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Tiempo de guerra, tiempo de memorias

Tabla de contenido

Proyecto de investigación ...................................................................................................................... 1


Cómo estudiar los usos políticos de la memoria ..................................................................................... 6
Capítulo 1 ................................................................................................................................................. 9
El auge de la memoria ............................................................................................................................. 9
¿Qué es esa cosas llamada memoria? ................................................................................................... 10
Acontecimientos que convocan a la memoria ...................................................................................... 16
Acontecimientos críticos y los usos políticos de la memoria ................................................................ 23

La guerra contra el crimen organizado como acontecimiento crítico .................................................. 27

Capítulo 2 ............................................................................................................................................... 29
En nombre de la seguridad las violencias de Estado ............................................................................. 29
Ellos o nosotros: el narcotráfico como “enemigo” interno en México ................................................. 41
Saldos de guerra .................................................................................................................................... 52
Los pilares de la catástrofe .................................................................................................................... 62
Capítulo 3 ............................................................................................................................................... 72
Capítulo 4 ............................................................................................................................................... 00

Resumen capítulo 1: En este apartado se presenta una rápida revisión del concepto memoria
colectiva Maurice Halbwachs (2004, 2004a) esto con la finalidad de conocer sus alcances o
límites para el estudio de contexto donde existe una disputa por la consolidación hegemónica
de una visión o interpretación sobre los acontecimientos violentos del pasado reciente.
Posteriormente, al observar qué tipo de acontecimientos dan origen a contextos de luchas
memorial analizaré los conceptos más adecuados para su estudio y análisis, los cuales guiaran
la presente investigación.

Resumen capítulo 2: Con el objetivo de rastrear los elementos que han construido la actual
catástrofe social que se viven en México; he retomado, en primer lugar, la tesis de Pilar
Calveiro (2012) sobre la existencia de una reorganización hegemónica neoliberal que precisa
de la puesta en marcha de conflictos armados a nivel global; la guerra antiterrorista y la guerra
contra el narcotráfico. En segundo lugar, tomando como base las estadísticas oficiales y de
organismos en pro de los derechos humanos, se analizaron los catastróficos saldos de la guerra
contra el narcotráfico. Finalmente, para explicar el fracaso de esta política pública, así como la
indiferencia social que ha marcado a este acontecimiento crítico y sus víctimas, propongo
pensar la existencia de cuatro pilares que se están íntimamente entrelazados: corrupción e
impunidad, temor e indiferencia.

Lo proyectado capítulo 3: En este apartado se analizarán aquellos elementos mediante los


cuales se construyó un discurso que encumbró al crimen organizado y, por ende, al criminal
como los principales enemigos de la seguridad del país. Lo que implicó, por un lado, justificar
esta ofensiva policiaco-militar conocida como guerra contra el narcotráfico y, por otro lado,
situar a todo aquel señalado como posible criminal, de modo irrevocable en el extremo
receptor de la acción exterminadora de la política de seguridad. Para este propósito, siguiendo
a Van Dijk (1999, 2008) se recurre al análisis del discurso político como herramienta que nos
permitirá observar cómo opera la ideología en la construcción de formas simbólicas que sirven
para imponer el sentido y las representaciones oficiales que justifican la militarización del
país, la violación sistemáticas a los derechos humanos y la criminalización de las víctimas, en
nombre del combate al narcotráfico

Lo proyectado capítulo 4: Dado que las luchas memoriales que se estudian en esta
investigación encuentran su lugar en el espacio público; en tanto discursos, testimonios y
representaciones simbólicas, he optado, dentro de este parado analizar el papel estas acciones,
llevadas a cabo por parte de los miembros del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
en dos actos públicos: El primero de ellos es la marcha por la paz con justicia y dignidad
ocurrida entre los días 5 y 8 de mayo de 2011. El segundo acto a estudiar, son los Diálogos por
la paz, sostenidos entre el gobierno federal y el Movimiento por la paz el 23 de junio de 2011
y el 14 de octubre del mismo año.
Tiempo de guerra, tiempo de memorias –protocolo de investigación–

Con el inicio del siglo XXI se han presentado nuevas contingencias que llenan de
incertidumbre la vida cotidiana. Vivimos en un mundo donde lo humano como tal se
encuentra asediado por toda clase de violencias globales, regionales y locales que amenaza
nuestros cuerpos, nuestras posesiones y nuestros hábitats (Bauman 2011). Estas violencias no
son resultado únicamente de acontecimientos particulares o decisiones individuales, pues su
presencia está relacionada con aquellas fuerzas políticas, económicas e institucionales de
carácter neoliberal. No en vano durante los últimos 30 años –dominados por los preceptos
neoliberales– fenómenos como el desempleo, la pobreza, la delincuencia, el crimen
organizado, las guerras preventivas, las masacres, los etnocidios, la exlcusión y la
marginalidad, entre otros, se han visto dinamizados no sólo en México sino a nivel mundial.
Bajo el signo de estos fenómenos se han concretado las tragedias contemporáneas que
han dejado a su paso miles de víctimas mortales. Pese a que estas violencias del presenten
convoca a la memoria, una memoria que parta del presente violento para realizar una revisión
crítica de este pasado próximo, es innegable –por desgracia– que la indolencia ha sido la
respuesta más común entre las mayorías.
Así como en el pasado, la sombra de la indiferencia protegió los más atroces actos
cometidos por el hombre –genocidios, campos de concentración, crimines de guerra, entre
otros muchos–, hoy en día vuelve a cubrir con su manto dos escenarios bélicos: la guerra
antiterrorista y la guerra contra el crimen organizado. La primera, utilizada para expandir el
nuevo orden global, vía la invasión territorios y apropiación de sus recursos naturales.
Mientras que la segunda, en nombre de la seguridad pública, conduce al encarcelamiento y
muerte de miles de civiles, en especial de jóvenes y pobres (Calverio 2012).
Son estos “nuevos” frentes bélicos, con sus violencias legítimas e ilegítimas, donde se
enmarcan las atrocidades de hoy –torturas, desapariciones, masacres, extermino de aquellos
considerados como peligroso–, pero también donde crece una indiferencia que disciplina y
anestesia la sensibilidad de la sociedad (Martyniuk, 2010)
De acuerdo con Pilar Calveiro (2012) ambas guerras, al ser funcionales a los preceptos
neoliberales –para imponer las aperturas económicas y las políticas represivas a nivel
mundial– precisan de la figura de un “enemigo” incómodo, temible, pero principalmente,

1
peligroso; el cual, autoriza el ejercicio de esta violencia de Estado en el ámbito internacional
como nacional. En este sentido, el “terrorista” y el “criminal” son figuras cuya construcción –
desde los discursos ideológicos– permiten la propagación de altos niveles de pánico social que
supera y relega a un plano secundario la violencia estructural. Asimismo, le permiten al Estado
neoliberal encontrar su legitimidad combatiendo estas nuevas “amenazas” a la seguridad.
Este nuevo Estado “securitario” –consolidado a partir de los atentados del 11 de
septiembre de 2001– se ha expandido por todo el mundo gracias a sus frentes bélicos y
poderes represivos. Así, mientras las grandes potencias económicas –Estados donde se
localizan los miembros de la red corporativa transnacional (militar, industrial financiera y
comunicacional) están enfocadas en el “combate” al terrorismo internacional. Los países
periféricos –Estados disciplinados a los mandatos neoliberales– se han ceñido a las políticas
de “seguridad” global, vía la guerra contra la delincuencia o el crimen organizado.
En esta última situación se halla México desde diciembre del año 2006, cuando el
gobierno de la República encabezado por Felipe Calderón (2006-2012) encomendó a las
distintas instituciones encargadas de la seguridad del país –Secretaria de Marina, Secretaria de
la Defensa Nacional, Secretaría de Seguridad de Pública, Procuraduría General de la
República, Centro de Investigación y Seguridad Nacional– un ataque frontal a la diversas
organizaciones del crimen organizado. Los objetivos que se buscaban con esta política de
seguridad fueron; en primer lugar, la recuperación de los espacios públicos invadidos por la
delincuencia y, en segundo lugar, combatir tanto la estructura criminal como financiera de las
organizaciones delictivas.
Si bien esta política pública buscó mejorar las condiciones de seguridad en el país,
resulta evidente que los objetivos planteados nunca se alcanzaron. Es decir, este combate al
crimen organizado –conocido como guerra contra el narcotráfico– además de incrementar los
niveles de violencia en el país, también incidió directamente en el constante aumento de
homicidios dolosos, los cuales sumaron 66 mil 630 hacia el final del sexenio de Felipe
Calderón (Gobierno de la República, 2014).
Esta cifra de víctimas mortales es una muestra de las graves consecuencias que ha
generado este conflicto armado que se vive en el país, del año 2006 a la fecha1. Quizá puede

1
Según el Departamento de Investigación sobre Paz y Conflictos de la Universidad de Uppsala, por conflicto
armado se entiende “una incompatibilidad impugnada que afecta a gobierno y / o el territorio, donde el uso de la

2
resultar exagerado este término, sin embargo, los hechos de violencia que se extienden a lo
largo y ancho del país, permiten afirmar la existencia en México de un conflicto armado con
tres rostros diferentes: el primero ellos está compuesto por los enfrentamientos armados entre
las fuerzas del Estado en contra de la diferentes organizaciones del crimen organizado
dedicadas al tráfico de drogas; el segundo rostro se forma a partir de las disputas armadas
entre las diversas células del crimen organizado, en abierta disputa por la rutas para el trasiego
drogas y otras mercancías ilegales. Finalmente, el tercer rostro se concreta a raíz del
surgimiento de grupos de civiles armados –autodenfensas– quienes, ante la incapacidad de las
autoridades, decidieron enfrentar a ciertos grupos criminales.
Es evidente que estos rostros de la violencia en México han afectado, y seguirán
afectando, directa e indirectamente a grandes sectores de la sociedad mexicana. Por esta razón
es imprescindible poner nuestra mirada sobre el proceso que, por un lado, facilitó la puesta en
marcha de una política de seguridad con tintes bélicos y que, por otro lado, alimentó (y
alimenta) la indiferencia hacia las víctimas de la guerra contra el narcotráfico.
La historia nos ha enseñado que guerra en tanto actividad y ejercicio intelectual de la
humanidad es una fenómeno tan concreto como simbólico. Pues además del uso de la fuerza
en búsqueda de la destrucción del adversario, la guerra también se caracteriza por su violencia
de los signos, es decir, representaciones simbólicas donde los enemigos se construyen
mutuamente. Dichas representaciones, parafraseando a Bourdieu (2013), constituyen
percepciones, categorías de apreciación del mundo social y principios de jerarquización que,
quien no llega a coincidir con tales esquemas de sentido puede ser considerado como
sospechoso o incluso enemigo. Los cuales con su presencia, no sólo desequilibran el orden
confiable y la seguridad, sino que además provocan comportamientos de desprecio,
indiferencia y hasta de exterminio (Sabido, 2009).
En el ámbito de los nuevos frentes bélicos arriba mencionados, la construcción del
enemigo está presente en el discurso de la seguridad y la defensa, pues sin estas nociones estas
guerras no tendrían razón de ser. En el caso específico de México, la guerra contra

fuerza armada entre dos partes, de las cuales al menos uno es el gobierno de un Estado, se traduce en al menos 25
muertes relacionadas con los combates en un año”. Asimismo, esta definición incluye a aquellos enfrentamientos
armados entre dos o más grupos donde ninguna de las partes en conflicto es gobierno. <
http://www.pcr.uu.se/research/ucdp/definitions/ > [consultado el 27 de marzo de 2014].

3
narcotráfico se acompañó de un discurso que al encumbrar al narcotráfico y a los delincuentes
como los principales enemigos de la seguridad del país, terminó por criminalizar a la mayoría
de las víctimas mortales de esta guerra. De acuerdo con Bauman (2011), el hecho de pensar a
las víctimas como fuentes potenciales de peligro, implica no sólo presentarlos como “objetos
puros y simples, situados de modo irrevocable en el extremo receptor de la acción
exterminadora de la seguridad”, sino que también se les niega la subjetividad humana, es
decir, son descalificados como potenciales interlocutores, “pues cualquier cosa que digan, o
que hubieran dicho de habérseles otorgado voz, se declara a priori irrelevante, si es que si
quiera se la escucha” (Bauman, 2011: 83).
Frases como: “se están matando entre ellos”; “el 90 por ciento de los muertos son
criminales” o “no hay regreso: son ellos o nosotros” –pronunciadas por Felipe Calderón– son
una pequeña muestra de los comportamientos de indolencia y de aniquilación que se generan
en el ámbito gubernamental y que alimenta las emociones de amplios sectores de la sociedad
mexicana en torno a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico en México. Por desgracia,
resulta imposible negar que el hecho de pensar al narcotráfico y los delincuentes como los
principales enemigos del país ha sido hasta ahora funcional al sistema, pues al mismo que
tiempo que ha relegado a un segundo plano las condiciones estructurales que fomentan las
actividades del crimen organizado, también ha logrado reducir la guerra contra el narcotráfico
en una confrontación de “buenos” contra “malos”, donde los primeros –sin importar sus
excesos o lo ilícitos de sus actos– siempre serán identificados con las fuerzas del Estado,
mientras que los segundos –sin pruebas jurídicas fehacientes de su culpabilidad– serán
aquellos que las autoridades y medios de comunicación señalen como criminales.
Múltiples voces han emergido para cuestionar esta representación que se tiene del
conflicto armado en México. Son voces que al oponerse a la versión oficial permiten, por un
lado, develar aquel rostro hasta ahora borrado, el de las víctimas. Mientras que, por otro lado,
participan en la construcción y disputa por la memoria sobre este conflicto, la cual “es una
lucha de significados, abiertamente política, con la que se hace posible –o imposible–
reconocimientos sociales, reparaciones simbólicas y dignificación” (Ortega, 2011: 42). Así,
ante la presencia de este conflicto armado, de saldos catastróficos, se impone un deber
memoria (Bergalli y Rivera, 2010), no sólo de las víctimas y sus familiares, quienes son los
primeros en evocar esa violencia que han trastocado su vida, sino también para todos aquellos

4
que se sientan o no afectados por la guerra contra el narcotráfico. De esta forma, el deber
memoria se convierte automáticamente en social, pues confronta los tejidos discursivos de
aquellos que, por un lado, defiende y exaltan el uso y abuso de la violencia estatal en nombre
de la seguridad y, por otro lado, los testimonios de las víctimas, sus familiares y
organizaciones sociales que buscan refutar la “verdad histórica” de los primeros.
Si bien es cierto que este proceso es incipiente, reflexionar en torno suyo resulta
pertinente dada su relevancia de cara a las definiciones políticas y de justicia de este violento
contexto y al futuro de México. Por ello, esta investigación tiene el propósito de mostrar
algunos de los elementos mediante los cuales se teje el discurso estatal para imponer una
visión que criminaliza e incita a la indolencia hacia las víctimas de la guerra contra el
narcotráfico. Asimismo, existe la necesidad de observar su contracara, los testimonios las
víctimas –y sus familiares–, la otra versión de la violencia legítima e ilegítima ejercida en este
conflicto armado.
Para alcanzar dicho propósito es necesario responder las siguientes preguntas: ¿Cuáles
son las imágenes del “criminal-enemigo” construidas por el Estado, que naturalizaron la idea
de unos seres peligrosos de los que había que prescindir? ¿Cuál es el uso político de esta
producción interpretativa que intenta erigirse como la “verdad histórica” de la guerra contra el
narcotráfico? ¿Frente a este relato oficial, cómo se abre paso la memoria de las víctimas, es
decir, desde dónde y cómo narran estos acontecimientos que han trastocado su vida por causa
de este conflicto armado? ¿Cómo se representa la memoria de las víctimas en el espacio
público? ¿Qué tipo de tensiones se generan en el espacio público entre ambos relatos?
finalmente ¿qué papel juega la memoria de la víctimas frente a la criminalización e indolencia
de que han sido objeto?
Estas preguntas están en relación con el objetivo general de mi investigación, el cual
es, estudiar los usos políticos que se les da a los recursos discursivos y representaciones que
construyen la memoria de la guerra contra el narcotráfico en México. En otras palabras,
analizar los tejidos discursivos de aquellos que, por un lado, defiende y exaltan el uso y abuso
de la violencia estatal en nombre de la seguridad y, por otro lado, los testimonios de las
víctimas, sus familiares y organizaciones sociales que buscan impugnar la “verdad histórica”
de los primeros.

5
Como estudiar los usos políticos de la memoria
Es necesario aclarar que esta investigación, si bien gira en torno de la memoria como proceso
social, está más aproxima al término usos políticos de la memoria –que al concepto de
memoria colectiva– para referirme a los usos que del pasado hacen grupos e instituciones de
la sociedad por cuestiones de intereses ligados al presente. Eugenia Allier (2010) sugiere que
este concepto es más apto para el estudio de luchas memoriales, donde lo que lo que priva es
la intención de que una representación simbólica sobre acontecimientos del pasado (reciente)
“reine sobre el resto de las representaciones, es decir que se transforme en hegemónica en el
espacio público”.2
Por esta razón, para entender el presente violento en nuestro país, además de
preguntarnos por las causas y consecuencias de este acontecimiento crítico, hay que interrogar
los discursos ideológicos, la memoria y las representaciones que construyen a su alrededor. Es
decir aquellas acciones públicas y manifiestas donde los actores sociales y políticos intentan
establecer su relato como memoria social compartida
Con base en lo anterior, para dar respuesta a las anteriores interrogantes es necesario
partir del análisis crítico del discurso político (T. van Dijk, 1999), pues de la mano de la
reorganización hegemónica neoliberal se ha gestado una serie de deformaciones o sesgos
ideológicos en “el plano de significaciones, en los lenguajes, en los significados, en las
formas en que las cosas se nombran o se dejan de nombrar, en las explicaciones, en la
memoria y en la historia oficial” que operan en la construcción social del sentido. (Margulis,
2009: 83).
Luchas memoriales –o luchas por la imposición del sentido social– son procesos
íntimamente vinculados con un nivel de significación presente en los discursos que “tiende a
legitimar un orden social y político injusto y desigual” (Margulis, 2009: 84). Así la ideología,
como parte de la cultura, es un contenido negativo que oculta, simplifica o dificulta la
comprensión de lo social, pero que a la mismo tiempo funciona para “constitución,
establecimiento y sostenimiento de relaciones sociales concretas, en muchos casos de
dominación y subordinación” (Iturriaga, 2011: 26) (Margulis, 2009).

2
Para una profundización de trabajos desarrollados a partir de esta perspectiva ver, entre otros, Eugenia Allier
Montaño (2010); Elsa Blair Trujillo (2011); Marcela Briceño-Donn (2009); Pilar Calveiro (2006); Alejandro
Castillejo-Cuellar (2009); Elizabeth Jelin (2002; María Victoria Uribe (2009).

6
En la guerra contra el narcotráfico, el nivel de significación ideológico se encuentra
presente en los discursos políticos de la seguridad pronunciados por Felipe Calderón,
presidente de México del año 2006 al 2012. Pues en ellos, al hablar seguridad y defensa
habló de guerra. Dado que Hablar de guerra es hablar de la construcción de un “nosotros” y un
“ellos”. Estos últimos generalmente asociados a valores y prácticas negativas que ponen en
“peligro” el orden social y seguridad interna de las sociedad.
Para conocer este tipo de construcciones y su uso político dentro de la guerra contra el
narcotráfico, es necesario acercarse a la definición de ideología de Teun Van Dijk (2003),
quien la piensa a ésta como representaciones de la identidad y la diferencia. Para observar
cómo se caracterizan los grupos Van Dijk (2008,) propone seis categorías básicas que
organizan las proposiciones evaluativas y definen el tipo de grupo:
 Identidad/Pertenencia: ¿Quién pertenece al grupo y quién no?
 Tareas/Actividades: ¿Qué hacemos normalmente? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Cuál
es el papel o tarea de nuestro grupo?
 Objetivos: ¿Qué queremos? ¿Por qué lo hacemos?
 Normas/Valores: ¿Qué es lo bueno y qué es lo malo para nosotros?
 Posición: ¿Qué tipo de relaciones tenemos con los demás?
 Recursos: ¿Quién accede a nuestros recursos
Asimismo, a la par de estas categorías, es necesario retomar las ideas de John B.
Thompson (2002), sobre los cinco modos generales en que opera la ideología en el discurso
político. De acuerdo con este autor, la ideología moviliza el significado social y sirve para
sostener relaciones de dominación vía: la legitimación, la simulación, la unificación, la
fragmentación y la cosificación3. Este conjunto de herramientas teórico-metodológicas de Van
Dijk (1999, 2008) y Thompson (2002) me permitirán acceder a las imágenes del “criminal-
enemigo” construidas por el Estado, que naturalizaron la idea de unos seres peligrosos de los
que había que prescindir.
Ahora bien, frente a la versión oficial, sus representaciones y sentidos, en el ocaso del
sexenio de Felipe Calderón, múltiples voces emergen del dolor y el sufrimiento para
cuestionar la guerra contra el narcotráfico en México, son voces y testimonios participan en la
construcción y disputa por la memoria sobre este conflicto. Como mencioné líneas arriba, que

3
Categorías que se analizarán capítulos más adelante.

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las luchas memoriales que se estudian en esta investigación encuentran su lugar en el espacio
público; en tanto discursos, testimonios y representaciones simbólicas, he optado, dentro de
esta investigación analizar el papel estas acciones, llevadas a cabo por parte de los miembros
del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en dos actos públicos: El primero de ellos
es la marcha por la paz con justicia y dignidad ocurrida entre los días 5 y 8 de mayo de 2011.
El segundo acto a estudiar, son los Diálogos por la paz, sostenidos entre el gobierno federal y
el Movimiento por la paz el 23 de junio de 2011 y el 14 de octubre del mismo año.
El motivo de esta elección se basa en que ambos actos, marcan el inicio de un
movimiento que otorgó voz y visibilidad a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico.
Asimismo, porque es a través de estos primeros testimonios y discursos –particularmente en
los Diálogos por la paz– donde se señala de manera directa la responsabilidad del Estado ante
la violencia y sus víctimas, al mismo tiempo que se propugna por el derecho y la dignificación
de las víctimas. En efecto, en los Diálogos por la paz es posible observar frente a frente dos
memorias totalmente opuestas: la postura belicista del gobierno federal y la postura pacifista
del movimiento de víctimas. Para efectuar el análisis de los testimonios y discursos de los
miembros del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, se recurre al análisis del
discurso político propuesto por Van Dijk (1999) y los modos generales en que opera la
ideología (Thompson, 2002).
(Finalmente, aunque no está del todo definido –cómo y a través de que herramienta–
en esta investigación, se contempla analizar qué tipo de legado ha dejado estas luchas
memoriales, en el ámbito del sentido, la justicia y la dignificación de las víctimas).

