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AMBIGÜEDAD, TAUTOLOGÍA, Y REFLEXIVIDAD EN EL ARTE

CONTEMPORÁNEO

Por María José Rossi(*)

La primera vez que Duchamp presenta su Portabotellas (1914) hacen su


aparición en el mundo del arte los llamados ready-made, objetos ‘ya hechos’,

generalmente de factura industrial, cuya condición original resulta rectificada al ser

exhibidos en un ámbito que no nació para contenerlos: el del museo. Esa

recontextualización no sólo desconcierta al espectador sino que obliga a

preguntarse acerca de los mecanismos y regímenes por los cuales la comunidad

artística confiere a un objeto el valor de lo artístico. Más allá del valor intrínseco de

algunas obras, esa atribución ha sido, y sigue siendo, en buena medida, un misterio.

El gesto provocativo de Duchamp apuntaba sin duda a desnudar los mecanismos

por los cuales el sistema de las artes garantiza la circulación de determinados

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objetos en tanto dignos de pertenecer a un cierto estatuto en el interior de un

régimen cultural vigente. Pero no sólo eso. Porque lo cierto es que, bien mirados,

tanto el portabotellas como el urinario como la rueda de bicicleta resultan bellos,

dotados de curvas armoniosas y de una simplicidad casi minimalista. No hubo aquí

necesidad alguna de travestismo: con sólo haber sido expulsados de sus espacios de

referencia y ubicados en un lugar en el que se ejercita la mirada estética, se ha

procedido a la liberación de sus atributos estéticos, los que generalmente quedan

opacados por la primacía de su funcionalidad. Como efecto del extrañamiento y

desfamiliarización, los objetos logran atraen hacia sí esa mirada -la mirada

estética- , la obligan a la búsqueda de un sentido y de una belleza, la fuerzan como

ellos mismos han sido forzados renegando de su condición de origen. La

recontextualización forzada aumenta la ambigüedad del objeto y del mensaje

liberado por él, convocando las capacidades interpretativas y reflexivas del

intérprete. Es precisamente esa demanda interpretativa la que convierte al objeto

común y corriente en objeto estético (Eco, 1994). El objeto de uso corriente no

reclama sino que ‘es’ reclamado, pues lo que importa es su funcionalidad; un

objeto estético, en cambio, demanda, solicita, interpela. No está a mi servicio sino

que son mis facultades -estéticas, hermenéuticas, semióticas- las que están al

servicio de sus significados recónditos y de sus arcanos abismales. Pero el efecto

más importante es que al presentarse la realidad misma como objeto de arte, se

plantea el problema de las relaciones entre realidad y representación: la estética del

‘objeto ambiguo’ cuestiona y borra a la vez el límite impreciso entre arte y

realidad. Lo exhibido no es representación sino el objeto mismo; no es la copia, la

imitación o el trastrocamiento sublime del portabotellas sino que es el

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portabotellas. Ubicándose en el dominio de la tautología, el objeto demuestra la

semejanza consigo mismo (Menna, 1975). Pero lo cierto es también que al ser

evacuado del espacio en el que adquiere su significación primera y reinstalado en

un ámbito que le es originalmente ajeno, dicho objeto se convierte en

representación de sí, en su propia denominación. Esta operación obliga a una nueva

reflexión que involucra al espacio artístico como campo semántico de atribución de

significación. El portabotellas se convierte en obra de arte por hallarse en un nuevo

espacio entre cuyos límites se despliega la artisticidad. Es el aislamiento, como

condición ineluctable del espacio artístico, el que produce la cualidad estética del

objeto, el que lo ubica como objeto de reflexión semiótica y hermenéutica. Las

propiedades de los objetos artísticos así descriptos desplazan el tipo de recepción

tradicionalmente ligada al arte -como la fruición o la contemplación- hacia una

reflexión de carácter filosófico y semiótico. Como el objeto artístico en cuestión ha

abandonado las categorías que la tradición estética ha asignado como cualidades

intrínsecas de la obra (una de ellas es la belleza) éste ya no se presenta como objeto

de contemplación sino de reflexión. La obra no pretende ser bella, sino que se

presenta como un sistema en el que la ruptura de los encadenamientos de

significado-significante se torna indispensable. En ello consiste la ambigüedad de

la obra, punto de partida de la reflexión estética. Esta reflexión alcanza las

relaciones entre arte y realidad, y al arte como sistema de representación.

