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MANUELA

CENTENO

LA ELEGIDA
DEL PODER


PRIMERA PARTE

La Intérprete

SEGUNDA PARTE
La Elegida

“….lo que ustedes llaman aciertos

son errores, lo que reconocen como

errores son crímenes y lo que omiten son

calamidades”.
Rodolfo Walsh

PRIMERA

PARTE


LA
INTÉRPRETE

1
Era la primera vez que asistiría a
una cena de gala. La invitación me había
llegado por intermedio del colegio de

traductores. Si bien yo no tenía el título

de traductora de francés sino el de

profesora, en mi ciudad solía hacer


trabajos de traducción. Me puse un
vestido negro sobrio aunque escotado y

fui sola, dispuesta a pasar un buen rato.


Ni bien entré al salón vi un hombre

castaño un tanto canoso, buen porte,

vestido de frac que caminaba hacia mí


con un puro en una mano y una copa en

la otra. Me clavó los ojos celestes en el


escote y se presentó como Philippe
Leduc, el homenajeado. Ese era el

hombre del que todos hablaban en la


ciudad. El tipo tenía fama de mujeriego,

decían que tenía cuarenta y nueve años y


que era soltero. Había comprado una

estancia cerca de la ciudad y se


dedicaba a hacer obras de beneficencia.

Se decían muchas cosas sobre él pero


nunca pensé que un hombre con apenas

unos años menos que mi padre podría


verse tan atractivo en un traje negro.

Conversamos un rato, me invitó

una copa y me pidió mi número de


teléfono. Después, las organizadoras de
la velada, se encargaron de retenerlo
toda la noche y aunque sus ojos me

buscaban yo evité su mirada. Cuando me

cansé de escuchar a las mujeres en la

mesa hablar sobre los proyectos me


puse de pie. Para salir de ahí tenía que
traspasar todo el salón por lo que

Philippe se percató enseguida de mi


huída y me siguió hasta la puerta.

—¿A dónde vas? —me agarró de


la mano.

—A mi casa —le dije y miré

como entrelazaba sus dedos a los míos.


—Esto es aburrido —el francés
en su voz ronca sonaba perfecto.

—Lo es —sonreí sin poder

evitarlo.

Me tomó de la cintura, se acercó


para mirarme con fijeza:

—¡Salgamos de acá!

Subimos a su BMW negra

carrozada, blindada y sin patentar. El

olor a cuero nuevo perfumaba el


ambiente con un halo de refinamiento.

Un jazz americano sonaba con tanta

claridad que sus notas penetraban en mi

cuerpo y llegaban hasta mi cabeza.


—Vamos a divertirnos… —dijo
y tomó la ruta.

Me llevó hasta una discoteca.

Cuando llegamos se apoyó en una de las

barras, pidió un vodka y me ofreció una


copa. Bailamos pegados, sin razón. El

rock que sonaba nada tenía que ver con


el ritmo de nuestros cuerpos. Apoyé mi
cara en su pecho y no recuerdo cuanto

tiempo permanecí pegada a él.

Salimos de allí sin haber


cruzado palabra. Una vez sola en su

camioneta me comentó que necesitaba

una asistente que supiese hablar francés


e inglés. Qué había preguntado por mí a
las organizadoras de la fiesta y que le
habían dado las mejores referencias. La

situación me parecía increíble, la

posibilidad de trabajar con ese hombre

me seducía. Philippe tenía un atractivo


inigualable y su edad lo volvía más
interesante.

Cuando me dejo en frente de mi

casa le di una tarjeta personal.

—Te llamaré —dijo y me dio un


beso suave en la mejilla.

El fin de semana fue una marea

de pensamientos y de imágenes que


invadían mi cabeza.

En el periódico local leí:

“Millonario francés en la ciudad de Río

Cuarto”. Según el escrito, Philippe había


comprado una de las estancias más
antiguas del país, con las mejores tierras

de la zona para la siembra. Alquilaba la


mayor parte de su propiedad, unas 6.990

hectáreas, a una empresa extranjera

encargada de sembrar soja. Había


montado allí un haras y una cancha de

polo y, a futuro, proyectaba crear un

coto de caza. Para el mantenimiento


ocupó unos cincuenta empleados. Había
adquirido media docena de camionetas
cuatro por cuatro, tres tractores, un mini

bus para llevar a los hijos de los peones

a la escuela, y una docena de

computadoras para el colegio rural… En


busca de datos más interesantes sobre su
vida, proseguí con la lectura. El hombre

declaraba ser un amante de los caballos


y un apasionado jugador de polo. Su

idea era organizar partidos nacionales e

internacionales en la cancha que estaba


preparando en sus tierras y buscar

jóvenes polistas dispuestos a pasar una


temporada en su otro haras, en Francia.

Mi hermano me comentó que lo

había conocido en el club de tiro.

Parecía que el francés tenía, además del

polo, otros pasatiempos como las armas


y la aviación. Según mi hermano,

Philippe era un excelente tirador y su


amplio conocimiento técnico llamaba la
atención de los socios. Como el club de

tiro funcionaba en el aeródromo de la

ciudad manifestó su intención de sacar


el permiso para pilotear, ya que pensaba

comprarse una avioneta y construir una

pista de aterrizaje en su campo. La


noticia había impactado no solo a los
habitantes de la ciudad, sino también a
los de la región. El chisme y la

seguidilla de rumores tomaban

magnitudes novelescas

Un día después me recibí su

llamado:

–Mañana alrededor de las once

de la mañana te pasaré a buscar.

Necesito una intérprete. Tienes que estar


preparada para las once; ponte ropa

cómoda y trae un bolsito con otra muda

por si acaso.
–¿Hasta qué hora me vas a
necesitar?
–No te preocupes, estarás libre

para la medianoche —dijo en su francés

cerrado.

Al día siguiente me levanté


temprano para preparar el bolso y
vestirme para la ocasión. Pero, ¿qué

debía ponerme? Ni siquiera sabía


adónde iríamos. Recordé sus palabras:

ropa cómoda; entonces pensé que se

trataría de algo más bien informal, nada


de tacos altos y pollera. Saqué mis jeans

del armario, una camisa verde de


mangas largas, un cinturón marrón
oscuro que hacía juego con las botas de
montar de cuero de potrillo y una

campera de lana beige . Le pedí a mi

hermana que me peinara con una trenza

cosida a la cual le coloqué, en su


extremo, un lazo de cuero trenzado por
mi abuelo, ese era mi amuleto de la

suerte.

Philippe pasó a buscarme a la

hora acordada. Salimos de la ciudad por


la ruta que conducía al aeródromo local.

Me ajusté el cinturón de seguridad; él

conducía como un piloto


experimentado. El miedo se había
apoderado de mí razón. Aquel fue uno
de esos momentos en los que uno siente

que el tiempo se detiene y que los

minutos no corren. Me sumergí en mis

pensamientos y lo único que percibía del


afuera eran los sacudones que mi cuerpo
recibía con cada maniobra que él

efectuaba.

La entrada al club fue la simulación de

un rally . Si bien el largo camino hasta


el interior estaba pavimentado en su

totalidad, era bastante estrecho y

presentaba incesantes curvas y


contracurvas, lo que le brindaba la
oportunidad de hacerse pasar por un
piloto experimentado. Avanzamos hasta

una zona arbolada que anunciaba la

bifurcación de la ruta en dos

direcciones: una que conducía al campo


de tiro, el complejo de piletas y la
cancha de golf, y otra que concluía en la

pistas de vuelo. Estacionamos la


camioneta y caminamos en dirección al

hangar. Un hombre de unos cincuenta

años se acercó para saludarnos. Era


evidente que, por el saludo y el trato,

Philippe ya lo conocía. El señor


extendió su diestra para saludarme y
presentarse.

–Mario, mucho gusto.

El engominado de su cabello era

tan denso que parecía un peluquín de


plástico. Casi no tenía arrugas en el

rostro, y la tez, en sus orígenes clara,


estaba bronceada. Varios detalles de su
aspecto físico me perturbaron: una

pulserita de oro adornaba su muñeca

derecha y un flamante Rolex cubría la


izquierda; un anillo de oro con un

engarzado de ónix negro colocado en el

dedo chico; una cadena de oro que


saltaba a la vista de inmediato ya que su
camisa azul estaba abierta hasta el plexo
solar. El tono de su voz y los chasquidos

que provocaba su saliva por estar

masticando chicle terminaban de

enmarcar un estilo particularmente


desagradable. Los aviones como telón
de fondo produjeron en mí un cierto

resquemor y me situaron en medio de


una escena digna de una película de

James Bond.

Nos acercamos al avión que


Philippe había alquilado, un Cessna 187

T blanco, con dos líneas horizontales


pintadas en azul y rojo. Parecía estar
bastante bien mantenido, pero de todos
modos podía advertirse a simple vista

que era un modelo viejo. Sin embargo,

el interior era de primera categoría:

tenía cuatro butacas de cuero blanco


muy cómodas y amplias, y un tablero
computarizado con panel de radio y

pantalla multifunción. Philippe se ubicó


en la butaca del piloto, Mario en el

asiento del copiloto y yo detrás de ellos

dos. Me coloqué el cinturón de


seguridad. Encendió los motores y la

nave comenzó a andar. Philippe tomó la


pista y recorrió un tramo a una
velocidad lenta. Luego se posicionó
para tomar la recta y, una vez

encaminado, comenzó a aumentar la

velocidad: cincuenta, setenta, cien

kilómetros por hora, y nos elevamos


remontando vuelo y ganando altura
rápidamente. El despegue fue perfecto.

El ascenso produce esa sensación de


desdoblamiento físico en el que la

velocidad pareciera permitirnos avanzar

sin movernos; más tarde, el momento en


que el avión se estabiliza se asemeja al

instante de transición entre el trote y el


galope fluido y constante del caballo; y
finalmente, al planear entre las nubes se
siente como si el cielo nos acunara.

Pasado ese momento de gloria en el que

hasta el más experimentado percibe una

sensación extraña en su cuerpo, recliné


el respaldo de la butaca y, mirando por
la ventanilla, contemplé la omnipotencia

de una obra tan perfecta: los matices de


colores azules y blancos puros y

resplandecientes producían una

luminosidad que dificultaban la visión.


Abrí el bolso y me coloqué los lentes de

sol. Hacia abajo, la alfombra de cuadros


combinaba las tonalidades de todos los
estados de la tierra: marrón recién
sembrado, verde soja, rojizo sorgo,

amarillo girasol, rayado arado, violeta

alfalfa…

–Mira, allí está la estancia –

apuntó Philippe–. ¿Ves el casco allá y el


camino de pavimento que sale hasta la
ruta? Bueno, la idea es que no siembres

esos dos lotes entre la ruta y la cancha

de polo.

–Sí, mientras no tenga problema

con los árabes –dijo Mario con su

básico francés.
–Esto es una pantalla ¿Crees que
teniendo tanto petróleo en sus tierras se
van a preocupar por siete mil hectáreas

de soja alquilada en Sudamérica?

–No entiendo… —Mario me

miró, le traduje las palabras de Philippe


y agregó:
–¿Para qué tienen esta empresa

productora de jugos? ¿Para qué les


sirve, entonces? –aunque su

pronunciación era mala se desenvolvió

bastante bien.
–De mucho, porque esta empresa

alquila campos en varios países con la


excusa de producir su propia materia
prima. Acá, la soja; en Brasil, la banana;
en África, los frutos exóticos. De esta

manera justifican un gran movimiento de

dinero en blanco y mantienen contactos

muy importantes en esos países para


poder continuar la cadena de compra y
venta de armas.

–¿De qué? –dijo Mario, sin


hacer ninguna pausa en su confesión.

–Sí, viejo, no te preocupes, lo

tuyo está en el marco de lo legal, está


todo bien –lo tranquilizó Philippe.

No podía ser cierto: metida en


semejante entorno, subida a un avión
para ir a ver una gente ¿Árabes?
¿Maletín vacío? ¿Qué sería de mí? ¿Por

qué me llevaba con él? Solo quedaba

aferrarme a mis prácticas de meditación

para aquietar la mente y apaciguar los


ritmos de mi cuerpo pero fue inútil.

Me propuse no dejar que ningún


otro comentario alterara mi

pensamiento. Los dejaba correr, fluir,

sin analizarlos ni tratar de entenderlos.


Con la firme intención de mantener mi

centro, volví a cerrar los ojos en busca

de paz interior.

Sobrevoló la ciudad para

dirigirse hacia los primeros cordones

montañosos. Bajando para aproximarse


a un arroyo y siguiendo su cauce, nos
dirigimos al corazón de las sierras, las

que se abrían camino para recibir el


paso del agua. La cima de las

elevaciones más imponentes estaban

bendecidas por un manto blanco.


Cuando el vuelo se hizo dificultoso por

la estrechez del paso entre las montañas,

el avión buscó altura, se inclinó hacia un


lado y dio una media vuelta para
regresar a la civilización. Philippe
avistó la pista de aterrizaje del flamante,

moderno y recién inaugurado

aeropuerto.

Comenzamos a bajar para

acercarnos a la pista y, sin titubear,


descendimos hasta encontrarnos con la
rigidez de la tierra.

Mientras bajábamos del avión

noté la presencia de dos hombres

vestidos de negro, parados a los

costados de una cuatro por cuatro. Nos


acercamos a ellos y un movimiento de

cabeza en señal de consentimiento entre


Philippe y uno de los hombres nos
permitió acceder al vehículo.

En el camino hacia lo

desconocido, el silencio nos acompañó


durante todo el trayecto. Para

aprovechar mis últimos minutos de

descanso, resolví contemplar la belleza


del paisaje.

Tomamos una avenida que

ascendía y nos conducía hasta las partes

más elevadas de la montaña. El

recorrido se tornaba cada vez más


hermoso. Las casas que adornaban los

valles parecían beneficiarse con el


esplendor de su entorno. Continuamos
subiendo aún más, la apoteosis se

alcanza con la llegada a los barrios

altos.

Al pie del cerro y sobre la

margen izquierda del camino, se

avistaba un barrio cerrado. Llegamos a


una suntuosa entrada que albergaba, en
el centro, una garita con dos ventanillas.
El guardia de seguridad caminó en

dirección a la trompa del vehículo y

chequeó el número de patente. Se acercó

a la ventanilla del conductor y pidió los


documentos de todos los pasajeros.
Luego hizo un gesto positivo con la

cabeza y nos dio paso. Avanzamos por


un camino de pavimento hacia la cima

de la montaña; la vista era cada vez más

espectacular: un barrio privado de


máxima seguridad, en lo alto del monte y

diseñado con un gusto de reyes.


Tomamos una curva y
comenzamos a ver las primeras casas.
Un bulevar adornaba la cuadra; los

jardines resplandecían en vivos colores,

las hortensias estaban presentes en casi

todos los frentes y el césped parecía un


alfombrado. Un sendero que descendía
por un barranco permitía llegar a un

arroyo de aguas traslúcidas.

Estacionamos frente a una casa

con un imponente frente de piedra. Tenía


amplios ventanales con un inmenso

balcón terraza y, en un costado, la

galería que conducía al jardín trasero.


Mario le entregó a Philippe el
maletín vacío que llevaba y le preguntó:

–¿Qué hago ahora?

–Espéranos aquí, después te

llamo –le ordenó.


Descendimos de la camioneta y

los señores de negro nos condujeron


hacia el fondo del jardín. Al fondo,
un decky una pérgola resguardaban del

sol a tres personas: dos hombres

vestidos completamente de negro, al


igual que los que nos acompañaban, y

una persona ubicada en el medio,

vestida íntegramente de blanco. A


medida que nos aproximábamos, divisé
una túnica blanca, un pañuelo blanco y
negro con cuadros con un cordón que lo

sostenía. Sentado entre sus dos escoltas,

el individuo esperaba nuestra llegada.

Mis piernas empezaron a

aflojarse. Llegamos hasta el señor, que


sin levantarse de su silla, le extendió la
mano a Philippe. El hecho de quedarse

sentado, signo de mala educación en

nuestra cultura, daba cuenta de su


jerarquía. ¿Qué tenía que hacer yo?

¿Estrecharle la mano? Por suerte o por

desgracia, dirigió su mirada a mis ojos,


se levantó para tomarme el brazo
derecho con delicadeza y besó el revés
de mi mano. Sosteniéndome la mirada,

hizo una reverencia con su cabeza y

dibujó una sonrisa debajo de su bigote

recortado. Las cejas espesas, la nariz


encorvada, el bigote y la abundante
barba negra no dejaban espacio para

observar la piel de su rostro.


–Jeque Amil Navir, hermano de

Abdul Raman, Emir de Emiratos

Árabes. ¡ Nice to meet you!


–María, la traductora de Philippe

–me presenté en inglés.


–¡ Sit down, please! –nos invitó
haciendo un gesto con su brazo y
corriendo una silla para que me ubicara

a su lado.

Esperó que me sentara y luego lo

hizo él. Philippe se acomodó en la silla


de enfrente. Tanta cortesía hacia una
mujer por parte de un árabe levantaba

algunas sospechas. Parecía que Philippe


hubiera leído mi mente en ese momento,

o quizás notó lo mismo.

–Son astutos, cuando están en

Occidente se hacen los caballeros…

Siempre están en busca de mujeres para


llevárselas –me dijo en francés.
–Bueno, los ciento veinte
tanques llegaron a destino y el saldo se

entregó en Egipto –dijo el jeque en

inglés e hizo una pausa para esperar la

traducción.
En ese momento, y al mismo
tiempo que de mi boca salían las

palabras
en francés, pensaba: “tanques de

petróleo, de azufre, de…” , y me tocó

seguir.
–Ya están en terreno enemigo y,

hasta ahora, funcionando bien –continuó


en su perfecto inglés.
– Et ils sont déjà dans le terrain
enemi, jusqu’ici, en fonctionnant

bien … –repetí pensando que lo de

terreno enemigo hacía referencia a la

competencia de algún producto que


querrían imponer en Egipto
–Esperamos ahora la entrega de

los misiles en la fecha acordada –


continuó.

¡¡¡Misiles!!! Sí, los tanques eran

de guerra y los misiles eran para


destruir ciudades y matar a miles de

inocentes ¡Qué ganas que tenía de salir


corriendo, llorando como una nena
asustada en busca de la protección de
mis padres! ¡Qué ansias de desaparecer,

de esfumarme de esa absurda realidad!

Pero debía continuar, sin hacer el menor

gesto.

–Sí, la empresa se estaba


encargando de hacer salir la mercadería
–contestó Philippe.

–No podemos esperar, el plazo

vence en tres días. Si la entrega no se


concreta, las consecuencias para ustedes

serán importantes. Si no la recibimos en

ese lapso, después no nos interesa –le


advirtió el jeque.
–Eso está claro. Para nosotros
quedarnos con todo eso sería una

pérdida de dinero muy grande –confesó

Philippe.

–No es de mi incumbencia su
pérdida de dinero. Acá lo que está en
juego es nuestro honor. Le prometimos a

la Coalición ciento cincuenta misiles


para el próximo ataque a Iraq y, si

ustedes fallan, ya saben lo que pasa –

terminó la frase con un tono


explícitamente amenazador.

–Sí, claro, son las reglas del


negocio –respondió Philippe con
naturalidad.
–Tenemos el pago del cincuenta

por ciento en blanco que será girado

mañana. El resto se cancelará después

de la entrega de la mercadería al
contacto en Argelia.
–Sí, así es –dijo Philippe,

mirándome para que le tradujera.


A esta altura de la conversación,

mi cabeza era un torbellino de

preguntas… No obstante, sólo debía


concentrarme en la interpretación y en

ser fría y exacta en mis palabras.


El jeque llevó sus manos a la
altura del pecho e hizo dos palmadas.
Uno de los cuatro guardias de seguridad

se aproximó para escuchar lo que su jefe

le susurró al oído. Hizo un movimiento

de cabeza en forma de reverencia, y se


alejó para entrar en la casa.

Después, con una mirada


punzante, hizo un lento recorrido por mi

cuerpo

Desde su ubicación, Philippe me


miraba divertido por la situación a la

que él mismo me había expuesto.

Cuando el jeque abandonó la


inspección, miró a Philippe diciendo:

–¿Elle coûte combien?

¿Qué cuánto valía? ¡Increíble!

¡Le estaba preguntando mi precio

delante de mis narices! ¿Me quería


comprar?

– Excuse-moi, pero ella no está

a la venta, tengo otros planes —dijo.

No pretendería que le tradujera

ni una palabra más. Me estaba


exponiendo y me había involucrado en

un negocio turbio sin advertirme nada.

“¡Desgraciado, traidor!”, repetí en mi

cabeza.
La llegada del guardaespaldas
con un bolso interrumpió la
conversación. Lo colocó en el medio de

la mesa, lo abrió y retrocedió haciendo

una reverencia.

–Allí tienes tu comisión: veinte

lingotes de máxima pureza –dijo el


árabe en inglés.
Philippe tomó el bolso, metió la

mano derecha y sacó un lingote. El

brillo era enceguecedor, sobrepasaba


todas las expectativas que uno se hace

en torno a una pieza de tanto valor. El

poder que trasmitía el metal era


abrumador. Levantó del suelo el maletín
que Mario había traído y lo colocó
sobre la mesa. Lo abrió y acomodó los

lingotes, uno por uno, en dos hileras de

cinco, en dos capas superpuestas.

Mario entró con una sonrisa


desbordante y ojos que emanaban
euforia por la realidad que lo

aventuraba en un mundo desconocido, se


presentó ante el caudillo y expresó con

claridad que estaba a su servicio para lo

que fuera.
Para disipar la tensión generada

por los negocios, nos invitó a comer y


tomar unos tragos. La lujosa propiedad
alquilada disponía de un salón muy
amplio con columnas torneadas y

arcadas de estilo romano. Nos ubicamos

en los sillones, los cuales invitaban al

reposo y a la distensión, y nos hundimos


en los pomposos almohadones de raso.
Nos sentamos frente a un ventanal desde

donde la vista hacia la montaña era


magnífica.

Comimos mientras Philippe y el

árabe charlaban de caballos. Yo estaba


exhausta, la interpretación me resultaba

cada vez más difícil y los contenidos


perdían todo sentido con cada trago del
coñac que bebían. Mario se había
desplomado en el sillón; sus ojos ya

estaban cerrados y, de tanto en tanto,

largaba un ronquido: su borrachera lo

había derribado.

La llegada de algunas nubes


negras anunciaba una tormenta;
enseguida truenos y rayos iluminaron el

cielo. El chaparrón se desencadenó con

furia y el fragor de la tormenta hacía


vibrar los ventanales. Las tormentas me

producían una sensación de magia y de

respeto; me recordaban el poder de la


naturaleza. Desde que era muy niña,
cuando llovía me daban ganas de salir a
bailar para hacer mil y una reverencias

en agradecimiento por la energía que los

cielos devolvían a la tierra. La realidad

arrasó con ese instante de magia en el


momento en que caí en la cuenta de que
no podríamos regresar.

–La casa de enfrente está a su

disposición para que pasen la noche allí

–dijo el jeque.
–Vamos entonces. ¿Qué hacemos

con éste? –preguntó Philippe sacudiendo

a Mario para que reacionara.


–Cuando se despierte lo mando
para allá –dijo el jeque–, no hay
problema, es inofensivo.

Otro motivo más de tensión en la

interminable jornada: tenía que pasar la

noche en esa cabaña en el medio de una


furiosa tormenta con ese hombre que, a
medida que transcurrían los segundos,

me producía más desconfianza y


desagrado.

Philippe también estaba pasado de

alcohol y, además un tanto molesto. Ni

bien entramos a la casa se tiró en el sofá

y yo busqué una habitación donde


recostarme.

Sería difícil conciliar el sueño bajo

el fragor de la tormenta, tenía miedo por


todo lo que estaba pasando. Había sido

engañada, si hubiese sabido que

Philippe me involucraría en algo tan


delicado, nunca hubiese aceptado viajar

con él.

Al día siguiente salimos del country,


llegamos al cruce de rutas donde nos
desviamos a la izquierda para tomar un
camino hacia un parador llamado

Carpintería. El aire refrescante de una

víspera lluviosa potenciaba los aromas

de la flora y de la fauna. Los animales


en el campo y los montes típicos
puntanos impregnaban el cuadro con sus

pinceladas de colores puros. Las plantas


de hierbas aromáticas serranas

concedían al aire un perfume particular.

Nos detuvimos en una tranquera, el


cartel decía “Establecimiento

Comechigones”.
–¿Comechigones? ¿Qué quiere
decir?
–Son los pueblos originarios de

la zona, los aborígenes del lugar y,

además, es el nombre que le dieron a las

sierras que se recuestan en el occidente


–dije señalando las montañas que
teníamos enfrente.

Se bajó a abrir la tranquera y


continuamos por el camino en subida,

que parecía un túnel hacia lo

desconocido, ya que estaba rodeado de


tilos con frondosas copas que se unían

para formar un tupido y oscuro túnel.


Terminado ese recorrido,
desembocamos en una pradera que tenía
como fondo la montaña, tomamos un

recodo y nos encontramos a unos pocos

metros con un pequeño arroyo donde se

veía una cascada y una fuente de agua.


Allí detuvo el vehículo, se bajó
deslumbrado por el encanto que la

naturaleza nos brindaba, y se tomó un


tiempo para contemplar su entorno. Su

rostro se distendía por primera vez, su

semblante se puso en sintonía con la


fuerza que ese lugar transmitía. Lo dejé

solo, respetando ese tiempo que


necesitaba para sentir el impacto de la
fuerte carga energética que brota de la
naturaleza. Cuando se repuso, me hizo

una seña levantando el brazo para que

fuera hasta donde él se encontraba.

Caminamos por las orillas del río hasta


la cascada. Allí el agua cristalina
mostraba destellos en su recorrido que

se transformaban en espuma blanca al


caer en su cauce.

–Este lugar es un sueño, sientes el


aire puro que corre. ¡Quiero comprarlo,

es magnífico! –dijo Philippe.

Caminé entre las piedras para


alcanzar la cascada, no me pude resistir
frente a la frescura del agua y coloqué
las manos bajo el chorro para luego

mojarme la cara. Me quedé allí unos

segundos y de pronto sentí una mano

deslizarse por mi cintura y otra por mi


espalda. Antes de que pudiese
reaccionar estaba entre sus brazos que

me sostenían con firmeza. Sentir su


cuerpo pegado al mío me devolvió una

ola de placer, cuando sus ojos celestes

me miraron con deseo cerré los ojos y él


cubrió mi boca con la suya. Rodeé SU

cuello con mis brazos y me levantó para


llevarme hasta la llanura. Me recostó y,
sin decir una palabra, comenzó a
besarme el cuello mientras deslizaba sus

manos por debajo de mi camisa. Sus

besos me excitaban y sus caricias

apresuraban el deseo por entregarme a


él. Me desabrochó la camisa y con su
boca recorrió mis pechos y mi vientre.

Desprendió mi pantalón y lo detuve allí.


–No puedo…

–¿Por qué?

—Es demasiado pronto —dije


avergonzada.

Se rompió el encanto y volvimos


a la camioneta. Luego de recorrer unos
metros llegamos a una casa modesta,
muy vieja, aunque su estado le concedía

un estilo único, rodeada de añejos y

frondosos eucaliptos que purificaban el

aire con su aroma y que albergaban


centenares de cotorras en sus copas
logrando que el silencio se transformara

en vivos cantos de notas disonantes.


Un hombre salió a recibirnos; su

aspecto, el de un autóctono de la región:

morocho, tez morena, alta estatura y bien


robusto. Vestía una boina una camisa de

mangas cortas, una bombachas sujetas


con una rastra y botas de caña alta.

–Buenos días, pasen por acá

A un costado de la casa estaban los

corrales de caballos, nos llevó hasta

allí y dijo: —Le seleccioné estos


cuatro que son los más jóvenes y que
están en mejor estado.

–Tráeme el zaino, la tobiana y el


tostado. El moro no, ya lo estoy viendo

que se está recuperando de una


torcedura de pata —ordenó Phillippe.

–No, señor; ese, de potrillo,

metió la pata en una vizcachera y quedó

avejigado –explicó el gaucho.


–¿Quiere decir que tuvo una
tendinitis? –preguntó Philippe.
–¡Eso mismo señor!

–¡Ensíllalos que los pruebo!

–¿La señorita los va a probar

también? –averiguó el señor.


–¿María, quieres montar?
En ese momento, el particular y

delicioso olor a caballo me remontó a


mi infancia, a las épocas en que

pasábamos algunos días en el campo

donde trabajaba papá. A los siete años


ya había aprendido a montar, y lo que

más disfrutaba era salir a pasear con mi


yegua y deleitarme con su compañía, ese
olor que despedía con su pelaje suave.
Cuando entré en confianza quise andar

sin montura, como para respetar, de

alguna manera, su naturaleza.

–Bueno –respondí volviendo al

momento actual.
Philippe montó al tostado y yo a
la tobiana. Salió del corral en dirección

a un camino desconocido; el trote duró

unos pocos metros y el galope se desató


enseguida. Yo, que venía por detrás, no

podía contener la emoción causada por

la velocidad: el viento que me


acariciaba el cuerpo y ese momento en
el cual uno entra en perfecta sintonía con
el animal.

Philippe detuvo el galope, hizo

trotar el caballo dibujando unos ochos


como para probar si el animal estaba

blando de boca, inclinando el cuerpo y


llevando todo su peso hacia uno lado y
el otro. Terminadas las pruebas, que me

hizo imitar y repetir, preguntó:

–¿La sientes dócil de boca para


las vueltas o está…?

–No, dura de boca no, parece

que está enseñada con freno filete –


repuse.
–¿También sabes de caballos?
–¿Son para un partido de polo?

–Sí, pienso utilizarlos en el

partido que estoy organizando para la

semana próxima en la estancia –explicó.


–¿Qué nombre le vas a poner? –
pregunté.

–¡Ponle un nombre a la tuya y yo


al mío! –dijo.

–Bueno, ya sé, ésta se va a

llamar Puntana.
–¿Qué quiere decir?

–Es el adjetivo que se usa para


designar a una persona originaria de esta
provincia de San Luis.
–Bueno, y a este le

pondré Marechal –agregó en francés.

–En castellano se dice Mariscal.

Volvimos a los corrales y


Philippe se bajó del caballo para
inspeccionar cada bazo del animal.

Dirigiéndose al lugareño dijo:

–Le compré los dos. Mañana

mando a un peón para que los retire –


respondió Philippe.

De allí fuimos directo hasta el


aeropuerto y nos encontramos con
Mario. Subimos al avión y
emprendimos el regreso con el maletín.

El retorno fue un intervalo silencioso,

acompañados por un atardecer

melancólico en el que el frío del ocaso


comenzaba a sentirse.

Philippe me llevó hasta mi casa


y en el camino no me animé a

preguntarle nada sobre la venta de

armas, el árabe y el oro.

–¡Hasta pronto! –dije y abría la

puerta del vehículo.

–¡Espera! Hablemos de dinero.


Quiero que seas mi intérprete y que
estés siempre a mi disposición –rió
irónico – ¿Cuánto quieres por tu

trabajo?

–No lo sé…

–Seis mil euros tiempo completo.


Quiero que duermas en la habitación
de

Huéspedes –dijo con una sonrisa en


sus labios mientras deslizaba su

mano por mi cuello– podras salir

cuando quieras siempre que no


necesite de tu compañía.

Se acercó y me besó mientras


sostenía mi rostro entre sus manos.
–Baja del auto o no respondo de mí –
dijo con la voz ronca– y acuérdate

que esto nunca pasó, no puedes

hablar con nadie de mis asuntos. Nos

vemos en dos días para mi


cumpleaños.
–Sí, entiendo –repuse mientras

pensaba que, de todas formas, si lo


contaba, nadie me creería.

Dos días hasta el cumpleaños de

Philippe. Él cumpliría cincuenta y yo


apenas tenía veinticinco. Él era

millonario, francés y vendía armas. Yo


era intérprete Y vivia en una modesta
casa de barrio.

4

El domingo se asomó con sus
primeros indicios de gloria; los pájaros
anunciaban un día de esplendor, el aire

despejaba la mente limpiándola para el

nuevo día.

Mi mano jugaba contra la fuerza

del viento que producía la velocidad del


vehículo.

En camino hacia la estancia, mi

hermano, que conducía el auto, me

amonestó:

–María, ¿qué hacés? ¡Subí la

ventanilla que hace frío, y meté la

cabeza adentro!
Llegamos a la estancia y un
portón de doble hoja se abrió
automáticamente; a nuestra izquierda, un

chalet estilo colonial construido a

nuevo, ocupaba el primer plano. Una

cortina interminable de pinos adornaba a


ambos lados el largo camino de
pavimento que conducía al casco. Un

peón nos preguntó el apellido, habló por


handy para chequear nuestro paso, y

registró la caja de la camioneta y el

interior del vehículo antes de decirnos:

–Sí, se autoriza la entrada, adelante.

Había pasado lo de la avioneta,


el jeque y el helicóptero, ¿que otra cosa
podría sorprenderme?

Seguimos por el camino que nos

conduciría al casco, para lo cual

recorrimos unos siete kilómetros que


fueron interminables. Finalmente

llegamos a una rotonda que generaba la


bifurcación de dos caminos. Las
palmera adornaban los costados del

camino que conducía hasta la segunda

rotonda ubicada enfrente de la gran


mansión, y en donde dos enormes y

añejas palmeras ocupaban el centro. El

estilo colonial de la imponente


construcción no se privaba del más
mínimo detalle. El empedrado colocado
a lo largo de las veredas de todos los

frentes, Los medios puntos de algunas

ventanas se repetían también en la

galería, y el aljibe al costado de la casa


enmarcaba un entorno de principios del
siglo XIX. Era evidente que la

excentricidad de un personaje como


Philippe hizo que se refaccionaran los

inmuebles, agregándole unos vidios fijos

que ocupaban casi la totalidad de


algunos muros.

Estacionamos la camioneta y nos


aproximamos a los galpones que más
que galpones, eran inmensos salones de
bailes. El piso era de baldosones rojos

recién encerados y los techos imitaban

el antiguo estilo bovedilla: madera,

ladrillo de barro y tejas. Una paquetería,


teniendo en cuenta que se trataba de
galpones que se utilizaban para guardar

tractores y herramientas. Se había


dispuesto uno de ellos exclusivamente al

preparado y almacenado de las comidas

y bebidas; otro en donde se ubicaban y


exponían los regalos de cumpleaños, y

un tercero destinado a almorzar. En este


último, las mesas se habían organizado
en círculo, dejando en el centro un
espacio en donde se ubicaba el equipo

de sonido para el show en vivo.

Asar las carnes atrás y a los


lados del galpón, era un atractivo

interesante para los amantes de nuestras


tradiciones. Una línea recta de unos diez
metros de parrilla se había colocado en

el piso con carnes y achuras. Más al

fondo, se sostenían los lechones y


chivitos cocinados a la cruz. Los

invitados se acercaban, curiosos, para

ver la abundancia de comida y la labor


de los peones en las artes de asar.
Las cocineras se ubicaron en el
galpón destinado al almacenamiento de

comidas y bebidas; allí preparaban las

empanadas, las ensaladas y los postres.

En el recorrido se podía visitar también


la colección de regalos expuestos en el
último galpón: una docena de cuadros,

esculturas, libros sobre la Argentina:


sobre estancias, comidas típicas,

caballos, historia, el Martín Fierro en

una y mil formas de encuadernación.


Otros regalos, como un juego para el

caballo de trompeta, careta, tapa y


vendas, algunos tacos de polo, unos
estribos de polo del mundialmente
conocido orfebre Argentino Pallarols,

un recado de bastos albarda con

cabezales de oro y plata; un inmenso

tejido de telar artesanal nórdico. Del


artesano de cuero de la ciudad había
objetos de todo tipo: botas

confeccionadas a medida, juegos de


mates, cintos y bolsos de cuero labrado,

boinas de cuero de carpincho, un termo

hecho de caparazón de peludo, otro de


cuero de vaca con pelo. Los compañeros

del club de tiro le habían confeccionado


el chaleco oficial de tiradores del club
con su nombre inscripto en la espalda y
la gorra. Los amigos de polo le hicieron

tallar en madera la cabeza de un caballo

árabe en tamaño natural. Los

empresarios de la ciudad y algunos


políticos, en agradecimiento por sus
donaciones a las escuelas rurales, le

entregaron una importante placa


honorífica. El periódico de la ciudad le

concedió una nota en su revista de los

domingos.

Teniendo en cuenta el

movimiento inesperado, de lo que en


principio imaginaba una fiesta de
cumpleaños con algunos conocidos, la
situación había tomado magnitudes

inesperadas. Nos acercamos para

saludarlo. Se puso muy contento cuando

nos vio, lo estrechó a mi hermano con un


caluroso abrazo y me saludó en francés,
con un beso en cada mejilla.

– ¿Ça va, toi?

–Estoy muy bien. ¡Bon

anniversaire! –le devolví el saludo.


–¡Merci! –agradeció con una

sonrisa–. Pasen que les presento a otros

amigos, ¡vengan! –dijo contento–. ¡Ven


Juan! te presento a mi intérprete y
secretaria –dijo en español.
–Hola, soy Juan, el encargado de

la estancia. Me tiene que dar su número

de teléfono porque la voy a necesitar yo

también –aseguró.
–¿Usted habla francés?
–Nada, ni tampoco lo entiendo.

La semana próxima viene Piero, el socio


de Philippe, y tenemos para varios días

de trabajo.

Juan tenía unos 50 años de edad,


de estatura baja y corpulento. Casado y

con tres hijos; su familia vivía en un


pueblo cercano. Toda su vida se había
dedicado al manejo y administración de
estancias. Esta era una oportunidad

única, ya que trabajar en esas tierras y

vivir en ese entorno era el sueño de

cualquier persona que se dedicara al


laboreo del campo. Entendí que la
confianza depositada por Philippe en

este señor provenía de su natural


intuición, ya que Juan no tenía ninguna

particularidad que lo distinguiera de

tantos otros encargados de campo con


larga experiencia o ingenieros

agrónomos altamente capacitados. Solo


la característica de sencillez y respeto le
otorgaban los beneficios de ser el
elegido del francés, su hombre de

confianza y mano derecha. Sumado a

eso, el gusto por el polo y los caballos

le concedían un adicional para terminar


de cerrar una relación que devenía, poco
a poco, en una sincera amistad.

Los invitados se iban ubicando

por sectores: el agropecuario, el

industrial, el comercial, los polistas, los


tiradores, algunas autoridades de la

ciudad y otras comunas, todos y todas, a

la espera de no dejar pasar la


oportunidad para hacer algún negocio u
ofrecerle sus servicios al notable y,
hasta ese momento, inmaculado

millonario. Philippe ocupó junto con

Juan y su esposa una de las mesas del

centro. Mi hermano, sus compañeros de


tiro y yo nos ubicamos en la mesa de
atrás. Philippe me indicó que me

quedara cerca de él, en la silla que se


ncontraba justo detrás de la suya. Así

quedábamos, salvo por la distancia de

unos veinte centímetros que separaba los


respaldares de las sillas, de espaldas

uno del otro.


Algunos minutos transcurrieron
cuando de repente se paró con rapidez,
sosteniendo su cigarro de tabaco negro

en la mano izquierda y agitando la

derecha de adelante hacia atrás, le hizo

seña a una mujer que ingresaba al


galpón. Ella lo vio y comenzó a caminar
hacia él con una sonrisa seductora. Su

caminar era sinuoso, sus largas piernas


se entrecruzaban para avanzar a un ritmo

justo, con un vaivén que le permitiera

dejarse observar, que las miradas de los


demás contemplaran esa figura lánguida,

ese manto rojizo que caía en su espalda


hasta llegar a su cintura, esa tez pálida y
esos ojos azules. Llegando a la mesa, la
exageración de sus gestos advertían que

estaba muy nerviosa. La señorita tenía, a

simple vista, unos diez años menos que


Philippe, su atuendo correspondía a una
veinteañera: jeans pegados al cuerpo,

unas botas blancas con un taco de unos


quince centímetros de alto y una remera

de algodón con un gran escote.

La observé de cerca cuando se


sentó al lado de Philippe: sus ojos, que

habían recibido la gracia del color del

cielo, no reflejaban ni un mínimo


destello de luz de vida; estaban
desorbitados, como queriendo salir de
ese cuerpo.

Enseguida sacó de su cartera un

atado de cigarrillos suaves, de esos que


algunas mujeres fuman para sobrepasar

naturalmente algunas situaciones


sociales. Como era de esperar, le pidió
fuego a Philippe, buscando de este modo

el repetido y trillado esquema mental

impuesto por las publicidades, de


seducción en el momento en el que se

acerca con su cigarrillo ubicado en los

labios y él se aproxima para darle el


fuego que ella necesita. Cruzada de
piernas dos veces, una a la altura de las
rodillas y el otro cruce con el pie

izquierdo enganchado por detrás de las

pantorrillas dejando caer todo el

anudamiento, aprovechó para rozarle la


mano a Philippe en el momento que él le
acercó el encendedor.

Desde mi lugar, podía ver su

perfil escuchar las molestas carcajadas

que intercalaba cada dos palabras que


pronunciaba.

Los peones comenzaron a servir

la comida: empanadas de carne y fuentes


de embutidos con panes caseros
cocinados en horno de barro. La música
de fondo había sido elegida por el

homenajeado: folklore argentino.

Luego de haber comido la


entrada, Philippe, sin girar su cuerpo, ni

darse vuelta para llamarme, extendió su


brazo hacia atrás para tocarme a la
altura de la cintura. Un poco incómoda

por la situación, me di vuelta para

responder a su llamado.

–Te presento a Cecilia, una

amiga.

–Hola, soy María.


–Ella es mi intérprete y va a ser
mi secretaria –explicó Philippe.
Philippe me pidió que lo

acompañara hasta su casa porque tenía

que darme algo para traducir. Cecilia

salió detrás nuestro pero al cabo de unos


metros él se detuvo, se volvió hasta ella
y le preguntó:

–¿A dónde vas?

–Con ustedes.

– Quedate, necesito ir a la casa

con María.

Tomamos el camino de

pavimento que nos conducía a la casa


principal. En el recorrido pasamos por
el taller donde se arreglaba la
maquinaria, y luego nos detuvimos en

una fuente de agua gigante construida en

piedra. A ambos lados se extendían dos

construcciones; las caballerizas se


encontraban en el ala derecha. En la otra
se ubicaban las habitaciones de los

peones solteros, las seis habitaciones


daban hacia una galería. Allí nos

detuvimos.

–Ven que te muestro a Puntana y

a Mariscal. Los estoy preparando para

el domingo próximo, que tenemos el


primer partido en la estancia.
–¿Quiénes asistirán al partido?
–Los que están aquí en la fiesta,

y vendrá mucha gente de Buenos Aires.

Van a estar mis dos amigos franceses,

Piero y Robert, así que te vamos a


necesitar la semana próxima, porque
Piero tiene que firmarme unos papeles –

aseguró.
–¿Vas a jugar? –pregunté

intrigada.

–¡Qué pregunta! ¡Para eso


organizo el partido, para poder jugar! –

exclamó mientras abría la puerta de la


caballeriza donde estaba la yegua
tobiana.
–¿Y qué caballo elegiste para

jugar?

–Los estuve probando a los dos

y ésta me responde mejor –me dijo al


mismo tiempo que le acariciaba el
lomo–. Además le tomé cariño y me

gusta el nombre que le pusiste…


“Puntana”.

–¡Está hermosa! –exclamé

mientras acercaba mi boca al animal


para darle un beso en el cuello y tocarle

las clinas.
–¿Te gusta mucho, no? Después
del domingo, es tuya –dijo mirándome a
los ojos.

–¿Por qué me la regalas?

—Noté que te gustan mucho los

caballos y por como cabalgas se percibe


tu sintonía con los animales
Me entusiasmaba la idea de

recuperar algunas sensaciones y


recuerdos de los preciados momentos de

mi infancia recorriendo el campo a

caballo y sumergiéndome en la paz que


esas cabalgatas me generaban. Estaba

confundida por ese gesto de generosidad


por parte de Philippe.
–Vamos a la casa –dijo cerrando
la puerta de la caballeriza.

La doble puerta principal de

roble estaba adornada por un picaporte


artesanal de astas de ciervo.

Excentricidades de esa naturaleza


podían asombrar a cualquiera; en mi
caso, luego del viaje a Merlo, estaba

preparada para cualquier otro detalle

acorde a un personaje de su especie.


Nos dirigimos al escritorio, me entregó

una hoja de fax, la miré para ver de qué

se trataba y sorprendida, le pregunté:


–¿Qué es esto? ¡No tiene
sentido!

–Solo pasa al francés las

palabras que empiezan con mayúscula,

la mayoría son animales, el resto déjalo.


Haz una lista solo con las palabras que

empiezan con mayúscula, vas a


encontrar algunos nombres de aves
también. ¡Ah! Y agrégale el número que

tiene al lado. Colocó el documento en un

sobre y me volvió a recordar la


discreción que debía tener, y la

importancia del documento.

–¿Dónde está tu cartera? –


preguntó recorriendo con su mirada mi
figura y el entorno de la sala, para ver si
la había dejado arriba del escritorio, o

en la silla.

–La dejé allá, en la fiesta.

–Si tienes la costumbre de dejar


tu cartera, no puedo correr ese riesgo.
Ven que te muestro dónde lo voy a dejar.

Cuando te vayas, no es necesario que me


avises, directamente pasas, entras, y lo

buscas. Le voy a avisar a Gloria, mi

cocinera, que vas a pasar a retirar algo –


terminó la explicación en el momento en

que llegamos a su recámara.


La habitación tenía una cama
inmensa con barrotes en los extremos de
unos dos metros de altura, torneados en

madera, los ventanales

de blindex ocupaban todo el alto y el

ancho de los muros. El baño en suite


disponía de un sauna para dos personas
y el vestidor era tan grande como la

habitación. Corrió unos suéteres y abrió


una pequeña puerta disimulada con la

misma madera de roble del mobiliario

del vestidor.
–¡Presta atención! Abres esta

puertita, luego en la caja de seguridad,


marcas 301189, tomas los papeles, los
colocas en tu bolso, cierras todo y te
vas. No dejes que Gloria se meta a la

habitación mientras haces esto… cierra

la puerta con llave.

–¿Philippe, estás seguro? Me


incomoda tener que entrar a tu
habitación y abrir tu caja fuerte.

–Es por eso que te digo que


cierres con llave cuando entres –repitió.

–¿No es más fácil que vengamos

juntos y me los entregues acá?


–Venir otra vez hasta acá contigo

a la habitación va a ser un poco riesgoso


para ti y sospechoso para los que están
pendientes de mis movimientos –dijo
mientras se me aproximaba deslizando

su mano por mi cintura y deteniendo el

recorrido en la espalda. Ajustó con

fuerza su brazo estrechándome contra su


pecho. Tomó mi mentón y nos miramos
a los ojos:

–¿O prefieres que vengamos los


dos, más tarde y nos quedemos a

festejar mi cumpleaños acá?

–Deberías festejar tu cumpleaños


con tu amiga. Ella debe tener más

experiencia en fiestitas.

–No me gustan las mujeres
celosas…–dijo alzando la voz y con un

gesto brusco me tiró a la cama– quiero

que pasemos la noche juntos…

–¿Y ella?
–Ella es una pantalla, tú eres
demasiado joven ¿entiendes eso? —dijo

mientras se recostaba sobre mi cuerpo.


–Lo entiendo –y súbitamente mis

ojos se llenaron de lágrimas.

–Ven aquí —se sentó en la cama


a mi lado y con su boca alcanzó una

lágrima que corría por mi mejilla—


después del partido te mudas a la
estancia ¿de acuerdo?
–Está bien—susurré entre sus

brazos.

–¡Vamos, que ya deben estar

buscándome!
Salimos de allí y nos dirigimos a
la puerta principal. Cuando la abrió, se

encontró con la figura esbelta de su


“amiga” Cecilia. Ella lo rodeó con sus

brazos y le dio un beso antes de que él

dijera algo. Philippe se la descolgó de


los hombros sacudiendo la cabeza para

rechazar su beso.
–¿Qué estás haciendo acá? –le
gritó enfurecido–. ¡Te dije que tenía que
hablar con ella! ¡A mí me obedecés o te

largás de acá! –la amenazó agitando su

mano y señalando con su índice hacia la

salida de la estancia.
–Está bien, disculpa –dijo ella.

Cuando llegamos a la fiesta le

dedicaron una payada a Philippe. El

duelo de décimas improvisadas


entretenía y hasta emocionaba al

público. Los payadores eran dos peones

de la estancia que aprovecharon la


ocasión para mostrar su espectáculo en
vivo y agradecerle al homenajeado por
todas las bondades que les brindaba a la

peonada. Más tarde las paisanas y los

gauchos bailarían el repertorio de

canciones típicas. La fiesta continuó


entretenida, seguida también de unas
milongas y los invitados que se sumaban

con los bailarines a danzar.

El decadente estado de ebriedad de

los más rezagados me animó a


levantarme de la silla e ir a cumplir con

mi trabajo. Le dije a mi hermano que

esperase en la puerta de la casa


principal, porque tenía que hacer una
diligencia importante y necesitaba que él
me vigilara, a causa la oscuridad de la

noche. Él, sin saber de mi temor por el

doble riesgo en el que me encontraba –

por el hecho de que se apareciera


Philippe borracho en la habitación, o
que alguien descubriera el encargo que

debía cumplir– esperó en la puerta.


Ingresé a la habitación y por detrás de

me siguió la cocinera.

–¡Hola! ¿Sos María, la

intérprete? –Soy la cocinera, Philippe

me dijo que ibas a venir pero no


comentó para qué. ¿Te vas a quedar a
dormir acá con él? –curioseó la señora.
–¡No! Vine a esconder por

alguna parte su regalito de cumpleaños.

Es como un juego de pistas que estamos

haciendo.
–¡Ah, bueno! Cerrá la puerta con
llave entonces.

Gloria salió de la habitación,


cerré con llave y fui directo hacia el

vestidor, corrí la ropa, abrí la puertita

de madera y marqué la clave, al mismo


tiempo que me preguntaba cuál sería el

motivo de la elección de esos números.


El documento estaba allí, lo tomé y no
pude dejar de observar la presencia de
dos pasaportes y un documento de

identidad. Las ganas de abrirlos y

mirarlos vencieron mis principios

cuando tuve el presentimiento de que en


algún momento esta información me
serviría de algo. Tomé el primer

documento que era el pasaporte francés.


Pasé directamente a las hojas de entrada

y salida: todas estaban completas de

sellos: Polinesia Francesa, Inglaterra,


Estados Unidos, Colombia, México,

Venezuela, China, Australia, Japón.


Tomé el otro pasaporte que decía
Angola, estaba su foto, su nombre
completo pero con otro numero de

identidad. Las entradas y salidas eran

sellos hacia los Emiratos, Egipto, Irak y

Jordania. El último era su documento de


identidad francés. Rápidamente coloqué
los tres documentos en el mismo orden

en el que estaban, cerré las dos puertas y


coloqué la pila de suéteres, doblé la

hoja y la guardé en mi bolso. Nerviosa

por el exceso que había cometido


cuando habían confiado tanto en mí,

avergonzada por mi actitud, salí


corriendo de la habitación y de la casa,
subí a la camioneta de mi hermano y
salimos de la estancia.

Los veinte kilómetros de regreso

a la cuidad me ayudaron a tratar de


ordenar la información recogida.

Pasaporte africano, entradas y salidas a


países con los cuales debía negociar las
ventas de armas, algunas de ellas dentro

de la ilegalidad, lo que explicaba su

pasaporte falso. Recordaba muy bien las


palabras del jeque:“Una parte del pago

se realiza vía giro bancario, el resto se

entrega a un contacto que recibe el


dinero en negro”.

Y Philippe, al ser un lobista que

trabajaba para una fábrica de

armamentos franceses, cobraba su

porcentaje de las ventas. La ilegalidad


en el marco de lo legal.

–¿Qué pasó? ¡Contame! ¿Qué

tenías que hacer en la casa? –preguntó


mi hermano.

–Tenía que pasar a buscar unas

fichas para el partido de polo –dije,


dándome cuenta de que la mentira y el

engaño ya estaban siendo parte de mi

vida. Me estaba metiendo en un mundo


al que no pertenecía, indefectiblemente
terminaría cambiando mi proceder
llevándome, a la larga, a pisotear mi

esencia. Le diría que no trabajaría más

con él porque no quería correr riesgos y

porque, estrictamente, ese mundo de


ganar dinero a toda costa sin ver que por
codicia miles de personas perdían la

vida no forma parte de mi esencia. No


iba a ser un eslabón más de esa cadena

de atrocidades…

Hice una pausa en mis


pensamientos y miré por la ventanilla,

habíamos llegado a la ciudad, la noche


me daría la calma que estaba
necesitando ¿Aceptaría Philippe mi
renuncia? ¿Podría salirme con tanta

facilidad?

La llegada a casa alivió mi

desesperación e interrumpió el posible


interrogatorio de mi hermano. Fui
directo a mi cuarto para hacer la

traducción del documento, el cual


parecía un informe de compra de una

reserva ecológica: Fueron entregados:

cincuenta Cobra 1 para sector 5,


ochenta Osos Blancos de Siberia en

extinción, dos Elefantes de la india


para EA, tres Ttigres de Malasia para
terreno norte, 25 para selva centro
nuevo continente…

Continué enumerando en francés

toda la lista hasta el final que decía: La


entrega ha sido satisfactoria y los

animales llegaron vivos y sanos, salvo


los 80 Elefantes de EA que tuvieron que
quedar en sus tierras por cuestiones de

visado: ¡ATENCIÓN! ¡SE TOMARÁN

REPRESALIAS!
La lista era incomprensible pero

estaba claro que se trataba de un informe

codificado de venta de armamentos de


guerra y que en letras mayúsculas le
estaban advirtiendo de algo muy
importante. Pensé que se trataba de un

asunto de capital importancia para

Philippe. Tenía que comunicarme con él

cuanto antes, aunque sabía que no podría


hacerlo hasta el día siguiente.

Esa noche fue interminable, no


lograba conciliar el sueño, no podía

dejar de pensar en todo lo que estaba

pasando. Al día siguiente marqué su


número de celular pero no me contestó,

llamé al teléfono fijo y me atendió la

cocinera:
–Gloria, necesito hablar con
Philippe .
–No va a ser posible, viajó a

Buenos Aires, fue a buscar a sus amigos

Piero y Robert.

–¿Y cuándo regresa?


–¡Ah! Eso sí que no lo sé. Si él
llama, ¿querés que le diga que lo estás

buscando?
–Sí, por favor. De todas

maneras, voy a tratar de comunicarme a

su celular.
En el transcurso de la semana,

llamé todos los días a Juan


advirtiéndole de mi urgencia y de la
importancia de mi mensaje pero él
también desconocía el paradero de su

patrón.

Cuatro días pasaron sin tener


noticias. Todo tipo de hipótesis se me

ocurrían… era muy raro que una persona


como él anduviese sin celular. Faltaban
tres días para el partido de polo y

entonces el teléfono sonó y escuché la

voz de Juan.

–María, Philippe llega mañana,

viene con los franceses. Le conté de tu

apuro por comunicarte con él y me dijo


que mañana lo charlan.
Marqué de inmediato el número
de celular, indignada con el mensaje de

Philippe, finalmente escuché su voz y

una sensación de alivio atravesó mi

pecho. Me explicó que necesitaba hablar


personalmente conmigo y que me
esperaba al día siguiente en la estancia.

Qué no me había llamado porque


evitaba las conversaciones telefónicas.


El domingo a la mañana estaba


preparada para la último el encuentro

porque y estaba segura de que Philippe


se iba a poner furioso cuando le diera

mi renuncia. Philppe puso a mi


disposición un coche con chofer para mi
traslado hasta la estancia.

