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EL A C A N T I L A D O · 9I

Nicole Loraux
Las experiencias de Tiresias
(Lo masculino y lo femenino
en el mundo griego)
T R A D U C C IÓ N D E C . S E R N A Y J . P O R T U L A S


Nicole Loraux (19 4 3-2.0 0 3) fue direc­
tora de estudios de la Ecole des Hautes
Études en Sciences Sociales de Paris. En­
tre sus obras destacan— además de la que
hoy presentamos, publicada en 19 8 9 —
Maneras trágicas de matar a una m ujer
(19 8 5), Les mères en d eu il (19 9 0 ), La
tragédie grecque (19 9 9 ) y La Grèce au
fém in in (2 0 0 1).
N I C O L E LO R A U X

LAS E X P E R I E N C I A S
DE T IR E S IA S
(Lo masculino y lo femenino
en el mundo griego)

T R A D U C C IÓ N D E C . S E R N A Y J . P O R T U L A S
p r i m e r a e d i c i ó n marzodezoo4
t í t u l o o r i g i n a l Les expériences de Tirésias

Publicado por:
A C A N T I L A D O

Quaderns Crema, S.A., Sociedad Unipersonal

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www, acantilado, es

© Editions Gallimard, 1990


© de la traducción, 2 o 04 by Cristina Serna Alonso
y Jaume Pôrtulas Ambrôs
© de esta edición, 2004 by Quaderns Crema, S. A.

Derechos exclusivos de edición en lengua castellana,


excepto en Argentina:
Quaderns Crema, S. A.

Ouvrage publié avec le concours du Ministère français chargé


de la culture - Centre national du livre.
Obra publicada con la ayuda del Ministerio Francés de la
Cultura - Centre national du livre

is b n : 84-96136-56-6
d e p ó s i t o b . 10 .4 4 1 - 2004
l e g a l :

En cubierta, «Cabeza de una esfinge», hallada en una casa de Micenas


(s. X I I I a.C.)

jO RD i r a v e n t ó s Corrección de pruebas
PERE t r i l l a Asistente de edición
m a r t a s e r r a n o Gráfica
a n a g r i ñ ó n Preimpresión
r o m a n y á - v a l l s Impresión y encuadernación

B a jo las s a n c io n e s e sta b le c id a s p o r las le y e s,


q u e d a n rig u ro s a m e n te p r o h ib id a s , sin la a u to riz a c ió n
p o r e sc rito d e lo s titu la re s d e l c o p y rig h t, la re p r o d u c c ió n total
o p a r c ia l d e e sta o b ra p o r c u a lq u ie r m e d io o p ro c e d im ie n to m e c á n ic o o
e le c tró n ic o , a c tu a l o fu t u r o — in c lu y e n d o la s fo to c o p ia s y la d ifu s ió n
a tra v é s d e In te rn e t— y la d is trib u c ió n d e e je m p la re s d e esta
e d ic ió n m e d ia n te a lq u ile r o p ré s ta m o p ú b lic o s .
C O N T EN ID O

IN T R O D U C C IÓ N
E L O P E R A D O R F E M E N IN O , 7

P R IM E R A P A R T E
L A S M U JE R E S , L O S H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

I. E l lecho, la guerra, 43
II. «Pónos» (A propósito de algunas dificultades que en­
traña el esfuerzo como nombre del trabajo), 98

SE G U N D A PA RTE
D E B IL ID A D E S D E L A F U E R Z A

III. La «bella muerte» espartana, 139


IV. Temor y tem blor del guerrero, 17 0
V. Heridas de virilidad, 195
V I. E l cuerpo estrangulado, 222
V II. H eracles: el supermacho y lo femenino, 258

T E R C E R A PARTE
SÓ C R A T ES ES UN H O M BR E
( I n t e r m e d io f i l o s ó f i c o )

V III. A sí pues, Sócrates es inmortal, 317


IX . Sócrates, Platón, Heracles (A propósito de un para­
digma heroico del filósofo), 358
CUARTA PARTE
¿Q U É M U JE R ?

X . Y se rechazará a las madres, 387


X I. El fantasma de la sexualidad, 407
X II. L o que vio Tiresias, 444

A M O DO D E C O N C L U S IÓ N
E L N A T U R A L F E M E N IN O E N L A H IS T O R IA ,

B i b l i o g r a f í a , 53 1

G l o s a r i o , 543

í n d i c e t e m á t i c o y o n o m á s t i c o , 553
EL OPERADOR FEMENINO
NOTA

Nicole Loraux nació el 2 6 de abril de 1 9 4 3 y murió el 6 de abril de 2 0 0 3 . En


1995 sufrió un accidente cerebral que le produjo una parálisis que afectó a la
mitad de su cuerpo, amén de provocarle graves dificultades para hablar. A pe­
sar de ello, conservó su lucidez intelectual prácticamente intacta. Personal­
mente, no la habíamos vuelto a ver. La presente traducción se empezó duran­
te el período de su enfermedad y aspiraba a ser, además, un obsequio para la
amiga y maestra duramente puesta a prueba; pero sale a la luz cuando sólo
puede aspirar a constituir un modesto homenaje a su memoria. Como se dice,
con verdad, en estos casos, la obra subsiste; pero también subsiste, en quienes
conocimos y tratamos a Nicole Loraux en sus mejores años, la nostalgia por su
energía y vitalidad sorprendentes, por su generosidad intelectual inagotable,
por el fascinante espectáculo de una inteligencia tan vigorosa, y siempre en
movimiento.
VERSIONES AUCTORES

ET im p e n s a e f a u t o r , m m iv
li s t e no es un libro sobre las mujeres, a pesar de que trata
con frecuencia de las mujeres griegas mucho antes de que
los últimos capítulos se consagren a estudiar ciertas figu ­
ras femeninas paradójicas.
Es un libro acerca del hombre o acerca de lo femenino.
Debo dar explicaciones, desde luego, acerca de este o.
Más adelante me consagraré a ello— después, no obstante,
de algunas precisiones.

«L a ciudad son los hom bres»: si este topos, repetido h as­


ta la saciedad, tiene razón, es decir, si la ciudad griega
equivale realm ente al conjunto de sus hom bres viriles
{ándres ),1 los historiadores modernos de la Antigüedad
(quienes, por su parte, prefieren hablar de «club de hom ­
bres») se sienten justificados para invertir la proposición
a fin de caracterizar la polis, sobre todo cuando es dem o­
crática,2 y la política, cuando se acerca más a la form a en
que los griegos la han «inventado», por medio de la « e x ­
clusión de las m ujeres». Fórm ula abrupta, que podría
m atizarse— o, m ejor dicho, sería preciso hacerlo, a pesar
de la abundancia de com entarios que ha suscitado— , p e ­

1 E l lector encontrará al final del libro, p. 543, un glosario de tér­


minos y nombres esenciales.
2 Sabido es que la exclusión es más radical en Atenas que en Espar­
ta. Esta exclusión constituye «un elemento estructural de la democra­
cia» también en otros tiempos, tal como ha demostrado Geneviève
Fraisse (1989: 199; véase también 14, a propósito de Sylvain Maréchal,
redactor para los babuvistas del Manifiesto de los Iguales), «E l miedo de
la confusión entre los sexos»: ibid., p. 197.

9
INTRODUCCIÓN

ro que voy a considerar como suficientemente exacta des­


de el momento en que nos vamos a preocupar no tanto de
la realidad institucional de la ciudad como de las rep re­
sentaciones en las que se fundam enta la política. D e m o­
do que vamos a tratar aquí de lo fem enino, no de las m u­
jeres.
D e lo femenino, en la m edida en que la política griega
(y acaso la política en general), según se ha sugerido, se
constituye a partir de una negación: la negación reitera­
da— en cada caso (re)fundadora— de los beneficios que
conllevaría para el hom bre el cultivo en su interior de una
parte femenina. ¿Se trata de «miedo a la confusión entre
los sexos»? ¿De un deseo de separación sin retorno para
otorgar al anér la pura coherencia de un m odelo? Pues la
ciudadanía se afirma de buen grado de acuerdo con el m o­
delo de la andreía, de la virilidad como nombre del valor:
a fin de causarse m ayor perjuicio los unos a los otros, los
adversarios políticos del siglo iv antes de nuestra era se til­
darán en más de una ocasión de «m ujeres»— sirvan como
ejemplo las gracias que se intercambian Esquines y De-
móstenes.
Existen , desde luego, ciertas evidencias que, bajo la
apariencia de lo obvio, disimulan cuestiones zanjadas de­
masiado deprisa. Bajo la evidente exaltación del anér, me
gustaría descifrar la preocupación de definir al hombre-
ciudadano por medio de una virilidad que nada femenino
podría mancillar. E n esta preocupación veo el esfuerzo
sostenido de lo político para m arginar una tradición ad ­
versa o, por lo menos, alternativa. Una tradición igualm en­
te griega que, desde la epopeya hom érica a la leyenda
heroica, sostiene que un hom bre digno de este nom bre
resulta todavía más viril si abriga en su seno algo de fem i­
nidad.
E n tre el ciudadano y su «otro», o m ejor dicho, sus
«otros», existe sin duda más de un elemento discrim inan­

io
EL OPERADOR FEM ENINO

te. Pero, si no se considera la oposición entre lo mismo y la


alteridad—incluso en el caso de que ésta fuese tildada de
«radical»— como la última palabra de la reflexión de los
griegos (después de todo, Platón sabía, mejor que nadie,
que lo M ismo participa de lo otro), es necesario darse
cuenta de que lo femenino es el más complejo de los dis­
criminantes, el operador que, por excelencia, perm ite pen­
sar en la identidad como virtualmente trabajada por lo otro.
Cosa que significa que, cuando se es un hom bre griego,
cuando se lee a los griegos, es preciso proceder a opera­
ciones de pensamiento infinitamente más complejas que la
verificación repetitiva de una tabla de categorías antité­
ticas.
Para empezar, un ejemplo. Sirvámonos del Sócrates de
Aristófanes, enfrentado al paleto de Estrepsíades, que quie­
re convertirse en su discípulo. Com o prim era lección, el
sabio le propone un ejercicio sobre los géneros gram atica­
les y la forma, femenina o masculina, de las palabras, en la
medida en que concuerda— en que tiene que concordar—
con la cosa designada. L a cuestión versa sobre el m asculi­
no, la palabra escogida es alektryón, el nom bre del gallo,
que, como tal, Estrepsíades ha citado en la lista de los mas­
culinos. Sócrates entonces exclama: «¿H as visto lo que te
pasa? Llamas “ gallo” a la hembra igual que al macho, pues­
to que dices alektryón tanto en un caso como en el otro.»
Estrepsíades, estupefacto, aprende que, para designar a la
«hembra» tendría que recorrer al término alektryaina, que
Sócrates acaba de inventar para la ocasión.3 Sin duda al­

3 Aristófanes, Nubes 659-666: señalemos, por otro lado, que, si el


gallo aparece en esta lista, es por una confusión de Estrepsíades, que en
teoría tendría que haber buscado sus ejemplos entre los cuadrúpedos;
el gallo es un bípedo, cosa que le hace parecerse aún más al hombre.
Alektryaina es una invención propia de un cómico, al igual que he alek­
tryón,, término del que hallamos varios ejemplos en los poetas cómicos,
o alektorís. Estos usos obedecen siempre a una intención burlesca, y no

II
INTRODUCCIÓN

guna, es preciso imaginar que el espectador ateniense se


reía a mandíbula batiente, pero podemos apostar a que no
se reía tanto de la estupidez de Estrepsíades como de la
absurdidad de un filósofo que pretendía otorgar un fem e­
nino a la palabra gallo. Existen realmente nombres de fo r­
ma masculina que, precedidos por el artículo femenino,
pueden, en el mundo animal, designar a la hembra: éste es
el caso de kyón, nom bre del perro al que se vinculan en fe­
menino los valores sumamente negativos propios de la p e­
rra,4 y precisamente Estrepsíades ha mencionado kyón en
su lista de masculinos. Pero no podría existir una form a
femenina del gallo, ni tampoco del carnero, el m acho ca­
brío o el toro, estos machos designados en m asculino de
una vez por todas. E n cualquier caso, Sócrates ha desde­
ñado kyón, que efectivam ente admite una separación en­
tre el género de la palabra y el sexo del animal y ha escogi­
do alektryén, otorgando así al gallo una «gallidad», cosa
que equivale a acabar con la idea de que un gallo es un ga­
llo. N o debemos dudar del hecho de que Aristófanes quie­
re hacer reír al público ateniense a expensas de un sabio
insensato por completo, y la idea es buena. Ahora bien, un
lector preocupado por com prender algo más, gracias al
alejamiento y la distancia, podrá adivinar, quizá, bajo lo
burlesco, una apuesta teórica de mucho mayor alcance: el
debate auténticamente socrático que, hasta lo im posible,
conjuga lo femenino con lo masculino. N o cabe duda de
que Platón lo tiene muy presente...
Es cierto que en lo que respecta al discurso griego so­
bre la diferencia de los sexos uno siempre puede limitarse

tiene, por tanto, demasiado sentido escribir que alektryén se «emplea


también en femenino, con el sentido de “ gallina” ». (Chantraine 1968:
s. v. aléxo). A léktór, el «defensor», el «combativo», sirve, «como una es­
pecie de mote, para designar al gallo» (Chantraine, ibid.).
4 Véase infra, p. 419.
EL OPERADOR FEM ENIN O

a las ideas más claras. Aquel que tenga m iedo de las ambi­
valencias puede conform arse, a propósito del pasaje de las
Nubes, a explicarlo como una simple brom a, característica
del poeta cómico. Y con frecuencia, uno se limita a verifi­
car que la tabla de oposiciones funciona sin anomalías. D e
hecho, nada im pide— hasta tal punto hay textos que re­
producen pura y simplemente la oposición— afirm ar que
entre los sexos los griegos sabían mantener perfectam ente
la división, sobre todo si, como ya se ha anticipado, hacían
del sexo «no sólo ... un órgano que cumple una determi­
nada función, sino tam bién un signo que indica qué p a ­
p e le s) puede desempeñar en un sistema dado el individuo
provisto de él».5Demos al sistema el nombre de sociedad:
al punto, la vía está despejada para el asedio, total e inme­
diato, de lo sexual, percibido en su dimensión fisiológica,
por parte de lo social. N o nos hallamos lejos de Foucault,
con este «principio de isom orfism o entre la relación se­
xual y la relación social», que él mismo ha convertido en la
llave maestra del comportamiento sexual de los antiguos
griegos;6 pero el alivio es importante sobre todo para los
antropólogos de G recia, a quienes los roles sociales vienen
a liberar muy oportunamente de tomar en consideración
el sexo como terra incognita.. Basta con yuxtaponer la di­
ferencia de sexos y la división social de los roles: una vez
hecho esto, se dice, todo quedará claro. Dem asiado claro,
quizá.
En efecto, en el momento de separar, de repartir las si­
tuaciones como corresponde, se trata siempre, incluso en
el pensamiento biológico de los griegos, de la dominación
de lo masculino, que el investigador podrá descubrir fácil­

5Brisson 1986: 32 (a propósito de sexus, derivado de la raíz *sec-, de


la que deriva seco, «cortar, separar, repartir»); sobre la necesidad de es­
tablecer una «buena distancia» entre los sexos: 33-35.
6 Foucault 1984: 237.
13
INTRODUCCIÓN

mente si escoge sus fuentes de modo adecuado. Quizás a


partir de este momento ya nadie se sorprenderá ante el he­
cho de que las m ujeres, que «tendrían que ser más secas
que los hom bres»,7 sean frías y húmedas. Razonando a
partir de su propio terreno, una africanista ha hecho esta
observación, ha reconstruido la lógica que pretende que el
macho permanezca, sin discusión, en su cuerpo cálido y
seco; pero el helenista sumergido en las oposiciones canó­
nicas sabe que, para los griegos, el macho es cálido, y se da
el gusto de verificarlo en cada lectura. D el mismo modo,
en la cuestión acerca de si existe una simiente femenina,
Aristóteles, que niega, siguiendo el modelo de A polo en
las Eum énides, cualquier actividad de la mujer en la con­
cepción, triunfará siempre, comovportavoz de los «grie­
gos», sobre los médicos hipocráticos que atribuyen una
parte a lo masculino y otra a lo fem enino.8Asimismo, en el
capítulo acerca de los comportamientos sexuales en la so­
ciedad, cada uno se esforzará, de acuerdo con sus preferen­
cias, en estudiar el dominio que el sujeto masculino ejerce
sobre sí mismo y sobre las «prácticas de sí», o bien en de­
nunciar la difundida «misoginia» de los griegos:9las inter­
pretaciones pueden divergir, pero el dominio no deja de
asignarse siempre a la misma parte.

7 Héritíer-Augé 1984-1985: 13. E l «calor» del hombre: véase infra,


p. 203.
8Véase Lloyd 1983: 58-111, y, acerca de la declaración de Apolo, L o ­
raux 1981b: 12 9 ,14 4 .
9 «Prácticas de sí»: Foucault 1984 (18; véase también 6 4: «cuestión
de medida y de co n tro l... y no de prohibición o de permiso»). La miso­
ginia: quien quiere descubrirla va derecho a Aristóteles para poner de
relieve «sus prejuicios» (Saïd 1982: 96); véase también G. Sissa, en S.
Campese, P. Manuli, G . Sissa, Madre Materia. Sociologiaa e biología del­
la donna greca, Turin (Boringhieri), 1983, pp. 83-145, y el matizado ar­
tículo de S. Georgoudi, «Le mâle, la femelle, le neutre. Variations grec­
ques sur le jeu des sexes et ses limites dans le monde animal», en prensa.

H
EL OPERADOR FEM ENIN O

A l considerar de este modo la separación como adqui­


rida de una vez por todas, se obtiene algo así como una evi­
dencia, a base de dejar de lado, eso sí, cualquier tipo de p er­
plejidad. Pero se corre un riesgo: el riesgo intelectual de
tomar al pie de la letra los discursos más edificantes, como
el del Económico de Jenofonte que, al instalar debidam en­
te a cada sexo en su lugar, alimenta numerosas monografías
sobre la mujer griega o bien sobre el anér .10 Pero, una vez
ubicados en el terreno de la separación, ni siquiera los te x ­
tos menos ideologizados— como la Ilíada o las gestas h e­
roicas— pueden dejar de ser leídos sometiéndolos a una
clasificación drástica, la de los roles sociales. Y se da al «in­
dividuo heroico» el nombre de Aquiles, sin permitir a este
individuo paradigmático las lágrimas que vierte el héroe de
la Ilíada o la desesperación irresistible que, en el momento
en que le anuncian la muerte de Patroclo, le hubiese lleva­
do, de no ser por la intervención de uno de sus compañeros,
a degollarse. Y se atribuye al héroe épico la «bella muerte»
abstracta de los soldados-ciudadanos atenienses, p riva­
dos de cualquier corporeidad porque el cuerpo no era p a­
ra ellos más que un préstamo de la ciudad, cuando en rea­
lidad, en el cuerpo m uerto del campeón iliádico, todo es
belleza. Si es verdad en definitiva, como Jean-Pierre Vernant
insinuaba recientemente, que el individuo heroico confiere
una solidez eminente a los valores sociales que sublima en
su m uerte," ¿puede verdaderam ente Aquiles ser conside­
rado como su m odelo, él que, en la posición en que se ha­
lla, se encuentra tan desprovisto de esta solidez?
D e hecho, la epopeya jamás discrimina hasta el límite,
y masculino y femenino constituyen en ella dos determi­

IO En último lugar, Foucault 19 84 :16 7-18 3. Con Saïd (1982: 99), re­
cordemos que Jenofonte, en el Económico, «define a la mujer en térmi­
nos negativos únicamente».
" Vernant 1989: 217.

15
INTRODUCCIÓN

naciones esenciales que se reparten entre sí el dominio y


que resultan, sin embargo, inseparables. Para convencerse
de ello, conviene repasar todo lo que relaciona secretamen­
te a Aquiles y H elena, o bien interesarse por Andróm aca,
«esposa ideal en la litada», pero provista de un nom bre te­
mible de Amazona, quien sufrirá en su duelo del mismo
modo que muere un guerrero.11 Es esta la ocasión de recor­
dar «los continuos intercam bios» que, desde la India vé-
dica a G recia, la tradición indoeuropea despliega «tanto
en la religión como en la leyenda, entre el dominio de la
guerra y el de la fem inidad»,'3 desde las vestiduras fem eni­
nas de Arjuna a las ropas de H eracles, o la «piel delicada»
de los combatientes de la litada.
Llega un día en el que, a fin de intentar curarse de su
objeto— hecho que equivale a tomar cierta distancia con
respecto al mismo— , el historiador de la «ciudad clásica»
debe salir de él, de un modo u otro, aunque sólo sea para
ser capaz, cuando regrese a él, de introducir un poco más
de juego en los mecanismos bien engrasados del sistema.
M i elección, si es que es preciso hablar de ella, fue remon­
tarme hacia el universo de la epopeya. D espués de un es­
tudio sobre el discurso fúnebre como género cívico en el
que ándres y andreía coinciden, pues no olvidemos que es­
ta coincidencia es una obligación para con la ciudad, y tras
una reflexión acerca de las operaciones de pensamiento
que realiza un autóctono de la ciudad de Atenea con in­
tención de excluir a las mujeres, el retorno a la litada, una
vez al año, según el consejo de Dumézil— la litada, donde
un guerrero digno del nombre de anér conoce inevitable­

11 Bouvier 1987: 18-19, 20 ss- (donde desarrolla una sugerencia de


Segal 1971).
13 F. Vian, Les origines de Thébes, París (Klincksieck), 1963, p. 163.
Vestiduras de Heracles: véase infra, cap. v i i ; piel delicada: véase infra,
pp. 215-219.

16
EL OPERADOR FEM ENIN O

mente el miedo, tiembla, llora y es tildado de mujer sin per­


der por ello un ápice de su virilidad— ,14 me ha convenci­
do de la necesidad, para quien se interese por las form ula­
ciones griegas de la diferencia entre los sexos, de detenerse
en el registro del intercambio. D e todos los intercambios
entre los sexos, no tan sólo del de la inversión— porque
todo, al final, recuperará su lugar, a m ayor gloria de la ciu­
dad (volveremos a ello)— ; ni tampoco del que mezcla los
opuestos y confunde las fronteras.
M ezcla, inversión: dos procedim ientos que no agotan,
ni mucho menos, el registro griego del intercam bio entre
los sexos.
¡ Hablem os de la mezcla. En el terreno de una defini­
ción estrictamente corporal de la bisexualidad, se hallan
^figuras inciertas, mixtas de virilidad y feminidad; es preci­
so señalar, hecho que no carece de interés, que esta defini­
ción también es enunciada en el campo de la medicina, co ­
mo fruto de la observación, a la par que postulada en las
ficcion es de la m itología. En H ipó crates, por ejem plo:
las mujeres estériles son masculinas, en tanto que los hom ­
bres estériles presentan rasgos de feminidad. H ipócrates
de nuevo: existen— todo depende de los tipos de mezcla de
las simientes en la concepción—-hombres que son pura­
mente ándres, ándres plenamente viriles (andreíoi) por su
alma, pero cuyo cuerpo carece de la fuerza de los prim e­
ros, y andrógynoi (hombres-mujeres); mientras que, por lo
que respecta a las mujeres, existen las más hembras y m e­
jor conform adas, otras que ya son más valerosas (thrasyte-
raí) y aquellas que por su audacia son llamadas andreíai,
las «viriles». Y, por otra parte, debe leerse a Platón cuan­
do legisla sobre la sexualidad desde una perspectiva cívica

14 Temor y temblor: véase infra, cap. iv; en los tratados biológicos


de Aristóteles, el miedo debe hallarse siempre del lado déla mujer (Saïd
1982: 96). Lloros: Monsacré 1984. Injurias: Slatkin 1988.

17
INTRODUCCIÓN

en la cual es preciso, a cualquier precio, hacer distinciones,


a fin de preservar a los ciudadanos de los amores anóm a­
los: «para los jóvenes, m uchachos y m uchachas; para las
mujeres, hombres y hombres-mujeres (gynaikón andrón k a í
andrón gynaikón )» .15 Por el lado de la m itología, se en­
cuentran el A ndrógino prim ordial, el Zeus órfico o el Her-
m afrodita de los poetas y escultores, todas aquellas figuras
que los modernos registran bajo la rúbrica de «bisexuali­
dad». Una bisexualidad ciertamente imaginaria, pero con­
siderada siempre únicamente desde el punto de vista del
cuerpo— cosa que limita de entrada semejante noción—y
definida como «la posesión de ambos sexos por un mismo
ser», o bien como una «acum ulación de sexos».16
N o cabe ninguna duda de que a través de estas figuras
y de algunas otras más, los griegos han intentado «pensar
el cuerpo sexuado de los mortales» como una «anatomía
de lo im posible» que produce unidades «autárquicas».17
Pero también es igualmente probable que tales figuras, ce­
rradas como están sobre sí mismas, no conduzcan más que
a «un cortejo de constricciones», a la par que inmovilizan
el pensamiento en una visión petrificada. Podría darse el
caso de que no fuera posible pensar el cuerpo más que a b a­
se de no limitarse a pensar tan sólo el cuerpo. Voy a fo r­
mular la hipótesis de que los griegos, que imaginaron estos
cuerpos unidos, nacidos de la mezcla y del cortocircuito,
habían comprendido también que un doble registro— el de

,s 1) Hipócrates, Sobre los aires, aguas y lugares, con las observacio­


nes de A. Ballabriga, «Les eunuques scythes et leurs femmes. Stérilité
des femmes et impuissance des hommes en Scythie selon le traité hip-
pocratique Des airs», Métis, 1 , 1 (1986), pp. 121-138; 2) Hipócrates, Sobre
la dieta, 27-29; 3) Platon, Leyes V III 836b 1.
16 Véase, en general, Brisson 1986 (58: «posesión...»); Olender 1985:
45 (la «acumulación»); Chirassi Colombo 1984: n i.
17 Olender 1985: 51-55; todas las citas han sido tomadas de su estu­
dio sobre Baubó, con cuyas conclusiones estoy de acuerdo.
EL OPERADOR FEM ENINO

la metáfora, por ejem plo— daba mucho más que pensar


que el de la m onstruosidad, disparatada y demasiado h o ­
mogénea a un tiempo. Podemos apostar desde este momen­
to que fue en la escuela de los griegos donde Freud, a p a r­
tir de «la diferencia anatómica entre los sexos», teorizó
una sexualidad «am pliada» al psiquism o y una bisexuali-
dad a la vez generalizada y constitutiva del género huma­
no, «de tal manera que el contenido de las construcciones
teóricas de la m asculinidad pura y de la fem inidad pura
resulta incierto».18
L a mezcla era una cuestión griega. L os modernos in ­
terpretan bajo la categoría de la inversión aquel intercam ­
bio entre los sexos cuya realización asignan a determina­
dos ritos sociales que constituyen a la vez fiestas religiosas
y prácticas iniciáticas: fiesta argiva de la Insolencia (las
Hybristiká), donde hombres y mujeres intercambian sus
vestidos; travestismo del efebo que, en vísperas de acceder
a la condición de anér, dramatiza el paso a la plena virili­
dad ejerciendo durante un periodo de tiempo determina­
do el papel de mujer; costumbres espartanas del m atrim o­
nio en el que la joven desposada, sacrificando su cabellera,
se masculiniza a fin de acoger al esposo, quien así lam en­
tará menos no poder regresar de inmediato a la sociedad de
los hombres. Tales son los ejemplos invocados con mayor
frecuencia por los defensores de la interpretación iniciáti-
ca. Hemos de observar que la noción de inversión satisfa­
ce al espíritu en la medida en que no introduce ninguna
brecha en la repartición binaria de las categorías griegas:

18 «Ampliar el concepto de sexualidad»: prefacio de Freud a la cuar­


ta edición (1920) de Trois essais sur la théorie sexuelle, trad, francesa,
Paris (Gallimard), 1987, p. 32; véase también la p. 33, donde Freud afir­
ma que «la sexualidad ampliada del psicoanálisis se halla en relación
con el Eros del divino Platón». Bisexualidad: «Quelques conséquences
psychiques de la différence anatomique entre les sexes» (1925), en La
vie sexuelle, Paris (PUF), 1969, pp. 131-132.