Un ejemplo paradigmático que nos permite aclarar cómo los signos del arte "ya no

se relacionan con las cosas del mundo exterior sino con la correlación de los signos

entre sí" (López Anaya, 1995, p. 73) es la obra del artista conceptual Joseph

Kosuth. Una de las ideas claves del conceptualismo de Kosuth es que las

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proposiciones artísticas no son un ‘hecho’ ni una cosa sino que son la expresión de

formal de las definiciones sobre el arte. Las obras de arte contemporáneo no tienen

un carácter de hecho sino un carácter lingüístico, en el sentido de que son una

exploración de los límites del lenguaje y su capacidad de apertura, es decir, de su

capacidad de liberar nuevos significados. Más precisamente: el arte es el ámbito en

el que esa apertura tiene lugar. La reflexión no es extrínseca a la obra, sino que es

la obra misma. El propósito de reducción de la obra a la idea del arte ha sido

particularmente logrado por Kosuth en One and three chairs, de 1965. El título -que

forma parte esencial de la obra- es expresión de los desafíos lógicos y semánticos

que se proponen en ella: una silla es dispuesta al lado de una fotografía

completamente neutra de la misma, y en un extremo, una definición del concepto

‘silla’ tomada del diccionario. La obra plantea innumerables preguntas; algunas

atañen a los aspectos formales de la obra y a su lugar en el sistema de las artes:

¿Qué es lo que nos permite decir que esta es una obra de arte? ¿En qué reside la

cualidad estética de la obra? Otras parecen referirse al contenido de la misma, dada

las evidentes connotaciones platónicas de la obra: ¿Cuál de los tres -objeto, imagen,

concepto- es el ‘verdadero’ objeto, o el objeto ‘real’? Asimismo es posible

abordarla desde un enfoque puramente semiótico: ¿Cómo se dan en la obra las

relaciones entre referente, significado y significante? Dado que el mismo Kosuth

definió el arte como un espacio lógico-matemático, en el que las relaciones

sintácticas entre los elementos ocupa un lugar privilegiado, es precisamente éste

último enfoque (el semiótico) el que plantea los mayores desafíos. Si el espacio

artístico es el que confiere a los objetos su status estético, el objeto que ostenta los

atributos de lo ‘real’ (en este caso, la silla en sí, presente con toda su ‘realidad’ en

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la instalación) tampoco puede proponerse como referente, sino que, tanto la silla en

sí, como la imagen y la definición tomada del diccionario se presentan como

significantes (lingüístico, icónico, y ‘factual’) de un objeto extra-artístico. La

verdadera silla no está allí sino que es referida por una multiplicidad de

significantes cuyo conjunto forma el cuerpo de la obra. Pese a la probable remisión

al objeto extra-artístico, la obra no propone salir de los límites que ella misma ha

trazado, pues todos esos signos reenvían o remiten a sí mismos, planteando un

juego autosuficiente y reflexivo. La propuesta va más allá de los ya provocativos

antecedentes de Duchamp y de Magritte. En el ready made de Duchamp lo que está

en juego es la identidad de la cosa consigo misma; en Magritte (especialmente en la

pintura L’usage de la parole, de 1928-1929, a la que acompaña la leyenda Ceci

n’est pas une pipe), ese juego atañe a las relaciones entre las cosas, las palabras y

su representación icónica; en la obra de Kosuth lo esencial es la relación de los

signos entre sí, confiriendo a este tipo de investigaciones la denominación de arte

‘tautológico’ (López Anaya, 1995, p. 73).