El auto se estacionó en el

ingreso principal de la casa de


huéspedes, allí me recibieron los tres

franceses.
–Je te presente Piero, mi socio –
dijo Philippe.
– Enchanté – saludó el señor

estrechándome la mano y sonriendo con

exageración.

–Y éste es Robert; él habla algo


de español. Vamos a la casa, así
hablamos con Piero sobre los papeles

del alquiler; deberás traducirle el


contrato que tiene que firmar el lunes en

la escribanía. A él y a Juan los puse

como socios de las tierras, y para


alquilar el campo a la empresa

extranjera necesitamos su firma.


–¿Juan? –pregunté.
–Sí, el capataz. –dijo Philippe.
. –Philippe, antes que nada

necesitaría hablar en privado contigo –

dije.

–Bueno, está bien, vamos a


caminar y hablamos. Pasen a la casa que
enseguida regresamos –les dijo a sus

amigos.
Caminamos hacia los palenques

techados.

–Escucha, pequeña, no te

preocupes, dame la lista que te pedí y,

por lo otro, ya estoy enterado.


–¡Seguro! ¿Estás seguro de que
hablamos de lo mismo?
–Claro, es por el negocio con el

árabe; la empresa no pudo arreglar con

la aduana, y los tanques no salieron.

– ¿Te hacen responsable?


–Piero es el que hace la logística
de los envíos y estoy al tanto de la

trampa que me puso el mismo gerente.


Aparentemente está en quiebra, y por

eso hicieron la misma venta para otro

país –explicó con serenidad.


–Entonces, Philippe, ¿qué vas a

hacer? –le pregunté tratando de mantener


la calma.
–Después del partido voy a
desaparecer unas semanas, es por eso

que quiero que estés al corriente de toda

la situación y que conozcas un poco más

mis negocios y mi gente de confianza.


Cuando me vaya, te vas a quedar a cargo
de la recepción de todo el correo y

documentos que lleguen; lo único que


tienes que hacer es leerlo y colocarlo en

mi caja fuerte.

–Cuando me entregaste el

informe entendí que estaba metiéndome

en algo muy turbio. Discúlpame pero no


soy lo que necesitas, ni lo que pensabas.
–Estuviste en presencia del
árabe, eres una testigo de nuestros

negocios y ya estás ciento por ciento

involucrada.

–¡Me llevaste engañada! ¿Por


qué Philippe? –le dije casi balbuceando.
–Porque necesito personas

honestas como vos para poder hacer mi


trabajo tranquilo, sin correr riesgos. ¿O

crees que te elegí solo porque sabías

francés? Eres joven, mujer, sensible,


despierta y, sobre todo, fiel a tus

principios; y eso es lo que necesito,


alguien que no conciba ni por un instante
la idea de traicionarme.
–¿Cómo estás tan seguro de que

soy así? Todos podemos cambiar en el

camino – aseguré.

–Me formé desde que era tan


joven como tú, para reconocer y estudiar
al aliado y al enemigo, llevo veinticinco

años en esto y te aseguro que jamás me


he equivocado a la hora de elegir mi

séquito.

––¡No quiero saber nada más!


¡Cuéntale a tu amiga Cecilia, que se

muere por saber todo lo que yo sé, ella


sí desea todo esto! –grité enfurecida.
–¡Cálmate! Ven, dame un abrazo
–dijo el astuto manipulador

cubriéndome con sus brazos .

Me sentí perdida, ¿cómo

continuaría? Me dije y me repetí para


convencerme, que era una piedra en mi
camino para poner a prueba mis

principios.
Sin cruzar ni una palabra más,

caminamos al encuentro de los

franceses.

Dos horas más tarde la estancia


se vio invadida por ciento de personas

que llegaron para el partido de polo y se

paseaban por los alrededores de la

cancha. Sólo los jugadores tenían acceso


a las caballerizas. Las inmediaciones de

las casas estaban valladas, prohibiendo


el acceso a los distintos inmuebles. En

un costado de la cancha se habían

instalado dos carros de panchos y

bebidas. Las promotoras de distintas


empresas, como agencias de autos y
maquinarias agrícolas, estaban

presentes.

Descendimos del coche, me

dirigí a las caballerizas para ir a ver por


última vez a Puntana. La puerta de su

box estaba abierta, ella se encontraba

allí. ¡Bella!, producida para la ocasión,


con sus protectores, vendas en las patas,
campanas y la montura ya cargada en su
lomo. La hermosa trenza que adornaba

su cola brillaba con gracia. Me acerqué,

la abracé pero ella no parecía haber

notado mi presencia, no tuvo ninguna


reacción. Su cabeza estaba
completamente agachada, sus orejas

caídas y su mirada perdida en el suelo.


La tomé del bozal, levantándole la

cabeza para mirar sus ojos y captar su

atención, le hablé para ver si atendía a


mi estímulo, pero sus orejas quedaron

inmóviles. Al soltarle el bozal, su


cabeza volvió con el envión de su
propio peso al mismo lugar, casi
tocando el suelo. Salí, cerré la puerta

del box y busqué a mis alrededores al

petisero para preguntarle sobre el estado

de la yegua, y recordé que sería su


dueña después del partido.

Luego de haber preguntado por


el paradero del encargado y sin

encontrar ni una pista de su ubicación,

me dirigí al sector desde donde íbamos


a mirar el partido.

Me ubiqué entre la muchedumbre

y, parada en puntas de pies, traté de


localizar a Philippe para advertirle algo
que me pareció muy importante que él
supiese. Escuché su voz muy cerca y las

carcajadas de Cecilia. Guiada por la

misma gente que comenzó a hacer una

ronda alrededor de la pareja, llegué a


localizarlos. El espectáculo que estaban
dando los dos era propicio para la

ocasión. Abrazados y mirándose


amorosamente, posaban para la cámara

y los fotógrafos. Los periodistas los

rodeaban para entrevistarlos.

Me di cuenta de que sería

imposible aproximarme, y mucho menos


contarle mi preocupación. Unas
milésimas de segundo transcurrieron
hasta que escuché su voz pronunciando

mi nombre. Como si hubiese presentido

mi tímida presencia, comenzó a

ahuyentar a la gente que lo rodeaba, para


que despejaran su campo visual y así
poder tenerme en la mira.

–¡Aquí estás, ma cherie ! –gritó

entusiasmado.

La cara de Cecilia se transformó


en un reptil viperino anunciando su

ataque por pretender arrebatarle su

presa. Philippe me tomó de la mano.


– ¿Tout va bien? –dijo.
–Sí, todo va bien; es solo que fui
a ver a Puntana y la noté un poco

cansada, débil, no lo sé, no me gustó su

estado.

–No te preocupes, debe de estar


cansada porque el petisero la estuvo
preparando ayer. Bueno, las dejo porque

empezamos a jugar.
Se alejó perdiéndose entre la

multitud, dibujando un camino con el

paso que le abría la gente ante su


impactante presencia: Casco, remera

verde con la inscripción “La Sophia”,


pantalones blancos, rodilleras, botas y
su mazo de bambú. Montó raudamente la
yegua, la taconeó con todas sus fuerzas y

Puntana reaccionó de manera poco

habitual, demasiado lenta para la orden

que había recibido. Philippe insistió con


sus talones enérgicamente, pero el
animal parecía no sentir los golpes. Su

galope era pesado e inusual. El partido


comenzó. Desafortunadamente el

anfitrión no podía hacerse notar ni

mostrar sus destrezas, no alcanzaba la


pelota en ninguna ocasión. Se lo notaba

confundido y furioso. Pero, de pronto,


sin esperarlo, una pelota voló en
dirección suya, cayendo justo a unos
metros. Enseguida inclinó su tronco

hacia el lado derecho, lo rotó, revoleó

el taco hacia atrás y, al volverlo con

todas sus fuerzas, un joven contrincante


que venía como un rayo para arrebatarle
la pelota, le pegó con furia un tacazo a

las patas delanteras de la yegua, la que


inmediatamente se derrumbó en el piso,

expulsando a Philippe hacia adelante y

luego desplomándose sobre él.

La caída parecía repetirse ante

mis ojos en cámara lenta. El accidente


fue fatal, como una trampa del destino,
una trampa. La gente se amontonó a su
alrededor y yo quedé paralizada. Los

enfermeros lo subieron a la camilla y lo

cargaron en la ambulancia;

aparentemente no tenía ningún rastro de


sangre, solo estaba desmayado. Cecilia
se subió con él y la ambulancia partió

con el ruido de las sirenas.

Busqué rápidamente a Piero y

Robert para ir con ellos al hospital.


Entre el griterío de la muchedumbre y el

movimiento de gente, la escena devenía

caótica. Me dirigí a la casa de


huéspedes para encontrar un punto de
referencia, con la esperanza de que ellos
regresaran allí. Toqué la puerta, la que

se abrió en ese mismo momento y

anunció el rostro desfigurado de Robert.

–¡Vamos al hospital! ¡Rápido,

toma tus cosas y vamos! –me gritó


desesperado.
–Sí, tenemos que ir cuanto antes

–dijo Piero.

Los susurros, la larga espera, la

esperanza de que fuera solo un golpe, la

interminable espera. Las enfermeras y

médicos que entraban y salían, no


expresaban ni un solo gesto en sus caras,

ni un solo indicio del estado de


Philippe. Pasadas unas dos horas, un
médico preguntó lo de rutina:

–¿Quién es el familiar?

–¡Yo! –respondió Cecilia

abalanzándose sobre el médico.

–¿Usted es su esposa?

–¡Sí!, bueno no legalmente,


aunque… nos estábamos por casar… –
terminó la frase con un llanto fingido.
–No, necesito a un familiar –

replicó el médico.

–Disculpe, doctor, soy un amigo de

Philippe –le dijo Robert con su


escaso español–. Philippe tiene sólo
dos hermanos: uno viviendo en

Inglaterra y el otro en Marruecos.


–Debemos informarles urgente el

estado del paciente, necesitamos

autorización de ellos para hacer el


traslado a otra clínica.

–Entonces voy a comunicarme de


inmediato con Paul, el mayor, que está
en Londres –aseguró Robert mientras
tomaba su celular.

La situación se ponía tensa, ya

que todos estábamos a la espera del

parte médico.

– ¿Paul?, soy Robert; mira te


llamo desde Argentina, estoy aquí
porque tu hermano tuvo un accidente

jugando al polo. Estamos en la clínica y

el médico nos dice que necesita hablar


con un familiar. ¿Te lo paso? –hizo una

pausa para escuchar la respuesta y

continuó hablando en francés–. No, pero


tengo la traductora a mi lado, te paso
con ella.
–Dígale que Philippe está en

estado de coma. El golpe en la cabeza le

produjo lesiones internas muy

importantes, no hubo fractura ni


hematomas de ningún tipo, solo pudimos
ver por las resonancias que hay muchos

centros afectados. Por lo cual


necesitamos su autorización para

enviarlo a una clínica en Buenos Aires

que se especializa en trastornos


neurológicos donde tienen toda la

tecnología necesaria para ampliar el


diagnóstico.
Terminé la interpretación con la
voz quebrada, temblorosa, pero

sosteniendo una actitud corporal

correcta para no levantar sospechas de

mi falta de profesionalismo. En ese


momento era “La Intérprete”, y tenía que
ser objetiva y precisa. Escuché la

respuesta del interlocutor desconocido y


traduje:

–Dice que le enviará la


autorización vía fax y que mañana viaja

para Buenos Aires, que le diga el

nombre y la dirección de la clínica que


él estará allí esperándolo. Pregunta
cómo va a ser el traslado.
–Dígale que lo ideal, por el

delicado estado en el que se encuentra,

es que se realice en avión privado.

–Acepta que lo hagan, y asegura


que el encargado de la estancia tiene los
medios necesarios –finalicé tratando de

controlar el temblor de mi mano


derecha, con la cual sostenía el celular.

Juan se encontraba afuera de la

clínica, fumando y esperando el parte


médico. Piero le hizo señas a través del

vidrio para que entrara. Se unió a


nosotros y escuchó la explicación del
médico:

–Mañana se hace el traslado, se

tendrán que turnan para estar en la

clínica de Buenos Aires.


–Yo voy a acompañarlo todo el

tiempo que sea necesario –aseguró


Cecilia, llorando desconsolada.
–Tranquila, Cecilia –tomó la

palabra Juan, dándole unas palmadas en

la espalda.
Cecilia se quedó toda la noche

en el hospital y nosotros volvimos a la

estancia para organizar el traslado.


Tanta tensión nos había quitado
el ánimo hasta para hablar. Era ya
medianoche y se decidió ir a descansar

para poder, al día siguiente, estar más

lúcidos y enteros.

Teníamos reunión con el estudio

contable para firmar el contrato con la


empresa extranjera que alquilaba las
tierras, y había que disponer del dinero

para el pago de la internación,

honorarios médicos y posterior traslado


a Buenos Aires.

Me dirigí entonces a la

habitación que me habían preparado,


independiente de la casa principal.
Ubicada al lado de la habitación de
Philippe pero con acceso por la galería.

Desde una inmensa ventana podía

observarse el magnífico parque

iluminado. En un extremo, un hogar


encendido; y, al fondo, una puerta que
daba ingreso al antebaño. Me derrumbé

en el inmenso sommier de tres plazas,


quedando boca abajo, con la cabeza casi

colgando en un costado del colchón y

los brazos abiertos en cruz. Quedé con


la mente en blanco, sintiendo el corto

ritmo de mi respiración…
Pensaba en esa maraña de
ambiciones que mueve al ser humano y
que, paradójicamente, se vuelve

insignificante frente al sacudón que nos

puede dar la vida. Buscando refugio en

mis escritos, tomé la pluma y dejé correr


la tinta en las hojas como lágrimas en un
pañuelo…

Con la llegada del alba mis ojos


se abrieron automáticamente.

Desconcertada y con la cabeza aturdida,


me pregunté por unos instantes qué hacía
en esa habitación desconocida. Con

rapidez me senté en la cama. Observé el

patio; el viento castigaba los árboles


con su furia. Un amanecer devastador.

Angustiada, las últimas imágenes del día

anterior pasaban por mi cabeza y la voz


de Philippe retumbaba en mis oídos:

–Cálmate, no pasa nada…

Ya se podía sentir el vacío, la

ausencia de ese hombre que había

irrumpido en mi vida para tomarme con


sus tentáculos y llevarme a recorrer las

oscuras profundidades de su submundo.

Me vestí, lavé enérgicamente mi


rostro. Salí de la habitación y caminé

por la vereda que bordeaba la casa.

Cuando ingresé a la casa, el rostro de la


cocinera desfigurado por tantas

lágrimas, me provocó un nudo en el

estómago.
En el living se encontraban
reunidos Juan, Robert y Piero tratando
de comunicarse con el poco español que

Robert manejaba ayudado por su

inagotable mímica. En la mesita ubicada

atrás del gran sofá se encontraban los


puros con el encendedor de Philippe y la
campera arrojada en el respaldar de la

silla de lectura como si sus pertenencias


aguardaban, de un momento al otro, su

llegada. Cada rincón de la casa tenía la

huella fresca de su persona.

Fuimos al estudio contable,

donde nos encontramos con Mario para


firmar el contrato de alquiler por dos
años de las tierras, tal como lo había
planeado Philippe. Mario trató de hablar

conmigo en privado, pero fue muy

inoportuno de su parte querer

averiguarme algunas cosas. Antes de


retirarse de la reunión, me pidió mi
número de teléfono con la excusa de

mantenerse informado sobre el estado de


salud de Philippe.

La chequera entregada a Juan tenía los


fondos solo para cubrir los gastos de la

estancia pero con la autorización de

Piero se ampliaron a unos 200.000


dólares para disponer de dinero para el
tratamiento. En ese momento recordé el
oro… ¿Qué sería de esos lingotes? ¿Los

habría guardado en la estancia? ¿O

quizás se los había llevado cuando

desapareció durante una semana?


Cualquiera fuese su destino, en ese
momento no tenía ningún valor y ninguna

importancia. Philippe estaba en coma y


con un pronóstico muy pesimista, de lo

contrario no lo trasladarían a la mejor

clínica de Sudamérica.

Estaba convencida de que somos

almas que descendemos a la tierra en


busca de una experiencia humana, en
consecuencia, la muerte me parecía una
situación bastante razonable. Un alma

baja y la otra sube, como llenando los

espacios vacíos, completando un

rompecabezas para equilibrar el


universo. En el caso de un coma, el
curso de la vida queda en suspenso; esa

alma estaba luchando para quedarse en


la tierra, todavía no era su tiempo de

partir, algo más le quedaba por hacer.

¿Quizás arrepentirse por la elección de


su camino en la tierra?

Sospeché de que ese accidente


no hubiese terminado así si Puntana
hubiera jugado en un estado óptimo. La
yegua estaba bajo los efectos de alguna

droga, ¡le advertí a Philippe que algo

tenía! Pero él la montó sin siquiera

revisarla. ¿Quién Creería mi teoría de


un posible atentado? ¿Qué iba a decir?
No, porque Philippe vendía armas y

tenía lingotes de oro en la estancia y nos


encontramos con un jeque que ahora

quiere vengarse porque la empresa de

armamentos no le hizo la entrega


acordada ¿Quién me creería? Además,

eso hundiría a Philippe aún más. Y, por


otro lado, develar la causa del accidente
no iba a devolverle la conciencia a
Philippe. Los médicos esperaban que

saliera del coma y, si eso sucedía, más

tarde él me diría qué actitud tomar.

Abrir la boca impicaría un riesgo muy


grande para mí. Me sentía todo el
tiempo con un punto rojo marcado en el

entrecejo. Mi estrategia sería hacerme la


ignorante en todo los asuntos de

Philippe y esperar a que él despertara.

Al día siguiente, Pierre y Robert

partieron hacia Buenos Aires para pasar

a ver a su amigo por la clínica y tomar


el avión de regreso a Europa.

Una semana semana después del

accidente, las noticias que Juan me trajo

desde Buenos Aires fueron

desalentadoras: el coma en el que se


encontraba era severo, podría continuar

en ese estado por un tiempo indefinido.


El traumatismo craneoencefálico le
había producido lesiones muy graves

con edemas en distintas zonas del

cerebro.

Cecilia y su hermano Paul,

recién llegado de Inglaterra, se quedaron

en la clínica.
Una semana después, Paul arribó a Río
Cuarto con el primer informe médico
para que se lo tradujera. Su objetivo era

conocer la estancia de su hermano. Paul

mandó a un peón a recogerme para

llevarme a la estancia. Estaba ansiosa


por conocer al hermano de Philippe para
poder desahogarme y contarle mi

versión del accidente. Suponía que Paul


estaría al corriente de los negocios de su

hermano. En realidad, Philippe ocupaba

un cargo dentro de una empresa francesa


que fabricaba armamentos; él era

conocido en su país por ser un


renombrado y astuto lobista. Lo que
nadie conocía eran sus negocios ilegales
y las sumas siderales que cobraba por

cada operación.

Sabía que el señor Paul Leduc,


dos años menor que Philippe, era un

hombre de la marina, con algunas


influencias en el seno del poder
europeo. Philippe me había contado que

su padre había sido militar, condecorado

en varias oportunidades –la última,


póstuma– por su participación en la

guerra de Argelia, donde perdió la vida.

En cuanto al hermano menor, Valmont, lo


único que Philippe me contó fue que era
un joven aventurero que había
encontrado trabajo en Marruecos en una

fábrica de lapiceras de lujo y que vivía

en su mansión de Marraquesh, que él

amablemente le prestaba. Philippe


había entablado un lazo afectivo sólo
con la hija mayor de Valmont, con su

querida sobrina Margot, quien en la


actualidad tenía 15 años. Por el

contrario, a las hijas de Paul solo las

pudo visitar hasta la edad de 6 años,


debido a que al comienzo de la escuela

primaria sus padres las internaron en un


colegio religioso en Londres, donde
tenían derecho a dos visitas mensuales.
Lo peor de todo era que el colegio se

encontraba situado a trescientos metros

del departamento en donde Paul y su

esposa vivían. Evidentemente, a Paul y a


su señora lo único que les importaba era
inculcarles a sus hijas la “mejor

educación” que existiera en Europa, y


que pudiesen ingresar al selecto círculo

de la alta sociedad británica.

Bajo la galería de la casa

principal se encontraba un hombre

delgado, alto, canoso y peinado a la


gomina. Su pulcritud se percibía desde
la distancia. Recorría la galería
marcando el paso de ida y de vuelta, se

detenía para verificar si sus impecables

zapatos y seguía marchando con un

cigarrillo en su mano. A cada instante


sacudía el posible polvillo que podría
penetrar en su traje negro, y luego

pasaba la palma sobre su cabellera para


evitar que el viento lo despeinara.

Descendí del coche y cerró la


puerta con cortesía. Estrechó mi diestra,

y se presentó con excesiva formalidad.

Su tono de voz era incomparable, de una


prestancia que imprimía un estilo
sumamente particular. La modulación de
su voz parecía tan estudiada…

–¿Mademoiselle María? –

preguntó en un francés formal–.

Encantado de conocerla, soy Paul


Leduc, el hermano de Philippe. Pase
por favor –abrió la puerta de la entrada

principal de la casa y me dio paso–. Por


aquí. Vamos a pasar al comedor,

¿desearía usted un té, señorita?

–Sí, gracias –le correspondí


mientras tomaba asiento en la silla que

me ofrecía.
–Señorita, la he citado para
informarle que voy a necesitar de sus
servicios durante el tiempo que perdure

mi estadía. Asimismo, deseo

comunicarle –debido a que usted era la

intérprete de mi querido y convaleciente


hermano– que permanecí durante el
transcurso de una semana en la clínica,

intentando recolectar información sobre


las posibilidades de su recuperación. He

estudiando el funcionamiento del equipo

médico, revisado también las


instalaciones y corroboré que es una

clínica de nivel internacional. Teniendo


en cuenta que el paciente es Philippe
Leduc, un hombre conocido, respetado y
que ha hecho millones, es inminente

iniciar una demanda judicial por insanía,

con el único fin de salvaguardar los

bienes y, en consecuencia, la salud de mi


hermano.
–¿Usted quiere llevarse a

Philippe?
–Claro que sí, señorita. Es por

eso que la he citado aquí, para que haga

la traducción de los informes médicos


que traje de Buenos Aires, los que

presentaré en una importantísima clínica


francesa; de manera paralela la
presentaré en inglés a otra en San
Francisco, en los Estados Unidos. Una

vez que el juez declare insano a mi

hermano –es decir, imposibilitado para

manejar sus bienes y su persona–, me


nombrará a mí “curador”. Por si usted
no lo sabe, la justicia denomina con ese

término a la persona que se autoriza


para que tome el control total del

patrimonio y de la persona del

inhabilitado. Quiero que usted, parte


importantísima en este juicio, esté

informada de mis intenciones. Ahora


mismo vamos a ir al encuentro del
abogado amigo de Cecilia, según ella, el
mejor de la ciudad, para iniciar ya

mismo la demanda.

–Discúlpeme, es que hay algo

que no entendí.
–Sí, dígame.
–Usted dice que yo soy parte

importantísima en el juicio¿A qué se


refiere con eso? ¡Yo sólo soy una

intérprete!

–Claro, eso es evidente. Sin


embargo, usted tiene conocimientos

acerca de los negocios de mi hermano y


eso sumaría mucha información a la hora
de buscar pruebas y testigos. Digamos,
en una palabra, que usted sería la testigo

clave en todo este asunto.

–No, creo que hay un error de su

parte. Yo soy intérprete, como tal, debo


respetar los secretos de mis clientes.
Ahora mismo, por ejemplo, no podría

salir de aquí y contar sobre son sus


planes.

–La entiendo muy bien, y veo

claramente la lealtad que tiene para con


mi hermano; pero, en nombre de esa

lealtad, le pido que colabore. Es


imprescindible que yo obtenga la
curatela, de lo contrario, estafarán a mi
hermano. Usted sabrá que Philippe tiene

socios y testaferros por doquier; en este

mismo momento, ellos están haciendo

uso y abuso de su dinero, y sin dinero,


Philippe no se podrá curar.
–De acuerdo; por ese lado, y

mientras Philippe esté en coma –admití.


–Perfecto, sabía que colaboraría.

–Sí, siempre y cuando sea en

beneficio de su hermano.
–Correcto, los dos queremos lo

mismo.
–De todos modos, ¿qué
relevancia tiene mi conocimiento sobre
los negocios de Philippe en este asunto?

–Es importante conocer cuáles

eran las personas a las que él confiaba

sus pertenencias, para poder recuperar y


asegurar ese dinero o cualquier otro
bien; autos de lujo, obras de arte, joyas,

acciones, inmuebles, los caballos que le


vendía su amigo Robert, etcétera.

–Pero usted, señor, sabe mucho

más que yo. Eso que cuenta, lo


desconocía; yo lo único que conozco es

su relación laboral con Piero y su


amistad con Robert.
–¿Qué puso a nombre de Paco?
–Casi todo pero, de todas

maneras, señor Leduc, pero no me

necesita a mí para saber a nombre de

quién está cada cosa –insistí, para poder


zafar de algún modo de esa
responsabilidad.

–Sí, pero usted es testigo de que


los bienes son de Philippe.

Hice un silencio, agaché la

cabeza y sin responder ni comentar nada


con el fin de terminar la discusión, dirigí

la mirada hacia el jardín, como para


despabilarme un poco.

–Vamos entonces al estudio del

abogado para exponer el asunto –

propuso Paul.

Se puso de pie y se colocó por detrás de


mí para correr la silla en la que estaba

sentada.


Llegamos al estudio, que se
encontraba en pleno centro de la ciudad,
para encontrarnos con un joven abogado

perteneciente a una prestigiosa y

renombrada familia de juristas. Hicimos

las presentaciones correspondientes,


tomamos asiento y nos dispusimos a
escuchar la interminable perorata de

Paul.

–Señor Luis, estamos aquí, como

usted bien lo sabe, con la intención de


iniciar la demanda de insanía de mi

hermano, el señor Philippe Leduc, quien

tras un terrible accidente deportivo


quedó en estado de coma con un
pronóstico sumamente pesimista.
Teniendo conocimiento sobre las

relaciones laborales de mi hermano y de

la clase de gente que lo rodea, necesito

obtener cuanto antes la protección de mi


hermano. La señorita que me acompaña
traducirá nuestra conversación –dijo e

hizo una pausa para dar lugar a mi


interpretación y continuó–. Desde mi

punto de vista, las personas que podrían

eventualmente causar perjuicio a los


bienes de Philippe, ya sea por

incompetencia, negligencia, codicia o


por intenciones insospechadas, son
aquellas que tomaron el control de los
recursos financieros, de las cuentas

bancarias, de las obras de arte y de los

objetos de valor el día después de su

accidente. Es de mi conocimiento, doy


fe, que se trata del señor Piero, socio de
mi hermano, y el señor Francis Dubois,

suizo residente en Bâle, quienes tienen,


ambos, libre acceso a las cuentas

bancarias de Philippe. No conozco la

naturaleza ni el alcance del eventual


mandato que él pudo confiarles, pero

estoy persuadido de que ninguna de esas


dos personas disponen de un poder
escrito, válido y legal. Sé también, con
pruebas bancarias de respaldo –tomó

unas hojas que sacó de su maletín y se

las entregó al abogado– que el señor

Piero hizo un uso inmoderado del dinero


de mi hermano inmediatamente después
del día del accidente. Sumas colosales –

más de quinientos mil dólares


estadounidenses pertenecientes a

Philippe– fueron depositados en la

cuenta de este señor. Ni mi hermano


menor ni yo recibimos información

alguna sobre el uso de ese dinero.


Se detuvo para dar lugar a la
interpretación.

–¿Podría tratarse del dinero para

la rehabilitación? –interrumpió el

abogado.
–Según el testimonio del

administrador de la estancia, Juan


Bonani, ninguna suma de dinero fue
transferida a Argentina. Philippe no se

benefició entonces de su propio dinero.

Y peor aún, él no dispone de los fondos


necesarios para el tratamiento. Los

gastos ocasionados después del

accidente están siendo cubiertos con los


fondos de la sociedad agrícola,
perteneciente a fin de cuentas a Philippe;
su utilización para fines privados o

personales, constituye una grave

infracción a los derechos de las

sociedades. Para proteger los bienes de


Philippe, es necesario primero
identificar a las personas que podrían

perjudicarlo. Frente al riesgo de un


fraude,tanto el señor Piero como el suizo

Francis deberán ser interrogados –

advirtió el hábil estratega.


–De todas maneras, eso tendrá

que ser investigado antes, ya que usted


podría ignorar el alcance de los poderes
que su hermano le otorgó al suizo.
Dígame su dirección y teléfono que me

comunicaré con él.

–Sí claro, es el señor Francis

Dubois… –tomó del bolsillo delantero


de su maletín una libreta y buscó la letra
“E” –aquí esta… estudio Ernest d’Atag.

–Lamento desilusionarlo; debo


decirle que si se trata de esa empresa es

imposible que un abogado no haya

obtenido todos los poderes necesarios y


bajo el marco legal que lo respalda. Es

definitivamente absurdo que, si su


hermano aseguraba su fortuna con esa
compañía, ese acuerdo se haya hecho de
palabra. Con seguridad se organizó y

hasta se previó el caso de enfermedad,

invalidez o muerte. Por lo general, los

millonarios dejan una parte a la familia


y el resto a sociedades de fomento –
aseguró el abogado.

–Nos cercioraremos de ello. Por


otra parte –continuó– es importante que

usted sepa que mi hermano menor

Valmont no estará de acuerdo con mi


pedido de protección judicial, y es

probable que haga valer sus también sus


derechos de hermano delante del juez,
contestando a la protección judicial que
estoy iniciando.

–Bueno, eso se verá en su

debido momento, nosotros vamos a

presentar la demanda por el juicio de


insanía proponiéndolo a usted como
curador. El problema es que si su

hermano se opone, la jueza va a


presentar por su lado a un curador

designado por el tribunal.

–Eso lo veremos –concluyó con


soberbia.

–De todas maneras, señor Leduc,


es mi deber informarle que el estado de
capacidad o incapacidad lo
determinarán las pericias médicas que

se realizan en varias etapas,

conjuntamente con el equipo médico que

trata al enfermo. Es probable que en este


período, dado que el accidente ha sido
tan reciente y el tiempo del estado de

coma es incierto, se nombre un curador


provisorio designado por el Tribunal

hasta tanto se deje pasar un tiempo

prudencial. ¿Está a su alcance el


pasaporte de Philippe?

–Creo que sí, debe estar en la


estancia en algún lugar.
–Por favor, tráigalo y yo lo
guardo en la caja de seguridad. Le

explico… sin ese documento, no se

puede iniciar la demanda. Por otra parte,

si su hermano no apoya su decisión,


podría tomar el pasaporte y llevárselo a
otro país.

–Tengo que admitir que no lo


había pensado. Esta misma tarde le

acerco el documento –aseguró Paul.

–De acuerdo –dijo el abogado,


sin saber que ese documento jamás

llegaría a sus manos, o por lo menos no


ahora, no hasta que no constatase que las
intenciones de Paul eran realmente las
que promulgaba, solo Phillippe y yo

sabíamos la clave de la caja de

seguridad donde se encontraban sus

documentos.
– ¿Cuándo cree que se me citará
a declarar?

–En dos meses,


aproximadamente…

–¡Dos meses! ¡Es imposible! –

exclamó exaltado. ¡Tanto tiempo!


–Son los tiempos lógicos, como

mínimo, dos meses. Luego se deben


presentar a declarar todos los testigos
que sean citados en la causa, y esperar
que los médicos decidan cuál es el

momento adecuado para realizar la

pericia médica.

–Está bien, lo que pasa es que el


trabajo me tiene muy ocupado, y es muy
difícil para mí disponer de tiempo para

venir hasta aquí. Otra cosa que debemos


pedir es un sustento económico para la

señorita Cecilia, que devotamente cuida

a mi hermano, privándose de su salario,


de sus actividades, de su vida social,

solo abocada al cuidado de Philippe en


Buenos Aires –admitió.
–Eso se puede arreglar por
ahora, calculando un monto equivalente

al trabajo de una enfermera, y se lo

puede incluir dentro de los honorarios

médicos de los que la empresa


agropecuaria se está haciendo cargo.
–Me parece muy atinado –

respondió satisfecho–. Bueno, creo


haber expuesto todos los puntos

importantes. Quedo a su disposición, y

nos mantendremos al corriente vía


correo electrónico que con tanta

amabilidad la señorita aquí presente le


traducirá –me miró haciendo un gesto de
aprobación con la cabeza, esbozando
una sonrisa arrogante.

Paul no me gustaba. Su

exagerada cortesía y sus elocuentes

palabras me llegaban como invisibles


flechazos envenenados de ambición.
Sus denuncias hacia los socios de

Philippe me parecieron infundadas, y


consideré que los acusaba con el fin de

poder develar los secretos de su

hermano. Como él desconocía el manejo


financiero de su hermano, la única forma

de descubrirlo era denunciando a los


que estaban a cargo de incrementar y
proteger el patrimonio de Philippe.
Además, mintió con demasiada

naturalidad al decir que Juan no tenía

fondos para pagar la rehabilitación.

De todos modos, intenté ponerme


en su lugar para ver a través de sus ojos:
su hermano millonario estaba en coma,

en el último rincón del planeta,


completamente solo, a merced de cuanta

ave de rapiña se le acercara. Él

ignoraba sus negocios y quería


salvaguardar la fortuna de su hermano

de los posibles buitres que intentaran


estafarlo. Como es natural, cuando hay
dinero de por medio, no se sabe quién es
aliado y quién enemigo. La salida más

lógica y que lo avalaba legalmente era

hacer uso de sus derechos de hermano y

apelar a la justicia. De este modo, el


camino era más corto, más limpio y
presumía una actitud honesta y legítima

de su parte.

La teoría era creíble,

sustentable, y ameritaría un mínimo de


consideración de mi parte. La confianza

hacia Paul se iría forjando si las

actitudes y los hechos me comprobasen


la legitimidad de sus intenciones.
Mientras tanto, ni la clave de la caja
fuerte ni la causa del accidente iban a

ser reveladas por mí.

De regreso a la estancia, Paul


irrumpió raudo en la habitación en busca

del pasaporte de Philippe. Revisó cada


rincón: levantó cuadros, alfombras,
sillones, corrió la cama, entró al

vestidor, tiró toda la ropa al suelo y,

finalmente, encontró, disimulada por la


misma madera del vestidor, la puertita,

que abrió para enfrentarse a la caja

fuerte cerrada, sin posibilidades de


abrirla a falta de la clave.

– ¡Merde! –exclamó fuera de

sí–. ¡Me lo imaginaba, lógico, estoy

seguro que aquí están los documentos

que necesito!
¿Los documentos que

necesitaba? ¿Que otros documentos


estaba buscando aparte del o los
pasaportes de Philippe? Eso sí que no lo

sabía, de eso no tenía ninguna pista. Me

concentré en actuar lo más natural


posible. Paul comenzó a marcar números

en el tablero de la caja de seguridad,

intentando dar con la clave correcta.


–No, su fecha de nacimiento es
muy obvia, entonces es la de mi madre –
marcó los seis dígitos y nada–. ¡Está

bien, ya sé! Es la fecha del cumpleaños

de su querida ahijada –dijo con recelo,

haciendo referencia a la hija mayor de


Valmont.
–Disculpe mi intromisión Paul –

le dije– , podría estar en el maletín o en


los cajones del escritorio.

–¿Podría estar allí? ¿Usted cree

que mi hermano confiaba tanto en la


gente que lo rodeaba como para dejar su

documento al alcance de cualquiera?


–Sí, él confiaba mucho en Juan y
en Cecilia, ¡por supuesto! –le aseguré
como para despistarlo un poco,

temiendo que encontrara la clave

correcta.

–Bueno, vamos al escritorio y


comuníqueme con Cecilia, dígaleque
venga urgente aquí. Espere, ¡ya sé cuál

es la clave! Es la fecha del asesinato de


Marie, es el 03 12 89 –marcó los

números en el tablero–. ¡Merde! ¡No es

tampoco!
¿La fecha del asesinato de

Marie? ¿Quién era esa mujer y qué


relación tenía con Philippe? La
verdadera clave coincidía en los dos
últimos dígitos con el año de la muerte

de esa tal Marie, el resto de los números

se acercaba por pocos días a la clave

puesta por Philippe: 30 11 89… ¿Qué


significado tenía esa fecha? No lo sabía,
pero ahora se agregaba un dato

escalofriante: el “asesinato de Marie”.


Infaltable, en esta historia de novela que

estaba viviendo.

Pasamos al escritorio y

buscamos por todos los rincones y,

obviamente, no encontramos nada. Paul,


con los nervios de punta, me pidió que
llamara a todo el personal doméstico
para interrogarlo. Mientras se limpiaba

sus manos con una toallita antiséptica

que había sacado del bolsillo de su

saco:

–¿Conoció a Piero?

–Sí, él y Robert estaban aquí el


día del accidente.

–Es verdad, recuerdo bien que

ellos se comunicaron conmigo por


intermedio suyo. ¿Y después del

accidente qué hicieron? –se miraba las

uñas como revisando que estuviesen


limpias.
–Vinimos para aquí, porque al
día siguiente debíamos firmar el

contrato de alquiler de las tierras, que

ya se había pactado con Philippe.

–Me imaginaba, fue Piero


entonces el que se robó el pasaporte de
mi hermano, estoy seguro y espero no

confirmar mis sospechas, porque sería


muy grave. Mire, yo sospecho que Piero

se quiere quedar con la pequeña parte de

dinero de mi hermano que él tiene a su


nombre, ¡un porcentaje bastante

significativo para él! Cuénteme cómo


fue el accidente porque tengo mis serias
sospechas.
No podía creer que alguien

estuviese sospechando lo mismo que yo,

con la diferencia que él desconfiaba de

su amigo Piero, y yo de los árabes. Si


bien no me generaba confianza, el hecho
de que considerara el accidente de su

hermano un atentado, me daba pie para


hablar del tema y ver hasta dónde

llegaban sus conocimientos.

–¿Usted lo vio? –se acomodó el

nudo de su corbata.

–Mire, ahora que recuerdo, justo


antes de comenzar el partido él estaba
eufórico y le dije que su yegua estaba
rara, pero no tomó en cuenta mi

preocupación y la montó. Apenas

comenzó el partido noté que el animal

no le respondía, y cuando le llegó una


pelota, en el momento que él se
inclinaba para pegarle, se acercó un

jugador y tocó con el taco las patas de la


yegua, que se tropezó y se desplomó

aplastando a Philippe.

–Espere un momento, por lo que


me cuenta, alguien tuvo la intención de

hacerlo caer entonces.


– La yegua se asustó al acercarse
el otro caballo y cuando los dos estaban
queriendo pegarle a la pelota. Bueno, la

verdad es que fue tan rápido que a la

distancia, uno puede ver cualquier cosa.

Lo único que le puedo asegurar es que la


yegua se desplomó de una forma inusual
y que luego quedó tirada sin poder

moverse –aseguré.
–Anóteme el nombre y apellido

del jugador; podría ser un posible

sospechoso. Lo mando a investigar


enseguida. Ahora volvamos a la yegua, y

a Philippe. Sostengamos la hipótesis de


que los dos estaban bajo los efectos de
alguna droga. Hay que hablar con el
petisero para ver si vio a alguien

acercarse a las caballerizas, y con la

cocinera para investigar qué bebió

Philippe antes del partido y con quién


estaba.
–Eso es difícil de saber, porque

a las caballerizas ingresaban todos. En


cuanto a con quién estuvo Philippe justo

antes del partido. Llegamos de la ciudad

una hora antes que comenzara el partido,


entró a su casa, se cambió y salió a

saludar a la gente.
–Adentro de la casa, mientras se
cambiaba, ¿quién estaba?
–No lo sé porque yo fui a ver a

la yegua a las caballerizas, y fue en ese

momento que la noté rara. Salí a

buscarlo a Philippe, pero era tanta la


cantidad de gente que me tomó un
tiempo encontrarlo; y cuando al fin lo

hice y alcancé a prevenirlo, minutos


después, pasó lo que pasó.

–¡Lo sabía! ¡No fue un accidente!

–exclamó con entusiasmo–. Si probamos


que no fue un accidente, y que trataron

de matarlo podré incriminar a Piero.


Me daba cuenta de que lo único
que le interesaba era involucrar a Piero
y que me estaba usando para armar una

farsa. Era evidente que no le interesaba

encontrar a los verdaderos culpables;

solo quería aprovechar la oportunidad


para ensuciarlo y así lograr sacar del
camino al socio de su hermano.

10

Los siguientes dos días no tuve

noticia de Paul. Estaba desorientada y

más confundida que nunca. No sabía si


habría regresado a Buenos Aires, a

Inglaterra, o si se habría quedado en la

estancia. Pensé que quizás se estaría


tomando un tiempo para hacer las

investigaciones pertinentes al accidente.


Resultaba inquietante la obsesión que

tenía ese hombre con Piero.

Al tercer día recibí su llamado.

Necesitaba mi interpretación en su

próxima visita al abogado. Nos


encontramos en el estudio que habíamos

visitado con anterioridad. Si mal no


recordaba, hacía tres días todo había
quedado hablado, expuesto y acordado

para iniciar las acciones legales

correspondientes. ¿Qué habría


investigado Paul durante ese intervalo?

¿Qué estaría maquinando?

–Señor, antes que nada le


agradezco su buena voluntad por
recibirnos –comenzó Paul con su
parsimonia habitual.

–Sí, dígame, señor Leduc. ¿Cuál

es el motivo de su visita? –preguntó el

joven abogado mirándome para que


hiciera la interpretación.
–Tengo un plan, y unas ideas muy

interesantes que comentarle. La señorita


Cecilia y yo nos hemos dedicado

durante estos días a buscar el mejor

neurólogo de la ciudad para exponerle


el caso de Philippe con el fin de prever

y organizar debidamente la
rehabilitación de mi hermano en el caso
que despertase del coma. En el supuesto
caso que Philippe saliese del terrible

estado en el que se encuentra, tendrá que

quedarse un tiempo en la clínica en

observación, y luego se establecerá la


rehabilitación, que puede hacerse en
cualquier otro lugar. El doctor Federico

Ibarra, importantísimo cirujano, nos


aconsejó organizar un equipo médico y

hacer el tratamiento en la estancia. De

ese modo, mi hermano podrá recibir un


tratamiento personalizado en un entorno

que favorecerá su estado de ánimo, su


motivación y voluntad para salir
adelante. El señor Federico nos llevó a
la ciudad de Córdoba para presentarnos

a un equipo de profesionales, como

fonoaudiólogas, psicólogas y

kinesiólogas que podrían viajar a Río


Cuarto para tratar a Philippe –hizo una
pausa para dar lugar a la traducción.

–Muy bien –consintió Luis–.


Pero, ¿cuáles son su objetivo?

–Mi idea es exponerle a la jueza

que mis intenciones son auténticas;


quiero demostrar con hechos concretos

que la preocupación por mi hermano es


verdadera y que, aún antes de que se me
nombre curador, ya estoy ocupándome
del bienestar y de la vida de mi querido

hermano mayor.

–Bueno, ¡perfecto! Es una buena

estrategia, válida y concreta.


Necesitamos que el médico ,el
neurólogo que tendrá a su cargo la

eventual rehabilitación, presente un


informe detallando los objetivos y

explicando el desarrollo de la

recomendada terapia.
–Ya está, aquí lo tengo –sacó de

su maletín una carpeta y se la entregó.


–Perfecto –admitió Luis–. Este
proyecto constituiría una presentación
de pruebas que avalan sus buenas

intenciones.

–Usted me dijo que sin el

pasaporte sería imposible iniciarla y,


justamente, el otro motivo de esta
consulta era para comentarle que no

hemos podido encontrarlo.


–No se preocupe, aparecerá en

algún momento. Mientras tanto la jueza

quiere verlo a usted antes de su regreso


a Londres.

–Lo que sucede es que tengo que


regresar a Londres, y será imposible que
la jueza nos reciba hoy mismo –dijo
Paul.

–La verá hoy mismo –aseguró

mientras tocaba un botón en el teléfono

para comunicarse con su secretaria –


“Pida una audiencia para hoy por el
caso de Philippe Leduc por insanía”.

Luego de un lapso de media


hora, la secretaria entró a la oficina e

informó que en veinte minutos

tendríamos la audiencia. Paul se puso de


pie y comenzó a caminar alrededor de la

extensa sala donde nos encontrábamos.


Recorría el recinto con la misma marcha
que solía hacer Philippe; sus manos
entrelazadas por detrás de la cintura, el

tronco levemente inclinado hacia

adelante y la mirada en el piso. ¿Qué le

estaba pasando?

11

El pasillo del juzgado estaba


repleto de gente; el balbuceo de los

abogados con sus clientes colmaba el


patio del inmueble creando agobiantes

ecos a causa de la gran acústica

generada por el altísimo techo que podía


verse desde la planta baja. El aire era

denso, las miradas entre unos y otros,

indiferentes.

Nuestro turno llegó. En el recinto


se encontraba la jueza, una atractiva

mujer de unos 50 años de edad, quien se


incorporó de su sillón ubicado detrás de

un escritorio para estrecharnos las

manos y hacer las presentaciones

correspondientes:

–Sonia Sack, mucho gusto –dijo


estrechándole la mano a Paul y
mostrándole una agradable y amplia

sonrisa. Paul la miró directamente a los

brillantes ojos color café, luego observó


su voluptuosa boca, sus hermosos

dientes blancos y el suave e insinuante

movimiento de sus labios.


–El honor es mío, señora –
respondió haciendo una reverencia.
La magistrada comenzó a

husmear en los papeles que se

encontraban dentro de una carpeta, se

puso los lentes, leyó dos líneas, se los


quitó y dijo:

–Demanda por insanía a Philippe


Eric Leduc. Los escucho… —tomó

asiento.

–Mi cliente ofrece pruebas sobre


su real intención de salvaguardar los

intereses y la vida de su hermano,

aportando un interesante proyecto de


rehabilitación para el insano. De este
modo, queremos mostrar y dejar
constancia de sus honestas intenciones

para que se las tenga en cuenta a la hora

de elegir el curador de su hermano. No

puede ser nadie más que este caballero


quien amerite tal nombramiento.
–En ese punto no creo estar de

acuerdo con usted. Tengo


importantísimas razones para creer que

el caballero actúa de mala fe, teniendo

como único interés beneficiarse y


queriendo tener a su disposición la

fortuna de su hermano para pagar una


fianza de dos millones –explicó con
serenidad– .Señorita María, traduzca lo
que acabo de decir.

Mirándo a Luis traduje las

palabras de la jueza. El rostro del

abogado luchaba por no evidenciar su


desconcierto e intentando ser lo más
neutral posible aseguró:

–Perdón, señora jueza,

desconozco lo que acaba de exponer.

–Aparentemente su cliente tiene


un pasado que lo condena a un presente

tras las rejas. El señor Leduc, ex espía

de la DGSE en la ex Unión Soviética


parece haber transitado por caminos
alejados de la ley. En 1992, el señor,
junto con otras personas participó en la

gran estafa de la refinería ELF,

desviando fondos a sus cuentas

personales. ¿Qué puede responderme a


esto señor Leduc? –indagó la magistrada
mirándolo a Paul a los ojos y dándome

lugar a la traducción.
–Creo que he sido víctima de un

macabro sistema de apropiación de… –

intentó justificarse.
–No estamos aquí para saber si

usted es culpable o inocente de ese


delito. Solo le advierto que, con sus
antecedentes, es total y completamente
imposible que se lo nombre curador; por

lo tanto, se designará a un abogado del

tribunal para cumplir con esa función

hasta tanto él mismo encuentre los


candidatos pertinentes en el entorno de
Philippe para elegir el curador

definitivo.
–¿En el entorno de Philippe? ¡Si

mi hermano no tiene a nadie!

–Por otro lado, falta el pasaporte


de su hermano –agregó la jueza.

–Señora jueza –comenzó Paul


con sus adulaciones– no recuerdo haber
estado frente a una persona de su género
con tanta lucidez y astucia. Si se ha

tomado usted el trabajo de investigarme,

comprenderá que yo podría financiar

por mis propios medios no sólo la


rehabilitación de mi hermano, sino
hacerme cargo de todos los honorarios.

–A cambio de que se lo nombre


curador.

–No, únicamente para mostrar mi

buena fe y el completo desinterés por el


dinero de mi hermano. Solo para darle a

la justicia las pruebas necesarias y


mostrarle que mi fortuna es igual o más
elevada que la de mi hermano –terminó
con una media sonrisa socarrona.

–Bueno, mejor así, porque

costear una rehabilitación a domicilio y

además con profesionales de otra


ciudad, le va a costar miles de dólares.
–Creo que la actitud de mi

cliente es válida –agregó el abogado.


Tener como cliente a un ex espía

de los servicios de inteligencia secretos

franceses no era moneda corriente en


este rincón del planeta.

–Perfecto, este ofrecimiento de


pruebas queda a disposición del
tribunal. De todos modos, es muy
anticipado aún pensar en una

rehabilitación, teniendo en cuenta que el

señor Philippe continúa en coma. Si

sigue así, se le nombrará un curador


provisorio y si despierta se designarán
los peritos de control para evaluar su

estado físico y mental… –hizo una pausa


y continuó–. Usted debe regresar a su

país, puesto que debe cumplir con la

sentencia de un año de prisión, por lo


cual a su salida se lo citará en este

mismo tribunal.
–Así es, correcto –afirmó
agachando la cabeza y dejando por unos
instantes su mirada perdida en el piso–.

Le he otorgado a mi representante todos

los poderes necesarios para que prosiga

con este juicio hasta su total conclusión.


–Perfecto, entonces damos por
finalizada esta audiencia, agradeciendo

a la joven intérprete por su trabajo y


buena voluntad –finalizó la frase

dirigiéndose hacía mi persona, haciendo

una reverencia con su cabeza.


Paul partió a cumplir su condena

a un año de prisión. Un año sin tener que


volver a ver a ese hombre que, de la
mano de Cecilia, podía destruir todo lo
que Philippe tenía, apropiarse de sus

bienes y hasta confinarlo en una

habitación sin ninguna atención médica

esperando el día de su muerte.


12

La llamada telefónica de Juan


para encontrarnos en algún café y

conversar me pareció bastante


inesperada, considerando que venía de

un hombre a quien Philippe había

elegido justamente por sus cualidades:


discreción y lealtad. ¿Quería conversar

conmigo? Mejor dicho: ¿querría que le

contara los artilugios de Paul? O no, tal


vez tenía una buena noticia que darme.
Después de cortar con él, tomé
la cartera y me dirigí al bar donde casi
todos los abogados de la ciudad se

juntaban con el propósito de tomar su

cafecito de media mañana.

La idea de reunirnos en un lugar

donde estuviéramos bajo la mirada de


muchos curiosos no me agradaba,
porque a esta altura de los

acontecimientos el accidente de Philippe

había sido noticia en toda la región, y


los rumores sobre el destino de la

estancia generaban hipótesis de todo

tipo. Una de ellas, quizá la más


disparatada, no tardó en llegar a mis
oídos.

“Sé de buena fuente que George

W. Bush va a venir a comprar la

estancia de Philippe”, comentó una


señora en la fila del cajero automático.

Estaba segura de que el encuentro con


Juan en un sitio público y bajo la lupa de
una decena de abogados, generaría todo

tipo de conjeturas. Nos ubicamos en una

mesa del fondo del café. Él no parecía


incomodarse con la situación, ni

percibir las miradas de los demás.

Claro, provenía de un pueblo cercano y


no conocía el pequeño círculo social
que manejaba los intereses de la ciudad.

–Bueno, quería contarle que Paul

partió antes de ayer a Francia, al día

siguiente de su entrevista con la jueza –


explicó lacónico.

–¡Ah! Supo el motivo de la


reunión.
–Sí, me contó Cecilia –dijo Juan.

–¿Y qué más le comentó Cecilia?

–Que habían organizado un


grupo médico y un plan de rehabilitación

destinado a Philippe. Mire, a mí, este

Paul no me gusta ni un poco, y sé que


Philippe no se llevaba nada bien con él.
No creo que en verdad le preocupe la
vida de su hermano. Es por eso que

hablé con su hermano menor, Valmont, y

lo puse al tanto de todo.

–Me parece correcto.


–Hablé con su esposa, que sabe
un poco de español, y me dijo que no

sabían nada y en cuatro días Valmont


estaría en la clínica en Buenos Aires y

que luego vendría para acá.

–No puedo creer que Paul no le


haya avisado sobre el accidente de su

hermano.
La llegada de su hermano menor
podría mejorar la situación o
empeorarla por completo, ya que

todavía no conocíamos cuáles eran sus

intenciones. Sin embargo, el día de su

arribo sentí que él tenía que ser el bueno


de la historia. Sin perder tiempo me
pidió que lo acompañara a un estudio

jurídico, en el camino me averiguó todo


sobre su hermano, sobre las amistades,

sobre las mujeres que lo rodeaban,

sobre Cecilia y también me pidió que le


contara cómo había conocido a su

hermano y qué vinculo me unía a él. Si


bien el tipo era amable y se lo veía
apenado por el estado de salud de su
hermano, sentí que la situación lo

sobrepasaba y que no sería capaz de

enfrentar a Paul personalmente.



* * *

Seis largos meses pasaron. Juan

iba una vez cada treinta días a visitar a


Philippe a la clínica, y a su regreso me

llamaba a fin de pasarme el parte


médico. Los últimos dos meses no recibí

ningún llamado ni noticia, quizás porque

se habían perdido las esperanzas. Seguí

dando clases, haciendo mis paseos


matutinos a lo largo del río y recordando
el momento que había estado entre sus
brazos: muchas veces me reproché mi

cobardía pero después que superaba la

angustia que me embargaba volvía a mi

centro y me resignaba.

Cada amanecer implicaba una


incertidumbre; era una espera que
duraba desde el alba hasta el

crepúsculo. Mantenía mi fe intacta y

todos mis pensamientos se dirigían a ese


hombre porque tenía la seguridad de que

él estaba luchando por despertar.

Un domingo de octubre me llamó


Juan, por primera vez su voz sonaba
alegre
–¡Buenas noticias!¡Philippe

despertó del coma! Dentro de un mes lo

traen aquí para comenzar con el

tratamiento que Paul había organizado.


Estarás a su lado tiempo completo
traduciendo a los terapeutas; parece que

él no recuerda el castellano. En este


momento hay una traductora en la clínica

y Cecilia quiere traerla pero le dije que

eras la persona ideal para el puesto –


dijo Juan.

Sabía que tendría que


prepararme emocional y
psicológicamente en vistas de ese duro
pero feliz momento. Me sentía muy

contenta por Philippe y, en verdad,

estaba dispuesta a ayudarlo; no obstante,

la idea de verlo convaleciente y de


saber que seguramente ya no sería la
misma persona que había conocido me

paralizaba por completo.


13

Bajé del coche sabiendo que la


imagen de Philippe no sería la misma

que aquella que había quedado en mi


recuerdo. De inmediato comencé a

advertir el temblor en mis manos, la

agitación en mi pecho. Caminé con

lentitud, lo más despacio posible, llegué


a la puerta, respiré profundo, tomé el
picaporte y entré. Allí se encontraba él,

justo del otro lado de la entrada,


esperándome sentado en una silla de

ruedas. Dirigí la vista a sus enormes

ojos azules; me concentré solo en ellos,


me sumergí en su mirada, que era lo

único que se mantenía intacto en él y me


conectaba con aquel hombre que había
conocido. Era mejor no ver el resto de
su cuerpo; hubiera sido mejor no

ampliar mi campo visual.

