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[Texto publicado en el interpretador, número 12: marzo 2005]

Hegemonía, excepciones y trivialidades en la crítica cultural argentina

Por Jorge Panesi

¿Por qué aparece Jean Franco como personaje en la última novela de


Tomas Eloy Martínez, El cantor de tango (1)? La pregunta de ingenuo y
desprevenido lector —me parece— encierra el nudo de todo lo que me
gustaría exponer, esto es: la relación entre la crítica literaria y el
periodismo, las intervenciones de la crítica académica en la
consideración de la cultura popular, y las ineluctables resonancias
políticas que poseen estas intervenciones, llenas de malentendidos, de
desgracias, de interminables litigios. Me gustaría comprender la propia e
inestable imagen que la crítica se forja sobre sí misma reflejada en un
calidoscopio mediático que la saca de quicio y la atrinchera en la
desconfianza.

El narrador de Tomás Eloy, un norteamericano aspirante a doctor e


interesado por la relación entre Borges y el tango, descenderá al laberinto
porteño, a su aleph político y cultural (son los sucesos del 2001 en
Buenos Aires), gracias a las advertencias de Jean Franco, a quien
encuentra en una Librería universitaria neoyorkina y que le habla de un
cantor de tangos con voz sobrenatural que no ha grabado un solo disco.
Imantado por la referencia de Franco, el scholar viaja a Buenos Aires
para perseguir infructuosamente esa voz que sólo oirá, afónica y
desfalleciente, en su estertor final. El nudo es aquí la relación entre dos
culturas académicas o críticas, las fracturas político-institucionales
argentinas (ese grito nihilista antipolítico “que se vayan todos” rechazado
por Tomás Eloy), el valor aurático de la voz que representa un segmento
de la cultura popular, la relación con la literatura o la cultura llamada
“alta”, y las relaciones dialógicas que la cultura académica argentina
sostiene con la norteamericana. Vale decir, el contexto notorio de
relaciones por las que, indiferente, altiva, entusiasmada o esperanzada,
transita hoy la crítica argentina y latinoamericana, de la cuales la inglesa
Jean Franco ha sido una cronista curiosa y alerta. Inaudibles, como la voz
esquiva para el aspirante a doctor, los sentidos y los derroteros finales de
esta mutación cultural son registrados pero no entregan su desconcertante
enigma. Y como la profesora Jean Franco, la incitadora y la testigo
participante del juego, así, la crítica literaria académica se halla trazando
mapas y puntos de referencia en una tormenta que no solamente acalla
sus funciones tradicionales (o aquellas que creía tener en una visión
apaciguada de sí misma), sino que las desborda. Resignada a ser testigo
de una voracidad que no la consulta, sigue como el scholar de Tomás
Eloy sus recortadas investigaciones sobre el campo de la cultura, pero de
ese desborde que la aprisiona y descoloca, porque está implicada en él,
sólo podría dar cuenta mediante un género suyo por derecho histórico y
que la contemporaneidad mutante le niega: la crónica. La novela de
Tomás Eloy es, hasta cierto punto, una crónica narrada por una visión a
la vez distante y demasiado conocedora de un material que también la
desborda. Si la crónica dépaysée de El cantor de tango acude
irónicamente a la crítica académica, al aleph borgiano y la literatura de
Borges que se arraiga en el ethos porteño, lo hace brindando, más que la
solución de un enigma, una potenciación de los interrogantes.

Y habría que recordar aquí dos cosas que agrego al enigma o al


desborde: que Tomás Eloy Martínez (egresado de la Universidad de
Tucumán) ha ejercido con igual intensidad el periodismo (es uno de los
renovadores de la prensa latinoamericana) y la vida académica (dirige el
Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University). La
segunda es el recuerdo de que la crítica literaria nació adherida —según
el estudio canónico de Habermas sobre la opinión pública (2)— a la
institución periodística, lo que equivale a decir, a la crónica literaria y
artística de los periódicos. Pero no se trata en la actual coyuntura de un
relativo feliz maridaje entre dos instituciones que el talento individual
(Tomás Eloy o algún otro) puede llevar a cabo como una excepción, sino
de un estado de cosas en que la historia de la crítica universitaria ha
actuado como una cuña distanciadora, autosuficiente, autorregulada,
celosa de compartir sus protocolos. Testimonios hay de su vitalidad y
quizá de su éxito (este Congreso podría ser una prueba), pero el discurrir
en el encierro no la acerca a la discusión de los sucesos culturales de la
hora o del día: a pesar de sus evidentes esfuerzos, la crítica literaria
académica siempre atrasa. Y para la reflexión está bien que se retarde: es
el precio que paga por su intensidad reflexiva y por la necesaria distancia
que apuntala su autonomía. Los encierros o los ghettos no están, por
cierto, fuera de contexto, y en el contexto presente hay atisbos de que la
institución académica forma ya su propia cultura y no solamente su
propia visión de la cultura.

