— tendría
la sociedad en general de ordenar cosas injustas, castigar a los inocen-
tes y juzgar sobre asuntos de religión. Este será el desarrollo de vues-
tra objeción y mi respuesta:
De acuerdo con los principios de los ateos que consideran la
fuerza como el único fundamento del derecho, el príncipe tiene
derecho a hacer todo lo que sus súbditos le dejen hacer. Su interés
se extiende siguiendo los radios de una esfera de la que él es el centro
hasta que se encuentra con la resistencia de otros intereses.
En ese caso, yo convendría en que el príncipe tendría el dere-
cho, es decir, el poder, no solamente de mandar en general, sino de
ordenar cosas injustas; es decir, cosas que sus súbditos considera-
rían injustas porque serían contrarias a sus intereses. Si se afirma
que el príncipe ordena cosas injustas o que hace castigar a los inocen-
tes, eso significa tan sólo que el príncipe se equivoca al ordenar algo
que va en contra del interés público cuando precisamente cree hacer
leyes conforme a ese interés. Pero eso no es más que un simple error
que no cambia en nada la naturaleza de su derecho, porque ese de-
recho deriva siempre de la superioridad de sus fuerzas.
Por la misma razón convendría en que tendría el mismo dere-
cho a juzgar sobre materias de religión; al menos, si se equivocó
en su juicio sería porque creía asegurar así la tranquilidad y su-
misión de sus súbditos. En este caso particular la cuestión de la jus-
ticia sería, como en todos los otros que se quisieran regir por el
mismo principio, reducida a la utilidad; esta utilidad sería relati-
va a aquel cuyo poder fuera el más grande, el príncipe o el pueblo,
según la constitución del gobierno. Así, el príncipe tendría —si
Usted quiere y siguiendo con esta hipótesis— derecho a mandar

240
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

en asuntos religiosos; pero si los súbditos no quisieran obedecer


tendrían derecho a rebelarse contra él y la tranquilidad no podría
restablecerse hasta que cada uno estuviera contento ¡Bonita cons-
titución del Estado!
Sin embargo, de la sabiduría del príncipe, no de su justicia, podría
derivarse que no exigiera a sus súbditos más de lo que es posible. Su
política debería ser económica en leyes fastidiosas, no imponer nada
que repugnase invenciblemente el espíritu de los pueblos y, por con-
siguiente, sufrir todo culto y toda predicación que no hiciese vaci-
lar los cimientos del Estado; no proscribiría más que la intolerancia
porque la intolerancia es la causa de los desórdenes.
Un príncipe sabio podrá, sin quererlo, condenar a muerte a los
inocentes, pero a pesar de ello deberá administrar justicia porque
el juicio de los crímenes es necesario para la tranquilidad pública.
Pero no juzgará sobre asuntos de religión, no porque se pueda equi-
vocar, sino porque que él emita un juicio es inútil y peligroso para
el mantenimiento de la paz pública.
Pero ni Usted ni yo hemos razonado dentro de ese sistema inmo-
ral y fundamentalmente impío. Las ventajas de la tolerancia se notan
mucho más en el otro sistema en el que suponemos un derecho real
fundado, no sobre el equilibrio de fuerzas, sino sobre la relación y
encadenamiento de los proyectos de la Providencia para la felicidad
de todos los individuos.
En este sistema esencialmente razonable y pío todo el derecho
de la parte superior es el fundamento del deber de la parte inferior.
Si el poderoso ordena algo más de lo que el débil debe hacer, in-
vade los derechos de éste, cuya libertad no debe ser constreñida por
la sola superioridad de la fuerza.
En el marco de los derechos respectivos de cada criatura, sobre
el cual hemos supuesto que Dios realizaba sus juicios, el superior y
el inferior tienen sus límites marcados; los derechos y los deberes
son recíprocos: el derecho de llegar hasta allá, el deber de no pasar
de ahí. Si en el ejercicio de los derechos no se quiere corresponder
exactamente a los deberes, cesan de estar conformes con el marco
y degeneran en usurpación. De ahí se sigue inmediatamente que,
si la religión es verdadera y el príncipe falible, éste no puede tener