Benjamin y la pérdida de la noción de original

El primero en augurar la disolución de la idea del arte como esfera separada y en

vislumbrar los efectos de la técnica sobre la cultura y el arte de su tiempo, ha sido

W. Benjamin. La tesis de la pérdida del aura de la obra como consecuencia de su

reproductibilidad, constituye el objeto principal del ensayo de 1936, Das

Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit (La obra de arte en

la época de su reproductibilidad técnica). De acuerdo con la acertada intuición de

Benjamin, han sido los medios tecnológicos en los que la reproductibilidad es

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constitutiva -como la fotografía- los primeros en iniciar un cuestionamiento

profundo acerca de la legitimidad de lo real. La fotografía, hija de los modelos de

la representación occidental, empieza a amenazar los modelos representativos

tradicionales al ofrecer una convicción analógica y un ‘efecto de realidad’ que la

sustrae de la lógica del signo. La fotografía, de hecho, "no representa a la realidad:

es el comienzo de una tendencia por la cual el universo de las representaciones

tiende a ocupar el lugar de las percepciones primarias, a identificarse con él y

volverse con él una y la misma cosa. Hay una superación de la era de la

representación por hipertrofia de esa misma representación" (Rinesi, 1997, p. 11).

El pasaje de la obra de arte tradicional -caracterizada de una identidad única e

irrepetible- a las formas modernas de expresión artística que, como la fotografía y

el cine, disuelven el hic et nunc de la obra en una multiplicidad de copias

desprovistas de originalidad, hacen que los criterios más convencionales del arte se

vean seriamente amenazados. La importancia jerárquica que tienen el sujeto o

creador de la obra y el sujeto-objeto plasmado en ella es otro de los cambios

decisivos ligado a la aparición de la fotografía. Mientras que en lo que respecta a

los productos de la pintura la percepción se encuentra dirigida a mantener viva

tanto la presencia de la personalidad del autor como la del sujeto retratado en ella,

en lo que hace a las imágenes fotográficas, en cambio, ellas se dirigen a hacer

emerger fundamentalmente el sujeto que ha sido capturado por la lente, eclipsando

la figura del creador. El interés se desplaza del sujeto verdadero y propio de la obra

(su creador) al objeto de ésta mediante un proceso que recorta una figura o una

situación en la trama espacio-temporal de una experiencia pasada para proponerla

como evento único e irrepetible.

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El movimiento del objeto de la fotografía se ordena según una doble dirección: por

un lado se libera de la sugestión -que se mantiene en cambio en la pintura- del

sujeto creador que la ha actuado y realizado, es decir, se separa de todo aquello que

está en relación con un autor; pero por otro lado, en la medida en que el objeto se

muestra todavía radicado en la "realidad", queda ligado al sujeto que lo observa y

lo contempla, reinsertándose así nuevamente en el flujo de una experiencia de la

que parecía estar completamente separado. Por eso, justo en el momento en que el

objeto de la fotografía parecía revelar la propia capacidad de rendirse

completamente libre, de emanciparse por completo del sujeto-observador,

reaparece una situación que busca afirmar "la aparición única de una lejanía".

Se representa entonces una nueva forma de aura, la cual no está más dirigida al

mantenimiento de las relaciones que ligan el objeto al sujeto-artífice, sino que está

dirigida a instaurar relaciones entre el objeto mismo y el sujeto de la fruición, es

decir, entre las condiciones objetivas de aquello que es visible y las asociaciones

subjetivas que ellas sugieren. Desaparecida así el aura que mantenía la lejanía del

autor y su mundo, aparece en la fotografía una nueva forma de aura que instaura la

lejanía del objeto, o de aquello que se puede definir como "sujeto de la fotografía".

Si de hecho es verdad que la reproducción fotográfica acerca un objeto o un hecho,

es verdad también que en el momento mismo en que ella opera una reducción de la

distancia mantiene en torno de aquel objeto o de aquel hecho una serie de

relaciones invisibles, una gama de asociaciones escondidas, un halo de distancia

que constituye (todavía) la dimensión aurática de las obras.

