La política contra el Estado. Sobre la política de parte (en adelante PdP) nos descubre a un
Emmanuel Rodríguez filósofo, no ya el sociólogo de La política en el ocaso de la clase media. El
ciclo 15M-Podemos o el historiador de ¿Por qué fracasó la democracia en España? La transición y el
régimen del 78. Filósofo porque Rodríguez nos propone un programa normativo de práctica política y
lo hace tras una penetrante erudición y sin esconderse en jerga ambivalente. Rodríguez es todo lo
claro que se puede ser y, si lo entiendo bien, sus objetivos son de dos tipos. Primero, liberar a las
luchas políticas de su vaciamiento por los aparatos del Estado. Tal vaciamiento se produce cuando
las prácticas políticas se convierten, con planificación o sin ella, en pugnas por atrapar recursos
estatales, lo cual siempre implica cierta transformación de los reclutadores –que entran en el espacio
del Estado, ahora ampliado por sus antaño impugnadores- y de los reclutados –que deben
cambiarse el colobio de Savonarola por el escarlata cardenalicio de Mazarino. Pese a la intensidad
de los dramas psicológicos que sufren los protagonistas, tal transición es banal y corresponde a lo
que Rodríguez diagnostica como clave de los regímenes oligárquicos contemporáneos: la unión
entre los partidos políticos, antaño partes específicas y en conflicto de la sociedad, y el aparato del
Estado.
El segundo objetivo de PdP es proponer otro modo alternativo de pensar la práctica política donde el
recurso al Estado alcanza una deflación máxima, sin caer por ello en una utopía anarquista. El
Estado sigue jugando un papel en las luchas sociales pero sin convertirse en el agente que las
resuelve. Rodríguez sigue de cerca a Jacques Rancière y distingue en todo conflicto social un
momento de gestión y otro de fortalecimiento y autoorganización. La gestión no es el lado malo de la
autoorganización, y el conflicto no es el enemigo burocrático que desactiva la movilización. Por un
lado, porque el Estado contemporáneo ya no es capaz de desintegrar la movilización a través de la
integración social y, por otro lado, porque PdP no nos anima a prescindir del Estado. Nos anima a
que lo utilicemos lo menos posible mediante la reconstrucción de comunidades de bienes y de lucha.
Ello supone olvidar el objetivo de ocupar el Estado y reorganizar la sociedad: Rodríguez defiende el
pluralismo y se integra en un programa democrático donde no se diluye el conflicto dentro de una
nueva racionalidad global capaz de reconciliar, como en cierta utopía marxista, a la sociedad consigo
misma.
Desde esos dos objetivos plantearé mi comentario y responderé hasta dónde estoy de acuerdo con
Rodríguez y hasta dónde no. ¿Considero correcta la caracterización del Estado como vaciamiento
de las luchas sociales? ¿Qué me parece el programa de fortalecimiento comunitario de lo que
Rodríguez llama la política de parte?
De la autoorganización al Estado
Pdp nos propone tres discusiones filosóficas para amartillar teóricamente las consecuencias del mal
camino del movimiento obrero. En primer lugar, nos expone la solución de los revolucionarios
conservadores. La democratización se interpreta como integración de las demandas populares en un
Estado basado en el miedo y la exclusión. Rodríguez recuerda al Foucault de 1976, el de Hay que
defender la sociedad, que ve en el fascismo una suerte de socialismo racista, construido contra el
enemigo interno. Porque para unificar al pueblo en los momentos de crisis, nada mejor que integrar
sus demandas pero volviéndolo contra una parte de sí, la cual puede recibir distintas versiones
ideológicas (el judío, el comunista o, entre nosotros, el terrorista musulmán camuflado en las riadas
invasoras de inmigrantes).
La tercera discusión nos esboza el camino por el que la democracia representativa se transforma en
un sistema oligárquico. Nuestra democracia es solo un método de formar gobiernos y, en ese
sentido, cada vez menos ayuda a hacer emerger los conflictos. PdP recuerda cómo Sartori defiende
el sistema representativo como una suerte de solución meritocrática, justificando la despolitización
máxima de las relaciones sociales. Rodríguez podría haber encontrado refuerzo y precisión para sus
tesis recurriendo aquí al clásico de Bernard Manin. Los principios del gobierno representativo donde
se encuentra explicado cómo la democracia moderna se construye en parte contra el modelo
democrático ateniense.
