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Sinha, C. y C. Rodríguez. 2008.

“Language and the signifying object: from


convention to imagination”. The Shared Mind: Perspectives on Intersubjectivity. Eds.
J. Zlatev J, T. Racine, C. Sinha y E. Itkonen. Amsterdam/Filadelfia: John
Benjamins. 357-378.

Traducción para la cátedra de Lingüística Teórica (FFyL, UnCuyo): Álvaro Pérez


Osán

Lenguaje y el objeto significativo (resumen)

1. Intersubjetividad y la ontología de lo social

Este capítulo tiene dos objetivos principales. El primero es dar cuenta de la naturaleza
social de la mente compartida [shared mind]. El segundo es proponer argumentos y
evidencias para considerar los objetos materiales, especialmente los artefactos, como
ingredientes cruciales de la intersubjetividad y de su desarrollo. En esta sección
anticipamos argumentos filosóficos y psicológicos para considerar la mente compartida
como algo fundamentalmente social. Analizamos críticamente el individualismo
metodológico de muchos filósofos y psicólogos, el cual guía el constructo [construal] de
la noción de intersubjetividad, y proponemos un constructo alternativo de la
intersubjetividad, el cual la ve anclada en una ontología de lo social, cuya contraparte
metodológica es el concepto Durkheimiano del “hecho social”.

Hay dos formas fundamentalmente distintas de concebir la intersubjetividad. La primera


de estas se basa en el estatuto fundacional del contenido mental individual o
representacional y, en particular, en estados intencionales tales como las creencias. Un
estado intencional está caracterizado, como señala Searle (1983), por su direccionalidad
[directedness] hacia aquello de lo que se trata. Los estados intencionales pueden ser sobre
cualquier cosa: objetos, eventos o procesos, reales o imaginarios, y, por ende, también
pueden estar dirigidos a otros estados intencionales, ya sean del mismo sujeto o de
cualquier otro. Puedo, por ejemplo, desear haber tenido una idea antes que alguien más o
puedo creer que mi vecino cree en las hadas, etc. Es sobre esta base que se construye la
“teoría de teorías” de la intersubjetividad: la intersubjetividad es considerada un asunto
de conocimiento (o de creencias, o de estados intencionales en general). En virtud de ello,
la intersubjetividad es esencialmente un asunto de “conocimiento común” en el sentido
de Lewis (1969).

Es indiscutible que los seres humanos adultos normales basan gran parte de su
razonamiento social en representaciones de los estados mentales de otras personas. Hay
también buenos argumentos para considerar instituciones sociales tales como el lenguaje
como objetos de conocimiento común (Itkonen, este volumen). Hay, sin embargo, tres
objeciones en contra de considerar la explicación del “conocimiento común” como
suficientemente fundacional o, inclusive, de comprender la intersubjetividad en su
totalidad. La primera objeción es lógica. La explicación del conocimiento común es
inmediatamente vulnerable al problema de las Otras Mentes de Hume: ¿cómo puedo saber
que el contenido mental que te atribuyo es realmente el contenido mental que posees, aun

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excluyendo casos de asunciones falsas o equivocadas? En otras palabras, si, por ejemplo,
pienso (correctamente) que mi vecino cree en las hadas, ¿cómo puedo saber que aquello
en lo que cree mi vecino es lo que yo creo que cree? Para saber eso, tengo que estar seguro
de que aquello sobre lo que versa el contenido mental de mi vecino es lo igual a lo que,
bajo mi representación, versa el contenido mental de mi vecino. Sin esta garantía de
intersubjetividad referencial, no puede haber conocimiento común. En otras palabras, la
formulación del “conocimiento común” de la intersubjetividad presupone, sin explicarlo,
la intersubjetividad de referencia.