La aparición de la fotografía ha iniciado ciertamente una fractura en el orden

clásico de la representación -y Benjamin ha sido de los primeros en percatarse de

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ello- pero no la consuma. Ella quedará consumada con el desarrollo de las nuevas

tecnologías audivisuales, que nos situará frente a un "nuevo régimen", a una "nueva

esfera perceptiva", y a una "nueva edad de la mirada: la era de lo visual". En ella

"la imagen ya no será ya una esfera trascendente ni una representación ilusoria sino

una simulación numérica. No será ya un Ser ni una cosa, sino una percepción, y no

se organizará ya según el principio sobrenatural de Dios ni en torno del principio

‘real’ de la naturaleza sino alrededor del principio ejecutante de la

máquina" (Rinesi, 1997, p. 10). Se trata aquí del pasaje del modelo perspectivista

(o en palabras de González Requena, de ‘la escena a la italiana’) a la ‘escena

fantasma’ que se inicia con el nacimiento del cine y la fotografía, y culmina con la

aparición de denominado arte ‘virtual’.Pero la mayor novedad del arte virtual no

consiste tanto en el cambio del ya mencionado principio ejecutante (el que sea una

máquina y no la ‘mano’ del artista), sino en la concientización de que en los

procesos de generación de la imagen tradicional ya operaba el fenómeno del así

llamado fantasma. Para decirlo con otras palabras: la persistencia, en el imaginario

colectivo, de nociones claves como representación y mímesis crearon la ilusión de

una realidad exterior que sólo con la aparición de las nuevas tecnologías revelaron

su fragilidad. Es la anatomía del hombre la que explica la del mono, sugería Marx.

Del mismo modo, fue necesario que la tecnología de la televisión y de las pantallas

llevara al paroxismo la lógica de la representación, que las pantallas de nuestros

televisores terminaran construyendo imágenes que ya no representan ninguna

escena primera, que ya no son copia ni representación de nada, sino que son pura

significación, para que cayéramos en la cuenta de que la cosa nunca había sido de

otro modo: de que la primera escena, el puro significado, el ser, la transparencia

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definitiva de las cosas, es un solo una ilusión. De este modo, es legítimo hablar de

arte virtual aún en el caso del arte tradicional.En tal sentido, el abstraccionismo

sigue perteneciendo a los dominios de la vieja ontología (platónica) por cuanto

sanciona que la realidad verdadera no tiene correspondencia con la realidad

empírica. El desmoronamiento de la vieja ontología se da cuando el arte comienza

a cuestionarse los límites del propio lenguaje y a volverse autorreflexivo; allí

abandona la realidad exterior para concentrarse en la realidad del propio lenguaje.

Pero esto crea una paradoja, porque el propio lenguaje, de acuerdo con la versión

tradicional, es lo que se pone en el lugar de las cosas, es representación. El lenguaje

nos abre al mundo de las cosas, y por esos caprichos del círculo hermenéutico, no

hay ya posibilidad de distinguir entre las cosas y el lenguaje. El arte

autorreferencial consiste en la exploración de este proceso. Refiere las cortapisas

del lenguaje y sus posibilidades en su relación con lo real. Ello va a llevar consigo

una reflexión sobre los propios medios o soportes pictóricos. Ahora bien, cuando el

lenguaje vuelve sobre sí, entonces lo que descubre es que toda representación fue

siempre virtual, es decir, también el arte tradicional fue (y es) simulación, aún

cuando reclamara para sí las garantías de un referente en la realidad. El arte

representativo construyó realidades, lo mismo que lo hacen actualmente los

simuladores (es decir que cuando Velazquez pintaba la realeza, reconstruía sus

(nuestras) propias ficciones acerca de la realeza).

El denominado arte virtual agudiza nuestra conciencia y vuelve anoréxica la

realidad. En el próximo apartado añadiremos a esta nueva clave estética, la de la

autorreferencialidad, otros elementos diferenciales ligados a las nuevas tecnologías

en la producción del llamado arte virtual.

