Introducción
Valorar es relacionar el mundo material con el sufrimiento y por eso se dice que
los objetos, los acontecimientos y también las personas pueden ser buenos o malos.
Pero el escenario de lo importante en sí mismo siempre es el individuo con capacidad de
sentir.
El mal menor
Buena parte de los filósofos morales, así como sabios de toda índole, sean
hedonistas o no, usan profusamente la palabra felicidad. Sin duda, la vida sensible
también ofrece la posibilidad de gozar. Pero podemos constatar fácilmente, porque lo
experimentamos cada día, que el sufrimiento nos obliga a reaccionar con un apremio
que la seducción de la felicidad desconoce por completo. Es más, ¿existe algo que
pueda concebirse como la reivindicación de una sensación (placentera) ausente? Lo que
más se parece a una hipotética exigencia de felicidad es la percepción de una carencia.
Pero una carencia es precisamente una sensación negativa, una insatisfacción, un
sufrimiento en mayor o menor medida; y sólo por eso es importante. La idea de la
felicidad distrae de lo importante, y lo hace en un sentido peligroso si se alega como
compensación o justificación del sufrimiento. La posibilidad de ser feliz no debería
entrar en la balanza de ningún deber moral. La promesa de felicidad es una competidora
desleal de la imperatividad de la infelicidad.
Las situaciones problemáticas –se puede generalizar– son aquellas que implican
sufrimiento. Valga la redundancia: el problema son los problemas. Lo que de forma
natural, con independencia de nuestros razonamientos morales, condiciona
imperativamente nuestro comportamiento es el dolor, el sufrimiento de cualquier tipo, la
sensación desagradable. Y así también se convierte en generador de deber moral desde
una perspectiva colectiva.
Si todo lo que reduce el padecimiento puede ser llamado “bueno”, el mal menor
también es bueno en este sentido relativo. Evidentemente, no tenemos aquí lo que
podríamos llamar “netamente bueno” o “positivamente bueno” como la felicidad, el
placer o la alegría. Es la del mal menor, entendemos, la única perspectiva razonable en
defensa del sufrimiento. El esfuerzo, el trabajo y el sacrificio pueden ser buenos por esto
mismo. El castigo se puede justificar como mal menor por los efectos negativos de la
impunidad, no porque convierta en bueno el sufrimiento “merecido”. El castigo también
es intrínsecamente malo.
El mal extremo
Ya sucesos mucho menos graves que el tormento persistente nos pueden parecer
del todo inaceptables: un accidente que nos deja mutilado, una enfermedad dolorosa,
vivir bajo amenazas, la muerte de un hijo o de otra persona amada, las agonías en
general... Por supuesto, no queremos minimizarlos. Los sumamos a nuestra
preocupación.
La muerte
Un cálculo sencillo nos mostrará que por la experiencia de morirse tendrán que
pasar mucho más que siete mil millones de personas en los próximos cien años, es decir,
setenta millones al año o unas seis millones al mes. Comparemos la atención que
merecen estas cifras con el impacto ocasional en la opinión pública de un accidente
aéreo o de un atentado terrorista con, pongamos, 100 víctimas.
Aceptamos la muerte cuando vemos que no nos queda más remedio que
enfrentarnos a ella. Y también si es para el enemigo. En los casos más dramáticos nos
suicidamos. Nuestra pregunta es qué postura coherente podemos mantener ante la
facultad de crear nuevos seres humanos mortales. Pensamos en su vida, pero ¿hacemos
la cuenta completa? ¿Pensamos en su muerte también? Dejar la vida no es, en absoluto,
lo mismo que no verse arrojada a ella.
La felicidad
a) innecesaria,
b) no compensa, sólo alterna con el dolor,
¿Qué problema puede haber meramente por falta de placer? Carece totalmente
de sentido proyectar el problema en algo que no es nada. Por decirlo de otra manera, “el
pobre hijo que no tengo no puede ser feliz” equivale a todos los efectos “el pobre hijo
que no tiene mi teléfono no puede ser feliz”. Y muy sensatamente se diría: si algo es
seguro, precisamente, es que no hay problema alguno en ello.
Dejando de lado los intereses de los padres (que difícilmente reconocerán una
mera instrumentalización egoísta de los hijos), la opción del procreador se mueve así
entre lo innecesario (potencial de felicidad) y facilitación de lo que es necesario evitar
(el sufrimiento intenso).
Ateniéndonos a una perspectiva colectiva, hay que resaltar que la maximización
demográfica de las posibilidades de felicidad no supone en absoluto la minimización del
sufrimiento, del mismo modo que más manzanas no implican menos gusanos. Grandes
confusiones lógicas salpican la mayoría de las teorías éticas en este punto. A cambio
resultan atractivas al pasear la felicidad por sus laberintos conceptuales e ignorar el
sufrimiento del otro.
El deseo de ser padres es natural. Muchos también piensan que, una vez retado
el destino en forma de un nuevo ser humano vulnerable y mortal, tendrán ocasión de
revelarse como excelentes padres, al menos mientras el niño sea lo suficientemente
pequeño para que la relación paternal funcione. Pero no hay excelencia moral en la
generación de necesidades que nos exigen responsabilidad y un cuidado cuya
efectividad siempre será incierta, por más que deseemos lo mejor para nuestros hijos.
