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Memoria y alma de la casa

Hanni Ossott

A Rosalba Méndez, por esa conversación sobre las casas

La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de


continuidad. Sin ella, el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las
tormentas del cielo y las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma.

Gastón Bachelard

La casa no es un privilegio de falsa riqueza sino de la riqueza misma. Los hombres siempre
hacen casa, con lo que pueden, desde lo que pueden. Pero no todos los hombres piensan la
casa, no todos la sueñan desde una intimidad. No todos son concientes de ella. Bachelard dice
de la casa que es alma. Nosotros podríamos agregar que ella es espejo de almas. Nuestra
psique está objetivada en nuestras casas. La casa es depositaria de historias personales, ella
muestra anhelos, penurias, carencias o desórdenes. Ella muestra riquezas. En el espacio de la
casa corre el amor o la indiferencia. Lo femenino y lo masculino. En pareja, fundar casa
significa divergir. Uno de los dos quiere siempre imponer su historia. Se dice: la mujer es la
reina de la casa. Sólo porque impone sus códigos secretos, sus grandes pequeñas historias. Y
el hombre accede. Pero la mujer no es sólo mujer, es un padre, un abuelo: de modo que
encontramos casas erigidas contra el ánima o casas en exceso femeninas. Las cosas, por lo
demás, deberían mostrar cierta tensión, una dialéctica o un leve desequilibrio entre ánimus y
alma, es decir, deberían ser ambivalentes. La casa debería ser como el agua, casi fluctuante;
sin embargo, a veces es demasiado rígida, a veces se encuentra detenida en el tiempo, como
una memoria congelada. Por eso las mujeres tienden a cambiar de posición los muebles, en
una suerte de gesto desesperado para que todo se mueva, para que nada se detenga. Y al
fondo de ese gesto hay una dinámica del amor. Puesto que lo rutinario es congelante.

Entre todas las casas hay unas que son heladas, bien decoradas, pero frías. Como si en ellas
nadie habitara. Se trata de casas «perfectas». Sin almas, sin pasión. Casas racionales. Casas
de revistas. El orden allí es tan exacto que podemos suponer que nada transpira allí, que el
pan no se cuece, que el horno no arde. Hay otras casas erigidas contra el reposo, la geografía
de sus cuerpos es violenta, todo en ellas es agresivo: las imágenes que cuelgan de las
paredes, los colores y formas de los objetos que la adornan. Se trata de casas brujas.
Bachelard dice que «el excesivo pintoresquismo de una morada puede ocultar su intimidad». Y
finalmente hay casas no pensadas, no soñadas, casas no fundamentadas en el alma. Se trata
de casas «hechas», sin nombre, sin apellido, sin rango. Casas despersonalizadas y sin
memoria. Se trata de casas-objeto, casas-cosa. ¿Quién vive allí? Un hombre pobre o un
hombre rico, da lo mismo. Ambos pueden hacer una casa-cosa, es decir, de una casa, una
cosa. Nosotros tenemos reverencia por esas casas que reflejan las preferencias de los que la
habitan, esas casas discretamente descriptivas. La casa es por ello un habla, una voz. El
inconsciente murmulla en ellas. Por ese murmullar pueden ser excesivas, barrocas o
equilibradas y armónicas.

En el niño que queda en nosotros, la casa se vuelve búsqueda y reencuentro. Fundamos una
casa nueva con la memoria de la casa de la infancia. Esto no quiere decir que la casa nueva
será idéntica a la primera. Porque también las casas se niegan, se desaprueban. Pero en ese
desaprobar y aprobar conservamos imágenes y objetos que hablan de nuestro pasado, del
pasado de nuestros padres.

La casa, guardiana del pasado y del presente, de lo que somos y de lo que hemos sido,
debería tener siempre historia. Ella debe tener una conexión con el alma. En ella deben estar
expresos los viajes, las profesiones, los tíos, la imagen de la madre y la del padre, los amigos.
Una casa que no conviva con el rastro, la huella de los amigos, es una casa incompleta. Puesto
que la casa alberga recuerdos e imágenes abunda en ella el fetiche, esas cosas secretas que
hablan de un amor y de una deuda. Por ello una gran casa, por pobre que sea, es difícil de
descubrir. Ella está llena de señales, de discursos velados. Un aguamanil colocado
inocentemente sobre una mesa especial, puede tener una historia. Y nosotros no la sabemos.
De modo que a las casas se entra con reverencia.

