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Deseo de venganza

Angela Devine

Deseo de venganza (1996)


Título Original: Yesterday´s Husband (1994)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Julia 789
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Richard Fielding y Emma Prero

Argumento:

Emma había abandonado a su marido ocho años atrás, y al cabo de todo ese
tiempo, Richard volvía dispuesto a vengarse de ella. Emma se encontraba
en una situación difícil. Su padre había dedicado su vida a levantar la
compañía que ella había heredado, y no podía permitir que Richard
destruyera su empresa. Así que no tenía otra opción que pagar el precio que
le pedía por salvarla de la quiebra. Aunque eso significara volver a vivir con
él…
Angela Devine – Deseo de venganza

Capítulo 1
Mientras el autobús del hotel atravesaba la exuberante vegetación del paisaje
balinés. Emma Prero sintió una oleada de nostalgia tan intensa que se quedó sin
respiración.
Las islas que conformaban Indonesia eran tan mágicas y exóticas como las
imaginaba cada vez que recordaba su luna de miel. Las palmeras mecían suavemente
sus ramas por encima de sus cabezas, y cuando el autobús pasaba, los monos se
escabullían asustados por las paredes cubiertas de musgo de los antiguos templos de
piedra. A ambos márgenes de la carretera, se paseaban las isleñas, vestidas con ropa
de colores llamativos y portando en sus cabezas cestas llenas de frutas.
En una ocasión, el chófer se vio obligado a frenar bruscamente para dejar pasar
a una bandada de bulliciosos patos que se cruzó en la carretera. Cuando abrió la
puerta para gritarle al dueño de los animales, entró en el autobús una ráfaga de aire
caliente, el aire del trópico. Con ella llegó la inconfundible esencia de la isla, una
embriagadora mezcla de brisa marina y olor a flores y especias orientales. Al respirar
aquel aroma tan especial, Emma sintió una gran añoranza de Richard. Cerró los ojos
brevemente, esperando encontrarlo sentado a su lado, como nueve años atrás. Pero
no sentía su cercanía, ni sus dedos acariciando sus manos, ni oía sus sonoras
carcajadas. Cuando volvió a abrir los ojos, vio el asiento de al lado vacío; la puerta
del autobús se estaba cerrando con un suave siseo. Agarró el bolso con fuerza y
respiró hondo para intentar controlar los acelerados latidos de su corazón.
No comprendía cómo se le había ocurrido volver. Debía haberse vuelto loca.
Era estúpido someterse a sí misma a esa clase de dolor. En ese momento le parecía
imposible haber concebido una idea tan absurda.
Volvió la cabeza y observó a los otros ocupantes del autobús. Pero sólo le sirvió
para sentirse peor. Frente a ella, había dos parejas bastante mayores, de pelo plateado
y rostros sonrientes; pese a su edad, todavía parecían estar disfrutando de su luna de
miel. Detrás, podía oír a un grupo de jóvenes entusiasmados, dispuestos desde el
primer momento a hacer amistades. Pero lo que más dolor le produjo fue ver al otro
lado del pasillo una pareja de recién casados. La esposa todavía conservaba restos de
confeti en el pelo y miraba radiante a su marido. Él, por su parte, parecía haberse
olvidado de todo, excepto de los límpidos ojos de su mujer.
Emma se sintió como si un cuchillo le hubiera atravesado el corazón. No debía
de ser mucho mayor que aquella joven pareja, al fin y al cabo, sólo tenía veintiocho
años, pero los aventajaba en siglos de experiencias amargas. Suspirando, alisó el
arrugado folleto de viaje que despreocupadamente había enrollado e intentó leerlo.
Era inútil quejarse. Ella era la única responsable de encontrarse en aquella situación y
tendría que afrontarla.
Tuvo otro mal momento cuando el autobús paró en el frondoso patio del hotel.
Mientras seguía al encargado de llevar los equipajes, oyó el sonido de una animada
orquesta. Con tambores, címbalos y otros instrumentos, producían una música
rítmica, emocionante y extraña, que a Emma le resultó inmediatamente familiar. Sí,

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había una orquesta como esa cuando Richard y ella se habían inscrito en el hotel
nueve años atrás. Era la primera vez que utilizaba el nombre de casada, y le había
temblado la mano al firmar. Y también le tembló en ese momento. Con una letra
prácticamente ilegible escribió: Emma Fielding.
El nombre le resultaba extraño, porque apenas lo había utilizado durante los
ocho años que llevaba separada de Richard. En un ridículo impulso, había dejado
aquel nombre en el pasaporte, de modo que cuando viajaba, todavía se hacía la
ilusión de estar verdaderamente casada. Ese mismo impulso era el responsable de
que hubiera evitado pedirle a Richard el divorcio. Aunque se decía a sí misma que lo
despreciaba, le proporcionaba un vano consuelo fingir que, quizá algún día, podrían
volver a estar juntos. Pero Richard sería capaz de ir a la luna antes de volver a
reunirse con ella, se dijo con crueldad mientras dejaba el bolígrafo.
—No parece muy contenta —le comentó el recepcionista, en sus ojos
almendrados se advertía cierta preocupación—. ¿Algo anda mal?
—No, no —le aseguró Emma con voz ahogada. «Excepto que mi marido me
odia, estoy al borde de la ruina y estoy tan deprimida que me gustaría no haber
nacido», pensó—. Nada importante.
El recepcionista le brindó una calurosa sonrisa.
—Así que viaja sola. Quizá esté soltera. Permítame entonces hacerle una
sugerencia. Todas las noches ofrecemos un espectáculo en el Salón Arjuna, es algo
muy familiar, muy informal. Hay muchísimos balineses bailando encantados para
nuestros huéspedes. Suele haber mucha gente joven. ¿Le gustaría que la pusiera en
una mesa con otros turistas para que así pueda hacer amigos?
Emma se estremeció en su interior. Lo último que quería era sentarse con un
grupo de completos desconocidos dispuestos a disfrutar al máximo de sus
vacaciones. Pero el recepcionista parecía tan sinceramente preocupado, que sintió
que le debía una explicación.
—Eh… es muy amable de su parte, pero estoy cansada del viaje y, en cualquier
caso, es posible que no continúe sola durante mucho tiempo. Es posible que mi
marido llegue esta misma noche, así que preferiría quedarme en mi habitación a
esperarlo.
—Por supuesto, señora. Lo comprendo. Estaré pendiente de su llegada.
Pues se iba a cansar de esperarlo, pensó Emma sonriendo con ironía mientras
agarraba la llave.
Cuando llegó un botones, vestido con un sarong negro, una camisa
intensamente roja y un pañuelo batik, cambió inesperadamente de humor. Mientras
lo seguía por un laberinto de pasillos, la depresión de los últimos meses empezó a
consumirse poco a poco. Después de todo, se dijo, a lo mejor había sido una buena
idea hacer ese viaje. Aquellas eran las primeras vacaciones que se tomaba desde que
había dejado a Richard.
—Allí, señora —dijo el botones, y señaló una pequeña construcción—. Ese es su
bungalow. Y los vestuarios de las piscinas están cruzando esa puerta.

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Lo que el botones señalaba era una construcción de dos plantas levantada


siguiendo el estilo tradicional de la isla. Las paredes estaban cubiertas de paneles de
piedra gris con diversos grabados. En ambos pisos, había unas galerías
tentadoramente sombreadas con cómodos sillones de bambú.
—Entre —la urgió el botones, sonriente—. El interior es fresco y cómodo.
Y así era. Al momento se encontró con una habitación acogedora y decorada
con muy buen gusto en la que ronroneaba suavemente un aparato de aire
acondicionado.
Los recuerdos que al verla revivió fueron tan reales que le dolió el corazón.
Miró a su alrededor. Hasta el más mínimo detalle estaba grabado de forma indeleble
en su memoria. Las dos enormes camas con sus colchas de coloridas flores tropicales,
los cuadros, los tocadores de madera tallada, la cómoda… todo le resultaba
insoportablemente familiar. Incluso el baño, decorado en mármol verde y con grifos
dorados, era un patético recuerdo del pasado.
Cuando el botones dejó su maleta para mostrarle la habitación, Emma intentó
esbozar una sonrisa. Pero lo único que quería en ese momento era que la dejaran en
paz, necesitaba quedarse sola con sus recuerdos.
—Muchas gracias —le dijo, interrumpiéndole amablemente—. Si pudiera
traerme, para terminar, un zumo de frutas con hielo, se lo agradecería.
Cuando oyó que el botones cerraba la puerta del piso de abajo, se sintió por fin
libre para dejar de guardar las apariencias. Se quitó los zapatos con un suspiro de
alivio y se deshizo de las horquillas con las que se sujetaba el moño, dejando que su
larga melena cayera libremente por sus hombros. Y entonces, dejándose llevar por
otro de sus absurdos impulsos, subió la maleta encima de la cama y hurgó en su
interior. Cuando encontró lo que estaba buscando, lo dejó encima de la colcha. Con
dedos temblorosos, fue sacándolo todo, un caro vestido francés con un broche de oro
en la solapa, las medias de seda, un collar de perlas y unos pendientes de oro y
perlas. Después, levantó el vestido batik que Richard le había regalado durante su
luna de miel. Era de color azul, sin espalda, y de falda larga. La parte delantera era
de un rojo explosivo. Cuando se lo puso, percibió el olor del arcón de madera de
sándalo en el que había estado guardado durante todos esos años. Agarró un cepillo
y empezó a desenredarse la melena con decisión. Pero antes de terminar, lo dejó y
con una dura sonrisa, se acercó lentamente al espejo del tocador.
—No has cambiado mucho —le dijo a su reflejo.
Pero la cínica expresión de sus ojos y boca, le decían que estaba equivocada. Sí,
razonó, podía estar equivocada, pero su afirmación encerraba también una gran
parte de verdad. Con aquella melena oscura y su tipo de adolescente, parecía la
misma jovencita de diecinueve años que se había casado con Richard. En su piel
pálida y cremosa no se adivinaba ninguna arruga, y sus senos eran más pequeños de
lo que parecían gracias a la forma del vestido. Pero por otra parte, ya era una mujer,
una mujer llena de rencores. Sus ojos, profundamente verdes y con algunas motitas
color miel en el centro, le sostenían la mirada desde el espejo con su habitual
expresión de recelo.

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—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Por qué lo habré hecho? Debería haber sabido
que no había forma de volver.
Con gesto decidido, cerró de golpe la puerta del baño y abrió los grifos para
tomar una ducha. Dejó el agua intencionadamente fría, tanto que cuando se metió en
la ducha, dio un grito de la impresión. Pero cinco minutos después de estar debajo de
aquella vigorizante lluvia, empezó a invadirla un grato sentimiento de bienestar.
«No volveré a pensar en Richard nunca más», se dijo enérgicamente. «Me
relajaré, intentando empaparme del sol y del ambiente de la isla. Y después, estaré en
mucho mejor estado para abordar mis problemas».
Cerró los ojos, elevó el rostro hacia el chaparrón artificial de agua fría y se
estremeció de placer. Mmmm, ya empezaba a encontrarse mejor. Cerró el grifo,
buscó a tientas la toalla y salió de la ducha. Cuando se estaba escurriendo el pelo, le
pareció oír que una puerta se cerraba en el piso de abajo. Probablemente sería el
servicio de habitaciones con el zumo. Bueno, sería mejor que se vistiera por si subía.
Se secó con vigor y se puso el vestido balinés; cuando tuvo el pelo suficientemente
seco, dejó caer la toalla. Abrió la puerta, entró en el dormitorio y al ver a la persona
que allí estaba sufrió una impresión tan terrible que el corazón se le paralizó.
—Richard —gimió.
Era él. No era un producto de su imaginación, sino un ser humano real, sólido,
de carne y hueso. Tan alto y fuerte como siempre, con el mismo pelo rubio y rizado y
algunos mechones casi blancos por el sol. Su tez morena y sus ojos intensamente
azules, eran tal como Emma los recordaba, pero había algo diferente en él.
Continuaba siendo un hombre devastadoramente atractivo, pero había adquirido
una dureza que nueve años atrás no tenía. Emanaba una autoridad y una fuerza
arrasadoras. Al igual que Emma, iba vestido de un modo informal, con el mismo tipo
de ropa que usaban durante su luna de miel. En su caso, llevaba unos pantalones
cortos de color beige y una camisa de safari, dejando sus fuertes brazos y piernas al
descubierto. Pero el parecido con el hombre al que una vez había amado Emma con
todo su corazón, terminaba allí.
En otros aspectos, era un completo extraño, serio e implacable. Su postura y su
expresión reflejaban una inconfundible hostilidad.
—Hola, Emma.
La joven se agarró al marco de la puerta para sostenerse. La voz de Richard era
inconfundible.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con un susurro helado.
Richard parecía tan tranquilo como si la hubiera dejado para ir a tomar un poco
de aire fresco diez minutos antes. Con un gesto de indiferencia, señaló la escalera…
—Te lo explicaré dentro de un momento —contestó con serenidad—. Mientras
tanto, ¿por qué no bajamos y nos tomamos un aperitivo?
Una extraña sensación de irrealidad se apoderó de Emma mientras bajaba las
escaleras detrás de él. ¿Sería real lo que estaba ocurriendo? ¡Era imposible! No, no
estaba soñando. Pero en cualquier caso, el hecho de ver a su marido después de

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haber estado separados durante tanto tiempo, estaba provocando un verdadero caos
en sus sentimientos. Millones de preguntas revoloteaban por su mente, y sin pararse
a pensar, dijo:
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
Richard se encogió de hombros, sonrió y la miró como si fuera la cosa más fácil
del mundo averiguar dónde podía estar Emma, aunque supuestamente fuera algo
estrictamente secreto.
—Me lo dijo Matty.
—¿Matty? —repitió Emma, indignada—. ¿Le sonsacaste la información a
Matty? ¡No puedo creerlo! Siempre ha sido una secretaria perfecta, absolutamente
discreta. Y le dije que nadie debía saber dónde estaba.
Richard soltó una fría carcajada y alzó su vaso, haciendo un saludo burlón.
—Bueno, a lo mejor pensó que tu marido tenía derecho a un trato especial —le
dijo con voz de acero—. Además, le dije que tenía que hacerte una proposición
interesante, y que era urgente.
—¿Una proposición? —gritó Emma alarmada—. ¿Qué tipo de proposición?
¿Qué quieres decir?
—No te precipites, Emma —repuso Richard arrastrando perezosamente las
palabras—. Antes de empezar a hablar de eso, tenemos que ponernos al día sobre
muchas cosas. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
Desde luego, pensó Emma. Durante un instante de locura, había sentido una
jubilosa exaltación de alegría al ver a Richard, pero en ese momento comprendió lo
equivocado de aquella reacción. No había nada de amistoso en el inquietante rostro
que se enfrentaba a ella a través de la mesa, y no sentía ninguna necesidad de saber
lo que Richard había estado haciendo desde la última vez que lo había visto. Ya tenía
demasiada información, se dijo con amargura. Las revistas del corazón y los
periódicos financieros la habían mantenido informada con todo lujo de detalles de su
meteórico ascenso económico y de las sofisticadas y atractivas mujeres que lo
entretenían. Con una mueca irónica, se preguntó si Richard también habría seguido
su trayectoria profesional y su supuesta vida amorosa a través de la prensa. Las
siguientes palabras de Richard le demostraron que así había sido.
—No soy tan hipócrita como para fingir que sentí la muerte de tu padre —le
dijo sin rodeos—. Pero espero que no fuera doloroso.
Una sombra oscureció el semblante de Emma cuando recordó las terribles
semanas que había pasado al lado de su padre en la clínica. Durante aquellos días,
habría dado cualquier cosa por poder contar con el apoyo de Richard.
—Lo fue —contestó con voz ronca.
—Lo siento. El cáncer de hígado es una enfermedad espantosa. Demostraste ser
muy valiente al enfrentarte a aquella situación como lo hiciste. Sé que estuviste cerca
de tu padre en todo momento, y debió ser un infierno verlo morir poco a poco.

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También realizaste una labor sorprendente al hacerte cargo de la empresa de tu


padre con sólo veintiún años.
A Emma le sorprendieron y gratificaron aquellas alabanzas.
—Gra… gracias —farfulló, sonrojándose.
—Por supuesto, la crisis debe de haberte asestado algún que otro golpe desde
entonces —continuó Richard escrutándola con una perspicaz mirada—. No son
buenos tiempos para las empresas inmobiliarias, sobre todo para las que tienen
edificios de oficinas en el corazón financiero de la ciudad. Dime, ¿cómo has enfocado
la reconversión de la compañía?
Para Emma, aquella pregunta fue como una bala mortal. Por un momento,
contempló la posibilidad de decirle la verdad, pero su orgullo no le permitiría
humillarse confesando su fracaso. En vez de ello, forzó una sonrisa.
—No, no son buenos tiempos —le dijo resueltamente—, pero en conjunto, creo
que la compañía está yendo verdaderamente bien.
—Eres una mentirosa —le dijo Richard suavemente.
Los sentidos de Emma se avivaron como si la hubiera agredido. El color
desapareció de su rostro y el corazón empezó a latirle violentamente. Intentó decir
algo, pero fracasó. Volvió a intentarlo y le salió una especie de graznido:
—¿Lo sabes?
—Sí.
Emma sacudió la cabeza aturdida y, cuando Richard volvió a sentarse, le dirigió
una mirada de angustia.
—Entonces, ¿debo suponer que en Sidney todo el mundo está al tanto? —
preguntó con un nudo en la garganta.
—No —contestó Richard—. Has ocultado bien tus problemas, y tengo que decir
que has hecho un duro esfuerzo para salvar la compañía. Si no te hubiera fallado el
banco, lo habrías conseguido. Pero como no has tenido esa suerte, estás en un
aprieto, ¿verdad?
—Sí —musitó Emma.
—Lo que me interesa saber es por qué estás disfrutando de unas lujosas
vacaciones cuando estás al borde de la bancarrota. ¿Hay alguna buena razón para
ello o se trata de otro de tus caprichos de niña mimada?
Aquella perezosa insinuación desató una tormenta en el interior de Emma.
Fuera de sus casillas, se levanto de un salto y miró a Adam con ojos centelleantes.
—¡Maldito seas! —gritó—. ¿A eso has venido? ¿A insultarme?
Se movió con torpeza entre la silla y la mesa intentando poner tanta distancia
como fuera posible entre ellos. Pero cuando estaba saliendo de entre los muebles la
voz de Richard restalló en el aire como un latigazo.
—No te vayas todavía, Emma; no hemos terminado.

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—Yo sí he terminado contigo —estalló—. Nunca has podido verme gastar


dinero sin criticarme ¿verdad? ¡Y no creo que para ti pudiera suponer alguna
diferencia que tuviera una buena razón para estar aquí!
—¿La tienes? —se burló, arqueando con gesto indolente una ceja.
Emma temblaba de tal manera que tuvo que aferrarse al respaldo del sillón para
sostenerse. No podía decirle la verdad. La verdadera razón por la que había querido
ir allí era que aquel era el único lugar del mundo en el que alguna vez había sido
completamente feliz. Y el motivo de su felicidad había sido que estaba con Richard,
algo que no podía admitir en ese momento delante de él.
—No veo que esto tenga nada que ver con tus negocios —le dijo—. Pero si te
sirve de consuelo, quiero que sepas que me sentí culpable ante la idea de gastar
dinero en unas vacaciones, aunque lo que voy a pagar por esto es una gota de agua
en el océano comparado con las deudas que voy a contraer muy pronto. Pero de
hecho, yo no me he pagado estas vacaciones. Lo ha hecho mi madre.
—¿Tu madre? —repitió Richard sorprendido—. ¿Quieres decir que la has visto
últimamente? Creía que el bueno de tu padre te lo había prohibido.
—No hables de mi padre con ese desprecio —le dijo colérica—. Yo tenía
veintiún años cuando murió, ya era una mujer madura. Sabía que mis padres
quedaron en muy malos términos después del divorcio, pero pensé que debía hacer
mi propia elección.
—Me alegro de oírlo —dijo Richard con amargura—. Es una pena que no
hicieras lo mismo con otros problemas, o quizá en ese caso no podrías haber vivido
como querías. Cuando te conocí estabas verdaderamente bien bajo sus alas.
—¡No es cierto! —gritó Emma.
—¿De verdad? Permíteme no estar de acuerdo contigo. De hecho, siempre
pensé que si no hubiera sido por el bueno de tu padre, no te habrías metido en la
cama con Nigel Wellings cuando todavía estabas casada conmigo.
Emma se quedó helada ante aquel cruel recuerdo del pasado.
—¡Bastardo! —siseó—. Sabes condenadamente bien que eso nunca ocurrió.
Mira, si sólo has venido aquí para insultarme, estás perdiendo el tiempo. Ahora
hazme el favor de marcharte.
—No —dijo Richard suavemente.
—Entonces te echaré —lo amenazó Emma.
Richard soltó una desagradable carcajada.
—¿De verdad? —se burló—. Bueno, puede ser interesante. ¿Qué les dirás a los
empleados del hotel cuando les pidas que vengan a echarme? Después de todo,
cariño, soy tu marido. Tú misma le dijiste al recepcionista que esperabas que llegara
esta noche. Me lo ha mencionado cuando le he preguntado por ti. ¿No crees que
puedes encontrarte en una situación un poco embarazosa?

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Emma enmudeció. La escena no sería solamente embarazosa, era totalmente


impensable. Antes de que pudiera decir una sola palabra. Richard continuó con voz
peligrosamente sedosa:
—Así que tienes un amante, ¿verdad? Bueno, conociéndote, no puedo decir que
me sorprenda. Aunque desapruebo que se camufle bajo mi nombre. En cualquier
caso ¿quién es el afortunado?
—¡Nadie! —gritó Emma—. Le dije eso al recepcionista porque me ofreció
ponerme en una mesa con otros turistas. ¡Quería un poco de intimidad!
—Ya te he dicho una vez que eres una mentirosa —murmuró Richard—. Y
ahora vuelvo a repetírtelo. No te creo.
—Bueno. No me preocupa lo que creas o lo que dejes de creer —estaba tan
furiosa que le temblaba la voz—. Porque todo terminó hace tiempo entre nosotros,
¿verdad? Así que, ¿por qué no te vas? Vamos, vete.
—Claro que no —dijo Richard con una peligrosa sonrisa—. No me iré hasta que
no oigas mi propuesta. Mira, Emma, yo podría salvarte de la bancarrota.
Emma sintió un frío repentino en todo su cuerpo.
—¿Lo harías? ¿Pero… por qué? Yo siempre he pensado que me odiabas.
Richard entrecerró los ojos y le dirigió una perspicaz mirada.
—Quizá lo haga, pero tengo mis razones para ello. Te hablaré sobre ellas
durante la cena. Por supuesto, habrá algunas condiciones.
—¿Condiciones? ¿Qué clase de condiciones?
—Condiciones que creo que no te van a gustar —ronroneó Richard—. Una de
las ventajas de ser suficientemente rico es que te da la posibilidad de llevar la batuta
¿verdad, Emma? Probablemente todavía recuerdes el placer de tener esa clase de
poder, ¿no, encanto? Ahora dime a qué hora te gustaría cenar. Bueno, será mejor que
ponga yo la hora. Ponte tu mejor vestido, pasaré a buscarte a las siete.

En cuanto Richard cerró la puerta tras de sí, Emma se desplomó en un sillón.


Estaba aturdida, no podía creer lo que le estaba pasando. Volver a ver a Richard tan
inesperadamente le había causado una profunda impresión. Y todas las viejas
heridas que creía cicatrizadas, o al menos anestesiadas por el paso del tiempo, habían
vuelto a abrirse. La asaltó un crudo y doloroso sentimiento de humillación al pensar
en aquel encuentro. No había ninguna duda de que Richard la odiaba. Pero también
había visto algo en la expresión de sus ojos que le decía que todavía la deseaba. Al
igual que ella le deseaba a él, reconoció. La vergonzosa y humillante verdad era que
le había bastado mirarlo para experimentar una agradable sensación de calor en todo
su cuerpo. Tenía la absoluta certeza de que si Richard hubiera llegado con otra
actitud, si en vez de aborrecerla le hubiera demostrado que aún la amaba. En ese
momento estarían desnudos en la cama.

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Emma se cubrió el rostro con las manos y gimió. ¿Por qué había ido Richard?,
se preguntaba desesperada una y otra vez. No tenía sentido. Emma no comprendía
por qué quería salvar Richard la compañía Prero de un desastre seguro. Si de verdad
la odiaba, sería más lógico que la dejara hundirse sin tenderle un cable. Pero lo que
más la inquietaba, era el tipo de propuesta que tendría Richard en mente.
Pero no tenía respuesta para ninguna de esas preguntas y continuar
amargándose con ellas sólo le serviría para terminar con dolor de cabeza y ponerse al
borde de la histeria. Era más sensato salir a nadar un rato, ponerse después sus
mejores ropas y encontrarse con él a la hora de la cena en su propio terreno. Se
mostraría como la fría y calculadora mujer de negocios en la que se había convertido
durante aquellos años.
Apretó los labios con determinación y sacó de la maleta una toalla de playa, un
diminuto bikini de color verde esmeralda, unas sandalias y un tubo de crema
bronceadora. Y con aquel equipo, se dirigió a la piscina.
Era un lugar idílico, y si no hubiera estado tan afectada por la llegada
inesperada de Richard. Todas sus preocupaciones se habrían ido alejando poco a
poco al verlo.
Emma se quitó el sarong que llevaba encima del bikini y lo dejó bajo una
sombrilla. Después se sumergió en el agua. Era una delicia flotar boca arriba, con la
mirada fija en aquel cielo sin nubes.
Si a Richard no se le hubiera ocurrido aparecer por allí, habrían sido unas
vacaciones maravillosas.
Por alguna razón, tenía la certeza sobrecogedora de que Richard iba a
proponerle salvar la compañía a cambio un precio que no estaba preparada para
pagar.
Más tarde. Cuando se encontró con él para ir a cenar, pudo comprobar que su
presentimiento había sido totalmente certero.
Richard llegó a las siete en punto, con un aspecto fríamente atractivo. Se había
puesto una chaqueta blanca, de un tejido ligero, una camisa del mismo color y unos
pantalones negros.
Emma también se había arreglado con esmero. No porque Richard se lo hubiera
dicho, sino porque saberse con un aspecto tan sofisticado la ayudaba a aumentar su
confianza en sí misma, cosa que en ese momento necesitaba desesperadamente.
Llevaba el pelo recogido en un moño, algo habitual en ella, y se había puesto un
vestido largo de chifón rojo con un bonito escote; completaba su atuendo con un
collar de oro y perlas. La sombra de ojos realzaba las motas doradas de sus ojos, el
pequeño toque de colorete ocultaba su extrema palidez y sus labios, pintados de un
color similar al del vestido, pocas veces habían tenido un aspecto tan provocativo.
Richard resopló irónicamente cuando Emma le abrió la puerta.
—Estás muy atractiva —comentó.
—Gracias —repuso Emma cortante—. ¿Nos vamos?

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El restaurante estaba en el quinto piso del edificio principal del hotel y desde
allí había una vista panorámica del océano. La puerta de entrada estaba flanqueada
por dos enormes estatuas, eran dos guerreros indonesios de aspecto feroz tallados en
piedra e iluminados desde abajo de tal manera que sus ojos parecían brillar de un
modo siniestro.
Una joven sonriente avanzó hacia ellos para preguntarles sus nombres.
—Señor y señora Fielding —dijo Richard con tanta naturalidad como si
hubieran estado juntos durante los últimos ocho años.
—Por supuesto, señor. Por favor, vengan por aquí.
El restaurante estaba tenuemente iluminado para dar prioridad a la vista del
océano. Bajo aquella luz, Richard tenía un aspecto amenazador.
La camarera les mostró una mesa discretamente aislada por un biombo del
resto del salón y con una vista soberbia del océano, iluminado en ese momento por la
luna.
Cuando ambos estuvieron sentados, la camarera les extendió las servilletas en
su regazo y les tendió la carta.
—¿Puedo traerles una copa antes de la cena?
—¿Emma?
—Oh, sí, yo quiero un gin-tónic —contestó precipitadamente.
En ese momento estaba demasiado nerviosa para preguntar o preocuparse por
las bebidas locales, aunque normalmente le gustaba experimentar cuando tenía
posibilidad de probar especialidades regionales.
—Parece un poco soso —comentó Richard arqueando las cejas—. Yo probaré el
cóctel arak. Espero que seas algo más atrevida con la comida, querida.
«Querida», pensó Emma con ironía. Probablemente lo había dicho para que lo
oyera la camarera, razonó. Pero, ¿por qué estaba comportándose de ese modo? ¿Sería
aquel despliegue de buenas maneras una forma de evitar desconcertar a los demás
con la hostilidad que, indudablemente, había entre ellos? ¿O sería algo más que eso?
Emma suspiró aliviada cuando la camarera volvió con sus bebidas y pudo dar
un sorbo a su amarga y refrescante copa. Al fondo del restaurante, una orquesta de
baile empezó a tocar suavemente con un ritmo muy pegadizo que volvió a sumir a
Emma en una extraña sensación de irrealidad.
Si no hubiera sido por la tensión que advertía en la forma que Richard apretaba
los labios, podría haber pensado que estaban disfrutando de una segunda luna de
miel. Cuando la camarera volvió para tomar nota de lo que iban a cenar, aquella
ilusión se intensificó.
Permitiendo que sus dedos quedaran a una distancia mínima de la mano de
Emma, Richard levantó la mirada hacia la camarera y le dirigió una deslumbrante y
seductora sonrisa que alguna vez había hecho que a Emma se le aflojaran las piernas.

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Pero entonces, sin dejar de sonreír, se volvió hacia ella, haciendo que descubriera
desconcertada que aquella sonrisa continuaba teniendo el mismo efecto en ella.
—Creo que tomaremos pollo con salsa de cacahuetes para empezar, ¿te parece
bien, cariño? Y después rijstafel. Podemos continuar con una fuente de frutas
tropicales. Y, por favor, pídale al encargado de las bebidas que nos traiga una botella
de champán.
En cuanto la camarera se retiró, la sonrisa de Richard se desvaneció. Se reclinó
en su silla, tamborileó con los dedos en la mesa y escrutó a Emma con la mirada; de
su rostro había desaparecido ya toda sombra de encanto.
—Oí decir que Nigel Wellings se arruinó después de dejarte.
Emma abrió la boca para protestar. Nigel no la había dejado a ella. De hecho
había sido exactamente al revés. Nigel se había puesto furioso cuando Emma le había
explicado al cabo de unos meses que había confundido sus propios sentimientos, que
no estaba enamorada de él y que nunca podría estarlo. Y tras la muerte de su padre,
le había pedido que abandonara Prero por las buenas. Nigel nunca se lo había
perdonado y le había dicho en unos términos inequívocos que el dinero había sido lo
único que le había atraído de ella. Naturalmente, había sido un duro golpe para el
orgullo de Emma, pero en el fondo, había sentido un enorme alivio. Sólo había
sentido una vez el verdadero amor, pero aquella experiencia había terminado de una
manera tan dolorosa que nunca había querido volver a enamorarse de nadie, ni
siquiera de Nigel. Cuando éste había hecho correr por Sidney el rumor de que la
había abandonado, a Emma le había parecido más digno no desmentirlo. Incluso
después de la afirmación de Richard, seguía pensando que había sido lo mejor.
—Sí, yo también lo oí —contestó fríamente, dando otro sorbo a su bebida—. Fue
una desgracia para él.
—Oh, yo no diría eso —dijo Richard con una voz peligrosamente dulce—. En
mi opinión, no podría haber un hombre que se lo mereciera más que él. Pero como tú
estuviste enamorada de Nigel, supongo que ves las cosas de diferente manera.
Emma permaneció en silencio. Afortunadamente, el camarero encargado de las
bebidas llegó en ese momento con el champán y montó un gran alboroto mientras lo
descorchaba y lo servía.
Sin dejar de estudiar su rostro, Richard levantó su copa y sonrió con gravedad
cuando el camarero se marchó.
—Yo pensaba que volverías arrastrándote hacia mí como un cachorrito herido
cuando Nigel te dejó. Fue una sorpresa descubrir que tenías cierto orgullo. Emma.
Emma siempre había tenido un carácter explosivo. Y en ese momento, con los
nervios destrozados por los acontecimientos de los últimos meses, la provocación de
Richard era más de lo que podía soportar.
—¿Un cachorro de Richard? —se burló—. Por su puesto que no. Y estás
cometiendo un peligroso error si piensas que soy una especie de perrito faldero,
querido. Lo único que vas a conseguir con esa teoría es un mordisco en la muñeca.