19
INTRODUCCIÓN

una vez que estas prácticas tradicionales, siempre de tran­


sición, han sido llevadas a cabo, la distribución canónica se
restablece, sin secuelas, y el orden cívico no tiene d ificul­
tad alguna en gestionar, en el seno de su funcionamiento
regulado, ciertas inversiones provisionales, que no sub­
vierten, por lo tanto, sus fundamentos. Pero las dificulta­
des teóricas resultan perceptibles desde el momento en
que se pretende generalizar la inversión como única figu ­
ra del imaginario griego y, a riesgo de sim plificaciones,19 se
aplica semejante clave a los textos. ¿ Y cómo sería posible
unificarlo todo bajo una «ley de inversión simétrica», tra­
tándose de ritos en los que la inversión está subrayada, so­
bre todo, por una disimetría esencial que tan sólo benefi­
cia a los hom bres?20
Es preciso seguir a From a Zeitlin cuando, a fin de des­
plazar esta figura demasiado mecánica, analiza qué sucede
con el travestismo en plena época clásica y en el espacio de
la ciudad, en el marco de los géneros institucionales del tea­
tro griego. Tragedia, comedia: en ellas el travestismo es cen­
tral, dado que, por definición, los papeles fem eninos son
interpretados por hombres, pero también porque la intriga
puede introducir el travestismo como resorte de la acción
— con la diferencia de que, en este caso, la m archa atrás
no está garantizada (los intercam bios supuestamente p ro ­
visionales acaban mal en la tragedia, sólo les salen bien a
las mujeres en la comedia, y siempre pueden ser asignados
al registro del metateatro: ¿cómo dejar de reflexionar acer­
ca del juego entre realidad y ficción cuando un actor que
asume un papel femenino tiene que interpretar a una m u­
jer disfrazada de hom bre?)— . Sin lugar a dudas, son los

19 Acerca del «peligro de simplificación» que reside en la estricta


aplicación de una lógica de la polaridad, a propósito de otra serie de
oposiciones (joven/adulto, salvajismo/cultura): Georgoudi 1986.
20 Zeitlin 1985b: 6 5.
EL OPERADOR FEM ENIN O

ándres quienes, en el teatro de Atenas, lo hacen todo: in ­


terpretar, escuchar, juzgar. Pero, en los atuendos fem eni­
nos que reviste un ciudadano actor, en los accesorios tan
característicos que, como la larga túnica tradicional, cons­
tituyen la vestimenta teatral, puede verse la manifestación
obvia de la relación que mantiene el teatro con la fem ini­
dad, que se puede deducir a partir de una serie de signos,
empezando por la «androginia» de D ioniso, el dios tute­
lar.21 Y sin lugar a dudas, también son los hombres quienes
encuentran en ello beneficio y placer, en virtud de esta «pa­
radoja final... de que el teatro se sirva de lo femenino para
imaginar un m odelo más completo del yo masculino».
Interrum po aquí la citación a fin de observar que tam ­
bién se puede subrayar la importancia del gesto que intro­
duce un enclave femenino en el marco de la virilidad: la ta­
bla de oposiciones inm utable se encuentra por este motivo
un poco perturbada. N o cabe duda de que el hom bre con­
tinúa siendo el destinatario de las prácticas sociales y las
operaciones de pensamiento, pero, durante la representa­
ción dramática, el campo de la fem inidad se revela esen­
cial y es lo femenino lo que a la postre matiza y al mismo
tiempo mantiene la virilidad necesaria de los ándres. A h o ­
ra puedo volver a abrir las comillas y mostrarme de acuer­
do con la idea de que «interpretar al otro» es lo que abre
la identidad masculina del ciudadano «a las emociones
tantas veces expulsadas del terror y la piedad».22
Abandonemos el teatro, por el momento. Pero volve­
remos a encontrar este testimonio esencial, a lo largo de es­
tas páginas, como el lugar privilegiado de un lógos que,
en los mejores días de la ciudad clásica y dentro de la le ­
gitim idad cívica, habla una lengua que no coincide con

21 Zeitlin, ibid.
22 Zeitlin 1985b: 80; hipótesis no muy diferentes en Loraux 1985:
98-102.

21
INTRODUCCIÓN

aquella otra, política, de la infranqueable taxonomía de ro­


les y lugares.
Ya es hora de enunciar con claridad algo que el lector
habrá adivinado a lo largo de este preám bulo, donde me
era preciso enumerar los caminos que no voy a seguir y
aportar mis argumentos para escoger otros, que todavía se
deben desbrozar: mi preocupación va a centrarse en lo fe ­
menino en tanto que objeto más deseado por el hom bre
griego.
Sin más tardanza, henos aquí ante la pista de una serie
de procedimientos que procuran apropiarse, por medio del
pensamiento, de algunas de las grandes experiencias de la
feminidad, con la esperanza de que también saque prove­
cho de ellas— ¿especialm ente?— el cuerpo. Ello equivale a
decir que los procedim ientos estudiados se relacionarán
con la incorporación, con la unión, en una palabra, con la
lógica de la inclusión. Y no sólo porque se tratará de inte­
riorizar lo femenino, sino también porque, a fin de refle­
xionar acerca de cualquier forma de englobar lo ajeno, la
inclusión es la operación teórica que, por excelencia, p er­
mite sustraerse a las tablas de oposiciones. De este modo,
en otro terreno y a propósito de un argumento com pleta­
mente distinto, Charles M alamoud, al estudiar la relación
que existe entre el poblado y el bosque en la práctica y el
pensamiento védicos, reflexiona sobre la función del sa­
crificio, que no consiste en «separar definitivamente el po­
blado de todo lo que no lo es, sino en distinguir»; en «p ri­
vilegiar al habitante del poblado a fin de que pueda poner
de manifiesto su superioridad sobre el mundo del bosque
que le rodea, su aptitud ... para captar, englobar el bosque»,
«y al mismo tiempo propiciárselo, haciéndole un lugar en
el interior del poblado».13 Pongamos al anér en el lugar del

23 «Village et forêt dans l ’idéologie de l’Inde brahmanique», en M a­


lamoud 198g: 9 9 ,10 1 (la cursiva es mía).
EL OPERADOR FEM ENINO

poblado y hagamos de lo femenino el substituto del b os­


que: henos aquí en el corazón del asunto. Y cuando Mala-
moud argumenta el conjunto del procedim iento en base al
carácter «intolerable» de la oposición, que obliga al «or­
den englobador» a integrar en su seno parte de lo otro, «al
precio de sufrir su influencia, de adaptar en parte su len­
guaje » ,14 ¿cóm o podría expresarse m ejor que por medio
de sus palabras lo que, a lo largo de mi investigación, me
ha parecido descubrir a propósito de las operaciones que
el pensamiento de los hombres griegos lleva a cabo a fin de
abrir fisuras en una oposición que es constitutiva de su ser?
O posición realmente provechosa, en la m edida en que le
garantiza su superioridad, pero de la que hay que postular
que puede convertirse en insoportable, en la medida en que
reserva al otro sexo, según se cree, la intensidad del placer
y del dolor.
En el brahmanismo, tal como lo interpreta Malamoud,
es preciso, para la grandeza del dharma, integrar la esencia
del bosque en el poblado. M e gustaría persuadir al lector
de aquello que los griegos, incluso los más integrados en el
orden cívico, han fantaseado a placer a propósito de lo
que lo femenino aporta al anér.

De un modo ideal, el anér ejemplar constituye el modelo


de la virilidad. Pero cuando andreía no tiene más sentido
que «valor», a base de resultar ejemplar, el hom bre-ciuda­
dano gana con ello el encontrarse como asexuado. Para ex­
presarse en el lenguaje de la Escuela de Praga, podríamos
decir de buen grado que, en la oposición hombre/mujer, el
hom bre es el elemento no m arcado. Digam os, al menos,
que el modelo de hombre definitivamente desencarnado

24 «La brique percée. Sur le jeu du vide et du plein dans l ’Inde


brahmanique», en Malamoud 1989: 91.

23
INTRODUCCIÓN

que exalta el discurso fúnebre ateniense carece de cuerpo.


Simple soporte para los comportamientos cívicos, el sñma
pertenece a la ciudad, y la muerte del combatiente salda
esta deuda.
A base de no encontrar al otro, el hom bre m asculino—
este protagonista de lo político— carece de cuerpo. E l cuer­
p o — incluso el ser sexuado— , ¿podría pertenecer íntegra­
mente al bando de las mujeres, como si no hubiera más
«que un solo sexo, el sexo femenino»? Como si la mujer
perteneciese «íntegramente al sexo y el hombre íntegra­
mente al género» (el hombre es humano, la mujer, en cam ­
bio, sería «la representación misma de la diferencia de los
sexos»), y fuese esto lo que, en el deslumbramiento de la
catástrofe, los mortales, definitivamente separados de los
dioses, hayan visto aparecer bajo la form a de una joven
novia llamada Pandora.25
Veo al menos dos registros— el placer y el dolor·— don­
de estos interrogantes, form ulados recientemente a p ro pó ­
sito de una época relativamente cercana a la nuestra,26 pue­
den ser verificados en la G recia antigua.
¿Sería, pues, necesario hablar del placer en femenino?
N o es precisamente lo que habíamos aprendido a partir de
los estudios consagrados al discurso griego dominante en
esta materia. E xiste toda una construcción ideológica que
tiende de modo muy oficial, en las ciudades, a demostrar
que el placer sexual pertenece en buena ley a los varones y
que las mujeres, consagradas a dar a luz y a prepararse pa­
ra ello, tienen la obligación de contentarse con la parte
cuidadosamente limitada que, en el matrimonio, la auste-

25 Zeitlin 1985b: 70-71; Fraisse 1989: 82 (citas). Hombre-género,


mujer-sexo: véase Loraux 1981b (80-81).
26 Pero, tratándose de la diferencia entre los sexos y lo femenino, es
preciso— al menos en lo que respecta a Occidente— tomar en cuenta
periodos muy largos de tiempo.

2.4
EL OPERADOR FEM EN IN O

rá H era concede a A frodita muy a su pesar.17 Pero no es


esta la versión del problem a ofrecida por el mito de T ire­
sias.
Como es sabido, antes de convertirse en el adivino cu­
ya historia se cruza en el camino de Ed ipo, Tiresias— ésta
es, por lo menos, una de las versiones del mito— fue mujer.
O, al menos, durante un periodo de tiempo, a causa de ha­
ber golpeado, herido o muerto (en todo caso, separado) a
unas serpientes que copulaban, se vio obligado a vivir en
un cuerpo de mujer. N o obstante, al atacar de nuevo a una
pareja de serpientes, Tiresias volvió a convertirse en hom­
bre. Pero, debido a este paso por la feminidad, le quedó
esta experiencia de ambos sexos (de los dos «caracteres»,
de las dos «naturalezas», de los dos «placeres», o bien de
las dos «formas») de la cual, a través de los textos, los au­
tores griegos y latinos hablan hasta la saciedad.28 H e aquí
lo que pasó a continuación:

Un día que Zeus disputaba con Hera y sostenía que en el


acto sexual la mujer goza más que el hombre, en tanto que
Hera sostenía lo contrario, decidieron llamar a Tiresias pa­
ra plantearle la cuestión, dado que él había tenido la ex­
periencia de una y otra condición. A la cuestión que se le
planteaba, Tiresias respondió que, si se hacían diez partes
(del placer), el hombre gozaba de una sola y la mujer de
las nueve restantes.19

27 Detienne 1972. Por otro lado, como observa Chirassi Colombo


(1984: m ) , Afrodita tranquiliza a los hombres al «proporcionarles la
certeza de que la dimensión del érós es», cuando uno tiene la suerte de
ser un hombre, «puramente masculina».
28 Experiencia: peirásthai, expertus esse\ sexo: sexus; carácter: tro­
pos; naturaleza: physis y natura; placer: Venus; forma: morphé.
25 Flegón de Traies (= A i), en la edición de Brisson 19 76, de cuyo
valioso dossier me he servido: la experiencia de Tiresias. Véase también
A2 (Higino), A3 (Lactancio), A4, A6 (Ovidio), A8 (Eustacio), A n y A13.

2.5
INTRODUCCIÓN

A partir de aquí, cólera de H era, guardiana de la ortodo­


xia del matrimonio y furiosa al ver revelado de este modo
el poco caso que, confrontadas con Afrodita, las mujeres
hacen de ella. Para vengarse, deja ciego a Tiresias, pero
Zeus, encantado con la respuesta de éste, le convierte en
adivino.
Considerando que no es el vidente ciego el que aquí
me interesa, me olvidaré del final de la historia y me lim i­
taré al Tiresias que, por haber experim entado uno y otro
sexo, conoce la verdad del placer femenino, a contrapié de
las certidum bres oficiales. Protectora del matrimonio cívi­
co, H era no carecía de argumentos para enfurecerse: b as­
ta con este hombre, en otro tiempo mujer, para destruir la
tranquilizadora construcción que, al situar a las esposas al
margen del placer, reintroducía a los ándres en el seno de
una virilidad sin contradicción ni sorpresa. Pero, al igual
que los cómicos atenienses (por ejemplo, Aristófanes en la
Lisístrata), el mítico Tiresias pensaba sin duda— sabía por
experiencia— que en los placeres del lecho las mujeres son
excelentes «cabalgadoras», menos pasivas de lo que afir­
man todos aquellos que hacen de la oposición entre la ac­
tividad (siempre masculina) y la pasividad (femenina) el nú­
cleo esencial del pensamiento griego en materia sexual.30
También confiero importancia al Tiresias que, en otra
versión, la del poeta helenístico Calim aco, fue cegado y al
mismo tiempo convertido en adivino por Atenea, por ha­
ber quebrantado una grave prohibición al ver desnudo el
cuerpo de la diosa.31 Decididamente, los secretos de lo fe­
menino están bien guardados y así ha de ser: tanto en un

30 Por ejemplo, Chirassi Colombo 1984: n o (citando a Foucault);


Foucault 1984 (98-99) opina que esta oposición resulta, para un griego,
más esencial que la que se establece entre lo masculino y lo femenino.
Lamento no estar convencida de ello.
31 Véase infra, cap. x i i .

7.6
EL OPERADOR FEM ENINO

caso como en el otro, los ojos muertos del tebano dan tes­
timonio de lo que ya no tiene necesidad de ver, puesto que
lo sabe.
Este Tiresias es el que yo asumo como epónimo, y no el
m ediador generalizado al que algunos desean reducirlo.32
Cuando sitúo este libro bajo el signo de Tiresias, no se me
oculta que, como paradigma del anér atrapado por la fem i­
nidad, trataremos mucho más de H eracles, de sus vestidos
y de su cuerpo poderoso transido por agudos sufrim ien­
tos. Sin lugar a dudas, resulta satisfactorio que por una vez
lo femenino no se asocie de inmediato al sufrimiento, que
suele concedérsele habitualmente de mejor grado que el
placer (¡paciencia, por otra parte!: el dolor tendrá su lu ­
gar, dentro de poco y en abundancia). Pero para esta elec­
ción existe otro argumento, quizá más «serio», y en todo
caso más teórico: tanto por aquello que ha experim entado
como por su función posterior de adivino, Tiresias consti­
tuye una figura del saber. E l canto X I de la Odisea precisa
que Perséfone ha reservado para él solo las facultades in ­
telectuales después de la muerte, hecho que le perm ite te­
ner memoria y conciencia entre las sombras olvidadizas, y
tales cualidades resultan preciosas para introducirnos en
los estudios sobre el operador femenino. Porque no se tra­
ta tanto de elaborar un repertorio de actos o de prácticas
efectivas como de seguir el hilo de una reflexión acerca de
la diferencia entre los sexos, reflexión que opera en los ac­
tos intelectuales (¿podría decir psíquicos?) que se llevan a
cabo en el ámbito de lo femenino.
Suele sugerirse que el dolor es más clásicamente fem e­
nino que el placer. Y, de un modo particular, un dolor a la
vez muy agudo y que se imagina cercano al placer: el del
parto, que las mujeres tienen que conocer para realizarse
socialmente en la reproducción, que su propia constitu­

32 Brisson 1976, así como 1986: 57-59.

27
INTRODUCCIÓN

ción y la ciudad están de acuerdo en convertir en lo más


propio de su sexo. E s con este dolor penetrante (odynë),
con el desgarramiento del parto (ódís), con lo que sueña el
hombre griego, y no solamente, como se ha dicho y como
yo misma había insinuado, con «prescindir de las mujeres
para tener hijos»— a no ser que se entienda que tan sólo se
puede prescindir de las mujeres con el fin de asimilar to­
talmente su fem inidad— . Porque, gracias a sufrir como
una mujer, incluso el muy viril Heracles realza en sí mismo
la virilidad. Ello no resulta incoherente: la andreía exige la
prueba heroica del sufrimiento, y el sufrimiento más in­
tenso corresponde al lecho, no a la guerra...33 La conclusión
se deja extraer por sí misma, suponiendo que sea realm en­
te preciso un razonamiento para enunciarla.
Por eso el anér se apropia al mismo tiempo de una par­
te de la maternidad. En G recia esto no ocurre, como en
Roma, en el terreno del derecho, donde «la palabra técni­
ca para designar a la madre como parturienta, parens, asu­
me ... el sentido contrario de “ p ad re” , o bien de antepasa­
do por línea paterna»,34 y la apropiación de lo femenino se
lleva a cabo de un modo discreto, sin que se lleguen a fo r­
mular nunca enunciados tan complejos como el fantasma
medieval denominado «nuestra madre Jesú s».35 E llo no
impide que, en A lifera de Arcadia, Pausanias haya visto un
altar de Zeus Lekheatés (el del parto), porque es allí preci­
samente, según le contaron sus habitantes, donde el dios
soberano dio a luz a Atenea.3*5
Son bien conocidas las «maternidades» de Zeus, que
se tragó a Metis para dar a luz a la diosa guerrera, o bien

33 Véase infra, caps, i y n.


34Thomas 1986: 213.
35 Pouchelle 1986: 319-320.
36 Pausanias, V III 26, 6. A propósito de la raíz de lókhos y de lekhó,
véase infra, pp. 49-52.
EL OPERADOR FEM ENINO

para llevar a cabo la cosmogonía de los órficos.37 Se trata


casi de un apólogo, el de la historia hesiódica de Metis (la
métis sin m ayúscula es muchas veces la prerrogativa de
la conducta femenina), devorada por Zeus, que temía que
ella diera a luz a un hijo más poderoso que él. Todo fun ­
ciona de acuerdo con los deseos del Padre: Zeus repite,
pero con mayor éxito, a propósito de M etis embarazada,
la gesta de su padre Crono, que, poseído por idéntico te­
rror, devoraba a sus hijos nada más nacer y los depositaba
en su nédys (su vientre, pero la palabra también puede de­
signar, y designa con frecuencia, la m atriz).38 Incorporan­
do en sí mismo a la madre, Zeus evita al hijo, substituido
por una hija consagrada por completo a los derechos del
anér. M erece la pena detenerse un instante en la gestación
de Zeus, tantas veces representada por los ceramistas ate­
nienses: entonces habrem os de convencernos de que, si,
desde el punto de vista de una sexualidad limitada al «ac­
to», la penetración pasa por ser el «acto-m odelo» a los
ojos de los griegos,39 es bajo el registro femenino de la per­
fección de un cuerpo cerrado sobre el hijo que lleva en su
seno40— en este caso, el de Zeus que ha absorbido a una
divinidad hembra— como se imagina en G recia la manera
de evitar un poder más poderoso que el del dios fuerte.
Para asegurarse de ello, es preciso confrontar breve­
mente esta historia con el relato védico que cuenta cómo
Indra evitó el nacimiento de un ser más fuerte que él, na­
cido de los amores del Sacrificio y la Palabra. Fue «desli­
zándose en el abrazo de los dos amantes» como Indra,

37 M. Detienne, «Zeus. L ’Autre. Un problème de ma'feutique», en


Bonnefoy 1981: II, 554; Brisson 1986: 49-50.
38 En el tratado hipocrático Sobre la ciencia médica (10, 1 y 3; 12, 1),
nédys posee el sentido general de «cavidad interna del cuerpo»; pero el
juego entre el vientre y la matriz es frecuente.
39 Foucault 1984: 237.
40 Sissa 1987: 181-185.

29
INTRODUCCIÓN

«convirtiéndose en embrión, penetró en la matriz y ocupó


el lugar; al cabo de un año, nace y se toma la molestia al sa­
lir de arrancar la matriz que le envolvía». Palabra ya nun­
ca más volverá a dar a luz. «Su único hijo— comenta Mala-
moud, de quien tomo prestado el relato— es este embrión
divino que la ha violado subrepticiamente y que sólo ha
escogido renacer en ella a fin de m utilarla».41 C onfronta­
ción instructiva: es bien cierto que no son los griegos quie­
nes han fantaseado la penetración (acompañada de una
mutilación que viene a ser como su reverso brutal). E l m é­
todo de Zeus resulta más suave, o más sutil: devora, y M e­
tis, como entidad femenina, ya no tiene más existencia que
dentro de él y, en virtud de la alquimia característica del
vientre divino, el hijo temido nacerá como hija viril...
A l reem prender el análisis de esta historia, nuestro
proyecto no estriba precisamente en «censurar a este dios
masculino porque usurpa el parto».42 A este reproche de
M arcel Detienne, que discrepa del hecho de que se pueda
hablar en este caso de «negación de la maternidad a las m u­
jeres» (claro que lo es, tanto si se quiere constatarlo, como
si no), es necesario responder que nunca resulta inútil in­
teresarse por la elaboración de un fantasma, en especial
cuando el actor esencial es el padre de los dioses y de los
hombres. Y el parto masculino constituye un fantasma muy
griego, incluso si el objetivo último no siempre es el de
conservar (o garantizarse) el poder.43 Y este fantasma, in­
cluso si no constituye una «usurpación» en sentido estric­
to, equivale, para el oyente de semejante mito, a apropiarse,
como Zeus, de la fem inidad en una de sus manifestaciones

41 «Lumières indiennes sur la séduction», en Malamoud 1989: 177.


41 M. Detienne, en G . Sissa y M. Detienne, La vie quotidienne des
dieux grecs, Paris (Hachette), 1989, p. 236.
43 Desde ese punto de vista, el libro de R. Zapperi, Lhom me enceint,
París (PUF), 1983, resulta muy empobrecedor.

30
EL OPERADOR FEM ENINO

más reconocidas, a fin de reforzar la virilidad, sin duda más


amenazada de lo que parece.
En el polo opuesto del horizonte de este libro, nos
gustaría situar a Platón y el uso que hace de la metáfora fe­
menina de la reproducción, con la paradoja añadida de
que, al desplazar la reproducción hacia el lado de la crea­
tividad espiritual del filósofo, Platón convierte la gravidez
en la causa o, por lo menos, en el obligado preludio del
amor. M. F. Burnyeat, quien ha subrayado juiciosamente
esta extrañeza a propósito de un pasaje del Banquete, aña­
de que, en este desarrollo y en algunos otros, la concep­
ción parece siempre haber tenido ya lugar, sin otro origen
que ella misma, sin que ninguna unión sexual m etafórica
haya constituido su preludio en el alma.44 E l hecho de que
Platón rehúse pensar en el momento de un acoplamiento
entre lo masculino y lo femenino en el alma del filósofo re­
sulta realmente significativo, pero mi intención aquí no
consiste en interpretar este vacío a base de invocar la ho­
m osexualidad de Platón. E s mejor estudiar— cosa que só­
lo será sugerida en las páginas que vienen a continuación
— el uso muy poco figurado de la palabra ódís, nombre del
parto y no, como afirman los diccionarios, de la angustia, en
el Banquete y en el Fedro, o bien, en este último diálogo,
las condiciones en que el alma sufre a causa de su germen
reinsertado y finalmente da a luz, bajo los efectos del de­
seo;45 más valdría releer el Teeteto interesándose por los
dolores de parto estériles del epónimo del diálogo.
Quiero señalar, al menos, que Platón no es ni el prim e­
ro ni el único de los pensadores griegos que invierte de es­
te modo la urdim bre metafórica de lo femenino a favor de
lo masculino, y la sitúa al servicio de éste último, si bien es

44 DuBois 1988: 16 9 -171; Burnyeat 19 77: 8 (a propósito de Banque­


te 206e), 13.
45 Véase Fedro 2jid -e.