Necesitaba ocultar de cualquier


manera el shock emocional en el que

entré en ese momento. Vi su cuerpo


desplomado en esa silla, tan delgado,
tan deteriorado, su piel deshidratada,

escamada, pegada a los huesos, y su

cabello escaso y de color blanco. Su


hemiplejia le deformaba el rostro por

completo. El impacto visual fue tan

fuerte que mis piernas empezaron a


aflojarse y la visión de esos ojos
celestes comenzó a oscurecerse. De
repente, una mujer vestida con

mameluco llegó corriendo, me tomó

rápidamente del brazo y me empujó en

dirección a la cocina. Me sentó en una


silla y trató de reanimarme de modo que
no me desmayara. La cocinera me

acercó un vaso de agua, y con algunas


respiraciones más pausadas logré

reponerme.

–¿Quién dejó a Philippe en la

entrada de la casa? –preguntó la joven

muy molesta.
–¡Yo! –respondió Gloria, la
cocinera.
–Pero, por favor… ¡Cómo va a

hacer eso! ¡Ese encuentro tenía que ser

diferente! Es una situación muy

traumática para los dos. La idea era que


María lo observara trabajando con el
equipo de rehabilitación y luego, una

vez que Philippe estuviese informado de


la presencia de ella, allí se produjera el

encuentro.

–Lo que pasa es que él me


señaló la puerta –explicó Gloria.

–Es un atropello a nuestras


ocupaciones, esto es muy delicado.
María no está habituada a tratar con
enfermos, y por eso se puso así; es

normal. Además, hay que cuidar la

autoestima de Philippe –aclaró tratando

de manejar su enojo–. Por cierto –se


dirigió hacia mí– soy Gabriela,
psicóloga. Si te sentis mejor

acompañame, que te presento a mis


colegas.

Tanto la joven como los otros

profesionales venían de la capital de la


provincia y se alojarían toda la semana

en la casa de huéspedes. Según Paul, la


elección de los mejores médicos para
tratar a Philippe se podía hacer en la
ciudad de Córdoba. Me preguntaba si

una muchacha que hacía un año había

obtenido su título podría ser

considerada la mejor. La astucia de Paul


no dejaba ni el mínimo detalle librado al
azar; el hecho de elegir al

experimentado neurólogo cirujano que


vivía en Río Cuarto y luego decidir

armar el equipo con profesionales de

otra ciudad, evitaba que cualquier


información o indiscreción se filtrara y

llegara a oídos del círculo social que


frecuentaba Philippe.

Nos dirigimos al comedor,

donde se encontraba en reunión todo el

equipo de profesionales: la psicóloga, la

fonoaudióloga, la kinesióloga, el médico


clínico y el neurólogo encargado de

llevar adelante la recuperación de


Philippe. El neurólogo Federico Ibarra,
director del equipo médico, explicó que

era indispensable la asistencia de una

traductora durante la terapia. Philippe


tenía afectado el centro del habla, y se

creía que había perdido los registros del

español. Con la finalidad de que él se


involucrase en su recuperación –ya que
de su voluntad dependerían también los
resultados de la terapia– era sumamente

necesaria la presencia de una intérprete

que le hablase en su lengua y le

explicara lo que se haría en cada sesión.


Philippe tenía un traumatismo
cráneo-encefálico severo que, entre

otras cosas, le afectó el habla, y no se


sabía aún si tenía las cuerdas vocales

dañadas. Tampoco era posible evaluar

su estado mental, ya que nunca había


respondido las preguntas de la

traductora. La parte motriz requería una


ardua dedicación debido a su
hemiplejia; la parte izquierda de su
cuerpo estaba paralizado. Se trabajaría

con la kinesióloga para recuperar la

movilidad del lado derecho perdida por

tantos meses en coma. Pero la prioridad


era la reeducación respiratoria, ya que
Philippe apenas lograba respirar de

forma muy lenta y entrecortada; por lo


tanto, era urgente centrarse en el

restablecimiento de esa función vital,

explicó el médico clínico.

–Es muy importante que seas

objetiva en tu interpretación y, sobre


todo, que no te involucres desde el punto
de vista emocional con el paciente –dijo
el neurólogo–. Los informes van a

presentarse cada semana, a fin de

analizar conjuntamente la evolución del

enfermo –continuó Federico–. En esta


terapia se apunta a motivarlo mediante
el contacto con lo que era su entorno: su

estancia, sus caballos, sus pinturas, sus


libros y, más adelante, previo permiso

de su familia, restableceremos el lazo

con sus amigos. Consideramos que la


posición económica de la que él goza, la

cual le permite llevar a cabo la


rehabilitación en su casa, va a agilizar el
tratamiento, gracias a los estímulos
externos que va a recibir.

A medida que él evolucione, se va a ir

integrando con lo que eran sus

actividades cotidianas –hizo una pausa,


tomó un sorbo de agua de su vaso y
continuó–. Por la mañana se realizará la

tarea psicomotriz con la kinesióloga,


Laura; luego Clara se va a centrar en la

reeducación de la respiración. Por la

tarde, luego de que el paciente duerma


su siesta, la psicóloga trabajará con él, y

para concluir la jornada se volverá a


hacer un trabajo de movilización de
miembros inferiores con la kinesióloga.
Los tres enfermeros contratados con

turno de ocho horas, se ocupan de

suministrarle la medicación y de la

higiene de Philippe. Ellos tendrán un


cuaderno donde escribirán su reporte
diario.

–¿Tendrá algún día libre? –


preguntó al médico clínico.

–Los fines de semana. –

respondió Federico.
–Me parece que la rutina es muy

exigente considerando el estado en el


que se encuentra el paciente.
–Justo lo contrario –contestó el
neurólogo–. En estos casos se trabaja a

contrareloj. Solo tenemos un período de

dos años para recuperar lo que el

convaleciente perdió. Si se restan los


siete meses en coma, nos queda un año y
cinco meses.

14

Terminada la reunión, pasamos a


lo que era el escritorio que se había

adaptado como sala de rehabilitación.


Se colocó una cama en el centro del

cuarto, además de una colchoneta y otros


elementos como cubos, triángulos de

goma espuma y almohadones. El


enfermero trajo a Philippe y lo colocó

delante de nosotros.

–Philippe, te presento a María,


ella va a ser tu intérprete y estará

presente en todo el desarrollo de la


terapia –anunció el neurólogo con la

agradable sonrisa que adornaba su

rostro. Su voz suave, y su manera de

hablar en extremo pausada, me daba la


sensación de que estaba amordazando su
naturaleza.

–¡Philippe! Escuchá a Federico


–dijo Gabriela.

Sentado con el torso rígido y el

cuello en retracción, me miraba con su


ojo derecho de arriba abajo; el otro ojo

no alcanzaba a divisarme debido a que


la parálisis de su párpado solo le
permitía enfocar los planos bajos. Su
boca segregaba saliva que el enfermero

la limpiaba con un pañuelo, comenzó a

temblar y sin poder mover más que el

globo ocular de manera constante las


lágrimas comenzaron a correr por su
mejilla; entonces agachó la cabeza y

quedó sumergido en su impotencia.

El neurólogo sonrió; enseguida

miró a la psicóloga, le hizo una señal


positiva con su cabeza, y se retiró de la

sala. Las primeras lágrimas que

Philippe derramaba ante mi presencia


revelaban su lucidez mental, su clara
orientación temporal y espacial; al
mismo tiempo anunciaban que era

consciente de su estado y, lo más

importante, que todavía recordaba su

pasado reciente.

–Philippe, estamos acá con el


único propósito de ayudarte. Por ese
motivo es que ella –dijo la joven médica

señalándome– va a acompañarnos, así

podrás recibir el tratamiento en tu


lengua madre –terminó la frase

haciéndome gestos a fin de que iniciara

la traducción al francés.
En cuanto Philippe escuchó mi
voz, levantó la cabeza con lentitud y
volvió a mirarme, pero esta vez

fijamente; tan fijo, que sentía que su ojo

me abría las puertas de su mente y de su

corazón, permitiéndome entrar a leer sus


pensamientos. Como si me estuviese
dando el permiso, el poder de

interpretar sus emociones. En ese


momento entramos en una sintonía

inexplicable. Me había convertido en el

puente entre su mundo interior y su triste


realidad exterior. Una vez más, Philippe

se estaba apoderando de mi libertad,


aprovechando de mi caridad, solo que
en esta ocasión trabajaría por una noble
causa: su recuperación.

Laura, la kinesióloga, comenzó a

movilizar sus piernas, llevando sus

rodillas en dirección al pecho. En el


movimiento de regreso de su pierna
derecha dio una fuerte patada que

expulsó a la muchacha y la estrelló


contra la pared. Totalmente intencional,

el golpe era un claro reclamo a la

terapeuta. Sin dudas, había algo que le


dolía en los desplazamientos que

realizaba, pensé en ese momento.


–¡Philippe! ¿Por qué hiciste eso?
¿No querés trabajar? ¿Te duele? –dijo
ella agitada, mirándome para que le

tradujese.

Yo, sentada en la colchoneta al

lado de él, le hice la pregunta en francés


y lo único que pudo expresar fue un
pequeño movimiento de cabeza hacia

abajo, cerrando al mismo tiempo sus


ojos.

Media hora más tarde le tocó el


turno a Clara, la fonoaudióloga, que

captó su interés cantando una canción

para despertarlo y animarlo a que


abriera los ojos. La motivación de
Philippe fue en este caso el hecho de
mirar a la rubia, esbelta y simpática

mujer, que le colocaba sus labios en la

frente de modo que él sintiera las

vibraciones de los sonidos en su cabeza.


Él aprovechaba, ya que la tenía justo
enfrente, para mirarle los pechos, que se

dejaban ver a través del escote del


delantal. Inmediatamente después,

dirigió su ojo hacia mí y me sostuvo una

mirada cómplice y divertida. Se la


devolví con una disimulada sonrisa y

pensando que seguía siendo el mismo de


siempre.

–Bueno, bueno, vamos a trabajar

la movilidad de la mandíbula, de la

boca y de la lengua: “¡a, e, i, o, u!” –

repetía la muchacha entusiasmada y en


voz alta, demasiado alta, lo que hacía

que, cuando se acercaba a Philippe, éste


parpadeara rápidamente. La
fonoaudióloga presumía que el paciente

podría haber perdido la audición, pero

yo me daba cuenta, por su cara de


molestia, de que estaba aturdido.

–Ok, antes que nada, Philippe,

vamos a trabajar la respiración, porque


con esa intensidad de soplo no vas a
poder emitir ningún sonido –me dio el
permiso para que tradujera al francés–.

Vamos a inhalar por la nariz y exhalar

con fuerza por la boca.

La fonoaudióloga tomó mis


manos y las colocó sobre el lateral
derecho del tórax de Philippe; enseguida

puso las suyas del otro lado.

–¡Vamos! Inhalá, que nosotros te

vamos a ayudar a exhalar empujando y


presionando tu caja torácica así

expulsas todo el aire. ¡Muy bien! Otra

vez –le agarró el mentón y le cerró la


boca–. Inhalo por nariz y exhalo por
boca –le abrió la boca–. ¡Philippe!, es
importante que tomés conciencia de tus

mandíbulas; tratá de abrir y cerrar la

boca –le decía mostrándole el gesto en

ella–. A ver, intentalo. Esto es básico, si


no movilizas tu boca y tu lengua, no vas
a poder respirar bien y no vas a poder

emitir ningún sonido. Además, tenés que


logarlo para empezar a comer sólidos y

para dejar de babear. Vamos, abro y

cierro –la hermosa joven abría la boca


dejando que Philippe mirara toda su

dentadura–. ¡Vamos!
Y como el paciente no lograba
mover ni sus labios, ella misma lo
ayudaba a hacerlo, al mismo tiempo que

le limpiaba la saliva que segregaba por

no desplazar ni siquiera la lengua.

–Ahora te voy a hacer unos

masajes faciales, pero no quiero que te


duermas, tratá de sentir cada parte de tu
rostro. Vamos a estimular los músculos

de la cara así podemos trabajar mejor la

próxima sesión –explicó con dulzura.


Era increíble: no sentía ni siquiera su

rostro, no tragaba, no lograba comer

sólidos, no movía ni un solo músculo de


su cara; nada más que su ojo derecho,
que me aterraba con su expresión de
angustia. ¡Dios! ¡Qué impotencia! Estaba

impresionada; tiempo atrás avasallaba

con todo lo que se le interponía en su

paso ahora tendría que luchar contra él


mismo, ganarle a su propio cuerpo,
pelear contra el dolor físico, contra el

sentimiento de derrota, proponerse


vencer sus limitaciones y aprender a

desarrollar la voluntad.¡Cuántas cosas

tenía que decirle, qué ganas de


quedarme a solas con él, qué ansias de

reprocharle su soberbia! Sin embargo,


todavía no era el momento: hacía apenas
una semana que había despertado del
coma; llevaba soportando siete meses en

esa cárcel oscura, prisionero de su

propio cuerpo

15

Necesitaba salir a tomar aire,


sentía que estallaría de la tensión que

me producían las circunstancias y mis


propios pensamientos. Caminé un rato
por el jardín. El torrente de lágrimas que
emanaba de mis ojos era imposible de

contener, producto de una tensión

extrema.

Me retiré a mi habitación a

descansar, me tiré en la cama, agotada


por tanta tensión e impresionada por el
estado de Philippe. La imagen de ese

cuerpo casi inerte y su rostro

desfigurado por la tragedia, me


impedían relajarme. Lo único que me

daba un indicio sobre si él permanecía

aún en ese cuerpo, era su ojo derecho.


Conservaba la misma avidez, la misma
forma de enfocar la mirada.

Por la tarde nos preparamos para

la sesión con la psicóloga. Él, sentado

en su silla de ruedas, decaído y


ensimismado; su espalda encorvada al

extremo, su cabeza caía en péndulo, los


ojos cerrados. La psicóloga empezó a
hablarle de manera protocolar,

presentándose y explicándole su

programa de actividades. Apuntó


básicamente a descubrir si el paciente se

mantenía al tanto de su situación

espacio-temporal.
Con tres calendarios en sus
manos, uno de 1980, otro de 2000 y otro
de 2003, se dirigió a él.

–¡Philippe! Decime: ¿en qué año

estamos? Mirá, yo te voy mostrando los


almanaques y vos movés la cabeza

cuando sea el correspondiente al año en


curso. Vamos, ¡mirá! –le dijo fingiendo
un tono de entusiasmo, y le levantó la

cabeza tomándolo del mentón–. ¡Tenés

que colaborar con tu rehabilitación! –le


soltó el mentón y su cabeza se

desplomó.

Gabriela –pequeña, morocha y


compenetrada en su papel de terapeuta–
no le ofrecía a Philippe ningún motivo
para que le prestara atención. La

psicóloga miró al enfermero.

–¿A qué hora tomó la


medicación?

–Al mediodía, con el almuerzo –


dijo el enfermero, que se encontraba
siempre al lado de Philippe a fin de

asistirlo en caso de que hubiese que

cambiarle de urgencia los pañales,


limpiarle la boca o trasladarlo.

–¿Está tomando los mismos

medicamentos?
–No, el neurólogo le agregó otro
tranquilizante, porque anoche se mostró
muy agresivo.

–¿Agresivo? ¡Si lo único que

puede mover es apenas su pierna

derecha!
–Es que anoche vino Cecilia y se
le metió en la cama; entonces él

comenzó a tirar patadas y se le aceleró


el ritmo cardíaco, le faltaba el aire y

tenía la respiración entrecortada .

–¡No lo puedo creer! ¡Es


indignante, una falta total de respeto!

¡Meterse en su cama!
–¡Sí! Y con camisón de raso y
todo.
–No; sin dudas, esta chica está

bastante trastornada.

Mientras que ellos hablaban,

pensaba en la imprudencia por parte de


los dos de estar ventilando semejantes
intimidades delante de Philippe. Claro,

ellos creían que él no entendía el


castellano; yo, sin embargo, no estaba

tan segura de eso. Aunque todavía no se

sabía demasiado sobre los posibles


deterioros congnitivos apostaba que él

entendía todo.
–¿A qué hora sucedió eso?
–Ella llegó a la medianoche. Él
ya se encontraba dormido, y se le metió

a su cama y lo despertó.

–¡Es una locura! El paciente

tiene que acostarse temprano para poder


trabajar en las terapias.
–No sé. Ella se maneja como si

fuese la dueña de la casa.


–Esto lo vamos a tratar en la

reunión porque, si continúa así, la

terapia va a ser inútil –dijo y se


incorporó. Entre tanto yo miraba a

Philippe y él miraba al piso.


Imposibilitada de trabajar con
su paciente, Gabriela decidió llevarlo
con la kinesióloga a fin de que le hiciera

masajes. La tarde se había perdido, pues

con los efectos de los tranquilizantes no

se podía hacer absolutamente nada.


Y así terminó la triste jornada.
Aunque el trato con Philippe antes del

accidente había sido que me quedara a


vivir en la estancia, regresé a la ciudad

con el chofer que se encargaría de

pasarme a buscar todas las mañanas. En


los cuarenta minutos de viaje de vuelta

sentí que me moría de impotencia, que la


distancia se volvía insoportable y que lo
estaba dejando solo.


16

Las primeras dos semanas de

rehabilitación fueron muy difíciles para

todos. A medida que transcurrían los


días, el grupo médico perdía fuerzas y
esperanzas de ver alguna mejoría en
Philippe. Desde lo físico no había
cambios: solo movía apenas su pie

derecho, tenía cierta movilidad en su

cabeza, aunque el tronco permanecía

completamente rígido. En su rostro no


se observaba ninguna respuesta: su boca
siempre entreabierta lo que dificultaba

mucho la alimentación. Vivía dormido,


débil y desmotivado.¿Qué estaban

haciendo mal? Todos sabían muy bien lo

que impedía el normal desarrollo del


tratamiento, pero ni una sola persona del

grupo, ni siquiera Juan, ponía fin al


factor fundamental: las visitas nocturnas
de Cecilia.

En apariencia nadie podía

intervenir, pues ninguno tenía la

autoridad suficiente como para decidir


sobre los asuntos que concernían a la

vida privada del paciente. Sin embargo,


yo no me sentía conforme, me parecía
indignante privarlo de la posibilidad de

mejorar. Imaginaba lo que Philippe

estaría sintiendo: bronca e impotencia.


Lo peor que le podían hacer era querer

imponerle algo y, en este caso, nada

menos que una pareja.


O ella tenía la esperanza de que
cuando mejorara no se acordaría de la
relación que tenían y apostaba a que

Philippe, enfermo, la considerara su

pareja, o su mente estaba desequilibrada

y en verdad se creía su propia mentira.


Varias hipótesis daban vueltas en mi
cabeza. Por momentos barajaba la

posibilidad de que se hubiera aliado con


Paul con el objetivo de impedir que

Philippe se restableciera. Si la idea de

Paul consistía en obtener la tutela de su


hermano y con ello el beneficio de

poder manejar la totalidad de sus


bienes, era necesario que Philippe fuera
declarado insano. El tiempo que la jueza
le había otorgado al equipo médico para
tratar de preparar al paciente de acuerdo
con la evolución que los peritos

psiquiatras previeron, abarcaba un


período de dos meses, lo cual me
parecía de una incoherencia total: ¿en

dos meses pensaban rehabilitar a un ser

humano que estuvo siete meses en coma?


La argumentación legal residía en la

urgencia que requería la salvaguarda del


patrimonio del enfermo. La misma

persona que inició el juicio por insanía


se encontraba cumpliendo una condena

por una estafa millonaria en Europa, y

eso no se lo tenía en cuenta. Sentía tanta


indignación, que esperaba la pronta
llegada de Piero, su socio y amigo, a

efectos de poder contarle los

pormenores del caso.

El tercer lunes de tratamiento, el


comienzo de la tercera semana buscando

sin resultados la mejoría de Philippe, se

inició con la sesión de fonoaudiología.


Nuevamente, comenzamos con las

técnicas de respiración: él acostado en

la colchoneta, yo sentada de su lado


derecho y la terapeuta del lado
izquierdo. Inhalaba, y cuando exhalaba
le presionábamos con fuerza la parrilla

intercostal, así incorporaba el

movimiento que le posibilitara aumentar

el ritmo e intensidad de su respiración.


Su mandíbula se movió y dejó caer su
maxilar inferior a fin de largar el aire

por la boca, un mínimo avance que nos


permitió trabajar con el movimiento de

su lengua. La fonoaudióloga le mostraba

con su propia boca que tenía que abrir la


suya, sacar la lengua, y luego

desplazarla siguiendo el contorno de sus


labios, como relamiéndose y
mojándolos con la humedad de su
saliva.

A esa altura, el ojo de Philippe

titilaba por la sensual y provocadora

boca de la hermosa rubia y joven


terapeuta. Yo podía leer sus
pensamientos: se estaba volviendo loco

por ella, de eso no tenía dudas.


Motivado por tratarse de un ejercicio

que él relacionaba con una práctica

sexual, accedió por primera vez a copiar


los movimientos de lengua, vitales para

lograr que comenzara a comer por su


cuenta. Aprovechando su momento de
atención y entusiasmo, se le pidió que en
cada exhalación repitiera una vocal.

–Bueno, Philippe… tomás aire

por la nariz y con la boca abierta lo


largas diciendo “AAAAAAA”. ¡Vamos!

Me echó un vistazo, luego a ella,


inhaló, y al exhalar pronunció la vocal
con gran intensidad. El timbre de su voz

retumbó en nuestros oídos, llenándonos

de alegría.

–¡Vamos con la E! –continuamos

entusiasmadas las dos, cada una

hablando en un idioma diferente.


Y esa mañana logró pronunciar
todas las vocales en francés. Si había
perdido sus registros del castellano,

seguro que ahora los estaría

incorporando de nuevo, ya que

escuchaba en simultáneo las dos


lenguas.

Luego pasamos a la sesión de


kinesiología, durante la cual se comenzó

a trabajar el estiramiento de los

tendones y músculos posteriores de las


piernas, llevando sus rodillas en

dirección al pecho. Ese esfuerzo le

producía dolor; movió su mano derecha


por primera vez intentando buscar la
mía, que se encontraba justo al lado de
la suya; la posó encima sin mirarme,

concentrado en su ejercicio de piernas.

Una vez superpuestas las manos, movió

sus dedos, flexionándolos y la apretó


con mucha fuerza. Yo, con la vista
posada en su rostro; él, observando a su

terapeuta, y su terapeuta a la unión de


nuestras manos.

–¡Muy bien, Philippe! ¡Moviste

tu mano, ahora vamos a ejercitarla con


la pelota, así podés agarrar los

cubiertos! A ver…
Retiró la mirada de la terapeuta
y posó sus ojos sobre mí; levantó su
mano junto con la mía y, sin soltarla,

colocó ambas en su pecho.

–¡Muy bien! ¡Qué lindo!


¿Moviste el brazo también? ¿Estás

contento de que María esté con


nosotros?
Él no contestó, no la miró, y

continuó sumergido en mis ojos y

aferrado a mi mano posada sobre su


corazón. Comencé a sentir su

respiración acortarse, su ritmo cardíaco

acelerándose, y algunos sonidos muy


bajos salieron de su boca. El desgaste
fue muy grande y la frustración también.
Las lágrimas no tardaron en caer por su

mejilla derecha, ya que la impotencia de

no poder hablar lo encolerizó.

–Philippe –le expliqué en


francés–, estás acostado, y si levantas la
cabeza te resultará mucho más difícil

hablar. Inspira, y al exhalar abre la boca


e intenta emitir un sonido.

–¿Qué le dijiste? ¡No podés

hablarle por tu cuenta! ¡Tenés que


traducirnos a nosotros! ¿Te quedó claro?

¿Qué le dijiste?
En ese momento, Philippe miró a
Claudia con desprecio, inhaló con la
totalidad de sus fuerzas y, cuando abrió

la boca, le dijo:

– ¡BOLUDAAAA!
La palabra se terminó en el

preciso instante en que se quedó sin aire


que exhalar. Mi sonrisa y mi alegría
fueron imposibles de esconder, a pesar

del insulto que recibió la terapeuta por

retarme. Quedaba claro que ella aún no


dimensionaba el significado de ese

incidente, pues se sintió afectada por el

insulto. De ese simple “boluda” se


desprendía mi teoría acerca del poder
que ejercía este hombre sobre las
personas, incluso enfermo como estaba.

La terapeuta, que tan preparada decía

estar por ser una profesional

especializada en rehabilitación, se
mostraba más preocupada por el
significado de las palabras del paciente

que por lo que ese importantísimo


avance significaba.

El progreso de Philippe

evidenciaba dos cosas: una, que


conservaba sus cuerdas vocales intactas;

y la otra, que comprendía sin problemas


el español. De lo contrario, no habría
entendido el reto que la fonoaudióloga.
En resumen, y considerando el entorno

en el que debía vivir este hombre, el

hecho de entender el castellano sin que

los demás se percataran de ello, sería un


punto a su favor para su subsistencia en
esta batalla.

Llegada la tarde, y después de

una intensa mañana de trabajo,

ansiábamos que él continuara con el


mismo ánimo. Comenzamos con la

psicóloga, quien aprovechó y le consultó

otra vez sobre el año en el que nos


encontrábamos.

–Philippe, ¿en qué año estamos?

–me miró a fin de autorizarme a la

interpretación. Le señaló correctamente

el calendario de 2003.
–Mirá, Philippe, ese es el año en

el que tuviste el accidente. Pasaste siete


meses en el hospital y ahora estamos en
el mes de noviembre. ¿Podés recordar

dónde nos encontramos ahora mismo? –

le preguntó mostrándole los nombres de


los países donde se situaban sus casas:

Marruecos, Francia, Argentina,

Inglaterra, Dubai.
Apuntó al cartel de Argentina.
–¿Te acordás del día en que
organizaste el partido de polo? –

continuó con cuidado.

Philippe alzó su brazo y señaló

con su índice en dirección a la ventana,


moviendo con suavidad su cabeza de
arriba abajo, como si hubiese estado

recordando aquel día.

–¿Qué es lo último que te viene a

la mente? –insistió.
Él giró su cabeza hacia el lado

derecho; miró mis labios y entendió la

pregunta que yo le traducía. Esperó un


momento, suspiró con fuerza, levantó su
mano con lentitud y colocó su palma
sobre mi rostro. Dejó correr sus dedos

por mi cara y luego me sostuvo la

mirada hasta hacerme entender que

rememoraba la advertencia que yo le


había hecho sobre el estado de la yegua
antes del partido.

Estábamos muy conectados,

manteníamos una comunicación profunda

que nadie podría entender. Por extraño


que resultara, me había transformado en

una vía, un canal con la capacidad de

interpretar sus pensamientos. De nuevo


mi interior se volvió un mar de
emociones: sabía que él representaba mi
perdición, que me había engañado

involucrándome en un ambiente muy

peligroso y por ellos se merecía mi

desprecio. Pero no era capaz de


abandonarlo. Él me necesitaba, yo
constituía su única esperanza.

En ese momento intenté con

todas mis fuerzas calmar el mar de

emociones que se agitaba en mi interior.


Debía evitar cualquier gesto que

denotara una reciprocidad entre

nosotros; tenía que mostrar la imagen de


una jovencita fría y que no se dejaba
conmover; de lo contrario, me sacarían
de la terapia.

–¿Qué sucede, Philippe? ¿Estás

contento de que esté ella aquí? ¿Te


acordás de ella?

Philippe la miró. Su respuesta


se limitó a un asentimiento de cabeza y
una caída de ojos.

–¿Recordás cuál era la relación

que ustedes tenían?


Agitó la cabeza positivamente

respondiendo a la pregunta.

–¿Qué sentís por ella?


A esas alturas, temía que se
interpretara cualquier cosa y que
Philippe no estuviese lo bastante lúcido

como para contestar semejante

interpelación.

Giró su cabeza para mirarme y

juntó sus labios frunciendo la boca con


el propósito de tirarme un beso;
enseguida volteó en dirección a la otra

joven y le dirigió otro beso para ella.

Muchísimos progresos se
obtuvieron aquel día: su respiración

mejoraba, empezaba a recuperar la

sensibilidad en su boca y movilizaba su


mano. Comenzó a emitir los primeros
sonidos, su memoria estaba intacta, y su
atención había permanecido alerta por

un par de horas. Pero, ¿qué fue lo que

posibilitó ese rotundo cambio en el

paciente? ¿Qué había cambiado? La


respuesta era obvia. Miré con disimulo
el cuaderno de registro de los

enfermeros: Cecilia no estuvo en la


estancia el fin de semana. Le pregunté

por ella al enfermero…

–¡Gracias a Dios se fue por una

semana de vacaciones! ¡Qué suerte!

¡Dios quiera que no regrese nunca más,


así él se recupera y se libera de esa
bruja!
Si bien todos pensábamos lo mismo,

nadie hacía nada para ayudar a Philippe,

ni nadie contaba con la autoridad

suficiente como para prohibirle las


visitas. Al menos los médicos podían
sugerirle un horario lógico. Sin dudas,

ninguno intervendría porque,


evidentemente, el enfermo era un

paciente más, aunque con la desventaja

de tener mucho dinero. Este tipo de


injusticias me indignaban al extremo; en

particular, la actitud de las personas que


piensan siempre en el beneficio propio,
sin ver los grandes perjuicios que
pueden causar con su ambición o con la

carencia de una real y verdadera

vocación por preservar la vida. La

estúpida idea de mantener esa distancia


entre el profesional y su paciente, el
hecho de no involucrarse, hacía que la

energía de Philippe decayera.



17

Esos días sin Cecilia serían

cruciales y dejarían en claro el perjuicio

que ella le causaba con su absurda


conducta. Sí, la pondrían en

evidencia… Sin embargo, ¿frente a


quién? La única esperanza que me
quedaba era hablar con Piero, intentar

que él se lo comentara a Valmont.

La semana pasó muy rápido.


Muchísimos avances se lograron, pero

lo más importante, la causa por la cual

seguía evolucionando, residía en que de


a poco iba recuperando su voluntad.
Participaba en todas las sesiones y se
esforzaba por mejorar. Ya comía sólidos

y parecían casi normalizados sus

movimientos faciales. El habla

implicaba un proceso más complejo:


tomaría más tiempo y debía ir
acompañado de una mejoría a nivel

respiratorio. Sin embargo, ya comenzaba


a pronunciar algunas palabras sueltas

que ayudaban a entender lo que

solicitaba. ¡Pedíapedía coñac!


¡ Cigares ! ¡Asado! Como hasta ese

momento las pocas palabras que


articulaba las decía en francés, se me
pidió que armara una lista de palabras
de las necesidades básicas, de modo que

los enfermeros pudiesen recurrir a ella y

así comprender lo que requería el

enfermo.

Los tests con la psicóloga eran


impresionantes. En la computadora
jugábamos a los juegos de preguntas

generales. Él solía elegir la categoría

arte o historia, y siempre nos ganaba.


Además, nos divertíamos con el dominó,

el ajedrez y el backgammon. La

psicóloga estaba sorprendida del nivel


intelectual y de la pronta recuperación
que mostraba su paciente.
Ella misma me sugirió que sería

positivo que comenzara a leerle libros

de su interés, y que pediría autorización

al médico psiquiatra para incluir dos o


tres horas semanales de lectura en
francés.

* * *

A causa de la llegada de su gran

amigo y socio, Piero, que no hablaba

absolutamente nada de castellano, se

requirió mi presencia por los días que


se prolongara su estadía. Aparte de la
necesidad de comunicarse con la gente,
precisaba ponerse al tanto de las

condiciones de su camarada y, claro,

conocer al equipo médico.

El sábado muy temprano,

Philippe se hallaba en plena preparación


para recibirlo. Por primera vez nos
encontrábamos a solas, lo que me

inquietaba bastante. Él podía percibir mi

incomodidad y mis nervios. Estábamos


en el living mirando el paisaje a través

de la ventana que ocupaba todo el muro.

Le expliqué en francés que era el fin de


semana y que me quedaría allí porque
dentro de poco llegaría Piero.

–¿Lo recuerdas a Piero?

– Oui –contestó en francés,

dibujando la media sonrisa que su rostro


le permitía.

–¿Estás contento?
–¡ Très ! ¡Muy! –dijo susurrando.
–¿Entiendes las veces que hablan

castellano?

– Oui.
–Me imaginaba. ¿No quieres que

sepan que estás entendiendo lo que ellos

hablan? –agitó su cabeza de arriba


abajo–. Ten presente que yo estoy de tu
lado y que te voy a ayudar. ¿Confías en
mí?

– Toujours … –dijo haciendo

seña con su índice para que me

aproximara.
–¡Siempre! No sé por qué estás
tan seguro de mí –le respondí

acercándome a él lentamente. En cuanto


me agaché enfrente de su silla de ruedas

con el propósito de ponerme a su altura,

me tomó la mano y la llevó hacia su


boca; enseguida le dio un beso que duró

el tiempo que mi mirada pudo sostener


la suya. En cuanto bajé la vista por la
incomodidad y la tensión que me
producía ese contacto, él soltó mi mano,

no sin antes pasarla por su mejilla. Me

incorporé y giré dándole la espalda,

intentando esconder mi perturbación; sin


embargo, él me tenía estudiada por
completo. Yo sabía que, por más que me

esforzara por disimular, él se daba


cuenta de lo que sentía.

–Si quieres que yo continúe en la

terapia, no demuestres ningún interés por


mí. Al decir interés, me refiero a que no

se note que me necesitas y que confías


en mí porque nadie, absolutamente
nadie, sabe que yo conozco tus negocios,
tu pasado y otras cosas más. Así es que,

durante las sesiones, evita hacerme

sonrisitas y tirarme besos pues, si se

entera tu neurólogo, le va a contar a


Cecilia y ella va a hacer de todo con tal
de que me despidan. Está muy celosa y

viene detrás de mis pasos.


–¡ Salope ! –insultó a Cecilia.

–Bueno, basta que te vas a

cansar y tienes que estar bien para ver a


tu amigo.

La llegada de Piero nos traía


tranquilidad; era el único que seguía en
contacto con su hermano Valmont, en
quien depositábamos las esperanzas de

que nos ayudara a idear un plan,

concebir una estrategia que permitiera

ganar tiempo y lograr que Philippe


pasara con éxito su pericia médica. Sin
Valmont de nuestro lado, Philippe

quedaría en manos de Paul. Por el


momento, y antes de nombrar al curador

que tomaría los poderes y, por ende, la

facultad de decidir sobre su existencia,


por un breve lapso únicamente sus dos

hermanos tenían la autoridad que el lazo


de sangre les concedía para tomar
determinaciones acerca de su salud, su
tratamiento médico o su destino en este

país.

Piero entró a la casa; era la

primera vez que lo veía después del


coma. Sus ojos se llenaron de lágrimas,
y su enorme sonrisa reflejaba la

emoción del encuentro, la franqueza de


sus sentimientos. Se agachó y lo abrazó

sin poder decir ni una palabra. Philippe

estaba eufórico.
–¡Camarada! ¿ Ça va ? –dijo en

francés.
– Oui.
–Veo que aún te acompaña tu
intérprete. ¡Sí que tienes suerte! Ella es

muy buena, debes conservarla a tu lado

siempre.

–Hablé con Federico por


teléfono y me comentó que ninguna
mujer se puede quedar a solas con él

porque ya está en condiciones de tener


relaciones sexuales y, además, cualquier

mujer podría aprovechar la oportunidad

para intentar engendrar descendencia


con nuestro amigo. No sé si me

entiendes…
– Si tan preocupado está por eso,
¿por qué permiten que Cecilia se meta
todas las noches en la cama de Philippe?

–Hablaría con ella.

–Es algo que nunca tendría que

haber sucedido. Cecilia le presentó a tu


hermano Paul un abogado amigo. Luego,
con el objetivo de sacarme datos sobre

los negocios de Philippe, me pidió que


lo acompañara a hablar con el letrado, y

allí inició el juicio por insania,

proponiéndose él mismo a modo de


curador. La jueza descubrió que tenía

una condena pendiente; le advirtió que


una persona con una situación procesal
semejante no podría aspirar al
nombramiento de curador. Sin embargo,

Paul siguió insistiendo y presentó su

proyecto de rehabilitación –el que está

vigente con los costes económicos a su


cargo–, alegando que él era tan o más
rico que el paciente y que, a fin de que

no se dudara de sus intenciones, él


mismo se haría responsable de la

totalidad de los gastos. No obstante,

como era de esperar, quien hoy por hoy


paga la terapia es la empresa de ustedes.

El señor Luis, abogado de Paul, ha


intentado de comunicarse con su
contador en Londres, pero todavía,
luego de siete meses, no ha obtenido

ninguna respuesta.

–De acuerdo, entonces podemos

quedarnos tranquilos: ¡la jueza no lo


puede nombrar curador! –dijo Piero.
–Yo no estaría tan segura.

Además te quiere acusar a ti de haber


atentado contra la vida de Philippe.

–¡Qué porquería! Le gusta mucho

el dinero y más ahora, que necesita


pagar dos millones y medio de euros por

lo de la estafa a ELF.
–¡Sí! Llama a Valmont –ordenó
Philippe.
Más tarde salimos a dar un

paseo por las inmediaciones de la

estancia. El asfalto comenzaba en la

entrada de la propiedad y continuaba los


ocho kilómetros hasta el casco por lo
que el traslado en silla de ruedas se

hacía posible. Salimos de la casa y nos


dirigimos hacia los palenques techados.

Las monturas estaban sobre los

caballetes, y los caballos frente al


bebedero. Un jovencito cepillaba con

suavidad el pelaje amarronado de


Mariscal; otros dos caballos de trabajo,
más viejos, petisos y anchos, se
encontraban a la par. Esa su primer

salida al exterior después del accidente,

y el primer contacto con su gente.

Contempló el jardin, los palenques y los


caballos. Hizo un movimiento con su
dedo índice buscando que su amigo, que

iba detrás de él con las manos posadas


en las manijas de la silla de ruedas, lo

aproximara a Mariscal. Estiró su brazo e

intentó tocarlo; el caballo dio un tranco


y agachó. Philippe lo acarició.

–Quiero montar…–dijo Philippe.


No esperábamos una actitud tan
favorable de su parte; era sorprendente
verlo interactuar con el animal, sentir la

sintonía que surgía de ese contacto.

–No sé, amigo, creo que es muy

apresurado.
–¿Puntana?
–Está en las caballerizas…

Nadie la quiere, y hasta estuvieron a


punto de sacrificarla –dije angustiada.

–Es tuya...

–Sí, pero… ¿recuerdas que por


culpa de ella tuviste el accidente?

–¡No! No te escuché… Puntana


estaba… y yo…–agachó la cabeza,
colocó su codo derecho en el
apoyabrazos de la silla de ruedas, y

sostuvo el peso de su cabeza con la

mano. Tal como me lo

imaginaba, hablar de ese tema sería muy


delicado. Entonces tratamos de
animarlo, intentamos sacarlo de ese

estado de alienación en el que caía cada


vez que tomaba conciencia de sus

imposibilidades y de su situación. De

pronto, se me ocurrió una idea que


seguramente iba a ayudarlo a cambiar su

humor; necesitaba enfocarse en otra cosa


que no fueran sus pensamientos. Fui a
las caballerizas, ensillé a Puntana y la
monté. Le dije a Piero que condujera a

su amigo a la cancha de polo y que lo

dejara allí. Llevé a Puntana caminando

por el pavimento hasta la cancha, la


monté y la hice galopar como aquella
tarde en San Luis. Cabalgué en dirección

al horizonte. Quería demostrarle que


Puntana se encontraba bien y que yo

apreciaba mucho su regalo. Sabía que él

se interesaba en observarme, porque


veía reflejada en mí su misma pasión

por estos animales. De regreso en línea


recta hacia él, vi cómo erguía su espalda
y elevaba su mentón tratando de mirar
mi cabalgar. Cuando llegué hasta él,

taconeé la yegua con suavidad para que

se adelantara y fue tanta la proximidad

entre ellos que Philippe alcanzó a rozar


su cara con la de Puntana.
Piero agitaba la cabeza de un

lado al otro, apretando sus labios con


fuerza. En ese momento se me ocurrió

que, quizás ahora que él estaba

recuperándose, existiría la posibilidad


de incorporar la equinoterapia. Estaba

segura de que se negarían porque el


equipo médico se mostraba en contra de
todo tipo de terapia alternativa, como la
reflexología, la equinoterapia, el Reiki o

la meditación. No obstante, contando

con el apoyo de Piero y el permiso de

Valmont, tenía la certeza de que no


habría problemas para incorporar esta
técnica de rehabilitación tan efectiva.

18

Después de siete meses Valmont


volvió a la estancia acompañado por un

francés de unos cincuenta años de edad.

La última vez había visto a

Philippe en coma en la clínica de


Buenos Aires, ahora tendría que hacerle

frente a la realidad y encontrarse con un

desconocido. Al verlo los ojos se le

llenaron de lágrimas aunque una gran


sonrisa ocupó su rostro. Se agachó, lo
miró a los ojos y sin decirle nada lo

abrazó.

Philippe observó a Valmont con

sumo detalle y después dirigió su mirada

al hombre que lo acompañaba. Irguió la


espalda, levantó el mentón y lo observó

detalladamente.

–No te preocupes, confía en mí.


Él es Max, tú lo conociste en Angola

¿recuerdas? –Es el brujo.

–Exacto –dijo Max.


Ese extraño individuo tenía unos

siete u ocho años más que Philippe. De

cabellera escasa pero abundante en


canas, sus ojos impresionaban a primera
vista. La nariz era encorvada y su
mentón se proyectaba en sucesivos

repliegues que colgaban hasta su pecho.

De estatura mediana y contextura más

bien robusta, se sostenía bien erguido.


Cuando supo que Philippe lo
había reconocido, se aproximó un poco.

El supuesto brujo comenzó a mover sus


brazos como lo haría un director de

orquesta, sus ojos saltones se movían

con rapidez observando el contorno de


la figura de Philippe. Era como si

estuviese acomodando una maraña de


hilos invisibles que se tejían alrededor
del cuerpo del convaleciente. Así
continuó por varios minutos

desenredando con gestos rápidos algo

que era completamente invisible a

nuestros ojos.
–Philippe, estoy aquí para
ayudarte, si así lo deseas –le dijo en

francés, mirándolo con fijeza. Philippe


sostuvo esa mirada y entró en una

especie de hipnosis. De repente, se

relajó; los músculos faciales se


distendieron notablemente haciendo que

su boca tomara una posición más natural


y la rigidez de los dedos de la mano
parecía desaparecer.
–¡Philippe!, ponte de pie. ¡Tú,

que has navegado por tantos mares, que

has conquistado tantas tierras! ¡Has

estado en el umbral de la vida y la


muerte cientos de veces y has seguido
adelante avasallando todo lo que se

interponía en tu camino! ¡Fuiste un


sanguinario bárbaro, un vikingo

destinado a una vida errante! ¡Ponte de

pie y continúa viviendo! ¡Termina lo que


comenzaste! Tienes la posibilidad, la

oportunidad de sostenerte
tomando la energía de un ángel que te
acompaña ¡vamos, ponte de pie!

Solo Valmont, Philippe y yo

sabíamos lo que le estaba diciendo; el

enfermero y la kinesióloga no tenían la


menor idea de quién era ese hombre y

qué tipo de intervenciones realizaba.

Sentado en sus silla de ruedas,


inclinó el torso hacia adelante colocó su

palma firmemente en el apoyabrazos de

la silla, bajó el pie derecho al piso


dejando el izquierdo inmóvil debido a la

hemiplejia, se inclinó hacia la derecha

para sostener el peso de su cuerpo sobre


la pierna sana y se incorporó. Toda esta
sucesión de movimientos vitales las
realizó manteniendo siempre la mirada

fija en Max. No cabían dudas que se

trataba de un estado de hipnosis o algo

parecido. Para la medicina tradicional


era un milagro, algo que científicamente
no tenía ninguna explicación racional.

Un milagro –como dicen los médicos


cuando no encuentran la justificación en

los libros de medicina– o tal vez, era la

consecuencia de cuatro semanas de


intenso trabajo de rehabilitación que

tenía sus frutos justo en el momento en el


que apareció este señor haciendo una
intervención sumamente arriesgada y sin
una previa autorización.

–¡Philippe, sentate por Dios!

¿Qué hacés? –gritó indignada la


kinesióloga–. ¡María decile a Philippe

que se siente!
No sabía qué hacer; si mi
trabajo de intérprete o quedarme callada

para no interrumpir un momento tan

importante.
Rápidamente, Max, dejó unos

segundos los ojos de Philippe para

visualizarme y haciéndome seña con su


mano derecha para que no me acercara,
volvió su mirada a Philippe ordenándole
que se sentara.

Verlo a Philippe ponerse de pie

fue un momento muy emotivo. La


realidad estaba a la vista de todos y no

se trataba de un truco de ilusionismo:


Philippe reaccionó a los estímulos de
ese hombre al punto de ponerse de pie.

Nadie, hasta ese momento, había

logrado una reacción tan importante en


el paciente, significaba un gran paso en

la terapia. Laura cuestioné de inmediato

el “peligroso” método de Max:


–Esto es inaudito. ¿Qué
pretende? ¿Lesionar a mi paciente?
¿Quién autorizó a este señor a intervenir

en la terapia?

–María, dile que yo lo autoricé –

dijo Valmont balbuceando en francés.


–¡Tiene que tener la autorización
del director del equipo médico!

–Dile que soy su hermano y que


tengo la autoridad suficiente para

intervenir como y cuando quiera en la

terapia.
–Pero esto no estaba previsto y

es una intervención muy arriesgada y…


–Laura se detuvo abruptamente cuando
sus ojos encontraron con los de Max.
–Ven, te explicaré lo que hago,

así te quedas más tranquila y te relajas

un poco –le dijo en francés mientras que

me hacía seña con su mano para que le


tradujera.
Max la tomó suavemente del

brazo conduciéndola hasta el sillón del


living. Laura caminaba como un zombi

sin oponer resistencia y se desmoronó

en el sillón dispuesta a escuchar al


extraño personaje.

–Ven, querida –insistió Max


invitándome a quedarme a su lado para
servirle de intérprete–. ¿Tu eres María?
Asentí.

–Vamos a explicarle a esta joven

alma lo que está sucediendo. Hace

cuarenta años que soy médico clínico,


luego inicié mis estudios de psicología,
lo que me llevó a aplicar la hipnosis en

mis terapias. No conforme con los


resultados, ya que el hipnotizado cae en

un sueño profundo donde pierde la

conciencia y cuando se despierta no


recuerda absolutamente nada, incursioné

en otro tipo de investigaciones sobre la


física cuántica y estudié todas las
técnicas orientales existentes para tratar
a mis pacientes, pero finalmente llegué a

conocer la etiomedicina, la cual me

permite la lectura de la conciencia

celular.
–Me quedo más tranquila
sabiendo que usted es médico… aún así,

no comprendo de qué se trata todo esto –


confesó Laura.

–Se trata de ir a fondo de la

cuestión –dijo Max revoleando sus ojos


nuevamente y mirando el contorno de la

figura de Laura– saber el motivo por el


cual padeces diariamente el fantasma de
la muerte que te acosa, saber por qué
has decidido venir a este mundo a sufrir

nuevamente. Tienes miedo de todo niña

pero lo que más te aterra es volver a

sentir la muerte tan cerca –aseguró Max


moviendo sus manos, haciendo gestos
rápidos por encima de la cabeza de

Laura. Laura permanecía atónita,


parecía no respirar. Indudablemente las

palabras de Max la afectaban. De

pronto, su pecho comenzó a agitarse,


respiraba entrecortado y sin poder

evitarlo lanzó un sollozo que


desencadenó un mar de lágrimas. Max la
tomó de la espalda y la recostó en el
sillón al mismo tiempo que le tarareaba

una canción de cuna.

–María, ¿qué estás viendo? –me

preguntó Max.
Estaba desconcertada e
impresionada, la energía que fluía en el

ambiente tenía la fuerza de desnudar


cualquier alma.

–Veo una mujer con rostro de


niña –dije.

Laura era una mujer de unos

treinta años de edad y de físico robusto;


alta, de espaldas anchas y voluptuosas
curvas. Sin embargo, el tamaño de su
cabeza parecía no corresponder con el

resto del cuerpo; era notable la casi

desproporción entre su cráneo y la

anatomía del resto de su cuerpo. El


pequeño rostro con sus mejillas
regordetas, los ojitos redondos, la

diminuta nariz respingada y su minúscula


boca roja acompañada de una piel

resplandeciente, aparentaban la edad de

una niña de diez años.

–¡Bravo! ¡Muy bien! Su parte

inconsciente se detuvo en la edad en que


desarrolló la esclerosis múltiple, la
edad en la que en su anterior vida fue
exterminada en una cámara de gas en un

campo de concentración, y en la anterior

a esa, fue la edad en la que su casa fue

quemada por los inquisidores estando su


familia y ella adentro. Indefectiblemente
cae al horror y a la tragedia sin poder

cortar esa cadena de fatalidades. La


esclerosis múltiple es reincidente y por

tal motivo vive acechada por ese

fantasma, hay que curar su alma y se


liberará –explicó Max.

–Pero ¿Como sabe de mi


enfermedad? –preguntó Laura
desconsolada.
–Eso no tiene que preocuparte,

lo importante es que hoy te vas a

deshacer de ese peso y podrás seguir

evolucionando –afirmó. Max tomó la


mano izquierda de Laura y buscó en su
muñeca su pulso. Con la mano derecha

sostenía la muñeca de Laura y con la


izquierda palpaba sus campos

electromagnéticos, que se ubicaban a

unos cuarenta centímetros por encima de


su cuerpo físico.

–La sensación de abandono


pertenece a esta vida, ese miedo de
quedarte sola y desamparada es causado
por tu recuerdo inconciente de tu fase

embrional donde tú, estando en el útero

de tu madre, sentiste la muerte de tu

hermano gemelo como una pérdida,


como un abandono. En realidad, una
parte tuya murió en ese momento –

aseguró Max.
Laura mecía el cuerpo de un lado

a otro, sus pies se cruzaron y llevando

sus rodillas al pecho se acomodó sobre


un costado del cuerpo quedando en

posición fetal. Allí parecía haber


encontrado la calma y lentamente sus
sollozos se fueron apagando hasta
quedar en un silencio completo.

Philippe, Valmont, el enfermero

y yo quedamos impactados. La irrupción

de este hombre en la vida de Philippe


podía hacer que ciertas estructuras
jerárquicas que, hasta

el momento se habían enquistado,


pudiesen ser extirpadas. La monopólica

opinión del doctor Federico, manipulada

por los intereses de Paul, podría ser


cuestionada con la intervención de Max.

Lo ideal era que se trabajase en


conjunto, pudiendo conjugar las
intervenciones desde el enfoque
cientificista y las curaciones del alma

desde el enfoque espiritual. Pero según

Max, de nada servía tratar las

consecuencias si no se atacaba la causa.


Como Paul estaba en prisión y poco
podía intervenir en este asunto, Valmont,

guiado por Max, impuso su idea y pidió


que se replantearan los objetivos de la

terapia obligando a que se incorporaran

para la semana entrante la rehabilitación


en la piscina y la equinoterapia.

19

El esperado momento llegó.

Todo el sacrificio, el esfuerzo y la

voluntad que Philippe había dedicado a


su rehabilitación serían evaluados esa
mañana por los médicos peritos, los que

determinarían su capacidad o
incapacidad física y mental.

Me daba la sensación de que

todo pendía de un hilo, que la fuerza de

la ambición tendría el poder de


tergiversar la realidad y de cometer una

injusticia. Corromper el alma de


aquellos que tenían la autoridad para

firmar un documento decidiendo


finalmente el destino de Philippe era

sencillo.

Llegué a la estancia, ansiosa por


ver a Philippe y tener una charla previa.

Sin embargo, el panorama con el que me


encontré fue realmente inquietante. En el
comedor se encontraban los dos

médicos psiquiatras designados para las

pericias y el médico clínico personal de


Philippe. En la cocina, Gloria estaba

sentada en una silla llorando:

–¿Qué sucede? –dije


desconcertada.
–No sé, tengo miedo por
Philippe ¿Qué le van a hacer? ¿Qué le

están haciendo?

–Contame por favor, podés

confiar en mí.
–Sí, ya lo sé. Y él también sabe
que sos su única esperanza. Hace unos

minutos, cuando llegaron Valmont y


Federico, entraron a la habitación y él

comenzó a gritar desesperado, lo único

que entendí fue tu nombre, repetía:


“María, María, María”. Y después hubo

un silencio.
–¿Fuiste a su habitación a verlo?
–No me dejaron pasar. Philippe
amaneció de buen humor y me dijo que

quería hablarte por teléfono pero cuando

Valmont llegó, se enfureció y se

pusieron a discutir. Valmont le sacó un


pasaporte que él tenía en sus manos.
–Tal vez intentaba advertirme

algo.
–Yo creo que sí. logró darme

este papel a escondidas, es para vos –

Gloria deslizó su mano derecha por


dentro del bolsillo de su delantal y justo

en el momento que estaba por sacarlo


ingresó Valmont a la cocina. Con toda su
astucia lo dejó caer nuevamente en su
bolsillo, se puso de pie y nos ofreció un

café intentando disimular su

preocupación.

–¿Qué sucede aquí? ¿Por qué no


me avisaste que habías llegado? –dijo
en francés.

–Acabo de llegar…
–Bueno, vamos entonces, te

estábamos esperando.

Federico no debía estar allí y


mucho menos presenciar los exámenes.

Sin embargo estaba y Valmont le


permitía inmiscuirse en el momento más
importante justo cuando Philippe debía
estar tranquilo.

–¿Y Philippe? –pregunté

–Lo traeremos cuando esté todo

listo –dijo Federico.


Ingresamos al comedor donde
estaban los tres peritos. Después

trajeron a Philippe. El nuevo enfermero


que ocupaba el cargo de Martín acercó

la silla de ruedas a la mesa y con un

pañuelo limpió la saliva que corría por


la comisura de los labios del presunto

insano. Como en los comienzos de la


terapia, su cabeza caía en péndulo, la
que de tanto en tanto sostenía apoyando
el codo del brazo sano en el

apoyabrazos de la silla y colocando la

palma de su mano en el costado derecho

de su rostro. En esa posición y con los


ojos cerrados permaneció un tiempo.
Luego, según las preguntas que le

traducía abría levemente su ojo, me


miraba fijo y volvía a cerrar su párpado

en señal de derrota. No podía creer que

después de tantos meses de trabajo y


esfuerzo terminara así. Philippe se

encontraba en el mismo estado de la


época de las visitas nocturnas de
Cecilia. Exactamente en ese mismo
estado de sedación. Ni el psiquiatra ni

el psicólogo pudieron establecer

contacto con el presunto insano y a pesar

de mis justificaciones de que tal vez


estaba cansado y que habitualmente él se
encontraba lúcido y coherente en sus

conversaciones, ellos debieron ser


objetivos en su peritaje:

–Su declaración la tomará la


jueza el día que fue citada en calidad de

testigo –señaló el psiquiatra.

La reunión concluyó. Philippe


fue depositado en su habitación.
Valmont y Fedrico acompañaron a los
médicos hasta afuera y yo corrí al baño

para encerrarme a llorar desconsolada

¿Qué había sucedido? ¿Por qué los

planes habían tomado otro rumbo?


¿Valmont habría cambiado su estrategia?
¿O me había estado engañando todo este

tiempo usándome para sacar del camino


a Paul y así lograr apoderarse de la

fortuna y del destino de su hermano?

Intenté sobreponerme y regresar

a escena para interpretar una de mis

últimas actuaciones: la de intérprete, la


de una mujer profesional que no se
involucra con sus clientes. Valmont se
encontraba sentado en el sofá del living

con un vaso de whisky. Me senté en el

otro sillón y lo miré con fijeza.

–Evalué la situación en la que se

encuentra Philippe, los riesgos


financieros, de salud y de muerte que
corre estando aquí y decidí no seguir

más con esta farsa. No seguirle más el

juego ni a mi hermano, ni a la jueza, ni a


los médicos. Aquí está todo podrido,

todos están involucrados y dispuestos a

enterrar a mi hermano…
–Tienes toda la razón...
–Creo que la única solución es
salir vovler a Francia. Tengo su

pasaporte. La clave era la fecha de la

muerte de su novia Marie.