241
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

derecho a juzgarla, porque tal vez los súbditos no tengan el deber


de obedecerle.
He aquí el razonamiento: si la religión es verdadera, jamás podrá
ser considerado un deber abandonar su ejercicio o su predicación.
Ahora, si un príncipe falible tuviera derecho a ordenar el abandono
del ejercicio o predicación de toda religión que no fuera la suya, ten-
dríamos el deber de abandonarlos en cuanto el príncipe lo ordenara.
Por tanto, el príncipe no puede tener derecho a ordenar el abando-
no de una religión que no es la suya. Así que, ¿qué es lo que Usted
rechaza? ¿la afirmación primera, la segunda o la consecuencia? Porque
la primera de ellas está clara; la segunda se fundamenta en el prin-
cipio que acabo de probar —es decir, que todo derecho implica un
deber de la parte del inferior— y el argumento es correcto; por tanto,
ahí tiene la demostración.
El razonamiento así presentado hace desaparecer vuestra ob-
jeción, porque el argumento se funda en la contradicción entre las
órdenes del príncipe y las de Dios en el caso de que un príncipe fa-
lible quisiera ordenar alguna acción en materia de religión, y esta opo-
sición de dos voluntades no halla lugar en su respuesta.
Me dice Usted que de que el príncipe ordene cosas injustas se
concluiría —erróneamente— que no tiene ningún derecho a orde-
nar nada, pero también se puede deducir —erróneamente— que sí
tiene derecho a ordenar cosas injustas porque las cosas no son injus-
tas si son legítimamente ordenadas.
El derecho no se opone al derecho más que la verdad a la verdad.
No es porque el príncipe sea falible que carezca del derecho a orde-
nar cosas injustas, es porque esas cosas son injustas por hipótesis. Del
mismo modo, no es porque el príncipe sea falible por lo que no puede
juzgar en asuntos de religión, sino porque un príncipe falible hace
una ley a la que en conciencia los súbditos no pueden obedecer.
Pero de la afirmación de que el príncipe no tiene derecho a mandar
cosas injustas, ni derecho a proscribir una religión, no se puede de-
ducir que, en general, no tenga derecho a hacer leyes que considere
conformes al interés general, y la razón que le ofrezco es muy buena:
y es que el error en el ejercicio de un derecho legítimo no destruye
ese derecho, o lo que es lo mismo (aunque en otros términos) la

242
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

ilegitimidad de un abuso de poder no impide que el ejercicio de ese


poder reducido a sus justos límites sea legítimo y, por consiguiente,
se puede decir que en un sentido abstracto y general el uso de ese
poder es un derecho, sobreentendiendo siempre que debe ser redu-
cido a sus justos límites.
Tened cuidado, porque aunque sea verdad que el príncipe puede
hacer leyes injustas, no se puede decir, salvo en un sentido abstrac-
to, que tenga en general derecho a hacer las leyes, y es sólo gracias
a la restricción sobreentendida en la proposición general que se pue-
den conciliar las dos. Supongamos —en efecto— que el príncipe
hace una ley injusta. Esta suposición implica dos cosas:
La ley puede ser injusta porque ordena una cosa injusta, que el
súbdito no puede ejecutar sin cometer un crimen. Está claro que,
en este caso particular, el príncipe no tenía derecho a hacer esa ley y
que, por consiguiente, la proposición general no es absolutamente
cierta.
En el segundo caso, la ley no es injusta más que porque priva al
ciudadano de algún derecho, o incluso de la vida —como la con-
dena a muerte de un inocente o la confiscación injusta de sus bie-
nes— o simplemente porque atenta contra la libertad de los súb-
ditos por medio de una orden puramente arbitraria. Es verdad que,
en este caso, la ley es injusta y que el Rey, como en el primer caso,
se extralimita en sus derechos. Pero existe una diferencia, y es que
en este caso los súbditos tienen, quizás, un deber que cumplir. Se
puede decir que deben sufrir esta injusticia particular que sólo les
hace daño a ellos para que no se genere un conflicto social. Pero
esto no contradice lo que ya he avanzado: que los derechos y los
deberes eran recíprocos. No es al príncipe que abusa de su poder al
que deba su sumisión esta particular víctima de la injusticia, es más
bien a la parte inocente de la sociedad a la que él no tiene derecho
a perjudicar tratando de reparar la injusticia que provisionalmente
sufre. Porque en el orden de los designios de Dios, esta sociedad es
más que él. Y observe que no fundo ese deber más que sobre la ino-
cencia de esa parte de la sociedad que sería perjudicada por la rebe-
lión contra un orden injusto. Porque que la sociedad en general sea
más que el sujeto particular no quiere decir que tenga derecho a

243
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

oprimirlo; él también tiene derechos incluso contra ella, y debe


participar en sus ventajas en proporción a su propia aportación.
Así, sin perjudicar a esa parte inocente de la sociedad que nada tiene
que ver en el juicio inicuo, un hombre injustamente condenado
podría sustraerse al suplicio, tendría derecho a ello, y sólo la impo-
tencia se lo podría impedir.
Salvo en caso de error invencible, siempre que sea verdad que el
príncipe o el magistrado han cometido un crimen al imponer una
ley o al infligir una condena injusta, aquel que sufre una injusticia
podrá rechazarla sin cometer crimen alguno, siempre y cuando no
perjudique al resto de la sociedad.
En el primer caso de injusticia a la que me he referido con anterio-
ridad, queda claro que el príncipe no puede ordenar algo injusto sin
cometer un crimen y en ese caso se está obligado a no obedecer.
La cuestión reducida a sus términos —a menos que concedamos
a los príncipes una autoridad arbitraria de la que ni siquiera tengan
que dar cuentas a Dios— es que nunca se puede afirmar que los prín-
cipes en general tengan derecho a ordenar y juzgar sin ninguna excep-
ción. Y esa excepción surge desde el mismo momento en que supo-
nemos un orden injusto.
Ahora bien, cuando en un sistema justo se pregunta uno si los
príncipes tienen derecho a opinar en asuntos de religión, cabe pregun-
tarse si pueden hacerlo sin cometer un crimen y sin agredir los dere-
chos legítimos de sus súbditos y sin correr el riesgo de oponerse al
orden divino. Nos preguntamos, si porque ellos son príncipes, sus
súbditos están obligados a obedecerlos en estos asuntos. Yo no sé lo
que es una ley legítima a la que sea un crimen someterse. Pero he
probado que ni el príncipe puede ordenar, ni los súbditos obedecer
legítimamente, en cuestiones de religión. Tal derecho, pues, no existe,
y la religión es la excepción al derecho general que tiene el príncipe
a mandar.
Se afirma en relación a los asuntos civiles que, aunque el Rey pue-
da equivocarse, tiene derecho a mandar, pero cuando se equivoca en
uno de estos asuntos después de haber tomado todas las precaucio-
nes posibles para no hacerlo, ¿qué es lo que ocurre? Por un lado, la
necesidad en que se halla de tomar partido y la posibilidad moral