31
INTRODUCCIÓN

el único que se consagra a ello de una manera tan delibe­


radamente sistemática. Por este motivo, vacilo en deducir,
como se ha hecho en varias ocasiones, que Aristóteles con­
cibió su representación de la hembra como macho defec­
tuoso a partir de esta operación platónica de «instalación
metonímica de la hembra en el filósofo».46 Pero bien es
cierto que la estrategia platónica resulta com plicada: esta
estrategia que, en un movimiento perpetuo de oscilación,
se esfuerza en determinados textos por reabsorber lo fem e­
nino en el anér que filosofa, mientras que, en otros diálogos,
todo el esfuerzo tiende a desviar el conjunto de represen­
taciones de lo político, incluyendo en ello la exclusión de
lo femenino y la separación rigurosa de los sexos, a bene­
ficio del varón filósofo. Que esta segunda operación sea
llevada a cabo en el Fedón, diálogo sobre el alma, no es des­
de luego consecuencia del azar. Pero el hecho de que, p a­
ra construir un m odelo masculino «puro», el paradigm a
evocado sea el héroe H eracles, supermacho y misógino,
pero fuertemente vinculado a lo femenino, constituye sin
duda un paso más dentro de esta retorcida estrategia, co­
mo nos esforzaremos en demostrar.47
La operación, griega antes de ser occidental, ¿acaso
consistiría en resumidas cuentas en este desplazamiento
por medio del cual lo femenino ha pasado del cuerpo de la
mujer al alma del varón y ha sido reabsorbido en su pen­
samiento? Si hablamos de desplazamiento y no de «substi­
tución»,48 es porque tal es la operación que puede recons­
truirse. En ella, el hombre gana en complejidad, la mujer
pierde en substancia. Y, en consecuencia, el cuerpo de las
mujeres, incluso si fueron célebres por la belleza de este
cuerpo, posee, en la tradición poética griega, algo propio

46 DuBois 1988: 183.


47 Véase infra, caps, vin y ix.
48 Como hace DuBois 1988: 178.

32
EL OPERADOR FEM ENINO

de un adynaton·. desde la primera mujer hesiódica, toda ella


exterior, a la diosa Atenea, constituida por sus envolturas
(péplos, coraza, égida) y cuya incongruente desnudez ciega
porque es im posible de pensar, sin olvidar a H elena, fan­
tasmal en su esplendor. A las figuras femeninas les queda
esta silueta inasible. En cuanto a su interior en forma de
cavidad, nédys en los dos sentidos del término, el genérico
y el específico, nutre ya, y seguirá nutriendo sin dificultad,
los ensueños acerca de la interioridad.49
De acuerdo. Pero el hecho de afirmar, como algunos—
y algunas— hacen, que por la misma razón la mujer queda
olvidada y el hombre a punto para una posición de domi­
nio incontestable, supondría malinterpretar gravemente la
naturaleza de las operaciones psíquicas, que jamás se llegan
a efectuar de modo impune: dejan huellas, no se producen
sin contrapartidas o pérdidas. Si el cuerpo mortal, en el
érôs y la reproducción,50 se experimenta en femenino y si el
alma se vive según el modelo del cuerpo, es porque existe,
imposible de expulsar, algo del cuerpo en el alma. Y por lo
tanto, sin que el filósofo lo sepa, hay en su alma una parte
de mujer que antes de encontrar este reposo de los dolores
del parto, al que también se alude en la República , 5 1 ha va­
gado, como vagó lo , preñada por obra de Zeus y aguijonea­
da por el tábano que la persigue. Ya puede Platón prohibir
el teatro a sus guardianes y proscribir cualquier imitación
de una mujer, sobre todo si se halla «enferma, enamorada o
sumida en los dolores del parto»,52 ¿acaso su alma de filó­
sofos no se les ha anticipado ya por este camino?
Ya es hora de dejar a Platón. Pero no lo vamos a hacer
sin subrayar antes que la definición de la ciudad como «la

49 Pouchelle 1986: 316, 319-321.


50 Chirassi Colombo 1984: 115.
s' República V I 490b (légein ôdînos).
51 República III 395<d-e (ódínousan).

33
INTRODUCCIÓN

comunidad del placer y del sufrimiento» («cuando ... to ­


dos los ciudadanos se alegran o se afligen a la vez por los
mismos acontecimientos») sigue sin transición al desarro­
llo acerca de la com unidad de las mujeres, que se halla en
su base.53
Vayamos una última vez del alma a la ciudad, con el
propósito de observar que la separación estricta entre lo
femenino y lo masculino no tiene en realidad otro lugar ni
otras fronteras que lo político. O más exactamente, la ideo­
logía de lo político. Porque en la Grecia antigua, lo político
es sin lugar a dudas más vasto de lo que sugiere su discurso
oficial, tan edificante, que se refiere al pacífico funciona­
miento de la ciudad de los ándres. Por poco que se ponga
en duda la pertinencia real de este discurso,54 uno se da
cuenta de que el conflicto interior presenta, si no una d efi­
nición adversa de lo político, por lo menos uno de sus as­
pectos esenciales, cuando, bajo el nombre de stásis (sedi­
ción), el conflicto no deja de ser rechazado, expulsado de
la ciudad, aunque, de hecho, tiene lugar en su mismo cen­
tro. Es, en una palabra, negado. Entonces se pone de m ani­
fiesto el proyecto de permitir que estas dos negaciones se
articulen la una sobre la otra— la del conflicto, la de lo fe­
menino (en cada caso, el término marcado del binomio)— ,
actuando ambas al servicio de los hombres y de la paz civil.
Y en realidad, desde el instante en que el orden cívico se
resquebraja, aparecen las mujeres. Viriles, como el «tirano»

53 República V 462b (el mismo tema que en las Euménides 984-98 6).
La comunidad de las mujeres: 446-461. Es de señalar que, ya que la única
diferencia de naturaleza estriba en que el hombre engendra mientras que
la mujer da a luz (445e), se produce también una puesta en común por par­
te de las mujeres y los hombres de los mismos trabajos. ¡Platón resulta más
complicado de lo que en general sus adversarios quisieran creer!
54 Véase «Repolitiser la cité», en Revue L’Homme. Anthropologie:
Etat des lieux, Paris (Navarin/Le Livre de Poche), 1986, pp. 263-283, y
Loraux 1987.

34
EL OPERADOR FEM ENINO

Clitemnestra, que encarna la única versión posible de la asi­


milación de lo masculino por una mujer, situada siempre—
¿hemos de sorprendernos por ello?— en el lado amenazador
de la toma del poder; en resumen, es la hora de la gineco-
cracia.55 A no ser que la división, al generalizarse, divida en
dos a la polis, momento en que se desencadena la guerra ci­
vil: entonces, a través de la brecha que se abre así en la her­
mosa totalidad, irrumpen las mujeres, habitualmente en gru­
po. Subidas a los tejados, se ponen al servicio de una facción,
y tiran piedras y tejas contra la facción contraria. Y el histo­
riador griego que tiene que hacerles un lugar en su relato se
pregunta cuál es la naturaleza auténtica de las mujeres:56
¿atrevida, audaz, como la de las mujeres-hombres del trata­
do Sobre la dieta? ¿O más bien tímida, como debe ser la
hembra cuando la andreía pertenece a los hombres? En am­
bos casos, unas mujeres muy reales nos invitan a dejar de
fantasear acerca de lo femenino para intentar pensar su no­
ción en el seno de una ciudad perturbada: es en el terreno
del conflicto donde es preciso, bajo la presión de la urgen­
cia, articular la diferencia entre los sexos y lo político.
Ello equivale a decir que entre la reproducción y el
combate, entre el placer y el dolor y un valor que carece de
nombre, lo femenino es doble y como agrietado. C om ple­
jo, incluso contradictorio como lo es un operador muy rico.
E l operador del que se espera tanto tomar ciertas distan­
cias con respecto a las taxonomías cívicas como articular la
política con aquello de lo que no quiere saber nada.

Los trece capítulos de esta obra fueron inicialmente con­


cebidos, en versiones con frecuencia distintas, entre 1 97 7

” P. Vidal-Naquet, «Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le


mythe, l’épopée», en Vidal-Naquet 1981: 267-288.
56 Véase infra, «A modo de conclusion».

35
INTRODUCCIÓN

y 1985, en el ímpetu de un mismo proyecto— precisado p o ­


co a poco, como es debido, en el tiempo, m odificado e in­
cluso desplazado (algo de lo que no he intentado borrar
sistemáticamente las huellas)— . Estos textos fueron escri­
tos como si se interpelaran los unos a los otros y dan testi­
monio de una investigación y de muchos interrogantes
que siguen todavía abiertos. Se da el caso de que, en este
conjunto, cuatro de ellos han sido, en su primera versión,
destinados a revistas de psicoanálisis o centradas en el p si­
coanálisis, mientras que otros salen implícitamente al p a ­
so de problem as que plantea el psicoanálisis. A propósito
de esta referencia muy deliberada, voy a intentar dar algu­
nas aclaraciones, a guisa de conclusión.
Los historiadores y antropólogos que se ocupan de G re ­
cia se abstienen por regla general de cualquier referencia al
psicoanálisis en su propio trabajo, y si, para esta prudente
desconfianza, tiene cada uno de ellos múltiples razones, la
afirmación de que la noción de sexualidad tal como «nos­
otros» la conocemos no es griega constituye un argumento
decisivo a sus ojos. Y se invoca a Foucault para reforzarla
porque su último libro pretende «dejar a un lado la eviden­
cia familiar» de «esta noción tan cotidiana, pero tan recien­
te», y porque proclama que los griegos no han conocido
«una noción semejante a la de la sexualidad».57 Confieso
encontrarme más sorprendida que iluminada por afirma­
ciones de este tipo porque, sin que considere que la sexuali­
dad es algo invariable, veo una constante de la sexualidad en
el hecho de que, en cualquier momento de la historia, está
constituida, en buena medida, por los pensamientos de ca­
da hombre, o de cada grupo, a propósito de su ser sexuado.
Y, al estudiar la relación entre el hombre griego y lo feme­
nino, se puede formular en seguida la hipótesis de que los
griegos, en una parte muy importante de su reflexión, tan

” Foucault 1984: 9, 43-44.

36
EL OPERADOR F E M E N IN O

sólo pensaban en esto (o, por lo menos, pensaban mucho en


ello): en la diferencia sexual y en los procedimientos para
aprovecharla en beneficio del hombre, mucho más que en
verificar indefinidamente que, en la oposición entre lo acti­
vo y lo pasivo, el hombre se sitúa en el bando de lo activo—
no olvidemos, sin embargo, que una de las definiciones del
ciudadano se basa en ser alternativamente el que manda y el
que es mandado, sin que, en esta segunda posición, el anér
se halle en modo alguno feminizado.
Es preciso añadir que, si la política se considera con fre­
cuencia la asignatura pendiente del psicoanálisis, no carece
de interés, a la inversa, investigar los problemas que la dife­
rencia sexual (diferencia que Freud ciertamente no inventó,
pero para cuya comprensión inventó preguntas decisivas)
plantea a lo político, a partir de la presunta invención de és­
te por parte de los griegos. Tratándose pues de lo femenino
como operador de la diferencia, no había lugar ni a adhe­
rirse ni a oponerse a las hipótesis freudianas a propósito de
la sexualidad femenina, dado que la investigación concer­
nía sobre todo al hombre griego en su relación con el otro.
De modo que no se ha tratado jamás de la envidia del pene,
sino, de manera recurrente, de cierta envidia de los hom­
bres griegos a la que es preciso otorgar su justa designación
de «envidia del embarazo»:58 el deseo de quedarse preñado de
sensaciones penetrantes cuya intensidad, tan femenina, de­
bería precisamente prohibirlas a un ciudadano paradigmá­
ticamente viril. En otras palabras, a fin de intentar com­
prender lo que el anér, presentado como sujeto de lo político,
puede fantasear a propósito de lo femenino, puede haberse
encontrado una versión antigua de aquella reflexión sobre
«esta catástrofe ... de ser varón» de la que L ou Andreas-Sa-
lomé habla en una de sus cartas a Freud.59 Hecho que no

58 A propósito de esta expresión, véase Pouchelle 1986: 319.


59 A este respecto, véanse las observaciones de Marie Moscovici en

37
INTRODUCCIÓN

significa, en cualquier caso, que yo haya intentado verificar


la idea de una «plenitud» que conduciría a cada sexo «has­
ta las fronteras del otro».60 Programa soberbio, sin duda al­
guna, pero el historiador tiene que contentarse con lo que
encuentra y, en la representación de las mujeres griegas, lo
femenino, a base de ser anhelado por el otro sexo, se ha re­
velado más dividido, menos cristalizado de lo que habría
podido pensarse, y sin una auténtica apertura positiva hacia
lo masculino. Por otra parte, ¿podía realmente ser de otro
modo? En un universo de representaciones a la medida de
los ándres, ¿podíamos realmente esperar otra cosa que un
acceso entre bastidores al discurso oficial, con un locutor
genérico, por ambas partes, que habla en nombre de los
hombres y se dirige a los hombres?'51
Tales eran, pues, los límites a que nos constriñe el argu­
mento. En cuanto a los resultados, el lector juzgará. Como
mínimo, en lo que respecta a las elecciones de método, he
concebido la referencia al psicoanálisis como un suplemen­
to de libertad. N o tanto como el préstamo de unas tesis o
como el deseo de aplicarlas cueste lo que cueste, sino como
una invitación a construir. Construir para satisfacer la pul­
sión de comprender y para alcanzar el objeto en su especi­
ficidad. Construir operaciones de pensamiento griegas a
propósito de la condición, indisociablemente psíquica y cor­
poral, de ser sexuado. Espero de este modo haber otorgado

I l est arrivé quelque chose. Approches de Vévénement psychique, Paris


(Ramsay), 1989, p. 139.
60 Lou Andreas-Salomé, L ’amour du narcissisme, Palis (Gallimard),
1980, p. 193.
6' Coincido aquí con unas reflexiones de Maurice Olender, en un
artículo del que tuve conocimiento después de la redacción de esta in­
troducción, a propósito del mito de Tiresias y del hecho de que la mu­
jer «se fusiona en una cosmogonía viril en la que ella ha de asumir una
posición en, para y contra el imaginario masculino» («De Pabsence de
récit», en Le récit et sa représentation, Paris [Payot], 1978, p. 178).

38
EL OPERADOR FEM ENINO

la parte que les corresponde a la historia y a lo invariable.


También podría suceder— es el peligro al que se exp o­
ne cualquiera que trabaje en la frontera— que ni los histo­
riadores ni los psicoanalistas encuentren aquí lo que les
importa. Los unos porque prefieren que los helenistas se li­
miten prudentemente a su territorio, dejándoles así a ellos
el pónos glorioso de la interpretación; los otros porque
desconfían de cualquier tarea que haya de valerse de cons­
trucciones y que exija que el investigador intervenga en su
investigación con todo lo que es— empezando por sus p ro ­
pias elecciones— . Tan sólo me queda, pues, apostar que
valía la pena asumir este riesgo.
Antes de conceder la palabra al libro, todavía me p a­
rece que se impone una precisión. A l rehusar toda suerte
de psicoanálisis aplicado (por ejemplo, no nos hemos in­
teresado por H eracles en su relación con H era sino para
comprender lo que el imaginario griego del anér podía te­
jer sobre la base de este vínculo de sumisión rebelde),
también he renunciado a interpretar las intrigas desde el
punto de vista de sus actores. A pesar de las presiones amis­
tosas, no he creído que fuera mi obligación decir lo que
Tiresias había visto «en realidad», porque el poema de C a­
limaco, en su discreción, sugiere simplemente que ha con­
tem plado— si se me permite forjar este neologismo— lo
«incontemplable». A pesar de las sugerencias recibidas,
no he creído tampoco necesario insinuar que, al contem­
plar la desnudez de Atenea, a quien Tiresias cree contemplar
es a la M adre desnuda,62 puesto que la madre de Tiresias
era amiga íntima de la diosa y, al proyectar sobre Atenea

61 Ello no significa que la cuestión no deba ser planteada desde el


momento en que es mínimamente formulada en griego: véase Loraux
1986a. Por otro lado, sabemos que la propia Atenea era oficialmente
«Madre» en la Elide: pero, ¿qué conclusiones podemos extraer de esta
información tan localizada?

39
INTRODUCCIÓN

la figura materna, el joven descifraba sobre ella su desnu­


dez. N o tenemos por qué saber nada acerca del incons­
ciente de Tiresias; pero sí tenemos mucho que saber, en
cambio, acerca de las construcciones griegas a propósito
de su ceguera. Y mucho de lo que, en esta historia, un lec­
tor (un oyente) griego podía pensar acerca de la fem inidad
de Atenea. De modo que he evitado dirigirme por el cami­
no más corto hacia las interpretaciones que habrían fijado
inmediatamente un sentido para nosotros— aquello m is­
mo que se podría denominar el procedim iento de «se tra­
ta de...», del que tanto debemos prevenim os: se trata de la
madre, se trata de la hom osexualidad de los griegos, etc.,
y uno se queda tan contento...
Si existen cortocircuitos en el pensamiento, sobre to ­
do a propósito de la diferencia entre los sexos, sin duda al­
guna sus pistas no pueden descifrarse más que al ritmo
lento de los ensayos y los errores, refrenando la propia
pulsión interpretativa. Esto implica también hablar como
historiador(a) del hombre griego, tal como éste se sueña a
sí mismo en operación a lo fem en in o /3
Agosto de ip8p

6¡ A lo largo de este trabajo, los apoyos a un tiempo intelectuales y


amicales me han sido preciosos. Independientemente de la dedicatoria de
ciertos textos, en la que se señalan algunas deudas particulares, quisiera
expresar aquí mi gratitud hacia Marcel Detienne por haberme estimula­
do a trabajar, al dudar, hace ya muchos años de ello, de la existencia de un
imaginario masculino; a Laurence Kahn, Hélène Monsacré, Marie Mosco­
via, Maurice Olender y Yan Thomas, quienes, tanto por sus propias in­
vestigaciones como por sus preguntas o sugestiones, no han cesado de
ayudarme a franquear una serie de pasos; a Froma Zeitlin, con quien la
discusión, tan beneficiosa como apasionada desde el principio, se ha con­
vertido cada vez más en complicidad; a Patrice Loraux, oyente y lector,
crítico tan benévolo como siempre pertinente; y, finalmente, a Éric Vigne,
quien desde hace tantos años ha creído en este libro y ha sabido esperar a
que se escribiese, a la vez que me daba valor para escribirlo.

40
P R IM E R A PARTE

LAS MUJERES, LOS HOMBRES


Y EL ESFUERZO
I
EL LECHO, LA GUERRA

E n polémôi, lékhor. Eneto, muerto en la guerra; Aguipia,


muerta de parto. Dos menciones sobre una estela, en la que
se consignan los nombres de dos ilustres desconocidos,
espartanos ambos.
A l grabar sobre las tumbas estas inscripciones y otras
similares, lacónicas como debe ser, pero lo suficientemen­
te explícitas, los espartanos obedecían a una prescripción
imperativa de su legislación funeraria, en virtud de la cual,
si hemos de creer a Plutarco, «no estaba perm itido inscri­
bir sobre las tumbas los nombres de los muertos, a excep­
ción de los de los hombres caídos en la guerra y los de las
mujeres muertas de parto».'
Asociación entre el lecho y la guerra, igual valor para
el hoplita y la parturienta: podemos calibrar el alcance de
esta equivalencia si recordamos que, a los ojos de toda
Grecia, Esparta era reconocida como la inventora del ideal
hoplítico de la bella muerte, la del ciudadano caído en la
primera fila de los combatientes, que es cantada por T ir­
teo.2 Es cierto también que, al contrario de su modelo mas­
culino, la versión femenina de la bella muerte no traspasó

1 Compárese IG (Inscriptiones Graecae), V, I 713-714 y 699-7x2


(aquí aparecen citadas las n.° 70 1 y 714) con Plutarco, Licurgo 27, 2-3;
aun cuando el texto de Plutarco se halla corrupto en el lugar más deli­
cado, la existencia de las inscripciones basta para sustentar la correc­
ción de Latte, admitida por R. Flaceliére en su edición de Les Belles
Lettres; véase R. Flaceliére, «Les Funérailles spartiates», Revue des Études
grecques, 61 (1948), pp. 403-405.
1 Véase infra, pp. 139-169. Notemos que en los Moralia (238d), P lu ­
tarco reserva tan sólo para los caídos en la guerra el honor de la ins­
cripción en la tumba.

43
L A S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

las fronteras de Lacedem onia; o al menos no ha dejado


ningún rastro en las obras de los historiadores griegos— p e­
ro la historia, ocioso es decirlo, se ocupa bien poco de las
mujeres y de sus partos— .3 En una palabra, la valorización
de la muerte de parto, considerada por regla general como
una práctica propia de Esparta, debe explicarse, al pare­
cer, en términos puramente espartanos. Sabido es que la
ocupación de veras importante de las mujeres de Esparta
era la m aternidad4 o, por decirlo de un m odo más exacto,
la procreación de niños hermosos, llamados a convertirse
en robustos ciudadanos. Es así como, mucho antes que
Plutarco, Critias y Jenofonte explican esta rareza: el entre­
namiento deportivo al que se ven obligadas las jóvenes en
Esparta, del que no se ven excluidas siquiera las mujeres
em barazadas.5En el caso de la parthénos, la que se ejercita
es, evidentemente, la futura esposa, procreadora de ciuda­
danos, a fin de que «la simiente del hombre, fuertemente
arraigada en un cuerpo robusto, engendre hermosos gér­
menes y ella misma, por su parte, sea lo suficientemente
fuerte como para soportar el parto y luchar con desenvol­
tura y éxito contra los dolores del mismo»— se trata de so­

3 Aunque hemos de señalar que, desde el momento en que afectan


al destino de la ciudad, los partos de las mujeres de los reyes espartanos
sí que aparecen recogidos en algunos textos: véase Heródoto, V 39-41
(nacimiento de Cleómenes y de Dorio) y V I 63 (nacimiento de Demara­
to), así como Plutarco, Licurgo 3,1-6, y Agis 3, 7.
■· Los rasgos «negativos» que presenta el matrimonio en Esparta
afectan tan sólo al hombre, puesto que éste representa una amenaza pa­
ra su relación exclusiva con la ciudad y sus compañeros; en lo que res­
pecta a la mujer, por el contrario, supone una iniciación al estatus de es­
posa y madre de espartanos (A. Paradiso, «Osservazioni sulla cerimonia
nuziale Spartana», Quaderni di Storia, 24 [1986], pp. 137-153, sobre to­
do 143-144).
5 Jenofonte, Constitución de los lacedemonios I 3-4 (donde el primer
punto del texto lo constituye la procreación de los hijos); Critias, fr. 32
DK; Plutarco, Licurgo 14, 3. Véase Napolitano 1985.

44
EL L E C H O , LA G U E R R A

portar el parto del mismo modo que el hoplita soporta el


asalto del enemigo, de luchar contra los dolores: el parto
es un combate— / En lo que respecta al entrenamiento de
la mujer embarazada, es mencionado por Critias, y nada
desmiente que el sofista no haya sucumbido al espejismo
espartano al evocar esta gimnasia que su pariente Platón
convertirá en un capítulo esencial del program a educativo
de la ciudad de las L eyes .7 Si hemos de creer una tradición
edificante, esta educación del cuerpo y del coraje de las
mujeres daba sus frutos, y será G orgo, la mujer del héroe
de las Termopilas, quien se encargará de proclam ar con o r­
gullo que, si las lacedemonias son las únicas que gobiernan
a los varones, es porque tan sólo ellas paren varones.8
Pero es propio del historiador poner en duda aquellas
tradiciones bien establecidas. De modo que es preciso bus­
car fuera de Esparta y de la tradición espartana rastros de
esta equivalencia entre el parto y la guerra.
Por lo que respecta a Atenas, la búsqueda parece con­
denada al fracaso de antemano: ¿cómo podría calibrarse
la muerte de una mujer con la medida paradigm ática de la
muerte del ciudadano-soldado? En la práctica, desde un
punto de vista institucional, no existe en Atenas otra opo­

6 Los términos empleados por Plutarco resultan significativos:


hypoménousai kalós evoca el ménein o el hypoménein del imperativo
hoplítico (por ejemplo, Heródoto, V I I 10 4 y 209) y agónízesthaiprès tàs
ódfnas designa ese combate que el parto supone.
7 Leyes V II 788d-789e. Por otro lado, en Platón, la gimnasia de las
mujeres no sirve tan sólo como preparación para el parto, sino también
para el combate, pues el filósofo pretende evitar que cada ciudad no sea
más que una medio-ciudad (la de los hombres) en lugar de valer por
dos: véase 8o4e-8o5b, 806a (crítica del régimen intermedio de las mu­
jeres espartanas), 8i3e-8i4a.
s Plutarco, Licurgo 14, 8; cf. Apotegmas de los lacedemonios 227e. A
propósito de la dimensión política de la madre en Esparta, cuya figura
emblemática es Gorgo, véase Napolitano 1985: 37-39.