–Tu hermano Paul perseverará


con su idea de robarle todo, los árabes
intentarán matarlo nuevamente.

–No te preocupes porque Paul no


está en condiciones de pedir una

curatela en nuestro país y, en cuanto al

riesgo de muerte, allá estará más


protegido que aquí.

–¿Estás seguro? ¿Por qué lo


dices?
–Porque la persona que dopó al
caballo de Philippe fue Mario. Él

estaría trabajando para ese árabe con el

cual Philippe hizo el último negocio.

–Tiene sentido –dije y recordé que


Mario se había quedado toda la noche
en la casa del jeque porque estaba

borracho.
–¿Como llegaste a esta

conclusión?

–Con dinero todo se compra,


todo se puede.

En ese mismo momento ingresó


Gloria con una enorme maleta, y
limpiándose las lágrimas que corrían
por sus mejillas dijo:

–Puse la ropa de invierno de

Philippe aquí y el chofer los está


esperando afuera para llevarlos al

aeropuerto.
–No puedo creer que te lo lleves
así –dije desconsolada.

–Si tú quieres lo mejor para él,

créeme que esto es lo correcto…


Caminamos hacia el hall de

ingreso donde se encontraba Philippe, el

enfermero y el equipaje. Me arrodillé en


el piso frente a su silla de ruedas
intentando encontrar su mirada perdida
en el piso, lo tomé de la mano y le pedí

que me mirara, que me escuchara por

unos instantes:

–Philippe, debes estar tranquilo,

ahora vas a regresar a tu país.


Estaba tan dopado como el primer día,
su rostro permanecía inmóvil, su mano

completamente adormecida, su cuerpo

desmoronado, encorvado hacia delante


pero su mirada era la de siempre y

podía interpretarla.

–María te va a ir a visitar –
prometió Valmont arrebatando la silla de
ruedas para conducirla hacia afuera.
Me quedé inmóvil, mi corazón

latía tan fuerte que podía escucharlo.

Gloria me sostuvo del brazo y me

condujo hacia afuera.


Ubicado a Philippe en el asiento
trasero. El motor del coche se puso

en marcha, su mirada se detuvo en la


mía unos instantes hasta que el azul

de sus ojos se perdió en el horizonte.



20

Gloria me consoló entregándome

el papel que Philippe le había dado para


mí. La letra era casi ilegible ya que su

mano temblaba mucho pero interpreté


rápidamente su caligrafía:

L’OR CHEZ PUNTANA

AIDE-MOI

JE T’ATTENDS

“El oro está en lo de Puntana,


ayúdame, te espero”. Claramente, era un

pedido de auxilio y un gesto de


confianza absoluta- Me estaba

confesando la ubicación exacta del


maletín con los lingotes de oro. Él

aguardaría mi ayuda, mi presencia allá

porque yo era el único ser humano en la

tierra en el que confiaba. Mi


desconsuelo era muy profundo pero esa
nota me daba una esperanza. Me dirigí a

las caballerizas en busca de Puntana.


Ingresé al box, la abracé y la acaricié

hasta que mis lágrimas se agotaron.

Después la ensillé y cabalgué a toda


furia hasta ahogar cada uno de mis

deseos.

Lo mejor sería olvidarme de ese


hombre, borrar por completo los
recuerdos y enterrarlos bajo mil llaves.

Muy pronto cumpliría veintiséis años y


tenía una vida por delante para poder

vivirla a mi modo. Ahora era libre

nuevamente porque ese hombre que me


había arrastrado hacia el peligro, que

me había engañado desde el primer día


en que me hizo subir en ese avión,
estaba ahora a miles de kilómetros de
distancia.

Había deseado liberarme de él,

salirme de ese entorno y él me lo había

negado. Luego, cuando la situación dio


un giro inesperado y la fatalidad o más
bien los ajustes de cuentas lo dejaron

inválido y perdido, fue mi oportunidad


para huir y desligarme definitivamente.

Pero no pude.

Philippe Leduc, el omnipotente,


el gran millonario excéntrico que había

amasado su fortuna proporcionando


armas a aquellos que creían tener el
poder de decidir sobre la vida o la
muerte de miles de personas se

encontraba solo. Pensar que por culpa

de Philippe miles de niños y mujeres

indefensos morían apilados en algún


rincón del planeta me indignaba. ¿Qué
me llevó a estar a su lado e intentar

ayudarlo? ¿Por qué decidí seguir


corriendo tantos riesgos?

Ahora estaba obligada a

olvidarlo. Retomé la rutina de mis


clases, volví a frecuentar mis amistades

e intenté distraerme saliendo a cuanto


evento o fiesta me invitaban. Por las
tardes emprendía un viaje de melancolía
difícil de manejar, entonces salía a

correr a orillas del río hasta matar el

último recuerdo y la última imagen.

Sabía que nunca más vería a

aquél hombre, que todo había acabado.


La historia concluyó para mí y debía
cerrar el libro para nunca más intentar

retomar su lectura.

Recibí varias llamadas de Juan y


mensajes en el contestador, los que

borré sin escuchar. En el transcurso ese

primer mes sin Philippe, Mario me


llamó todos los días pero yo no le
contesté; supuse que querría saber la
nueva dirección de Philippe.

Otras tantas llamadas fueron de

parte del abogado de Paul y algunas


otras provenientes del estudio del

abogado de Valmont. ¿Qué querrían?


Seguramente buscar la manera de saldar
sus honorarios.

Nada sabía del paradero de

Philippe ni nada quería saber. Había


madurado abruptamente, la versión

cruda del mundo y de la vida se había

revelado ante mí con violento


desparpajo. Algo había aprendido de
aquel hombre que irrumpió, que arrasó
con los últimos vestigios de mi

inocencia: aprendí a mirar en el interior

de las personas. Parecía que algo de él

funcionaba irremediablemente en mi
interior, como si al separarnos me
hubiese metido un virus o un chip

configurando con ese instinto


terriblemente agudizado para ver a

través de las personas. Vivía el

transcurso de mis largos y ahora


aburridos días como una máquina

desconfigurada, como un barco sin


timón. Las aburridas reuniones entre
amigas, las charlas superfluas, las
madrugadas sin amanecer y las noches

sin luna eran parte de mi presente.

Tres meses más tarde, la


camioneta de Philippe se estacionó en

mi casa. Piero había regresado a la


ciudad y necesitaba hablar conmigo. Me
llevó hasta la estancia. Regresar a aquel

lugar me entristecía. Ingresamos al

living; el particular aroma de aquella


casa me angustiaba.

–Vine especialmente a verte.

–¿Debes actualizar el contrato de


alquiler con los árabes?
–No habrá contrato, las
relaciones están rotas con la empresa a

causa de la mala negociación que se

hizo entre ellos. La justicia podría

también apropiarse de todos sus bienes


si descubre los negocios turbios.
–Cherie, vine a buscarte,

Philippe quiere verte. Aquí tienes el


pasaje y éste es el número de cuenta que

abrió a tu nombre con unos cincuenta mil

euros para cubrir tus gastos. Sabemos


que no quieres dinero pero tendrás que

aceptarlo, dejarás tu empleo aquí y esta


suma es solo compensatoria.
–¿Compensatoria? Ni trabajando
una vida ganaría esa suma ¡No quiero el

dinero mal habido de tu amigo!

–¡María! ¿Qué te sucede? –se

incorporó del sillón para sentarse a mi


lado, me rodeó la espalda con su brazo
derecho y me dio un beso en la cabeza–

sé que eres demasiado digna para


aceptar las condiciones de Philippe pero

es justamente por esa cualidad tuya que

hoy estas aquí. Cuando Philippe me


eligió hace veinte años atrás, yo no era

nadie, solo llevaba mi dignidad a


cuestas, él lo percibió al instante,
entablamos amistad y me hizo entrar
como presidente de una empresa de

logística. Estaba agradecido hasta que

supe en lo que me había metido: era un

eslabón más en el negocio, debía


encargarme de los envíos.
–¿Pero por qué aceptaste?

–No se trata de rechazar o


aceptar. En este mundo, en este negocio

cuando te señalan, te eligen y no te dan

opción.
–Es increíble lo que dices, es de

película.
–No, es mucho peor que eso.
Unos minutos de silencio corrieron
vacíos. Me habían arrebatado la

juventud, el derecho a creer y a soñar un

mundo mejor, me sumergieron en un

inframundo donde los seres son carcasas


roídas por la ambición de poder.
Miré a mi alrededor; ese lugar me

traía malos recuerdos: médicos, tubos


de oxígeno, olor a medicamentos, y la

imagen de Philippe inconsciente,

hemipléjico, deformado.
Piero me entregó el sobre con

los pasajes y una caja roja con una


pequeña nota:
“Necesito verte. Quiero que
aceptes este presente en reemplazo del

oro. Piero se lo quedará, es muy

peligroso para ti cargar con eso. Hasta

pronto”
Abrí la caja y vi un diamante en
forma de gota.

Nunca había pensado en


quedarme con el oro y tampoco me

quedaría con ese diamante.

Me fue imposible conciliar el

sueño aquella noche. Lo vería una vez

más para asegurarme que estuviese bien


atendido y luego volvería a mi vida, sin
fantasmas ni rencores.

21

El vuelo fue un lento pasaje

hacia una dimensión desconocida.


Ignoraba la opulencia del entorno, la
ostentación de una riqueza ganada a

costa de innumerables vidas, de cuerpos


arrojados a fosas como animales

muertos.

Llegué al aeropuerto Charles de


Gaulle. Busqué mi maleta y seguí las

indicaciones de sortie. Sí, una salida,


una escapatoria era lo que en aquel
momento estaba buscando.

Un señor de traje negro se me

acercó, agarró mi equipaje y me pidió


que lo siguiera. Cuando salimos abrió la

puerta de un lujoso coche. Ingresé al

vehículo y sobre el asiento había una


docena de claveles rojos con una tarjera
de bienvenida

Rumbo al hotel intenté relajarme

con el encantador paisaje parisino. El

ajetreo de las calles elaboraba sus


sonidos cotidianos.

Arribamos al hotel, uno de los

más clásicos y lujosos de París. Había


pensado en pasar la noche en un

pequeño hotel del barrio Latino, a unos

metros del boulevard Saint Michel,


como para no sentirme tan expuesta

Ingresamos al hotel, me registré

y el mismo chofer me acompañó el


ascensor.
Los nervios empezaron a hacer
su trabajo: el ritmo cardíaco se

aceleraba, sentía el pulso latirme en la

yugular, la boca seca, las manos

sudorosas y las piernas flojas.

Las puertas del ascensor se


abrieron, el chofer me dio paso.
Caminamos por el pasillo hasta la doble

puerta de ingreso, la abrió y dijo:

–Aguarde sentada,
mademoiselle.

Quedé sola en medio de una sala

donde se erguían cuatro columnas


torneadas de mármol rosado. Los
frescos y las elaboradas molduras
ornaban los techos, el parqué encerado y

las alfombras sobriamente elegidas

engalanaban los pasos de los

privilegiados visitantes.

Me acerqué a los ventanales,


observé la terraza con jacuzzi y la
hermosa selección de plantas; la

variedad de colores de los gladiolos

resaltaba a la vista. Gran parte del piso


del patio estaba recubierto de césped, el

resto de madera lustrada.

Me desplomé en el sofá de pana


rojo. Una doble puerta en madera blanca
y terminaciones doradas permanecía
cerrada. ¿Porqué Philippe se hacía

esperar?

Vi la puerta abrirse y tras ella un


hombre vestido de blanco. Para mi

sorpresa la figura del jeque Amil Nabir


se reveló como la de un fantasma. ¿De
qué se trataba todo ese circo? ¿Dónde

estaba Philippe?

Me mantuve inmóvil, tardé unos


segundos en levantar la vista; el tiempo

necesario para inventar una cara neutra

que diera aspecto de mujer segura. Me


incorporé. Él dibujó una sonrisa
seductora. Le devolví el gesto con una
suave caída de ojos y una mueca en mis

labios. Nos sentamos. Me crucé de

piernas, erguí mi espalda y levanté el

mentón.

–Quiero que trabaje para mí.


Philippe tiene en su poder la fórmula
química de un arma de destrucción

masiva muy poderosa, eso es lo que

quiero que obtenga, esa fórmula.


–¿Porqué cree que Philippe me


confiaría ese secreto?
–Él la mandó llamar porque la
necesita. Usted se ha ganado la

confianza absoluta de un hombre muy

poderoso en occidente, el cual hoy ha

perdido credibilidad entre sus clientes a


causa del inconveniente que tuvimos.
Debido a su larga ausencia en las rutas

de negociaciones, sus competidores y


enemigos han ganado terreno; han

podido negociar libremente, sin tener

que transar con él. Philippe necesita


refortalecerse pero en el estado en el

que se encuentra precisa de una mano


derecha incondicional, usted será eso y
más. Llegará a obtener, con el tiempo, su
secreto más valioso.

–¿Y si no obtengo lo que me

pide?

–Mi trato con usted es la fórmula


a cambio de una mansión en Dubai. Si se
niega, la vida de sus padres correrá

peligro.
–Y si acepto y cumplo con mi

trabajo, mi vida correrá peligro porque

Philippe me mandaría matar.


El jeque, tal como me lo


imaginaba, me invitó a cenar teniendo
como único objetivo sacarme todo tipo
de información provechosa e intentar

seducirme para que definitivamente

cayera rendida a sus pies, acepte tener

un affaire y le sirva como carnada.

Asistí a la cena con un vestido


negro que dejaba al descubierto mis
hombros, el cabello suelto y el rostro

con un suave maquillaje.

Durante la comida, el jeque, me


enseñó sus hábitos de comida

haciéndome degustar diferentes platos

tradicionales y habló casi sin pausa


sobre sus esposas, sus hijos y sobre él
poder que le había otorgado su hermano
el Emir.

Más tarde pasamos al salón y

nos sentamos frente al fuego del hogar.


Él tomó mi mano, la besó y la sostuvo

entre sus calientes palmas. Luego


acarició mis brazos y besó mi hombro…

–¡Amil! Espera… –intenté

quitármelo de encima.

–Déjate llevar por la fuerza de la


pasión; te enseñaré lo que nadie antes te

ha mostrado –susurró con voz ronca–.

Esto forma parte del trato.


Entregarme a él era como vender
mi alma al mismo diablo y rehusarla era
de una falta de cordura suprema; él no

toleraría ser rechazado. Me producía

escozor el solo imaginar que debía

entregarme a ese libidinoso. Philippe me


había puesto una vez más en una
situación de riesgo; estaba en Paris por

él y ahora me había dejado en manos del


árabe. No se lo perdonaría. ¿Qué debía

hacer con el jeque? ¿Apagar el fuego

que lo estaba incendiando o alimentarle


la fantasía? Sabía que con estos tipos no

se jugaba, que si lo dejaba avanzar


debía tirar por la borda mis principios y
hasta mi vida entera.

–Si quiere mi complacencia

espere a que termine el asunto con

Philippe.
Para mi sorpresa el jeque aceptó

rápidamente la propuesta diciendo que


le divertía la idea de paladear el sabor
de la lujuriosa espera.

* * *

Las pesadillas hostigaban mi


sueño, amanecí turbada. Me levanté,

abrí la puerta del balcón en busca de

aire fresco y una ráfaga de helado viento


acabó por despabilarme. Rápidamente
los nervios lograron descomponer mi
estómago cuando escuché golpear la

puerta; me aterré al pensar que podría

ser el árabe. Felizmente se trataba del

desayuno. Solo bebí un té mientras que


desde el balcón contemplaba la Torre
Eiffel. En la bandeja que me había

traído el camarero vi una pequeña caja


azul con un moño dorado, debajo de ella

una tarjeta escrita en inglés que decía:

“Querida, espero fervientemente


nuestro reencuentro” Abrí la caja y

encontré unos deslumbrantes pendientes


en oro blanco.
Quien realmente aguardaba por mí
era Philippe y debía ir a su encuentro lo

antes posible y salir de esa trampa.

SEGUNDA PARTE

LA

ELEGIDA

Paris-Angola, 1980.

Philippe Leduc, hijo de un coronel


de marina, había terminado sus estudios

en el liceo militar de Aix-en- provence


lo que le aseguró el ingreso en L´école

de l´aire. Su formación aeronáutica y


espacial lo posicionaba como uno de

los hombres más capacitados para llevar

adelante una misión: venderle armas a

Angola.

Su hermano Paul, con el grado de


capitán de Marina, le facilitaba el

encuentro con el ministro de seguridad.


Para Paul, un ofrecimiento como ése era

impensable; sin embargo, su hermano

poseía un don innato a la hora de

negociar.

Philippe era un espíritu libre. Lo


único que deseaba era hacer dinero y
divertirse. Paul, en cambio, podía ser un

sujeto despreciable o un hombre

agradable según las circunstancias por


lo que le interesó mucho más el

ofrecimiento como espía en los

servicios secretos franceses que el de


mercenario en África.

El título de lobbista no era más

que un rótulo glamoroso para aquel

hombre que fuese capaz de negociar de

la manera más ilícita posible la venta de


material bélico.

Cuando Paul le habló al ministro

de seguridad sobre su hermano,


concretaron un encuentro. Philippe

acudió a la reunión sin hacer

demasiadas preguntas. Ingresó a la sala,


saludó al ministro con un apretón de

manos y enseguida se sintió a gusto. El

gerente general de la empresa de


logística que había contratado el
Ministerio de Defensa para trasladar el
material bélico, por el contrario, le

pareció un tipo desagradable.

Ni bien ocuparon sus lugares, el


ministro comenzó a hablar sin rodeos:

—Necesitamos un hombre que esté

dispuesto a todo. Hay que seguir


vendiéndole armas a Angola y a Cuba.

Acaba de asumir el nuevo presidente y

es inminente la renegociación de nuestra


mercancía —dijo el ministro de

seguridad francés.

—Puedo hacerlo —aseguró


Philippe.

—Toma —dijo el primer ministro

y le extendió una carpeta con fotos—.

Este hombre es el presidente de Angola.

Eduardo Dos Santos es el segundo


presidente después de la independencia

de Portugal, recibió el país en plena


guerra civil.

—Eduardo Dos Santos —repitió

Philippe mientras pasaba la hoja.

—Ese es Jonás Savimbi, lider de

la UNITA o Unión Nacional para la

Independencia Total de Angola. Este

rebelde fue apoyado por China


enviándole los mejores consejeros de
guerra y también fondos para financiar
la guerrilla. Sudáfrica y Estados Unidos

también lo apoyaron con soldados y

material bélico.

—¿Qué hace China apoyando a un

movimiento revolucionario de derecha?

—Antes de que derrocaran la


dictadura de Caetano, Jonás ya se estaba

formando en China a la espera de que

comenzara el proceso de
descolonización.

—Ya aspiraba a la presidencia.

—Tres movimientos se disputaron


el poder pero el Movimiento Popular de
Liberación de Angola, apoyado por la
URSS y por Cuba, tomó control de la

capital angoleña y declaró la

independencia. Subió al poder

Agostinho Neto aunque no logró


dominar todo el país ya que Jonás
Savimbi, ocupó la zona centro y sur del

país hasta la frontera con Namibia y


estableció su base de operaciones en

Huambo.

—¿Y ahora de quien se abastece?

—Del soviético Dmitriy Vasiliev

—dijo el ministro mientras le mostraba


una foto del mercenario.

—Los Soviéticos tienen

armamento guardado para abastecer a

medio continente y ellos no permitirán

que la guerra se termine —Philippe


agarró la foto y la miró por unos

segundos.

—Jonás Savimbi es un rival


fuerte. La UNITA cuenta con miles de

soldados, porque, en su mayoría, recluta

a campesinos y niños. Y debo decirte


que nosotros tampoco dejaremos que

esta guerra se termine.

—La guerra no debe terminan,


¿logras entender eso? —comentó el
gerente general de la empresa de
logística.

Philippe fijo su mirada filosa

sobre el hombre y aguardó en silencio

—Eres el hombre indicado en el


lugar indicado —dijo el ministro.

Con el tiempo, Philippe se ganó el


respeto del ministro de seguridad y, más

tarde, logró ubicar a su amigo Piero en


el cargo de gerente general de la

empresa de transporte y logística que

prestaba servicio al gobierno.

Meses después, Philippe aterrizó


en Luanda para verificar la calidad de
la mercancía que se triangulaba con
Cuba. Las cosas fueron más fáciles de lo

que había pensado; en muy poco tiempo

pudo ganarse la confianza del nuevo

presidente. Pasó a ser una especie de


asesor y consejero de Dos Santos pero
no solo en lo referido a las estrategias

de guerra sino también en la explotación


de los recursos naturales del país.

El presidente no tardó en asignarle


la concesión de los yacimientos de

diamantes del norte. Philippe llegó a

África dispuesto a enriquecerse de una


u otra forma. En poco tiempo logró
relacionarse con gente de mucho poder
pero su fortuna era muy pequeña aún.

Con el armamento podía ganar algunos

millones aunque la triangulación con

Cuba le quitaba un buen porcentaje de


ganancia. Lo pactado con Amnistía
Internacional y con la ONU como límite

legal de venta no alcanzaba a abastecer


a un gobierno que debía hacer frente a

una revolución. El movimiento de Jonás

era muy poderoso y pronto la alianza


secreta con los Estados Unidos pondría

a los dos bandos en igualdad de


condiciones; las armas que los
Norteamericanos le proporcionarían
serían de ultima generación. En ese

contexto Philippe enviaba el resto de

material bélico no autorizado vía

gobierno Cubano lo que significaba para


él una pérdida importante del
porcentaje. Sin embargo, Philippe

ambicionaba la mina de diamantes de


Luena y los yacimientos de petróleo. Y,

entretanto, preparaba un plan para

corromper a algunos políticos franceses


con el fin de restringir la intervención de

la justicia en los asuntos de venta de


material bélico.

Se instaló en la ciudad de Luena,

situada al Noreste de Angola. Ocupó una

casona colonial que pertenecía a un

general del ejército portugués. La


propiedad contaba con cuarenta

hectáreas de parque y dos casas


pequeñas escondidas detrás de un monte
donde vivía la servidumbre. Se trataba

de dos hermanos bantú de la etnia

Ganguela; cada unos de ellos, con tres


esposas y una decena de hijos, lo que

sumaba varios nativos al servicio de

Philippe y de sus invitados.


Con los mismos campesinos del
lugar había improvisado una pista de
aterrizaje que atravesaba la propiedad.

En aquella zona podría haber usado

cualquier camino desolado pero

Philippe necesitaba acortar las


distancias, el tiempo y evitar riesgos; Jet
y helicópteros privados y

gubernamentales debían aterrizar a unos


pocos metros de su residencia por

cuestiones de seguridad. La finca quedó

atravesada por un camino de tierra


amplio y llano que hacía las veces de

pista. El resto de la propiedad fue usado


por las dos familias para cosechar
maíz.

El nyamba que hablaban los

nativos sonaba alegre. Solo una mujer,

Akina, hablaba portugués. La mujer


tenía tres hijos. Uno de ellos, del

general Portugués. Ella era la única que


comprendía y hablaba ese idioma por lo
que se había encargado de comunicar las

órdenes de su amo. El rechazo hacia el

hombre blanco que durante tantos años


la había sometido era como un monstruo

que crecía en su interior. Pensó en

cortarse la lengua antes de servir otra


vez a un blanco; sin embargo, el trato
que Philippe le dispensó, la hizo
cambiar de opinión.

Desde el primer día Philippe les

explicó que eran libres y que podían ir a


reunirse con el resto de su gente.

También les contó que el hombre blanco


no era más el dueño de sus tierras y que
eran dirigidos por un Ambundu nacido

en la orilla del mar; haciendo referencia

el nuevo presidente.

Ambas familias permanecieron

junto a Philippe aunque los días

“sagrados” emprendían viaje para


encontrarse con el resto de los
Ganguelas.

Akina se hizo cargo de la casona

con total libertad y sus hijos, por

primera vez, fueron libres de correr en


aquellas extensiones, de jugar y cantar

para sus dioses.

Philippe contrató a un grupo de


especialistas en minas. En principio, el

contingente reunía a tres personas que se

hospedarían en la misma casona. Aquel


día Philippe había enviado su

helicóptero al aeropuerto de Luanda

para recoger a los expertos procedentes


de Francia. Quería iniciar, cuanto antes,
la tarea de potenciar la explotación de la
mina con la tecnología necesaria. Hasta

ese momento la explotación era

artesanal; los trabajadores usaban pico,

pala y un pequeño tamiz. Fundaría una


empresa; la inversión en maquinaria
significaría un costo elevadísimo pero

el precio del diamante en bruto estaba


en alza y si la brecha diamantífera se

extendía más allá de lo explotado hasta

el momento, el éxito sería incalculable


en términos monetarios.

Aquella tarde se sentó en la


galería de la casona poco antes de que
el cielo se pintara de negro y contempló
las nubes como pinceladas blancas

sobre un óleo rojo. África le prometía

una buena cosecha de dinero pero, a

cambio, debía dejar algo en aquellas


tierras. Una suave ráfaga trajo hasta sus
oídos el rugido de un león junto con el

sonido de los motores de la avioneta.


Se puso de pie y observó el aterrizaje.

Caminó en línea recta hasta la pista. La

puerta se abrió y se desplegó la escalera


metálica. Una persona delgada que

vestía un pantalón y una chaqueta marrón


bajó primero.

—Soy Marie…

—No me informaron que vendría

una mujer —dijo y pensó: “Qué

demonios hace una mujer blanca acá”.

—El ingeniero a cargo del grupo


sufrió un accidente de último momento.

Si había algo que Philippe no

quería en su vida era a una mujer y

mucho menos en aquel momento en el


que su vida emprendía un ascenso

vertiginoso. Si bien su voz le agradó, el

resto de ella le pareció insípida.

Bajaron los otros dos ingenieros;


un francés y un belga. Permanecieron en
la galería hasta que la oscuridad los
obligó a entrar y cenaron bajo la luz de

los faroles. Philippe esperaba recibir

cuanto antes el grupo electrógeno hasta

tanto el gobierno le hiciese llegar desde


Luena la electricidad. Marie se excusó y
se retiró al dormitorio sin cenar. Y

Philippe volvió a pensar que aquél no


era lugar para una mujer blanca y frágil

ya que la guerra tomaba una magnitud

escandalosa: los rebeldes


anticomunistas opositores al gobierno

establecieron su base de operaciones en


la zona centro, en la ciudad de Huambo,
dominando el sur del país. Aunque en el
noroeste, él estaba protegido por el

ejército militar angoleño, sabía que el

avance del enemigo no tardaría en

llegar.

Al día siguiente Philippe se


despertó muy temprano pensando en que
le pediría a aquella mujer que regresase

a Francia. Cuando llegó al comedor la

vio de espalda junto a la ventana: su


pelo rubio caía con gracia sobre su

espalda, su atuendo acentuaba su cuerpo

atlético. Llevaba un pantalón corto y una


musculosa que dejaba al descubierto sus
piernas torneadas y sus brazos fuertes.
Ella lo escuchó y giró para mirarlo a los

ojos. Philippe la vio a plena luz del día;

un rayo de sol se colaba por la ventana y

acariciaba su rostro haciendo brillar el


verde de sus ojos. Sus facciones eran
delicadas; de pómulos marcados, nariz

recta y boca pequeña. Se aclaró la voz y


le dijo:

—¿Qué hace en el África una


mujer tan hermosa?

—¿Qué hace en el África un

hombre tan atractivo?


—Yo pregunté primero —dijo
Philippe.

—Los diamantes…

—El país está pasando por su

peor momento y creo que la guerra


puede durar años. La vida no tiene
ningún valor aquí —dijo Philippe

mientras pensaba que con viento a favor


le proveería de armas al presidente

durante varios años.

—Correré el riesgo —dijo Marie

sin vacilar.

—A mí también me gusta correr

riesgos.



























2


Paris, 2004.

En la Gare du Nord aguardaba el


tren que me llevaría a Deauville. Busqué
el andén correcto e ingresé al vagón que
indicaba mi boleto. Mi asiento, el 23 del

lado de la ventanilla, estaba ocupado

por un señor de contextura robusta,

lentes oscuros y rostro poco amigable.


Le expliqué educadamente que ese era
mi lugar pero, para mi sorpresa, el señor
se incorporó y con un gesto brusco me
tomó del brazo y me empujó por el

pasillo hacia la salida:

—¿ María?
—Suélteme.
— Philippe me envió a buscarla.

—Debo tomar el tren, tengo que


regresar —dije mientras descendíamos

del vagón.

—Tengo órdenes de llevarla con


él.

—No estoy segura de si debo


confiar en usted…
—¡Hágalo y camine! —me
sacudió del brazo.

Caminamos hacia la salida de la

estación. Entre el tránsito y la multitud

de gente me metieron adentro de un


coche negro.
Una vez más, presa del

desconcierto y del miedo ¿Serían


enviados de Philippe o tal vez el jeque

quería continuar con la intriga? Lo

sabría cuando llegase a destino. Si había


algo que aún no podía creer era el

rumbo que mi vida estaba tomando. La


vida me había parado frente a un cruce
de caminos donde debía decidir cuál
tomar. Y había elegido el peor:

acercarme a Philippe, ser su confidente,

su mano derecha y su aliada. Un camino

alejado del sendero en el cual me


encontraba antes de conocerlo; no había
dudas, ya no era la misma. Aquello que

tan preciosamente cuidaba, mis


principios y mi integridad, iban

quedando en el camino como despojos

de un pasado feliz.
Salimos de la ciudad en dirección

Sur. Me sentía inquieta y sumamente


incómoda con la compañía de esos dos
hombres que prometían llevarme hasta
donde se encontraba Philippe. Según

ellos, debíamos cambiar el rumbo y

dirigirnos hacia otro lugar que no podían

develarme.
Una vez más me dirigía a la boca
del lobo; sin embargo, esta vez era

completamente consciente.
La voz del árabe aún retumbaba en

mis oídos:

“Usted se ha ganado la confianza


absoluta de un hombre muy poderoso en

occidente que ha perdido credibilidad


entre sus clientes a causa del
inconveniente que tuvimos. Debido a su
larga ausencia en las rutas de

negociaciones, sus competidores y

enemigos han ganado terreno; han

podido negociar libremente, sin tener


que transar con él. Philippe necesita
refortalecerse pero en el estado en el

que se encuentra precisa de una mano


derecha incondicional. Usted será eso y

más. Llegará a obtener, con el tiempo, su

secreto más valioso”.


Eso fue revelador. Estaba pasaba

en la vida real y yo estaba metida en


aquél mundo. Philippe me necesitaba, de
otro modo, ¿para qué me querría a su
lado?

Luego de viajar unas tres horas,

abandonamos la autopista y tomamos un

camino de tierra angosto y sinuoso hasta


un hangar donde aguardaba la avioneta.
La experiencia de volar me

producía sensaciones encontradas.


Sentía un cosquilleo en el estómago y

luego una paz profunda. Esa tranquilidad

me ayudó a relajarme y a no pensar más


por el resto del viaje. Luego de unas

casi dos horas de vuelo y habiendo


divisado el mar Mediterráneo, mi
curiosidad por saber nuestro destino
exacto no podía aguardar:

—¿Dónde aterrizaremos?

—A la altura de Saint-Tropez…

—Pero su casa está en Mónaco.


—Nos dirigimos mar adentro
donde se encuentra su yate.

—¿Vamos a aterrizar en el mar?


¿Es una broma? —pregunté incrédula.

—Sí, pero no se preocupe, es uno

de los lugares más seguros; es una zona


sin jurisdicción —me tranquilizó.

Visualizamos el yate y
descendimos. La avioneta tocó el agua,
apagó motores y quedamos por unos
minutos meciéndonos con el movimiento

de las olas. El océano estaba calmo; mi

interior era un mar revuelto.

El piloto arrimó la avioneta al


yate. Con la ayuda del copiloto y del
capitán que aguardaba por mí, logré

pasar a la terraza. El capitán recibió mi


equipaje, se presentó amablemente y me

condujo al interior del yate. Ingresamos

directamente al primer nivel donde se


situaba un amplio living. Allí estaba

Philippe.



Angola, 1980.

Marie, una burguesa criada en

pleno corazón de París, hija de un


empresario automotriz, había conocido

el África cuando acompañó a su padre a

Marruecos a una reunión de negocios;


desde aquél día supo que el continente
la atraía como un poderoso imán. A ella

la seducía lo desconocido, lo opuesto y


sentía que era el momento para darle a

su aburrida vida un giro abrupto. A lo

largo de su carrera, se había vuelto

curiosa y exigente en sus


investigaciones. Se había transformado
en una mujer ambiciosa que cuando se

trazaba un objetivo, su mente no


descansaba ni un segundo hasta

conseguirlo.

Estudió en “L´école nationale

supérieure des mines de Paris” y fue

reconocida por sus altas calificaciones y


por su excelente desempeño en los
trabajos de investigación conjunta con el
Ministerio de Minería. En medio de

cambios políticos, con la inesperada

muerte del presidente Pompidou y la

elección de Valéry Giscard d'Estain,


Marie había conocido al nuevo ministro
de Minería, veinte años mayor que ella,

casado y con dos hijos, lo que no le


había impedido embarcarse en una

relación amorosa. De ese modo, obtuvo

el puesto de “Directora de investigación


para el desarrollo de la industria

minera”.
A unos tres años de oficiar como
la amante del ministro y vivir de los
privilegios de aquella situación, decidió

abandonarlo todo para conquistar

nuevas tierras y otros corazones. Marie

se aburría con facilidad de los hombres


y se desencantaba en poco tiempo.
Aunque era una mujer que vivía con

intensidad cada momento, no lograba


atarse a nada ni a nadie. En aquella

época, la mayoría de sus compañeras

del liceo ya estaban casadas con varios


hijos pero ella no podía imaginar una

vida así. El matrimonio le parecía un


pacto destructivo, un retraso para la
evolución de la mujer. Pensaba en la
vida vacía, aburrida y cómoda que había

llevado su madre; y aquel ejemplo

reforzaba su teoría sobre la libertad. En


África sentía que estaba conectada con
lo verdadero, con lo que realmente le

importaba experimentar.

El día que viajaron hasta la mina

los ingenieros prepararon el equipo,

cargaron el jeep y tomaron el camino


que separaba la casona de la mina.

Philippe condujo los siete kilómetros a

una velocidad extrema; el camino era


ancho y bastante plano pero la nube de
polvo que se alzaba con el paso de los
camiones impedía la visión. Una fila

interminable de personas se dibujaba en

colores vivos avanzando de forma lenta

y zigzagueante. Centenares de personas


de color se dirigían a la mina en busca
de trabajo: mujeres, niños, ancianos,

hombres sanos, personas con


deformaciones en su miembros producto

de la poliomielitis caminando con

muletas. Las mujeres y niños, de una


delgadez extrema y labios resecos,

alzaban sus voces repitiendo cantos de


alabanza a sus dioses. A pesar de la
dura realidad, el ulular de las mujeres
pintaba la atmósfera de una belleza

desconcertante para Marie.

Ingresaron a la zona cercada con


alambres; bajaron del Jeep y unos

soldados armados pertenecientes a las


Fuerzas Armadas de Angola se
acercaron impidiéndoles el paso.

Philippe habló con el guardia que

supervisaba la mina y le presentó al


equipo de ingenieros. No eran tiempos

de paz entre los blancos y los negros;

los nativos habían sufrido el yugo del


blanco durante siglos y justo en aquel
momento Angola se volvía
independiente. El resentimiento era muy

profundo y para aquel entonces el deseo

de cualquier ciudadano era alzar su voz

y su voto, reclamar su libertad y no


agachar nunca más la cabeza frente a la
mirada de un hombre blanco.

Caminaron unos cuantos metros

por una llanura de tierra arenosa hasta

llegar al enorme hoyo que se abría en la


tierra; repleto de personas cavando en

las paredes, otras hurgando con sus

propias manos en la parte más profunda


y lodosa del yacimiento.

A Marie le pareció estar frente a

un hormiguero gigante; no podía creer

las dimensiones del hueco donde

centenares de personas trabajaban como


hormigas negras con la esperanza de

que la tierra les regalase un diamante. El


espectáculo la paralizó a tal punto que
sintió que volvía a nacer: si iba a tener

esa experiencia debía borrar de su

mente su pasado de niña rica. Nada de


todo lo que había escuchado sobre los

países colonizados, sobre la esclavitud

y la miseria, absolutamente nada de lo


que había imaginado cuando de chica
escuchaba a su padre hablar sobre el
tema, rozaba la cruda realidad.

Se quitó la mochila de los

hombros. Con la cámara de fotos sacó


una panorámica del yacimiento. Miró

hacia un sector donde se habían


instalado las mujeres y niños encargados
de revisar algunos baldes con kimberita.

Marie se colocó enfrente y disparó otra

foto. Ellas se rieron mientras hablaban


en su idioma acompasado. Las sonrisas

de esas mujeres en aquel entorno fue la

llave que abriría el corazón de Marie y


que la conectaría con su verdadera
esencia. Se colocó unos guantes y sacó
de su mochila dos tubos de ensayo.

Descendió con cuidado, a paso lento y

zigzagueante entre la tierra removida,

mientras los nativos le abría paso.


Caminar cuesta abajo en aquel precario
e improvisado yacimiento que carecía

de medidas de seguridad no era nada


fácil pero Marie llegó hasta el fondo y

extrajo una muestra de agua y otra de

tierra. El olor la descompuso y sintió un


fuerte ardor en los ojos. Ascendió con

rapidez y sin detenerse ante la mirada de


los nativos se unió al grupo de
ingenieros. Bajo una tienda de palos y
techo de caña, se resguardaron del

intenso sol. Marie bebió agua de su

cantimplora y secó el sudor de su frente

con un pañuelo.

Philippe la observó y volvió a


pensar que esas tierras eran demasiado
salvajes para una mujer blanca de su

estatus. Sin embargo, minutos después la

vio desenvolverse con soltura frente a


los nativos, incluso frente a los mismos

soldados. Percibió en los ojos de Marie

un brillo soñador, una fuerza que lo


ayudaría a emprender aquel desafío:
fundar una empresa diamantífera.

Marie se acercó a una mujer muy

delgada, vestida con una blusa y una

pollera larga que, aunque gastada y


sucia, mantenía intacto su estampado. El

cabello recogido y cubierto por un


turbante de la misma tela realzaba sus
hermosas facciones; sus pies estaban

desnudos. La miró directo a los ojos

negros y observó cada uno de sus


movimientos. Marie le sonrió mientras

miraba cómo las manos curtidas de la

mujer zarandeaban la tierra en el tamiz.


En ese momento escuchó unos gritos,
caminó hasta la ronda que habían
formado los soldados en torno a un niño

y se abrió paso: un soldado estaba

golpeado a un niño con el revés de su

arma y le preguntaba dónde había


guardado la piedra. Cuando Marie vio
que el soldado le pateaba el estómago,

empujó al soldado y se arrodilló frente


al niño. Lo tomó entre sus brazos, se

incorporó con dificultad buscando con

la mirada a Philippe, pero antes de


hacer un paso los soldados la apuntaron

con sus armas.


—Déjelo en el piso —habló uno
de ellos en portugués.

—¡Es un niño! —dijo Marie

indignada.

—Encontró una piedra y se la ha


guardado. Lo golpearemos hasta que
diga dónde la dejó. Y haremos lo mismo

con usted si interfiere.

—Recuperaré esa piedra.

Se colocó enfrente del soldado y


lo miró con fijeza hasta hacerlo

retroceder. Llevó al niño hasta el Jeep.

Mientras tanto Philippe la observaba

fascinado. Marie le limpió la sangre que


brotaba de la frente, le dio agua y esperó
a que el niño se recuperase. Luego le
preguntó sobre la piedra con la

esperanza de que comprendiera el

portugués. Marie sacó de uno de sus

bolsillos unos billetes; doscientos


Kwanza significaban tres meses de
jornada completa en la mina. En el

mercado negro le pagarían unos diez mil


Kwanza por la piedra que había tomado

pero corría el riesgo de ser asesinado.

El niño aceptó el dinero confesándole


que se la había tragado. Al día siguiente

le devolvió el diamante a Marie.


Luego de una intensa jornada de
trabajo recogiendo la información
necesaria sobre el estado del

yacimiento, con las muestras de tierra,

agua y piedras, regresaron a la casona.

La intención de Marie era esperar los


resultados de los análisis sobre los
componentes extraídos y a partir de allí

comenzar a diagramar el nuevo proyecto


de explotación.

Cuando los ingenieros le


comunicaron el resultado, antes de lo

que ella pensaba, le pidió a Philippe una

mesa para su habitación y una máquina


de escribir. Ese mismo día hizo traer
desde Luena lo requerido.

Durante una semana, Marie se

desconectó del grupo. Iba al yacimiento

con un cuaderno, volvía y se encerraba


en su cuarto a trabajar.

Philippe la observaba en la mina

cuando contaba pasos, tomaba notas,


observaba desde la profundidad del

pozo hacia arriba y hacía cálculos

matemáticos. Después volvía y sin pedir


más que un vaso de agua pasaba más de

media jornada con sus reglas y sus

lápices dibujando lo que sería la nueva


usina.

Un día Marie permaneció

encerrada en su habitación por muchas

horas. Philippe, preocupado, entró sin

golpear a la puerta y la vio desplomada


en la cama con un camisón corto. Miró

la máquina de escribir, sus lentes a un


costado, el cenicero repleto de colillas
y la mesa de trabajo atiborrada de una

serie de hojas pegadas con los dibujos

de la usina. Una carpeta de más de cien


páginas llevaba el siguiente título:

Informe general sobre el estado actual

de la mina de diamantes y proyección


para su explotación.

Se sentó en la cama junto a ella.

La repasó con la mirada una y otra vez:

su piel brillaba, sus cabellos

despeinados le cubrían el rostro y su


respiración era pausada y profunda. La

dejó descansar.

Esa tarde despertó sonriente y le


pidió a Akina que le preparase unos

huevos revueltos con tostadas con queso

y café. Philippe llegó justo cuando ella


se disponía a comer.

—Te has recuperado —dijo y se

sentó enfrente para observarla comer.


—He terminado el trabajo.

—Eso es muy bueno. Arreglaré la

reunión con el director de Minas para

que venga cuanto antes. ¿Te sientes

bien?

—Necesitaba descansar. Me
comeré esto y después iré al río a

bañarme.

—Iré contigo.

—Akina me acompañará,
Philippe.

—De acuerdo, pero nunca vayas

sola. ¿Queda claro?

En esos días esperaban la visita


del flamante Director Nacional de
Minas, un hombre que se había
graduado, al igual que el presidente Dos

Santos, en Azerbaiyán. Philippe estaba

ansioso por presentar el proyecto al

nuevo gobierno aunque la propuesta


dependería del potencial de las tierras.

Marie era tan joven y entusiasta


como Philippe pero mucho más

mesurada y sus conocimientos en la

materia la posicionaban en un nivel más


elevado; su presencia en las

negociaciones sería capital. Con el

correr de los días, Philippe pensó que


aquella mujer era como un ángel caído
del cielo. Él debía continuar con la
venta de armas y no podría dedicarle el

tiempo necesario a la mina; necesitaba

una persona de confianza que además

fuese la indicada para dirigir la


empresa. Y sin siquiera imaginarlo esa
persona se había materializado en una

impactante rubia de una inteligencia


admirable.

Aquella noche Philippe se duchó,


se perfumó y fue a su habitación. Ya era

muy tarde y los otros dos ingenieros

dormían. Abrió la puerta despacio con


una mano, mientras que con la otra
sostenía el farol. Apenas consiguió ver
la cama, comenzó a palpar las sábanas.

Marie no estaba allí. Salió a la galería y

la encontró recostada en la hamaca

mirando el cielo y fumando.

—¿Qué haces aquí?

—Contemplo la luna llena —dijo


sin mirarlo.

—¿No puedes dormir?

Philippe se acercó a ella y miró la

luna llena.

—Si la observas bien y te


concentras en ella, verás que te llena de
energía. Me hace sentir que puedo
conquistar lo que quiero —dijo ella.

—Lo intentaré…

—Aunque en tu caso no creo que

te haga falta mirar la luna. ¿O sí?

—Claro que sí; yo también tengo


mis deseos.

—Pero lo tienes todo, Philippe .

—Te equivocas, aún no tengo lo

que deseo pero lo tendré y se lo pediré a


la luna.

—No es así como funciona —le

dijo divertida—. La luna lo único que te


va a transmitir es la energía cósmica, la
fuerza que necesitas para alcanzar tus
deseos.

—Entiendo.

—¿Qué deseas Philippe? —se

incorporó de la hamaca para apagar su


cigarrillo.

Philippe se quedó inmóvil frente a

ella.

—No tienes que contestarme pero

intuyo que no debes ser fácil de


satisfacer. No creo que te alcance con la

energía de la luna.

En ese momento él se quedó mudo.


Nunca antes una mujer lo había inhibido
y Marie lo estaba haciendo, a tal punto
que no podía percibir si a ella le pasaba
algo con él.

— El ministro vendrá mañana.

Quiero que…

— Mi trabajo está terminado y los


resultados te sorprenderá. Buenas

noches. Que duermas bien —dijo y


entró en la casa.

La hubiese agarrado sin


preámbulos por la cintura, la hubiese

besado y sin dejarla pensar la hubiese

llevado a su habitación. Esa mujer lo

estaba enloqueciendo poco a poco y


sentía que ese juego le gustaba.

Al día siguiente Marie se levantó

y desayunó sola. Philippe y los

ingenieros se habían levantado muy

temprano para ir a la ciudad.

Por la tarde, Marie salió a


caminar por los alrededores en

compañía de Akina y de sus tres hijos.


Llegaron hasta el río donde se bañaron y

jugaron durante horas. Entre tanto Akina

le ofreció un baño de barro y Marie


accedió:

—Debes desnudarte y zabullirte

en el agua. Prepararé el barro; ya verás


cómo tu piel y tu cabello quedarán suave
como una pluma —le dijo mientras con
las manos escarbaba la tierra haciendo

un pozo bastante profundo. Allí colocó

agua y unos puñados de la tierra arenosa

del río.

—¿Ustedes son muy coquetas


entonces?

—¿Coquetas?

—Sí, les gusta que los demás las


vean bien.

—No, los demás, no. Este ritual lo

hacemos para las mujeres que están por

ser elegidas.
—¿Elegidas para qué?

—Elegidas por un hombre.

—¿Para casarse?

—Para que le dé hijos.

—Entiendo pero yo no voy a ser

elegida por nadie —dijo mientras salía


del agua desnuda.

—Acuéstate. Ya verás cómo

estarás satisfecha —ordenó y con las

manos abiertas comenzó a untarle el


barro en el cabello. Al cabo de quince

minutos Marie parecía una estatua de

arcilla. El barro se estaba secando y


había tomado un tono gris. Marie se
durmió por más de una hora. En ese
lapso Akina se quedó a su lado cuidando
de ella y mirando a sus hijos jugar en el

agua dulce. Más tarde la despertó y le

pidió que se zambullera en el agua, que

frotara su cabello y que quitara toda la


arcilla de su cuerpo. Marie aprovechó
para nadar un rato y se sintió tan vital

que pensó en Philippe, en cuánto


deseaba estar entre sus brazos. Cerró los

ojos y se acordó del momento en que

miraba a luna: era un hombre tan


atractivo que la inhibía; no podía ser

completamente ella. La manera en que se


comportaba con él le advertían que algo
estaba sucediendo en su interior. Había
sido siempre una descarada con los

hombres, anteponiendo su cuerpo, sus

encantos, para conseguir su objetivo.

Con Philippe se estaba comportando


como una profesional y los temas de
conversación se limitaban a los de la

actividad minera. Había sido contratada


por un mes y en menos de quince días

tenía el trabajo terminado. Esa tarde

expondría su trabajo y negociaría las


condiciones de explotación; sabía que

sin su ayuda Philippe no llegaría a


cerrar ningún trato.

Marie se colocó una túnica azul.

Recogió su cabello en un rodete y dejó

todo su rostro despejado.

Le ayudó a Akina a preparar la


cena. Al atardecer Philippe volvió con
el director de Minas; los ingenieros se

quedarían a pasar la noche en Luena.

Marie les sonrió y los invitó a

pasar. En el comedor había una jarra de


limonada, y unos bollos de mandioca

dulces que Akina había preparado.

Ni bien se sentaron Marie

comenzó a hablar:
—Señores, la mina tiene unos
trescientos metros de diámetro y
trescientos de profundidad. Con la

tecnología y la maquinaria adecuada

podemos llevarla a casi el doble: unos

seiscientos metros de diámetro y


quinientos metros de profundidad en una
primera etapa. Es un proceso lento y

sistemático. El potencial de las tierras


es bueno aunque nada está dicho. Es un

trabajo de hormiga; cada movimiento de

tierra permitirá avanzar en nuestras


especulaciones. En las capas más

profundas se encuentra un alto contenido


de diamantes; piedras más grandes y de
buena calidad. Si todo sale bien se
podrán abrir galerías subterráneas. Vean
las estadísticas —extendió una serie de

hojas en la mesa—. Hasta el momento se


extraen apenas 500 mil quilates anuales

con una ganancia estimada de 150

millones de dólares por año ¿Es

correcto, señor director?

—Dependiendo el valor del

diamante en bruto —aclaró el director


de minas.

—Las proyecciones, teniendo en

cuenta la enorme inversión en


maquinaria y mano de obra, se estiman
en cuadriplicar esas cifras: podemos
ahondar el yacimiento y ensancharlo

llegando a producir más de 2 millones

de quilates con un estimado que

superará los 600 millones anuales —


aseguró Marie.

—¿Cuánta gente necesitaríamos?


—preguntó Philippe.

—Unas ochocientas personas

aproximadamente que tendrán que ser


capacitadas para optimizar el trabajo.

La contaminación que provoca el pozo

irá en aumento por lo que se deben abrir


chimeneas subterráneas para ayudar a
eliminar los gases tóxicos. Por tal
motivo el minero que descienda a los

túneles no podrá trabajar más de seis

horas diarias.

—Es usted muy joven, señorita. La

miseria en Angola es desvastadota.


¿Usted cree que podemos pensar en la
contaminación? La vida para los

pobladores de la zona es el presente; si

no comen hoy no pueden pensar en un


futuro. ¡Seis horas de trabajo!—repitió

divertido.

—Las ganancias se repartirán en


veinticinco para el Estado y setenta y
cinco por ciento para la empresa —dijo
Philippe.

—Treinta y setenta por un plazo

de diez años —propuso el director.

—Treinta y setenta por un plazo


de treinta años —dijo Philippe.

A Marie le pareció una locura y en


señal de desacuerdo le clavó la mirada a

Philippe.

—Perfecto, así se hará entonces

—dijo el director de minas, sabiendo

que con la tecnología europea aplicada

bastaría unos quince años para agotar el


recurso natural.

Marie creyó que Philippe se había

dejado llevar por la ambición y que

cerrar el contrato por la mitad de

tiempo era lo correcto. Claro que ella


desconocía las verdaderas intenciones

que corrían tras esa decisión: con aquel


contrato Philippe se aseguraba treinta
años de buenas relaciones y, por ende,

treinta años abasteciendo armas al país.

Era todo un visionario: la guerra civil


acababa de comenzar y, efectivamente,

duraría más de veinte años.

Después de la reunión Akina


sirvió la cena: pescado fresco con
hierbas, cocinado en el horno de barro.
Philippe había comprando en la ciudad

una variada muestra de bebidas

alcohólicas. Sirvió algo parecido a un

vino espumante.

Marie, evitó excederse con la


bebida; quería vivir ese momento con
todos los sentidos.

—¿Usted va a quedarse aquí,

señorita? —preguntó el ministro.

—Por supuesto, ella será la

directora de la empresa. Sin su

presencia sería imposible llevar


adelante este enorme proyecto. ¿No es
así? —dijo y la miró tan fijo que ella
quedó perpleja por unos segundos.

—Debe cuidarla muy bien; el

país es un caos.

—Eso haré, la cuidaré muy bien.

Philippe había hablado de Marie

como si le perteneciese; sin embargo,


ella se sintió alagada por sus palabras y,

como respuesta, le dirigió una delicada


sonrisa.

De pronto, el ministro se

incorporó y dijo:

—Es hora de partir.


—Por supuesto. Le diré al piloto
que prepare el jet.

—¿No se quedará a pasar la noche

aquí? Debemos mostrarle la mina —dijo

Marie desconcertada.

—Debo regresar, señorita. Ha


sido un placer conocerla. Cuídese —

dijo mientras tomaba la carpeta con el


informe que Marie había escrito.

Philippe acompañó al director


hasta la pista. Akina se apuró para dejar

todo en orden y salió con rapidez de la

casa. Cuando Marie volteó para

hablarle, ella había desaparecido. Se


puso de pie, tomó el paquete de
cigarrillos, encendió uno y salió a la
galería con su copa de champagne en la

mano. Se tiró en la hamaca y miró cómo

el cielo se teñía de rojo. Esa noche

estaría a solas con Philippe por primera


vez, pensó y un leve sudor en las manos
empañó su copa. Se sintió insegura. No

podía imaginar cómo sería estar en los


brazos de ese hombre. Cerró los ojos

para soñar con un beso suyo. Se terminó

el cigarrillo y vació la copa mientras


imaginaba lo que vendría.

Minutos después Philippe volvió


y con una sonrisa le dijo:

—Esta es una noche para festejar.

Lo que has hecho no tiene precio.

—Creo que te has excedido,

Philippe; treinta años es demasiado.


Después de quince años de explotación
no sacarás ni el uno por ciento —dijo y

se puso de pie.

—Olvida eso y festejemos este

momento. Ven aquí —la tomó de la


mano y la llevó adentro.

Sirvió dos copas mientras la

miraba.

—Esta noche quiero pedirle algo


a luna —dijo él divertido.

—Vamos afuera entonces.

Él le extendió la copa y la miró a

los ojos. Marie sentía que el suelo se

movía y que el corazón le latía


demasiado fuerte.

—Gracias, Marie. Eres una mujer

extraordinaria. Quiero que te quedes


aquí por un tiempo y quiero que seas tú

quien ponga en práctica el proyecto.

No supo qué decir. En realidad no

quería hablar de eso. Justo antes de

esforzarse por dar una respuesta, él le

deslizó su mano por la cintura, recorrió


su espalda y la afirmó sobre su cuerpo.
Le buscó los labios con la mirada y ella
se los ofreció instintivamente mientras

cerraba sus ojos. Fue un beso tan intenso

que ninguno de los dos intentó

concluirlo. Minutos después, la llevó


hasta la habitación. El cuerpo de Marie
ejercía una poderosa atracción sobre

Philippe. De repente sintió algo tan


profundo en su interior que creyó estar

poseído por algún espíritu del lugar.

Marie, por primera vez en su vida, se


entregó a un hombre por amor y con la

esperanza de ser correspondida.


Mar Mediterráneo, zona sin

jurisdicción, 2004.

Mi interior era el mismo mar


revuelto; nunca antes me había sentido

tan confundida. ¿Qué hacía allí? ¿Por

qué volvía a él? Me encontraba en el

medio del océano, más desamparada que


nunca. Sentía miedo y euforia a la vez
Philippe estaba sentado en un
sillón al otro extremo de la sala, casi en
la penumbra.

—Me alegra verte, cherie…

—¿Qué deseas? —dije

perturbada.
—¿Estás molesta conmigo?
—¿Por qué no fuiste a buscarme

al aeropuerto?
—Dejé que el árabe se acercara a

ti para que te confiara sus planes. Te has

portado como una profesional.


—No comprendo —avancé unos

pasos—. Jamás imaginé volver a


cruzarme con ese hombre y, menos aún,
que me proponga lo más absurdo que
escuché en toda mi vida: traicionarte.

