II Usos historiográficos
del concepto
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2 William H. SEWELL Jr., Logics of History: Social Theory and Social Transforma-
tion, Chicago, University of Chicago Press, 2005; y «Por una reformulación de lo
social», Ayer, 62 (2006), pp. 51-72.
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Afrancesados
Este trabajo se centra en un grupo político concreto, presente durante
la crisis del Antiguo Régimen y la revolución española del siglo XIX, al
cual reconocemos por el nombre que le dieron sus detractores en los
años inmediatos a su derrota y exilio, nombre que los historiadores han
adoptado por comodidad y economía del lenguaje: los afrancesados. Se
trata de un grupo de pequeñas dimensiones y de definición estricta-
mente política, ya que lo que permite identificarlos es un acto político,
como la fidelidad a la dinastía bonaparte durante el periodo 1808-1814
y las consecuencias que ese acto acarreó para quienes lo protagonizaron
en las décadas posteriores, hasta mediados del XIX.
No obstante, a pesar de su tamaño reducido y de su posición polí-
ticamente marginal, lo que identifica a este grupo es una cultura políti-
ca diferenciada, en el sentido de una representación del mundo, del po-
der y de la Monarquía española que sólo ellos sustentaban, y que dio
lugar a su particular forma de proceder ante los acontecimientos de
1808-1810. Esas representaciones que compartían se manifestaban en
un sistema de valores y un lenguaje propios. En trabajos anteriores he
iniciado la caracterización del grupo a través de ese lenguaje y de una
trayectoria intelectual común4.
Daré por hecho que el grupo afrancesado admite la aplicación del
concepto de cultura política, en la medida en que compartió interpreta-
ciones de la realidad, lenguajes y expectativas de futuro que, al menos
hasta 1820 resultaban inadmisibles –si no lisa y llanamente incompren-
sibles– para la mayor parte de los españoles. Y daré por sabido, igual-
mente, que aquella cultura política pervivió mucho más allá del final de
la experiencia bonapartista en España, liquidada en 1813-1814. En rea-
lidad, una vez derrotados los ejércitos napoleónicos y restauradas las
dos ramas de la dinastía borbónica en España y Francia, el grupo afran-
cesado perdió toda posición institucional, de manera que a sus miem-
bros no les quedó otro factor de identidad que esa cultura política com-
partida, nutrida por las experiencias del reinado de José I y enriquecida
luego con nuevos ingredientes comunes por la vivencia del exilio.
Fue así como toda una cultura política (formada por lenguajes,
representaciones y valores) transitó hasta las décadas centrales del
siglo XIX, contaminando a otras culturas con las que entró en contacto
desde el poder o desde la oposición. Y al cabo encontramos componentes
específicos de la cultura afrancesada que entran a formar parte de otras
culturas políticas que tomaron forma en aquella época, particularmen-
te del liberalismo posrevolucionario. Es más: contra lo que pretende la
glorificación de la herencia de las Cortes de Cádiz que todavía hoy si-
gue formando parte del imaginario patriótico español, la cultura políti-
ca de aquel primer liberalismo revolucionario constituyó un «callejón
sin salida», que no encontró continuidad después de 1836. Mientras los
componentes fundamentales de la cultura política doceañista se extin-
guieron sin dejar rastro en los años treinta, en cambio muchos de los
que integraban la cultura política afrancesada pasaron a formar parte
de la nueva cultura política del liberalismo posrevolucionario que por
entonces se estaba formando. De manera que, si pudiera hablarse de
algo como una genealogía de las culturas políticas, y buscáramos –en
particular– reconstruir la genealogía de la cultura política liberal en la
España del siglo XIX, habría que considerar que ésta procede tanto o
más de raíces afrancesadas que de raíces gaditanas.
7 María Cruz SEOANE, El primer lenguaje constitucional español (las Cortes de Cá-
diz), Madrid, Moneda y Crédito, 1968, pp. 194-200. Javier FERNÁNDEZ SEBAS-
TIÁN, «Afrancesados», en J. FERNÁNDEZ SEBASTIÁN y J. F. FUENTES (dirs.),
Diccionario…, op. cit., p. 75. La acepción de afrancesado como «español que en la
guerra llamada de la independencia siguió el partido francés» no aparece en el
DRAE hasta la edición de 1852 (Diccionario de la lengua castellana por la Real Aca-
demia Española. Décima edición, Madrid, Imprenta Nacional, 1852). Jean-René
AYMES, «Le débat idéologico-historiographique autour des origines françaises du
libéralisme espagnol: Cortès de Cadix et Constitution de 1812», Historia Constitu-
cional, 4 (2003).