12—98
Angela Devine – Deseo de venganza

Richard miró a Emma por encima del borde de su copa. Después bebió un
sorbo de champán y dejó la copa en la mesa.
—Aunque parezca extraño, es una perspectiva muy tentadora. Todavía no has
perdido tu atractivo, ¿sabes? De hecho, te encuentro intensamente excitante.
Emma contuvo la respiración y lo miró horrorizada. ¿Por qué tenía que decirle
esas cosas? Aunque su tono de voz era tan seco que eliminó de sus palabras
cualquier tipo de sentimiento, éstas le causaron una fuerte impresión. Se mordió el
labio, espantada ante la posibilidad de oírse hacer la humillante declaración de que
Richard tampoco había perdido ni un ápice de su capacidad de atraerla. Tragó saliva
y forzó una pequeña y cínica sonrisa.
—Pretendes halagarme —le dijo—. Pero me cuesta creerte.
—A mí también —repuso Richard muy serio—. Al fin y al cabo, prácticamente
no tienes pecho y tienes la nariz demasiado larga. A eso hay que añadir que te
estropearon desde tu nacimiento, no tienes ni idea de lo que significa ser leal, eres
despilfarradora, terca y no tienes corazón. No puedo imaginar cómo podría
encontrarte atractiva. Pero, aunque parezca extraño, la verdad es que así es.
—¿De verdad? —lo desafió Emma—. Tú, sin embargo, eres un regalo de los
dioses para cualquier mujer. Encantador, atractivo, rico, irresistiblemente sexy, y con
un dominio sorprendente del lenguaje. No puedo imaginarme por qué no te
encuentro atractivo. Pero, aunque parezca extraño, así es.
Richard cerró la mano alrededor de la muñeca de Emma.
—No te burles de mí, Emma, te aseguro que podrías arrepentirte —dijo entre
dientes.
—¡Deja de hacer amenazas ridículas, Richard! Y vayamos al grano, ¿cual es esa
propuesta que querías discutir conmigo?
—Es muy sencillo, Emma. Quiero ofrecerte un programa de noventa días que
permitirán mantener a Prero en funcionamiento durante los próximos tres meses.
Además, acudiré a tu rescate para solucionar lo del alquiler de las oficinas. Necesitas
a alguien que pueda alquilarlas y yo nuevos locales. La compañía Fielding se está
expandiendo tan rápidamente que se nos han quedado pequeñas nuestras actuales
oficinas y estoy preparado para hacerme cargo del contrato de arrendamiento que
vayas a ofrecerme.
Al oír aquella declaración, Emma se sintió tan sorprendida como aliviada. ¡La
compañía de su padre no iba a tener que declararse en quiebra! Todavía podría
mantener la cabeza erguida ante los empleados que dependían de ella para ganarse
la vida. Pero después de siete años de experiencia en el toma y daca del mundo de
los negocios había aprendido a recelar de ese tipo de propuestas, incuestionables en
apariencia.
—¿Con qué condiciones? —preguntó con cautela.
—Con dos condiciones —dijo Richard suavemente—. La primera es que seré
nombrado director ejecutivo de Prero inmediatamente. Con mi pericia en este
ámbito, creo que puedo dar la vuelta al negocio y conseguir que genere beneficios al

13—98
Angela Devine – Deseo de venganza

final de esos tres meses. Y en ese momento, si quieres, podrás volver a asumir el
control del negocio.
—¿Y la segunda condición?
Richard hizo una pausa antes de contestar. Bajo la luz de las velas, los ojos le
brillaban de un modo amenazador. Cuando habló, lo hizo en voz baja y ronca.
—Que vuelvas a ser mi esposa, en el completo sentido de la palabra, durante
esos tres meses —lo decía tan secamente como si estuviera resumiendo la cláusula de
un contrato—. Al cabo de ese tiempo, podemos revisar la situación y tomar una
decisión final sobre nuestras intenciones. Me imagino que podremos divorciarnos
entonces.
Emma estuvo a punto de desmayarse de la impresión ante las humillaciones
que aquella sugerencia implicaban.
—¿Qué quieres decir? —preguntó alarmada—. ¿A qué te refieres cuando dices
«una esposa en el completo sentido de la palabra»?
Richard bebió otro sorbo de champán y sonrió fríamente.
—Es evidente, ¿no? Quiero decir que volveremos a vivir juntos. Y, por
supuesto, también a dormir juntos —pronunció las dos últimas palabras con
inconfundible placer.
Emma se lo quedó mirando fijamente, sin poder dar crédito a lo que estaba
oyendo.
—¿Por qué? —estalló Emma—. ¡Acabas de decirme que me maleducaron, que
soy una mujer desleal, despilfarradora, terca y sin corazón!
—Y es cierto. Me dejaste por otro hombre por culpa de una estúpida discusión
que no habría tenido ninguna importancia para cualquier mujer con una pizca de
madurez o capacidad de asumir sus compromisos. Nunca te lo perdonaré, Emma.
—¿Entonces, qué motivos tienes para querer acostarte conmigo? —le preguntó
Emma con aire desafiante—. No irás a decirme que tiene algo que ver con el amor,
¿verdad?
—Claro que no —susurró con voz ronca—. Con el amor no, Emma, con la
venganza.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Capítulo 2
Emma estaba asombrada de que Richard pudiera permanecer sentado con
aquella insulsa sonrisa mientras decía unas palabras que a ella acababan de romperle
el corazón.
Se hizo entre ellos un prolongado silencio. Emma tragó saliva, intentado
dominar su consternación. Sacó una flor del jarrón de cristal que había en el centro de
la mesa y aspiró su penetrante aroma.
Antes de que pudiera contestar, llegó la camarera con el pollo. Emma agradeció
en su interior aquella interrupción. Se sirvió dos brochetas del jugoso manjar y una
generosa cucharada de salsa de cacahuete antes de brindarle a la camarera una tensa
sonrisa. Pero cuando ésta se fue, Emma no tocó la comida.
—Se te va a quedar fría —señaló Richard.
—¿Eres capaz de comer después de haberme dicho fríamente que no quieres
acostarte conmigo por amor, sino por un loco deseo de venganza? —le espetó Emma.
—La verdad es que sí.
—¿Pero por qué? —preguntó Emma, negándose a creer que Richard pudiera ser
tan cruel.
—Por esa razón, exactamente —contestó Richard, terminó de tragar un bocado
de pollo y sonrió—. Por poder. Por una vez, quiero ser el que controle la situación, en
vez esa especie de marioneta que podía ser manipulada por ti y por tu padre.
—¡Nunca fuiste nada parecido! —exclamó Emma indignada.
—¿No? Mira Emma, me casé contigo porque estaba enamorado de ti, pero
desde el principio, tu padre pretendió demostrar que andaba detrás de tu dinero. Y
tú fuiste tan tonta que lo creíste.
—¡Eso no es cierto! No me importaba que no tuvieras nada. Dejé mi casa y me
casé contigo, ¿no? Y estuve viviendo en aquella repugnante casa en Woolloomoolo…
—Y volvías corriendo con tu padre cada dos minutos —replicó Richard
duramente.
—Porque os quería a los dos. Quería que fuerais amigos. ¿No te parece que era
razonable?
Richard soltó una carcajada fría y burlona.
—No cuando estabas intentándolo con un hombre como Frank Prero. Estaba
firmemente decidido a separarnos desde el principio.
—¡No! Sé que al principio no le gustó la idea de nuestro matrimonio, pero poco
a poco fue cambiando de opinión. ¿Por qué crees que te dio ese contrato tan
importante en el centro comercial? Porque quería ayudarte.
Richard soltó una maldición.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—¡Y me ayudó muchísimo! Ese fue otro de sus solapados movimientos para
separarnos. Estoy absolutamente convencido de que él fue una de las personas que
hizo imposible que consiguiera los materiales que necesitaba para terminar el
contrato a tiempo. Intentar sacarme del negocio era su manera de castigarme por
haber tenido la audacia de enredarme contigo.
—Oh, es fácil hacer sucias acusaciones contra un hombre que está muerto y no
puede defenderse —le contestó colérica—. ¿Pero tienes alguna prueba?
—No, no tengo pruebas —contestó entre dientes—. Pero estoy seguro de que
fue así. En cualquier caso, fuera lo que fuera lo que tu padre hiciera o dejara de hacer,
si hubieras sido una buena esposa, habrías permanecido conmigo en aquel momento
de crisis.
—¿Sí? —Emma estaba boquiabierta—. ¿Incluso cuando saliste violentamente de
casa, insultando a mi padre, y no volviste a aparecer hasta cinco días después? Y no
sólo eso…
—Escucha, no pretendo decir que yo fuera el marido perfecto. Pero no creo que
mis defectos justificaran la clase de venganza que me infligiste. Una esposa decente
habría tenido en cuenta otras cosas, antes de hacer las maletas y volver corriendo a
casa de su padre.
Emma apretó la mano con tanta fuerza alrededor de su copa de champán que
parecía que iba a romperla. Apretando los dientes, controló el impulso de arrojarle su
contenido a la cara. ¿Ah, sí?, se dijo, ¿una mujer decente habría mirado hacia otro
lado mientras él tenía una sórdida aventura con otra, once meses después de haberse
casado? Pues ella nunca podría hacer una cosa así. Había odiado a Richard entonces,
y lo odiaba en ese momento por haberla herido de ese modo. Pero cuando habló, lo
hizo con en un tono frío y sereno.
—Desgraciadamente, yo no era una esposa decente.
—No —contestó Richard con una sonrisa de desprecio—. Pero ahora tienes otra
oportunidad. Y esta vez puedes hacer las cosas bien. Vuelve conmigo y compórtate
exactamente como yo quiero.
—¿Por qué? —preguntó Emma con voz temblorosa—. ¿Por qué quieres que
haga eso?
—Ya te lo he dicho. Quiero tener el control de nuestra relación.
—¿Y si me niego?
—Entonces terminarás arruinada —contestó Richard, encogiéndose de
hombros.
Emma suspiró. No podía creer lo que estaba oyendo.
—Pero eso es inhumano.
—¿Más inhumano que tu forma de tratarme?
Emma no podía tener las manos quietas. Tomó una brocheta de pollo y volvió a
dejarla en su sitio; empezó después a juguetear con el cuchillo, trazando dibujitos en

16—98
Angela Devine – Deseo de venganza

el mantel. En su interior se levantó una enorme oleada de tristeza. Al final, ya no


pudo soportarlo más y le dirigió a Richard una mirada suplicante.
—¡Richard, por favor! Has dicho que te casaste conmigo porque estabas
enamorado de mí. Si todavía sientes algo por mí, no me atormentes de esta manera.
No puedes hacer una cruel parodia de lo que alguna vez sentimos el uno por el otro.
El semblante de Richard se transformó en una dura y despiadada máscara de
granito.
—Pero ya no siento nada por ti. Emma —le dijo suavemente—. Tu propia
actitud hizo que muriera todo el amor que sentía. Lo único que queda es una
involuntaria aunque muy potente atracción física. Imagino que si puedo satisfacerlo
durante esos tres meses, podré apagar de una forma efectiva ese deseo.
—¿Y entonces?
—Entonces podemos divorciarnos. Después de todo, podría querer casarme con
otra mujer. Una mujer a la que pueda amar y respetar.
—¿Tienes alguien en mente? —le preguntó aterrorizada.
—Quizá —contestó encogiéndose de hombros con expresión enigmática—. En
realidad, tú también podrías querer casarte otra vez.
—No creo —contestó desolada—. Después de todo lo que he pasado, me
sorprendería volver a tener interés en casarme alguna vez.
Richard le dirigió una sonrisa burlona.
—Entonces, cuando ponga en orden tu compañía, puedes dedicarte a ganar
dinero y coleccionar amantes, las cosas que verdaderamente te interesan. ¿Verdad,
querida?
—Eres un cerdo, Richard —lo insultó en un susurro.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta, Emma. Bueno, ¿qué respondes?
Emma estaba temblando, pero intentaba contener su enfado y pensar con la
cabeza fría. Había trabajado duramente para llevar la compañía al lugar en el que se
encontraba, y si no hubiera sido por la caída de Sawford, el banco que le alquilaba las
oficinas, sabía que habría sido un próspero negocio. Además, había gente que
trabajaba para ella, que dependía de ella para sostenerse. ¿Qué ocurriría con sus
puestos de trabajo si dejara que la compañía quebrara? Por mucho que odiara a
Richard, la lealtad hacia sus empleados la urgía a aceptar su oferta.
Pero por debajo de aquella, se escondía otra razón: un disparatado y
arrebatador deseo de estar en los brazos de Richard, de volver a compartir su cama.
No sería una relación permanente, lo sabía, y probablemente le acarrearía más dolor
que placer. Pero al ver a Richard había despertado en ella un antiguo e intenso deseo,
y quizá también una necesidad sentimental que sólo él podía satisfacer. Aunque no
pudiera encontrar el amor en sus brazos, al menos podría apagar temporalmente las
llamas que la abrasaban.
La joven asintió con gesto amargo.

17—98
Angela Devine – Deseo de venganza

—Al parecer no tengo alternativa.


—Mírame, Emma. Dime lo que vas a hacer.
Se miraron con un profundo aborrecimiento, pero en los ojos de ambos había
algo más, un sentimiento indefinible…
—Voy a volver contigo —dijo entre dientes.
—Bien —murmuró Richard con tanta indiferencia como si acabara de aceptar
convertirse en su mecanógrafa—. Entonces te sugiero que pruebes esta excelente
comida y después vayamos a dar un paseo por la playa antes de irnos a la cama.
Emma oyó campanas de alarma en su cabeza. Miró el pollo con tanta
repugnancia como si fuera una hierba venenosa. A pesar del agradable aire tropical,
sintió las manos repentinamente frías.
—¿Cuan… cuándo empieza ese reencuentro? —farfulló.
—Oh, ¿no te lo he dicho? —la miró divertido—. Empieza esta noche.
Emma, que estaba tomando un sorbo de champán en ese momento, se
atragantó.
—¿Esta noche? —se había quedado boquiabierta.
—Sí. La última noche la he pasado en otro hotel, pero ya he dado órdenes de
que llevaran mi equipaje a tu bungalow esta noche. Ya estará allí cuando volvamos de
nuestro paseo.
—No puedo creerlo —dijo, sacudiendo la cabeza aturdida—. Esto no puede
estar sucediendo.
—Claro que sí —le aseguró Richard con amabilidad—. Te resultará mucho más
fácil creerlo mañana por la mañana, después de… un buen sueño. Y no te preocupes,
lo primero que haré después de desayunar será enviar unos faxes a mis abogados y a
mi banco para organizar el lado económico de nuestro acuerdo.
Emma casi no oyó la última frase. Estaba demasiado aterrada pensando en lo
que podría significar «un buen sueño» en compañía de Richard.
Intentando mantener un aire de normalidad, sacó un pedazo de pollo de una de
las brochetas, lo hundió en la salsa de cacahuete y se lo comió. Para su sorpresa, lo
encontró delicioso.
—La comida sigue siendo muy buena en este lugar, ¿verdad? —comentó. Tenía
la extraña sensación de que estaba soñando y podía despertarse en cualquier
momento.
—Sí. He pensado muy a menudo en este lugar durante todos estos años, y
supongo que tú también, si no, no habrías venido. Déjame pensar, ¿qué más hicimos
la última vez que estuvimos aquí? Ah, sí. La excursión a Penolokan. Realmente fue lo
más destacado. Quizá deberíamos ir mañana y ver si sigue tan bonito como siempre.
¿Qué te parece?
Emma lo miró como si se hubiera vuelto loco. De otra manera no podría estar
proponiéndole que repitieran todos los detalles de su luna de miel como si las peleas,

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Angela Devine – Deseo de venganza

el alejamiento y la hostilidad de los últimos ocho años nunca hubieran existido. En


ese caso, lo más seguro sería seguirle la corriente.
—Será maravilloso —dijo forzando una sonrisa. Miró alrededor de la mesa
buscando desesperada alguna posibilidad de escapar. Pero lo único que pudo ver fue
a la camarera acercándose a ellos para llevarse los platos vacíos.
Poco después, la joven volvió con el rijstafel, un plato delicioso consistente en
carne de cerdo, gambas, pollo, verduras y curry alrededor de un montoncito de
arroz.
Richard ayudó a Emma a servirse e hizo una graciosa mueca cuando se le cayó
una gamba en el centro del florero.
—Vaya, nunca dejaré de ser un torpe para este tipo de cosas. Por cierto, ¿sigues
siendo tan pésima cocinera como antes, Em?
Emma lo miró con una mezcla de resentimiento y diversión.
—No tanto, pero sigue sin ser mi afición preferida.
—Una vez hiciste un bizcocho de chocolate en el microondas. Subió, subió, y al
final explotó, ¿te acuerdas?
Emma sonrió involuntariamente al recordarlo.
—Sí, estaba horrible. También se me olvidó echarle azúcar. Pero tú te lo
comiste.
—Por amor uno es capaz de hacer cualquier cosa.
Emma sintió una desagradable opresión en el pecho. Se sentía como si le
hubieran puesto una mano helada en el corazón. ¿Cómo podía Richard estar
bromeando sobre ese tipo de cosas, como si aquel reencuentro fuera real? Hablaba
como si el amor que los unía en aquellas primeras tribulaciones de su vida
matrimonial estuviera todavía vivo. La joven bajó la mirada.
—¿Algo anda mal? —preguntó Richard.
—Esperaba que me pidieras que hiciera algo a cambio de salvar la compañía,
pero esto, Richard… Va a ser tan doloroso, tan repugnante. No puedo soportarlo.
El buen humor desapareció del rostro de Richard y en sus ojos apareció un
brillo frío y despiadado.
—Tendrás que hacerlo.
Hablaron poco durante el resto de la comida, y ni siquiera las suculentas frutas
que les llevaron de postre consiguieron levantarle el ánimo a Emma. Tanto su cuerpo
como su mente parecían estar pendientes de una sola, pero inquietante pregunta:
¿qué iba a pasar a continuación?
A pesar de sus temores, cuando por fin terminaron el café, Richard no la
condujo directamente hacia el bungalow. En vez de eso, le rodeó los hombros con el
brazo y se dirigió con ella hacia la playa.
—Vamos a ver el mar.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Sentir a Richard tan cerca la hacía estremecerse. Deseaba relajarse en su abrazo


y apoyar la cabeza en su pecho para sentir los latidos de su corazón. Pero su
situación la obligaba a mantenerse rígidamente a distancia, tenía que dejar claro,
mientras aquello durara, que había asumido el acuerdo a disgusto.
—Te desprecio por lo que estás haciendo —le dijo vacilante.
—¿De verdad? —Richard soltó una carcajada—. Bueno, creo que puedo vivir
con ello. Lo que tú sientas no supone nada importante para mí. Lo que me preocupa
es lo que siento yo. Y estoy bastante satisfecho.
Tras pronunciar la palabra «satisfecho», se paró bruscamente, la atrajo
salvajemente hacia sus brazos, inclinó la cabeza y la besó. Emma sintió el cuerpo de
Richard, fuerte y embriagadoramente masculino contra el suyo. El sabor de su boca
era una deliciosa mezcla de champán y frutas tropicales. Cuando deslizó la lengua
entre sus labios, la joven no ofreció resistencia. Impulsada por una sensualidad
primitiva, le mordisqueó tentadoramente el labio.
Al verlo inhalar aire bruscamente, comprendió que había cometido un serio
error. Richard empezó en ese momento a acariciarle la espalda a un ritmo rápido y
sensual que a Emma le resultó salvajemente excitante.
Los ochos años de soledad y desamor se desvanecieron como si nunca hubieran
existido. De pronto volvió a convertirse en una jovencita disfrutando de su luna de
miel, experimentando una felicidad delirante en un marco perfecto para el amor.
Con un suspiro sensual, le ofreció sus trémulos labios, se inclinó hacia delante,
y lo rozó ligeramente con todo su cuerpo. La acalorada prueba de su excitación era
inconfundible. Richard la agarró por las caderas y se movió hacia ella de tal manera
que a Emma no le quedó ninguna duda de lo que deseaba. Richard soltó un sordo y
profundo gemido de placer, enmarcó su rostro con las manos y la miró a los ojos.
En el corazón de Emma, empezó a nacer una anhelante dulzura cuando sus
miradas se encontraron.
Todavía no era demasiado tarde para ellos, se dijo. Si Richard todavía podía
hacerla vibrar y desear con una pasión tan intensa, debía ser porque, sin pretenderlo,
habían conseguido salvar parte del amor que habían compartido. No podía ser sólo
lujuria lo que le hacía mirarla tan intensamente, con aquellos ojos centelleantes,
iluminados por la luna.
—Vamos —le dijo Richard con voz ronca—. Sé que me deseas tanto como yo.
Sería capaz de desnudarte ahora mismo, y tumbarme contigo en la arena, dejando
que las olas rodearan nuestros cuerpos desnudos. Pero es posible que no seamos los
únicos a los que se les ha ocurrido venir a dar un paseo por la playa. Así que será
mejor que vayamos al bungalow, donde puedas gemir, jadear y gritar cuando
hagamos el amor, mi preciosa brujita sin corazón.
Emma se quedó rígida al oír aquella burla. Sí, pensó con amargura. Aquello
sólo era lujuria. De hecho, había sido una estúpida al engañarse creyendo que
Richard podía sentir algo más por ella. Retorciéndose, consiguió zafarse de sus
brazos y empezó a caminar furiosamente por la playa.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—De acuerdo, vamos —le dijo por encima del hombro—. ¿A qué estás
esperando?
Las sandalias de tacón se le hundían en la arena a cada paso, de modo que
Richard no tuvo ninguna dificultad para alcanzarla. La joven casi esperaba que le
pidiera una explicación por su brusca partida para así poder decirle unas cuantas
verdades. Pero Richard era demasiado astuto, o quizá demasiado indiferente para
hacer una cosa así. Se limitó a caminar a su lado tan relajado e imperturbable como si
la única razón por la que hubieran salido fuera disfrutar de aquella agradable noche
tropical.
Cuando llegaron al bungalow. Emma se adelantó rápidamente, metió la llave en
la cerradura con dedos temblorosos, subió corriendo las escaleras y se metió en el
baño. Cerró la puerta de un portazo y se apoyó contra ella con el corazón palpitante.
—¡Maldito! —susurró—. ¡Maldito, maldito, maldito!
Rápidamente se desnudó, tiró la ropa descuidadamente al suelo y se metió en la
ducha. Sentía un infantil placer al quedarse allí. Que Richard esperara si quería usar
el baño. Ella no lo había invitado a quedarse allí, se dijo. Así que a lo mejor Richard
entendía la indirecta y se iba a cualquier otra parte.
Pero al final, el agua empezó a salir demasiado fría y Emma se vio obligada a
salir. Se secó con movimientos vigorosos y se quedó en el baño indecisa. ¿Qué podía
hacer? No había oído cerrarse la puerta de abajo y tenía la absoluta certeza de que
Richard estaba todavía allí, esperándola. Se le pusieron los pelos de punta con una
mezcla de aprensión y deleite al pensarlo. Se preguntó si debería vestirse otra vez. La
idea de volver a ponerse la misma ropa le hizo esbozar una mueca de disgusto. Por
supuesto, podría envolverse en una toalla de baño y salir así. Pero no le parecía muy
oportuno, sobre todo teniendo en cuenta que en algún momento se iba a ver obligada
a quitársela. Le demostraría a Richard que no le temía, decidió. Con expresión
desafiante, abrió la puerta del baño y entró en el dormitorio totalmente desnuda.
Richard había encendido las lámparas de las mesillas de noche, de manera que
la habitación estaba bañada en una suave luz. Él se había quitado la chaqueta y la
camisa. Cuando oyó que se abría la puerta, se volvió y miró hacia ella. Al ver su
musculoso pecho, Emma sintió a su pesar una punzada de admiración. El brillo de
interés que vio en los ojos de Richard le hizo sospechar que él la estaba observando
con una admiración similar. Intentó disimular su sonrojo enfrentándose a él con un
gesto desafiante y los brazos en jarras.
—¿Es esto lo que querías? —le preguntó con desprecio.
—Sí.
Sin ningún síntoma de turbación, cruzó la habitación, la levantó en brazos y le
plantó un beso largo y ardiente en los labios. Después, se dirigió a una de las camas y
la dejó en ella. Antes de que Emma pudiera hacer algo más que emitir un gemido
indignado de protesta, se arrodilló a horcajadas sobre ella, le agarró las muñecas a
ambos lados de la cabeza y la besó. Emma quería mostrarle su desprecio hacia él, y al
principio le resultó fácil, se retorcía en sus brazos y volvía la cabeza para evitar sus

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Angela Devine – Deseo de venganza

besos. Pero cuando Richard empezó a trazar con la boca un camino de suaves y
penetrantes besos, no pudo contener un gemido de placer.
—Richard… no deberíamos… esto es una locura.
—Claro que debemos, y no es ninguna locura. Te deseo más de lo que he
deseado cualquier otra cosa durante los últimos ocho años, y a ti te pasa lo mismo,
¿verdad? Admítelo, Emma, dime que me deseas.
Richard, estaba encima de ella, apoyado en sus antebrazos. Tenía el torso
desnudo y estaba peligrosamente cerca de la joven, que podía sentir su calor y la
firme evidencia de su excitación.
Y lo deseaba con todas sus fuerzas. No sólo quería que la acariciara y la besara.
Deseaba que Richard se hundiera en ella, quería fundirse con su esposo en una unión
plena.
—Dímelo —repitió Richard.
—Te deseo —susurró Emma.
—Eso es todo lo que necesitaba saber —contestó fríamente Richard. Para
asombro y desazón de Emma, se levantó y se quedó mirándola con una extraña
mezcla odio y deseo—. Buenas noches, Emma.
Emma volvió a tumbarse aturdida; no podía creer lo que estaba ocurriendo.
Instintivamente, se aferró a las sábanas y ocultó con ellas su desnudez. Observó a
Richard mientras éste terminaba de quitarse la ropa de espaldas a ella. Este, se puso
un veraniego pijama de algodón y se metió en la otra cama. Sin decir una sola
palabra, apagó la luz y comenzó a respirar profunda y acompasadamente.
Emma no necesitaba preguntar por qué le estaba haciendo eso. Lo sabía. Era un
acto de fría y calculada venganza. El primer desafío de Richard había sido ver si
podía excitarla hasta el punto de hacerle desearlo y entonces, después de haberle
demostrado de una forma tan humillante que así era, había vuelto a abrir viejas
heridas rechazándola. ¡Qué canalla! Emma deseaba asesinarlo.
Permaneció despierta durante unas horas, dando vueltas en la cama, golpeando
la almohada y gimiendo irritada de vez en cuando. Eran poco más de las tres cuando
se quedó dormida, pensando en cuánto lo odiaba.
Tuvo sueños inquietantes y confusos, pero no soñó con la humillante escena a la
que acababa de enfrentarse, sino con la violenta pelea que los había separado ocho
años atrás. Pero en su sueño, Richard no se marchaba furioso, sin dar ningún tipo de
explicación. Al contrario, se volvía hacia ella y empezaba a decir un largo y
complicado galimatías que hacía que todo se solucionara como por arte de magia.
Emma se encontraba en tal estado de felicidad que tenía la sensación de estar
escuchando música celestial.
Pero de pronto todo cambiaba y aparecía en su oficina de Prero, esforzándose
para que su padre estuviera orgulloso de ella, sintiéndose profundamente
desgraciada y escuchando al fondo el zumbido de un ordenador y el ruido
desagradable de una impresora en funcionamiento.

22—98
Angela Devine – Deseo de venganza

Cuando fue recobrando lentamente la conciencia, se dio cuenta de que no era


sólo un sueño. Estaba despierta y continuaba el mismo ruido de fondo.
Se sentó en la cama pestañeando con fuerza y miró a Richard asombrada.
Estaba sentado en el escritorio de caoba que había en una esquina de la habitación
con el ordenador portátil, una minúscula impresora y un teléfono móvil.
Era tal su asombro, que sin pararse a pensar en lo mucho que lo odiaba, Emma
le preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
Richard se volvió y le sonrió. Sacó después un documento de la impresora y lo
agitó en el aire.
—Trabajar. Tendré que conseguir que firmes esto. Es un fax para mi abogado
con un contrato sobre el complejo de oficinas.
Hablaba en un tono totalmente normal, incluso amistoso, como si hubiera
olvidado los acontecimientos de la noche anterior.
—¿Por qué no te vistes y salimos a desayunar a la terraza?
—De acuerdo —contestó Emma secamente. Al fin y al cabo, no se le ocurría
nada mejor que hacer—. ¿Puedes llamar tú al servicio de habitaciones para que nos
traigan el desayuno?
—Ya lo he hecho.
Emma estaba desnuda y no le apetecía soportar el azoro de levantarse de la
cama bajo la mirada de Richard.
Pero Richard le solucionó su dilema volviéndose hacia el ordenador como si
hubiera perdido todo interés en ella. Sintiéndose bastante ofendida, se deslizó de la
cama, buscó en su maleta una bata y se dirigió al baño.
Cuando volvió pocos minutos después, vestida con una camiseta de algodón
amarilla y blanca, una falda con un estampado de margaritas y unas sandalias,
Richard ya estaba en la terraza.
Estaba sentado frente a una mesa a la que habían llevado una jarra de zumo,
otra de café, pasteles y frutas tropicales. Cerca del desayuno había una cámara de
fotos, unas guías y un mapa.
Al verla le sonrió consiguiendo aplacar los nervios y temores de Emma.
—Siéntate a desayunar —la urgió—. Después decidiremos lo que queremos
hacer con nuestras vacaciones.
El aroma del café era delicioso y los pasteles estaban especialmente crujientes,
pero a Emma le resultaba difícil pensar en el desayuno. Mientras comía, miraba
constantemente a Richard, procurando averiguar sus intenciones. Parecía tan
tranquilo y contento como si realmente estuvieran disfrutando de unos días de
descanso.
Cuando Emma terminó todo lo que tenía en el plato. Richard le pasó unos
folletos.

23—98
Angela Devine – Deseo de venganza

—¿Te apetece hacer una excursión a Penelokan?


Emma se sobresaltó. Al oír aquella pregunta los recuerdos se agolparon en su
memoria. Recordó la magia del lago situado en las montañas del norte de la isla. El
lago Batur estaba situado en la cima de un volcán dormido. El ascenso hasta allí y los
días que habían pasado por los alrededores habían sido los momentos más
destacados de su luna de miel.
Por esa misma razón, quería evitar ir a Penelokan como si fuera un lugar
apestado.
—No, no me apetece —dijo rápidamente.
Richard se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Qué te gustaría hacer entonces? Al fin y al cabo, tenemos que encontrar
alguna manera de matar el tiempo.
Aquella frase tocó la fibra sensible de Emma. Le parecía imposible que alguien
pudiera hablar de matar el tiempo en Bali, aquel paraíso tropical en el que alguna vez
había llegado a pensar que cada minuto de los allí pasados era un tesoro
irreemplazable. Y, por supuesto, alguna vez también había sentido lo mismo del
tiempo que pasaba en compañía de Richard. Pero, obviamente, las cosas habían
cambiado.
—No me preocupa demasiado lo que podemos hacer —replicó con una cínica
sonrisa—. Aunque sinceramente, no me gustaría que pasáramos demasiado tiempo
solos. Quizá podríamos ir a algún espectáculo de baile, o de compras, o a visitar
algún lugar de interés…
Emma intentaba, sin mucho éxito, imponer a su voz tanta indiferencia como él.
Quería evitar por todos los medios que Richard adivinara la verdadera razón por la
que no quería ir a Penelokan.
Pero Richard ni siquiera pareció advertir el ligero temblor de su voz.
—De acuerdo —comentó perezosamente, empezando a hojear nuevos
catálogos—. Haremos todas esas cosas. Esta va a ser nuestra segunda luna de miel.