—¿Quiere la fórmula?

Asentí.

—Y te quiere a ti —susurró.
Aún no me atrevía a mirarlo a los ojos y
esa conversación bajo la penumbra roja

del atardecer me permitía esconder mis


sentimientos. Se levantó con rapidez y

caminó sin dificultad; completamente

erguido. Me causó un fuerte impacto


verlo de pie, andando por sus propios

medios ¡Dios! Ese era el Philippe de


antes: enérgico y atractivo. El celeste de
sus ojos brillaba con intensidad. Me
tomó entre sus brazos y me sostuvo en

el aire un instante:

—¡María! Quiero…. —dijo con

la voz rasposa.
Envuelta entre sus brazos, mis
manos recorrieron su firme espalda, su

boca rozó mis labios y una ola de deseo


recorrió mi cuerpo. Me tomó del cabello

y me besó con fuerza. Me encontraba en

un estado de exaltación que sentí


desaparecer entre sus brazos. Su voz

grave parecía que me penetraba el


cuerpo:
—¡Eres mía! ¿Entiendes eso?
—Sí… —susurré mientras

besaba mi cuello.

—Todo este tiempo deseándote

sin poder tenerte… —dijo con su voz


gruesa.
—Siempre estuve a tu lado —

suspiré mientras él me desprendía la


camisa.

Me levantó entre sus brazos y

cruzó el salón hasta llegar a la


habitación. Me arrojó en la cama y se

abalanzó sobre mí. Terminó de


arrancarme la camisa y con un
movimiento rápido se deshizo de mis
pantalones. Exploró mi cuerpo con una

dedicación exista; la precisión de sus

besos me hicieron explotar de placer en

poco tiempo. Me sentía como una obra


de arte en las manos de un gran artista;
Philippe me moldeaba entre sus dedos y

con cada uno de mis gemidos recobraba


su autoestima para continuar la

perfección de su trabajo. Mi vida

cambió por completo en aquel momento.


Fue un antes y un después. Recorrí los

niveles más altos de placer que una


mujer puede experimentar. Una y otra
vez sentía mi cuerpo explotar bajo el
suyo.

No estaba soñando. Philippe

estaba completamente sano. Había

recuperado el habla articulando


perfectamente las palabras en su idioma.
Su piel había recobrado brillo. Su físico

parecía entrenado como un soldado; de


un vigor sin igual. Yo, que lo había visto

convaleciente en las circunstancias más

penosas y humillantes para un hombre,


sospechaba que algo que escapaba a mis

conocimientos había sucedido con él. En


Argentina, su diagnóstico había sido
claro: había pocas posibilidades de que
el paciente se recuperase de su lesión

cerebral por lo que iría perdiendo

contacto con el mundo y, en

consecuencia, su hemiplejía se
acentuaría. Sólo un tratamiento intenso
como se había llevado a cabo en la

estancia lograría mantenerlo


mínimamente motivado para continuar

con su rutina médica, evitando

confinarlo a un hospital.
¡Dios! Si no fuese por esos ojos

que conocía a la perfección hubiese


asegurado que era un impostor. Nunca,
ni en mis mejores sueños, hubiese
imaginado verlo completamente

recuperado. Era sencillamente

imposible que en tan corto plazo un

hombre pudiese recobrar todas sus


capacidades cognitivas y sus aptitudes
físicas. Sus ojos me seguían abriendo

las puertas a su mundo para lograr la


misma conexión que antes. Ese era

Philippe, el millonario excéntrico, el

omnipotente…El hombre que había


cambiado mi vida por completo.

Tantas veces intenté escapar de


mi destino. Tantas veces quise volver el
tiempo atrás y regresar a aquella noche
en la que nuestros caminos se cruzaron.

Quedamos tendidos en la cama.

El silencio aquietaba nuestro deseo. Me

duché bajo su mirada examinadora, me


puse un vestido negro ajustado que
colgaba en el placar junto con una

docena de otros más coloridos. También


el calzado había sido perfectamente

seleccionado; unas hermosas sandalias

negras de una marca costosísima


parecían ir con el elegante vestido.

Philippe me resultaba la
experiencia más erótica de mi vida.
Desde que subí a bordo del yate todo
parecía un juego para mí y había logrado

entrar a una dimensión paralela a la

vida real.

Angola, 1987

Los rebeldes de la UNITA,

quienes querían liberar a su pueblo del


yugo del hombre blanco, se fortalecían
gracias a la ayuda extranjera. Dmitriy
Vasiliev, mano derecha de Jonás,

abastecía de armas al ejército de los

rebeldes quienes habían tomado

posesión de la mina de oro y diamantes


de Huambo, en la zona centro del país.
Con esas riquezas, la UNITA financiaba

las armas para la guerra y Dmitriy


servía también de puente para

contrabandear las piedras y el oro.

—La mercancía que te traigo es

muy costosa —dijo Dmitriy con cautela

—. Y la explotación de esta mina puede


servir para pagar una parte; pero, por
más esclavos que pongas a trabajar,
nunca lograrás extraer a tiempo el

dinero necesario para reponer el

armamento.

—¿Me estás subestimando? —

preguntó Jonás encolerizado.

—Creo que debes apropiarte de la


mina de Luena. Con la explotación de

ese yacimiento obtendrías el dinero

necesario para arrasar con todos y ser el


máximo supremo.

—Eso suena muy bien.

Avanzaremos hacia el este con los


soldados que tenemos y en el camino
sumaremos muchos más. Los niños son
el futuro de este país y con ellos quiero

ganar esta batalla —dijo Jonás exaltado.

—Debemos esperar…—lo
tranquilizó.

—¿Esperar?

—El presidente le concedió la


explotación de la mina a un mercenario

francés. Me han informado que está


construyendo un gran emplazamiento

industrializado con la tecnología capaz

de ahondar el yacimiento y ensancharlo

llegando a producir más de dos millones


de quilates.

—Más de medio millón de dólares

anuales.

—Correcto.

—¿Cuánto tiempo supones que les

tomará llevar adelante el proyecto?

—Ya comenzaron pero debemos


aguardar algunos meses hasta que

pongan en funcionamiento la maquinaria

—aseguró Dmitriy.

—¿A quién tienes allí?

—Al futuro vicepresidente.

Trabajará para nosotros cuando


tomemos posesión del lugar.
—¡Angola es nuestra! —dijo y
levantó el fusil con ambas manos—.
¿Qué quieres a cambio?

—Lo mismo que percibe el francés:

el setenta por ciento.

Jonás sintió que se le nublaba la


vista y con un movimiento automático le

colocó el fusil en la frente.

—Voy a hacer una excepción

contigo... Te voy a dar el diez por ciento


de las ganancias y la palabra de que te

seguiré comprando la mayor parte de la

mercancía a ti.

En ese mismo momento Philippe


tenía su mente ocupada con Marie: se
había equivocado en su primera
percepción; esa mujer no tenía nada de

frágil: era fuerte, ambiciosa y

apasionada.

Aquella mañana habría sido el

comienzo de una nueva vida; de allí en


adelante pasaría el resto de sus días
junto a Philippe en esas tierras. Se

complementaban a la perfección; ambos

eran almas libres que necesitaban su


espacio para remontar vuelo. Philippe

viajaba por el mundo ofreciendo

armamento y cuando podía, aterrizaba


en los brazos de Marie. Para él, aquella
casona portuguesa perdida en el último
rincón de la sabana africana era su lugar

en el mundo. Marie representaba su lado

humano; amar a esa mujer lo colocaba

en otro nivel, le permitía, aunque fuese


por lapsos cortos, comprobar que en su
vida también cabían esos sentimientos.

—¿Te sientes a gusto viviendo

aquí? —le dijo mientras la sostenía

entre sus brazos observando su rostro


mojado por el agua dulce del río.

—Sí…

—Quiero contratar a una persona


que dirija la mina y quiero que vivas
conmigo en Mónaco.

—¿En Mónaco? ¿Qué podría

hacer en esa ciudad?

—Gastar el dinero que obtenemos


de la mina.

—No pienso ser una mantenida.

—No lo serás. Seremos socios —

dijo y le acarició la espalda desnuda.

—Estoy aquí por trabajo y con lo


que gane ayudaré a esta gente a mejorar

sus vidas ¡Mira a tu alrededor!

Miró el sol que resplandecía en el


cielo azul y respiró el aire puro que la
llenaba de vitalidad. Acarició el agua
con sus manos y se reclinó hacia atrás
para flotar por unos instantes.

—Esto es lo que quiero. África

me ha salvado de mí misma. Aquí me


siento útil y libre.

—Quiero asegurar tu porvenir.

—Déjame libre y seré feliz.


Quiero ayudar a que esta gente pueda

comer todos los días —dijo y nadó hasta


la orilla.

—Respeto tu decisión —masculló

mientras pensaba que el entusiasmo se le

pasaría en poco tiempo.


—Creo que es lo que nos hace
mejores personas. Si tan solo respetaran
la vida de estas personas.

—Son salvajes, una vez que tienen

un arma en sus manos y experimentan el


poder que eso les genera, no paran.

—Sí, son salvajes pero eso nada

tiene que ver con lo que dices. Fuimos


nosotros los que les enseñamos a matar

para conquistar, a dominar para poseer,

a dividir para reinar, a adueñarse de las


tierras. El sentido mismo de la

propiedad.

—De acuerdo, ellos no tenían


incorporado esos conceptos pero se
mataban igual… Nosotros los
civilizamos.

—¡Por Dios! ¿Los

civilizamos? Los adoctrinamos y


mira la consecuencia de eso. A la

vista queda la falla social, el


sistema perverso que en lugar de
progreso segmentó a la sociedad

ahondando aún más la diferencia

de clases y de razas. Somos un


poco más racistas, más elitistas,

más machistas e ignorantes cada

día.
— Cálmate, no cargues con culpas
ajenas. Esta lucha no te pertenece —
dijo Philippe cautivado por la

sensibilidad de Marie.

—Es que tal vez tú y yo seamos


muy distintos… Mis padres me

planificaron la vida desde que nací y me


inculcaron que el dinero es igual al
bienestar y que gracias a eso uno puede

ser feliz. Me configuraron como a una

mujercita ambiciosa capaz de todo para


lograr su objetivo. Obtuve lo que quise y

después nada me saciaba porque quería

una cosa pero precisaba otra.


—¿Amor? ¿Precisabas amor,
cherie?

—Tal vez pero no en el sentido

que estás pensando. En realidad sentía

un desasosiego al no saber lo que


quería. No se puede sobrellevar una

vida aturdiéndose con mentiras y con


cosas materiales. Me di cuenta de que la
felicidad está dentro de uno.

— ¿Y vivir entre los pobres te

hace feliz?

—Ellos no son pobres. La pobreza

es otra cosa. La pobreza es la soledad.

En París fui pobre.


—¿Entonces no compartes mi idea
de progreso? Siempre soñé con ser
millonario.

—Eso no está mal pero creo que

lo importante es que debajo de tus


aspiraciones construyas los cimientos

necesarios para sostener tus logros.

—Yo quiero ofrecerte mi fortuna,


cherie, y que nunca te falte nada —dijo

mientras se acostaba junto a ella.

—La fortuna de la vida es otra

cosa. El dinero te aísla y la soledad es

pobreza, Philippe.

—Es por eso que quiero que


estemos juntos.

—Lo estamos. Lo estaremos

siempre. Aunque la distancia nos separe

te llevaré dentro de mi piel hasta deje de

existir.

Adoptaron las costumbres


aborígenes: amarse con frenesí a cielo

abierto con el sol, el murmullo del río y


las miradas de los animales como

testigos. Las noches de luna llena

pactaron un ritual bajo la luz brillante


que iluminaba el río, según el cual

harían el amor con una entrega ancestral.

Marie supo ganarse el respeto de


la gente que trabajaba en la mina,
quienes pasaron de esclavos a obreros,
con jornadas de trabajo de horarios

limitados, seguridad y salario digno.

Más de mil hombres, mayores de edad,

trabajaron en la mina.

Philippe había contratado a un


ingeniero conocido por haber dirigido la
mina de Kimberley en Sudáfrica. Aldao

era un argelino de unos cincuenta años

que hablaba francés, inglés y portugués a


la perfección. Se había graduado en

Instituto de Minas de París. Sobre él

tenía las mejores referencias. Philippe


quería aliviarle el trabajo a Marie y,
además, contar con alguien de confianza
que la acompañase y la protegiese.

Aldao era un africano con hábitos

europeos. Cuando Philippe aterrizaba en

la mina, Aldao volaba hasta París para


encontrarse con su familia.

Con la ayuda de Akina, Marie,


aprendió el dialecto y las costumbres de

los nativos. Bajo el cielo rojizo de cada

amanecer, Akina junto a su familia,


rendía culto a Kalunga. Marie

despertaba cada mañana con los alegres

cantos de alabanzas. Y hasta repetía


algunas estrofas mientras se alistaba
para comenzar el día: “"Tua fumu ku
Ngangela, Tua fumu ku Ngangela,

Kalunga tu fumu”. Desde la casona

inmortalizaba cada momento con el lente

de su cámara. Le había enseñado a


Akina que ese objeto no hacía ninguna
hechicería y que las imágenes que

aparecían en el papel mientras las


revelaba no eran los espíritus de los

antepasados.

Logró instruirla para que le

tomase algunas fotos junto a Philippe y

otras con los mineros. Akina colocó los


ojos negros tras la cámara y miró a
través del lente: vio cómo Philippe
besaba a Marie y disparó un par fotos.

Enfocó sus rostros sonrientes y

apasionados y pensó en cuánto tiempo

más esperarían para tener un hijo: lo


imaginó blanco y de ojos claros
resplandecientes; lo vio corriendo por el

campo sembrado.

Luego de aquel pálpito esperó un

tiempo; Marie no parecía interesada en


ser madre. Hasta que un día abordó el

tema sin rodeos:

—Mi padre es el cimbundu


de la tribu. Él te dará algo para que

puedas tener un hijo. Eres una mujer

grande pero los blancos pueden tener

hijos cuando nosotras ya somos abuelas.

—No deseo un hijo —dijo Marie

frunciendo el ceño.

—¿Por qué no? Eres una mujer


grande ya.

—Soy muy joven aún. Nunca

pensé en tener un hijo. Yo seré la madre


de todos esos niños huérfanos que andan

por ahí.
—Debes pensarlo ahora.

—¿Cuántos años crees tener,

Akina?

— Sé que a mi primer hijo lo tuve

a los trece. Mi matrimonio había sido


arreglado pocos meses después de mi
nacimiento con un hombre que vivía más

allá del bosque, cruzando el río.

—¿El que es tu esposo ahora?

—Sí, es un bantu que vivía con su


familia a unas leguas de aquí. Es un

hombre bueno. Su padre es un mwenw

muy querido por todos los ganguelas de


estas tierras; es nuestro consejero. Una
vez al año nos reunimos todos para
pedirle a kaluga que lo siga iluminando.

—No quiero traer un niño más a

este mundo. Aquí mueren todos los días


producto de las enfermedades y de la

desnutrición. Quiero poner mis energías


en ayudar a que eso no siga sucediendo.

—Es kaluga quien te ha traído

hasta este lugar; él te está guiando.

—Muy pronto esto que ves aquí

cambiará por completo. Necesitamos

que llegue la luz y el agua potable para

poder comenzar a trabajar —dijo Marie


imaginándose una escuela, un hospital y
otros cuantos edificios.

En África, ningún día era igual al

siguiente. Marie había contemplado

cada amanecer desde la galería mientras

tomaba el desayuno en la silla

mecedora. Desde allí el espectáculo era

sublime; la claridad iba pintando la

naturaleza de colores suaves y, cuando

el sol salía, impregnaba el paisaje de un

brillo enceguecedor.
Con el tiempo, Marie entendió
muchas cosas; la primera fue comprobar
que el tiempo es un concepto creado por

el hombre y que ella era como una hoja

sacudida por el viento, arrastrada desde

muy lejos. La abrumadora realidad


había cambiado su cabeza por completo:
la gente moría de hambre y de

enfermedades como la poliomelitis, la


malaria y el sida.
Un día, acompañó a Akina y su

familia a visitar a sus parientes río

abajo. El viaje duraba unas cuatro horas

a paso firme atravesando el bosque de


papiros. Cruzaron el río Cassai por un

puente colgante construido con sogas y


se internaron en la selva. Allí donde se

abría un claro, se había instalado el


campamento ganguela.

Las aldeas construidas de barro y


techo de paja pintaban el lugar de

exotismo. Un grupo de mujeres negras

con el torso desnudo, adornadas con


aros y pulseras coloridas, los recibieron
con algarabía. Akina, les había relatado,

como si de una leyenda se tratase, sobre


las ideas y los actos de la extranjera. La

tribu creía que la mujer blanca era

sagrada, que sus dioses la habían


enviado para sembrar la paz. El jefe de
la tribu organizó un baile acompañado
de un coro de voces mixtas que hacían

eco en las profundidades del bosque.

Hombres y mujeres danzaban alrededor


del fuego con elaborados trajes. Sus

rostros permanecían tapados con


máscaras artesanales. Las piernas y

brazos estaban cubiertos por pintura;


Marie no pudo calcular el tiempo que

aquella gente habría tomado en


dibujarse el cuerpo con tanta perfección.

Los tambores sonaron con fuerza y el

jefe de la tribu salió de su choza. El


anciano de estatura mediana, hombros
anchos y cuerpo fibroso, caminó hacia
ella. Por detrás lo seguía una niña que

sostenía con delicadeza y orgullo un

objeto resplandeciente. Marie le besó el


revés de la mano al cacique y él le

colocó la corona de oro y diamantes que


pertenecía a su primera mujer. Después

pronunció unas palabras en nyamba.


—Esta mujer es sagrada; quien se
atreva a tocarla conocerá el infierno —
dijo y se escuchó el clamor de la tribu

que aplaudía con fervor.

Para Marie, el espectáculo


alegre y colorido dejaba una huella en lo

más profundo de su alma.

Después de ese momento,


decidió mirar hacia adelante. Evaluó la

posibilidad de volver a París y morir en

la soledad de los ruidos ensordecedores


de la ciudad. Pero era como querer tapar

el sol con las manos; no podía

abandonar aquel lugar porque no le


encontraría sentido a la vida. ¿De qué le
serviría el dinero que ganaba con la
explotación de la mina si planeaba vivir

allí? Fue entonces que invirtió sus

ganancias en la construcción de una

escuela y una clínica privada. Edificó


varias residencias para los médicos,
enfermeros y maestros. Con el paso del

tiempo comenzaron a llegar los


vendedores ambulantes quienes más

tarde se asociaron para levantar, con la

autorización y ayuda económica de


Marie, un mercado. La zona se volvió

próspera. La llegada de la luz y del agua


potable había mejorado la situación
sanitaria. Al lugar lo llamaron “Santa
Marie”.


Mar Mediterráneo, 2004.

Aguardé sola en el living

mientras Philippe se cambiaba para la

cena. Recorrí el lugar de un extremo al

otro. Los muebles de madera oscura


relucían con sus líneas curvas y
refinadas. Todo pertenecía a ese mundo

de unos pocos, a ese excesivo lujo que


me atraía y me alejaba de él.

El mismo jazz americano que

escuchábamos juntos en la estancia


vibró en mi pecho y me sacó del

soliloquio. Levanté la mirada y lo vi


parado al otro extremo del salón. Pensé
que mis piernas no soportarían el peso
de mi cuerpo: peinado hacia atrás, con

un esmoquin negro, camisa blanca,

chaleco y un moño en su cuello. Saber

que me duplicaba la edad era una de las


cosas que más me atraía de él. Nunca
pensé que un hombre podía

enloquecerme de esa manera.


Norah Jones cantaba “Come

Away With Me”; él sabía que era mi

canción favorita. Caminó hacia mí y me


tomó de la cintura, me aferró contra su

pecho y nos movimos al ritmo de la


música. Cerró sus ojos y sintió el
perfume de mi cabello. Me sentía como
una niña desamparada que había pasado

largas noches de invierno a la

intemperie y ahora estaba recobrando

fuerzas bajo el calor de su pecho.


—Bésame… —dije.
Y un torbellino en mi cabeza

detuvo el tiempo: estábamos en altamar,


en la inmensidad del océano, bailando y

sintiéndonos. Sólo él y yo. Nadie más

impediría nuestra unión. Nadie podría


alcanzarnos.

—Cherie. Debemos hablar.


—Por favor, Philippe, no quiero
saber nada más sobre tus asuntos.
—Es importante.

—Te suplico —le susurré

mientras acariciaba su cabello y le

rozaba los labios con los míos.


—Escucha cherie —me rozó la
boca con su índice—. Quiero proponerte

algo.
—Me darás mi libertad —

murmuré con cautela.

—¡No! —rabió y me apretó la


cintura con sus manos—. Si estás aquí

es justamente para lo contrario —miró


al piso y volvió sus ojos sobre mí—.
Quiero que te cases conmigo.
Del bolsillo de su chaqueta sacó

una alianza de compromiso. Me tomó la

mano y con suavidad colocó el diamante

en mi anular.
Mi cuerpo parecía explotar en
mil pedazos. Permanecí inmóvil,

inexpresiva y él leyó mi desconcierto.


—Tu compañía es fundamental

para mí. Todos estos meses estuviste a

mi lado sin pedir nada a cambio. Hiciste


frente a todos los que quisieron verme

muerto y eso, eso tiene su recompensa.


— Te equivocas.
—Nunca lo hago.
—¡Sí! No quiero nada a cambio.

Lo hice como lo hubiese hecho con

cualquier otra persona —dije perturbada

y le di la espalda.
—No te engañes —me susurró
en el oído—. Los dos sabemos que una

energía muy poderosa nos unió aquella


noche en Argentina y que estaremos

juntos para siempre.

Esa declaración era para mi


corazón tan intensa como el éxtasis que

me había provocado su cuerpo.


—Prométeme que nunca más
permitirás que ese árabe se me acerque.
—No hablemos de eso ahora —

ordenó besándome la mano que lucía el

anillo de compromiso— hablemos de

nuestro futuro.
Lo besé y rodeé su cuello con
mis brazos.

—¿Cómo lograste recuperarte de


este modo?

—Es justamente sobre eso que

tenemos que hablar.


Me tomó de la mano y me llevó

hasta el comedor. Retiró la silla del un


extremo de la mesa y tomé asiento. Él se
ubicó en la otra punta. Una joven de raza
negra entró y nos sirvió champaña.

Vestía un delicado delantal y una pollera

corta que dejaba ver sus pantorrillas

torneadas y su piel resplandeciente. Nos


sirvió champaña y dejó unas cazuelas
con caracoles.

Philippe alzando su copa me


miró divertido.

—Quiero entrenarte y ésta será

la primera lección.
—¿Entrenarme?

— Te enseñaré todo lo que sé


para que puedas ocuparte de mis
negocios durante mis ausencias.
Hablemos de mi recuperación.

—Es lo que más intrigada me

tiene ¿Cómo lograste rehabilitarte?

—Cuando el establishment cayó


en la cuenta que sin mí las relaciones
bilaterales con los países africanos

tomarían un rumbo incierto, buscaron


ayuda científica. Mi ausencia provocó

gran malestar en la industria bélica y la

reserva de dinero para el apoyo a las


campañas políticas se estaba

terminando. El presidente de Cuba se


contactó con mi hermano y le dijo que
me llevara hasta él. Durante muchos
años lo abastecí de armamento para sus

tropas en Angola —hizo una pausa; giró

su copa y tomó un sorbo—. Fidel me

puso en manos del grupo de científicos


que investigaba el transplante de células
de embriones en el cerebro.

—Traduje una conversación


entre Valmont y el neurólogo, en la cual

tu hermano le preguntaba en qué

consistía el tratamiento y el neurólogo le


respondía que en ningún lugar serio

podría realizarse ese transplante.


—La investigación fue llevada a
cabo con ratas y yo soy el primer
paciente con el que experimentan. Esto

es un secreto y los científicos cubanos lo

mantienen oculto porque es éticamente

incorrecto. No será admitido por la


Organización Mundial de la Salud
porque no aceptarán el uso de

embriones con fines científicos.


—Quieres decir que para tu

tratamiento usaron.

—Solo utilizaron embriones y


fetos clínicamente no viables para

extraerle las células y hacerme el


implante.
—Pensé que era un tratamiento
que estaba autorizado por las

autoridades públicas.

— En Norteamérica se hace pero

con células madres que extraen de tu


propia médula.
—¿Y cuál es la diferencia?

—Al parecer, como las células


embrionarias son más versátiles, la

mejoría del paciente podría ser

permanente. Con los casos de


transplantes de células madres se ha

visto que las mejorías son mínimas y, en


algunos casos, transitorias.
—Pero…
—Tranquila, sé que es increíble,

era mi única salida. Los efectos pueden

llegar a ser transitorios, están probando

otras terapias alternativas como la


biomedicina. Es por eso que debo
controlarme rigurosamente cada tres

meses, el próximo año será cada seis.


—Si quieres que me case

contigo, debo saberlo todo —dije con

voz firme.
—Me inyectaron otras drogas

que tampoco están autorizadas y me


metieron en una cámara con oxígeno. Es
otro experimento al que llaman cámara
hiperbárica y que ayuda a regenerar los

tejidos entre otras cosas.

Me sonaba a película de terror o

de ciencia ficción. Unos meses atrás, su


vida estaba confinada a una silla de
ruedas y ahora era un halcón peregrino.

—¡Cambia esa cara! No soy un


muerto resucitado…

—Estoy impresionada ¿Cuándo

es el próximo control?
—En un mes.

—¿Y cuántos días debes


permanecer internado?
—Entre la cámara y las drogas,
dos semanas; luego, una más en

observación.

—Ya pasamos por esto antes y

en peores circunstancias.
—Iré solo. Necesito que ocupes
mi lugar durante mis ausencias; debes

saber que puedo volver sano como


puedo volver en un cajón. Son

tratamientos experimentales y las drogas

son muy fuertes.


—Concretamente…

—Puedo sufrir un paro cardíaco.


— ¿Qué debo hacer para que te
sientas tranquilo durante tu tratamiento?
—Debes ser mis ojos y mis

oídos. Con el tiempo quiero que seas tú

misma.

—¿Es necesario casarnos? Creí


haberte escuchado decir que tú no
podías casarte ni tener familia.

—Correcto, pero tú serás mi


discípula porque eres la elegida.

Nosotros no formaremos una familia;

quiero que te quede claro eso. Ya verás


cuando conozcas mi trabajo. La semana

próxima te convertirás en mi esposa.


Organizaré una ceremonia sencilla, con
los más allegados. Vas a ir a Mónaco a
comprar el vestido para la boda.

Cómprate toda la ropa que necesites,

que sea liviana, nada sofisticado…

—¿Vendrás conmigo?
—¡Nadiv!
Una monumental mujer ingresó al

comedor. Alta, delgada e increíblemente


bella. Su pelo recogido en un rodete era

de un rubio ceniza y sus ojos más

transparentes que los de Philippe. Una


ola de calor subió por mi cuerpo. Dejé

los cubiertos e intenté reponerme: los


celos me golpearon con fuerza.
Permaneció parada como un
solado frente a nosotros con una

expresión dura en el rostro; evalué que

podría haber tenido unos años más que

yo y unos treinta centímetros más de


altura.
—Ella será tu guardaespaldas. No

puedes quedarte sola en ningún lado…


¿Entiendes?

—¿Es para tanto?

—¡María! —rabió—. Te lo
advierto, no quiero problemas. Puedes

saludarla ahora si lo deseas.


—¿Habla francés?
—Es rusa pero habla seis
idiomas.

Me incorporé y le estreché la

mano.

—Llama a la avioneta; van a ir de


compras —ordenó sin mirarla a la cara
—. Retírate.

Sin decir una sola palabra, Nadiv,


salió del salón.

—Siéntate.

No podía articular palabra y


Philippe notó mi desconcierto con

inmediatez.
—¿Qué sucede?
—¿Por qué no me eliges un
hombre? No puedo andar con esa mujer

detrás de mí. Es absurdo.

— Es la persona de mayor

confianza que tengo.


—Me aseguraste que yo era en
quien más confiabas —dije perdiendo la

compostura.
—No puedo poner en riesgo tu

vida. Ella es la mejor.

—¿No puedes poner en riesgo mi


vida? ¿Quieres que te cuente todo lo que

he pasado mientras tú estabas aquí con


“tu rusa”?
—Ven… —me tomó de las manos
y me sentó sobre sus piernas—. ¿Es

necesario que te confiese mis

sentimientos? ¿No te basta con todo lo

que te estoy ofreciendo?


—¿Ofreciendo? ¿Qué me estás
ofreciendo?

—Que ocupes un lugar


importante en mi vida, compartir mi

poder y riqueza contigo.

—¿Crees que me quedaría a tu


lado por lo que me ofreces? Ni una mina

de diamantes me mantendría a tu lado —


dije y me incorporé de la silla.
Me alcanzó por detrás y me
rodeó la cintura afirmándome contra su

cuerpo.

—¿Entonces por qué aceptas

casarte conmigo?
—¿Tengo otra alternativa?
—¡No!

Me besó el cuello mientras


deslizaba sus manos por debajo de mi

vestido. Mi piel se estremeció y sentí mi

cuerpo arder de deseo por el suyo.


—¿Qué sientes por mí, Philippe?

—Eres mi elixir… —me susurró.


Nunca olvidaré esas palabras
salidas de su boca. Creo que llenaba de
sentido mi terrible existencia. Debía

definitivamente abandonarme a sus

deseos sin oponer resistencia. Era

tiempo de aceptar que la vida me tenía


preparada esa encrucijada y que no
podría desviar mi destino.

Angola, 1989.

La guerra devastaba al país: el


ejército de rebeldes avanzaba hacia el
este quemando aldeas enteras, mutilando

a los ancianos, violando y matando a las


mujeres. La ONU había enviado ayuda

humanitaria: helicópteros con médicos,

enfermeros, medicina y alimentos. Sin

embargo, Jonás Savimbi había advertido


a sus más de sesenta mil seguidores:
“Quien se atreva a recibir ayuda

extranjera perderá sus manos. La hora


de la muerte es sagrada. El que deba

morir por esta lucha lo debe hacer con

orgullo y lealtad”.

Jonás controlaba la zona sur de

Angola; los esclavos que trabajaban en


la mina de Huambo nunca lograrían
abastecerlo de diamantes en grandes
cantidades como lo haría una verdadera

usina. Después de haber tomado

conocimiento, a través de Dmitriy, de

que la mina de Luena era explotada por


el mismo francés que le proporcionaba
armas al ejército angoleño, Jonás

decidió emprender viaje hacia el Este


para apropiarse del yacimiento de Santa

María. De ese modo, se aseguraría el

dinero para financiar al ejército y


derrotaría al mercenario francés. Dos

golpes que debilitarían al gobierno


asegurándole la victoria.

—La victoria será nuestra —dijo

Jonás Savimbi alzando el puño sobre su

cabeza—. Tomaremos la mina “Santa

María” y tendremos dinero de sobra


para financiar nuestras armas y cumplir

nuestro objetivo. La UNITA obtendrá lo


que quiere; es tiempo de que este país
elija a sus dirigentes.

—Creo lo mismo pero arrebatarle

la mina sería demasiado arriesgado.

—La mina es de todos nosotros.

—Tu padre tiene razón —

intervino Dmitriy—. Tienes mucho por


aprender aún.

—Estudiará periodismo —dijo

Jonás colocando la pesada mano sobre

el hombro de su hijo—. Será él quien se

encargue de contarle al mundo lo que


pasa en este rincón del planeta. Será mi

hijo quien alce la voz por todos los


oprimidos. Por estos meses, quiero que
vivas la realidad de este país y sientas

en carne propia la impotencia que

genera ver a nuestro pueblo morir de


hambre.

—Padre, te acompañaré pero no

me pidas que mate a un hermano. Hay


campesinos que ni siquiera saben que
existe un hombre que nos gobierna…

—La muerte de unos pocos puede

servir para la supervivencia de una raza.

Eso debes aprenderlo para tu vida —


dijo mirándolo con fijeza.

En ese mismo momento Philippe

partió hacia Francia para encontrarse


con su hermano Paul quien le había

enviado una carta comentándole que se

trataba de un tema muy delicado y que le


urgía hablar con él. Aprovecharía a

visitar a su hermano Valmont y a atender

los negocios que allí lo esperaban. No


deseaba dejar a Marie sola en un
momento tan difícil pero la guerra
continuaría con o sin él. Se despidió de

Marie y abandonó el continente.

Marie no sabía que Philippe


vendía armas. Eso era un secreto que

jamás le develaría… Lo hacía para


protegerla pero, sobre todo, para no
perderla. Sabía que si Marie supiese la

verdad, lo despreciaría para siempre.

En Angola, Marie experimentaba


sentimientos nuevos. Si había algo que

la indignaba era ver a un niño con un

arma en la mano; para ella eso era una


aberración consecuencia del
colonialismo.

En aquella zona no se veía a los

civiles armados. Pero, cuando viajaron

a Luena a llevar a un niño moribundo


hasta el hospital, se chocó con la

inadmisible realidad: las camas del


hospital estaban atiborradas de niños
heridos de bala. Marie creyó morir de

impotencia aquel día.

—¿Qué les sucedió a todos estos


niños?

—Son soldados de la UNITA.

Jonás Savimbi los recluta desde corta


edad. Apenas tienen la fuerza necesaria
para sostener un arma, les enseñan a
apretar el gatillo —contestó una

enfermera francesa.

—¿Y contra quién se enfrentaron?

—Contra los soldados del


Ejército Nacional.

—¿Qué les pasó a aquellos niños


que tienen las manos amputadas?

—Si se niegan a pelear, les cortan


las manos. Así los manejan, infundiendo

el terror.

Observó los ojos desorbitados de


los niños. Los gritos de dolor y la
presencia de la muerte la aturdieron:
decenas de pequeños cuerpos eran
levantados de las camas sin vida y

arrojados en fosas comunes a pocos

metros del hospital.

Una mañana que Marie

contemplaba el amanecer en la galería,


sintió un ruido muy fuerte, un estruendo
que le cortó la respiración. La ONU

traía medicamentos y provisiones pero

no le permitían aterrizar los aviones.


Había escuchado días atrás por radio el

discurso de Jonás Savimbi y aquellas

palabras cargadas de ferocidad y


fanatismo le helaron la sangre: “Quién
se atreva a recibir ayuda extranjera
perderá sus manos. La hora de la

muerte es sagrada. El que deba morir

por esta lucha lo debe hacer con

orgullo y lealtad”.

La UNITA había llegado a Luena y


estaba sembrando el terror en las calles
y tiñendo el río de sangre. Marie tenía la

certeza, lo sentía en su pecho: aquel

salvaje se dirigía hacia el pueblo para


apropiarse de la mina y ella no podría

hacer nada para impedirlo. Philippe

estaba en Francia y volvería en quince


días. Rogó que él no regresase por algún
tiempo para que su vida no corriese
peligro.

Aquella tarde el helicóptero de

Philippe aterrizó, frente a sus ojos,


piloteado por un soldado del ejército.

El presidente la quería lejos de allí,


fuera de la nueva zona de conflicto.
Marie mandó de vuelta al piloto y se

sentó en la silla mecedora observando la

nave levantar vuelo y perderse como un


águila en el horizonte. En ese momento

sintió que amaba esa tierra como a nada

en el mundo, que si debía morir por


aquel pueblo, que ella misma había
fundado, lo haría. Esos diez años
vividos allí le habían dado sentido a su

existencia; a esas tierras y a sus nativos

le debía todo lo que había aprendido y

atesorado.

Sus pensamientos divagaban sobre


la situación en la que se encontraba: la
zona estaba desprotegida; habían

quedado unos pocos soldados en la

mina. En Luena la matanza era feroz y


los rebeldes de la UNITA habían matado

a la mayoría de los soldados. Jonás

avanzaba con su ejército dejando


algunos “elegidos” que se encargaban de
tomar posesión de los pueblos. El resto
continuaba la lucha avanzando hasta

llegar al objetivo: la gran mina “Santa

María”.

Las metralletas se escuchaban

cada vez más cerca. Buscó a Aldao en la


mina pero no lo encontró. Llevó a Akina
y a sus dos hijos a la casona. Por

primera vez le temió a la soledad. Cerró

postigos y tomó el fusil que Philippe


usaba para cazar. Las metralletas

retumbaban en su pecho. Marie imaginó

hacia dónde se dirigían esos disparos y


la imagen que se dibujó en su mente le
produjo un grito de dolor: aquellas balas
estaban penetrando el cuerpo de los

pobladores y de los mineros.

Poco después de la matanza, el


silencio viciaba la atmósfera de

desolación; Marie sintió que su hora


había llegado. Akina se arrodilló a
rezar abrazada a sus hijos.

Minutos después, Jonás Savimbi

en persona tocó a su puerta. Ella, con las


manos temblorosas, abrió sin vacilar

ocultando el miedo. Ante sus ojos un

hombre inmenso, grueso y feroz se


abalanzó sobre ella. Llevaba la crueldad
marcada en su retina, el odio dibujado
en su rostro y la sed de venganza en los

labios.

Mientras él la levantaba en el aire


sin que ella opusiese resistencia, los

soldados entraron a requisar la casa.

Jonás llevó a Marie a la


habitación y la tiró en la cama. Ella no

lloró ni gritó; por el contrario, lo

desafió con su mirada. Para Jonás el


espectáculo era tentador pero su mente

viajaba más rápido que los

acontecimientos: pensó que la


necesitaría viva y con buena salud si
pretendía abastecerse con los diamantes
de la gran usina.

—No morirás: me enseñarás todo

sobre el manejo de la mina.

—Si eso es lo que necesitas, lo


haré. A cambio te pido que dejes ir a

Akina y a toda su familia.

—Si siguen con vida podrán irse

—una carcajada le brotó desde su


vientre prominente.

—¿Por qué matas a tus hermanos?

No logro comprender —dijo Marie

sosteniéndole la mirada.
Los ojos claros de una mujer
blanca podían ser el trofeo más valioso
que nunca antes había imaginado. En esa

fracción de segundos deseó tenerlos en

la palma de sus manos… Nadie se

atrevía a sostenerle la mirada y menos


una mujer; por lo que esa blanca ya lo
inspiraba: en lugar de mutilarla, le

quitaría los ojos.

—Vete al galpón. Allí estarás más

a gusto.

Marie tomó la maquina de fotos,

el álbum y algo de ropa. Cuando salió

de la habitación le ordenó a Akina que


la siguiese. Le advirtió sobre el peligro
que corrían si se quedaban allí y le
suplicó que fuera a reunirse con su

familia río abajo.

Akina envió a su familia a la tribu


más lejana de los Ganguelas que se

encontraba a orillas del río Luonze pero


ella se quedó con Marie; no la dejaría
sola en esas circunstancias.

Al día siguiente, un muchacho tocó

a la puerta del galpón. Marie se


encontró con el rostro de un mestizo de

ojos color café, alto, robusto y

curiosamente educado.
—Buenos días, señorita Marie.
Soy Samuel Savimbi —dijo haciendo
una reverencia ante ella. Nada lo había

impresionado tanto en su vida como la

piel y el cabello de esa mujer.

Marie, por su parte, no pudo creer

que ese joven de voz angelical y mirada


pacífica fuese el hijo del hombre más
sanguinario del continente.

—Usted no está preparada para

ver lo que pasó allá afuera. Mi padre


quiere verla en la mina. La llevaré yo

mismo pero quisiera que se coloque este

pañuelo en los ojos. No la obligaré; se


lo aconsejo, por su bien.

Marie miró a Akina desconcertada

y tomó el pañuelo que Samuel le

extendía. Akina sospechaba lo peor; por

eso la convenció de cubrirse los ojos


con el pañuelo.

Se sentó en el Jeep y sintió el

traqueteo. Sabía que salían de la casona


y que habían tomado el camino sinuoso

que terminaba en la mina. En la

oscuridad le vino a la mente la primera


imagen que había visto cuando conoció

aquel camino: había sido maravillosa,

con los lugareños caminando y cantando.


El paso del tiempo y la empresa
diamantífera habían transformado esa
ruta desolada en un lugar poblado donde

se erguían cientos de casas.

Se quitó el pañuelo esperando


ver lo que durante tantos años había sido

su pintura viviente. Su presente se


volvió desgarrador: la fila de personas
que caminaba a diario por la banquina

ahora era una interminable hilera de

muertos. Cuando llegaron al pueblo


comprobó que todo lo que había

escuchado sobre la brutalidad de esa

gente era verdad: las construcciones


habían sido quemadas, la gente
asesinada y a los dos médicos blancos
los habían colgado. El aire viciado de

muerte se volvía irrespirable.

Caminando entre los muertos reconoció

a cada uno de los habitantes; a los recién


nacidos, a sus madres y a los
trabajadores de la mina. Toda aquella

gente que formaba parte de su vida


diaria, todos y cada uno de ellos habían

sido fusilados. Entre la pila de muertos

se escuchó el llanto de un bebé que fue


rápidamente silenciado por el ruido de

una ametralladora. Marie sintió morir


aquel día; no tenías lágrimas, no podía
gritar. Su dolor iba por dentro,
desgarrando cada centímetro de su

cuerpo, sintiendo que una mano entraba

en su pecho y le arrancaba el corazón.

Samuel observó a Marie

devastada. Ella le despertaba


pensamientos muy profundos: ¿Por qué
una mujer blanca sufría por los

nuestros? ¿Qué espíritu ancestral la

había traído hasta allí? Una conexión


muy especial se produjo entre ellos.

Samuel comprobó que Marie anidaba en

su corazón un sentimiento muy genuino


por todos los lugareños. Y Marie
sospechó que ese chico no aceptaba los
métodos de su padre.

Aquel día Samuel logró

dimensionar la situación. Su vida había


transcurrido en el internado del liceo

militar en Lisboa. Nada de lo que había


oído sobre su padre se acercaba a la
realidad. La brutalidad y el despotismo

con el que se manejaba habían

traspasado la frontera de lo humano.


Hacía cinco años desde la última vez

que lo había visto durante su estadía en

la mina de Humabo. Hasta aquel


momento las aspiraciones y los métodos
de su padre le parecían justos; ahora la
absurdidad había conquistado su mente.

Cuando entraron a la usina,

Samuel dejó a Marie a solas con Jonás.


Se dirigieron a la oficina donde

trabajaba el subdirector de la mina. Allí


lo encontraron pero ya sin manos. Aldao
se encontraba tirado en el piso

completamente inconsciente. El verdugo

que lo había mutilado sostenía el


machete ensangrentado en sus manos y,

eufórico por su tarea, reía satisfecho.

—No me lo agradezcas… —dijo


Jonás deleitándose con la cara de
espanto de Marie—. Él te ha
traicionado.

Un grito desgarrador brotó de sus

entrañas al ver la abominable escena.

De allí en adelante la vida de Marie se


convirtió en un infierno.

Francia, 1989.

El centro de operaciones estaba en


Normandía; desde allí Philippe

realizaba las transacciones y ofrecía la


mercancía a los compradores de todo el

mundo. En aquella ocasión su partida no

fue igual a las demás. Había algo en

Marie que lo había inquietado: la notó


diferente, molesta por su partida y, por
primera vez, aferrada a él como una

niña. Había hecho demasiadas


preguntas, tantas que Philippe se quedó

sin respuestas.

Tenía una reunión con su hermano

Paul; hacía mucho tiempo ya que no se

veían y necesitaban resolver algunos


asuntos familiares. El haras en
Normandía era de ensueño, con su
entrada amurallada, los árboles

frondosos a los costados del camino y la

fuente de agua frente a la casa. Hacia la

derecha se apreciaba la cancha de polo


y más allá los establos. Cuando bajó del
bugatti, el mayordomo le abrió la puerta

del coche y lo saludó con un apretón de


manos. Lo miró a los ojos, como era su

costumbre, y entendió que algo no anda

bien.

—Señor, llamé varias veces a

Angola, al número que me dejó, pero las


líneas estaban cortadas. Recurrí a Paul.
No sabía cómo resolver el problema.

—¡Qué pasó!

—Valmont está descontrolado. Se

encerró en su habitación, se drogó tanto


que lo tuvieron que internar. Estuvo una
semana en coma. Después estuvo casi

dos semanas en observación. Ahora le


dieron el alta.

—Es increíble, pobre Valmont.

Caminó agitando la cabeza hacia

la puerta principal, levantó la vista y vio

a Paul parado en el umbral. Se

abrazaron. Sin decir una sola palabra,


Philippe se dirigió a la habitación
principal, abrió la puerta y lo vio
acostado boca arriba con la mirada

perdida en el cielo raso. Cuando se

acercó, Valmont no lo miró; permanecía

inmóvil y rígido como una estatua. Su


semblante era pésimo, de una palidez y
una delgadez que Philippe nunca antes

había visto en él.

Se sentó a su lado y le miró las

pupilas dilatadas. Le tomó de la mano y


se la apretó con fuerza.

—Te sacaré de esta mierda. Te lo

prometo hermano. Dejame pensar en


algo, en algo que sea importante para ti.
Vamos a salir adelante, ya lo verás —
dijo Philippe mientras sentía cómo la ira

le nublaba la vista.

Abrió el placard y revisó cada


uno de los bolsillos de las camisas y

pantalones: encontró un cóctel de


sustancias ilegales que iban desde
hachís hasta heroína.

En el cajón de la mesa de luz

encontró una agenda. La hojeó


rápidamente, después la revisó con

detenimiento. Philippe sabía lo que

buscaba y no pararía hasta encontrarlo.


En el torbellino que era su mente
imaginó el momento en el que le
apuntaba al cabrón que había hecho de

su hermano un adicto y le reventaba la

cabeza de un balazo: Martino Dichiano.

Desde el teléfono del pasillo, que se


encontraba en una mesilla alta, discó el
número con el código de París.

—Allo… Soy Philippe Leduc

¿Martino?

—Sí, señor, diga.

—Podrías traerme algo para

calmar al estúpido de mi hermano.

—Mandaré al mensajero.
—Quiero que vengas tú mismo.

—Eso es imposible señor.

—Dame una dirección donde

pueda encontrarte, necesito que

hablemos de negocios. ¿Te interesa


entrar en Angola? Solo mercancía de
alto nivel para los poderosos. No será

en grandes cantidades pero sí muy buena


paga.

—28, rue de Rivoli segundo A.


Mañana por la mañana.

—Perfecto.

Caminó por el pasillo hacia el


salón y respiró profundo. Vio a Paul
sentado con un vaso de whisky en la
mano. Se acercó a la barra y se sirvió un
vodka; lo bebió de una sola vez.

Sacudió la cabeza e intentó liberarse de

la impotencia que lo embargaba.

—¿Qué haremos con él, Philippe?

No quiero que nos traiga problemas. En


cualquier momento sale en las noticias.
Tú sabes que eso nos arruinaría.

Debemos mantener el perfil bajo. Así lo

exige nuestro trabajo. Si algún


periodista lo investiga, caeremos

nosotros. ¡No puedo permitirlo! Me he

sacrificado toda mi vida para estar


donde estoy y no va ser él quien me
arruine mi carrera.

—¿Qué has pensado?

—Creo que lo mejor es que lo

enviemos a Sudamérica, a algún centro


de rehabilitación.

—¿Sudamérica? Pero estás

completamente loco ¿Cómo se te ocurre


semejante estupidez?

—Así estará lo bastante lejos


como para recurrir a tus préstamos.

Porque te recuerdo que él está así

gracias a ti y a tu dinero.

—Lo voy a sacar de acá.


—¡Deja de sobreprotegerlo! ¡Ya
es un hombre!

—Le daré un trabajo.

—Pero que no tenga que ver con

las armas.

—Nunca lo metería en esto.


Hablaré con mi agente inmobiliario para

que me consiga una linda casa en


Marruecos ¿No es allí donde soñaba

vivir?

—CAsí se podrá drogar más

tranquilo.

— Le daré una responsabilidad y


la posibilidad de rehabilitarse.
—Has lo que te plazca. Tengo un
dato para ti.

—Te escucho.

—¿Fuiste tú quien le vendió a

Gadaffi los excoset para Malvinas?

—¿Por qué lo preguntas?

—Fallaron.

—Ya pasaron varios años y a mí

no me llegó el reclamo.

—Te llegará. Philippe, ten mucho

ojo con eso. Es un dato que te estoy

dando.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Es solo un dato. Ponlo en la


cuenta.

— ¿Te debo algo?

—Veo que tienes mala memoria,

querido hermano ¿Quién te

recomendó frente al ministro?

—Tienes razón. Pídeme lo que


necesites.

—Sé que te está yendo muy bien pero

debes tener cuidado con Gadafi: es

un sanguinario. Y por supuesto, con


Jonás Savimbi. ¿Sabes que en estos

momentos se está apropiando de tu

yacimiento?

—No, me divierten tus bromas.


—No es una broma. Jonás emprendió
el ataque contra tu propiedad. Se
apoderará de todo, en serio,

Philippe.

—¿Qué más sabes?

—Que tu amiga no estará viva por


mucho tiempo.

A Philippe le subió una corriente por


la espalda que lo paralizó por una

milésima de segundos.

—¡Eres un maldito cínico! ¿Qué

sabes de ella?

—Cálmate. Es mi trabajo. Marie


nunca debió quedarse sola allí y tú lo
sabes.

—¿Por qué no me lo advertiste?

—lo agarró de la camisa con las dos

manos mientras lo sacudía con fuerza.

— Tu no debías arriesgar tu vida


por una mujer.

Philippe sintió que se le nublaba

la vista y con el puño cerrado le pegó en


el medio de la cara, con tanta fuerza, que

lo tiró al piso. Cuando levantó la vista


vio a Valmont.

—Lo he escuchado todo.

—Vamos a dar un paseo. Ve por


tus documentos.
Subieron al auto. Antes de llegar a
la ruta se detuvieron en una cabina
telefónica. Philippe reservó dos pasajes

de avión hasta Casa Blanca a nombre de

Valmont Leduc y Gerard Cambar.

En dos horas estaban en París. Se

alojaron en un hotel en el centro. Apenas


llegaron, Philippe pidió que lo
comunicaran con un contacto en Angola

pero no dejó su nombre sino el de

Marie. Enseguida el secretario del


presidente devolvió la llamada; supo

inmediatamente que se trataba de

Philippe. En ese momento le contó la


situación: la mina ya estaba en manos de
Jonás Savimbi y Marie no había querido
abandonarla, por lo que envió de vuelta

el helicóptero que había ido a

rescatarla.

Philippe sintió que una parte de él

moría en aquel momento. Caminó por la


habitación y bebió una botella de vodka
entera mientras maldecía a Jonás y a

Marie; porque esa mujer era terca,

inconciente y su estupidez la había


dejado en manos de los rebeldes.

Cuando por fin cayó en la cama,

borracho, soñó cómo Jonás la torturaba


y violaba.

Se levantó temprano, desayunó y

salió a hacer su diligencia. Caminando

llegó hasta el 23 de la rue Rivoli. Tocó

el portero.

—Martino, soy yo.

—Pasa.

Subió las escaleras y tocó a la

puerta. Philippe había conocido a

Martino en una fiesta privada donde la


droga y las prostitutas sobraban. Él no

consumía, por eso pretendía que su

hermano tampoco lo hiciera. Pero

Valmont no resistió a la tentación:


Martino se le pegó como mosca.

Martino le abrió, lo hizo pasar y

le estrechó la mano. Philippe lo saludó

pero cuando retiró su mano,

instintivamente, se la llevó hacia atrás


de la cintura, sacó su arma con

silenciador y le disparó en la frente.

Regresó al hotel, pidió un taxi y le


dijo a Valmont que harían un viaje. En el

aeropuerto le explicó que no debía

llamarlo Philippe, que a partir de ese


momento su identidad sería la de Gerard

Cambar, un hombre que invertiría su

dinero en algún negocio rentable en


Marruecos.

—Tú conservarás tu identidad y

serás la persona de confianza de Gerard

Cambar.Tu estadía dependerá de tu

abstinencia. Debes iniciar un


tratamiento, hermano.

—Sí, ya toqué fondo. Juré que

terminaría con esa mierda… —estrechó


a Philippe con fuerza.

—Saldrás adelante. Te lo
prometo.

Mónaco, 2004.

Un joven de la tripulación me
llevó en lancha hasta Mónaco. Era mi

primera salida con Nadiv. Ella tenía


aspecto de un robot configurado para

interceptar al enemigo; su mirada y sus


movimientos parecían mecánicos.

Cuando llegamos a la costa me advirtió:

—Has de cuenta que no existo. No


me hables ni me mires; debo ser
invisible para el resto de la gente.

Desde mar adentro se podían ver

dos bahías repletas de yates; una era una

pequeña curva, la otra era más abierta y


albergaba la mayor parte de las naves

que llegaban al lugar.

—El número del punto de amarre


es el 23 del puerto de Fontvieille, que

se encuentra en la bahía más pequeña.


Es el único lugar donde podemos atracar

—dijo y señaló hacia la costa—. ¿Ves la

casa de arriba, la última que se ve en la

cima de la montaña? Esa es la casa de


Philippe.
Bajamos a tierra firme y Nadiv se
puso alerta.

—Por lo general hay paparazzis

que esperan durante horas para ver a


algún famoso. Cuando se desató el

escándalo mediático por la condena a


Miterrand Junior tuvimos que irnos al

puerto de Saint-Tropez donde Philippe


tiene amarre también. No permitas que

nadie te fotografíe; es muy importante


mantenerte en el anonimato.

Majestuoso entorno; la ostentación

cortaba el aliento. Salimos del puerto.


Caminamos unas cuadras por las
encantadoras veredas del principado y
llegamos a una casa antigua remodelada
y convertida en una exclusiva boutique

de alta costura.

—La estábamos esperando —dijo

una señora muy elegante cuando me


abrió la puerta. Me mostró unos vestidos

y pasamos a una habitación privada


donde se exhibían las telas. De allí pasé

al probador y, cuando entré, una mano


me tapó la boca y un cuerpo robusto me

aprisionó contra la pared. Vi su mano en

mi boca: era un hombre de color con

acento africano.
—No quiero hacerle daño. Soy
periodista, solo quiero darle mi tarjeta.
Prométame que no va a gritar. Asentí

con un movimiento de cabeza. Me

liberó. Cuando me di vuelta lo miré a

los ojos; oscuros y aterradores. Su


rostro de facciones duras y su contextura
corpulenta me paralizó.

—¿Quién es usted? —susurré.

—Mi nombre es Samuel Savimbi,


soy periodista en el diario “Afrique

pour tous”. No se asuste; quiero

entrevistarla.

—¿A mí? Usted me confundió con


otra persona.

—No, usted es la elegida de

Philippe Leduc.

—¿La elegida?

—Philippe Leduc es el

responsable de las masacres que durante


años viene sufriendo el continente

africano. Son ellos mismos los que


fomentan las guerras y después

abastecen de armamento a nuestro

pueblo.

—¿Ellos?

—El poder, las grandes

corporaciones que mueven los intereses


del mundo.

—Salga de aquí, por favor.

—Las cosas siguen como antes

para nuestro pueblo, como cuando

fuimos colonia. Nuestra tierra es rica en


petróleo y en oro. El blanco quiere eso y

hace todo lo posible para que nos


matemos entre nosotros.

Sus palabras me traspasaron. Una

realidad abominable que siempre me

afectó. Ese hombre decía la verdad y

tendría sus razones personales para


luchar contra la opresión de su pueblo.

—Quiero dejarle mi tarjeta para


que, si en algún momento decide
caminar por la senda del bien, no dude
en llamarme. Philippe se encargará de

explicarle quién soy —dijo y salió del

probador.

El hombre estaba preparado para


disuadir; eso era claro. No podía ser

indiferente a sus palabras que surtían


efecto sobre mí: “si algún día decide

encaminarse por la senda del bien”.

