Allá por un pueblo del mar Báltico, del lado de Rusia, vivía el pobre Loppi, en un
casuco viejo, sin más compañía que su hacha y su mujer. El hacha ¡bueno!; pero
la mujer se llamaba Masicas, que quiere decir “fresa agria”. Y era agria Masicas de
veras, como la fresa silvestre. ¡Vaya un nombre: Masicas! ¡Ella nunca se enojaba,
por supuesto, cuando le hacían el gusto, o no la contradecían; pero si se quedaba
sin el capricho, era de irse a los bosques por no oírla. Se estaba callada de la
mañana a la noche, preparando el regaño, mientras Loppi andaba afuera con el
hacha, corta que corta, buscando el pan: y en cuanto entraba Loppi, no paraba de
regañarlo, de la noche a la mañana. Porque estaban muy pobres, y cuando la
gente no es buena, la pobreza los pone de mal humor. De veras que era pobre la
casa de Loppi: las arañas no hacían telas en sus rincones porque no había allí
moscas que coger, y dos ratones que entraron extraviados, se murieron de
hambre.
Pero ¿qué tiene Loppi, que da un salto atrás, que le tiembla la barba, que se pone
pálido? Del fondo del saco salió una voz tristísima: el camarón le estaba hablando: