Anda di halaman 1dari 5

'La leyenda negra: historia y opinión'

Ricardo García Cárcel

El libro de María Elvira Roca Barea Imperiofobia y leyenda negra, publicado en la editorial Siruela,
constituye un auténtico bestseller entre las obras de historia editadas en los últimos años. Siete
ediciones en el momento en que escribo estas líneas. Hace, curiosamente, cien años que publicó Julián
Juderías su ya clásica obra sobre la leyenda negra (en 1914 se había publicado por primera vez en forma
de entregas) que se ha reeditado a lo largo del siglo XX infinidad de veces. El éxito editorial de Juderías
se ha reproducido con el libro de Roca Barea. Con algunos argumentos renovados (el principal es el de la
"imperiofobia" que ya había resaltado el historiador norteamericano Philip Powell) la verdad es que el
libro de Roca Barea reitera lo que Juderías había defendido hace un siglo: la convicción victimista de que
España ha sufrido a lo largo de la historia una "leyenda negra", una operación de descrédito que ha
castigado tradicionalmente a nuestro país con la imagen de pueblo atrasado lleno de fanáticos religiosos,
culturalmente limitado y explotador de víctimas inocentes, una descalificación permanente basada en
mentiras, exageraciones, distorsiones interesadas de la realidad histórica. De manera beligerante, Roca
Barea insiste en que "la leyenda negra existe, es leyenda y es negra". Y acusa de presuntos negacionistas
a todos los historiadores que han o hemos defendido la desdramatización de la carga fatalista del
término leyenda negra. A nuestro juicio, en ese término se conjuga la realidad de una crítica negativa y
la obsesión por la misma que se ha arrastrado siempre en nuestro país.

En 1992 cuando publiqué la primera edición de mi libro La leyenda negra: historia y opinión, me parecía
vivir con notable optimismo un tiempo nuevo, el de la euforia olímpica y la vinculación con la Unión
Europea, un tiempo que implicaba el enterramiento de la obsesión victimista del "no nos quieren",
"¿qué hemos hecho para merecer esto?". En esa misma línea del pretendido réquiem de la leyenda
negra, con diversos matices, se pronunciaron múltiples historiadores, desde Carmen Iglesias a Joseph
Pérez pero, lamentablemente, la lectura relativista del concepto de leyenda negra que proponíamos, en
los últimos tiempos se ve desbordada por el relanzamiento de la visión dramática que del tema vuelve a
darse. ¿Qué ha pasado en este país nuestro para volver al territorio de las lamentaciones y de la
denuncia amarga de la presunta leyenda negra?

Debilidad interna

Me desazona ciertamente lo poco que hemos avanzado en el ámbito de la pretendida normalización


española respecto a Europa, en la superación del mito de la excepcionalidad y del viejo pesimismo
hispánico sobre el que escribió brillantemente Núñez Florencio. Hoy, mal que le pese a Roca Barea, no
es posible citar a ningún historiador actual europeo o americano, con crédito científico, que participe de
las fantasmadas de la llamada leyenda negra. ¿Quién hoy puede admitir las cifras de la represión
inquisitorial que en su momento aportaron los martirologios protestantes? ¿Quién hoy puede creerse
las cifras del catastrofismo demográfico provocado por los españoles? ¿Quién hoy admite los tópicos
lanzados contra Felipe II por los críticos ingleses, franceses, holandeses de este reino? El duque de Alba,
el centenario de cuyo reinado se conmemoró en 2007, es visto actualmente con ojos infinitamente más
benévolos por los holandeses que lo juzgaron tan ácidamente hasta el siglo XX. El deconstruccionismo
de la leyenda negra ha sido protagonizado por el hispanismo europeo y americano: los Elliott, Parker,
Benassar, Vincent y tantos otros.