En cambio, comparado con momentos refulgentes del contexto político y


cultural argentino (Primera Plana, La Opinión, Crisis, Los libros (3),
entre otros ejemplos que podrían extraerse desde los comienzos del siglo
XX), el periodismo cultural desfallece, y no por falta de voluntad o
competencia de sus agentes, en general formados en la cultura
universitaria, sino por mutaciones radicales en los aparatos de
producción y recepción de la cultura. Pero en estos momentos habría que
analizar con detenimiento los libros de investigación periodística,
surgidos al calor de los escándalos políticos y la notoriedad enigmática y
turbia de los personajes que la sainetera realidad política argentina pone
en circulación. Así como un fantasma precursor que asedia a los
escritores de crónicas es el Arlt de Aguafuertes porteñas, el fantasma
propio de este periodismo investigador es el de Rodolfo Walsh de
¿Quién mató a Rosendo?: la literatura cumple aquí su papel de fantasma
ubicuo. Por otra parte, cuando las revistas de extracción universitaria
abandonan sus intrincadas discusiones y se asoman a una dimensión más
cotidiana o trivial de la actualidad (en contrapuestas tendencias, Punto de
vista y El ojo mocho, por ejemplo), el lenguaje y el dispositivo
gnoseológico de la discusión convierten el entramado cultural del que
forman parte en un mero objeto, como si el fantasma de la literatura no
pudiera presentarse nunca.

Seguramente las mutaciones tecnológico-culturales han descolocado a la


intelligentsia, y han recolocado tanto la cultura escrita como a la
literatura. El prestigio de los escritores en estos nuevos complejos
culturales ha retrocedido, o como dice Jean Franco:

Por todas partes en Latinoamérica existe en la intelligentsia letrada el sentimiento de su


importancia disminuida y el desplazamiento del discurso público. Este desplazamiento
se exacerba por la creciente privatización de la cultura (4).

Jean Franco, por momentos censora de la crítica “posmoderna”, y por


momentos aquiescente, parece lanzar una puñalada a las tradicionales
pretensiones de mediadores pedagógicos e iluministas de las masas que
aún conservan los intelectuales latinoamericanos:

La cantante de salsa cubano-americana Celia Cruz –y no Rodó o Bolívar- es el apóstol


de la latinidad. […] La música ilustra el hecho de que las tajantes distinciones entre
tradición y modernidad, pureza nativa e importaciones degradadas se han vuelto tenues.
La música es funcional a la cultura del consumo, e incluso se centra en los deseos y
aspiraciones de maneras impredecibles, maneras que no son necesariamente
comunicables por la intelligentsia letrada (5).