De la casa parece que se ocupan las mujeres, o más bien, lo femenino. La mujer es de la casa,
le dice el padre a la niña, a la kore para que aprenda. A la mujer, a lo femenino, le gusta su
casa, la que lleva, la que trae. Hay una casa esencial, antigua, vieja que colocamos para que
otro la habite: el marido. Y así le damos nuestros códigos, nuestras señales guía. La mujer ni lo
femenino viven fácilmente la casa del hombre. Ella vive la casa del padre, pero no la casa del
hombre. El hogar pertenece al ánima. Lo masculino hace hogar y casa en conexión con la
ánima. Sin esa conexión todo es disrupción.

Baste decir que esta reflexión no está agotada. Si nos enseñaran a pensar más nuestras
casas, cuánto desgaste nos ahorraríamos. Esta es la filosofía primera, el saber de la casa. El
observar sus orígenes, el entender de sus muebles, de sus cuadros, de su decoración. Hay
casas definitivamente afantasmadas, donde domina un bisabuelo, dolorosamente,
punzantemente. Son casas no libres, sin aire. Hay casas que han colocado al abuelo en una
habitación especial, cerrada. Visible sólo para las grandes fiestas. Del abuelo no se puede
prescindir. Él sigue mandando en la casa. Se trata de saber qué hacer con él. Que la casa sea
el abuelo sería demasiado. El abuelo es para el cuarto designado al estudio. El cuarto de la
reflexión. Y allí una foto. No más que una foto. La casa es este progreso interior.

Una playa sin fin


a Valentin Flamerich Ossott,
por los poemas que quiere escribir

Sí, habría que escribirlo así, elevado, devoto, casi total


si fuese posible, un gran poema
Pero hay interrupciones, los ruidos de la casa
La respiración del marido. El gato.

Y allí encontraría todo el mar


convulso él, alto, encrespado
golpeando playa y costa, insaciable
y el ardor, los cangrejos, siempre arrepentidos.
La culpa. — — Lo echado a perder, las cosas rotas.
Ese gran poema que lo contuviera todo.
Los vientos. — — La melancolía. — — El arrastre.
Las largas noches. — — Una enumeración de estados.
Fiebres. — — Calores.
Y habría miradas que cubran palabras para detenerlas.
Ojos fijos, casi silentes, propios.
Hablaría de la mentira
la casi insostenible mentira, al ras.
Expresaría lo imposible, instalado en el centro del corazón
como esperanza.
El poema podría ser como un fluir de aguas
en torno a un centro improbable.
Estarían allí los árboles, los amantes, las fuentes,
Dios, la respiración; la sangre, los libros, las muñecas,
las estrellas.

Habría que escribirlo así, abrazado a una totalidad


que se borra en la muerte
como si todo se desvaneciera y se creara
eternamente.
Habría que decir que en él late la pasión
una sangre bullente, una efervescencia.
Un poema fuego
honra de algún dios
honra de un lar de la casa, de un resquicio
atento a la tensión de la calidez.

Si se pudiera, si se pudiera escribir


el poema innumerable
el único, el entero
tenso, vibrante
el atravesado por la gravedad y la divinidad
el zanjado por el horror.

Pero el gato nos ocupa


la cocina nos llama
la solicitud nos distrae.

También irían allí atravesadas las calles, los hombres


las pugnas, las separaciones
y «los pájaros que nos hablan en griego» cuando enloquecemos
de tanto no entender.
Por ello daríamos un salto al infinito. Por ello, el poema.
Si llegase.
Y si llega, viene con él la dicha de ver
La felicidad de contar todos los números del universo
las funciones, los espectáculos
las rarezas, las individualidades
si llegase
la totalidad inundaría mi alma.
Lo absoluto invadiría.
Un dios se haría en nosotros.

Estoy ahora en una playa sin fin. — — Soy estrella y musgo


Me encrespo.
El poema ha llegado de mi carencia, de mi pobreza.

El reino donde la noche se abre, 1987.

