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La filosofía

La reciente columna escrita por la profesora Diana Aurenque


nos puso en alerta respecto a la poca claridad respecto a como
se estaban tomando decisiones sobre los contenidos del
currículum de filosofía. Ella nos recuerda en sus palabras, el
carácter público de la filosofía, su pertinencia en la plaza o foro
ciudadano, y, por ende, su importancia en escuela y en la
ciudad.
Ciertamente es preocupante que las autoridades educativas no
abran estos debates a las comunidades académicas, docentes,
incluso estudiantiles. No sólo por el imperativo de transparencia
que pesa sobre las instituciones que aspiran a una legitimidad
democrática para sus decisiones. Sino también, porque lo que
se juega es la posibilidad de que los contenidos del currículum
puedan establecerse tomando en cuenta la diversidad y riqueza
de miradas y experiencias presente sobre todo en el sistema
educativo, y por ende, nutrir de sentido la propuesta de política
educativa.
Para algunas perspectivas, la filosofía es un saber de élite,
destinado no a todos sino quienes serán depositarios de un
poder social (empresarial, político o religioso) que requiere
reflexión y análisis prudente. Este viejo prejuicio, en nada ajeno
a ciertas tradiciones filosóficas, reivindica una separación
tajante entre quienes están en las posiciones adecuadas para la
filosofía y quienes deben recibir un mero “barniz” de filosofía
para aprender a vivir con cierta coherencia y moralidad. Bajo
esta lógica jerarquizante y autoritaria, los que deben determinar
la pertinencia de la filosofía en el currículum e incluso
justificarla ante la sociedad son los estudiosos de la disciplina,
los académicos, es decir, aquellos que pueden desentrañar la
verdadera naturaleza de la disciplina (su sentido, método,
objeto) y aquellos que, por su posición social, pueden establecer
con claridad el rol conveniente que tenga ésta para los destinos
sociales de los jóvenes. Las verdades filosóficas descenderían
entonces al ciudadano de a pie por pequeñas dosis,
suministradas con cautela desde estas atalayas privilegiadas.
Si se procede de esa manera, nada raro que el día de mañana el
prejuicio antifilosófico aumente en vez de disminuir: caras
aburridas en clases, insistencia en la pregunta ¿y, esto, para
que nos sirve profesor? No se trata de que la filosofía tenga que
mostrar su utilidad o productividad. Sabemos muy bien que
puede desarrollar la organización y fineza del pensamiento tanto
como la buena ciencia natural o la rigurosa historia. Tampoco
se busca su rentabilización: demostrar que con la filosofía
podemos hacer negocios o contribuir al aumento de la
productividad, la competencia o la ganancia. Tampoco esta
cuestión se va a resolver, creo, determinando y ensalzando la
especificidad de la filosofía como saber o actitud, con
indiferencia de nuestras orientaciones prácticas hacia el
mundo.
La pregunta ¿para qué sirve la filosofía? enunciada por un
estudiante no puede ni debe descartarse como una
impertinencia: ella debe acogerse y conversarse como un asunto
prioritario. ¿En qué tiene interés nuestro inquisidor alumno/a?
En primer lugar, en su vida, que es un conjunto de experiencias
que quieren articularse en un proyecto con lucidez y
coherencia. Trátese del pololeo, de la muerte, de la felicidad, de
la amistad, de los placeres, de los límites; la filosofía es la
apertura compartida de las palabras, de las conversaciones, de
los discursos en vistas de explorar lo universal, la humanidad
de estos fenómenos, la particularidad, es decir, su modalidad
histórica y cultural de ser, y lo singular, el modo en que toma
cuerpo como realidad personal en cada cual.
Pero si se trata de pensar lo humano como universalidad, como
cultura y como singularidad bien podrían necesitar los
estudiantes más biología, sociología o psicología. O si se trata
de respuestas omnicomprensivas, entonces, por qué no cubrir
eso con religiones o cosmovisiones diversas.
La filosofía no acaba en un amplio conocimiento del mundo o en
una profundización del conocimiento de sí mismo: la filosofía es
un proceso de transformación, un camino a convertirse en
otro/a. Allí donde la religión busca a Dios y se apoya en la fe
para hacer esas transformaciones, la filosofía cuenta con las
fuerzas humanas: la inteligencia, la experiencia, la conciencia,
el lenguaje, el diálogo, la racionalidad, etc. La filosofía habilita a