244
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

del error, le exonerarán del crimen; por otro, la necesidad de pre-


sumir la justicia en las órdenes revestidas de ciertas formas y la im-
potencia en la que se encuentran los súbditos de discernir ciertas
injusticias particulares o de oponerse a ellas sin causar los más graves
daños, les obliga a someterse. Es el único medio de explicar razona-
blemente nuestra máxima general de que el Rey tiene siempre dere-
cho a mandar, aunque a menudo ordene cosas injustas.
Ahora bien, en el caso particular de que él conozca bien el error,
que el príncipe cometa deliberadamente una injusticia, que sea un
tirano, no posee ningún derecho; en una palabra, no se puede afir-
mar que en general tenga el derecho de mandar salvo que no se
presuma injusticia o abuso de derecho. Desde el momento en que
se sospecha esa injusticia, ya no se puede presumir lo contrario. La
intolerancia es tiranía y está más allá de los derechos del príncipe
como cualquier ley injusta. Constituye necesariamente una excep-
ción a su derecho general a mandar, porque constituye una injus-
ticia evidente.
Me dirá Usted que el príncipe juzga lo contrario y que se presu-
me que sus juicios son correctos porque no existe autoridad sobre
la tierra que le impida ejecutarlos. ¿Quien duda de que aquel que
tiene el poder en sus manos siempre se hará obedecer? Un sultán
hace cortar la cabeza del primer llegado. Se ha podido ordenar un
San Bartolomé, establecer una Inquisición; pero, ¿ya no quedan
tiranías? ¡Y bien! Un príncipe intolerante es un tirano; y eso es lo
que he pretendido demostrar. Si los súbditos están en situación de
resistirse, su rebelión será justa. Los ingleses han expulsado a Ja-
cobo II, como los portugueses han depuesto a Alfonso, que se diver-
tía disparando con su carabina a todo aquel que pasaba bajo su
ventana. Si los súbditos son más débiles sufrirán, pero Dios los
vengará. Tal es el destino de la clase de hombres que no respetan
religiosamente la justicia eterna como su ley fundamental; cami-
nando entre la opresión y la rebelión, se usurpan mutuamente dere-
chos que no poseen. Se sufre de una y otra parte hasta tal punto
que se llega a tal exceso de mal que se obliga ya a buscar un reme-
dio. Pero sólo la razón, esclareciendo a todos los hombres sobre sus
derechos respectivos, puede establecer la paz entre ellos sobre la

245
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

base de fundamentos sólidos. He aquí el porqué se debe desear


ardientemente predicar la tolerancia.
Pero ya no le hablaré más de este asunto. Creo que a estas altu-
ras la cuestión está más o menos agotada. Ya le he hecho esperar
bastante esta carta. Verá por la fecha y por las repeticiones que contie-
ne que ha sido reanudada varias veces. Tal y como está, le ruego que
me la reenvíe, así como la anterior en la que le exigía un sí o un no
a cada una de mis proposiciones.
Aunque «El Conciliador» concuerde con mis propios principios
y con los de nuestro amigo, estoy asombrado de las conjeturas que
se ha formado Usted. No es su estilo ni el mío.
Un padre puede enseñar lo que él considera que es la verdad, pero
no tiene autoridad para expulsar de su familia al que Usted llama un
hijo díscolo. El hijo, como hijo, tiene derechos que no puede perder
por la sola voluntad de su padre. Hace falta que esta voluntad esté
fundada sobre un derecho anterior, y el derecho de un padre sobre
la conciencia de su hijo es contradictorio desde el mismo momento
en que se supone que hay una religión verdadera y que cada cual debe
salvar su alma.
1. Por lo demás, el problema en esa pequeña sociedad no deri-
vará de que el hijo no piense como su padre, sino de que el padre
quiere obligar a su hijo a que piense como él. No es la diferencia de
opiniones, es la intolerancia la que se opone a la paz. Es el miedo
quimérico a la rebelión lo que ha perturbado el mundo.
2. La comparación entre el magistrado y el padre de familia, acer-
tada en algunos aspectos, no puede llevarse muy lejos. El padre es el
tutor necesario de sus hijos; no solamente debe guiarlos en lo que al
aprendizaje de los deberes sociales se refiere, sino también en lo que
atañe a sus ventajas particulares. El magistrado permite, y debe permi-
tírselo a los individuos, la elección de los bienes personales. Ellos no
le necesitan en esto, y él no podría dirigirlos bien. El ejercicio de su
autoridad está limitado a lo que los hombres se deben los unos a los
otros, y decir que cada uno es responsable de su propia salvación no
es una afirmación metafísica contraria a la moral natural.
Por otra parte, en lo que se refiere a la felicidad particular de los
hijos al margen de su relación con la sociedad, siempre sostendré