Fue dicho modelo el que estimuló a Marx y Engels en la época en que más estudiaron etnografía.[2]
Rodríguez cita los escritos etnográficos de Marx pero no aborda cómo se plantea en ellos la génesis
de la república moderna. No es una objeción erudita porque de la idea de comunidad depende la
segunda parte de PdP. Y, en mi opinión, con la ayuda de Marx y Engels podrían haberse perfilado
mejor las propuestas de la obra.
Sigamos a Engels quien dice exponer las ideas fundamentales de Marx –además, obviamente, de
las suyas propias. El objetivo no es esgrimir erudición, asunto este en el que pocos podrían competir
con Rodríguez. Se trata de comprender la articulación democracia, comunidad y derecho y de ver las
lecciones que podrían extraerse de Engels/Marx, sin presuponer, por supuesto, que nos son de
utilidad. Personalmente creo que lo son, mas antes hay que analizarlas. ¿Cómo aparece la
comunidad gentilicia en Engels? Organizada según un principio de repartición por tribus naturales,
conoció un primer desequilibrio por la presencia de extraños a la comunidad, que debieron ser
integrados por medio de un derecho al margen de las tribus. Primera fase, entonces, de la presencia
del derecho como herramienta racional de control de los poderes consuetudinarios. La segunda fase
continúa con el establecimiento de vinculaciones políticas al margen de las comunitarias; esas
vinculaciones se realizan por medio del dinero, es decir, dividiendo a los individuos en clases
sociales. Sin restricciones comunitarias, el pueblo fue ahogado por las deudas y la usura. En la
tercera fase, el pueblo explotado se vuelve hacia el Estado naciente y consigue la protección de la
constitución soloniana: fue la que intervino en la lucha de clases liberando al pueblo de la esclavitud
por deudas. Engels nos recuerda que Solón instaura –desde el Estado (si la polis griega puede
llamarse tal)[3] y ante la impotencia de la vieja comunidad- un principio básico de toda revolución: el
ataque a la propiedad privada de algunos para defender el derecho a la propiedad de los muchos.
En una cuarta fase, y gracias a un recurso masivo a la esclavitud, la sociedad ateniense fue
liberándose de vínculos comunitarios: era una sociedad híbrida, cosmopolita, liberada de
restricciones tribales. Engels parece describirnos las metrópolis burguesas, eso sí, siempre en
ambas con la esclavitud (antigua o asalariada) como garantía. La revolución de Clístenes acabó
destruyendo el poder de las tribus construyendo una ciudadanía política basada en el derecho.
Engels no describe correctamente la revolución de Clístenes –la cual mezcla a los ciudadanos fuera
del lugar de residencia, precisamente para controlar los restos del poder nobiliario en la comunidad.
Pero capta bien su sentido general: construir, por medio del derecho, a un ciudadano libre de las
sujeciones comunitarias.
Estas, sin embargo, continuaron existiendo y fueron muy dañinas para la república de Atenas. La
ideología gentilicia estableció un cuerpo policial formado por esclavos y, sobre todo, convirtió el
trabajo en algo incompatible con la ciudadanía. En este punto, Engels vuelve a juzgar erróneamente
pues una gran parte de los ciudadanos atenienses activos trabajaban –lo cual vuelve más evidente
aún que la democracia radical no depende de la esclavitud. Engels considera que los atenienses,
antes que trabajar, se convirtieron en mendigos, llevando a su Estado democrático a la quiebra.[4]
Al margen de la reconstrucción de Engels, veamos cuál es el balance de Engels del experimento
ateniense, capaz “de hacer brotar directamente de la gens un Estado de una forma muy
perfeccionada, la república democrática”: “No fue la democracia la que condujo Atenas a la ruina,
como lo pretenden los pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo, sino la
esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano libre”.[5]
¿Qué aprender de este desarrollo? Engels nos muestra la emergencia de un modelo universal,
desgraciadamente lastrado por los residuos gentilicios: la república democrática. La democracia, en
parte, se constituye contra los poderes comunitarios mediante el derecho, gracias al cual se integran
a los excluidos (véase la primera fase), se redistribuye la propiedad (así en la fase tercera o
soloniana) o se cimenta un modelo de ciudadano activo arrancándolo a las tutelas comunitarias.