La segunda objeción a la explicación del “conocimiento común” es que la


intersubjetividad tiene tanto que ver con el sentir como con el saber. La intersubjetividad
está estrechamente relacionada con la capacidad de identificación empática. Sin embargo,
la fenomenología afectiva de la intersubjetividad va más allá de la empatía, en tanto hay
ciertos estados afectivos [states of feeling] que son constitutivamente intersubjetivos, en
el sentido de que implican la experiencia del sentimiento de otra persona dirigido hacia
uno mismo. Por ejemplo, para que una pareja esté enamorada, es necesario que uno esté
enamorado del otro. La experiencia de estar enamorado y ser amado a la vez es muy
diferente de la experiencia de tener un amor no correspondido o de tener una desilusión
amorosa, por la simple razón de la naturaleza intersubjetivamente compartida del primer
caso, en contraste con la naturaleza tristemente solitaria de los demás casos. Aunque el
conocimiento de los sentimientos de la otra persona es relevante, no lo es todo, puesto
que este estado intersubjetivo también involucra compromisos y responsabilidades.

La tercera objeción es que la explicación de la intersubjetividad a partir el “conocimiento


común” está desencarnada; no tiene en cuenta la dimensión “intercorporal” (Merleau
Ponty 1962) de la intersubjetividad, que se manifiesta en la naturaleza mimética de la
intersubjetividad primaria de los estadios más tempranos de la infancia (Zlatev este tomo;
Trevarthen 1979, 1998; Reddy, Hay, Murray y Trevarthen 1997). Es en la experiencia
compartida de estados de la mente encarnada, corporalmente expresada y abundante en
emociones, donde deberíamos buscar las raíces de la psiquis intersubjetiva.

A pesar de esos problemas que afectan la explicación de la intersubjetividad a partir del


“conocimiento común”, es algo profundamente influyente, no solo en la filosofía de la
mente, sino también en la psicología del desarrollo. Eso es así porque, en primer lugar,
está de acuerdo con la tradición de reducir todas las realidades existentes “entre” las
personas a teorías acerca de lo que ocurre “dentro” de las mentes individuales; y, en
segundo lugar, porque también está de acuerdo con el énfasis mentalista, dentro del
cognitivismo clásico, en la primacía de la representación mental.

Nos dirigimos ahora a la segunda, muy distinta, concepción de la “mente compartida”,


que tiene sus raíces en la teoría social Durkheimiana. El objeto de la teoría social era, para
Durkheim, el dominio de los hechos sociales, a los cuales describe como “una categoría
de hechos, los cuales presentan características muy especiales: consisten en modos de
actuar, de pensar y de sentir externos al individuo, los cuales están dotados con un poder
coercitivo en virtud del cual ejercen poder sobre él” (Durkheim 1982 [1895]).

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Para Durkheim, los hechos sociales no son simples conjuntos de representaciones
individuales realizadas por los sujetos regulados o “coaccionados” por los hechos
sociales, en tanto que, para cada sujeto individual, el hecho social se presenta como parte
de una realidad externa objetiva. La objetividad de los hechos sociales consiste en el
hecho de que son independientes de los pensamientos y la voluntad de cualquier sujeto
individual. El tratamiento de Durkheim de los hechos sociales consiste, primero, en una
proposición ontológica: que los hechos sociales son irreductibles a hechos biológicos o
psicológicos (o estructuras o procesos); y, segundo, una proposición metodológica y
epistemológica sobre su tratamiento: como objetos de una clase particular, cuya
naturaleza determinada consiste en su “coerción” de la conducta.

Lo que Durkheim quiso significar con “hechos sociales” es discutido. Nosotros


proponemos que un hecho social puede ser definido como algo que regula un aspecto de
la conducta y que requiere la participación de más de un individuo. Este “algo” puede ser
una ley codificada, una regla en el sentido Wittgensteiniano, o un canon de interpretación.
Un lenguaje natural, por ende, califica, siguiendo esta lectura de la teoría Durkeimiana,
como un hecho social.

Ahora compararemos y (si es posible) intentaremos integrar la explicación de Durkheim


con la del “conocimiento común”. Los hechos sociales (como cualquier otro hecho) son,
potencialmente, objetos de estados intencionales. Las creencias individuales sobre los
hechos sociales (como cualquier otra creencia) son también, potencialmente, objetos de
estados intencionales (y, por ende, de conocimiento común). Sin embargo, decía
Durkheim, el hecho social por sí mismo no es la suma, el promedio o el común
denominador de todas las creencias individuales de todos los participantes. Más bien,
insistía Durkheim, el hecho social es anterior a esas cogniciones individuales. Esto es, en
un primer vistazo, desconcertante, dado que un colectivo de participantes (o una autoridad
entre ellos) puede, en principio, cambiar el hecho social (p.ej. las reglas de un juego) con
solo decidirlo.

