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De lo bello y lo sublime.

En la segunda mitad del S.XVIII el gusto por lo terrorífico adquiere un gran desarrollo y

se convierte en motivo de reflexión. El gusto de la época prefiere el exceso a la contención y

no rehuye la deformidad ni las tinieblas procurando sacudir el ánimo del espectador de una

manera violenta, es decir, con fuertes impresiones. Este gusto, ejemplificado ahora con el

asunto tenebroso, será el de lo sublime.

Hay que remontarse a Addison y sus Placeres de la Imaginación. En su capítulo segundo

afirma que tales placeres dimanan de la contemplación de una cosa grande, singular o bella. Si

lo singular está en el origen de lo pintoresco, lo grande es motivo de lo sublime. Lo grande

(cumbres, campos abiertos, desiertos, etc.) desborda en su exceso a la perfección que es el

eje de la belleza siempre medida; es decir, todos aquellos portentos de la naturaleza ante los

que el ser humano queda reducido pero que llevan consigo la imagen de la libertad. Así, la

grandeza de la infinitud es la condición de lo sublime.

Una idea fundamental para la comprensión de lo sublime es que la grandeza es la

condición absoluta. Ya sea la grandeza natural o la divina, la cualidad de lo absoluto es punto

de referencia y contraste para el individuo. Admiración y terror son los efectos que lo absoluto

produce y, habitualmente, una mezcla de ambos que el arte, mediante la ficción, puede

suscitar.

Pero esta grandeza no tiene por qué limitarse al tamaño de las cosas; si la inmensidad del

mar es grandiosa, no lo es menos una acción heroica, un comportamiento noble y admirable o

un mundo ideal. Existe una grandeza moral, de carácter civil, religioso o político de la que son

expresión los héroes y en la que pueden participar los ciudadanos. El arte de la Revolución

Francesa promueve abundantes ejemplos de esta sublimidad moral.

Como sublimes, hay un sublime de la luz y otro de las tinieblas porque esta cualidad de lo

sublime se busca también en lo demoníaco, en lo terrorífico (El Incubo, Füssli, 1781).


Nada tiene de extraño que el concepto de lo sublime halle en Inglaterra su reflexión más

acabada. La literatura británica se había alejado en el S.XVIII de las pautas del clasicismo

barroco y se adecuaba mal a las poéticas académicas. Shakespeare y Milton, el Génesis y

Homero... Sus personajes y sus acciones, tanto en su nobleza como en su demonismo son

expresión de una situación extrema e intensa. Pasiones desmedidas, acciones extremas, una

historia que se atiene mal a los límites de lo cotidiano pero que tampoco se adecua a la serena

medida de los que es perfecto en su belleza.

Las acciones heroicas desbordan el marco de lo cotidiano y los hombres del XVIII toman

conciencia de ese ir más allá en la convicción de que, ya fuese recuperando le pasado clásico,

ya rompiendo la rígida sociedad estamental -acontecimientos que son mutuamente

excluyentes-, iniciando una época nueva en el desarrollo de la humanidad y también en la

evolución del arte.

Pero no hay que pensar que estas tendencias se dieron de forma autónoma e independiente

ni, como por ensalmo, de una sola vez. Fue un proceso lento que se madurará a lo largo del

siglo. El clasicismo podía ponerse al servicio de la utopía y ésta transformarlo según sus

intereses tomando incluso una postura netamente anticlásica - miguelangelescas o manieristas,

por ejemplo- y estas influencias, tomadas como clásicas por algunos ámbitos académicos del

momento, pueden ser expresión inmejorable de un mundo nocturno que nada tiene que ver

con la convencional luminosidad clásica.

En la segunda mitad del XVIII y principios del XIX los criterios del gusto no se pueden

identificar con pautas estilísticas bien determinadas, sino que articulan aquellas que son

originalmente diversas y aún contrapuestas. De este diálogo nace lo que hoy se conoce como

arte moderno.

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