quien la pone en práctica a no vivir prendado de sentidos de
vida dados de antemano e impuestos sin concurso de nuestra
conciencia y libertad. La filosofía es un ejercicio, es decir un
impulso que nos saca de un confinamiento (la comodidad, la
conformidad con lo dado, sedentarismo vital), para poner en
movimiento un estado mas o menos permanente de inquietud
ante sí mismo y el mundo. Las estrecheces de las opiniones
propias, de la formación familiar, de las creencias culturales, de
las pertenencias e identidades, las informaciones prefabricadas
y deglutidas por los mass media, pueden ser descolocadas por
la filosofía para que podamos re-apropiarnos de lo que
verdaderamente merece la pena.
Pero, ¿Por qué abandonar el resguardo de unas certidumbres y
costumbres, que bien han servido a generaciones anteriores,
para lanzarnos en una tarea peregrina de interrogación y crítica
de lo dado? Frente a esto hay muchas respuestas. La mía dice
lo siguiente: necesitamos la filosofía porque estamos en un
momento de crisis, donde aquellas barandillas que guiaban al
pensamiento y la acción humana ya no sirven, ni tenemos
tampoco otras de reemplazo. Tenemos que inventarlas. La
filosofía no sólo consiste en ver el mundo de otra manera sino
es también el esfuerzo por transformar(se) el sujeto, recrear lo
humano. En este sentido es acción: que cada cual pueda sea
capaz de ser algo distinto que aquello que simplemente “le toco”
ser o que se le fijó como modo de vida. No se agota en la critica
y cuestionamiento, también apunta a abrir la conversación
sobre aquello que anhelamos, deseamos y buscamos como lo
bueno y felicitante. Conversar es dar vueltas con el otro y “darle
la vuelta” a lo que nos pasa. Sacar fuera lo que está confinado
en cada cual y abrirlo a la perspectiva ajena, es pensarnos con
otros. No podemos erigir una vida prescindiendo de los demás,
pero tampoco toda forma de relación con el otro es aceptable.
Así como no quiero hacer cualquier cosa de mi vida, mi
encuentro con el otro necesita límites. Hay formas de relación
que destruyen, que violentan, que excluyen, que dañan, que
humillan. Tampoco puedo imponerle al otro simplemente lo que
yo considero conveniente o justo: él o ella me pedirá que
escuche, que atienda, que reconozca, que respete. Y si no somos
capaces de ser razonables, aparecerá la violencia y la
dominación como modo de afirmarse ante la vida.
La filosofía, entonces, es, a mí juicio, la búsqueda compartida
de una respuesta razonable que nos permita llevar una vida
sensata, no tiranizada por una violencia arbitraria e ilimitada.
Las crisis que experimentamos (económicas, políticas,
educativas, etc.) estrechan severamente nuestras posibilidades
para crear. Mientras los recursos del pasado hacen cada vez
menos sentido, nuestro presente se vive como incertidumbre,
ansiedad y miedo a lo que pasa. Se condensan sueños de
imponer un orden a la fuerza, de decretar de una vez por todas
lo bueno y lo malo, parar la subversión de lo dado, de lo
habitual, volver a lo supuestamente fijo: el orden natural, las
identidades nacionales, las verdades cerradas, los roles
sexuales, etc. todo para volver y condenar toda diferencia que
no se ajuste al “nosotros” mayoritario. Los miedos van
acompañados también de preguntas. La filosofía mantiene las
preguntas vivas, inquietando.
Hoy podemos ver que las preguntas que emergen entre las y los
jóvenes dan cuenta de esa necesidad de recreación reflexiva de
los vínculos. La escuela volcada a saturar a cada estudiante con
información, pruebas y notas no da respiro para florezca ese
tipo de aproximación al conocimiento. Repasar mecánicamente
lo que dijeron los filósofos u obligar a la lectura de ciertas obras
tampoco. Filosofar es una experiencia donde el preguntarse y el
tomar posiciones frente a lo que nos ocurre se dan la mano, en
un proceso de examen abierto, compartido y público. Es
vincularse con los otros en la tarea de definir ciertas
interrogantes fundamentales de lo que nos pasa e intentar
esclarecerlas con las riquísimas tradiciones y enfoques que
provee el saber filosófico, para tener aperos para hacer frente a
las incertidumbres y ansiedades épocales. Esto no significa que
la filosofía sea un consuelo teórico ante las durezas y sinsabores
de la vida: insistimos que es una fuente de transformación de
sí, individual y colectiva, que busca no sólo imaginarse o
pensarse sino realizarse en el mundo.

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