Searle (1995: 1-2): “Hay cosas que existen solo porque creemos que existen. Pienso en
cosas como el dinero, la propiedad, el gobierno, los matrimonios… [tales] hechos
Institucionales son llamados así porque dependen de las instituciones humanas para su
existencia”. Durkheim, creemos, hubiera coincidido con la segunda de estas
proposiciones de Searle, pero no con la primera. ¿Cómo podemos hacer inteligible esta
diferencia?

La respuesta, sugerimos, es ver los hechos sociales como constituyentes de un nivel


ontológico emergente y normativo, el cual existe solo en el campo intersubjetivo de la
acción conjunta, regulado por normas y compromisos. La intersubjetividad es
esencialmente un asunto de coparticipación en estructuras de acción conjunta, las cuales,
por virtud de su regulación normativa, se convencionalizan como prácticas sociales y
comunicativas. Las prácticas sociales (y las normas que las regulan) pueden ser objetos
de estados intencionales, incluyendo el “conocimiento común”, pero no son reductibles a
la sumatoria de esos estados. Los hechos sociales constituyen casos de objetivización, de

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reificación, como formas convencionales, de la intersubjetividad. Como tales, son
también objetos epistémicos potenciales de conocimiento común, incluyendo el
conocimiento científico y teórico.

Nuestra visión de la intersubjetividad, entonces, le otorga prioridad a la coparticipación,


acción y práctica sobre los estados mentales individuales, tanto lógica como
ontogenéticamente. Ciertamente, hemos alegado que la intersubjetividad es la condición
fundamental de todos los hechos sociales.

Nuestra propuesta puede ahora ser comparada con el siguiente argumento a favor de la
existencia de la “intencionalidad colectiva”, propuesto por Searle (1995: 5-6).

Los requerimientos del individualismo metodológico parecen forzarnos a reducir la


intencionalidad colectiva a la intencionalidad individual. [Sin embargo], no se sigue de
[la posesión individual de estados intencionales] que toda mi vida mental deba
expresarse en forma de un solo sustantivo que se refiera a mí. La forma que mi
intencionalidad colectiva puede tomar es, simplemente, “nosotros tenemos la intención”
[we intend], “hacemos esto y aquello”, y similares… la intencionalidad que existe en
cada cabeza individual tiene la forma “nosotros tenemos la intención”.

El argumento de Searle, aunque atractivo en un primer momento, se enfrenta con el


problema sobre de dónde viene ese nosotros primitivo o a priori. La respuesta que
proponemos es que se trata de la expresión léxico-gramatical de la Intersubjetividad
misma, derivada y basada en la acción conjunta (“hacemos esto y aquello”), regulado por
el hecho social normativo que hace reconocible la acción conjunta como una instancia de
la práctica “esto y aquello”. No significa, lo afirmamos, que el estado intencional
“tenemos la intención de X” sea constituyente de la práctica X: más bien, el estado
intencional se deriva de la práctica conjunta de X, cuya “objetivización”
convencionalizada como un objeto social es el objeto del estado intencional.

La intencionalidad colectiva está basada en (no es la fuente de) la participación en la


acción conjunta en un campo intersubjetivo, regulada por los hechos sociales (normas,
instituciones, etc.).

En nuestra lectura, la intersubjetividad no es ni meramente un hecho psicológico, ni


meramente un hecho biológico, sino un “hecho proto-social”, respaldado por la psicología
del desarrollo humano.

2. El objeto como significante socio-material

La intersubjetividad está materialmente fundada en la encarnación, y esta encarnación va


“más allá de la piel” para lograr la mediación con los objetos o, como lo denominaremos
nosotros siguiendo a Latour (1996), interobjetividad. Esta mediación puede ser
considerada como la primera manifestación ontogenética de la mediación semántica.

