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“¿Sabe usted”, le decía Napoleón a Fontanés, “lo que más me admira de este

mundo? La importancia de la fuerza para fundar algo. No existen en este


mundo más que dos potencias: el sable y el espíritu. A la larga el sable siempre
queda vencido por el espíritu”.

Los conquistadores, por lo que se ve, son en ocasiones melancólicos.


Algún precio hay que pagar por tanta gloria vana. Pero lo que hace cien años
era verdad para el sable, hoy ya no lo es tanto por lo que se refiere al tanque.
Los conquistadores han ganado puntos, y el lúgubre silencio de los lugares sin
espíritu se ha instalado durante años en una Europa desgarrada.
En tiempos de las espantosas guerras de Flandes, los pintores
holandeses podían llegar a pintar los gallos de sus corrales. Se ha olvidado asi
mismo la guerra de los Cien Años y, no obstante, las oraciones de los místicos
silesios viven aún en algunos corazones. Pero hoy las cosas han cambiado y
se moviliza tanto al pintor como al monje: somos solidarios con ese mundo. El
espíritu ha perdido esa regia seguridad que los conquistadores sabían
reconocerle; hoy, incapaz de dominar a la fuerza, se agota maldiciéndola.
Algunas buenas gentes dicen que esto es un mal. Nosotros no sabemos
si lo es; pero sí sabemos que existe. Es menester componérselas; tal es la
conclusión que aquí se impone: Para ello basta conocer lo que queremos. Y lo
que queremos es precisamente no inclinarnos nunca ante el sable ni dar jamás
razón a la fuerza que no esté al servicio del espíritu.
Verdad es que se trata de una obra sin término. Pero aquí estamos
nosotros para continuarla. No creo suficientemente en la razón para adherirme
a la idea de progreso, ni tampoco en ninguna filosofía de la historia, pero al
menos creo que los hombres nunca dejaron de avanzar en el proceso de
adquirir conciencia de su destino.
No hemos superado aún nuestra condición y, sin embargo, cada vez la
conocemos mejor. Sabemos que nos hallamos en una situación contradictoria,
pero también que tenemos que rechazar la contradicción y hacer todo lo que
sea preciso para reducirla. Nuestro cometido de hombres estriba en hallar
aquellas fórmulas capaces de apaciguar la angustia infinita de las almas libres.
Tenemos que volver a coser aquello que se ha desgarrado, hacer nuevamente
concebible la justicia en un mundo tan evidentemente injusto, hacer que
vuelva a adquirir significación la felicidad para los pueblos envenenados por la
infelicidad del siglo. Por cierto que se trata de un cometido sobrehumano. Pero
el caso es que se llaman sobrehumanas aquellas tareas que los hombres
cumplen en muy largo tiempo; he aquí todo.

Albert Camus. El verano. Los almendros (1940).

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