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La Antología que tienen en sus manos reúne a

los ganadores y menciones honrosas de la quinta


versión del Concurso Literario Nacional para Adultos
Mayores "Líneas de Vida". Estas fueron seleccionadas de
entre más de quinientos trabajos que dieron cuenta del
entusiasmo de esos autores por compartir algunas
páginas de sus vidas.

A N T O L O G Í A / Líneas de Vida: Lágrimas y sonrisas que afloran


Año a año, "Líneas de Vida" se consolida como
un espacio que abre sus puertas a los adultos mayores
para volcar al papel todas sus inquietudes literarias,
creando un puente para compartir recuerdos, dolores,
sueños, lágrimas y esperanzas con todos los lectores,
que, de este modo, pueden comprender y valorar el
aporte que trae consigo la experiencia de "ser mayor".

Este certamen es un esfuerzo conjunto de


Editorial SAN PABLO, Caritas Chile, la U3E de la Universi-
dad Mayor y la Fundación Oportunidad Mayor. Agrade-
cemos a los cientos de personas que, año a año,
comparten con nosotros sus líneas de vida.

Auspicia Patrocina
Antología
Líneas de Vida
Antología
Líneas de Vida

Lágrimas y
sonrisas
que afloran
© SAN PABLO
Avda. L. B. O’Higgins 1626, Santiago de Chile
E-mail: editorial@sanpablochile.cl
1ª edición - 1.500 ejemplares
Noviembre de 2018
Inscripción N°: 258.889

Impresor: Vivar Impresores


San Francisco 1322, Santiago.
Fono: 225569678
Impreso en Chile - Printed in Chile
Presentación
El concurso Líneas de Vida cumple cinco años. A
lo largo de este caminar, hemos podido conocer y compartir
historias de norte a sur, narraciones y poemas que podemos
leer desde la mañana al atardecer, verdaderos tesoros del
alma que invitan a los lectores y a los autores a recordar,
soñar y crear en historias y poesía. Y en estas páginas que
ahora los invitamos a leer, reunimos los mejores trabajos
del certamen de este año.
Durante el período de recepción de obras,
comprendido entre los meses de mayo y julio de 2018,
llegaron 532 trabajos, nacidos de la creatividad de 274
autores que representaron a casi todas las regiones del país.
De ellos, solo 454 pasaron a ser evaluados por el jurado:
244 cuentos y 210 poesías. Muy llamativo de esta versión
fue la gran cantidad de poemas recibidos, casi equiparando
los cuentos y relatos, que en años anteriores concentraban
la mayor cantidad de participantes.
También es destacable cómo hombres y mujeres
se motivaron para escribir, de modo que no hubo grandes
diferencias en la cantidad de obras recibidas por género,
por cuanto prácticamente la mitad de ellas fueron escritas
por varones y el resto por damas. De este modo, podemos
darnos cuenta de cómo Líneas de Vida se ha convertido en

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un espacio importante para los adultos mayores, deseosos
de compartir con cada uno de los lectores aquellas historias
que han sido significativas en su vida, y que en muchos
casos se siguen creando en el día a día.
Cuando los organizadores pensamos en impulsar
un concurso literario como este, imaginamos que sería un
lugar ideal para que los adultos mayores pudieran vivir y
enfrentar su mundo interior, con toda la pasión de la que
son capaces. La oportunidad de recibir y leer tantos escritos
a lo largo de los años nos ha permitido conocer muchos
mundos, muchas personalidades y numerosas historias que
dan cuenta de cómo los tiempos van cambiando, pero no
así los grandes ideales del hombre. Un concurso como este
es una oportunidad para visibilizar a los adultos mayores
de Chile, permitiendo a quienes abren estas páginas
comprender y valorar el aporte que ellos representan para
la sociedad.
Cada uno de estos escritos recoge las líneas de vida
que han forjado a los distintos autores de esta antología.
Historias y poemas que nos invitan a pensar también en
nuestras propias experiencias de vida, en la medida que cada
línea de texto y cada verso nos anima a sumergirnos en un
pasado, un presente y un futuro del que todos somos parte.
Esperamos que les gusten.

Rodrigo Miranda Sánchez.


Coordinador Líneas de Vida.
Editorial SAN PABLO Chile.

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Narrativa
Así tenía
que ser
Octavio Oyarce González, 76 años,
Talca, Región del Maule
(Primer lugar)

I
Eran las siete de la tarde cuando el hombre
entró al dormitorio y se quedó de pie junto al lecho.
La mujer, que se encontraba en posición fetal sobre
la cama, no dejaba de lamentarse:
–¡Quiero morir!…, ¡quiero morir!... ¡Ayúda-
me, te lo ruego!
El hombre acarició sus manos, unas manos
huesudas, venosas, que no respondían al contacto
de las suyas. En cualquier momento volvería a
desmayarse y él, en su ignorancia, no sabría qué
hacer. En una mesita marginada en un rincón, bajo
la débil luz de una lámpara, el pequeño frasco rojo
encendía la tortura del hombre. Besó la frente de la

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mujer, dio unas cuantas vueltas alrededor del le-
cho y permaneció un rato junto a ella buscando una
salida que no humillara su conciencia.
Ese día, a las diez de la mañana, había tomado
el autobús que lo llevaría al otro extremo de la ciu-
dad. Hundido en el asiento, veía pasar en sentido
contrario las casas, las iglesias, los semáforos,
que parecían tener vida propia; nada de eso, sin
embargo, lo abstraía de que en algunas horas más
su vida tomaría un derrotero distinto.
Horas después, Paulino Reyes –un hábil trafi-
cante– lo recibía dubitativo.
–Si te descubren, no te conozco –dijo el tipo,
alcanzándole el pequeño frasco rojo–. Tú sabes, con
esto me juego el pellejo.
–Descuida –respondió el hombre sin poder
ocultar el temblor de sus manos–. ¿Qué puedo de-
cir sin verme implicado?
Paulino lo vio alejarse cabizbajo; sentía
lástima por él. No todos los días la vida transforma
a un hombre en semidiós; no es fácil decidir sobre
la vida y la muerte de un ser querido. Él estaba al
tanto de sus titubeos, de su falta de carácter. Lo
conocía desde la época de estudiantes, cuando
eran inseparables.

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De regreso a casa, el hombre no quiso tomar el
autobús y eligió uno de los atajos que conducían a
los barrios periféricos. “Ir de peatón me dará tiem-
po de reflexionar”, pensó. A medio camino, entró a
un bar. Era un bar oscuro y maloliente, atiborrado
de barriles y cajas vacías. Se acomodó junto a la
ventana y pidió una cerveza. El mesero se quedó a
su lado, observándolo.
–¿Algo más, señor?
–¡Nada!
El muchacho refunfuñó algo indescifrable,
dio media vuelta y se alejó.
El hombre vio en el cristal de la ventana su
rostro demacrado; estos últimos años habían sido
tiempos difíciles. Pensó en la mujer, en la primera
vez que la vio, sus vitales veintitrés años. Ella había
egresado de secretariado y vestía un traje lustroso
que alguna vez debió ser verde claro. De su brazo
colgaba una carterita de color café y un broche de
bisutería cerraba el cuello de la blusa.
–Tu nueva compañera –anunció el gerente–,
enséñale el rodaje de las oficinas.
Al hombre, un simple oficinista que vegetaba
su desinterés entre cuatro paredes, le bastó su

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risa, el color de su voz, la fragilidad de su mirada,
para enamorarse.
A veces ella era impenetrable, callada como
una roca; horas después, enternecida, se aferraba
a sus brazos en busca de ternura. Todo iba bien,
hasta que el tumor dijo otra cosa. Le diagnosti-
caron un nódulo benigno primero; después, sin
encontrar una explicación clínica, el nódulo se
transformó en un dolor irracional. A partir de ese
momento la vida fue un deambular de consultorio
en consultorio, costear clínicas privadas, especia-
listas que no lograron otra cosa que aumentar sus
padecimientos.
El mesero lo sacó de sus cavilaciones. Sobre
la mesa dejó la bebida y la cuenta y se quedó a su
lado sin decir nada.
–¿Qué esperas? –preguntó el hombre, con
gesto de fastidio.
–El pago, señor.
El hombre quiso descargar sus frustraciones
sobre el muchacho, pero se arrepintió. Bebió toda
la cerveza de un sorbo, tiró las monedas sobre la
mesa, lo apartó de un empellón y salió del local.
Dedujo que la mujer debía extrañar su
tardanza y decidió tomar el autobús. Eran las cinco

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de la tarde cuando entró al angosto pasaje de ca-
sas pareadas y avanzó hacia la suya. La sombra era
escasa; la tierra reseca dejaba un sabor polvoriento
en su boca.
En el cuarto, la mujer, de espalda sobre la
cama, se retorcía y sus lamentos eran cada vez más
débiles. Depositó el pequeño frasco rojo sobre la
mesita. Una mezcla de polvo y medicamentos hacía
del ambiente un lugar enrarecido. Fue hasta la
ventana, descorrió las cortinas, empujó los postigos
y dejó que el viento aireara la habitación. Como un
verdugo, permaneció junto a la cama, sumido en el
más triste de los silencios.

II
A las nueve treinta la noche cayó definitiva
sobre la ciudad. Ni en el más perverso de sus
miedos el hombre imaginó un escenario como el
que enfrentaba. Enlodar sus manos, aunque sea
por clemencia, era algo que no terminaba de cuajar
en su raciocinio.
Desde lejos le llegó el ruido sordo de los
automóviles, el ulular de una ambulancia, el disparo
extraviado en alguna de las poblaciones contiguas.
Como en un ritual, el hombre cogió el pequeño
frasco rojo y se quedó de pie junto al lecho. Por

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primera vez, desde que la enfermedad comenzó
a consumir la vida de la mujer, lloró. Pidió per-
dón mirando al cielo y caminó hacia la mesita de
luz. Ella sintió los pasos del hombre, su resuello
agitado. El sonido del veneno caer gota a gota en el
vaso le indicó que el final estaba ahí, a segundos de
distancia. La muerte, al fin, apagaría sus dolores.
Toda la vida junto al hombre cruzó como un ciclón
frente a ella, los buenos y malos momentos. Esperó
que el hombre se acercara, que besara su frente,
como siempre lo hacía.
El golpe de un cuerpo al desplomarse pesada-
mente sobre el piso, le causó pavor:
–¿Qué sucede? –preguntó ansiosa una y otra
vez y siguió preguntando a intervalos por si escu-
chaba la respiración del hombre. Pero solo le llegó
el ruido de la noche que entraba por la ventana.
ef
Acerca del autor: Octavio Oyarce González estudió has-
ta quinto año de humanidades en el Liceo de Curicó, lu-
gar donde tuvo su primer contacto con la literatura. Lue-
go ingresó al Instituto Comercial de Talca, recibiéndose
de Contador General. Trabajó en diversas industrias en
Santiago, para terminar de empresario manufacturero.
Regresó a Talca en el año 2010 y desde ese momento ha
dedicado su tiempo disponible a escribir historias cortas
que extrae de la vida real.

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El Hombre
del Saco
Manuel González Cristi, 70 años
Antofagasta, Región de Antofagasta
(Segundo lugar)

Los acontecimientos del año 1920 quedaron


muy atrapados en mi memoria. Tiempos en que
con mis padres vivíamos en Iquique, en una gran
casona ubicada en la calle Baquedano. Recuerdo
que fue un año muy difícil para la comercialización
del salitre, ya que aunque el mercado salitrero había
crecido debido a la necesidad de fabricar pólvora,
como consecuencia de la Primera Guerra Mun-
dial, igual la crisis había golpeado fuertemente al
salitre debido a sus altos costos de producción,
que hicieron colapsar a gran parte de la pampa
calichera, donde numerosas oficinas comenzaron
a cerrar.
Mi padre era un hombre que tenía actividades
comerciales muy ligadas a la industria salitrera y

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por eso el gobierno lo designó como miembro de la
Asociación de Productores de Salitre de Chile, que
se creó en el año 1919. Y para cumplir sus funciones,
mi padre frecuentemente se ausentaba de casa por
varios días, y por ello, con mi hermano menor, lo
veíamos muy poco.
En ese entonces yo era un mocoso de seis años
y mi hermano menor contaba con solo cuatro años
de edad. Y como nosotros sabíamos que nuestro
padre era un hombre muy ocupado, tratábamos
de gozar al máximo su compañía. Mi padre era un
hombre muy bonachón, cariñoso, siempre andaba
de buen humor y era muy culto.
Cuando mi padre permanecía en casa, tras
la cena, acostumbraba a narrarnos entretenidos
relatos. Con él conocimos los cuentos de Charles
Perrault (con su “Cenicienta”, “El Gato con bo-
tas”), también los relatos de los hermanos Grimm.
Mi padre gustaba de leernos historias horribles de
brujas, duendes, seres misteriosos. Sus relatos esta-
ban condimentados con gestos histriónicos, mien-
tras él se fumaba su cigarrillo marca “La Santiagui-
na” (siempre recuerdo esos cigarrillos porque su
envase mostraba un audaz busto de mujer). Tam-
bién en esas veladas mi padre le comentaba a mi
madre (cuando ella algunas veces nos acompañaba)
acerca de los acontecimientos que ocurrían a nivel

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nacional. Por él me enteré de que en ese año Chile
participó en los Juegos Olímpicos de Amberes, con
dos atletas varones.
En esas tertulias con nuestro progenitor, mi
madre, la mayoría de las veces, permanecía en la
cocina o en su dormitorio, y su cara mostraba una
velada tristeza. Yo pensaba que ese estado de ánimo
era debido al trabajo que le daba la mantención de
la casona, aunque contaba con la ayuda de una
vieja empleada.
En varias ocasiones, el placer indescriptible
de contar con la presencia de nuestro padre en casa
se trasladaba a los días domingos. Era habitual que
invitara a algunos de sus amigos a almorzar, to-
dos personajes de la alta alcurnia iquiqueña. Pero
la persona que nunca faltaba a esos almuerzos
domingueros era el tío Anselmo, que en verdad no
era nuestro tío, sino que el mejor amigo de papá.
¡Qué distintos eran los días cuando nuestro
padre no estaba en casa! No solo la casona estaba
ausente de sus estrepitosas carcajadas, de su alegría
contagiosa que inundaba todos sus rincones, sino
que también, como niños, con mi hermano, en su
ausencia nos volvíamos taciturnos, melancólicos.
¡Cuánto extrañábamos a nuestro padre! Los días se
hacían eternos.