Propusimos más arriba una interpretación de la intersubjetividad en términos de


coparticipación en estructuras de acción conjunta que, en virtud de su regulación

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normativa, se convencionalizan como prácticas sociales y comunicativas. Esta definición
excluye acciones que pueden estar dirigidas hacia otros, pero que no se encuentran
enmarcadas como parte de una actividad gobernada por una norma. También excluye
actividades solitarias, las cuales pueden estar gobernadas por normas de ejecución o de
logro, como es el caso de la jardinería o de una receta de cocina, que pueden calificarse
como prácticas sociales, pero que (cuando se realizan en solitario) no involucran ninguna
interacción social. Incluye tanto prácticas discursivas semióticamente mediadas tales
como hablar y gesticular, y prácticas no discursivas socialmente organizadas como la
coparticipación en juegos o en construcciones físicas.

La intersubjetividad primaria en la infancia es una forma de coparticipación en la cual el


cuerpo del niño no es tanto el “vehículo” o el “medio” de la interacción, como la
interacción en sí misma. La intersubjetividad primaria está encarnada en el sentido más
fuerte del término. En términos semióticos, no hay distinción entre el movimiento
corporal como significante y el “sentido” significado [signified “meaning”] que se
comunica. No hay, en este punto, ninguna diferencia entre coparticipación discursiva y
no discursiva.

La coparticipación intercorpórea no se pierde con el desarrollo, pero se elabora y se


extiende por medio de la mediación semiótica. En esta sección, exploramos el olvidado
rol de los objetos (especialmente los artefactos) en la construcción de la intersubjetividad
y la objetividad. Este olvido proviene no tanto de una imposibilidad de reconocer que el
mundo material es una dimensión importante de la coparticipación, como de la tendencia
a restarle importancia su estatus semiótico y considerarlo como un mero “contexto” del
lenguaje. Nuestro propósito en esta sección es destacar el aspecto semiótico de la
materialidad y el aspecto material del significado y analizar su rol en el desarrollo de la
intersubjetividad y la normatividad.

Le debemos la noción de mediación semiótica a Vygotsky. Aunque le atribuyó gran


importancia al rol formativo del lenguaje y la emergencia del “discurso interior” y el
“pensamiento verbal”, su utilización del concepto de mediación semiótica también abarca
el uso de signos no sistemáticos, incluyendo objetos como significantes. Uno de sus más
célebres ejemplos de mediación semiótica es el de la madre que ata un nudo en el pañuelo
de si hijo para recordarle la necesidad de transmitir un mensaje al maestro.

El valor semiótico del nudo es convencional, no porque el nudo sea un elemento de un


sistema de signos, sino porque está normativamente enmarcado por una práctica social de
“recordar”. En este marco, el nudo constituye un ejemplo en miniatura de lo que Searle
llama un “hecho institucional”.

El nudo en el pañuelo de Vigotsky y el billete de veinte dólares de Searle son, entonces,


ambos hechos institucionales; y ambos son ejemplos de la mediación semiótica material
de las prácticas sociales, el intercambio de información y de bienes. Existen diferencias
y similitudes entre ambos casos. En primer lugar, no hay propiedad intrínseca en el
sustrato material (algodón, papel y tinta) que determine el valor semiótico o monetario
del token, el cual es convencionalmente determinado. Por ende, el token es equivalente,
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a los propósitos de su uso, a cualquier otro token de idéntico tipo, el cual no necesita estar
hecho del mismo material (un pedazo de cuerda atado a la muñeca, el crédito electrónico
en una tarjeta de crédito).

En cuanto a las diferencias entre el nudo y el billete de veinte dólares podemos decir que,
si el token monetario e destruido, el valor que este significa también se destruye, mientras
que si el nudo es desatado, la información que este significa no se pierde. El valor
monetario del billete lo acompaña mientras se encuentre en circulación. Por otra parte, el
nudo puede ser “usado” nuevamente para hacer acordar de otro mensaje distinto.
Finalmente, mientras que tiene sentido decir que el nudo “está en el lugar” del mensaje,
el billete no “está en el lugar” de, por decir, veinte billetes de un dólar, pero es
intercambiable por un equivalente a ellos. Mientras que el nudo es un signo del mensaje,
el billete es su valor monetario, es en sí mismo idéntico a ese valor.