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Capítulo 3
Su segunda luna de miel empezó con un baño en la piscina.
Era una perfecta mañana tropical. En el cielo no había una sola nube. El aire,
húmedo y caliente, estaba impregnado del aroma de las flores y el agua turquesa de
la piscina brillaba tentadoramente.
Pero Emma caminaba con deliberada parsimonia al lado de la piscina, poco
dispuesta a despojarse del pareo que llevaba encima del biquini. No quería que
Richard la viera con tan poca ropa, y tampoco sentir la tentación de ponerse a jugar
con él en el agua, como si verdaderamente estuviera disfrutando de su compañía.
Los intentos que hacía Richard para que se sintiera cómoda no conseguían que
se sintiera mejor dispuesta hacia él. De hecho, cuando Richard le acercó una tumbona
y le pidió a uno de los camareros que pasaba regularmente al lado de la piscina un
par de zumos, ni siquiera le dio las gracias, para demostrarle que continuaba
enfadada con él.
Richard la miraba con una sonrisa burlona, le dio un sorbo a su bebida, dejó el
vaso al borde de la piscina y le dio un golpecito condescendiente en la cabeza.
—Estás hirviendo de furia —advirtió—. Y estás elevando la temperatura del
aire por lo menos cinco grados a tu alrededor.
Le dio un largo beso que solamente consiguió enfurecerla todavía más y se
zambulló en el agua.
Por mucho que Richard le disgustara, el sólo hecho de verlo deslizándose
prácticamente desnudo por el agua clara y tranquila de la piscina, despertó en ella
una oleada de deseo. Así que se obligó a apartar la mirada de Richard y se dedicó a
mirar a otros ocupantes de la zona.
Pronto distinguió a la pareja de recién casados que había visto en el autobús el
día anterior. Estaban retozando alegremente, con el despreocupado abandono de la
juventud; se tiraban desde el trampolín, se hacían cosquillas y jugaban como si
fueran delfines. Hubo un momento en el que el hombre salió del agua con su esposa
en los hombros, riéndose a carcajadas. Y, de pronto, con una traviesa carcajada, la
volvió a tirar al agua. Mientras ella salía jadeando y protestando divertida, su marido
cruzó rápidamente la piscina y al llegar a uno de los lados, alargó la mano hacia uno
de los vasos de zumo y le dio un trago enorme.
—¡Oh! —exclamó Emma cuando ya era demasiado tarde—. ¡Espere un
momento! ¡Ese zumo era de mi marido!
El joven le dirigió una sonrisa pesarosa y la miró con un brillo arrebatador en
los ojos.
—¡Demonios! ¿De verdad? —preguntó—. Mire, lo siento muchísimo. Tenemos
un par de bebidas exactamente iguales en este mismo lado de la piscina. Sí, allí están,
debajo de ese elefante de piedra. Le diré lo que vamos a hacer. Déjeme invitarle a su
marido a otro zumo.

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Salió del agua y llamó a un camarero. Richard y la joven recién casada, atraídos
por el pequeño alboroto, nadaron hacia ellos. Emma y el joven les explicaron
precipitadamente lo ocurrido.
—No se preocupe —le dijo Richard, saliendo del agua y agarrando una toalla.
Pero para entonces el camarero ya había vuelto con el zumo.
—Me llamo Steven Casttle y esta es mi esposa, Julie —se presentó el joven.
—Richard y Emma Fielding —le contestó Richard mientras le estrechaba la
mano.
—Estamos de luna de miel —les explicó Julie innecesariamente, brindándole a
la vez una mirada apasionada a su esposo.
—Nosotros también —repuso Richard dirigiéndole a Emma una mirada tan
ardiente como la de Julie—. En realidad, esta es nuestra segunda luna de miel. La
primera también la pasamos aquí, en Bali.
—¿De verdad? —Julie suspiró—. ¡Qué romántico! ¡Y les gustó tanto que han
vuelto! ¡Es increíble!
—Sí, increíble —repitió Emma fulminando a Richard con la mirada.
Pero no era fácil desalentar a Julie.
—¿Hace cuánto tiempo fue la primera? —preguntó.
—Hace nueve años —contestó Richard.
—Así que supongo que esta vez han dejado a los niños esperándoles en casa.
Richard miró a Emma con una expresión indescifrable. Después, sonrió
educadamente a Julie y alzó su vaso.
—No, me temo que no hemos tenido la suerte de tener niños todavía, aunque
me gustaría. Y estoy seguro de que a Emma también.
Incluso Julie se quedó algo desconcertada al oír aquella respuesta, pero se
recuperó rápidamente.
—Bueno, entonces tendrán que seguir intentándolo. ¿Y qué mejor lugar para
hacerlo? Creo que este es el sitio más romántico del mundo.
—Julie —musitó su marido dándole un codazo y señalando disimuladamente a
Emma—. Si nos disculpan, creo que deberíamos ir a ducharnos antes del almuerzo.
—¿Por qué demonios has dicho eso? —estalló Emma en cuanto la pareja ya no
podía oírlos.
—¿Por qué he dicho qué?
—Todas esas tonterías de que queríamos tener hijos.
—Yo quiero tenerlos.
Por un momento, Emma se quedó desconcertada, pero la emoción inicial fue
rápidamente sustituida por una clara sospecha.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—Oh, sí —dijo sarcásticamente—. Conmigo, supongo.


Richard suspiró y sacudió la cabeza.
—No. Cuando tenga un hijo, quiero estar seguro de que sea mío.
—Cerdo. ¿Estás insinuando que no podrías estar seguro si yo fuera la madre?
—«El que se pica…» —musitó Richard provocativamente.
—¿Me estás llamando promiscua? —le preguntó Emma.
—Si lo estuviera haciendo, tú serías la única culpable de ello. Conseguiste
rápidamente lo que querías con Nigel, ¿verdad? Y ha habido otros desde entonces.
Emma apretó los dientes. La verdad era, que, salvo en la fértil imaginación de
los periodistas, no había habido ninguno. La angustia se reflejó en su rostro cuando
recordó lo que había sucedido. Si no hubiera estado tan dolorosamente herida tras
descubrir la infidelidad de Richard, probablemente ni siquiera hubiera mirado dos
veces al jefe de ventas de Prero. Pero con veinte años y una profunda herida en el
corazón, había decidido darle a Richard otra oportunidad. Hizo una mueca de dolor
al recordar la larga carta que le había escrito; le había pedido a su padre que se la
entregara en mano. ¡Y Richard no le había escrito ni una sola palabra en respuesta!
¡Ni una sola! y en el día de su aniversario de boda, Emma era una presa fácil cuando
Nigel había aparecido en escena con una botella de vino y cantidades de locuaz
simpatía. Pero Emma no había terminado enredada con él por amor, sino para
vengarse y desafiar a Richard. Al cabo de un tiempo, horrorizada por su propia
conducta, se había desecho de Nigel sin acostarse con él.
De modo que, ¿qué derecho tenía Richard a criticarla? Al fin y al cabo, él la
había traicionado antes y había tenido numerosas aventuras desde entonces.
—Creo que estás siendo muy injusto —explotó—. ¿Vas a decirme que tú no
estuviste enredado con otras mujeres estando todavía casado conmigo?
—Es verdad —admitió.
—¿Entonces por qué yo no voy a poder salir con otros hombres?
—Nadie está intentando detenerte, cariño —contestó con voz sedosa—.
Simplemente estoy diciendo que me gustaría tener hijos pronto y que tú eres una
candidata totalmente inadecuada para ser madre.
Emma contuvo durante un instante la respiración y apretó los puños. No
deseaba de ninguna de las maneras ser madre de los hijos de Richard, pero sus
burlas la enfurecían.
—¿Entonces qué te propones?
Richard entrecerró los ojos para protegerse del sol y alargó la mano para acercar
una sombrilla.
—Probablemente me divorcie y me case con otra mujer en cuanto acabe este
pequeño interludio.
Emma lo miró desalentada y recordó que la noche anterior había insinuado
enigmáticamente que ya podría tener sustituta.

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—¿Y tienes a alguien especial en mente? —le preguntó con voz afilada.
—Por supuesto. A alguien muy especial.
Emma se quedó sin aliento. ¿Cómo podía estar diciéndole con tanta
tranquilidad que estaba enamorado de otra mujer cuando seguía dispuesto a
acostarse con ella. Era imperdonable.
—Tú… —se interrumpió de pronto—. ¿Entonces por qué estás aquí conmigo?
—Ya te lo he dicho, Emma —contestó. En aquel momento tenía los ojos
extraordinariamente azules—. Últimamente te habías convertido en una especie de
pequeña obsesión. De hecho, eres como un caso de psoriasis. Es fácil diagnosticar la
enfermedad, pero muy difícil librarse de ella.
—¡Gracias! Toda mi vida he deseado que un hombre me comparara con una
enfermedad de la piel.
—No hay de qué. Pero la comparación es más precisa de lo que te imaginas.
Sentía picores, escozores, y me resultaba imposible pensar en otra cosa. Por eso
decidí que la mejor forma de curarlo era darme el gusto de tenerte.
—Maravilloso —replicó Emma—. ¿Y yo tengo algo que decir en todo este
asunto?
—Tú también has tomado una decisión. Y has tenido una recompensa. Prero a
cambio de tu cuerpo.
—Estás convencido de que se puede comprar cualquier cosa, ¿verdad?
—Desde luego. Es una lección que aprendí contigo y con tu padre.
Con un gemido de indignación, Emma cayó de rodillas a su lado y le dio una
sonora bofetada. Le dejó grabada la marca de los dedos en la mejilla, pero Richard no
pareció notarlo. Se apoderó de su mano y se la sujetó con fuerza.
—Esto no me gusta —dijo suavemente—. No quiero nada de violencia. Eso no
forma parte de las reglas del juego.
—Esto no es un juego —repuso con voz ahogada.
—Claro que lo es.
—Entonces acabemos cuanto antes —exclamó con la respiración entrecortada—
. Ven conmigo a la cama y libérame de esta humillante y ridícula situación.
Richard le estaba agarrando las dos manos, pero había disminuido
considerablemente la presión y le estaba acariciando con los pulgares el dorso de la
mano, despertando un dulce deseo en el interior de su esposa.
—Es muy gratificante oírte suplicar, Emma —susurró—. Y puedo asegurarte
que terminaré acostándome contigo. Pero será cuando yo lo decida. Y mientras tanto,
creo que deberíamos hacer un pequeño recorrido por la isla, ¿no crees? ¿Qué te
parece la idea de echar un vistazo a los talleres de los escultores de Batabulan?
—Vete al infierno.

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Emma miraba, sin fijarse en lo que veía, por la ventanilla del coche mientras se
dirigían hacia Batubulan por la carretera de Klungkung. En otras circunstancias,
Emma se habría quedado extasiada ante el original paisaje que atravesaban.
Se encontraba en una situación imposible, ridícula. Estaba casada y separada.
Aparentemente estaba de luna de miel, pero aquello no tenía nada que ver con una
luna de miel. Estaban más cerca de lo que habían estado en los últimos ocho años y
aun así infinitamente lejos. Pero lo peor de todo era que, mientras Richard parecía no
haber cambiado físicamente nada desde los veintiséis años, emocionalmente era un
completo extraño para Emma. Claro, siempre había sabido que era un hombre
ambicioso. Desde que lo había conocido siendo un trabajador de la construcción de
pocas palabras, había comprendido que escondía muchas cosas en su interior.
Emma no se había sorprendido cuando se había enterado de que estaba
estudiando la carrera de Derecho, y cuando le había confiado que se proponía hacer
de Construcciones Fielding la constructora más importante de Sidney no había
dudado de su capacidad para conseguirlo.
Siempre había sido tan dinámico, había tenido tanta seguridad en sus propias
capacidades, y se había entregado con tanta fuerza a todo lo que hacía que no era
extraño que hubiera conseguido un éxito espectacular. Al final, había obtenido su
título de abogado y había comprado numerosas propiedades de bienes inmuebles.
Emma sintió un profundo arrepentimiento al comprender que no había sido
capaz de compartir aquellos triunfos con él. Y experimentó una intensa sensación de
vacío ante la salvaje y total destrucción del amor que alguna vez había existido entre
ellos.
Richard nunca volvería a ser el hombre apasionado, generoso y cariñoso con el
que se había casado. Se había convertido en un cínico, frío y vengativo extraño que
estaba dispuesto a utilizarla y abandonarla porque una vez se había atrevido a mirar
a otro hombre.
Miró de soslayo para observar el severo perfil de Richard y de pronto la asaltó
una idea tan terrible que se quedó sin respiración. Tenía que ser sincera consigo
misma: amaba a Richard y probablemente siempre lo amaría. A pesar de que él la
hubiera traicionado con otra mujer. A pesar de la crueldad con la que se estaba
vengando de ella por sus propias debilidades.
Aquel descubrimiento la dejó horrorizada. Si al menos pudiera endurecer su
corazón y sonreír cínicamente ante las demandas de Richard, podría salir de aquella
situación. Porque tal como estaban las cosas, estaba completamente a su merced y era
una candidata segura a ser gravemente herida.
—¿Quieres parar? —le dijo Richard refunfuñando.
—¿Parar de qué?
—De suspirar y de gemir. Parece que se te ha muerto alguien.
—Me siento como si se hubiera muerto alguien.
—Y yo, cariño, siento que la perspectiva de acostarte conmigo te haga sentir un
éxtasis tan absoluto. Pero sollozar no va a servirte de nada. Un trato es un trato.

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—Me lo imaginaba, sabiendo que eres tú, con tu particular encanto, el que
controla la situación.
—¡Dios mío! A veces me gustaría retorcerte el cuello.
—El sentimiento es mutuo.
—¿Por qué no podemos divertirnos dando un paseo turístico por Bali? —le
preguntó Richard, impaciente.
—¿Divertirnos? —dijo ella incrédula—. Podrías preguntarme también que
porque no podemos divertirnos andando sobre ascuas.
—Hay gente que lo hace. Por lo menos en Fiji.
—Bueno, yo no soy de allí.
—Es una pena. Me gustaría verte caminar por encima del fuego por mí.
—Estoy segura de que te encantaría, pero no va a suceder.
Richard dio por zanjada la discusión y continuó conduciendo en silencio hasta
que llegaron a Batubulan, el lugar en el que se concentraba el mayor número de
escultores de la isla.
—Necesito unas estatuas para el jardín de la casa que me he comprado en
Vancluse —comentó Richard—. Pensaba que podrías ayudarme a elegirlas y quizá
también unos bancos de piedra. ¿Sigues siendo aficionada a la jardinería?
—No tengo tiempo para esas cosas —replicó.
—Es una pena. Recuerdo que convertiste el pequeño balcón de Woolloowooloo
en algo especial.
A Emma le dio un vuelco el corazón al recordar la casa de Woolloowooloo: una
cocina de suelo irregular, una cocina de gas pirómana, una lavadora que era a la vez
productora de ropa interior roja…. pero al final había conseguido convertirse en una
experta ama de casa y una especialista en plantas.
La conmovió que Richard lo recordara después de tanto tiempo, pero también
le dolió vivamente. De pronto, le pareció absurdo que estuvieran casados y supieran
tan pocas cosas sobre sus respectivas vidas.
Cuando entraron en los talleres, Emma era consciente de que Richard la estaba
siguiendo con la mirada mientras vagaba entre las estatuas, la mayor parte de ellas
todavía sin terminar. Hacía un calor sofocante; el ambiente estaba cargado de polvo y
el constante martillar de los artesanos impedía que se oyera otra cosa. De modo que
la joven suspiró aliviada cuando un hombre pequeño, se acercó a ellos.
—¿Puedo ayudarlo, señor?
—A mi esposa y a mí nos gustaría comprar unas estatuas y unos bancos de
piedra para el jardín.
El hombre les condujo a un frondoso patio. Allí se exhibía un auténtico ejército
de estatuas. Monstruos de ojos saltones con largos colmillos, la lengua sacada y
barbas rizadas, Budas de piedra de expresión serena, y exuberantes paneles de flores.

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Emma paseó entre ellas con un marcado desinterés. ¿Disfrutaría más si realmente
estuvieran planificando un jardín que compartirían durante el resto de su vida? Un
jardín donde aquellos guerreros de piedra pudieran recordarles los días felices
compartidos en una pequeña isla tropical.
—¿Cuál te gustaría comprar, Emma?
—Me da lo mismo. Probablemente no voy a tener que verlas durante mucho
tiempo. Elige tú.
Richard frunció ligeramente el ceño y señaló algunas estatuas y bancos y
después se dirigió a la oficina para organizar el papeleo y el transporte. Cuando se
quedó sola. Emma pasó la mano por uno de los muros de piedra y suspiró.
Empezaban a preocuparle su constante malhumor y su brusquedad.
Aunque el hecho de que Richard la hubiera llevado tan engañosamente a
aquella situación, difícilmente podría ayudarla a superar su malhumor, ese no solía
ser su carácter. Nunca había estado tan crispada.
Además, a Emma le gustaba ser amable con todas las personas que conocía.
Cuando ya era demasiado tarde, se preguntó si habría ofendido a los artesanos con
su indiferente respuesta a su trabajo. Con una punzada de remordimiento corrió a la
oficina.
—Muchas gracias por las estatuas —dijo sonriendo con afecto—. Son preciosas.
Me encantará tenerlas en el jardín.
—Kamhali —replicó el hombre—. Es un placer.
Richard la miraba entre sorprendido y pensativo mientras se dirigían hacia el
coche, pero no hizo ninguna mención a su cambio de actitud. En cambio, le hizo una
sutil sugerencia.
—¿Crees que disfrutarías cenando al lado de la playa de Kuta esta noche? —le
preguntó—. Después del crepúsculo podríamos volver a Bona a ver algún
espectáculo de danza.
—De acuerdo —contestó Emma con cierto recelo—. Podría estar bien.
Hicieron el viaje a Kuta casi en silencio, y entonces su conversación se centró en
el intrascendente tema de la comida.
—¿Qué clase de comida te gustaría cenar? ¿Japonesa? ¿Mexicana? ¿Alemana?
¿China?
Emma soltó una carcajada cristalina.
—Pensaba que estábamos en Indonesia…
—Y lo estamos, pero ya deberías saber cómo es Kuta. Vamos, ¿qué quieres
cenar?
—Uhmm… ¡Comida suiza! —exclamó Emma, eligiendo lo menos previsible
que se le ocurrió.

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Al cabo de media hora, estaban cómodamente metidos en una cabaña de


madera, devorando Bratwurst y Kartoffelsalat mientras oían como música de fondo
unas estridentes canciones tirolesas.
Fue una velada inesperadamente divertida. Emma estaba sorprendida de
encontrarse tan relajada, e incluso sonrió cuando se miraron a los ojos.
—¡Dios mío! —exclamó cuando les llevaron un café con crema—. Esto me hace
sentirme como en casa.
—Es cierto. Tú estuviste en un internado suizo, ¿verdad?
Emma asintió.
—¿Y te gustaba? Nunca me hablaste mucho sobre ello.
—Bueno, al principio estaba desesperadamente nostálgica. Le supliqué a mi
padre que no me enviara, pero no me escuchó. Yo tenía solamente doce años y
odiaba la idea de estar tan lejos de todo lo que quería.
—¿De todo lo que querías? —le dijo Richard con voz extraña—. ¿A qué te
refieres?
—Ya sabes, a mi padre —Emma se mordió el labio—. Supongo que era lo único
que podía echar de menos. No había nada más, a no ser que cuente a Matty.
—No, no tenías a nadie más —repitió Richard—. Y así quería tu padre que
continuaras. Apostaría cualquier cosa que esa es la razón por la que te mandó a un
internado al otro lado del mundo, Emma. De esa manera, aunque pudieras hacer
amigos, no podrías conservarlos una vez que te fueras de allí. Te quería toda para él,
quería que fueras como una princesita encerrada en su torre.
—Eso es ridículo —protestó Emma.
—¿Tú crees? Mira, al principio de conocerte no podía creer lo sola y protegida
que estabas. No tenías trabajo, ni amigos…, nada, excepto esa enorme casa y la única
compañía de tu padre siempre y cuando pudiera escatimar algún tiempo a sus
negocios. Era una vida completamente anormal para una joven. La verdad es que te
compadecí.
—¿Y esa es la razón por la que te casaste conmigo? —preguntó Emma—. ¿Por
que me compadecías?
—En cierto modo —respondió Richard. Bajó la mirada y suspiró—.
Seguramente no me habría casado contigo entonces si no hubiera pensado que las
cosas te irían muy mal si continuabas viviendo en tu casa.
Emma se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Siempre
había creído que Richard se había casado con ella porque la amaba, a pesar de lo mal
que les habían ido las cosas en su matrimonio. Le parecía increíble que estuviera
diciendo que se había casado con ella por compasión.
—Muchas gracias —replicó—. Fue verdaderamente amable por tu parte
compadecerme hasta ese punto.
Richard la agarró de la muñeca.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—No seas ridícula. Tenía muchas más razones para casarme contigo. Sabes
perfectamente que no me casé contigo porque me dieras pena. Lo hice porque te
amaba. Pero si tu relación con tu padre hubiera sido diferente, no habría tenido tanta
prisa. ¡Por Dios! Sólo tenías diecinueve años. Deberías haber tenido más tiempo para
poder estar segura de lo que sentías por mí, para conocer a otros hombres. Quizá fui
un egoísta al decidir seguir adelante con la boda, pero podía ver claramente lo que
sucedería si no lo hacía. Tu padre te habría mantenido bajo sus garras y no habrías
tenido oportunidad de volver a elegir por tu cuenta. Sabía que terminarías casándote
con el hombre que tu padre eligiera para ti, que probablemente sería algún
sinvergüenza dispuesto a enriquecerse al que le tendrías sin cuidado. Alguien como
tu padre.
Emma lo miró fijamente mientras la atravesaba una andanada de emociones. En
primer lugar, era un alivio poder estar segura de que Richard la amaba cuando se
había casado con ella, pero la enfurecía y consternaba el furibundo ataque que le
había hecho a su padre. Aquella contradicción de sentimientos, le hizo sentirse
profundamente herida y confundida.
—¡Estás siendo totalmente injusto! —protestó—. No estaba bajo las garras de mi
padre y, en cualquier caso, me quería.
—Sí, supongo que te quería a su modo —afirmó Richard seriamente—. Aunque
no creo que nadie más pudiera llamar amor a lo que sentía por ti. Lo único que le
interesaba era controlar hasta el más mínimo detalle de tu vida, te trataba como si
fueras una muñeca de cuerda a la que podía dirigir a su antojo. Quería controlarlo
todo, el colegio al que ibas, tus amigos, la ropa que debías ponerte, el trabajo que
debías o no debías hacer… quería elegir hasta el hombre con el que debías casarte.
—¡No digas tonterías! —exclamó Emma—. Mi padre nunca trató de decirme
con quién debía casarme.
Pero de pronto vaciló. ¿Podía negar sinceramente que su padre había intentado
acercarla a Nigel Wellings por todos los medios? ¿Y no era verdad que se había
puesto furioso cuando le había anunciado que quería casarse con Richard? Pero no
podía ser. ¡Era ridículo!
—Sí, lo hizo —insistió Richard—. Estaba colérico cuando te casaste conmigo, y
lo sabes.
—Pero sólo porque pensaba que andabas detrás de mi dinero. Después cambió
de opinión.
—Nunca lo hizo. Eso formaba parte de su malicioso plan y ambos terminamos
atrapados en él. Emma. Sólo pretendía llevarse bien conmigo para así poder
destruirme más fácilmente.
—Eso no es verdad. Cuando me abandonaste quería que solucionáramos las
cosas entre nosotros. Hizo todo lo que pudo para reconciliarnos.
—¿Sí? —se burló Richard—. No puedo decir que lo notara.

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Emma pensó con amargura en la carta que le había entregado a su padre, la


carta en la que le suplicaba a Richard que volviera con ella para que pudieran
resolver sus diferencias. El agudo dolor que sufrió entonces volvió a su memoria.
—¿Y ahora cual es el problema? —le preguntó—. Mi padre ha muerto y nuestro
matrimonio está destrozado, lo ha estado durante años. No podrás cambiar nada
sacando a relucir el pasado. En cualquier caso, si vamos a ir a ver el baile, ¿no crees
que será mejor que salgamos ya?
La danza Kecak estaba ya muy avanzada cuando llegaron a Bona. Avanzaron a
tropezones en la semioscuridad hasta sus asientos. El escenario estaba iluminado por
una especie de antorchas, bajo sus trémulas luces, los bailarines proyectaban sombras
amenazadoras. No había orquesta, sólo un coro de hombres vestidos con túnicas de
cuadros blancos y negros, y con una flor roja en la oreja y una blanca en la izquierda.
Se movían en círculo, pronunciando un extraño e hipnótico grito.
—¡Chak! ¡Chak! ¡Chak!
Emma tenía una vaga noción de la historia que se representaba, sabía que era
sobre Sita, una casta esposa que era secuestrada por el rey de los diablos y arrancada
del lado de su bienamado esposo. Aunque conocía el final de la historia, sintió un
grato alivio cuando los enamorados volvieron a estar juntos. ¡Ojalá hubiera
soluciones tan simples y satisfactorias para los problemas de la vida real!, deseó.
—Es impresionante, ¿verdad? —exclamó, volviéndose hacia Richard cuando
terminó la representación—. ¿Pero por qué estaba su marido tan enfadado con ella al
principio?
Antes de que Richard pudiera contestar, los bailarines salieron a saludar. Sita
aparecía muy recatada, con un pañuelo rojo con capullos blancos, una blusa bordada
y un sarong verde sujeto con un fajín amarillo. Rama, el agraviado pero triunfante
marido, salía detrás de ella. Pero cuando las luces del patio de butacas se
encendieron y estaban levantándose de sus asientos, Richard la agarró del brazo con
fuerza y respondió su pregunta.
—Porque sentía que nunca podría perdonarla por haberle sido infiel —
musitó—. Y creo que nadie puede culparle por ello. Es la única traición que un
hombre nunca podría perdonar. Yo sé que no podría.

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Capítulo 4
Durante los días siguientes, se estableció una incómoda tregua entre Richard y
Emma. Emma se sentía como si estuviera caminando sobre una delgada capa de
hielo y lo único que deseara fuera no hundirse en las heladas profundidades que
había bajo ella, de modo que la solución era alejarse de allí retrocediendo lentamente.
Durante el día, y sobre todo cuando estaban en compañía de otra gente, se
comportaba como si realmente fueran una pareja en luna de miel. Sostenía
conversaciones intrascendentes y amistosas con Richard, lo acompañaba con buena
disposición a hacer pequeñas excursiones, y se relajaba como si realmente estuvieran
compartiendo unos días de diversión.
Pero cuando se quedaban solos por las noches, las cosas eran muy diferentes.
Cada pisada, cada imprevisto, cada mirada inesperada, la ponía al borde de un
ataque de nervios. Y esperaba con una extraña mezcla de miedo y anhelo la llegada
del día que Richard diera por terminado su acuerdo. Sin embargo, estaba bastante
desprevenida para el brusco anuncio que hizo Richard tres días antes de que
finalizaran sus vacaciones.
Acababan de desayunar en el balcón cuando Richard se levantó con aspecto
decidido.
—Deberías meter algo de ropa en la bolsa de viaje —le dijo—. Quiero ir a
Penelokan y creo que es una pérdida de tiempo pasar allí un sólo día.
—¿A Penelokan? —repitió horrorizada—. ¿Por qué?
—Porque es un lugar precioso y es una lástima irse de Bali sin haber vuelto a
verlo. Venga, salgamos antes de que empiece a hacer demasiado calor.
Penelokan sólo estaba a setenta kilómetros de distancia, pero tardaron más de
dos horas en hacer el viaje. En las carreteras de Bali se podía encontrar todo tipo de
vehículos y peatones imaginables, desde carruajes tirados por caballos hasta patos, y
cada uno de ellos se regía por su particular código de tráfico.
Richard iba bastante ocupado tocando la bocina, reduciendo la velocidad a un
paso de tortuga y sorteando con paciencia todos los obstáculos. Eso le permitió a
Emma entregarse libremente a sus pensamientos, pero éstos no le proporcionaron
ningún consuelo. No quería ir a Penelokan con Richard.
Las mejillas le ardieron al pensar en el ascenso que habían hecho al Monte Batur
durante su luna de miel y cómo habían permanecido en el borde del cráter del volcán
haciéndose promesas de amor. Pero era todavía peor el recuerdo del apasionado
encuentro que habían tenido esa misma noche en el hotel. Por no hablar del final del
viaje, cuando habían parado en Penelokan para ver por última vez el lago antes de
regresar a casa. Richard, el duro e insensible Richard, la había abrazado y la había
besado con una pasión salvaje.
Emma apretó los labios con amargura al recordarlo. Aquella repentina
excursión parecía inspirada por el sadismo. Quizá Richard se proponía humillarla

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cruelmente acostándose con ella en un lugar en el que alguna vez habían sido
intensamente felices. No había otra explicación posible.
Cuando el coche llegó al monte, el calor y la humedad del ambiente parecieron
apaciguarse. Dejaron el coche diez kilómetros antes de llegar al lago para estirar las
piernas.
Un empleado del hotel les había dado unos sándwiches de pollo, una cesta de
frutas tropicales y bebidas frías, de modo que pudieron hacer un picnic al borde de la
carretera. Unas frondosas plantas de bambú se mecían movidas por la brisa y
proyectaban una agradable sombra sobre la hierba. De pronto algo se agitó por
encima de sus cabezas. Era un curioso tintineo, como el repicar de unas lejanas
campanas. Emma levantó la mirada.
—¡Qué extraño! —exclamó—. Por un momento me ha parecido oír campanas.
—Y las has oído —le confirmó Richard con una sonrisa—. Es una orquesta de
pájaros balineses. La gente de aquí cuelga campanillas y flautas diminutas en el
cuello de las palomas para poder oír su música cuando vuelan.
—Dios mío —dijo Emma—. ¡Qué idea tan extraordinaria! ¿Pero cómo te has
enterado? No recuerdo haberlo oído la última vez que estuvimos aquí.
—No, no nos comentaron nada. Pero desde entonces he vuelto a Bali una vez al
año.
Emma se quedó tan impresionada como si le hubiera dicho que había estado
entrando y registrando su casa una vez al año. Por alguna razón insondable, hasta
ese momento, Emma había tenido la sensación de que su pasado era intocable, que
estaba sellado. Y para ella, el recuerdo de Bali estaba tan íntimamente ligado a
Richard que no habría podido soportar el dolor de volver sola, año tras año,
simplemente para pasar unas vacaciones. No podía dejar de preguntarse por qué
habría ido Richard. Quizá también fuera insensible a sus recuerdos. ¿O sería una
especie de peregrinación?, pensó asombrada. A lo mejor los recuerdos del tiempo
que habían pasado juntos eran tan preciosos para Richard que no había querido
renunciar a ellos. Tenía que saberlo.
—¿Por qué volvías? Yo creía que nuestra luna de miel había sido suficiente para
que este lugar te asqueara durante toda tu vida.
Richard la observó fríamente. Se encogió ligeramente de hombros, agarró una
botella de cerveza y le quitó la chapa con un abridor. Bebió un par de tragos antes de
contestar.
—Es verdad —dijo con indiferencia—. Pero Bali es un bonito lugar. Hubiera
sido una estupidez dejar que una serie de malos recuerdos me lo estropearan para
siempre. Al fin y al cabo, nuestra luna de miel no fue tan importante, ¿verdad? Por lo
menos si la comparas con el resto de nuestras vidas.
—No —replicó Emma con una serenidad completamente falsa—, supongo que
no fue tan importante. Bueno, ¿qué tal si me pasas una bebida?