Habría que agregar a los cantores de salsa otro héroe formador de


identidades y de identificaciones contemporáneas, letrado y también
parte de una maquinaria tecnológica: el periodista. Esta es la operación
crítica que realiza Josefina Ludmer para quien el desarrollo de la cultura
popular moderna, en la que intervienen tanto la literatura como la
tecnología democrática de los periódicos, es obra de periodistas-literatos.
“Modernización”, “globalización” (dice Ludmer con un gesto
arqueológico que proyecta la actualidad sobre las probabilidades de su
génesis) hacia 1879 con Eduardo Gutiérrez: “Juan Moreira es el héroe
popular de la era de la prensa y de la modernización tecnológica y
cultural […], …una construcción literaria de la modernización
latinoamericana que surge con el nuevo periodismo y con sus
tecnologías de la verdad” (6). Pero con la segunda oleada de tecnología
periodística, globalizadora y popular contenida en la célebre Caras y
caretas, de fines del siglo XIX y comienzos del XX, Ludmer se regocija
al efectuar una operación crítica redentora: desempolvar el nombre de un
escritor-periodista al que llama “mi Virgilio”, un “no leído” (acota entre
comillas irónicas Ludmer): Juan José de Soiza Reilly. En efecto: “no
leído” u olvidado por una crítica hegemónica demasiado deudora de lo
que Andreas Huyssen llama “la gran división” (7), Soiza Reilly es un
escritor o un periodista (en el sector letrado popular, la separación o la
confluencia de las actividades no parece tener un carácter discriminatorio
ni peyorativo) demasiado leído (o demasiado oído, pues hasta su muerte
en 1959 continuaba teniendo vigencia a través de su audición radial
“Arriba los corazones”. Soiza Reilly, es el hilo (“su Virgilio”) que
permite a Ludmer trazar recorridos amplísimos a través de toda la cultura
popular del siglo XX, a partir de lo que parece haber sido el punto de
encuentro con su guía: El juguete rabioso de Roberto Arlt, otro escritor-
periodista. La genealogía de Arlt —postula Ludmer— no está ni en
Dostoievsky ni en las baratas traducciones españolas (un tópico
explicativo de la crítica argentina para el estilo de Arlt), sino
precisamente en el periodista-escritor Juan José de Soiza Reilly que
publica el primer cuento del joven Arlt en su Revista Popular (8).

Olvidado, o no leído, sepultado en la indiferencia crítica, importará


menos explicar el porqué de este olvido, que hacer inteligible cuál es la
nueva concepción hegemónica de la cultura que permite leer hoy un
nombre –Juan José de Soiza Reilly- cuando siempre estuvo allí, en las
páginas de El juguete Rabioso y en las Aguafuertes, y se deslizó entre los
ojos de los críticos ciegos ante una evidencia que no necesitaba ser
corroborada: ese nombre era el nombre de un periodista conocido. Eso
era todo. Sin embargo, me permito conjeturar sobre ese olvido en una de
las riberas de la “gran división”, la de la cultura popular (y no quisiera
discutir aquí la problemática etiqueta de “popular”, que ligo
decididamente a la moderna reproducción mecánica de los artefactos
culturales, o a la industria cultural). El archivo y la memoria de esa
cultura es más volátil a pesar de los “soportes” materiales que la
contienen (diarios, revistas, discos, cintas grabadas, olvidables películas,
olvidados recitales), y pagan el precio del contacto estrecho con los
intereses de la esfera vital y cotidiana. El periodismo construye el
escurridizo mundo de nuestra cotidianeidad.

¿Qué nueva operación hegemónica traza hoy la crítica argentina para que
ciertos continentes olvidados aparezcan en su mapa? Seguramente el
abandono de concepciones sobre el arte y la literatura que no integraban
convenientemente la inmensa transformación tanto en la praxis vital
como en la producción y la recepción artística que desde el siglo XIX la
tecnología de la cultura masiva trajo como un silencioso y definitivo
huracán cultural y material. El interés que desde hace bastante tiempo
tiene la crítica por estudiar las revistas culturales y el periodismo cultural
(me refiero a los trabajos de Silvia Saítta, Claudia Gilman, Renata
Rocco-Cuzzi y a muchos otros) supone una actitud integradora hacia
fenómenos, que como el periodismo, cumplen un papel más vital y
polémico que el formato libro con su aparente conclusividad, con su
inevitable aureola reverencial o sacra. Un interés por la cultura popular
que, por cierto, quedó trunco en la revalorización militante de la crítica
argentina en la década del setenta: un punto de referencia insoslayable
para la historia de las ideas que la crítica tiene de la cultura popular en
relación con la literatura. Esta brecha que la década del setenta no
terminó de suturar del todo, se suelda en las interpretaciones que
recientemente se han hecho del punto más alto de la “alta” cultura
literaria, Jorge Luis Borges. Siguiendo esta línea, Annick Louis en su
libro Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres relaciona la gestación de
los relatos borgianos con su paso por la industria cultural, por el
sensacionalismo periodístico del diario Crítica, y con su actividad como
director del Suplemento multicolor de los sábados (9).
Agregaría a estas razones de visibilidad una “influencia” solapada y
hasta casi vergonzante, debido a que la cultura académica argentina
rechazó, con justa razón, la jurisprudencia administrativa de los llamados
“estudios culturales”, pero no sus principios integradores que adosaron el
interés por manifestaciones cotidianas o hasta triviales de la cultura
masiva o industrializada. Y agregaría también la influencia menos
solapada de los estudios de género, una forma de la crítica que ha
desenterrado de los archivos una trama de silenciamientos, segregaciones
y opresiones, tejida en los grandes dispositivos del poder tanto como en
las relaciones cotidianas de los sexos o en las consignas normalizadoras
de la prensa.