La explicación de Searle de los hechos sociales o institucionales (como el dinero) es que


ellos dependen de un acuerdo colectivo y del conocimiento de que, bajo ciertas reglas,
algo cuenta como un caso de objeto social.

La distinción entre la relación “cuenta como” y “está en lugar de” puede ahora ser usada
para distinguir entre la aceptabilidad gramática y la interpretación semántica de una
oración (Itkonen, este volumen):

“James eats meat” cuenta como una oración correcta del inglés, y está en lugar de la
proposición que indica que James come carne en el contexto C.

Nótese, ahora, que es también en virtud de la combinación de su arreglo formal y su


contexto que la oración “James eats meat” cuenta como una aserción de la proposición;
la oración no “está en lugar de” la aserción, más bien, el hecho de emitirla en un contexto
particular es esa aserción, así como los veinte dólares de Searle son los veinte dólares,
más que estar en lugar de ellos. Por ende, tanto la fuerza gramatical como la ilocutiva de
una emisión son aspectos de lo que la emisión cuenta como (lo que es) en su contexto,
mientras que su interpretación semántica es la interpretación de lo que está en lugar de
esta, en el mismo contexto. El hecho de que el “estar en lugar de” (o relación sígnica) esté
integrado en el “contar como” (o relación institucional), también deja en claro por qué el
lenguaje debe ser visto, primeramente, como una institución social.

Ontogenéticamente, sin embargo, debemos argüir que la comprensión normativa de


“contar como” precede el desarrollo de la simbolización y del lenguaje. Searle destaca
que “para que algo sea una silla, debe funcionar como una silla; y, por ende, debe ser
pensada como o usada como una silla. La sillas no son abstractas o simbólicas como lo
son el dinero o la propiedad, pero el punto es el mismo en ambos casos”. Y el punto es,
por supuesto, normativo. Ahora, cualquier cosa puede ser usada como una silla,
asumiendo que posea las características [affordances] que permitan que uno se pueda
sentar sobre ella. Tales características son parte de lo que Searle llama hechos “en bruto”
o “naturales”, opuestos a los hechos institucionales o sociales. ¿Se puede, de cualquier
manera, decir apropiadamente que algo, en algún sentido, “cuente como” una silla en el

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sentido del hecho institucional de Searle? La respuesta, sugerimos, es sí: un objeto cuenta
como una silla si es un artefacto pensado y diseñado para ser usado como una silla. Las
propiedades físicas de una silla no son más, entonces, meros “hechos en bruto”, sino
características socialmente construidas y normativamente reguladas que permiten la
función canónica de la silla. La función canónica de los artefactos son, entonces, los
hechos sociales, y el mundo material de objetos “artefácticos” no está constituido tan solo
por “hechos en bruto” es su aspecto físico, sino que también por significados sociales.

Los objetos, entonces, no solo (como sucede con el pañuelo de Vygotsky) pueden ser
signos de algo más, pero, cuando son artefactos, como los son la mayoría de los objetos
que encontramos en nuestra vida cotidiana, son también significantes de sus funciones
canónicas socialmente estandarizadas en un contexto de prácticas sociales.

3. Uso e intercambio temprano de objetos

En una serie de experimentos se investigó la comprensión del funcionamiento de objetos


en bebés y niños pequeños usando búsqueda, imitación de acciones y paradigmas de
comprensión de oraciones. En una franja etaria de los 9 meses a los 3 años y 6 meses,
encontraron patrones de errores que fueron caracterizados como “efectos canónicos”. Los
bebés al final de su primer año de vida tuvieron mayor éxito en tareas de búsqueda del
tipo A-no-B (también conocidas como tareas de permanencia de objeto) cuando el objeto
se encontraba escondido en una taza puesta boca arriba que cuando se encontraba
invertida. Parece ser que estos niños entendían que la taza es un “mejor” contenedor
cuando se encuentra boca arriba que cuando está invertida. Niños ligeramente mayores
fueron, en general, incapaces de imitar la colocación de un pequeño bloque en el fondo
de una taza invertida, y prefirieron girar la taza y colocar el bloque dentro de ella. Con
esta estrategia de respuesta, los niños mostraron que se encontraban “enganchados” a una
comprensión normativa de la taza como un contenedor canónico, la cual neutralizó el
funcionamiento “en bruto” de la parte plana del fondo de la taza invertida.