246
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

que el deber de los padres simplemente se limita a aconsejarlos. Es


la forma contraria de pensar la que ha provocado tanta infelicidad,
la que ha dado lugar a tantos matrimonios y vocaciones forzadas
bajo el pretexto de buscar su propio bien. Toda autoridad que se ex-
tiende más allá de lo necesario es tiranía.
3. El que yo haya dicho que la sociedad debe al pueblo una educa-
ción religiosa, no se debe ni mucho menos a los inconvenientes de
una libertad ilimitada, puesto que yo quiero —al menos en tanto en
cuanto las opiniones no ataquen los principios de la sociedad civil—
que con esta educación la libertad siga siendo ilimitada. No existe
ninguna contradicción en mis principios; son los inconvenientes de
la ignorancia y de la irreligión los que yo he atacado. El estableci-
miento de fondos para la subsistencia de los ministros de una reli-
gión no afecta en absoluto a los derechos de conciencia, y la diferen-
cia entre los fines de la religión y los de la sociedad no prueba que
el Estado no pueda establecer ministros de una religión, porque el
fin del Estado no es mostrar a los ciudadanos los caminos de la sal-
vación que ellos mismos deben elegir, sino ofrecerles una vía útil de
instrucción. El Estado no es juez de los medios adecuados para alcan-
zar la salvación y no puede obligar a seguir éste o aquél. El Estado
juzga sobre la utilidad de una educación religiosa para los pueblos y
puede establecer una, siempre que no obligue. Siguiendo con el ejem-
plo de vuestra propia comparación, está aquí en el lugar de un padre
de familia: sólo aconseja.
4. Cuando dije que la religión dominante lo es de hecho y no de
derecho, añadí dos palabras: «si acaso». Se puede decir, si se quiere,
que la religión protegida por el Estado es dominante de derecho,
siempre que no se pretenda que sea adoptada por el Estado como
verdadera, ni que el Estado pueda juzgar de su veracidad. Será pro-
tegida, es decir, sus ministros tendrá bienes raíces, pero está protec-
ción no debe nunca dirigirse contra las otras religiones a las que el
Estado debe libertad.
5. La sociedad puede elegir proteger una religión; la elige como
útil, y no como verdadera. Y he aquí porque no tiene derecho a im-
pedir las enseñanzas contrarias: no es competente para juzgar sobre
su falsedad. No pueden, pues, ser objeto de sus leyes prohibitivas,

247
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

y si lo hace no tendrá derecho a castigar a los contraventores —no


he dicho los rebeldes— pues no los hay donde la autoridad no es
legítima.
6. Del hecho de que la sociedad no tenga derecho sobre las
conciencias se deduce que no tiene derecho a expulsar de su seno a
los que rechazan someterse a sus leyes religiosas por seguir los dicta-
dos de su conciencia, habida cuenta de que los miembros de la socie-
dad tienen derechos que ésta no puede hacerles perder mediante
leyes injustas. La patria y el ciudadano están encadenados por víncu-
los recíprocos. Si es verdad que el Estado no es juez de la religión y
que no hace falta ser mahometano en Constantinopla y anglicano
en Londres, no se puede dudar de que la sociedad no tiene ningún
derecho sobre las conciencias. Es verdad que todos los delitos son
casos de conciencia, incluso aquellos cuya violencia daña la sociedad
civil, pero ¿qué conclusión sacamos de eso?
Dios ha podido castigar a Cartouche, pero ¿ha sufrido el tormen-
to de la rueda por haber ofendido a Dios? Todo lo que hace daño a
la sociedad se somete al tribunal de la conciencia, pero todo lo que
lesiona la conciencia no es punible por la sociedad, salvo si atenta
contra el orden público. Ahora bien, la sociedad es siempre el juez
de esa violación, aunque se alegue una conciencia equivocada. Y
usted no puede ser contrario a esta opinión, porque los dos estamos
de acuerdo en que la religión nunca puede dañar el orden exterior.
7. Me parece que no supongo nada sobre la cuestión respecto a
los límites de las jurisdicciones temporales y espirituales. He parti-
do de una opinión reconocida: que cada uno tiene que salvar su
alma y que uno no se salva por otro.
8. Me parece falso y peligroso el principio según el cual nada
debe limitar los derechos de la sociedad sobre los individuos. Todos
los hombres han nacido libres y nunca estará permitido poner trabas
a esta libertad, a menos que degenere en licencia; es decir, que deje
de ser libertad para degenerar en usurpación. Las libertades, como
las propiedades, se limitan unas con otras. La libertad de hacer daño
no ha existido nunca ante la conciencia. La ley debe prohibir lo que
la conciencia no permite. Por el contrario, la libertad de actuar sin
perjudicar a otro no puede ser limitada más que por leyes tiránicas.