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En esas noches sin su presencia, mi madre
actuaba de manera autoritaria con nosotros. En
cuanto el reloj marcaba las nueve de la noche,
exclamaba: ‒Niños, a la cama… ¡El Hombre del
Saco está por llegar!... ¡A hacer pipí y acostarse!
Y, en efecto, angustiado, yo tardaba en
dormirme, al contrario de mi hermano menor. Él
prontamente se dormía como un angelito. Ya cer-
ca de la medianoche, con mi alma en vilo, podía
escuchar unos pasos sonoros subir las escaleras
hacia el segundo piso. Esos pasos rudos se detenían
frente a la puerta de nuestro dormitorio y luego
continuaban su caminata: ¡era el Hombre del Saco!
Al otro día, mi hermano me preguntaba si
había venido el Hombre del Saco, yo le decía que sí
y él, asustado, buscaba que lo acogiera en mis bra-
zos y murmuraba en sollozos: ‒¡Ojalá que nunca
entre a nuestro dormitorio!
Un día le pregunté a mi padre sobre el malvado
Hombre del Saco, cuál era su aspecto y por qué nos
visitaba cuando él no estaba en casa.
‒No existe el Hombre del Saco, hijo ‒fue su
respuesta‒. Es un invención de tu madre para que
se vayan, sin protestar, a la cama.
Aquella respuesta no me dio toda la
tranquilidad necesaria, pensé que mi padre lo dijo

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solo para que no nos asustáramos en demasía. Mi
imaginación infantil siguió pensando en aquel
tenebroso hombre, más aún cuando, ausente mi
padre, en las noches yo lo oía llegar y escuchaba
nítidamente sus pasos.
Un día, mientras la anciana empleada
limpiaba nuestro dormitorio, con mi hermano me-
nor, para corroborar la existencia del Hombre del
Saco, le preguntamos derechamente si realmente
ese ser abominable existía.
‒¡Pero mis niños!…, ¡por supuesto que
existe! ‒respondió muy seriamente‒. Es un hom-
bre muy malvado. Siempre visita las casas en la
noche, buscando algún niño que llevarse. Cuando
encuentra alguno, lo mete al saco que siempre trae
y se lo lleva a una caverna que tiene en los cerros.
Allí los destroza y bebe su sangre caliente o bien
cuando atrapa a algún par de hermanos, uno de
ellos lo regala a los gitanos.
Y tras esa respuesta, mi hermano menor, muy
angustiado, le preguntó:
‒¿También se puede llevar al papá y a
la mamá?
‒¡Oh, no! Solo se lleva a los niños.
Con mi hermano nos miramos consternados
y una porción de mi ser se tranquilizó al saber que

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mis padres no estaban en peligro con el Hombre
del Saco.
Y en esos días de ausencia de mi padre, la
visita del Hombre del Saco se fue convirtiendo en
un fantasma amenazador de nuestra infancia. El te-
rror me inundaba cuando lo oía subir las escaleras.
Un sudor frío recorría todo mi cuerpo y de miedo
me tapaba nerviosamente mi cara con las sábanas y
las frazadas, para hundirme en la oscuridad de mi
lecho. A veces mi hermano menor, cuando no podía
conciliar el sueño, se metía en mi cama y juntos po-
díamos oír sus pisadas atravesando el pasillo, dete-
niéndose frente a nuestra habitación, y nos sumer-
gíamos en un pavor insuperable.
Con el pasar de los días, de las semanas, fue
creciendo en mí una curiosidad por ver al Hombre
del Saco. Una noche, al sentir sus pasos, abrí sigi-
losamente la puerta para observarlo, pero no pude
verlo. Otra noche, siendo más audaz, al oír sus pa-
sos pasar frente a mi habitación, abrí lentamente la
puerta de mi dormitorio, saqué mi cabeza y solo
pude ver que había desaparecido.
Hasta que llegó el momento en que no pude
resistir el ardiente deseo de conocerlo y decidí esa
noche esconderme en un viejo y amplio ropero que
estaba cerca de las escaleras del segundo piso y en

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donde mi padre colgaba algunos trajes. Una de las
puertas de aquel ropero tenía una gran hendidura
donde antes existió una cerradura y a través de él
podía ver perfectamente todo el pasillo y la habita-
ción que ocupaba con mi hermano y el dormitorio
de mis padres.
Esa noche me despedí rápidamente de mi
madre con un gran beso en su mejilla. Le dije
que estaba agotado y que tenía mucho sueño. Ya
contaba con la complicidad de mi hermano me-
nor, aunque él estaba muy temeroso. Vi pasar al
dormitorio primero a mi hermano y después de un
largo rato a mi madre. Toda la casa había quedado
a oscuras. Escondido en el ropero, pronto mi cuer-
po quedó entumecido por la posición incómoda en
que estaba.
De repente, sentí chirriar los goznes de la
puerta de la calle, alguien entró a la casa, avivé
mis oídos y unos pasos cautelosos empezaron a
escucharse a medida que subían la escalera. ¡Era el
Hombre del Saco! No tenía dudas. Los pasos se oían
cada vez más cerca. Mi corazón parecía querer huir
de mi pecho, sudaba profusamente, empapado de
miedo. ¡Estaba a punto de ver al Hombre del Saco!
Acuclillado, miré por la hendidura del ropero y vi
una sombra oblonga caminar por el pasillo. Un te-
rror indomable me invadía. Se detuvo frente a la

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habitación donde estaba mi hermano, pero inme-
diatamente continuó caminando lentamente. Abrió
la puerta del dormitorio de mis padres… y entró.
Estuve un buen rato paralizado, pensando qué
hacer; me sentía como embrujado, todo me daba
vueltas ante mis ojos. Creí que la vieja empleada se
había equivocado, que el Hombre del Saco también
se llevaba a los adultos. Cuando me aprestaba ir
a mi habitación, al salir de aquel ropero, escuché
abrir la puerta de la calle. Se encendieron las luces
de araña; iluminada la casa, pude ver a mi padre
subir las escaleras. Por miedo a un castigo, volví a
ocultarme en el ropero. Por la rendija vi a mi padre
entrar a su dormitorio. Una batahola de gritos, de
insultos, rompió el silencio de la noche. Inmediata-
mente vi salir a un hombre casi desnudo: ¡era don
Anselmo, el mejor amigo de mi padre! Rato des-
pués salió mi madre; estaba en enaguas, sollozaba
de una manera conmovedora, llevando en sus ma-
nos su vestido y ropa de hombre. Creo que en el
hall de entrada la esperaba don Anselmo y a los
minutos pude escuchar cómo la puerta de la calle
se cerró estrepitosamente de un porrazo cuando
ambos salieron.
Al salir del ropero, yo permanecí inmóvil
durante un rato. Me costaba respirar, temblaba de
nerviosismo. No sabía qué había pasado. Mi padre,

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con su semblante abatido, al verme, me llevó hasta
mi habitación.
–Mantente tranquilo y acuéstate –me dijo con
voz paterna–. Ahora duerme, mañana será otro día.
Pero esa noche, aunque el terror al Hombre
del Saco se había desvanecido, un dolor indomable
hizo prisionero a mi corazón y esa noche no fui ca-
paz de cerrar los ojos.
Lo que no supo mi madre fue que mi padre
tuvo que regresar intempestivamente a Iquique,
debido a que mediados de ese año 1920 el ministro
de Defensa, Ladislao Errázuriz, movilizó hacia el
norte un importante contingente del ejército, bajo
el supuesto de que existían antecedentes secretos
sobre un posible conflicto bélico con el Perú. Meses
después, el país supo que todo era una farsa, una
burda maniobra política para alejar de Santiago a
una guarnición militar mayoritariamente proclive
al candidato opositor a la presidencia de la Repú-
blica, Arturo Alessandri Palma, quien finalmente
salió elegido.
¡Por culpa de la ficticia guerra de don Ladislao,
el Hombre del Saco se llevó a mi madre!
ef

23
Acerca del autor: Manual González Cristi es iquiqueño
de nacimiento. Luego de pensionarse, se ha dedicado a
escribir relatos, obteniendo el primer lugar en el XIX
Concurso de Cuentos para los Escritores de las Regio-
nes entre Arica-Parinacota y Coquimbo, organizado en
2014 por la Universidad Católica del Norte. También fue
distinguido con el primer lugar del concurso literario
“Cuentos en movimiento”, organizado por el Grupo de
Empresas Denham, en el año 2015.

24
Muerte
prematura
Cecil Guillermo Reiman Campos, 74 años
Chiguayante, Región del Biobío
(Tercer lugar)

Sergio miró mecánicamente el documento que


tenía en su mano y su mente divagó sobre aque-
lla oportunidad de empleo. Lágrimas amenazaron
caer de su rostro al recordar cuánto tiempo había
dejado sus pies en las calles de Santiago buscando
trabajo, con un sol implacable a veces, detrás de los
avisos de los diarios y en la oficina de empleo de la
Municipalidad de Providencia. En la tarde se iba al
cerro Santa Lucía a mascar sus elucubraciones bajo
las sombras de los árboles, en otras se dirigía a la
Biblioteca Nacional o en sus desesperos se dirigía
hasta la catedral a pedir una ayuda divina, todo
para no volver temprano a su casa y no escuchar
los comentarios ácidos de su mujer.

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El sol era menos brillante esa mañana, una
suave brisa le golpeó la cara y hasta el esmog le
parecía haber amainado; caminaba con la esperanza
de encontrar algo ese día. En la oficina de empleo
había ofertas solo para jóvenes, de junior, vendedo-
res o guardias; y cuando ya lo abandonaba su suer-
te, apareció aquel aviso que le llamó la atención:
“Se necesitan dos hombres con iniciativa artística
para promoción de productos de confitería”. Ilusio-
nado, pidió la recomendación.
El jefe de personal, después de un breve che-
queo de su currículo, le explicó de qué se trataba
el empleo:
‒La Empresa de Confites Crunch necesita dos
personas mayores para promoción de eventos en
empresas, colegios y supermercados.
Al final de su larga explicación agregó:
‒En realidad, dos payasos ‒remarcando la úl-
tima palabra, la que lo desilusionó, ya que se había
hecho otra expectativa de este trabajo.
Confundido, se fue a un baño a meditar y to-
mar una decisión. Observó largamente su trémula
cara en el espejo, mientras resonaban en su cabeza
los comentarios de su mujer:
‒Si estás esperando trabajo de gerente, no vas
encontrar nunca.

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‒¿Quién crees que te va a contratar, si eres
un inútil?
‒¡Cómo me fui a casar contigo!
Lágrimas de orgullo bajaron por sus mejillas,
mientras lo pintaban. Cómo un sonámbulo, se puso
el disfraz y caminó hacia la oficina donde debía
ser evaluado.
Esa tarde llegó a su casa con una maleta. Su
hija, al observar su cara alegre, dedujo que había
encontrado trabajo, pero él solo admitió que en una
oficina como vendedor. Su mujer, como siempre,
preguntó irónicamente:
‒¿Al fin encontraste trabajo? ¡Espero que esto
no sea una mentira!
Sergio salía de su casa con su maletín y un día
a la pasada lo encontró una de las vecinas del pasaje.
‒¿Va a trabajar, vecino? Entonces me voy a ir
acompañada.
La mujer no le perdió pisada e ingresó detrás
de él al supermercado donde tenía sus implementos.
Más tarde, entre los clientes del lugar apareció
un payaso con una maleta y la mujer que compraba
salió en su persecución, pero el payaso se escabulló
entre la gente. Al llegar esa tarde a la casa, su hija lo
recibió asustada.

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‒¿Papá, es verdad que te robaron la maleta en
el supermercado?
‒¿Quién les contó esa tontera? ‒respondió
sorprendido.
‒Nuestra vecina nos vino a avisar que un
payaso se llevaba tu maletín.
‒¿De dónde sacaría esa vieja chismosa tamaña
mentira? ¡Mijita, sírvame, que traigo mucha hambre!
Lo que temía Sergio se produjo una mañana:
su herramienta de trabajo no aparecía por ningún
lado. Preocupado, preguntó si alguien había vis-
to la maleta. Su hija contestó negativamente. No
pasó mucho tiempo hasta que del dormitorio salió
su mujer, muy enojada, con la maleta en la mano
y agitando un pequeño paquete que contenía unos
polvos blancos.
‒¡Este era el misterio de tu famoso maletín,
aquí lo tienes! ¿Así que trabajas en una oficina?
¿Me puedes explicar qué es esto? ‒gritó, iracunda,
agitando la dichosa bolsita.
A lo que el hombre, sorprendido, respondió.
‒¿Qué te pasa? ¿Estás loca? ¡No es lo que
tú crees!
‒Explícanos, entonces, de qué se trata, si no
es droga. ¿Acaso no piensas en tu familia? ¡Qué

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vergüenza! Mira, Marita, en qué está trabajando
tu padre.
La mujer, fuera de sí, pedía explicaciones
y amenazaba con ir a la policía a denunciar a
su marido.
‒Papá, ¿es cierto lo que dice la mamá?
‒preguntó, compungida, su hija.
‒No, no hija, no le hagas caso a tu madre. No
es lo que ella cree ‒contestó, muy afligido.
No comprendía qué había pasado en ese tiem-
po con su relación, para resistir tantas humillacio-
nes de su esposa. Tenía deseos de mandarla a la
mierda. Pero era tal la situación, que no podía decir
la verdad, de que aquello era un inofensivo polvo
para su maquillaje de payaso. Totalmente descon-
certado, se fue a donde tenía que trabajar ese día.
Al término de su rutina volvió más calmado, tra-
yendo en su retina las caritas alegres de los niños
pidiéndole autógrafos.
Esa tarde llegó temprano a su casa; su mujer
retiraba los platos de la mesa, su hija en el living, se
preparaba para ir a su trabajo y su nieto pintaba en
la mesa, con acuarelas.
‒Papá, no le hagas caso a mi madre.

