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Lucrecia Mirad

“Como mujer, como hija, como madre, como rehén de todos los patriarcas de todas las
culturas, la identidad me preocupa.”

Lucrecia Mirad es arquitecta y escritora. Nació en Casilda, provincia de Santa Fe, y


actualmente reside en la ciudad de Rosario. Tiene un extenso camino literario recorrido y
unos cuantos textos publicados, pero, sin embargo, fue su más reciente libro, La Ley Muia
(Baltasara Editora, 2018), el que llegó a mis manos y capturó mi atención. En esta última
novela –de tinte policial–, Lucrecia sabe cómo crear intriga y azuzar la curiosidad del
lector. Pero esta vez la curiosidad atravesó los límites del libro y me llevó a querer conocer
a la autora: una persona afable y de un humor sutil pero afilado que, sin dudar, se brindo
a la charla.

¿Qué nos podés contar acerca de Casilda?


Casilda es mi patria. Es el lugar de mi infancia. Es el lugar de la libertad. De las veredas
democráticas de la hora de la siesta en verano. De las sillas de nuestros padres afuera
tomando sangría entre los vecinos y nosotros jugando a las escondidas. Casilda fue una
comunidad pequeña donde lo mejor y lo peor fue la proximidad del otro. Te protegía en la
infancia y te condenaba en la adolescencia. Fue el club y la pileta. Fue el lugar que me dio
trabajo cuando me separé y necesité replantear mi subsistencia. La Casilda de hoy es
diferente, claro. Como todo el país. Como todo el mundo. Más individualismo. Menos
piletas de clubes, más piletas particulares, más internet y menos bibliotecas populares.
Tengo grandes amigos allá. Aunque me haya ido a los 16 años. Y en lo concreto, Casilda es
hermosa. Plazas, boulevares, ordenada y limpia. Una biblioteca con más de 100 años. El
teatro Dante, también centenario. Escuela normal que abasteció de maestros a la zona
por otros tantos años. Ciudad bonita de la pampa gringa. Con una historia de fundación
extraña. Unión de la Colonia Candelaria fundada por el español Carlos Casado del Alisal y
Nueva Roma, fundada por Juan Pescio, de ascendencia italiana.

¿Tenés recuerdos de esa época asociados a literatura?


Mi tía María Esther Mirad fue una poeta exquisita. Una poeta no reconocida porque su
esfuerzo estuvo siempre puesto en la excelencia de su trabajo y no en el marketing. Fijate
que años atrás esa palabra, marketing, no se asociaba a las personas. Era un mecanismo
de venta. Aún hoy lo es. Ella se mantuvo fuera de esa dinámica, aunque tuvo muchos
logros. Fue profesora de inglés en Casilda. Severa. Correcta. Y luego, puertas adentro fue
una gran poeta. Enorme procesadora de climas y delicada seleccionadora de palabras. La

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palabra justa podría esperar años hasta ser hallada. Fue una grande. Te regalo este
poema, mi preferido:

Las hormigas

Mítico universo
Filigrana móvil
Carcomiendo el borde de los tiempos

Desde otro ángulo, mi padre Raúl Mirad, que fue ginecólogo, cuando se jubiló escribió el
Manual del asador argentino que lleva ya muchas ediciones. Y luego como narradora, el
eterno recuerdo de mi abuela, mi querida abuela Enriqueta que nos contaba historias de
su pueblo natal, Pobla de Segur –Cataluña–, antes de dormir. A veces espeluznantes, otras
tiernas, pero siempre atrapantes. Y luego otra vez mi padre: Mi padre fue un gran y voraz
lector. Mi recuerdo más potente es el de su figura flaca y alta, en el sillón berger familiar,
leyendo fuera de las horas de consultorio o cirugías.

Actualmente vivís en Rosario, cambiaste el pueblo por la ciudad. ¿Te costó adaptarte?
Ya sumo 47 años en Rosario. Quitándole dos años en los que viví en Roma. De los 18 a los
20 y dos años en Barcelona, desde los 25 a los 27. Sí, sí me adapté al cambio. Si bien
convoco siempre a mi pasado en Casilda, no soy una persona nostálgica. El camino es
siempre hacia adelante y una de mis mayores características, aparte de la enorme
terquedad, es la capacidad de adaptación. Quizá sean mis genes libaneses... soy una
persona que siempre se está yendo. Física y emocionalmente. Muchas veces es difícil
encontrarme, por eso mismo. Padecimiento que llevan consigo mis afectos más cercanos.