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Angela Devine – Deseo de venganza

Se tomó un refresco de limón, dos sándwiches de pollo y un plátano en un


valiente intento de no parecer afectada. Pero se sentía como si tuviera una losa en la
boca del estómago. Así que su luna de miel no había tenido ninguna importancia…
Hasta ese momento. Emma siempre había pensado que casarse con Richard era
la cosa más importante que había hecho en su vida. A pesar del dolor y la furia que le
había acarreado, se sentía herida y menospreciada al saber que para Richard su luna
de miel había sido algo absolutamente insignificante. Ninguna importancia, se
repitió con amargura. En el fondo le agradecía a Richard que le hubiera recordado lo
insensible que era; así sería más fácil cerrar su corazón.
—No hay muchos lugares para comer en Penelokan, ¿verdad? —le preguntó
fríamente—. Me parece recordar que, al margen de las vistas, era un sitio un poco
aburrido. De todas formas, con estos sándwiches ya casi me he quedado sin apetito.
—Como tú quieras —Richard se encogió de hombros—. En cualquier caso,
vamos a continuar.
La carretera llevaba hasta Bangli, pero la vegetación era tan tupida que no
pudieron ver nada del lugar al que se acercaban hasta que de repente pasaron por
debajo de un arco ceremonial y lo vieron debajo de ellos. Era una gigantesca caldera
de unos diez kilómetros, con un lago de un azul increíble y rodeado por un monte
escarpado y alfombrado por una vegetación exuberante. Penelokan y, debajo, el lago
Batur.
—Aunque tú no quieras comer nada, al menos yo necesito una taza de café —
anunció Richard mientras dejaba el coche en la zona de aparcamiento de un café—.
¿Te vas a unir a mí, o no?
Cuando se dirigían desde el coche hasta el edificio. Richard le pasó el brazo por
los hombros. Emma se puso rígida, y deseó con todas sus fuerzas que no pudiera oír
los violentos latidos de su corazón. ¡Había sido encima de allí, en el lado más florido
de la montaña, donde Richard la había besado! Pero eso había sido en el pasado,
cuando la vida era mucho más simple y Emma todavía creía en los finales felices.
Mordiéndose el labio, Emma permitió que Richard la guiara hasta una de las
mesas de la terraza, con una vista panorámica del inolvidable paisaje que tenían a
sus pies.
—Dos cafés. Uno sólo con dos terrones de azúcar y uno con leche y sin azúcar
—pidió Richard. Después le sonrió a Emma—. Qué vista tan bonita, ¿verdad? —
comentó en tono agradable.
Emma se le quedó mirando con gesto de estupefacción. Acababa de verlo todo
claramente: Richard no la había llevado hasta allí para disfrutar de una cruel y
refinada venganza. No, no quería divertirse observándola atormentarse con los viejos
recuerdos. Simplemente había olvidado por completo aquel momento. Había
olvidado su beso, lo que le había dicho, lo que sentían. ¿Cómo podía ser tan
insensible?
—Sí, es un lugar encantador —dijo secamente—. ¿Crees que podría pedir un
café extrafuerte?

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Angela Devine – Deseo de venganza

Veinte minutos después, continuaban su trayecto por aquel camino


zigzagueante hasta alcanzar el borde del lago. Lo rodearon y llegaron dando tumbos
hasta el hotel Air Panas. Richard dejó el coche en el aparcamiento del mismo hotel en
el que habían estado nueve años atrás, pero como Emma ya estaba al tanto de la
táctica de Richard consiguió mantener sus propias reacciones bajo un firme control.
No permitiría que se reflejaran en su rostro la nostalgia y el arrepentimiento. Así que
procuró adoptar una expresión de ligero interés cuando entraron en el hotel y fueron
a registrarse al mostrador de recepción. Una adolescente sonriente les condujo hasta
una sencilla habitación, en la que sólo había los muebles imprescindibles. La máscara
de aburrimiento y casi desinterés de Emma fue cayéndose lentamente cuando se dio
cuenta de que sólo había una cama, pero sabía que era inútil montar un escándalo. Al
menos, la habitación estaba limpia y tenía un baño reluciente. Y además, si Richard
de verdad pretendiera forzarla, podría haberlo hecho en el hotel de Sanur.
Afortunadamente, Richard parecía estar pensando en otras cosas. Dejó las dos
bolsas de viaje en el suelo, se acercó hacia la ventana y observó el atractivo paisaje:
los árboles floridos, la hierba intensamente verde y el agua azul turquesa del lago.
—¿Te apetece ir a dar un paseo? —le sugirió—. Y después podríamos ir a
damos un baño en el lago de aguas termales antes de cenar.
—De acuerdo.
Era un placer pasear por el borde del lago y la serenidad fingida de Emma
pronto fue sustituida por una verdadera diversión. El agua del lago estaba bastante
caliente, de modo que se quitó las sandalias y empezó a chapotear como si fuera una
niña, levantaba con los pies arcos de agua por el mero placer de observar los millones
de arcoiris que formaba el sol en las gotas cuando éstas caían. Richard no se unió a
ella, pero permanecía sonriendo y sacudiendo la cabeza con indulgencia. Cuando
Emma salió, se sentía como si realmente hubiera ido hasta allí con el único propósito
de divertirse.
Hicieron un recorrido de unos diez kilómetros, la mayor parte del tiempo
caminaban en un cómodo silencio que rompían de vez en cuando para hacer algún
comentario sobre algo que veían a su alrededor.
—Y ahora nuestro baño —anunció Richard con un deje de diversión.
Emma comprendió el motivo de su risa cuando llegaron a la zona de baño y se
encontraron con quince o dieciséis aldeanos tumbados fuera del agua, charlando y
riendo. Algunas mujeres llevaban consigo paquetes de jabón en polvo y ropa sucia y
estaban colocando su colada en el césped mientras parloteaban con sus amigas. Al
oeste, el sol, convertido en una enorme bola de fuego rojo ya estaba preparado para
esconderse tras la montaña. Emma observó la escena con incredulidad y empezó a
reírse.
—No puedo creerlo. Es tan extraño, tan inesperado. Es como hacer una fiesta en
la lavandería.
—Desde luego —contestó Richard riéndose entre dientes—. Esta es una de las
cosas que me gusta de Bali, el entusiasmo con el que la gente se lo toma todo. La
vida, la muerte, el trabajo, el juego… Se vuelcan en todo con una energía y una buena

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Angela Devine – Deseo de venganza

voluntad maravillosas. Y aunque no tienen ni una décima parte de las cosas a las que
nosotros estamos acostumbrados, parecen tener la felicidad que a tantos se nos
escapa.
Agarró a Emma de la mano y la condujo hacia el agua.
—Vamos —la urgió—. El agua está buenísima.
Para Emma fue una maravillosa experiencia relajante y tranquila flotar en el
agua, observando cambiar el color del cielo desde un rojo de fuego hasta convertirse
en un manto de terciopelo violeta. De vez en cuando le dirigía tímidas miradas a
Richard. Por mucho que intentara decirse que lo odiaba, no era capaz de evitar la
emoción y el orgullo que sentía al verlo deslizándose a su lado en el agua. Al cabo de
un rato, Emma se puso de pie.
—Voy a salir —anunció—. Si no voy a convertirme en una pasa.
Richard salió del agua con el aspecto de un dios emergiendo de las
profundidades, y le dio la mano.
—Una pasa albina —comentó acercándose la mano de Emma a los ojos—. Estás
terriblemente pálida, Emma. ¿No has tomado el sol en todo el verano?
—No. He estado demasiado ocupada. Con la amenaza de bancarrota pendiendo
de Prero y todo eso, apenas he salido de mi despacho.
Richard le apretó la mano, pero no volvió a decir nada hasta una hora y media
después, cuando tras haberse duchado y cambiado de ropa, estaban sentados en la
terraza esperando su cena.
Richard había pedido una botella de champán y, para sorpresa de Emma, en
cuanto le sirvieron la copa la alzó para hacer un brindis.
—Por ti, Emma. Y por Prero.
—Por Prero —repitió Emma con voz apagada.
Pero a Emma se le ocurrió la ridícula idea de que habría preferido brindar por
ellos. Emma bebió un sorbo del burbujeante champán y de pronto descubrió que
Richard la estaba contemplando con expresión pensativa.
—No parece entusiasmarte demasiado —comentó Richard secamente—. ¿Es el
champán o Prero lo que no te gusta?
—El champán está estupendo —dijo precipitadamente—. Y también estoy muy
contenta de que Prero pueda continuar en funcionamiento. Odiaba pensar que toda
esa gente iba a perder su trabajo. Pero a veces, Richard, desearía no haber heredado
ese condenado negocio. No puedes imaginarte lo agobiante que ha sido.
—Si que puedo —replicó Richard muy serio—. Recuerda que llevo ya cerca de
veinte años metido en el mundo de los negocios, y sé que no es ningún plato de
gusto. Pero también tengo que reconocer que has hecho un buen trabajo. Tiene que
haber sido difícil para ti hacerte cargo de todo cuando sólo tenías veintiún años.
—Sí, lo fue. Recibí una educación cara, pero en gran parte inútil: sabía más de
arreglos florales que de cuadrar cuentas, y verme convertida tan repentinamente en

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Angela Devine – Deseo de venganza

la directora de la principal constructora del país era la cosa más terrible que me había
pasado en mi vida. Y a algunos de los obreros no les hacía ninguna gracia la idea de
tener a una mujer de jefe. Te aseguro que es terrible tener que tratar con hombres tan
rudos y machistas. A veces he llegado a asustarme.
Richard soltó una carcajada.
—Bueno, no tenías ningún problema para tratar a ese tipo de hombres rudos y
machistas cuando me conociste —señaló—. Te recuerdo saliendo a la terraza de la
casa de tu padre llevando una bandeja con latas de cerveza con la misma gracia que
si llevaras años trabajando de camarera. Recuerdo que me dije a mí mismo que no
había muchas mujeres como tú. Y no parecías muy asustada.
A Emma le entró un ataque de risa al recordarlo.
—¡Eso es lo que tú te crees! —replicó—. En realidad tenía que reunir todo el
coraje del mundo para salir y enfrentarme a ti. Pero me daba tanta pena verte
trabajando con el calor que hacía… Además tú y tus compañeros erais distintos. Tú
eras verdaderamente educado conmigo.
Sus pensamientos retrocedieron al pasado y Emma recordó el día que había
conocido a Richard. Era un hombre alto y rubio, iba desnudo de la cintura para
arriba, dejando al descubierto su piel morena y brillante por el sudor. Emma nunca
había conocido a un hombre tan guapo. Estaba dirigiendo a una cuadrilla de obreros
que trabajaba en casa del padre de Emma. La joven, compadeciéndose de ellos por el
fuerte calor que hacía, les había llevado las cervezas y después Richard había
aparecido en la cocina con la bandeja vacía. Al verlo, a Emma le había dado un
vuelco el corazón, estaba tan azorada que no sabía adónde mirar.
Como si estuviera compartiendo con ella ese recuerdo, Richard esbozó una
extraña sonrisa.
—Bueno, mi educación no te sirvió de mucho con tu padre, ¿verdad? Me parece
recordar que cuando averiguó que te habías ensuciado las manos llevándoles unas
cervezas a los obreros se llevó las manos a la cabeza.
—No, no se puso muy contento —admitió. Su padre había llegado a la casa y
había empezado a dar puñetazos en los muebles, a recordarle a gritos su posición y a
echar pestes de los trabajadores que estaban fuera. Y todo porque les había llevado
unas cervezas frías—. ¿Oíste todo lo que dijo?
—Sí —contestó Richard gravemente—. Estuve debatiéndome sin saber si hacer
oídos sordos o entrar a darle un puñetazo en la barbilla ¡Dios mío, era un viejo
diablo! Pero no pudo impedir que vinieras conmigo a un concierto de rock la semana
siguiente, ¿verdad?
Emma sonrió con aire de culpabilidad.
—No. Cuando me invitaste a ir contigo no podía creérmelo.
—Sí —comentó Richard reclinándose en la silla—. Supongo que aquel fue el
principio de todo. O quizá el día que fuimos a Manly. ¡Eso es! Recuerdo que te besé
bajo los pinos. No hace falta que te ruborices así. Emma. Tenía intenciones honradas
y me mantenía en un estricto control cuando estaba contigo, ¿te acuerdas?

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Emma se sonrojó todavía más. Sí, era verdad. De hecho, había llegado virgen al
matrimonio, aunque desde luego no había sido ella la que lo había decidido así. Era
Richard el que ponía freno cuando se apasionaban demasiado. Él mismo, con un
inesperado rasgo de puritanismo, había insistido en casarse antes de consumar su
relación de pareja. Emma, todavía sonrojada, le dirigió a Richard una rápida y tímida
mirada.
—¿Por qué insististe en esperar? —le preguntó—. Sabes que me habría acostado
contigo si me hubieras alentado lo más mínimo.
—Lo sé —gruñó—. Y no creas que no estaba tentado. Pero no quería
aprovecharme de ti. Eras muy joven y no tenías ninguna experiencia.
Emma echó la cabeza hacia atrás con un gesto de rebeldía.
—¡Sí tenía alguna experiencia! —protestó—. Hubo un profesor suizo de ski que
me besó en una fiesta cuando yo tenía diecisiete años.
—Prefiero que no sigas hablando de ello —dijo Richard en un tono de voz
peligroso—. Aunque me imagino que ya eras muy apasionada antes de que yo te
conociera. Pero a pesar de esa pasión natural, todavía eras una jovencita inocente e
increíblemente vulnerable. Y yo no quería ser el primero en hacerte daño. Dios sabe
que hasta me sentía culpable casándome contigo. No podría haber soportado los
remordimientos si me hubiera acostado contigo antes de casarnos. Quería que
supieras que para mí era un compromiso serio.
Aquello era absurdo, de un sentimentalismo ridículo. Pero aun así, sus palabras
la hicieron derretirse por dentro. Sonriendo con los ojos llenos de lágrimas, Emma
alargó la mano y posó su mano sobre la de Richard.
—Gracias —le dijo suavemente.
Richard apartó la mano como si le hubiera quemado y empezó a tamborilear
con los dedos en el borde de la mesa.
—Bueno, acabo de demostrarte lo tonto que era, ¿no? —dijo con aspereza—.
Subirte en un pedestal fue el peor error que he cometido en mi vida. Debería haber
tenido sentido común suficiente para darme cuenta de que lo único que querías era
sexo y una forma de alejarte de las garras de tu padre. En fin, ya he aprendido la
lección. Esta vez haré las cosas como debería haberlas hecho al principio. Tendré una
corta aventura contigo y después nos despediremos.
Emma se quedó mirándolo espantada; se sentía como si acabara de darle una
bofetada en pleno rostro. El cielo sabía que nunca había querido que Richard la
pusiera en un pedestal. Pero tampoco que la tratara con ese frío y desdeñoso
desprecio. Después del análisis que acababa de hacer sobre los motivos que la habían
llevado a casarse, era ella la que tenía ganas de propinarle una bofetada.
—Como quieras, cariño. Pero yo podría prescindir de esa aventura.
Personalmente, nunca vuelvo con un hombre con el que ya he terminado. Una vez
que ha desaparecido la magia, ¿qué sentido tiene?
Richard apretó los dientes y le dirigió una mirada de fuego. Afortunadamente,
la camarera eligió ese momento para llevar la cena.

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Angela Devine – Deseo de venganza

La comida estaba excelente: pollo picante con salsa de coco, espaguetti,


verduras al vapor y plátano frito. Pero la conversación no acompañaba a aquel
delicioso festín. Richard comía en un terrible silencio y agarraba el cuchillo y el
tenedor como si fueran armas peligrosas. Cuando terminaron de cenar, se levantó y
anunció bruscamente que iba a ir a dar un paseo. Y sin volverse a mirar atrás, se alejó
a grandes zancadas.
Emma se dijo a sí misma que no le importaba. Se obligó a ir a la habitación, se
desnudó, se tumbó en la cama y cerró los ojos. La noche aterciopelada descendió
sobre ella como las alas de un pájaro enorme y oscuro y se hundió en un
desasosegado sueño.
Horas más tarde, la despertó la suave luz de la lámpara de noche y encontró a
Richard acariciándola.
—¿Qué… qué estás haciendo? —preguntó vacilante.
—¿Tú que crees? —susurró Richard.
Emma miró a Richard furtivamente y se sonrojó violentamente al descubrir la
prueba inconfundible de su excitación. Al desviar precipitadamente la mirada, se
encontró sin quererlo con los ojos de Richard.
—¿Por qué no averiguarnos si realmente la magia ha terminado? —le preguntó
él.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Capítulo 5
Emma abrió la boca para protestar, pero Richard se lo impidió con un largo y
apasionado beso. Se estrechaba contra ella de tal manera que Emma podía apreciar la
poderosa fuerza de sus músculos, mientras era cada vez más prisionera de su abrazo.
Al lado de un hombre como él se sentía pequeña, frágil e infinitamente
femenina. A través de la delgada tela de su vestido podía sentir el calor que Richard
irradiaba; le llegaba también su aroma haciéndola experimentar un delicioso vértigo.
Emma suspiró, incapaz de contener una respuesta apasionada cuando Richard
descendió por su cuello trazando un camino de besos ardientes.
Con una urgencia frenética, Richard empezó a desabrocharle los botones del
vestido, dejando al descubierto la blanca suavidad de sus senos. Deslizó las manos
hacia el pecho de Emma y empezó a acariciarle los pezones haciendo que se
irguieran de excitación.
Después, con un rápido y brusco movimiento, apartó las manos de sus senos y
le agarró el camisón.
—Quítatelo.
—¡No!
—¡Sí!
Pero antes de que Emma tuviera tiempo de reaccionar, se lo quitó y lo tiró al
suelo. Emma se encogió al sentirse desnuda bajo la mirada centelleante de Richard.
Instintivamente, levantó las manos para cubrir con ellas sus senos. Empezó a
protestar indignada, pero Richard la acalló una vez más cubriéndole los labios con la
mano y acariciándole luego las mejillas con una ternura inesperada.
—No luches contra mí, cariño —gruñó—. Ha pasado tanto tiempo…
Demasiado tiempo… Déjame mirarte, tocarte como lo hacía antes…
Mientras hablaba, fue deslizando suavemente la mano por su pelo y sus
hombros. Después, se apoderó de su mano y la alzó hasta sus labios. Con una lenta y
provocativa sonrisa, introdujo uno de los dedos de Emma en su boca y lo lamió
suavemente, haciendo que Emma temblara de emoción y deseo. Emma cerró los ojos
estremecida. Siempre le había encantado sentir las manos de Richard en su espalda…
y que le besara el lóbulo de la oreja como lo estaba haciendo en ese momento.
—¿De verdad quieres que pare? —musitó Richard; estaba tan cerca de ella que
Emma podía sentir su aliento en la mejilla.
Se arqueó contra él y echó la cabeza hacia atrás. Sus senos chocaban contra el
pecho de Richard de una forma insoportablemente excitante. Cada una de sus células
parecía estar estremeciéndose y un calor durante mucho tiempo olvidado pulsaba en
su interior. ¡Con cuánto intensidad lo deseaba! Todo su cuerpo parecía estar
palpitando de anhelo y deseo; deseo que se intensificó cuando Richard la empujó

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Angela Devine – Deseo de venganza

bruscamente contra él, permitiéndole sentir la fuerza de su excitación, la húmeda y


ardiente urgencia de su pasión.
—¿Quieres que me detenga? —repitió con voz seductora.
Emma advertía cierta burla en su voz, pero no le importó. En ese momento, lo
único que le importaba era que Richard era su hombre, su marido, y que la estaba
estrechando en sus brazos. Emma lo necesitaba, lo amaba ciega y arrebatadoramente.
—¡Contéstame!
—No —repuso Emma con voz ahogada, y se desplomó contra él—. Maldito
seas, sabes que no quiero que te detengas…
Richard sonrió con un destello de triunfo en la mirada. De pronto, con un
rápido movimiento, la levantó en brazos y permaneció mirándola durante algunos
segundos exultante por su victoria.
—Bueno —musitó con voz ronca—. Entonces, Emma, pienso disfrutar de ti
hasta que tengas que suplicarme.
Emma se tensó. Era evidente que disfrutaba humillándola, haciéndola
arrastrarse a sus pies. Lo odiaba con todas sus fuerzas, pero lo deseaba también con
una intensidad que la dejó apabullada. La luz anaranjada de la lámpara de noche
realzaba cada uno de sus músculos y le daba a su pelo un tono cobrizo. Enmarcado
por aquella luz de fuego, con aquellos ojos centelleantes y los rizos despeinados
parecía un hombre de las cavernas.
—En las próximas ocasiones tendremos tiempo suficiente para los preliminares
—murmuró con una brutalidad pasmosa—. Pero esta noche, me voy a limitar a hacer
el amor contigo, estés lista o no —acarició sus senos y su vientre y continuó
explorando los rincones más íntimos de Emma—. Pero parece que ya estás lista,
¿verdad? Más que lista, me lo estás pidiendo a gritos.
Emma bullía de rabia, pero Richard estaba diciendo la simple verdad. Y cuando
se introdujo en su interior sin tener la menor consideración, su traicionero cuerpo le
dio una alegre y calurosa bienvenida. Emma volvió la cabeza, se revolvía nerviosa
mientras trataba de recordarse que lo odiaba, pero lo único que sentía era un gozo
salvaje.
Fundidos en un sólo cuerpo, se movían a un ritmo frenético, marcado por la
pasión y un ardiente deseo.
Emma lo instaba a continuar en silencio. Se había sentido tan sola y triste sin él,
le decía con la mirada, pidiéndole también en silencio que no volviera a abandonarla
nunca más. Tenía que clavarse las uñas en las palmas de las manos y morderse los
labios con fuerza para contener aquellas imprudentes palabras. Pero cuando su
cuerpo se convulsionó doblegado por el éxtasis, olvidó todas sus reservas.
—¡Richard, cariño, te quiero! ¡Te quiero, te quiero!
La respuesta de Richard la tomó totalmente desprevenida. Hundió los dedos en
su pelo y la hizo estrechar la cabeza contra su pecho como si nunca fuera a dejarla
alejarse de él. Emma sentía los sordos latidos de su corazón, sus gemidos de

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satisfacción al alcanzar el orgasmo. Después se derrumbó agotado y estremecido


encima de ella.
—Emma, Emma —suspiró con voz ronca—. Oh, Emma.
Emma sonrió secretamente en sus brazos y alargó la mano para apagar la luz.
Cuando se tumbaron, agotados y con los brazos y las piernas entrelazados, Emma
sintió crecer en su interior una profunda felicidad. Richard no le había dicho que la
amaba, pero había permitido renacer la esperanza.
Al hacer el amor, todo había cambiado entre ellos como por arte de magia. El
modo en el que Richard la había sostenido en sus brazos, su forma de pronunciar su
nombre… todo parecía indicar que las cosas estaban destinadas a salir bien entre
ellos. Con una feliz sonrisa, se tumbó a su lado para buscar abrigo en el hueco de sus
brazos. Permaneció despierta durante largo rato, estaba demasiado alborozada para
dormir, pero al final la venció el sueño. Su último pensamiento fue como un
placentero sueño: iban a volver a estar juntos, lo sabía.
Pero el optimismo de Emma tuvo una corta vida. A la mañana siguiente se
despertó con la incómoda sensación de que estaba siendo observada. Abrió los ojos
soñolienta y vio que Richard estaba vestido y sentado en una silla de mimbre al lado
de la cama, mirándola con expresión extraña. Tenía la barbilla apoyada en la mano y
había una tensión latente en su aparente quietud que le hizo sospechar a Emma que
llevaba horas en la misma postura.
—Cariño, ¿qué te pasa? —empezó a decir Emma—. ¿Tienes…?
—No malgastes tu sucio afecto en mí —replicó Richard salvajemente. Se levantó
y se puso a merodear por la habitación—. Vístete. Nos iremos en el primer avión que
nos lleve a Australia.
Emma se levantó de un salto y fue corriendo tras él. Apoyó la mano en su brazo
y le hizo volverse para enfrentarse a ella.
—Richard, ¿qué te pasa? Anoche todo parecía ir tan bien. Yo pensaba que
habías vuelto a amarme.
Richard la recorrió de pies a cabeza con una mirada tan cargada de desprecio
que Emma se sonrojó.
—Pues estabas completamente equivocada —siseó—. Y preferiría que no
volvieses a mencionar la palabra «amor» para referirte a nosotros. Al fin y al cabo, ha
perdido todo su valor en lo que a ti concierne. Estoy seguro de que les has hecho esa
conmovedora confesión al menos a una docena de hombres. Supongo que piensas
que añade un poco de emoción al furor sexual.
—¡No! —gritó Emma horrorizada—. Richard, ¿cómo puedes decirme una cosa
tan espantosa?
—Es muy fácil —ronroneó Richard con una suavidad amenazadora—. Tan fácil
como declararme tu amor mintiendo con toda tranquilidad. Pero yo prefiero la cruda
verdad. Lo que compartimos anoche no tenía nada que ver con el amor, sólo fue un
condenado…

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Angela Devine – Deseo de venganza

Aquellas duras palabras tuvieron para Emma el mismo efecto que un latigazo.
Retrocedió sacudiendo la cabeza aturdida, intentando comprender lo que Richard
había querido decir.
—¡No! —protestó con voz ronca—. No, Richard. Es posible que ese sea tu caso,
pero no es el mío.
—Estás mintiendo, mujerzuela.
Emma lo miró ardiendo de indignación.
—Si eso es lo que piensas de mí, libérame entonces de este ridículo acuerdo —lo
desafió—. Ya has conseguido lo que querías, has demostrado lo que te proponías, así
que ya puedes dejar que me vaya.
—¡No! —gruñó él mientras avanzaba hacia ella—. Dije que tres meses y serán
tres meses.
Emma retrocedió, sintió de pronto el borde de la cama detrás de las rodillas y
de pronto ya no pudo retroceder más. Se sentó con un gemido y observó a Richard,
que estaba observando su cuerpo desnudo con un turbio y feroz brillo de deseo en la
mirada.
Emma vio entonces en el suelo el camisón que se había quitado la noche
anterior y lo levantó para ocultar tras él su desnudez. Se enderezó y lo miró. Aquello
era como batirse en armas contra un enemigo. Por primera vez en todo aquel tiempo,
Emma se dio cuenta de la furia, hasta entonces reprimida, y la hostilidad que Richard
sentía hacia ella y se sintió confundida. No conseguía comprender por qué la odiaba
tanto. Su primer impulso era agarrar sus cosas y huir a Sidney, donde podría
quedarse a solas con sus turbulentos sentimientos. Pero no sabía lo que iba a
conseguir con ello. En cualquier caso, ya no era una tímida jovencita de diecinueve
años, se había convertido en una dura mujer de negocios, veterana en incontables
batallas.
De modo que se echó hacia atrás su larga y oscura melena, enderezó los
hombros y dijo sin alterarse:
—De acuerdo. Richard. Has dejado claro lo que quieres. Ahora me toca a mí
poner mis condiciones. No soy una mujerzuela, soy tu esposa. Y aunque no seas
capaz de amarme y respetarme como deberías hacer en virtud de tu condición de
esposo, espero al menos algo de ti.
—¿Qué es? —gruñó Richard con recelo.
Emma le dirigió una amarga sonrisa.
—Educación —replicó—. Estemos solos o en público, a partir de ahora me vas a
tratar con tanta educación como si fuera tu invitada de honor. De otro modo, con
compromiso o sin él, me iré. ¿Ha quedado claro?
—Perfectamente claro —contestó Richard haciendo un gesto de desprecio—.
Has progresado mucho desde que eras una tímida adolescente. Debo reconocer que
me cuesta trabajo no admirarte.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—Inténtalo —lo invitó Emma fríamente—. No quiero para nada tu admiración.


Richard. Lo único que necesito son buenas maneras. Ahora, ¿hacemos un trato o no?
—Supongo que sí —contestó.
Pero aquello no fue una victoria completa para Emma porque la idea que
Richard parecía tener de lo que era la buena educación estaba en el polo opuesto de
lo que pensaba ella.
Durante el trayecto hasta el aeropuerto, Richard permaneció en completo
silencio y ni siquiera en el vuelo a Australia cambió de actitud. Cuando Emma le
hablaba, la ignoraba o volvía la cabeza. Al final, sintiéndose tan ofendida como
furiosa, se vio obligada a plantear la difícil cuestión de lo que iban a hacer cuando
llegaran a Sidney.
—Mira, creo que lo mejor sería que me fuera en un taxi a mi casa en cuanto
lleguemos. Ya sé que dijiste que deberíamos estar juntos, pero…
—No seas ridícula —la interrumpió Richard—. Vendrás a mi casa, tal como
acordamos, y no hay nada más que decir. En cualquier caso, yo ya le he ordenado a
Amanda que lleve tus pertenencias allí y que vaya a buscarnos al aeropuerto.
—¿Quién es Amanda? —preguntó Emma con un inexplicable sentimiento de
aprensión.

Emma descubrió la respuesta a su pregunta en cuanto llegaron al aeropuerto de


Sidney. Amanda resultó ser una mujer de unos treinta años, alta, rubia e
impecablemente vestida. En cuanto vio a Richard avanzó a su encuentro con una
sonrisa de bienvenida en los labios. Cuando se acercó, Emma observó que llevaba el
pelo con un corte moderno y agresivo y que, a pesar de su sonrisa, el brillo que
iluminaba sus ojos azules era frío y calculador.
—Hola, Richard —dijo con voz aterciopelada—. ¿Has tenido un buen viaje?
—Muy agradable —afirmó Richard sin comprometerse—. Amanda, creo que no
conoces a mi mujer. Emma, esta es Amanda, mi abogada.
A Emma le pareció advertir que Amanda se sobresaltaba ligeramente al oír la
palabra esposa.
—Hola, ¿qué tal Emma?
—Hola —contestó Emma incómoda.
Amanda se dispuso a encargarse de todo. Y además, Emma tuvo que reconocer
que era una persona muy eficiente. A los cinco minutos de abandonar la Terminal del
aeropuerto, estaban cómodamente instalados en una enorme limusina blanca, con
sus respectivos equipajes guardados en el maletero.
—Estarás más cómoda atrás —le había dicho Amanda a Emma antes de subir—
. Tendrás más sitio, además, me temo que tengo que hablar algunos asuntos de
trabajo con Richard durante el camino.

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Parecía razonable, pero Emma no había podido evitar que la fastidiara ser
relegada al asiento trasero, mientras Richard subía al lado de Amanda.
Mientras atravesaban a toda velocidad las calles de Sidney, Richard y Amanda
iban enfrascados en una conversación sobre la compra de un nuevo edificio
comercial en las afueras de la ciudad. Emma se recostó en el asiento y se encogió de
hombros. Ella estaba perfectamente capacitada para participar en la conversación, de
hecho había asistido a incontables reuniones para tratar temas similares. En cualquier
caso, en ese momento en lo último en lo que estaba pensando era en los negocios. Lo
que verdaderamente le preocupaba era pura y simplemente, su relación con Richard.
Cuando el coche por fin tomó un desvío para dirigirse a una villa desde la que
había una vista panorámica del puerto, Emma suspiró aliviada. Atravesaron una de
zona llena de árboles, arbustos y flores que parecía no haber recibido cuidados desde
hacía tiempo; desde allí se vislumbraba una enorme casa con las paredes de color
anaranjado, las ventanas cerradas y el tejado naranja. El camino de entrada era de
grava, pero algunas zonas estaban cubiertas por la maleza, pero para el ojo experto
de Emma estaba claro que aquel jardín había sido alguna vez un lugar hermoso y
cuidado. Había un conjunto de palmeras con una fuente de piedra en el centro
adornada con la estatua de un niño y un delfín, pero las malas hierbas ocupaban el
lugar del agua. En el límite del césped, crecían desordenadamente unos arbustos con
ramilletes de flores blancas y azules y el aire estaba inundado de la dulce fragancia
de sus flores.
Afortunadamente, Richard pareció tomarse en serio su promesa de ser cortés
con ella, al menos delante de Amanda.
—Ya no hay manera de sembrar nada aquí —dijo de pronto volviéndose en su
asiento para mirar a Emma—. Así que he pensado que podrías aconsejarme cómo
puedo arreglarlo, y también me gustaría que me ayudaras a encontrar un lugar
adecuado para las estatuas que compramos en Bali. Hay un invernadero en la parte
de atrás de la casa, con vistas al puerto. La mitad de los cristales están rotos, pero
podrían ser reparados A lo mejor tú puedes encargarte de que vengan a arreglarlo.
Emma permaneció en silencio, mordiéndose el labio. Le resultaba
profundamente incómodo que Richard la incluyera en sus planes para restaurar la
casa y el jardín cuando sabía que sólo iban a estar tres meses juntos. No entendía en
qué juego perverso pretendía hacerle participar. Emma estaba deseando decirle lo
que pensaba realmente de él, pero la presencia de Amanda en el coche se lo impedía.
Así que se refugió en un tono bajo y neutral:
—¿Desde cuando eres propietario de esta casa?
—Sólo desde hace tres meses. Estaba en un estado lamentable. Vivía en ella una
anciana demasiado débil para darle a la casa el mantenimiento que necesitaba. Pero
creo que cuando hagamos todos los arreglos necesarios será una casa estupenda.
Pero cuando Richard la condujo al interior de la casa, Emma se dijo que no
sabría si apoyar su afirmación. La casa tenía por dentro el mismo aspecto de
abandono que el jardín. Una enorme araña iluminaba el inmenso vestíbulo, cubierto
de azulejos, en el que había también una escalera de mármol con una hermosa

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barandilla de hierro forjado que comunicaba con el piso de arriba. Pero el papel de
las paredes tenía grandes manchas de humedad y en algunos lugares el aire olía a
rancio, a moho, como si la casa llevara años sin estar habitada. Richard dejó
bruscamente las maletas en el suelo y se volvió hacia Amanda.
—Gracias por haber ido a buscarnos al aeropuerto —le dijo con amabilidad—.
Aunque supongo que ya es hora de que vuelvas a la oficina.
—Si necesitas que haga algo más, puedo quedarme.
—No, no te preocupes. No creo que me haga falta nada —contestó Richard con
una encantadora sonrisa—. Ya has hecho demasiado por nosotros.
Emma sintió una punzada de celos tan fuerte como una puñalada cuando vio la
mirada que Amanda le dirigía a Richard. Estaba enamorada de él, pensó. Lo llevaba
escrito en la cara.
Cuando la puerta se cerró detrás de Amanda, Emma intentó disimular sus
sentimientos.
—¿Cómo va a volver Amanda a la oficina? —le preguntó a Richard
bruscamente.
—Bueno, normalmente deja aquí su propio coche. Lo hace a menudo —contestó
Richard—. ¿Quieres echar un vistazo a la casa?
—No, ahora no me apetece —protestó Emma—. Lo que verdaderamente me
apetece en este momento es ducharme y tomar una taza de té.
Richard asintió. La hostilidad que había mostrado hacia ella en Bali y durante el
vuelo a Sidney había desaparecido. Pero había sido sustituida por una esmerada
cortesía que Emma encontraba igualmente desagradable.
—Subamos entonces y te enseñaré la habitación —la invitó—. Al menos ha sido
arreglada. Lo primero que hice cuando llegué a esta casa fue arreglar el dormitorio y
la cocina.
Emma le siguió hasta una enorme habitación envuelta en una total oscuridad.
Richard cruzó la habitación, abrió las ventanas y empujó las contraventanas de
madera que daban a un balcón exterior. Un torrente de luz y aire fresco inundó el
dormitorio. Las paredes estaban cubiertas de papel blanco y en el suelo había una
alfombra verde tan suave y suntuosa que parecía un lecho de musgo. Pero lo que
dominaba la habitación era la cama que había en el centro. Era una enorme cama de
caoba con un dosel del que pendía una suave tela verde y blanca. La colcha era de
seda verde estampada con flores y pájaros de gran colorido y en un rincón de la
habitación había un cómodo sofá sobre el que había cojines de la misma tela.
Además, había espaciosos armarios, un par de mesillas de noche y dos cómodas
gemelas de madera tallada. Richard abrió una puerta oculta en una de las paredes y
le mostró un baño decorado en mármol verde y blanco con los grifos de oro.
—Aquí tienes —le dijo suavemente—. Tómate una ducha tan larga como
quieras y cuando estés lista baja a tomarte una taza de té conmigo. La cocina está en
la segunda puerta a la derecha, según pasas las escaleras.