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Apoyó su mano en el hombro y le susurró
al oído:
‒Mira, Danielito tiene una presentación en la
escuela, va actuar en una velada, quiero que lo va-
yas a ver.
El padre, totalmente confundido, respondió
que haría un esfuerzo, ya que tenía mucho trabajo
en la oficina. Su nieto, todo pintarrajeado, no deja-
ba de bailar. La abuela, enojada, lo mandó a lavarse
la cara y exclamó despreciativamente:
–Si estás como un mono, pareces un payaso.
El día de la presentación, en el camarín del sa-
lón, mientras se preparaba, Sergio pensaba en cuán-
tas vicisitudes tuvo que pasar en aquellos años;
era la transición de dos gobiernos y a él le tocaba
la mala suerte de su despido, después de haber
trabajado toda una vida en esa oficina pública. Sus
jefes, por motivos aparentemente económicos, le
diagnosticaron “muerte prematura” y lo mandaron
a la calle a sus 55 años, con un finiquito mentiroso
que decía “por necesidades del servicio”.
Miró su cara reflejada en el espejo y su men-
te se vio invadida por miles de imágenes sobre
su reflexión de aquel empleo. A punto de renunciar,
abrió un poquito la cortina y vio con sorpresa el

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gran entusiasmo de los niños en el momento en
que era anunciado.
‒¡La escuela Nº 138 y Fábrica de confites
Crunch tienen el agrado de presentar a Jappy,
el  payaso de los niños! ‒En ese momento decidió
terminar con su orgullo y salir a escena. Su recibi-
miento fue grandioso.
Al finalizar su actuación, un coro de niños
emocionados le pedía sacarse fotografías.
Marita, junto a su hijo, hizo lo mismo y mien-
tras se ubicaba al lado del payaso, percibió algo
especial, le pareció que lloraba.
Mientras en el salón los familiares esperaban
a sus artistas, por una de las puertas laterales entró
apresuradamente Sergio.
‒Llegué atrasado, perdónenme, no pude
salir antes.
‒No te preocupes papá, todo salió muy lin-
do ‒musitó su hija al oído, entretanto le sacaba un
poco de maquillaje que le quedaba en la mejilla. Su
nieto, eufórico, no dejaba de hablar de las fotogra-
fías, mientras caminaba a su lado.
‒Ya las veremos en la casa, hijo ‒contestaba
mecánicamente el hombre, caminando a la salida
del brazo de su hija.
ef

31
Acerca del autor: Cecil Guillermo Reiman Campos es in-
tegrante del Centro Cultural Fernando González Urízar
de Concepción y de la Agrupación de Escritores de Chi-
guayante. Ha escrito “La otra historia de Chiguayante”
y “La historia de Melipeuco”, disponibles en http:sites.
google.com/site/historiadechiguayante/ y http://sites.
google.com/site/historiademelipeuco/

32
Desde mi espejo
Sonia Kuzmanic Salinas, 79 años
Providencia, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

Hoy la vi de nuevo, después de tantos años; creía


que ya había desaparecido de mi vida, pero mientras
me arreglaba el pelo sentada frente a mi tocador, me
pareció divisar un movimiento fugaz detrás de mí.
Miré por el espejo y allí estaba: vestida, como siem-
pre, con su vestidito amarillo bordado con campani-
llas amarillo-dorado y hojitas verdes en el canesú, el
cabello largo peinado en rizos y una sonrisa a lo Gio-
conda, entre triste, meditabunda y misteriosa.
No sé por qué regresó nuevamente; tal vez sea
porque he estado leyendo tanto en los periódicos
acerca de esos pobres pequeños abusados por los cu-
ras y esas noticias la han traído de regreso, o tal vez
nunca se ha ido de mi vida y ha permanecido siem-
pre acompañándome desde mi subconsciente, pero la
verdad es que fue un impacto encontrarla otra vez.

33
Su mirada es entre triste y acusadora, sus oji-
tos brillan y sus manitas se estiran en una especie
de súplica: ‒¿Por qué no me ayudaste?, ¿por qué
no hablaste?
Quisiera explicarle que me he arrepentido todos
los días de mi vida de no haber sido más fuerte, no
haber tenido el valor de hablar, no haber superado la
vergüenza que me provocaban los ataques, pero todo
es en vano. Nunca podré arrepentirme lo suficiente
de mi cobardía ni de mi silencio.
Yo solo tenía cuatro años en aquella época,
por eso entiendo tan bien a los pequeñitos que en
este momento están tratando de superar el temor,
la vergüenza, la amenaza que ahora cada adulto
representa para ellos, pero al menos ellos pudieron
denunciar los ataques a sus cuerpecitos indefensos y
están recibiendo apoyo de padres y psicólogos para
superar la traumática experiencia.
En mi tiempo no había nada de eso; nunca
fue un tema que se hablara o se conociera y por eso
era tan fácil para los pervertidos buscar pequeños
vulnerables y someterlos a sus oscuros instintos,
sabiendo que los niños no hablarían jamás sobre lo
que les hacían a oscuras en sus camas o cada vez que
los encontraban a solas y que, además, si se atrevían
a decir lo que sucedía, nadie les creería y más encima
los castigarían por mentirosos y “sucios”. Nuestra
sociedad era casi victoriana en ese aspecto; todo lo

34
que se saliera de los márgenes de la moral y las bue-
nas costumbres se ignoraba, se escondía y se negaba;
no había romances entre un soltero y una persona
casada, no había niños nacidos fuera del matrimonio
o “prematuros”, sí se exceptuaba a los huachos
engendrados por los patrones de fundo en las jóvenes
campesinas (quienes consideraban casi un honor el
parir un hijo del patrón), ni parejas del mismo sexo
ni niños defectuosos o ancianos dementes. Todo se
ocultaba en algún rincón del tercer patio y jamás se
comentaba, solo se soportaba cristianamente.
Por eso, cuando ella se me aparece y me reprocha
con su mirada tristona, trato de explicarle por qué ca-
llé en esos momentos y por qué, ni siquiera ahora, he
sido capaz de hablar, pese a que él está muerto hace
ya muchos años, después de haber envenenado la
infancia de docenas de niños, de familiares y amigos
durante décadas, ya que aun viejo y en silla de rue-
das, era capaz de manosear a alguna niñita que se
acercaba a saludarlo obligada por la madre: “Vaya a
darle un beso al tío Alberto”.
Recuerdo que solo una vez pretendí contarle a
mi mamá lo que pasaba cuando nos mandaban a dor-
mir la siesta y él llegaba con el pretexto de contarnos
un cuento; pero fue tal la mirada que me dio al decirme
“no empiece con sus fantasías, no quiero escucharla
hablar inmundicias que su cabeza inventa”, que hasta
ahí llegó mi valor y desde entonces callé y he seguido

35
callando a través de los años, pero siempre alerta a
vigilar a todos los niños de mi entorno familiar, para
que ninguno de ellos tuviera que sufrir lo mismo.
No es que ahora haya más abusadores y preda-
dores que antes; lo que pasa es que ahora se habla del
tema y se defiende a los niños, aunque a veces se caiga
en excesos acusando a personas inocentes e implan-
tando en la mente de los niños abusos inexistentes,
pero incluso eso es perdonable si con ello se evita que
otro niño experimente el mismo sufrimiento de ella.
La infancia debe ser una época de regocijo,
de descubrimiento y no una época de silencio
y vergüenza.
Quizás por eso nunca me casé; ninguna rela-
ción con los jóvenes que me cortejaron pasó más allá
de besos inocentes. Cuando pretendían caricias más
atrevidas, mi cuerpo reaccionaba con temor y rechazo
ante las manos que buscaban lugares más íntimos y
terminaba alejándolos de mí, sin jamás dar una razón
para mi conducta. Por eso, por lo que le ocurrió a ella
es que ahora soy una solterona virgen a los setenta
y tantos años; y no es que no hubiese querido tener
un marido e hijos como todas las demás mujeres;
mi corazón lloraba por un hijo y si en ese entonces
hubiese habido los medios de fertilización que hay
ahora, habría podido cumplir mi deseo de ser madre,
sin tener que soportar para ello el acto ignominioso.

36
Por eso, también, pienso que el cáncer se
apoderó de mis interiores, como decían antes, y no
lo frené a tiempo porque con todos esos traumas
nunca fui al ginecólogo hasta que fue demasiado tar-
de. ¿Para qué ir si jamás tuve intimidad con ningún
hombre? Aparte de que la sola idea de que un médico
me examinara y toqueteara, me causaba repulsión.
El resultado de ello es que el cáncer se extendió por
mis ovarios y útero y ahora ya está invadiendo todo
mi cuerpo.
Trato de explicarle esto a ella, pero su mirada
acusadora es implacable, casi despiadada.
¿Qué podría hacer yo para que se marchara
para siempre de mi vida? ¿Cómo conseguir que me
dejara vivir en paz mis últimos años?
Quisiera rogarle, pedirle perdón, prometerle
que lucharé el resto de mis días para que ningún otro
niño sufra lo que ella sufrió, pero solo me mira refle-
jada en mi espejo y se niega a marcharse.
Sé que debo continuar arreglándome, porque
pronto vendrán a buscarme para ir al teatro, pero
estoy inmóvil, clavada frente a esta imagen que me
contempla desde mi espejo y que no soy yo, sino
la niñita de cuatro años que alguna vez fui y que
nunca creció ni olvidó.
ef

37
Acerca de la autora: normalista, profesora de inglés,
actualmente Sonia Kuzmanic Salinas se desempeña
como secretaria. Casada, cinco hijos y doce nietos, fue
ganadora del concurso “Mi primera historia de amor”,
de AFP Cuprum.

38
Llegó con
paso cansino
Mario Ginés Arriagada González, 71 años
Viña del Mar, Región de Valparaíso
(Mención honrosa)

Llegó con paso cansino, propio de su edad, y


se detuvo frente a un edificio de varios pisos. Miró
a ambos lados para asegurarse de que la dirección
era la correcta. Se introdujo al interior del edificio y
se paró frente al ascensor. Esperó durante algunos
minutos y nadie descendió, como tampoco nadie
subió. Entonces avanzó más al interior y decidió su-
bir por las escaleras. Subió unos cuantos peldaños,
se detuvo y respiró profundo. Repitió ese ejercicio
dos veces más, hasta llegar al tercer piso.
Llegó a un pasillo poco iluminado. No había
ventanas. Había varias puertas, con rótulos que
indicaban las eventuales funciones que se desarro-
llaban en su interior.

39
Se fijó que más allá había una banca y decidió
sentarse en ella; depositó el sobre, que llevaba en su
mano, a su lado, sobre la banca, y esperó. De pron-
to, desde el ascensor descendieron cuatro mujeres,
jóvenes todas; dos hablaban entre ellas y las otras
dos atendían sus celulares; ninguna se fijó en él.
Casi instantáneamente, descendió del ascensor un
grupo mixto; todos hablaban y reían; uno de ellos,
más presuroso, casi corriendo, pasó a llevar el sobre
que estaba en la banca; al parecer, no se dio cuenta.
Y de los otros que venían más atrás, ninguno hizo
amago por recogerlo. Se inclinó a fin de levantar-
lo, pero sus dedos no alcanzaban al suelo. Se tuvo
que arrodillar entonces y lo cogió; se enderezó con
bastante esfuerzo para volver a sentarse.
Sentado nuevamente, sintió en el alma el frío
de un día de junio y musitó una idea loca que le vino
a la cabeza: “acaso los años me han hecho invisible”.
Añoró su pasado como funcionario de la
municipalidad de su austral Magallanes, hasta
que se pensionó. Estuvo a cargo del archivo y por
razones de salud decidió establecerse en Valparaíso,
a insinuación de su cuñado.
Necesidades económicas, desde mucho
tiempo, rondaban su existencia. Su pensión, además
de precaria, se hacía efímera en menos de un mes.

40
Era un hombre de espíritu voluntarioso y aser-
tivo. Abrió el sobre y sacó del interior un currículo,
el suyo; lo empezó a leer y, cuando leyó la fecha
de su nacimiento, se dio cuenta de que ese mismo
día era el de su cumpleaños. Guardó el currículo, se
levantó de la banca y se dirigió al ascensor. Esperó
unos segundos, pero al final decidió bajar por las
escaleras hasta llegar a la calle. Miró al cielo gris y
el viento otoñal lo animó a caminar más rápido. En
un receptáculo para la basura, que había en la calle,
depositó el sobre. “Hoy es mi cumpleaños ‒se dijo‒
y mi vieja me lo celebrará con una calentita cazuela
de cordero y un par de copas de vino tinto”.
En tanto, en el edificio, alguien preguntó:
‒¿No ha llegado aún la persona que venía por el
aviso para trabajar en el archivo?
ef
Acerca del autor: Mario Ginés Arriagada González es
profesor de Prevención de Riesgos; Técnicas de Comuni-
cación; Supervisión Efectiva desde 1981 en Inacap, Val-
paraíso y actualmente en el Centro de Formación Técni-
ca de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
En el año 2001 se recibió de Pedagogo en Materias Tec-
nológicas. Casado, tiene dos hijos mayores y tres nietos.
Sus hobbies son la música, la lectura y la pintura.