Se puede considerar que estos experimentos muestran, en primer lugar, los objetos son
cognitivamente comprendidos por los niños, desde edades muy tempranas, en función de
su función socialmente impuesta, normativa y canónica (el objeto “cuenta como” un
contenedor). En segundo lugar, la conceptualización emergente de relaciones espaciales
entre objetos también se deriva tanto de relaciones canónicas funcionales que contraen
los objetos unos con otros, como de información puramente perceptual-geométrica.

¿De dónde proviene esta comprensión, por parte del niño, de la función canónica de los
objetos? Esta pregunta es importante, por causa de la íntima relación entre las propiedades
físicas de un artefacto y su función canónica socialmente “bautizada”. La estructura física
de artefactos “tradicionales” como una taza no solo son no-arbitrarias sino que también
son esenciales para el cumplimiento de su función canónica.

Para concluir esta revisión de la evidencia experimental, enfatizamos el hecho de que las
funciones y las orientaciones canónicas, aunque pueden, en algún sentido, ser intrínsecas
al objeto en tanto entidad material con una determinada estructura y funciones para la

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acción humana, no son propiedades esenciales de los objetos como lo es la sustancia del
objeto. El encuadrado del objeto, en función de su función y orientación normativamente
apropiada, puede ser “localmente” enseñada y negociada. También hay variaciones
interculturales de la orientación y función canónicas asignadas a objetos que pueden ser
materialmente idénticos en distintas culturas.

4. Desde el objeto significativo al símbolo comunicativo

Los artefactos tienen un significado intrínseco dado por su función canónica o su uso de
valor. Lo que un objeto “significa” en una ocasión determinada depende de algo más que
solo su función canónica. No solo puede un artefacto ser usado no canónicamente, sino
también existen significados constituidos que son relativamente autónomos del uso
canónico de valor del objeto. Principal es, entre estos, el significado del objeto como un
objeto de intercambio.

Las rutinas de dar y recibir se desarrollan, en nuestra cultura, temprano, en el segundo


año de vida. Tales intercambios involucran la superimposición, en el objeto, de un status
semiótico, el cual es independiente de su función canónica: es un significante “abstracto”,
y encarnación material, de una relación social de intercambio. El surgimiento de una
rutina de dar y recibir como un formato de coparticipación normativa, recíproca y
mutuamente controlado sienta las bases, sugerimos, para la diferenciación entre el
significante y el significado, la cual es necesaria para dominar el sistema simbólico del
lenguaje. El objeto ahora se convierte en un significante dentro de un campo constituido
por posiciones de sujetos diferenciadas, recíprocas y cambiantes: la del dador y la del
receptor.

Desde un punto de vista comunicativo y simbólico, la habilidad para negociar estas


posiciones de sujetos cambiantes constituye un precursor de la deixis. El objeto media
semióticamente la constitución de la interacción triádica “yo” y “tú”, un momento
diferenciador decisivo en la construcción de la subjetividad. Se dice corrientemente que
la subjetividad se construye en y a través del lenguaje. Esto puede ser así en el sentido de
que el lenguaje provee un apoyo simbólico clave para la adopción de posiciones
subjetivas diferenciales, pero el “sujeto” que ocupa estas posiciones como
simultáneamente un “yo” y un “Yo para ti” está, sugerimos, constituido en el momento
de entrada en el lenguaje a través de la participación en la protoinstitución del
intercambio de objetos.

Sean o no las rutinas de dar y recibir una precondición indispensable para la adquisición
del lenguaje, es indudable que, en desarrollos típicos del lenguaje, es un precursor de este.
Hipotetizamos que representa un paso fundamental en el surgimiento tanto de la
subjetividad como del dominio de la simbolización. El control voluntario, en el
intercambio de objetos, de la recepción y la cesión de objetos, gobernado por normas de
comunicación y no por metas de consumición inmediata, prefigura el uso voluntario y
representacional de signos.

