Las características que concede Filón a quienes están inspirados que aquello que interpretan
y expresan desborda sus propios sentidos y su misma inteligencia, está más allá de lo que el hombre
puede lograr: tiene un alcance sobrehumano. Otra característica de las cosas inspiradas es que
poseen las virtudes y cualidades divinas. Por ello, Filón considera que sólo los sabios pueden, en
dado caso, ser instrumentos de inspiración puesto que están prontos a lo que la divinidad requiere
para hablar a los hombres. A través de esta tesis, el escritor judío buscó legitimar el origen de la
Torá y extendió su ordenamiento a la traducción de los Setenta, traductores que él consideró más
que simples traductores, sino que principalmente hierofantes y profetas. Es pues, que desde el
principio los teólogos judíos buscaron legitimar la Escritura en la Inspiración divina, para sí despejar
cualquier incertidumbre epistemológica: la Torá es concedida a los hombres por medio de su
máximo profeta, Moisés, inspirado por Dios.
Esta idea sobre la inspiración de las Escrituras pasó al cristianismo casi intacta, a penas con
algunas modificaciones, pero en lo sustancias, los Padres de la Iglesia concibieron la inspiración total
de la Ley (Moisés) así como la característica de estar libre de error (inerrancia), no así la absoluta
idea de enajenación divina vivida por el sujeto, que viene a ser, en la concepción filoniana, como un
mero instrumento, a merced de la voluntad divina. Un exceso que se puede comprender a partir de
las categorías platónicas y el contexto en el que se movía Filón para dar significado e esta necesidad
teológica.