41
La abuela
Bernie
Jorge Eduardo Valderrama Gutiérrez, 65 años
Talca, Región del Maule
(Mención honrosa)

A sus 65 años, pareciera que toda su vida


hubiese estado ligada a puertas, escotillas,
tranqueras, mamparas, postigos, a un deambu-
lar sin fin. Es que, desde que recuerda, siempre
ha estado llegando, saliendo, retornando y vuelto
a marchar. Abriendo y cerrando portezuelas, has-
ta llegar al cénit de su existencia. Así es la abuela
Bernie, continuamente en tránsito. Pero es también
auténtica, de palabra fácil, una mujer sencilla.
Su figura pequeña, regordeta, de andar
cansino, parece rodeada de un aura sugestiva-
mente melancólica. Su cabello nevado y orejas
redondeadas tienen su centro en ojos inquisido-
res. Tras la repentina muerte de su marido –quince

42
años atrás‒, intentó vivir sola un tiempo. Luego
se fue a casa de una amiga, pero un día esta tam-
bién partió a la eternidad. Entonces, siguió un
interminable itinerario de pensión en pensión, de
arriendo en arriendo, de departamento en depar-
tamento, abriendo y cerrando puertas, empacan-
do y desempacando; hasta que aceptó irse a vi-
vir a casa de su única hija con su yerno. Allí, en
la modesta vivienda de dos pisos del Barrio Norte
de la ciudad de Talca, se propuso estar un tiempo,
el suficiente para no estorbar y luego volver a par-
tir. ¿A dónde? De eso se encargaría después, por
ahora solo abriría una puerta más, en cuyo interior
probablemente no finalizaría el tercer tiempo de
su vida. Desde entonces es otra integrante del gru-
po familiar, compuesto por su primogénita, Marta
Inés, de 37 años; su yerno Hernán, de 42; y su
única hija, Melanie, de 10 años, centro de su amor
incondicional, desvelos y agasajos, entibiadora de
su espíritu.
A su amor por la música une el de la lectura.
Pearl Buck, Isabel Allende, viejas revistas y
escritos de autores nacionales son sus preferidos.
Constantemente sueña ser invitada a reuniones
sociales, poseer una vida social activa, porque
odia el vegetarismo intelectual. Como suele decir:
“no quiero ser un espacio hueco entre dos oídos,
ni terminar mis días como allegada inútil, dando

43
lástima. No seré como mis amigas, especialmente
Olivia, que sola y abandonada pasa horas en una
plaza contemplando cómo la existencia la cruza por
encima, aplastándola, para luego volver al lúgubre
cuarto de una casa de reposo”. Por supuesto, ella
conocía el lugar; había estado allí numerosas ve-
ces; hasta podía evocar el olor a podredumbre,
humedad, los rincones sombríos, los ruidos de
cacerolas y los garabatos de los vecinos. Con su
yerno se bate en cotidianas justas verbales, en las
cuales la mayoría de las veces el orgullo de uno
de los dos sale levemente magullado. Expertos
espadachines de la mordacidad y los juegos de
palabras, se embisten con cuanto vocablo esté a
mano: real o deformado, académico o soez, lanzán-
dose bromas que lindan en el humor negro. Cuan-
do no se arrojan algún bazukazo verbal es como si
el día careciera de luz. Empero, esas granizadas no
pueden soslayar el cariño y respeto del yerno por
aquella suegra tan particular, y viceversa. Por ello,
quienes los rodean han aprendido a convivir con
esos momentos punzantes… que podrían rasgar la
piel de quienes no los conocieran.
La pequeña cocina-comedor posee una mesa
prolijamente cubierta con un mantel de tevinil
floreado, en cuyo centro sostiene una panera de
madera que exhibe la leyenda “Recuerdo de Cura-
nipe”, y constantemente inunda la casa con aromas

44
a tostadas, café con leche y té hirviendo. Es hora
de once, cuando se reúne la familia, cuando se ini-
cia el desplume rutinario. Los tajos retóricos van
y vienen.
–A usted, suegrita, ¿de qué color le gustan
las flores? Cuando ya se haya ido, le mandaré po-
ner manojos de violetas o, aun mejor, cardos con
hartas espinas.
–Mejor será que las guardes para cuando te
llegue la hora, porque a ti ni ortigas te colocarán. Te
enviaré unos ajos para que no se te ocurra volver.
En cambio a mí, más que flores efímeras, me gusta-
ría que alguien dijera unas palabras y…
–Ja, como si las fuese a escuchar. Dondequiera
que esté, jamás podrá oírlas…
–Quizás, pero yo estaba pensando en que fue-
ses tú quien me las dirigiese, ensalzando mi infinita
paciencia y agradeciendo el que haya estado a tu
lado regalándote mi sabiduría…
–Suegrita, ese día no pronunciaré palabra,
pero tiraré la casa por la ventana, haré un asado al
que invitaré…
–¡Ya!, déjate de hablar leseras. La verborrea
repetida y monotemática de todos los días que tie-
nes solo se compara a la seducción que te ha dado

45
por “catar” vinos. Si no sabes ni distinguir entre un
tinto y un blanco… y el tufito, válgame Dios.
–Ja, ¡ah!, miren, habló la experta en cultura
etílica, la que toma puro whisky…
Luego, Hernán la abraza con fuerza y le da un
sonoro beso en sus mejillas, haciéndola exclamar:
–Ya, sale pallá, saliviento. Como se te acabaron
los argumentos, o se te fatigó la neurona que te
hace funcionar…
Para desintegrar aquellas esquirlas verbales,
con frecuencia toma una arcaica guitarra y,
rasgueando sus cuerdas, le arranca melodías que
acompaña entonando canciones de –según sus
palabras– “una aún vigente Nueva Ola” (que saca
de la revista Ritmo). Y de su garganta sonora brotan
letras y acordes de baladas de Cecilia, Luz Eliana,
Marisa, Gloria Benavides, Palmenia Pizarro, Estela
Raval y otras figuras del “pasado”.
–Suegrita, cante más alto, pa’ que espante a
los perros vagos del vecindario. Si sigue así, nos va-
mos a quedar sin vecinos.
No obstante, el yerno escucha con devoción
aquellos sonidos y prosas que hacen trizas bre-
chas generacionales. Entre Bernie y su hija, en tan-
to, las relaciones son más reposadas, predecibles

46
y “normales”… excepto que esta última odia que
la llame Martuca, porque lo encuentra despectivo,
mote desdeñoso que no tolera. Mas, casi sin pro-
ponérselo, el “Martuca” vuela por las piezas de la
casa, por el pasaje de la villa, por el almacén de la
señora Carmen y hasta por el supermercado.
Aquel sábado sintió que todos la miraban
de una forma peculiar. El día anterior los había
divisado reunidos en actitud cómplice, y al acer-
cárseles se disolvieron sin disimulo… quizás esta-
ban definiendo su destino. Su hija andaba “rara”,
como “corrida” y el yerno ni siquiera la aplastaba
con una de sus impertinencias. Hasta a Melanie la
notó distante.
–¿Qué tramarán… quizás irme a botar a una
de esas casas de reposo? Así le pasó a Claudia unos
días antes de que la pusieran tras las paredes de
adobe húmedo de la casa de reposo El Porvenir.
Antes me iré –pensaba aprensiva–. Sus sospechas
se acercaban al final del arcoíris. Y furtivamen-
te intentaba escuchar alguna conversación, un
vocablo que le diera una pista, una señal para to-
mar su arcaica maleta e irse en pos del horizonte
a abrir otra puerta… Y luego aquella invitación de
su hija para el sábado en la tarde ir a conocer “un
lugar agradable, que sé que te gustará”, según le
había dicho.

47
–“Bueno, al mal tiempo, buena cara. Antes
de que me echen, saldré por esa puerta con mis
cosas, sin despedirme… les seguiré la corriente”,
se dijo, con sus mejillas humedecidas y las
manos temblorosas.
Por la tarde, disimuló estoicamente. Vistió
colores chillones, se calzó cuidadosamente sus
zapatos de charol, se acicaló frente al espejo, se
esparció un perfume barato en su rostro y cuello.
Luego repasó con delineador los párpados, apagó
nerviosamente el cigarrillo y espetó:
–¡Apúrate, Martuca… o llegaremos tarde!
Debes estar ansiosa…
No hubo respuesta. Excepto el sonido catará-
tico del estanque del baño. Se abrió la portezuela y
Melanie, desgreñada y sonriente, inquirió:
–¿No me vas a llevar, abue?
–No, mijita, a donde voy es solo para adultos.
Quizás mañana iremos al mall y le compraré cosas
ricas (ocultó el rostro para que no se diera cuenta
de que lloraba en silencio).
Otra voz se impuso.
–Mamá, ya no me llames Martuca… dime
Martita… ¿Decías?

48
–Que si tardamos cinco minutos más, nos atra-
saremos. Ni siquiera sé adónde vamos. Y vístete
con prendas más juveniles, debes tener glamour,
como la Garbo o la Elizabeth Taylor…
–¡Ay, mamá! Tus cursilerías son peores que el
lenguaje coprolálico de Hernán…
Repasó con delineadores lo que las lágrimas
esfumaron, tomó su cartera y miró cada objeto
de la habitación para atesorarlo en su memoria.
Poco después, madre e hija salían hacia el cen-
tro de la ciudad en el Hyundai Elantra de Marta.
Esta estaba un poco nerviosa, pero lo disimulaba
tarareando una tergiversada melodía gutural. Ha-
bía invitado a su madre a “servirse algo” para rom-
per la monotonía de siempre. Tras dar vueltas por
las calles principales, tomó su celular y habló casi
en clave.
–Sí, todo está bien. ¿Ya está todo arreglado?,
voy llegando. OK, nos vemos.
Si aún le quedaban dudas, las acababa de
disipar su hija. Claro, quería que vistiese elegante
para llevarla a una de esas casas, para que pensaran
que era de “buena familia”.
–¿Con quién hablabas? Te he notado algo
ausente, como preocupada.
–Percepciones suyas mamá, si estoy de lo más
bien. Lo que pasa es que iremos a un sitio elegantito

49
y llamé para comprobar que hay sitio para cenar.
¡Mira, aquí es, ya llegamos!
Al dar vuelta en una esquina, divisó la mole
del elegante Hotel Manso de Velasco alzarse por
sobre las copas de los árboles circundantes de la
Alameda; la luz de su frontis semejaba un faro
en la neblinosa noche talquina. Al ingresar ha-
cia la recepción, una brisa suave y fría de otoño
les abofeteó el rostro, clavando suavemente sus
fríos colmillos en las partes más expuestas de
sus cuerpos. Se encaminaron hacia el fondo, donde
se divisaba una luminosidad resplandeciente y se
oía el murmullo de voces, carraspeos, taconeos y
los síntomas de una gran agitación. Ante sus pies, o
ante sus ojos, se escindió un gran salón alfombrado
lleno de gente. Esparcidos en él habían diez mesas
pulcramente ataviadas con largos manteles blan-
cos bordados, arreglos florales por doquier, sillas
forradas, candelabros, servilletas verdes, lámparas
por todos lados, mozos rigurosamente ataviados
de etiqueta. Y ahí la divisó, entre los demás ros-
tros. Era su pequeña, su Melanie. A su lado estaba
Hernán. Saliendo a su encuentro, el yerno la abra-
zó. Al unísono lo hicieron su hija y Melanie.
–Feliz cumpleaños, suegra, madre y abuela.
Feliz cumpleaños. ¡No me vayas a echar a perder
esta sorpresa llorando o poniéndote sentimental,

50
porque te hago pagar la cuenta! Ja, ja, ja, te
asustaste. Quiero que la disfrutes, junto a quienes
hoy te acompañarán, por regalarnos momentos tan
bellos en estos cinco años que estás con nosotros.
Jamás te dejaremos ir, así que anda deshaciéndote
de eventuales llaves que pudieras estar haciendo.
Esto es para siempre.
Hoy, a sus 85 años, se acomoda en su mece-
dora, observa el verdor del jardín y empinada en
sus recuerdos continúa armando parte del puzzle
de su historia, meciéndose en su añoso arcón
de remembranzas. Ahora no está sola, tiene una
familia, un sentido de pertenencia que le asegura
un final decoroso. ¡No la botaron en una “casa
de reposo”!
ef
Acerca del autor: Jorge Eduardo Valderrama Gutiérrez
nació en Curicó el 10 de diciembre de 1952. Estudió en
el Liceo de Hombres y en el Seminario San Pelayo de
Talca. En 1972 se recibió de Secretario Comercial; en
1978 obtuvo el título de Programador de Computadoras
Lenguajes Fortran IV and Cobol; en 1981 recibió su tí-
tulo de Operador de Computadores con FDU; en 1984
se tituló de Profesor de Educación General Básica, en
la Pontificia Universidad Católica de Chile. Casado con
Bernardita Muñoz -con quien tiene tres hijos- ha publi-
cado varios libros de historia, colaborando en los dia-
rios El Centro, La Prensa y en la revista Acanthus.

51
Por una pelota...
de cochayuyo
Nelson Hernán Arriagada Rojas, 74 años
Rancagua, Región de O’Higgins
(Mención honrosa)

Creo que la oportunidad de compartir un epi-


sodio de mi vida es propicia, a raíz de la realización
del Mundial de Fútbol 2018 en Rusia. Obviamente,
con diferencias monumentales con el actual evento
deportivo de dimensiones continentales.
Comentaré que allá por mediados del año
1952 tuve mi propio “Mundial de Fútbol… calle-
jero”, cuando cumplía alegres e inocentes 12 años.
No había un estadio, este era la calle Estado,
entre Gamero y O’Carrol, y el césped lo cons-
tituía una leve capa de cemento, con varias
lagunillas donde afloraban, cada invierno, filudas
piedrecillas que eran la tortura cuando alguno de

52
los jugadores caía sobre ellas, víctima de un “faul”
o un tropezón accidental.
Hoy, ese “campo de juego”, escenario de ilu-
siones y alegrías por el triunfo o la tristeza cuando
esto no sucedía, hoy está cubierto de adoquines,
como muestra del progreso.
Ahí están sepultadas nuestras risas y las hue-
llas de nuestros pasos y carreras, lo que el tiempo
no ha logrado borrar.
Los implementos deportivos eran la ropa y
zapatos de uso diario.
No era necesario uniformarnos, ¡Nos conocía-
mos todos!
En esas oportunidades, para dirigir los en-
cuentros no se necesitaba un “juez” (árbitro), nos
bastaba la sencilla práctica de eso que se llama “ho-
nestidad”, menos usar VAR; para qué, si los arcos
no tenían redes. Respetábamos los límites imagi-
narios que, de común acuerdo, fijábamos. No se
escuchaba pitazo para determinar que la pelota
había traspasado los márgenes “consensuados”,
o cuando se cometía una infracción. Tampoco se
teatralizaban los golpes.
Pero lo más destacable era que el implemen-
to principal, musa de inspiración y pasiones, base
fundamental de este deporte era… la pelota.