Nadie puede negar que la leyenda negra debe mucho a la capacidad propagandística de la opinión
protestante pero también a la erosión del sistema, desde dentro, de determinadas élites intelectuales
como los conversos que nunca se identificaron con el nacionalcatolicismo identitario. La debilidad de la
propia monarquía para autolegitimarse y proyectar hacia fuera una buena imagen es bien patente. La
leyenda negra es, en buena parte el fracaso de la leyenda blanca. A estas alturas de la historia el debate
verdad/mentira que tanto obsesionó a Juderías debería estar superado. Hoy lo que se debe debatir es la
metodología de la construcción de la opinión negativa sobre España y desde luego asumir que España ha
sido sujeto paciente y al mismo tiempo sujeto agente de la opinión sobre los demás. Hoy, como ayer, el
problema no radica en la imagen de España fuera de España sino en la debilidad del Estado y la
inseguridad en nuestras propias señas de identidad nacional.

El imperio del extremo centro

Miguel Martínez

En apenas un año, María Elvira Roca Barea, autora de Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia,
Estados Unidos y el Imperio español (Siruela, 2016), ha pasado de ser un fenómeno de ventas a ser
creadora de opinión. Imperiofobia es el libro de historia del año en términos de difusión y cobertura
mediática. A día de hoy, lleva 17 ediciones. Pero además Roca Barea ha concedido docenas de
entrevistas a todos los medios de comunicación españoles, grandes y pequeños. El prestigio acumulado
por el libro le ha ganado a su autora tribunas sobre la actualidad política en El País y El Mundo. Tras un
año de éxitos, Roca Barea fue la encargada de conmemorar este año el 12 de octubre con una
conferencia titulada “Hispanidad con futuro” en la sede del Instituto Cervantes de la calle Alcalá, uno de
los cuarteles generales de la política cultural estatal. El Mundo publicaba el texto, con el mismo título y a
toda página, el día de la fiesta nacional.
El libro ha atraído a un público inteligente y diverso, demostrando que existe un gran número de
lectores ávidos de argumentos sobre el pasado imperial. Y no es difícil comprender por qué. Un sólido
andamiaje de notas a pie de página, un repertorio bibliográfico en varias lenguas y un marco
comparativo ambicioso parecerían dotar al libro de toda la seriedad del análisis histórico. Dice, con
escasa convicción, no ser ni de izquierdas ni de derechas (p. 17). Es simplemente la Historia que viene a
derribar el Mito; y con él, nuestros prejuicios acomplejados (p. 46).

Muchos lectores de Imperiofobia aseguran que el libro “dice muchas verdades” o que “está muy bien
documentado”. Y tienen razón. Algunas de las puntualizaciones de Roca Barea sobre la Inquisición
española, la administración imperial de América o las guerras de propaganda entre las potencias
europeas de la edad moderna gozan de amplio consenso entre los historiadores. También hay, no
obstante, demasiadas inexactitudes y errores en el libro, como ha señalado Juan Eloy Gelabert en una
detallada reseña. Pero el problema, en mi opinión, no está ahí. El diablo, en este caso, no está en los
detalles, sino en el conjunto: en el triple salto mortal desde los datos hasta el argumento. Con
numerosos retazos de verdad, Roca Barea teje una monumental falacia, intelectualmente insostenible y
peligrosa desde el punto de vista ético y político. Veamos por qué.

Para Roca Barea, las víctimas son los imperios. No son los imperios quienes vampirizan a los pueblos,
sino que es la leyenda negra quien “vive parasitando los imperios” (p. 50). En el universo paralelo de
Roca Barea el malo no es Pedro de Alvarado, sino Bartolomé de las Casas. “La imperiofobia”, nos dice,
“es una clase de prejuicio racista hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo” (p. 31; el
énfasis es de la autora). De la misma manera que es idéntica en esencia la hostia que te atiza el bully de
la clase a tu lanzamiento de cara contra su puño. El argumento, basado en la irresistible belleza de la
simetría, oculta la minucia de que la imperiofobia, tal y como la define Roca Barea, no ha matado a
nadie. Los imperios y el racismo parecería que sí.