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Capítulo I

El auge de la memoria

En las últimas décadas el campo analítico y reflexivo sobre la memoria ha experimentado gran
un crecimiento. Disciplinas como la filosofía, historia, antropología, sociología –entre otras–,
cada una con sus objetivos y distintas perspectivas, han participado en lo que algunos llaman
la obsesión memoralística. Si bien es cierto que la categoría memoria tiene una larga presencia
en las ciencias sociales, rastreable hasta la tesis doctoral de Emile Durkheim sobre La división
social de trabajo social (2012), donde al definir la conciencia colectiva nos invita a pensar en
una memoria social por obligación que, ligada a la solidaridad mecánica, se viven en el
presente pero con un anclaje en el pasado. El actual auge de los estudios sobre la memoria está
en relación directa con el debate sobre el Holocausto y la conmemoración de fechas
significativas referidas a la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, otro factor que influyó en este apogeo, se relaciona con la necesidad de
transmitir las experiencias de pasados marcado por la violencia y las violaciones a los
derechos humanos (Allier, 2012). Ejemplo de ello son las discusiones sobre las dictaduras
latinoamericanas de los años setentas y ochentas. Así como los estudios llevados a cabo en
África –en torno del apartheid sudafricano y el genocidio en Ruanda–, en Europa del Este –
con el conflicto de los Balcanes– y Medio Oriente –la conflictiva relación entre Israel y
Palestina–.
En este sentido, si hoy se habla de un “boom” de la memoria por desgracia éste no está
desligado, en primer lugar, de los genocidios, las masacres, los crímenes de guerra y todas
aquellas formas que adopta la violencia estatal y no estatal, en los diversos contextos sociales.
En segundo lugar, la memoria también se relaciona con los reclamos de justicia, “como
presencia incómoda [ante la versión oficial] a través del relato de los sobrevivientes”
(Calveiro, 2006: 67).
Dado que la memoria ha tenido este auge en lo social y académico, resulta obligada la
siguiente pregunta.

9
¿Qué esa cosa llamada memoria?
Si bien la memoria como objeto de estudio está relacionado con diversas disciplinas del saber
humano –presentando así diversas definiciones–, en las siguientes líneas me ocuparé de una
rápida revisión del concepto memoria colectiva Maurice Halbwachs (2004, 2004a) esto con la
finalidad de conocer sus alcances o límites para el estudio de contexto donde existe una
disputa por la consolidación hegemónica de una visión o interpretación sobre los
acontecimientos violentos del pasado reciente. Posteriormente, al observar qué tipo de
acontecimientos dan origen a contextos de luchas memorial analizaré los conceptos más
adecuados para su estudio y análisis.
Es verdad que en la División del trabajo social de Durkheim (2012) es posible
encontrar la primera referencia de la memoria vinculada a lo social. Sin embargo, fue Maurice
Halbwachs4 quien logró la consolidación del término memoria colectiva en las ciencias
sociales. En su obra clásica Los marcos sociales de la memoria, (2004: 8) afirmó: “es en la
sociedad donde normalmente el hombre adquiere sus recuerdos, es allí donde los evoca, los
reconoce y los localiza”.
Para Halbwachs, al igual que para otros sociólogos de su época, el hombre no puede
ser entendido como un ente aislado, pues éste al encontrarse en una relación de total
dependencia con la sociedad, hasta el simple (pero complejo) acto recordar –como capacidad
individual– lo vincula al tiempo, al espacio y a la experiencia de otros.

Lo más usual es que yo me acuerdo de aquello que los otros me inducen a recordar, que su
memoria viene en ayuda de la mía, que la mía se apoya en la de ellos. Al menos, en estos
casos, la manifestación de mis recuerdos no tiene nada de misterioso. No hay que
averiguar si se encuentran o se conservan en mi cerebro o en una recóndita parte de mi
espíritu, donde yo sería, por lo demás, el único que tendría acceso. Puesto que los
recuerdos son evocados desde afuera, y los grupos de los que formo parte me ofrecen en

4
Maurice Halbwachs (1877-1945), es considerado como el iniciador y teórico de la sociología de la memoria.
Heredero y crítico de Durkheim, definió la sociología como “el análisis de la conciencia según se descubre dentro
de la sociedad y según es descubierta por ella, y es la descripción de esta sociedad concreta, es decir, las
condiciones –idioma, orden, instituciones, presencias y tradiciones humanas– que hacen posible la conciencia de
cada uno. No podemos pensar nada, no podemos pensarnos a nosotros mismos, sino a través de los demás y para
los demás” (Alexandre, 2008: 18). Halbwachs desarrolló sus actividades académicas en Alemania, Estados
Unidos y Francia, lugar donde es arrestado por la Gestapo en 1944 y deportado al campo de concentración de
Buchenwald, en Alemania, donde muere el 16 de marzo del año siguiente.

10
cada momento los medios de reconstruirlos, siempre y cuando me acerque a ellos y
adopte, al menos, temporalmente sus modos de pensar (Halbwachs, 2004: 8-9).

Con base en lo anterior, la memoria se presenta como un hecho fácilmente


comprensible: como una reconstrucción del pasado que requiere de la interacción entre
individuo y grupo. Es decir, a partir de la experiencia de los otros, que actúa sobre la nuestra,
se activan los contenidos de nuestra memoria. Es así que Halbwachs (2004: 9) señala la
existencia de una memoria colectiva y de marcos sociales que la posibilitan, pues “en la
medida en que nuestro pensamiento individual se reubica en estos marcos y participamos de
esta memoria, nosotros –los individuos– somos capaces de recordar”.
¿Cuáles son esos marcos sociales de memoria colectiva en los que se apoya la memoria
individual? Por marcos sociales de la memoria debe entenderse, un conjunto de puntos de
referencia, coordenadas que permiten unificar las ideas, los pensamientos y las visiones del
mundo de los distintos grupos sociales. Según Halbwachs (2004: 10) el tiempo, el espacio y el
lenguaje son “los instrumentos que la memoria colectiva utiliza para reconstruir una imagen
del pasado acorde con cada época y en sintonía con los pensamientos de la sociedad”.
Halbwachs profundiza estas ideas en La memoria colectiva (2004a). Ahí, bajo la
premisa de que las necesidades del presente de una sociedad controlan la posibilidad de
recordar o no de un acontecimiento, precisó que el tiempo –más allá de su concepción
abstracta, propia de las matemáticas y la física– debía de ser pensado como un marco de
experiencia de carácter colectivo que nos “permite retener y recordar los acontecimientos que
se han producido en él” (2004a: 99). De esta manera, el tiempo no es más un muro liso donde
no puede asirse ningún recuerdo, sino que se vincula con fechas y periodos que son
considerados socialmente significativos.
Así para Halbwachs (2004a) el tiempo es una construcción social que se vincula con lo
que permanece para su comunicación y posterior recuerdo, lo cual posibilita que un grupo
social, con su pensamiento o sentimiento, pueda moverse y mantener una cierta identidad o
sentido de unidad. Esto le permite hablar de la existencia de tantos tiempos como de la
existencia de tantos grupos que los signifiquen, y en consecuencia ocurre que el tiempo en
cierto grupo es el que debe ser y los hombres que pertenecen a él, lo piensan según la marcha
de sus necesidades y tradiciones (Halbwachs, 2004a).

11
Así como ocurre con el tiempo, sucede otro tanto con el espacio. El espacio y las
relaciones que mantenemos con él, están vinculados con la idea que nos formamos de nosotros
mismos. De acuerdo con Halbwachs (2004a: 113), “cuando un grupo se encuentra inmerso en
una parte del espacio, la transforma a su imagen, pero a la vez se somete y se adapta a la
influencia de la naturaleza material y participa en su equilibrio”. Así, el grupo se confina
dentro del marco que ha construido.

Entonces, todo lo que hace el grupo puede traducirse en términos espaciales, y el lugar
que ocupa no es más que la reunión de todos los términos. Cada aspecto, cada detalle de
este lugar tiene un sentido que sólo pueden comprender los miembros del grupo, porque
todas las partes del espacio que ha ocupado corresponden a otros tantos aspectos distintos
de la estructura y la vida de su sociedad, al menos en su faceta más estable . (Halbwachs,
2004a: 133-134).

Con base en lo anterior, podemos observar que el espacio cobra sentido en función de
lo que ahí se ha experimentado. Es decir, el espacio –al igual que el tiempo– no es una
instancia vacía, sino que es una instancia social, pues el espacio también persiste en los
objetos, las construcciones, los trazos, los caminos o las calles, es decir, se constituye como un
ámbito más o menos estable, donde se configura el recuerdo, la identidad y el sentimiento de
una cierta unidad. Ejemplo de esto, es el lugar antropológico de Marc Augé (2008) y los
lugares de memoria a los que hará referencia Pierre Nora (2008).
Además de su carácter experiencial los marcos espacio-temporales, son entendidos por
Halbwachs, como sistemas relacionales y simbólicos siempre expresados, que necesitan para
su construcción y consolidación del marco más importante de la memoria colectiva; el
lenguaje (Juárez, 2012). Para Halbwachs, el funcionamiento de la memoria no es posible sin
esos instrumentos que son las palabras, un lenguaje determinado, que sirven para configurar
una realidad social e informar sobre un pasado que cambia y se reconstruye en función del
presente. En efecto, para comunicar ciertos significados es necesario un lenguaje –oral,
pictográfico o escrito–, que supone un acuerdo previo entre quienes lo hablan y, que dará
forma a aquello que Paul Ricoeur (2006: 27), nombró como memoria declarativa: “decir que
nos acordamos de algo, es declarar que hemos visto, escuchado, sabido o aprehendido algo, y
esta memoria declarativa se expresa en el lenguaje de todos, insertándose así, al mismo
tiempo, en la memoria colectiva”.

12
Ahora bien, otra idea valiosa que permite mayor claridad del término memoria
colectiva, es la distinción entre ésta y la historia. En efecto, Halbwachs (2004a) afirmó:
La memoria colectiva se distingue de la historia al menos en dos aspectos. Es una
corriente de pensamiento continuo, de una continuidad que no tiene nada de artificial, ya
que del pasado sólo retiene lo que aún queda vivo de él o es capaz de vivir en la
conciencia del grupo que la mantiene. Por definición, no va más allá de los límites de este
grupo. [Mientras que] la historia divide la sucesión de los siglos en periodos, del mismo
modo que la materia de una tragedia se reparte en varios actos [...] No duda en introducir
en el curso de los hechos divisiones simples, cuyo lugar se fija de una vez para siempre.
[…]
En el desarrollo continuo de la memoria colectiva, no hay líneas de separación claramente
trazadas, como en la historia, sino simplemente límites irregulares e inciertos. El presente
(entendido como algo que se extiende a lo largo de una duración determinada, que interesa
a la sociedad actual) no se opone al pasado del mismo modo que se distinguen dos
periodos históricos vecinos […] La memoria de una sociedad se extiende hasta donde
puede, es decir, hasta donde alcanza la memoria de los grupos que la componen. […]
El segundo rasgo por el que se diferencia de la historia es [la existencia] varias memorias
colectivas. La historia es una y podemos decir que no hay más que una historia [...] El
mundo histórico [construido por los historiadores] es como un océano en el que confluyen
todas las historias parciales.
La memoria colectiva, en cambio, es un grupo visto desde dentro, y durante un periodo
que no supera la duración media de la vida humana, que suele ser muy inferior. Presenta
al grupo un cuadro de sí mismo que, sin duda, se prolonga en el tiempo, ya que se trata de
su pasado, pero de modo que se reconozca siempre en estas imágenes sucesivas. La
memoria colectiva es un cuadro de parecidos, y es natural que se dé cuenta de que el
grupo siga y haya seguido igual, porque fija su atención en el grupo, y lo que ha cambiado
son las relaciones o contactos del grupo con los demás. (Halbwachs, 2004a: 81, 82, 83-84,
85 87).
Esta distinción realizada por Halbwachs nos permite ver cómo la memoria colectiva
tiene la capacidad de construir vínculos entre los individuos –la memoria individual sólo tiene
realidad en cuanto participa de la memoria colectiva–, de reforzar la cohesión de los grupos –
la memoria es la condición de posibilidad para construcción identidades de grupo. Ambas

13
capacidades hacen de la memoria una experiencia plural, selectiva y multiforme, inscrita en
tiempos y espacios sociales diferenciados, de los cuales se apropian los grupos.
Si bien cierto que las anteriores aportaciones de Halbwachs han sido importantes para
el estudio de las formas en las que los grupos sociales representan su pasado y el lugar que le
asignan. La pregunta obligada es, si esta concepción es adecuada para estudiar procesos de
luchas por la memoria, es decir, contextos socio-políticos donde existe una disputa por la
consolidación hegemónica de una visión o interpretación sobre los acontecimientos violentos
del pasado reciente.
Para responder esta interrogante, es necesario partir del hecho de que Halbwachs como
sociólogo estuvo influenciado por los planteamientos teóricos de Durkheim. De ellos, destaca
la idea que concibe a la sociedad –en tanto hecho social externo y anterior al individuo– como
el principal factor que determina las conciencias individuales. Es decir, para Durkheim, los
individuos están limitados en su acción social, pues éstos están determinados por los hechos
sociales inmateriales como la moral, la conciencia colectiva y las representaciones colectivas.
Bajo esta premisa de la sociología clásica (la relación individuo y sociedad), parece
haber sido escrito Los marcos sociales de la memoria. Pues así cómo Durkheim pensó que las
conciencias individuales se definían a partir de la conciencia colectiva, Halbwachs (2004: 9)
afirmó que “en la medida en que nuestro pensamiento individual se reubica en marcos
[sociales] y participa de esta memoria [colectiva] es que sería capaz de recordar”. De la misma
manera en que Durkheim concedió poca independencia a los individuos frente a los hechos
sociales, Halbwach apenas si los considera a éstos como recipientes donde se guardan las
marcas del pasado. Con lo cual, prácticamente se despoja al individuo de la capacidad de
recordar por sí mismo, pues es en la sociedad donde normalmente el hombre adquiere sus
recuerdos, es allí donde los evoca, los reconoce y los localiza (Halbwachs 2004: 8).
Luego entonces, si el individuo necesita forzosamente de los marcos sociales para
acceder a sus recuerdos, se impone la siguiente pregunta: ¿el individuo tiene la capacidad de
modificar los marcos sociales de memoria? La respuesta, siguiendo los planteamientos de
Halbwachs, es no. No, porque los marcos sociales no son formas vacía sino, como lo señala
su definición, son puntos de referencia, coordenadas que permiten unificar las ideas, los
pensamientos y las visiones del mundo de los grupos sociales. Si bien, no le pertenecen al
individuo si hay algo de ellos en él. Los posee pero es incapaz de actuar sobre ellos y tener así

14
alguna influencia sobre los mecanismos que posibilitan la memoria de las sociedades y los
grupos (Colacrai 2010).
No obstante, lo anterior no significa que los marcos sociales de la memoria
permanezcan inmutables al paso de los años. Si bien éstos pueden cambiar de un periodo a
otro, es la sociedad quien “adaptándose a las circunstancias y, adaptándose a los tiempos, se
representa el pasado de diversas maneras: la sociedad modifica sus convenciones. Dado que
cada uno de sus integrantes se pliega a esas convenciones, modifica sus recuerdos en el mismo
sentido en que evoluciona la memoria colectiva” (Halbwachs, 2004: 324).
Con base en lo anterior, es posible observa cómo esta propuesta teórica está más
enfocada al estudio de grupos o instituciones capaces de fijar interpretaciones sobre el pasado
estables y dominantes. Estables porque sirven de lugar permanente de organización durante
largo tiempo; dominantes porque cada recuerdo estará vinculado a ellas en su lógica y en su
visión del mundo, como un centro de organización. He aquí el porqué, Halbwachs (2004) se
dedicó al estudio de la familia, la religión, las clases sociales y sus tradiciones.
Este conjunto de características –la idea de un individuo sólo como contenedor de
marcas del pasado, sin capacidad de influir sobre los marcos sociales de la memoria colectiva,
así como la vinculación de éstos con grupos o instituciones de carácter homogéneo– impiden
utilizar, al menos en su formulación original, las categorías propuestas por Halbwachs (2004,
2004a) en contextos marcados por la violencia que imponen un deber de memoria vinculado
con la problemática de la construcción social del sentido. Es decir, contextos donde existe una
confortación de diferentes memorias en torno a acontecimientos de intereses político o
ideológicos que impelen la presencia de un actor social activo, no sólo en la construcción de
recuerdos sino también con capacidad de cuestionar o rechazar relatos impuesto como
memoria.
A la luz de lo anterior, una vez que he establecido cierta distancia con el concepto de
memoria colectiva de Halbwachs, es necesario señalar aquí, que esta investigación se
aproxima más al término usos políticos de la memoria para referirme a la usos que del
pasado hacen grupos e instituciones de la sociedad por cuestiones de intereses ligados al
presente. Eugenia Allier (2010) sugiere que este concepto es más apto para el estudio de
luchas memoriales, donde lo que lo que priva es la intención de que una representación

15
simbólica sobre acontecimientos del pasado (reciente) “reine sobre el resto de las
representaciones, es decir que se transforme en hegemónica en el espacio público”.5
De esta forma, la memoria, además de recuerdo, es un acto intencionalmente buscado,
guiado por diversos motivos y desde diferentes perspectivas. Lo cual implica que “no existen
las memorias neutrales sino formas diferentes de articular lo vivido con el presente. Y es en
esta articulación precisa, y no en una u otra lectura del pasado, donde reside la carga política
que se le asigna a la memoria” (Calveiro, 2006: 377). Es decir, dependiendo de cómo se
articulan las representaciones del pasado con las premisas del presente se estarán construyendo
memorias que pueden ser funcionales o resistentes al poder.
Si bien es cierto que la multiplicidad de memorias que circulan dentro de las
sociedades, no todas pueden reducirse a esta lógica, también lo es, que en esta coexistencia y
contrapeso surge la intensión de fijar un relato como memoria compartida. Especialmente si
los relatos memoriales se tejen en torno de acontecimientos que han o están estructurando lo
político, lo social y lo subjetivo. ¿Cómo y en dónde tienen lugar estas batallas por la memoria?
Dado que con el término los usos políticos de la memoria se señala a las luchas memoriales
que surgen en torno acontecimientos del pasado que han afectado a la sociedad, éstas no
pueden llevarse a cabo desde lo individual, lo privado, lo subrepticio. Sino todo lo contrario,
su lugar está en lo público y lo manifiesto (Allier, 2010). Es a través de discursos,
declaraciones, testimonios y representaciones simbólicas, donde los actores sociales y
políticos intentan establecer su relato como memoria social compartida.
Ahora bien, bajo este panorama surge la pregunta ¿qué acontecimientos influyen en la
construcción de contexto de luchas memoriales, donde está en juego la posibilidad de imponer
una nominación legítima del pasado?

Acontecimientos que convocan a la memoria


Bergalli y Rivera (2010) afirman que ante la presencia de fenómenos sociales que dejan una
marca profunda –por sus saldos catastróficos– en la memoria de una sociedad, ésta se inviste
como un deber social. Con base en esta premisa, en las postrimerías del siglo XX comienza la

5
Para una profundización de trabajos desarrollados a partir de esta perspectiva ver, entre otros, Eugenia Allier
Montaño (2010); Elsa Blair Trujillo (2011); Marcela Briceño-Donn (2009); Pilar Calveiro (2006); Alejandro
Castillejo-Cuellar (2009); Elizabeth Jelin (2002; María Victoria Uribe (2009).