53
Hoy resulta imposible pensar que se puede
jugar con una pelota sin aire. Así es… sin aire, y
que diera botecitos (saltos); increíble.
Bien, ese balón se confeccionaba con cocha-
yuyo forrado con trapos y envuelto en una media
(prenda de vestir femenina), y se amarraba bien fir-
me hasta dejarla redondita.
El hecho que narraré sucedió un día del mes
de mayo del año 1952, en que nos enfrentamos
dos equipos de cinco jugadores por lado, del mis-
mo barrio.
El inicio y término del partido no estaba fijado,
solo se jugaba hasta que el cansancio o la llegada
de los carabineros lo impidiera o que “último
gol gana”.
En ese traquetear, recibí un “pase” de mi
compañero de juego y corrí con la pelota en pos del
arco contrario a enfrentar al portero. Estando so-
los, cara a cara, despaché un furibundo tiro que no
pudo controlar mi ocasional rival.
El grito de ¡gooooooool! se ahogó en mi
garganta porque al vencer la resistencia del Che-
cho (así se llamaba el arquero), también venció la
firmeza del vidrio de una vitrina del mesón del
almacén, que estaba a sus espaldas, como una frá-
gil tela de araña.

54
Todos los cabros arrancaron veloces para sus
casas, salvo el Checho y yo, que nos quedamos
paralizados por el estruendo del vidrio roto.
La pelota, como mudo testigo de cargo, quedó
quieta dentro de la vitrina.
Solo reaccionamos cuando salió corriendo
el dueño del negocio, con los ojos desorbitados,
buscando al culpable, como si fuera un “alunizaje”
del que era víctima.
‒¿Quién fue? ‒gritó furioso, mirando de lado
a lado.
El Checho me miró en silencio, muy
asustado… igual que yo.
‒¡Yo fui! ‒dije, temeroso‒, pero no fue mi
intención… ‒pretendiendo minimizar la acción.
Me tomó del brazo y me llevó dentro
del negocio.
‒¿Dónde vivís? ‒me preguntó, furioso.
‒En la otra cuadra… frente al convento San
Francisco ‒respondí.
Acto seguido, llamó por teléfono a Carabineros.
No sé qué les diría, porque llegaron pronto.

55
Me imagino que considerarían que no fue un
delito tan grave; porque me llevaron a la dirección
que les indiqué (a constatar domicilio).
El almacenero me acusó con mi madre, con
quien vivía.
Aquí se generó la figura judicial: fiscal (el cara-
binero), víctima (el almacenero) e imputado (yo).
No hubo defensa.
Ante los antecedentes presentados y mi de-
claración de culpable, en juicio breve se sentencia
que mi madre debía pagar los daños en un plazo
de quince días y que para evitar que se repitiera la
situación me requisaron la pelota y la prohibición
de jugar en la calle… Estado ¡Sin apelación alguna!
En estas circunstancias, optamos por cambiar
la sede de los futuros encuentros para la calle Cam-
pos (entre Ibieta y Millán).
Otra pelota…, otros rivales; el juego…,
el mismo.
¡Qué mundial el nuestro... aquel de 1952!
Hoy han cambiado las cosas, ya no jugamos al
fútbol, lo vemos por TV.
Las casas no son las mismas.

56
El almacén no existe.
El almacenero… falleció.
Los actores estamos, pero no somos los
mismos que ayer compartimos juegos, sueños
y esperanzas.
Hoy nos saludamos de lejos.
El tiempo se nos va.
La pelota… nunca apareció.
ef
Acerca del autor: Nelson Hernán Arriagada Rojas na-
ció el 15 de septiembre de 1943 en la comuna de María
Elena, Antofagasta. A los tres años se trasladó a Ran-
cagua junto a sus padres y un hermano mayor. Estudió
contabilidad en el Liceo Comercial de esa ciudad y, ya
adulto, trabajó en el Servicio de Impuestos Internos, en
la Junaeb y en la CORA. Actualmente se encuentra pen-
sionado y dedica su tiempo a ser dirigente social de un
club del adulto mayor, a la vez que integra consejos con-
sultivos y es miembro del Comité Ambiental Rancagua.

57
El Comearañas
María Angélica Glavich Rojas, 78 años
Viña del Mar, Región de Valparaíso
(Mención honrosa)

Lentamente sale del terminal Concepción el


bus que la lleva a Santiago. Somnolienta aún por
la despedida de sus amigas la noche anterior, no
escucha la voz que le pide dejar pasar hacia la ven-
tanilla; se sobresalta cuando siente una mano que le
golpea suavemente el hombro.
–Por favor, señorita, ¿me deja pasar?
–Sí, sí, señora. Disculpe, estaba distraída.
Rápidamente se levanta, dejando que la pa-
sajera se acomode en su lugar. De reojo mira a su
acompañante de viaje: es de baja estatura, delgada,
terso cutis, con un moño descansando en su nuca.
Piensa la muchacha: ¡Qué bonita debe haber sido
de joven!

58
Transcurrido un tiempo, la anciana le habla:
–¿Va muy lejos usted? Hoy será un día caluroso.
Paulina se endereza en su asiento.
–Llego a Santiago, ¿y usted?
–¡Aah, la capital! Muchos años que no voy;
ahora me perdería.
Una sonrisa astuta ilumina su rostro. Conti-
núa conversando:
–Yo voy al interior de Chillán, a un pueblo
que se llama El Carmen; está a los pies del volcán
Chillán. ¿Lo conoce?
Sin esperar respuesta, continúa:
–Nos juntamos toda la familia en esta fecha
¿No ve que es tiempo de trilla? Ya está todo prepa-
rado. Las gavillas bien amarradas, las yeguas para
correr el redondel, la comida, el vino, las guitarras
y la buena cueca.
Ríe con tantas ganas, que contagia a Paulina.
–¡Qué bonito debe ser! Yo no conozco
las gavillas.
–¡Noo!, pero, mijita, mire para allá –levanta su
mano delgada y morena–. Esos atados que parecen

59
muchachas bien acinturadas son las gavillas; cuan-
do el trigo crece y toma color dorado es porque sus
granos están maduros. Entonces llegan los hom-
bres y, dándoles un abrazo, las van amarrando con
una pita, y así forman las gavillas. Estas se quedan
paradas, listas para la trilla, ¿ve?
Asombrada, Paulina mira el paisaje que le
muestra su compañera de viaje. “Qué tonta he
sido –piensa–, durmiendo siempre cuando viajo,
me he perdido de ver todo esto”. Satisfecha de su
enseñanza, la anciana abre su bolso y le ofrece un
pedazo de tortilla. Paulina no puede rechazarlo,
está subyugada con su conversación.
–Señora, gracias por enseñarme todo esto.
¿Cómo se llama usted? –le pregunta después
de presentarse.
–Yo soy Valdremina, pero todos me llaman
Mina. Usted me puede decir así.
–Señora Mina, ¿es casada?, ¿con hijos?
Con mirada nostálgica, dando un suspiro,
le responde:
–No, mijita, ni fui al civil, ni menos a la Igle-
sia; soñé con estar casada.
El silencio sigue a un nuevo suspiro de Mina,
quien luego prosigue:

60
–Yo le voy a contar. –Mira a Paulina con
complicidad e inclinándose le pregunta: –¿Ha
estado usted enamorada?
Sonriendo, le contesta:
–Sí, varias veces.
–No, no, quiero decir de verdad. Cuando el
amor golpea el corazón y no queda espacio para
respirar. –Mira a Paulina solemnemente.
–La verdad, señora, así como usted lo dice,
no. Pero me gustaría enamorarme así.
Doña Mina le responde:
–Pero se sufre mucho. Mire mis ojos, están
desteñidos, eran azules; ahora se ven celestes de
tanto llorar.
Paulina le toma la mano:
–Si usted quiere, conversemos de otra cosa.
Valdremina cruza sus manos sobre la falda
negra. Carraspea para aclarar la voz y dice:
–¡Qué pena no poder fumar en el bus! Con
unas piteaditas es más fácil hablar.
Paulina le ofrece un caramelo. Para endulzar
la vida, le dice.

61
Sonriendo apenas, comienza a relatar:
–Cuando era joven, yo era muy bonita. Mi
papá era el capataz del fundo donde vivíamos y to-
dos los veranos, cuando llegaba la temporada de la
trilla, acudía gente de otros fundos para ayudar a
cortar trigo y formar gavillas. No era un trabajo fá-
cil. Los hombres se cuidaban mucho de la picá de la
araña del trigo. Es rápida y mortal su mordida. Mu-
chas veces hubo accidentes… Supiera, niña, cómo
sufren antes de morir, con el “mástil en alto” –ríe
maliciosamente–.
–Un día llegó un afuerino, dijo que necesitaba
trabajar y que lo hacía muy bien. Lo tomaron,
advirtiéndole que se cuidara de las arañas del trigo.
–No se preocupe, patrón –contestó–, las arañas
y yo somos amigos, incluso dormimos juntos.
Valdremina sintió una atracción inmediata
hacia él. Le gustaba su cabello colorín y sus ojos
verdes. Las otras muchachas revoloteaban como
polillas a la luz del farol, todas querían llamar
su atención.
Al atardecer, se reúnen bajo la ramada para
la merienda de la tarde, junto al descanso bien
merecido de la jornada. Mina toma su guitarra, be-
llas notas arrancan de sus cuerdas. Su voz se eleva

62
sobre las gavillas que parecen olas del mar, mecién-
dose al compás de su cantar. El afuerino no deja
de mirarla con admiración. Días después, al bajar
el sol, se encuentran cerca del río. Ella recogiendo
moras, ese año los matorrales de zarzamoras fueron
generosos; él saliendo del agua de su baño diario.
No hizo falta palabra alguna. Lentamente se acer-
có y, rodeando su cintura con sus fuertes brazos, la
besó. La muchacha tembló entera.
Cariñosamente, le susurra:
–No te asustes, me enamoré de ti en cuanto
te vi.
Esa noche, Valdremina no pudo dormir, ¡fue
tanta la emoción! Se siente feliz, pero no puede
compartir su alegría. Su padre jamás permitiría
alguna relación con alguien que nadie sabe de dón-
de había aparecido.
Siguieron encontrándose todas las veces que
podían, intercambiando promesas de amor. Esa tar-
de la muchacha le pregunta:
–No sé tu nombre.
El hombre la mira largamente:
–¡Qué importa mi nombre!, hasta yo lo
he olvidado.

63
–Pero ¡cómo! –replica ella– ¿Cómo te llaman
los demás?, aquí te llaman el “Comearañas”, ¿por
qué? –el hombre se endereza.
–Mira pequeña, yo duermo en el pajar o en-
tre las gavillas. Las arañas son mis amigas, no
me muerden. Cuando me preguntan por qué, les
respondo que todos los días me como unas cuan-
tas. Por eso me apodan así, el Comearañas.
Asombrada, la niña insiste:
–Pero ¿comer arañas?
–Sí, a veces lo hago, así el veneno de ellas no
me ataca.
La temporada de recogida termina. La trilla,
las meriendas, el cantar de las guitarras, todo se va
apagando. Los hombres de los otros fundos regresan
a su lugar. Angustiada, Valdremina se pregunta
qué pasará. El Comearañas debe marcharse, pero
antes le propone irse con él.
–Solo te puedo dar mi amor. Mi techo es el
cielo, las paredes de mi hogar son los caminos. Si
quieres ir conmigo, te espero en el zarzal.
Valdremina no se atrevió. Esperó la próxima
cosecha, una y otra vez. El Comearañas no regresó.
Dos perlas transparentes como cristales corren
por las mejillas de la pasajera. Paulina enmudece,

64
no se atreve a decir nada. El bus llega a Chillán,
donde debe bajarse Valdremina para tomar rumbo
al pueblo de El Carmen. Apresurada, pasa su bolsa
al auxiliar que le ayuda. Levanta el brazo y se des-
pide de su confidente de viaje.
Han transcurrido 55 años de tener la suerte
de conocer a mi compañera de viaje, la señora
Valdremina. Cada vez que viajo a Concepción me
parece ver las gavillas de trigo meciéndose al com-
pás del viento.
ef
Acerca de la autora: María Angélica Glavich nació el
11 de noviembre de 1939, en Santiago de Chile. Trabajó
como secretaria en oficinas del sector público. Al casar-
se, se fue a vivir a Viña del Mar, donde aún reside. Es
discapacitada visual, pero a pesar de ello siempre ha
escrito y lo sigue haciendo.