El libro desarrolla dos argumentos que en realidad son incompatibles. Uno sobre la imperiofobia, que
sería universal, y otro sobre la hispanofobia, particularísima. Esta última es la que en realidad le interesa.
Todos los imperios generan aversión, dice, pero el nuestro mucho más. Los casos de Roma, Rusia y
Estados Unidos (parte I, capítulos 3-5) están en el libro a mayor gloria del imperio español, pues solo
sirven para confirmar que “la leyenda negra de España es la mayor alucinación colectiva de Occidente”
(p. 95). Inglaterra solo aparece en su papel de antagonista, pero no como potencia expansiva, porque
explorar la propaganda antibritánica habría reducido al absurdo su vieja imagen de la pérfida Albión
como máquina de odio hispanófobo (parte II, cap. 4). Así que hagámosle caso a la autora y centrémonos
en su leyenda, rosiblanca y rojigualda, del imperio español.

El imperio en América fue un periodo de extraordinaria placidez: en trescientos años, nos dice, “no hubo
ni conflictos importantes ni grandes convulsiones sociales, ni nada que pudiera compararse a la rebelión
de los cipayos en el Imperio británico. La convivencia de las razas distintas fue en general bastante
pacífica y hubo prosperidad” (p. 305). Así querría Roca Barea borrar con dos golpes de teclado las
revueltas cimarronas de Nueva Granada, Tierra Firme y el Caribe, los tumultos generales de 1624 y 1692
en la ciudad de México, la guerra interminable contra los mapuches chilenos (que forzó al imperio a
crear el primer ejército permanente en territorio americano), la larga historia de levantamientos
indígenas en Chiapas o las rebeliones lideradas por Túpac Amaru y Túpac Katari en el Perú, que
movilizaron masivamente a un conjunto diverso de pueblos indígenas y aliados mestizos suspendiendo
de facto la autoridad colonial en torno a 1780. En realidad hay decenas, centenares de “conflictos
importantes”. A Roca Barea no le interesa nada lo que hace ya muchos años Miguel León-Portilla llamó
la visión de los vencidos—los relatos indígenas de la conquista—, pero le viene realmente mal la
dignidad de los alzados, porque interrumpirían continuamente su película.

La película, de hecho, había comenzado con la vieja teoría de Menéndez Pidal de un Carlos
esencialmente hispánico, más I que V, que tiene difícil curso legal en la historiografía contemporánea.
Pero Roca Barea le da vía libre después de dedicarle exactamente media línea a la revuelta comunera
(1519-1521) que enfrentó a buena parte del reino con los designios imperiales del monarca (p. 163).

La brocha gorda no se debe a descuidos ingenuos: es una violenta ocultación de las resistencias, no las
fobias, que generó el imperio. Lo que hay detrás de esta sistemática omisión, además de mala práctica
histórica, es un brutal gesto ideológico: el imperio es, nos dice al principio, una especie de “ley de la
gravedad social”. Es un fenómeno físico irresistible, una determinación biológica: “Partamos del axioma
de que el ser humano no es por naturaleza suicida y de que tiende a obrar en su mayor beneficio. Si esto
es así, alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas” (pp. 15-16).
Claro. El problema es que unos (digamos, los conquistadores) hallaron más ventajas que otros
(pongamos, los taínos de La Española).

“Es evidente que la población indígena disminuyó tras la llegada de los españoles” (p. 313). Así se
despacha Roca Barea la catástrofe demográfica derivada de la expansión imperial, a la que dedica en
total dos o tres párrafos en casi quinientas páginas (pp. 76, 313). Lo mal que nos quieren los
protestantes queda claro en el libro a fuerza de reiteraciones. Pero las consecuencias inmediatas que
tuvieron los imperios para la vida humana son apenas una anécdota. En un libro tan rico en datos y
referencias, cuesta creer que la autora desconozca todas las investigaciones que desde la demografía
histórica han tratado de cuantificar la mortandad de los indígenas americanos (la de las masacres y la de
las epidemias) como consecuencia de la conquista. Las matanzas son menos relevantes que la
inmotivada mala fe de los ingleses con los españoles.