¿Qué vino primero, la arquitectura o la escritura?


Como no podía ser de otra manera, las letras vinieron con el desamor. Te estoy hablando
de los sesenta. Luego, el Mayo Francés me pegó fuerte. Allí decidí ser profesional.
Profesional e independiente, claro. Por ese tiempo me fui a Roma, estudié Historia del
Arte y volví decidida a estudiar arquitectura. Y así fue. Sin embargo siempre sentí que la
arquitectura era “casi” lo mío. Siempre pensaba... debe haber algo más. Algo más que
despierte toda mi pasión. Toda. Cuando nació mi primera hija, Lucía, en el 83, apenas
salidos de la dictadura siniestra, no había nada bueno de cuentos para niños y empecé a
inventar mis propias historias. Recordé el libro de Las mil y una noches que estaba en la
biblioteca familiar, junto al Corán de mi abuelo Casim y desde allí hasta hoy, fui
Sherezade. Intercalada con Le Corbusier, claro. Al principio tabicaba las dos actividades. O

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pensaba en espacio o pensaba en palabras. Hoy ya manejo con soltura los dos lenguajes y
los superpongo.

¿Cómo se relacionan estas dos actividades?


Fijate... estas son tres cosas que disfruto: Cocinar, proyectar y escribir, y son básicamente
lo mismo. A partir de elementos reconocibles por todos, la intención y la ejecución de un
proyecto sensible, nos pone frente a la creatividad y al arte. De esa manera las relaciono.
Sin embargo, en cuanto a los temas, aún los tengo bastante separados. Fijate que no debe
haber lugar más rico para historias absurdas que una obra en construcción. Y sin embargo,
nunca construí ningún cuento o novela dentro de ese ámbito. Aún no sé por qué. Dos
mundos. Disfruto mucho de mi tiempo en obra y también de mis horas escribiendo. La
arquitecta regaló a la escritora el concepto de estructura. Y también el método aplicado
en el taller Laboratorio de Autor que coordino desde hace más de diez años.

¿Qué es lo que más te gusta de escribir?


Ser Dios. Decidir vida, muerte y circunstancia y no rendir cuentas a nadie. Porque la
arquitecta debe rendir cuentas a la historia, al cliente, al bolsillo del cliente, a las
reglamentaciones, a la física y a la química. Y me gusta sobre manera irme de este mundo
con el que tengo severos problemas. La realidad me acosa.
Empecé escribiendo cuentos. Absurdos y con un cierto humor negro. Luego mi formación
de arquitecta me hizo ver que si encontraba pronto una estructura de sostén para el
tema, la trama de las novelas aparecía sola. Allí me pase a escribir novelas cortas. La
síntesis es lo mío. Hoy, sin una estructura atractiva, no puedo desarrollar la trama. Ahora
vuelvo al cuento y, como traición del oficio, ya se presentó una estructura que los enlaza,
poniéndome en jaque para mantener esa individualidad de cada relato que tienden a
hacerse novela.

¿Qué cosas te motivan, te inspiran?


Generalmente, el padecimiento, todos los padecimientos. Y padezco cuando escribo. Por
eso, cada tanto escribo novela policial. Allí me alivio y pongo toda mi energía en cuidar la
solidez de la trama. La parte racional que hay en mí que es enorme, quizá
sobredimensionada, se siente de maravillas y actúa. Ordena y desordena. Luego está el
tema del humor, al que debo mantener bajo amenaza, porque intenta colarse donde no
debe. Tengo cinco novelas publicadas. Dos de ellas son policiales. Voy intercalando
padecimiento y alivio.

¿Qué temas son los que más te atraen?

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La identidad. En todos su niveles. Social, familiar, individual. Es mi tema en este momento.
Más adelante, no sé. Como mujer, como hija, como madre, como rehén de todos los
patriarcas de todas las culturas, la identidad me preocupa. Sobre todo la identidad de la
mujer. Aunque en las novelas policiales, Evidencio Triputti, mi investigador privado,
padece problemas de identidad en un mundo que permanentemente lo condena como
mediocre.

¿Pensás en el lector cuando estás escribiendo?