Cómo leer la poesía


Y la estrella viaja con sus piernas de fuente pura
Henry Corbin

Hace muchos años vi en una revista la cita de un verso de Henri Corbin. En ese momento
quedé maravillada y su nombre fue guardado por mí en mi cerebro. Unas semanas atrás mi
amigo Alberto Conte me enseñó una traducción de Corbin realizada por Juan Calzadilla y
Eugéne Modestine. Se la compré, secretamente emocionada, porque sabía cuán difícil es
entrar en contacto con un libro bueno hoy. Desde hace siete días ando con el libro Lejos como
un viaje. Si acaso he podido leer siete poemas. Uno por noche. Leo los poemas en alta voz, los
transcribo en mi cuaderno como cualquier Pierre Menard, se los leo a mis amigas por teléfono.
Corbin me tiene emocionada. No sé cómo es él. Sé que es martiniqueño. No me imagino qué
pueda ser la isla de Martinica, ni lo que se come allá. Me basta la palabra del poeta. Ahora
tengo con quien orar de noche desde la magnificencia.

Me gusta descubrir un poeta. Es tan difícil penetrar en un mundo poético particular que cuando
esto sucede resulta un acontecimiento. Una de las cosas más arduas es enseñar a leer poesía
y yo lo realizo. La poesía le llega a uno como llega el amor o la fiebre. Por no se sabe qué
razones. A veces podemos leer reiteradamente a un poeta y todavía no nos llega. Y es que no
estamos preparados para él. La poesía tiene una duración, un tiempo, un cuajar en nuestra
alma que nada tienen que ver con nuestras decisiones.

El lector de poesía debe ser ante todo un lector humilde, pasivo, receptor de riqueza. Por una
rara conjunción, el lector tiene que tener la edad del poeta; no la edad cronológica, sino la edad
mental, anímica, psíquica.

Hace veintitrés años conocí a Rilke. Fascinada por él quise hacer mi trabajo de grado sobre su
obra, pero no pude. Había en ese entonces ciertas imágenes que no comprendía. Pero no lo
abandoné, seguí leyéndolo, con fervor, pasivamente, escuchando... Veinte años después pude
escribir diez cuartillas sobre las Elegías de Duino que constituyen ahora el prólogo a mi
traducción. Esto no me desanima. Durante veinte años me ha acompañado un poeta, no cinco
poetas, sino uno. También me acompañan dos o tres novelitas. No más. Virginia Woolf,
Thomas Mann, Hermann Broch... No son demasiados los libros que uno necesita para volverse
sabio.

Ahora tengo un poeta nuevo que me durará probablemente veintitrés años para comprenderlo.
Estoy feliz. Esto quiere decir que a los sesenta y cinco años podré escribir algo sobre él, si es
posible.

Ante mí hay dos versos de Corbin y me fascinan, pero no puedo decir exactamente qué
significan, así como no puedo explicar lo que sea un beso:

Y los pájaros al desprenderse como hojas cortan


la cabeza del cazador en la noche

Leer poesía no es lo mismo que leer novelas o leer el periódico. Cuando leo poesía me
encierro en mi cuarto para que no me vean, porque allí hago muecas, danzo, ondulo, leo en
alta voz, me contorsiono como Ulises ante las sirenas, me acuesto en el piso, lloro, es decir,
me conecto con lo más profundo del inconsciente. Y eso no se le puede mostrar a nadie, para
ello —como dice Virginia Woolf— es preciso un cuarto propio. No le aconsejo a mis alumnos,
por ejemplo, que lean poesía en un carrito por puesto. Porque la poesía es un templo y a ella
se va con una vestidura especial y adecuada. Un velo.

Si a mí se me pidiese un buen consejo sobre cómo leer la poesía diría que ante todo hay que
querer leerla. Querer como querencia. Sin mala fe, sin desesperación. Averiguando qué diablos
quiso decir el poeta. Porque los poetas son difíciles de leer. Uno puede quedarse veintitrés
años con una frase incomprensible y alegrarse por ella... porque en el fondo casi la comprende.
Y así uno manda la razón y la conciencia a paseo. Cada quien sostiene a un poeta.

Penélope
Cosido los ojos
La luna y el atrio
Tienen por chorro de agua
A la esposa.

Henri Corbin

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