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Ficción e hiper-realidad en el arte virtual

Si en su momento la aparición de la fotografía (1839) supuso una convulsión

formal y conceptual inédita en el mundo de la creación plástica, desde la segunda

mitad del s. XX los nuevos medios audiovisuales han producido una revolución no

menos radical en el plano de la aisthesis. Desde el Pop hasta el Land Art, desde la

performance hasta el Body Art, desde el Arte Conceptual hasta el Opt Art, todas

estas nuevas propuestas discursivas han sido atravesadas por el espíritu de la

renovación tecnológica. Las tecnologías electrónicas han originado nuevas proezas:

video Art, CD ROM Art, Mail Art, Net.Art, Screen Art y Bio Art, todas ellas

variaciones de lo que puede ser agrupado bajo el denominador común de Arte

Virtual. Pero, ¿a qué se denomina Arte Virtual?

Derivado del latín virtualis, virtual quiere decir ‘capacidad potencial’; de acuerdo

con ello, el adjetivo virtual se refiere a fenómenos que existen en potencia, pero no

en acto. El mundo en el espejo es el espacio virtual arquetípico. Como sucede en

los objetos tridimensionales de una simulación de ordenador, un espacio o entidad

virtual es una especie de realidad fantasmal que está sin estar, es decir, que es real

‘a todos los efectos prácticos’. Se opera en ello ya no un proceso de desplazamiento

(como en el caso del arte como metáfora) sino un proceso de sustitución: un

instrumento virtual sustituye las cosas por las reglas de las cosas. Ahora bien, lo

que caracteriza específicamente a las manifestaciones artísticas realizadas por

computadora es que todas ellas son objetos informacionales hechos de una sucesión

numérica de ceros y unos (bits); esa sucesión es un algoritmo matemático cuya

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combinatoria constituye la matriz de las representaciones que luego harán su

aparición contingente en el ordenador. En otras palabras, lo que se halla ‘por

detrás’ de una imagen virtual no es la realidad sino un modelo matemático. Por

ello, crear una obra virtual no supone re-presentar, sino diseñar la organización de

un espacio tridimensional para colocar en él objetos que pueden no existir más que

en la imaginación de quienes los conciben. Si bien no existe en el mundo físico, el

espacio virtual puede ser recorrido y explorado desde todos los ángulos y

perspectivas. Es por ello un espacio permanente construcción pues es, en potencia,

ilimitadamente reproductible y modificable: "La obra interactiva puede asimilarse,

por este motivo, a una suerte de continuo work in progress, un acontecimiento sin

principio ni final, que una y otra vez empieza y termina en la mirada y en el cuerpo

de cada espectador creando un espacio en el tiempo" (Levis, 2001, p. 53),

dimensión que se suma a las otras tres dimensiones espaciales previstas por la

simulación. Un mundo digital bien organizado es la antítesis de la realidad y del

caos que rige la vida cotidiana, pues todo lo que acontece en él está previsto por el

modelo matemático que administra la representación. Expulsada la ambigüedad, lo

que queda es resultado de un cálculo preciso.

Los instrumentos virtuales en las artes tradicionales son los disfraces, las máscaras,

los guiones, los efectos cinemáticos y electrónicos. En ese sentido, un primer

antecedente del arte virtual fue el barroco. La necesidad de eludir la pretendida

unicidad de lo conocido llevó al barroco a recurrir al contraste, a la ambigüedad y a

la ilusión. El barroco fue, sin temor a exagerar, la primera ingeniería de ilusión

óptica, por eso se dice que es un arte del espectáculo, un arte que se contempla a sí

mismo, y es también la primera experiencia en intentar fundir el espacio pictórico

con el espacio real, el arte con la vida. Del mismo modo, el surrealismo llevó
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adelante la reflexión acerca de los contactos entre ámbitos diversos de la realidad,

trasgrediendo fronteras tradicionales (entre lo real y lo irreal, entre la vigilia y el

sueño, entre las cualidades de la temporalidad). La aparición de la fotografía, más

tarde la de la televisión y la del video, incrementó las posibilidades de producción

de la ficción, al mismo tiempo que permitió un mayor acercamiento a la realidad en

sí.