65
La molécula
Temerosa
María Cristina Jiménez Quezada, 63 años
Recoleta, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

Había una vez una molécula de agua que era


muy tímida, por eso sus compañeras la llamaban
Temerosa. Una noche, cuando terminó el verano,
fue la última en decidirse a salir de la llave y fue
a caer en la cubeta del congelador. Pasó el otoño y
llegó el invierno. La molécula Temerosa estaba abu-
rrida de permanecer por tanto tiempo en un cubo
de hielo. Tenía mucho frío y solo veía iluminado
cuando sacaban alguna verdura congelada.
Cuando comenzó a ver la luz más segui-
do, comprendió que había llegado el verano y,
a pesar de sus temores, se puso contenta. Al fin
podría pertenecer a un delicioso jugo de frutas o
a una bebida gaseosa; le habían contado que las

66
burbujas hacían cosquillas. Pero para su mala suer-
te, cayó en un vaso con whisky. Cuando el hielo
comenzó a disolverse y el licor llegó hasta el centro
donde estaba ella, le ardió todo y pronto se sintió
mareada. El mundo le daba vueltas a su alrededor,
hasta que entró en una turbulencia tan fuerte que
perdió la conciencia. Cuando despertó, estaba en
el estómago de una persona. No alcanzó a pensar
nada más y fue arrastrada por una fuerte corriente
roja: había sido absorbida por una arteria. Ahí tuvo
que tomar una decisión: si iba hacia la cabeza o ha-
cia los pies. Las compañeras le informaron que los
órganos que había en la parte superior mandaban
a los otros. Subir era difícil, pero le gustó eso de
pertenecer a tejidos superiores. Entonces, haciendo
un gran esfuerzo, llegó a la cabeza y la recorrió
entera, admirando los trabajos que se hacían ahí.
Y aprendió que sin la colaboración de los tejidos
inferiores, nada podía funcionar.
Pasaron las horas y la tímida molécula sa-
lió en una lágrima por el ojo del hombre en que se
hallaba. La hija de este estaba en el altar, desposán-
dose con un apuesto joven. El hombre, emociona-
do, se secó las lágrimas con un pañuelo de papel
que fue a parar al basurero y al otro día la molécula
estaba en un basural.
‒¡Qué triste ha sido mi vida! –se lamentó–.
Primero en un lugar oscuro y helado, en cuanto

67
vi la luz, entré en un líquido torrentoso. Y ahora
rodeada de basura.
El sol, que había asomado sus primeros rayos,
escuchó los lamentos de Temerosa y se compadeció
de ella. Decidió ayudarla y la evaporó. La molécula
de agua sintió que se elevaba suavemente y se puso
contenta. Respiró profundo y, adoptando una posi-
ción cómoda, disfrutó de la cálida mañana.
Después de un largo viaje, llegó al cielo y se
incorporó a una nube.
‒¡Qué fabuloso! –pensó–, esto no tiene nada
que ver con la fría y oscura hielera, ni se parece al
vaso de licor ni a la tormentosa corriente sanguí-
nea, menos al basural. ¡Esto es vida! –dijo, y se aco-
modó entre sus relajadas compañeras.
Se acercaba el invierno y la molécula ya te-
nía muchas amigas en la nube. Ella era simpática
y siempre estaba dispuesta a ocupar con alegría el
lugar que se le asignaba.
Un día, la jefa de la nube, una molécula con
mucha experiencia, la llamó y le dijo:
‒Querida, ha llegado el momento en que de-
bes volver a la tierra.
La molécula Temerosa enmudeció por un lar-
go rato.

68
‒¿Y por qué? –preguntó después con tristeza.
‒Todas tenemos que hacerlo. Yo he bajado mi-
llones de veces y por eso tengo este cargo –conti-
nuó la jefa–. Te queda mucho que aprender. Pero
por tu buen comportamiento, podrás elegir. Tienes
cuatro opciones: puedes bajar en forma de nieve,
granizo, lluvia o rocío.
Sintió mucho frío cuando se imaginó en
un copo de nieve o en un granizo. Y la lluvia la
ponía triste.
‒Rocío –dijo, sin meditar más.
Esa misma noche emprendió el largo via-
je de regreso a la tierra. A pesar de la oscuridad,
fue delicioso, porque la meció una brisa hasta
quedarse dormida.
Despertó sobre el pétalo de una rosa, perci-
biendo la suavidad y el aroma de la flor.
‒Buenos días –le dijo la rosa–, bienvenida a
nuestro jardín.
‒Gracias –contestó la molécula Temerosa–,
este lugar es maravilloso. Y tú eres muy linda.
‒Y todavía no has probado mi sabor. Te reab-
sorberé y te convertirás en néctar.

69
‒Gracias –dijo otra vez la molécula, contenta.
‒Para eso tendrás que entrar en mi savia.
‒¡Oh, no!, yo estoy muy bien sobre tu pétalo.
‒Es que la vida no es así –le contestó la rosa.
‒Ya formé parte de un cubo de hielo, de un li-
cor con alcohol, de la sangre de un humano, de una
lágrima. También fui reabsorbida por un pañuelo
de papel y viví en un basural. Luego estuve mucho
tiempo en una deliciosa nube y ahora estoy muy
contenta sobre ti. No quisiera salirme nunca de
tu pétalo.
‒Eso es imposible –dijo la flor–. Yo me secaré
y me transformaré en semilla. Y luego, con tu ayu-
da, volveré a ser flor. Si te quedas en mi pétalo me
pudriré y después no podré fabricar néctar para las
abejas y las mariposas.
Dicho esto, la flor aprovechando el viento, se
sacudió y la molécula casi cae a la tierra.
‒¡Cuidado! –gritó Temerosa.
‒Elige –dijo la flor–: eres parte de mi savia o
del barro.
La molécula miró hacia abajo y dijo con
humildad:

70
‒Tómame.
Enseguida, se impregnó en el pétalo y se vio
envuelta en un color rojo intenso, sintió el aroma
más exquisito que jamás había olido y saboreó
la dulzura del néctar. Se dio cuenta de que si no
hubiese conocido el frío, la oscuridad, el hedor y los
sinsabores, no estaría disfrutando de un momento
tan maravilloso como este.
A los pocos días, convertida en néctar, entró
en el cuerpo de una abeja. Y voló de flor en flor,
extasiándose con los aromas, conociendo millones
de sabores, viendo infinidad de colores.
Hasta que llegó a ser parte de la miel y lle-
gó a una fábrica de caramelos. Allí pasó mucho
tiempo en el centro de un confite envuelto en un
elegante papel amarillo. Pero no se desesperó, por-
que aprendió que la vida es así, con etapas tristes y
otras muy felices.
‒Después de todo –pensó–, la existencia
es entretenida.
Y se acomodó en su dulce y transitorio hogar
a esperar el próximo viaje.
ef

71
Acerca de la autora: María Cristina Jiménez Quezada
es cirujano dentista. Combina la odontología clínica, la
docencia universitaria y la literatura desde el año 2017.
Jubilada de la Universidad de Chile. Tiene cinco libros
publicados, tres de poemas y dos de cuentos, un segundo
lugar y seis menciones honrosas en concursos literarios
de Chile.

72
Huésped
del Estado
José Venegas Sepúlveda, 78 años
Concepción, Región del Biobío
(Mención honrosa)

Con el cuello subido de su andrajosa chaqueta,


las manos embolsicadas, la espalda encorvada y el
paso pausado, Eugenio caminaba sin destino fijo;
aunque, mejor dicho, solo deambulaba. Parecía un
hombre viejo, pero su edad era indeterminada en su
rostro oculto por una negra barba. Su melena, tam-
bién negra, era larga y desgreñada. De figura esmi-
rriada, y pese a su aspecto enfermizo, sus ojos eran
vivaces, que constantemente escudriñaban a su al-
rededor como buscando algo. Era un vagabundo,
un atorrante hambriento de alimentos y de afectos.
Un ser solitario y despreciado por la sociedad.
Así, deambulando, ese día, sin darse cuenta,
llegó hasta la entrada de un centro comercial, donde,

73
por su aspecto, un guardia le impidió el acceso y le
ordenó marcharse del lugar. Dócilmente, cambió
su ruta y caminó por el costado del estacionamien-
to de vehículos para clientes. A cierta distancia,
divisó a una mujer cargada de compras y que con
dificultad abría la maleta de su automóvil. Al que-
rer acomodar sus paquetes, la cartera o bolso que
colgaba de su hombro se deslizó hasta su mano, ante
lo cual, molesta, con un brusco movimiento la dejó
a un lado del baúl. Eugenio, que en ese momento
pasaba junto a ella, en una acción impensada, le dio
un empujón a la desprevenida mujer, lanzándola
al suelo. Tomó el bolso, que lo imaginó con una
gran cantidad de dinero, y emprendió la fuga a la
mayor velocidad que sus enclenques piernas y su
deplorable estado físico se lo permitían.
No corrió mucho, pues pronto fue alcanza-
do por el guardia, que no lo había perdido de vis-
ta. El agitado corazón y las adoloridas piernas de
Eugenio agradecieron la rapidez de su captor.
Más tarde fue entregado a los carabineros,
que se encargarían de ponerlo a disposición de
la justicia.
Después del procedimiento normal de la cau-
sa, la inexorable justicia (como normalmente ocu-
rre con la gente pobre, sin influencias ni dinero
para contratar abogados de renombre) condenó

74
al procesado a cinco años y un día de prisión, por
los delitos de robo con fuerza y lesiones leves. No
hubo apelación.
Con más curiosidad que temor, el reo ingresó
al recinto penal en el que expiaría su delito, lugar
donde, en un principio, fue acogido con indiferen-
cia por los residentes antiguos, situación que cam-
bió en la medida que se le fue conociendo.
En un par de días Eugenio comprendió la
diferencia entre vivir como un pájaro huacho en la
calle, que como morador de la cárcel: Antes dormía
normalmente solo, bajo un portal o bajo un puen-
te, usando plásticos y cartones como cobijas. Ahora
estaba bajo techo, compartía habitación con varias
personas que hablaban de todo y estaba cubierto
con frazadas fiscales. Antes se alimentaba de las
sobras que le daban o restos de comida que resca-
taba de los receptáculos de basura. Ahora tenía ali-
mentación completa que le servían personalmente;
además, de vez en cuando recibía algo extra que
le convidaba algún colega generoso, compartiendo
lo que algún familiar le había llevado en la visita
semanal. También ahora podía asearse y contar con
un peluquero gratis, que se encargaba de recortarle
el pelo y la barba.
Gracias a su carácter manso y servicial, era
bien tratado por los gendarmes y apreciado por

75
la colonia penal. De esta situación, muchos de los
convictos se aprovechaban de él para usarlo poco
menos que de sirviente. Los encargos, órdenes o
peticiones que recibía de otros reclusos, Eugenio
los aceptaba y ejecutaba hasta con agrado, pues lo
hacía sentirse útil y además así no sentía el paso
de las horas. No tenía noción del tiempo, solo sus
tripas estaban atentas al horario de las comidas,
mas no sabía en qué fecha estaba ni se percataba
del paso de las semanas, meses y años, hasta que
fue llamado a la oficina del alcaide, donde el oficial
de bigote mexicano, con una gran sonrisa y ges-
to paternal, le anunció que había cumplido con la
sentencia y al día siguiente dejaba la cárcel, pues
quedaba libre.
Como quien recibe una noticia funesta,
Eugenio miró con cara de espanto a la autoridad
y, sin poder contenerse, le empezó a temblar el
mentón. Luego, con voz trémula de niño asustado,
balbuceó: ¡yo no quiero irme!
ef
Acerca del autor: José Venegas Sepúlveda nació en Lota
el 23 de febrero de 1940. Después de terminar la ense-
ñanza media ingresó al servicio público como inspector
del trabajo, labor que llevó a cabo por quince años. Los
treinta años siguientes se desempeñó como vendedor,
para, luego de jubilar, dedicarse a escribir. Casado por
cincuenta y cuatro años, tiene dos hijas y tres nietos.

76
Poesía
Pena de niña
María Inés Torres Ortega, 88 años
Temuco, Región de la Araucanía
(Primer lugar)

Qué piensa la niña camino a la escuela.


El viento la empuja, la lluvia la empapa.
Camina descalza la niña al saber.
Distancias muy largas recorre la niña,
con un solo deseo: aprender a leer.
De lejos, ella siente
el tañar de campana,
apura su paso, empieza a correr.
Se sienta la niña, cansada y callada.
No canta, no ríe, no sabe jugar.
No entiende la clase, palabras ni cantos.
La niña, apenada, solo piensa en volver.

79
En su ruca la espera su madre,
tejiendo una manta de lana que debe vender.
La niña, llorando, se lanza en sus brazos; 
la madre, muy tierna, la acuna
y le canta canciones mapuche
que sabe entender.
La niña, en sollozos, encara a su madre: 
¿por qué la maestra otra lengua me enseña
y no la nuestra que sé comprender?
La madre la mira, acaricia sus trenzas
y con voz susurrante le dice muy dulce:
“no enoje mi niña, no apene carita,
la niña mapuche aprender a leer,
no importa distancia ni frío ni hambre,
 el idioma del huinca debemos saber”.
ef
Acerca de la autora: María Inés Torres Ortega nació en
Linares el 6 de enero de 1929. A los siete años llegó a Te-
muco, ciudad en la que formó su familia y se desempeñó
como funcionaria pública. Durante cinco años fue jueza
de policia local, etapa en la que compartió y conoció a
fondo las costumbres del pueblo mapuche, inspirándola
a escribir poesía.

80
Fragmentos
aglomerados
(A mis viejos y mis nietos)

Edmundo Dagoberto González Umaña, 69 años


Mariquina, Región de Los Ríos
(Segundo lugar)

El tiempo no pasa en vano,


galanes de pelo blanco,
forjadores de cimientos
para esculpir los mañanas
y ganarle las batallas al capricho del destino;
pioneros de los caminos,
de noches y madrugadas.

81
Manos que hicieron molinos
en corrientes de agua clara,
que esparcieron las semillas
como lluvias de esperanzas,
regando con su sudor
las mil espigas doradas…
que en el seno de la tierra
eran pan que germinaba.

Surcos que ya se cerraron


y fueron dejando huellas
en esos rostros tostados
por el sol de la experiencia,
como luz que ya se apaga
cuando la tarde comienza.

Y llegaron los primores


hasta el jardín de la vida,

82
aquellas pequeñas flores
que llenaron los rincones
de color y fantasías:
esa potencia escondida
para escalar las montañas,
que nos renueva la vida
cuando la vida se apaga.

Emprendedores de hoy…,
que de distintas maneras
van innovando estrategias
para construir su vida,
llevan del viejo, por dentro,
una chispita encendida
que da luz a las tinieblas
cuando es más dura la vida.

He buscado entre las flores


más hermosas de la tierra,

83
en el cielo luminoso,
más allá de las estrellas…
entre los mares profundos…
derribando las fronteras,
pero no hay nada en el mundo
que siquiera se parezca…
a ese amor sin igual de esa fiel compañera.