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5. Más allá de la díada: imaginando culturas y comunidades

Nos hemos centrado en los contextos de interacción triádicos, en los cuales el objeto es
el “tercer término” de un triángulo semiótico constituido por las interacciones entre dos
individuos (la díada prototípica de las explicaciones desarrollistas de la intersubjetividad,
y el hablante y oyente típico-ideal de la teoría lingüística). Lo que falta en nuestra
explicación, hasta ahora, es la “Tercera Persona Ideal”: no el Objeto, sino la comunidad
de práctica y significado que, en última instancia, sanciona las normas que gobiernan las
interacciones entre dos o más participantes cualesquiera en sus relaciones con la realidad
social. Al confrontar este constructo –Sociedad, Comunidad o como sea que sea
nombrado- nos encontramos con un problema fundamental de las ciencias sociales y
humanas. ¿Cómo podemos reconciliar la entidad de los sujetos humanos, su capacidad
para innovar, con las estructuras determinantes (aunque no estrictamente determinísticas)
y procesos que permiten el desarrollo del sujeto enculturizado y socializado? En esta
sección, mantenemos nuestra atención en el rol de os objetos y la “interobjetividad” en lo
que Vogel, Valsiner y Lira (1997) han llamado “la dinámica del indeterminismo en los
procesos sociales y del desarrollo”.

Molka et al. proponen la siguiente pregunta: ¿en qué sentido está el desarrollo del signo
relacionado con el proceso que genera o une la creatividad con la resistencia individual,
el hecho de poder de violar las reglas canónicas? Graban y analizan un episodio de juego
de roles sociodramático de un grupo de niñas de entre 5 y 6 años en la “casita” del aula
de una escuela primaria, en el cual un sombrero de vaquero cumplía un rol crucial como
utilería en una narrativa dramática actuada. El sombrero, inicialmente introducido con su
significado canónico “extendido” como un accesorio de moda, más tarde se convirtió en
un significante de una nueva identidad adoptada por una de las niñas como la
contrapartida femenina del personaje de un vaquero que era parte del conocimiento
común contextual de todas las niñas que componían el grupo. Era crucial tanto para la
interpretación del proceso por parte de los investigadores, como para la construcción de
las niñas del “mundo de fantasía”, la creativa designación lingüística del personaje como
“Beth Carrera”, una feminización gramatical del nombre del personaje vaquero
masculino “Beto Carrero”.

Como señalan Smolka et al., el sombrero permaneció a lo largo de todo el juego como un
sombrero, nunca fue usado por los niños como otra cosa que un sombrero. Al mismo
tiempo, se “convirtió” –o, más bien, pasó a significar- más que las reglas canónicas del
uso típico de un objeto que este encarnaba.

El sombrero está, entonces, situado en dos niveles de significado. En el primer nivel, su


función canónica es apropiada activamente por los participantes (en el acto de ponérselo
y sacárselo). En este primer nivel, el constructo del sombrero es intersubjetivamente
compartido, indiscutido y constante: el sombrero permanece como sombrero. En un
segundo nivel, el sombrero es investido con un “significado extendido” [surplus meaning]
que va más allá de la canonicidad. En este segundo nivel, el sombrero significa ahora los
posicionamientos y perspectivas subjetivas de los participantes individuales en un marco

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más abarcativo, comprendido discursivamente y de género, mediante el cual, dice
Simolka, “el aspecto significativo de las acciones (inter)subjetivas… implica
necesariamente… inmersión en el lenguaje y producción de significado”.

El marco discursivo es la narratividad (Gallagher y Huto, este tomo), a través de la cual,


como lo expresa Lightfoot (1997), “el ritmo temporal se convierte en historia, y los
significados transitorios se convierten en formas de conocimiento que perduran el tiempo
suficiente como para poder jugar con ellas”. A través de narrativas intersubjetivamente
compartidas y construidas, el mundo y la identidad del sujeto pueden ser simultáneamente
explorados, renovados y consolidados.

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