Pero cuando aparece el ordenador, todos los instrumentos de simulación se vuelcan

a un único campo: el de los algoritmos matemáticos codificados digitalmente, que

convierten al ordenador en máquina universal. La potencia del ordenador consiste

en que es un medio capaz de simular dinámicamente los detalles de cualquier otro

medio, incluso de medios sin posibilidad de existencia física. Es por ello el primer

‘metamedio’, en la medida en que puede contener, o más bien es, todos los medios.

Su extraordinaria versatilidad técnica lo hace capaz de imitar todos los formatos,

citando o reformulando viejas formas establecidas. De ahí que su uso aún esté

firmemente atado a otros más antiguos medios de representación, por lo que las

líneas de continuidad son (aún) mayores que los momentos de ruptura. Un ejemplo

de ello es el fotomontaje, técnica que nace bajo el estigma del collage de principios

del siglo pasado. Además de incorporar el collage, el fotomontaje utiliza material

cuya procedencia es fotográfica, confirmando con ello la disponibilidad de la

fotografía para nuevos usos retóricos. Por todo esto, la imagen digital parece más

bien realizar un programa iniciado en los orígenes de la fotografía, más que romper

con ella. Si la fotografía había realizado la aspiración histórica de una imagen

especular, capaz de recoger fielmente las formas del mundo, el fotomontaje viene a

romper ese espejo y a reconstruir la realidad a partir de sus fragmentos. En

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realidad, el hecho de que el medio informático ofrezca recursos en la producción de

imágenes no hace sino potenciar aquello que ha estado siempre presente: que el

acto fotográfico no es toma de realidades sino producción de imágenes. Habría por

tanto que abordar la estética digital a la luz de la historia de la fotografía, que es la

historia de su condición (presuntamente) documental. La fusión de arte y ciencia

eleva la simulación por encima de los problemas tecnológicos para llevarla al

terreno de la filosofía, al ubicar en primer plano la cuestión ontológica entre lo real

y lo irreal: una fotografía procesada digitalmente, por ejemplo, ya no puede mirarse

como prueba de algo externo a la propia fotografía. La simulación digital de

escenas ha privado a la fotografía de su autoridad representacional, exactamente de

la misma forma como la fotografía descalificó en el siglo XIX a la pintura, pero

esta vez trascendiendo completamente la cuestión de la representación.

Lo que queremos destacar con ello es que el procedimiento digital no es tan

revolucionario conceptualmente como inicialmente pudiera parecer: su carácter

distintivo se apoya en propuestas y discursos ya planteados por los medios

audiovisuales precedentes, aunque ello no implica que las especificidades del

medio no generen -como veremos más adelante- un entorno visual característico.

Por eso en la mayoría de las ocasiones la aportación tecnológica viene determinada

por una aceleración de los procesos ya existentes e inherentes a medios

audiovisuales tradicionales. De acuerdo con Michelle Henning, no asistimos a una

nueva cultura digital que sustituya a los viejos medios de producción de imágenes,

sino a un aumento vertiginoso del proceso de digitalización de esos mismos medios

tradicionales (Gomez Isla, 2001). Lo mismo opina Levis (2001) para quien

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En el diseño-dibujo asistido por computadora la imagen reproducida ya no es

una copia secundaria de un objeto anterior. Al eludir la oposición del ser con el

parecer, la imagen infográfica no tiene por qué seguir imitando una realidad

exterior a ella, sino que será el objeto material el que para existir deberá imitar a

la imagen. Al traspasar un nuevo umbral en la capacidad de crear falsas imágenes

verdaderas, la gráfica por computadora pone definitivamente en cuestión el valor

testimonial de lo visual. Copias sin original que no son tampoco garantía de

creatividad, tal como lo testimonian muchas de las imágenes creadas con estas

técnicas, prisioneras todavía de las formas narrativas y visuales de los medios

ópticos (p. 44).