Sí, de una manera extraña. Lo cuido. Pero no dejo que se meta a opinar. Le agradezco su
potencial compañía y trato de no traicionarlo con inconsistencias en las historias. O con la
traición a los personajes. Ese lector confía en mí. Y yo lo necesito. Es una unión extraña.
Cada parte de ese par tiene reglas diferentes, pero en un punto se acompañan. No es que
escriba para los lectores. Ese lector que es también una entelequia es uno de mis mayores
acosos. Se mete conmigo y peleamos a menudo.

En un momento mencionaste el taller Laboratorio de Autor, contame algo.


Llevo adelante el Laboratorio de Autor. Un espacio donde, desde la provocación y un lugar
de libertad, dejamos que el autor aparezca y haga de las suyas. Siempre suyas. No es un
taller literario, aunque reflexionemos sobre literatura y escribamos. Digamos que formo
autores. Según se les cante ser.

¿En qué otros proyectos estás trabajando?


Pronto saldrá publicada por Editorial Planeta la novela Azafrán. Una novela/homenaje a
las abuelas bisagras de la inmigración. Textos y recetas. Luego, casi en etapa final existe
Un día, novela corta –más corta– que trata sobre la desacralización de la muerte. Absurda
y llena de humor negro. Y en etapa de corrección: Chocolate belga. Dos hermanas sin
deseos ni identidad. Más allá y bastante verde, un texto experimental, que podría llamar:
De cerca, nadie es normal. Cuentos entrelazados. Como ves. Sin letra, no hay vida.

Hablemos un poquito sobre La Ley Muia, esa novela que me llevó hasta vos.
¿Cómo llega a ser publicada?
La presenté en un concurso de Novelas de Baltasara Editora. Una editorial seria de Rosario
y relativamente nueva. El premio era la publicación. No ganó. Como había quedado dentro
de los seleccionados; por el tono y el tema fue considerada viable, y la novela se publicó
un tiempo después.

¿Sentís que se amplió tu público?

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Sí, claro. La novela tuvo mucha repercusión. No solo porque la autora va madurando en
cada texto, sino porque la editorial se mueve mucho y muy bien en ventas y distribución.
Un trabajo impecable.

La Historia se desarrolla en Venado Tuerto, ¿conocías el lugar o tuviste que investigar?


Ambos. Conocí la ciudad de piba. Tenía primos allí. Recordaba El mangrullo y siempre me
pareció mágica y triste la historia de ese hotel tan lujoso que fue tragado por la laguna.
Más tarde conocí El Hinojo. Ese páramo silencioso y esa laguna tan bella me parecieron
imponentes. Luego, mucha investigación. Mucha. Me gusta ficcionar dentro de las
rasgaduras de la realidad.

La Ley Muia dice: La vida resuelve sola, siempre. ¿De dónde sale este enunciado?
¡Ay!, sale de los padecimientos que me trae la terquedad. Recién ahora estoy
aprendiendo que no pasa por mí la obligación de ordenar el mundo, hacerlo justo, limpio y
amoroso, en paz, armonía, excelencia. Padecí mucho e hice padecer.

La novela está dedicada al “Iacha Muia, filósofo y asador”, ¿quién es el Iacha Muia?,
¿tiene algo que ver con esa ley que lleva su nombre?
El Iacha Muia era un personaje de Casilda. Era un bohemio. El Iacha tuvo el título de
bohemio en una ciudad donde el que trabajaba menos de lo considerado correcto es
condenado por vago. El Iacha era un filósofo urbano que, de tanto en tanto, se lo
contrataba para hacer asados enormes de festejos privados o en clubes. Él no sabe de esa
ley. Es un invento mío. Era una persona muy querida. Una vez, me dijo: Mirá Lilí (así me
dicen en Casilda), vos sos muy fuerte, quizá demasiado. Yo tenía quince años. Lo entendí a
los cuarenta. La Ley Muia es mi homenaje a esta persona tan querida. Alto, morocho,
engominado. De alpargatas y camisa blanquísima. Cantor, pensador y asador.

Contanos por qué la gente debería leer esta novela.


La Ley Muia es una novela rara dentro de los cánones del policial. No es novela negra. Es
el resultado de los desencuentros con su vida de Evidencio Triputti, investigador privado.
Tiene un humor ligero que me empeño en sostener y un personaje que mira la vida y la
cuestiona, permanentemente, desde lo que no pudo hacer con la suya. Es entretenida.
Ahora, si mientras te vas metiendo en la trama, te encontrás con una foto de nuestra clase
media argentina, o con la viveza criolla, o con la parte sucia de los negocios inmobiliarios...
no puedo decirte que sea casualidad.

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