Retengamos las ideas de Engels al respecto porque tienen una enorme profundidad sociológica. El
dinero (fase dos) permite la individualización de los sujetos, aunque redistribuyéndolos en clases.
Efectivamente, el dinero tiene un potencial democrático del que carece la negociación basada en el
cara a cara, siempre vinculada a un amasijo de tutelas comunitarias.[6] Solo entonces aparece la
Atenas burguesa y mestiza, donde los individuos se liberan de las tutelas familiares –es la quinta
fase. Y, por fin, la democracia radical, la establecida por Clistenes, edifica al ciudadano que gobierna
al erradicar, cuanto se pudo, la opresión comunitaria. Engels nos describe el nacimiento de la
república democrática mediante oleadas de ruptura de las particularidades. Por supuesto, no podía
ser menos, nos muestra el carácter ambivalente del derecho pero subrayando que a) individualiza a
los sujetos, b) los extrae de la opresión comunitaria, c) los convierte en ciudadanos gestores del
común, d) puede ayudarlos en la redistribución de la propiedad.
Dejo de lado el que Engels reivindique la sociedad liberada como una recuperación enriquecida de la
fraternidad comunitaria primitiva. Es el final de su obra, donde le da la palabra a Lewis Henry Morgan
y ante el que cabe preguntarse qué, si no el uso inteligente de lo jurídico, “podrá garantizar la
democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la
instrucción general”.[7] Me importa la relación entre comunidad y derecho para interrogar ahora la
segunda parte de la obra de Emmanuel Rodríguez.
Los años sesenta –y en buena medida los setenta- conocieron una recuperación del consejismo
centradas siempre en una crítica de la burocracia. PdP nos recuerda a Socialismo o barbarie y al
obrerismo italiano, ambos proponiendo modos autónomos de constitución de la clase obrera, se
extiende que al margen del Estado. Ambos son críticos del burocratismo estalinista y del reformismo,
pero no sé si son asimilables pues, al menos en Castoriadis, encontramos intentos de precisar qué
permite la regulación democrática de la economía y la sociedad, mientras que en el obrerismo nos
encontramos la apología de un anti-Estado pero escasas reflexiones sobre qué podría constituir una
sociedad autónoma y autogestionaria. En cualquier caso, ambos funcionan como contraste con la
conversión de la izquierda marxista –que continúa así la herencia de Lasalle- en un aparato de
Estado burgués. Si siguiéramos el esquema de Engels –para describir la democracia republicana en
el Ática- no parece que de ahí pueda brotar una condena. Siempre y cuando, claro está, el lasallismo
funcione como algo más que como renovación institucional del personal de gestión oligárquica del
Estado.
Rodríguez nos ofrece otra respuesta: en Bolivia podemos comprender cómo salir del debate sobre el
papel del Estado. Precisamente recordando que vivimos en formaciones sociales complejas donde
los equilibrios de poder son inestables y donde no puede reducirse la sociedad al Estado. La
ganancia respecto del marxismo es enorme y, en mi opinión, nos ayuda a revitalizar la venerable
idea aristotélica de los regímenes mixtos donde el conflicto alrededor de pequeños equilibrios puede
tener un enorme efecto de la democratización o la deriva oligárquica de la sociedad. Solamente en
sociedades híbridas, constitutivamente heterogéneas, adquiere sentido una movilización social
enfrentada al capital y la burocracia. Si las sociedades fueran un simple sumario del poder del
Estado estaríamos obligados a recurrir a una agente exterior para el objetivo de cercar
democráticamente al Estado, para civilizarlo en “un perímetro pequeño y regulado” (PdP, p. 200).
