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TEXTOS LITERATURA ERÓTICA FRANCESA SIGLOS

XVIII-XX

De “Historia del ojo” (Georges Bataille):

El placer es toda mi vida. Jamás he elegido y sé que no soy nada sin el placer en
mí, que todo lo que en mi vida es espera no sería. Tan sólo podría ser el universo
sin luz, el tallo sin la flor, el ser sin la vida. Lo que digo es pretencioso, pero es
sobre todo insulso comparado con la turbación que me habita, que me ciega
hasta el punto de que, perdida en ella, ya no veo, ya no sé nada.

El movimiento de rápida rotación de la rueda evocaba, por otra parte, mi sed,


esa erección que me arrastraba ya hacia el abismo del culo pegado al sillín. El
viento había amainado un poco, parte del cielo se llenaba de estrellas; me vino
la idea de que la muerte, al ser la única salida para mi erección, muertos Simone
y yo, el universo de nuestra vida personal se vería sustituido por las estrellas
puras, realizando en frío lo que me parecía el término de mis excesos, una
incandescencia geométrica (coincidencia, entre otras, de la vida y de la muerte,
del ser y de la nada) y perfectamente fulgurante.

Corté la cuerda, ella estaba bien muerta. La instalamos sobre la alfombra,


Simone me vio ereccionar y me la meneó; nos tumbamos en el suelo y follé con
ella junto al cadáver. Simone era virgen, y nos dolió, pero nos alegraba
precisamente que nos doliese.

Sólo llegamos al éxtasis en la perspectiva, aunque lejana, de la muerte, de lo que


nos destruye.

De “El ano solar” (Georges Bataille):

Los dos movimientos principales son el movimiento rotativo y el movimiento


sexual, cuya combinación se expresa mediante una locomotora compuesta de
ruedas y de pistones. Estos dos movimientos se transforman uno en otro
recíprocamente. De este modo constatamos que la tierra al girar hace copular
a los animales y a los hombres, y (como lo que resulta es también la causa de lo
que provoca) que los animales y los hombres hacen girar a la tierra copulando.
La combinación o transformación mecánica de estos movimientos es lo que los
alquimistas buscaban bajo el nombre de piedra filosofal.

De “Historia del erotismo” (Georges Bataille):

El erotismo es aquí análogo a una tragedia donde la hecatombe reúne a todos


los personajes. /…/ el amor es una especie de inmolación.

De “La princesa de Clèves” (Madame de Lafayette):

La magnificencia y la galantería no alcanzaron jamás en Francia tanto


brillo como en los últimos años del reinado de Enrique II. Este príncipe era
galante, de buen porte y enamorado. Aunque su pasión por Diana de
Poitiers, duquesa de Valentinois, hubiera comenzado hacía más de veinte
años, no era por eso menos violenta y no daba de ella testimonio menos
notorios.

Hace mucho tiempo que me di cuenta de la inclinación que por él sentís,


y si he evitado hablaros desde un principio ha sido por miedo a que, con ello,
tuvierais más clara sensación de ello. Efectivamente, hace muy poco que
conocéis la verdad de vuestros sentimientos; estáis al borde del precipicio
y es preciso que hagáis grandes esfuerzos para no despeñaros. Pensad en
lo que debéis a vuestro marido; pensad en lo que os debéis a vos misma y
también en que vais a perder esa reputación adquirida con vuestro buen
comportamiento y que tanto he deseado.

Cuando ya había mejorado notablemente, vio que, a pesar suyo, no se había


borrado de su corazón el recuerdo de Monsieur de Nemours, por lo que
apeló a todos los recursos que pudieran convencerla de que no debía casarse
jamás con él. Fue grande el combate que tuvo que sostener consigo misma.
Por último, consiguió vencer los restos de su pasión, ya muy debilitada por
la enfermedad.

Madame de Clèves observaba una vida que no daba lugar a creer que
pudiese intervenir algún día en los asuntos de la corte. Una parte del año la
pasaba en el convento y el resto en su casa, pero en una soledad absoluta y
dedicada a ocupaciones más santas que las de los conventos de reglas más
estrechas y austeras. Y su vida, relativamente corta, dejó ejemplos de virtud
inimitables.

De “La vida sexual de Catherine M.” (Catherine Millet):

…no me fue concedido de entrada un cuerpo apto para el placer. Primero tuve
que entregarme a la actividad sexual literalmente a cuerpo descubierto,
extraviarme en ella hasta el punto de confundirme con el otro para, al final de
una muda, tras haberme despojado del cuerpo mecánico recibido al nacer,
enfundarme otro cuerpo, esta vez tan capaz de recibir como de dar.

Más que las penetraciones, me deleitaban las caricias, y en particular las de las
vergas que se paseaban por toda la superficie de mi cara o frotaban el glande
contra mis pechos. Me gustaba mucho atrapar al vuelo una polla con la boca y
deslizar mis labios sobre ella mientras otra se acercaba a reclamar su ración
por el otro lado, en mi cuello tenso. Y girar la cabeza para apresar la nueva. O
tener una en la boca y otra en la mano. Mi cuerpo se abría más por efecto de
esos toqueteos, de su relativa brevedad y su reanudación, que por el de las
cópulas.

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