248
C A RTA S S O B R E L A TO L E R A N C I A

Los gobiernos se han acostumbrado demasiado a inmolar siempre


la felicidad de los individuos en el altar de los pretendidos derechos
de la sociedad. Se olvidan de que la sociedad se ha creado para los
individuos, que no ha sido instituida más que para proteger los dere-
chos de todos al asegurar el cumplimiento de los deberes mutuos.
9. Yo no le disputo a la Iglesia la jurisdicción sobre la fe, las cos-
tumbres y la disciplina que ella ejercía bajo los emperadores paga-
nos. Yo no niego que en la práctica la Iglesia y el Estado no estén
encadenados una a otro por muchos lazos, pero sostengo que esos
lazos resultan abusivos y perjudiciales para los dos en cuanto tien-
den a imponerse unos sobre otros. Eso se llama abrazarse para aho-
garse. La supremacía de los ingleses, el poder temporal del Papa, he
aquí los dos extremos del abuso.
10. El dogma de la infalibilidad no es peligroso a menos que se
le suponga falso. Pero es ciertamente falso o inaplicable cuando el
ejercicio de la infalibilidad es confiado a los que no son infalibles, es
decir, a los príncipes o a los gobernantes, porque de ahí se derivan
dos consecuencias necesarias: la intolerancia y la opresión del pueblo
por el clero y del clero por la corte.
11. Las guerras albigenses y la Inquisición establecida en el Lan-
guedoc, San Bartolomé, la Liga, la revocación del Edicto de Nantes,
las vejaciones contra los jansenistas; he ahí lo que ha producido el
axioma de «una sola ley, una sola fe, un solo Rey».
Reconozco el bien que el cristianismo ha hecho al mundo, pero
el mayor de sus beneficios ha sido haber propagado y esclarecido la
religión natural. Por otra parte, la mayoría de los cristianos admite
que el cristianismo no es lo mismo que el catolicismo; y los más ilus-
trados, los mejores católicos, convienen en que menos aún es lo mismo
que la intolerancia. En esto están de acuerdo con todas las otras
sectas verdaderamente cristianas, ya que los signos característicos
del cristianismo son y deben ser la dulzura y la caridad.

249
Bibliografía

1. 0bras de turgot

Los estudiosos de la obra de Turgot coinciden en afirmar que, a día de hoy,


la mejor edición de sus obras es la de Gustave Schelle publicada en París
por Librairie Félix Alcan entre 1913 y 1923. Hemos utilizado la siguiente
reedición: G. SCHELLE (ed.), Oeuvres de Turgot et documents le concernant,
avec Biographie et Notes, 5 vols., Verlag Detlev Auvermann KG. Glashütten
im Taunus, Darmstadt, 1972. (Hay edición en Internet. Fecha de consulta:
8.11.2009: ftp://ftp.bnf.fr/011/N0112909_PDF_1_-1DM.pdf)
No obstante, existen otras ediciones de obras completas:

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Œuvres de M. Turgot, 9 vols., Belín, París, 1808-1811.

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Adams, J., 194n, 195n, 255 Boncerf, P.F., 84
Adelaide, (Tía de Luis XVI), 20 Bordes, C., 33n, 47n, 252
Aguirre, J.A., de, 162n, 255 Bossega, G., 17n
Agustín de Hipona, 26, 112, 112n Bossuet, J.B., 40n, 111, 112, 112n
Albertone, M., 141n Bossut, abbé, 60, 91
Alengry, F., 41, 42n, 92n, 130n, Bourrinet, J., 145n
221, 221n, 252 Boynes, P.E., 60
Alfonso, Rey de Portugal, 136, 245 Brienne, Loménie de, 40, 89n, 129,
Álvarez Tardío, M., 13, 230n 130n, 184n, 208n, 224, 229,
Anderson, P., 15n, 18n, 256 229n, 230n, 231n
Ariosto, 91 Buccleugh, Duque de, 46
Burleigh, M., 70n, 256
Babeuf, F., 206 Bury, J.B., 103n, 110, 110n, 117n,
Bacon, F., 110 145, 256
Badinter, E. y R., 93n, 256
Baudeau, N., 71 Calas, J., 29
Bayle, P., 40, 127 Campbell, E., 47n, 256
Beccaria, C., 219 Cantillon, R., 32n, 159, 253
Berkeley, G., 99, 99n Carlos I, Rey de Inglaterra, 79n,
Berlin, I, 120n, 124n, 256 89n, 200
Bertier de Sauvigny, G. de, 16, 16n Carlos IX, Rey de Francia, 126
Bertin, H., 48, 49n, 72n, 89 Carlyle, T., 61
Blanc, L., 56n, 150 Cartouche, 248
Blaug, M., 32n, 253 Cassirer, E., 110, 110n, 256
Blondel, Madame, 93, 93n Castelar, E., 227n, 256
Blum, C., 88n Catalina de Médicis, Regente de
Böhm-Bawerk, E. von, 32n, 161n, Francia, 126
162n, 252 Chantrel, L., 99n
Boisgelin, J. de Dieu, 40 Chanvalon, J.B., 88n
Boisguilbert, P., 34, 188n Chapellier, Le, 229