Y a propósito del rechazo más o menos manifiesto de los “estudios


culturales” —en su versión norteamericana—, hay que subrayar dentro
de lo que llamo imprecisamente “cultura universitaria” una dimensión de
interés más vasto y contradictorio por el influjo hegemónico de los
productos y las formas culturales norteamericanas, epítome o vértice de
las transformaciones en la que nos hallamos inmersos. Punto
insoslayable, al parecer, de tensión para los críticos universitarios: lo
hemos visto en la novela de Tomás Eloy Martínez, pero sostiene también
todo el contrapunto dialógico, el “diálogo de bibliotecas” en que consiste
el libro de Ludmer El cuerpo del delito, o que obliga a David Viñas a
agregar un capítulo norteamericano en su saga de los viajes con la que ha
interpretado la historia de la literatura argentina (10).

El rescate y la ascensión de Juan José de Soiza Reilly en los “cuentitos”


que cuenta Ludmer acerca de la cultura nacional (el “método” de El
cuerpo del delito es una revalorización de la categoría “relato” en tanto
operación crítica y cognoscitiva), tuvo sus repercusiones, particularmente
entre los jóvenes, más desprejuiciados respecto de los valores estéticos
que la literatura canónica encarna, más animosos por suturar la división o
la brecha cultural, y finalmente, más comprensivos de la vuelta de tuerca
irreductible que la cultura masiva tiene para la literatura (que en su etapa
moderna ha nacido de la mano con estos medios masivos y
“democráticos”). Por lo tanto, no sorprende que la revista 3 Galgos (11)
en el 2003 le dedique un número especial a Juan José de Soiza Reilly, y
que complete así el gesto redentor o pionero de Josefina Ludmer, aun a
riesgo de intentar una santificación. Juan Terranova, uno de los
redactores de 3 Galgos, es el más empeñoso en esta tarea. Para él,
estamos ante un verdadero “crimen de la crítica” (la expresión es de
Virgina Woolf (12)), o en un martirio por olvido en el que habrían
participado no sólo los críticos académicos (Ludmer misma, Sarlo,
Viñas), sino también los periodistas: “y si decimos que Soiza Reilly es un
escritor perdido la responsable directa de esa pérdida es ‘la crítica’
[…]. [T]anto la crítica académica como la crítica periodística padecen
la impostura intelectual de la cultura alta” (13).

Supongo que ante tanto olvido, estas dos formas de la crítica habrán
tenido algunos otros aliados o enemigos, algunas otras circunstancias
políticas y culturales que hacen del olvido algo más que una
participación voluntaria y plenamente conciente en el juego de las
hegemonías culturales. Porque ¿qué se gana en la ponderación de la
ósmosis entre cultura literaria e industria cultural, si se posee para ambas
el mismo concepto sacralizado de autor al que hay que rendir tributos de
originalidad y quemar inciensos de desagravio?

La operación novelística que realiza Puig con la cultura popular a fines


de los años sesenta y setenta, en cambio, es clarividente en su esforzada
borradura de la voz autoral. Una operación más acorde con el modo de
funcionamiento característico de la industria del entretenimiento (“el
inconciente tiene estructura de folletín”- ha dicho Puig). Es signo
también de que los modos de percepción y jerarquización de los
productos culturales están en proceso de mutación. El discurso
universitario hacia 1973, impulsado por la militancia política (la crítica
es ahora un arma que pretende intervenir en la lucha ideológica) registra
este cambio en la consideración y valoración de la cultura popular a la
que quiere librar de la dependencia imperialista, pero, como es sabido, la
experiencia o la “fiesta” (una expresión que utiliza Ludmer recordando a
Osvaldo Lamborghini) dura poco.