45
L A S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

sición que no sea la que se establece entre la «bella muerte»,


celebrada con ocasión de funerales oficiales y colectivos,9
y todas las demás muertes, muertes privadas, muertes de
hombres y de mujeres. D e acuerdo. Pero es precisamente
en las tumbas privadas donde hallamos, contra toda e x ­
pectativa, algo parecido a una simetría entre la guerra y los
partos; y, a pesar de no ser institucional, este fenómeno no
carece tam poco de im portancia como hecho de m entali­
dad. En los relieves funerarios de los cementerios atenien­
ses, el muerto aparece representado, como es bien sabido,
por aquello que fue su vida; no aparece alusión alguna a la
muerte que tuvo el difunto, con dos notables excepciones:
la muerte de un soldado y la muerte de una parturienta.10
Es cierto que los escultores atenienses no infringen la p ro ­
hibición que, en toda la civilización griega, impide que sea
representado el instante del parto; en las estelas, el tiempo
se detiene en un antes o un después: con el ceñidor des­
atado y los cabellos despeinados, la mujer que sufre se
abandona a los brazos de sus sirvientas antes de dar a luz
y morir. O bien, en la intem poralidad de una presencia au­
sente ya, la difunta, sentada, observa con mirada perdida
al recién nacido que una sirvienta ha tomado en sus b ra­
zos." Pero lo esencial está ahí: al igual que el soldado, cu­

9 Acerca del radicalismo ateniense en materia de la bella muerte,


véase Loraux 1981a, así como «Mourir devant Troie, tomber pour Athè­
nes. De la gloire du héros à l ’idée de la cité», Information sur les Sciences
sociales, 17, 6 (1978), pp. 801-817.
10 Véase, por ejemplo, D. Kurtz y J. Boardman, Greek Burial Cus­
toms, Londres, 19 72, p. 139, así como P. Devambez, «Le m otif de Phè­
dre sur une stèle thasienne», Bulletin de Correspondance hellénique, 79
(1955), pp. 12 1-134 (p. 130).
" Véase H. Riemann, Kerameikos II. Oie Skulpturen, Berlin, 1940,
pp. 24-28, B. Schmaltz, XJntersuchungen zu den attischen Marmorleky-
then, Berlin, 19 70, pp. 106 -10 7, y H. Môbius, Athenische Mitteilungen,
81 (1966), p. 155. A propósito de la excepción que supone la represen-

46
E L L E C H O , LA G U E R R A

ya figura restará para siempre como la de un combatiente,


la parturienta ha conseguido la areté en la muerte. Es evi­
dente que la expresión de esta simetría no queda confiada
al discurso, sino que se recoge por medio de imágenes.
Ahora bien, ¿podemos afirmar por ello que resulta menos
significativa?
D e todos modos, los aficionados al discurso pueden
consolarse con el epitafio de una mujer muerta de parto en
la segunda mitad del siglo iv y enterrada en el Cerámico.
Se llamaba Cratista, y su muerte es celebrada en verso:

El polvo ha acogido a la valerosa hija de Daméneto, Cra­


tista, esposa amada de Arquémaco, quien un día, en el par­
to, pereció de dolorosa muerte, dejando en su morada un
hijo huérfano a su esposo.12

A l igual que ocurre con los ciudadanos enterrados un p o ­


co más lejos, en el cementerio oficial, y celebrados a la m a­
nera de los koúroi homéricos, el vocabulario es el mismo
de la epopeya, desde la dolorosa muerte (stonóenti pót-
m ói) hasta el mégaron (el palacio, aquí la morada), y desde
la expresión del valor por medio de la fuerza (iphthím an:
valerosa) hasta la definición de la esposa como compañera
de lecho (eûnin), pasando por la indefinición del poté (un
d ía).'3 ¿Es acaso preciso añadir que esta mujer, predesti­
nada ya desde su mismo nombre, se llamaba «la muy fuer­

tación del recién nacido en brazos de su madre, véase H. Riemann, Kera-


meikos..., pp. 1-2, y G . M. A. Richter, Catalogue o f Greek Sculptures in
the Metropolitan Museum o f Art, Oxford, 1954, pp. 51-52. Véase por úl­
timo U. Vedder, «Frauentod-Kriegerstod im Spiegel der attischen
Grabkunst», M DAI, 103 (1988), pp. 161-19 1.
12 W. Peek, Griechische Vers-lnschriften, I, Berlin, 1955, n.° 548 (= IG ,
II/III21907).
11A propósito de los epitafios del cementerio oficial, véase Loraux
1975·

47
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

te» y que el epitafio está compuesto— en contra de lo que


cabría esperar en el Cerámico de Atenas— en dialecto dó­
rico? L o único que no podremos saber nunca es si la fam i­
lia de la joven quería o no conferirle el título de espartana
de honor.14 Pero el texto, con toda evidencia, refleja la si­
metría entre la guerra y el parto. Y, aún más que una sim e­
tría, algo parecido a un intercam bio o, cuando menos, la
presencia de la guerra en los partos.
Baste esto como invitación a ampliar la búsqueda más
allá de las instituciones de Esparta y Atenas, a fin de enume­
rar todo cuanto el imaginario de los griegos puede decirnos
a propósito de esos dos roles cívicos, la madre y el hoplita.

M A D R E , H O P L IT A

Una frase de Jean-P ierre Vernant me servirá de punto de


partida. Se trata de una frase citada con frecuencia, si bien
no siempre se han tomado en consideración todas sus im ­
plicaciones. A l afirmar que «el matrimonio es a la hija lo
que la guerra al hijo»,15 Vernant no olvida ni que el m atri­
monio es también una necesidad para el joven que desea

14 Dos posibilidades explican el empleo del dialecto dórico: i) Cra-


tista, que no tiene un nombre ateniense (en Atenas aparece una sola
Gratisto: n.° 8773 de J. Kirchner, Prosopographia attica, 19 01-19 03), es
una doria que reside en Atenas, y el nombre de Daméneto, que podría
ser espartano, no desmiente tal hipótesis; 2) Cratista es Cratiste, hija de
Daméneto, esposa de Arquémaco, atenienses los dos; nada excluye esta
hipótesis, pues la prosopografía ateniense del siglo iv conocía varios
Daménetos y Arquémacos (véanse los n.os 3265-3267, 3273, 3276 y
2350-2352 de Kirchner, así como los n.“ 3273 y 3276 de J . K. Davies,
Athenian Propertied Families, O xford, 19 71): en ese caso, ¿debe enten­
derse el empleo de la lengua dórica como la concesión a la fenecida del
título de Doria de Honor?
15 J.-P. Vernant, «La Guerre des cités», en Vernant 1974: 38.

48
EL L E C H O , LA G U E R R A

alcanzar su estatuto pleno de ciudadano,I(í ni que, en lo


que concierne a las mujeres, el matrimonio tan sólo se rea­
liza plenamente en la maternidad. E l hecho de que entre la
noche de bodas y la de la concepción haya un lapso de
tiempo, tal como prescribe Platón en las Leyes, o que los
poetas se complazcan en condensar ambas noches en una
sola,17 resulta al fin y al cabo indiferente: tarde o tem pra­
no, la mujer casada se realizará en la m aternidad, pues no
adquirirá plenamente su estatuto de esposa legítima hasta
que haya dado a luz, abandonando así los placeres temibles
a los que la nymphë se entrega a cambio de la continencia
bien temperada de la madre de familia, de la Tesm oforia
que es la única que merece el nombre de álokhos.lS
A lokh os: aquella que comparte el mismo lecho, lékhos.
O, mejor dicho, aquella que está ligada a esa institución19
que es el lecho del esposo. Alokhos, lékhos·. en la G recia de

16 Acerca de la reprobación que merece en Esparta el hombre célibe


(ágamos), véase Plutarco, Licurgo 14-15; notemos que el soltero es trata­
do de «tembleque» (trésas): véase infra, pp. 00-00. E l joven y el matri­
monio: véase P. Schmitt-Pantel, «Histoire de tyran ou comment la cité
grecque construit ses marges», en B. Vincent (éd.), Les Marginaux et les
exclus dans l ’histoire, Paris, 1979, pp. 217-230, en especial 226-227.
17 Véase Platon, Leyes V I 779a-e y, entre los poetas, Antología pala­
tina V I 276 y Eurípides, Ifigenia en Táuride 204 (Ifigenia desdichada
«desde el ceñidor de su madre y la noche aquella»).
18 A propósito de la oposición entre la nymphe y la gyné, véase D e­
tienne 1972: 157-158, así como J.-P. Vernant, «Entre bêtes et dieux»
(Vernant 1974: 147-148). Acerca de la continencia y la reproducción,
véase Kahn 1978: ιο ο -ιο ι. Álokhos, la esposa legítima, se opone a ákoi-
tis, término que designa a la esposa como enamorada (véase Chantraine
1946-1947: 223-225). ¿Puede ser una casualidad el hecho de que, para
designar a Ártemis, diosa casta y encargada de los partos, Platón la ca­
lifique de álokhos, jugando con los dos valores del prefijo a- (*sm: con­
junto; a- privativa)? Cf. Teeteto 149b.
'3 A propósito del lecho, lékhos, como símbolo de la legitimidad del
matrimonio, véase «Le mariage», en Vernant 1974: 81.

49
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

las ciudades, el lecho conyugal no admite broma alguna,


pues se trata del lugar— legítimo, por no decir cívico— des­
tinado a la reproducción. Recordemos que el término con
el que se designa a la parturienta es lekh ó20 y que, en bue­
na medida, el vocabulario del parto, comenzando por la
palabra lókhos (el parto), deriva de él— por ejemplo, el ver­
bo lokheúó o Lokhía, epíteto de Artemis, de la raíz *legh,
«dar a luz»—·. Una etimología admitida casi de manera uni­
versal (por lo menos a partir del lexicógrafo H esiquio)21 se­
ñala la coincidencia entre lókhos como término para desig­
nar el parto y la de lókhos, que, ya desde Hom ero, designa
la emboscada y, más tarde, la tropa arm ada.22 E s por esta
razón por la que Pierre Chantraine puede escribir a propó­
sito de lókhos que todos sus derivados «hacen referencia ya
sea a la noción del parto, ya a un uso m ilitar».23
Es demasiado bonito, no cabe duda: será preciso que a la
gozosa sorpresa del historiador ante esta coincidencia entre
la guerra y el parto le sigan una serie de dudas, a fin de que
tome conciencia de lo que supone fiarse im prudentem en­
te de las etimologías. Son los propios filólogos quienes se
encargan de ello sin dilación: para reducir esta disparidad
de sentidos— «una emboscada no es un parto», señala uno de
ellos— y ahorrarse lo que consideran «acrobacias verbales»,
algunos afirman que «no existe un solo término lókhos, sino
dos, pues se trata simplemente de homónimos».14 E s ésta

20 En Alífera, en Arcadia, un altar de Zeus Lekhéates indicaba, de


acuerdo con Pausanias (VIII 2 6 , 6 ), el lugar donde Zeus había dado a
luz a Atenea.
11 Lókhos·. enédra apô toü lékhous (emboscada, derivado del lecho).
22 M. P. Bologna, «In margine alia interpretazione di om. lókhos»,
Studi e Süggi linguistici, 13 (1973), pp. 207-214, también observa en «gru­
po de hombres armados» el sentido original de la palabra.
23 Chantraine 1968, s. v. lékhetai.
24 Citas de Ch. de Lamberterie, «Lákheia, lakhatnó, lókhos», Revue
de Philologie, 49 (1975), pp. 232-240.

JO
EL L E C H O , LA G U E R R A

una solución de lingüista, que el propio Benveniste aplicó


en más de una ocasión: estriba en postular dos raíces es­
trictamente independientes la una de la otra, con el fin de
reducir el «sentido opuesto» o, sencillamente, la diversi­
dad. A pesar de ello, los lingüistas deberían leer alguna
vez a los antropólogos: quizás entonces les diera qué pen­
sar la extraña y recurrente solidaridad que asocia, a mucha
distancia de la G recia antigua, la emboscada con el par­
to—p o r ejemplo en Borgoña, donde, mientras la esposa
da a luz, el esposo, en la alegre compañía de sus amigos, se
entrega a lo que ellos denominan la «em boscada».25 Pura
coincidencia, dirá sin duda el lingüista— si bien, en este ca­
so, le resulta turbadora— . Y ¿qué decir cuando un griego,
y lo que es más, un griego de gran autoridad, se permite
hacer juegos de palabras con el término lókhos? Esto es lo
que sucede con H esíodo cuando explica, en la Teogonia,
la «em boscada» que prepara Crono para acechar a su p a ­
dre Urano. Retenido por éste y oculto en el seno de su ma­
dre (Gates en keuthmdni·. en el «escondite» de Tierra), al
igual que todos los hijos nacidos de G ea,26 Crono es apos­
tado en emboscada (lókhói) por la propia Tierra, harta del
abrazo de Cielo, y desde este lugar, en un parto que a buen
seguro Urano no había previsto, emerge ek lokhéoio— es­
to es, del orificio m aterno— para segar los genitales de ese
genitor insaciable.27 Resulta un suceso extraño, no cabe
duda, pero ¿cómo negar que aquí Crono es «el hijo del do­

25 Véase Y. Verdier 1979: 51, 57.


16 Hesíodo, Teogonia 158. M . L. West, en su comentario a la Teogo­
nia (Oxford, 19 7 1, ad loe.), reconoce que la expresión podría significar
que los Titanes se hallaban encerrados en la matriz de Gea. Si bien
West, a pesar de todo, duda del doble sentido de lókhos en el texto, R.
Arena admite in extremis su ambivalencia, «Ek lokhéoio (Hes. Th. 178)»,
Mélanges G. Bonfante, I, Brescia, 1976, en especial p. 38.
27 Laurence Kahn ha desarrollado este análisis a propósito de Teo­
gonia 174 y 178 (Kahn 1986: 219).

SI
LA S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

ble sentido»?28 ¿A base de afirmar, una vez más, que se


trata de una simple homonimia? A pesar de todo, debe­
mos constatar que H esíodo, como buen griego, se afana
por reunir ambos lókhos bajo el signo de la ambivalencia.
Más vale tomarse la palabra y los griegos al pie de la letra.
H a llegado el momento de responder a las objeciones
de los historiadores de la Antigüedad: admitamos que no
hay más que un solo término, dicen (me han dicho); pero
en la época clásica— la de las representaciones ortodo­
xas— , la em boscada la tiende un grupo de combatientes
armados de manera ligera, infinitamente menos valorados
que los hoplitas. ¿Cóm o es posible entonces servirse de es­
te detalle de orden lingüístico a la hora de defender la asi­
milación entre la parturienta y el hoplita? Después de to­
do, los valerosos ciudadanos-soldados de Esparta son por
definición los hoplitas. Se trata de una objeción sensata,
pero nunca está de más prevenirse contra el abuso de sen­
satez en la historia... En esta ocasión será Hom ero quien
nos proporcione la respuesta: si la emboscada iliádica {ló­
khos, por tanto) constituye el criterio absoluto del valor es
porque en ella se pone de manifiesto el coraje de los gue­
rreros, «en ella se revela el cobarde y el valiente».29 Ya de
buen principio, y siempre desde el mismo punto de vista,
el del valor, se acentúa el parto en sus relaciones con la
guerra: tanto en los términos utilizados— que no han olvi­
dado el griego de H om ero— , con la contigüidad del parto
y la emboscada, como en la ideología clásica, con la im po­
sición del modelo hoplítico.
Retomemos ahora, con júbilo renovado, nuestro reco­
rrido por las representaciones guerreras de la maternidad.
A primera vista, parece simple pensar en aquello que,
en las póleis, asocia la m aternidad a la guerra: la madre es

18 Kahn 1986: 221.


2’ Iliada X III 277-278 y 285; véase infra, pp. 170-192.

52.
E L L E C H O , LA G U E R R A

una productora de hoplitas. Es lo que decía G orgo, aque­


llo a lo que tiende la paideía de las mujeres en Esparta. N o
es posible lanzar peor im precación contra una com uni­
dad que la del deseo de aniquilar incluso al «hijo en el
vientre de la m adre»— la futura ciudad en el vientre de las
madres-—·, del m ism o m odo que, en sen tid o in verso ,
las bendiciones que, en Esquilo, las Danaides suplicantes
desean que recaigan sobre Argos conjugan el parto feliz
de las m adres con la dom esticación de A res, dios que da
muerte a los hom bres jóvenes.30 D e manera que dar a luz
significa producir hijos para la ciudad y, en las Suplicantes
de Eurípides, tragedia de la m aternidad de luto, las m a­
dres de los Siete contra Tebas se duelen de aquello de lo
que antes se sentían orgullosas: kourotókoi, engendrado-
ras de hijos, ellas, las siete madres, habían dado a luz a sie­
te koúroi,3' En contadas ocasiones se hace referencia al
nacimiento de las hijas, como si la ciudad pudiese prescin­
dir de esas futuras reproductoras; bien es cierto que al dar
hijos a las m adres, el imaginario griego lleva a cabo de un
modo sim bólico la integración siempre problem ática de
las mujeres en la ciudad: hermosa operación que les asig­
na para siempre el lugar de la m ediación entre los hom­
bres, conjurando de paso el fantasma siempre amenazan­
te de la reproducción del génos gynaikdn (de la «raza de
las mujeres») en circuito cerrado.32 En resumen, a partir de
la lectura de los textos, de los cómicos desde luego, pero
también de los trágicos, uno podría llegar a la conclusión
de que las m ujeres griegas, lo mismo da que se llamen
Andróm aca o Lisístrata, tan sólo dan a luz a hijos va-

30 Iliada V I 57-59 (donde el niño es llamado kottros); Esquilo, Su­


plicantes 636-702.
3J Eurípides, Suplicantes 954 y 963-964 (donde los hijos, futuros
guerreros, son denominados koúroi}·, véase también 54. A propósito de
estos pasajes, Calame 19 77: 292-293.
32 Loraux 1981b: 75-117.

53
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

roñes,33 y la parábasis de las Tesmoforias expresa la única


reivindicación decorosa que pueden form ular las mujeres
de Atenas, al solicitar un lugar de honor para la m adre del
buen ciudadano— quien, sin lugar a dudas, ocupa su pues­
to al lado de los hoplitas.34
D os textos, un fragmento trágico y un pasaje de una
comedia, expresan con total claridad el pensamiento cívi­
co de la m aternidad. E l fragmento trágico son unos versos
célebres del Erecteo de Eurípides, citados por Licurgo en
su discurso Contra Leócrates. D ado que su intención es
acusar a Leócrates de lipotaxía, esto es, de abandono de su
puesto, el orador ateniense multiplica los ejemplos ed ifi­
cantes de conducta hoplítica, antes de evocar a una mujer
que ha osado sacrificar a su hija por la salvación de la ciu­
dad. Una madre, una hija: esta conjunción, que podría
constituir una simple anomalía en el seno de la elocuencia
patriótica de Licurgo, contribuye en realidad a la mayor
gloria de la ortodoxia. L a madre, bien es cierto, es la es­
posa del autóctono Erecteo; ella anuncia que corresponde
a la ciudad servirse a su conveniencia de los partos de las
mujeres (lokheúm asin), condena las lágrimas que vierten
las madres ante la partida del hoplita, y pronuncia este v o ­
to que vale por todos los largos discursos:

Si hubiera en mi palacio, en lugar de hembras, un vastago


masculino y la llama enemiga invadiera la ciudad, ¿no lo
habría enviado al combate de la lanza, afrontando antici-

Jí Por ejemplo: Aristófanes, Asamblea de las mujeres 233-234, 549;


Tesmoforias 514 ss.; Lisístrata 589-590 y 748; Eurípides, Andrómaca 24-25
(Andrómaca es una mujer griega por su nombre y su integración en el
otkos de Neoptolemo); Electra 652.
'4 Tesmoforias 830-839. Observemos que la madre del buen ciuda­
dano ha traído al mundo a un taxiarca o a un estratega, mientras que la
madre del cobarde ha dado a luz a un trierarca o a un piloto: marineros
ambos. La desvalorización del mar se halla siempre presente.

54
E L L E C H O , LA G U E R R A

padamente su muerte? ¡Ojalá tuviera yo hijos capaces de


combatir y destacar entre los hombres, y que no fueran va­
no ornamento para la ciudad!35

En una palabra, como carece de un hijo varón, la solución


de Praxítea estriba en utilizar a una de sus hijas como si
fuese un hoplita abocado a la muerte. Para no ponernos
tan trágicos, las declaraciones de la corifeo de la Lisístrata
también resultan muy instructivas. D irigiéndose a los ciu­
dadanos, un auditorio masculino que se ha congregado para
reírse de las mujeres, afirma que ella «ha pagado su cuota»
en forma de una contribución en hom bres36 y contrapone
su civismo a la conducta infame de los ancianos del coro,
que han despilfarrado los fondos reunidos por los antepa­
sados en los tiempos de las Guerras M édicas sin haber p a ­
gado en contrapartida su contribución de guerra. Eispho-
rá es el término utilizado para designar la contribución de
guerra y éranos el que designa el fondo de los antepasados,
pero, al mismo tiempo, la palabra éranos sirve para indicar
la contrapartida de las mujeres, y el verbo eisphérein para
definir su contribución en hombres. Se trata, sin duda al­
guna, de una manera de poner frente a frente estos dos
comportamientos antitéticos: las mujeres producen hijos,
los ancianos dilapidan la herencia ancestral. Pero es tam ­
bién (ya que en la Lisístrata no hay una sola palabra que no
duplique su acepción habitual en un segundo sentido,
equívoco si se quiere, pero bastante claro) una manera de
decir que si hay hombres es gracias a las mujeres, puesto
que los ancianos ya no se hallan en condiciones de p ro ­
porcionar una contribución viril. Pero la polisemia del

35 Erecteo, fr. 5 Austin (citado por Licurgo, Contra Leócrates 100),


22-27.
36 Soportar la guerra «por partida doble», cosa que significa: 1) dar
a luz, 2) enviar a la guerra a los hijos como hoplitas (Lisístrata 589-590).

55
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

texto no se acaba aquí, y lo que confiere a estos versos su


significado pleno es posiblem ente aquello que no se dice:
que el término éranos también se utiliza, en Atenas, para de­
signar ese don gracioso del ciudadano para con la ciudad37
que supone el abandono de la vida en la bella m uerte.38

Los hombres entregan su vida, las mujeres entregan a sus


hijos. Un paralelism o simple, demasiado simple quizá, que
una heroína trágica nos ayudará a superar.
Una heroína llamada M edea, que sacrificará a sus p ro ­
pios hijos como culminación de su venganza de mujer aban­
donada, ella que, sin embargo, conoce el peso de la m ater­
nidad. Es bien conocida su exclam ación, colofón de un
discurso perfectam ente articulado a propósito del sufri­
miento que conlleva ser mujer:

Dicen que nosotras vivimos en casa una vida exenta de pe­


ligros, mientras ellos combaten en la guerra. ¡Insensatos!
Preferiría aguantar a pie firme con el escudo tres veces an­
tes que dar a luz una sola.39

37 A propósito de éranos, contribución voluntaria en el seno de un


sistema de reciprocidad aristocrática, véase Gernet I9 6 8 :i8 5 y i9 2-199,
así como J. Vondeling, Eranos, Utrecht, 19 61, y O. Longo, «Eranos», M é­
langes E. Delebecque, Univ. de Provence, Aix, 1983, pp. 247-258.
38 La conexión entre Lisístrata 6 51-655 y Tucídides, II 43,1-2 (epita­
phios de Pericles) se debe a J. Vondeling (op. cit., cap. vu), y, recien­
temente, O. Longo se ha referido a la misma en un artículo titulado
«La Morte per la patria» (Studi italiani di Filología classica, 49 [19 77],
pp. 5-36), en el que insiste en la bella muerte como intercambio: la vida
del ciudadano a cambio de la gloria.
Eurípides, Medea 248-251. Medea, madre asesina que hiere de es­
te modo a su marido a través de sus hijos: véase N. Daladier, «Les mères
aveugles», Nouvelle Revue de Psychanalyse, 19 (1979), pp. 229-244, y
sobre todo 240.

56
E L L E C H O , LA G U E R R A

Por decirlo en una palabra, a la división griega tradicional


de las tareas entre ambos sexos, M edea objeta que el hecho
de dar a luz constituye en sí mismo un combate más peli­
groso que el que ha de librar el hoplita. A l hacer esta afir­
mación, M edea no innova más que por exceso, pues, en lo
que respecta a toda la tradición griega, el parto es visto co­
mo un combate, o por lo menos como una prueba, digna de
ser definida con el nombre de pónos .40 De hecho, pónos es
uno de los términos con los que se designa el dolor del par­
to, tanto en la poesía como en la prosa, y de manera muy es­
pecial en el Corpus hipocrático, que no disimula en absolu­
to sus peligros.4' E s evidente que el autor de Sobre la dieta
reserva para los varones un género de vida basado en el es­
fuerzo (epíponos);42 es evidente asimismo que, más allá de
la oposición entre los sexos, el autor del cuarto libro de las
Enfermedades se sirve de la palabra pónos para designar
cualquier sufrimiento que pueda sobrevenir y perdurar,
pero este mismo autor sabe también que las mujeres sufren
(ponéontai) durante el parto, sobre todo la primera vez;43 y
hay algún otro escrito ginecológico en el que se evocan ôdî­
nes kat pónoi, los dolores y el esfuerzo del parto.44

40 Véase infra, pp. 114-115.


4‘ Algunos ejemplos: Eurípides, Suplicantes 9 2 0 ,1135-1136 ; Plutarco,
Teseo 20, 5 (symponein); Corpus hipocrático: Sobre la naturaleza del niño
30, ri; Sobre las enfermedades de las mujeres (ed. Littré) 1 1, 36, 42, 46, 72.
41 Sobre la dieta 34, 1: oposición entre la epiponôtérë diaitë de los
machos y la rhaithymôtérë diaitë de las hembras; véase también H ipó­
crates, Sobre las glándulas 573 (Littré). Es de señalar que, en el tratado
Sobre la dieta, pónoi designa los ejercicios, el endurecimiento, por opo­
sición a la rhaithymíé (2, 2-3; 32, 3-6, etc.).
43 Acerca del sentido general, véase Enfermedades IV, passim (por
ejemplo 35, 4; 36, 2; y 37, x) y, acerca del parto, Sobre la generación 18, 2
(la primípara; cf. Sobre la naturaleza del niño 30, 2), así como Sobre la
naturaleza del niño 3 0 ,11.
44 Sobre el feto de ocho meses 4, 3; pónos como sufrimiento gineco­
lógico en este tratado: 3 ,1; 4, 2; 10, 3 (parto).