Ahora bien, en esa empresa la fuerza debe venir de las comunidades, minusvaloradas por la
sociología y solo reivindicadas por los grandes del anarquismo (Kropotkin y Reclus). Pdp no
convoca –ni por tanto discute- la elaboración sociológica de la comunidad realizada por Marcel
Mauss, alrededor de la economía del don. Este punto tiene una enorme importancia para
comprender las condiciones de una regulación social ajena al cálculo y pueden encontrarse modelos
distintos en Pierre Bourdieu o en el Movimiento antitutilitarista en ciencias sociales (MAUSS). De
haberlo hecho, PdP hubiera podido vislumbrar mejor las formas internas de poder en las
comunidades y cómo el derecho, no sin peligros, intenta reducirlas. Eso de seguir el modelo de
Bourdieu. De acompañar al MAUSS, Rodríguez encontraría fundamentos sociológicos para una
conducta de intercambio no estratégica. Por lo demás, la noción de solidaridad orgánica de
Durkheim, sin duda sustento del Estado social, es un intento de fundamentar, a la par, la complejidad
de la división técnica del trabajo y una economía de los bienes comunes.
Emmanuel Rodríguez
José Luis Moreno Pestaña ha comentado recientemente mi libro La política contra el Estado. Sobre
la política de parte, publicado por Traficantes de Sueños. Se trata de una reseña crítica, que aun
elogiosa, se ha empeñado en buscar entre las tesis del texto y sus insuficiencias el contraste político
e intelectual. Con ello, Moreno Pestaña se sitúa en una tradición que sigue sin recuperar vigor en
este país y que consiste sencillamente en convertir una publicación en una oportunidad para una
discusión que confronte argumentos, sin necesidad de llegar a ningún punto de reconciliación. Algo
por lo visto imposible cuando de lo que se trata es de simple comercio de reconocimientos y de
capitales académicos y simbólicos.
Nuestro crítico se concentra en lo que considera —y seguramente sea— la principal debilidad del
libro, lo que comprende como la articulación entre «democracia, comunidad y derecho». Por resumir
mucho, su argumento parece reproducir una línea central de la modernidad, que opone con todos los
matices que se quiera, comunidad y derecho. Frente a lo que entiende, por mi parte, como una
vindicación algo irreflexiva de la comunidad, como sustrato fundamental de una «política de parte», y
un «desprecio al derecho», me recuerda que la democracia es también «construir, por medio del
derecho, a un ciudadano libre de las sujeciones comunitarias». Y en otra parte, y con la Atenas
clásica en mente, que «la democracia, en parte, se constituye contra los poderes comunitarios
mediante el derecho, gracias al cual se integra a los excluidos, se redistribuye la propiedad (...) o se
construye un modelo de ciudadano activo arrancándolo a las tutelas comunitarias».
En otro lugar y a propósito de la Revolución rusa, Moreno Pestaña destaca las funciones positivas
del derecho soviético, recordando el papel moderador de Bujarin. El derecho soviético, a su criterio,
supo asegurar durante un tiempo las conquistas de la revolución y en cierto modo contrarrestar la
creciente arbitrariedad y discrecionalidad del Estado postzarista y protoestalinista. Y aún en otra
ocasión, recupera al Engels de El origen de la familia, la propiedad y el Estado, para recordar las
funciones positivas del Estado y el derecho a la hora de quebrar la ley tribal, enfrentada al problema
insoluble en sus términos de la integración del otro, el «alien», en lo que podríamos llamar el proceso
de etnogénesis de la primera Europa medieval, tras la crisis del Imperio romano.
En definitiva, Moreno Pestaña nos devuelve a lo que podríamos llamar el «problema de la crítica del
derecho». Frente a la crítica que denuncia el monopolio de lo legal-estatal como forma de tiranía,
opone una idea del derecho como garantía para los débiles, las minorías y las libertades, en general,
frente al arbitrariedad del Estado. Pero también —y este es quizás el punto más interesante—,
parece propugnar una defensa de lo jurídico-formal frente a las lógicas de dominación carismática y
simbólica que se producen en los movimientos de emancipación y que luego se transmiten al
Estado. La sospecha de Moreno Pestaña, no exenta de razones, se dirige contra aquellos proyectos
políticos que en sus formas organizativas reproducen lógicas jerárquicas y de dominación, tanto a
nivel formal, como sobre todo informal. Valga decir, que en esta dirección, va buena parte de su
trabajo de investigación centrado en la crítica de la democracia representativa o electiva, al tiempo
que recupera la importancia histórica del sorteo, como medio de reparto del poder (y de los cargos
políticos) entre los ciudadanos. Una investigación inspirada en la democracia de la antigua Grecia y
en las formas políticas republicanas de las ciudades-Estado del Renacimiento.