16
reflexión sobre aquellos fenómenos de carácter violento que han marcado con sus
consecuencias, tanto el pasado como al naciente siglo XXI. Así, el Holocausto, las dictaduras
militares en Centro y Suramérica, las luchas intestinas en Europa del Este, Ruanda, India y el
Apartheid Sudafricano; entre otros acontecimientos marcados por el ejercicio de la violencia
en contra de amplios sectores de una sociedad, se han convertido en campos analíticos cuyas
aportaciones teóricas ayudaron a situar las confrontaciones por la memoria como “una lucha
de significados, abiertamente política” (Ortega, 2011: 42). Con base en este hecho, no es de
extrañarse que los usos políticos de memoria se hallen vinculados con hechos generadores de
sufrimiento. Pues de acuerdo con Dominick LaCapra (2009: 21) el giro a la memoria
encuentra su justificación en el trauma social, es decir, “acontecimientos que preferimos
olvidar pero que tienen su mayor impacto sobre la víctima, y que llegan a afectar de diversas
formas a cualquiera que entre en contacto con él”.
Si los pasados violentos y sus consecuencias traumáticas son los actuales convocantes
a un deber de memoria en diversas naciones, es necesario observar cómo ha sido definido el
término trauma social, esto porque a partir de sus diversos usos y acepciones es difícil saber
cómo convertirlo en un concepto útil para el análisis social (Erikson 2011). Por lo tanto, en las
siguientes líneas abordaré sucintamente cómo ha sido definido el trauma social desde la
sociología por Neil Smelser (2011), Jeffrey Alexander (2011), Kai Erikson (2011) y, desde la
antropología6 por de Veena Das (1995).
Así pues, a la par de sus contribuciones al campo analítico de la acción social y los
movimientos sociales, Neil Smelser –alumno y cercano colaborador de Talcoltt Parsons–
mostró interés por aquellos acontecimientos traumáticos que dislocan las estructuras que
norman la vida colectiva, es decir, las instituciones políticas, económicas, jurídicas y
religiosas. De acuerdo con Smelser (2011: 90), tras una revisión de las formulaciones de
Freud sobre el trauma psicológico, afirma que éste último no pude concebirse “tanto como un
acontecimiento causal discreto, sino como parte de un proceso dentro de un sistema”.
Trasladando esta conclusión al ámbito del trauma cultura, Smelser establece la siguiente
premisa: ninguna situación o acontecimiento histórico discreto cualifica en sí mismo como

6
Para una revisión más profunda sobre el tema desde otros frentes disciplinarios puede consultarse Trauma,
cultura e historia. Reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio. Editado por Francisco A. Ortega
Martínez (2011).

17
trauma cultural. Si aceptamos esta proposición, surge la pregunta ¿qué elementos y agencia
están involucrados en el proceso de su creación?
El camino que propone Smelser resolver esta cuestión, parte de la siguiente premisa: el
trauma cultural es un proceso negociado. Para recorrer este camino, el primer paso está en
desenredar las condiciones que ayudan en la delimitación del trauma culturas. En este sentido,
hay que comenzar por pensar el trauma cultural como un acontecimiento que debe ser
recordado o se debe forzar su recuerdo. Por consiguiente, en la memoria colectiva, este
acontecimiento debe convertirse en algo relevante; como una amenaza hacia la integridad de
la sociedad. Asimismo, esta memoria se debe asociar un fuerte efecto negativo: disgusto,
vergüenza o culpa. Una vez hecho lo anterior, hay que delimitar el contexto donde se
presentan dichas condiciones, pues la definición de trauma cultural también depende del
contexto sociocultural de las sociedades afectadas.
En este sentido, “las sociedades que salen de una guerra dura, que padecen la fuerte
disminución de sus recursos económicos, que experimentan un conflicto interno rampante,
aquellas cuya solidaridad social es dudosa, son más proclives al trauma que otras que son más
sólidas en estos aspectos” (2011: 92) Lo anterior nos permite observar que el contexto al que
se refiere Smelser, está vinculado con la conmoción de la vida social organizada. En efecto, es
una sociedad nacional el punto de referencia para su conceptualización, pues ahí “existe una
cultura con referente nacional que manifiesta grado variables de unidad y coherencia” las
cuales se verán socavadas o destrozadas por un acontecimiento abrumador e invasivo al que
llamará trauma cultural (2011: 94).
Según Smelser (2011: 95) dado que en las sociedades complejas la unidad y la
coherencia no suelen ser tan consistentes,

“la pretensión de que exista un daño cultural traumático (por ejemplo, la destrucción o
amenaza a valores culturales, perspectivas, normas o la cultura en su totalidad) se debe
establecer mediante esfuerzos deliberados por parte de los agentes culturales (sacerdotes,
políticos, intelectuales, moralistas y líderes de movimientos sociales). En la mayoría de
los casos, se determina la existencia de un trauma mediante un proceso confrontado:
diferentes grupos políticos divididos respecto a si el trauma ocurrió o no (antagonismo
histórico), cuál debería ser su significado (antagonismo sobre la interpretación) y qué
clase de sentimiento debe despertar (orgullo, neutralidad, rabia, culpa, antagonismo
afectivo.

18
Con base en todo anterior, Smelser (2011: 102) propone una definición de trauma
cultural: “una memoria aceptada por un grupo relevante de participantes y a la que se le da
públicamente credibilidad; mediante de ella se evoca una situación o acontecimiento que está
a) cargada de afecto negativo, b) representado como indeleble y c) considerado como una
amenaza para la existencia de la sociedad o que viola una o más de sus presunciones culturales
fundamentales”.
Una aportación similar puede encontrarse en el sociólogo Jeffrey Alexander (2011),
para quien el trauma cultural es algo construido por la sociedad. Es decir, “los acontecimientos
no crean trauma colectivos ni por sí mismo ni en sí mismo. El trauma es una atribución
socialmente mediada” (2011: 136). Con esta premisa, el autor desplazada el centro definitorio
del trauma cultura, hacia las representaciones culturales. No es el del dolor padecido por un
grupo durante algún acontecimiento el que funda el trauma, sino que “se atribuye la condición
traumática a fenómenos reales o imaginados porque se cree que éstos han afectado de manera
abrupta o dañina a la identidad colectiva” (2011: 138). De esta forma, Alexander separa el
trauma social, como una construcción simbólica de carácter colectivo de las experiencias de
sufrimiento individual –las cuales, según el sociólogo son objeto de la psicología y la ética–.
Según Alexander, estas representaciones simbólicas de grupo, pueden ser pensadas
como pretensiones (creaciones de significados) “acerca de la forma que adopta la “realidad
social, sus causas y responsabilidades por las acciones que produjeron esas causas”. En este
sentido, para el autor, el trauma cultural es “una pretensión de haber sufrido un daño
primordial, la expresión manifiesta de la profanación sobrecogedora de algún valor sagrado,
una narrativa a cerca de un proceso social terriblemente destructivo y una demanda de
reparación y reconstitución emocional, institucional y simbólica” (2011: 139).
Ahora bien, estas pretensiones traumáticas son presentadas en el ámbito público por los
grupos transmisores (élites, clases sociales marginales, líderes políticos y religiosos, entre
otros) que se sitúan en lugares particulares de la estructura social. De esta forma, la
representación del trauma es simplemente contar una historia para persuadir a terceros de que
ellos también ha terminado siendo víctimas del trauma producto de una experiencia o
acontecimiento. Para lograr este objetivo el grupo transmisor necesita realizar un exitoso
trabajo de creación de significado basado en cuatro representaciones (presunciones)
entrecruzadas y autorreferenciales:

19
a) La naturaleza del dolor; ¿Qué fue lo que realmente pasó, qué fue lo paso a ese grupo
concreto y la colectividad más amplia de la que formo parte?
b) La naturaleza de la víctima; ¿Qué grupo de personas resultaron afectadas por el dolor
traumatizante? ¿Fueron individuos o grupos concreto? ¿Recibió un grupo concreto y
delimitado el impacto del dolor o fueron varios grupos que lo padecieron?
c) Atribución de responsabilidades; ¿Quién es la víctima que ha sufrido el perjuicio?
¿Quién causó el trauma?
d) El grado de identificación de la sociedad con la víctima; ¿Hasta qué punto los
miembros de la audiencia a la que se dirigen las representaciones traumáticas se
identifican con el grupo victimizado?
Así, con base en estas representaciones se define un daño doloroso a la colectividad, se
determina la víctima, se atribuyen responsabilidades y se asignan consecuencias ideológicas y
materiales (2011: 142-145). Sólo a la luz de las anteriores representaciones, una identidad
colectiva traumatizada puede ser revisa y reconstruida –lo cual significa que habrá una
rememoración de un pasado colectivo–, para dar paso a un periodo de serenidad donde:

La agitación desaparece, la marginalidad da paso a la reagrupación. Según va


desapareciendo el discurso del trauma, extremo y poderoso, que nos afecta a todos, las
lecciones del trauma terminaran por objetivarse en monumentos, museos y colecciones de
artefactos históricos. La nueva identidad colectiva se encarnará en lugares sagrados y se
estructurará a través de rituales peródicos (Alexander, 2011: 155-156).

Neil Smelser y Jeffrey Alexander no sólo comparten afinidad por intereses temáticos
sino también en cuestiones teóricas, especialmente por las propuestas de Talcott Parsons7. Este
hecho se ve reflejado en sus conceptualizaciones al introducir dos premisas fundamentales del
funcionalismo: orden y consenso. Por ejemplo, en la definición de Smelser, la idea del orden
es visible cuando nos invita a pensar el trauma cultural como un acontecimiento que proviene
del exterior a la sociedad nacional para poner en peligro su existencia o violentar sus
presunciones fundamentales. Mientras que el conceso se manifiesta al pensar el trauma social

7
Además, ambos autores pertenecen a un grupo de sociólogos que defienden una teoría sociológica
multidimensional, donde convive la articulación de lo micro-sociológico y lo macro-sociológico; el reencuentro
de la acción y la estructura; voluntarismo subjetivo y la restricción objetiva Para una rápida y concisa
introducción a este enfoque, conocido como constructivismo sociológico, consúltese: La metateorización
sociológica y el esquema metateórico para el análisis de la teoría sociológica, de George Ritzer (2002).

20
como una memoria aceptada por un grupo relevante de participantes y a la que se le da
públicamente credibilidad. Este hecho, descansa en las percepciones y valoraciones que dan
origen a significaciones generales que cualifican el acontecimiento traumático por sus efectos
negativos e indelebles. En lo referente a la definición de Alexander, el consenso está presente
en las representaciones simbólicas grupales con las cuales se va tejiendo relato de sufrimiento
que busca persuadir a terceros. Si bien Alexander habla de confrontaciones entre grupos, éstas
sólo se limitan al hecho de significar o no en una sociedad nacional un acontecimiento como
traumático. En este sentido, sólo una sociedad que ha creado un consenso mayor, con base en
el proceso simbólico arriba expuesto, puede dar paso a la reconstitución de los aspectos
institucionales y simbólicos. En otras palabras, la vuelta al orden.
Así como las anteriores definiciones descansan en la representación generalizada de un
acontecimiento como traumático (consenso), a partir de daños los en las estructuras (Smelser,
2011) y en la identidad colectiva (Alexander 2011). Existe otra perspectiva que parte de la
existencia “eventos extremos o límites cuya experiencia no es fácilmente asimilable por la
comunidad por sus efectos desestructurantes, su capacidad de infligir sufrimiento, su carácter
socialmente inédito” en el origen de los traumas sociales. (Ortega, 2011: 32).
Desde esta postura surge la conceptualización de Kai Erikson (2011: 66) quien –con
base en su trabajó en zonas de catástrofes naturales–, definen el trauma social como “un
acontecimiento grave que crea un estado de ánimo, un ethos o cultura grupal que es diferente a
la suma de heridas individuales que lo componen y es más que su suma”. Es decir, el trauma
social a la vez que se entiende como un daño en las instituciones necesarias que mantienen a
salvo a las comunidades, también posibilita la manera cómo las personas reaccionan frente a
esos acontecimientos, construyendo climas sociales y estados de ánimos comunitarios, que
terminan dominando el espíritu del grupo. No tanto para “fortalecer los lazos que vinculan a
la gente entre sí (eso no ocurre casi nunca), sino que la experiencia compartida se convierte en
una especie de cultura común” con base en la cual se encaran los acontecimiento traumáticos y
se busca reparar el daño al tejido social” (Erikson, 20011: 72-73).
Otra conceptualización que parte de considerar los acontecimientos violentos –pero
más vinculados al ámbito social– como causantes de experiencias dolorosas es propuesta por
Veena Das (1995). No obstante que la autora no utiliza el término trauma para referirse a
experiencias marcadas por la violencia, sí utiliza el término critical event, para designar a

21
aquellos acontecimientos sociales –en tanto practicas físicas, emocionales y sociales– que por
su magnitud cambian las vidas de las personas y el curso de la historia8. Es decir son
acontecimientos críticos porque “rebasan los criterios de previsión de la comunidad e incluso,
interrogan ya no sólo la viabilidad de la comunidad, sino la vida misma: los eventos surgen
indudablemente del día a día, pero el mundo tal y como era conocido en el día a día es
arrasado. Así pues, un acontecimiento traumático no se define tanto por el final del consenso
social ni por la destrucción de la comunidad, sino por la desaparición de criterios” (Ortega,
2008: 31).
Para Francisco Ortega (2008), estos acontecimientos pueden ser pesados como un
proceso abierto en tanto a) suceso, el cual nos remite a una configuración concreta cuya
cotidianidad y experiencia de sentido social han sido desestabilizadas violentamente; b)
memoria pública, es decir, los modos en que los actores sociales y político se apropian de los
significados del acontecimiento; c) legado estructurante, es decir, los modos en que los actores
sociales y políticos –una vez apropiados de las significaciones del acontecimiento– pueden
llegar a estructurar o afectar el presente y moldear futuros horizontes de expectativas (Ortega,
2008 30-34). Así, dada su naturaleza abierta, el acontecimiento crítico es:

Un feroz acto de disputa: de sentidos por esclarecer, memorias por defender o impugnar,
legados que operan de manera silenciosa. Así pues, por una parte, tenemos los discursos y
las prácticas de los agresores que, en el caso de contextos en extremo polarizados, llegan
incluso a la negación de la humanidad de la víctima. Estos discursos buscan generar un
manto de legitimidad e invalidar cualquier reclamo que puedan presentar las víctimas, y
para lograrlo movilizan registros colectivos de alto impacto. Por otra parte, están las
instituciones del Estado y sus los discursos especializados [que] enmascaran los
mecanismos sociales por medio de los cuales “la producción [de la violencia] deviene un
medio para legitimar el orden social, imposibilita a los dolientes para que “ejerzan su
dolor al señalar que son personalmente responsables por lo que les ha pasado”. Por último
están las versiones de los sufrientes. Aun cuando […] el Estado y sus lenguajes silencian
sus voces, la versión de la víctima no desaparece. Hay, todavía, espacios alternativos,
contrahegemonicos (locales y globales) o íntimos en que sus testimonios, pero también

8
Francisco Ortega (2008: 29), editor de algunos artículos de Veena Das en español, decidió traducir el término
critical event “por acontecimiento, pues la noción la remite Das al historiador francés Francois Furet, quien
propone acontecimiento (en francés, événement), para señalar el conjunto de contingencias que conforman la
singularidad inesperada conocida como la Revolución francesa”.

22
sus gestos e incluso el no-decir […] le disputan la preeminencia a las versiones oficiales.
En algunos casos las contradicen, en otros simplemente las desestabilizan. (Ortega, 2008:
36 y 38).

A la luz del anterior recorrido por los conceptos trauma cultural es necesario
preguntarse ¿son estas conceptualizaciones aptas para el estudio de los usos políticos de la
memoria donde está en juego la posibilidad de imponer una nominación legítima del pasado?
Si bien las conceptualizaciones de Neil Smelser y Jeffrey Alexander presentan
importantes aportaciones, sobre todo la idea de pensar el trauma social como un proceso
social. Considero que ambas, al mantener incólume la premisa funcionalista clásica: el orden
se mantiene mediante el consenso, son inviables en contexto de confrontación por la memoria.
En primer lugar, porque de no cumplirse la premisa del consenso, entonces no existirá el
trauma social y, por lo tanto, no existiría una búsqueda por rememorar el pasado colectivo y el
acceso a la justicia por parte de las víctimas de la violencia. En segundo lugar, porque al
concederle mayor importancia a las estructuras (objetivas o subjetivas), ambas formulaciones
tiende a relegar el lugar y la naturaleza de la violencia en el origen del trauma social.
Finalmente porque al pensar trauma social como una narración –alejada de las versiones de los
sufrientes– convierte a ésta en una especie guion, distanciado de una realidad violenta.
Por lo que respecta a las conceptuaciones de Erickson y Das, considero que éstas
tienen la virtud de tomar como base los acontecimientos que irrumpen en la vida cotidiana
transformando las relaciones humanas. De esta forma se conjuga la particularidad de dicho
acontecimiento violento –sus casusas, sus responsables, sus saldos– al mismo tiempo que se
privilegia la experiencia de dolor y sufrimiento de los individuos. Considero, principalmente,
el concepto utilizado por Veena Das (1995) como el más propicio para el estudio
confrontaciones memoriales; pues permite comprender el surgimiento de nuevos discursos,
actores –que justifican o reprochan la existencia de estos eventos– sentidos sociales e
identidades, sin perder de vista las condiciones más amplias en las que se enmarca el
acontecimiento crítico.

Acontecimientos críticos y los usos políticos de la memoria


Andreas Huyssen (2002), señaló que el Holocausto es el tropo universal del trauma histórico,
es decir, el paradigma que ha funcionado para sensibilizar a la sociedad sobre la violencia de

23
Estado y sus consecuencias. No obstante su unicidad, desde el ámbito académico el
Holocausto ha sido utilizado como punto de comparación con otros fenómenos de índole
violenta. Si bien esta situación ha permitido la construcción de memorias traumáticas en otros
contextos marcados por la violencia de Estado, reconozco que los actuales peligros que
penden sobre las sociedades y los cuerpos de los individuos no guarda –salvo pequeños
rasgos– coincidencia alguna con este acontecimiento histórico, que nos lleven al uso
indiscriminado de la categoría trauma social –así como cierta retórica, estándares e imágenes–
que se consolidó a partir de lo estudio de la Shoá.
Por esta razón, no considero apto el concepto trauma social para estudiar y/o analizar
momentos de crisis, transformación o de luchas memoriales, pues dicho concepto, como
hemos podido ver con Smelser y Alexander, está vinculado con el consenso general que le
asigna a las experiencias sociales una carga emocionalmente negativa (Ortega, 2011).
Dado que lo que menos priva en las luchas memoriales es el consenso. Para el estudio
de estos contextos, considero más idóneo el concepto acontecimiento crítico (critical event),
pues debido su naturaleza abierta –cómo suceso, memoria pública y legado estructurante– éste
se encuentra, en primer lugar, vinculado la imposición social del sentido vía los discursos
ideológicos que tienden a legitimar, justificar la violencia de Estado (Marguilis, 2009). En
segundo lugar, frente a esta versión “oficial”, se hallan las experiencias de las víctimas,
testimonios y representaciones incomodos que se abren “paso a través del silencio, para
colocar los hechos atroces, de manera ineludible, bajo la mirada de sus contemporáneos”
(Calverio, 2006, 67).
Para ejemplificar este uso, pensemos en los procesos de destrucción y reorganización
de relaciones sociales que surgieron como consecuencia de los regímenes autoritarios y
dictatoriales en América Latina. Como bien sabemos, las prácticas represivas que se
instauraron durante las décadas de 1970 y 1980 se articularon con la “Doctrina de Seguridad
Nacional, en virtud de la cual los conflictos nacionales se leían a la luz de la gran
confrontación entre Occidente y el mundo socialista, en el contexto de la Guerra Fría 9”

9
La Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN) fue una política geopolítica adoptada por Estados Unidos después
de la Segunda Guerra Mundial para consolidar su domino en América Latina. Como ideología, se caracterizó
por una visión “visión bipolar del mundo desde la que, supuestamente, Occidente, liderado por los Estados
Unidos, representaba el bien, la civilización, la democracia y el progreso; mientras que la entonces Unión
Soviética estaba al frente del mal, el atraso y la dictadura.

24
(Calveiro, 2006). En efecto, con base en esta política se logró una articulación de una red
clandestina internacional de violencia de Estado –Plan Cóndor– que dejó a su paso torturas,
muertes, secuestros, desaparecidos, exilios y la “destrucción de familias por la separación
permanente de padres, madres, hijos e hijas” (Stolz, 2011: 184).
A pesar del carácter atroz de los actos cometidos por las dictaduras militares, éstas
cimentaron su impunidad durante su periodo de gobernanza, o bien, durante el periodo
posdictatorial10. Es precisamente en estos últimos contextos de transiciones políticas hacia
democracia, donde se instala en las sociedades una “lucha entre los partidarios del recuerdo y
quienes lo hacían por el olvido del pasado. Así, el espacio público se transformó en una arena
de confrontación entre las posiciones y los discursos manejados por los diferentes grupos
sociales” (Allier, 2010: 29).
De acuerdo con Elizabeth Jelin (2004: 102), en esta lucha política contra la impunidad
del pasado, participaron diversos colectivos por los derechos humanos, organizaciones de
víctimas, colectivos artísticos, entre otros actores sociales, quienes se articularon en torno
reclamos de

La búsqueda de la verdad, la búsqueda de la justicia, la intención de encontrar algún


sentido a ese pasado doloroso. Las iniciativas fueron del movimiento de los derechos
humanos, abogando por el reconocimiento de lo ocurrido, tanto en el plano del Estado
como en la subjetividad, en las expresiones artísticas y distintos planos del mundo cultural

10
Por ejemplo; en 1978, tras cinco años de represión política, el régimen militar encabezado por Augusto
Pinochet promulgó el Decreto 2915 que concedió amnistía a todas las personas que hubieran incurrido en hechos
delictuosos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. La amnistía en Brasil se promulgó en
1979, bajo el mandato militar de Joao Antonio Figueiredo. La Ley 6683 se justificó bajo el argumento de ser un
instrumento para la reconciliación nacional y una garantía para seguridad interna en tiempos donde la comenzaba
la transición hacia la democracia. Tras su derrota en la Guerra de las Malvinas, el régimen militar argentino
promulgó la Ley 22, 924. Esta ley amnistió los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o
subversiva desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982. Asimismo, incluyó a todos los hechos de
naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o
poner fin a las referidas acciones terroristas o subversivas. Quedando así en la impunidad miles de violaciones a
los derechos humanos. Uruguay fue el último país en promulgar una ley de amnistía. Para prevenir la
confrontación entre el Ejecutivo y las fuerzas armadas, el Congreso uruguayo promulgo, en 1986, la Ley 15 848,
también conocida como Ley de Caducidad, la cual decretó que había caducado el poder del Estado para castigar a
los oficiales de las fuerzas armadas y de la policía por los delitos políticos cometidos en servicio activo. Con este
hecho, se suspendieron las investigaciones sobre los delitos cometidos por las fuerzas del estado hasta antes del 1
marzo de 1985. Para un análisis detallado sobre estas y otras leyes de los regímenes autoritarios en Centro y
Sudamérica en la segunda mitad del siglo XX, véase: Robert Norris, (1992). “Leyes de impunidad y los derechos
humanos en las américas: una respuesta legal”.