57
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

Ahora bien, por regla general, es en el universo mas­


culino donde nos aparece pónos, como término que desig­
na aquello que el varón ha de saber soportar a fin de llegar
a convertirse en un hom bre— así, en Esparta, el joven ha
de aprender a endurecerse ante el pónos— ,45 Pónos: nom ­
bre que designa el esfuerzo prolongado, el sufrimiento; el
mismo que embarga a los guerreros aqueos de la lit a d a ,
atrapados en una guerra interminable; el del hom bre he­
siódico, separado por siempre jamás de los dioses y con­
denado a la dura vida llena de esfuerzo del cam pesino.46
Pónos sirve también, en época clásica, para designar los
trabajos de los héroes— los trabajos de H eracles, tradicio­
nalmente designados como âthloi, si bien, en Sófocles y
Eurípides, reciben el nombre de pónoi; también los trabajos
de Atenas, ciudad-héroe en la oración fúnebre que pronun­
cia Pericles en la obra de Tucídides— ,47 ¿Es posible que
dar a luz signifique superar «la prueba viril más dura de la
m ujer»?48 En este sentido, la meta extrema de la fem ini­
dad estribaría en salir de la feminidad y, si es cierto que el
parto supone la culminación del m atrimonio,49 también le

45 Plutarco, Licurgo i 6, io; Critias, fr. 6, 25-27, DK.


46 Pónos de los aqueos: por ejemplo Iliada V 567; X II 348 y 356;
X III 239 y 344; X IV 429; X V 416; X V I 568 y 726; X V I I 41, 8 2,158, 401,
718. Cf. Píndaro, Istmicas V I 54. Pónos del campesino hesiódico, sino
de los mortales; Trabajos 92 y 113.
47 Trabajos de Heracles como pónoi: por ejemplo Eurípides, Hera­
cles 22, 357, 388, 427, etc.; Sófocles, Traquinias 70, 170 , 825; Filoctetes
1419 . Como âthloi·. Iliada V III 362-363; X IX 133; Odisea X I 618-626;
Himno homérico a Heracles 5; Teogonia 951; Píndaro, Istmicas V I 49; al­
gunas apariciones en Sófocles, Traquinias 36 y 80; Filoctetes 508-509, y
en Eurípides, Heracles 823; en Diodoro y Apolodoro, se trata del térmi­
no habitual para designar los doce trabajos. Pónoi de Atenas en la ora­
ción fúnebre: Tucídides, II 38 ,1.
48 Esta expresión se la debo a Jean-Pierre Vernant (en una conver­
sación privada).
45 Resulta interesante la indicación de Eurípides (Ifigenia en Táuri-

58
EL LEC H O , LA GU ERR A

conferiría a la mujer un poco de la gloria de los hombres.


Es verdad que, en ese combate, la mujer invierte algu­
nos de los signos de la virilidad. Tanto para afrontar la
guerra como para acceder al estatuto de ciudadano, el hom ­
bre griego debe ceñirse;50 por el contrario, la m ujer que se
halla de parto ha desanudado su cinturón,5' el mismo ce­
ñidor bajo el que, al decir de los textos, ha llevado a su hijo,
el cinturón que volverá a vestir cuando celebre la ceremo­
nia de purificación posterior al parto51— por mencionar
tan sólo alguna de las fases de «ese juego sutil de quitar y
poner la zóné, que marca el ritmo de la vida sexual de la
mujer griega»— .53 Cosa que quiere decir que el gesto está
ahí, aunque sea de manera invertida, y establece una rela­
ción entre la maternidad y el combate. Y cuando las Su ­
plicantes de Eurípides afirman que han llevado a su hijo
«bajo su hígado»,54 convendría quizá ver en estas p a la­

de 1464-1466) a propósito d éla dedicatoria a Ifigenia de los bellos lien ­


zos y los mantos dejados en sus casas por las mujeres cuya vida se ha visto
truncada a consecuencia de un parto; el lienzo, y sobre todo el manto,
constituye un símbolo del matrimonio, y la muerte de parto exalta en
Braurón el matrimonio.
s° A propósito de la doble connotación, masculina y femenina, del
ceñidor, véase Schmitt 19 77, así como Detienne 1979: 85.
51 E l cinturón desceñido délas parturientas (cf. Píndaro, Olímpicas
V I 39 y Calimaco, Himno a Délos 209 y 222; para las representaciones
figuradas, véase P. Devambez, «Le m otif de Phèdre...», pp. 124-125)
prueba que Ilitía las ha desligado (por ejemplo: Eurípides, fr. 696
Nauck1, 4-8); Kahn 19 7 8 :10 3-10 4 .
Llevar bajo la cintura: Esquilo, Coéforas 992; Euménides 607, así
como Himno homérico a Afrodita 255 y 282, y Eurípides, Hécuba 762.
Una inscripción del Asklépieion de Mileto evoca un sacrificio que de­
ben realizar las mujeres que acaban de dar a luz, ya ceñidas: Th. Wie-
gand (ed.), Milet. Ergebnisse der Ausgrabungen und Ontersuchungen
seit dem Jahre 18 9 9 , 1, 7, Berlín, n.° 204b 9.
53 Schmitt 19 77: 1063.
54 Eurípides, Suplicantes 918-920.

59
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

bras, más que una indicación de carácter fisiológico, la


manera como las mujeres se sitúan en relación con el uni­
verso del guerrero. Parte vital del cuerpo, el hígado habría
protegido al niño; la reflexión ginecológica de los griegos
nada dice al respecto, pero en los escritos médicos se m en­
ciona el estado crítico de la mujer que resulta herida en el
hígado durante el parto, puesto que una herida en el híga­
do se cuenta entre las heridas de carácter m ortal.55 Ahora
bien, en principio la herida en el hígado es una herida p ro ­
pia de los hombres. E l combatiente homérico cuyas rodillas
se quiebran es golpeado en el hígado, por debajo del dia­
fragm a; es al hígado de su adversario adonde apunta sin
dudarlo el antagonista; también el suicida se golpea en el
hígado, independientem ente de que sea un hom bre o una
mujer quien opte por suicidarse de esta manera m asculi­
n a.56 De modo que, invertidos o desplazados, los signos de
la guerra se hallan en el corazón mismo de aquello que los
griegos expresan a propósito de la maternidad.

Esta guerra femenina queda bajo la protección temible de


Ártem is, «diosa mujer», pero al mismo tiempo diosa v ir­
gen a la que su rechazo del matrimonio permite asociar sin
dificultad al universo del combate, donde en ocasiones fi­

55 E l hígado, órgano vital: véase J.-P. Vernant, «À la table des hom­


mes», en Detienne-Vernant 1979: 87-91, así como J. Dumortier, Le Vo­
cabulaire médical d ’Eschyle et les écrits hippocratiques, Paris, 2’ éd.,
19 7 5> PP- 18-20. E l hígado en las enfermedades femeninas: Hipócrates,
Sobre las enfermedades de las mujeres I 7, 32 y sobre todo 43; la herida
mortal en el hígado: Hipócrates, Epidemias V 62 y V II $r, Aforismos V I
18 y Prenociones de Cos 499.
56 E l hombre herido en el hígado: Iliada X III 4 12 y X V I I 350; E u rí­
pides, Venidas 1422. Suicidios de hombres: Eurípides, Heracles 1149;
Orestes 1063-1064; Helena 983; suicidios de mujeres, véase Loraux
1985: 88-91.

60
E L L E C H O , LA G U E R R A

gura al lado de A res.57 Pero Artemis también interviene—


y de una manera decisiva, además— en la vida de las m uje­
res. Ella es Lokhía, Partera, y, dado que actúa de común
acuerdo con las Ilitías, protectoras divinas del parto,58 a
veces recibe el nom bre de Ilitía.59 Ahora bien, como decía,
la protección de Artem is resulta temible y, al invocar su
nombre, uno se adentra en la zona inquietante en la que el
parto no es sinónimo de gloria, sino de im pureza,60 en la
que el nacimiento del hijo comporta en más de una oca­
sión la muerte de la madre. Para las ciudades de los hom ­
bres, la diosa es al mismo tiempo Salvadora (SÓteira) y Te­
mible (H agné)61 y, en consecuencia, para las mujeres, ella
es Soôdinë, la «que presta ayuda en los fuertes dolores»
del parto, las socorre, si bien, en el mismo himno, Calim a­
co señala que, por obra suya, «en las ciudades de los m al­
vados, las mujeres mueren de parto de un golpe súbito»
(,bletaí: heridas por un flechazo).62 Pues Artem is da m uer­

57 Ártemis combate al lado de Ares en la guerra de Troya en los can­


tos X X y X X I de la litada', interviene junto a él contra los hijos de Bele-
rofonte (VI 200 ss.). Recordemos que, hijo de Zeus y Hera, Ares es her­
mano de Ilitía y de Hebe (Hesíodo, Teogonia 921-923).
sS E l trabajo que está realizando Angeliki Rovatsou a propósito de
la mitología del parto en la Grecia antigua aportará numerosos detalles
acerca del modo de intervención propio de las Ilitías.
59 Ártemis Lokhía-, Eurípides, Suplicantes 958; Ifigenia en Táuride
109 7, y también en una ley de Gambreo (Sylloge3, 1219); Ártemis Eilei-
thuia-, en Beocia (Orcómeno: AthenischeM itteilungen, 7 [1882], p. 357),
por citar tan sólo algún ejemplo de estas dos apelaciones.
60 A propósito de la impureza de las mujeres embarazadas y de las
parturientas, véanselas observaciones de L. Moulinier, Le pur et l’impur
dans la pensée et la sensibilité des Grecs jusqu’à la fin du IV e siècle av.J.-C.,
Paris, 1952, pp. 66-71.
61 Ártemis SÓteira: Pausanias, II 31, i (Corinto). Hagné: véase, a
propósito de hagnós, de lo divino y de la impureza, J.-P. Vernant, «Le
pur et l ’impur» (Vernant 19 74 :138 -139 ).
61 Calimaco, Himno a Artemis 20-22 y 126-127; Soôdinë-, IG , V II
3407 (Queronea).

61
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

te a las mujeres en el parto, del mismo modo que, por lo


general, suele provocar la m uerte súbita de las m ujeres
con sus flechas de A rquera.63 D e todas maneras, conven­
dría precisar si esta diosa no es, como pretende Calim aco,
terrible a propósito. A hora bien, sobre este punto, al igual
que sobre todo cuanto la rodea, reina un m isterio opaco:
aun cuando la muerte súbita sea en ocasiones celebrada
por su dulzura, la muerte de parto no inspira sino terror a
la mujer embarazada, que recela de las flechas de la dio­
sa64 y, por boca de H era, una boca autorizada, puesto que
es la protectora del matrimonio, la litada constata que Zeus
ha convertido a Ártem is en «un león» (léonta) para las m u­
jeres al perm itirle «dar muerte a la que le plazca».65
¿Un león? En general se suele traducir por una leona:
un escolio a este verso de la litada apoya esta traducción, y
de sobras es sabido que, en la epopeya, no existe el fem e­
nino de un buen número de nombres de animales.66 A d ­
mitamos, sin embargo, que se trate de un león, aunque p a­
rezca imposible: una hipótesis, una vez sugerida, debe ser
puesta a prueba, por no mencionar las cuestiones de co­
herencia textual (si la leona es considerada maternal sin
ningún problem a, Ártem is resultaría una madre más bien
extraña para las mujeres). Pero si Ártemis es un león— es

6> Véase Iliada V I 205; X X IV 606-609; Odisea X I 324; X V 478; Al-


ceo, fr. 390 Campbell (acerca de las flechas de Ártemis: «Vosotras ha­
béis vertido la sangre, phónos, de las mujeres»). A l igual que ocurre en
la litada a propósito de los guerreros, phónos significa a un tiempo el
asesinato y la sangre.
64 Muerte dulce: Odisea X I 172; X V 410; X V II 202; 60-81. E l miedo
a las flechas de Ártemis: Antología palatina V I 271 y 273.
ύί litada X X I 483.
66 Stella Georgoudi ha llamado mi atención sobre este punto. A
propósito de la cuestión del género del nombre de los animales, véase su
artículo, «Le mâle, la femelle, le neutre. Variations grecques sur le jeu
des sexes et ses limites dans le monde animal», en prensa.

62
EL LECHO, LA G U ERR A

decir, un guerrero— ,67 ¿cómo hemos de entender la afir­


mación de Hera, en un contexto en el que la esposa de Zeus
niega precisamente al arco de Ártemis cualquier valor gue­
rrero auténtico, o lo que es lo mismo, cualquier valor guerre­
ro en el mundo de los hombres (pues, de hecho, en ese m un­
do, el arco constituye el símbolo de los bastardos, de los
traidores, de los extranjeros)?68 Lo único que le queda a
Ártemis es, pues, la gloria incierta de enfrentarse a las m u­
jeres, y es tan sólo frente a las mujeres cuando la diosa, que
no resulta en realidad ni maternal ni asimilable a un gue­
rrero normal, se muestra como un león. Vemos reaparecer
de este modo la guerra, pero una guerra en femenino. Con
frecuencia compasiva, pero siempre susceptible de tornarse
en adversario, la virgen Ártemis arrastra a las mujeres a un
combate; pero se trata de un com bate que nada tiene que
ver con una batalla con igualdad de armas como las de los
hoplitas. En el mejor de los casos, este combate se aleja del
modelo hoplítico por el hecho de que nada se asemeja m e­
nos a la bella muerte, muerte asumida, elegida, conquista­
da, que la muerte súbita, muerte dada y recibida a espaldas
de la víctima, muerte paradójicamente dulce, pero carente
por completo de gloria. En el peor, se trata de algo pareci­
do a una guerra de aniquilación69 que se perfila en el hori­
zonte del pónos de las mujeres. Más allá del modelo viril y
cívico del combate leal y de la prueba libremente asumida,
existe la obsesión por las flechas de Ártemis.
Es posible que todo ello, a fin de cuentas, nos lleve
hacia otro universo diferente del de los enfrentamientos

6 7 La leona como madre: Eurípides, Medea 181-188; el león y la gue­


rra: véase A. Schnapp-Gourbeillon. Lions, héros, masques, París (Mas-
pero), 1981.
118 E l arco, arma devaluada: véase P. Vidal-Naquet, «Le cru, l ’enfant
grec et le cuit» (en Vidal-Naquet 1981: 193).
69 Y, de hecho, ésa es la guerra de Ártemis, de acuerdo con Pierre
Ellinger: véase Ellinger 1978.

63
LA S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

hoplíticos, que resulta paradigmático e inequívocamente


masculino: hacia el dolor de las mujeres, simplemente. No
obstante, antes de adentrarnos en el continente de los « d o ­
lores negros», conviene señalar que, en ocasiones, los tér­
minos de la relación entre la guerra y el parto se invierten.
Esto ocurre en un pasaje de la Ilíada donde, para sor­
presa del lector, Menelao se coloca junto al cadáver de P a­
troclo para defenderlo «com o al lado de una ternera la
madre primeriza, gimiendo de dolor, desconocedora hasta
entonces del parto». Y añade el poeta: «A sí se apostó el
rubio Menelao junto al cuerpo de P atroclo.»70 Patroclo
acaba de caer y su alma ha escapado ya, llorando su juven­
tud; de inmediato Menelao se abalanza en medio de la tor­
menta guerrera para salvar el cuerpo del héroe. ¿Q ué lec­
tor podría esperarse esta imagen tan melancólica y tierna
del nacimiento? ¿E s acaso una manera de expresar el peli­
gro que corre así M enelao? Es cierto que el primer parto
de una mujer supone una prueba terrible;71 pero, entre ese
pónos y el frenesí del Atrida, «furioso por matar a quien se
le enfrente», media una distancia infranqueable. ¿O bien
hemos de insistir, siguiendo el ejemplo de los escoliastas,
en la figura simbólica de la madre, cuyos gemidos de dolor
y ese amor tan tierno y atento exaltan la devoción del gue­
rrero hacia el héroe m uerto? Es cierto que existe otro
guerrero homérico, de entre los más valientes, que se com­
porta de un modo maternal en pleno combate. Me estoy
refiriendo a Áyax, cuyo escudo, en un extraño pasaje del
canto VIII, es como un vientre materno para Teucro.72 Pe-

70 Ilíada X V II 4-6.
71 Hipócrates, Sobre la naturaleza del niño 18, 2.
72 Ilíada V III 266-272. La comparación del escudo con un vientre
está tan sólo implícita en el texto: Homero no es Aristófanes (cf. J. Tail-
lardat, Les images d'Aristophane. Etudes de langue et de style, París, 2a
éd., 1965, p. 69); pero el vocabulario utilizado (dysken y, sobre todo,
kryptaske, que recuerda el empleo del verbo krÿptein a propósito de un

64
E L L E C H O , LA G U E R R A

ro resulta que Teucro es un arquero, la som bra de Àyax, y


por esta razón puede «refugiarse como un niño detrás de
su m adre». Pero, ¿a quién se le ocurriría comparar a P a­
troclo, combatiente caído en primera fila y prototipo de la
bella muerte, cuyo cadáver constituye el bien más precia­
do,73 con la figura frágil de una ternera recién nacida? Es
conveniente, sin duda, tratar esta comparación como un
todo en el que no es posible detallar los elementos; se p o ­
dría afirmar entonces que la relación entre Menelao y P a­
troclo, basada en una atenta protección, es semejante a la
que se establece entre una madre y su hijo. Pero ocurre
que, después de tanto razonamiento, lo cierto es que a un
lado de esta analogía se halla la muerte, y al otro el naci­
miento... Es forzoso constatar que el texto conserva—y
quizá sea mejor así— su extrañeza. Quizá fuese posible
arrojar algo de luz al respecto por medio de nuevas inda­
gaciones entre las representaciones del combate y las del
nacimiento.74 Me detendré aquí por el momento, a fin de

embarazo; del mismo modo, en el momento de la «emboscada» de Cro­


no, Gea «oculta» a su hijo [apokryptaske]·. Teogonia 157) no deja duda al­
guna sobre el sentido del texto. También las diosas pueden llegar a
comportarse «como madres» junto a los héroes en el combate; así lo ha­
ce la virgen Atenea con Menelao (litada I V 130-132) y con Ulises (X X III
783) y, cosa más normal, puesto que se trata en verdad de su madre,
Afrodita con Eneas (V 311-317).
73 Vernant 1982.
74 Podríamos, por ejemplo, comparar la imagen del nudo de la lu ­
cha brutal (Ilíada X III 358-360; X IV 389; X V II 401) con los lazos en
ocasiones maléficos de Ilitía; la lucha brutal no tiene salida cuando los
dioses aprietan el nudo, y quiebra las rodillas de los hombres: ¿es pre­
ciso recordar que la mujer pare de rodillas (Pausanias, V III 48, 7-8;
Himno homérico a Apolo 117 ; representación de Ilitía de rodillas: Enci­
clopedia dell’arte antica, s. v. «Ilizia»; relación de las rodillas con la pro­
creación: Onians 19 54:174-18 2) y que los lazos de Ilitía impiden el par­
to? Por otra parte, nacer significa para un niño (en este caso Heracles)
«caer a los pies de una mujer» (X IX 11 o); ¿se trata acaso de una prefi­

65
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

no adentrarme en un terreno conjetural en exceso, no sin


señalar que, de seguir por esos caminos confusos, se deri­
varía rápidamente— se ha derivado ya— de la belleza de la
guerra hacia la guerra que causa mal.
¡Paciencia! H a llegado el momento de hablar, antes
que nada, del dolor de las mujeres.

EL NOMBRE FEM EN IN O DEL SU FRIM IENTO

Después del embarazo, al que numerosos textos se refieren


como una carga, viene el sufrimiento, del que se encargan
las Ilitías mogostókoi (de los nacimientos difíciles),75 los
g r ito s/6 sin que falte jamás el dolor que es «exactam ente
como el fuego».77 Existen palabras para designar este do­
lor que desgarra y del que se afirma que es indecible:78 ódt-

guración inquietante de la muerte del guerrero, que cae a los pies de su


adversario?
75 Mogostókoi·. Iliada X I 270; X V I 187 y escolios; este término es
puesto en relación con mókhthos·. Eurípides, Heracles 280-281; Medea
12 6 1 (penas de la maternidad para Mégara y para Medea). Mogostókoi,
las Ilitías (o Ilitía) son polystonoi, las que provocan gemidos: véase G .
Kaibel, Epigrammata Graeca, Berlín, 1878, 241a, pero también reciben
el nombre depraiím étis (benévola) (Píndaro, Olímpicas V I 43). Por re­
gla general, aparecen bajo este segundo aspecto: véase Píndaro, Píticas
II 7-12, para el desdoblamiento Ilitía, la que protege a las madres/Arte-
mis, la que da muerte a las mujeres.
76 A propósito de los gritos (cf. Plutarco, Teseo 20, 7), véase Sófo­
cles, Edipo rey 173 (ieíón kamátón)·. iéios, al que se invoca con el grito de
de iépaión, constituye tanto un apelativo de Apolo como un adjetivo ca­
lificativo de aquello a lo que acompañan los gritos de dolor (cf. J. Car-
lier, «Apollon» [Bonnefoy 1 9 8 1 : 1, 50-55]).
77 Pausanias, V II 23, 6 (estatua de Ilitía Pyrphóros en Egio).
78 Los dolores de Leto (Calimaco, Himno a Délos 6 0 ,12 4 , 202), de
pura amékhaníé (ibid., 2 10-211), resultan inefables en el Himno homéri­
co a Apolo (91-92).

66
E L L E C H O , LA G U E R R A

nes es la palabra tópica; este término describe el parto en


su momento álgido y revela el sufrimiento de la mujer79 e
incluso su consecuencia, el hijo; pero, para describir cada
dolor en su desgarradora penetración, la lengua de los poe­
tas, siguiendo el modelo de la de los médicos, emplea ha­
bitualmente la palabra odynë .8o Es verdad que la extensión
de este término no se limita al campo de los sufrimientos
femeninos, pero, debido a sus connotaciones tétricas y al
hecho de que se aplica al mal que penetra y atraviesa la
carne81— con frecuencia localizado en el tórax y el vien­
tre— ,82 este término genérico del dolor físico («pain of
body», como traducen los ingleses) ocupa su lugar, un lu ­
gar privilegiado, en los escritos ginecológicos83 y de mane­
ra muy especial en las descripciones del parto. E s de seña­
lar que odynë suena al oído prácticamente como ôdînes ,

79 A propósito de ódís como término que designa en Esquilo al hijo


en relación con la madre, en tanto que tókos lo designa en relación con
el padre, véase J. Dumortier, L e vocabulaire medical..., pp. 27-28. Es de
señalar también que, en los ejemplos citados por Dumortier, ódís, debi­
do a un redoblamiento de lo femenino, caracteriza a la hija, mientras
que tókos es el término que se aplica al hijo.
80 Véase Ilíada X I 260 ss., e Hipócrates, Sobre las enfermedades de
las mujeres 1 35,38, 43, 56, 59, 65; I I 113, 1 3 9 ,1 4 4 ,1 7 2 (parto o contexto
ginecológico).
81 Dolores negros (Ilíada I V 19 1; X V 394). E l negro y la tiniebla van
asociados a lo femenino (por ejemplo Esquilo, Euménides 665); véase
Ramnoux 1959. Odynë y la penetración: véase la etimología del Crátilo
419c (odynë derivado de dynó, hundirse; Mawet 19 79: 43, n. 22).
82 Dolor en el hígado, en la espalda: Hipócrates, Enfermedades IV
36, 2 y 54, 6 ; dolor en el vientre: Hipócrates, Epidemias V 232, 368; E n ­
fermedades IV 54, 6; dolor en el intestino: Aristófanes, Tesmoforias 484,
Hipócrates, Sobre la dieta III 8 2 ,1; dolor en los riñones: Esquilo, fr. 361
Nauck2. Cabe citar también a Jenofonte, Helénicas V 4,58 (dolor de una
hemorragia interna).
83 Véase, por ejemplo, Sobre el feto de ocho meses 3, 2 y las numero­
sas apariciones de la palabra odynë en el tratado Sobre la naturaleza de
la mujer.

67
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

cosa que facilita el deslizamiento de una palabra hacia la


otra,84 y hace del parto el lugar específico de esos «dolores
que atraviesan el cuerpo».
De modo que las mujeres sufren, y tienen hijos. En el
momento en que el hijo deja de ser la prolongación exclu­
siva del padre, puede ocurrir que, nacido en medio de los
dolores maternales, adquiera simplemente de ellos el nom ­
bre: para la Yocasta de las V enidas, pónos es uno de los
nombres de Edipo y, para decir que, al sacrificar a su hija,
Agamenón ha dado muerte a su propia hija, Clitemnestra
se refiere a Ifigenia con el nombre de ódís.*5E s como si, en
la relación de la madre con su progenie, el tiempo se detu­
viera en un nacimiento sin fin. En esta suspensión del tiem­
po, hay lugar para una cierta aprehensión de la feminidad,
y todos los discursos a propósito de la «m isoginia» de los
griegos no bastan para disimular el hecho de que ha habi­
do griegos de sobra— y, por añadidura, hombres griegos—
que se han ejercitado en esta aprehensión.
H a habido hombres que intentaron delimitar esta fe­
minidad de la que las comadronas {matai) constituyen tes­
timonios privilegiados— aunque m udos— ;86 por ejemplo,
en los escritos de carácter médico, bajo la rúbrica de «en ­
fermedades de las m ujeres»,87 esas enfermedades de las

84 Relación semántica— y quizás etimológica— estrecha: Mawet


19 79:37.
85 Pónos: Esquilo, Agamenón 54; Eurípides, Fenicias 30. Odís: P ín­
daro, Olím picas^I 31; Esquilo, Agamenón 14 17-14 18 ; Eurípides, Ión, 45;
Ifigenia en Táuride, 1102.
86 La distancia entre las comadronas y la mujer se mantiene de so­
bras gracias al estatuto, no sexualizado por definición, de la mata (cf.
Platón, Teeteto i49b-c): véanse las observaciones de N. Daladier, «Les
mères aveugles», pp. 242-244, a las cuales podemos añadir las de Olen-
der 1985: 41-51 (a propósito de las nodrizas).
87 Acerca de este concepto, véase G. E. R. Lloyd, Science, Folklore
and Ideology. Studies in the Life Science in Ancient Greece, Cambridge,
1983, pp. 58-111, asi como Manuli 1983: 154-162.