Sobre Las Casas, piedra de toque fundamental en todo su argumento, Roca Barea reproduce viejas
versiones de Philip Wayne Powell y Menéndez Pidal que la mayoría de los estudiosos consideran de una
alocada parcialidad. La autora encuentra tan ridículas e hiperbólicas algunas de las prácticas militares de
la conquista que reporta el fraile que ni siquiera se toma la molestia, como hace cuidadosamente en
otros casos, de refutarlas. Pero el aperreamiento, la amputación de las manos, las quemas y matanzas
generales están documentadas en numerosas fuentes que la excelente edición de José Miguel Martínez
Torrejón coteja con escrúpulo—edición publicada no en oscuras editoriales académicas, sino por Círculo
de Lectores primero y en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española después. La naturaleza
enfática y polémica de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, el texto icónico de Las Casas,
no vuelve falso su contenido. De la misma manera que no es la naturaleza polémica y enfática de
Imperiofobia lo que hace desbarata sus tesis. Son, como vemos, otras cosas.
Son también, por ejemplo, las contradicciones que torpedean la línea de flotación argumental de
Imperiofobia. A la autora le indigna mucho que la Inquisición se vincule subrepticiamente con la
barbarie nazi en un documental de la BBC (p. 280). Pero no se corta a la hora de ligar obscenamente a
Lutero y la reforma protestante con los mismos nazis (p. 182). Según Roca Barea, los imperios son por
definición multinacionales y eso es una de sus muchas virtudes. Lo cual no le impide desresponsabilizar
a los españoles del Saco de Roma de 1527 en razón de que la mayoría de los soldados en el ejército
imperial de Carlos eran alemanes (p. 136). Igualmente, la autora arguye contra toda evidencia histórica
que la guerra de los Países Bajos en realidad fue una guerra civil, dado que en los ejércitos de los Felipes
(II, III y IV) participaron muchos soldados holandeses (quiere decir valones, como señaló Juan Gelabert).

Algunos lectores críticos comentan que, a pesar de todo, era un libro que necesitábamos. Pero en
realidad no, no lo necesitamos. Ahí está, para quien lo quiera, el viejo libro de Julián Juderías, pero
también El árbol del odio (1971) de Philip Wayne Powell, quizás el libro más citado en Imperiofobia y al
que más se parece. El entusiasmo hispanófilo y el vigoroso anticomunismo de Powell, buen historiador
de la América colonial, lo llevaron a solidarizarse abiertamente con el franquismo en el largo invierno de
la guerra fría. Pero sobre todo no necesitamos el libro de Roca Barea porque tenemos mejores estudios
sobre el tema y ahí están, entre varios otros, los trabajos sólidos de Ricardo García Cárcel, quien ha
disputado públicamente las tesis de Imperiofobia.

Ahora, en el también ya largo invierno de la crisis nacional, el libro de Roca Barea pretende ofrecer
certezas identitarias a un pueblo, como diría Larra, ansioso de palabras. El día 5 de diciembre, ya en
plena campaña electoral catalana, Roca Barea prestaba su firma a la eurodiputada de Ciudadanos María
Teresa Giménez Barbat en una tribuna a cuatro manos de El País. Ahí se prolongaba la guerra de Flandes
hasta nuestros días, con Puigdemont como nuevo e inesperado protagonista. El revival neocolonial de
Roca Barea no ayuda en nada al debate sobre Cataluña, cualquiera que sea nuestra posición al respecto.
Que Ciudadanos compre esta ajada versión del pasado imperial es consistente con su extrema
derechización del extremo centro. Pero con toda seguridad, este no es el pasado que necesitamos para
construir un futuro en común.

Imperiofobia tendrá sin duda una mínima repercusión en el ámbito de la historia académica. Pero es
urgente desmontar sus argumentos pseudohistóricos también en el terreno del discurso público, porque
el libro lleva un año proporcionando munición ideológica al nacionalismo más autocomplaciente y
reaccionario. La apertura y democratización del saber histórico debería ser exactamente lo contrario de
este enroque imperial en las ruinas intelectuales del nacionalcatolicismo

Anda mungkin juga menyukai