En los términos de su crítica, creo, Moreno Pestaña reconoce en la figura política del contrapoder y
en la defensa de su contraparte comunitaria, tanto una suerte de nebulosa social que acaba
produciendo sus propias formas de dominio, como un menosprecio del derecho como forma
indisociable de la democracia. Se trata de un debate que, sin duda, atraviesa La política contra el
Estado, y que nos sitúa de nuevo en el plano de la discusión sobre la estrategia política de largo
alcance, en este caso no en relación al Estado, como a la posibilidad de un derecho propiamente
democrático.
Dos cuestiones son las que considero interesante devolver a su crítica. La primera tiene que ver con
la asunción (aún crítica) de la separación del proyecto moderno de las ciencias sociales entre
comunidad y sociedad, por recoger los términos de Tönnies que empleo en el libro. Parece transpirar
en su argumento un cierto paradigma antropológico que sitúa la «comunidad» como la figura arcaica
de las sociedades sin autorreflexividad. Recuperando un autor querido por él, la comunidad carece
de la capacidad de lo que Castoriadis llamaría «autonomía», la capacidad para dotarse de su propia
ley-norma y cambiarla a lo largo del tiempo por medio de la deliberación.
Aunque entiendo que Moreno Pestaña reconocería que no todo derecho, ni toda ley, coincide con la
capacidad de autonomía, se puede suponer que el derecho es condición primera de la
autorreflexividad normativa que caracteriza a una sociedad autónoma. En su contra, sin embargo,
creo no resulta difícil encontramos con sociedades (llamémoslas) «simples» que no parecen
adecuarse a las formas arquetípicas de sociedad fría, «sin historia, ni escritura», en los que la norma
social corresponde de forma inflexible con los autoritarismos y segmentaciones tribales. De hecho,
en el análisis de la experiencia boliviana y el indigenismo político, dentro del libro que crítica, se
abunda en ejemplos de asociación entre formas comunitarias y autorreflexividad política sobre la
propia constitución social.
A la luz de estos ejemplos, la diferencia con Moreno Pestaña podría parecer una cuestión de
términos. Lo único que cabría discutir es a qué llamamos derecho y si este se inscribe
necesariamente, o no, como una función estatal. Seguramente esta discusión encierra alguna que
otra sorpresa. Pero en todo caso, Pestaña podría seguir ofreciéndonos la posibilidad de un derecho
capaz de limar la desigualdad radical de poder y riqueza de las llamadas sociedades de clases, sin
necesidad de traernos de vuelta a la comunidad tradicional. Sobre este argumento descansa la
posibilidad de una nueva democracia, por la vía, se entiende, de una reforma del Estado.
Sin embargo, la apuesta por el contrapoder como estrategia política de medio recorrido sigue un
camino distinto. El énfasis no está tanto en la reforma del Estado, como en la construcción de un
poder propio, la «política de parte». Y esta es la segunda gran diferencia con Moreno Pestaña. En las
sociedades de clases, el derecho, en tanto derecho estatal, tiene una función precisa que consiste
en anular e integrar la «política de parte», la política del contrapoder. Por eso, pienso que el derecho
corresponde siempre al Estado, mientras que la capacidad de autorregulación de la «parte»
(movimientos, comunalidades, etc.) debe recibir otro nombre.
Un posible punto de apoyo para esta argumentación está ampliamente trabajado en La política
contra el Estado a partir de la hipótesis Poulantzas-Althusser y su concepción del Estado como
relación. En la evolución del teoricismo inicial de estos autores hacia una política propiamente de
clase, el Estado acabó figurándose como una suerte sistema en equilibrio inestable. Concebido
como una máquina que transforma la fuerza en legitimidad, el Estado tiene que integrar de alguna
forma a la clase, de tal modo que la lucha de clases sea absorbida dentro de la función de árbitro
que asume el Estado. Sin duda, el derecho incorpora así buena parte de las demandas sociales,
pero de una forma particular, dirigida principalmente a neutralizar e integrar la alteridad (y la
autonomía) que al menos como tendencia representan estas fuerzas sociales.