En realidad, nadie engendra hijos por motivos éticos. No se suele considerar la
procreación en sí misma como necesaria, ni siquiera como buena.
Actualizando a Malthus
Thomas Malthus descubrió hace dos siglos la sencilla pero largamente ignorada
fórmula de la progre-sión exponencial del aumento de la población en condiciones
favorables. La po-blación tiende a du-plicarse en un determinado intervalo de tiempo.
Pasado nuevamente el mismo tiempo, la población, otra vez, se habrá multiplicado por
dos. De la producción de ali-mentos, por contra, no se puede esperar mucho más que un
aumento lineal. En cualquier caso, difícilmente podría sostener un aumento de la
población sin más límite que el de la capacidad reproductora del ser humano.
En principio, la dificultad de la subsistencia ejerce una constante presión
restrictiva sobre el crecimiento demo-gráfico. El vínculo entre la presión demográ-fica y
las difi-cultades de subsistencia es inevitable y lleva a un dilema, ya que mejores
condiciones de vida generalizadas fomentarían el crecimiento demo-gráfico, y éste, a su
vez –incrementando la competencia por los recursos– empeora las condiciones de vida y
lleva a más hambre y miseria. Es el principio del pan para hoy y hambre para mañana.
No hay por qué compartir las propuestas políticas del economista y religioso
inglés, contrario a las ayudas sociales, propuestas que hoy, cuando la planificación
familiar es más eficaz entre la gente acomodada que entre la gente pobre, parecen fuera
de lugar. Los medios anticonceptivos permiten hoy en día separar por completo el sexo
de la procreación y el bienestar material no es un obstáculo para ello.
Mantienen muchos que comida podría haber suficiente para todo el mundo y el
hambre no tendría por qué ser un problema. El caso es que ha aumentado enormemente
el número de víctimas simultáneas de la miseria, justamente porque la mayor
disponibilidad de la comida ha ayudado a generar la explosión demográfica. Por
supuesto, Malthus no se hubiera imaginado nunca un titular de periódico que dijera
“Hay 1.000 millones de hambrientos en el mundo”. Esto era aproximadamente la
población mundial entera en el año 1800.
¿Qué pasaría si todos dejaran de tener hijos tal como proponemos? La respuesta
es evidente: la especie humana se extinguiría en un plazo de poco más de 100 años. Y
aunque sea a través de una paulatina reducción (!) de muertes, la idea resulta chocante.
Difícilmente, puede ocurrir por iniciativa humana aunque sí por acontecimientos
naturales en un futuro que se prevé muy lejano. También queremos señalar el amplísimo
margen con que contamos para la prevención del sufrimiento sin que la idea de la
extinción humana, tan difícil de asumir, tenga implicación práctica alguna.
La acción antinatalista
Conclusiones
La vida es una imposición. Es cierto que no hay inicialmente nadie que pueda
quejarse. Pero el recién engendrado ser humano enseguida se ve obligado, desde el
primer segundo y sin otra opción alguna, a persistir en la vida y exponerse a todas las
agresiones a su bienestar hasta, como mínimo, la edad en que esté en condiciones de
decidir su suicidio, medida que también tiene su coste, el cual incluimos en la
imposición. La muerte involuntaria, más habitual, es, lógicamente, otra imposición, ya
que de lo contrario sería voluntaria. Traer un bebé al mundo es, por tanto, una
imposición elemental y peligrosa, que no tiene arreglo sencillo en caso de una bastante
frecuente fortuna desfavorable. En los casos más graves, en los centros de tortura, ni
siquiera existe la salida del suicidio.
Una visión positiva y optimista de la vida puede ser muy conveniente para
encarar nuestros problemas, pero, como estímulo para la reproducción, se vuelve
inoportuna, ya que potencia la incidencia de los problemas. Así que, aunque el
optimismo pueda tener importantes funciones prácticas, para tematizar la procreación
hay que cambiar completamente de perspectiva y reajustar nuestros esquemas morales
para tener en cuenta, entre otras, que la ausencia de voz del ser aun no concebido, al no
poder reclamar atención moral, no exime tampoco al procreador de responsabilidad
ética. No podemos hacer pagar a nuestros hijos por nuestras ilusiones y aunque tal cosa
no sea nuestra voluntad en absoluto, sabemos que, al faltar toda garantía, aceptamos la
posibilidad de un precio muy elevado, un precio que tiene la probabilidad que se puede
leer en las estadísticas de las desgracias.
Llamamiento
* Nos dirigimos a los individuos en edad reproductiva para que tengan en cuenta
las amenazas al bienestar de sus posibles hijos y renuncien a traerlos a este mundo,
evitando así la materialización de graves riesgos en nuevas vidas. Si ya son padres, su
contribución será no tener más hijos.
Julio, 2014
www.everyoneweb.com/antinatalism
Bibliografía
Benatar, D.: Better never to have been. Oxford University Press. New York,
2009.