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Emma estaba demasiado cansada para decir nada, de modo que esperó en
silencio a que Richard saliera de la habitación. Dejó el bolso encima de la cama, se
quitó la ropa y se dirigió al baño. Durante cinco minutos maravillosos permaneció
bajo el chorro del agua caliente, dejando que se alejaran por el desagüe todas las
tensiones del día y procurando no pensar en nada. Pero en cuanto salió del baño,
envuelta en una enorme y esponjosa toalla blanca, se encontró con el primer
problema: no sabía qué demonios ponerse. Abrió vacilante la puerta del armario y
descubrió con fastidio que habían guardado allí toda la ropa que tenía en su casa de
Rose Bay. Debían haberla llevado mientras estaba en Bali. Richard debía haber
telefoneado a Matty para conseguir que la enviaran. Y eso quería decir que estaba
totalmente convencido de que iba a lograr que Emma renunciara a su estilo de vida
para adaptarse, por lo menos durante tres meses al suyo.
Ardiendo de rabia, se puso un fresco vestido de punto y llegó diez minutos
después a la cocina. No había señales de Richard por ninguna parte, pero en el aire
flotaba un delicioso olor a café recién hecho. Abrió la ventana de la cocina y
descubrió que fuera había una terraza. Y Richard estaba preparando allí la mesa para
el té.
—Siéntate —la urgió al verla, sacando al mismo tiempo una silla de bambú para
ella—. Puedo ofrecerte café o té, pastas de mantequilla y tarta de manzana con
crema.
Mientras se sentaba, Emma lo miraba con los ojos abiertos de par en par.
—¿Cómo te las has arreglado para organizar todo esto? —le preguntó con
sincero reconocimiento.
Pero la respuesta de Richard acabó con toda su buena voluntad.
—Le dije a Amanda esta mañana que comprara la tarta, y a ella siempre le gusta
tener pastas en casa.
Emma se tensó al oírlo. Eso sólo podía significar que Amanda pasaba tanto
tiempo en casa de Richard que incluso guardaba allí su propia comida.
—Pensaba que era abogada, no tu sirvienta —repuso cortante.
—Y es una abogada excelente. Hábil, ingeniosa y decidida siempre a ganar.
Pero también es muy complaciente. Haría cualquier cosa por mí.
Apostaría la cabeza, se dijo Emma con amargura. A Richard le bastaría con
chasquear los dedos para que Amanda se metiera inmediatamente en su cama. Quizá
ya lo había hecho. Al pensar en ello, se desataron en su interior unos celos
tormentosos, que le hicieron mirar a Richard con resentimiento.
—No, no quiero tarta —le dijo Emma cuando Richard fue a servirle.
Richard la miró con el ceño fruncido.
—¿No vas a comer nada más? Antes te encantaba la tarta de manzana.
—Y todavía me gusta, pero tengo el estómago bastante revuelto. Probablemente
sea por culpa del viaje.

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—Probablemente —afirmó Richard—. Siempre te han sentado mal los viajes.


¿Por qué no te echas y descansas un rato cuando termines el té? Yo tengo que ir a la
oficina a ver a Amanda, pero tú puedes quedarte tranquilamente aquí, siéntate como
si estuvieras en tu propia casa.
Mientras se tomaba el té y mordisqueaba unas pastas, los pensamientos de
Emma corrían a toda velocidad. No podía dejar de pensar en lo paradójicas que eran
las palabras de Richard. Era absurdo que nadie necesitara decirle a su esposa que se
sintiera como en su casa.
—Muchas gracias por el té —le dijo con firmeza cuando terminó—. Creo que
me voy a ir a descansar a mi habitación.
—Como tú quieras.
Quince minutos después, cuando estaba ya tumbada en aquella enorme cama
que parecía digna de una reina, oyó el coche de Richard. Cerró los ojos, enterró la
cabeza en la almohada y gimió.
Cuando se despertó horas más tarde, encontró la habitación iluminada por la
tenue luz anaranjada de la lámpara de noche. Richard estaba a su lado, sentado en la
cama.
—¿Te encuentras mejor ahora? —le preguntó Richard—. He encargado la cena,
por si tenías hambre.
Emma pestañeó, se sentó y se apartó el pelo de la cara. A pesar de que había
decidido guardar fríamente las distancias, al ver a Richard mirándola, su traicionero
corazón dio un salto de alegría y placer.
—Sí, mucho mejor —contestó—. Ahora mismo bajo.
Antes de que empezaran a cenar, Richard recorrió con Emma la casa,
mostrándole todos los detalles de cada una de las enormes habitaciones: desde las
lámparas italianas y las hermosas molduras de los techos hasta los problemas de las
anticuadas cañerías y la instalación eléctrica. A pesar de sus intenciones, Emma era
incapaz de evitar la emoción que la embargaba mientras lo acompañaba. Deseaba
con todo su corazón que realmente estuvieran haciendo planes para decorar juntos
aquella antigua y hermosa casa. Pero la triste verdad era que nunca pertenecería a
aquel lugar. De modo que cuando Richard le preguntó si le gustaba su nuevo hogar,
contestó sin ningún entusiasmo.
—¿Qué te parece? —le preguntó mientras volvían a la cocina—. Cuando esté
completamente arreglada va a ser una casa soberbia.
—Supongo que sí —contestó con indiferencia—. Ahora mismo no puedo decir
que la encuentre muy atractiva.
Richard la miró con los ojos entrecerrados, durante unos instantes su rostro se
transformó en una máscara inescrutable. Pero al momento pareció desestimar por
completo su opinión.
—Bueno, supongo que no tiene ninguna importancia que te guste o no —
comentó—. Venga, vamos a cenar.

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La cena que Richard había encargado era excelente. Consistió en unos filetes
con salsa de champiñones y pimienta, acompañados por una guarnición de verduras
y de postre suflé de limón. Consiguieron alejarse del espinoso tema de su relación,
manteniendo una educada conversación sobre negocios, las vacaciones que habían
disfrutado y los conciertos que iban a celebrarse en Sidney. Pero cuando terminaron
de tomar el café, Richard dejó caer otra bomba.
—¿Sabes? Le he dicho a mi madre que venga a comer con nosotros el domingo.
Espero que no te parezca mal.
A Emma se le pusieron los pelos de punta. Sólo había visto a la madre de
Richard dos o tres veces durante su matrimonio, y siempre había tenido la sensación
de que le desagradaba profundamente. Pero no podía decir nada. No tenía ningún
derecho a impedir que Richard invitara a su madre a su propia casa.
—Me parece estupendo —dijo con voz débil—. ¿Se quedará mucho tiempo?
—Comerá aquí y se quedará a pasar la tarde con nosotros. Creo que ya es hora
de que os conozcáis un poco mejor.
Cuando Louise Fielding llegó dos días más tarde, Emma todavía continuaba
deseando poder escapar del país bajo un nombre falso. Salió a abrir la puerta y se
encontró con una mujer pequeña, de pelo gris que permanecía con cierto aire de
perplejidad en los escalones de la entrada. A pesar de su bastón, tenía un aspecto tan
formidable como siempre.
Cuando se acercó a ella para darle la bienvenida, Emma descubrió sorprendida
que llevaba un ramo de preciosas rosas blancas en la mano.
—Espero que te gusten. Son de mi jardín. Richard me ha comentado que eres
aficionada a las plantas.
—Gracias. Es muy amable de su parte. ¿Quiere pasar y tomarse una copita de
jerez?
Pero a pesar del amistoso gesto de Louise, la conversación que sostuvieron
durante la comida fue muy tirante.
Justo cuando estaban terminando de tomar el café, sonó el teléfono. Richard se
levantó de la mesa y fue al vestíbulo. Volvió al cabo de unos minutos.
—Era Amanda —anunció—. Ha llegado un fax a la oficina del que tengo que
ocuparme inmediatamente. Me temo que voy a tener que abandonaros durante una
hora, más o menos. Espero que os entretengáis juntas.
Rodeó la mesa para despedirse de ambas, dándoles un beso en la mejilla y se
marchó sin decir palabra. Emma se quedó completamente desconcertada ante
aquella inesperada interrupción. Sabía por su propia experiencia en el mundo de los
negocios que era bastante probable que hubiera llegado un fax importante a la
oficina. ¿Pero para qué necesitaba la desgraciada de Amanda que Richard la ayudara
a atenderlo?, se preguntó con resentimiento. De pronto, se dio cuenta de que Louise
la estaba mirando con un brillo sagaz en sus ojos oscuros, haciéndola ponerse
decididamente nerviosa.

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—¿Más café? —le preguntó, levantándose de un salto.


Para su sorpresa, aquel brusco movimiento le produjo un desagradable mareo.
Continuó de pie, agarrándose a la mesa con la desconcertante sensación de que la
habitación daba vueltas a su alrededor.
Louise se puso rápidamente de pie, se acercó a ella y la agarró del brazo.
—¿Te encuentras bien, Emma? Tienes muy mal color. Siéntate aquí mientras
voy a buscarte un vaso de agua.
La madre de Richard se alejó cojeando, volvió cojeando y observó a Emma con
atención mientras se lo tomaba.
—Gracias —le dijo Emma—. Y lo siento. La culpa de esto la tiene el viaje.
Nunca me han sentado bien, pero tampoco tan mal como esta vez.
—Lo que necesitas es tumbarte a descansar en el sofá. Vete a la sala, échate una
siesta y más tarde te llevaré una taza de té.
Una hora más tarde, sintiéndose todavía agotada a pesar de su descanso, Emma
aceptó una taza de té caliente y bien cargado de azúcar que le preparó amablemente
Louise. De alguna manera, aquel pequeño gesto ayudó a disminuir la tensión que
había entre ellas de forma considerable. Lousie se sentó en una silla de mimbre y le
dirigió a Emma una inesperada sonrisa.
—No he tenido oportunidad de decírtelo antes —murmuró—. Pero me alegro
mucho de que Richard y tú volváis a estar juntos.
—¿Qué… qué? —farfulló Emma—. Pero si usted nunca quiso que nos
casáramos.
—No, no quería —admitió—. Aunque realmente nunca tuve nada que decir
sobre ese asunto. Cuando me enteré, Richard y tú ya estabais casados. Y, por
supuesto, eso fue parte del problema. Heristeis mis sentimientos al no invitarme a la
boda. Richard me explicó después que temía que yo intentara disuadirte si me
enteraba de lo que estabais planeando. Y probablemente tenía razón, seguramente
habría pensado que estabais cometiendo un gran error.
—¿Por qué? —preguntó Emma, estupefacta ante aquella afirmación.
—Bueno, en primer lugar, eras demasiado joven —le dijo con franqueza—. Y en
cuanto a Richard, con todas las preocupaciones que tenía, el matrimonio era lo
último que necesitaba.
—¿Qué preocupaciones? ¿A qué se refiere?
Louise la miró extrañada.
—¿Nunca te lo ha dicho? —al ver que Emma continuaba sin comprender,
suspiró—. Bueno, será mi hijo, pero Richard a veces es irritante. Puede llegar a ser
tan terco como una mula. ¡Es increíble que no se lo contara a su propia esposa!
—¿Decirme qué?
—Pregúntaselo a él —respondió Louise enigmáticamente.

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—Pero… —empezó a decir Emma.


—No Emma, no me interrogues. Richard es el único que podría decírtelo,
aunque me sorprende que no lo hiciera al principio. Quizá si hubieras sabido las
presiones a las que estaba sometido habrías esperado algún tiempo antes de casarte
con él. Si Richard no hubiera estado tan agobiado y tú no hubieras sido tan
inmadura, estoy segura de que vuestro matrimonio habría sido un éxito.
—Yo no era inmadura —protestó Emma.
Louise curvó los labios en una irónica sonrisa.
—No dudo que hayas madurado mucho en estos últimos ocho años. El modo
en el que has tomado las riendas de los negocios de tu padre después de su muerte lo
demuestra. Richard estaba muy orgulloso de ti y a mí no me quedó más remedio que
reconocer que estabas haciendo un buen trabajo con Prero. Pero yo tenía una buena
razón para recelar de ti al principio. Si no hubieras sido tan inmadura, no habrías
corrido a refugiarte en los brazos de otro hombre después de tener una discusión
tonta con Richard.
Emma se quedó boquiabierta. ¿Qué le habría contado Richard a su madre sobre
su separación? Se puso roja de indignación ante aquella injusticia. Obviamente, había
tergiversado los hechos para que su madre pensara que Emma era la única culpable
de su separación.
Emma tomó aire y abrió la boca dispuesta a explicar la verdad, pero de pronto
vaciló. Al fin y al cabo, Richard todavía era su marido, y un extraño sentido de la
lealtad le hizo negarse a desenmascararlo.
—Ese no fue el único problema que hubo —dijo con pesar. Entonces pensó en
su forma de despilfarrar el dinero, en su incapacidad para llevar la casa, en sus
pataletas de niña mimada cuando Richard no podía dedicarle tiempo por culpa de su
trabajo—. Pero tengo que admitir que cometí un montón de errores. Aunque Richard
tampoco era el marido perfecto…
Louise la miró divertida.
—Puedo imaginármelo —contestó con énfasis—. Siempre ha sido un hombre
difícil. Irascible, terco e incapaz de perdonar un error. Una combinación terrorífica.
Pero te quiere, Emma. Si no, nunca hubiera vuelto contigo, y por esa misma razón
estoy obligada a pensar que tú también lo quieres. Y deseo que ambos seáis felices.
—Es muy amable de su parte —se obligó a decir Emma.
—No, es muy egoísta. Deseo fervientemente ser abuela y creo que tú y Richard
sois la mejor oportunidad que tengo. Además, durante el último año más o menos
había empezado a preocuparme pensando que Richard se iba a divorciar de ti e iba a
casarse con esa horrible mujer con la que ha estado viviendo. Siempre se me olvida
como se llama. Su nombre es Amanda, ¿no?

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Capítulo 6
Emma enmudeció. Por supuesto, en ningún momento había dudado que
durante los años que había pasado separada de Richard éste hubiera salido con otras
mujeres. Pero Richard no habría vivido con ninguna a no ser que su relación fuera
suficientemente seria… y eso la hería profundamente. De hecho, la hería de tal
manera que por un momento permaneció completamente inmóvil, sintiéndose
aterrorizada. Antes de que pudiera moverse, se abrió la puerta y Richard entró en la
habitación. Su perezosa sonrisa desapareció en cuanto vio la cara que tenía Emma.
Cruzó la habitación a grandes zancadas, se arrodilló al lado de su esposa y le tomó la
mano.
—¿Qué te pasa, Emma?
Louise resopló.
—¿Quieres que te conteste yo? Ha estado trabajando duramente durante
demasiado tiempo —le dijo—. Se ha mareado cuando te has ido, y ahora tampoco me
parece que tenga muy buen aspecto. Si aceptas un consejo, Richard, creo que
deberías ir con ella al médico para que le hagan un chequeo. Y por el amor de Dios,
haz que descanse. Ahora que ya has vuelto voy a marcharme. No, no te levantes,
puedo ir sola. Adiós, Emma. Espero que te recuperes pronto.
Cuando la puerta se cerró tras su madre, Richard examinó a Emma con la
mirada y frunció el ceño.
—¿Estás enferma? —le preguntó.
Emma se sentía tan desorientada como si estuviera bajando las cataratas del
Niágara metida en un barril, pero no creía que estuviera realmente enferma.
—No, sólo estoy cansada —contestó.
Richard se levantó, se sentó a su lado en el sofá y estiró las piernas.
—Has trabajado demasiado —le reprochó—. Matty me dijo que trabajabas
dieciséis y dieciocho horas diarias.
—Igual que tú —replicó Emma.
—Antes lo hacía, pero ya no —contestó—. No tengo intención de morir de un
ataque al corazón antes de haber cumplido cuarenta años, así que procuro delegar
gran parte de mi trabajo. Y eso mismo deberías hacer tú. Mañana mismo voy a
llevarte al edificio de oficinas para que veas cuánto se ha avanzado, y después
conseguiremos una nueva secretaria que pueda ayudar a Matty. Bueno, y también
necesitas a alguien que inspeccione la ubicación de los nuevos edificios. Conozco al
hombre ideal para esa tarea. Un muchacho que se llama Ron Bortolli, un hombre
estupendo, trabajador y honesto. Y además, si necesitas ayuda en cualquier aspecto
legal, Amanda…
—Yo no quiero la ayuda de Amanda —estalló Emma.

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—Sólo iba a decir que Amanda podía recomendarte a alguien —le comentó
Richard con amabilidad.
—Tampoco quiero que me recomiende a nadie.
Richard la agarró por los hombros y la hizo volverse para mirarlo a la cara.
—¿A qué se debe todo esto? —le preguntó con calma.
—Lousie me ha dicho que antes vivías con Amanda —le contestó, temblorosa.
Richard se encogió de hombros y la miró divertido.
—Es verdad, pero ¿qué importancia tiene?
—¿Cómo puedes hablarme así? —preguntó con voz ahogada—. Tengo
entendido que soy tu esposa, y tú eres capaz de estar ahí, tranquilamente sentado
diciéndome que has estado viviendo con otra mujer. ¿No se te ha ocurrido pensar en
mis sentimientos? ¿O en los de ella?
—Estás haciendo una montaña de un grano de arena —contestó Richard
intentando no perder la paciencia—. Sabes perfectamente que hay un pequeño
apartamento para el ama de llaves en la parte de atrás de la casa. Pues bien, Amanda
estuvo viviendo en él cuando yo me trasladé a esta casa. Ella había vendido su casa y
no tenía otro lugar a donde ir hasta que se comprara una nueva. Pero como es
normal, mi madre ha tenido que sacar sus propias conclusiones.
—Me ha dicho que probablemente te cases con Amanda —dijo Emma en un
impulso.
El semblante de Richard cambió ligeramente. La miró de un modo calculador y
después con una expresión sospechosa.
—Es posible —le confirmó.
Emma se quedó boquiabierta.
—Tienes menos sensibilidad que un cerdo —le dijo en un susurro.
—¿Quieres decir que de verdad te importa? —le preguntó Richard con
incredulidad—. ¿Pretendes decir, como hiciste en Bali, que todavía me amas? No sé
cómo puedes pensar que soy tan ingenuo como para creerme una cosa así.
La burla que se reflejaba en su voz era tan feroz que Emma se estremeció. Pero
de repente, su tristeza se ahogó en un torrente de furia.
—Por supuesto que no lo pienso —replicó con sarcasmo—. Como tú mismo
dijiste, decirle a alguien que lo amas forma parte del juego amoroso, pero sólo es eso,
un juego. Pero ahora estamos hablando de algo más. ¡Es una cuestión de orgullo! El
amor no tiene nada que ver con esto.
Richard se enfrenté a ella como un toro furioso y bramó:
—Así que por fin hemos descubierto la verdad. Volvemos a vivir como un
matrimonio normal, pero para ti el amor no tiene nada que ver con esto. Pues para
mí tampoco, Emma, y como no estamos enamorados el uno del otro, no es asunto
tuyo lo que yo pueda hacer cuando nos separemos, y tampoco con quién lo haga. De

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lo único que tienes que preocuparte es de ser una esposa adecuada para mí durante
el tiempo que permanezcas a mi lado.
—¿Una esposa adecuada? —repitió Emma—. ¿Qué se supone que significa eso?
—Que me darás todo lo que yo quiera. Pasión en el sexo, una fidelidad
absoluta, y el respeto que me debes por ser tu marido. Tú me abandonaste hace años
porque preferías a otro hombre, y eso es algo que nunca te perdonaré. Esta vez yo
soy el que está en una posición ventajosa y no tengo intención de perderla. De todos
modos, tú tienes que volver conmigo te guste o no te guste, así que harías mejor en
comprender que tendrás que aceptar mis términos. Dentro de los cuales no está
incluido el que te acuestes con otros hombres. ¿Está suficientemente claro?
—Perfectamente claro —replicó Emma—. ¿Pero no crees que estás siendo
bastante hipócrita?
—¿Hipócrita? ¿Por qué?
Emma se apartó de Richard y se puso a dar vueltas alrededor de la habitación.
—Amanda es la mujer perfecta para ti, ¿no? —lo desafió—. Puedes acostarte
con ella, vivir con ella, incluso decirme que te vas a casar con ella, y nunca te pondré
ningún problema. Yo pensaba morderme la lengua y mirar hacia otro lado, dejar que
me pisotearas mientras tú seguías haciendo lo que te apetecía. Ni el amor ni la
fidelidad tienen ninguna importancia, Richard. ¿Pero que pasa con el respeto que me
debes como esposa? ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá, una mujer con sangre en
las venas quiere que su marido sea exclusivamente para ella?
Richard esbozó una sonrisa burlona y Emma deseó con todas sus fuerzas poder
borrársela de la cara dándole una bofetada.
—Así que estás empezando a hacerte una idea de lo que significan el dolor y la
humillación? —se mofó—. Me alegro de verlo.
Emma contuvo la respiración.
—¡Vete al infierno! —gritó—. ¡Eres un canalla, Richard! Te diviertes
atormentándome, ¿verdad?
—Quizá —respondió Richard con una sonrisa fría e indiferente.
Emma le devolvió una mirada tan glacial como la suya.
—¿Te has acostado con ella? —le preguntó bruscamente.
Richard se encogió de hombros y la miró sin disimular su diversión.
—Quizá sí, quizá no —contestó—. Intenta vivir con la sospecha y la duda
durante algún tiempo.
—No te importo nada, ¿verdad?
—No —contestó Richard brutalmente—. Y esta vez no vas a conseguir hacerme
entrar por el aro. Si alguien va a llevar el látigo, seré yo. Así que procura no olvidar
que nuestro reencuentro no tiene nada que ver con el amor. Las únicas cosas que
cuentan son el sexo, la pasión y la venganza.

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Emma, en uno de sus habituales arranques de genio, soltó un grito y se lanzó


contra Richard con intención de abofetearlo.
—¡Te odio! ¡Te odio! —gritó.
Pero antes de que pudiera alcanzarlo sucedió algo extraño. El suelo empezó a
tambalearse y la habitación se convirtió en una pantalla de puntos grises. Cuando
por fin el mareo se apaciguó, se dio cuenta de que estaba sentada en el sofá, con la
cabeza en las rodillas y el brazo de Richard a su alrededor. Oía su voz ansiosa y
preocupada, pero extrañamente amortiguada, de modo que no pudo distinguir lo
que decía, hasta que cesó el zumbido que tenía en los oídos.
—¿Emma?
—¿Mmmm? —levantó la cabeza tambaleante y lo miró.
—¿Te encuentras mejor?
Emma asintió vacilante y Richard tensó el brazo alrededor de sus hombros.
—Si he sido el culpable de lo que te ha pasado, lo siento —musitó—. No quería
trastornarte…
—No ha sido eso, Richard —protestó Emma, sacudiendo la cabeza—. Estoy
segura de que no ha sido eso. La verdad es que no me he encontrado bien desde que
volvimos de Bali.
—Tensión y exceso de trabajo —replicó Richard—. Pero a partir de ahora eso se
ha terminado, ¿me has oído? Mañana mismo vas a ir al médico y después te vas a
tomar unas largas vacaciones.
—Haré todo lo que digas —contestó Emma débilmente.
—¡Demonios! Ahora estoy convencido de que estás enferma.
Sin previa advertencia, se puso de pie y con un único y rápido movimiento la
levantó en brazos. Emma lo miró a los ojos sorprendida, y vio que la miraba con
avidez. Por un momento, hasta le pareció descubrir ternura en su mirada. Sentía el
calor del cuerpo de Richard, oía los profundos latidos de su corazón, percibía su
embriagadora fragancia. A pesar de su reciente enfado, le dirigió una pequeña e
indecisa sonrisa. Richard gimió al verla y la estrechó contra él.
Cuando llegaron a la habitación, la dejó en el centro de la cama, se tumbó a su
lado y le apartó con delicadeza el pelo de la cara. El mareo de Emma había hecho que
desapareciera la tensión que había entre ellos. Como si se hubiera olvidado de la
abierta hostilidad que había mostrado unos minutos antes, Richard la estaba
mirando con una ternura que la desarmó.
—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó—. ¿Algo de beber o de comer?
Emma negó con la cabeza.
—¿Quieres que llame al médico?
Emma volvió a sacudir la cabeza, sintiéndose aquella vez ligeramente azorada.

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—No, de verdad —protestó—. Ahora mismo me encuentro perfectamente. No


sé lo que me ha pasado.
—Ya te lo he dicho. Tensión y exceso de trabajo. Trabajar duramente, no tener
nunca un momento de relajación y no ser capaz de compartir los problemas puede
llegar a destrozar una vida. Lo sé, he pasado por ello.
Emma se quedó mirándolo pensativa.
—Tú madre me ha comentado esta tarde algo parecido —le dijo—. Me ha dicho
que vivías muy presionado y que tenías demasiadas responsabilidades cuando
estábamos casados. ¿A qué se refería?
—Nada importante —musitó.
Emma se inclinó hacia él y le agarró la mano.
—Dímelo —insistió—. ¿No crees que tengo derecho a saberlo? Sobre todo si esa
fue una de las razones por las que siempre estábamos peleándonos, y por las que al
final nos separamos.
—No sé por qué mi madre no puede tener la boca cerrada —dijo exasperado—.
No creo que sea tan difícil. Pero sí, supongo que podría decirse que estaba sometido
a demasiadas tensiones cuando nos casamos.
—¿Por qué? —le preguntó Emma suavemente.
—Es una historia muy complicada, pero lo principal es lo siguiente: sabes que
mi madre se rompió la cadera en un accidente y que ese es el motivo de su cojera.
Emma asintió.
—Sí, me lo contaste. Y tu padre murió en ese mismo accidente. Debió de ser
muy duro para ti, lo entiendo. Pero eso había ocurrido muchos años antes de que nos
conociéramos, cuando tenías dieciséis años, ¿no es así?
—Sí, pero nunca te he contado la verdadera historia. Ya ves, lo que ninguno de
nosotros sospechábamos era que mi padre era un jugador compulsivo, un ludópata.
Durante años, había estado desfalcando dinero de la firma de abogados en la que
trabajaba para pagar sus deudas de juego. Al sentirse culpable y con miedo a ser
descubierto, empezó a beber sin control, y esa fue la causa del accidente. Cuando mi
padre murió, el responsable de la firma lo descubrió todo y se lo contó a mi tía. Era la
hermana de mi padre, pero podría decirse que se lavó las manos y se desentendió del
problema. La solución que aportó fue que se vendieran todas las propiedades de mi
padre y que sus hijos fueran a vivir con familias de acogida. Christina sólo tenía doce
años, y John ocho y yo sabía que si la separaban de nosotros a mi madre se le
rompería el corazón. Durante meses estuvo demasiado enferma para poder llegar a
conocer la verdad, pero yo abordé al responsable de la firma e impedí que mi tía
participara en la discusión. Llegamos a un acuerdo y el escándalo se silenció.
—¿Qué tipo de acuerdo? —preguntó Emma.
—Bueno, yo me había prometido hacer dos cosas fundamentalmente. La
primera, que la familia permaneciera junta. Eso fue relativamente fácil. Engañé a mi
tía diciéndole que la asistente social había encontrado a gente que podía hacerse

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cargo de nosotros tres, pero la verdad era que no había nada parecido. Yo me
encargué de todo. Dejé el colegio y conseguí un trabajo de albañil en un edificio,
alquilé una casa y cuidé a John y a Christina hasta que mi madre estuvo
suficientemente bien como para volver a casa.
—¿Cuánto tiempo estuviste en esa situación?
—Dos años. Mi madre después tuvo que contratar durante mucho tiempo a una
mujer para que la ayudara a hacerse cargo de los niños.
—¡Dos años! —repitió Emma—. ¡Y dices que fue relativamente fácil! ¿Y qué era
la segunda cosa que te habías prometido?
—Devolver todo el dinero que mi padre había malversado. Eso fue mucho más
duro. Había que saldar todas y cada una de sus deudas, y puedo asegurarte que eran
muchas y cuantiosas. Al cabo de los años, te conocí a ti. Para entonces, las cosas
habían mejorado mucho, pero todavía estaba intentando pagar lo último que debía.
Aparte de eso, Christina estaba estudiando medicina y John estaba en el último curso
de una escuela privada bastante cara. Fue una época muy difícil para mí.
—Richard, ¿por qué nunca me lo dijiste?
—Quería protegerte —le dijo secamente—. Pensaba que mi deber era
proporcionártelo todo, no preocuparte con las deudas y los compromisos que yo
había contraído. Debía ser suficientemente duro para llevarlo todo solo. De otro
modo, ¿qué derecho tenía a casarme contigo? Tú siempre habías vivido rodeada de
lujos y comodidades, y yo quería protegerte, cuidarte, defenderte.
—Qué extraño. Yo siempre pensé que querías enfadarme, gritarme y hacer el
amor conmigo apasionadamente.
Richard la fulminó con la mirada.
—Eso también —admitió.
Dejándose llevar por un impulso, Emma le apretó la mano.
—Fue una tontería no decirme nada —protestó—. Te admiro profundamente
por lo que hiciste, pero deberías haberme contado tus problemas. Sé que hubiéramos
luchado juntos para solucionarlos. Y yo no habría sido tan despilfarradora ni me
hubiera quejado tanto cuando no podías volver a casa porque te quedabas
trabajando. Pero yo no sé leer el pensamiento. ¿Cómo podía conocer los problemas a
los que te estabas enfrentando? En aquella época eras muy irritable, y estabas casi
siempre de mal humor. Yo pensaba que te arrepentías de haberte casado conmigo.
—No seas ridícula —saltó Richard—. Yo me devanaba los sesos para encontrar
una manera de saldar las deudas de mi padre y proporcionarte a la vez el tipo de
vida del que quería que disfrutaras. ¡Nunca me arrepentí de haberme casado contigo!
—¿Nunca? —le preguntó Emma con voz ronca.
El semblante de Richard se oscureció.
—No, por lo menos hasta que te echaste a los brazos de Nigel.