25
y simbólico. Las luchas por las memorias y por el sentido del pasado se convierten en
nuevo campo de la acción social en la región.

Un ejemplo de esta acción pública por la memoria y la justicia se halla en torno a los
lugares de memoria (Nora, 2008), pensados no sólo como los monumentos, los espacios, u
objetos, sino también las fiestas, las conmemoraciones, los emblemas y, otro tantos elementos
que constituyen representaciones simbólicas o materiales portadoras de memoria de un grupo,
de unos ciudadanos o miembros de una nación. Según James Young (2011: 379), estos lugares
de memoria dependiendo de dónde y por quién se construyan, “evocan el pasado de acuerdo
con una variedad de mitos, ideales y necesidades políticas. Algunos recuerdan la muerte, otros
la resistencia, y otros más la masacre. Todos reflejan tanto la experiencias del pasado y la vida
contemporánea de sus comunidades”.
Así, es posible designar dos tipos de lugares de memoria: los institucionalizados y los
no institucionalizados. En cuanto los primeros –sólo por mencionar un ejemplo de los muchos
que existen– encontramos Villa Grimaldi en Santiago de Chile o la Mansión Seré en
Argentina, los cuales al ser habilitados como espacios de memoria, dieron origen a ciertas
confrontaciones entre quienes lo promueven y otros que los rechazan, así como por “el relato
que se va a transmitir, por el contenido de la narrativa ligada al lugar” (Jelin, 2002: 55). El
segundo tipo de lugares de memoria, son aquellos construidos por iniciativa de familiares de
las víctimas, y organizaciones de derechos humanos.
Con respecto a este segundo tipo de espacios, Isabel Piper y Evelyn Hevia (2012),
durante su investigación Santiago de Chile, llegaron a contabilizar 242 espacios de memoria
relacionados con el período de la dictadura, en la zona metropolitana de aquel país
sudamericano. De acuerdo con las autoras, estos espacios de memoria, a pesar de su
individualidad,

Configuran un paisaje de memoria, una red que no sólo vincula los espacios mismos, sino
que forma parte vital de las relaciones que existen entre los diversos actores sociales
ligados al tema”. [En este sentido,] los lugares pueden ser considerados como actores
sociales que se relacionan entre sí, se citan, se refieren mutuamente, se incluyen o
excluyen, constituyen argumentos (a veces contradictorios) de un mismo relato (Piper y
Hevia, 2012: 16).

26
Para Piper y Hevia (2012), el uso político de estos lugares de memoria va en dos
sentido, en primer lugar son lugares para la protesta social, con los cuales se “busca establecer
una seña pública, una marca visible para que la sociedad sepa lo que allí ocurrió y/o se
recuerda, para señalar a la posteridad lo que no debe volver a ocurrir” En segundo lugar, son
lugares para interactuar con el resto de la sociedad, pues a través de ellos “se le habla a quien
no pertenece al mundo de las víctimas para contarles lo que estas últimas saben de la historia
de violencia, represión y resistencia” (Piper y Hevia, 2012: 17, 19).
Lo arriba expuesto es tan sólo una pequeña muestra de aquellos acontecimientos
críticos que marcaron con su violencia diversas sociedades latinoamericanas en las
postrimerías del siglo XX. Por desgracia, los ejemplos pueden multiplicarse si consideramos
otras realidades –la guerra sucia en México o los crímenes de lesa humanidad en Guatemala y
El Salvador– que de igual forma dejaron a su paso un tejido social fracturado y con profundas
heridas sin cicatrizar. Pero más allá de sus diferencias –en tanto su carácter abierto– todos
estos acontecimientos tienen en común la presencia del uso políticos de la memoria, por un
lado, para luchar por la producción social del sentido y, por otro lado, bajo la premisa de hacer
justicia las víctimas.

La guerra contra el crimen organizado como acontecimiento crítico


Así como el contexto internacional de la Guerra Fría posibilitó el establecimiento de
regímenes represivos y dictatoriales, que dieron pie a violaciones a los derechos humanos y a
un ejercicio de la violencia que causó grandes sufrimientos a las sociedades latinoamericanas.
Hoy en día es posible señalar a los nuevos escenarios bélicos, guerra antiterrorista y guerra
contra el crimen organizado, como los principales contextos que propician un alto grado de
violencia, temor y sufrimiento social. Conviene aclarar que pensar estos frentes bélicos, como
acontecimientos críticos, no implica entenderlos como sucesos extraordinarios y aislados, sino
todo lo contrario, pues ambos son los rostros vigentes de la violencia estatal, bajo los
preceptos de la reorganización hegemónica neoliberal11.

11
Para Antonio Gramsci la hegemonía no podía reducirse sólo a un problema vinculado a la dominación basada
en la fuerza, pues la hegemonía va más allá; implica también la adhesión social hacia un determinado sistema de
valores y a una concepción del mundo en que la ideología desempeña un papel fundamental. Siguiendo esta
propuesta Pilar Calveiro (2012) utiliza el término “reconfiguraciones hegemónicas” para designar las
transformaciones profundas en las percepciones y los imaginarios sociales; no involucra exclusivamente a los
centros de poder sino a las sociedades en las que estos se sustentan

27
No es un secreto que el modelo económico neoliberal, es la principal fuerza que
dinamiza la violencia, pues dicha política económica a la vez que tiende a generar altos niveles
exclusión social también favorece la acumulación de riqueza en pocas en manos. Para que esta
maquinaria de poder –concentradora de la riqueza y diseminadora de la pobreza– se haya
mantenido en funcionamiento durante las últimas tres décadas ha precisado del modelo de
democracia restringida o procedimental, es decir “un cuerpo normativo formulado,
administrado y convalidado por elites cuyos mecanismos garantizan la apertura nacional, que
permite la depredación por parte de las redes corporativas transnacionales” (Calverio, 2012:
58). Asimismo, esta reorganización hegemónica en curso se caracteriza por desplegar el uso
de la violencia estatal mediante los ya mencionados frentes bélicos. “Por un lado, la guerra
antiterrorista permite expandir el nuevo orden global, y para hacerlo, invade territorios y se
apropia de sus recursos; por otro lado, la guerra contra el crimen conduce al encierro –y
desaparición– de personas, en especial de jóvenes y pobres, en aras de la supuesta seguridad
interior de los Estados” (Calverio, 2012: 15).
Como justificación de estas violencias, se ha construido e impuesto un discurso
ideológico que alimenta “el miedo; no sólo asusta, aterra y de esa manera inmoviliza”
(Calveiro, 2007). El núcleo de este discurso, se halla en la construcción de un “enemigo
poderoso” como la principal amenaza a la seguridad personal. El “terrorista” y el “criminal”
son las figuras que hoy autorizan las formas más radicales de la violencia estatal, y, por ende,
son los blancos favoritos del extermino preventivo12. Así, este discurso ideológico nos tiende
un doble lazo, por una parte nos muestra esos “temibles enemigos” para hacernos sus
cómplices pero, por otra, esas mismas figuras nos paralizan, cerrando así el circulo de
impunidad (Calveiro, 2007).
Son estos elementos –que abordaré en el siguiente capítulo– los que hacen de esta
reorganización hegemónica neoliberal un conjunto de transformaciones vinculadas con las
dimensiones coercitivas y las dimensiones consensuales donde se enmarcan las atrocidades del

12
Uno de los problemas más grave que arrastra el uso de estas categorías –terrorista y criminal–, es su vaga
precisión y amplitud, lo cual han sido bien aprovecho por las democracias procedimentales, pues en ellas se
puede incluir a individuos y grupos opositores al sistema político-neoliberal, por ejemplo; según Nancy Flores
(2012) durante las guerra contra el narcotráfico en México han sido asesinados más de setenta activistas,
luchadores, defensores y líderes sociales.

28
presente; las torturas, las desapariciones, las masacres y el extermino de aquellas personas
consideradas como un peligro (Calveiro, 2012).
Como ejemplo de estos acontecimientos críticos que desestabilizan la cotidianidad y
experiencia de sentido social, encontramos la guerra contra el narcotráfico que se desarrolla en
México. Considero que debido a sus catastróficas consecuencias –abordadas en el siguiente
capítulo– la guerra contra el narcotráfico debe ser estudiada desde los discursos ideológicos,
que han naturalizado la idea de la existencia de un enemigo interno, del que hay que prescindir
en nombre la seguridad nacional. Asimismo, frente a estas dimensiones represivas y
consensuales que han provocado miles de muertos y alimentado la indiferencia a hacia las
víctimas de esta violencia estatal, es necesario observar su contracara, los testimonios, las
representaciones construidas por de las víctimas –y sus familiares–, la otra versión de la
violencia legítima e ilegítima ejercida en este conflicto armado. De esta forma, la memoria se
instala como deber, pues confronta los tejidos discursivos de aquellos que, por un lado,
defiende y exaltan el uso y abuso de la violencia estatal en nombre de la seguridad y, por otro
lado, los testimonios y las representaciones de las víctimas, sus familiares y organizaciones
sociales que buscan refutar la “verdad histórica” de los primeros.

29
Capitulo II

En nombre de la seguridad: las violencias de Estado

En los días que corren, no es un secreto que de la mano de la globalización se impuesto el


modelo económico neoliberal, el cual se ha transformado en la principal fuerza que dinamiza
la violencia, pues dicha política económica a la vez que tiende a generar altos niveles
marginación social en amplios sectores de la población, también favorece la acumulación de
riqueza en pocas en manos, sin importar que ésta sea legal o ilegal. A la par de esta política
económica, y como elemento esencial para su funcionamiento, desde el ámbito político se ha
fortalecido el modelo de democracia restringida o procedimental. De acuerdo con Pilar
Calveiro (2012: 58), este modelo político se “caracteriza por ser un cuerpo normativo
formulado, administrado y convalidado por elites cuyos mecanismos garantizan la apertura
nacional, que permite la depredación por parte de las redes corporativas transnacionales”.
Según Calveiro (2012: 13), neoliberalismo y democracia procedimental son elementos
funcionales a la actual reorganización hegemónica neoliberal, es decir, proceso donde se
organizan a nivel planetario las nuevas las violencias estatales así como el consenso que la
hace culturalmente aceptable. En este sentido, estamos ante un conjunto de transformaciones
vinculadas con

I. Las dimensiones coercitivas


Violencias estatales
Dinámicas represivas políticas, económicas y sociales
II. Las dimensiones consensuales
Discursos ideológicos
Las percepciones, los imaginarios y las subjetividades
El núcleo de esta nueva fase mundial es el uso de la violencia política, la cual se
despliega a través de la llamada guerra antiterrorismo y la guerra contra el crimen 13. De

13
Para Pilar Calveiro algunos rasgos sobresalientes de esta reorganización son: en el plano mundial, el paso de
un modelo bipolar a otro global, ambos con un fuerte componente autoritario; en lo económico una nueva fase de
acumulación y concentración basada en la aplicación del modelo neoliberal dentro de un mercado globalizado; en
lo político, el debilitamiento de la autonomía del Estado-nación y el desarrollo de redes de poder estatal-privadas
de carácter transnacional, así como la homogeneización de los sistemas políticos nacionales mediante la

30
acuerdo con Calveiro (2012:15) estos escenarios de confrontación armada autorizan las formas
más radicales de la violencia estatal. “Por un lado, la guerra antiterrorista permite expandir el
nuevo orden global, y para hacerlo, invade territorios y se apropia de sus recursos; por otro
lado, la guerra contra el crimen conduce al encierro –y desaparición– de personas, en especial
de jóvenes y pobres, en aras de la supuesta seguridad interior de los Estados”.
Como justificación para la instauración de estas violencias estatales, se ha creado desde
discurso político y el de los medios de comunicación, así como a la utilización de las
encuestas de opinión y las cifras oficiales, una excesiva preocupación por la seguridad. Tales
discursos y cifras al estar vinculados con términos como miedo, peligro, terrorismo, enemigos,
homicidios y delincuencia, consolidan la inseguridad como problema público central (Kessler:
2009). Este hecho no significa que los actos delictivos no existan en sí mismo, sino que desde
el ámbito político se ha utilizado ese sentimiento de inseguridad –temor, desconfianza, ira,
impotencia, hostilidad, debilitamiento moral– en la sociedad para relegar a un plano
secundario la violencia estructural de corte neoliberal.
Zygmunt Bauman (2011) nos advierte que esta preocupación por la seguridad a la vez
que oculta la –intencional– debilidad de Estado para corregir las desigualdades del modelo
neoliberal, le permite legitimarse vía la seguridad personal, es decir, desplegando su violencia
“legitima” en contra las “amenazas” que penden sobre los cuerpos, las posesiones y los
hábitats humanos, generadas principalmente por las actividades delictivas, comportamientos
antisociales de la clase marginal o el terrorismo global. Es así que en estos tiempos de la
reconfiguración hegemónica neoliberal, en nombre de la seguridad se ha configurado un
enemigo-otro-objeto como la principal amenaza a la seguridad personal y, por ende, como
blancos del extermino preventivo (Bauman, 2011) (Calverio 2012) (Butler, 2006).
Según Calveiro (2012), la construcción del enemigo-otro-objeto no es un elemento
exclusivo de los actuales tiempos, sino que junto con ciertas prácticas como; la búsqueda de
una hegemonía global mediante actos bélicos que generan una inestabilidad mundial
permanente, la puesta en marcha de un Estado policiaco donde la ilegalidad y la formación de
poderes paralelos al Estado están presentes, la creación de un clima social de terror articulado
con una sociedad controlada por los grandes aparatos de propaganda –medios de

instauración de democracias procedimentales; en lo social, la incorporación de tecnologías que modifican la


organización y las percepciones del tiempo y el espacio; en lo subjetivo, una individualidad blanda, aislada, en
retracción hacia lo privado, como esfera principalmente de consumo de bienes y de cuerpo (Calveiro, 2012: 14).

31
comunicación– y los distintos mecanismos de aniquilamiento-neutralización de aquella
población considerada como un peligro para la seguridad, son elementos que nos permiten
identificar ciertas continuidades en el ejercicio de la violencia estatal entre los regímenes
totalitarios del siglo XX (estalinismo y nazismo) y la actual reorganización hegemónica
neoliberal.
En este sentido, tanto la guerra contra el terrorismo y la guerra contra el crimen
organizado, así como la superposición de lo legal con lo ilegal (en lo político, económico y lo
represivo) como elemento funcional para la acumulación de la riqueza, pasando por la fuerte
influencia de los medios de comunicación que despolitizan y arrinconan a la sociedad en la
desconfianza, el temor, la individualización, la indolencia y el consumo, hasta llegar la
construcción del “terrorista” y el “criminal” como figuras excluidas del Estado de derecho, la
obligación moral y a las que se les niega la subjetividad humana, son todos ellos rasgos de la
reorganización hegemónica neoliberal pero estrechamente vinculados con el principal objetivo
del totalitarismo del siglo anterior; “dominio total y hegemonía global” (Arendt, 1981: 590).
Uno de los requisitos indispensable para alcanzar el domino total y la hegemonía
global neoliberal se vincula con la flexibilización del ámbito jurídico, es decir, disposiciones y
términos legales que son utilizados para cobijar las nuevas formas represivas ejercidas por el
Estado. Ejemplo de ello es la construcción de la categoría terrorismo en el derecho
internacional, de la cual –pese a tener presencia desde la segunda mitad del siglo XX (1963) a
través de catorce instrumentos jurídicos universales y tres enmiendas adicionales– no existe
hasta ahora una definición de consenso.
Para comprender las discrepancias entre las definiciones jurídicas y académicas sobre
el concepto es necesario reconocer el terrorismo como vieja práctica de la violencia política
que lo largo de la historia ha estado vinculada tanto con actores estatales como con grupos no
estatales. Considerar de esta manera el terrorismo llevó a definir al terrorismo, desde el ámbito
académico, a partir de sus acciones precisas. De acuerdo con Schimd (2012: 158-159)

El terrorismo, en tanto doctrina y como práctica de la violencia política, es una acción


violenta dirigida principalmente a civiles y no combatientes o personas fuera de toda
confrontación armada. Su expresión se da en contextos de a) represión estatal ilegal; b)
agitación propagandística por parte de actores no estatales en tiempos de paz o en zonas
fuera de los conflictos armados y c) como táctica de guerra irregular empleada por

32
Estados y por actores no estatales. En estos contextos el uso de la violencia física o la
amenaza de usarla, busca imponer demandas a individuos, grupos, gobiernos y
sociedades, así como para obtener legitimidad frente a determinados grupos (basados en
lazos étnicos, religiosos, políticos o similares). El acto terrorista infunde temor entre
aquellos que se identifican con las víctimas directas, aunque éstas, sólo sirven como
generadores de mensajes de terror que son transmitidos por los medios de comunicación
masiva. El terrorismo como práctica de la violencia política tiene su fuente en actores
individuales, grupos pequeños, redes transnacionales así como los actores estatales o
agentes clandestinos patrocinados por el Estado (como escuadrones de la muerte), en este
sentido, sus repercusiones sociales son principalmente políticas. No obstante este carácter,
las motivaciones para involucrarse en el terrorismo pueden abarcar una amplia gama,
incluyendo la reparación de presuntos agravios, venganzas personales o indirectas, los
castigos colectivos, la revolución, la liberación nacional y la promoción de diversas causas
y objetivos ideológicos, políticos, sociales y religiosos.

Frente a esta amplia definición académica, la construcción jurídica internacional del


terrorismo resulta ser muy reducida y definida sólo a partir de sus intenciones. Por ejemplo, de
acuerdo con la Resolución 1566 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (2004)
considera como terrorismo aquellos “actos criminales cometidos con la intención de causar la
muerte o lesiones corporales graves o de tomar rehenes con el propósito de provocar un estado
de terror en la población en general, en un grupo de personas o en determinada persona, para
intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar
un acto, o a abstenerse de realizarlo”.
Al comparar ambas definiciones resalta en primer lugar, dentro de la definición
jurídica internacional, la exclusión del Estado como uno de los principales actores de esta
violencia política. En segundo lugar, Calverio (2012:79) nos advierte que al definir el
terrorismo a partir de “las intenciones de sus ejecutores (provocar un estado de terror en la
población para obligar a un gobierno u organismo internacional a hacer o no hacer algo) abre
un espacio muy amplio de discrecionalidad para la interpretación del juez y facilita la
manipulación política del derecho”. Finalmente, se puede observar que dentro de la definición
jurídica del terrorismo, no se delimita dichas acciones violentas a un contexto de conflicto
armado, por lo que esta definición –basada en la intencionalidad del acto– lleva implícito un
carácter antigubernamental.

33
A pesar su vaguedad, la definición jurídica de terrorismo ha logrado articular un
conceso a su alrededor de la mayor parte de los Estados. Según Calveiro (2012: 80), esto se
debe principalmente su imprecisión, pues ésta le permite a las legislaciones de los diferentes
países “ampliar o restringir el concepto para adaptarlo a sus circunstancias y conflictos
políticos internos y de ese modo habilitarlo para la represión indiscriminada de los grupos
antisistémicos”14. Como ejemplo de este uso, pensemos en lo ocurrido hace poco días en
México, donde a raíz de la marcha de protesta, por la desaparición forzada de 43 estudiantes
normalistas, y tras los actos de violencia que se presentaron al finalizar el mitin del día 20 de
noviembre de 2014, los 11 estudiantes detenidos como presuntos responsable estos actos
fueron acusados en un primer momento terrorismo, delincuencia organizada, tentativa de
homicidio y motín, los delitos más graves contemplados en las leyes mexicanas. Razón por
cual se les negó la libertad bajo fianza y con ello su inmediato traslado a penales de máxima
seguridad.
Si bien, posteriormente tales delitos fueron “reclasificados”, es inobjetable que tras la
violenta represión de la manifestación y la desmedida acción de encarcelamiento hacia estos
jóvenes estudiantes, se esconde el interés gubernamental por despolitizar y desmovilizar la
protestar social en México. En este sentido, Calveiro (2012: 82) propone pensar la figura del
terrorismo como

Funcional para sancionar casi cualquier práctica de oposición al sistema social, económico
o político, castigando a los responsables con penas especialmente duras en el marco de
una legislación de excepción. Para llegar a ello se siguen los siguientes pasos. Primero se
criminaliza la protesta, despolitizándola; luego se asimilan protesta y violencia, tratando
de deslegitimiza cualquier recurso a la fuerza que no sea exclusivamente estatal; por fin
toda violencia contra el sistema y la democracia procedimental, en tanto desestabilizadora
y violenta, se considera terrorista.