263
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Charles Henry, M., 52n, 119n Díez del Corral, L., 29n, 43n, 228n,
Chartier, R., 42n, 45n, 256 257
Chaussinand-Nogaret, G., 226, Dornier, C., 96n
227n, 257 Dumont, L., 144, 144n, 257
Child, J., 46 Dupuy, M., 93
Choiseul, Duque de, 19, 20, 28,
45, 49n, 59, 78, 87, 88n Ebenstein, B., 33n
Cicé, abbé de, 142n Elias, N., 42n, 73, 73n, 113n,
Clemente XI, Papa, 26 145n, 225, 225n, 257
Clugny, J.E.B., 88, 89n Enrique II, Rey de Francia, 126
Colbert, J.B., 17, 53, 92n Enrique III, Rey de Francia, 126
Comte, A., 115n, 117n Enrique IV, Rey de Francia, 126,
Condorcet, Marqués de, passim 137
Conti, Príncipe de, 67 Escartín González, E., 32n, 251,
Cosandey, F., 19, 20n, 28n, 227n, 253
256 Euler, L., 60
Craveri, B., 73n, 257
Faure, E., 130n, 178n, 253
D’Aiguillon, Duque, 18, 27, 59, Faure-Soulet, J.F., 15n, 257
223 Felipe II, Rey de España, 126
Daire, E., 37n, 38n, 41n, 49n, 59, Ferro, M., 16, 16n, 18n, 24, 24n,
60n, 251, 252 31n, 257
Dakin, D., passim Ferrone, V., 257
D’Alembert, J.B., 44, 47, 60, 73n, Fleury, A.H, Cardenal, 20
80n Fleury, B., 69n
Darton, R., 26, 26n, 59n, 77n, Foncin, P., 32n, 33n, 41n, 45n, 58,
226, 226n 58n, 75n, 76n, 83n, 93n, 117n,
Décote, G., 126n 129, 130n, 222, 222n, 223,
Deffand, Madame de, 45, 73n, 224n, 253
197, 257 Francisco I, Rey de Francia, 37, 126
D’Enville, Duquesa, 91, 93, 93n Francisco II, Rey de Francia, 126
D’Epinay, Madame, 64n Franklin, B., 18n, 41, 91, 254, 259
Descartes, R., 99n, 106n, 110, 144 Furet, F., 17n, 69, 69n, 78n, 95,
Descimon, R., 19, 20n, 24n, 28n, 95n, 190, 190n, 201n, 212,
211, 211n, 227n, 256 214n, 223, 223n, 257
Diaz, F., 30n, 46n, 48n, 59, 60n,
63n, 72, 72n, 73n, 78n, 182, Galiani, F, abbé, 44, 64n, 65, 65n,
182n, 200n, 224, 224n, 225n, 71
257 Galileo, 110
Diderot, D., 29, 36, 47, 73n Gallais-Hamonno, J., 47n

264
ÍNDICE DE NOMBRES

García de Enterría, E., 201, 201n, Jacobo II, Rey de Inglaterra, 136,
205n, 253 245
García Pelayo, M., 144, 144n, 258 Jansenius, 26, 27
García, E., 28n, 258 Jardin, A., 40n, 81n, 211n, 258
Gibbon, E., 45 Jefferson, T., 195n
Gignoux, P., 39, 39n, 211n, 253 Joly de Fleury, J.F., 89n
Godechot, J., 67n, 68n, 213n, 223, José II de Austria, 70n, 91
224n, 258
Gore, D.K., 105n Kepler, J., 110
Goubert, P., 16n, 20, 20n, 26n, 31n, Kiener, M.C., 49n, 58n, 253
63n, 258 Ko, Jesuita Chino, 58
Gournay, Vincent de, 45, 46, 46n,
48n, 73n, 97, 97n, 98, 141n, L’Averdy, F. de, 48
146n, 148n, 155n, 163 La Barre, Caballero de, 29
Graffigny, Madame de, passim La Chalotais, L.R., 27
Grimm, F.M., 44 La Michodière, J.B., 49n
Groenwegen, P., 32n, 253 La Rochefoucauld, Duque de, 46,
Guérin, abbé, 39 93n
Guines, Conde de, 87 La Vrillière, Duque de, 61, 72n
Gustavo III de Suecia, 91 Laski, H., 25n, 31, 31n, 134n, 142n,
143n, 144n
Hardman, J., 16n, 28n, 258 Lavoissier, A., 72
Hayek, F.A., 35, 162n, 167n, 211n, Law, J., 16, 63n, 141
258 Lebrun, C.F., 28n
Hazard, P., 39, 39n, 99n, 125, 125n, Leibniz, G.W., 110, 113n
143, 143n, 258 L’Espinass, Mademoiselle de, 80n
Hegel, G.W., 115n Lespinasse, Julie de, 45
Helvétius, C.A., 41, 46, 46n, 47, Licurgo, 97
48, 48n, 125 Ligniville, A.C. de Minette, 41, 44
Henry, M.C., 52n, 96n, 251 Llombart, V., 13, 73n, 259
Hertford, Lord, 46 Locke, J., 40, 99, 99n, 100, 127,
Hill, M., 40n, 253 131, 138, 152, 204
Holbach, Barón de, 44, 73n Luis XIV, Rey de Francia, 16, 18,
Horacio, 91, 104n 18n, 22, 26n, 92n, 126, 137n,
Hufton, O., 18n, 223n, 258 237
Hume, D., 16n, 44, 45n, 46, 91, Luis XV, Rey de Francia, 18-20,
99n, 128, 128n, 170, 171n, 20n, 27, 29, 37, 37n, 59, 63n,
194n, 228n, 258 225
Luis XVI, Rey de Francia, passim
Ionescu, C., 42n, 45n Luis XVIII, Rey de Francia, 60n

