XVIII-XX
El placer es toda mi vida. Jamás he elegido y sé que no soy nada sin el placer en
mí, que todo lo que en mi vida es espera no sería. Tan sólo podría ser el universo
sin luz, el tallo sin la flor, el ser sin la vida. Lo que digo es pretencioso, pero es
sobre todo insulso comparado con la turbación que me habita, que me ciega
hasta el punto de que, perdida en ella, ya no veo, ya no sé nada.
Madame de Clèves observaba una vida que no daba lugar a creer que
pudiese intervenir algún día en los asuntos de la corte. Una parte del año la
pasaba en el convento y el resto en su casa, pero en una soledad absoluta y
dedicada a ocupaciones más santas que las de los conventos de reglas más
estrechas y austeras. Y su vida, relativamente corta, dejó ejemplos de virtud
inimitables.
…no me fue concedido de entrada un cuerpo apto para el placer. Primero tuve
que entregarme a la actividad sexual literalmente a cuerpo descubierto,
extraviarme en ella hasta el punto de confundirme con el otro para, al final de
una muda, tras haberme despojado del cuerpo mecánico recibido al nacer,
enfundarme otro cuerpo, esta vez tan capaz de recibir como de dar.
Más que las penetraciones, me deleitaban las caricias, y en particular las de las
vergas que se paseaban por toda la superficie de mi cara o frotaban el glande
contra mis pechos. Me gustaba mucho atrapar al vuelo una polla con la boca y
deslizar mis labios sobre ella mientras otra se acercaba a reclamar su ración
por el otro lado, en mi cuello tenso. Y girar la cabeza para apresar la nueva. O
tener una en la boca y otra en la mano. Mi cuerpo se abría más por efecto de
esos toqueteos, de su relativa brevedad y su reanudación, que por el de las
cópulas.