El efecto inercial de los viejos medios se extiende incluso al tratamiento de la

realidad como referente. De ahí que los excesos de información contenidos en una

imagen digital sean atenuados a fin de conseguir ese aire de verosimilitud con la

realidad característica de la calidad fotográfica tradicional. En los efectos


especiales del cine fantástico y de los videojuegos la máxima aspiración es un

efecto de realidad que reproduce las precariedades de las tomas documentales y las
limitaciones propias de la fotografía casera. La aspiración a lograr un máximo de

realidad se consigue, paradójicamente, imitando las imperfecciones de las tomas


fotográficas y cinematográficas tradicionales, al punto tal que la perfección de una

imagen digital nos parece excesivamente irreal. Es posible que nuestra propia
visión inmediata de lo real esté mediada por el modo en que vemos a través de

estos medios.
En el cine se incorporan códigos cinematográficos como la cámara en mano (o

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cámara subjetiva) para describir la topología de un espacio virtual. Sin embargo,

esta búsqueda de verosimilitud tiene más bien efectos contrarios al de una

adherencia a la realidad misma. En efecto, nada hay más anti-real en el cine que sus

expresiones más realistas; desde el primer neorrealismo cinematográfico hasta el

hiperrrealismo contemporáneo, la búsqueda de la crudeza de la imagen como

sinónimo de la realidad misma no ha dejado de confrontarse con el efecto onírico y

hasta fantasmal de esas mismas imágenes hiperreales -piénsese por ej. en Strangers

than paradise de Jarmush- . Borges solía decir que para dotar a un personaje de la

máxima irrealidad era preciso describirlo en sus más ínfimos detalles. De la misma

manera el cine realista de nuestro tiempo parece confirmar esa premisa, no sólo

cuanto al contenido de la imagen misma sino desde el punto de vista del lenguaje

cinematográfico mismo; como otros medios expresivos, el lenguaje cinemagráfico

posee una irrealidad que les es intrínseca en un sentido técnico, no sólo semántico

(Dorfles, 1998).

En el ámbito de la fotografía otro ejemplo significativo es la utilización del

programa Photoshop, herramienta infográfica que permite, mediante el tratamiento

de material fotográfico, no detectar las diferencias y parcheados entre las partes

reales y virtuales de una imagen. Como apunta del Río (2001), si en el fotomontaje

el gesto del recorte es un componente significativo, heredero del collage, en las

imágenes de síntesis provenientes del programa esa fractura es velada en la

búsqueda de verosimilitud. De este modo el transplante de fragmentos

heterogéneos queda integrado de manera coherente en el conjunto de la imagen a

través de técnicas pictóricas como el fundido y la veladura. Los límites de lo

apropiado se difuminan de modo tal que el objeto o fragmento omite revelar su

procedencia a través de la discontinuidad de las partes para construir una imagen


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sin fisuras en perfecta consonancia con la realidad visual. En consecuencia, la

búsqueda del hiperrealismo tecnológico, en la era de la ficción, es paradógicamente

uno de los rasgos distintivos de las nuevas imágenes de síntesis.

El concepto de simulación asociado a lo digital resulta entonces sumamente

equívoco porque no se presenta como una sustración de la realidad, sino que es una

reconstrucción de lo real más allá de lo visible. Una reconstrucción que tendrá en

ocasiones el objetivo de retornar a lo visible, es decir, al modo en que ‘vemos’ las

cosas. En ese sentido la simulación de imágenes a través de herramientas digitales

permanece fiel a la geometría tradicional, aquella con la que hemos compuesto una

imagen del mundo desde el Renacimiento.En definitiva, tanto la imagen que

construye el video (hecha sobre la base de puntos) como el ordenador (hecha sobre

un esquema digital, es decir, sobre una secuencia de unos y ceros) reenvían a la

realidad con mayor vivacidad que cualquier otro medio. Por ejemplo el llamado

body art adquiere su momento culminante con la aparición del video y las

posibilidades implícitas al medio de reproducir cuerpos. El video exalta, gracias a

su capacidad de transmitir en vivo el evento que se realiza hic et nunc, la cualidad

efímera de un producto artístico que se manifestaba únicamente como conducta.