265
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Machault de, A., 17, 63n, 224 Méthivier, H., 24n, 29, 29n, 77n,
Malebranche, N., 99n, 144 224n, 259
Malesherbes, C.G., 29, 61, 64n, Michelet, J., 66, 66n
68, 70, 72, 72n, 77, 88, 92, Mill, J.S., 115n, 132
187n, 198, 215n, 260 Mirabeau, Marqués de, 48n, 188n
Mandeville, B. de., 107n, 178, Miromésnil, Hue de, 60, 75, 76,
178n 78, 84, 85, 85n, 203, 203n
Mandrou, R., 22n, 259 Molina, L. de, 43n
Manuel, F.E., 106n, 110n, 119n, Montesquieu, 44, 110, 112n, 116,
200n, 259 116n, 127, 259
Marcos de la Fuente, J., 14, 15n, Morange, J., 33n, 47n, 252
155n, 160n, 251, 254 Morellet, abbé, 40, 41, 42n, 44, 46n,
María Antonieta, Esposa de Luis 57, 68, 71, 96, 96n, 129, 230n
XVI, 20, 68, 69n, 74, 78, 87 Muy, Conde de, 61
Marie Josèphe, Madre de Luis XVI,
20n Napoleón, 22, 28n, 69n, 190n,
Marcheval, Pajot de, 49n 230, 257
Marion, M., 18n, 21n, 22, 22n, Nebrera, M., 126n, 259
24n, 43n, 63n, 64n, 92n, 212, Necker, J., 65, 66, 88, 89n, 93,
213n, 225n, 259 93n, 184n, 208n, 215n, 224,
Marmontel, J.F., 30n, 44, 60n, 255
75n, 96, 96n, 128, 128n, 129n, Negro, D., 112n, 259
259 Nemo, P., 34n, 260
Martineau de Brétignoles, F.M., Nemours, Du Pont de, 29n, 41n,
44n 56n, 64, 71, 91n, 98n, 111n,
Maupeou, R.N., 18, 25, 28, 28n, 134n, 143n, 147n, 181n, 182n,
29, 59, 76, 76n, 77, 224 183, 193n, 251, 252
Maupertuis, 104 Newton, I., 39, 110, 113n, 115n,
Maurepas, Conde de, 20 144n, 204
Maurepas, Madame de, 40, 60n Neymarck, A., 67n, 75n, 78n, 80n,
Mayos Solsona, G., 97n, 115n, 83, 84n, 93n, 174n, 254
122n, 252, 253 Nisbet, R., 113n, 117, 117n, 215n,
Meek, R.L., 99n, 100n, 103n, 260
114n, 116, 116n, 118n, 119n, Nuez, Paloma de la, 14, 167n, 254
252, 253, 254, 259
Meinecke, F., 112n, 181n, 259 O’Kean, J.M., 160n, 254
Menger, C., 32n Orléans, Felipe de, Regente de
Menudo, J.M., 14, 160n, 254 Francia, 16, 26n
Mercy-Argenteau, F. Conde de, Orry, P., 17
87 Ozouf, M., 17n, 257

266
ÍNDICE DE NOMBRES

Pendás García, B., 13, 30n, 260 Rudé, G.,18n, 219, 219n, 224,
Péronnet, M., 229n, 260 224n, 261
Petitot, J., 34n, 260
Petty, W., 46 Sabbah, H., 126n, 257
Peyronnet, J.C., 49n, 58n, 253 Saint Germain, Conde de, 61, 78
Pézay, Marqués de, 87 Saint-Aignan, Duque de, 38
Poirier, J.P., 42n, 46n, 47n, 56n, Saint-Simon, Duque de, 126, 126n,
78n, 80n, 87n, 88n, 89n, 176, 200n
177n, 198, 198n, 221, 221n, Savater, F., 261
254 Say, L., 32n, 33n, 46n, 51n, 68n,
Pomart, Monsieur de, 92 76n, 78n, 80, 80n, 88n, 214,
Pompadour, Madame de, 20 214n, 255
Prévost, B., 99n Schelle, G., passim
Price, R., 89, 90n, 91, 129, 129n, Schumpeter, J.A., 33n, 38n, 95n,
180n, 182, 183, 192, 193n, 230n, 261
194n, 195n, 211n, 255 Serna, J., 28n, 258
Serna, P., 224n
Quesnay, F., 45, 46, 143n, 144, Sigorgne, abbé, 39
146, 181, 185 Simpson, I, 47n, 256
Smith, A., 31, 32, 32n, 46, 46n,
Ravaillac, 126 47n, 96n, 114n, 166, 167n,
Raynal, abbé, 44 174, 192, 253, 254, 255, 256,
Rémond, R., 15, 15n, 21, 24, 24n, 260, 261, 262
260 Soboul, A., 18n, 22n, 261
Renan, E., 104, 105n, 222 Sócrates, 124
Roche, D., 23n, 38n, 50n, 174n, Solón, 199
219n, 257, 260 Spiegel, H.W., 65n, 142n, 261
Rochon, abbé, 91 Stäel, Madame de, 59, 60n, 215n,
Rodríguez Braun, C., 13, 86n, 96n, 261
260 Stewart, D., 46
Rodríguez Labordeta, J., 72n
Romilly, J., 127 Taboureau, L.G., 88, 89n
Rosanvallon, P., 23n, 35n, 36n, Terray, abbé, 18, 55, 59, 60n, 66,
209n, 215, 215n, 228, 229n, 151n, 167, 169n, 209n, 223
230n, 261 Tissot, C.J., 33n, 37n, 49n, 201n,
Rothbard, M.N., 32n, 155n, 214n, 215, 215n, 255
221n, 254, 261 Tocqueville, Alexis de, passim
Rousseau, J.J., 30, 30n, 35n, 39, Trudaine de Montigny, J.C., 55,
45, 83n, 108, 118, 185, 194, 72n, 150n
194n, 228 Trudaine, D.C., 71, 72n, 87, 88n