14
Por ejemplo, el Código Penal Federal de México en su artículo 139 define como terrorismo a los delitos que
utilizando sustancias toxicas, armas químicas, biológicas o similares, material radioactivo, material nuclear,
combustible nuclear, mineral radiactivo, fuente de radiación o instrumentos que emitan radiaciones, explosivos, o
armas de fuego, o por incendio, inundación o por cualquier otro medio violento, intencionalmente realice actos en
contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional, o la
vida de personas, que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para
atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad o a un particular, u obligar a este para que tome una
determinación

34
Ahora bien, este rasgo funcional no sólo se vincula con la represión de aquellos grupos
e individuos que se oponen al sistema político o, como castigo hacia los actos de violencia
masiva e indiscriminada cometidos en contra de la sociedad o un grupo de ella, sino que en
nombre de la seguridad justifica el tratamiento “preventivo”, es decir, se otorga el derecho de
detectar riesgos y seleccionarlos para su eliminación (Bauman, 2011). Es así que, dentro de la
actual figura del “terrorista –en tanto categoría difusa– bien se puede incluir –en cualquier
momento y cualquier lugar– a muchos otros étnicos, políticos o religiosos, como
potencialmente probables de cometer actos terroristas (Claveiro, 2012).
Para tratar desenredar de los hilos que han bordado las definiciones sobre el terrorismo,
Pilar Calverio (2012) propone definirlo a partir de las siguientes características generales, esto
con la finalidad de comprender qué papel juega dentro de la reconfiguración hegemónica
neoliberal la llamada guerra antiterrorista. Así, por terrorismo la autora entiende

 El uso de la violencia masiva e indiscriminada contra una sociedad o un grupo de ella.


 Utilización el terror como mecanismo de control e inmovilización social.
 Es una amenaza difusa y generalizada que no corresponde a una lógica comprensible.
 Cualquiera pueda ser y sentirse víctima, lo que potencia la inmovilidad de la razón y la
inmovilidad política.
 Opera con velocidad para arrasar, arrebatar y exterminar, mientras sus víctimas están
privadas de respuesta.

Definir el terrorismo a partir de las anteriores características generales le permite a la


autora señalar tres principales fuentes del terrorismo en la actualidad. La primera de ellas es la
gran red internacional conocida como Al Qaeda. Dicha red está conformada por varias células
independientes que le permiten tener presencia en el sudeste asiático, África, Medio Oriente y
el Cáucaso. Una segunda fuente del terrorismo se vincula con reivindicaciones de tipo
nacional, es decir, organizaciones que realizan actos de violencia masiva e indiscriminada,
dentro de territorio delimitado, con el objetivo de lograr la desocupación de su nación (por
ejemplo, Hamas en Palestina). Finalmente, debido al carácter inmovilizante del terrorismo,
éste se vuelve un instrumento privilegiado del poder estatal. Por lo tanto, la tercera fuente del
terrorismo en la actualidad es el terrorismo de Estado.

35
El rostro internacional de este terrorismo de Estado es la guerra antiterrorista. Es en
este escenario “bélico” donde se configura un enemigo externo que habilita y justifica la
intervención de las potencias militares en cualquier rincón del mundo, no tanto para eliminar
el terrorismo, sino para expandir el modelo corporativo neoliberal.

Esta violencia estatal (guerra antiterrorista) a la vez que intenta abrir una nueva fase del
capitalismo, por primera vez planetario, también comparte con los antiguos regímenes
totalitario 1) el menosprecio de por la vida de civiles, que provoca la muerte serial e
indiferenciada de ciertas poblaciones, en especial la de los países ocupado, 2) el desarrollo
de una guerra tecnológica a distancia, que minimiza los costos para el agresor a la vez que
potencia los beneficios económicos de la corporación militar-industrial, 3) el predominio
de la racionalidad instrumental y eficiente –fuertemente ligada con los réditos económicos
y políticos– sobre cualquier principio humanitario, 4) la creación de campos de
concentración-exterminio para la exclusión y eliminación sistemática de los que quedan al
margen del derecho, una especie de no-humanidad reclasificada como terrorista (Calveiro,
2012: 95-96).

Se puede observar entonces como la guerra antiterrorista, declarada en el plano


internacional por los Estados Unidos y demás potencias europeas, lejos de eliminar el
terrorismo trata de mantenerlo vigente como un fenómeno marginal pues este hecho les provee
de un enemigo y escenario de guerra permanente, que justifica cualquier intervención militar
en nombre de la seguridad.
El segundo frente de violencia de la reorganización hegemónica neoliberal se hace
presente bajo el nombre de la guerra contra el crimen organizado. Si la guerra antiterrorista es
el ariete que garantiza la penetración de las corporaciones transnacionales a nivel nacional e
internacional, la guerra contra el crimen organizado “justifica las reformas jurídicas y penales
que amplían las atribuciones represivas del Estado y conduce al encierro creciente de
personas, en especial jóvenes y pobres, en aras de la supuesta seguridad interior de los Estado”
(Calveiro, 2012: 15).
Hay que aclarar esta guerra contra el crimen organizado se superpone con la guerra
contra el narcotráfico, pues esta actividad es el rostro más conocido, y el que más ingresos
genera, de todas la otras empresas ilegales que se agrupan en torno del término crimen
organizado. Por lo tanto, se pude pensar como anteceden directo de esta “guerra”, al sistema

36
prohibicionista internacional sobre el consumo de drogas, que se originó hacia principios del
XX en los Estados Unidos.

La primera muestra de su activismo, en contra del uso de drogas, fue la creación de la


Comisión del Opio de 1909. En dicha Comisión, se fijó la meta de reducir la producción
del opio en 70% en los siguientes 100 años. Un segundo esfuerzo, se presentó después de
las dos Guerras Mundiales, donde una vez constituida la ONU se firmó la Convención
Única de 1961 sobre Estupefacientes. En dicho documento, son clasificadas como drogas,
aquellas de origen vegetal como el opio, la heroína, la cocaína y el cannabis. Diez años
después (1971) con el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas, se amplió el ámbito de la
fiscalización a varias sustancias nuevas, utilizadas para fines médicos, pero que se estaban
manipulando para la creación de drogas sintéticas, como las anfetaminas. Para el año de
1988, con la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias
Sicotrópicas se impusieron controles en toda la cadena de mercado, desde los precursores
necesarios para la fabricación de drogas hasta el blanqueo del dinero procedente de su
comercio (Martínez, 2012: 87).

Es precisamente en la década de los años ochenta del siglo pasado, con la culminación
de la guerra fría y el fin del bloque socialistas, que la política internacional contra el tráfico de
drogas pasó a ser nombrada como guerra contra el narcotráfico. Es decir, una vez que el
enemigo comunista había desaparecido, para los Estados Unidos era indispensable fijar un
nuevo enemigo que le permitiría y justificaría las nuevas acciones bélicas necesarias para
imponer su expansión global (Calveiro, 2012). El primer país víctima de esta nueva guerra fue
Panamá. En diciembre de 1989, bajo el nombre de Operación Causa Justa, Estados Unidos
movilizó una gran cantidad de efectivos militares –casi el doble de las Fuerzas de Defensa de
Panamá– para invadir este país centroamericano y capturar a su presidente, el general Manuel
Antonio Noriega, acusado del delito de narcotráfico.
Lo que en un principio parecía ser el enemigo principal y permanente, muy pronto se
desvaneció, y no precisamente por acciones contundes de los Estados Unidos sino porque el
tráfico de drogas constituía y constituye uno de los negocios –ilegales– más rentables. Según
estimaciones de Oficina de las Naciones Unidas contra la Drogas y el Delito (ONUDD, 2011),
el crimen organizado transnacional genera anualmente 870 mil millones de dólares, cifra que
equivalía al 1.5% PIB mundial para el año 2009.

37
Cuadro 1: Ganancias aproximadas anualmente del crimen organizado transnacional

Delito Ganancias
Tráfico de drogas 320 mil millones de dólares

Piratería 250 mil millones de dólares

Trata de personas 32 mil millones de dólares


Tráfico ilícito de migrantes 6.600 millones de dólares
Tráfico ilícito de armas de fuego 170 millones a 320 millones de dólares

Tráfico ilícito de recursos naturales 3.500 millones de dólares

Venta de medicamentos adulterados 1.600 millones de dólares

Delincuencia cibernética 1.000 millones de dólares

Fuente: Elaboración propia con información de ONUDD 2011

Son precisamente estas estratosféricas cifras las que hacen del crimen organizado en
general y del narcotráfico en particular, más que un enemigo, un elemento funcional a la
actual forma de organización, acumulación y concentración de la en el neoliberalismo. Y para
muestra un botón; según cálculos de la ONUDD (2011), alrededor del 70% de las ganancias
ilícitas, del crimen organizado, fueron blanqueadas por el sistema financiero internacional,
mientras que sólo el 1% del producto blanqueado fue interceptado o incautado. Los principales
beneficiados de esta actividad, son sin duda los grandes bancos de Estados Unidos y Europa,
los cuales según estimaciones lavan entre 500 mil millones y un billón de dólares anualmente.
Hablar de crimen organizado y lavado de dinero de dinero, es hablar de corrupción. No
obstante que dicha actividad es percibida como uno de los principales fenómenos sociales,
políticos y económicos que socava la seguridad, las instituciones democráticas y atrofia los
cimientos del desarrollo económico, es una realidad que no puede ser pensada como una
disfuncionalidad sino que es inherente al modelo. Según Calverio, (2012: 60) la corrupción es
funcional a la reorganización hegemónica neoliberal, en al menos tres aspectos:

Favorece la proliferación de mafias y criminalidad perfectamente funcionales y


articuladas a la globalización del mercado –ya que lo expande a áreas prohibidas, como el
tráfico de drogas, de personas, de órganos– […] Facilita la diseminación del miedo social
y la desconfianza, que conducen al abandono de los espacios públicos así como al encierro

38
de personas –y de la sociedad misma– en los espacios seguros y privados, incentivando la
parálisis colectiva […] Permite la penetración de las mafias a la vida política y económica,
convirtiendo a políticos y empresarios en cómplices y socios menores de los grandes
centros de poder [paralelos al Estado].

Con base en lo anterior, podemos observar como el crimen organizado (narcotráfico),


de la misma forma que el terrorismo, es un “enemigo” cuya existencia es imprescindible para
el modelo neoliberal pues, por un lado, sus elites financieras, empresariales y políticas se
benefician indirecta o directamente sus grandes (grandísimas) ganancias ilícitas. Mientras que,
por otro lado, es la “amenaza” que justifica el constante incremento del poder bélico y
represivo de aquellos Estados bajo los lineamientos neoliberales.
Una de las principales consecuencia de la guerra contra narcotráfico consiste en el
encierro creciente de personas, en especial jóvenes y pobres. Hecho que se explica porque la
acción represiva, de esta violencia de Estado, no ataca las redes de protección políticas y
financieras, que les permiten seguir operando con total impunidad, sino que se centra en el
ataque directo de aquello que Bauman (2011) llamó, los marginales, es decir, personas o
amplios sectores sociales excluidos del desarrollo social por la dinámica neoliberal, y que son
pensadas como personas sospechosa de intensiones delictivas. De acuerdo con Loïc Wacquant
(2010) estamos ante la presencia de un Estado penal, el cual, lejos de combatir las causas de
los grandes problemas sociales (desempleo, pobreza, exclusión, violencia) desde sus causas
estructurales, utiliza las prisiones como aquellos contenedores judiciales donde son arrojados
los desechos humanos de la sociedad de mercado, es decir, aquellas personas o sectores
sociales no tienen una actividad lucrativa.
Como sustento ideológico del Estado penal se halla la idea neoliberal de “la
responsabilidad individual” que reduce las actividades delictivas y el ejercicio de la violencia,
a premisas personales, convirtiendo con ello a los individuos a los principales causante de la
inseguridad y la violencia, dejando de lado la opresión político-económica que ha propiciado
la disparidad y marginalidad social. Es precisamente esta violencia estructural, con su
exclusión laboral, escolar y de empleos precarios, la principal fuente que genera que millones
de personas en el mundo se vean orillados a la económica subterránea –que incluye desde
empleos informales hasta actividades ilícitas– como única vía viable para conseguir su
subsistencia (Bourgios, 2010).

39
En un mundo donde el consumo se ha convertido en la condición sine quan non del
acceso a la dignidad, no es de extrañarse que el dinero sea visto como un conjuro contra el
desprecio, y que sean precisamente los jóvenes excluidos del desarrollo social, el principal
sector de la población involucrado con la violencia y la criminalidad, “pues éstas son a
menudo los únicos medios que de que disponen los jóvenes sin perspectivas de empleo para
adquirir el dinero y los bienes de consumo indispensable para acceder a una existencia
socialmente reconocida” (Wacquant, 2013: 47).
En Las cárceles de la miseria Wacquant (2000) advirtió que este creciente
encarcelamiento de los pobres respondía más una decisión política con vistas a reafirmar la
autoridad del Estado, utilizando para ello el sector penal y así contrarrestar su retraimiento del
ámbito social como consecuencia de las políticas neoliberales. De tal forma que a la exclusión
económica opondrá la violencia de la exclusión carcelaria.
Para Pilar Calveiro (2012), el que este proyecto encarcelación masiva haya prosperado
en Estados Unidos y América Latina, tiene que ver con el modelo de privatización del sistema
penal, donde el encierro de personas es un negocio en expansión. Por ejemplo, durante el
sexenio de Felipe Calderón se proyectó la construcción de ocho penales federales bajo el
esquema de Asociaciones Público-Privadas (APP´s), que en términos sencillo implica dejar el
diseño y construcción, financiamiento, mantenimiento y operación de las nuevas cárceles en
México, en manos de la iniciativa privada. De acuerdo con reportes periodísticos las empresas
ICA, Prodemex, GIA, Homex, Tradeco y Arendal fueron las elegidas para llevar a buen puerto
el nuevo modelo penitenciario –la comercialización de la readaptación social–. El cual, se
caracteriza por el alto costo manutención de los reos, según la CNDH el costo diario de
atención a un reo en estas nuevas prisiones es de 1,670 pesos, en contraste con los 150 pesos
que cuesta mantener a un preso en una cárcel estatal o los 390 que cuesta en una federal
(Reporte Índigo, 7 agosto de 2014). Pero las ganancias no quedan ahí, pues por la operación
de estas nuevas cárceles, dichas empresas recibirán por sus servicios de mantenimiento y
construcción más dos mil millones de pesos anuales, durante dos décadas (Nexos, 19 de abril
de 2012). Estas cifras revelan como el crimen es un negocio redondo –que no sólo produce

40
grandes ganancias ilegales sino que vía la administración de castigo hacia los delincuentes
también genera una extraordinaria acumulación de riqueza en pocas manos15.

Ellos o nosotros: el narcotráfico como “enemigo” interno en México


La presencia del narcotráfico en México se remite a más de un siglo atrás. Durante este
tiempo, diversas estrategias han sido utilizadas para combatirlo, desde aquellas disposiciones
legales con un fuerte énfasis en la salud hasta las políticas centradas en la persecución
policiaca de los productores, traficantes y consumidores de sustancias ilegales (Martínez,
2012). Es en los últimos años que esta actividad ilícita ha sido considerada como una amenaza
a la seguridad nacional. Para observar cómo el narcotráfico se ha vuelto una prioridad de
Estado, echemos un rápido vistazo a las agendas de seguridad de los últimos cuatro gobiernos
federales. Durante el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000), según el diagnóstico del Plan
Nacional de Desarrollo 1995-2000, al mismo tiempo que se reconoce al desempleo, la
pobreza, la injusticia y la demanda de más y mejor democracia, como los principales retos a
enfrentar, también se señalan “las modernas amenazas” combatir en dos ámbitos:
 Seguridad nacional: el narcotráfico, el lavado de dinero, el tráfico ilegal de armas y el
terrorismo.
 Seguridad pública: el crecimiento de la violencia y de actos ilícitos –tráfico de armas,
asaltos bancarios, narcotráfico y secuestros– que perturban la paz y la tranquilidad
sociales, afectan el bienestar, la seguridad y el patrimonio de las familias y, en no
pocas ocasiones, lesionan irreparablemente la integridad e incluso la vida de muchos
mexicanos ((PND, 1995: 12, 17).
Para enfrentar dichas amenazas y garantizar la seguridad nacional del país, el gobierno
de Ernesto Zedillo propuso, en primer lugar, la coordinación de las dependencias y entidades
de la Administración Pública Federal y de los Estados de la Federación en sus relaciones con
otras naciones con el fin de asegurar la unidad de criterios en el combate al narcotráfico, el

15
Empresarios que han sido beneficiados con la privatización de las prisiones en México: Carlos Hank González,
presidente del Grupo Financiero Interacciones, tiene bajo su mando el Centro de Reclusión de Ciudad Valles, San
Luis Potosí. Carlos Slim, sus empresas cuentan con convenios para construir dos centros penitenciarios en
Morelos y en Chiapas. Olegario Vázquez Raña, construyó penales en Durango y Michoacán. Alfonso Quintana,
de ICA, construyó el Centro Federal de Readaptación Social número 11, en Sonora. Mientras que los proyectos
de inversión están a cargo de un personaje poco celebre para la economía del país, Pedro Aspe Armella,
secretario de Hacienda en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, a través de su empresa Protego Asesores.

41
lavado de dinero, el tráfico ilegal de armas y el terrorismo. En segundo lugar, propuso “la
creación y puesta en marcha del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP) cuya función
sería
 Establecer los mecanismos y la coordinación entre los tres órdenes de gobierno, con
respeto a aplicar una sola política en materia de seguridad pública en todo el país.
 Realizar acciones y operativos conjuntos de las Instituciones de Seguridad Pública
 Determinar criterios uniformes para la organización, operación y modernización
tecnológica de las Instituciones de Seguridad Pública.
 Establecer y controlar bases de datos criminalísticos y de personal
 Participar en la protección y vigilancia de las Instalaciones Estratégicas del país en los
términos de esta ley y demás disposiciones aplicables.
Si bien lo anterior nos permite observar como durante el gobierno de Ernesto Zedillo el
narcotráfico comienza a ser considerado como parte de las amenazas a la seguridad nacional,
esta actividad aún no es una prioridad de Estado, pues asuntos de índole económica como la
devaluación de la moneda, la consolidación del Tratado de Libre Comercio de América del
Norte (TLCAN) o asuntos socio-políticos, como el alzamiento zapatista de 1994, entre otros,
determinaron la agenda de seguridad de aquellos años (Benítez, 2010).
De acuerdo con Luis Astorga (2005) quizá otra de las razones por la que no fue
considerado el combate al narcotráfico como una prioridad, es que a inicios del sexenio
zedillista el mecanismo de intermediación que poseía gobierno federal, entre el poder político
y narcotráfico –para establecer “las reglas de juego”– estaba aún fortalecido pues éste operaba
en el nivel estatal, bajo el control de gobiernos priistas y en conjunción con las corporaciones
policiales federales. Sin embargo, con la llegada de gobiernos de oposición, hacia finales del
sexenio este mecanismo de intermediación, comenzó a fracturarse y con ello las reglas del
juego.

No es fortuito que el incremento en los niveles de violencia relacionados con el tráfico de


drogas en los años noventa se haya observado en un primer momento en algunos estados
donde la oposición política se convirtió en gobierno, coincidentemente estados
productores de plantas ilegales, tráfico y tránsito de drogas, así como lavado de dinero, y
mercados potenciales para el consumo. Ejemplos: Baja California, Chihuahua, Jalisco,
Nuevo León y D.F (Astorga, 2005: 163).