8 Javier HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alian-
za Editorial, 1988.
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10 Carta sobre la antigua costumbre de convocar las Cortes de Castilla para resolver los
negocios graves del Reino, Londres, Imprenta de Cox, Hijo y Baylis, 1810; y Teoría
de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla. Monu-
mentos de su Constitución política y de la soberanía de su pueblo. Con algunas obser-
vaciones sobre la Ley Fundamental de la Monarquía española sancionada por las
Cortes Generales y Extraordinarias, y promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812,
Madrid, Imprenta de Don Fermín Villalpando, 1813 (3 vols.).
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otro del conflicto abierto por el cambio de dinastía. Lo que ahora nos
queda claro es que el afrancesamiento cultural, por sí mismo, no ga-
rantizaba que un individuo diera el paso político y aceptara la sateliza-
ción de España con respecto a la Francia de los Bonaparte en 1808-1810.
La aculturación de las elites españolas del siglo XVIII en francés y en
torno a lecturas francesas tan sólo creaba las condiciones de posibilidad
para que ese paso pudiera darse y legitimarse, aunque no lo determi-
naba: creaba un entorno de comprensión y de admiración hacia todo lo
francés, aceptando la inferioridad y el retraso de España hasta el pun-
to de admitir que la sumisión al poder de Francia sólo podía traer be-
neficios al país. Pero esa asunción de la superioridad francesa la com-
partían muchos de los intelectuales que se unieron a la resistencia y
defendieron los derechos dinásticos de Fernando VII.
Todos habían leído a los mismos autores, a los philosophes y a los
difusores del derecho natural y de gentes, que habían acabado por
constituir referentes comunes para las elites de toda la Monarquía es-
pañola y no sólo de sus reinos peninsulares15. También habían tenido
noticia puntual de los sucesos de Francia, desde la crisis de la Monar-
quía hasta el Imperio napoleónico, pasando por el episodio del Terror.
Pero no todos habían realizado la misma lectura de los textos ni la mis-
ma interpretación de los acontecimientos.
Elites en crisis
Los desafíos de los años 1808-1810 interpelaron de manera diferente a
cada sector de la población en función de sus posiciones sociales y de
los instrumentos culturales que tuvieran para interpretarlas. De entra-
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da, los más directamente interpelados fueron los miembros de las elites
de poder, a los que tanto los Bonaparte como los portavoces autoprocla-
mados de la nación española fiel a los Borbones exigieron que clarifica-
ran de forma explícita su lealtad hacia una u otra de las dos dinastías.
De entrada, pues, pertenecer a esos círculos de elite o estar fuera de ellos
–una realidad social, por más que sea culturalmente mediada– estable-
cía una diferencia en el grado de presión que se recibía y en el grado de
compromiso que se requería. No todos los españoles fueron llamados a
la Asamblea de Bayona y se vieron obligados a responder sí o no, a com-
parecer físicamente allí o permanecer ausentes, a tomar la palabra allí
para manifestar su postura o no hacerlo. Tampoco se exigió a todos los
españoles que pronunciaran el juramento de lealtad al nuevo rey, sino
sólo a los que ocupaban puestos en el aparato político, administrativo o
militar de la Monarquía. No todos los españoles escribían en los perió-
dicos ni se vieron ante la disyuntiva de seguir haciéndolo con un dis-
curso favorable o desfavorable al cambio de dinastía.
Tenemos ahí, pues, una primera barrera social que resultó deter-
minante. El reclutamiento de los afrancesados se realizó sólo entre los
círculos de las elites españolas, por efecto del intenso elitismo que im-
pregnaba la cultura afrancesada, según el cual la lealtad de la nación a
la nueva dinastía era sólo la lealtad de sus elites sociales, las únicas que
poseían las luces suficientes para apreciar el beneficio que se les ofrecía
con la tutela francesa y con el nuevo orden de la Monarquía. No hubo
apelación al pueblo de parte del bando josefino, más allá de los conti-
nuos llamamientos a la calma que se intentaban difundir por medio del
clero católico; pero, a quienes intentaba ganarse el Gobierno de José
–con poco éxito, por cierto– era a los miembros de la jerarquía ecle-
siástica de los que pensaba que dependía la paz social, en la medida en
que se les atribuía un ascendiente decisivo sobre las masas populares18.
