Sobre los perros hablo con frecuencia en esta página. Si me gustan poco los
gatos porque se nos parecen demasiado a los seres humanos, lo que me gusta
precisamente de los perros es lo poco que se nos parecen. Lo diferentes que
son. Valor, dignidad y lealtad, sus principales virtudes, es justo lo que me
gustaría encontrar en los humanos, incluido yo mismo. Y podríamos resumir la
cosa señalando que, si en rarísimas ocasiones estaría dispuesto a matar a un
ser humano — decir nunca es no tener idea de los recovecos de la vida —, sé
con plena certeza que sería, o que soy, capaz de matar con mis propias manos
a quien abandona o maltrata a un perro. Pumba, pumba. Cabrón. Cartuchos de
posta lobera, y punto. Y dormir después a pierna suelta, sin complejos ni
remordimientos.
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Los niños ya son otra cosa. Los he visto sufrir de verdad. Y alguno, como aquel
del barrio de Dobrinja, Sarajevo 1993, reventado por un cañonazo serbio, se
me desangró entre los brazos porque no llegamos a tiempo al hospital, que
estaba en la otra punta de Sniper Alley, y anduve luego tres días sin poder
lavarme y con la camisa y las uñas manchadas de su sangre. Quiero decir con
eso que tengo un montón de fotos de niños en la memoria, de las que no se
olvidan. Y tales fotos se parecen mucho al dolor, la impotencia e incluso — ahí
sí — el remordimiento, pues cuando tienes que transmitir una crónica a tal hora
hay muchas cosas que sacrificas para hacer bien tu trabajo, aunque luego esas
cosas te remuevan la memoria durante el resto de tu puta vida.
Dicho en corto: los niños me tocan la fibra. Viví dos décadas largas en la parte
mala del mundo, y sé que esa parte no está tan lejos de ellos como creemos.
Los veo pasar camino del colegio, o en fila cuando van por la calle cogidos de
la mano, o sentados en un museo — igual que prisioneros de guerra iraquíes
— mientras las profesoras se lo explican, y me gusta observarlos, acechar sus
gestos y palabras. Su inocencia y primeras exploraciones del mundo y la vida.
Intentar adivinar en ellos lo que, bueno o malo, brillante o mediocre, tal vez
serán de mayores.
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largos años, cuando desde la rueda móvil de un tiovivo miraba el mundo girar
en torno, con idéntica inocencia. Entonces me toqué la cara y comprobé que
estaba llorando como un perfecto gilipollas.