42
Lo dicho por Astorga, muestra la característica más conocida del narcotráfico en
México a lo largo del siglo XX; la mutua dependencia entre el poder político y el narcotráfico.
Por esta razón, hacia el año 2000, la nueva administración federal surgida del Partido Acción
Nacional, no dudó en responsabilizar a los regímenes priistas del crecimiento de la
delincuencia organizada y la corrupción en el país (PND, 2001).
De acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006 del gobierno de Vicente
Fox, se consideró que “las verdaderas amenazas a la instituciones y a la seguridad nacional las
representan la pobreza y la desigualdad, la vulnerabilidad de la población frente a los desastres
naturales, la destrucción ambiental, el crimen, la delincuencia organizada y el tráfico ilícito de
drogas” (PND, 2001: 103). Asimismo, en el apartado Orden y Respeto del Plan Nacional de
Desarrollo, se señalan por su origen dos amenazas a la seguridad nacional:
 Interno: “El tráfico de drogas y la delincuencia organizada representan una de las
principales fuentes de violencia e inseguridad para la sociedad y una amenaza a las
instituciones. Ocasionan corrupción, deterioro de imagen, pérdida de confianza y de
prestigio nacional e internacional, afectando la soberanía y dañando nuestras relaciones
internacionales”.
 Externo: “El tráfico de armas y de personas y las redes del terrorismo internacional que
aprovechan las facilidades de comunicación y transporte que trae consigo la
globalidad, buscan evadir las leyes de los estados nacionales” (PND, 2001:105).
Para hacer frente a estos desafíos el gobierno foxista ve en las Fuerzas Armadas del
país al principal aliado para garantizar “el orden público, y velar por la protección y
preservación del interés colectivo, evitando en lo posible o minimizando cualquier riesgo o
amenaza a la integridad física de la población y de las instituciones” (PND, 2001: 102). Por lo
que su participación se concibió como coadyuvante en el combate al tráfico ilícito de drogas y
la delincuencia organizada y apoyando a la población civil en casos de desastre.
Con respecto al diagnóstico sobre la seguridad pública, el Plan Nacional de Desarrollo
(2001: 120) señaló como característica de este ámbito, el constante “incremento de una
delincuencia cada vez más violenta y organizada que crea un clima de incertidumbre y de
desconfianza entre la población, y da lugar a un proceso de descomposición de las
instituciones públicas y de la convivencia social”. Como causa de este hecho se señala la
existencia de una gran corrupción: corporaciones penetradas por la delincuencia;

43
inobservancia de la ley: leyes obsoletas, falta de equidad en la administración de la justicia;
evasión de la justicia e impunidad; escasa capacitación de los policías; mayor beligerancia y
acción de la delincuencia organizada y del tráfico ilícito de drogas;
Para garantizar la seguridad pública, el gobierno de Fox propuso las siguientes
estrategias (PND, 2011: 120-121):
1. Contar con una policía honesta, con vocación de servicio, eficiente y respetuosa de los
derechos humanos, dotándola de equipo, tecnología, armamento e instalaciones que le
permitan actuar de manera anticipada a la comisión del delito, modernizando,
asimismo, los esquemas estratégicos, tácticos y operativos, a fin de reducir los índices
de delitos y mejorar el servicio de seguridad pública
2. Reformar el sistema de seguridad pública mediante un conjunto de cambios
estructurales, entre los que se encuentran: la adecuación del marco jurídico; la puesta
en marcha del servicio civil de carrera; la capacitación y profesionalización de los
elementos policiales; la mejora de los salarios y las prestaciones; el combate a fondo de
la corrupción y la impunidad; la dotación de un mejor equipo.
3. Combatir la corrupción, depurar y dignificar los cuerpos policiales: Establecer
mecanismos de selección y control más rigurosos en el reclutamiento y contratación
del personal operativo, así como mejorar las condiciones salariales y las prestaciones
sociales de dicho personal.
4. Cambiar la concepción de los centros de reclusión para convertirlos en centros de
trabajo, educación y deporte, combatir la corrupción en todas sus formas y mejorar las
instalaciones.
5. Fortalecer los mecanismos de participación ciudadana en actividades de prevención de
conductas delictivas, mediante la coordinación de esfuerzos con las instancias
policiales.
Con base en los diagnósticos y propuestas –militarización del país– del gobierno
foxista, es posible observar como el narcotráfico, a comienzos del nuevo siglo, va perfilándose
como una prioridad acorde a los tiempos a la reorganización hegemónica, arriba mencionada.
Sin embargo, es una realidad que durante este sexenio el narcotráfico continuo operando con
normalidad. Por ejemplo, los delitos contra la salud –producción, transporte, tráfico, comercio,

44
suministro, consumo y posesión de drogas– pasaron de 23 mil 232 casos registrados en el año
2001 a 58 mil 066 casos durante el gobierno de Vicente Fox.

Cuadro 2: Posibles delitos contra la salud denunciados en el fuero federal 2001 – 2006

Año Denuncias
2001 23, 232
2002 23, 586
2003 28, 645
2004 28, 715
2005 38, 903
2006 58, 066

Nota: Se refiere a las denuncias de hechos presentadas ante el Ministerio Público a partir de las cuales se
inician las averiguaciones previas. En una denuncia de hechos puede involucrarse más de un delito, así como
una o más personas responsables.
Fuente: Elaboración propia con información del Sistema Nacional de Seguridad Publica, (2010). Incidencia
delictiva del fuero federal 1997-2010.

Con el inicio sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), el Plan Nacional de Desarrollo


2007–2012 tuvo como principio rector el Desarrollo Humano Sustentable. Dicha idea

Asume que el propósito del desarrollo consiste en crear una atmósfera en que todos
puedan aumentar su capacidad y las oportunidades puedan ampliarse para las
generaciones presentes y futuras [...] Ello significa asegurar para los mexicanos de hoy la
satisfacción de sus necesidades fundamentales como la educación, la salud, la
alimentación, la vivienda y la protección a sus derechos humanos. Significa también que
las oportunidades para las generaciones actuales y futuras puedan ampliarse, y que el
desarrollo de hoy no comprometa el de las siguientes generaciones (PND, 2007: 3).

Para lograr dicho propósito se plantearon cinco ejes de política pública: 1) Estado de
Derecho y seguridad; 2) economía competitiva y generadora de empleo; 3) igualdad de
oportunidades; 4) sustentabilidad ambiental y 5) democracia efectiva y política exterior
responsable. No cabe duda que cada uno de estos ejes es importante de observar y analizar, sin
embargo, por las necesidades del tema aquí tratado, es de mi interés centrarme en el punto
número uno, pues ahí encontramos los argumentos que convierten el combate al crimen

45
organizado –y al narcotráfico como uno de sus rostros más visibles– en una prioridad de
Estado.
De acuerdo con del Plan Nacional de Desarrollo (2007: 8) “la premisa fundamental de
la interacción social estriba en que las personas necesitan garantías de seguridad para su
Desarrollo Humano Sustentable. De otra manera, las personas no podrían actuar y
desarrollarse en forma libre y segura”. En este sentido, se señala al crimen organizado,
particularmente el tráfico de drogas, de personas y de mercancía, como aquellos delitos que
generan mayor inseguridad y que afectan considerablemente al desarrollo humano.

El narcotráfico es una de las manifestaciones más lesivas de la delincuencia organizada,


no sólo por los altos niveles de violencia que implica, sino también por la amenaza que
representa a la salud física, emocional y moral de un importante número de mexicanos
[…] Nadie duda del gran daño y deterioro social que genera no sólo el tráfico sino
también el consumo drogas en México […] sobre todo considerando las acciones de los
narcotraficantes en colonias, parques y escuelas para inducir a más niños, jóvenes y
adultos al consumo de las drogas […] Una modalidad reciente para la comercialización de
drogas es el narcomenudeo. Este método implica atomizar los puntos de venta y el
contacto directo con los consumidores. [Así] el narcotráfico busca diversificar los canales
de distribución y ampliar el número potencial de adictos, además de invadir espacios
públicos como escuelas, parques y lugares de recreo [...] Junto a los altos niveles de
violencia y fragmentación social que genera, el narcotráfico es una industria de alto valor
económico. Ello simplemente convierte a la producción y distribución de narcóticos en un
negocio muy rentable para quienes están involucrados. […]Una de las manifestaciones
más violentas de la delincuencia organizada la representan los cárteles del narcotráfico,
los cuales a través de una estrategia de posicionamiento dejaron de ser transportadores de
droga hacia los Estados Unidos para convertirse en líderes de estas operaciones. Estos
grupos han dejado de considerar a México como un país de tránsito, buscando
transformarlo en un país consumidor […] Los recursos producto del narcotráfico dan a las
bandas criminales un poder enorme para la adquisición de distintas formas de transporte,
armas de alto poder y sistemas avanzados de comunicación, así como equipamiento que
con gran frecuencia supera al de los cuerpos policíacos encargados de combatirlos y de
prevenir los delitos asociados a dicha actividad. [Así] el narcotráfico genera inseguridad y
violencia, degrada el tejido social, lastima la integridad de las personas y pone en riesgo la
salud física y mental del activo más valioso que tiene México: los niños y los jóvenes.

46
Como manifestación de la delincuencia organizada, el narcotráfico desafía al Estado y se
convierte en una fuerte amenaza para la seguridad nacional […] No se debe permitir que
ningún estado de la República sea rehén del narcotráfico, del crimen organizado o de la
delincuencia […] Por eso es necesaria la colaboración de las Fuerzas Armadas en esta
lucha (PND, 2007: 13, 14, 19).

Tales aseveraciones a la vez que nos permiten observar cómo el narcotráfico, para el
gobierno de Calderón, no es sólo un problema seguridad pública, sino que por su carácter
transnacional, es parte de las nuevas problemáticas sociales –migración, crimen organizado
transnacional y terrorismo– que generan conflictos en las franjas fronterizas de México.

En la frontera sur, los flujos migratorios indocumentados son una constante, lo que
representa un mercado de ganancias enorme para los traficantes de personas […]
Asimismo, existe en la región la presencia de pandillas delictivas juveniles y cárteles del
narcotráfico que, aprovechando la extensión y porosidad de la frontera, generan violencia
e inseguridad […] A los problemas de traficantes de personas, en la frontera norte se
agregan con intensidad las organizaciones criminales del narcotráfico y el contrabando de
armas. La mayor parte de las armas que circulan en el país de manera ilegal ingresan por
la frontera con Estados Unidos [...] Las fronteras, mares y costas del país no deben ser una
ruta para la acción de los criminales. No se debe permitir que el territorio nacional sea
utilizado para consumar acciones que atentan contra la vida, la salud, la integridad física y
el patrimonio de los mexicanos […] Siendo la seguridad un valor que debe ser procurado
sin descanso, el Estado mexicano privilegiará la colaboración con otras naciones en esta
materia (PND, 2007: 24, 25).

Con base en estos diagnósticos y afirmaciones, presentes en el Plan Nacional de


Desarrollo 2007-2012, el gobierno de Felipe Calderón, además de posicionar al narcotráfico
como una obsesión discursiva, también lo encumbró como la principal amenaza a la seguridad
del país. Amenaza que puede resumirse en los siguientes tres puntos:
 Se piensa que el narcotráfico genera el crecimiento en el consumo de drogas entre los
jóvenes.
 La violencia que despliega el narcotráfico debilita progresivamente la seguridad
pública del país.

47
 La corrupción que genera el narcotráfico provocó que el Estado haya perdido el control
de partes significativas del país, las cuales ahora están bajo el control del crimen
organizado.

Cuadro 3: Frecuencia con la que son utilizados términos como narcotráfico, crimen organizado
y combate al narcotráfico en los Planes Nacionales de Desarrollo en México de 1995 a 2007

PND Narcotráfico Crimen Combate al narcotráfico


organizado

1995-2000 12 veces 5 veces 5 veces

2001-2206 0 veces 4 veces 5 veces

2007-2012 25 veces 17 veces 20 veces

Fuente: Elaboración propia con información de los Planes Nacionales de Desarrollo 1995 a 2007.

Ahora bien si en el ámbito discursivo el narcotráfico es considerado el principal


enemigo para la seguridad del país, ¿qué estrategias se plantearon para su combate? En primer
lugar, se concibe como necesaria e imprescindible la activa participación del ejército en esta
batalla16 “dado el interés de recuperar la fortaleza del estado, la seguridad pública y el
combate frontal al narcotráfico (PND, 2007:23). En este sentido, se implementaron operativos
permanentes en coordinación con los tres órdenes de gobierno con la finalidad de “asegurar a
distribuidores de droga al menudeo, así como un sistema de inteligencia para combatir la
existencia de centros de distribución de drogas y laboratorios clandestino” (PND 2007: 19).
Además de este combate armado se pretendió, “la desarticulación de organizaciones
criminales atendiendo a la naturaleza económica de sus actividades mediante la destrucción de
los elementos que les permiten generar riquezas ilícitas y afianzarse en el territorio mexicano”
(PND 2007: 18).

16
El énfasis es añadido

48
Asimismo, “con el objetivo de evitar que más mexicanos que se conviertan en
delincuentes, que sufrieran violaciones a su integridad y su patrimonio o que queden atrapados
por el consumo de drogas” (PND 2007), el Programa Nacional de Seguridad Pública 2008-
2012, (PNSP, 2009: 21) delineó las siguientes estrategias.
 Incrementar la presencia y efectividad policial en lugares públicos y de convivencia
familiar en entidades federativas y municipios, como mecanismo para prevenir la
comisión de delitos y propiciar un entorno más seguro.
 Reforzar los vínculos de colaboración con las instancias de participación ciudadana en
los tres órdenes de gobierno, para que funjan como canales de interlocución en la
recuperación de la seguridad.
La primera de estas medidas iba dirigida a recuperar aquellos espacios públicos como;
escuelas, parques, jardines, plazas y centros de entretenimiento, que habían sido invadidos por
la delincuencia. Mientras que la segunda, se enfocaría en fomentar y fortalecer las acciones
con la sociedad civil en la prevención del delito y la cultura de la denuncia (PNSP, 2009).
Como se puede observar, la estrategia de combate a la delincuencia organizada durante
este sexenio (2006-2012), si bien mostró interés por llevar a cabo un embate a las redes
financieras del narcotráfico así como el establecimiento de políticas preventivas en conjunción
con la sociedad, en realidad se caracterizó por el ataque policiaco-militar. Ejemplo de ello son
los Operativos Conjuntos, los cuales se caracterizan por ser un fuerte despliegue de fuerza
policiaca donde participan elementos de las secretarias de la Defensa Nacional (SEDENA) y
de marina (SEMAR), así como de la Procuraduría General de la República (PGR), la
Administración General de Aduanas de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público, y
autoridades de seguridad públicas y procuración de justicia locales; entre otras 17 (PNSP,
2009).

17
De acuerdo con Alejandro Poiré, quien se desempeñó como Secretario de Gobernación –entre muchos otros
cargos– durante el gobierno de Felipe Calderón, los Operativos Conjuntos “parten del principio de subsidiariedad
propio de cualquier sistema federal. Es decir, cuando un gobernador estima que requiere el apoyo de las fuerzas
federales para garantizar la seguridad en su territorio, se diseña la manera en la que elementos de las distintas
corporaciones del Gobierno Federal se desplegarán para atender esta petición. En sentido, los elementos
asignados a los operativos brindan soporte en áreas de inteligencia, administración y procuración de justicia. El
objetivo es que se fortalezcan las regiones correspondientes y se genere mayor capacidad de contención de la
acción delincuencial. Véase: http://calderon.presidencia.gob.mx/el-blog/los-operativos-conjuntos/#more-66269
[consultado el 22 de enero 2015].

49
En este sentido, para “recuperar la fortaleza del estado, la seguridad pública y el
combate frontal al narcotráfico” la administración de Felipe Calderón puso en marcha, de
diciembre de 2006 a mayo de 2012, los siguientes Operativos Conjuntos: Michoacán, Baja
California (Tijuana), Guerrero, Triángulo Dorado (Chihuahua-Sinaloa-Durango), Noreste
(Nuevo León – Tamaulipas), Sinaloa, Chihuahua (Juárez), Frontera Sur, Veracruz, Guerrero
Seguro y Morelos Seguro. Este amplio despliegue policiaco-militar se hizo posible gracias al
constante y fuerte incremento del gasto púbico para la seguridad y la defensa nacional.

1
Cuadro 4: Presupuesto del sector seguridad y defensa por dependencia 2000-2012 (millones
de pesos)
2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012

SEDENA 20,375 22,424 22,705 22,831 23,332 24,002 26,031 32,200 34,861 43,623 43,632 50,039 55,611

SEMAR 7,959 8,873 8,518 8,899 8,488 8,636 9,163 10,951 13,382 16,059 15,991 18,270 19,679
SSP* 10,746 6,350 7,320 7,067 6,462 7,036 9,274 13,664 19,711 32,916 32,437 35,519 40,536
PGR 4,875 5,766 6,932 7,154 7,256 8,143 9,550 9,216 9307 12,309 11,781 11,997 14,905
CISEN 53 726 1,034 729 966 879 1,153 1,114 1,269 2,379 2,140 2,244 2,766
Total sector
(pesos) 44,008 44,049 46,509 46,680 46,504 48,696 55,171 67,145 78,530 107,286 105,981 118,069 133,497

Fuente: Aguayo, Sergio y Raúl Benítez (2012: 145) Atlas de la seguridad y la defensa en México.
1 El presupuesto del sector seguridad y defensa constituye la suma de los presupuestos de las dependencias:
SEDENA, SEMAR, SSP, PGR y Cisen.
* Para el año 2000 se considera el presupuesto del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
SEDENA: Secretaría de la Defensa Nacional
SEMAR: Secretaría de Marina
SSP: Secretaría de Seguridad Pública
PGR: Procuraduría General de la República
Cisen: Centro de Investigación y Seguridad Nacional

Ahora bien, para llevar a cabo este conjunto de estrategias propuestas por el gobierno
de Felipe Calderón, se hizo indispensable una alianza con los Estados Unidos, país que fue
señalado por el gobierno de Calderón como el principal consumidor de drogas y distribuidor
de armas de la delincuencia organizada. Este hecho –vincular el problema a un Estado
extranjero– implicó reconocer que el narcotráfico tiene expresiones trasnacionales, y que su
combate, debe darse en el mismo nivel (Benítez, 2009). Por ende, como parte medular de la
política internacional contra tráfico de drogas, el gobierno mexicano requirió la puesta en marcha

50
de un tratado de cooperación internacional para atacar al crimen organizado, presente en el país y
más allá de sus fronteras.
En respuesta a esta necesidad es que surge la Iniciativa Mérida. Dicho tratado internacional
se propuso el objetivo –en tanto estrategia de seguridad bilateral y regional establecida por Estados
Unidos, México, los países Centro América y el Caribe– de incrementar los esfuerzos y
cooperación para luchar contras la organizaciones criminales así como para detener el
narcotráfico, el tráfico de armas, las actividades financieras ilícitas, tráfico de divisas y personas.
Esta cooperación por la seguridad regional, pensada inicialmente durante un periodo de tres
años (años fiscales 2008, 2009 y 2010), se ha caracterizado por una enorme transferencia de
recursos económicos por parte del gobierno estadunidense a los demás países participantes,
pero principalmente a México.
Según cifras correspondientes al año 2013, la Iniciativa Mérida había entregado
aproximadamente 1,200 millones de dólares al gobierno mexicano, destinados en su mayoría a
dos rubros: adquisición de equipamiento y tecnología militar (para el combate al narcotráfico
y vigilancia fronteriza) y capacitación de personal (militar, policial, inteligencia financiera
entre otros servidores públicos). Mientras que una parte menor de ese “financiamiento fue
asignado la implementación de una reforma judicial y penitenciaria, investigación a policías,
actividades anticorrupción y apoyo limitado en materia de rehabilitación y prevención de
adicciones” (Wolf, 2011: 676).
Con base en este conjunto de estrategias policiaco-militar el gobierno de Felipe
Calderón emprendió, lo que él mismo calificó como, “una guerra sin cuartel porque ya no hay
posibilidad de convivir con el narco. No hay regreso; son ellos o nosotros” (El Universal, 27
febrero de 2009).
Sin embargo, esta guerra en contra de este “enemigo interno” poco a poco fue
arrojando resultados catastróficos, muy lejanos a las supuestas intenciones de reducir la
violencia, desmantelar las organizaciones criminales y disminuir el flujo de drogas hacia los
mercados nacionales, de Estado Unidos y Europa (Flores, 2012). Incluso, a contrapelo de las
voces críticas que hablaban de una guerra sin sentido, generadora de altos niveles de violencia
y sufrimiento, el optimista discurso oficial rechazó tajantemente cualquier la idea sobre el
fracaso de la estrategia contra la delincuencia. En este sentido, presiente Calderón llegó a
afirmar que, “contra la percepción generalizada, sí se va ganando la guerra contra la
delincuencia organizada” (Noroeste, 10, septiembre 2010).
51
Saldos de guerra
En la postrimería del sexenio de Felipe Calderón, era evidente que la política de seguridad
implementada para combatir el crimen organizado había fracaso. Por un lado, no logró
recuperar los espacios públicos para la comunidad –por el contrario, el país se había
convertido en una especie de rompecabezas, donde cada una de las zonas pertenecía a una
organización criminal, o bien, estaba bajo disputa. Por otro lado, tampoco logró la
desarticulación total de las organizaciones delictivas. Si bien es cierto que durante este tiempo
se logró la captura o muerte de algunos líderes del narcotráfico en el país, también es cierto
que la violencia no se redujo sino todo lo contrario.
Una de las principales consecuencias de la guerra contra el narcotráfico fue la
conformación de un conflicto armado con tres rostros diferentes: en el primero de ellos se
presentan enfrentamientos armados entre las fuerzas del Estado contra la diferentes
organizaciones del crimen organizado dedicadas al tráfico de drogas; el segundo rostro se
caracteriza por las confrontaciones entre estos grupos delictivos, en abierta disputa por la rutas
para el trasiego de sustancias ilegales y otras mercancías. Finalmente, el último rostro se
delimita a raíz del surgimiento de grupos de civiles armados –autodenfensas– quienes, ante la
incapacidad de las autoridades (pero con su complacencia), decidieron enfrentar a ciertos
grupos criminales. En este sentido, Nancy Flores (2012: 25) no exagera al afirmar que
Calderón dejó como herencia doble un régimen de violencia: el del crimen organizado y el de
las fuerzas del Estado. “a los primeros se le atribuyen asesinatos, secuestros, extorsión, trata de
personas, venta y tráfico de drogas, personas y armas”. Mientras que a los segundos se le
adjudica “ejecuciones extrajudiciales de civiles, violaciones sexuales, detenciones al margen
de la ley y desapariciones forzadas, entre otro actos violatorios de los derechos humanos”.
Que estos rostros de violencia han afectado, y seguirán afectando, directa e
indirectamente a grandes sectores de la sociedad mexicana es un hecho sin mayor discusión.
Sin embargo, para ilustrar el tamaño de la catástrofe que significó –y significa– la guerra
contra el narcotráfico es necesario echar un vistazo a las siguientes cifras del horror. En primer
lugar, están las cifras que evidencian el constante incremento de homicidios dolosos como
consecuencia directa de la guerra contra el narcotráfico. Es necesario aclarar que las siguientes
cifras no son absolutamente confiables pues, en primer lugar, no existen datos exactos debido
a subregistros y, en segundo lugar, no existen mecanismos adecuados para procesar la

52
información al respecto. Ejemplo de ello son las discrepancias existentes entre las cifras del
Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP) y la proporcionada por el Instituto Nacional
de Geografía y Estadística (INEGI).