Me sacó una foto y salió con

rapidez. Nadiv no intentó seguirlo, me

miró con fijeza. Me preguntó si estaba


bien y después me pidió disculpas.
—No debes hablar con él. Nunca.

—¿Lo conoces?

—Se llama Samuel Savimbi, es un

periodista que le sigue los pasos a

Philippe desde hace mucho tiempo. Es


un hombre muy peligroso. Capaz de

cualquier cosa.

Me tomé un tiempo para


recuperarme. No era dueña de mis actos

ni de mi vida. Respiré profundo y me

concentré en la ropa. Seleccioné varios

vestidos largos, sobrios y distinguidos


para lograr un aspecto de mujer

madura.
Una modista tomó mis medidas y
me preguntó si el vestido de novia lo
quería bordado con piedras. No

recuerdo si le contesté, me parecía tan

absurda mi realidad.

Preferí no contarle nada a


Philippe sobre Samuel Savimbi y hasta

me animé a guardar su tarjeta. Ese


hombre me había impactado y por algún

motivo sospechaba que volvería a verlo.

Cuando regresamos al yate,

Philippe me mostró el plano y las fotos

del crucero donde nos casaríamos. Nada


de lo que me decía me sonaba real;
aunque lo estuviese viviendo, me sentía
en medio de un sueño, o más bien, de
una terrible pesadilla.

10


Angola, 1989

Marie sintió un torbellino en su


cabeza, el cuerpo débil y, al ver las

manos de Aldao sobre el escritorio y su


cuerpo temblando en el piso, perdió la

consciencia. Entró en un túnel oscuro de

donde no quería salir. Allí todo era

silencioso y apacible. Nadie podría


alcanzarla. Vio una pequeña luz que se
movía y se acercaba con lentitud: era un

Ser alado que llegó hasta ella y se


fundió en su cuerpo. Entonces despertó:

abrió los ojos y se encontró tirada en el

galpón. Observó el rostro de espanto de


Akina y supo que la pesadilla que había

tenido era su realidad. Sintió un dolor


punzante en el pecho y se llevó la mano
al corazón. Después sintió un nudo en el
estómago: estaba asqueada, a punto de

vomitar; no podía creer lo que estaba

viviendo. Cuando Marie vio a su pueblo

devastado, se arrodilló frente a la


muerte y le pidió que se la llevara a ella
también; pero la vida que crecía en su

vientre no le permitió bajar los brazos.

—¡Estás embarazada!

—No lo estoy.

—Déjame ver —dijo Akina

mientras la tomaba de la mano.

— Nadie debe saber que estoy


embarazada. No quiero que mi hijo le
vea la cara a ese asesino.

En ese momento entró Samuel y

escuchó a Marie. Las dos mujeres lo

miraron con misericordia y él respondió


de inmediato:

—No le contaré a mi padre. Si él

se llega a enterar de que llevas un hijo


de su enemigo, lo usaría de trofeo de

guerra.

—Te lo agradezco.

—Si tú no quieres que ese niño le

vea la cara a un asesino, tampoco

deberá verle la cara a su padre.


—No comprendo.

—Philippe es tan asesino como mi

padre o peor que eso… Mi padre lucha

por su pueblo.

—No entiendo lo que dices —


repitió con la templanza que había
adquirido viviendo en ese continente.

—¿Tú no lo sabes?

—¿Qué es lo que debo saber?

—El padre de tu hijo es un


mercenario. El presidente le compra las

armas a Francia para matar a todo aquel

que se subleve contra su gobierno y


Philippe se las provee. Mi padre quería
una Angola libre.

—Tu padre es un asesino.

—Tal vez tengas razón pero, al

menos, él tiene sus motivos, sus ideales

que tienen que ver con una nación libre y


próspera para todos.

— ¿El único camino es el de las armas?

—Sí, ahora sí. Mi padre era un

hombre estudioso, de palabra y más bien

pacífico. Creía que con el intelecto


podría liberar a Angola y ganarle la

partida a los blancos. Se equivocó. El

poder del blanco es grande, tanto que

nos dijeron que somos independientes


pero no libres. Nunca más seremos
libres. Ellos sembraron en nuestra mente
virgen y fértil la semilla de la codicia,

del odio y del poder. Ahora que somos

independientes no podemos ser libres

porque nos matamos entre nosotros.


Quien subió al poder es un déspota que
se está enriqueciendo y que está

vendiendo lo nuestro a los extranjeros.


Lo único que ha hecho en estos diez años

es dejar morir a la gente de hambre.

— ¿Pero estás seguro de que

Philippe abastece a tu pueblo de armas?

—Vino a vendernos armas para


que nos exterminemos entre nosotros y a
sacar provecho de nuestros recursos
naturales.

—No lo sabía. Lo juro, Samuel.

Él me dijo que le habían concedido la


explotación de la mina y que estaba

asesorando al presidente con el tema de


la explotación de los yacimientos de
petróleo.

—En eso no te mintió. Seguimos

como antes: los yacimientos serán


explotados por una petrolera extranjera.

—¡Dios! No puedo creerlo. He

vivido en una burbuja todos estos años


—susurró mientras sus ojos adquirían un
aspecto vidrioso.

Samuel la miró con fijeza. Pensó

que su cabello debía ser tan suave como

su voz y que su piel se sentiría tan cálida


como su templanza. No podía dejar de

observar a Marie en cada uno de sus


movimientos. Admiraba su belleza física
y su intelecto. Llegó a sentir algo

inexplicable por ella y creyó que era

como una prueba puesta en su camino.


Como un mensaje sagrado. Por ello la

respetó hasta la muerte.

Con Marie de rehén la situación


política del país cambiaba por
completo. Philippe aconsejó al
presidente que exigiese a Jonás el cese

del fuego y que le permitiese participar

en las elecciones a cambio de liberar a

Marie.

El presidente entendió que Marie


constituía una esperanza para el pueblo
y que, gracias a ella, se llegaría a un

entendimiento y se terminarían

definitivamente las masacres. Intentaría


ponerle punto final a la guerra civil

permitiéndole a Jonás la participación

en las elecciones presidenciales.


Finalmente, firmaron un acuerdo
de paz y se realizaron las elecciones: el
resultado fue parejo pero la mayoría

absoluta, exigida constitucionalmente,

fue para Dos Santos.

Jonás no aceptó el resultado y los

acusó de fraude. Reinició el conflicto


armado avanzando hacia el sur hasta la
frontera con Namibia para apropiarse de

una petrolera extranjera.

A más de diez años de conflicto,


la situación era insostenible y fue

entonces que el Consejo de Seguridad

de las Naciones Unidas decidió


embargarle a la UNITA el combustible,
las armas y enviar los Cascos Azules.

En Luena, la mina quedó en manos

de Aldao y de Samuel. El oficial que

había quedado a cargo, Joao, obligaba a


los mineros a permanecer dentro del

perímetro delimitado con alambres de


púa: quien osara escapar sería
atravesado por una bala.

Jonás siguió avanzando hacia el

este hasta la frontera con Zambia


reclutando hombres y niños para su

ejército y a personas útiles para el

partido. La UNITA necesitaba, además


de soldados, gente instruida para poner
en práctica los futuros planes de Jonás.

Samuel había prometido a su

padre quedarse durante seis meses en la


mina hasta la fecha de ingreso en la

carrera de periodismo en Portugal.

El comandante a cargo quiso


imponer su voluntad de inmediato

pretendiendo ocupar la casona.

—¡Quítale las manos de encima!

—dijo Samuel mientras apuntaba su

arma hacia el pecho del comandante.

—¡Sal de aquí!
Samuel sabía que lo necesitaba
vivo pero debía imponer su autoridad y,
por otra parte, le hervía la sangre.

Entonces, le apuntó al brazo y apretó el

gatillo. La bala apenas le rozó la

chaqueta; con eso bastó para detenerlo.

—A mí me respetas. Dije que la


dejaras y lo harás por las buenas o por
las malas… —y esta vez le puso el arma

en la cabeza.

Ese día Samuel decidió que Akina


y Marie vivirían en la casona con él.

Pensó en el futuro de aquellas dos

mujeres; cuando él regresase a Portugal


ellas quedarían sin su protección. Pensó
en que debía elaborar un plan para
sacarlas de allí cuanto antes.

Los días sucesivos a la gran

matanza fueron desgarradores para


Marie. Muchas familias habían sido

quemadas en sus casas, el hospital había


quedado en ruinas y la escuela había
sido bombardeada. Mujeres, bebés y

ancianos habían sido fusilados en plena

calle. Solo quedaban los niños y los


hombres que podían trabajar en la mina

y servir como soldados.

Cada mañana, durante los seis


meses siguientes, se levantó gracias al
hijo que crecía en su vientre. Iba a la
mina siempre acompañada de Samuel.

Los diamantes se seguían extrayendo y

guardando en la gran bóveda hasta la

llegada de Dmitriy. El ruso traería otro


cargamento de armas y se llevaría los
diamantes en parte de pago.

Aldao había sido contratado por

Philippe para acompañar a Marie en la

mina y su labor era fundamental. El día


que lo interceptó Dmitriy en la ciudad

de Luena fue el momento donde su vida

cayó en un abismo. No podía elegir, la


salida era una sola: traicionar a Marie y
a Philippe, dándole toda la información
que necesitaba, de lo contrario, lo

mataría. Después que Jonás le amputó

las manos con su machete se convirtió

en un zombi. No hablaba, no comía y


nunca más pudo mirar a Marie a los
ojos. Había traicionado a Philippe, a

Marie y al propio gobierno. Dmitriy le


había pagado bien por la información y

lo había amenazado de muerte si no

colaboraba. La deslealtad de Aldao


había sido una cuestión de

supervivencia. Y Marie lo intuyó. Él


tenía una familia en Europa y un futuro
por delante. En Francia era profesor en
la universidad pero la ambición pudo

más. La propuesta de Philippe fue tan

tentadora que cambió el aula por la

mina, los alumnos por los mineros y el


mísero sueldo por una suma
elevadísima. Aldao detestaba África

pero sabía que con un año en la mina


ganaría el dinero suficiente para vivir

toda una vida. Y en la soledad de su

recinto mientras contaba las pequeñas


piedras pensaba en sus hijos y en su

mujer. En lo que daría por estar junto a


ellos, en que había caído en su propia
trampa: era esclavo de su ambición.

El día que Marie cumplió años,

Samuel le pidió a Akina que preparase

una cena especial. Los tiempos no


estaban para festejar nada pero Samuel

se sentía eufórico junto a Marie. Había


preparado un plan y aquella noche se los
revelaría.

Marie llevaba nueves meses de

embarazo y, como su vientre era


pequeño, lo disimulaba vistiéndose con

túnicas oscuras. De todos modos, Jonás

no había regresado y eso la mantenía en


calma.

Había oído a Samuel comunicarse

por radio con un tal Dima que le decía

que lo vendría a buscar la semana

entrante. La noticia la descompensó y la


sensación de desasosiego le había

provocado algunas contracciones


fuertes.

Sin ánimos de festejar, se levantó

para conversar con Samuel sobre su

partida. Akina había preparado la mesa


con un mantel blanco. La cena sería

carne de cabra con tapioca, maíz y

mandioca.
—Esto es delicioso Akina. ¿Por
qué nunca me lo preparaste? —dijo
Marie.

—Porque Philippe detesta la

mandioca.

—¡Akina! No pronuncies ese


nombre.

Akina miró a Samuel con


complicidad.

—Quiero llevarlas lejos de aquí,


fuera del alcance de mi padre. He

hablado con tu padre, Akina —dijo

Samuel mientras Akina escuchaba

desconcertada.
—¿Cómo lograste llegar hasta
allí?

—Escuché a Joao hablar con mi

padre por radio ordenándole que atacara

a la tribu y que no dejase ni uno solo con


vida —bajó la vista—. Entonces fui a

advertirles y tu padre me dijo que se


irían al asentamiento donde está tu
esposo a las orillas del río Luonze. Le

dije que las llevaría hasta allí en unos

días.

—Gracias, señor —respondió

Akina agachando la cabeza.

Marie se sintió orgullosa. Ese


chico estaba demostrando lo que era: un
hombre sensible y razonable.

—Gracias, Samuel —dijo Marie

conteniendo las lágrimas.

—Tenemos un día entero de viaje


a paso firme pero Marie no resistirá el
viaje —advirtió Akina.

—Iremos en el Jeep. Mañana


mismo partiremos. Dentro de unos días

vendrá Dima a buscarme y dejará otro


camión con armas.

—¿Quién es Dima?

—Dmitriy Vasiliev, el hombre que


abastece de armas a mi padre…
—¿Y por qué te irás con él?

—Volaremos en su jet privado. Te

imaginarás que no puedo pasar por

ninguna frontera. Ni siquiera con

pasaporte falso. Las Fuerzas Armadas


de Angola me reconocerían de

inmediato.

—De acuerdo. No me interesa


conocerlo. Partiremos mañana mismo.

—El niño nacerá en una semana


con el cambio de luna. Será mejor estar

en la tribu para ese momento —agregó

Akina.

—Brindemos por eso —dijo


Samuel— y por que puedas regresar a tu
país.

—No es lo que quiero. Después

de lo que viví aquí no podría vivir en

otro lugar. No podría vivir sabiendo que


nada hice por ayudar a este país.

—Ya hiciste demasiado —dijo

Akina.

—Lo que hice fue usar las tierras

de ustedes y explotarlas para el


beneficio de…

—¡No es verdad! Tú transformaste

este lugar en una maravillosa aldea —

terció Akina.
—Y mi padre lo destruyó todo —
acotó Samuel avergonzado.

—No acepto el derramamiento de

sangre. Hay que encontrar la paz —

susurró Marie.

—Porque no entiendes los fines


patrióticos que perseguimos. Mi padre

repite siempre la misma frase: “Peores


fueron los males de la paz que los de la

lucha”.

—¿Fines patrióticos?

¿Saqueando, matando y convirtiendo a

los niños en soldados? La lucha no

significa muerte.
—En la tribu tenemos un ritual
para comenzar cada cambio de estación:
miramos hacia arriba y el universo nos

baña con su sabiduría. El hombre

civilizado transforma ese mensaje en

actos violentos y autodestructivos —


dijo Akina.

—Es verdad. Nos impusieron sus


propias leyes y las hicieron cumplir con

sangre. Nos quisieron enseñar a hablar,

a comportarnos y nos siguieron


despreciando, prohibiendo, castigando

—explicó Samuel mientras miraba a

Marie a los ojos.


—Hay que buscar la paz, Samuel.
Ese es el camino.

—Con la sumisión engendramos

una fuerza oculta que nos permitió

sublevarnos. Tal vez tú no lo puedas...

—Lo comprendo. Es solo que no


acepto el despotismo y la barbarie. Hay

que construir un nuevo modelo Samuel.


Tú eres el futuro. ¿Durante cuántas

décadas más se seguirán matando?

Akina sirvió el postre. La piña y

el maracuyá caramelizado era lo que

más le gustaba a Philippe. Marie miró el

plato con despreció y se lo dio a


Samuel.

Samuel se puso de pie y se acercó

a Marie. La tomó del brazo con

delicadeza y le pidió tomarse una foto

junto a ella. Después se quitó la medalla


de oro que colgaba en su cuello y se la

entregó en la mano. Marie dejó su palma


abierta, mirando desconcertada la
medalla que llevaba grabada las

iniciales S.S. Agitó la cabeza

confundida y Samuel le cerró el puño


con sus manos para que la aceptara. Por

primera vez rozó esas manos de seda

que contrastaban con su piel oscura y la


tuvo entre sus brazos. Marie sollozó
sobre el pecho de Samuel. Akina
disparó una sucesión de fotos

inmortalizando aquel instante.

Mientras la cena de cumpleaños se


celebraba, Philippe se ocupaba de sus

negocios. Había comprado una hermosa


casa para Valmont y una fábrica de
lapiceras de estilo. Lo había puesto a

trabajar de la noche a la mañana en la

administración que ya tenía su prestigio


pero que necesitaba expandirse. Buscó a

la candidata perfecta para los cargos de

secretaria y de futura esposa: era


francesa, profesora de esa lengua y
también de árabe.

Teniendo en cuenta la situación en

Luena, pensaba en la manera de sacar a

Marie de allí y de recuperar el


yacimiento. Confiando en que ella

permanecía con vida, decidió poner


punto final a la situación. No esperaría
la decisión del presidente. El pensar que

Marie estaba en manos de Jonás le

hervía la sangre. Cada noche soñaba con


ella y con el río. Con Jonás riéndose

mientras la aprisionaba entre sus brazos.

No saber de ella era una tortura y


necesitaba terminar con esa agonía. Por
eso había contratado a doscientos
mercenarios argelinos y a otros

doscientos congoleses. La misión

consistía en rescatar a Marie y matar a

Jonás y a su hijo Samuel.

Marie había entrado en trabajo de


parto desde la madrugada y por
cuestiones de seguridad Samuel la había

trasladado al edificio de la mina donde

estaba la sala de primeros auxilios,


equipada con oxigeno, una camilla y los

instrumentos básicos.

Akina recibió al niño y lo colocó


en los brazos de la madre; le pidió a
Marie que lo abrazara y lo sostuviese
con firmeza mientras ella cortaba el

cordón. Marie vio a Philippe en los ojos

de su bebé. Lo alimentó y le cantó en el

oído para silenciar los silbidos de las


balas y los estruendos de las granadas.
—Nunca hubiese creído que

nuestra historia terminaría así…


—¿Qué historia?

—La mía con Philippe. Nunca

esperé tener un hijo suyo y mucho menos


que seríamos atacados con sus propias

armas. Todos esos años me utilizó para


su provecho.
—Tranquila… Philippe te amó
desde el primer día. Una cosa no tiene

que ver con la otra. Se amaron pese a

todo.

—Me engañó; eso no es amor.


—Lo es. A ustedes los unió
Kaluga y aquí está la prueba de ello —

dijo alzando al bebé y poniéndolo a


disposición del universo mientras

entonaba la canción del ritual de

bienvenida, como lo había hecho con


cada uno de sus hijos.



11
Mar

Mediterraneo, zona sin

jurisdicción, 2004.


El crucero zarpó con los invitados
desde Mónaco y navegamos hasta llegar

a la misma zona sin jurisdicción donde


se movía Philippe con su yate. Una vez

allí, Philippe hizo el trasbordo y subió

al crucero.
En el camarote me puse el vestido

de raso italiano color marfil. Estaba


bordado con algunas piedras pequeñas a
la altura del pecho y tenía un gran escote
en la espalda.

—¡Recógete el cabello! Quiero

que luzcas tu espalda.

Sobre la cama había una


gargantilla con brillantes que me
maravilló por su belleza y originalidad.

Del broche colgaba una larga cadena de


oro blanco con engarces de diamantes

amarillos que llegaban hasta el final de

mi espalda.
El resto de las mujeres también

lucían costosas joyas y elegantes


vestidos de noche. Los hombres vestían
esmoquin, en su mayoría, exceptuando
los africanos que asistieron con sus

vestimentas típicas.

Cuando salí del camarote, me

brotó una terrible angustia; iba a


contraer matrimonio y mis padres no
estaban allí. Me detuve en el pasillo y

por una fracción de segundos tuve el


impulso de huir; quería correr y tirarme

al mar. ¿Qué estaba por hacer? Estaba

por firmar mi propia condena. Entré en


pánico; no podía seguir adelante. Estuve

a punto de perder el conocimiento


cuando el rostro del árabe se dibujó en
mi mente y me hizo reaccionar a tiempo.
Como un balde de agua fría, el recuerdo

de ese despreciable hombre me hizo

volver a mi centro. Si no cumplía con

Philippe, quedaría en manos del árabe.


Nadiv me tomó de la mano y dijo:
—Puedes hacerlo…

Su voz sonó gruesa como un eco


en mis oídos.

Ingresé al salón con la marcha

nupcial retumbando en mis oídos. Los


invitados me examinaban de pies a

cabeza, al mismo tiempo que abrían


paso para dejarme llegar al altar.
Busqué a Philippe con la mirada para
nadar en sus ojos y olvidar lo que estaba

por hacer. Lo vi erguido frente al altar

en su frac negro con una expresión de

triunfo en el rostro.
Extendió su brazo y me alcanzó
la mano, nos miramos a los ojos. La

jueza habló brevemente:


—Layala Nacira Handal, ¿aceptas

por esposo a Philippe Leduc?

No sabía que me cambiarían de


identidad. Eso era un punto a mi favor

ya que tenía la esperanza de salir, en


algún momento, de esa vida. Firmamos
el acta y Philippe me obsequió otro
importante anillo de oro. Me rodeó la

cintura con sus fuertes brazos y me besó.

Una ola de bramidos y aplausos

colmaron el salón.
Una a una recorrimos las mesas de
los invitados. Cada presentación era

verdaderamente reveladora para mí. El


exministro de Defensa y el ministro del

Interior de Francia. El presidente de

Angola, el ministro de Minería de


Angola y sus secretarios, el ministro de

Minería de la República de Ghana y su


familia, el hijo del ex presidente
francés, el presidente del grupo Leglobe,
inversor en medios de comunicación. Su

abogado Francis Dubois. El presidente

de la petrolera Alf en Francia.

Philippe era más poderoso de lo


que imaginaba. Hasta ese momento creí
que era un hombre involucrado en

asuntos ilegales. Sin embargo, algo


nuevo se develaba para mí. Se trataba

de gente muy importante que ocupaba

cargos públicos. Personas que trataban a


Philippe con sumo respeto.

Nos sentamos junto a su hermano


Valmont, su esposa y sus dos hijas
recién llegadas de Marruecos. También
contamos con la agradable compañía de

Piero. En mi boda, de los cien invitados,

solo conocía a dos.

La comida llegaba a las mesas en


abundantes cantidades, al igual que el
alcohol. Philippe erguido como un

soldado gesticulaba e impartía órdenes a


los mozos y hablaba con los invitados

paseándose por el salón. Lo observé con

detenimiento: sí, se trataba del mismo


hombre que había conocido antes del

accidente, aunque ahora sus ojos


brillaban con una intensidad
deslumbrante. Ese hombre poseía todo
en la vida y ahora me tenía a mí también.

Necesitaba un minuto de soledad;

me parecía que el corazón me estallaría

de la tensión que me provocaba ese mal


sueño. Me dirigí al toilette del salón con
Nadiv pegada a mis espaldas. Quiso

entrar conmigo y la detuve en la puerta;


necesitaba un poco de privacidad. Antes

de entrar, repasó el lugar y vio a la

joven del servicio de limpieza. Cuando


entré, cerré la puerta y caminé hacia el

espejo. Miré mi rostro, mi cuerpo dentro


de ese lujoso vestido de novia y las
joyas que colgaban en mi cuello y en mis
manos: ¿dónde estaba María? La imagen

que reflejaba el espejo nada tenía que

ver con ella. Aquella era otra mujer. Tal

vez debía aceptarlo: a partir de aquel


día me había transformado en Layala, la
esposa de Philippe Leduc.

Una lágrima cayó sobre mi


mejilla. Enseguida me limpié y respiré

profundo para evitar el llanto. Me

acomodé el peinado y en ese momento la


luz de un flash me sacó del trance; la

mujer de color que cuidaba los baños


me había sacado una foto. En el
momento en que me di vuelta para
abordarla, me sacó unas cuantas más y,

con los disparos del flash que me

enceguecían, no alcancé a detenerla.

Abrió la puerta y salió corriendo. Nadiv


avisó a los agentes de seguridad y la
buscaron durante más de una hora.

Nunca lograron encontrarla.


Las primeras notas del vals

vibraron en mi pecho; tenía que bailar

frente a toda esa gente. Philippe me


tomó del brazo y me condujo hasta la

pista de baile. El contacto físico con él,


detenía el tiempo para mí y me elevaba
por sobre la faz de la tierra. Solo sentía
su perfume y su aliento en mi cara. No

habíamos cruzado palabra desde el día

anterior y eso me cautivaba.

—Deseé tenerte en mis brazos


desde el primer día —me susurró al
oído.

Uno de los hombres de color, en


aquel momento no supe distinguir si se

trataba del presidente de Ghana o el de

Angola, interrumpió nuestra


conversación y con una reverencia me

invitó a bailar. Su rostro poseía


facciones agradables; sin embargo, sus
ojos parecían un túnel tenebroso. Me
habló en su dialecto y luego me dijo:

—Eso quiere decir: “Mi pueblo la

va a adorar”. Angola es su hogar

también.
Escuché esas palabras y luego
sentí un mareo. Me desplomé en los

brazos del presidente africano que me


hacía girar al ritmo de la

música.

12

Angola, 1989.

Samuel pidió a sus ancestros que

le diesen la lucidez y el coraje necesario

para sacar de allí a las dos mujeres y al

bebé. Los estruendos de las granadas


eran insoportables para Marie y su niño.
Mientras Akina se enjuagaba las
manos en un recipiente de agua, Samuel
cargó a Marie en los brazos como si de

una pluma se tratase y la subió en el

Jeep. Joao y el ejército habían tomado

posición río abajo por lo que fue mucho


más fácil para él sacar a las mujeres de
allí.

El camino hacia el asentamiento

ganguela se volvía angosto y sinuoso.

Sin embargo, el paisaje que se abría en


el horizonte era de una belleza sublime:

la tierra, naranja como el ocaso,

contrastaba con el escaso verde de la


vegetación que se presentaba de tanto en
tanto. Marie quedó obnubilada con la
belleza de ese lugar. Miró a su hijo,

miró a Samuel, le sonrió y colocó la

mano sobre la de él. Con voz suave le

dijo:

—Se llamará Samuel…

Él sintió una especie de


efervescencia en su cuerpo. Pensó en lo

bien que se sentía ayudar a la gente. Y,

sobre todo, en no sembrar el odio entre


las razas. Marie había cambiado su vida

burguesa por una casona perdida en la

selva, invirtiendo todo su dinero para


darles mejor calidad de vida a los
hermanos negros. Ella merecía ser
recompensada. Samuel pensó durante

todo el trayecto en la manera de sacarla

del país, en lo que le explicaría a su

padre cuando lo enfrentase. ¿Qué le


diría? Que esa mujer merecía seguir con
vida. Que había aprendido que

sembrando el miedo lo único que se


consigue es la fatalidad.

Luego de cuatro horas de viaje el


paisaje cambió por completo: en el

horizonte se veía una línea espesa de

vegetación que partía el paisaje rojizo


en dos paños. Así lo veía Marie, como
una pintura superpuesta casi
monocromática interrumpida ahora por

esa banda verde que era la selva.

De manera paulatina dejaron atrás


el desierto rojo y se internaron en la

selva hasta que el camino se cerró por


completo. Samuel detuvo el Jeep, tomó
al bebé en sus brazos y se aseguró de

que Marie estuviese en condiciones de

seguir adelante. Akina los guió por un


pequeño sendero.

—Debemos darnos prisa.

Necesitamos llegar antes del atardecer.


Marie se sentía exhausta pero el
instinto de supervivencia la mantenía en
pie; alejarse de aquella casona era un

alivio y la mejor manera de dar vuelta la

página en su historia.

Siguieron avanzando bajo las

miradas curiosas de los chimpancés. La


temperatura allí adentro había
descendido varios grados y los rayos de

sol se filtraban generando un juego de

luces asombroso. Akina le dio una manta


a Samuel para cubrir al niño. En ese

momento se detuvieron y Marie lo

amamantó. Samuel la contempló sentada


en la raíz de un árbol bajo los rayos de
luz que le hacían brillar el cabello
rubio. Nunca antes había visto una

criatura tan bella, pensó. En Portugal

había conocido mujeres blancas y

bonitas pero ella era diferente: la luz


que irradiaba provenía de su interior.
Eso pensó mientras intentaba grabar

aquel momento en su retina.

Después de caminar durante una

hora, la selva dio lugar a un claro desde


donde se podía escuchar un coro humano

acompañado de tambores. El olor

silvestre se entremezcló con el del humo


de una gran fogata. Marie sintió una
felicidad inmensa al saber que estaban
ingresando al campamento. Allí su vida

y la de su hijo no correrían peligro

alguno y todo volvería a cobrar sentido

para ella.

De pronto sus ojos se iluminaron


y una sonrisa le conquistó el rostro: el
asentamiento era más grande de lo que

había imaginado y los nativos eran

personas curiosamente altas, delgadas y


simpáticas. El jefe de la tribu hizo

silenciar los tambores con un gesto

marcial aproximándose a los visitantes.


Miró con fijeza a la mujer blanca,
observó al pequeño sin hacer una sola
mueca y levantó su lanza en el aire

mientras repetía una frase corta que los

demás repitieron eufóricos.

—Ella renació y trajo a su hijo

para nosotros —tradujo Akina—.


Recuerda que para ellos tú eres la
reencarnación de un espíritu que vino a

transformar nuestras vidas.

—¿Transformar? Lo único que


hice fue atraer las ansias de poder de

Jonás y acrecentar la riqueza de un

mercenario inescrupuloso como


Philippe.

Los hombres se habían pintado

rayas blancas y rojas en todo el cuerpo.

Y las mujeres círculos blancos. La

mayoría de ellas llevaba el torso tapado


con unas bandas entrelazadas de tela.

Eran altas, delgadas, de cuello largo y


porte elegante. La belleza de los rasgos
se destacaba por llevar el cráneo

rapado. Marie supo, después, que

estaban cumpliendo con la tradición


ancestral: cada vez que un jefe de tribu

moría, todos debían raparse, quemar el

cabello y esperar el nacimiento de un


nuevo ciclo.

Las casas eran de barro y techo de

paja, dispuestas de manera circular. La

vivienda que levantaron para Marie y su

bebé era más baja que las del resto pero


tenía una ventana y una puerta hecha de

corteza de árbol.

Akina festejó junto a los suyos:


bebió una posición de raíces de miombo

y bailó alrededor del fuego con sus tres

hijos y su esposo.

Samuel entró a la casa con Marie.

Dejó al bebé en una cama construida con

troncos y cuero de cebra. Lo miró por


última vez con cierta ternura y dijo:

—Nos volveremos a ver.

A Marie le brotó un llanto desde

lo más profundo de su corazón.

—Prométeme que nos volveremos

a ver —dijo Samuel mirándola con


fijeza.

—Claro que sí. Te estaré

esperando —respondió sollozando y se

lanzó a su pecho desconsolada.

Él la contuvo entre sus brazos.

Olfateó su perfume y sintió la suavidad

de su cabello en el rostro. Deseó


besarla, quiso confesarle sus
sentimientos antes del adiós pero ella,
aun aferrada entre sus brazos, lo besó en
los labios con delicadeza y le dijo:

—Te debo la vida y la de mi hijo.

—No me debes nada —le susurró


mientras tomó el delicado rostro que
contrastaba como un diamante entre sus

enormes manos—. Volveré por ti.

—Aquí moriré —se contuvo para

no llorar más. Samuel le besó las manos


y, después, la observó por última vez.

Marie lo vio alejarse y pensó en

que la vida lo volvería un hombre justo

y valiente. Capaz de luchar por sus


ideales sin armas. Después se desplomó
en la cama; se sentía exhausta pero
tranquila de estar en aquel lugar

protegida por toda una tribu. Aquella fue

la primera noche que pasó con su hijo:

lo alimentó y lo dejó dormir sobre su


pecho. Nada de lo que había sentido en
su vida se parecía a aquella emoción,

tan mágica.

A la medianoche, después de que

los tambores se silenciaran y de que la


fogata se apagara, ella se despertó con

los ruidos de la noche. La selva, mansa

y silenciosa de día, se volvía ruidosa y


temible de noche: los animales más
fuertes salían en busca de alimento y los
más débiles corrían para sobrevivir. Así

se sentía Marie: un animal indefenso con

su cría a cuestas que había escapado de

la ferocidad de un salvaje.

Pensó en Philippe y sintió que a


pesar de todo lo seguía amando. Y en
aquel momento soñó con un rencuentro.

En ese mismo momento los

mercenarios contratados por Leduc


seguían el rastro de Marie. Eran

sanguinarios pero Philippe les había

ordenado no matar a los indígenas.


Entonces, cuando supieron que Marie se
encontraba en la tribu Ganguela,
permanecieron casi tres días escondidos

al otro lado del río. Desde allí,

estudiaron los movimientos de Marie y

supieron que una hora antes del ocaso


ella salía del asentamiento y caminaba a
lo largo del río. Al cuarto día, uno de

los soldados se acercó con sigilo y le


tapó la boca. Le explicó que era una

misión de rescate y que Philippe lo

había enviado.

—No me iré de aquí. Dígale a

Philippe que si quiere verme venga él.


Estoy a salvo en este lugar y es aquí
donde deseo quedarme.

Dos días después Philippe llegó en

helicóptero hasta el asentamiento, los

mercenarios que había contratado


prepararon su llegada. Cuando estaba

por aterrizar, vio a Marie agitando su


brazo y pensó en lo radiante y hermosa
que era. En el instante en que Marie

logró divisarlo a través del vidrio del

helicóptero sintió que su cuerpo


estallaría de alegría: que él estuviese

allí era la prueba de que la amaba. Se

imaginó mostrándole a su hijo como


queriendo adelantar el tiempo. En esa
fracción de segundos sintió que la
espalda le ardía y su cuerpo se sacudía

en contra de su voluntad. Ni el impacto

que recibía de las balas en su cuerpo ni

el ruido ensordecedor la detuvo, siguió


corriendo hacia el helicóptero hasta que
cayó bocabajo frente a los ojos de

Philippe.

El ejército de la UNITA que se había

camuflado en la selva abrió fuego contra


los mercenarios. Philippe levantó vuelo

y, con la imagen de Marie acribillada,

abandonó el lugar. Después de esa


escena, nada volvería a ser como antes,
supo que ese día una parte de él había
muerto allí.

Horas más tarde, los mercenarios

recibieron el apoyo de los militares del


ejército nacional y vencieron a la

UNITA. Pero Jonás huyó hasta llegar a


Zambia.

El asentamiento Ganguela no fue

atacado. Días después de la muerte de

Marie, quemaron su cuerpo entre cantos,


bailes y ofrendas para que Kaluga la

recibiera en cielo. A las cenizas la

tiraron en el río.

13

Francia, 1990.

Philippe se sintió responsable por la

muerte de Marie. En lo único que


pensaba era en la venganza y para ello

necesitaba mucho más poder. Analizó la

situación política mundial: Irak había


invadía a Kwait. Irak era una potencia

militar y que se posicionaba entre los


cuatro países con mayor cantidad de
material bélico. Las Naciones Unidas
ordenaron a Saddam Hussein que

retirase las tropas de Kwait aún

sabiendo que obtendría una negativa.

Estados Unidos, Inglaterra y treinta y


dos países formaron una coalición —
incluida Francia— para enfrentar la gran

potencia árabe que era Irak. La guerra


del Golfo Pérsico provocó un alza en la

venta de armamento y Philippe abasteció

a gran parte de los países que formaban


la Coalición.

Llegó un punto en el que Philippe


debió organizar su fortuna y recurrir a un
experto en finanzas. En una de las cuatro
compañías más grandes del mundo

trabajaba el hijo del mejor amigo de su

padre: Francis Dubois. Habían

compartido más de diez fiestas


navideñas juntos. Nunca llegaron a
hacerse amigos. Sin embargo, se

respetaban y se consideraban como de la


familia. La última vez que había visto a

Francis había sido aquel triste día de

otoño en el funeral de su padre. Se


dieron un largo abrazo y después,

temiendo que con esa muerte el vínculo


se perdiese, Francis le dejó su tarjeta
personal con la dirección de la
compañía.

Concretó una cita con Francis en

Bâle donde se había instalado una sede


de la empresa. No se sentía con ánimos

para hablar de su vida con alguien que


hacía muchos años no veía y, mucho
menos, con Francis que conocía a sus

hermanos y había formado parte de su

infancia. Después de ver a Marie


acribillada, un dolor en el pecho le

impedía hablar sobre su pasado; en lo

único que podía pensar ahora era en la


venganza y para ello era necesario
proteger sus bienes.

Francis necesitaba que Philippe le

contara todo sobre su vida, sobre el

origen de su dinero y sobre sus


proyectos. De lo contrario no podría

ayudarlo. El requisito fundamental era la


confianza, de ambos lados: Philippe le
otorgaba el poder necesario a Francis

para actuar en su nombre invirtiendo su

dinero, creando sociedades fantasmas,


cuentas offshort y sociedades de fomento

y Francis, como abogado asesor, le

aseguraría discreción y fidelidad. Sobre


todo, después de comprobar que su
amigo de la infancia era un hombre
peligroso y con mucho poder. Philippe

le contó su vida desde el comienzo.

—Intento no olvidarme de nada,


pero a esta altura es difícil… Ya no sé

que hacer con el dinero.

—Por lo general, se recurre, en


primera instancia, a los familiares.

—Nunca le di dinero a mis


hermanos. Bueno, a Valmont le paso

dinero pero no es un monto significativo.

No quiero mezclar a mis hermanos en

mis negocios.
—¿Entonces? ¿Dónde guardas tu
dinero?

—Tengo una persona en la que

opté por confiar. Es un hombre que

conocí hace poco tiempo pero que me


inspira confianza. Su nombre es Piero y

trabaja en la empresa de logística que


contrató el ministerio de Defensa.

—Los paraísos fiscales son mucho

más seguros. Lo más conveniente es que

saques el dinero fuera del país y


enmascararlo. En este momento estoy

operando con agentes residentes en

Panamá, en Belice y las Islas Caimán.


Una vez que evalúe tu capital y que
estudie las opciones, te pasaré las
propuestas.

—Hay un tema que debo aclararte

desde el comienzo: si me matan, mi


fortuna será donada, por supuesto de

manera anónima. Confío en que harás lo


mejor.

14

Mar mediterráneo, 2004.

Mi nueva vida comenzó en alta

mar. La primera lección había sido


prevista para el lunes después de la

boda. Deseaba descansar unos días con


el fin de no hacer consciente mi absurda
realidad. Sin embargo, para Philippe el
tiempo corría en su contra.

Nos encontramos en la sala de

reuniones que disponía el lujoso barco.

Lo esperé allí durantes unos minutos.


Sobre la mesa había una variada
selección de armas y de otros aparatos

electrónicos. En una pared se


encontraba un planisferio marcado con

pinches rojos y azules.

Philippe irrumpió en la sala y se


sentó enfrente de mí. Su voz firme y su

mirada fría marcaban un límite.


Comprendí en aquel momento que ese no
era el mismo hombre que me había
seducido. Le sonreí.

—Olvídate de nuestro vínculo.

Aquí y durante las horas de

entrenamiento soy tu instructor. Debes


ser fría. Creo que es lo único que te falta
para ser la discípula perfecta.

Posees un alto nivel de percepción, lo


que te ayudará a tomar las decisiones

correctas.

Tu capacidad analítica y tu capacidad


intelectual te permitirán reconocer al

adversario y mantenerlo en una relación


de respeto. El adversario no debe
transformarse en tu enemigo nunca.
Siempre hay una forma de negociar o de

llegar a un acuerdo. Jamás debes

subestimar el poder del otro. Es muy

importante que mantengas la


confidencialidad y la lealtad de aquellos
que persiguen tus mismos intereses. Sé

que tienes buen juicio y fuerza de


carácter. Nunca pierdas eso. Debes

hacer uso de tu buena oratoria para

generar confianza en los momentos


indicados. Debes ser capaz de trabajar

bajo presión emocional; para eso:


piensa antes de actuar, mantén la calma y
toma una decisión a la vez. Nunca
pierdas tu frialdad.

—Comenzaste diciendo que lo

único que me falta para ser la discípula

perfecta es aprender a ser fría. ¿Cómo


se trabaja eso?
—Bien, debes desdoblarte. Cómo

una máquina configurada para lograr un


fin predeterminado tienes que

focalizarte. Es un entrenamiento que se

realiza sometiendo a la persona a


situaciones de dolor físico.

—¿Dolor físico? Tortura.


—Exacto. Pero puedes llegar al
mismo nivel sin pasar por eso. Tu
conocimiento sobre la psique humana te

ayudará a sobrepasar esa barrera.

Vuelve a los orígenes, piensa que eres

una fiera que lucha por sobrevivir, saca


tu instinto animal. Usa tus técnicas de
meditación.

—¿Cómo sabes tanto sobre mí?


—Sé de lo que eres capaz. El

orden jerárquico es un criterio que

debes tener siempre presente. Tú eres


superior al resto y los demás son

subordinados.
—¿Quiénes son concretamente mis
subordinados?
— Los eslabones que te permiten

conectarte con el fin de tu misión. Y

cuando digo eslabones debes pensar

inmediatamente en los infiltrados. Gente


de los servicios de inteligencia
extranjeros. Pero tú eres capaz de

detectarlos —dijo y se incorporó—.


Debes comenzar esta tarde con tus

clases de ruso y portugués. Es

fundamental que hables esos dos


idiomas.

—Eso no me preocupa tanto como


esto que veo aquí —dije mirando las
armas sobre la mesa.
—Es sólo mercancía que debes

vender a los países en conflicto o a

aquellos que se abastecen para prestar

ayuda a los que están en guerra. No


pienses; sólo actúa.
—Intento seguirte pero tengo

muchas preguntas para hacerte.


—Solo escucha. Ahora eres

oyente… —apoyó las manos sobre la

mesa y se inclinó para mirarme con


fijeza.

Me mostró y explicó con detalle


los diferentes tipos de armas que
comercializaba. Y luego una enorme
pantalla que salió desde el techo

reprodujo imágenes de submarinos

clásicos y a propulsión, barcos

lanzamisiles, misiles, helicópteros,


fragatas, tanques, corbetas, helicópteros
y aviones de combates. Todo fabricado

por las diferentes industrias de


armamento francés.

—Luego de que estudies esto, te

pasaré la lista de precios que debes


actualizar. Nuestra comisión es del

cinco por ciento. Hasta allí estamos en


regla. Luego, sobre la mercadería no
declarada se cobra el veinticinco por
ciento al comprador.

—Ejemplo…

— Kuwait pidió un submarino a

propulsión clásica y uno a propulsión


nuclear por un valor de 650 millones de
dólares el clásico y en 800 el nuclear.

La transacción real se cerró en 1.800


millones. Cobras el cinco por ciento

correspondiente a tu comisión sobre los

millones declarados con una transacción


bancaria. En efectivo cobrarás el

veinticinco por ciento de los 350


millones no declarados —con eso tienes
para repartir a los eslabones— y el
resto va a las sociedades de fomento

destinadas a financiar las campañas

políticas francesas. En los certificados

de uso final siempre figura una parte de


lo que se exporta.
—¿Certificado de uso final?

—Es obligatorio para poder sacar


la mercancía, ahí se declara lo vendido.

Hay un límite; de todas maneras el

ministerio de Seguridad siempre


coopera en estas cuestiones y no

pregunta demasiado. Aunque hay que ir


con cuidado porque cuando de material
bélico se trata siempre están los
organismos internacionales que velan

por la paz mundial.

—¿Cuánto retiene el gobierno?

—En una operación como esa, el


veinticinco por ciento; el resto es de las
fábricas.

—¿Qué haces con tu dinero? —


pregunté al tiempo que intentaba

dimensionar lo que decía.

—Lo vuelco en una planta de


investigación en armas nucleares.

Recientemente invertí en una plataforma


de extracción de petróleo submarina.
Mis investigadores descubrieron un
yacimiento en el límite marítimo entre

Costa de Marfil y Ghana —dijo mientras

señalaba en el mapa los países

africanos.
—¿Planta de investigación para
armas nucleares?

—Por el momento es todo lo que


puedes saber del tema.

—¿Cuál es tu relación con

Angola?
—Esa es una lección aparte. Allí

el presidente me concedió la
explotación de una mina de diamantes a
cambio de abastecerlo de armamento sin
restricciones; también tengo acciones en

la petrolera Alf que explota los

yacimientos marítimos.

—¿Y cómo se logra abastecer sin


restricciones de armas a un país?
—Se hace una venta legítima y

luego se triangula el resto con otros


países. Durante muchos años mandamos

mercancía vía gobierno cubano. Las

primeras tropas cubanas desembarcaron


en Angola en el 74 hasta el año 91.

Después continuamos con el


abastecimiento directo. El año en que
tuve el accidente se hizo la última venta.
—Es allí donde entramos en el

tráfico ilícito…

—Otros países están atentos a los

conflictos para meter sus soldados en


estas guerrillas a cambio de un negocio
millonario. De todos modos debes saber

que no estás sola en esto. Soy el lobbista


más conocido de Europa. Los diferentes

gobiernos siempre han pedido por mí;

soy la cara visible de toda una red de


inteligencia nacida para perpetuarse en

el poder.
—Concretamente Philippe ¿Qué
debo hacer en tu ausencia?
—Estar atenta a los focos de

conflicto para ofrecer nuestro

armamento. Abastecer a los grupos que

confían en nuestra mercancía.


—¿Nuestra mercancía? No me
queda claro.

—De las fábricas y astilleros


franceses. Los gerentes estarán

informados de tu existencia. Tanto para

el gobierno como para las fábricas serás


un perla preciosa. Sin mis contactos y

mi poder, ellos perderían millones.


Siempre debes estar en el ojo de la
tormenta; allí encontrarás a tus
compradores —dijo y tiró sobre la mesa

una carpeta—. Estudia bien esto.

—¿Tenemos competencia?

—Norteamérica y Rusia. Estados


Unidos abastecen a sus propias tropas, a
medio oriente, a Sudáfrica y América

latina. Los rusos a oriente y a Europa


del este.

—Francia al continente africano.

—Sí, pero también a la India y a


los bandos opuestos a los que abastece

la competencia.
—Creo que esto es demasiado
para mí… —dije cubriéndome el rostro
con las manos.

—Nada es demasiado para ti —

respondió con voz firme.

—¡Mírame! Soy una mujer muy


joven para estar envuelta en esto.
—Tu edad no interesa, lo que nos

importa es tu capacidad. Sé que a la


hora de conquistar tus objetivos no

tienes límites.

—¿Por qué dices eso? Claro que


los tengo pero mis objetivos nunca

fueron tan importantes.


—Te elegí por tu determinación y
por tu fuerza de voluntad —dijo
aproximándose.

—No deseo esta vida para mí.

Siempre luché por causas justas, lo que

me estás pidiendo va en contra de mis


principios. No pertenezco a este mundo.
Me miró con fijeza, sus ojos

parecían dos reflectores iluminando a su


presa. Se aproximó, me rodeó el cuello

suavemente con sus manos pero rechacé

instintivamente su contacto y me
incorporé de un salto.

—Acabas de decir que haga de


cuenta que nuestro vínculo no existe. No
desvíes la conversación y bien sabes
que tus adulaciones me molestan —grité.

—Tú preguntas y yo respondo —

dijo y me rozó la mejilla con su mano.

— Podemos vivir una vida mejor


juntos. Estuviste al borde de la muerte…
—No sé vivir de otro modo. Creo

que sufriría los síntomas de una


abstinencia si dejase mi lugar. La

adrenalina que te genera el poder y el

dinero no se puede reemplazar con nada;


es una adicción que se te adhiere al

cuerpo. Ya lo veras Layala…


—No quiero hacer esto Philippe.
— Tú me quieres y te has pegado
a mí desde aquella noche en que nos

conocimos. Es por eso que harás todo lo

que te diga.

—Terminemos con esto —volví a


mi silla y tomé un pequeño círculo de
goma que medía apenas unos milímetros.

—Eso es un micrófono que puedes


pegar en cualquier parte de tu cuerpo o

en cualquier lugar que necesites. Esta es

una lapicera con el mismo sistema pero


además es un arma calibre veintidós;

posee solo una bala que se activa con


esto que sería el gatillo.
—¿Tú crees que podría
necesitarla?¿Quién querría matarte?

—Te pasaré una lista…

—¿Es una broma? —tomé una

especie de caja negra.

—Estos son sistemas de


espionajes de baja frecuencia adaptados

para no ser captados por los sistemas de

contraespionaje. Este, por ejemplo,


es un detector portátil de alta

sensibilidad: indica inmediatamente la

presencia de cámaras y micrófonos


espías; funcionan en un amplio rango de
frecuencia lo que asegura un barrido

completo de cualquier instalación.

—¿Qué pasó con María, la

intérprete?

—Desapareció, creo que en estos


momentos la buscan en un lago de las

sierras de Córdoba… —rió mirando el


planisferio—. Por cierto, tu nuevo
documento. Eres nacida en Dubai,

Layala, nunca lo olvides. ¡Ah! Cuando

nos instalemos en Mónaco, comienzas

tus clases de árabe. Tienes que quitarte


ese acento latino e intentar hablar el

francés como lo hacen los árabes. Ya


aprenderás de Hala —dijo aspirando la

hache.

—¿Otra rubia impactante?

—No, es morocha y es la

cocinera. Ella te enseñará todo lo que


debes saber sobre esa cultura.

Una llamada telefónica nos

interrumpió. Philippe salió caminando


hacia el salón con el celular en su mano.

Era preciso desconectar mi mente

de mi corazón. Debía arrancar mis

raíces de la senda del bien y dejarlas

que muriesen por completo. Pensé por


última vez en mis padres, dediqué un
pensamiento fugaz a mis hermanos y
cerré los ojos apretando con fuerza mis

párpados. Nunca más los volvería a

recordar…

15

Maraquesh, 1994.

En medio de tanto dolor, el

casamiento de Valmont significó un


alivio para Philippe. Esperaba que su

hermano formara una familia y se alejara

definitivamente de las drogas.

Viajó a Marrakech junto a Piero;

le pareció oportuno presentarle a su


familia. Había confiado en él en el

momento justo. Desde el día en que vio


a Marie acribillada se dedicó a

emborracharse todas las noches pero en

compañía de Piero debía mantener la

compostura y eso lo fortalecía.

La mansión que había comprado


para Valmont se encontraba en el barrio

de Palmeraie. Una zona de palmeras que

los millonarios marroquíes y extranjeros


habían delimitado como barrio

exclusivo, caracterizado por mansiones

y hoteles de lujo con sus altas murallas,


lo que brindaba la privacidad que los
magnates necesitaban.

En el exuberante jardín de la casa,


se llevó a cabo la boda con los padres y

hermanos de la novia, algunos amigos,

Paul con su señora, Piero y Philippe.

La casa de estilo marroquí clásico

con sus muros rojizos, sus techos altos y


patios internos al estilo Riads, cautivó a
Paul. Sabía que esa casa era de Philippe

y había sido el comienzo de una nueva

vida para Valmont; sabía también que la

propiedad era costosísima y que


Philippe se la había regalado a su

hermano, a su hermano favorito, a


Valmont y no a él. Nunca le había

obsequiado nada, ni de pobres ni de


ricos. En cambio con Valmont había

gastado todos sus ahorros para

obsequiarle su primer barrilete, la

colección de historietas, la patineta….

La novia llevaba un vestido muy


sencillo: liviano, suelto y con unos

breteles finos. Se había recogido el pelo

y lo había adornado con flores naturales.


Philippe sintió una punzada en el pecho

al verla: con la luz del sol sobre ella

parecía ver a Marie en su túnica blanca.


En un rapto de nostalgia, recordó que
hubiese querido pedirle que se casara

con él y verle la expresión de felicidad


en el rostro. Philippe sabía que Marie lo

había amado y que, a pesar de sus

convicciones sobre el matrimonio,

hubiese aceptado casarse con él. Se


habían amado, habían soñado una vida
juntos y ahora, por su culpa, ella estaba

muerta. Nunca podría arrancar el dolor


de no tenerla y, sobre todo, la angustia

de saber que él fue el responsable de su

muerte.

No pudo contener su ira contra sí


mismo: era un dolor tan profundo que
parecía desintegrarlo. Debía salir de ese

lugar. Con el pecho oprimido retrocedió


hasta que llegó a las verjas de la

entrada. Necesitaba emborracharse, de

ella, de su olor, de su piel y lo único que

le había quedado eran los recuerdos.


Volvió a la casa, entró a la cocina y
buscó una botella de vodka. Allí se topó

con Paul.

—Hermano, te debo una disculpa


—le dijo Paul y lo abrazó.

—No me lo recuerdes.

—Me siento terrible y me merecía

ese golpe.
—Tenías razón en algo: Marie
murió pero frente a mis ojos —tomó un
trago de la botella.

—Lo siento —le palmeó la

espalda—. Pero tú sabes que son


salvajes y que esa mujer no sobreviviría

allí.

—Fue mi culpa. Le di trabajo, la


ilusioné y después la abandoné. Fue mi

culpa.

—Sí, pero de todos modos ella


había elegido quedarse allí ¿O no?

—Sí, ella es, era muy especial —

agitó la cabeza.
—Hermano querido, tú debes
reponerte. Ahora eres un hombre muy
importante y en parte me lo debes a mí.

— ¿Qué necesitas?

—Enmascarar veinte millones de


euros —dijo en voz baja mientras le

quitaba la botella de las manos.

— El señor correcto fue vencido


por la ambición. Eso es mucho dinero.

¿Dónde te metiste?

—No puedo decírtelo —empinó

la botella.

—¿Entonces para qué vienes a

pedirme ayuda?
—Porque me la debes.

—¿De dónde viene ese dinero?

—Es una comisión.

—¿Comisión? ¿Renunciaste a los


servicios secretos?

—Es el pago por una información


—le dijo casi susurrando mientras lo

conducía hacia la entrada.

—¿A quién traicionaste?

—A nadie; solo fui el

intermediario. ALF quería aprovechar la

caída del muro y creyó que era el


momento indicado para comprar una
refinería en Alemania del este.

—Te recuerdo que es una empresa


pública y que lo que estás recibiendo no

es legal. Terminarás preso y a la mierda

con todo lo que has logrado en tu


carrera.

— ¿Desde cuándo te preocupas


por la legalidad de las cosas? Hay gente
mucho más importante que yo

involucrada; nadie va a caer en la cárcel

por esto.

—Está bien. Debes ir a ver a

Francis Dubois a Bâle.

—Hagamos algo juntos.


—No hay nada para hacer. A esa
plata hay que dejarla dormir en los
paraísos fiscales y punto.

—Quiero entrar en el proyecto de

la armas de destrucción masiva.

—¿Ya tienes información sobre

eso?

—Claro, es mi trabajo. Ahí quiero


invertir.

—No lo creo, no por el momento.

Habla con Francis, que encuentre la

manera de blanquear ese dinero y


después hablamos.

—¿Confías en ese tipo que trajiste


y no confías en tu propio hermano?

—Tú tienes una familia que


proteger. Y sí confío en él, en principio.

Piero es un buen hombre, ven que te lo

presento.

Philippe sonaba resuelto. Paul

miró a su hermano y sintió rabia: lo vio


tan cambiado, su entereza y su
capacidad le irritaba.

16

Un lugar escondido en Medio

Oriente, 2001

Philippe estaba involucrado en el

desarrollo de un experimento mucho más

poderoso cuya particularidad era no

dejar pruebas en terreno enemigo: se


trataba de un láser de largo alcance

capaz de provocar movimientos en las


capas de la tierra a diferentes escalas.
Sin embargo, esa arma no se

comercializaba: Francia, Italia,

Alemania y Estados Unidos creían que,


teniendo ese poder, podrían enfrentarse

a un exterminio: sabían que en Oriente la

investigación sobre un arma química


estaba muy avanzada y que un virus
mortal podría acabar con la humanidad.
El poder de Philippe fue en aumento y

llegó a la cima:

—No creo poder ayudarte. Lo que


me pides es demasiado —dijo Philippe

sentado sobre una alfombra con


mullidos almohadones de raso.

—¿Cuánto más quieres? —

respondió el mulá mientras hacía seña a

un eunuco que aguardaba en la sala.


Enseguida ingresaron unas diez mujeres

vestidas con túnicas transparentes.

Philippe se puso de pie y las


examinó de pies a cabeza. Una por una.
Las había de todas las razas.

—¿Son todas menores?

—Vírgenes.

—No me interesa este tipo de

mercancía. Lo que ustedes me piden


es un arma muy poderosa.