(Hoy, en la selva virtual,


cargados con la experiencia,
cumplimos un año más,
o quizás un año menos…,
y ya no habrá vuelta atrás;
pero aún tenemos sueños,
para en la próxima vida
seguir cultivando el cielo).

Entonces, mientras pensaba,


aparecieron corriendo,

84
como si fueran volando
por el jardín de los tiempos,
los pequeños querubines
que nos han robado el sueño.

El mundo les pertenece,


la libertad es su canto,
nuestros pechos se estremecen
por lo tierno de su abrazo,
llevan en su corazón
nuestra sangre circulando.
Salimos todos corriendo,
como si fuéramos cabros.

¡Tiré lejos los recuerdos,


fragmentos aglomerados;
saqué fuerzas desde adentro
para alzarlos en mis brazos!

85
Sentí un grito en mis oídos:
¡Tata, sigamos jugando,
antes de que se acabe el tiempo…!
Un sol se estaba apagando
y otros soles emergiendo.

Mejor sigamos jugando,


antes de que se acabe el tiempo...
ef
Acerca del autor: Edmundo Dagoberto González Umaña
nació en 1948, en un sector rural de la comuna de Cun-
co. Creció en el seno de una familia campesina, escri-
biendo sus primeros versos en la escuela primaria “El
Rosal”. Se tituló de Práctico Agrícola en Panimávi-
da. Actualmente se encuentra jubilado, pero continúa
dedicándose a la agricultura, junto a la compañía de su
esposa y nietos.

86
Atrapé tu amor
Modesto Valdés Poblete, 81 años
Las Condes, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

Vi tu amor vagando por las nubes;


se ocultaba de los rayos del sol.

La luna hurgueteaba en los espacios


que dejaban claridad para ese amor.

Envié a los ángeles plateados


en corceles dorados como el sol;
su misión: pedirte que regreses
a encontrarte con otro nuevo amor.

87
La angustia por no ver qué sucedía
me hizo enviar al picaflor,
palomas mensajeras con recados,
porque espero brindarte mi calor.

Pasé momentos de zozobra,


la angustia agitaba el corazón;
pensé: “ya todo está perdido”.
Creí que perdería la razón.

De pronto bajaron las palomas,


los ángeles y el bello picaflor;
pasaron raudamente por mi lado,
gritando atrapamos ese amor.

Salté sobre montes y quebradas,


alcancé la caravana del amor;
buscando aquel camino entre las nubes,
alargué los brazos con pasión.

88
Atrapé entre mis manos, con ternura,
el regalo que sería mi primor.
Juré preservarlo eternamente
y rodearlo para siempre con mi amor.
ef
Acerca del autor: Modesto Valdés Poblete comenzó
a participar en el Club Artes y Letras y en el curso de
Tertulia Literaria de la Caja Los Andes, a fines del año
2013, escribiendo algunos cuentos hasta derivar hacia la
poesía. En enero de 2018 registró en la oficina del dere-
cho de autor una antología titulada “Mil poemas”, que
recoge su trabajo poético.

89
Voy junto
a la gente
Mercedes Arriagada Beauchemin, 93 años
Providencia, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

Voy junto a la gente,


sin importarme nada.

Que la tarde está triste,


que la lluvia cae,
que si río o no río,
ya no tiene importancia.

Ya ha pasado tanto tiempo,


quizás tú ya no te acuerdas

90
de mis besos, la dulzura,
la tibieza de mi mano.

Fue quizás un simple deseo


de las cosas bellas,
de reír juntos,
de amarnos un poco.

El destino nos lleva


por distintos caminos.

La distancia es muy grande,


la tarde se acaba
y mis lágrimas se confunden
con la lluvia que cae.
ef

91
Acerca de la autora: Mercedes Arriagada Beauchemin
nació en Santiago de Chile el 11 de enero de 1925, en-
contrando el amor a la escritura a una temprana edad.
Se mudó a California en búsqueda de mejores oportuni-
dades laborales. Hoy en día vive con su hermana de 92
años y combate una dura artritis. Su fortaleza es la que
la mantiene joven de espíritu.

92
Caminos
recorridos
Eugenio Georger Castillo, 83 años
Ñuñoa, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

1
Muy dentro de mi ser estás atada.
Desde los pulmones te respiro.
Fuera de mi ser eres un ave,
una golondrina en el exilio.

Existes en la brevedad puntual,


en la promiscua ojeada del artista,
en el mínimo espacio del instinto,
expuesta a los arbitrios del destino.

93
No intentes desplegar las alas,
hacerte plenamente a la bandada.

Cautiva al resplandor de la caverna,


has hecho de la hoguera mi morada.

2
Cuando el amor se torna inexplicable,
puede ser un encuentro en una esquina;
una pregunta que surge alzando el vuelo,
una respuesta como piedra atada al cuello.

Cuando el amor se torna inexplicable,


dejémoslo escurrir de cara al tiempo
y guardemos húmedo ese aroma
que luego se seca con el viento.
3
Abrí el gas,
extendí las alas, huí.

94
Despojado de residuos tutelares,
como semilla cósmica, volé,
agazapado, en el útero del tiempo,
aferrado a dioses contingentes, necesarios.

Muertos, pero jamás sepultados.

4
Batir de gaviotas sobre mares extinguidos,
deambular de fantasmas,
cordón umbilical que nos mantiene vivos.

5
Por qué cierras los ojos al besarme
y se enturbia tu mirada.

Hay fantasmas que subsisten todavía,


o dolores que quieras evitarme.

95
Y esa blanca desnudez que busca abrigo,
y ese enjambre de agonías que desvelan,
no es un rayo o cenizas de otros fuegos,
solo sombras que proyecta la caverna.

Deja al triste acontecer de esta velada


el arado sementero que la surca.

No seas ingenua y mírame a la cara,


que llegada el alba… ¡Supremum Vale!

6
Estampida espermal
sobre pampas de lino y algodón,
instante crucial, punto de seda,
del gobelino que no podré contemplar.

96
7
Quién anda por ahí
a hurtadillas por mi pieza,
apilando en los rincones
mis celos, traiciones y odios.

Quién anda por ahí,


errante como alma en pena,
arrastrando por el piso
mis mal paridas certezas.

Quién anda por ahí,


como ahuecándose al viento,
fisgoneando sigilosa
en pos de mi último aliento.

Vamos, dime quién anda,


déjame ver tu rostro

97
y no intentes cruzar la puerta,
que está pariendo la muerte.
ef
Acerca del autor: Eugenio Georger Castillo nació en
Santiago, en septiembre de 1934 y fue criado en Sewell.
Sus estudios secundarios los realizó en el Liceo Lasta-
rría. Fue detective hasta 1961, tras salir de la Escuela
de Investigaciones. Ejerció como agente de ventas, lue-
go trabajó en Lan Chile y posteriormente en la ACHS,
como relacionador de empresas, hasta su jubilación en
1999. Ese año afloran en él las inquietudes literarias.
También ha participado en cursos de filosofía, de guión
cinematográfico y talleres literarios.

98
La
implacabilidad
del tiempo
Juan Alberto Barraza, 77 años
La Serena, Región de Coquimbo
(Mención honrosa)

En la vida de todos nosotros,


y en la de todas las cosas,
existe un común denominador,
una sentencia a la que nadie ni nada
puede escapar.

No existe una vacuna universal


que pueda inocular esta realidad.

99
No hay preferencia, discriminación
ni rechazo.

Para todos es lo mismo,


para todos es igual.

No hay excepción alguna,


ni siquiera la muerte,
porque llegado el momento,
hasta la muerte tendrá su propia muerte.
A pesar de que la muerte
es una de las pocas,
por no decir la única,
absoluta verdad.

¿Qué cosa tan terrible puede ser?


Nada más y nada menos
que la implacabilidad del tiempo.
Que no perdona.

100
Todos somos regidos
y limitados por el tiempo.
Los niños, los animales, las flores…

Repito: todo y todos somos controlados


y manejados por el tiempo.
Parecemos marionetas en sus manos.
Lo que pareciera que fue ayer ya es hoy;
y lo que pareciera ser hoy, ya es mañana.

El tiempo aparece como una


dimensión única y perfecta,
que nadie conoce ni maneja.

Gracias a Dios que así sea,


porque si no, otro sería el cuento.
Y otro sería el final.
El final que nadie conoce,
porque no tiene comienzo ni terminal.

101
No es posible encasillar el tiempo en medidas,
en medidas que nosotros mismos inventamos,
y así creer que lo podemos manejar.

Díganme, por favor,


quién puede mandar los minutos
si se le arrancan a las horas,
y las horas que se fugan de los días,
y los meses que se esconden de los años
y los años que se disfrazan de doce meses
y de igual manera pasan y se van.

Y nosotros que apenas ayer nacimos,


Pegamos una pestañeada
y ya estamos casados y con hijos,
con varios kilos de más
y la cabeza plateada de tanto pensar.

102
Otra pestañeada
y ya estamos jubilados,
llenos de arrugas y de nietos,
y de recuerdos
que a veces nos cuesta evocar.

Miramos hacia atrás


y hace rato perdimos de vista
el punto de partida;
sin embargo, podemos ya
visualizar a pocos metros la meta final.

Y no es cosa de viejos, porque mis alumnos,


de no más de dieciocho,
perciben igual que el tiempo pasa volando
y ellos dicen:
si ayer era lunes y ya estamos a viernes;
si ayer comenzó el semestre
y estamos en la prueba global.

103
Aprovecho la teoría cuántica
y de la relatividad
para definir la relatividad del tiempo social.

El tiempo del que está boyante en una fiesta,


sin deudas y sin enfermedad,
no es el mismo del que está
lleno de problemas,
triste y estresado o en la cárcel
o con metástasis terminal.

Para unos, el tiempo pasa volando;


Para otros, es como si el tiempo
se hubiera detenido,
donde los minutos se arrastraran
con dantesca lentitud.

El tiempo es como el dinero en el bolsillo.


No sabemos cuánto nos irá a durar

104
Una cosa debe ser clara: el tiempo ha sido
siempre así y siempre será igual.

No es rápido ni lento.
Lo que pasa es que nosotros
no lo podemos controlar.

Mi madre, que era pequeñita de porte,


pero de un inmenso corazón,
siempre me aconsejaba:
“Hijo, no desaproveches el tiempo
en mucho dormir,
ya que cuando mueras
dormirás por una eternidad”.

Bien lo decía el insigne


poeta nicaragüense
Rubén Darío
en Canción de otoño en primavera:

105
“Juventud, divino tesoro,
apenas llegas y ya te vas.
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro
sin querer…”.

Así es la vida, llega y, sin darnos cuenta,


se nos escurre entre puertas y ventanales,
entre idas y regresos,
como un río en donde las aguas pasan,
y siguen pasando,
pero nunca retornan al mismo lugar.

Como las ideas o la caída del pelo,


que si los pierdes
no los vuelves a recuperar.

Por su parte, Jorge Luis Borges,


el nobel de Argentina que no pudo ser,
sostenía:

106
“Si volviera a nacer de nuevo,
contemplaría más atardeceres,
me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido
y tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Si pudiera vivir de nuevo,
trataría de tener
solamente buenos momentos.
De esos está hecha la vida.

Solo de momentos.
Si pudiera vivir de nuevo”.

¿Qué podemos hacer?


Pidamos consejo al físico,
al pensador, al viejo
que ha vivido más.

Machado “Caminante,
no hay camino, se hace
camino al andar”.

107
Para saber de la vida, debes vivirla.
Para saber del tiempo, tienes que darte
tiempo para intentar comprender
que no puedes ganarle, ahorrarlo como
monedas, ni que es suficiente, como
tampoco se va volando, porque el tiempo
no tiene avión.

Eres tú, soy yo, somos nosotros quienes


debemos entender y definir su valor.

Por supuesto, no tiene precio,


en especial aquel que ya hemos perdido
y que es imposible recobrar.

Es un verdugo implacable
que no perdona nada.
Al contrario, las cobra todas,
no deja nada al debe.

108
Si tuviéramos que darle al tiempo un color,
un apellido o un sobrenombre,
¿qué se les ocurre a ustedes?
Pienso que su color podría ser el no color,
es decir, transparente,
sin sombras ni manchas.

Apellido, creo que podría ser Ilusión,


pues nos ilusiona
y al final salimos desilusionados.
Sobrenombre: el Mentiroso.
Todos y cada día que pasa nos miente;
y lo peor es que nosotros
aceptamos sus mentiras,
pero solo por conveniencia,
ya que aunque el tiempo pase
y nosotros también pasemos,
nunca tomamos real conciencia
de su realidad.

109
Pero, como sea,
el tiempo es el mejor de los maestros;
y aunque no le pidamos consejos,
siempre los da.

Nos enseña a sobreponernos,


con esfuerzo,
a disfrutar de lo bueno de la vida,
a resistir las tentaciones
y a aprender de las experiencias.
Nos da la oportunidad de corregir errores
Y de asumir nuestros fracasos.
Pero hay conceptos errados
a los que usualmente recurrimos, como:
perdona, no pude ir al hospital
porque no tuve tiempo.
El tiempo se pasa volando.

110
Somos marionetas del tiempo.
Siempre hay tiempo.
El tiempo no tiene alas
y nosotros no tenemos hilos
para ser manipulados.
Nosotros debemos disponer con
habilidad y conciencia el tiempo.

Matar el tiempo, ingenuamente,


lo decimos cuando
no tenemos nada que hacer.
Es una colosal tontería.
Nosotros, débiles criaturas,
somos incapaces de cometer
homicidio con el tiempo.

Es todo lo contrario,
el tiempo nos mata todos los días
y nada que hacer es otra falsedad,

111
porque siempre hay algo que hacer.
Siempre, siempre, siempre.
Como, por ejemplo, escribir sobre
el tiempo.