Por estos mismos años, desde el lado de la crítica periodística, el


contacto con la cotidianeidad confiere a la visión otros matices. Es el
caso de un cronista privilegiado que trabajó en La opinión, Enrique
Raab. La recopilación de sus crónicas políticas, artísticas, literarias y de
costumbres que hizo en 1999 Ana Basualdo permite juzgar las tensiones
entre una cultura heredada y los frescos atisbos por dar cuenta de otra
manera de narrar la realidad (o sea: la esperanza de otra cultura que
habría de formarse). El libro recopilado por Basualdo se llama Crónicas
ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975) (14).
Raab nació en Viena y se radicó de muy pequeño en la Argentina porque
su familia judía huía del nazismo. Extremadamente culto, especialista en
cine y teatro, hablaba alemán, inglés, francés, portugués e italiano,
aunque no había logrado terminar el bachillerato en el Colegio Nacional
de Buenos Aires. En él y en sus crónicas se pueden ver actuando las
varias fuerzas culturales y políticas que se contradecían mutuamente en
esos momentos en que todo parecía posible: la construcción de la justicia
y la caída en el infierno de la represión. No en vano, Raab titula una
crónica de 1975 “A treinta y siete años de la quema de libros ordenada
por Goebbels en Nürenberg”, o previendo el dulce producto final de la
filmación de “Los gauchos judíos” que ocurría en los predios militares de
Campo de Mayo, anota: “Al terminar la filmación el microómnibus del
equipo iba desagitando actores y extras … porque ninguna de las rutas
interiores de Campo de Mayo puede ser transitada después de las 19. Un
centinela, respetuoso, se acercó al grupo: “les ruego que se muevan”,
dijo “porque si se quedan quietos, tengo orden de disparar”.

Es el uso de las técnicas literarias, de la cultura literaria, y el detalle


revelador que sintetiza largas y analíticas digresiones, está el acierto
descriptivo de un militante que mediante esos detalles que rompen el hilo
del relato ahorra discreta pero efectivamente las grandes parrafadas
dialécticas. Lúcidas, sus crónicas, leídas ahora, están llenas de presagios,
de alertas, como cuando en medio de la narración de la “fiesta” o la
revolución de los claveles en Portugal medita sombríamente:

No puedo quitarme de encima una obsesionante sensación de cosa provisoria, como si


en Portugal, por unos días todo el mundo estuviese de vacaciones antes de que los
patrones, los dueños, los amigos, los generales les digan: ‘Basta ya de chiquilinadas…
El juego terminó. […] No concibo que un aparato tan perfectamente armado a lo largo
de casi cuatro décadas, se desmantele así nomás… (15)

Recuerdo que Enrique Raab, uno de los periodistas argentinos


desaparecidos, fue secuestrado en abril de 1977. No es quizá el ejemplo
que mostraría acabado el proceso que integra casi pacíficamente la
cultura literaria con la trivialidad de la vida cotidiana, sino todo lo
contrario. La colisión de los planos culturales es un efecto buscado de
estas crónicas, que tientan el encuentro de nuevos lenguajes para hablar
de lo inaudito, de lo que no cesa de generarse como un remolino (y así
son sus descripciones casi coreográficas de los movimientos de las masas
en la Plaza de Mayo, cuando Perón echó a los Montoneros…). Sin
embargo, en Raab la valoración cultural emerge espontáneamente desde
la alta cultura europea enredada con la discriminación ideológica (las
escenas de Nazareno cruz y el lobo le parecen extraídas de Vogue o de
“los cuentitos para leer sin rimel de Poldy Bird”, es más, las cree
portadoras de un mensaje reaccionario; una obra de Viale (Chúmbale)
queda sepultada como “el pretencioso canto del cisne del naturalismo
teatral argentino”; a los esfuerzos vanguardistas de Augusto Fernandes
en la puesta de Peer Gynt de Ibsen, prefiere los momentos más
tradicionales u ortodoxos; y las monerías de Mirtha Legrand sobre el
escenario son tamizadas encarnizadamente a través del teatro gestual
japonés de las Tairas, una antiquísima representación a cargo de
prostitutas cautivas por la guerra…). Lo que se refuerza en estas crónicas
es el choque y la disonancia, el chirrido que separa los fragmentos
culturales y las vacías pretensiones de los espectáculos comerciales. En
Raab se presiente la frase de Hegel, pronunciada sin ninguna esperanza:
“El arte es cosa del pasado”.