Pero la desustanciación del cuerpo mismo, sometido a toda clase de intervenciones,

pone de relieve la eficacia del medio para crear cuerpos más que para re-crearlos.

La desustanciación de la obra en sí tampoco se produce, en el caso del llamado arte

digital, porque el software o soporte electrónico de la imagen sea ‘intangible’, sino

porque su referente ya no es la realidad empírica exterior sino el modelo, creado

desde el programa mismo o registrado por un scanner e intervenido después. Sobre

él se elaboran luego innumerables modificaciones posibles que atañen a

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dimensiones, posiciones, direcciones, color, multiplicaciones, estallidos,

metamorfosis, anamorfosis… Pero el modelo mismo ha sido compuesto desde y a

partir de una realidad en la que la ficcionalidad es intrínseca y que tiene que ver a

un ‘modo de ver’ determinado. ¿Cuáles son entonces los elementos diferenciales

que ofrece al arte el ordenador como máquina universal? Mayores posibilidades de

intervención sobre lo imaginario, en el sentido de que el espacio informático

contiene todos los posibles. El soporte tecnológico amplia al infinito las

posibilidades de manipulación de la imagen y puede cumplir con eficacia mayor la

concreción de posibles imaginarios.

La imagen depende del espectador para aparecer. Es decir que la obra audiovisual

no existe per se, sólo existe cuando se la convoca. La materialización de la obra

requiere un proceso y un momento presente.

Mayor capacidad técnica para crear imágenes falsas con apariencia verdadera. "En

ese contexto -apunta Levis (2001, p. 45)- la simulación digital debe enmarcarse

dentro de un largo proceso de desmoronamiento de los marcadores de la diferencia

entre ‘realidad’ y su representación, entre el acto y el símbolo, que ha dado pie a un

resquebrajamiento de la confianza en un referente último y absoluto".Se produce

un desplazamiento desde el juicio estético (vinculado a la contemplación y al

desinterés) a la acción: las obras no piden ser juzgadas en virtud de cánones

tradicionales (es bella - no es bella) sino que piden ser interpeladas, es decir,

demandan la complicidad simultánea del juicio estético y racional, de la voluntad

(que decide accionar o no el interruptor) y de los sentidos. Es convocada así la

multiplicidad de nuestras capacidades, en un arte que podemos denominar

‘polisensorial’ (Alvarez Basso, 1998).En el espacio informático de una simulación

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tridimensional por ordenador no hay punto de vista. El simulacro digital existe allí

como pura ley generalizada sin la especificidad de un ser concreto; sólo viene a la

realidad perceptible cuando el observador especifica un punto de vista. Y en esta

traslación desde el espacio-mundo al espacio-pantalla no se reproduce, se crea: el

ideal sale a la superficie como pura simulación.

Pero es precisamente esta ‘pureza’, ligada claro está, a la creencia en la fuerza

idealizante del arte, lo que comienza a ponerse en cuestión con la aparición del arte

digital, más allá de las posibilidades intrínsecas del medio. El fin de la

reproducción imitativa de lo real a fines del XIX pudo fundarse en la intuición de

que la realidad es sus múltiples perspectivas, y que por tanto tampoco es apresable

tal cual es, aún contando con la habilidad técnica del artista. La incidencia del

perspectivismo en las artes, que coincide con la emergencia de una subjetividad

liberada de las remesas de la metafísica, así como la irrupción de medios técnicos

más eficientes para la apropiación de lo real (como la fotografía), coadyuvaron a la

deserción de la realidad en tanto cosa. Lo mismo puede decirse hoy. Los nuevos

medios audiovisuales refuerzan la conciencia de que la realidad nunca ha existido

ahí fuera, que la realidad es lo dispuesto por la mirada, que la mirada construye

fantasmas y que los fantasmas se miran a sí mismos en un juego de espejos que

siempre ha sido, y es, virtual.

(*) María José Rossi es Licenciada en Filosofía y actualmente está realizando su

Doctorado en Estética en la Universidad de Torino (Italia). Este trabajo nos fue

enviada por su autora para su edición en Temakel.

Bibliografía

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