El Estado-derecho, incluso en su función positiva de reconocimiento de derechos y demandas, es
pues una máquina de integración y disolución del conflicto. La hipótesis del contrapoder se sitúa, por
tanto, en las antípodas de la política de integración que desde Lasalle se ha ido imponiendo en todas
las grandes tradiciones de la izquierda parlamentaria. Por recoger la vieja distinción jurídica entre
constitución formal y constitución real, la apuesta por el contrapoder se sitúa en el campo inmediato
de la constitución real, en el terreno de la construcción de poderes sociales y políticos, que se sitúan
al margen o en paralelo a los poderes del Estado y del derecho. Y que precisamente por conservar
su autonomía, tienen capacidad para modificar el derecho (la constitución formal).
Hay también en Moreno Pestaña otra reflexión; una crítica a la práctica militante, al ejercicio interno
del poder y subrepticiamente a las formas de dominación carismática propias de la práctica política,
por hablar como Weber. Ciertamente, no conozco militancia, ni organización política, que escape
completamente al mal que señala. Sin embargo, existen distancias abismales entre los movimientos
que han sabido reconocer este problema y han establecido los medios para combatirlo o al menos
mitigarlo y aquellos que no. Paradójicamente una discriminante, si no la principal, es el grado de
penetración y vocación estatal de estas organizaciones. A mayor sea su burocratización interna, la
voluntad de «toma del Estado», la replicación de la formas de organización estatales, mayor suele ser
también la enfermedad oligárquica.
En la línea de la crítica de Moreno Pestaña, se corre el riesgo de proponer una nueva jaula de hierro
para la organización popular, algo parecido a lo que Michels escribía sobre la socialdemocracia
alemana de principios del siglo XX, pero al revés. Ya no sería, como en aquel tiempo, que toda
organización tiende a producir su propia oligarquía, sino que toda articulación difusa-comunitaria
tiende a producir su propia forma de dominación carismática. En la conclusión a su reseña, nuestro
crítico escribe: «Necesitamos pues pensar juntos la movilización y el derecho. Sin la primera, este se
reseca y no se cumple, sin el segundo aquella carece de estabilidad y queda en manos de los
poderes de individuos privados: los mismos que manipulan las retribuciones militantes de manera
sectaria, que rentabilizan el trabajo colectivo con sus carismas y, a menudo, ponen a estos al
servicio del carrerismo».
En respuesta a Moreno Pestaña, quizás lo que necesitemos sea apoyarnos en una perspectiva más
descentralizada y libertaria de la organización —y de su correlato, la comunidad—, hecha de la
misma pluralidad y multiplicidad que constituyen ya buena parte de las formas actuales de
organización política, a fin de dotarlas de mayor densidad y eficacia. Y siempre pendientes de no
caer en la ilusión de que la cristalización de demandas en fórmulas jurídicas supone una victoria o
garantías suficientes. En política, lo único que importa, en último término, es conservar la propia
autonomía.
[1] Stephen F. Cohen, Bujarin y la revolución bolchevique. Biografía política 1888-1938, Madrid,
2017, Siglo XXI, pp. 240-242.
[2] Véase la obra fundamental de Carlo Marcaccini, Atene sovietica. Democrazia antica e rivoluzione
comunista, Pisa, Della Porta, 2012.
[3] Véase Laura Sancho Rocher, “¿Es la demokratía semejante a la democracia? Lecturas
contemporáneas
de la democracia ateniense”, Logos. Anales del Seminario de Metafísica, 51, 2018, pp. 15-33.
https://revistas.ucm.es/index.php/ASEM/article/view/61641/4564456548184
[4] Los presupuestos del análisis de Engels sobre la esclavitud, recuperados por el marxismo, han
sido cuestionados en el importante libro de Ellen Meiksins Wood, Peasant-Citizen and Slave. The
Foundations of Athenian Democracy, Londres, Verso, 2005.
[5] Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado en K. Marx, F. Engels
, Obras escogidas 2, Madrid, Akal, 1975, p. 288.
[6] Véase David Harvey, Guía de El Capital de Marx. Libro primero, Madrid, Akal, 2014, p. 77.
Emmanuel Rodriguez
es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y colaborador
de la Fundación de los Comunes. Su último libro es “La política contra el Estado. Sobre la
política de parte” (Traficantes de Sueños, 2018).