Cuadro 5: Homicidio Doloso en México de 2007 a 2012, por fuente de información


Año SNSP INEGI
2007 10,253 8,867
2008 13,155 14,006
2009 16,118 19,803
2010 20,680 25,757
2011 22,852 27,213
2012 21,736 25,967
Total 104,794 121,613
Fuente: Elaboración propia con información del Sistema Nacional de Seguridad Pública y el Instituto
Nacional de Geografía y Estadística.

Los 16 mil 864 homicidios dolosos que existen de diferencia entre ambas cifras
oficiales no es un asunto menor, sobre todo si se tiene presente que este número representa a
personas que fueron asesinadas en el país entre los años 2007 a 2012, pero que no son
reconocidas como tales por el Sistema Nacional de Seguridad Pública del Gobierno Federal.
Un problema mayor surge cuando se trata de conocer el número de homicidios vinculados al
crimen organizado, pues el gobierno de Calderón se caracterizó por la opacidad respecto a este
tema. Frente a esta actitud, surgieron conteos periodísticos, sobre las “ejecuciones” que
acontecían a diario en país, con la intención registrar las víctimas de esta guerra.
Ahora bien, como parte de una estrategia –para posicionar sus supuestos logros en
materia de seguridad pública– la actual administración federal (2012-2018) dio a conocer que,
durante el sexenio anterior y en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, los homicidios
dolosos vinculados crimen organizado alcanzaron la pasmosa cifra de 66,630 personas
asesinadas a lo largo y ancho del país.

53
Cuadro 6: Homicidios Dolosos vinculados al crimen organizado en México de 2007 a 2012

Año Homicidios dolosos


2007 2,819
2008 6,824
2009 9,612
2010 15,259
2011 16,990
2012 14,856
Total 66,360
Fuente: Elaboración propia con información de Gobierno de la República (2014). Principales avances de la
seguridad pública 2014.

Si comparamos la cifra de homicidios vinculados al crimen organizado, con los datos


proporcionas por SNSP y el INEGI observamos que las 66 mil 360 “ejecuciones” representan
con respecto, a las primeras, el 63.35%, mientras que con relación a la segundas, equivalen al
54.45%. Tales porcentajes muestran como la guerra contra el narcotráfico, no solo vino a
incrementar la violencia sino que además edificó la actual catástrofe humanitaria que se vive
en México.

Cuadro 7: Comparativo de homicidios dolosos y homicidios vinculados al crimen organizado


en México de 2007 a 2012
Inegi SNSP HDCO

25,757 27,213
25,967
19,803
20,680 22,852 21,736

14,006 16,118 16,990


15,259 14,856
8,867 13,155
10,253 9,612
6,824
2,819

2007 2008 2009 2010 2011 2012

Fuente: Elaboración propia con información de INEGI, SNSP, Presidencia de la República (2014).

54
Dicha catástrofe toma tintes dramáticos al observar que es la población joven del país
la más “golpeada” en esta guerra. De acuerdo con las cifras de homicidio doloso del INEGI,
durante el periodo de años que va de 2007 a 2012 en México el porcentaje de hombres
asesinados es de 89.39%, mientras que las mujeres asesinadas, representan el 10.12%.

Cuadro 8: Homicidios Dolosos por sexo México de 2007 a 2012


Año Total Hombres Mujeres No especificado
2007 8,867 7,776 1,083 8
2008 14,006 12,574 1,425 7
2009 19,803 17,838 1,925 40
2010 25,757 23,285 2,418 54
2011 27,213 24,257 2,693 263
2012 25,967 22,986 2,764 217
Total 121,613 108,716 12,308 589
Fuente: Elaboración propia con información INEGI.

Ahora bien, de los 108 mil 716 hombres asesinados, el 75% tenía entre 15 y 44 años.
En el caso de las 12 mil 308 mujeres asesinadas el 65% tenían entre 15 y 44 años. Para ambos
géneros el mayor número homicidios se presentó entre las edades de 15 a 29 años.

Cuadro 9: Homicidios Dolosos por grupo de edad hombres México de 2007 a 2012

2007 2008 2009 2010 2011 2012


0 a 14 años 169 201 299 260 322 339
15 a 29 años 2,621 4,583 6,667 9,212 9,508 9,008
30 a 44 años 2,888 4,871 6,821 9,010 8,741 8,046
45 más 1,975 2,736 3,588 4,152 4,284 4,298
Sin datos 123 183 463 651 1,402 1,295

Fuente: Elaboración propia con información INEGI.

55
Cuadro 10: Homicidios Dolosos por grupo de edad mujeres México de 2007 a 2012

2007 2008 2009 2010 2011 2012


0 a 14 años 128 144 198 178 171 177
15 a 29 años 356 485 672 956 1020 1062
30 a 44 años 307 410 549 719 784 787
45 más 270 356 463 524 613 576
Sin datos 22 30 43 41 105 162

Fuente: Elaboración propia con información del INEGI

Estos datos nos dan una idea sobre el calvario que significa la guerra contra el
narcotráfico para los jóvenes del país, pues a los altos niveles de exclusión social que sufren se
suma un conflicto armado dónde ellos son los principales actores, ya sea como víctima o
victimario. Frente al desempleo, la exclusión y la marginación, las constantes de millones de
jóvenes en México, éstos parecen tener tres opciones: sobrevivir con trabajo precarios, migrar
hacia Estados Unidos o unirse a las filas de la delincuencia (Flores, 2012: 149). Por desgracia,
esta última opción ha sido una de las más adoptadas, pues de acuerdo con estimaciones
académicas los cárteles de narcotráfico cuentan con una base operativa 80 mil jóvenes
empobrecidos y marginados. Otros cálculos, por ejemplo los de la Red por los Derechos de la
Infancia en México (REDIM), hablan de la existencia de más de 30 mil niños y adolescentes
que han sido reclutados por las organizaciones de la delincuencia organizada.
Por desgracia la catástrofe humanitaria no concluye con las anteriores cifras, falta
considerar el tema de los desplazados por las violencias y las desapariciones forzosas. Con
respecto al primer fenómeno, el Centro de Vigilancia de Desplazados Internos (IDMC, por sus
siglas en inglés) afirma que México tiene 281 mil 400 desplazados internos, de los cuales los
últimos 9,000 tuvieron que huir de sus hogares en 2014. De acuerdo con el IDCM (2015) la
mayoría de los desplazaos en México son consecuencia de la violencia vinculada con las

56
organizaciones de delincuencia organizada, quienes además de luchar entre sí por el control de
las rutas para el trasiego de drogas y otras mercancías ilegales, son señalados como
responsables del asesinato de miles de civiles, de los secuestros, las extorsiones, la corrupción
así como de aterrorizar a la población con sus demostraciones públicas de violencia –por
ejemplo, dejando cuerpos decapitados en plazas públicas, publicando en internet videos sobres
“ejecuciones”, entre otras tácticas utilizadas–. A la par de esta violencia, el IDCM (2015),
también señala como responsable del desplazamiento interno a los operativos militares
quienes con “su mano dura han incrementado las violaciones a los derechos humanos, en
particular las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzosas, torturas y detenciones
arbitrarias”. El IDCM, ilustras esta violencia de Estado con las ejecuciones extrajudiciales
cometidas por miembros del ejército, durante el 2014, en contra de 15 civiles (presuntos
miembros del crimen organizado) así como con la desaparición forzosa de los 43 normalistas
de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero. Para Centro de Vigilancia de Desplazados Internos
son estas dos violencias lo cual ha contribuido directamente al desplazamiento de miles de
personas en el país.
A pesar de la magnitud de las cifras que maneja IDMC el gobierno mexicano no
reconoce oficialmente el desplazamiento interno provocado por la violencia. Esto se debe a
que dicho fenómeno no ha sido documento por las autoridades y, que gran parte del
desplazamiento interno se realiza en pequeños números (familias), que encuentran así
soluciones individuales a un problema de causas estructurales, lo cual hace invisible y difícil
de medir desplazamiento interno en el país (IDMC, 2015).
Otro fenómeno ligado a lo que Nancy Flores (2012) describió como el doble régimen
de la violencia, es el tema de los desaparecidos en México. Dicha cuestión, al igual que el
desplazamiento forzoso, es difícil de medir su magnitud pues, de acuerdo con expertos y
organismos de derechos humanos, las cifras oficiales a este respecto son poco confiables por
su falta de rigor técnico y poco clara metodología de recopilación de la información. Según el
análisis realizado, por la periodista Flor Goche (2015), a las cifras oficiales del Registro
Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (Rnped); en México hasta el mes
de marzo del 2015 se “contabilizaron 25 mil 821 personas desaparecidas o “no localizadas”.
De éstas 10 mil 836 han desaparecido en la presente administración (2012-2018), mientras que

57
el resto datan de la administración de Felipe Calderón, es decir 13 mil 996. Asimismo se
contabilizan 751 casos sin datos y 238 como anteriores al 2007.

Cuadro 11: Personas desaparecidas en México


7000
6,027
6000
5000 4,244 4,451
4000 3,467
3,178
3000
2000 1,437
751 777 893
1000 238 358
0

Fuente: Goche (2015).

De acuerdo con su análisis, Goche (2015) advierte que “el 72% de las personas que
actualmente se encuentran desaparecidas son hombres (18 mil 536) mientras que las mujeres
representan el 28% restante (7 mil 285). Otro dato a considerar: el 59 por ciento (15,294) están
en edad productiva, es decir, entre los 20 y 59 años de edad. Finalmente, enlista los estados
con más índices de desapariciones, en primer lugar, de Tamaulipas, con 5 mil 479 casos. Le
siguen Jalisco, con 2 mil 248; Estado de México, con 2 mil 74; y Nuevo León, con 2 mil 21.
Si bien es cierto que las anteriores cifras oficiales nos permiten observar como el
incremento de la desaparición de personas no sólo coincide con el inicio de la guerra contra el
narcotráfico sino también con el crecimiento de la violencia que se ha experimentado de 2007
a la fecha. Asimismo, es cierto que estas cifras no ayudan a distinguir cuántos de estos casos
son atribuidos al crimen organizado o caen el terrero de las desapariciones forzadas18. Según

18
De acuerdo con el artículo 2° de la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra
las Desapariciones Forzadas, se entiende por desaparición forzada": el arresto, la detención, el secuestro o
cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de
personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer

58
Human Rights Watch (2013) la multiplicación este último delito en México es resultado
directo de los abusos cometidos por las fuerzas del Estado en el marco de la guerra contra el
narcotráfico iniciada por Felipe Calderón.
Tomando como base los informes Ni seguridad ni derechos. Ejecuciones,
desapariciones y tortura en la “guerra contra el narcotráfico” de México (2011) y Los
desaparecidos de México. El persistente costo de una crisis ignorada (2013), esta
organización internacional documentó el patrón con base en el cual se llevaron a cabo 149
desapariciones forzada en México de 2007 a 2012.

La mayoría de los casos de posible desaparición forzada que documentamos responden a


un patrón, en el cual miembros de las fuerzas de seguridad detienen arbitrariamente a
personas sin la correspondiente orden de detención y sin indicios suficientes que
justifiquen esta medida. En muchos casos, las detenciones se llevan a cabo en la vivienda
de la víctima, frente a otros familiares, mientras que en otros se producen en retenes de
control, el lugar de trabajo o en establecimientos públicos como bares. Los soldados y
policías que efectúan estas detenciones casi siempre visten uniformes y conducen
vehículos oficiales. Cuando los familiares de las víctimas preguntan sobre el paradero de
los detenidos en las dependencias de las fuerzas de seguridad y en el Ministerio Público,
les indican que esas personas nunca fueron detenidas (HRW, 2013: 4).

De acuerdo con las evidencias recabadas por Human Rights Watch (2013: 4) en estos
“149 casos han estado implicados miembros de todas las fuerzas de seguridad que intervienen
en operativos de seguridad pública, es decir, el Ejército, la Marina, la Policía Federal, y/o las
policías estatales y municipales”. Por si esto fuera poco la organización, en pro de los
derechos humanos, señala:

También documentamos otros 100 casos de desaparición. En estos, las personas fueron
llevadas contra su voluntad, a menudo por hombres armados, y al día de hoy se desconoce
su paradero. No tenemos conocimiento de evidencias que señalen que hayan participado
actores estatales en estos delitos. Sin embargo, debido a la frecuente participación de
policías y militares que se puede comprobar en otras desapariciones, y dado que no se han
efectuado investigaciones exhaustivas, es imposible excluir la posibilidad de que haya
habido intervención de actores estatales en estos casos (HRW, 2013: 5).

dicha. privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida,


sustrayéndola a la protección de la ley

59
Como se puede observar Human, Rights Watch no sólo no descarta la posible
complicidad entre miembros de las fuerzas de seguridad y a la delincuencia organizada para
llevar a cabo desapariciones, sino que señala a esta misma relación como el principal factor de
impunidad en torno a este delito.

Nuestra investigación demuestra que es habitual que las autoridades no respondan de


manera oportuna cuando las víctimas, sus familiares o testigos denuncian las privaciones
ilegales de la libertad en el momento en que estas se producen. Y cuando los familiares de
las víctimas u otras personas denuncian las desapariciones, son pocos los casos en que los
agentes del Ministerio Público y funcionarios de seguridad pública actúan inmediatamente
para buscar a la víctima o los responsables […] Cuando los agentes del Ministerio
Público, policías ministeriales y funcionarios de seguridad pública atienden a familiares
de desaparecidos, es común que sugieran que las víctimas posiblemente fueron agredidas
debido a que están implicadas en actividades ilícitas, incluso cuando no tienen pruebas
para hacer tales señalamientos. Las autoridades invocan esta presunción infundada como
un pretexto para no iniciar investigaciones, y así excluyen y hostigan a personas cuya
colaboración podría haber sido crucial para encontrar a la víctima desaparecida (HRW,
2013: 8).

Pero aquí no acaban las calamitosas consecuencias de la guerra contra el narcotráfico,


pues si bien, las anteriores cifras nos indican el número de víctimas directas de homicidio
doloso, desapariciones y desapariciones forzadas, falta considerar a los familiares que se han
visto afectados por estos hechos. Contabilizar estas víctimas invisibles de la violencia, resulta
aún más difícil, pues no existe registro oficial ni política pública que los contemple (Ramírez,
2001)19. No obstante, para observar cómo la violencia desplegada a raíz de la guerra contra el
narcotráfico ha sido generadora de múltiples víctimas en el país, tengamos en cuenta el
siguiente dato del INEGI: de los 108 mil 716 hombres asesinados en México durante el
sexenio de Calderón, 33 mil 684 (30.9%) estaban casados y en edad productiva. Si a esta cifra
la vinculamos con el tamaño promedio de familiares integrantes de un hogar en México, que

19
De acuerdo con Leticia Ramírez (2011: 10) la denominación de víctimas invisibles proviene del hecho de que,
en general, las autoridades no las toman en cuenta (no las ven) al momento de diseñar sus políticas públicas o sus
estrategias de combate al delito. En México, por ejemplo, no se cuenta con registros de la afectación a terceras
personas a causa del delito. Las encuestas de victimización, que impulsó la sociedad civil, levantan información
sobre incidencia y prevalencia delictiva. No obstante, la prevalencia delictiva que se registra solamente
contempla a las víctimas visibles, es decir, aquellas que enfrentan directamente a los delincuentes. Ningún
registro o encuesta se enfoca en levantar datos sobre las afectaciones de las personas cercanas a las víctimas
visibles

60
es del 3.9 (menos el jefe de hogar asesinado) se pude afirmar la existencia aproximada de
97,683 víctimas invisibles en el país, de las cuales 33 mil 684 son mujeres convertidas en
viudas, mientras que 63 mil 999 son niños y jóvenes huérfanos. Y si a estas cifras se le suman
las posibles víctimas invisibles de los 21 mil 459 hombres asesinados en edad productiva y
que vivían unión libre, la estimación de víctimas indirectas, entre viudas y huérfanos, rondaría
cerca de los 160 mil casos.
Si bien es cierto que las anteriores aproximaciones pueden ser consideradas poco
precisas y de trazos burdos, también es cierto que nos permite dimensionar el tamaño de la
catástrofe que ha significado la guerra contra el narcotráfico en México. Incluso, el mismo
cálculo podría realizarse con respecto a las desapariciones, sin embargo como lo afirma
Human, Rights Watch (2013: 79-80) el impacto de este fenómeno se expresa de manera
diferente y se extiende más allá de los dependientes directos de la víctima (esposa e hijos).

Para los familiares, no saber qué le sucedió a una persona de su círculo íntimo es una
fuente perpetua de congoja. Afirman estar constantemente atormentados por no saber si
sus familiares están vivos o están sufriendo, y se sienten impotentes. Este sufrimiento
tiene graves consecuencias emocionales y psicológicas. Los familiares mencionaron
síntomas de depresión, insomnio, aislamiento social y efectos físicos como la sensación de
agotamiento. Muchos también describieron síntomas compatibles con el trastorno por
estrés postraumático, como el temor a salir de sus casas o, en el caso de familiares que
presenciaron las detenciones arbitrarias, el temor a regresar a los sitios donde las víctimas
fueron llevadas. Las desapariciones también afectan gravemente las relaciones entre
familiares, que pueden tener posturas encontradas acerca de si exigir el avance de las
investigaciones o dejar atrás lo sucedido y continuar con sus vidas, y menoscaban la
capacidad de los padres de cuidar a otros hijos.

Frente a estos catastróficos saldos de la guerra contra el narcotráfico, surge una


pregunta ¿qué elementos han contribuido en el rotundo fracaso del combate al crimen
organizado y por qué si el principal afectado de esta estrategia policiaco-militar ha sido la
sociedad mexicana en su conjunto, ésta ha tardado en reaccionar contra de esta absurda guerra
y de manera solidaria con las víctimas?

61
Los pilares de la catástrofe
Para comenzar a responder la anterior pregunta es necesario rescatar lo dicho por Pilar
Calveiro (2012), con respecto al papel que desempeña la corrupción en el contexto de la
guerra contra el narcotráfico –y de la reorganización hegemónica neoliberal. De acuerdo con
la autora esta actividad, a pesar de considerada como una amenaza que socaba las
instituciones, la democracia y la justicia, cumple una doble función que beneficia directamente
a las élites empresariales y políticas del país. Por un lado, facilita la acumulación de la riqueza
en pocas manos (sin importar si su origen es legal o ilegal) mientras que, por otro lado,
facilita la diseminación del miedo social y la desconfianza, que conducen a la parálisis
colectiva. Más aún, la corrupción se vincula estrechamente con la proliferación de la
criminalidad y las mafias.
No es un secreto que la relación entre delincuencia organizada y corrupción es
estrecha, pues esta última se ha convertido en uno de los medios más eficaces utilizado por los
grupos delictivos para lograr sus fines. Por este motivo, Edgardo Buscaglia (2010: 96) señala
que al describir a la delincuencia organizada mexicana hay que hacerlo desde una dimensión
amplia, es decir, “como una estructura que incluye elementos del Estado, del sector privado
legal y de la sociedad civil”. Más específicamente, los grupos de la delincuencia organizada
requieren de la protección de los altos niveles del Estado, es decir, miembros del Congreso o
altos funcionarios del poder Ejecutivo Federal y estatal (Buscaglia, et al., 2006: 88). Para
acceder a dicha protección se estima que cada grupo de la delincuencia organizada mexicana
invierte anualmente, en promedio, cuarenta millones de dólares.
Quizá si se hubiera considerado este hecho (la corrupción en los altos niveles del
Estado), como base de la estrategia de combate del crimen organizado en México, en lugar de
limitarse a la embestida policiaco-militar, hoy en día no se estaría hablando saldos
catastróficos. Sin embargo, la realidad ha sido otra; a pesar de la gran problemática que
representa la corrupción en los altos niveles de gobierno, éste no ha sido una prioridad dentro
del combate al crimen organizado.
Para darnos cuenta del poder corruptor que posee el crimen organizado hay que
considerar la enorme cantidad de sus ganancias. En este sentido, el documento Lavado de
dinero: indicadores y acciones de gobierno binacionales (2012: 20) del Centro de Estudios
Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados (CESOP) señala que las ganancias

62
anuales ilícitas de los grupos del crimen organizado “van de 36 mil a 38 mil 800 millones de
dólares, que representan 3.6 por ciento del PIB, y de éstos, de 10 mil a 14 mil 500 millones de
dólares serán blanqueados”. Asimismo, dicho documento afirma que en México, del total de
reportes e investigaciones relacionadas con este último delito, sólo el 2% ha recibido sentencia
condenatoria. Como se puede observar, a pesar de la guerra contra el narcotráfico las enormes
cantidades de dinero siguen fluyendo para beneficio de los grupos del crimen organizado, el
sector empresarial y servidores públicos. Para Buscaglia, (2010: 100) esta es sin duda una las
principales causas del fracaso de la actual estrategia del combate al crimen organizado, pues
mientras “los patrimonios criminales acumulados por décadas —y ocultos en la economía
legal— sigan intactos, estas organizaciones continuarán respondiendo con más corrupción y
más violencia, que son financiados a través de dichos patrimonios”. De acuerdo con este
asesor de la ONU, se pueden distinguir cinco diferentes niveles de penetración de la
delincuencia organizada en los sectores públicos:

En el primer nivel encontramos al soborno o cohecho, que consiste en ofrecer u otorgar a


un agente en particular cualquier tipo de beneficio a cambio de la realización de un acto.
La oferta o solicitud del soborno en este nivel se da por sólo una ocasión; por ejemplo,
para obtener un pasaporte, una licencia o información, con el propósito de alcanzar un
provecho criminal.
En el segundo nivel, los actos de soborno son continuos y periódicos y en donde el agente
público ya se encuentra en la nómina del grupo delictivo. Esto asegura, por ejemplo, un
flujo continúo de información confidencial y protección respecto a las actividades
policiales, permitiendo a los grupos mantener patrones de actividad ilegal y con esto
permanecer siempre “un paso adelante” de la policía o autoridades competentes.
En el tercer nivel, son infiltradas las agencias gubernamentales en forma esporádica dentro
de las posiciones oficiales de rango medio. Los miembros y asociados de los grupos
delictivos obtienen empleos en las agencias del orden, en las oficinas de procuración e
impartición de justicia y en otras áreas, asegurándose vacantes o comprando los puestos
por medio del soborno y el chantaje.
El cuarto nivel se caracteriza por una infiltración gubernamental en los niveles más altos,
o lo que algunos autores definen como captura del Estado, pudiendo abarcar ramas
completas de la administración o funcionarios de alto rango en las agencias de seguridad,
oficinas de procuración, impartición y administración de justicia, así como otras oficinas
gubernamentales importantes para el grupo delictivo (jueces, zares antidroga, etcétera).