68
EL LEC H O , LA G U ERR A

que ellas no se atreven a hablar más que con otras mujeres


y que los médicos, incapaces de ofrecer un diagnóstico co­
rrecto, tratan con demasiada frecuencia del mismo modo
que tratan las enfermedades masculinas.88 No obstante,
más que cualquier otro hombre, el médico debe saber es­
cuchar a las mujeres, a condición, eso sí, de que sea capaz
de acallar en sí mismo el discurso masculino para aceptar
el de sus pacientes, persuasivo, articulado y decisivo, cuan­
do ellas hablan de su cuerpo y de lo que le ocurre, el tema
que, sin duda alguna, mejor conocen del m undo.89 Y pues­
to que su punto de vista es clínico, el médico cuenta con
alguna posibilidad de sustraerse a la normativa dominante
de los modelos viriles: puede incluso darse el caso de que
alguna prescripción médica resulte estrictamente contra­
ria a las exhortaciones del legislador.90 Por esta razón, el

88 A propósito de este punto, la sabiduría práctica de la nodriza de


Fedra (denominada mata en los versos 243 y 311) coincide con la refle­
xión del autor del tratado Sobre las enfermedades de las mujeres·, véase
Eurípides, Hipólito 293-296, e Hipócrates, Sobre las enfermedades de
las mujeres I 62. La dificultad, con las mujeres, estriba en el hecho de
que éstas comparten también las enfermedades comunes a todo el gé­
nero humano (toisi sympasin anthrópoisin): véase Hipócrates, ibid, y So­
bre el feto de ocho meses 9 ,1.
85 Citemos un pasaje notable del tratado Sobre el feto de ocho meses
(4, 1) en el que el autor alude a las «pruebas victoriosas» que las muje­
res aportan, capaces de persuadir, puesto que se trata de su cuerpo y del
parto. Tal afirmación se opone a la idea, igualmente hipocrática, de que
las mujeres, por pudor, no saben nada de su propio cuerpo: cf. Sobre las
enfermedades de las mujeres I 62 (véase a propósito de este texto, que
ella considera como la ortodoxia hipocrática en materia de ginecología,
las observaciones de P. Manuli, «Fisiología e patología del femminile
negli scritti ippocratici dell’ antica ginecología greca», en Hippocratica.
Actes du Colloque hippocratique de Paris, Paris, 1980, pp. 393-408 y, so­
bre todo, 397).
50 Notemos la diferencia entre el médico, preocupado por las en­
fermedades del cuerpo, y el legislador, que vela sobre las tendencias sal­
vajes del alma: Demóstenes, Contra Aristogiton II 26.

69
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

mismo ejercicio gimnástico que, en E sparta, hace que las


mujeres se endurezcan con vistas a la procreación, perm i­
te que una paciente de H ipócrates, que no tiene deseo
alguno de quedarse encinta, expulse el esperm a de seis
días.91 Puesto que la legislación espartana ve en las m uje­
res algo así como la «m itad de la ciudad»— la que repro­
duce a la otra m itad— , la ley del endurecimiento p red o ­
mina por encima de cualquier otra consideración; pero
para los médicos que no se interesan tanto por la consti­
tución de la ciudad como por la realidad de la constitu­
ción femenina, la mujer es antes que nada un cuerpo al
que hay que curar.
D e todos modos, sigue siendo en la tragedia— espe­
cialmente en la tragedia euripidea— donde hallamos las
mayores diferencias con respecto a la ortodoxia del parto
en tanto que prueba viril. Por la parte femenina del parto,
pónos se difumina ante nósos, la enfermedad, anánke , la
necesidad, amékhanía, término que define la aporta,92 por
no mencionar la locura y sus extravíos. Existe por lo me­
nos un pasaje del H ipólito coronado en el que se sugiere
que el parto no es sino una alternativa a la locura. ¿Cóm o
interpretar, si no, el mal que «agobia a Fedra en su lecho de
enferma»? D espués de haber tomado en consideración en
primer lugar la posibilidad de que se halle poseída por al-

91 Podemos comparar aquí Hipócrates, Sobre la naturaleza del niño


13, 2, con Aristófanes, Lisístrata 82: en ambos casos, se trata de saltar le­
vantando los talones hasta las nalgas; véase la nota de R. Jo ly (Hip., t. X I,
ed. Les Belles Lettres), que señala el paralelo, pero no subraya la inver­
sión. A propósito del salto conocido como bíbasis en Esparta, N apoli­
tano 1985: 21-22; como método abortivo: véase Sobre las enfermedades
de las mujeres I 25.
52 Nósos: Eurípides, Electra 656; anánké: Eurípides, Bacantes 88-89;
amékhanía: Hipólito 163. Acerca de la amékhanía y la feminidad, véase
L. Kahn, «Ulysse ou la ruse et la mort», Critique, 393 (febr. 1980), pp.
116-134.

70
EL L E C H O , LA G U E R R A

guna divinidad—Pan o H écate— ,93 y a continuación los


sufrimientos del alma, el coro de las mujeres de Trecén
añade, a m odo de conclusión provisional:

L a d u ra y fu n esta aporta suele c o n v ivir con la d ifíc il c o n ­


d ició n d e las m u jeres: los d olo res del p a rto y el d elirio . A
través de m i vien tre se d esen cad en ó un d ía esta torm enta.
P e ro in v o q u é a l a cele stial p ro tecto ra d e lo s p arto s, a A rte-
m is p o rta d o ra d el arco, pues ella, a quien venero, acude con
los otro s d io ses, siem p re fa v o ra b le a m is s ú p lic a s .94

Es éste un texto sorprendente, en el que la dystropos har­


monía de las mujeres, esta constitución tan enemiga de sí
misma,95 convive, como si de un matrimonio se tratase, con
una aporta que supone, de manera indisociable, dolor de
parto y pérdida del sentido.
Odínón te kat aphrosynas: parto y locura. Es esto m is­
mo también— el dolor de la mujer en el parto y la pérdida

93 Hipólito coronado 142; en los vv. 143-144, se utiliza el verbo phoi-


táó, cuyo campo semántico abarca tanto los vagabundeos de Pan (Bor-
geaud 1 979: 156, n. 68) como la enfermedad; además, phoitos aparece
en el léxico de Hesiquio como un sinónimo de manía.
54 Hipólito 131 y, sobre todo, 161-169 (se trata de un pasaje que se ha
intentado traducir de una manera precisa, de acuerdo con la aspereza
del texto). Es de señalar que 1) synoikein es el verbo del matrimonio:
Hipólito no desea convivir con ninguna mujer (616-650), las mujeres
conviven con el dolor; 2) aura, el viento en la matriz, hace alusión a la teo­
ría hipocrática del soplo y de su papel en la procreación: véase Sobre la
naturaleza del niño 12 y 16 -17 y, sobre todo, Sobre la naturaleza de la mu­
je r 64 (junto a las observaciones, a propósito de nëdys, de H. Trapp, Ote
hippokratische Schrift De Natura Muliebri. Ausgabe und textkritischer
Kommentar, Hamburgo, 19 67, p. 181). De un modo más general, acerca
de «la tormenta» en el cuerpo femenino, véase Verdier 1979: 41-46, 73.
Otra cosa muy diferente es, en la India védica, la teoría de los «vientos
del nacimiento» (Malamoud 1989: 87).
95 Véase Zeitlin 1985a: 68-74, 77-78·

71
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

del sentido (ódís kaíphrenñn kataphthorá )— lo que se apo­


dera, en las Coéforas, de Electra, cuando ésta intenta, re­
cogiendo los cabellos de Orestes, descifrar sus vestigios,
comparar las huellas del hermano perdido con las suyas
propias.96 Se trata de una metáfora, nos dicen, y rápida­
mente proceden a domesticar la palabra en discordia con
la ayuda de una traducción conveniente (¿ódís ?, la angus­
tia, simplemente). Además, sería preciso investigar, inclu­
so en la metáfora, la asociación de ambos campos semán­
ticos, el de la locura y el del parto. Por otro lado, también
podríam os tomar el texto al pie de la letra. «D e una p e­
queña semilla (spérma ) puede brotar, inmenso, el árbol de
la salvación», afirma Electra unos versos más arriba. No
cabe duda de que aquello que alumbra en el desvarío de su
espíritu, que se extravía tratando de reconocer vestigios,
es una esperanza llamada O restes.97 Parto y locura: en E s­
quilo, también es ése, por encima de todo, el estado inde­
ciso de lo, víctima de los aguijonazos de una odynë en la
que la locura se confunde con los dolores interminables
del alumbramiento.98 Parto o locura:99 en la lengua de los
médicos, mucho más realista, ésa es la alternativa hacia la
que tienden las enfermedades de las mujeres jóvenes. A las

96 Coéforas 211.
97 Ibid., 204. Orestes, semilla de la casa real de Agamenón: véase
J.-P. Vernant, «Hestia-Hermès. Sur l’expression religieuse de l ’espace et
du temps chez les Grecs» (Vernant 1 9 7 1 : 1, 136).
98 Esquilo, Prometeo encadenado 683-684, 900 (pónón); Suplicantes
50 (pónón) y, sobre todo, 562-564 (mainoména pónois atímois odynais
té). Lo que desean las Danaides es escapar precisamente de eso: lo ates­
tigua a contrario Hipermestra cuando, por su deseo de tener hijos, salva
la vida del esposo (paidon himeros·. Prometeo 865-866). A propósito déla
relación más general entre parto y locura, véase por ejemplo Píndaro,
Prosodio 1 14 (donde Leto, ante la cercanía del parto, es una tíada).
99 Cf. Hipócrates, Aforismos V 35: «Una mujer perturbada por el
histerismo o que padece un parto doloroso.»

72
E L L E C H O , LA G U E R R A

fiebres erráticas de la manía, a la locura suicida, les sucede


en ocasiones la curación, y entonces, como si de un parto
se tratase, las mujeres, para celebrar que la joven extravia­
da ha recuperado la razón, consagran sus vestidos a Arte-
mis. Pero la mejor solución para las jóvenes sigue siendo la
de casarse lo antes posible: una vez queden embarazadas,
recuperarán la salud.100 Fedra ya no es xmaparthénos, por
más que en su ilusión amorosa pueda considerársela como
tal, y las mujeres de Trecén se confunden al interpretar su
postración: en la tragedia, el «m al secreto» de la reina no
es un embarazo, aunque se crea que la cretense ha traído
consigo hasta Atenas dos estatuas de Ilitía, una diosa de
Creta;101 y por más que un relieve funerario de Tasos adop­
te, para expresar el sufrimiento de una moribunda, el do­
ble modelo del sufrimiento de Fedra y el de una mujer que
acaba de dar a luz.102 Fedra simplemente ama. E s verdad
que, para una mujer, el colmo de la feminidad se resume
en la equivalencia entre enfermedad, amor y alumbramien­
to: esta equivalencia, que el comienzo del H ipólito pone en
escena, se expresa con hermosa claridad en un texto de la
República, en el que Platón, al proscribir cualquier tipo de
mímésis entre los guardianes, les prohibe muy especial­
mente imitar a una mujer, y sobre todo que «la imiten en­
ferma, enamorada o a punto de dar a lu z».103
Y, sin em bargo, los hom bres griegos, incluyendo en
particular— ¡qué ironía!— a los personajes de Platón, a la
hora de sufrir, no dejan de emular a la mujer a punto de

100 Hipócrates, Sobre las enfermedades de las jóvenes. L a concep­


ción y el parto como terapia adecuada para tratar el «mal femenino»:
véase P. Manuli, «Fisiología e patología», pp. 401-402; sin embargo, en­
tre los trágicos (y en Platón) el parto constituye una enfermedad o bien
el equivalente a una enfermedad.
IO,V éasePausaniasIi8,5(Fedra)y OdiseaX I X 138 (Ilitíaen Amniso).
101 Véase P. Devambez, «Le motif de Phèdre...», pp. 123-124 y 12 6.
103 Platón, República III 395e.

73
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

dar a luz, ya sea imitando su cuerpo, ya tomando prestado


el lenguaje del dolor. D e esta manera, el término que de­
signa el esfuerzo del parto (ôdînes ) pasa a ser la denomi­
nación genérica del dolor lacerante: dolores platónicos, el
del alma enferma del cuerpo, el del alma víctima del deseo
que, cual lo, brinca como una loca bajo el aguijón y que,
ante el objeto hermoso, da a luz; el desamparo del Cíclope
mutilado, abandonado por los suyos y a merced de un
hombre provisto de métis que se daba a sí mismo el nom ­
bre de N adie.104 E l modelo del sufrimiento es femenino: el
sufrimiento físico de las mujeres sirve para expresar el do­
lor moral.

Sirve también para expresar— cosa que resulta aún más in­
teresante— el dolor del hombre herido en su cuerpo. Cuan­
do las mujeres morían de parto, resultaban equiparables a
los hoplitas. En justa correspondencia, hay un pasaje de la
Ilíada en el que podem os comparar, de manera metódica y
sin que exista sombra alguna de ambigüedad, el sufrimien­
to del guerrero herido con el de la mujer que acaba de dar
a luz.
En el canto X I, Coón hiere con su lanza a Agamenón.
El Atrida comete entonces una matanza

m ientras la sa n g re calien te estu vo b o rb o ta n d o de la h e r i­


da. P e ro en cuanto la ú lcera com enzó a secarse y cesó la
san gre, agud os d o lo res atravesaro n al A trid a , a p e sa r de
su ardor. C o m o cu an d o d e una m u jer p artu rien ta se apo-

104 Platón, Fedro 251e (el alma excitada por el deseo, oistrái kai ody-
nátai, siente como si la aguijoneasen y sufre enormes dolores, como lo,
y, cuando por fin ve a quien posee la belleza, kéntrôn te kaî ôdinôn
éléxen, cesa en sus aguijóneos y dolores); República V I 490b y IX 574a
(ódtsi te kai odynais), Timeo 86c y, sobre todo, Teeteto 148 ss., 210b;
Odisea IX 415. Véase también Hipólito 258.

74
EL LEC H O , LA G U ERR A

dera el a cerb o d a rd o p u nzante que le arro jan la s diosas I l i ­


tías, las d e los alum b ram ien tos p en o so s, las h ijas de H e r a
que traen las am argas p en alid ad es d el p arto , tan agu d os
d o lo res p e n e tra ro n al A trid a , a p esar de su ardor. M o n tó
entonces en su carro

y regresó a las cóncavas naves.105


Para los escoliastas, esta larga comparación significa,
sobre todo, que la herida de Agamenón se ha inflamado.
En términos m édicos, al guerrero le ocurriría entonces lo
mismo que le ocurre al enfermo que siente como «su san ­
gre se queda fija y se calienta»; el resultado no es otro que
el sufrimiento {pónos).106 Pero los escoliastas agregan que la
agudeza de su sufrimiento excluye la posibilidad de que
Agamenón pueda ser tratado de cobarde por el hecho de
huir del dolor en su carro: un sufrimiento de ese calibre
constituye en sí mismo un combate. Por otro lado, una
herida en el brazo, lugar donde reside la fuerza belicosa
del héroe, es motivo suficiente para que un combatiente
abandone la batalla.107 Pero la cosa no acaba aquí: para
aclarar una com paración tan fuerte es preciso estudiar
más a fondo el texto, a fin de identificar todo cuanto p u e ­
da poner en relación las odynai de Agamenón, esos d olo ­
res que, de acuerdo con la definición que ofrece Platón,
penetran y se hunden en la carne, con las ôdînes de las
mujeres.
Como se ha dicho, Coón hiere a Agamenón con una

j° 5 Ilíada X I 264-283.
106 Véase Hipócrates, Enfermedades IV 50, 5; con respecto al calen­
tamiento de la sangre durante el parto, véase Sobre la naturaleza del n i­
ño 18, 3.
107 A propósito de la herida en el brazo, cf. Ilíada X II 387 ss.; X I II
53^-539. 782; X V I 517. Acerca del brazo del héroe, véase N. Loraux,
«Héraklès. Le héros, son bras, son destín» (Bonnefoy 19 8 1 : 1, 492-498).
Brazo del guerrero: Píndaro, ístmicas V I I I 38.

75
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

lanza. De este modo se cumple el designio de Zeus que,


con el fin de dejar al Atrida fuera de combate, dispone que
sea «golpeado por una lanza o alcanzado por una fle­
cha».108 Se podría decir que la lanza de Coón, arma viril,
arma del anér , ha logrado infligir una herida igual a la que
hubiese causado una flecha. Pues, al parecer, para el gue­
rrero no existe un dolor tan agudo o «negro» como el que
inflige una flecha.109 Pero si la flecha constituye aquí una
metáfora de la lanza, el mundo de la guerra, en el que los
impactos que traen consigo negros dolores provienen de la
aljaba de un arquero, aunque cueste creerlo, ha sido cor-
tocircuitado aquí, en este texto, de modo que, en una con­
densación inextricable de lo masculino y lo femenino, las
oxeíai odynai de Agamenón son atribuidas al «dardo pun­
zante» de las Ilitías— quizá porque, en materia de expe­
riencia de «dolores agudos», la palma se la llevan las m u­
jeres— ,110 En resumen, el héroe herido y la mujer a punto de
dar a luz comparten suficientes signos en común como p a ­
ra permitir que se instaure entre ellos un intercambio ge­
neralizado.1" De este modo, la amargura de los dolores de
la parturienta basta para demostrar que son obra de un
disparo divino; pero, en sentido inverso, a lo largo de la
litada, las flechas, como están cargadas de sufrimientos,

[oS Ilíada X I i 9i.


109 Véase Ilíada IV 116 -118 (Menelao es herido por Pándaro, quien
le dispara una saeta «cargada de negros dolores»); véase también IV
19 1; V 397; X I 398 y 846; X V 394; X V I 518.
1,0 Oxeíai odynai: X I, 268, 272; bélos oxy: 269; odynai oxeíai de las
mujeres: Sobre la naturaleza de la mujer 14.
111 En el momento de la aparición de la primera versión de este tex­
to, Claude Lévi-Strauss llamó mi atención a propósito del Japón de los
siglos X V y X V I , donde «los cirujanos llamados “ de batalla” ejercían su
oficio también en los partos; y la razón no es otra que, en ambos casos,
porque la efusión de sangre no es causada por ninguna enfermedad»
(correspondencia privada).

76
EL LEC H O , LA GU ERRA

reciben el calificativo de «am argas».112 Tanto da que sean


reales o metafóricas, lo cierto es que sus heridas profundas
consumen a la persona: para decir que Ulises, rodeado de
troyanos, está acorralado, el poeta, en el mismo canto XI,
recurre a una comparación con «un ciervo alcanzado por
un hombre con la flecha», que «sigue huyendo mientras la
sangre está tibia y sus jarretes se mueven»— mas, «cuando
la ligera flecha lo domeña», sucumbe— ," 3Hay aquí un pa­
ralelo que resulta especialmente significativo: teiroméne
designa a la mujer que tiene un parto doloroso, y, al mismo
tiempo, el hombre domeñado por el dolor a quien los ca­
ballos de Agamenón se llevan hacia las huecas naves es so­
lamente un rey transido de dolores (teirómenon basiléa) ," 4
¿Cómo apreciar el peso de una comparación semejan­
te, única en el canto X I, donde, sin embargo, quedan fue­
ra de combate los guerreros más valerosos, con la lanza y
sobre todo con el a rco ,"5pero única también en el seno de
toda la Ilíada ? Claro es que hay otro caudillo cuya herida,
provocada en esta ocasión por una flecha que nada tiene
de metafórica, hace aflorar a la superficie del texto una
profusión de términos femeninos: me refiero a Menelao,
herido por Pándaro con una flecha «cargada de negros do-

1,1 Ilíada X I 271: pikràs ôdînas (cf. Sófocles, ft. 846 Nauck1: pikràn
ôdîna); pikràs oistós·. ïliada IV 134 y 216; V 99 y 110 (cf. Sófocles, Tra-
quinias 681: la flecha amarga que hiere al Centauro). E l dardo puede ser
asimismo ókys (rápido), o bien ókymoros (que da una muerte rápida),
polystonos o stonóeis (cargado de gemidos): V 112 ; X V 440-441, 451,590;
X V II 374, etc.
Ilíada X I 474-484.
114 Teiroménai: Calimaco, Himno a Artemis 22; Himno a Délos 61,
2 11; teirómenon basiléa·. Ilíada X I 283; véase también X I 841 y X V I 510
(herida causada por una flecha); X I I I 539 (herida en el brazo); X V I 60-61
(1odynai). En el campamento de los aqueos, los médicos resultan de es­
pecial utilidad a la hora de extraer las flechas: X I 507.
115 Ilíada X I 658-664.

77
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

lo re s» ,"6 y quizá no debamos minimizar el hecho de que se


trata precisamente del hermano de Agamenón. Pero la
mayoría de las flechas disparadas en la litada infligen a los
guerreros unos dolores que no comportan más que una
descripción clínica117 y, por otra parte, en numerosos p a­
sajes, la división sexual de los valores aparece reflejada
conforme a las reglas de la más estricta o rto d o xia."8 ¿Re­
sulta pues excepcional, en su aislamiento, la comparación
del canto X I? Sin duda alguna. En cualquier caso, lo cier­
to es que ha suscitado más de una interpretación curiosa:
así, si hemos de creer a Plutarco, «según afirman las muje­
res (¿qué mujeres?, esta generalización merece ser destaca­
da), estos versos no fueron escritos por Hom ero, sino por
una homérida que o bien acababa de dar a luz, o bien e s­
taba a punto de ello y, por lo tanto, sentía en sus entrañas
la picadura áspera y aguda del d o lo r» ."9 Ni que decir tie­
ne que no hay necesidad alguna de imaginar una interpo­
lación tan extraña, y sumar así la ficción de una homérida
autora de estos versos a las especulaciones en torno a «la
mujer que compuso la Odisea». Quizá deberíamos inten-

1,6 Iliada IV 116 -118 : herma es un término muy interesante que de­
signa metafóricamente la semilla (véase Esquilo, Suplicantes 580); seña­
lemos también que Atenea vela en ese instante por Menelao como una
madre (130-132) y que la sangre negra de Menelao evoca la imagen de
una mujer que tiñe el marfil con la púrpura (140-146).
" 7 Por ejemplo: V 95 ss. y 792-799 (Diomedes); X I 810 ss. (Eurípi-
lo); X I I I 538-539 (Deífobo); X IV 437-439 (Héctor).
" 8Véase V II 96 ss. (los anéres son en realidad las aqueas, [...] tierra
y agua); V II 236 (la mujer, ignorante de la labor guerrera); V I I I 163-164
(insultos de Héctor a Diomedes, a quien califica de mujer y de muñeca);
X I 389-390 (el arquero Paris, comparado por Diomedes con una mu­
jer); X X I I 125 (Héctor no quiere quedarse desarmado como una mujer
ante Aquiles).
119 Plutarco, Sobre el amor a la prole i9 2c-d; la «mujer que compu­
so la Odisea»·. P. .Vidal-Naquet, suplemento bibliográfico a M. I. Finley,
L e Monde d'Ulysse, París (La Découverte-Maspero), 1983, p. 224.

78
E L L E C H O , LA G U E R R A

tar explicar esta comparación a partir del influjo más se­


creto de lo femenino en el texto de la litada. Pues, más allá
de la ortodoxia en la división de las tareas, en la litada se
cuenta más de un pasaje en el que lo femenino se pone de
manifiesto en el seno de la guerra;120 y, sin que ello com­
porte un examen sistemático del reparto de lo masculino y
lo femenino, conviene recordar que la propia guerra, en el
momento en que se muestra igual para ambas partes, pue­
de depender de una comparación femenina, aquélla— tan
célebre— de la «trabajadora escrupulosa que sostiene una
balanza en su m ano».121 Como si una actividad propia de
mujeres pudiese expresar mejor que cualquier otra aquello
que enfrenta a los hombres en un combate sin concesiones.
L a balanza de los combates es, en otros pasajes de la
litada, Zeus. El paralelo resulta sorprendente y, cuando me­
nos, debiera invitar a reconsiderar algunas ideas precon­
cebidas, como por ejemplo la del supuesto dominio abso­
luto del modelo viril en la litada. A diferencia del universo
troyano, visto desde el interior—interior de la ciudad, de
los palacios y de las habitaciones, lugares todos ellos don­
de las mujeres ocupan una plaza importante— , y al con­
trario del mundo de U lises— poblado de presencias feme­
ninas, pero en el que la mujer ejemplar es com parada a un
rey de justicia antes de volver a ocupar el puesto habitual
de las mujeres, en el lecho del esposo— ,122 el grupo mas-

120 Véase Monsacré 1984.


121 Ilíada X II 433-436 («trabajadora escrupulosa»: véase Detienne
1967: 39, n. 87); Zeus con la balanza: V III 68-77; Para una comparación
entre estos textos: Onians 1954: 397-410.
122 Cf. Odisea X IX 104 ss., texto comentado por H. Foley, «Reverse
Similes and Sex Roles in the Odyssey», Arethusa, ii, ι-2 (1978), pp. 7_26.
En boca de Ulises, el kléos de Penélope consiste en ser comparable a un
modelo masculino; desde un punto de vista más clásico, Penélope res­
ponde haciendo depender todo el valor de una mujer de la cohabitación
con su marido.

79
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

culino que forman los combatientes aqueos otorga una gran


relevancia a las figuras de lo femenino, hasta el punto de
asignar el mismo emblema al soberano de los dioses y a
una humilde trabajadora, al tiempo que atribuye los sufri­
mientos de una parturienta a quien, entre los héroes, sin
duda es el rey más rey.123
Volvámonos a plantear la pregunta una vez más: si en
un poem a consagrado a los sufrim ientos de los guerre­
ros,124 el rey de reyes, a quien han herido en combate, su ­
fre los dolores de una mujer anónima, ¿es lícito recurrir a
la palabra «m isoginia» para designar el pensamiento grie­
go en materia de fem inidad? N o faltará quien me plantee
la objeción de que la epopeya homérica se inscribe en una
época y la Grecia clásica en otra, y que entre Homero y la
Grecia clásica tenemos, por citar algún ejemplo, a H esío­
do con su Pandora y a Semónides con su Yambo de las mu­
jeres 125— H esíodo y Semónides: la puesta en escena de una
sólida tradición de vilipendio de las mujeres— . Entre H o ­
mero y la G recia clásica se produce, sobre todo, un afian­
zamiento incontestable del modelo viril de la guerra, im ­
putable quizás a la famosa reforma hoplítica, que culmina
en la oración fúnebre ateniense, con su topos de la bella
muerte, muerte cívica, muerte abstracta que a duras penas
concierne al cuerpo del ciudadano, pues, llevando las co­
sas al extremo, el ciudadano carece de cuerpo.126 En épo­
ca clásica, en fin, la muerte es un paradigm a y, puesto que
de lo que se trata es de establecer una jerarquía entre di­
versos tipos de muertes, se establece una comparación en-

,Zi litada IX 69: basileútatos.