Pero si hay algo invaluable del tiempo:


es que todo lo soluciona,
de una u otra manera.
ef
Acerca del autor: Juan Alberto Barraza es prefecto (r)
de la PDI. Sicólogo, profesor de la Universidad Santo
Tomás, en La Serena. Está casado con Nubia Cortés Oli-
vares, con quien lleva 53 años de matrimonio. Tiene dos
hijos y dos nietas.

112
Madre,
sublime palabra
Mario Hugo Villagrán Pinochet, 72 años
Linares, Región del Maule
(Mención honrosa)

Si yo pudiera escribir con letras de oro


la palabra más bonita de todo el diccionario,
escribiría, sin dudarlo nunca,
la pabra “madre” para leerla a diario,
primera palabra que aprendemos
en nuestra infancia ya pasada
y la última que pronunciamos,
pues sin ella no tenemos nada.

La pronuncia el niño, el joven, el anciano.


Para cada uno significa algo especial,

113
pero para todos, sin dejar ninguno.
Ella nos ayuda alejándonos del mal.

Amor sin raza, sin dinero, sin medida.


Amor fiel, puro, celoso, imperecedero.
Quien tiene a la madre lo puede comparar,
de todos los amores es el verdadero.
Siempre está contigo en las horas infaustas.

Junto a ti en el lecho, en la enfermedad,


estando lejos o cerca, siempre está contigo.
Esa es la maravillosa y real verdad.
El oro es poco para escribir su nombre.
Para pronunciarlo, debemos pensar
que una madre significa todo
y junto a ella debemos estar.

Cuando uno se va quedando tan solo


y nadie nunca la reemplazará,

114
Dios se la lleva dejándonos huérfanos,
esperando verla en la eternidad.

Jesús tuvo una madre igual que nosotros


y pronunció su nombre antes de morir.
Así debemos aprender nosotros
y decir su nombre antes de partir.
ef
Acerca del autor: Mario Villagrán Pinochet nació en la
ciudad de Linares en 1945. En 1986 viaja a los Estados
Unidos, en donde se hace poeta, trasladando al papel los
sentimientos de nostalgia y soledad que experimentó en
ese lugar. Ha obtenido algunos reconocimientos en su
ciudad natal. Describe sus poemas de la siguiente ma-
nera: “mi verso es libre como el aire, el viento lo dicta
Dios y el amor”.

115
Por qué se van
Nora Nelson Beltrán, 84 años
El Bosque, Región Metropolitana
(Mención honrosa)

No tendremos tus manos


cuando el frío arrecie.
No veremos tus ojos
de mirada buena
cuando el mal abrume.

Tu voz de cristal y tañido


se quedó en el camino
y en el sonido
de las campanas siderales.

116
Porque la voz y el verso,
enlazados de otras voces,
emergen del ocaso
sin dar una señal.

Espíritus que de la tierra


quedaron prisioneros,
vagando en las estepas,
sin decir un adiós.

Son cantos de hojas secas


de aquellos que abandonaron
los umbrales de la vida para siempre.

¡Oh, ángel!, que en la tierra


solo alcanzaste a aletear,
ruiseñor batiendo sus alas,
dejando entre sus notas
tu canto sin final.

117
Fuiste la llovizna de un solo verano,
mojando las aceras de una sola estación.
La hoja del otoño, desprendida del viento
que se refugió, errante se alejó.

¿Por qué se van los buenos?


¿Por qué queda el silencio
quebrando el corazón?
Tu presencia breve, frágil, sutil y fugaz,
se fundó en la clepsidra de tu paso intangible.
Fue solo un reflejo… Un estallido de estrellas.
Leve mirada a la vida cruzando el arcoíris,
canción no acallada en el corazón doliente
de aquellos que te amaron.

Son reflejos del alma en cuya luz tu imagen


imborrable estará, prendida para siempre
en las cuerdas de tu guitarra y el “olvido”,

118
palabra que en el libro de mi alma
jamás se escribirá.
ef
Acerca de la autora: Nora Nelson Beltrán nació en Co-
ronel, Región del Biobío, en 1934. Cursó hasta VI de
Humanidades en el Liceo Coeducacional de Coronel y
luego estudió para ser profesora en la Escuela Normal de
Angol. Ejerció la docencia durante cuarenta años, reali-
zándose plenamente como maestra. A través de la ense-
ñanza, pudo desarrollar el talento artístico de sus alum-
nos, creando obras infantiles de fantasía e históricas.

119
Recuerdos
de Calle Larga
Guillermo Eduardo Rivera Ramírez, 87 años
La Serena, Región de Coquimbo
(Mención honrosa)

Cada vez que huelo una manzana,


vuelvo a ser el niño que recorre Calle Larga,
con el alma llena de recuerdos.

Calle Larga, ese rincón de mi vida,


esos pisos de tierra de la vieja casa,
los días compartidos con mi abuela,
los aromas, los sonidos,
la luz y las tinieblas
me envuelven nuevamente.

120
El humo del brasero, la tortilla de rescoldo,
la cuelga de cebollas,
el crujir de la paja del colchón
y el rumor de las acequias
al fondo del potrero.

Las flores, las gallinas y hortalizas,


y el graznido de los gansos,
todavía me acompañan
en mis ratos de silencio.

En las tardes calurosas,


en mi pieza yo soñaba,
me veía remontando hacia el cielo
y enseguida me tendía
a la sombra de los árboles.

Yo esperaba que algún fruto,


impulsado por el viento,

121
en mis manos cayera,
mientras oía el arrullo de las tórtolas
y el canto de un zorzal.

Corredores, dormitorios,
la familia junto al fuego,
la cazuela de gallina,
las historias que escuchaba
de los labios de mi abuela.
Las ventanas, cuyas celosías protegían
del polvo levantado en la calle
por apresurados coches
o el paso de pesadas carretelas.

Calle Larga, cómo anhelo


recorrerte una vez más,
aunque sé que el progreso
te ha cambiado:

122
Ya no hay catres de fierro,
blancas colchas,
ni frondosas alamedas
con árboles majestuosos
alzándose hasta el cielo,
solo amplias avenidas
con pantallas muy brillantes
que incitan al consumo
y al contacto virtual
que nos hace ser
cada vez menos humanos.

Calle Larga, yo te amo todavía


y agradezco que hayas sido
parte importante de mi infancia.
ef

123
Acerca del autor: Guillermo Rivera R. reside en La Se-
rena desde 1978, cuando ingresa a Cía. Minera El Indio,
empresa en la cual jubila el año 1988. A partir de esa
fecha retoma su afición por la pintura, el canto y la lite-
ratura. Está casado y tiene 4 hijos y 11 nietos.

124
Epílogo

Como en años anteriores, y desde hace ya cin-


co años, el Concurso Literario Nacional de Adultos
Mayores “Líneas de Vida” recibió trabajos en poesía
y narrativa desde todas las regiones del país, mos-
trando con ello que las personas mayores tienen
una riqueza infinita de experiencias y vivencias,
las que han sido plasmadas en cada una de las
obras presentadas.
Año a año los adultos mayores han ido reco-
nociendo a “Líneas de Vida” como una ventana en
la cual poder compartir y desarrollar su creativi-
dad, rescatar la memoria histórica y contar con un
espacio donde plasmar sus inquietudes literarias y
de esa forma mostrar a la sociedad una visión más
positiva sobre esta etapa de la vida.
El esfuerzo conjunto de Editorial SAN PABLO,
Caritas Chile y U3E de Universidad Mayor, además
del auspicio de la Fundación Oportunidad Mayor,
a quien agradecemos el apoyo brindado, permite
enfrentar el desafío de hacer, cada año, más grande

125
este concurso literario, motivando a que más auto-
res tengan la inquietud y confianza para recorrer
sus propias Líneas de Vida, y compartirlas con la
organización. En esta versión se reúnen las obras
de los ganadores por género, poesía y narrativa,
junto con las menciones honrosas elegidas por el
jurado, las que se cruzan desde lo anecdótico hasta
el recuerdo que les marcó de por vida, y desde lo jo-
coso hasta el homenaje a las personas que en algún
momento significaron algo especial.
Para el comité organizador es un orgullo y un
desafío continuar esta iniciativa. Agradecemos a
los cientos de autores que nos han entregado sus
valiosos recuerdos. Sin ellos, este certamen perde-
ría la esencia que lo ha caracterizado.
Nuestras más sinceras felicitaciones a todos
los autores por habernos permitido, a través de
sus obras, conocer parte de su vida. Los invitamos,
entonces, a conmoverse y a disfrutar del mundo
interior que hoy forma parte de este relato de sus
—y nuestras— “Líneas de Vida”.

Patricia Alanis Claviére


Directora General U3E
Miembro del Comité Organizador

126
Integrantes del jurado 2018

Narrativa
María Angélica Tagle, escritora y presidenta
del jurado.
Leslie K. Vargas, periodista, guionista,
gerontóloga y ex asesora del SENAMA.
Consuelo Moreno, abogada, Fundación
Oportunidad Mayor, secretaria ejecutiva Red
Mayor.
Manuel Pereira López, profesor universitario,
director fundador del SENAMA.
Gladys González, encargada de la Unidad de
Servicios Sociales del SENAMA.
Elena Velásquez Gallardo, periodista científica
y escritora.
Juan Faunes Ruz, director de Quijotes de
la lectura y presidente del Centro Cultural
y Taller Literario Los Copihues (Estación
Central).

127
Natalia Zúñiga, ex coordinadora regional
metropolitana del SENAMA.
Iván Araya Duarte, participante de la Mesa
Coordinadora Adulto Mayor.
Teresa Ramírez Delgado, diplomada en
Gerontología Social, supervisora oferta
educativa de la U3E.
Valentina Pineda López, licenciada en Letras,
bookblogger, directora de Ucronías.
Delfín E. Díaz Quezada, escritor, miembro de
la Corporación Abracemos la Cárcel.

128
Poesía
Magdalena Moya, profesora de Castellano
e integrante de clubes literarios.
Williams Reyes Gutiérrez, ingeniero.
Benito Alarcón Araneda, escritor.
Haydeé Riffo, poeta.
Mireya Olivares Cortés, bibliotecóloga e
integrante de talleres literarios
Aída Valenzuela Ferrada, profesora y
poeta.

Agradecemos al Instituto de Previsión Social


por su gran apoyo a la difusión y realización de
la quinta versión del Concurso Literario Nacional
"Líneas de Vida".

129
Palabras
del Jurado
“Chile, país de poetas”, dice una verdad
histórica. ¡Cuánta verdad encierran las palabras de
esta cita!
Las personas que conformamos el jurado, de
la modalidad poesía de este concurso, seguimos
experimentando cada nuevo año el gran orgullo
que significa participar en la evaluación de los
trabajos literarios recibidos.
También mucha satisfacción y sorpresa nos
embarga al comprobar el creciente interés de los
adultos mayores, autores de poesías, por participar
en esta forma de creación artística. Ese interés refleja
claramente a grupos de talentos que vuelven a
conmover, plasmando sus vivencias y sentimientos
en hermosos versos.
Nuestro trabajo ha sido grato, paciente, pero
difícil, pues la calidad de las obras recibidas mues-
tra, cada vez más, perfección y belleza creativa.

Sentimientos tales como el amor, la alegría,


también la tristeza; los miedos, la soledad y tantos

133
otros sentires basados en el ayer, cercano o lejano,
hacen que con cada poema evaluado revivamos
momentos olvidados en el tiempo.
Los adultos mayores han sido los constructores
de la sociedad actual y ellos, con sus escritos,
significan sin duda alguna una maravillosa forma
de trascender hacia las nuevas generaciones, por-
que son personas activas, vigentes, insertas en la
sociedad de hoy.
Para terminar, quiero volver a recordarles un
hermoso pensamiento leído alguna vez:
“Para el profano, la tercera edad es invierno;
para el sabio, es la estación de la cosecha”.

Magdalena Moya,
Profesora de Castellano
Integrante del jurado de poesía
Índice

Presentación.......................................................................... 5
Narrativa......................................................................... 7
Así tenía que ser................................................................... 9
El Hombre del Saco............................................................ 15
Muerte prematura.............................................................. 25
Desde mi espejo.................................................................. 33
Llegó con paso cansino...................................................... 39
La abuela Bernie................................................................. 42
Por una pelota... de cochayuyo........................................ 52
El Comearañas.................................................................... 58
La molécula Temerosa....................................................... 66
Huésped del Estado .......................................................... 73

Poesía............................................................................. 77
Pena de niña........................................................................ 79
Fragmentos aglomerados.................................................. 81
Atrapé tu amor .................................................................. 87
Voy junto a la gente............................................................ 90
Caminos recorridos ........................................................... 93
La implacabilidad del tiempo.......................................... 99
Madre, sublime palabra ..................................................113
Por qué se van....................................................................116
Recuerdos de Calle Larga............................................... 120
Epílogo............................................................................... 129
Integrantes del Jurado 2018............................................ 131
Palabras del jurado.......................................................... 132
La Antología que tienen en sus manos reúne a
los ganadores y menciones honrosas de la quinta
versión del Concurso Literario Nacional para Adultos
Mayores "Líneas de Vida". Estas fueron seleccionadas de
entre más de quinientos trabajos que dieron cuenta del
entusiasmo de esos autores por compartir algunas
páginas de sus vidas.

A N T O L O G Í A / Líneas de Vida: Lágrimas y sonrisas que afloran


Año a año, "Líneas de Vida" se consolida como
un espacio que abre sus puertas a los adultos mayores
para volcar al papel todas sus inquietudes literarias,
creando un puente para compartir recuerdos, dolores,
sueños, lágrimas y esperanzas con todos los lectores,
que, de este modo, pueden comprender y valorar el
aporte que trae consigo la experiencia de "ser mayor".

Este certamen es un esfuerzo conjunto de


Editorial SAN PABLO, Caritas Chile, la U3E de la Universi-
dad Mayor y la Fundación Oportunidad Mayor. Agrade-
cemos a los cientos de personas que, año a año,
comparten con nosotros sus líneas de vida.

Auspicia Patrocina

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