1973, 1974: Momento políticamente revuelto, pero momento de fulgor


para la crónica cultural, entregada a una experimentación con las briznas
de lo real que parecían estallar o hacer estallar las probetas del
experimento. Imagino que en el interés actual de la crítica literaria
académica por el periodismo cultural hay algo parecido a la admiración
por un potencial poder propio al que se cree definitivamente perdido, y
que como herencia ha pasado a manos de un pariente lejano, se trate de
Soiza Reilly, de Raab, de los suplementos, o de las revistas culturales.

Momentos excepcionales, o momentos que la crítica literaria académica


siente como excepcionales, porque hoy la excepción consiste en que esta
crítica logre pasar la frontera y acceda al territorio perdido del
periodismo cultural. En la actualidad, y en la reformulación hegemónica
de la cultura, cuando los medios acuden a los críticos literarios o a los
profesores universitarios, lo hacen encasillándolos, o bien en la categoría
de “funcionarios” —esto es, de “gestores culturales”, de burócratas de la
cultura—, o bien como “expertos” que por un momento abandonan el
habla especializada para traducir al lenguaje común alguna zona de su
investigación o su interés. Salvo que, dentro de esta férrea
jerarquización, el crítico o el profesor escriba con un libro recién impreso
bajo el brazo, y acceda quizá un poco más libremente, pero sin
abandonar el casillero, a la siempre enigmática y reverencial categoría de
“autor” al que se le deben los inciertos reconocimientos del marketing.
La etiqueta no es solamente un prejuicio, sino un modo de
funcionamiento cultural.

Por ello, es marcadamente una excepción (o una confirmación a la regla,


según se mire) que una de nuestras más talentosas críticas, Beatriz Sarlo,
escriba hoy desde la miscelánea revista Viva que acompaña los domingos
al diario Clarín. Es posible que los corrillos prejuiciosos del oficio
crítico murmuren acerca de este pasaje un tanto irreverente, casi
escandaloso para esos mismos prejuicios que confirmarían el reparto
preestablecido de las tareas (el experto en la universidad, el periodista en
el suplemento Viva). Las preguntas que esta excepción suscita, sin
embargo, pertenecen al orden del lenguaje y las posiciones en relación
con el lenguaje. Si Sarlo escribe allí, ¿se la leerá como profesora que
abandona su discurso académico para hacerse inteligible, pues la
separación cultural postula que no puede haber un lenguaje común? ¿Se
la leerá como “crítica cultural” y, por lo tanto, como continuadora del
lenguaje analítico y literario que empleó en Escenas de la vida
posmoderna? ¿Son estas unas escenas de la vida cotidiana, unas
remozadas aguafuertes compuestas por una experta que las dotará de un
significado para revelarlas con nueva luz a los propios actores o
espectadores de las escenas, los lectores de Viva? Mucho me temo que
estas preguntas no sean las que a Sarlo le interesen, ni que sean
interesantes. Habría que preguntar, en cambio, por la eficacia de la
excepción, entendiendo por “eficacia” el impacto que el lenguaje de la
crítica literaria pueda tener como fuerza dislocadora, desacomodadora de
los prejuicios o los juicios del sentido común que poseen los lectores de
Viva. Quizá le esté pidiendo a Sarlo, o a la crítica literaria, demasiado:
que sea capaz de introducir un subrepticio ruido, una disonancia
imperceptible pero activa en los discursos apabullantes de la trivialidad.
Pero admitiendo mi parti pris respecto de la crítica, ¿son estas las
intenciones de Sarlo? ¿O poco importan las intenciones, si fuera cierto
que el lenguaje y el dispositivo del medio siempre logran capturar el
lenguaje y la óptica de cualquier discurso anómalo que contienen? Salvo
que Sarlo (presentada como “escritora y ensayista”), o su “opinión”
(puesto que su “opinión” es lo que nos promete el índice) concuerde con
el modo de pensar de la revista.