—Gracias a nuestro

próximo golpe se desatará otro

conflicto y el material bélico se


venderá como dulces. El régimen

talibán necesita de tu confianza,

Afganistán necesita refortalecerse.

—¿El régimen talibán o Al-Quaeda?


—Mi yerno estará dispuesto a pagar
lo que sea por ese material.

—¿Lo que sea? Dile a Osama que

necesito tiempo para organizarlo.

—Pero esta mercancía no me


interesa —dijo y tomó a una somalí
del rostro—Recibo oro, petróleo o

efectivo.

—Puedes quedarte con ella esta

noche entonces —se acarició la


barba larga y grisácea—. Te dejaré

disfrutar de nuestra hospitalidad.

El mulá se incorporó con

dificultad y con un movimiento de


cabeza ordenó al eunuco que retirara a
las mujeres de la sala. Se aproximó a la
joven somalí y la miró con fijeza; la

chica agachó la cabeza y perdió la

mirada en el piso.

—Que la disfrutes. Puedes matarla si

es de tu agrado.

Philippe se desnudó, se recostó


sobre los almohadones y con una

sonrisa en los labios llamó a la

esclava.

17


Angola, 2002

Philippe dejó correr el tiempo.

Cuanto más se extendía la guerra, más

crecía su fortuna.

Jonás se instaló en la frontera con


Zambia reorganizando su ejército;

contaba con el apoyo de Dmitriy y con


la mina de oro para financiar la compra
del armamento.

Philippe regresó a Luanda para

controlar el yacimiento de petróleo y,

entre tanto, cavilaba un plan ambicioso:


vengar la muerte de Marie y recuperar la
mina. Recibió buena parte del petróleo
extraído del yacimiento marítimo
ubicado en el océano Atlántico como

parte de pago por la mercancía y meses

después obtuvo el cincuenta por ciento

de las acciones del yacimiento.

Los organismos internacionales


habían declarado la situación de
emergencia y todos los ojos estaban

puestos allí: después de veintiocho años,

la guerra en Angola tenía que llegar a su


fin. Philippe dio la orden a los

mercenarios argelinos de matar a Jonás

Savimbi.
Samuel Savimbi cumpliría
rápidamente con el deseo de su padre:
denunciar públicamente a Philippe y al

mismo gobierno. A partir de allí, una ola

de denuncias sacó a la luz la venta

ilícita de armamento. Philippe sintió


que la venganza no había concluido: no
bastaba con matar al padre; era

necesario eliminar al hijo también.

Unos días después, cuando

Philippe llegó a un edificio abandonado


en las afueras de Luanda, Samuel se

encontraba casi inconsciente: con el

mentón en el pecho y la sangre que le


caía sobre sus piernas. Lo habían atado
de pies y manos a una silla. Los dos
tipos contratados por Philippe le habían

desfigurado el rostro.

—No ha dicho nada. No contestó


ni una sola de las preguntas —dijo uno

de los perpetradores.

—¡Mírame! ¿Sabes quién soy?

Samuel meneó la cabeza.

—Soy quien mandó a matar a tu


padre para vengar la muerte de mi

mujer.

Samuel pensó en Marie y le vino a


la mente la imagen de ella sentada sobre
las raíces del árbol amamantando a su
hijo. Levantó el mentón y miró a
Philippe con dificultad: vio a un hombre

blanco lleno de odio.

—Tú la mataste. Fuiste tú el


responsable de su muerte. Yo la salvé

del bombardeo cuando atacaste la mina.


La salvé de ti una vez.

—¡Cállate miserable! ¡Eres un

maldito miserable como tu padre! —dijo

apuntándole en la cabeza con su arma.

—Yo la cuidé durante ese tiempo

y la protegí de mi padre y de ti.

—¿Te propasaste con ella?


—Ella me enseñó a ver la vida de
otra manera y me hizo ver lo equivocado
que estaba mi padre usando a la gente

para lograr sus objetivos —Samuel juró

para sí mismo que, si salía con vida de

esa, no pararía hasta ver a Philippe tras


las rejas.

Philippe bajó el arma y caminó en


círculo. Un profundo vacío se abrió en

su pecho. Marie le faltaba y nadie

podría traerla a la vida. Las palabras de


Samuel eran sinceras y tan reales como

el dolor de no tenerla.

Después de eso tomó una


decisión: abandonar Francia hasta que

su séquito resolviese el inconveniente


judicial en el cual se vería implicado a

causa de las denuncias de Samuel

Savimbi. Una retirada a tiempo le daría

la ventaja necesaria, aunque fuese solo


geográfica, ya que continuó vendiendo
armamento desde Argentina.

18

Mar Mediterráneo, 2004.

Me vestí con ropa deportiva y me

dirigí al salón. Philippe aguardaba por


mí en la terraza con el desayuno. Salí y

el aire salado se pegó en mi rostro.


Observé cómo su piel y su cabello

plateado brillaban bajo la luz del día.

Aquella mañana sus ojos eran de un

celeste más suave que el cielo y más


traslúcido que el mar. Vestía un pantalón
azul marino y una camisa de lino blanca.

No sabía exactamente lo que sentía y no


era el momento para detenerme en mis

sentimientos; me propuse olvidarme de

todo y vivir el presente; esa era mi única


recompensa.

—¡Bonjour! —me acerqué a él


por detrás, le rodeé la espalda con mis

brazos y le besé la mejilla. El contacto y


su perfume accionaron en mi interior una

explosión de reacciones químicas. Le

besé el cuello y como una serpiente me

enrosqué en su cuerpo sentándome sobre


sus piernas y besándolo con
vehemencia.

—Tranquila… —dijo y se deshizo

de mí.

Me senté y me sirvió un café. En

la mesa había fruta, cereal y yogurt.

—Anoche te esperé para la cena.

—Y te quedaste dormida.
—¿Por qué no me despertaste?
Quería pasar la noche contigo…

—Me gusta que quieras estar

conmigo; pero eso deberás ganártelo.

—¿Qué debo hacer?

—Para llegar a la fuente del


placer debes pasar todas las pruebas.

Anoche no fuiste una buena discípula;


entrenaste bien pero te dormiste antes de

la cena. Y es fundamental que te

alimentes bien para poder rendir en el


entrenamiento.

—Pero si logro llegar ¿me ganaré

la noche contigo?
—Hablemos en serio: la prioridad
es que te entrenes. Si luego de eso te
quedan ganas de estar conmigo, pasarás

por mi habitación.

Nada de todo eso podía seducir a


María, pensé en ese momento; de ella

sólo quedaba una pequeña luz


intermitente. Pero Layala estaba

dispuesta a todo a cambio de su

supervivencia, viviendo al extremo


porque instintivamente sabía que el

presente era su único aliado.

El mar permanecía calmo, el yate

estaba anclado en el medio del océano.


El capitán se acercó y me saludó con un

leve movimiento de cabeza. Dijo que


esas coordenadas eran las acordadas

con la comitiva y preguntó la hora en la

que embarcarían. La palabra “comitiva”,

en sí misma, me desbocaba el corazón


¿Qué haría yo entre medio de un puñado
de hombres poderosos?

Philippe tomó un diario de una de

las sillas.

—Lee el artículo en voz alta por

favor.

Se trataba del “Afrique pour tous”

del día anterior. Era un informe


especial sobre la venta de armas.

La fuga del millonario Philippe


Leduc con una sentencia de seis años

desbordó los medios de comunicación.

A pesar de los esfuerzos por ocultarlo la


noticia salió a la luz. Es evidente que

las grandes corporaciones dueñas de la


prensa mantienen un estrecho vínculo

con este delincuente. Los intereses en

juego son enormes; el poder financiero y


mediático domina al poder judicial. La

clase política está involucrada

directamente; aquellos que no fueron


elegidos a dedo y que se oponen a este
sistema corrupto son intimidados.

Una logia dueña del comercio


ilícito de armas con el continente

africano es en parte responsable de las

dos guerras del Congo (900 mil


muertos), la de Biafra, el genocidio de

Rwanda (más de un millón de niños,


mujeres y ancianos asesinados) y las

guerrillas en Angola (500 mil muertos).

El ministro de Relaciones Exteriores y


el ministro de Defensa autorizan la venta

por ciento de millones de dólares de

armamento al régimen brutal y corrupto


del Luanda. Y el poderoso lobbista
Philippe Leduc negocia “in situ”.

Si Francia quiere vender armas,


que lo haga según los procedimientos

oficiales decretados por la ONU y

respetando los tratados de Amnistía


Internacional. El mayor comerciante de

armas Philippe Leduc y sus cómplices,


promulgaron un decreto que prohíbe la

intervención de la justicia en los asuntos

de venta de material bélico.

Existe un tratado aprobado por el

Parlamento que prohíbe la autorización


de las ventas masivas de armamentos ya

que violaría las obligaciones contraídas


en los acuerdos internacionales: en el

caso concreto que exista un riesgo de


utilización que atente contra la paz y la

seguridad o que puedan servir para

violar los derechos humanos. El tratado

se focaliza en el tráfico ilícito más que


en limitar el comercio legal
respondiendo a los intereses de los

estados exportadores imponiendo una


reglamentación más estricta. Nunca se

planteó la posibilidad de disminuir el

flujo masivo de armas que contribuye a


alimentar los conflictos y la

inestabilidad de algunas sociedades.


El cinismo sin límites en un mundo
donde la ideología dominante es el
liberalismo financiero mundial.

Samuel Savimbi .
Artículos relacionados:

*Megaestafa a la compañía petrolera


estatal: más de treinta y seis personas

juzgadas por malversación de fondos.

*La estafa a ALF: Paul Leduc, miembro

de los servicios de inteligencia


franceses, se dio a la fuga.

*El exespía de la DGSE cumplirá su

condena.

—Es un periodista nacido en


Angola que me viene siguiendo desde

hace tiempo —dijo Philippe.

—¿Lo que escribió es real?


—En parte.

—Entonces eres prófugo… —

murmuré.

—En realidad me instalé en

Argentina hasta que se calmaran las


cosas aquí…

—¿Y cuándo se calmarán las

cosas?

—Mis abogados están resolviendo

el tema. Me declararon culpable por

fraude fiscal por la venta de armamento

al presidente de Angola pero el tribunal


de apelación reconoció que yo estaba

actuando bajo la autoridad de un


«mandato estatal», emitido por el
gobierno de Angola. En las próximas
semanas todo estará resuelto y podremos

volver a casa.

—¿A Argentina?

—No, a mi casa de Mónaco.

—Y con el árabe, ¿qué pasó

exactamente?

—Bajo el régimen de Saddam

Hussein, Irak fue un gran comprador de

armamento francés. Luego del


malentendido con el jeque, con esa

triangulación con Emiratos, Irak dejó de

comprar nuestros armamentos alegando


que no cumplíamos con las condiciones

pactadas. Bien sabes que me tendieron


una trampa.

—¿Quién fue?

—Un traidor, el gerente general de


una de las fábricas más grandes del sur

se encargó de enviar material que no


estaba autorizado para la entrega.

Además hizo una denuncia en la aduana

por mercancía no autorizada.

—¿Algo personal?

—No, es un pobre tipo. Los rusos


lo apretaron.

—¿Y dónde está ese traidor?


—En la cárcel. A raíz de esa
denuncia, se puso en evidencia y
encontraron, como es normal, sus

cuentas en Suiza.

—¿Es por eso que el Emir se

volvió contra de ti?

—Exacto pero estamos por


revertir eso y dejar las hostilidades de

lado. El primer ministro Emiratí visitará

Rusia para firmar un contrato a largo


plazo por la venta de una enorme

cantidad de armamento ruso. Lo que

significaría la pérdida de un tercio de


las ventas para nosotros. Calcula que en
el 93 le vendí veinticinco tanques
Leclerc nuevos por un valor de 250
millones de dólares, en los CUF* se

registraron solo veinte a razón de cinco

por año. Y eso sin mencionar que el

resto de la flota aérea rondaba los casi


500 millones.

—Todo causado por ese gerente


corrupto.

—Dmitriy Vasiliev fue quien lo


apretó. Ahora, para ese hombre la cárcel

es un paraíso. Cumplirá una pequeña

condena de dos o tres años; nunca más


volverá a trabajar en un cargo de esa
jerarquía. Sin embargo, su familia
permanece con vida.
*Certificado de Uso Final

—Digamos que al ruso le fue fácil

sacar del medio a la competencia y


quedarse con tus compradores.

—Sí, porque se metió el jeque. Si

él no hubiese atentado contra mi vida, yo


hubiese aclarado todo al instante; pero

entiendo su reacción.

—¿Cuáles son tus planes?

—Nosotros jugaremos limpio.


Recuperaremos nuestro comprador sin

ensuciar a nadie, de manera elegante y


astuta —dijo mientras en su boca se

dibujaba una sonrisa cínica.

—¿Qué? —acoté, mientras él se

aproximaba con cautela.

—Tú eres la elegida —y colocó


su palma sobre mi cabeza.

—¡Oh! ¡Qué gran honor! ¿Quieres

que te diga gracias y te bese la mano?

—Dmitriy Vasiliev, el mercenario

ruso que va a venderle las armas al


ministro Emiratí. Ya hablaremos de él.

—¿Cuántos como tú hay en


Francia?

—Hubo algunos que intentaron

iniciarse pero eligieron a pésimos

maestros. Una francesa intentó entrar en


el negocio, apadrinada por los

americanos. En los Estados Unidos hay


muchos comisionistas que trabajan de

manera independiente y arriesgan su


pellejo por unos cuantos millones. Las

mafias no perdonan, los guerrilleros


tampoco y mucho menos los carteles de

la droga. Si ocurre un solo

inconveniente, si uno solo de los

eslabones se rompe, se corta la cadena y


—se puso el dedo índice sobre la sien

— te matan.

—Quieres decir que eres el único.

—No, ahora somos dos —aclaró

con una sonrisa seductora.

—Si trabajamos para el gobierno,


no veo cuál puede ser el riesgo: todo

sería legal.

—No todo; aún trabajando para

los organismos gubernamentales, nuestra

vida corre peligro y eso es lo más

excitante del oficio. Hay intereses,


pactos y comisiones ocultas. Habrá

mafias extranjeras que te pedirán


armamento en negro que es sacado del
país con certificados falsos.

Comí un poco de fruta y bebí el

jugo de naranja. Contemplé el paisaje y


dejé que el sol pegara en mi rostro.

Respiré profundo con los ojos cerrados;


los abrí. Aún permanecía en aquel lugar;

todo lo que acababa de escuchar era


real.

Mientras sostenía el periódico


africano y releía el artículo de Samuel

Savimbi, recompuse en mi mente la

imagen de aquel periodista: el rencor


marcado a fuego en su retina parecía
incendiar a quien se atreviese a mirarlo
a los ojos y yo lo había hecho. Estaba
segura de que tenía sus motivos

personales y que no se trataba de un

fundamentalista o un rebelde que

luchaba con las armas de la palabra


contra el imperialismo. Algo me decía
que Samuel me tenía en la mira;

presentía que nuestros caminos se


cruzarían una vez más.

—¿En quién piensas? —me

preguntó Philippe.

—En Nadiv —mentí—. ¿Dónde


está?
—Está preparando la seguridad
para esta noche.

Tal como Philippe lo dispuso, esa

noche me preparé para la ocasión: me

puse el vestido rojo que él me había


comprado, me recogí el pelo y me

coloqué las joyas que me había


regalado. Un fuerte dolor en el estómago

me obligó a sentarme en la cama; los

nervios me jugaban una mala pasada.


Sospechaba que esa noche sería crucial

para mí, que a partir de ese momento lo

que sabía sobre Philippe cobraría vida.


No podía enfrentarme a la realidad,
hubiese preferido seguir pensando que

mi esposo era un millonario que, entre


otras cosas, traficaba armas; pero la

verdad se iba develando ante mis ojos

poco a poco y tomaba una magnitud

inesperada. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo


podría hacer para escapar?, pensé y
enseguida una voz interna respondió: “es

demasiado tarde”. Él estaba seguro de


que yo era su mejor opción; me había

elegido porque confiaba en mí. Layala

podía sentarse frente a un grupo de


inescrupulosos y hablar de igual a igual.

Layala era una creación de Philippe y se


iba conformando para enfrentar
cualquier tipo de situación; para
sobrevivir, matar o morir.

Ingresé a la sala de reuniones.

Siete hombres aguardaban sentados. Dos


de ellos, el ex ministro de Defensa y el

ministro del Interior, habían estado en el


casamiento. A los otros cuatro nunca los

había visto. Cuando me vieron entrar se

pusieron de pie y uno a uno se fueron


presentando: el gerente general de

Leglobe (empresa que monopoliza la

prensa escrita parisina y, además,


inversora secreta de material bélico), el
director general de los astilleros

Merblue, el director de la Aerospatiale


y el director de la fábrica de armas

terrestres Geant. Y por último, el

director general de Armamentos del

gobierno francés de la DGA, organismo


gubernamental dependiente del Estado
Mayor de Armas —EMA—, ambos

organismos dependientes del ministerio


de Seguridad.

Frente a esos siete poderos

hombres —junto con Philippe sumaban


ocho— me sentí extraña; experimenté

una sensación nueva, como de


esplendor. Aquellos rostros reflejaron
señales positivas ante mi presencia,
parecían complacidos y la conversación

fluyó naturalmente:

—Señores, Layala es la elegida

para sustituirme durante mi ausencia. No


hay nada que deban ocultarle: ella no es
mi esposa —al decir esto, los demás

largaron unas risas cómplices—. O sea,


Layala es mi creación: ella tendrá el

mismo poder que yo, manejará

absolutamente todos mis negocios.


Quiero que les quede claro eso. Vamos a

tratar el nuevo proyecto. Nuestra


preocupación es recuperar a los clientes
árabes y sacar del medio a los rusos.
¿Cuáles son sus ideas?

—Por medio de la prensa

podríamos asediar a los rusos reflotando

algunos temas inconclusos —propuso el


presidente de Leglobe.
—Hacerles mala prensa en este

momento no estaría mal —opinó


Philippe.

—Señores, nosotros lamentamos

mucho la pérdida de los clientes árabes.


Desde que Philippe se ausentó las

ventas cayeron abruptamente y hace


exactamente dos años que no se exportan
armas —acotó el director de Geant.
—En nuestro caso, solo se vendió

un submarino nuclear al gobierno y una

fragata que todavía no pagaron —

comentó el ejecutivo de Aerospatiale y


miró al director de la DGA.
—Hay que esperar que se

destrabe todo; el nuevo gobierno está


investigando el tema de los créditos y

después de las publicaciones que hizo el

periodista Angoleño no crean que va ser


tan fácil como antes. Por un tiempo hay

que caminar en línea recta; Philippe


debe limpiar su nombre.
—Ese tema está resuelto —
respondió Philippe.

—Acá lo importante es vender y

generar nuevos clientes; lo de la línea

recta es secundario. Nadie puede


mantenerse en la línea cuando en lugar
de caminar hay que correr. Acá la

competencia nos está sacando distancia.


Rusia está avanzando con sus nuevos

diseños. Hay aviones de combate y

copias casi exactas de nuestro Aluette;


se lo está vendiendo por docenas a los

sudamericanos.
—¿A quiénes? —pregunté con
naturalidad.
—México, Colombia, Cuba,

Venezuela… A los carteles de la droga

que utilizan helicópteros para las zonas

limitadas que tienen para aterrizar.


—¿Y los árabes qué necesitarían
concretamente? ¿Qué tienen los rusos

para ofrecerles que los franceses no


tengan? —se abrió un silencio.

—Nada. Tienen lo mismo que

nosotros. La agencia de inteligencia me


envió su informe y dice que lo único

relevante es la investigación sobre cómo


violar el blindaje de las carrocerías —
explicó el director de la DGA.
—Concretamente el interés radica

en recuperar a los clientes emiratíes;

centrémonos en eso —dijo Philippe.

—Ofertemos la mercancía que


tenemos parada —terció el gerente de
Geant.


*Dirección General del Armamento.

—Creo que el planteo tiene que


ser diferente. No se trata de dinero; se
trata de ganarnos su confianza, de que se
sientan respaldados por la calidad y la

trayectoria de las empresas. Tiene que

haber algo más fuerte que nos una.

—Yo no creo que exista manera


de recuperarlos; los árabes no tienen
segundas vueltas. En lo que sí estoy de

acuerdo con usted es en que no se trata


de dinero —interrumpió el director de

la DGA.

—Me imagino un contingente de


ingenieros franceses recorriendo suelo

emiratí, recolectando muestras y


elaborando informes. Armamento a
medida. Fabricación conjunta según las
necesidades —dije concentrada en mi

idea.

—¡Brillante! —saltó Philippe—

Necesitamos un proyecto para cada


área: terrestre, aéreo y naval. Esto abre
un nuevo camino en la industria; nos

asegurará el dinero mucho antes de lo


previsto y podremos retenerlos con una

cláusula de exclusividad.

—No creo que un proyecto de esa


magnitud sea bien visto por la opinión

pública —aseguró el director de la


DGA.
—Podríamos mantenerlo en
secreto —propuso el gerente de

Leglobe.

—Creo lo contrario: esto es una

fuente enorme de trabajo. La industria


armamentista entrará en una nueva fase.
Es beneficioso para todos; para nuestro

bolsillo y para tu reputación —dijo


Philippe mirando al director de la DGA

—. Este proyecto te llevará directo a tu

ascenso. El Estado Mayor de Armas


necesita en poco tiempo un director

nuevo. Y por otra parte nos asegurará un


anclaje en Medio Oriente.
—La actual ministra de Defensa
es insobornable Philippe —aseguró el

ex ministro de Seguridad.

—Mejor así: cuanto menos gente

se meta en esto, más ganan ustedes,


señores. Además, estamos limpios. Para
cuando los burócratas del nuevo

gobierno establezcan sus porcentajes,


nosotros ya estaremos cobrando nuestras

comisiones.

—La actual ministra fue ministra


de Asuntos Exteriores y de Justicia.

Sabe absolutamente todo sobre tu poder.


Recuerda que te siguió muy de cerca
cuando me mandó a investigar.
—Y gracias a eso ella ocupa tu

lugar ahora. Esa mujer es muy

ambiciosa; le tendremos que dar una

buena lección si se quiere meter con


nosotros. Me ocuparé de ella
personalmente.

—Ni lo intentes; no eres su tipo


—dijo el ministro del Interior riendo—.

Le gustan morochas.

Una ola de risotadas hizo eco en


el salón y las miradas masculinas

dirigieron su infrarrojo sobre mí.


—Ella forma parte de la Gran
Logia —explicó Philippe.
—Sí y la Gran Logia se opondrá a

nuestro proyecto; no querrá que nos

asociemos con los árabes —opinó el

presidente de Leglobe.
—La Gran Logia tiene una visión
fragmentada de estos negocios; puede

opinar sobre lo que cree saber, pero en


esto no existen los límites. Se trata

justamente de pasar sobre ellos, de

saltar barreras; sean doctrinas, leyes o


principios.

El séquito miraba a Philippe con


devoción y lo escuchaba como si del
propio Mesías se tratase.
—Señor ministro del Interior —se

dirigió hacia el hombre y le tocó el

hombro—. Nunca pronuncie mi nombre

frente a la ministra. Usted se encargará


de pasarle el informe del proyecto a la
ONU.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —


preguntó el gerente de Aérospatiale.

—Dos semanas. Quiero que quede

en claro la disponibilidad de recursos


humanos para la investigación y su

costo. Que se detallen las posibilidades


actuales de aplicación de tecnología de
punta, como el sistema de blindaje, los
helicópteros de visión nocturna y

sensores térmicos. La artillería guiada,

los nuevos diseños de submarinos

nucleares con una carga superior de


misiles, las nuevas granadas químicas, y
los tanques con cañones lanzaproyectiles

de carga nuclear superior.


—Tenemos mucho material

guardado… Sería fundamental que

primero vendamos eso antes de seguir


produciendo —insistió el ejecutivo de

Geant.
—Necesito el inventario de cada
área con precios actualizados, por
favor…—terció Philippe mientras me

miraba orgulloso—. Layala debe estar

familiarizada con los montos.

Los tres gerentes de las fábricas


ocuparon la mesa con sus maletines, los
abrieron y sacaron las carpetas. Philippe

tomó la carpeta de Merblue y leyó:


“Submarino nuclerar dotado de treinta

torpedos y dieciocho misiles, bla, bla

650 millones de dólares… —hizo una


pausa y me miró—. Para el informe

oficial, esto se vende a 800 millones”.


Tomó otra carpeta: Helicóptero
Alouette, tecnología de punta aplicada
(fibra óptica, censor térmico) con una

carga de un cañón con 300 proyectiles,

ronda los 36 millones que son 46

millones para nosotros. Avión Mm 254,


autonomía 3.500 kilómetros, cinco
toneladas de material y capacidad para

treinta paracaidistas, 80 millones que se


negocia en 100 millones. Estos precios

rigen si las transacciones se respetan al

pie de lo pactado: transferencia bancaria


del cinco por ciento para el

comisionista, el veinticinco por ciento al


Estado y el resto a la fábrica. El
comisionista solo recibe en efectivo el
veinticinco por ciento del valor no

declarado para honorarios de terceros y

con el resto financiamos la campaña de

nuestros nuevos líderes —dijo con


ironía—, por lo que entenderás que
solo la oposición podría ponerse en

contra de nuestros intereses.


Asentí con un leve gesto aunque

no me hubiese quedado del todo claro.

Tenía muchas preguntas sin respuestas,


como por ejemplo: ¿Mi nuevo trabajo

era legal? ¿Tendría una cuenta a mi


nombre o a nombre de Layala donde se
transferiría el cinco por ciento de las
ventas del material bélico vendido?

¿Era un comisionista que trabajaba para

los gobiernos y empresas privadas? La

línea entre lo legal y lo ilegal se volvía


difusa a medida que descubría los
manejos de las fábricas de la muerte.

—Vamos a ver los siguientes


personajes —dijo Philippe mientras se

desplegaba la pantalla oculta en el techo

—. Éste es Dmitriy Vasiliev alias Dima,


mercenario Ruso mano derecha del

rebelde angoleño Jonás Savimbi


recientemente eliminado. Dima es
también el responsable de mi accidente
y del malentendido con los árabes.

Ahora está preparado para abastecerlos.

La mafia rusa lo respalda y tendrá una

reunión con el ministro emiratí la


semana próxima en Moscú. Tenemos que
actuar antes que eso suceda y eliminar al

ruso definitivamente —dijo y la imagen


que se proyectaba de un hombre blanco

de facciones duras y ojos grises cambió

por la de otro hombre de color que


reconocí de inmediato—. Éste es

Samuel Savimbi, perteneciente al


partido de la UNITA y además es
periodista. Quiere verme muerto tanto
como yo a él. Y por último nuestro

objetivo final —cambió la imagen por la

de un árabe típico— nuestro ministro de

Defensa emiratí Abbas Jalil quien


viajará a Rusia para encontrarse con
Dima. Layala. Tendrás que interceptar al

ministro emiratí antes de que se


encuentre con el ruso.

Observé con atención el rostro

redondeado del árabe, su prominente


nariz, su abundante barba y su mirada

oscura. No sería fácil disuadir a un


árabe aunque ya había tenido una
experiencia y tan mal no me había ido.
19

Desde Niza volamos en un avión

privado hacia Rusia. El invierno no era


mi estación preferida y Moscú, vista
desde arriba, anticipaba un clima

espantoso. Según Nadiv se anunciaba


buen tiempo. Buen tiempo en esa época

del año significaba una temperatura

máxima de tres grados bajos cero, sin


viento.

Aterrizamos en una pista privada,


en el medio de la nada. Philippe me

advirtió que afuera hacía mucho frío y


me colocó un gorro de piel antes de

salir. Cuando descendimos de la

avioneta, siempre por detrás de Nadiv,

dos escoltas nos cubrieron las espaldas.


El cielo estaba cubierto, pintado de un
gris casi violáceo. Caminamos hasta el

coche que aguardaba por nosotros frente


al hangar. Uno de los guardaespaldas

permaneció al lado del vehículo

cubriendo todos los flancos. El otro se


puso al volante. Nadiv cruzó algunas

palabras con el chofer mientras se


ubicaba de copiloto y se colocaba el
cinturón de seguridad. Philippe,
sospechando mi distracción, estiró su

brazo y me colocó el cinturón al tiempo

que me decía que recordara siempre

colocármelo. Y repitió dos veces


“toujours, toujours” mientras agitaba su
índice. Tomamos una ruta desolada y

anduvimos algunos kilómetros cruzando


campos nevados. Cuando subimos a la

autopista recobré el ánimo. Enseguida

la urbanización pintó un cuadro casi


monocromático. La gente caminaba con

dificultad a causa de la nieve y del frío.


Entre las calles desiertas se veían los
indigentes alrededor de los tachos
encendidos que iluminaban la ciudad

opacada por el crudo invierno.

Dejamos atrás lo zona periférica


y a medida que avanzábamos hacia el

centro, la aglomeración de edificios de


estilos completamente diversos abrieron
en mi memoria un registro de imágenes

alucinantes. Cruzamos el Moscova por

un ancho puente. El río parecía un


enorme espejo donde se reflejaban las

monumentales edificaciones. Un

conglomerado de edificios
ultramodernos delimitaba la “zona de
negocios”. Continuamos por una de las
grandes avenidas que bordean el río

para ingresar al centro histórico. Con la

nariz pegada en el vidrio de la

ventanilla vi el Kremlin con aquella


cantidad enorme de torres en punta y
cúpulas redondas y coloridas que

cortaban la respiración. Dejamos la


avenida, doblamos hacia la izquierda y

frente a nuestros ojos la impactante

imagen del museo histórico se apreciaba


a la perfección. Tomamos una calle

angosta y continuamos hasta llegar hasta


otra avenida —que pronunciada por
Nadiv sonaría “Kalanchevskaya”—
donde se encontraba el hotel. Ella me

contó que ese enorme edificio formaba

parte de lo que llaman “Las siete

hermanas” o “Rascacielos de Stalin”.


Verdaderamente impactantes por su
construcción neogótica que le concedían

a la zona un aire neoyorquino.

Al ingresar al hotel penetré en una

dimensión paralela. Nada de lo que


hasta entonces había visto en mi vida se

comparaba a esa opulencia: el techo del

lobby conformaba una enorme cúpula


dorada con frescos y estatuas de bronce.
El impactante chandelier de más de diez
brazos con una enorme cantidad de

cristales colgantes generaba hermosos

destellos de colores. El mármol de las

columnas con sus vetas rosas


proporcionaba la armonía perfecta de
clásico refinamiento.

Me registré con mi nueva


identidad, Layala Nacira Handal.

Philippe pidió una habitación para él y

otra para alojarnos Nadiv y yo.


Cuando entramos a la suite, Nadiv

revisó los placares y el baño. Corrió las


cortinas y tras ellas se desplegó una
vista panorámica del centro histórico
que me erizó la piel. Retrocedí y me

recosté en la cama paralizada por el

miedo que me corría por las venas:

debía cumplir mi primer encargo y sabía


que no podía fallar. Tenía que convencer
al ministro de Seguridad emiratí de que

negociaran con nosotros… ”Nosotros”.


Era tan oscuro y tan claro a la vez… En

la cima se puede ver con claridad; el

objetivo era uno solo: perpetuarse en el


poder.

Aguardaba instrucciones de
Philippe para dar el primer paso. Toqué
a su puerta y al verme, tiró de mi brazo
con fuerza, cerró la puerta y me tomó de

la cintura. Su boca se posó en mi oído y

me susurró que había micrófonos en la

habitación, que hiciera mi trabajo con


delicadeza, que todo saldría bien y que
mi vida no corría ningún peligro.

Terminó la frase diciendo: “muévete con


destreza, con naturalidad”. Le dije que

no sabía cómo llegar al objetivo, a lo

que me respondió: “como llegarías a la


cama de un amante” y abrió la puerta

mientras me hacía señas con sus manos


invitándome a salir de su habitación.
Me dirigí al restaurante del hotel.
Me senté en una mesa, lejos de la

entrada principal. Le pedí a Nadiv que

se sentara conmigo, me preocupaba su

inapetencia. Pedí dos desayunos


abundantes. Mientras conversábamos
sobre las costumbres de su pueblo, ella

parecía una mujer de carne y hueso;


sentí que había hecho contacto con su

lado humano. Me contó que era una

máquina entrenada para matar; no


obstante, el pisar su tierra la hacía

flaquear. Había enterrado su doloroso


pasado y, con solo sentir el aire que
respiraba su pueblo, eso solo bastaba
para que acudieran a su mente los

fantasmas del pasado. La escuché con

atención y le pregunté cuáles eran sus

fantasmas.
Me contó la terrible tragedia que
había vivido de niña, en el mismo

momento que yo vivía una infancia feliz.


Me detalló lo que vieron sus ojos desde

la cerradura del placar el día que

entraron unos hombres armados y


mataron a toda su familia. Me relató

cómo sobrevivió al hambre y al frío que


padeció durante semanas enteras. Me
confesó que su padre les había dado una
buena vida aunque trabajaba mucho y

pasaba semanas enteras fuera de la casa;

de niña nunca supo cómo se ganaba la

vida. Varios días después del asesinato


de su familia, una mujer la rescató y la
llevó a su casa. A los quince años

conoció a Dmitriy Vasiliev, el


mercenario Ruso que era nuestro rival y

que negociaría la venta con el ministro

emiratí. Me dijo que todo lo que sabía


se lo había enseñado él, todo. Y en ese

momento comprendí el motivo por el


cual Philippe la consideraba “la mejor”.
Tenía que preguntarle por qué había
dejado de trabajar para Dmitriy pero

sospechaba que el motivo debía ser muy

poderoso y que no se atrevería a

desencadenar ese recuerdo y traer el


rencor al presente. Respeté su silencio.
La miré con fijeza a sus ojos opacos y

pude imaginar, como en cámara lenta, la


escena del crimen de su familia. Me

estremecí y un suspiro involuntario nos

sacó del trance. Ella quiso hablar. No


hizo falta que yo se lo pidiera. Me dijo

que años después supo que el asesino de


su familia había sido su mentor. Que ella
se había entrenado todos esos años para
hacer frente al asesino de su familia y

que finalmente el destino los había

colocado frente a frente desde hacía

mucho tiempo. Cuando supo la verdad,


Philippe se cruzó en su camino y le
aconsejó que abandonara su país y que

trabajara para él. Volvía a Rusia


después de muchos años, con el riesgo

de cruzarse con su enemigo. Y me

aclaró: “no es mi rival, es mi enemigo”.


Por lo que comprendí que si se cruzaba

con él lo mataría sin vacilar.


Tres mujeres vestidas con túnicas
y velos negros ingresaron al salón. Las
miré detenidamente cuando se sentaron

cerca. El mozo intentaba descifrar lo

que decían. Ellas se miraban y largaban

unas risitas ahogadas tras el velo que les


cubría la boca.
—Ayúdales, quiero saber en qué

habitación se hospedan.
Se acercó sonriente a la mesa e

hizo de intérprete.

—Van a pedir tres infusiones con


pan y galletas dulces —dijo Nadiv

mirando al mozo—. ¿En qué habitación


se hospedan señoras?
Las tres se miraron
desconcertadas y dijeron varios números

a la vez que por la distancia que me

separaba de ellas no alcancé a oír; sin

embargo advertí que una de ellas podría


llegar a ser la primera esposa por la
cantidad de pulseras de oro que llevaba

y por sus gestos altaneros. Entonces


Nadiv inclinó la cabeza y volvió a mi

mesa.

—334, ellas; 333, él —me dijo


por lo bajo.

Subimos hasta el piso 13. Cuando


salimos del ascensor nos encontramos
con un guardaespaldas en el pasillo que
vigilaba la puerta de la habitación donde

se alojaba el ministro y sus tres esposas.

Retrocedimos con rapidez antes de que

las puertas automáticas del elevador se


cerraran. Nos miramos y creo que las
dos pensamos lo mismo en el mismo

momento porque nuestro índice se cruzó


en el tablero para marcar el botón de

subsuelo. Fuimos hasta la lavandería y

nos disfrazamos de mucamas. Tomamos


un carro con productos de limpieza y

ropa de blanco. En menos de cinco


minutos ingresamos a la habitación de
las esposas del ministro con la tarjeta
magnética que Nadiv habían programado

para violar cualquier cerradura. Una vez

dentro de la habitación busqué en el

placar una túnica negra que me puse


sobre la ropa que llevaba y un velo
dejando al descubierto nada más que

mis ojos.
—Debes distraer al

guardaespaldas mientras yo ingreso a la

habitación del ministro.


Nadiv me extendió la tarjeta

magnética y me miró con fijeza:


—Tranquila. El ministro te lo
agradecerá.
—Estos tipos no dicen “gracias”.

—Dile que investigue a Dmitriy

Vasiliev; él es un mafioso y no trabaja

para el gobierno —dijo y se subió la


pollera para acortarla. Abrió la puerta y
salió con la aspiradora en la mano

sonriendo y meneando las caderas.


Entorné la puerta y vi cómo Nadiv se

agachaba para prender la aspiradora y la

manera en que el guardaespaldas se le


acercaba con los ojos desorbitados. Ella

largó unas risitas mientras lo conducía


como a un perrito hasta el ascensor de
servicio.
Salí de la habitación y pasé la

tarjeta por el censor de la puerta del

ministro. Se abrió. Caminé con lentitud

por el pasillo que daba ingreso a una


sala de conferencias vacía. Continué un
poco más y antes de entrar a la

habitación una mano me rodeó la cintura


y otra me cruzó por el pecho. En una

fracción de segundos la hoja de un

cuchillo presionaba mi garganta.


Levanté mis manos y le dije en inglés:

—No estoy armada… Vengo a


traerle un mensaje.
Palpó mi cuerpo con la mano
izquierda y me liberó. Cuando di la

vuelta para mirarlo a los ojos, el

desconcierto me paralizó por completo.

El hombre que tenía delante era Amil


Navir… Una vez más en manos del
árabe que había atentado contra la vida

de Philippe y con quien tenía una


promesa que cumplir.

—¿Eres un obsequio del

presidente?
Permanecí callada sosteniendo su

mirada examinadora. Se acercó para


estudiar mi expresión con detenimiento,
me repasó de pies a cabeza y me
arrancó el velo. Mi cabello ondulado se

desparramo por mi espalda y él

retrocedió para observarme

desconcertado.
— Tú… ¿Vienes a saldar tu
deuda? —me rodeó la cintura con sus

manos.
—Mucho mejor que eso —le tomé

las manos y con delicadeza las quité de

mi cintura—. Vengo a hablar de


negocios.

—Veo que has escuchado mis


consejos. Era como te lo había dicho:
Philippe te necesitaba y te puso a
trabajar para él. Eso es muy bueno para

nosotros. Ven por aquí —me condujo

hasta la sala de conferencia—. Debemos

armar un plan.
—¿Un plan? —le seguí el juego.
—Sí, no creas que voy a olvidar

lo que me prometiste.
—Yo no le prometí nada. Usted

amenazó con matar a mi familia si no le

traía la fórmula.
—Me prometiste una noche juntos

—me susurró al oído mientras me corría


la silla para que tomase asiento.
—No recuerdo bien lo que dije
esa noche. Ahora necesito que hablemos

de algo mucho más interesante. Necesito

hablar con el ministro de Defensa

emiratí ¿O me equivoqué de habitación?


—Soy yo.
—¿Y Abbas Jalil?

—Murió hace… —miró su reloj


de oro— una hora.

Un frío me corrió por dentro, en

ese momento me di cuenta de que ese


hombre era peor que Philippe. No sabía

cómo disimular mi miedo y él lo estaba


oliendo.
—¿Qué estás tramando ahora?
—Los Raman somos una familia

muy poderosa y ese ministro no cumplía

nuestras órdenes, no era el indicado

para el trabajo.
—La persona que elegiste para
mandar a matar a Philippe tampoco era

la indicada.
—Es verdad —dijo y soltó una

carcajada—. Pero su sufrimiento fue

mucho mejor que la muerte. Mi hermano


es el Emir de nuestro pueblo; nuestra

familia ha liderado el país por décadas


y es la primera vez que no se pudo
cumplir con la ayuda pactada con Irak.
Creyeron que el no abastecerlos con

armas en tiempo y forma era un plan

para traicionarlos; cuando en realidad se

trató de una inoperancia de Philippe…


O de la empresa.
—Por eso atentaron contra él.

—Son las reglas de juego —dijo


haciendo un ademán con sus manos.

—Vengo a revelarte un secreto

con respecto a ese tema —comenté en


voz baja.

—Te escucho.
—Esta información tiene precio.
—¿Qué quieres?
—Que me liberes del encargo.

—¿La fórmula?

—Sí —asentí con la cabeza.

—Evaluaré si la información que


me tienes es tan importante como para
aceptar el trato —dijo y se sentó al otro

lado de la mesa—. Te escucho.


—Dmitriy Vasiliev es un

estafador además de un traidor. Él ideó

un plan para quitar del juego a Philippe


y quedarse con sus clientes. Fue él quien

amenazó al gerente de la empresa para


que nunca mandase la mercadería que
ustedes negociaron.
—¿Y por qué el ruso se

arriesgaría a tanto?

—Es un mafioso; él nunca trabajó

para el gobierno.
—Si lo que me cuentas llegase a
ser una mentira de Philippe.

—No lo es —lo miré con fijeza


—. Se lo aseguro.

—Supongamos que lo que me

cuentas es verdad. Eso no impediría


hacer negocios con él.

—Él le tendió una trampa a


Philippe para que la mercancía nunca
llegase a Irak y fue usted mismo quien
sufrió las consecuencias.

—¿Qué tienes para proponerme?

—Algo que él nunca podrá

igualar. El gobierno francés no solo


quiere venderles armamentos sino
también firmar un acuerdo de

cooperación en el desarrollo de la
industria. Esto implicaría que ustedes

podrían tener participación en el diseño

de nuestros modelos, trabajar en


conjunto con nuestros ingenieros desde

la concepción, el armado y la puesta a


prueba. La producción a medida, según
las necesidades.
—Nada mal… —sacudió la

cabeza y respiró profundo.

—Nos abocaríamos conjuntamente

a la investigación y al desarrollo.
—¿Y tú quieres que me olvide de
la fórmula a cambio de éste

ofrecimiento?
—Exacto.

—Puedo olvidarme por el

momento —dijo dibujando una sonrisa


socarrona.

Se levantó y se dirigió al bar.


Sirvió dos vodkas. Se acercó por detrás
y dejó el trago sobre la mesa. Me
acarició el cabello y sentí su aliento en

mi cuello.

—Podría aceptar olvidarme de la

fórmula pero hay cosas de las que nunca


me olvidaré… —me besó el cuello.
Cerré los ojos y maldije a

Phillippe por semejante traición. Nunca


hubiese pensado que me traería hasta

Rusia para entregarme a ese hombre. Me

había usado desde mi llegada a París.


Me estaba exponiendo. Me estaba

demostrando que era un verdadero


cobarde. Un vez más me había
engañado. Él sabía que yo detestaba al
árabe y que le temía, que me quería en

su cama y que yo solo podía sentir

rechazo. Odié a Philippe con todo mi

cuerpo, tanto, que en esa fracción de


segundos pensé en traicionarlo, en
entregarme al árabe y trabajar para él.

—Ven aquí —dijo obligándome a


ponerme de pie. Me envolvió con sus

brazos y acercó su rostro al mío. Su

mirada implacable me cortaba el aliento


—. Seré un caballero contigo.

Estaba segura de que, esta vez, no


podría escapar de sus garras. Pensé en
salir corriendo o rogarle que me dejase
en paz pero no podía articular palabra

porque sabía que solo saldría con vida

de allí si cumplía con la promesa de

entregarle mi cuerpo.
En ese momento golpearon a la puerta.
Amil me soltó y caminó por el pasillo

hasta la puerta principal gritando en su


idioma. Abrió la puerta. Entraron tres

hombres. Comenzaron a hablar en

inglés. Me coloqué el velo. Cuando me


acerqué reconocí el rostro de Dmitriy.

Sus ojos, de un gris sombrío, me


alcanzaron como un láser.
—Vete de aquí —me ordenó el
jeque.

Nadiv estaba esperándome en el

fondo del pasillo. Buscamos nuestros

abrigos y salimos del edificio. Afuera un


auto aguardaba por nosotros. Dos
hombres vestidos con sacos negros y

sombreros de piel se encontraban


dentro. Hablaron con Nadiv; solo

intercambiaron unas cuantas frases

cortas. No me dirigieron la palabra y no


me miraron ni una sola vez. Salimos de

la ciudad y anduvimos unos cuantos


minutos hasta que llegamos a una pista
privada. Pensé que Philippe aguardaría
por nosotros allí:

—Philippe desapareció —dijo

Nadiv—. Pero ya se pondrá en contacto

con nosotros.
Volamos directo a Niza. Desde allí un
coche nos llevaría hasta el helipuerto

donde el helicóptero de Philippe nos


conduciría directo al yate en alta mar.

20

Cuando subimos al yate, Philippe

aún no había llegado. Mi preocupación


fue en aumento y mi mente no paraba ni

un segundo de pensar en si su vida


correría peligro. Aunque era consciente

de que Philippe contaba con un séquito

que lo protegía, no podía acostumbrarme

a vivir con esa incertidumbre.


Horas más tarde llegó. Cuando
entró se detuvo de inmediato y me
observó a la distancia. Yo tenía los

lentes puestos, un rodete en el cabello y

un vestido corto. Continué leyendo la

revista sin levantar la vista. Se


aproximó con rapidez, me quitó los
apuntes de las manos y de un tirón me

puso de pie. Me rodeó la cintura con sus


brazos y me miró con fijeza:

—¿Cómo te sientes?

La pregunta me descolocó, en

realidad esperaba un: ¿Cómo te fue?


¿Lograste el objetivo?
—Bien… —dije mientras quitaba
sus manos de mi cintura.

—¿Solo bien?

—Sí, bien… —respondí

desconcertada por la insistencia.

—Dime qué sientes exactamente.


Tu rostro tiene una expresión que

desconocía.

—Siento rechazo por ti, Philippe.

—Es normal.

—El ministro emiratí no estaba;

quien se hospedaba en su lugar era Amil

Navir. ¿No lo sabías?

—No, no lo esperaba. ¿Qué hacía


allí?

—Lo que no quería hacer el

ministro de Seguridad. Ahora es él quien

ocupa ese cargo. Aceptó nuestra


propuesta.

—¿Se propasó contigo?

—No te responderé esa pregunta.

—Aprendes rápido… —dijo con


el rostro descolocado—. ¿Lo

disfrutaste?

Una corriente subió por mi

espalda y se convirtió en un torbellino al

llegar a mi cabeza; la ira que me

produjeron sus palabras era


incontenible. Quería gritarle y pegarle

hasta liberarme de esa fuerza que me


poseía. Salí en busca de aire;

contemplar el atardecer desde la

inmensidad del océano me tranquilizaba.

Me sentí una mínima partícula en el


universo. Philippe me siguió y se acercó
con lentitud hasta rozar su cuerpo con mi

espalda:

—¿Te gustó estar con él? —


preguntó con la voz rasposa.

Me mantuve tiesa, inexpresiva ante su

pregunta y desvié la conversación de


inmediato:
—El árabe aceptó la propuesta
pero estoy segura de que insistirá con el
tema de la fórmula ¿Por qué no

negociamos eso con él de una vez por

todas?

—Lo que él quiere es conocer un


secreto que sólo los hombres más

poderosos de Occidente conocen.


Aunque se imagina que se trata de algo

muy poderoso, no tiene una sola pista.


En realidad, no es una fórmula. Es un

arma de destrucción masiva. Ni los

inspectores de la ONU podrían

determinar el origen de una muerte


provocada por esta arma. Ese árabe

nunca sabrá el secreto. No intentes saber


nada más sobre el tema, es por tu bien

que te lo digo.

—Pero, Philippe, él no se

olvidará; te lo aseguro.

—Lo sé, es por eso que debo


eliminarlo. Si insiste, debo eliminarlo.

Cualquier civil que sepa sobre la

existencia de esa arma debe ser


silenciado con la muerte.

—No necesitarás matarlo; él


busca una fórmula.

—Te adelantaré algo —hizo una


pausa, miró hacía el horizonte y continuó
—. El mundo árabe sospechaba la
existencia de un arma de destrucción

masiva. Hace muchos años, cuatro

países comenzamos a trabajar en un

proyecto muy importante. En el grupo de


científicos y astrónomos había un
infiltrado árabe. Lo agarraron copiando

archivos secretos.

—¿No lo interrogaron?

—Esa gente no habla. Se clavó

una jeringa con ácido de cloruro de

potasio cuando lo descubrieron.

—Les ahorró el trabajo.


—A ellos los entrenan para morir,
no para sobrevivir.

—¡No me cuentes más! ¡Solo Dios

sabrá lo que estarán haciendo!

—Dios soy yo junto con un


puñado de personas —continuó con la

voz firme y me miró con las pupilas


contraídas—. Y, si yo falto, alguien debe

ocupar mi lugar.

Resolví no continuar esa

conversación que me perturbaba. Se


levanto un fuerte viento y cielo se

iluminó por un rayo. Volvimos al salón.


Philippe sirvió dos copas de Martini y
puso la quinta sinfonía de Beethoven a
todo volumen. Me extendió el trago. Se

dirigió hasta el ventanal con la copa en

su mano y permaneció estático con la

música que silenciaba el fragor de la


tormenta.

Me acosté en el sillón, vacié la


copa de una sola vez y la dejé caer

sobre la moquette. Cerré los ojos y sentí


cómo la vibración de esas notas

musicales penetraba en mi cuerpo y

llegaba a todas mis células. El mar

rugía, las ráfagas de viento soplaban con


fuerza y el cielo descargaba su furia: era

como un barco de papel en manos de un


niño. Las caricias de Philippe me

sacaron del trance. Abrí los ojos y lo

miré mientras me quitaban la ropa.


21

EL MENTOR DE LOS
POLÍTICOS

Philippe Leduc, quien durante más
de dos décadas abasteció al gobierno

angoleño de material bélico, fue

absuelto del cargo de tráfico de armas.

Una red de complicidad entre los


funcionarios de ambos países mantuvo
el delito en el más oscuro silencio. Los

círculos conservadores de la política


han recibido durante años el apoyo

económico necesario para sostenerse y

perpetuarse en el poder. Ese dinero


provenía de las comisiones pactadas de

la venta ilegitima del material bélico


nacional.
Después de dos años, el
millonario regresa a su casa de Mónaco

donde vivirá con su esposa Layala

Nacira Handal. ¿Es este magnate uno de

los hombres más poderosos del mundo?


¿Quiénes trabajaron para él? ¿Cómo
hizo su fortuna?

Todas las respuestas y los detalles más

escandalosos que envuelven a una elite corrupta, en el

próximo número de “Afrique pour tous”.

Artículos relacionados: Paul Leduc, exespía de los

servicios secretos franceses involucrado en la estafa a

la petrolera ALF por malversación de fondos.



Escribió Samuel en su última
edición acompañada de una foto de
Philippe y Layala frente al altar. El

diario se editaba en Marsella. Allí había

encontrado el apoyo de la Comunidad

Evangelista Negra. Ellos


subvencionaban al periódico, el cual en
sus tres años de vida había llegado a

más de un millón de ejemplares y se


distribuía en el sur de Francia y norte de

África.

El objetivo de Samuel era


desenmascarar a Philippe y vengar la

muerte de su padre. Lo había logrado:


ahora el mundo entero sabía quién era
Philippe. Aunque la justicia no falló
como él hubiese querido, al menos el

caso tomó la magnitud esperada y sacó a

la luz el tráfico de armas. Sabía que

nunca podría meter a Philippe tras las


rejas pero sí, que podía debilitarlo.
Samuel residía en Angola y

viajaba a Marsella regularmente.


Después de la muerte de su padre, el

país vivía una situación de miseria

extrema: las tribus de indígenas se


mataban entre ellos por comida aunque,

en muchos casos, morían de inanición.


La supuesta paz que reinaba después del
asesinato de Jonas Savimbi no hacía
más que ahondar la brecha entre ricos y

pobres, entre débiles y poderosos.

Samuel siguió las ideas

revolucionarias de su padre: continuó la


lucha ideológica convirtiendo al
movimiento UNITA en un partido

político de contraderecha que ocupaba


un lugar en la Asamblea Nacional como

bloque opositor al gobierno. Las ideas

basadas en la democracia, en la paz y la


estabilidad nacional implicaban

terminar con la violación a los derechos


humanos por parte del Estado, e
instaurar una estructura democrática en
la cual los concursos para los cargos

fuesen públicos y las fuerzas de

seguridad permitiesen las

manifestaciones pacíficas u otros actos


de oposición política.
Habían pasado doce años desde

aquel día en el que les salvó la vida a


Marie y a su hijo. Sabía que a Marie la

habían acribillado los soldados de su

padre pero que fue Philippe quien puso


en peligro su vida abandonándola en

medio de la guerra y sobrepasando


todos los límites; subestimó a su
enemigo intentando aterrizar en medio
de un campo minado.

Ahora que la guerra había

terminado pensó en volver a aquel lugar.

¿Habría sobrevivido el hijo de Marie en


la selva africana? Akina, ¿estaría vivía?
Viajaría cuanto antes porque sabía

que el primer paso que daría Philippe,


después de su odisea en Argentina, sería

recuperar la mina “Santa María”.

Samuel cumpliría treinta años y no


había formado familia. No deseaba traer

un hijo hasta este mundo; pensaba que


era un sentimiento egoísta. Había visto
muchas cosas en su vida y lo único que
lo mantenía en pie era la lucha por los

derechos humanos por sobre todas las

cosas. La lucha por la democracia y por

la paz mundial, por liberar a los


esclavos de este nuevo siglo.
Además, sin pensarlo demasiado,

Marie le había calado muy hondo en su


mente y en su corazón. Ella fue como

una brújula en el medio de la tormenta:

“hay otro camino que el de las armas”.


Y esa frase, que repetía como un mantra,

era la que le daba la fuerza para seguir


adelante.
Pensó también en Layala, en el
momento en que la tomó por detrás para

cubrirle la boca. Cuando ella volteó

para observarlo con fijeza, su mirada le

cortó la respiración. Aquella joven tenía


un destello en sus ojos capaz de
encandilar hasta los ejemplares más

salvajes. Esa mujer le trasmitía algo que


no lograba descifrar porque desde ese

momento solo pensó en volver a verla.

Se trasladó a la mina en Luena.


Sabía que era territorio privado y que

los soldados que la custodiaban no lo


dejarían entrar. Se dirigió río abajo en
su jeep e hizo el mismo recorrido que el
día del nacimiento del bebé. Y allí, bajo

el cielo inmaculado, le pareció escuchar

la voz de Marie: se llamará Samuel. El

hijo de Marie llevaba su nombre.


Llegó al asentamiento y dejó su
arma en el piso. Los guardianes del

lugar no le permitirían el paso; antes


debía pronunciar la palabra clave:

Akina.

Ella permanecía con vida.


Encorvada y arrugada, parecía que la

vida le estaba dando sus últimos años.


Era una mujer joven pero castigada por
la circunstancias. Cuando lo reconoció,
inmediatamente reprodujo una frase de

alabanza levantando sus manos hacia

las copas de los árboles. Después lo

miró y le sonrió.
Caminaron por la aldea y
conversaron sobre todo lo que vivieron

durante esos años de guerra:


—Nuestra tribu fue bendecida por

Marie; sobrevivimos a la guerra. Nos

volvimos invisibles frente a los ojos de


los soldados que arrasaron con todo

menos con nuestro campamento.


—Es una promesa que mi padre
me hizo. Fue lo único que le pedí.
—Una vez más: gracias. Tu padre

podría haber terminado con nuestra raza

y no lo hizo gracias a ti y al espíritu de

Marie que nos protege —dijo mientras


le indicaba el sendero que conducía al
río.