267
T U RG OT, E L Ú LT I M O I LU S T R A D O

Tucker, J., 46, 46n, 86n, 104n, Vergennes, Conde de, 61, 78, 87,
128, 129n, 166n, 170, 170n, 87n, 88n
192, 192n Véri, abbé de, 40, 68, 71, 90, 93,
Turgot, Jacques-Étienne, (Abuelo 93n, 184n, 191, 191n, 202,
de Turgot), 37 203n, 227, 231n
Turgot, Michel-Jacques, (Hermano Victoire, (Tía de Luis XVI), 20
Mayor de Turgot), 38 Vigreux, P., 255
Turgot, Michel-Étienne, (Padre de Voltaire, 24, 29, 39, 46, 47, 47n,
Turgot), 37 50, 68, 72n, 77, 80n, 84, 92,
Turgot, Etienne-François, (Caballero 93n, 104n, 110, 111, 127, 127n,
de Malta, Hermano de Turgot), 128n, 130, 131, 137, 181n, 259,
38 261, 262
Turgot, Hélène-Françoise, (Herma- Vovelle, M., 16n, 17, 17n, 19n, 21,
na de Turgot), 38 21n, 23, 23n, 28n, 42n, 224n,
262
Van Horn Melton, J., 59n, 208n,
223n, 258 Walker Stephens, W., 46n, 48n,
Van Kley, D.K., 29n, 30n, 76, 76n, 199, 199n, 255
262 Walpole, H., 45
Venturi, F., 69, 69n, 200, 200n,
221, 221n, 222, 262 Yang, Jesuita Chino, 58
Vergara, F., 31n, 262 Young, A., 55, 262

268
En la misma colección

— Anne Robert Jacques Turgot


Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas. Elogio
de Gournay

— Angelo Panebianco
El poder, el estado, la libertad. La frágil constitución de la sociedad
libre
Para más información,
véase nuestra página web
www.unioneditorial.es
Anne Robert Jacques Turgot, el último ilustrado en el poder antes
de que estallara la Revolución, intentó, sin éxito, reformar el sistema
político y económico del absolutismo francés tratando de aplicar
las máximas económicas y políticas que hacía derivar de sus principios
filosóficos. El hecho de que el Ministro de Luis XVI compartiera la
representación del mundo propia de su época explica que el estudio
de su vida y su obra, desde la perspectiva de la historia de las ideas
políticas, permita profundizar en el conocimiento del absolutismo
y la Francia de finales del Antiguo Régimen. En particular, en el de
las transformaciones sociales y económicas del periodo, la mentalidad
ilustrada, el nexo entre Ilustración y Revolución, así como en la génesis
y en las características del liberalismo francés. Un tipo de liberalismo
que, a pesar de la defensa incondicional que realiza Turgot de la
libertad económica, asume ciertos rasgos racionalistas, estatistas
y utópicos que le separan, en algunos aspectos, del liberalismo
anglosajón, y explican por qué su influencia fue tan grande durante
la Revolución.

Este libro, además de situar al personaje en su contexto histórico


e intelectual, expone y analiza sus ideas filosóficas, económicas y
políticas destacando su papel no sólo como administrador filántropo
y político reformista sino también como pensador ilustrado cuyo
sistema de ideas refleja muchas de las más firmes creencias de la
Ilustración francesa y del liberalismo del siglo XVIII.

PALOMA DE LA NUEZ SÁNCHEZ-CASCADO es Doctora en Ciencias Políticas


y Sociología por la Universidad Complutense con premio extraordinario.
Actualmente es Profesora de Historia del Pensamiento Político
Contemporáneo en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Especialista en teoría política liberal, es autora de la monografía
La política de la libertad. Estudio del pensamiento político de F.A.
Hayek (Unión Editorial, Madrid, 2010, 2.ª ed.), ha editado y traducido
los Ensayos sobre la libertad y el poder de Lord Acton (Unión Editorial,
Madrid, 1999), así como publicado diversos trabajos sobre la Escuela
Austriaca de economía y otros pensadores liberales. Dentro del ámbito
de la historia de las mujeres, ha publicado estudios sobre los
movimientos políticos y los salones culturales de las mujeres en la
Viena de fin de siglo.

ISBN: 978-84-7209-490-1
Unión Editorial, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
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