63
Con esto, los grupos delictivos maximizan sus ganancias y utilizan el soborno y la
extorsión para influenciar a la policía, los jueces y otros funcionarios claves, ganando
incluso el control absoluto sobre diferentes sectores de la economía.
El quinto nivel de infiltración de la delincuencia organizada en los sectores públicos se
produce cuando los grupos de delincuencia organizada logran participar en precampañas o
en campañas políticas financiando o apoyando a través de los medios de comunicación o
comprando votos y corrompiendo los procesos electorales democráticos. También logran
influir coaccionando (mediante sobornos, amenazas o chantajes) a los políticos para
obtener su apoyo gracias a los lazos familiares de éstos o a la existencia de “deudas” con
algunos miembros de la delincuencia organizada. Por estos medios, la actividad criminal
puede ser enmascarada o ignorada por la percepción pública, ya que las alianzas con
figuras políticas de alto nivel tienden a legitimar las actividades del grupo delictivo
(Buscaglia 2006: 96-97).

Para enfrentar esta constante penetración del crimen organizado en la esfera pública y
en el sistema financiero existen dos instrumentos internacionales; la Convención de las
Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional y la Convención de las
Naciones Unidas contra la Corrupción, ambas firmadas y ratificadas por México. Sin
embargo, ambos mecanismo no son del todo llevados a la práctica en nuestro país,
específicamente son cuatro las medidas que no son aplicada en la política públicas y que
explican el fracaso de la guerra contra el narcotráfico.

1. Una eficaz coordinación interinstitucional operativa entre los órganos de inteligencia,


Secretaría de Hacienda, policía, fiscalías y jueces, que apunte al desmantelamiento
patrimonial de empresas criminales y empresas legales ligadas a organizaciones
delictivas.
2. El combate y la prevención de la corrupción política al más alto nivel, limitando al
mínimo la “inmunidad” de los funcionarios.
3. Un nivel mucho más amplio de cooperación y coordinación entre México y otros Estados
para incautar y decomisar activos patrimoniales, ligados a los grupos criminales
mexicanos, en empresas legales nacionales y extranjeras. Esto debe incluir
investigaciones que permitan reunir el material probatorio para formular acusaciones y
dictar sentencias judiciales por delitos de tráfico de influencias/conflicto de intereses,
enriquecimiento ilícito, malversación de fondos/ peculado, encubrimiento, lavado del
producto de delitos y financiamiento ilegal de campañas electorales.

64
4. Una red nacional de prevención social del delito en manos de organizaciones no
gubernamentales, coordinada por las entidades federativas y el gobierno federal, que
abarque factores de riesgo ligados a la salud, educación, mercado laboral, violencia
intrafamiliar e infraestructura social, que explican por qué miles de jóvenes siguen
deslizándose hacia pandillas y grupos criminales de mayor envergadura (Buscaglia 2010:
97-98).

¿Por qué no se llevan a cabo estas medidas de combate –financiero– y prevención de la


delincuencia organizada en México?, Para responder esta cuestión basta recordar que los
principales beneficiados de las ganancias del crimen organizado son las elites empresariales y
políticas del país, es precisamente esta expansión de la corrupción en los sectores públicos y
privados del país, el principal obstáculo para la implementación de estas medidas, ya que éstas
significan la pérdida de cuantiosas ganancias económicas para estas elites.
El segundo pilar de nuestra actual catástrofe es producto directo de la corrupción, la
impunidad. La corrupción no sólo es utilizada para obtener información que desvirtúan las
operaciones policiacas sino también evitar la aplicación de la justica corrompiendo jueces,
ministerios públicos o policías. Un ejemplo de la impunidad que priva en el país lo veíamos
líneas arriba con el porcentaje de sentencias condenatorias por el delito de lavado de dinero
(apenas un 2%). Los números de la impunidad con respecto a los delitos contra la salud
(producción, transporte, posesión, comercio, tráfico, suministro) también son elevados. De
acuerdo con el Sistema Nacional de Seguridad Púbica, en México del año 2007 al 2012 se
presentaron 343 mil 856 denuncias ante el Ministerio Público Federal por delitos contra la
salud. Con relación a este delito el INEGI, contabiliza 90 mil 730 personas presas para el
mismo periodo de tiempo, esto significa –pensando que estas detenciones son producto del
seguimiento dado a las denuncias, aunque sabemos que la realidad es otra– que sólo el 26.3%
de la denuncias presentadas ante el Ministerio Público terminaron en la consignación de
presuntos delincuentes, o bien, que 73.6% las denuncias están sin resolverse. En relación con
121 mil 613 homicidios dolosos registrados en México por el INEGI de 2007 al 2012, sólo 30
mil 757 de estos casos fueron resueltos con una sentencia condenatoria contra los
responsables. La cifra anterior representa que sólo el 25.2% de estos homicidios han sido
resueltos o bien que el 74.7% de los casos siguen sin castigo.

65
La impunidad no sólo está presente en los delitos de alto impacto (homicidio,
secuestro, robo, extorsión) sino también con los delitos cometidos por miembros de las fuerzas
de seguridad (tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales) en el marco de la
guerra contra el narcotráfico. De acuerdo con el reciente Informe del Relator Especial sobre la
tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (2015: 6-8) en México

Bajo la denominada “guerra contra el narcotráfico” […] La CNDH registró un aumento de


quejas por tortura y malos tratos desde 2007 y reportó un máximo de 2.020 quejas en 2011
y 2.113 en 2012, comparadas con un promedio de 320 en los seis años anteriores a 2007.
Entre diciembre de 2012 y julio de 2014, la CNDH recibió 1.148 quejas por violaciones
atribuibles solo a las fuerzas armadas […] La tortura y los malos tratos son generalizados
en México. El Relator Especial recibió numerosas denuncias verosímiles de víctimas,
familiares, sus representantes y personas privadas de libertad y conoció varios casos ya
documentados que demuestran la frecuente utilización de torturas y malos tratos en
diversas partes del país por parte de policías municipales, estatales y federales, agentes
ministeriales estatales y federales, y las fuerzas armadas. La mayoría de las víctimas son
detenidas por presunta relación con la delincuencia organizada […] La tortura se utiliza
predominantemente desde la detención y hasta la puesta a disposición de la persona
detenida ante la autoridad judicial, y con motivo de castigar y extraer confesiones o
información incriminatoria […] El Relator Especial llama la atención sobre los numerosos
casos donde personas sin aparente vinculación con las conductas delictivas investigadas
reportan haber sido detenidas, forzadas a firmar declaraciones bajo tortura y, en casos,
sentenciadas con base en esas declaraciones […]El alto número de denuncias y los
testimonios recibidos no se reflejan en igual número de investigaciones por torturas y
malos tratos y menos aún en condenas, signo de una preocupante impunidad. El Gobierno
informó de sólo cinco sentencias condenatorias de tortura entre 2005 y 2013; dos han
quedado firmes e imponen penas de 3 y 37 años, respectivamente. El número de
recomendaciones por tortura y malos tratos de la CNDH y de las comisiones estatales
también dista significativamente del número de quejas recibidas por estos organismos.
Ante 11.254 quejas de torturas y malos tratos recibidas entre 2005 y 2013, la CNDH
emitió 223 recomendaciones, sobre las cuales no existe una sola sentencia penal. Esto
indica que la impunidad abarca casos de tortura comprobados por las comisiones. Salvo
ejemplos aislados, tampoco hay investigaciones administrativas ni destituciones y muchos
de los presuntos culpables continúan en sus funciones.

66
Por si esto fuera poco, falta considerar la impunidad que existe en torno de las
desapariciones forzadas, la cual comienza cuando funcionarios judiciales rechazan los pedidos
presentados por familiares de las víctimas para que se inicien investigaciones en el período
inmediatamente posterior a secuestros presuntamente perpetrados por funcionarios del Estado,
y en algunos casos incluso se niegan a recibir denuncias formales (HRW, 2011). En el caso de
las ejecuciones extrajudiciales Human Rights Watch (2011: 10), señala que las muertes que
son resultado de “enfrentamientos” entre miembros de las fuerzas de seguridad y presuntos
delincuentes, no son investigadas, “es común que agentes del Ministerio Público acepten los
informes de las fuerzas de seguridad como una descripción veraz de los hechos y no tomen en
cuenta las pruebas que señalan un uso excesivo de la fuerza o que hubo torturas seguidas de
muerte”. Asimismo, este organismo internacional afirma que es en el sistema de justicia
militar donde más se manifiesta la impunidad. Según “la Procuraduría General de Justicia
Militar indicó haber iniciado 3 mil 671 investigaciones de violaciones de derechos humanos
cometidas por soldados contra civiles entre 2007 y junio de 2011. Durante este período,
solamente fueron condenados 15 soldados; es decir, menos del 0,5 por ciento (HRW, 2011:
11).
Violencia, corrupción e impunidad han edificado el tercer pilar de nuestra catástrofe, el
temor o mejor dicho el terror. Dicho sentimiento ejerce un poder político pues no sólo rompe
violentamente el sentido, sino que al sembrar la incertidumbre y el miedo, también
desmoviliza (Calverio, 2012) (Restrepo, 2006).
Miedo, incertidumbre e impotencia, tres de las emociones que conforman el
sentimiento de inseguridad (Kessler, 2009), no sólo están presenten en los familiares de las
víctimas de la violencia, sino que se han expandido por todos los rincones del país, así lo
demuestra la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) 20. De acuerdo con los
siete levantamientos de la ENSU y términos de delincuencia, prácticamente el 70 % de la
población mayor de 18 años consideró que vivir en su ciudad es inseguro. Esta percepción ha
incidido para que más del 60 % de la población haya modificado gran parte de sus rutinas

20
Encuesta trimestral realizada por el INEGI durante los meses de marzo, junio, septiembre y diciembre con el
objetivo de general obtener información que permita realizar estimaciones con representatividad a nivel nacional
sobre la percepción de la población de 18 años y más acerca de la situación de seguridad pública en el ámbito
urbano.

67
diarias (desde llevar objetos de valor, caminar de noche, hasta no permitir que menores salgan
de su vivienda).

Cuadro 12: Percepción de la población de 18 años y más acerca de la situación de seguridad


pública en México. Septiembre 2013 – Marzo 2015
80.0
70.0
60.0
50.0
40.0
30.0
20.0
10.0
0.0
abr.-14
sep.-13

jul.-14
dic.-13
ene.-14

sep.-14

ene.-15
oct.-13

may.-14

ago.-14

oct.-14

dic.-14
nov.-13

nov.-14
feb.-14
mar.-14

jun.-14

feb.-15
mar.-15
sep.-13 dic.-13 mar.-14 jun.-14 sep.-14 dic.-14 mar.-15
Seguro 31.7 31.9 27.3 29.6 33.0 32.0 32.0
Inseguro 68.0 68.0 72.4 70.2 67.0 67.9 67.9

Fuente: INEGI. Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana. Serie histórica

Esta percepción ha incidido para que más del 60 % de la población haya modificado
gran parte de sus rutinas diarias (desde llevar objetos de valor, caminar de noche, hasta no
permitir que menores salgan de su vivienda o visitar amigos y parientes lejanos). Asimismo,
según la información contenida en las ENSU más del 60% de la población consideró el
desempeño de los cuerpos policiacos como poco o nada efectivo en sus labores de prevención
y combate a la delincuencia. Finalmente, con relación a expectativa social sobre la seguridad,
según los datos de las ENSU, más de la mitad de la población del país piensa que la
inseguridad seguirá igual de mal o empeorará; más específicamente 37 de cada cien personas
consideran que la situación seguirá igual, mientras que otras 27 piensan que las cosas
empeorarán.
Con base en esta percepción sobre la inseguridad en México, observamos como la
violencia, vinculada con la guerra contra el narcotráfico, no sólo ha logrado colarse en todos
los rincones de la vida cotidiana, sino que también ha penetrado en el ámbito de la emoción y

68
la percepción lo cual, como colofón de esta guerra, nos deja ver la imagen de sociedad
atemorizada.
Podría pensarse como una casualidad que este temor, reflejado en los datos de las
ENSU, esté muy cercano a las características generales con las cuales Calveiro (2012) definió
el terrorismo. Es decir como producto directo del uso de la violencia masiva e indiscriminada
contra una sociedad, donde se utiliza el terror como mecanismo de control e inmovilización
social21. Lo cual genera que cualquiera pueda ser y sentirse víctima, lo que potencia la
inmovilidad de la razón y la inmovilidad política. Sin embargo no es así, pues es una realidad
que los tres rostros de la guerra contra el narcotráfico han dado origen a un clima de terror
generalizado en el país, el cuál ha sido bien capitalizado por elites empresariales y políticas.
En primer lugar, debido a la violencia y al incremento del temor el sector empresarial
que más ha crecido en el país es el dedicado al ámbito de la seguridad privada. Por ejemplo, en
2006 se tenían contabilizadas 375 empresas, número que se duplicó hacia el año 2012, donde
se tenían registradas de manera oficial 798 negocios de este giro. Asimismo, “gracias a la
delincuencia en el país, se reporta un incremento constante en la venta de equipos de
vigilancia que incluyen circuito cerrado de televisión, control de acceso y perimetral,
biométricos, entre otros artículos para la seguridad de hogares, oficinas, transporte y personal”
(El Financiero, 31 de marzo de 2013).
En segundo lugar, las elites políticas han sacado provecho del temor que tiene la
sociedad para seguir con la militarización de la seguridad pública del país. Por ejemplo, hoy
en día se reporta que 45 mil soldado patrullan las calles del país, esto sin contar los elementos
que se han sumados a las filas de Policía Federal. Esta militarización ha sido impuesta y
aceptada de facto en nombre de la seguridad, nos han hecho creer que es correcta la existencia
de retenes militares a lo largo y ancho del país, aun cuando esto –además de violentar el
artículo 129 de la Constitución– no ha incidido en la extinción de las organizaciones
criminales y con ello alcanzar la seguridad perdida en el país. Por el contrario, su presencia
sólo ha significado el incremento de violaciones a los derechos humanos.

21
Terror que ha sido plasmado en los cuerpos de las víctimas de la violencia, prueba de ello son los miles de
homicidios cuyas características de ejecución dejan como resultado cuerpos decapitados con mensajes en cuerpo
o cartulinas; amarrados de pies o manos y con huellas de tortura; hallados en fosas clandestinas; calcinados o
descuartizados; cuerpos destrozados por el uso de armas de grueso calibre, cuerpos colgados de puente. Terror
que también se hace presente en las desapariciones forzadas, en el desplazamiento forzoso, en la impunidad y en
la corrupción.

69
No obstante, esto no tiene porqué significar una derrota para clase gobernante del país,
pues la militarización de la seguridad pública empata a perfección con los proyectos de esta
elite político-empresarial, cuyo talante neoliberal antepone la ganancia económica y política
sobre cualquier principio humanitario. Hoy en día es innegable que la guerra contra el
narcotráfico, no sólo ha cimentado un fuerte aparato represivo en el país, sino que ha sido el
marco perfecto para ejercer una violencia selectiva en contra aquellos grupos e individuos que
se resisten los embates del sistema político. Por ejemplo, Nancy Flores (2012) documentó el
asesinato de 147 activistas, luchadores sociales, defensores de los derechos humanos,
periodistas y políticos, durante el periodo que va de 2007 a 2011.
En esta guerra contra el narcotráfico el temor no camina solo, se ha hecho acompañar
por la indolencia de la sociedad ante las víctimas de esta violencia. Esta indiferencia, el cuarto
pilar de nuestra catástrofe, tiene un doble origen, por un lado, el mismo discurso político que
comenzó considerar al crimen organizado como un problema de seguridad nacional, también
construyó una figura de un oponente peligroso –incluso con mejor armamento que las fuerzas
de seguridad– al cual se tenía que temer y exterminar en nombre de la seguridad del país. De
acuerdo con Bauman (2011: 83) la presencia de este “enemigo” le permite al Estado poner en
práctica un tratamiento “preventivo”, es decir, se otorga el derecho de detectar riesgos y
seleccionarlos para su eliminación. En estos tiempos de la reorganización hegemónica
neoliberal (Calveiro, 2012) “el terrorista” –a nivel global– y “el criminal” –en México– son las
construcciones-blancos de la acción exterminadora, pues ambas categorías representan las
fuentes potenciales de peligro.

Los blancos de esta acción se excluyen del universo de obligación moral. A los individuos
y grupos o categorías de individuos seleccionados se les niega la subjetividad humana y se
los presenta como objetos puros y simples, situados de modo irrevocable en el extremo
receptor de la acción. Se convierten en entidades [con] relevancia [sólo] para quienes
aplican las “medidas de seguridad”, en favor de aquellos cuya seguridad se presumen o se
declara bajo amenaza […] La negación de la subjetividad descalifica a los blancos
seleccionados como potenciales interlocutores en el dialogo: cualquier cosa que digan, o
hubieran dicho de habérseles otorgado voz, se declaran a priori irrelevante, y si es que
siquiera se les escucha […] Cuando categorizamos a los otros como “problemas de
seguridad” terminamos por borrarles el rostro […] La inhabilitación de ese rostro invita la
violencia y el asesinato que los abate sin piedad (Bauman, 2011: 83-84).

70
Por otro lado, indolencia también se ha alimentado de una retórica que tiende a
criminalizar a las víctimas de esta guerra contra el narcotráfico. Ejemplo de esto es aquella
afirmación que hizo Calderón en una reunión pública con empresario del país: “más del 90 por
ciento de los asesinatos derivados de la violencia son causa del enfrentamiento entre bandas
delincuenciales”. O bien, cuando llegó a comparar los miembros del crimen organizado con
“cucarachas” y “animales” que infectaron el país, a quienes sólo se puede combatir mediante
la limpieza social. Esta criminalización ha sido reproducida por funcionarios civiles y militares
en todos los niveles, lo cual invita ver en ella uno de los principales elementos que explican
los niveles de impunidad que existe en torno a los casos de desapariciones forzosas y
homicidios, pues a decir de Human Rights Watch (2011) en México en el contexto de la guerra
contra el narcotráfico es habitual que funcionarios públicos desestimen las denuncias de las
víctimas como falsas y describan a las víctimas como delincuentes.
Por desgracia, la construcción de este “enemigo interno deshumanizado” así como la
criminalización de las víctimas ha alzado el vuelo hasta alcanzar grandes sectores de la
sociedad mexicana, en este sentido, son preocupantes los resultados que muestra la Encuesta
Nacional de Cultura Constitucional 2011, elaborada por Instituto de Investigaciones Jurídicas
de a la UNAM, donde se revela que son los jóvenes de 15 a 19 años de edad quienes se
muestran más a favor de la tortura para interrogar a presuntos del miembros de un grupo de
narcotraficantes. Asimismo, según los datos de la Encuesta, se manifiestan de acuerdo con la
idea de que las fuerzas de seguridad realicen ejecuciones extrajudiciales de presuntos
miembros de la delincuencia organizada22. La situación tiende a agravarse si consideramos las
expresiones de beneplácito que surgen cotidianamente en torno a la muerte de presuntos
delincuentes.

22
Los resultados de esta Encuesta pueden consultarse en:
http://www.juridicas.unam.mx/invest/areas/opinion/EncuestaConstitucion/resultados.htm

71
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