—Vine a…
—Lo sé, míralo —Akina señaló al

niño blanco que jugaba en el río.

Samuel se acercó con lentitud


hasta la orilla y observó su blancura

destacándose entre los niños negros. Su


piel y su pelo brillaban bajo el sol.
—Es un niño increíble.
—Y valiente. Tan puro y

transparente como su madre. Se ganó mi

amor incondicional; es un ser

extraordinario.
—¿Tú piensas que es porque es
blanco?

—No, Samuel. Yo tuve un hijo de


un blanco, del general Portugués. Y eso

nada tiene que ver. Mi Samuel es único

pero no por llevar la piel blanca sino


por tener un valioso corazón. No te

imaginas las cosas que ha enfrentado por


salvar a sus hermanos.
—No, no lo imagino. Cuéntame.
—Míralo. Tiene solo doce años.

Desde muy pequeño salvó a varios

bebés de ser picados por las hormigas

rojas; a otro niño, de un cocodrilo y


ahora se está recuperando de una
infección cuando todos creíamos que

moriría.
—¿Qué le sucedió?

—Estaban bañándose, así como

hoy. Un niño mucho menor, salió del


agua y se recostó en el sol. En cuestión

de segundos un tigre lo atacó. Samuel


agarró su lanza y su cuchillo y se tiró
encima del tigre. Lo acuchilló de tal
manera que el tigre terminó soltando al

niño. Y lo lastimó a él con sus garras.

—¿El niño se salvó?

—Sí, le sacrificaron un brazo pero


Samuel estuvo inconsciente, con fiebre
por la infección.

—Increíble pero creo que tú has


hecho mucho para que este niño sea lo

que es.

—No, te equivocas. Él, como su


madre, brilla por sí solo. Hay personas

que necesitan alimentarse de otros para


brillar y otras, que nacen con luz propia.
—Eso es muy cierto —dijo
Samuel mientras miraba al niño.

Akina levantó el brazo y gritó su

nombre. El niño dibujó una sonrisa en su

rostro y se acercó.
—Hijo, quiero presentarte a
Samuel Savimbi.

—¡Oh! ¡Señor! —se arrodilló


frente a ellos.

—¡Ponte de pie! ¿Por qué haces

eso?
—Porque a usted le debo mi vida,

señor —dijo agarrando la medalla que


colgaba sobre su pecho.
—Conservas eso, se la regalé a tu
madre el día que naciste.

—Y ella me puso su nombre y yo

lo llevo con mucho orgullo, señor.

Pasaron el día juntos, conversando


sobre la vida en la selva. El concepto de
civilización era una idea difusa en la

mente del niño; lo que sabía lo había


escuchado de Akina. Quiso saber más

sobre la vida en las ciudades y sobre la

gente blanca como él.


También le preguntó sobre su padre:

—Akina me contó que es un


hombre muy poderoso en otras tierras
habitadas por hombres blancos. Que
nunca se enteró que yo nací. También me

dijo que la mina de diamantes es de mi

padre y de mi madre. Que algún día será

mía.
—¿Y tú qué piensas? ¿Te gustaría
ir a ese lugar?

—¿Volverá mi padre a la mina


algún día?

—No lo sé. Tal vez ahora que la

guerra terminó, él vuelva.


—Mi padre mató a tu padre, ¿no es

así?
— Verás: en una guerra siempre
hay alguien que gana y alguien que
pierde…

—Y tu padre murió por defender

su causa.

—¿Sabes que es una causa?


—Akina me enseñó a leer y a
escribir. Y me mostró un diario que

consiguió en Luena. Cuando la guerra


terminó, Akina fue a la ciudad y compró,

con el dinero que guardaba de mi madre,

muchas cosas: ropa, algunos alimentos y


el diario donde hablaban del asesinato

de tu padre.
—Akina es una gran mujer.
—Si, señor.
— Deseo que Philippe nos deje en

paz. Las armas son nuestras enemigas,

recuerda siempre eso. Debemos darles

educación a nuestros hermanos, en lugar


de armas.


22

Philippe y Layala dejaron el yate


en el puerto de Fontvieille. Allí los

esperó el chofer con el Bugatti.


—Puedes ir con Nadiv. Yo

conduciré —dijo Philippe mientras

subía al coche.

—Creo que iré caminando.

—¿Me tienes miedo? En esta


belleza no notarás la velocidad. Además

andaremos por la ciudad.


A Nadiv la esperaba otro coche
lujoso con un chofer.

—¿A dónde va Nadiv?

—Pienso que aquí, en Mónaco,


estarás más segura que en otras partes.

Ella te custodiará desde ese auto; así

podrás salir en este —golpeó el volante


con el índice— las veces que quieras.
Recorrieron el centro de la
ciudad. Tomaron la ruta que serpenteaba

en la montaña con el mar escoltándolos.

Los destellos de luz que reflejaba el mar

lo hacían ver como un espejismo. Layala


observó a Philippe: reclinado hacia
atrás con los lentes de sol, los brazos

extendidos; sus manos —esas que la


hacían perder el control— sobre el

volante y creyó una vez más que todo

eso era una broma del destino.


Philippe le sonrió, alargó el brazo

y le acarició la pierna. Se salió de la


ruta, tomó un camino angosto y detuvo el
auto. La besó y la miró a los ojos. Ella
sintió ese beso diferente a los otros, sin

embargo, hizo a un lado esa idea con

rapidez.

En ese mismo momento, Philippe


pensó en Marie. En que ella tenía la
misma edad que Layala cuando le pidió

que dejase África y viniese a gastar su


dinero en Mónaco. Pensó que ya habían

pasado doce años. Y miró a Layala, que

se parecía tanto a ella: la observó


corriendo por delante de él con los pies

descalzos sobre la arena y pensó que lo


que las hacía especiales era esa
frescura, esa energía que les brotaba
desde adentro.

La pequeña bahía donde habían

llegado era un paraíso desierto. Ella se

quitó la ropa y nadó desnuda en el mar


calmo bajo la mirada de su esposo.
Philippe se sentó en la arena y disfrutó

del espectáculo. Y en ese instante, creyó


que el accidente en Argentina había

sido un giro ineludible y que, gracias a

ese terrible paréntesis en su vida, había


podido conquistar a aquella joven mujer.

Cuando Layala salió del agua,


Philippe contempló su joven cuerpo
bajo la luz del sol. Y recordó cuando
con Marie se bañaban desnudos en el río

Cassai. Con su boca recorrió su

juventud y, pensando en Marie, la

poseyó con el delirio de aquellos años


perdidos. Layala percibió el cambio: él
se pegó a ella como un sediento en el

desierto, como si su cuerpo fuese un


manantial.

Después subieron hasta la cima de

la montaña donde se encontraba la


mansión de Philippe. Él valoraba el

arte; la pintura, la escultura, la literatura


y el teatro, después de la muerte de
Marie, eran lo único que lo hacía sentir
humano. La primera vez que visitó el

principado, quedó maravillado por el

estilo arquitectónico y cuando se paró

enfrente del Palacio Grimaldi soñó con


construir una réplica para él en la cima
misma de la montaña. Y lo hizo. En el

primer aniversario de la muerte de


Marie, se compró el terreno y, en el

segundo, comenzó la obra. Luego de

cinco años su sueño se materializó en un


palacio de estilo renacentista. Lo tenía

todo, menos la mujer que él quería a su


lado. Por las noches, sentado en el
balcón de su suite recordaba esos
momentos en los que Marie hablaba

como un ser de otro planeta: “La

soledad es pobreza, Philippe”.

Dejó pasar los años y potenció el


conflicto armado entre el gobierno
angoleño y los rebeldes de la UNITA.

Entonces, cuando su fortuna había


llegado al nivel que él aspiraba, recién

allí, decidió vengar la muerte de Marie

y mandar a matar a Jonás Savimbi.


Pero el presente era como un

holograma en su mente: Layala era la


elegida pero no era Marie. Philippe se
había trazado un objetivo: ser
millonario, construirse aquella casa en

la cima de la montaña y viajar por el

mundo con sus múltiples identidades

sabiendo que Marie lo esperaba. Una


sola cosa no se ajustaba a ese sueño: lo
único que no pudo lograr fue evitar la

muerte de su mujer.
A Layala la casa le pareció una

fortaleza. Excesiva, como todo en

Philippe. En el ingreso, una corte de


mujeres —vestidas con delantales

blancos diez centímetros por debajo de


sus glúteos, de piernas increíblemente
torneadas, peinadas con rodetes y
enormes sonrisas— los esperaba como

soldaditos.

—Este es el servicio de mucamas.

Cada una de ellas tiene un sector a su


cargo. Margot, el gimnasio. Marian, las
habitaciones del ala norte. Alex, las del

ala sur. Sandrine, el salón. Hala, el ama


de llaves y cocina. Con ella aprenderás

árabe.

—Todas mujeres…
—Dormiremos en habitaciones

separadas. Aquí tienes el gimnasio, la


pileta climatizada, el sauna, la cancha de
tenis y el perímetro. Debes adquirir más
práctica con el manejo de las armas.

Comenzarás un entrenamiento riguroso.

—¿Me llevarás a una guerra?

—No exactamente; pero te


aseguro que las necesitarás.
—Philippe…

—Debes incorporar el portugués


cuanto antes. De ahora en adelante no te

hablaré más en francés sino en

portugués.
—¿Por qué quieres que aprenda

portugués?
—Dentro de un mes iremos a
Angola. Te mostraré lo que tengo allí.
Morirás de amor cuando la veas…

—Yo no muero de amor por nadie.

Dímelo ahora.

—La guerra terminó y debemos


viajar para recuperar la explotación de
la mina.

—¿Mina de qué?
— Hace veintidós años, el

presidente me concedió la explotación

de la mina de diamantes. Durante diez


años hicimos un trabajo increíble.

Después, los rebeldes de la UNITA se


apoderaron de ella. Dmitriy fue quien
aconsejó a Jonás que tomara posesión
de la mina.

—¿Y por cuántos años más tienes

consignada esa mina?

—Ocho y te aseguro que nos dará


enormes piedras.
—¿Y cuándo iríamos?

—En un mes. Después que el


árabe firme el contrato por el nuevo

proyecto.

—No volveré a verlo. Te lo


advierto, Philippe.

—Está bien, iré yo mismo.


Cuéntame exactamente lo que te hizo…
—Eres un cínico. Me voy a la
ciudad.

—Recién llegamos, ¿qué

necesitas?

—Cosas de mujeres ¿Tendré que


darte explicaciones cuando quiera salir?
—Conduce con cuidado en las

curvas.
Layala subió al Bugatti y encendió

el motor. Puso un CD: “Il Divo” y

condujo hasta la ciudad envuelta en


glamur. Miró por el espejo retrovisor; el

auto negro de Nadiv la seguía. Buscó


una peluquería y entró para deshacerse
definitivamente de su pasado: se cortó el
pelo y cambio el color cobrizo por un

rubio dorado. Nadiv la esperó sentada

en una de las sillas mientras ojeaba una

revista y por el rabillo del ojo la


observaba divertida. Pensó en la
reacción de Philippe al verla y le brotó

una carcajada: Layala Nacira no podía


ser rubia. Esa nueva identidad era para

una morocha de pelo largo ondeado y

grandes ojos de mirada punzante. ¿Qué


estaba planeando Layala? ¿Molestar a

Philippe?
—¡Por Dios! ¡Ve a cambiarte el
color de pelo!
—¡No es para tanto! ¿No te gusto?

—¡No! —dijo y cuando la voz se

le estranguló salió del salón pensando

en el asombroso parecido que había


entre las dos mujeres que habían ganado
su confianza y traspasado la muralla que

cubría su corazón.
Layala cenó en su cuarto y

Philippe salió vestido con un traje gris.

Lo vio desde el balcón cuando subió a


su auto y por unos segundos habló por

teléfono con alguien que, aparentemente,


lo divertía.
Al día siguiente, hizo su rutina de
ejercicios con Nadiv y la clase de

portugués. Almorzó sola en la

inmensidad del comedor bajo la mirada

de una mujer desnuda enmarcada en la


pared. ¿Quién sería el autor de aquella
pintura? Aguzó la vista y leyó:

Delacroix. Le pediría a Philippe que la


reubique y que en su lugar pusiese la

imagen de un hombre. Se sentía

sofocada, hasta asqueada, incluso, con


la presencia de tantas mujeres.

No podía recordar los nombres de


todas las muchachas que trabajaban en
la casa; el único que retuvo fue el de la
cocinera: Hala, la única que superaba

los cuarenta con formas que se habían

sobredimensionado con el paso del

tiempo.
Cuando salió a tomar el té a la
terraza, bajo el sol del mediodía, vio

llegar a Philippe en el auto: bajó del


coche con la camisa blanca

desabrochada hasta el pecho y el pelo

revuelto. Caminó despacio y pasó a su


lado, sin decir una sola palabra. Pensó

en lo difícil que sería vivir con ese


hombre… ¡Tanto lío por un corte de
pelo! ¿De dónde vendría? ¿Con quién
había pasado la noche? Era un

desgraciado, era un hombre sin límites,

era Philippe. Cerró los ojos para

contener la impotencia que comenzaba a


calentarle la sangre.
Entró a la casa y se dirigió a su

habitación, cuandro entró lo vio


desparramado en su cama. Se acercó

despacio y se acostó a su lado. Le

acarició el pelo rebelde y le besó la


mejilla. Olía a alcohol y a tabaco.

Philippe nunca le dio


explicaciones sobre su reacción al verla
con ese cambio de imagen. No podía
mostrarse débil frente a ella.

Fueron al casino, a cenar a los

mejores restaurantes y a la Ópera.

Cuando regresaban de esas salidas y


cada uno ocupaba su habitación,
pensaban en la conexión que había entre

ellos. En lo que disfrutaban el uno del


otro en cada momento. En un instante de

debilidad, Philippe estuvo a punto de

pedirle que se quedara a dormir en su


habitación, porque ella lo completaba.

Pero no lo hizo. Ni lo haría. Muy pronto


él se tendría que internar y ella quedaría
sola. Tendría que actuar de Layala: una
mujer fría y astuta, una estratega.

Sonó el teléfono de la mesa de luz.

Layala contestó y escuchó a Hala.

—¿Qué pasó? —dijo Philippe con


la voz ronca.
—Dice Hala que Paul está abajo

¿No estaba en cárcel?


—¿Qué hora es? Me dijo que

vendría a cenar. Anoche me junté con él;

era su primer día en libertad.


—Vístete porque tiene muchas

ganas de volver a verte.


—¿A mí?
—Me ha dicho que casarme fue lo
mejor que hice en mi vida y que eres una

mujer muy especial.

—Adulador… —Layala agitó la

cabeza mientras buscaba su ropa.


Cuando bajaron Paul recorría el
salón a paso firme y enérgico trazando

el mismo camino de ida y de vuelta.


Para Layala fue como un dejà vu.

—¡Qué alegría volver a verte! —

la abrazó.
Layala se quedó inmóvil; después

lo miró a los ojos intentando preguntarle


cuál era su juego. Pero en lugar de eso
le dijo:
—¿Cómo estuvo tu estadía en la

cárcel?

—Eso ya forma parte del pasado.

¡Estás muy cambiada! No puedo creer


que una niña sudamericana que apenas
sabía expresarse luzca de esta manera…

—Créelo; es obra de tu hermano


—se sirvió un Martini mientras dejaba

que la observara de cuerpo entero. ¿Y

cómo lo ves a tu hermano?


—Fantástico. No lo puedo creer.

La última vez que te vi usabas pañales.


Y mira ahora…
—Su estado físico es increíble; te
lo aseguro.

—Y todo se lo debo a ella… —

Philippe extendiéndole la mano. Layala

se sentó sobre sus piernas y lo besó


apasionadamente.
—Tú deberías buscarte una novia

más joven. Digo, para que te


rejuvenezca. La cárcel parece que te

pegó duro —soltó Layala—¿Devolviste

lo que te robaste me imagino? —


preguntó ella.

—No me robé nada. Fue un mal


entendido.
—Es terrible entonces. Un año de
cárcel por un malentendido de 20

millones de euros. Bueno, al menos no

se lo pediste prestado a tu hermano.

—Cambiemos de tema —dijo


Philippe.
Hala interrumpió la conversación

invitándolos a pasar a la mesa. Layala


se sentía libre, con la fuerza suficiente

para devolverle cada golpe. Paul le

resultaba un hombre desagradable, un


intersado y desconfiaba de él como del

propio diablo.


23

Un mes más tarde aterrizaron en el


aeropuerto de Luena. Nadiv se cercioró
de que la seguridad que Philippe había

exigido al gobierno estuviese allí.


Bajaron del avión y cuatro soldados

aguardaban para escoltarlos. Subieron a

un jeep militar para dirigirse hasta el


hangar donde estaba la avioneta privada

de Philippe. Allí le entregaron a Nadiv


sus dos armas; a Philippe, su revólver y
a Layala le aconsejaron que llevase una
también.

Llegaron a Luena, una ciudad

polvorienta y destruida: los edificios

bombardeados, las veredas rotas y la


gente mendigando en la calle. Los niños
con ametralladoras en sus manos

amenazando a las mujeres y ancianos.


Era lo que había dejado la guerra…

Philippe habló con un hombre que

se había encargado de reclutar personas


que tuviesen conocimientos sobre

mecánica, electricidad, albañilería y


mujeres para la limpieza y la cocina.
Desde allí viajaron en un jeep
hasta la mina “Santa María”. Philippe

hacía doce años que no pisaba esas

tierras. La última vez había sido el día

de la pesadilla en el momento en que


acribillaron a Marie frente a sus ojos.
Llegaron a la zona; el lugar se

había convertido en pueblo fantasma:


quedaban algunas construcciones en pie

y otras en ruinas. La mina estaba

clausurada.
Lo único que permanecía intacto

era la casona portuguesa y el galpón.


Cuando entraron a la casona, el olor a
encierro les provocaba náuseas.
Abrieron los postigones, las puertas y

dejaron entrar el sol en aquel lugar

donde Marie había pasado sus últimos

días.
Las mujeres comenzaron con la
limpieza y los hombres revisaron las

instalaciones eléctricas. El agua potable


llegaba hasta allí milagrosamente.

Philippe quería arreglar los techos y

pintar la casa, de manera que Layala


pudiese sentirse a gusto en aquel sitio.

Cada uno ocupó una habitación:


Nadiv, la más pequeña; Philippe, la que
era de Marie y Layala, la que habían
ocupado los ingenieros.

Cuando Philippe entró a la

habitación, cerró la puerta y observó

cada detalle. Abrió el armario y vio la


ropa de Marie. Las arrancó de allí y se
abrazó a ellas maldiciendo a Jonás.

Abrió los cajones y encontró una foto


suelta. La observó con detalle: estaban

los dos frente a frente, abrazados. La

foto estaba tomada de perfil y en primer


plano, por lo que el rostro de Marie se

veía claramente. Y él se encontró con la


imagen de aquel joven soñador, sin
límites, un inconsciente que no medía las
consecuencias de sus actos, que no sabía

que el camino que había elegido le

exigía renunciar a lo simple, a lo que

cualquier ser humano necesita para


funcionar. Después del asesinato de
Marie, recién después de eso, aprendió

la lección: para mantenerse en ese


negocio no podía establecer ningún

vínculo afectivo. Los hermanos y los

sobrinos seguirán siendo familia pero


reducidos en su corazón a la categoría

de seres que llevan la misma sangre.


Nadie podía entrar en su corazón, nadie.
Marie fue su primera lección. Con
Layala era diferente: ella se había

entregado a él desde el primer día.

Podía hacer lo que quisiera con ella.

Layala no pronunciaba palabra.


Observaba a la gente de color: todos
ellos tan delgados y con los ojos

vidriosos. La hambruna era escandalosa.


Los bebés lloraban en los pechos vacíos

de sus madres desnutridas. La tierra

rojiza, el aire caliente e incluso el olor,


todo era muy diferente a todo lo que

había visto en su vida. África no se


comparaba a nada y la vida allí estaba
librada a la suerte.
La casona le pareció una pocilga

comparada con el palacio en Mónaco y

rogó que esa pesadilla pasara pronto.

Con suerte, en algunos días, Philippe


pondría en funcionamiento la mina,
contrataría a alguien de su confianza

para que dirigiese el lugar.


Restablecería los vínculos con los

pocos sobrevivientes y volvería a hacer

de la zona un lugar próspero. Dos o tres


semanas, tal vez un mes y volverían a

Mónaco.
Cuando vio por primera vez el
yacimiento, tuvo una sensación extraña:
era un enorme hoyo que le produjo

vértigo y también impotencia: con esa

riqueza se podría alimentar a toda esa

gente.
Philippe le mostró las
instalaciones que se habían salvado del

bombardeo y le enseñó todo sobre la


obtención de diamantes.

—Aquí hay una sala de primeros

auxilios; eso me parece excelente.


—Y en el pueblo habíamos

construido un hospital. Había algunas


enfermeras francesas trabajando. Lo
incendiaron con ellas adentro.
—¿Mataron a todos?

—Fue un exterminio.

—Mira la camilla cómo está

manchada de sangre…
Philippe apenas repasó el lugar
con su mirada; nunca sabría que esa

sangre era la marca que había dejado


Marie el día del parto.

Recorrieron la zona. En algunos

sectores encontraron montañas de


huesos; a la los muertos los habían

apilado para quemarlos. A Layala el


estómago le comenzó a jugar una mala
pasada. Por varios días no pudo ingerir
comida. Todo aquello le parecía una

ficción, no podía entender que existiera

tanta barbarie.

Philippe le mostró el río Cassai


donde había pasado las tardes con
Marie. Allí debían bañarse y Layala

tenía la sensación de que el agua estaba


manchada con la sangre de toda esa

pobre gente.

Una mañana aterrizó el


helicóptero de Philippe con un piloto de

la Fuerza Aérea Nacional.


—¿A dónde piensas ir? —
preguntó Layala.
—Vamos hasta Luena a llevar de

vuelta al piloto. Este helicóptero debe

quedar aquí. Lo usarás en caso de

urgencia.
—Nadiv debe pilotear muy bien.
—Tú no eres una princesa. Nadiv,

esto; Nadiv, lo otro. Aprenderás a volar


hoy mismo.

Layala había querido aprender

muchas cosas en la vida pero a pilotear


un helicóptero, jamás. Nunca se le

hubiese ocurrido, ni remotamente, que


llegaría un momento en su vida en el que
debería pilotear un helicóptero sobre la
selva angoleña.

—Con tu mano izquierda tomarás

el control, que es este —y le señaló la

palanca—. Esto va a hacer que, si subes


la palanca, tomemos altura y, si la bajas,
descendamos. Esta empuñadura sirve

para acelerar. Pon tus pies en los


pedales. Sirven para girar a cada lado.

Vamos a encender motores.

Layala no estaba preparada para


pilotear esa nave, pero eso no lo

importaba a Philippe y tampoco medía


los riesgos. Layala aprendería en contra
de su voluntad.
Se elevaron, no a demasiada

altura, y siguieron el curso del río. La

vista era maravillosa desde arriba. El

agua del río era como chocolate líquido


en una alfombra verde. De tanto en tanto
se veían pequeñas embarcaciones.

Avanzaron hacia Luena; la ciudad era


basta y con grandes avenidas

transversales que dividían la zona

urbanizada de la rural. Aterrizaron a las


afueras, en un hangar del ejército

Nacional.
—Es el único lugar donde puedes
aterrizar. Otra zona sería demasiado
peligrosa.

El tiempo parecía haberse

detenido para Layala; de él no tuvo más

consciencia. En menos de diez días,


Philippe seleccionó a los mineros.
Estableció reglas. Contrató a gente con

estudios básicos para que manejara a la


cuadrilla y planificara horarios estrictos

de no más de seis horas. Reacondicionó

la sala de primeros auxilios. Llevó dos


enfermeras de color que contrató en

Luena. Y comenzó con las obras de


remodelación de la escuela y del
hospital. A los mineros les dio el
material para que levantasen cada uno su

propia casa. En un sector hizo arar unas

cuantas hectáreas de tierra fértil y a las

mujeres las puso a trabajar para que el


sembradío les diera los alimentos
básicos. Compró también cabras y

cerdos.
Las cosas transcurrían muy rápido

y sin darse cuenta. Layala se vio inmersa

en un mundo nuevo. La gente vivía para


obtener su sustento. Nada iba más allá

de esa realidad: alimentarse, acabar con


la hambruna y la desnutrición.
—Lo que estás haciendo me
sorprende —le confesó Layala mientras

caminaban hacia el sol poniente.

—¿Qué es lo que te sorprende?

—No lo entiendo. Le vendes


armas para que se maten y ahora ayudas
a este pueblo.

—La guerra es un conflicto donde


deberían enfrentarse los soldados

entrenados. En estos países ponen las

armas en manos de los civiles, incluso


de los niños.

— ¿Por qué usan a los niños?


—Ellos son los mejores soldados.
No piensan, matan. No es de mi agrado
que las arman vayan a parar a manos de

los civiles y mucho menos de los

rebeldes o los terroristas pero, te diré

algo, todos tenemos nuestros motivos…


—¿A qué te refieres?
—El terrorista es un extremista.

En eso estoy de acuerdo; pero, ¿qué es


lo que lo ha llevado a engendrar tanto

odio?

—El despotismo seguramente.


—Eso es correcto. África es un

caos, las armas deben ser cargadas por


los soldados y no por el pueblo.Y yo
contra eso no puedo hacer nada.
—Sin embargo, algo estás

haciendo.

—Vamos a escondernos aquí —

susurró Philippe y se detuvieron en un


matorral. Se agacharon y desde
allí espiaron a un grupo de cebras

pastando. Philippe le explicó cuál era el


macho y cuáles, las hembras. Dos de

ellas tenían crías recién nacidas. La

imagen era sublime con el sol poniente


que teñía de rojo a la vegetación

contrastando con las figuras rayadas,


negras y blancas.
—Son hermosas. No imaginaba
que serían tan bellas.

—Lo son. Me pasaría horas

observándolas. Son muy solidarias entre

ellas y muy graciosas también. Si


observas sus orejas podrás conocer su
estado de ánimo.

—¿Cuándo regresaremos a
Mónaco?

—¿Quieres regresar?

—No lo sé.
—Debo ir a Cuba; tengo que

internarme. Quiero que te quedes aquí


hasta que consiga a alguien de confianza
que maneje la mina.
— Me quedaré. Pero prométeme

que ayudaremos a esta gente.

—Lo haremos.

—Philippe… —se detuvo antes


de decirle que soñaba con regresar a
Argentina.

—¿Sí?
—¿Nos mantendremos

comunicados?

—Eso es imposible. No hay señal


aquí. Y con la guerra, las líneas

telefónicas en Luena fueron destruidas.


Olvídalo.
—¿Y si tienes algún
inconveniente?

—Si después de diez días de la

fecha que te indicaré, no llegase a

regresar, entonces te comunicarás por


radio con la Fuerza Armada.
—¿Son de confiar?

—El presidente de la República


es el comandante en jefe… Él se

encargará de facilitarte las cosas.

—¿Y si no lo hace?
—Todo quedará en tus manos,

cherie. Recuerda que tienes a Nadiv.




24


Philippe partió rumbo a Cuba. Si
Philippe no regresaba, había planeado

volver a Argentina y hacer público todo


lo que le había sucedido.La distancia

con Philippe la dejaba especular y ver

una luz de esperanza. Estando a su lado


ella no podía pensar pero ahora que

estaba sola, que era capaz de dirigir una


mina de diamantes y hacer que un pueblo
bantú la respetase, ahora las cosas
estaban cambiando. Layala se sentía útil

e importante en ese lugar. El trabajo de

la mina era fascinante. Guardar esos

diamantes en bruto en la bóveda le


provocaba un enorme placer porque con
ellos acabaría con la infamia del

gobierno que dejaba morir a los


aldeanos como perros en la calle. Y, si

seguía allí, convencería a Philippe de no

vender más armamento a los rebeldes,


solamente a los ejércitos nacionales y la

cantidad autorizada. Con el tiempo


venderían únicamente la mercancía que
figuraba en los CUF y se terminarían las
ventas ilícitas.

—Olvídalo Layala —dijo Nadiv

—. Eso es imposible. Son los mismos

gobiernos los que te exigen pasar la


mercancía por debajo de la mesa. Es
imposible; forma parte del negocio.

Además, si no le vende Philippe, otro lo


hará en su lugar.

Layala hablaría con Philippe a su

regreso y le plantearía que las cosas


habían cambiado. Que ella podía decidir

ciertas cuestiones y que era capaz de


todo si él no buscaba un punto medio, un
cierto equilibrio en esa situación
demencial. Se sentía fuerte ahora. Por

una fracción de segundos se imaginó a

Philippe rogándole que lo perdone y ella

decidiendo su destino. Philippe era


como un encantador de serpientes: para
caer en su hechizo había que mirarlo a

los ojos. A la distancia, él no ejercía


ningún poder sobre ella.

A pocos días de la partida de

Philippe, llegó un camión con unos


cuantos caballos. Cuando los

inspeccionó se dio cuenta de que eran


los de la estancia. Philippe le había
enviado a Marechal y a Puntana. Ni bien
Layala la vio, la abrazó y la besó. Con

su mano izquierda tomó sus clinas y las

enroscó en su índice. Dio un salto y la

montó.
Nadiv quedó sorprendida con el
espectáculo, viendo a las dos hembras

alejarse hacia el poniente. Layala


cabalgó por la sabana hasta el bosque de

biombo. Se internó en él y llegó hasta el

río donde Puntana bebió del agua dulce


y fresca.

A pocos metros una mujer la


observaba. Esa bantú no es del pueblo.
Esa mujer es de alguna tribu, pensó
Layala.

A Akina, la imagen de Layala le

pareció la de un fantasma. Es el espíritu

de Marie, pensó y se acercó con sigilo


hasta tenerla enfrente. La miró con
detalle y le sonrió. Después se arrodilló

ante ella y le besó los pies.


Layala permaneció estupefacta.

Esa mujer la miraba con devoción.

—Mi nombre es Layala —dijo en


portugués.

—Marie… —repitió Akina.


—No, solo Layala.
—Eres enviada por Kaluga.
—¿Quién es Kaluga?

—Nuestro Dios. Marie, tu hijo

está bien, es fuerte y valiente.

—¿Mi hijo?
—Sí, Marie, tu hijo sabe todo lo
que pasó. Le conté sobre su padre.

—Claro…
—Philippe no regresó nunca más

después de tu muerte. Puedes estar

tranquila que Samuel se convertirá en un


hombre de bien.

—¿Podría ver al niño? —le siguió


el juego.
—Seguramente a eso has venido
—dijo Akina—. Deja el caballo aquí.

En el camino hacia la aldea,

Layala le explicó que ella no era la

madre de Samuel. Y le contó la historia


de su vida. Akina siguió creyendo que
ella era una enviada del cielo y que era

normal que no recordase su anterior


vida. Entonces, se la explicó con

detalle:

—Eras así de joven cuando te


conocí. Decías que no querías traer

hijos propios al mundo. Que ya había


suficientes niños huérfanos por aquí.
Que querías ser la madre de todos ellos.
Pero Philippe te dio un hijo. Él nunca lo

supo. Y gracias a Samuel Savimbi

pudiste dar a luz a tu bebé.

—¿Samuel Savimbi?
—Sí, él nos salvó la vida.
Layala estaba confundida. No

sabía cómo seguir ni por dónde


encaminar la conversación. ¿Esa mujer

estaba convencida de que ella era la

reencarnación de Marie?
Era absurdo. Philippe nunca le

había hablado de su parecido con ella.


—El día que saliste corriendo
porque viste el helicóptero de Philippe
que venía por ti, ese día fue la última

vez que vi tu luz. Y ahora la vuelvo a

ver…

—¿Y qué pasó después?


—Cuando saliste corriendo por el
campo hacia el helicóptero, los

soldados de Jonás Savimbi te


acribillaron.

Esa conversación le resultaba tan

delirante como su propio destino. Pero


tenía sentido; sí que lo tenía. Cuando

Philippe estaba convaleciente en


Argentina había muchas mujeres a su
alrededor. Todas mujeres pero él la
había elegido a ella. Y ahora entendía el

porqué. Layala era joven como Marie

cuando murió y se le parecía física y

espiritualmente. Era claro que Philippe


la llevó hasta allí para que, como Marie,
se hiciese cargo de la mina. En esa

fracción de segundo la verdad le cayó


del cielo como un rayo que le atravesó

el corazón: Philippe no había podido

olvidar a esa mujer y ella era una


especie de muñeca sustituta.

Cuando llegaron a la aldea, Layala


vivió uno de los momentos más
fascinantes de su vida: conoció una tribu
ganguela. Eran hermosos, fuertes y

serviciales. Cada uno de ellos le besó la

mano. Enseguida sonaron los tambores y

encendieron el fogón.
Akina la levó hasta la choza donde
dormía Samuel. Allí le mostró el álbum

de fotos de Marie. Las primeras


imágenes eran de la mina en medio de la

nada. Después apareció el rostro de

Marie y Philippe besándose. Layala


sintió una punzada en el estómago.

Después vio otra con el rostro de Marie


sonriendo en primer plano:
—Dios mío… Somos tan…
—Eres ella...

Layala continuó pasando las hojas

del álbum. Había fotos de la

inauguración del hospital, de la escuela.


Marie era una mancha blanca en la foto,
una luz en la oscuridad de ese pueblo.

Se detuvo en la imagen donde estaba


abrazada con un joven negro. Ella estaba

embarazada. Las facciones de ese joven

le recordaron a alguien:
—¿Quién es él?

—Samuel Savimbi.
Salieron de la choza cuando el
coro de mujeres entonaba una canción
rítmica y alegre. El jefe de la tribu la

llevó al medio del círculo que habían

formado los aldeanos. Le entregó la

corona de oro que había pertenecido a


Marie. Layala no lograba salir de su
asombro: eso superaba la escena con el

árabe, su boda y la mansión en Mónaco.


Lo que estaba viviendo en aquel

momento le tocaba la fibra más íntima.

Subyugada, recibió el presente. Y


después, el anciano señaló hacia la

multitud. Entre ella se abría paso un niño


blanco. Se acercó despacio y miró a la
mujer blanca con detenimiento…
Layala pensó que era igual a su

padre: con esos ojos azules y esa mirada

examinadora que parecía traspasarla. Le

habló en nyamba:
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Layala —

respondió después de escuchar la


traducción de Akina.

—Samuel, ella habla portugués.

Puedes hablarle en esa lengua.


—¿Conociste a mi madre?

—No.
—¿Y por qué te pareces tanto a
ella?
—No lo sé…

—Mi nombre es Samuel, como

Samuel Savimbi. ¿A él lo conoces?

—Sí, una vez lo vi.


—Le debo mi vida —dijo y le
mostró la medalla que colgaba sobre su

pecho.
—Lo sé.

—¿Conoces a mi padre?

—Tu padre es ahora mi esposo.


—Cuéntame cómo es él.

Akina dio por terminada la


conversación cuando comenzó el baile
de bienvenida. Y en cuanto el niño se
alejó de Layala, le comentó que no era

buena idea que Philippe supiese de su

existencia, que sería mejor esperar hasta

que se convirtiese en un hombre.


Layala estudió el comportamiento
del chico: bailaba y hacía piruetas

alrededor del fuego y el resto de los


niños, hasta los más grandes que él, lo

copiaban. Samuel era el líder del grupo;

eso estaba a la vista y se parecía a su


padre.

25

Después de ese día, el niño quiso


volver a ver a Layala. Akina lo llevó

hasta la mina. Habían pasado doce años

desde la vez que ambos habían huido de


allí.

—La última vez que estuve aquí


fue el día que te saqué de la panza de su
madre.
Habían bombardeado todo; la casona

parece que se salvó.

—¿Aquí vivía mi madre con mi

padre?
—Aquí vivió tu madre. Philippe
venía a visitarla.

Akina vio a la gente levantando


sus propias casas, gente arreglando el

cableado eléctrico. Cientos de hombres

trabajando en la mina y en la
construcción del hospital y la escuela.

Hacia el Este, sobre la tierra labrada, se


veían manchas de colores: las mujeres
trabajaban en el cultivo de sus propios
alimentos.

—Eres nuestra Santa ahora… —

dijo Akina mientras besaba la mano de

Layala.
Samuel nunca había visto nada
igual; tanta gente junta trabajando.

Observó un camión y el jeep. También


le llamaron la atención los caballos en

el corral. Luego entró a la casona y

preguntó donde dormía su madre. Entró


a la habitación y cerró la puerta. Abrió

el placard y encontró su ropa colgada.


Tomó la túnica blanca con la que salía
en las fotos y la acercó a su pecho. La
abrazó y se tiró en la cama con los ojos

cerrados, imaginando a su madre

abrazada a él. Era un niño pero de algo

estaba seguro a su corta edad: a Philippe


Leduc nunca lo perdonaría.
Día tras día la zona prosperaba.

El rendimiento de la mina era favorable.


Y la gente trabajaba feliz. Todos comían

dos veces al día y las mujeres daban a

luz hijos saludables. La escuela


comenzó a funcionar en un aula

improvisada. Hasta que llegase la


maestra de grado, Layala estaría a cargo
de la tarea de alfabetización. Si bien
Samuel ya sabía leer y escribir, asistió a

las clases, pues en unos años más sería

un gran maestro.

Layala le explicó el manejo de la


mina, le enseñó a conducir el jeep y el
camión. Y, por supuesto, le dio a

Marechal para que el recorrido hacia su


tribu fuese más rápido.

El niño aprendía con una rapidez

asombrosa. Y lo hacía con un solo


propósito: ayudar a sus hermanos.

Marie le advirtió que en pocos


días podría regresar su padre y que
cuando escuchase el ruido de un
helicóptero, y le explicó lo que era,

regresase con Akina.

—¿O quieres conocer a tu padre?

—No, él abandonó a mi madre.


Nunca lo perdonaré. No quiero que sepa
que existo.

Ese niño llevaba la sangre de


Philippe; eso estaba claro. A su corta

edad ya había tomado una determinación

y se había fijado una meta: aprender


para compartir, para ayudar a su pueblo

a salir de la miseria.
Layala le prohibió que cargara un
arma; no dejaría que se convirtiese en un
niño soldado más.

—En este lugar, con tu lanza te

alcanzará. A manejar esta porquería

aprenderás cuando seas mayor —dijo


Layala mientras tocaba la pistola que
tenía en un costado de la cadera.

—¿Quién te ha enseñado a usar


esa arma?

—Nadiv. En su debido momento,

te enseñará también a ti.


—Philippe te ha dejado sola a ti

tambien
—Estoy bien aquí y puedo
cuidarme sola. Además, la guerra ha
terminado.

En ese mismo momento se escuchó

un estruendo que hizo el piso. Layala

miró por la ventana y vio a un hombre


blanco que tenía a Nadiv entre sus
brazos apuntándole su arma en la

cabeza. Los soldados de la mina


avanzaban hacia él con los fusiles en

mano. Layala reconoció al sujeto de

inmediato, era Dmitriy Vasiliev.


Le pidió a Samuel que huyera en

el caballo, que ese hombre venía


apoderarse de la mina.
Samuel montó a Marechal y
cabalgó hasta la aldea. Le contó lo

sucedido al jefe de la tribu. El consejero

de guerra recomendó enviar a un hombre

hasta donde se hospedaba Samuel


Savimbi en Luena. Él sería el único, si
llegaba a tiempo, que podría evitar el

asesinato de esas dos mujeres y la


masacre del pueblo entero.

Dmitriy Vasiliev redujo a Nadiv

en cuestión de segundos. Él era el único


que podía contra ella porque había sido

su mentor. Ella era como Layala para


Philippe. Nadiv había traicionado a
Dima y se había ido con su peor rival. Y
había tenido sus motivos. Como Layala

tendría los suyos si algún día decidiese

vengarse de Philippe.

Layala los observa por la ventana y


pensaba en su situación; Philippe no
había matado a sus padres como lo

había hecho Dima con los de Nadiv. Sin


embargo, la había matado a ella, a

María, y en consecuencia, a sus padres.

En ese momento imaginó el sufrimiento


de su madre el día de su entierro y la

impotencia de su padre. Ella estaba


segura de que su padre sospechaba la
verdad. De que no se había creído que
estaba muerta y que, seguramente, se

había dado cuenta de que era mejor que

las cosas sucediesen de ese modo.

Como sea, Dima se estaba


cobrando su venganza y Nadiv deseaba
lo mismo. Entraron a la casona. Layala

no podía hacer nada para ayudarla, ya


que Dima apuntaba el arma en la cabeza

de su fiel guardiana.

Cuando Dmitriy vio a Layala, se


puso eufórico. Las hizo sentar a las dos

en el comedor y le tiró un par de


esposas a Nadiv para que se las
colocase.
Nadiv le habló en ruso. Layala

apenas podía entender algunas palabras;

nunca antes la había escuchado hablar

tan rápido y esa expresión en su rostro


tampoco la conocía: su rostro había
adquirido un aspecto demencial.

—No, te saldrás con la tuya.


Puedes matarme como mataste a mi

familia pero nunca saldrás de aquí con

vida.
—No seas inocente. Conozco este

lugar mejor que nadie.


—Ya no tienes a nadie que te
proteja en este lugar.
— ¿Tú crees que Jonás me

protegía a mí? ¡Yo le di vida a ese

monstruo! ¡Yo lo hice crecer!

—Y Philippe le dio muerte… —


dijo Nadiv— ¿Y qué quieres ahora que
tu monstruo es una leyenda?

—Vine por ella —dijo excitado


mientras arrastraba a Layala hasta la

habitación.

Layala le temía. Ese hombre era


un asesino. Su mirada parecía

descuartizarla; esos ojos eran los más


siniestros que había conocido. Cuando
cerró la puerta, sintió que su vida, como
un reloj sin cuerda, se estaba por

detener.

—Nunca debes meterte con los

clientes de la competencia. Has jugado


sucio —dijo en francés y la afirmó
contra su cuerpo.

—Fuiste tú quien provocaste el


malentendido con los árabes y obligaste

al gerente de la empresa de armamentos

a no enviar el material. ¿Quién más está


detrás de todo esto?

—La trampa que le tendimos a


Philippe fue muy bien planeada. Usamos
al árabe como títere para que fuese él
quien mandase a matar a Philippe.

—Pero no lo lograron. Parece que

tú también eres un títere que no sabe

cumplir un simple encargo. ¿Le


entregarás mi cadáver?
—Paul estará muy contento.

—¿Paul Leduc? ¿Trabajas para el


hermano de Philippe?

—Hace más de veinte años.

—¿Qué quieres? —dijo Layala sin


poder salir de la conmoción: siempre

había sospechado de las malas


intenciones de Paul pero nunca había
imaginado la magnitud de su ambición.
—Antes de matarte, te voy a

mostrar lo que hacemos los hombres de

verdad con las mujeres —dijo y la tiró

sobre la cama.
Dejó el arma a un costado, llevó
sus manos al cinto, con un gesto rápido

se deshizo de él y se quitó los


pantalones. Layala retrocedió, bajó por

un costado de la cama y se puso de pie.

Él la alcanzó, la redujo con un solo


movimiento y la volvió a tirar en la

cama pero esta vez bajo su cuerpo.


Forcejearon; él era un hombre inmenso.
Ella tenía las manos inmovilizadas por
las de él, que le presionaban las

muñecas. Luego de manosearla, se

incorporó y apuntándole en la cabeza le

dijo que se desnudara. Ella lo hizo, por


completo, y acostada en la cama
extendió los brazos hacia arriba, se

retorció como una gata y dibujó una


sonrisa provocadora. El diamante que

colgaba en su ombligo desconcertó a

Dima; Layala aprovechó ese segundo de


distracción y sacó el arma que escondía

entre el respaldar de la cama y el


colchón: dos tiros seguidos al pecho lo
hizo retroceder. Pero él recuperó su
arma con rapidez y le disparó.

En ese momento Layala cayó al

piso. La bala había atravesado el pecho

de Nadiv. Layala vio que su


guardaespaldas se inclinaba hacia
adelante con el pecho ensangrentado.

Recuperó coraje y desde el piso le


disparó al ruso. Esa imagen, la de Dima

cayendo hacía atrás con el hueco de la

bala en el entrecejo con el pecho


ensangrentado, fue la peor de toda su

vida: había matado por primera vez,


había detenido una vida con una bala,
con un arma, con una de esas que
Philippe vendía.

Corrió hacia Nadiv.

—Estoy bien —le susurró— pero

debes llevarme a un hospital.


Layala fue a la habitación, se
vistió y abrió la puerta principal, tras

ella, estaba todo el pueblo reunido,


muchos de ellos con fusiles. Una ola de

bramidos se levantó cuando la vieron

salir con vida. Dos hombres entraron a


buscar a Nadiv y la subieron al

helicóptero. Layala la llevó al hospital


de Luena. Allí le dijeron que
sobreviviría pero que debía permanecer
internada y someterse a la extracción de

la bala que se encontraba en el pectoral

izquierdo, que no había llegado a tocar

ningún órgano.
—Vuelve a la casona; es muy
peligroso que andes sola por aquí —

dijo Nadiv—. Además Philippe


regresará en cualquier momento.

Layala esperó a que la operasen y

la asistió durante las primeras horas. El


hospital era un viejo galpón con unas

veinte camas donde se operaba, se


curaba, se hacían cesáreas y se atendían
a enfermos de malaria, tuberculosis,
fiebre amarilla, sida y poliomelitis.

Permanecer en aquel lugar era un riesgo

físico y psíquico. Los gritos y los

lamentos eran constantes. Se escuchaba


el ruido de la cierra cortar alguna pierna
debido a las infecciones con las que

llegaba la gente. O el aullido incesante


de algún niño que ardía en fiebre, la tos

característica de un tuberculoso. El aire

era irrespirable.
—Debes salir de este lugar ahora

mismo —dijo Nadiv después de haber


soportado la extracción de la bala
despierta.
Una vez que se aseguró de que la

vida de Nadiv no corría peligro, Layala

regresó a la casona.

—Volveré a buscarte en tres días


—dijo Layala y comprendió que en
África las promesas no tenían ningún

valor. Que la vida se vivía minuto a


minuto porque las proyecciones en el

tiempo eran como burbujas en el aire.

26

Layala aterrizó en la casona con la


esperanza de que Philippe regresase
pronto. Ya habían pasado diez días de la

fecha que le había marcado como límite.


Era el momento de averiguar sobre su

paradero. ¿Habría soportado el

tratamiento? ¿Seguiría con vida?


A decir verdad, esos cuarenta días

en África sin Philippe habían sido


maravillosos para Layala: manejaba la
mina, alfabetizaba a los niños y había
conocido a Akina y al hijo de Philippe.

Con él había entablado un vínculo

especial y entre ellos fluía una energía

que los mantenía unidos. Juntos podían


hacer grandes cambios.
Si Philippe regresaba, ella tendría

que viajar al Chad o a donde a Philippe


se le antojase. Abandonar ese lugar justo

en el momento donde se les estaba

dando trabajo a más de cuatro mil


personas, intentando establecer las

condiciones básicas de higiene,


accediendo al agua potable, a la
asistencia médica, a la educación y al
trabajo. Quedaban pocos días para

terminar el hospital y la escuela. Quería

comenzar, cuanto antes, la campaña de

vacunación para evitar que los niños


siguiesen muriendo. Tendría que
contratar de manera privada a médicos,

enfermeras y maestros rurales. Si ella


partía, ese nuevo mundo quedaría en

suspenso.

Philippe era un recuerdo


imborrable en su memoria como lo era

su familia. Nunca podría olvidarlos


aunque ese presente la llenara de
esperanzas; había dos cosas que la
marcarían hasta muerte: la existencia de

Philippe en su mente y el dolor del

destierro, lejos de su familia.

Lo que había sucedido con el ruso


había sobrepaso los límites de la
insensatez; Philippe sabía que el ruso la

buscaría. Y ahora Layala había


comprendido que para Philippe ella

simbolizaba un escudo protector, desde

el primer día. Nunca se había dado la


situación inversa: que él arriesgase su

vida por ella.


Cuando aterrizó en la mina, vio un
jeep y soldados armados de la UNITA
en la entrada de la casona. Jonás había

sido asesinado, sin embargo, el

movimiento revolucionario continuaba

su lucha ideológica con Samuel Savimbi


como líder.
Entró sin mirar a los soldados.

Ellos la observaron de lejos y después


agacharon la cabeza, en señal de

respeto. Layala, aunque agotada, intentó

mantener la compostura. En el interior


se encontraba Samuel Savimbi.

—Vine a ayudarte. Akina me


mandó a llamar.
—Demasiado tarde… —agitó la
cabeza—. Lo maté y Nadiv está herida.

—Tal vez sea mejor así —dijo

Samuel.

—¿A qué te refieres?


—Conocí a Dima cuando era niño.
Mi padre era un guerrero, un hombre

inteligente con un título universitario que


pretendía un cambio social profundo,

una revolución pacífica. Dmitriy le

ofreció apoyo y le vendió armas sin


restricciones. Y así sembró la semilla de

la discordia. Entonces el monstruo de la


ambición comenzó a crecer.
—Ese monstruo asesinó a cientos
de miles… —dijo Layala con ironía.

—Tú nunca lo entenderás porque

no conoces el hambre.

—Puedo entenderlo. Lo que no


acepto es la barbarie, el derramamiento
de sangre porque tras la muerte de esos

inocentes se esconden los cobardes, los


que quieren manejar el mundo con un

chasquido de sus dedos.

—Y te has casado con uno de


ellos.

—No lo elegí, si estoy aquí es


porque destruyó mi vida. Porque me
obligó a todo, amenazó con matar a mi
familia, con… —dijo Layala al borde

de las lágrimas.

—Lo imaginaba.

—Me he convertido en una


asesina… —se cubrió el rostro con las
manos.

—No, te has convertido en la


persona que salvó a este pueblo. Ese

hombre iba a matar a todos aquí para

simular un enfrentamiento y provocar al


gobierno.

—¿Tu sabes quién es el autor


intelectual de esta guerra que ha
padecido tu pueblo durante tantos años?
—preguntó Layala con un hilo en la voz.

—Mi padre, aconsejado por

Dima.

—No, te equivocas. La chispa que


prendió el fuego provino de la ambición
de Paul Leduc. Se escondió tras el ruso

durante todos estos años.


—¿Cómo lo sabes?

—Me lo confesó Dima antes de

intentar asesinarme —se inclinó en la


silla tomando aire; la se movía a su

alrededor.
—Entonces, ese hombre es peor
que Philippe. Puso en marcha una
maquinaria gigante, manejó a su

hermano y a mi padre a su antojo. Si mi

padre hubiese sabido que detrás de los

consejos del ruso se escondía la


ambición de ese desgraciado…
—Paul piensa en enriquecerse;

nunca le importó liberar a tu país ni


brindarles nada. Al contrario, la guerra

lo convirtió en millonario.

—Al igual que Philippe.


—Sí… —dijo y se dio cuenta de

que estaba enferma.


—¿Le contarás la verdad a
Philippe? Esa puede ser tu carta, tu
posibilidad de salirte de todo esto.

Layala no tenía fuerzas para seguir

hablando, se sintió débil. Samuel se

acercó a ella, la tomó de las manos y


ella se derrumbó sobre su pecho. En ese
momento entró Akina.

—¿Qué sucedió?
—Vamos a llevarla a la

habitación. Está volando de fiebre,

necesita descansar —dijo mientras la


alzaba entre sus brazos.

Layala había contraído el virus de


la fiebre amarilla en el hospital. Samuel
buscó a un médico de la ciudad. La
medicaron y estuvo inconsciente durante

dos días. Despertó con la sensación de

que alguien le acariciaba la espalda y el

cabello. Cuando abrió los ojos, percibió


la luz del día que se colaba por la
pequeña ventana. Sintió que no estaba

sola en la habitación, se incorporó y vio


a Philippe parado tras la puerta. Sintió

un cosquilleo en el estómago y el

impulso de correr hasta sus brazos. En


lugar de eso, respiró profundo; él no la

merecía; esa era la única verdad.


—Pensé que no volverías.
—Quiero demostrarte que nunca te
usé como tú piensas —caminó hacia ella

—Quiero que regreses a Argentina y

recuperes tu vida. De nada me sirve

retenerte, ni poner como excusa que eres


la elegida del poder porque puedo
buscar a otra persona que te reemplace.

Layala no podía creer lo que


estaba escuchando ¿Qué le había pasado

a Philippe durante su viaje?

— Estamos casados.
—Eso fue un error. Obligarte a

casarte conmigo fue una estupidez de mi


parte.
—No entiendo.
—En Argentina permaneciste a mi

lado por lástima y después te hice creer

que te necesitaba y que si no te quedabas

a mi lado te matarían —respiró


profundo.
—Ya no me necesitas, es eso.

—Cuando te vi inconsciente en
esta cama, delirando de fiebre, me di

cuenta de que te arruiné la vida, por

cobarde.
—¿Cobarde, tú?

—Sí, no podía soportar estar lejos


de ti y pensé que la única manera de
retenerte era haciéndote creer que aún
me hacías falta. Nunca me hubieses dado

la oportunidad de conquistarte.

—Me estas queriendo decir que


—Que me enamoré de ti en el
momento en que te vi por primera vez a

los ojos pero…


—Era demasiado joven.

—Así es y después la vida me

preparó una trampa. Ese accidente y tú a


mi lado. Fue muy difícil para mí que me

vieras en ese estado.


—Pensé que eras diferente, me
mostraste la peor de tus caras.
—En cuanto te recuperes, podrás

volver a Argentina.

—¿Tengo mi libertad?

—Sí… —dijo él y le acarició el


rostro.
—Ahora que la tengo quiero

compartirla contigo.
Se besaron y él la contuvo en un

cálido abrazo.

Cuando Layala se repuso le contó


sobre la traición de Paul. Philippe sintió

una punzada en su pecho: no dudó ni un


segundo en las palabras de Layala
porque conocía a su hermano y sabía de
lo que era capaz. Por otra parte, todas

las piezas del rompe cabeza le cerraron:

recordó cuando Paul le presentó al

ministro, cuando apareció Jonás


apoyado por el ruso. Paul era un hombre
increíblemente astuto, hasta había

logrado mandarlo a Argentina, dejarlo


en coma y pedir su curatela para

manejarle el dinero. Se sentía un

estúpido: todos estos años había sido la


marioneta de su hermano, había

trabajado en pos de su perverso plan.


—¿Qué harás ahora que sabes la
verdad?
—No voy a dejar que me siga

digitando la vida. No tomaré represalias

contra él. Quiero tener una vida contigo

y alejarme de tanta basura.


—Eso quiere decir que
renunciarás a todo.

—Renunciaré a la venganza, a la
ambición. De ahora en adelante serviré

a mi país en lo que pueda, sobre todo,

trabajando por la paz mundial.


—¿La paz mundial? No venderás

armas.
—Solo cuando se trate de
combatir el terrorismo o defender a
nuestro país. Por casi treinta años vendí

armas a un pueblo para enriquecerme.

Podría haber terminado esa guerra

apenas comenzó y no lo hice. Después


mataron a Marie y conocí lo que es la
sed de venganza. No voy a repetir la

misma historia. Esta vez te elijo a ti.


Dejaron esas tierras en manos de

Samuel y de Akina. El dinero que

obtenían de la mina de diamantes fue


utilizado para mejorar la calidad de

vida de los pobladores.


Layala y Philippe regresaron a la
mansión de Mónaco junto con Nadiv.
Layala siguió colaborando con el

Ministerio de Defensa como asesora.

Una vez por mes visitaba la mina,

se bañaba en el río y conversaba con el


hijo de Philippe. Layala sabía que era
cuestión de tiempo: en algún momento el

niño perdonaría a su padre por haber


abandonado a su madre. Mientras tanto

le contaría la verdadera historia; la del

amor de Philippe hacia su madre y le


explicaría sobre la traición de su tío,

Paul Leduc.

FIN

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