,Z4N a g y i9 79 : 69-93.
115 Hesíodo, Teogonia 561-612; Trabajos 42-105; Semónides, fr. 7
(traducción inglesa y comentario: véase H. Lloyd-Jones, Females o f the
Species, Londres, 1975).
126 Loraux 1981a: 104-105, así como «Mourir devant Troie», pp. 808-
810 .

80
E L L E C H O , LA G U E R R A

tre la muerte de la parturienta y la dei hoplita. La epopeya,


por el contrario, le otorga todo el valor a la vida, y por ello
convierte el cuerpo del hoplita en la sede de todo tipo de
sufrimiento, incluyendo el más doloroso, el de las mujeres.
Sufrir como una mujer, morir como un hombre. Si al­
guien quisiera escribir una historia del pensamiento griego
en torno a los roles sexuales, habría de situar su desarrollo
entre esos dos polos. Pero es preciso también renunciar a
creer en las evoluciones lineales, tener en cuenta las regre­
siones, los avances y las tensiones, tomar en consideración,
por fin, la especificidad de los diferentes discursos.

A C E R C A DE LA T R A G E D I A , DE LAS M U JE R E S
Y DEL CUERPO DE H ERA C LES

Ahora bien, existe un discurso que, en época clásica, se re­


siste ante la sugestión imperiosa de los modelos viriles, ya
que su función consiste en poner en duda todas las repre­
sentaciones cívicas:'27 como ya se habrá adivinado, es en la
tragedia donde la victoria de lo masculino resulta más am­
bigua.
No es que en la escena trágica se ponga en duda la rea­
lidad de la división de los roles sexuales: se trata de un pro­
blema filosófico que, cada uno a su manera, Platón y Aris­
tóteles plantean, el primero a base de rechazar cualquier
diferencia entre el hombre y la mujer en lo que respecta a
la aptitud guerrera,'28 y el segundo al negar que el parto
deba ser por fuerza un pónos , puesto que, desde el mo­
mento en que el modo de vida de las mujeres se halla per­

127 Si hemos de creer a Froma Zeitlin, este fenómeno sería imputa­


ble a las múltiples relaciones de la tragedia con lo femenino (Zeitlin
198 5b).
128 República V 454e; Leyes V I 78 5b.

81
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

manentemente regulado por el trabajo,119 no puede serlo.


E n lo que se refiere al discurso trágico, éste no se preocu­
pa en demasía de redistribuir lo real, sino más bien de
pensar en la distribución de los valores sometiéndola a to ­
das las distorsiones posibles. Volvamos pues, una vez más,
a la equivalencia entre el pónos guerrero y el de la partu­
rienta. E xiste más de una manera trágica de pensar en ella
a base de desequilibrarla.
La primera figura de esta reflexión trágica se halla en
la Orestiada. Consiste en negar la existencia misma de un
pónos femenino: tan sólo el hombre pena, puesto que es el
único que combate, y el vínculo que la gestación, el parto
y los cuidados de la primera infancia crean entre la madre y
el hijo debe ceder ante la ley del padre. «N o censures al
que se afana (ton ponoúntd), mientras tú permaneces ocio­
sa»: tal es la única respuesta de Orestes a Clitemnestra,
que, para disculpar su crimen, aducía los agravios que le
había causado Agamenón— esto es, el sacrificio de Ifige­
nia— . D espués de la muerte de Clitemnestra, cuando se
instruye el proceso contra Orestes, Apolo insistirá al res­
pecto al afirmar que «una cosa es la muerte de un héroe
noble», asesinado al regresar de la guerra, y otra la m uer­
te de una mujer que ni siquiera merece el nombre de en-
gendradora, de to k e ú sP 0 A Clitemnestra siempre le queda
el recurso de intentar aplacar a su hijo apelando al alimen­
to que ella le dio, pero, para empezar, la nodriza invalida
el argumento de la reina, pues fue ella quien recibió en sus
brazos al niño que acababa de salir de la madre y lo crió

115 Aristóteles, Sobre la generación de los animales 775a 27-b 2; véa­


se infra, pp. 10 5 ,114 .
130 Esquilo, Coéforas 9x9-921. E l verso 921 es claramente hesiódico
(la fatiga del hombre alimenta a las mujeres, que permanecen sentadas
en el interior de la casa) y pone mókhthos, al igual que pónos, de parte
de los hombres. Euménides 625-637 y 658-659 (cf. Eurípides, Orestes
552 - 555) ·
EL L E C H O , LA G U E R R A

para el padre.131 E l sueño de Clitemnestra resulta prem o­


nitorio: el hijo al que crió no era sino una serpiente, una
serpiente que nació arm ada132 y que volverá sus armas con­
tra ella, al tiempo que espera negar todo lazo de parentes­
co entre ambos. « ¿ Y soy yo de la misma sangre que mi ma­
dre?», pregunta Orestes en el transcurso de su proceso,
por lo que obtiene esta respuesta indignada de las Erinias:
«¿P ues con qué otra cosa te nutrió, asesino, cuando esta­
bas dentro de sus entrañas? ¿Reniegas acaso de la dulce
sangre de una m adre?»133 Pero lo cierto es que la victoria
de Orestes no constituye la última palabra de la trilogía, y
el principio femenino conquista a la postre su lugar en la
ciudad: la tragedia no es una tribuna de propaganda...
La segunda figura se encarna en aquellos hombres que
sueñan con una reproducción sin que participe en ella la
mujer: nos referimos, por supuesto, a Hipólito, cuya hybris
estriba en no saber reconocer en Ártemis a la diosa de los
partos, pero también a Jasón, que no quiere quedarse atrás
con respecto a M edea, sin olvidar tampoco a Eteocles, que
rechaza toda convivencia con la raza de las mujeres y pre­
tende olvidar que él mismo ha salido de una m adre.134 El
fracaso de todos ellos se halla a la altura de su desconoci­
miento.

iJI Coéforas 896-898, así como 750, 762; N. Daladier, «Les mères
aveugles», pp. 231-232 y 241-242.
1,2 Coéforas 527-533 y 543-550. La serpiente-niño de pecho nace ar­
mada (544).
133 Euménides 606-608.
134 Eurípides, Hipólito 616-624. A propósito de la ignorancia de
Hipólito, véase por ejemplo Ch. Segal, «The Tragedy of the Hippolytus:
the Waters of Ocean and the Untouched Meadow», Harvard Studies in
Classical Philology, 70 (1965), pp. 117-16 9 ; Euripides, Medea 573-575;
Esquilo, Los siete contra Tebas 187-188 y 664 (véase P. Vidal-Naquet,
«Les boucliers des héros. Essai sur la scène centrale des Sept contre Thè-
bes», en Vernant-Vidal-Naquet 1987: 115-147).

83
L AS M U J E R E S , L O S H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

Con la tercera figura reaparece H ipólito, hijo de la


Amazona. Ello se debe a que la tercera figura, que invierte
la perspectiva anterior al infligir al hombre unos sufri­
mientos que no tienen nombre más que en el mundo de
las mujeres, supone en negativo el desconocimiento inicial
por parte del hombre de los valores femeninos—el pónos
en femenino, reproducción y dolor— . E l hombre morirá, no
sin antes descubrirse un cuerpo. Así, Hipólito encuentra
un cuerpo al morir— tan sólo Fedra poseía uno al co ­
mienzo de la obra, un cuerpo que sufría y que ella ha anu­
lado— ,‘35 Ahora bien, si el dolor físico imita los sufri­
mientos de las mujeres, no resulta indiferente el hecho de
que Hipólito, al morir, se abandone a unas convulsiones y
unas punzadas de dolor, que son denominadas odynai.li&
Bien es cierto que la cabeza constituye la sede privilegiada
de los sufrimientos del casto Hipólito, del seguidor de Or-
feo,137 cuyas carnes desgarradas acaban de ser evocadas
por el mensajero.'38 Pero, con la cabeza y el cuerpo des­
trozados,’39 Hipólito en su agonía experimenta al morir la

135 Compárese Hipólito 1392 y 1418 con 13 1, 175, 198, 204, 274,
1009; cf. al respecto las observaciones de Ch. Segal, «The Tragedy of
the Hippolytus», pp. 151-152, y «Penthée et Hippolyte sur le divan et sur
la grille. Lecture psychanalytique et lecture structuraliste de la tragédie
grecque», en La musique du sphinx. Poésie et structure dans la tragédie
grecque, trad. C. Malamoud y M.-P. Gruenais, Paris (La Découverte),
1987, pp. 152-182.
136 Sphikelos (espasmo, convulsion): 1 3 51; odynai·. ibid, y 1371.
Mókhthous epónésa, dice Hipólito (1367-1369).
137 Hipólito 953.
138 Ibid., 1239.
1,9 En 1238-1239, el mensajero ha hablado de kára y de sárkas (la ca­
beza y la carne), en 1343-1344, el corifeo se refiere a Hipólito «destro­
zadas su rubia cabeza y su carne joven» [kára, sárkas). El propio H ipó­
lito mencionará, después de su cabeza (kephalé), su piel lacerada (1359),
antes de sentir su cuerpo aliviado ante la presencia de Ártemis (1392:
dé mas).

84
E L L E C H O , LA G U E R R A

dualidad del ser humano, que no es más que psykhé.140 Al


ser rechazado por su padre, el huraño adolescente ya ha­
bía redescubierto la ley de la reproducción, hasta el punto
de reconocer que el parto es una situación amarga (pikraí
gonai), si bien ello no es sino una manera más de llorarse a
sí mismo, producto del triste parto de su madre la Amazo­
na.141 No irá más allá, está demasiado entregado a su recha­
zo a la mujer como para reconocer que le ha dado a su do­
lor un nombre femenino.

Si hemos de llegar más lejos en la interpretación del sufri­


miento físico, hemos de recurrir al H eracles que nos pre­
senta Sófocles. Heracles, héroe de la fuerza, reducido, en
una catástrofe final, al estado de áthlion démas, de cuerpo
miserable,141 Heracles que llora y grita, y que constata: «Y
ahora, pobre de mí, me encuentro con que me he vuelto
m ujer.»143 Heracles, el héroe que ha logrado innumera­
bles hazañas, pero también el supermacho que no entra
en un oíkos más que para arar el surco femenino y partir
lejos a continuación. H eracles, para quien sus esposas, la
legítima, Deyanira, y Yole, que prácticamente lo es tam­

140 Kephalé, enképhalos·. 1351-1352. Localización del alma en la ke-


phalé o enképhalos en Alcméon de Crotona y en el Timeo (69c ss.):
Onians 1954: 98 y 115-119 (influencias órficas y pitagóricas), así como
Manuli-Vegetti 1977: 29-53.
141 Hipólito 1082.
142 Sófocles, Traquinias 10 79 (véase 1056). Heracles, héroe de la
fuerza: acerca de bíé hèraklëiè, Nagy 1979: 318. A propósito del H era­
cles de las Traquinias reducido a su cuerpo destrozado, véase Ch. Segal,
«Sophocles’ Trachiniae·. Myth, Poetry and Heroic Values», Yale Classi­
cal Studies, 25 (1977), pp. 99-158, sobre todo 115 y 130.
143 Traquinias 1075; véase también 10 7 1-10 7 2, verso que el esco­
liasta compara con litada X V I 7 (Patroclo llora como una niña peque­
ña).

85
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

bién,144 no son sino reproductoras, cosa que el texto de


las Traquinias expresa a la manera de Sófocles, precisa y
discreta a la vez. Deyanira es— ha sido— un campo de la ­
bor; nodriza, ahora no lleva en su seno más que miedos o,
por decirlo con mayor exactitud, lo que lleva en su inte­
rior es el parto doloroso y paradójico de H eracles, y, co­
mo si fuese una mujer preñada, su carga no cesa de aumen­
tar, sólo que se trata de una carga de dolores. D e m odo
inverso, el pónos, que una noche trae y otra se lleva, tiene
un doble sentido, pues si bien el retorno de H eracles ale­
ja la angustia, significa también la concepción y el dolor
del parto. También a Yole, mujer joven que ha dejado de
ser virgen, le rodean las imágenes de fecundidad, desde el
momento en que la inocente Deyanira formula a propósi­
to de ella la siguiente pregunta: «¿E s doncella o m adre?»
Muy joven, parece que sea todavía una niña, apenas aca­
bada de concebir por sus padres, pero ya acarrea en sí
misma todo el peso de la desgracia.145
Y he aquí que Heracles, que no conocía otra nósos que
el deseo, es abatido por una «m ujer fem enina»146 y consu­
mido por una cruel enfermedad que le causa unos dolores

144 Yole, esposa legítima: 428 (dámarta: el mismo término que se


aplica a Deyanira en 406) y 460; sobre los numerosos matrimonios
de Heracles: G . Dumézil, Mariages indo-européens, París, 1979> ΡΡ·
61-63.
145 Deyanira: 31-33> véanse también 54 y 3 ° 4 (spérma)·, 28, 109 (en
41-42, la traducción de ôdînas por «tormento» o «angustia» debilita el
texto); 152, 29-30. Yole: 308 (ánandros è teknoûssa, que se explica gra­
cias a la glosa de Hesiquio: «teknoûsa·. que espera un hijo»), 315-316,
382, 401, 420; 325: ôdtnousa symphorâs báros. Véase Ch. Segal, «Mariage
et sacrifice dans les Traehiniennes de Sophocle», L'Antiquité classique, 44
(1975), así como «The H ydra’s Nursling: Image and Action in the Tra­
chiniae», ibid., pp. 612-617.
146 Traquinias, 1062-1063: Deyanira es una gynS thélys, como las mu­
jeres hesiódicas, descendientes de la primera mujer (Teogonia 590).

86
E L L E C H O , LA G U E R R A

fulgurantes.147 Para ser exactos, el dolor fulgurante es el


arma de la que Deyanira se sirve, a modo de espada'48—si
bien la espada propiamente dicha se la reservará para sí
misma— , para destruir el cuerpo de Heracles. Fortuna e
infortunio del guerrero: de hecho, el Heracles de Sófocles
debe mucho a la figura que, desde Homero, la epopeya
proyecta del héroe, hijo de Zeus, y, de un modo más gene­
ral, a la imagen tradicional del combatiente, encarnación
de la fuerza, pero sujeto al agotamiento, puesto que se tra­
ta de la «víctima triunfal»149 de esta misma fuerza. En lu­
cha con los «trabajos penosos», en los que el oprobio dará
lugar a su gloria, el Heracles épico sufre y llora’ 50 y, tanto
en el culto como en los mitógrafos, el héroe de la fuerza
mantiene unas relaciones de estrecha complicidad con la
enfermedad y la fem inidad.’ 5’ Pero Sófocles no se mantie-

147 Heracles y la nósos amorosa: 445, 543-544 (véase también 234-


23 5: al comienzo de la obra, Heracles se halla «lleno de fuerza y de vida,
en plenitud de vigor y no agobiado por enfermedad alguna»); nósos co­
mo término que designa los sufrimientos finales de Heracles: 853, 979-
9 8 0 ,1 0 1 3 , 10 3 0 ,10 8 4 ,12 3 0 ,12 4 1, 1260. A propósito de la equivalencia
entre nósos como deseo amoroso y nósos como sufrimiento de Heracles,
véase Ch. Segal, «Sophocles’ Trachiniae...», pp. 113-114 , y P. Biggs, «The
Disease Theme in Sophocles’ Ajax, Philoctetes and Trachiniae», Classi­
cal Philology, 61 (1966), pp. 223-235, sobre todo 228.
148 Como observa Heracles en un arrebato de indignación, Deyanira
lo ha aniquilado «ella sola, sin ni siquiera una espada» (1063). H ay aquí
una probable alusión a Clitemnestra, modelo de la mujer asesina armada
con un puñal (Agamenón 1262; véase también Euménides 627 ss.).
149 Cita de Dumézil 1969: 97. Ares como ejemplo de guerrero bru­
tal, víctima de un retorno de la fuerza: Loraux 19 8 6. Ares destinado por
su naturaleza a acabar extenuado: Ramnoux 1962 (58).
150 Trabajos penosos: Hesíodo, Teogonia 951 (stonóenta érga)·, prue­
bas ignominiosas: litada X I X 133; Odisea 618-626; extenuación y lloros:
Iliada V III 362-363. Baquílides no pasa por alto este detalle y hace que
Heracles llore sobre Meleagro en el Hades (Epinicios 5,155 ss.).
151 Nósos: sobre todo en la tradición de la que dan testimonio Dio-

87
L A S M U J E R E S , L OS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

ne tan fiel a la tradición, hasta el punto de abstenerse de


reinterpretarla a fin de integrar el sufrimiento de Heracles
en el conjunto de esas «enfermedades» que, en su obra,
constituyen otras tantas expresiones del heroísmo trágico.
Pues el Heracles trágico nace a sí mismo precisamente en
la muerte, en una última y primera nósos, puesto que Só­
focles retoma y desplaza el tema del héroe que llora y su ­
fre para que Heracles, que al principio de la obra se halla
«pletórico de fuerzas, vivo, floreciente», se descubra al fi­
nal aniquilado, sumido en lágrimas151 y dolores.
El supermacho abatido se refiere a estos dolores, que
ponen fin a sus pónoi heroicos, pero que constituyen en sí
mismos un nuevo pónos , c o n el término odynai, y la des­

doro y Apolodoro; véase Diodoro, IV 31, 4 (nósos como consecuencia


del asesinato de Ifito) y 38, 3 (la nósos mortal); Apolodoro, II 6, 2-4 (nó­
sos por el asesinato de Ifito); II 7, 2 (otra nósos); véase también D iodo­
ro, IV ii y Apolodoro, II 4, 12 (manía y asesinato de sus hijos); II 6, 2
(manía que provoca el asesinato de Ifito). De un modo quizá demasiado
sistemático, Dumézil 1969: 93-94 ha sabido ver la importancia de la en­
fermedad en la vida de Heracles. Feminidad: véase infra, pp. 258-309.
152 Parece como si el Heracles épico que llora y sufre ya no resulta­
se familiar para el público de Sófocles, o como si Sófocles hubiese que­
rido crear una nueva figura de Heracles, héroe inaccesible al dolor, a fin
de destacar mejor sus lloros en el momento de su agonía (1071-1073); lo
mismo ocurre en el Heracles de Eurípides (114 0 ,14 12 y sobre todo 1353-
1356, donde se nos presenta a un héroe que hasta hace bien poco era to­
talmente ajeno a las lágrimas); Séneca también trata ampliamente del
tema, desde el punto de vista de la virtus (Hércules sobre el Eta 1265-
12 7 8 ,13 7 4 ss.). El lloro femenino de Heracles constituye una especie de
revancha de Deyanira, caracterizada por las lágrimas (Traquinias 847-
849, 919, pero también Baquílides, Ditirambos 15, 23-26). Al igual que
las lágrimas de Deyanira, la sangre de Heracles se volverá khlórón; por
otra parte, el verbo brykhomai, que, en Homero, designa el grito de los
hombres heridos de muerte, se emplea tanto a propósito de Deyanira
(904) como de Heracles (805,1072).
153 Fonos para los trabajos: 21, 7 0 ,118 ,17 0 , 356, 825, 830; pónos pa-
E L L E C H O , LA G U E R R A

cripción que de ellos hace recuerda con precisión lo que


los griegos explican a propósito de las enfermedades de
las mujeres: convulsiones y desgarramientos, una opresión
terrible en los costados, accesos de delirio, un calor inso­
portable;154 por decirlo en pocas palabras: Heracles es afli­
gido155 por un sufrimiento que concuerda en todo con el de
las mujeres de parto. Seguro que habrá quien me acuse de
atribuir a Sófocles una idea insensata nacida de la cabeza

ra el sufrimiento; 985 (véase también 30, a propósito de Deyanira, y


680, a propósito del centauro); no obstante, en las Traquinias y en el
Heracles, también aparece el doblete mókhthos (Traquinias 1 10 1 , 1170 ;
cf. 1047).
154 Odÿnai·. 777, 9 59 (dysapalláktois odynais·. a propósito de dysapál-
laktos, véase Sobre la naturaleza de la mujer 40, así como, a propósito de
este término y de áphyktos, N. van Brock, Recherches sur le vocabulaire
médical du grec ancien, Paris, 19 6 1, pp. 220-229), 975, 9 8 6 ,10 2 1; pode­
mos comparar los dolores de Heracles con Sobre la naturaleza de la mu­
je r 38. Spasmós·. 805, 1082-1083; utilización del verbo diaíssó en los es­
critos médicos: véase Enfermedades 1 5, y Sobre las enfermedades de las
mujeres I 35); sparagmós: 7 7 8 ,12 5 4 ; acerca de spáó, spasmós, sparagmós,
véase P. Biggs, «The Disease Theme...», p. 229; A. A. Long, Language
and Thought in Sophocles. A Study o f Abstract Nouns and Poetic Technique,
Londres, 1968, pp. 131-135, y P. Berrettoni, «II lessico técnico del I e III
libro delle Epidemie ippocratiche», A nnali della Scuola Normale Supe­
riore di Pisa, 39 (1970), p. 241; el carácter intermitente del mal resulta
conforme a los hábitos del héroe: véase N. Loraux, «Héraklés» (Bonne-
foy 19 8 1 : 1, 492-498). Manías ánthos·. 999 (cf. 1089; ánthos y anthein en
el vocabulario médico: véase Tucídides, I I 49,5; Berrettoni, ibid.). Ther-
má·. 1046 -1047, 1082 (y 368: el calor d e lpóthos-, el calor como rasgo de
la nósos de Heracles: Diodoro, IV 38, 2, y Apolodoro, II 7, 7). Otros tér­
minos importantes: phoitáda (980) pertenece al vocabulario médico
(véase Sobre la naturaleza de la mujer 52: odynéphoitai)·, brykev. 987 (cf.
Sobre las carnes 19, 1, y Sobre la naturaleza de la mujer 3 5 y 3 7, en el que
el rechinamiento de los dientes Vbrygmós] va asociado a un dolor agudo
e intenso por todo el vientre y el bajo vientre).
‘ ss Heracles afligido: es de señalar en 98 5-986 el empleo del partici­
pio perfecto pasivopeponéménos... odynais, hapax en la tragedia.

89
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

de una lectora de fértil imaginación. Es posible. No cabe


duda de que, en su ambigüedad, la tragedia, cuyo rasgo
propio estriba en decir sin nom brar ,156 deja siem pre al
lector la responsabilidad de su decisión: aquel que teme
sumergirse en el texto puede permanecer sordo a las su­
gestiones de las palabras; pero quien presta atención al
significante se adentra por la vía de las sorpresas. Num e­
rosos comentaristas respetables han constatado ya que las
mismas palabras sirven para expresar los dolores físicos
de Heracles y el parto del alma llena de deseo en el Fedro.
Se podría objetar entonces que el sufrimiento de Heracles
no está localizado en el vientre, lugar femenino de las
odynai, sino en el flanco, un dolor intolerable en los costa­
dos, como el centauro N eso herido de muerte, como D e ­
yanira, que muere con el flanco atravesado.157 Cabría res­
ponder entonces que, aunque herido en el flanco (o bien
en el pulmón),'58 Heracles sufre de hecho en la totalidad

1!6Lejos de la tragedia y de Heracles, el discurso médico, que no se


anda con ambigüedades, no duda, por el contrario, en llamar a las cosas
por su nombre: véase Hipócrates, Sobre las afecciones internas ly , don­
de el paciente, que tiene una enfermedad en los riñones como conse­
cuencia de sus excesos sexuales, siente dolores (odynai) en el costado y
«sufre lo mismo que sufre una mujer de parto». Dolores de Heracles
y parto del alma: véase, por ejemplo, F. H. M. Blaydes, The Trachiniae
o f Sophocles, Londres, 18 71, a propósito d élos versos 832 ss.
157 Pleura es una palabra clave en las Traquinias, donde se emplea a
propósito del centauro (680), de Heracles (768, 833, 1053, 1082), de
Deyanira (926); véase también 938-939 (Hilo recostado al lado de D e­
yanira muerta) y 1225 (Yole dormida junto a Heracles): cf. P. E. Easter­
ling, «Sophocles’ Trachiniae», Bulletin o f the Institute o f Classical Stu­
dies, 15 (1968), pp. 58-69, sobre todo 65 y 67. No cabe duda de que si,
ya en el verso 7, la infancia de Deyanira se sitúa en Pleurón (como en
Hesíodo, fr. 25, 13 MW) y no en Calidón, como en el resto de la tradi­
ción literaria, ello no se debe a un puro azar: yo veo aquí un juego de pa­
labras a propósito del término pleura,
1,8 Deslizamiento pleúmón/pleurá·. 567-568 (el centauro) y 1053-

90
EL L E C H O , LA G U E R R A

de esta cavidad torácica que, aun cuando sea posible dis­


tinguir en ella entre la parte superior y la inferior, es con­
siderada, tanto en los escritos hipocráticos como en el Ti­
meo o en Aristóteles, indefectiblemente una sola, bien que
divisible: el propio cuerpo del hombre.159 E s cierto que se
podría alegar que es un veneno terrible el que devora el
cuerpo del héroe, veneno cuyos efectos recuerdan más la
red mortal de las Erinias que la herida que infligen las fle­
chas de las Ilitías.'60 Pero ya Homero adjudicaba a flechas
y lanzas el deseo de «saciarse de blanca carne»'6' y, tanto
para Heracles como para Agamenón, en el canto X I de la

1054, que podemos poner en relación con 777-778 y 1083 (Heracles). Ti­
meo 78c (pleúmón y artería comunes en la parte alta y baja de la cavidad)
aclara el verso 1054. Pleumonía como nósos erotiké·. Onians 1954: 37.
155 Koilíé para designar a un tiempo tórax, estómago y vientre, en
los escritos hipocráticos: véase P. Chantraine, «Remarques sur la langue
et le vocabulaire du Corpus hippocratique», en La Collection hippocra-
tique et son rôle dans l’histoire de la médecine, Leiden, 1975, pp. 35-40,
y J. Dumortier, Le Vocabulaire médical..., pp. 12-13 Y 17; en d Timeo, la
distinción entre ánó y kâtô koilia (690-733) no debe ocultar la unidad de
las dos partes como receptáculo del alma mortal; Aristóteles, Historia
de los animales 1 15, 493b 13-14, señala que los costados (pleurai) consti­
tuyen una parte común en la parte alta y baja del tronco. A propósito
del «eje Sófocles-Hipócrates-Aristóteles» y acerca de la relación privi­
legiada que mantiene Sófocles con la lengua de los médicos, véase N. E.
Collinge, «Medical Terms and Clinical Attitudes in the Tragedians»,
Bulletin o f the Institute o f Classical Studies, 9 (1962), pp. 43-55, sobre to-
do 47.
160 Devorar: 1055, 10 8 4 ,10 8 9 , asi como 1056; cf. Sobre la naturale­
za de la m u jerío . La red de las Erinias: 1050-1052, si, no obstante, esta­
mos de acuerdo, con Mazon y Kamerbeek, en traducir nephélë como
«red»; se podría también, con Jebb, entender «una nube de muerte»,
como en Ilíada X V I 350; Píndaro, Nemeas I X 37; Esquilo, Los siete con­
tra Tebas 228-229 y Euménides 379, y sobre todo Baquílides, Ditirambos
15,32. De hecho, no cabe duda de que nos hallamos ante un caso de po­
lisemia.
,é' litada X V 316-317; X X I 7 0 ,16 8 .

