Siempre que pienso en ello tengo que hacer un esfuerzo para recordar
el tiempo que ha transcurrido desde que se inició el cambio. Ocurrió de
pronto, de la noche a la mañana, y como siempre termino creyendo que
no tiene importancia que haya sido seis, ocho o diez los meses que han
pasado.
Conecto la radio. La misma emisora del día anterior difunde una música
agradable, suave y placentera. No he movido el dial desde hace meses.
Ya no hay voces discutiendo acaloradamente por las mañanas, no echo
de menos las agrias tertulias. Si no fuera porque sería de mal gusto,
incluso me alegraría que su franja horaria haya sido ocupada por música
moderna y clásica. Las charlas en la radio fueron suspendidas por falta
de tertulianos, y también por la desgana de los oyentes a llamar y
formular preguntas estúpidas. Me gusta más la radio de ahora. En el
fondo siempre he odiado las discusiones entre políticos, financieros y
deportistas, los debates dirigidos por pedantes periodistas. También es
un alivio para mí no tener que oír las noticias acerca de los escándalos y
corrupciones políticas, las malas noticias del mundo en general, con sus
guerras, hambrunas y matanzas. No todo va a ser malo.
¿Quién fue el cretino que afirmó en una de esas charlas que los
primeros en ser llamados serían las malas personas? Lo dijo y se quedó
tan ancho. Esa mañana apenas hubo llamadas de protesta, y al poco la
tertulia fue eliminada de la programación por falta de asistentes. Me
alegré.
Laura.
Son las nueve de la mañana y el sol, como todos días a aquella hora,
desde hace no sé cuánto, apenas se adivina tras las espesas y rosadas
nubes que ocultan el cielo. Las calles aún están húmedas. Ha llovido.
Como todas las noches, ha llovido de doce a una. La temperatura, no
necesito comprobarlo, es de veinticuatro grados; después del mediodía
aumentará un par de grados y al atardecer descenderá un poco. Un
tiempo excelente. Como siempre.
Los hombres del tiempo fueron los primeros en quedarse sin empleo.
¿Para qué van a servir si disfrutamos de un clima estupendo y sin
cambios, igual en todo el mundo?
Busco en los bolsillos unas monedas para dejarlas, pero no llevo suelto y
me alejo leyendo la primera página, un poco avergonzado. Lo que acabo
de hacer me ha provocado una sensación extraña, me hace sentir
culpable y me pregunto por qué. Sólo son unos céntimos. Además, ¿a
quién se los he robado? Es la primera vez que hago algo parecido.
Pienso en Juan y me parece verle sonreír, como hacía cada mañana
cuando me vendía el periódico. Espero que ahora sea feliz. Vivía solo,
apenas tenía amigos, pero era una buena persona; a veces me decía
que estaba impaciente y deseaba que pronto le tocara a él.
A veces me pregunto cómo amanecerían las calles si las cosas que están
pasando sucedieran a cualquier hora del día. Es mejor que ocurra de
noche, o cuando las personas duermen. No es que el espectáculo
resultara desagradable, pero a mí no me gustaría ver ropas tiradas por
todas partes. Esto resultaría demasiado significativo.
Hojeo el periódico sin dejar de caminar. Las noticias no pueden ser más
insulsas. No pasa nada interesante en el país ni tampoco en el mundo;
todo sigue igual que ayer excepto los censos, puestos al día por
esforzados hombres y mujeres. Los comentarios fríos y especulativos de
los pensadores y científicos son más aburridos que nunca, y encima
escasean. Últimamente se nota la falta de buenos columnistas.
Sospecho que están utilizando material antiguo para llenar las páginas.
Busco la sección de estadística, que está después de la página de la
bolsa, y de un vistazo compruebo que ahora estamos alrededor del
setenta y cinco por ciento, pero creo que el porcentaje es mucho más
alto. La bolsa ni sube ni baja. Qué bien.
Apenas entro me doy cuenta que falta algo y no tardo en descubrir que
no huelo a bollos recién horneados. Hay un hombre sentado en un
taburete, los brazos apoyados en la barra, terminando de beber un
chocolate. Al lado de la máquina de café, el hijo de los dueños sujeta la
jarra de la leche bajo el vaporizador y la calienta. Me gusta el ruido que
hace la leche al hervir. Se vuelve y me saluda con el
acostumbrado ¿qué tal, señor Garrido? y añade que lamenta no poder
servirme lo de siempre. Le digo que no se preocupe, que lo entiendo. Es
fácil adivinar que esta madrugada no se ha encendido el horno del
obrador. Ya sólo trabajaba el padre, la madre dejó de ayudarle el mes
anterior. El chico se llama Javier, y a partir de hoy tendrá que abrir él
solo la cafetería.
—¿Por qué no abrirás? —pregunto sin entender por qué él está tan
seguro de despertar mañana.
—Iré a la playa.
Laura fue como una novia mía que dejé de ver un día, cuando teníamos
quince años; ella se cambió de barrio, se marchó a otro instituto. Más
tarde empezó a estudiar una carrera en otra ciudad y no supe de su vida
hasta que me enteré de que había vuelto, pero casada. Yo también me
casé. A veces nos cruzábamos por la calle y nuestros saludos eran fríos,
y a veces ni nos saludábamos. Sin embargo, me enteré que no había
tenido hijos. Yo tampoco. Ella se divorció y yo continué casado hasta
hace unos meses. Una mañana comprendí que acababa de enviudar,
cuando desperté y encontré el camisón de Paqui sobre la cama.
Nos miramos hasta que nos dijimos hola, nos paramos, nos sonreímos y
continuamos paseando, pero juntos; hablamos de todo, recordamos
cosas que creíamos haber olvidado. En ningún momento mencionamos,
ni siquiera de pasada, que el mundo estaba lleno de resignación.
Cuando ella preguntó por mi mujer, le respondí que Paqui ya no vivía
conmigo. Lo entendió. Después de un instante de silencio se interesó
por algo que me sorprendió. Quiso saber si yo había asistido a la marcha
de Paqui. Cuando conseguí reaccionar, le respondí que no.
Una mañana cualquiera uno de los dos no acudirá a la cita. Cada día que
nos vemos renace la esperanza en nosotros.
—Hola —la saludo, y como todas las mañanas reprimo el deseo de darle
un beso.
Me digo que el vecino de Laura piensa igual que Javier. Así que no sólo
son los niños y los jóvenes quienes van a acudir a la playa.
Ella dirige una mirada a la interminable playa. Hay bastante gente, pero
la extensión de arena es tan grande que las personas más cercanas
parecen hallarse a cientos de metros de nosotros. Me alegra que nadie
pueda molestarnos.
El día es un poco más cálido que los anteriores, no sopla la más leve
brisa. Se está bien en la arena, resulta acogedor.
—Cuando era niño —digo en voz baja— soñaba que miraba al cielo de la
noche, lo veía abrirse y parecía un gigante de larga barba sentado en un
trono, como aguardando algo. Nunca vi bien su rostro; jamás llegué a
comprender si estaba furioso o alegre, si era vengativo o misericordioso.
F I N.