No soy competente (ni tengo espacio) para desentrañar la ideología del


discurso periodístico de Viva. Pero sí intuyo una operación de
acomodamiento del lenguaje y la perspectiva de Sarlo al sentido común.
Y no precisamente para perturbarlo, sino para corroborarlo. Una escena
parece decir: “Los pobres están allí, piden medialunas en la panadería,
apenas se comunican entre sí, y yo no puedo ni tendría sentido que les
preguntara nada, salvo darles o no darles limosna”. En palabras de Sarlo:
“La fealdad es pintoresca sólo cuando es lejana y se la visita muy de vez
en cuando(16)” En otra escena, a propósito de músicos callejeros,
asistimos a sus preferencias por el jazz “moderno” y las variaciones
contemporáneas del viejo tango, a su juicio portadores de mayor placer
estético que el chorreo estrepitoso de las cumbias. La existencia de estos
músicos “vanguardistas” o aggiornados la hacen respirar aliviada (como
también a los lectores), como si dijese: “no todo está perdido todavía en
materia de gusto musical”. O para decirlo con las mismas palabras suyas:
“No es sólo un lugar común decir que la Argentina se ha vuelto más
latinoamericana”. Observemos: sólo se niega el lugar común para
reafirmarlo.

Hay una jerarquía de los valores estéticos —parece decir Sarlo—, en


consonancia con lo que afirmó apelando a otro lenguaje en Punto de
Vista 48, en un trabajo llamado “El relativismo absoluto o cómo el
mercado y la sociología reflexionan sobre estética”. Esta jerarquización
merece la crítica de quien ha sido nuestro punto de partida, Jean Franco:
“La defensa que hace Sarlo del valor estético no puede ser liberada tan
fácilmente, como ella quisiera, de la cultura exclusivista y elitista del
modernismo”(17). Quizá este elitismo solapado que le descubre Jean
Franco no esté tan lejos de las aspiraciones jerárquicas de orden que
podrían rastrearse en las trivialidades de Viva, o en su ideología de clase
media acorralada.

Concluyamos un poco desilusionados: si las excursiones excepcionales


que emprende la crítica en el campo de la cultura masiva y que llevan la
firma de una escritora sólo provocan la discusión en un ámbito al cual
estas excursiones periodísticas no están dirigidas, parece que hay algún
problema de sintonía entre el lenguaje de las crónicas y el lenguaje
objeto de la crónica. El problema consiste en que sintonizan demasiado.

Lo cual, visto desde otra perspectiva, que no es la de la crítica, podría ser


considerado un acierto escriturario. Pero entonces, ¿para qué pasar las
fronteras de la crítica?

©Jorge Panesi

NOTAS

(1)Tomás Eloy Martínez, El cantor de tango, Buenos Aires, Planeta,


2004.
(2)Jurgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona,
Gustavo Gili

(3)Sobre esta última revista, ver mi análisis “La crítica argentina y el


discurso de la dependencia”, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2004.

(4)Jean Franco, “What’s Left of the Intelligetsia. The Uncertain Future of


the Printed World”, publicado originalmente en NACLA Report on the
Americas 28, n° 2, September-october 1994, y recogido en: Jean Franco,
Critical Passions: Selected Essays, edición de Mary Louise Pratt y
Kathleen Newman, Durham, Duke University Press, 1996, p. 197.

(5)Jean Franco, cit., p. 201.

(6)Josefina Ludmer, El cuerpo del delito. Un manual, Buenos Aires,


Perfil Libros, 1999, p. 230.

(7)Andreas Huyssen, Después de la gran división. Modernismo, cultura


de masas, posmodernismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002.

(8)Episodio al que también se refiere Silvia Saitta en su biografía sobre


Arlt: El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt,
Buenos Aires, Sudamericana, 2000, p. 20 y siguientes.

(9)Annick Louis, Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres, París,


L’Harmattan, 1997.

(10)David Viñas, De Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA,


Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1998.

(11)3Galgos, Buenos Aires, n° 4, septiembre de 2003. Número especial


“Soiza Reilly.

(12)“crimes of criticism”: Virgina Woolf, “How it Strikes a


Contemporary”, en The Essays of Virginia Woolf, Londres, Andrew Mc.
Neillie, 1986, vol. III, pp. 353-60.

(13)Juan Terranova, “El escritor perdido” en 3 Galgos, cit. p. 23.

(14)Enrique Raab, Crónicas ejemplares. Diez años de Periodismo antes


del horror (1965-1975), Buenos Aires, Perfil Libros,

(15)Enrique Raab, Crónicas de Portugal, un país desconocido, op. Cit.,


pp. 51 y 53.

(16)Los artículos de Viva a los que me refiero fueron publicados durante


julio y agosto de 2004: “El corazón de la ciudad”, “Retrato de familia”,
“Jazz moderno”, “Cosas raras del primer mundo”.

(17)Jean Franco, op.cit., p. 204.

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