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Emma cerró los ojos y se estremeció. ¿Por qué tenía que volver siempre a lo
mismo?, se preguntó desesperada. ¿Y por qué tenía que valorar de forma diferente su
sórdida aventura con otra mujer? Quizá pensaba de verdad que la fidelidad sólo
debían respetarla las mujeres.
Por un momento, estuvo a punto de confesarle la verdad, de contarle que nunca
se había acostado con Nigel, aunque había hecho todo lo posible para que Richard lo
creyera. Era una forma de devolverle su traición. Pero ni siquiera en ese momento
estaba preparada para sacrificar la precaria ventaja que aquella mentira le
proporcionaba. No podía decirle a Richard que nunca había hecho el amor con otro
hombre cuando él estaba planeando abandonarla por Amanda. Pero al mismo
tiempo, no quería que el rencor se enconara entre ellos.
—¿Por qué siempre estás con lo mismo? —le imploró—. Eso fue hace años,
Richard. Y no fue lo único que acabó con nuestro matrimonio, ni mucho menos.
¿Piensas seguir odiándome eternamente por ello? ¿No puedes intentar ser amable
conmigo?
—No lo sé —admitió sinceramente—. Pero supongo que podría intentarlo.
—Entonces, ¿vas a liberarme de nuestro acuerdo? —le preguntó
precipitadamente.
Su orgullo le indicaba que debía hacerle esa pregunta, y que debía hacérsela
rápidamente, mientras todavía tuviera bajas sus defensas. Pero el mero hecho de
pronunciar aquellas palabras le produjo tanto arrepentimiento que se preguntó a sí
misma qué era lo que realmente quería. ¿De verdad se alegraría de que Richard le
permitiera marcharse?
—No, Emma —le dijo Richard en un tono implacable—. Me perteneces, y no te
irás de aquí hasta que yo lo decida.
Fue tal el alivio que sintió Emma al oír aquellas palabras, que el corazón le dio
un vuelco. Pero aquel alivio repentino fue seguido por un sentimiento de aprensión.
¿Qué ocurriría cuando Richard decidiera liberarla? ¿La echaría de su casa cuando
finalizaran los tres meses? ¿La sustituiría por Amanda? Una sombra oscureció sus
ojos ante aquel pensamiento sin pensarlo, posó la mano en la mejilla de Richard.
—Entonces, ¿podrás al menos ser amable conmigo durante el tiempo que
estemos juntos? —le suplicó—. No puedo soportar que sigamos así, que continúe
habiendo tanto odio entre nosotros.
Richard le agarró la mano y se la acarició con los labios.
—¿Por qué me siento como si estuviera siendo tentado a caer en una trampa? —
preguntó como si estuviera hablando sólo para sí—. De acuerdo. Seré amable
contigo, pero no cuentes con que vaya a ser para siempre.
Emma le enmarcó el rostro con las manos y lo miró a los ojos conmovida.
Cuánto lo amaba a pesar de todo. Sabía que incluso volvería a aceptarlo en su vida si
supiera que Richard era capaz de anular el pasado y serle fiel. Le dirigió una tensa
sonrisa.
—Ahora mismo no cuento con nada —le dijo.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Por un momento, Richard pareció dispuesto a decir algo, pero inmediatamente


cambió de opinión. Hundió la cabeza en el cuello de Emma, la mantuvo allí durante
algunos segundos y después la enderezó.
—Creo que deberías intentar dormir —le dijo—. Yo me iré a la otra habitación,
así no te molestaré.
Envuelta en aquella tranquila oscuridad, Emma no tardó en conciliar el sueño y
no se movió durante horas. A la mañana siguiente, se despertó al sentir la mano de
Richard en el hombro. Se incorporó en la cama pestañeando y guiñó los ojos para
protegerse del sol que entraba a raudales por la habitación. Vio entonces las
manecillas del reloj que estaba encima de la cómoda. ¡Eran las siete y media! Vio
inmediatamente la columnita de vapor que se elevaba desde la mesilla de noche, y
comprendió que Richard le había llevado una taza de té. Él ya estaba vestido, llevaba
una camisa blanca con rayitas azules y un traje y una corbata grises. La trataba con
una agradable tranquilidad, como si de verdad hubieran compartido un feliz
matrimonio durante los últimos nueve años. Ninguno de ellos hizo referencia a la
noche anterior. Emma le dirigió una sonrisa vacilante antes de alargar la mano para
agarrar la bata.
—Voy un momento al baño —le explicó.
Cuando volvió, sufrió una gran desilusión al ver que Richard ya no estaba allí.
Pero volvió a la cama y empezó a tomarse el té.
Solo, caliente y no muy cargado, exactamente como le gustaba. Estaba
recostándose en la almohada cuando la puerta se abrió y volvió a entrar Richard.
Llevaba una bandeja con tostadas y mermelada, que dejó en el regazo de Emma
antes de sentarse él mismo a los pies de la cama. Pero no pasó mucho tiempo antes
de que atacara la bandeja que le había llevado a Emma, y al final fue él mismo el que
se comió la mayor parte de las tostadas. Emma empezó a reír sin parar.
—¿Qué pasa? —le preguntó Richard con el ceño fruncido.
—Siempre hacías lo mismo —se quejó divertida—. Me traías el desayuno a la
cama y después te lo comías tú.
Richard la miró con aire de culpabilidad y dejó la tostada que acababa de
quitarle. Impulsivamente, Emma alargó la mano para acariciarle el brazo.
—No, no pares —lo urgió—. Me gusta que lo hagas.
Se miraron a los ojos. En el pasado habían sido muchas las veces que Richard
había terminado dejando las tostadas para poder abrazarla. Emma pensó, al ver su
radiante mirada, que seguramente también sería capaz de hacerlo en ese momento.
—¿Quieres que llame al médico para que te concierte una cita? —le preguntó
Richard, cuando terminaron de desayunar.
—Sinceramente, no creo que sea necesario. Probablemente fue el agotamiento la
causa de mi mareo. Esta mañana me encuentro perfectamente.
Richard frunció el ceño con escepticismo.

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—De acuerdo. No insistiré con tal de que me prometas que irás al médico si
vuelves a encontrarte mal. Y que vas a descansar y a olvidarte de tu trabajo durante
una buena temporada. ¿Está claro?
—¡Sí! —contestó.
—Bien. Y para que dejes de preocuparte por las oficinas Prero, te voy a llevar
allí esta mañana. Así podrás comprobar por ti misma que no hay ningún problema.
Pero sólo durante un par de horas. Después, quiero que descanses.
A Emma le encantó ir cómodamente recostada en el asiento del BMW de
Richard, en vez de tener que estar luchando contra el tráfico, como solía hacer todas
las mañanas. Pero cuando dejaron el coche en el aparcamiento, debajo del enorme
edificio de oficinas situado en el corazón financiero de la ciudad, empezó a ponerse
nerviosa. Se preguntaba cómo iba a enfrentarse a las miradas y los murmullos de sus
empleados cuando apareciera al lado de Richard. Pero sería incluso peor lo que
pensarían los empleados de Richard de su precipitada unión.
Pero sus preocupaciones fueron infundadas. Entraron en el interior del edificio
y se encontraron con un par de oficinistas que les abrieron paso educadamente
cuando se dirigían al ascensor.
—Buenos días, señor y señora Fielding.
Fue un saludo amable y educado, y tan natural como si formara parte de la
rutina de todas las mañanas. ¿Les habría dado Richard instrucciones a sus empleados
para que estuvieran preparados? Emma fijó la mirada en el suelo para no tener que
preguntarse si los tres hombres que tenía frente a ella la miraban con curiosidad o no.
Para su sorpresa, Richard la agarró del brazo.
—Como puedes ver en el directorio —le dijo, señalando el panel de control—,
mi compañía ocupa ahora la mayor parte del edificio, y hemos dejado a Prero el piso
de arriba. Después de que te presente a algunos de los directores, puedes subir a
tomarte una taza de té con Matty.
A Emma se le pasaron volando las dos horas siguientes; estaba sinceramente
interesada en aprender todos los detalles de los proyectos que había asumido la
compañía de Richard en los últimos ochos años. Cada vez iba siendo más consciente
de que Richard no sólo era un astuto hombre de negocios, un hábil comerciante y un
experto abogado, sino que también era un hombre compasivo con la gente que lo
necesitaba.
Cuando Richard tuvo que separarse de ella para ir a atender una llamada
telefónica, el gerente continuó describiéndole las obras de la compañía. Al oírlo
hablar, Emma se sentía orgullosa de Richard, pero el orgullo rápidamente cedió el
paso a la desilusión. No tenía ningún derecho a sentirse orgullosa. Él sólo era su
marido legalmente, y ella no había participado de ninguna manera en los éxitos que
había cosechado. Aquella situación no era más que una ridícula farsa. Estaba
hojeando todavía los álbumes de fotos con expresión lúgubre cuando apareció
Richard a su lado.

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—¿Estás lista para ir a tomar una taza de té con Matty? —le preguntó—. La
verdad es que no parece que estés disfrutando mucho aquí.
Emma encontró a la que también había sido secretaria de su padre agachada en
medio de la oficina y rodeada de un caos absoluto. Los archivos y los aparadores
estaban abiertos, había papeles por doquier y Matty se arrastraba por el suelo como
si fuera una modista a la que se le hubieran caído todos sus alfileres. Emma se quedó
mirándola con cariño. Cruzó después la habitación y se inclinó para ayudarla a
levantarse.
—¡Emma! —exclamó Matty al verla—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Emma soltó una alegre carcajada.
—Trabajo aquí, ¿recuerdas? —contestó, antes de darle un beso en una de sus
sonrosadas mejillas—. Y ahora supongo que por fin tengo oportunidad de tomarme
una taza de té.
—Por supuesto, cariño, al menos si consigo encontrar la tetera —repuso la
secretaria, mirando distraídamente a su alrededor—. ¿Quiere usted una taza, señor
Fielding?
—No, yo tengo que bajar a atender unos asuntos, así que las dejo para que se
pongan al corriente de todo.
Mientras Richard cerraba la puerta tras de sí, Matty le dirigió una mirada
furtiva. De hecho, incluso se acercó de puntillas a la puerta y volvió a abrirla para
asegurarse de que se había ido.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Emma, divertida por tanto misterio.
—¡Oh, querida! —contestó Matty con remordimiento mientras se sentaba en
una de las sillas de la oficina—. No puedes imaginarte lo culpable que me siento con
todo este asunto.
—¿Qué asunto? —preguntó Emma perpleja.
—Le dije al señor Fielding dónde podía encontrarte en Bali —le contó Matty, en
el tono de un espía que estuviera admitiendo que había confesado secretos de
estado—. Durante todos los años que llevo trabajando en esta oficina, nunca he
revelado nada confidencial. Pensaba que ibas a estar muy enfadada conmigo, pero el
señor Fielding es un hombre muy decidido cuando quiere salirse con la suya.
—Lo sé —repuso Emma con convicción—. No te culpo por habérselo dicho,
Matty. Mira, ahí está la tetera, debajo de ese montón de calendarios de Prero del año
pasado. ¿Quieres que la enchufe en algún lado?
—Si quieres, querida. Y en ese armario de allí hay tazas. Ahora siéntate para
que tengamos una pequeña charla.
Emma miró a su alrededor, pero todas las sillas, a excepción de la que estaba
ocupando Matty estaban cubiertas de cachivaches, así que se subió ágilmente al
escritorio y se sentó con los pies colgando. Al verla, Matty sonrió con indulgencia.

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—Siempre te sentabas así cuando eras pequeña —le dijo suspirando con
nostalgia—. ¿Te acuerdas de cómo me enfadaba contigo?
—Pero nunca lo hacías en serio. Al final siempre me dabas una chocolatina.
A Matty le brillaron los ojos al oírla. Buscó en el último cajón del escritorio, sacó
una chocolatina y se la dio a Emma.
—Aquí tienes —le dijo—. Disfrútala, puede ser la última.
Emma abrió los ojos de par en par.
—¿Pero por qué?
—Me retiro. Esa es la razón por la que estoy vaciando todos los archivos. El
señor Fielding me convenció para que me jubilara.
—¿Quieres decir que te ha echado? —le preguntó Emma indignada.
Matty chasqueó la lengua.
—No, qué va —le dijo en tono tranquilizador—. Nada de eso. Te diré la verdad.
He estado deseando jubilarme durante mucho tiempo, pero no quería dejarte en la
estacada en un momento tan difícil. Ahora el señor Fielding me ha asegurado que se
ocupará de todo, y además me ha ofrecido una buena indemnización. Oh, Emma, me
alegro tanto de veros juntos otra vez, y no porque quiera aprovecharme de esa
situación. Sé que tu matrimonio tuvo algunos problemas, pero siempre he creído que
el señor Fielding se preocupaba sinceramente por ti. Y ya era hora de que alguien lo
hiciera. Yo nunca estuve de acuerdo con la forma en la que el señor Prero te alejó de
tu madre, ni con que te tuviera tan aislada del mundo cuando creciste. Me parecía
cruel y despiadado.
Emma tuvo la sensación de que se abría un abismo bajo sus pies.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con dureza.
Matty suspiró.
—Los métodos que utilizó tu padre para conseguir tu custodia fueron horribles,
y también las dificultades que le puso a tu madre para que pudiera visitarte después.
Podía ser un hombre muy duro cuando quería.
—¿Qui… quieres decir que mi madre quería quedarse conmigo? —farfulló
Emma.
—Por supuesto, querida. Pero tu padre luchó con uñas y dientes para
impedirlo, y él tenía el dinero suficiente para ganar. A mí me pareció algo
terriblemente cruel.
—Yo creía que adorabas a mi padre —dijo Emma titubeante.
—Oh, no —replicó Matty sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Tu padre
siempre me pagó un generoso salario, pero eso no quiere decir que yo aprobara todo
lo que hacía. Y el señor Prero podía llegar a ser muy desagradable cuando alguien se
cruzaba en su camino, y muy vengativo.

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—Pero tú lo has sabido durante todos estos años, ¡y no me has dicho nada hasta
ahora! —exclamó Emma.
—No. Y no sé si debería habértelo contado. Siempre he estado orgullosa de mi
discreción, pero ahora que voy a abandonar la compañía supongo que me siento un
poco más libre. Y más cuando siempre te he considerado como si fueras mi sobrina
favorita, en vez de una jefa. Sobre todo cuando estás así, con una mancha de
chocolate en la mejilla. Venga, déjame quitártela con mi pañuelo, niña traviesa. ¿Qué
va a decir el señor Fielding cuando te vea?
—¿Decir sobre qué? —de pronto se oyó la voz de Richard.
Ambas se volvieron asustadas. Al ver a Richard, Matty soltó una profunda
carcajada.
—Al ver a su esposa sentada como un muchachito maleducado y con la cara
manchada de chocolate —contestó.
Richard también se echó a reír.
—Cuando la ve así, el señor Fielding le ofrece ir al zoo, que es donde debería
estar.
Emma le sacó la lengua.
—No seas ridículo —le dijo.
—Estoy hablando en serio —contestó Richard—. Necesitas relajarte y descansar
y hoy no tengo un horario muy apretado. Cuando termines el té, creo que
deberíamos dar un paseo por el muelle y montarnos después en el ferry que lleva al
zoo. Te sentará bien tomar un poco de aire fresco.
Y para sorpresa de Emma, eso fue exactamente lo que hicieron. Durante su
noviazgo, el zoo había sido uno de sus lugares favoritos, entre otras cosas, porque a
Emma nunca le habían dejado visitarlo durante su niñez.
Su padre lo consideraba un sitio ruidoso y maloliente, y en consecuencia lo
había declarado lugar prohibido.
Cuando estaban en el ferry, Emma se volvió hacia Richard con una sonrisa.
—¿Te acuerdas de que solías traerme aquí antes de que nos casáramos?
—Por supuesto —contestó inmediatamente—, lo hacía porque pensaba que
disfrutabas mucho en el parque.
Cuando llegaron al puerto. Richard esperó un poco para permitir que
desembarcara una multitud de niños gritando de entusiasmo y después agarró a
Emma de la mano y salieron. Por encima de ellos se levantaban unas enormes
estatuas de piedra, que parecían gigantes paseando entre la verde y frondosa
vegetación. El aire era caliente y estaba cargado del aroma de los eucaliptos. Y hasta
ellos llegaban los gorjeos, chirridos y bramidos de los animales del zoo.
En cuanto estuvieron dentro, Emma se olvidó de la infeliz situación de su
matrimonio y se dedicó a disfrutar de los elefantes y de las travesuras de los

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chimpancés. Al final, Emma se dejó caer exhausta en un banco y se quitó los zapatos
con un suspiro de alivio. Richard se sentó a su lado y sonrió.
—Bueno, ¿estás listas para ir a comer algo que te ayude a recuperarte? —le
preguntó—. Conozco un sitio maravilloso, una pequeña marisquería que está en el
muelle de Middel Harbour.
Emma se abanicó con el mapa del zoo y ronroneó en tono soñador:
—Mmm. Suena muy bien. ¿Pero cómo vamos a ir si no tenemos coche?
—Ya he pensado en eso —contestó Richard—. Le dije a uno de los chicos de la
oficina que me dejara el coche en el aparcamiento que está a la entrada del parque.
Así que podemos irnos cuando quieras.

Menos de una hora después, estaban en una pequeña taberna con una vista
maravillosa del puerto, llevando las bandejas en la mano e intentando elegir lo que
iban a comer. Emma frunció el ceño pensativa mientras observaba las delgadas
lonchas de salmón ahumado, las ostras presentadas en un lecho de hielo, las
ensaladas, el pollo frito y los jugosos bistecs. Siempre le habían encantado las ostras,
pero aquel día, por alguna extraña razón, le resultaban repugnantes. Qué extraño, se
dijo. Se encogió ligeramente de hombros y se decidió por el salmón acompañado por
una ensalada y un vaso de agua mineral con una rajita de limón. Richard la miró con
las cejas arqueadas mientras la seguía a la mesa.
—¿No quieres ostras? —preguntó asombrado—. Yo creía que te encantaban.
Emma hizo una mueca y dijo con firmeza:
—Hoy no me apetecen.
Richard se sentó frente a ella y saboreó un sorbo del vino blanco que se había
servido antes de empezar a atacar el montón de comida que tenía delante. Ambos
estaban hambrientos y no dijeron palabra hasta que prácticamente habían terminado
sus platos.
—¿Bueno, ¿qué tal ha ido tu conversación con Matty? —le preguntó Richard.
—Estupendamente —contestó Emma con una sonrisa—. Al principio, pensaba
que la habías echado de la compañía, pero ella me ha dicho que estaba deseando
retirarse. ¿Sabes? Me ha contado algo que me ha parecido muy extraño.
—¿Qué te ha contado? —le preguntó Richard mientras echaba más limón a sus
ostras.
Emma permaneció durante unos segundos en silencio, pensando en lo extraño
que era que encontrara completamente natural hacerle ese tipo de confidencias a
Richard.
—Me ha contado que mi padre luchó duramente contra mi madre para
conseguir mi custodia cuando se divorciaron.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—¿Sí? —preguntó Richard frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Y qué tiene eso


de extraño?
—Nadie me lo había dicho —le explicó Emma—. De alguna manera, siempre he
tenido la impresión de que mi madre me había abandonado, de que no me quería.
—Ya veo. Y supongo que el bueno de Frank tuvo algo que ver con que tuvieras
esa impresión, ¿no?
Emma se encolerizó.
—Me parece odioso el tono de desprecio que utilizas cada vez que hablas de mi
padre. Estás intentando ensuciar su memoria, ¿verdad?
—No —dijo Richard muy serio—. No estoy intentando ensuciar su memoria.
Simplemente pretendo que lo veas como realmente era, en vez de como el héroe en el
que lo ha convertido tu imaginación. Pero por el amor de Dios, Emma, olvídate de tu
padre. Ya pasamos demasiado tiempo preocupándonos por él cuando estaba vivo.
¿No crees que ya es hora de que pensemos en nosotros?
Mientras hablaba, le tomó la mano y arqueó las cejas con pesar, inspirándole a
Emma con aquel gesto una profunda ternura. Sin soltar su mano, lo miró a los ojos.
Richard le sostuvo la mirada. La observaba con sus ojos, asombrosamente azules y
una ligera sonrisa en los labios.
A Emma empezó a latirle violentamente el corazón y, tras dudarlo durante una
fracción de segundo, le devolvió la sonrisa. Habría dado cualquier cosa por saber qué
estaba pensando Richard.
En otra época habría estado segura de lo que veía en sus ojos entrecerrados y
sonrientes. Habría podido asegurar que estaba cansado de discutir y que quería que
hicieran las paces. Preferiblemente en la cama. Pero en ese momento no podía confiar
en su intuición.
—De acuerdo, Richard —le dijo suavemente—. Concentrémonos en nosotros
mismos.
Cuando salieron del restaurante, el sol ya estaba situado hacia el oeste, y las
sombras que los árboles proyectaban eran largas y oscuras. En cuanto habían roto el
hielo habían empezado a hablar amistosa y espontáneamente sobre lo que les había
ocurrido durante los últimos ocho años. Emma se sentía envuelta en una ternura
irresistible y cuando Richard le rodeó los hombros con el brazo mientras se dirigían
hacia el coche, se acurrucó contra él. Richard la abrazó cariñosamente y se detuvo de
pronto con expresión de alerta.
—Espera un momento. He visto un letrero en ese terreno que hay debajo del
muelle. Está en venta. Sólo será un momento.
Emma continuó avanzando hacia el coche, pero al llegar se dio cuenta de que
no tenía las llaves. Estando en aquel caluroso aparcamiento empezó a sentirse mal. Se
agarró a la manecilla de la puerta del coche para sujetarse al sentir que le flaqueaban
las piernas. Se inclinó contra el coche, respiró profundamente y el mareo empezó a
desaparecer. ¿Qué le estaría ocurriendo?, se preguntó confundida. No se había
sentido así en su vida, aquellas náuseas repentinas, la repugnancia que sentía al ver

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ciertos alimentos… Y de pronto empezó a cobrar forma una terrible sospecha. La


última noche que habían pasado en Bali no habían tomado ningún tipo de
precaución… Era demasiado pronto para estar segura, pero… ¿Habría alguna
posibilidad de que se hubiera quedado embarazada?

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Capítulo 7
Era una idea tan extraña, tan perturbadora que en el interior de Emma se
desencadenaron multitud de sentimientos contradictorios. En primer lugar una
sensación de emoción y alborozo que no tardó en ceder el paso a la depresión y al
miedo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la desesperación con la que
deseaba tener un hijo de Richard. Pero sabía también que era una locura. Por muy
felices que hubieran sido aquella tarde, todavía había muchas heridas sin cicatrizar
en su relación. Por no hablar de los viejos rencores y errores sin perdonar, la carencia
absoluta de confianza y comunicación y la indefinida relación de Richard con
Amanda… Pero, aunque fuera absurdo, Emma deseaba a ese niño más de lo que
había deseado cualquier cosa en el mundo, excluyendo a Richard, por supuesto. Se
imaginó a sí misma apoyada contra un montón de almohadas con un recién nacido
entre sus brazos. Y a Richard a su lado, abrazándolos a los dos y sonriendo con
orgullo.
Pero la realidad sería muy diferente. Se encontraría sola, y Richard, después de
haberse divorciado de ella, estaría lejos, disfrutando de una nueva luna de miel con
otra mujer.
—¿Estás bien, Emma?
La voz de Richard interrumpió el curso de sus pensamientos. Emma tragó con
fuerza y se obligó a esbozar una sonrisa.
—Acabo de marearme.
—Últimamente lo haces demasiado a menudo. Ven conmigo y siéntate un
momento —dijo con voz firme.
Le pasó el brazo por los hombros y la condujo hasta un solitario banco situado
cerca de un grupo de árboles, desde el que se podía contemplar el mar.
Gradualmente, Emma fue sintiendo que el suelo se estabilizaba bajo sus pies y que la
sangre volvía a sus mejillas.
—Eso está mejor —dijo Richard con alivio—. ¿Qué te ocurre, Emma? Me tienes
verdaderamente preocupado.
Emma vaciló, estuvo a punto de contarle sus sospechas. Quizá Richard se
pusiera loco de contento. Pero quizá no. Recordó las hirientes palabras que le había
dicho en Bali y recapacitó. No, sería insoportable decírselo y que él la rechazara. Era
preferible esperar.
—No es nada —le dijo con énfasis.
—En cualquier caso, quiero que vayas al médico.
—No me des órdenes, Richard. Lo haré si vuelve a ocurrirme.
—¿Me lo prometes?

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—De acuerdo, te lo prometo —se estaba recuperando rápidamente y su


preocupación estaba empezando a ponerla nerviosa—. Mira Richard, estoy
estupendamente. De verdad. Mañana estaré suficientemente bien para ir a la oficina.
—No quiero asustarte, Emma, pero todavía estás pálida. ¿Por qué no te tomas
algún tiempo libre? Mañana podrías comer con tu madre, o hacer algo que te
ayudara a entretenerte.
Emma estuvo pensando en su sugerencia, pero por mucho que se hubiera
encariñado con su madre durante los siete años transcurridos desde la muerte de su
padre, no le apetecía verla en ese momento. Jane Prero era demasiado astuta. Le
bastaría estar media hora con ella para descubrir toda la verdad sobre su reencuentro
con Richard. Emma se estremeció al pensarlo. Además, cuando al volver de Bali
había llamado a su madre para decirle que había hecho las paces con Richard, no
parecía haberle sentado muy bien. «¿Después de ocho años y de todas las mujeres
con las que ha estado saliendo? Espero que sepas lo que estás haciendo», le había
dicho. No, definitivamente no se sentía con suficiente valor para comer con Jane.
—Mi madre está muy ocupada —respondió.
—Vete a comer con alguna amiga entonces —insistió Richard.
—No tengo amigos —contestó Emma con una pesarosa sonrisa.
Richard la miró pensativo.
—¿Y aquella chica que vivía al lado de nosotros cuando estábamos en
Woolloomooloo? Te llevabas muy bien con ella. Una pelirroja y pecosa que estaba
casada con un estudiante de derecho. Su marido se llamaba Nick…
—Smithers —apuntó Emma.
—Es cierto. ¿Y cómo se llamaba ella? ¿Jenny? ¿Jill? Era algo así.
—Jenny —le dijo Emma—. Sí, era un encanto. Pero he perdido el contacto con
ella. Desde que murió mi padre no he tenido tiempo ni para respirar, y mucho menos
para salir con amigos.
Richard sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación.
—Estás echando tu vida a perder, Emma. Has cambiado las cosas
verdaderamente importantes por dinero y poder.
—¡Pero no porque yo lo haya elegido! Me encontré con una compañía entre las
manos y tuve que ponerme a trabajar.
—Pues tienes que parar. Tienes que averiguar lo que esperas de la vida. Mira,
¿por qué no empiezas por hacer algunas de las cosas que te gustan? Levantarte tarde,
empezar a poner en orden el jardín, conocer gente nueva. Creo que te gustaría.
Por mucho que le molestara aquella intromisión de Richard en su vida, Emma
tenía que admitir que era un buen consejo, y a la mañana siguiente decidió seguirlo.
No se levantó hasta las nueve y después de una larga ducha, se puso unos vaqueros
y una camiseta de punto y bajó a la cocina. Para su sorpresa, se encontró con que
Richard le había dejado la mesa preparada.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Mientras se tomaba el café, sus pensamientos volaron de nuevo hasta Jenny. Sí,
Richard tenía razón. Era una pena que hubiera dejado que su amistad se enfriara sin
hacer nada para evitarlo. Siempre se había llevado bien con Jenny y era terrible estar
tan ocupada por el trabajo que no quedara ningún tiempo para dedicárselo a los
amigos. Estaba pensando en ello cuando sonó el timbre de la puerta y se levantó a
abrir.
Y allí estaba Jenny, con el rostro cubierto de pecas, los ojos brillantes, expresión
traviesa y un cuerpo que irradiaba vitalidad. Estaba tal y como Emma la recordaba, si
se pasaba por alto que estaba embarazada, por los menos de siete meses.
—Me ha llamado Richard —le explicó—. Me ha sugerido que viniera a hacerte
una visita. Oh, Emma, es maravilloso volver a verte.
Se abrazaron con cariño y después Emma condujo a Jenny a la cocina.
—¿Quieres un té? —le ofreció.
—Sí, por favor.
Emma preparó una enorme tetera, y después se sentaron juntas en la mesa de la
cocina. En un primer momento, Emma temió que los años pasados pudiera dar lugar
a que se sintieran un poco cohibidas, pero afortunadamente, ambas parecían tener la
misma facilidad para relacionarse que habían compartido años atrás.
—Me cuesta creer que Richard y tú hayáis vuelto a vivir juntos —le comentó
Jenny con franqueza—. ¿Qué ha pasado?
Emma vaciló al principio. Pero Jenny la miraba tan amistosamente y tan
interesada que, para su propio asombro, al momento se encontró confesándole toda
la verdad. A mitad del relato, Emma tuvo que levantarse de un salto, agarrar una
caja de pañuelos desechables y limpiarse la cara antes de continuar. Llevaba ya tres
tazas de té y diez pañuelos cuando terminó de contar toda la historia.
—Así que, según lo que me cuentas, Richard ha preparado este reencuentro
para poder vengarse y abandonarte después, ¿no es eso? —preguntó indignada.
—Sí —contestó Emma con expresión trágica.
—No me lo creo.
—Pues es verdad. Richard me dijo exactamente lo que quería: me utilizaría
durante tres meses y después se divorciaría.
—Es posible que eso sea lo que quiere que te creas —contestó en tono
escéptico—. E incluso que lo crea él mismo. Pero eso no es verdad. No puede serlo.
Richard estaba loco por ti, Emma.
Emma hizo tina mueca.
—«Estaba» es la palabra exacta. Porque ya no lo está.
—No estoy segura —dijo Jenny con expresión pensativa—. Es probable que en
el fondo todavía siga enamorado de ti. Y eso mismo podría hacerle sentirse
confundido y alimentar su deseo de venganza. Después de todo, le diste un buen
golpe al irte con Nigel Wellings.

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—Eso es lo que Richard te contó, ¿no? —preguntó Emma indignada.


—Sí, ¿no es verdad?
—En parte —admitió—. Tuve una fugaz relación con Nigel, pero sólo porque
Richard me había sido infiel. No podía soportarlo, y quería pagarle con la misma
moneda. Intenté convencerme de que estaba enamorada de Nigel pero pronto me di
cuenta de que no era verdad.
Jenny silbó suavemente.
—Qué lío. Pero por lo menos ya acabó todo. Todo eso pertenece al pasado.
—Yo deseo que sea así. Pero no estoy segura de que sea verdad. Ya ves, ahora
tengo la terrible sensación de que Richard está saliendo con otra mujer. Una abogada
sofisticada y eficiente llamada Amanda Morris. Incluso estuvo viviendo aquí antes
de que yo volviera.
—¡Demonios! —exclamó Jenny disgustada—. Emma, tienes que resolver eso.
No puedes continuar viviendo con este tipo de sospechas.
—Lo sé —contestó Emma—. Y la situación es mucho peor de lo que piensas.
Tengo la terrible sospecha de que estoy embarazada.
Le habló a Jenny de los síntomas, de las náuseas, de los mareos…
—Tienes la tensión baja. A mí también me bajó durante los primeros meses. Oh,
Emma, si vas a tener un hijo tienes que intentar resolver antes tus problemas.
—¿Pero qué puedo hacer?
—¿Qué quieres hacer?
Emma se quedó sin habla. ¿Qué quería realmente?
—¿Todavía lo amas? —le preguntó Jenny.
Pensó en cómo se sentiría si Richard la abandonara otra vez. Desolada, triste,
deprimida… estaba segura de que el color y la pasión desaparecerían de su vida para
siempre. Lo odiaría por el modo en que la había herido, pero no había ningún
hombre que pudiera apoderarse de su corazón como lo había hecho él. ¿Y no era eso,
precisamente, el amor?
—Sí, lo amo —dijo al fin—. No estoy segura de lo que quiero, pero lo amo.
—¿Y quieres que siga siendo tu marido o preferirías abandonar la pelea y dejar
que se quedara Amanda con él?
Emma se quedó impresionada por la indignación que sintió al oír aquella
pregunta. Richard era suyo y ninguna abogada intrigante iba a separarla de él.
—Quiero que siga siendo mi marido.
—Entonces enfréntate a él. Habla con él. Dile lo que quieres y escucha lo que él
tenga que decirte. El matrimonio no es fácil, Emma. Hay muchas cosas pequeñas que
pueden llegar a convertirse en grandes problemas si no se habla sobre ellas. Tienes
que intentar resolver tus problemas, tienes que superar tu dolor.