En consecuencia, no hubo campesinos afrancesados, ni manifestación
alguna de activismo josefino entre las masas populares urbanas; mien-
tras que sí hubo esa interacción entre elites y masas populares en el ám-
bito del liberalismo gaditano y en el de la reacción monárquica tradi-
cionalista.
22 MEDINA, Espejo de sombras…, op. cit., pp. 137-172. José Miguel LÓPEZ GARCÍA,
El motín contra Esquilache, Madrid, Alianza Editorial, 2006.
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23 Noveciento cuarenta y nueve militares, entre los que se contaban dos capitanes ge-
nerales (el almirante Mazarredo y el conde de Campo Alange), quince tenientes
generales, veintiséis mariscales de campo, dos generales, sesenta y cinco corone-
les, etc. (según la cuenta de Juan GONZÁLEZ TABAR, Los famosos traidores. Los
afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen, 1808-1833, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2001, p. 81).
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El afrancesado en su soledad
Los argumentos expuestos, si bien esquematizados como hipótesis ex-
plicativa, cuya contrastación empírica todavía hay que desarrollar, des-
criben un triángulo en el que interactúan la condición social de los ac-
tores, la conformación de una cultura específica y la respuesta política
a las circunstancias históricas excepcionales que se dieron desde 1808.
Queda, para terminar de enmarcar el caso de los afrancesados en el tipo
de problemáticas teóricas y metodológicas que suscita el empleo del
concepto de cultura política, abordar la caracterización del sujeto por-
tador y constructor de esto que hemos denominado cultura política
afrancesada. Sea cual sea el abordaje del tema, no es posible soslayar la
centralidad del individuo como sujeto de esta historia.
No hay grupo afrancesado con anterioridad a la opción individual
que a cada uno de ellos se le requirió expresamente, de hacer público
su apoyo a José Bonaparte como rey legítimo. Los integrantes del gru-
po empiezan a conocerse y a reconocerse, a integrarse en una empresa
y en una comunidad superior a ellos mismos, sólo a partir del momen-
to en que dieron ese paso como individuos libres y conscientes. A di-
ferencia de otras culturas políticas, no encontramos en ésta la traduc-
ción cultural de una condición social preexistente que delimitara un
sujeto colectivo. Cada afrancesado lo es por sí, y entabla una relación
individual de lealtad con el nuevo monarca y todo lo que representa.
La noción del individuo como sujeto de la lealtad, o como sujeto de
la traición –si se mira desde el bando de sus oponentes– se mantuvo du-
rante todo el proceso histórico del que nos estamos ocupando. De he-
cho, tras ser condenados al destierro por Fernando VII24, muchos de es-
tos afrancesados iniciaron una reflexión sobre el yo que no tiene
parangón en la literatura de la época. Muchos de ellos escribieron tex-
tos autobiográficos, memorias políticas en las que el hilo conductor era
la justificación de la conducta que habían seguido entre 1808 y 1814.
Con ello, algunos pretendían obtener personalmente y a título indivi-
dual el perdón de Fernando VII para volver a España; otros, que no se
arrepentían ni se retractaban de su apoyo al proyecto josefino, escribí-
an para justificarse ante la posteridad, ante sus seres queridos o ante el
24 Real Decreto de 30 de mayo de 1814 (Colección de las Reales Cédulas, Decretos y Órde-
nes de S. M. el Sr. Don Fernando VII, Barcelona, Gaspar y Cía., 1814, t. I, pp. 30-33).
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25 Memorias de Don Miguel José de Azanza y Don Gonzalo O’Farrill sobre los hechos
que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, París,
P. N. Rougenon, 1815.
26 Por ejemplo, Francisco AMORÓS, Félix José Reinoso, el marqués de Almenara, el
marqués de Arneva, Dámaso Gutiérrez de la Torre, Antonio Guzmán, Ramón Se-
gura. Juan LÓPEZ TABAR, «El rasgueo de la pluma. Afrancesados escritores
(1814-1850)», en Ch. DEMANGE, P. GÉAL, R. HOCQUELLET. S. MICHONNEAU y
M. SALGUES (eds.), Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Inde-
pendencia en España (1808-1908), Madrid, Casa de Velázquez, 2007, pp. 3-20.
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