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Emma suspiró y empujó la tetera hacia Jenny.


—¿Cómo eres tan sabia? —le preguntó— Nick y tú debéis tener un matrimonio
maravilloso.
Jenny se mordió el labio.
—La verdad es que no tenemos ninguna clase de matrimonio. Ya no estamos
casados.
—Pero, el niño…
—Voy a ser una madre soltera. Estoy saliendo con un chico, pero no estoy
segura de que quiera casarme con él, ni siquiera en esta situación. Ya ves, abandoné a
Nick hace tres años porque creía que lo odiaba, pero no estoy segura de que quiera
casarme con él, ni siquiera en esta situación. Ya ves, abandoné a Nick hace tres años
porque creía que lo odiaba, pero estaba equivocada. Lo único que teníamos eran
pequeños problemas que no supimos abordar. Y ahora es demasiado tarde, porque
Nick se ha casado con otra mujer. No dejes que te ocurra lo mismo, Emma. Si todavía
amas a Richard, alimenta ese amor, dale una oportunidad.
Cuando Jenny se fue, Emma se sentó en el sofá y se llevó las manos a la frente.
En el fondo de su corazón sabía que el consejo de su amiga era razonable y ansiaba
ser capaz de seguirlo. Si al menos fuera capaz de romper las barreras que los
separaban y de hablar con él, sus problemas estarían en parte resueltos. Pero el dolor
y el orgullo herido se lo impedían. ¿Qué ocurriría si Jenny estaba equivocada? Sería
terrible que Richard realmente no la amara y sólo estuviera intentando herirla y
humillarla. Al fin y al cabo, ella ya había bajado sus defensas una vez y le había dicho
a Richard que lo amaba. Y lo único que había conseguido con ello había sido que
Richard reanudara sus antiguas acusaciones.
Era cierto que había sido muy amable con ella cuando se había mareado, pero
también que no se había disculpado por las crueldades que le había dicho. ¿No
debería ser Richard el que hiciera el siguiente movimiento y se disculpara, si
realmente le importara? Pero la experiencia que tenía sobre los hombres en general y
sobre Richard en particular no le permitía adelantar esa conclusión. Si alguien tenía
que romper el hielo, probablemente debería ser ella. Pero se sentía incapaz de
enfrentarse a otra serie de falsas acusaciones. Tenía que haber otro modo. Podía, por
ejemplo, intentar demostrarle a Richard, sin necesidad de palabras, lo mucho que
deseaba que su matrimonio fuera un éxito.

Al principio, la idea de Emma funcionó. Le dejó saber a Richard que sus amigos
siempre serían bienvenidos y pronto la casa estuvo bullendo de actividad. Emma
descubrió que le gustaba mezclarse con todo tipo de gente. La mayor parte de los
días de aquel caluroso verano, solían hacer alguna barbacoa informal o iban a
navegar por el puerto, y por las noches disfrutaban de maravillosas cenas íntimas en
los restaurantes más caros de la ciudad y después iban a bailar a algún club.

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Richard también la animaba a que hiciera sus propias amistades, y con la ayuda
de Jenny, pronto se encontró rodeada de un círculo de mujeres inteligentes,
hospitalarias y vivaces.
Aparte de su vida social, los negocios y la casa también los ayudaron a unirse.
Aunque Richard le había ordenado descansar del trabajo de Prero, no dudaba en
llevarse trabajo de la oficina para intercambiar opiniones con ella, y pasaban muchas
noches en su estudio discutiendo animadamente sobre nuevos proyectos o los
futuros rumbos que deberían tomar las compañías.
Además, arreglar la casa fue una constante fuente de interés para los dos. Era
divertido examinar detenidamente las combinaciones de colores y elegir los muebles
juntos, sobre todo porque en aquel momento de sus vidas podían comprar lo que les
gustara sin fijarse en el precio. Richard incluso la ayudó con el arreglo del jardín, que
fue para Emma un verdadero placer. De hecho, un domingo por la tarde, Richard
estuvo dos horas en el jardín, desyerbándolo para darle a Emma una sorpresa. Y
desde luego que lo hizo. Pero Emma estaba tan conmovida que no tuvo corazón para
decirle que había desenterrado las prímulas que había plantado el día anterior.
Y había otros signos esperanzadores en su relación. Resucitaron antiguas
bromas privadas, recuerdos sobre desastres del pasado y pequeños gestos llenos de
significado.
Y a todo esto, había que sumarle las noches. En ellas tenían lugar apasionados
encuentros durante los que se acariciaban, queriendo descubrir todos los rincones de
su cuerpo con tanta ternura que Emma se estremecía incluso al recordarlo.
Por supuesto, era bastante decepcionante que Richard no le hubiera dicho una
sola palabra sobre sus sentimientos, pero aunque todavía no hubiera hecho el
movimiento final, Emma no había perdido la esperanza. Además, había llegado a la
conclusión de que Richard difícilmente podía tener una aventura con Amanda y
hacer después el amor con ella con tanta pasión. Pero, si todavía la amaba, ¿por qué
no se lo decía?
Durante algunas semanas, Emma vivió con la impresión de estar deslizándose
sobre una delgada capa de hielo, volando al ras como un pájaro, encantada por la
inexplicable despreocupación y el júbilo que la animaban. Pero al mismo tiempo,
crecía también el presentimiento de que aquella huida de la realidad llegaría pronto a
su fin. Había además una cuestión que pronto la obligaría a resolver sus problemas
matrimoniales de una vez por todas. Después del tiempo pasado, prácticamente
tenía la certeza de que estaba esperando un bebé. Todo apuntaba hacia ello. La
tensión del trabajo nunca le había retrasado el período durante tres semanas y a ello
había que sumar las náuseas, los mareos, los extraños arrebatos de alegría que
desaparecían tan repentinamente como empezaban… Y la inesperada serenidad que
a veces la llevaba a pensar que todos sus problemas se resolverían sin que hiciera
nada.
Poco más de un mes después de haber vuelto de Bali, tomó la difícil
determinación de someterse a una prueba de embarazo. El mero hecho de acordar
una cita desencadenó en ella todo tipo de sentimientos: alegría, terror, aprensión. Y la
mañana del fatídico día las manos le temblaban, no sabía si de emoción o de miedo,

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mientras se vestía. El resultado fue que se le cayó el joyero y terminaron


desparramados por la alfombra un montón de collares, pendientes y pulseras.
Richard al verlo soltó una carcajada y sacudió la cabeza, y como Emma permanecía
inmóvil, se puso de rodillas y empezó a recogerlo. Mientras miraba hacia abajo,
Emma se quedó helada al verlo recoger una pulsera.
—¿Qué te pasa, Emma? —le preguntó al ver su mirada—. ¿Qué te pasa?
—¿No lo sabes? —suspiró.
Emma cerró los ojos fugazmente y se estremeció.
—Supongo que has olvidado todo sobre esa pulsera —lo acusó.
Richard se encogió de hombros, claramente confundido.
—Supongo que debería —admitió—, pero la verdad es que no sé por qué la
estás mirando como si fuera una serpiente venenosa. ¿Te la regalé yo?
—No.
Richard suspiró exasperado.
—¡Maldita pulsera! —anunció, tirándola en el joyero—. Si te he ofendido de
alguna manera, lo siento, pero no tengo tiempo para andarme con misterios sobre
esas tonterías. ¿Vas a comer hoy conmigo o no, Emma?
¡Tonterías! A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que morderse el
labio para no estallar.
—No. Tengo cita en el médico a las doce.
—¿Vas a ir al médico? —preguntó Richard con voz afilada. El brillo de alarma
que iluminaba sus ojos azules era inconfundible—. Pensaba que te encontrabas
mejor.
—Pues estabas equivocado.
Richard avanzó hacia ella y la abrazó preocupado.
—Emma —le dijo con voz ronca—, si estás enferma, deberíamos compartir el
problema, no debemos tener discusiones como esta. Dime cariño, ¿qué es lo que te
pasa?
«Cariño». Hacía años que Richard no la llamaba así, al menos sin que hubiera
ningún tipo de sarcasmo en su voz. Tenía una expresión tan tensa, tan preocupada y
había en su mirada tanta ternura que a Emma empezó a latirle violentamente el
corazón. ¿Sería ese el momento que había estado esperando, el momento en el que
podrían poner definitivamente fin a su guerra? Una dolorosa esperanza creció en su
interior.
—Richard —empezó a decir—. Creo que…
El teléfono sonó en ese momento.
Sin apartar la mirada de Emma, Richard se desplazó para recibir la llamada.
—Fielding —contestó cortante.

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Se oyó un torrente de palabras al otro lado de la línea. Richard suspiró, frunció


el ceño y se acarició el mentón.
—De acuerdo, Amanda —contestó al fin—. Estoy de acuerdo en que es urgente.
En cuanto colgó el teléfono, Richard se acercó a ella y apoyó las manos en sus
hombros.
—Hay algo de lo que deberíamos hablar. Esa cita con el médico…
A Emma le latía violentamente el corazón; por un instante estuvo a punto de
confesarle todo. De decirle que lo amaba, que deseaba que su matrimonio lo fuera de
verdad y que era posible que estuviera esperando un hijo. Pero tenía demasiado
orgullo para permitirse ataques de histeria cuando al final, probablemente Richard
terminaría con Amanda. Aunque ya no tuviera nada que perder, se prometió que por
lo menos conservaría su dignidad. Tomó aire, se levantó y apartó las manos de
Richard de sus hombros.
—¡Ahora no! —dijo con una calma que estaba muy lejos de sentir—. Quiero ir a
la ciudad y tú tienes trabajo que hacer. No te preocupes, Richard. Es sólo un chequeo
de rutina.
Richard se ofreció a llevarla, pero ella prefirió ir en su propio coche para tener
más libertad de movimientos.
Para cuando llegó a la consulta del médico, ya casi se había olvidado de
Amanda y de Richard, y estaba llena de esperanzas y temores sobre lo que podía
depararle la prueba de embarazo. Cuando por fin la hicieron entrar al despacho del
médico media hora después de haberse hecho la prueba, tartamudeó sus
explicaciones y empezó a impacientarse al ver la tranquilidad del médico. Cuando
éste bajó la mirada hacia el sobre que tenía en la mano, Emma ya no pudo
contenerse.
—¿Y bien?
El médico esbozó una divertida sonrisa y asintió lentamente.
—Felicidades, señora Fielding. Creo que podemos registrarla en maternidad
alrededor del nueve de noviembre.
Al oírlo, Emma se levantó de un salto y le dirigió al médico una sonrisa
radiante.
—¡Es maravilloso! —gritó.
Mientras salía del médico y se dirigía a la calle en la que había dejado aparcado
el coche, se sentía como si estuviera flotando en el aire. Para su disgusto, se dio
cuenta de que antes de la visita al doctor estaba tan alterada que se había olvidado de
meter monedas en el parquímetro. Inevitablemente, ya estaba el vigilante poniéndole
una multa. Sintió un momentáneo ataque de irritación, pero pronto se aplacó. ¿Qué
importancia tenía? ¡Estaba embarazada! Fue hacia el vigilante con una radiante
sonrisa.
—¿Este coche es suyo? —le preguntó él.

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Emma asintió.
—Lo siento —le dijo, arrancó el ticket y se lo dio—. Ya he escrito el número de
matrícula. No puedo cambiarlo.
—No importa —dijo Emma sin dejar de sonreír, y lo abrazó—. ¿Sabe una cosa?
¡Voy a tener un bebé!
El vigilante retrocedió con expresión incómoda.
—¡Pero el niño no es mío!
Una vez dentro del coche, Emma empezó a reírse. ¡El vigilante debía haber
pensado que estaba completamente loca! Pobre hombre, se dijo. Pero la verdad era
que estaba loca de felicidad. No podía creerse lo que la estaba pasando. Deseó que
Richard estuviera allí para poder compartir con él la noticia. Y el pensar en Richard le
hizo volver bruscamente a la realidad. No sabía qué demonios iba a decirle. Puso el
coche en marcha y empezó a conducir, pero no conseguía concentrarse. Le tentaba la
posibilidad de ir al edificio de Prero, meterse en el despacho de Richard y anunciarle
la nueva noticia, pero no le apetecía hablar en medio del alboroto de una oficina,
teniendo que interrumpir se cada vez que entrara un empleado en el despacho. Lo
mejor era tranquilizarse y esperar a que Richard volviera a casa. Y entonces tendrían
que intentar resolver sus problemas de una vez por todas.
No sería fácil, pero estaba segura de que era lo que debía hacer. Amaba a
Richard, y no había nada que lo deseara más que formar una auténtica familia con él
y con el futuro bebé. Pero entonces pensó en Amanda y endureció su expresión.
Emma no estaba dispuesta a dejar que las cosas continuaran como estaban. Si
Richard tenía una aventura con Amanda, debería renunciar a ella y serle fiel a su
esposa. Y si no lo hacía, aquella ridícula parodia de matrimonio terminaría
inmediatamente. El sólo hecho de pensarlo le producía un intenso dolor, pero sabía
que sería preferible a soportar las mentiras y la maraña de intrigas que habían
estrangulado su matrimonio desde el principio. Si Richard no era capaz de amarla
solamente a ella, sería mejor que rompiera con él y se construyera una nueva vida
con su hijo.
Mientras conducía hacia Vaucluse, su natural optimismo fue reapareciendo
lentamente. Como si fuera una barco atacado violentamente por las olas, había
estado a punto de hundirse, pero afortunadamente estaba recuperando poco a poco
el equilibrio. Una extraña calma fue descendiendo sobre ella. El médico le había
dicho que se trataba de un síntoma de su embarazo, «tranquilidad maternal», se
llamaba. ¡Y desde luego, Emma la necesitaba! No podía soportar la idea de que
Richard pudiera fugarse con Amanda y abandonarlos a ella y al niño. Pero una ciega
esperanza le decía que nunca tendría que soportarlo.
Era consciente de que había problemas entre Richard y ella, no lo negaba, pero
esos problemas podrían ser resueltos.
Aparcó el coche en el patio de la parte trasera de la casa y se dirigió
rápidamente al interior, embargada por un sentimiento de confianza y cariño. La
sorprendió ver el coche de Richard aparcado al lado del invernadero. Quizá había
vuelto antes del trabajo por la misma razón que ella estaba allí, para arrancar de su

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matrimonio los problemas, para estrecharla en sus brazos y no permitir que se fuera
jamás. Entró de puntillas en la casa, esperando darle una sorpresa y se dio cuenta de
que estaban abiertas las puertas de la sala de estar. Asomó la cabeza con una sonrisa
traviesa.
—¿Richard?
La sonrisa se le congeló de pronto. Acababa de ver a Amanda sentada en el sofá
y a Richard de cuclillas en el suelo, frente a ella, con las manos de Amanda entre las
suyas. Al ver a Emma, se levantó con una absurda expresión de consternación. Pero
su expresión fue rápidamente sustituida por una de arrogante desafío. Infinitamente
impresionada, Emma dio un paso hacia adelante.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó cortante.
—Nada —repuso Richard—. Nada de lo que debas preocuparte.
—¡No digas eso! —gritó Amanda levantándose de un salto y agarrándolo de los
brazos—. ¡No puedes decir que no pasa nada! ¡Estoy enamorada de ti!
Emma retrocedió un paso sacudiendo la cabeza aturdida.
—¡No puedes hacerme esto, Richard! —estaba al borde de la histeria—. ¡No
puedes exhibir a tus amantes en mi propia casa! ¡No lo toleraré! Haz que salga de
aquí.
Richard se desembarazó de las manos de Amanda y las miró alternativamente
con una expresión inescrutable. Entonces le apretó fugazmente el hombro a Amanda.
—Será mejor que te vayas —le dijo cortante—. Hablaremos más tarde.
—¡Deberías decirle a ella que se fuera, no a mí! —protestó Amanda—. Sabes
que me quieres más que a Emma, Richard. ¡Lo sabes!
—¡Amanda! —la voz de Richard resonó en la habitación como un latigazo—.
¡Contrólate! Hablaré contigo cuando estés más tranquila. Y mientras tanto, recuerda
que cuento contigo para ir a Gosford, quiero que te encargues de ese contrato.
Amanda cruzó la habitación, pero cuando llegó a la puerta se volvió.
—Nunca te abandonaré, Richard —dijo con voz vibrante y salió.
Richard suspiró exasperado, se pasó la mano por el pelo y avanzó hacia su
esposa.
—Emma, puedo explicártelo —empezó a decir.
—Tus gastadas explicaciones me asquean —estalló Emma—. Has utilizado a
esa desgraciada chica tan despiadadamente como me has utilizado a mí. Pero no vas
a volver a hacerlo. ¡No me importa lo que cueste, puedes hundirme diez veces en la
bancarrota si quieres, pero todo ha terminado entre nosotros! ¿Me has oído?
Después de soltar un grito de desesperación, salió corriendo de la habitación.
Cuando llegó al final de la escalera, el corazón amenazaba con salírsele del pecho y
oía los pasos de Richard, que había salido tras ella. Sollozando, cruzó corriendo el
pasillo, se metió en el dormitorio y cerró de un portazo. Con dedos temblorosos giró
la llave en la cerradura, empezó a arrastrar una de las mesillas de noche y la puso

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delante de la puerta. Segundos después, Richard empezó a llamar de forma


ensordecedora.
—¡Déjame entrar, Emma, o te juro que tiraré abajo esta maldita puerta!
—¡Tírala entonces! Así es como disfrutas, ¿verdad? ¡Cobarde, abusador,
mentiroso, mujeriego!
—¡Emma, escúchame, maldita sea! Te lo puedo explicar fácilmente.
—¡Seguro! Pero necesitarías que fuera suficientemente tonta para creérmelo. ¡Y
no pienso creerme ni una sola de tus palabras, canalla! Mentiroso, embustero
insensible…
De pronto le subió un sollozo a la garganta que amenazó con ahogarla. Se
derrumbó en la cama y empezó a llorar y a gemir como si fuera una niña.
—¿Estás llorando, Emma? ¡Déjame entrar! Cariño, todo ha sido una estúpida
equivocación. Te juro que no tienes ningún motivo para llorar.
Incluso en un momento como aquel, la voz de Richard tenía el poder de
debilitar sus defensas. Durante unos segundos, estuvo a punto de levantarse y abrir
la puerta, pero inmediatamente revivió todas sus injusticias y con un furioso
movimiento, empujó un vaso que había en la mesilla de noche, que se hizo pedazos
en el suelo.
—¿Qué ha pasado, Emma? ¿Estás bien? —preguntó Richard alarmado.
—Sí, estoy bien. Pero no gracias a ti.
—Déjame entrar. Puedo solucionar todo esto en dos minutos.
Mientras se decía desesperada que era incapaz de soportar otra mentira de
Richard, Emma tuvo una repentina inspiración. Se levantó, cruzó la habitación y
agarró un aparato portátil de música. Después, sacó con dedos temblorosos un
compacto de la caja de discos de Richard, La Cabalgata de las Walkirias. ¡Eso lo haría
callar!
Y lo hizo, pero también ensordeció a Emma en el proceso. Cuando la
tempestuosa música de Wagner empezó a sonar en la habitación a todo volumen,
tuvo que taparse los oídos. Bajo aquel estruendo, podía oír a Richard aporreando la
puerta y gritando, pero sólo llegaba a comprender palabras sueltas, como «Amanda»,
«estúpida», «amor», «Gosford», «ahora». Al cabo de un buen rato, lo único que se oía
era la música de Wagner. Emma bajó el volumen de la música y escuchó con
atención. Nada. Se acercó a la puerta de puntillas y esperó. Debía ser un truco. Pero
entonces oyó fuera de la casa el motor del BMW de Richard. Corrió precipitadamente
a la ventana y llegó justo a tiempo de ver como se alejaba el coche por el camino
particular de la casa con Richard al volante.
¡Richard! lo llamó Emma en silencio, con los puños levantados y el rostro
pegado al cristal.
Cuando se dio la vuelta, se apoderó de ella un profundo sentimiento de vacío y
desolación. Era cierto que le había dicho que se fuera, pero por alguna razón no creía
que fuera capaz de hacerlo. En el fondo, había estado esperando un milagro,

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deseando que Richard pudiera darle una explicación tan irrefutable que se viera
obligada a creerla. En vez de eso, tenía exactamente lo que se merecía por haber sido
tan ingenua. Richard la había abandonado sin darle ninguna explicación.
Horas después, estaba todavía tumbada con la mirada fija en la oscuridad y con
la cara hinchada de tanto llorar cuando sonó el teléfono. Se incorporó
inmediatamente para contestarlo. ¡Era él! ¡Tenía que ser él! Estaba segura de que
llamaba para disculparse, para darle una explicación para arreglarlo todo.
Pero la voz que escuchó al otro lado de la línea no era la de Richard, sino la de
Amanda. Una voz fría, burlona e inconfundiblemente hostil.
—¿Emma? Soy Amanda. Te llamo para decirte que Richard y yo estamos juntos
en Gosford. No esperes que llegue pronto a casa. Se va a quedar conmigo.

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Capítulo 8
Al oír aquella voz odiosa y triunfante, Emma se calló instintivamente y dejó el
teléfono en su lugar. Entonces se le ocurrió pensar que Amanda podría intentar
llamar otra vez. O peor todavía, podría hacerlo Richard. Y Emma ya no podría
soportar ni una más de sus falsas excusas. «Emma, puedo explicártelo… Cariño, no
tienes ningún motivo para llorar…» ¡Maldito Richard! Emma agarró el teléfono otra
vez y lo desconectó. Se levantó después tambaleante y, sintiéndose tan débil como si
hubiera sufrido un terrible ataque de gripe, fue dando traspiés hasta la puerta. La
mesilla de noche estaba todavía apoyada contra ella y había fragmentos del vaso roto
por todo el suelo. Con un gesto de furia, agarró la lámpara de noche y la estrelló
también contra el suelo. El estrépito de la porcelana rota la hizo sentirse
mínimamente mejor. Pero sólo mínimamente.
Maldiciendo en voz baja, bajó las escaleras, buscó una escoba y un recogedor y
volvió a recoger los pedazos de la lámpara y el vaso. Se le clavó un pequeño trozo de
cristal en la yema de un dedo y observó asombrada que no le dolía. Era como si su
capacidad para sentir se hubiera congelado. En cualquier caso, fue al baño y se puso
un trozo de esparadrapo en la herida. Moviéndose todavía como una autómata, sacó
el disco compacto de Wagner y lo tiró a la papelera. Después, agarró el cepillo y el
recogedor y se dirigió a la cocina.
Lo único que le apetecía era salir en medio de la noche y empezar a caminar
hasta quedarse agotada, pero algo se lo impedía. «Tienes que cuidarte por el bien del
bebé», le susurraba una vocecilla interior. «No dejes que esto te destroce, Emma; eres
más fuerte de lo que piensas».
Al final, obedeciendo la voz del sentido común, puso agua a hervir y se preparó
una taza de té. Pero incluso una acción tan simple parecía estar cargada de
numerosas consecuencias emocionales. Cuando percibió el ligero aroma del té,
recordó vívidamente a Richard llevándole el desayuno a la cama; y aquella imagen
desencadenó muchas otras. Recuerdos de Richard vestido con un traje gris el día de
su boda, mirándola con un brillo de orgullo y amor en sus ojos. De la fuerza con la
que la había abrazado cuando la había levantado en brazos para cruzar el umbral de
su minúscula terraza… Richard lo había llenado todo de flores: begonias, lirios,
margaritas, rosas… Incluso había colgado guirnaldas en la cama, de modo que la
primera experiencia sexual de Emma había tenido lugar bajo una bóveda de flores.
Emma cerró los ojos. Richard debía amarla entonces. Aunque ya sólo pudiera
ofrecerla su rencor y su crueldad, debía estar enamorado de ella cuando era su novia.
¿O no?, se preguntó con amargura.
No debía pensar en eso, se dijo con firmeza. Las cosas no serían tal como las
recordara aunque Richard estuviera con ella. El resto de su vida no sería un lecho de
rosas. Momentos como el que estaba sufriendo se repetirían constantemente.
Sospechas, dolor, sórdidos descubrimientos sobre sus aventuras y la absurda
pretensión de que todo marchaba correctamente. ¿Era eso lo que quería? Con un
sordo gemido, Emma dejó la taza de té y enterró la cara entre las manos.

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No —se contestó en voz alta. Quería algo mejor que eso para ella misma y para
el niño.
Emma no supo cuánto tiempo permaneció sentada en aquella posición, pero
cuando volvió a beber un sorbo de té, lo encontró frío y amargo. Oía los ruidos
propios de la noche. El tictac del reloj del vestíbulo, y el susurro de las ramas de un
árbol que golpeaban contra el cristal de la ventana del comedor. Emma siempre
había pensado que había que podarlo, o incluso arrancarlo. Bueno, sería Richard el
que lo hiciera, porque ella no pensaba quedarse en aquella casa ni un día más.
Al pensarlo sintió una punzada de dolor. Desde que Richard había vuelto a su
vida, un ciego y estúpido optimismo le había hecho aferrarse a la esperanza de que
las cosas podrían ir bien entre ellos. Qué ilusa había sido. Pero ya había llegado el
momento de empezar a pensar en su futuro.
Durante el resto de la noche y la mayor parte de la mañana siguiente, Emma
estuvo recogiendo y empaquetando todas sus cosas.
Estaba cerrando la última maleta cuando oyó el motor de un coche. A pesar de
las decisiones que había tomado, el corazón le dio un vuelco de alegría, pero
inmediatamente se le cayó de nuevo a los pies. Tendría que enfrentarse a Richard
antes o después. Y probablemente fuera mejor superar cuanto antes aquella dura
prueba. De modo que se dirigió con la cabeza erguida y gesto decidido hacia la
puerta trasera.
Pero no era Richard el que estaba en el patio, sino Amanda.
Iba vestida con un traje a cuadros negros y blancos, con una camisa de seda
blanca y zapatos negros. Tenía un aspecto peligroso. Cuando Emma abrió la puerta,
Amanda la estudió rápidamente con la mirada, agarró su maletín de cuero y avanzó
con paso decidido hacia ella.
—Quiero hablar contigo —le dijo sin molestarse en saludar.
—¿Sobre qué? —preguntó Emma fríamente.
—Sobre el divorcio.
—¿Qué divorcio?
Amanda sonrió con desprecio, como si le divirtieran sus infantiles tácticas
dilatorias.
—El tuyo y el de Richard —dijo con dulzura.
—¿Qué te hace pensar que vamos a divorciarnos? —la desafió Emma.
Amanda suspiró débilmente.
—¿Te importa que entre? —le preguntó—. Es un asunto bastante delicado. Me
gustaría que lo discutiéramos en privado.
Sintiéndose como si estuviera cediendo terreno ante el ataque del enemigo,
Emma acompañó a Amanda al interior de la casa y la condujo a la sala de estar.
Amanda se sentó, abrió su maletín y dejó un par de carpetas encima de la mesita del
café.

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—Richard me ha pedido que te sondee sobre el tema del divorcio —le dijo—.
Está dispuesto a ser generoso si tú cooperas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emma, horrorizada y sorprendida por el
hecho de que Richard no tuviera ni quiera la decencia de plantearle él mismo el
asunto del divorcio.
Amanda se encogió de hombros.
—Bueno, es evidente que este intento de reconciliación no ha funcionado, así
que Richard quiere que termine. Si estás de acuerdo en irte, podrá asegurarte un
arreglo generoso.
Emma la miró colérica.
—¿Y tú que pintas en todo esto? ¿Estás actuando como abogada de Richard?
Amanda no consiguió disimular una sonrisa.
—No. Hay otra persona que se encargará del aspecto jurídico del caso. No sería
ético que lo hiciera yo. Al fin y al cabo, soy parte interesada.
—¿Parte interesada? —gritó Emma—. ¿Y se puede saber por qué?
—Me parece que es evidente, ¿no?, Richard y yo hemos sido amantes durante
un año. Incluso estuvimos viviendo juntos. Pero él continuaba obsesionado con su
primer matrimonio. Me dijo que quería intentar reconciliarse contigo, para poder
tener la certeza de que las cosas habían terminado entre vosotros. Si la cosa era así,
me prometió divorciarse y casarse conmigo.
Aquel anuncio atravesó el corazón de Emma como si fuera una flecha cargada
de veneno.
—Ya veo —contestó sin perder la calma—. ¿Y ahora?
Amanda sonrió con afectación.
—Ahora Richard está seguro. Quiere divorciarse de ti y casarse conmigo. Pero
todavía se siente responsable de ti en el aspecto económico y me ha pedido que te
tantee y averigüe de qué manera podemos llegar a una solución discreta y
conveniente para todos. Si te vas ahora al extranjero sin aspavientos y permaneces
fuera al menos durante ocho meses, Richard está dispuesto a ofrecerte una generosa
cantidad. Yo no puedo prometerte nada, pero me imagino que andará por los veinte
millones de dólares. Aquí tengo un billete de primera clase con el que podrás ir a
donde quieras, a Europa, a los Estados Unidos, a donde tú decidas. Lo único que
tienes que asegurar es que estarás fuera durante unos cuantos meses.
—¿Y si rechazo esa oferta? —preguntó Amanda.
Amanda se encogió de hombros, volvió a meter las carpetas en el maletín y dejó
el billete encima de la mesa.
—Económicamente las cosas te irían mucho peor si te negaras —contestó—.
Pero ese no es el problema, ¿verdad, Emma? La cuestión es que si te vas ahora,
podrás marcharte con el orgullo intacto. Richard le dirá a todo el mundo que la
reconciliación no ha funcionado y que lo has abandonado otra vez. Pero si te quedas,

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tendrás que sufrir la humillación de que Richard te deje a ti y vuelva conmigo. Eres
suficientemente inteligente como para decidir marcharte de la forma más elegante.
Emma sintió una oleada de odio al mirar a aquella mujer tan impertinente. Por
un momento, estuvo a punto de abofetearla para borrar la burlona sonrisa de su
rostro, pero apretó los puños y se contuvo.
—Fuera de mi casa —siseó.
Amanda se levantó con un lento y elegante movimiento.
—De acuerdo —dijo con dulzura—. Pero te sugiero que te vayas tú también.
Ahora. Hoy. Antes de que Richard vuelva conmigo y los periodistas de las revistas
del corazón se enteren de lo que está sucediendo. Piensa en ello, Emma.
Pero Emma no era capaz de pensar en nada. Se le ocurrió llamar a su madre, a
Jenny o a Matty, y contarles todos sus problemas pero la humillación de revelar lo
canalla e insensible que había sido Richard se lo impidió.
En ese momento acudió a su mente la imagen de Bali, como un apetecible
santuario donde podría superar todos los problemas de las últimas semanas… Al
final, se limitó a montarse en el coche y a conducir durante algunas horas, intentando
infructuosamente resolver aquella maraña de pensamientos y emociones.
Cuando volvió a casa, se sorprendió al encontrar la limusina gris aparcada en el
camino de entrada a la casa, con un joven de aspecto aburrido apoyado en ella.
Cuando Emma se acercó, el joven se puso en acción, se arregló la corbata y se dirigió
hacia ella.
—Buenas tardes, señora Fielding —le dijo, llevándose la mano a la gorra—. El
señor Fielding me envía para recordarle que tiene que asistir a la cena y al baile de
los niños discapacitados esta noche, en la Casa Dunsford. Pensaba que ya se había
ido.
—No voy a ir —le dijo Emma.
El joven la miró consternado.
—Por favor, señora Fielding —le suplicó—. Tiene que ir. El señor Fielding me
dijo que me echaría si no la llevaba.
—¿Qué? —preguntó Emma indignada—. ¡Eso es ridículo!
—¡Es verdad! —exclamó—. ¡Tiene intención de hacerlo! Y este es el primer
trabajo que tengo desde que dejé de estudiar. He estado desempleado durante dos
años. Por favor, señora Fielding, venga aunque sea sólo un rato.
¡Qué pésimo intrigante! Emma tuvo que tragarse aquellas palabras que habían
estado a punto de salir de su boca cargadas de un ácido cinismo. Richard estaba
acostumbrado a que Emma siempre hiciera lo que quería, pero aquella vez no le iba a
resultar tan fácil engañarla.
—Vendrá conmigo, ¿verdad? —le imploró el chófer.
Emma se vio obligada a ceder.

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—De acuerdo, iré —aceptó—. Espera a que me ponga en un momento el


vestido de noche.
Quince minutos más tarde, Emma salía de la casa con los ojos centelleantes de
furia y la cabeza erguida. Estaba decidida a no mostrar ninguna señal de debilidad,
de modo que se había arreglado cuidadosamente. Se había puesto un precioso
vestido de noche de chifón rojo, se había recogido el pelo en un moño y había
prestado una atención especial al maquillaje. Para completar su atuendo llevaba un
collar de oro y rubíes y unos pendientes y una pulsera a juego. Cuando el chófer salió
para abrirle la puerta le dirigió una mirada de admiración. Emma se metió en la
limusina y se recostó contra el asiento trasero intentando controlar sus nervios. Por
mucho que lo intentara, no podía ver ninguna razón por la que Richard quisiera que
asistiera al baile, al menos que lo considerara como una nueva oportunidad de
humillarla. Emma estaba harta de controlarse. Si Richard estaba preparando una
nueva confrontación, iba a terminar arrepintiéndose. Ella estaría encantada de tener
la posibilidad de decirle unas cuantas verdades. No iba a continuar siendo ni un
minuto más una esposa buena y sumisa, siguiendo siempre a la sombra de su
marido. ¡No! Si Richard se atrevía a decirle una sola palabra aquella noche, le
demostraría lo sarcástica que podía llegar a ser y después lo abandonaría para
siempre.
Eran cerca de las ocho cuando la limusina se aproximaba a un hermosa y
antigua casa de estilo Georgiano, rodeada de un extenso y exuberante jardín tropical.
El camino de entrada a la propiedad estaba tenuemente iluminado, al igual que la
fachada principal de la casa.
Cuando llegaron a la puerta central. Emma se inclinó hacia adelante y le dijo al
joven conductor:
—Quiero que me esperes en la calle de al lado de la casa. No pienso quedarme
mucho tiempo.
—Sí, señora.
Un portero, vestido con un traje negro con galones dorados, sombrero de copa y
guantes blancos, la ayudó a salir de la limusina y la acompañó hasta el vestíbulo.
Una vez dentro, Emma le dio su chal al encargado del guardarropa y miró a su
alrededor. Aunque las entradas para la cena y el baile costaban algunos cientos de
dólares por cabeza, no faltaba ni un sólo miembro de la alta sociedad de Sidney.
Todo el mundo parecía estar hablando a la vez, en el aire flotaba un sordo
zumbido de conversaciones, como si hubieran soltado a unas cuantas docenas de
abejas. En cuanto Emma entró, se acercó a ella un camarero con una bandeja de plata.
—¿Champán, señora?
—Gracias.
Emma agarró una copa, se la llevó a los labios y bebió un sorbo. La burbujeante
bebida pareció llegar instantáneamente a la sangre porque las mejillas se le
colorearon al instante. Había tanta gente en la sala que con un poco de suerte ni
siquiera tendría que ver a Richard, se dijo. Pero no había terminado de formular

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aquel pensamiento cuando un extraño presentimiento la obligó a volverse y vio a su


marido. Al verlo, el corazón le dio un vuelco. Lo observó abrirse paso entre la
multitud. A pesar de la distancia y de la gente que los separaba, Richard no tardó
más de un minuto en estar a su lado.
—Emma.
—Richard.
Su mutua hostilidad parecía crepitar en el aire. Richard la agarró con fuerza del
brazo y Emma soltó un gemido de protesta. Ignorándola de un modo flagrante,
Richard le quitó la copa de las manos, la dejó en una mesa y la condujo hacia una
puerta lateral.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Emma indignada—. Acabo de llegar.
He…
—Vamos fuera, al jardín. Quiero hablar contigo.
Doblaron una esquina y les llegó desde la cocina el exquisito aroma de la cena.
Después Richard abrió una puerta y Emma se encontró en una terraza en la que
había un cuarteto de cuerda tocando una pieza de Vivaldi. Sin soltarle el brazo en
ningún momento, Richard la empujó hacia unas escaleras que conducían al jardín.
—¿Por qué demonios me cerraste la puerta la noche pasada? —le preguntó con
voz tensa.
—¿No crees que tenía suficientes razones? —siseó Emma enfadada.
—No, no lo creo.
En ese momento, les llegó el sonido del gong que anunciaba oficialmente la cena
desde el interior de la casa. Aferrándose a aquella oportunidad, Emma se liberó de la
mano de Richard, se levantó la larga falda del vestido y escapó escaleras arriba.
—Me voy a cenar —anunció por encima del hombro.
Una vez dentro, Richard la alcanzó y, para furia de Emma, ésta no pudo evitar
que se sentara a su lado durante la cena. En otras circunstancias, a Emma le habría
encantado aquel elegante comedor, y habría admirado tanto la disposición de la
mesa como la eficiente labor de los camareros. La comida también era excelente, pero
Emma estaba disfrutándola tan poco como si estuviera comiendo cenizas. Apartó las
ostras de su vista, comió un espárrago con salsa holandesa, jugueteó con la carne y la
verdura y rechazó el pudding y el café.
—¿Todavía estás enferma? —le preguntó Richard cortante.
—No.
—Entonces deja de comportarte como si fueras una mocosa maleducada y come
—gruñó.
Emma le dirigió una mirada tormentosa, pero no dijo nada. Se acababa de dar
cuenta de que Amanda estaba al final de la mesa, observándola, con el aspecto de
estar anunciando cocinas de aluminio, pensó Emma con ironía. Iba enfundada en un
vestido de lamé plateado y llevaba unos pendientes a juego. Sus miradas se cruzaron

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por un instante y Emma sintió crecer la desesperación en su interior. Amanda había


ganado, pensó con tristeza, la había preferido a ella. Afortunadamente, ya habían
terminado el último plato y pronto podría levantarse de la mesa. Pero el sufrimiento
no había terminado. Todavía tenía que llegar el baile.
El salón de baile era el más grande de la casa y estaba considerado como una de
las obras maestras del último período de la arquitectura georgiana. Pero Emma no
estaba en condiciones de fijarse en esos detalles. En el momento en el que entraron en
el salón, la orquesta empezó a tocar la primera pieza y Richard la agarró de la mano
con fuerza.
—¿Quieres bailar? —preguntó en tono autoritario.
—No, gracias. ¿Por qué no se lo pides a Amanda?
Richard apretó los labios. En sus ojos apareció un brillo turbulento.
—Quizá lo haga —contestó.
Le dio la espalda y cruzó el salón para dirigirse al lugar en el que estaba
sentada Amanda. Un momento después, estaban bailando alrededor de la pista de
baile.
Emma no estaba dispuesta a seguir viendo más. Era evidente que Richard ya
había elegido y lo único que conseguiría quedándose allí sería una humillación
todavía mayor. De modo que se abrió paso entre la multitud, llegó al vestíbulo de la
entrada y recogió su chal. Salió corriendo hasta las escaleras de entrada de la casa y
se dirigió a uno de los porteros.
—Mi chófer me está esperando en una limusina gris en la calle de al lado, justo
doblando la esquina. ¿Podría pedirle que viniera a buscarme, por favor?
El trayecto de vuelta fue una auténtica pesadilla. Emma no podía apartar de su
mente la imagen de Amanda en los brazos de Richard, girando en la pista al ritmo de
un vals de Strauss.
Cuando la limosina paró por fin al lado de la casa, se descubrió pensando y
planeando su huida como un animal acorralado. Sacó un billete de cincuenta dólares
del monedero y se lo dio al chófer.
—Quiero que aparques detrás del invernadero. Yo voy a entrar un momento a
recoger unas cosas. Estaré fuera en menos de quince minutos. Da la vuelta al coche y
tenlo listo para salir en cuanto te lo diga.
El chófer la miró desconcertado, pero asintió.
En cuanto metió la llave en la cerradura y entró en la casa, Emma tuvo la
desesperante certeza de que Richard la seguiría, pero intentó dominarse diciéndose
que sus temores eran ridículos. Al fin y al cabo, era poco probable que se alejara de
su preciada Amanda para ir a localizar a su esposa. Y en el caso de que lo hiciera,
Emma no quería verlo. Quería marcharse de allí antes de que llegara.
Desgraciadamente su presentimiento estaba fundado.
Ya tenía preparadas la mayor parte de sus cosas, acababa de ponerse un sencillo
traje de punto y estaba terminando de meter la última ropa en la maleta cuando oyó

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el motor del BMW de Richard. Se puso inmediatamente de pie, cerró la maleta de


golpe, agarró un abrigo y se preparó para marcharse. Pero ya era demasiado tarde.
Richard estaba en el umbral de la puerta del dormitorio respirando agitadamente
como si hubiera subido corriendo las escaleras y mirándola con una profunda
hostilidad.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Me voy.
—No. Tú no te vas. Vas a quedarte aquí, que es donde te corresponde estar.
—¡Eres odioso, Richard! Crees que te basta con chasquear los dedos para que
vuelva corriendo a tu lado, ¿verdad? Pues bien, no tengo por qué hacer esa clase de
tonterías por ti. Me voy.
Se inclinó en ese momento para agarrar la maleta, pero Richard fue más rápido
que ella. La agarró y la sostuvo fuera de su alcance.
—¿Te importaría decirme por qué? —preguntó con voz amenazadora.
Emma soltó una carcajada cargada de desprecio.
—Suponía que incluso un sobresaliente intelectual de la talla de mi marido
podría figurárselo —contestó—. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que querías
exactamente que hiciera? Creo que ese es el motivo por el que esta mañana has
enviado a tu amante a verme con un billete de avión.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Richard estupefacto.
Emma hurgó en el interior del bolso de mano que llevaba colgado del hombro y
blandió el billete.
—De esto. Tu querida Amanda me lo ha traído esta mañana.
—No es mi «querida Amanda» —refunfuñó Richard.
—¿A quién quieres engañar, Richard?
—Mira. Emma. Amanda no es mi amante. Y no sé nada sobre ese maldito billete
de avión. ¿Cómo voy a saber nada si desde ayer has estado comportándote como una
niña caprichosa?
—¿Niña caprichosa? ¿Niña caprichosa? —chilló Emma—. De acuerdo, así que
soy una niña caprichosa porque no me gusta que mi marido traiga a sus amantes a
casa.
—Amanda no es mi amante —dijo Richard entre dientes.
—¿Ah no? ¿Entonces por qué me dijiste que estabas pensando en casarte con
ella?
—¡Para ponerte celosa! Te juro que Amanda y yo sólo hemos sido colegas de
trabajo.
—¿Entonces que hacía en la sala de estar de mi casa diciéndote que te amaba?
Richard se llevó las manos a la cabeza, confundido.

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—Aparentemente, Amanda ha estado enamorada de mí durante los últimos dos


años. Yo no tenía ni idea, hasta que ayer empezó a soltar todas esas tonterías. Pero yo
no he hecho nada para alentarla, te lo juro.
Había tanta sinceridad en su voz que Emma lo miró atormentada. Pero
entonces bajó la mirada y observó la pulsera de oro y rubíes que tantos problemas les
había causado en el pasado.
—No te creo —le dijo fríamente—. Está ocurriendo lo mismo que durante el
primer año de nuestro matrimonio. Eres tan manipulador que nunca sé cuándo estás
mintiendo. Tampoco habría sabido que habías estado con otra mujer en Blue
Montains si no hubieras perdido allí mi pulsera.
—¿En Blue Mountains? —repitió Richard estupefacto—. ¿De qué estás
hablando, Emma?
—De esto —gritó Emma.
Con un gemido de enfado, se desabrochó la pulsera y se la tiró.
—Es la misma pulsera que me enseñaste ayer. ¿Tiene alguna significación
especial para ti?
—Ni siquiera te acuerdas ¡eres un auténtico cerdo! De acuerdo, te refrescaré la
memoria. Después de que discutiéramos porque pensabas que mi padre te había
hecho quebrar deliberadamente, te entró un arrebato de furia y estuviste fuera de
casa durante cinco días, ¿verdad?
—Sí, eso es cierto —confirmé Richard con recelo.
—De acuerdo. Y mientras te llevaste a otra mujer a pasar el fin de semana a
Blue Montains.
—¿De dónde te has sacado esa tontería? —pregunté Richard encolerizado.
—No es ninguna tontería. Es verdad. Incluso hiciste algo peor, le regalaste mi
pulsera. Una pulsera que mi padre me había regalado el día que cumplí dieciocho
años. Apenas me la ponía porque es demasiado recargada para mí, pero aun así
conserva un gran valor sentimental. Tú eras el único que lo sabía, y aún así se la
regalaste a otra mujer.
—Emma, estás perdiendo la razón —repuso Richard con paciencia—. Eso
nunca ocurrió.
—¡Claro que sí! —Emma dio una patada al suelo—. Lo que no habías planeado
era que tu amante perdiera la pulsera en el hotel en el que os alojasteis. El director
me llamó al día siguiente y me dijo que había encontrado una pulsera debajo de la
cama de la habitación en la que habíamos estado. Yo le dije que no podía ser mía
porque nunca había estado allí. Entonces me leyó el libro de registro. Allí constaba
que el señor y la señora Fielding, que vivían en el número 986 de la calle Cross, en
Woolloomooloo, habían pasado allí la noche. ¡Habías dado mi nombre y mi
dirección! Fuiste a ese hotel con una mujer a la que le hiciste pasar por tu esposa y le
regalaste mi pulsera pensando que no me daría cuenta.
—¡Pero si en mi vida he estado en Blue Montains!

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—Richard, fui allí y reconocí la pulsera. Tuve que llevar fotos para demostrar
que era mía. De modo que si sigues pensando en mentirme, procura hacerlo mejor.
Richard retrocedió y miró la pulsera que Emma llevaba en la muñeca con
expresión de estupefacción.
—No lo entiendo. Pasé esos cinco días en el piso de mi hermana Christina,
intentando organizar el modo de conseguir un préstamo que me salvara de la
quiebra. No tuve tiempo ni para respirar, y mucho menos para seducir a una mujer
misteriosa.
—Y supongo que lo próximo que me vas a decir es que tampoco tuviste tiempo
de leer mi carta, ¿verdad, cariño? —le preguntó con sarcasmo.
—¿Qué carta?
—¡No me hagas eso, Richard! No mientas y tergiverses lo sucedido para fingir
que nunca la recibiste. Se la di a mi padre para que te la entregara en mano y él me
juró que te había encontrado en tu oficina y te la había dado.
—¿Te dijo eso? —preguntó Richard suavemente—. ¿Y qué me decías en esa
carta?
Emma intentó explicarle su contenido un par de veces, pero fracasó. Se sabía la
carta de memoria, pero no podía obligarse a repetirla en voz alta. Al final, lo hizo con
una voz inexpresiva y monótona, robando a sus palabras toda emoción.
—«Querido Richard. Nunca entenderé por qué te has ido con otra mujer, y
pensarlo me rompe el corazón. Pero de todas maneras, te amo. No puedo soportar
vivir sin ti. Por favor, vuelve y podremos empezar otra vez desde el principio. Por
favor, Richard, vuelve conmigo».
—¿Tú escribiste eso? ¿Creías que te había traicionado y me escribiste una carta
así?
—Qué estúpida, ¿verdad? En aquella época todavía creía en el amor y en los
finales felices. ¡Qué tonta era!
—¡No digas eso! —la urgió Richard avanzando hacia ella.
Emma retrocedió, sintiéndose como un animal acorralado.
—Por supuesto que lo digo. Era una estúpida al pensar que el amor podía
cambiarlo todo. Estaba tan enamorada de ti que apenas podía soportarlo. Cuando me
enteré de que me habías sido infiel, me dije que no me resignaría, pero me tragué mi
orgullo y te supliqué que no te marcharas.
Richard sacudió la cabeza aturdido.
—No entiendo prácticamente nada de lo que me estás contando, Emma. Pero sí
sé una cosa. Todavía no es demasiado tarde para nosotros.
—Es tarde, Richard. No me importa lo que digas, me doy por vencida. Voy a
marcharme lo más lejos posible de aquí para empezar una nueva vida con mi hijo.
Richard palideció.

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—¿Has dicho hijo? —preguntó en un susurro.


—Sí, Richard. Y como también es hijo tuyo, supongo que tendré que permitir
que lo veas de vez en cuando, pero no esperes más. No volveré a posar mis ojos en ti.
Bueno, supongo que esto es la despedida. Espero que Amanda y tú seáis muy felices.
Y sin molestarse siquiera en agarrar la maleta, se fue corriendo.
—¡Espera! —gritó Richard.
—¡Tengo el pasaporte, el billete y los cheques de viaje en el bolso. No necesito
nada más de ti!
Llegó corriendo a la puerta del invernadero y buscó desesperada la llave. Un
momento después la estaba cerrando suavemente tras ella. Ya dentro del
invernadero encontró la puerta que daba al exterior, salió y abrió la puerta de la
limusina. Se derrumbó en el asiento trasero y tomó aire.
—Llévame al aeropuerto —le ordenó al chófer.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Capítulo 9
Las palmeras se mecían suavemente bajo la cálida brisa. A través de la puerta
llegaba la dulce fragancia de las flores del trópico y en la distancia, Emma podía oír
las risas y los chapoteos de los huéspedes que estaban en la piscina, pero aparte de
eso, todo era silencio.
Emma se inclinó hacia adelante y tomó un trozo de piña del arreglo de frutas
tropicales que tenía delante. La fruta estaba dulce y jugosa, pero Emma tenía que
hacer un gran esfuerzo para poder comer. En realidad, todo le suponía un esfuerzo
durante aquellos días.
Sabía que tarde o temprano tendría que volver a Sidney y enfrentarse a Richard
para plantearle el doloroso asunto del divorcio. Pero de momento se conformaba con
permanecer en Bali, sintiéndose como si estuviera en un santuario, protegida de los
aspectos menos atractivos de la vida real. Durante los tres días que llevaba allí,
prácticamente no había salido, excepto para dar algún paseo por la playa a la luz de
la luna o para nadar a primera hora de la mañana en la piscina, cuando había pocas
oportunidades de poder hablar con nadie. Algún día tendría que empezar a arreglar
su vida, que estaba hecha añicos, pero todavía no.
Estaba pensando en ello cuando oyó que alguien se acercaba. Levantó la mirada
y vio a uno de los empleados del hotel. El empleado esbozó una sonrisa vacilante y
llamó a la puerta, que ya estaba abierta.
—¿Sí? —le dijo Emma.
El empleado avanzó hacia delante.
—El coche que ha pedido para Penelokan ya está listo, señora. El conductor ya
está aquí —declamó como si fuera una lección aprendida de memoria.
—Debe de haber un error. Yo no he pedido…
—Se lo traeré, señora —prometió el botones.
Unos segundos después, apareció un nuevo personaje ante los ojos de Emma.
Un hombre fuerte, alto y rubio, con los ojos más intensamente azules que Emma
había visto en su vida. Emma no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo
mientras lo observaba subir las escaleras, delante del botones que le llevaba las
maletas.
—Richard —susurró.
Richard entró en el bungalow sin apartar la mirada de Emma, le dio una propina
al botones, cerró lentamente la puerta y se volvió hacia su esposa. La involuntaria
oleada de placer que invadió al principio a la joven pronto dio paso a la alarma y al
miedo. Se alejó de él y lo miró fríamente.
—Vete, Richard. No tengo nada que decirte.
Ignorando sus palabras. Richard avanzó hacia ella y la abrazó.

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—Pero yo si tengo algo que decirte —contestó en voz baja y ronca—. Y es esto:
te amo. Emma. Nunca he dejado de hacerlo. Quiero que vuelvas a ser mi esposa. Y
esta vez de verdad.
—¿Es por el bebé? —preguntó Emma mirándolo con escepticismo.
—No, no es por el bebé. Es porque no puedo vivir sin ti.
—Qué bonito —repuso Emma con voz débil—. Pero yo no soporto vivir
contigo. Y no estoy dispuesta a compartirte con Amanda.
—No tienes que hacerlo. No he estado enamorado de Amanda en mi vida. De
todas formas, ahora está camino de Nueva York. Cuando averigüe que te había
llamado desde Gosford y que había ido a verte a casa, le dije que tenía que
marcharse. No podía permitir que te hubiera dicho unas mentiras tan asombrosas y
te hubiera herido de esa manera.
Emma lo miró con recelo.
—¿Mentiras? ¿Qué quieres decir, Richard? ¿Estás diciendo que no pasaste la
noche en Gosford con ella?
Richard soltó una carcajada.
—Sí, la pasé con ella. Pero pasamos la noche rodeados de tazas de café y
documentos legales. No hubo ninguna cena bajo la luz de las velas, ni tampoco una
cama a la vista. Y yo no tenía ni idea de que te había llamado. Yo intenté hacerlo
varias veces, pero el teléfono parecía estar desconectado.
—Pe… pero el billete de avión, la oferta de divorcio… —farfulló Emma.
Richard frunció el ceño.
—Amanda siempre ha sabido manejar bien sus cartas. Simplemente estaba
intentando asustarte para que le dejaras el camino despejado. Lo admitió todo el día
que fui a su casa y la abordé para que me explicara lo que había pasado. Fue al día
siguiente de que te fueras de Sidney. Pero estaba perdiendo el tiempo. Desde que
puse los ojos en ti, no ha vuelto a interesarme ninguna otra mujer.
Había tanta sinceridad en su voz que a Emma se le hizo un nudo en la garganta.
Tuvo que hacer un esfuerzo para recordarse el incidente que había hecho fracasar su
matrimonio años atrás.
—Y lo de Blue Montains —empezó a decir.
—No he estado nunca allí —gruñó Richard—. Pero he estado haciendo un
trabajo de detective durante estos días y he averiguado lo ocurrido. Todo fue un
montaje de tu padre para separarnos. ¡Y lo consiguió, maldito sea! Si hubiera tenido
la más ligera sospecha de que estaba detrás de ello, lo hubiera hundido. Pero nunca
me lo imaginé, y tú tampoco.
—¿Qué tenías que imaginarte? —preguntó Emma aturdida.
Richard se separó de ella.
—A Frank nunca le gusté y lo preparó todo para que pareciera que te había sido
infiel. Pero todo fue un montaje, Emma. Mira esto.

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Angela Devine – Deseo de venganza

Abrió una de las maletas, buscó en su interior y sacó un montón de


documentos, separó una fotocopia y se la entregó a Emma.
—Es el estado de cuentas de una tarjeta Visa —dijo la joven sorprendida.
—Sí. Lo conseguí a través de Matty. Tiene registrados todos los movimientos de
Prero desde que empezó a trabajar allí. Mira la fecha. Veintidós de diciembre, de
hace ocho años. Esta tarjeta está a nombre de tu padre, así que ¿puedes explicarme
por qué iba a pagarnos él el alojamiento en un hotel de Blue Montains cuando
ninguno de los dos estuvimos por esas fechas en aquella zona? ¿No te parece
sospechoso? ¿Y no crees que Frank tenía fácil acceso a la pulsera que supuestamente
le regalé a esa mujer? ¿No crees que pudo dejarla en el hotel y arreglarlo todo para
que el director te llamara?
Emma palidecía a medida que iban encajando las piezas del rompecabezas.
—Mi padre no sería capaz de… —empezó a decir, pero se interrumpió
inmediatamente. ¿Un hombre que había separado de su madre a una niña de dos
años, vacilaría a la hora de romper un matrimonio? De pronto resonaron en su mente
las palabras de Matty. «El señor Prero podía ser muy desagradable cuando alguien se
cruzaba en su camino. Muy vengativo».
—Sí fue capaz —insistió Richard.
A Emma ya no le sostenían las piernas. Se agarró al brazo del sillón para no
caerse y se sentó sacudiendo la cabeza. Richard se sentó inmediatamente a su lado y
le pasó el brazo protectoramente por los hombros.
—Hay algo peor. Pero tienes que saber la verdad. Tu padre rompió la carta que
me escribiste pidiéndome que volviera. Hizo que Matty la rompiera.
Emma gimió.
—Matty no pudo hacer algo tan cruel.
—Matty no sabía que estaba siendo cruel. Frank le dijo que habías cambiado de
opinión sobre la idea de mandarme la carta porque habías descubierto que todavía te
estaba siendo infiel.
La amargura que se reflejaba en su voz era inconfundible. Emma lo miró
fijamente, siendo repentinamente consciente de que Richard era inocente de los
delitos de los que lo había culpado durante todos esos años. ¡No tenía ninguna razón
para odiarlo! ¡Ninguna!
—¡Dios mío! Lo siento Richard. ¿Eso significa que nunca te acostaste con otra
mujer y que no ignoraste mi carta?
—Lo único que hice fue perder los estribos, decirte que tu padre era un viejo
canalla sin escrúpulos y salir de casa dando un portazo. Y lo único que hice durante
el tiempo que estuve fuera fue conseguir un préstamo para salvar mi negocio e
intentar destapar qué había de verdad en los rumores que decían que Frank estaba
intentando arruinarme.
—¿De verdad crees que lo intentó?

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Angela Devine – Deseo de venganza

—Sí. Hizo exactamente lo que se rumoreaba. Nunca tuve pruebas suficientes,


pero ahora he conseguido documentos que lo demuestran. Intentó arruinarme, y
todo porque me había atrevido a enamorarme de ti y me había casado contigo.
Emma se estremeció.
—Y yo… estuve a punto de tener una aventura con Nigel. ¡Oh, Richard!
¿Podrás perdonármelo?
—No voy a fingir que me emocione, ni siquiera ahora. ¿Pero cómo no voy a
perdonarte? Creías que te había sido infiel, que ignoraba tu generoso intento de hacer
las paces y que no había hecho ningún esfuerzo para ponerme en contacto contigo…
Supongo que tampoco recibiste la docena de rosas que te mandé el día de nuestro
primer aniversario de boda.
Emma sacudió la cabeza angustiada. No, porque en aquel momento estaba
viviendo en casa de su padre. Estaba segura de que él se había encargado de que no
las recibiera.
—Frank una vez más —susurró Richard—. Por supuesto. Así que allí estabas,
con sólo veinte años, dolida, confundida y preparada para ser seducida por el
hombre que tu padre había escogido.
—Oh, Richard —gimió Emma—. Nunca me he arrepentido tanto de algo en mi
vida. Pero me sentía tan desgraciada. Intenté convencerme de que estaba enamorada
de Nigel, pero en el fondo sabía que no era verdad. Tú no me amabas y quería
vengarme por lo que me habías hecho. Pero cuando Nigel me pidió que me acostara
con él… No pude hacerlo.
—Y la verdad era que yo nunca había dejado de amarte.
—Pero esas otras mujeres… —repuso Emma incómoda.
—No hubo otras mujeres hasta mucho tiempo después de que nos separáramos.
Quizá tres años más tarde.
—Pero admitiste que habías salido con otras mujeres estando casado conmigo.
—He estado legalmente casado contigo durante los últimos nueve años. Y en mi
corazón guardaba la esperanza de que algún día volverías conmigo. Como no lo
hacías, intenté olvidarte con otras mujeres. Pero no funcionó. Nunca pude olvidarte.
—Yo tampoco lo conseguí —admitió Emma con voz ronca—. Desde que dejé a
Nigel, sólo he vivido para mi trabajo. No ha habido nadie más en mi vida.
—¿Dejaste tú a Nigel? —le preguntó Richard.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no era como tú.
—Y esos otros hombres…
—No ha habido nadie más. Ya conoces a los periodistas. Algunos no están
dispuestos a echar a perder una buena historia contrastando los hechos.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—Lo sé. Mis hazañas tampoco han sido ni la mitad de vistosas de lo que han
dado a entender. Y al final yo también acabé harto de esa clase de vida. Lo único que
quería era que volvieras conmigo, pero no lo hiciste. Y un buen día escuché que el
mayor inquilino de tu nuevo bloque de oficinas se había arruinado y que a Prero
probablemente iba a ocurrirle lo mismo. Entonces vi la oportunidad de que volvieras
a mí, así que te seguí hasta Bali y te hice mi propuesta.
—Pero si todavía me amabas, ¿por qué no me pediste que volviera contigo
sinceramente?
Richard se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Orgullo herido —admitió—. Sed de venganza. No olvides que yo tenía mi
propia visión sobre lo que había ocurrido, Emma. Por lo que yo sabía, me habías
dejado porque había insultado a tu querido padre. Y además habías empezado a salir
con Nigel casi inmediatamente. Incluso después de que tu padre muriera y Nigel y tú
os separarais, la furia no desapareció. Quería obligarte a admitir que yo era el
hombre más conveniente para ti.
—Ya veo.
—Quería que admitieras que habías cometido un error al dejarme, que me
dijeras que todavía me amabas.
—Y lo hice la primera noche que hicimos el amor. Pero tú me arrojaste mis
palabras a la cara.
Richard gimió.
—Lo sé. Pero fue porque lo dijiste demasiado pronto. No podía creer que fuera
verdad. ¿Una noche y ya estabas derritiéndote en mis brazos? Me parecía demasiado
sospechoso para ser verdad. Pensé que era un truco, o que se lo decías a todos los
hombres con los que te acostabas. Me puse salvajemente celoso y pensé que mi plan
estaba fracasando desde el principio.
—¿Cuál era tu plan, Richard? ¿De verdad pretendías quedarte conmigo durante
tres meses para vengarte y abandonarme después?
—¡Yo no sabía nada! Me decía a mi mismo que eso era lo que haría, pero pronto
me di cuenta de que no podría llevar a cabo mi propio plan. Había estado ocho años
separado de ti, y después de hacer el amor una sola noche contigo, había vuelto al
principio, a desearte, a amarte y a odiarte. No podía soportarlo.
—¿Por eso eras tan odioso conmigo?
—Sí.
—¿Y por eso me dejaste creer que tenías una aventura con Amanda?
—Sí. Era una forma de camuflar mis verdaderos sentimientos, aunque no sabía
que ella se había encaprichado de mí. A medida que iba pasando el tiempo, me daba
cuenta de que estaba haciendo el ridículo. No podía seguir negando que te amaba.
Pero durante mucho tiempo mi orgullo me impidió decírtelo. De alguna manera, las
palabras se me quedaban atascadas en la garganta.

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Angela Devine – Deseo de venganza

—Pero el día que entré en la sala y Amanda estaba diciéndote que te amaba,
¿por qué tú…?
—Quería hacer las cosas de la manera más digna para las dos. Amanda parecía
sinceramente afectada e intenté tranquilizarla para conseguir librarme de ella y
poder hablar contigo. Pero tú no quisiste escucharme, ni siquiera cuando te grité a
través de la puerta que te amaba.
—No podía escucharte. Había puesto un compacto de Wagner a todo volumen.
—No volveré a escuchar ese desagradable compacto en mi vida.
—Aunque quisieras no podrías. Lo tiré a la papelera.
—¿Tiraste un disco de Wagner a la papelera? —preguntó Richard
momentáneamente divertido.
Después de sus recientes descubrimientos, Emma sintió un profundo alivio al
ver la expresión relajada de Richard y estalló en carcajadas.
—¿Y qué importa eso? —exclamó arrojándose a los brazos de Richard—. ¿Qué
nos importa nada ahora que volvemos a estar juntos y que hemos solucionado todos
nuestros problemas?
Richard le enmarcó el rostro entre las manos y la besó con una pasión intensa.
—Tienes razón —admitió al final, observándola con los ojos nublados por la
emoción y el deseo—. Ahora sólo hay una cosa que nos importe.
—¿Cuál es? —preguntó Emma acurrucándose contra él.
—Que eres mi esposa y que no voy a dejar de amarte nunca. ¿Quieres volver
conmigo, Emma? Esta vez será para siempre.
—Por supuesto que quiero —contestó con fervor. Richard la estrechó contra él
con expresión triunfal. De pronto había desaparecido toda la tensión entre ellos y se
había transformado en un desenfrenado regocijo. Richard la levantó del sofá y
empezó a girar con ella como si fuera un niño emocionado. Después volvió a sentarse
y la besó una y otra vez.
—No vas a volver a dejarme —le dijo—. De hecho, vas a pasar una gran parte
del tiempo magníficamente desnuda, para que podamos hacer el amor. Y pienso
empezar en este momento.
Se puso de pie, la levantó en brazos y subió las escaleras corriendo. Llegó al
dormitorio, la dejó en la cama y la recorrió de pies a cabeza con una mirada de
admiración.
Y sin decir una sola palabra más, buscó sus labios y la besó.

Fin

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