91
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

litada, el espasmo es como un aguijón."52 Ahora bien, en el


corazón mismo de las Traquinias se produce la conjunción
de una flecha y un veneno: la flecha es aquella que H era­
cles disparó a Neso para rescatar de sus manos a Deyani­
ra, el veneno es una mixtura compuesta— ponzoña sobre
ponzoña—por la sangre del centauro mezclada, en torno a
su herida, con el veneno de la hidra de Lerna en el que H e ­
racles había empapado sus flechas .163 Y, para definir esta
mezcla funesta, existe un término en el que se condensa
toda la ambigüedad trágica. Se trata de un caso de homo-
nimia: en efecto, nos hallamos con que ios, una de las p a ­
labras empleadas para designar la flecha, es también el
nombre del veneno; con que, en las Traquinias, ios designa
a un tiempo la flecha y el veneno; y con que, a modo de co­
mentario a este juego de palabras centrado en un término
a propósito del que más de un comentarista se ha extra­
viado,I<Í4 el coro evoca «el espectro de la hidra adherido»
al héroe y el «aguijón asesino» (phónia kéntra) con el que
el centauro vuelve loco a quien en su momento le dio
muerte, y que ahora se ha convertido en su víctima.165 Así,

161 Oistrón: Traquinias 1254; véase también 840: phónia kéntra.


163 Traquinias 572-574.
164 Si pudiesen, los comentaristas unificarían de buen grado este tér­
mino bajo el significado único de «veneno». Pero queda el verso 567,
donde ios designa inequívocamente la flecha. Añadamos que resulta de
enorme importancia mantener para iós el significado de «flecha», dado
que Sófocles, si hemos de creer a Ch. Dugas, es probablemente el inven­
tor de la flecha que hiere a Neso, con la que substituye una enorme canti­
dad de representaciones figuradas anteriores («La mort du Centaure Nes-
sos», Revue des Études anciennes, 45 [1943], pp. 18-26). De modo que la
polisemia de iós no deja dudas en la tragedia, y hace que la traducción de
todos estos pasajes resulte dificultosa; pero, fuera de la tragedia, la poli­
semia desaparece, iós pasa a no designar más que el veneno, y se distingue
cuidadosamente de la flecha (cf. Diodoro, IV 38, 2 y Apolodoro, II 5, 2).
,6sIós: 567 (la flecha), 7 7 1 (el veneno), así como 716-718 y 832-834.
En última instancia, la repartición de los dos significados resulta impo­

92
E L L E C H O , LA G U E R R A

las odynai que desgarran a Heracles, y que implican al mis­


mo tiempo el retorno de la feminidad al cuerpo quebrado
del héroe de la virilidad166 y el retorno de lo salvaje al ma­
tador de monstruos, pueden ser comparadas con las «fle­
chas» que atravesaban a Agamenón.
Fortuna e infortunio del guerrero: franquear todos los
límites, incluidos los de la virilidad, encarnados por él de
modo ostensible, para acabar sufriendo como una mujer.
Si los combatientes de la epopeya no mueren por ello, el
héroe trágico acaba encontrando aquí la muerte.167
Podríamos detenernos aquí. Pero en ese caso pasaría­
mos por alto una cuarta figura, que es el reverso de la pre­
cedente: la tragedia pone en escena a hombres que mueren
tras sufrir como mujeres, pero también sabe representar a
mujeres que mueren como un hombre. Ahora bien, ese re­
torno al modelo cívico implica una nueva desviación: mo­
rir, para una mujer trágica, es sinónimo, con frecuencia,
de suicidarse. Tomemos como ejemplo a Deyanira, que se
mata, al igual que Áyax, con la ayuda de una espada, y de
quien el texto subraya que ha muerto, ella que es una mu­
jer, como un hoplita.168 Que nadie se equivoque: al recor­

sible de determinar, como ocurre también en las Euménides (iós, vene­


no y dardo disparado por las Erinias). A propósito del nombre de Yole,
derivado de iós, véase C. A. P. Ruck, «On the Sacred Names of Iamos
and Ion», Classical Journal, 71 (1976), pp. 235-252 (n. 1).
166 Al igual que Hipólito, Heracles implora la ayuda de una espada
salvadora: una muerte de hombre ( Traquinias 10 14 e Hipólito 1375, don­
de los términos utilizados, énkhos y lónkhé, designan la lanza, arma del
hombre viril). Uno y otro desean calmar su dolor, empleando un térmi­
no derivado del parto de las mujeres, euné\ eunásai (Traquinias 1006;
Hipólito 1377).
167 Fuera de la tragedia, la ambigüedad desaparece y, en Diodoro,
IV 38, 3, Heracles, hombre hasta el final, muere como un hombre,
acompañado por sus pertrechos guerreros.
168 Deyanira se suicida, al igual que Áyax, clavándose una espada

93
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

dar el suicidio de Deyanira tras la muerte de Heracles, no


he olvidado que mi punto de partida fue la muerte de par­
to y el valor de la madre que ha dado a luz a sus hijos. Q ui­
siera mostrar tan sólo que, incluso en la desviación, la tra­
gedia puede conocer la ortodoxia; que, por medio del
suicidio, esta muerte que supone toda ella impureza, rea­
parece en escena la homología entre la madre y el hoplita.
En la tradición griega aparecen hombres (en contadas oca­
siones) y, en mayor número, mujeres que se suicidan; exis­
ten, sobre todo, suicidios viriles y suicidios de mujer: la es­
pada conviene al hombre, la soga a la mujer.169 Pero la
tragedia complica esta distribución al presentar mujeres
que, como Fedra, se suicidan en femenino por haber sido
demasiado femeninas, y mujeres que se suicidan de una
manera viril porque, con su muerte, exaltan a la madre
que hay en ellas: de este modo se adaptan a una cierta or­
todoxia de la maternidad, en el seno mismo del suicidio al
que su condición de mujeres conduce. El ejemplo más her­
moso lo constituye la Yocasta de Eurípides, que sobrevive
al descubrimiento del incesto para pasar a ser la figura do­
minante en las fen icia s , esa tragedia de la maternidad, y
para morir sobre el cadáver de sus hijos atravesada por la
misma espada que les ha dado muerte.170 La Yocasta de
Sófocles es esposa antes que nada y por ello se ahorca,
puesto que la tradición, a partir de Homero, así lo quiere,
pero también porque aquel que ella había querido hasta el

(Traquinias 930; cf. Ayax 834). E l texto afirma que una muerte tal im ­
plica, para una mujer, hybris, pero, como al mismo tiempo convierte a la
nodriza en unaparastátis, una compañera de filas (889), también desig­
na esta muerte como hoplítica. Fuera de la tragedia, el orden natural se
restablece y Deyanira halla una muerte de mujer, pues se suicida por
ahorcamiento (Diodoro, IV 38, 3; Apolodoro, II 7, 7).
169 Véase infra, pp. 246-247.
170 Eurípides, Fenicias 14 56 -14 59 ,1577-1578 .

94
EL L E C H O , LA G U E R R A

final, que creyera ser tan sólo su esposo, acababa de des­


cubrir que era también su hijo.
Pero, ¿y Deyanira? Cualquiera podría objetar que ella
muere por haber causado la muerte de ese Heracles al que
ella amaba más que nada en el mundo. N o me atreveré a
negarlo, puesto que, desde numerosos puntos de vista, D e­
yanira, la tierna esposa que lleva por nombre el de asesina
de hombres, muere como consecuencia de la muerte de
Heracles: muere por haberlo matado «sin espada», esposa
desesperada, muere en la habitación del héroe, en su lecho
nupcial,17' infligiéndose a sí misma esa muerte viril, la úni­
ca que H eracles hubiese considerado digna de sí m is­
m o.'72 Pero, como una verdadera heroína trágica, Deyanira
muere en realidad a causa de una doble determinación: en
lugar de su esposo, a causa de su hijo. Observem os que,
en sentido estricto, es Hilo quien desencadena su suicidio
y quien, pegado a su lado, comparte el lecho de Deyanira
m uerta.'73 Es Hilo quien, antes de hacer la descripción de
Heracles abatido, reniega de su madre, en términos vio­
lentos, y quien sigue renegando de ella cuando Deyanira,
silenciosa como Eurídice ante el anuncio de la muerte de
Hemón, se retira al palacio.'74 Al igual que Eurídice, a quien
la muerte de un hijo provoca la muerte, Deyanira, que 11o­

171 Traquinias 913, 9 15-9 16, 918, 920 (donde podemos le erla doble
determinación: lékhë, ellecho, institución déla reproducción/nympheía·.
el lecho de la recién casada).
172 Heracles piensa, por el contrario, que la muerte que se le inflige
es una lóba (996), como si, todavía con vida, su cadáver de guerrero fue­
se ultrajado.
173 Traquinias 938-939: pleuróthen/pleurán. Deyanira querría morir
al lado de Heracles (720: synthanein): muere separada por completo de
él, y tan sólo para Hilo ambas muertes se conjugan (véase 941 y 1233-
1235).
174 Traquinias 734-737, 817-818. El relato de la nodriza designa de
manera explícita a Hilo como causa del suicidio de Deyanira (932-933).

95
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

ra su morada privada ya de hijos,175 se servirá de su espada


para quitarse de en medio. Coge la «espada dolorosa que
corta la carne», desnuda su costado y se la clava entre el
hígado y el diafragma:170 en esa parte del cuerpo donde los
golpes resultan mortales, allí donde los guerreros son he­
ridos, donde Ayax hunde su espada, donde el Heracles de
Eurípides quisiera clavar su espada,177 allí, en fin, donde
una mujer lleva a su hijo—bajo el hígado, bajo ese «cintu­
rón» que es el diafragma— ,I/8 Sin embargo, Deyanira, la
reproductora, que no conocía otra alternativa a la virgini­
dad que el embarazo,'79 había creído que podría ser otra
cosa para Heracles: un objeto de amor. Uno de los signifi­
cados de su muerte es que una mujer que ha dado a luz ya
se ha realizado, y difícilmente podrá retroceder en el tiem­
po para regresar a las delicias pasadas de la nym phë .180

Es forzoso tomar la decisión de detener aquí este recorrido,


en el que hemos intentado aventurarnos en un terreno que

175 Traquinias 911. Verso muy bien comentado por Kamerbeek: la ou-
sía de Deyanira se resume en la maternidad, y la expresión no tiene nada
de «ilógica», como sostiene Ch. Segal («The Hydra’s Nursling...», p. 614).
176 Traquinias 930-931. A pesar de la dificultad que entraña intentar
conciliar el hígado y el costado izquierdo (9 26), es preciso abstenerse
de dar a hépar, como hace Kamerbeek, el sentido más amplio de «en­
trañas». Véase Loraux 1985: 90-91.
177 Áyax: Píndaro, Nemeas V I I 38 (phrenñn); cf. Sófocles, Ayax 834.
Heracles: Eurípides, Heracles 1149.
178 Aristóteles, Historia de los animales 1 17, 496b 11-12: el diafrag­
ma como diâzôma. A propósito del hígado y el diafragma, véase J. Du-
mortíer, Le Vocabulaire médical..., pp. 18-20.
179 Traquinias 308: ánandros S teknoússa, con el comentario de Ch. Se­
gal, «The Hydra’s Nursling...», p. 614, y, acerca de teknoû(s)sa, las obser­
vaciones de V. Schmidt, en Mélanges R. Keydell, Berlin, 1978, pp. 38-48.
!8° A propósito de Deyanira como nymphë, véase Traquinias 527,
así como 104.

96
E L L E C H O , LA G U E R R A

se prolonga hasta el infinito, tanto como los intercambios


entre lo masculino y lo femenino. Sí la ortodoxia del dis­
curso griego a propósito de las mujeres da prueba de una
unidad bella y sólida, ningún pueblo ha sabido adivinar me­
jor que los griegos que la distribución de lo masculino y lo
femenino en contadas ocasiones se adquiría de una vez por
todas: desde H esíodo hasta Hipócrates, pasando por Em-
pédocles, por no hablar de Aristófanes revisado por Platón,
¿no se han complacido los griegos en dividir a la humanidad
en mujeres femeninas, hombres viriles, hombres-mujer, mu­
jeres que actúan como hom bres?'81 De todos modos, su re­
flexión acerca de la división de los sexos se sitúa en la ma­
yoría de ocasiones en el plano (que podríamos denominar
social) de los comportamientos esenciales del hombre y la
mujer en la ciudad— dar a luz, combatir— , y no en el nivel
de la fisiología. Que las mujeres mueren como los hombres
y que los hombres sufren como las mujeres es, sin duda, una
manera masculina de decir que la muerte, único objeto de los
pensamientos del hombre griego, debería ser propia del
hombre, y que el cuerpo, vencido por el sufrimiento— pero
también, como sueñan los ándres, por el placer— ,'82 es fe­
menino: fantasma de hombre, pero de un hombre que ha
identificado en sí mismo la feminidad.'83

181 Hesíodo, Teogonia 590 (gynaikñn thëlyterâôn), Empedocles, fr.


616 Bollack (androdésteroi ándres), Hipócrates, Sobre la dieta I 28-29
(virilidad relativa de los hombres, feminidad relativa de las mujeres),
Platón, Banquete i9id-e. Véase supra, pp. 17-18.
182 Tiresias, que se transforma en mujer y más tarde recupera su for­
ma de hombre, puede dar testimonio de que, sobre diez partes de pla­
cer, la mujer obtiene nueve...
183 Una primera versión de este texto apareció en L ’H omme, 21, 1
(1981), pp. 37-67. Mientras preparaba estas páginas, me fueron de gran
utilidad las observaciones de Nathalie Daladier, Hélène Monsacré, G iu­
lia Sissa, Pierre Vidal-Naquet. La problématica que queda abierta al fi­
nal del texto ha sido tratada más tarde en Loraux 1985.

97
II
«P Ó N O S»

A p r o p ó s ito d e a lg u n a s d ific u lt a d e s q u e
e n tra ñ a e l e sfu e rz o com o n o m b re d e l tr a b a jo

Pónos, una vez más.


Se trata de no abandonar del todo ese equilibrio ines­
table entre la guerra y los partos, por medio del cual la
manera que la mujer griega tiene de tomar parte en las prue­
bas viriles la convierte en un modelo femenino del sufri­
miento de los hombres. Pero se trata también de seguir
explorando la tensión que subyace en el interior del para­
digma masculino de la heroicidad; para ello, es preciso vol­
ver a sacar pónos a colación. Por el camino— y no tiene por
qué sorprendernos—volveremos a encontrarnos a las m u­
jeres— o más bien, o desde ahora, lo femenino—y, una vez
más, a Heracles, héroe sufriente de la virilidad.
Pónos, pues.
Se da el caso que la única traducción posible de este tér­
mino es «trabajo», cosa que no facilita la tarea más que en
apariencia (pues si bien es cierto que existen los trabajos
del parto, ¿a qué griego se le ocurriría pensar que un com­
batiente trabaja?). Es verdad que en el Dictionnaire étymo­
logique de Pierre Chantraine ésta es tan sólo una traducción
entre otras, que aparece entre el «duro esfuerzo» y la «p e­
na», la «lucha» y el «sufrimiento físico». Pero Chantraine se­
ñala también que pónos se opone siempre a lypé, el pesar; y,
de hecho, al contrario del pesar, que deja el tiempo en sus­
penso y aísla de la sociedad de los humanos, pónos, consi­
derado siempre en su duración,1se inscribe en el tiempo de

1 Así, en Heródoto, la guerra de Troya es pónos (IX 2,7, 4), por opo-

98
«PÓNOS»
los hombres como algo que cuenta con un principio y un fi­
nal, como algo que uno lleva hasta su conclusión.2De modo
que la «pena» no es el «pesar», cosa que, es evidente, no
basta para convertir a pónos en el nombre griego, imposi­
ble de encontrar, del trabajo: aun cuando resulte muy laxa,
la contigüidad con lypé bastaría para atestiguarlo. Pues, co­
mo señala J.-P. Vernant, «pónos se aplica a todas las activi­
dades que exigen un esfuerzo penoso, no sólo a las tareas
productoras de valores socialmente útiles». Y añade: «En el
mito de Heracles, el héroe debe elegir entre una vida pla­
centera y fácil y otra abocada al pónos. Heracles no es un
trabajador.»3 Estamos prevenidos: nuestra atención no se
centrará aquí en un proceso de producción, sino en el largo
esfuerzo, en sí mismo y por sí mismo, del hombre que pena:
los trabajos del héroe, la resistencia del guerrero, pero tam­
bién una manera neutra de designar, por ejemplo, la larga
prueba que supone una tempestad para una flota.4
Si fuese únicamente así, si este término fuese siempre
una designación neutra, no habría gran cosa que decir pa­
ra aclarar la representación griega del trabajo. Pero sucede
que en época clásica se constata una especie de valoriza­
ción reafirmada a cada instante del pónos , cosa que incita

sición a Maratón, hazaña aislada designada como érgon-, pero, para in­
sistir en la duración de la batalla de Maratón, el historiador la denomi­
na pónos (VII 113-1x4; lo mismo ocurre con las Termopilas en V II 224, y
con Salamina en V III 89). Pónos también sirve para designar la dura­
ción de grandes empresas militares: V II 23 ss.; V III 74; IX 15.
2 Algunos ejemplos: Ilíada IV 26, 57; Odisea X X III 250: pónos va
asociado a télos o a teleín.
3 «Travail et nature dans la Grèce ancienne», en Vernant 19 7 1: II, 17.
4 Heródoto, V I I 190. ¿Hemos de considerar este empleo del térmi­
no a partir del modelo del lefio que «trabaja»? Podría ser, a condición
de añadir que, tanto para las naves como para una ciudad, una batalla
naval puede, en Heródoto, ser un trauma (una «herida»): de nuevo, el
«trabajo» se aleja.

99
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

a seguir las austeras vías griegas del esfuerzo humano. En


el inicio de este recorrido, al igual que en cada una de sus
etapas, hallaremos, pues, un punto de anclaje y de referen­
cia, el universo de la Grecia clásica. Ello no significa que
renunciemos a remontarnos en el tiempo a fin de descifrar
las representaciones más ambiguas, dispuestos a abando­
narnos a un constante ir y venir, de Jenofonte a Hom ero y
de Hesíodo a Diodoro de Sicilia.
Comencemos, pues, por pónos en la G recia clásica de
las ciudades.

UNA C O N F IG U R A C IÓ N C L Á S IC A

Actividad penosa y digna de mérito: se podría glosar de es­


te modo el sentido de esta palabra en los siglos v y iv a.C.
Cuando Pericles, en el último de los discursos que le
adjudica Tucídides, invita a los atenienses a «no volverle la
espalda al esfuerzo so pena de renunciar a correr detrás de
los honores»,5 deja bien claro que no existe gloria— ló­
gos—más que para aquellos que han sabido esforzarse; en
Heródoto, pónos constituye habitualmente el criterio de
«aquellas cosas que son más dignas de narrarse».6 Por de­
cirlo en pocas palabras, pónos va siempre unido al lógos de
gloria, y nadie ha sabido reflejar mejor esta asociación que
Píndaro, el poeta de la hazaña atlética, siempre dispuesto
a recordar que, a fin de perdurar en la memoria, es preci­
so que los pónoi sean confiados al discurso, pero cuyo tra­
bajo poético debe al objeto mismo que celebra el que se le
designe, a él también, como pónos.7

5 Tucídides, II 63 ,1; en 64, 3, el gran nombre (ónoma mégiston) de


la ciudad se asocia a los pónoi.
6Por ejemplo Heródoto, 1 177.
7 Píndaro, Olímpicas V I 12; X I 4; ístmicas V 25 (y I 45: mókhthoi)·,

IOO
«PÓNOS»

Digno de lógos, pónos tiene, en el discurso que el hom­


bre griego elabora a propósito de sí mismo, un criterio
eminente de valor; de hecho, en las parejas de oposiciones
que, en época clásica, constituyen el pensamiento griego
de la ciudad,8 este término es siempre positivo, como si in­
trodujese un plus en la casilla en la que se le coloca.
Podem os observarlo en Píndaro, donde el esfuerzo,
considerado como hazaña, caracteriza, frente a las repre­
sentaciones pusilánimes del vulgo, ese gasto generoso en
el que se basa el género de vida noble.9Y no sorprende de­
m asiado que el Pericles de Tucídides recurra a los mismos
valores, desplazados, eso sí, al campo de la guerra, cuando
alaba el hecho de que Atenas «haya derrochado más vidas
y esfuerzos (sómata k a í pónous) que n adie»:10 la ciudad
clásica, como sabem os, no elaboró ningún sistema de va­
lores que pudiese rivalizar con las representaciones aristo­
cráticas.
En el sistema de los valores cívicos, donde la hazaña
del atleta aparece en un segundo término, pónos aparece
asociado de un modo más preciso a la guerra y a la agricul­
tura, por oposición a la supuesta pereza de los artesanos
que, si hemos de creer al ideólogo Jenofonte, les impulsa,

pónos del poeta: Píticas IX 93; Peanes X 16, así como Píticas V I 52-54 (el
trabajo del poeta como pónos de las abejas; acerca de esto, véanse las
observaciones de Svenbro 19 76: 175, 187-189, con las que no estoy, sin
embargo, del todo de acuerdo: pónos no designa tanto al poeta como ar­
tesano, sino como ocupado en un proceso natural, semejante al de las
abejas hesiódicas, cuya fatiga Ykámatos] alimenta a los zánganos [Teo­
gonia 599; Trabajos 305]).
8 Véase P. Vidal-Naquet, «Une civilisation de la parole politique»,
en Vidal-Naquet 1981: 21-35.
9 E l vulgo no comprende el valor de pónos·. Píticas V III 73; el no­
ble, por el contrario, se caracteriza por pónos kaí dapáne, esfuerzo y gas­
to: Olímpicas, V 15; ístmicas I 42 y V I 10 (véase Heródoto, I I 148).
10 Tucídides, II 64, 3.

IOI
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

en caso de guerra, a «quedarse sentados, sin preocupación


ni peligro».11A propósito del pónos del campesino, menos
simple quizá de lo que parece a primera vista,12 volvere­
mos más adelante. En lo que respecta al pónos militar, aso­
ciado tradicionalmente al peligro {kíndynos ), este término
designa, ya desde la epopeya homérica, el trabajo del com­
bate,13 y los pensadores de la guerra solicitan a los estrate­
gas que inculquen a sus tropas él deseo de este pónos : ¡ Qué
ejército, en semejante caso! Pero también, ¡qué caudillo,
con un brazo terrible como el de los guerreros de la llía-
da\1APues, en el horizonte del esfuerzo guerrero, la condi­
ción heroica no se halla nunca muy lejos: así, es frecuente
que la guerra de Troya reciba el nombre de Tróikós pónos15
y, caracterizada por sus hazañas guerreras que son otros
tantos trabajos, la ciudad de Atenas adquiere en los textos

“ Jenofonte, Económico V I 7.
11 Por ejemplo, véase Aristófanes, Pinto 254: los amigos amantes del
trabajo (toú poneín erastaí).
13 Esta perspectiva está poco desarrollada en el libro de R. Descaí,
Lacté et l’effort. Une idéologie du travail en Grèce ancienne (V IIF-V e siè­
cle av. J.-C.), Besançon-Lille, 1986, quien, preocupado por definir pónos
en la esfera de la necesidad, en este caso como «la acción, a título de re­
ciprocidad, emprendida a causa [de los] lazos [de hospitalidad]», con­
cluye: «De modo que el pónos llega lógicamente a significar la guerra,
concebida como el resultado de esos lazos de reciprocidad» (p. 125). Por
lo tanto, si pónos aparece marcado por «una clara predilección ... por la
guerra» («El significado guerrero ocupa más de la mitad de sus empleos»:
p. 52), sería de esperar un estudio más específico de estos empleos.
14 Pónos guerrero: a propósito de la epopeya homérica, véase
Triimpy, Kriegerische Fachausdrücke im griechischen Epos, Basilea 1950,
p. 148; numerosos ejemplos en Aristófanes: Acarnienses 6 9 4 ,10 7 1; Ca­
balleros 579; Avispas 685. Pónos kaí kíndynos·. Tucídides, I 70, 8; Jen o ­
fonte, Anabasis V I I 3,31 y 6, 36; Ciropedia 1 5,12; Económico X X I 4. D e­
seo de pónos·. Económico X X I 5-6.
15 Heródoto, IX 27, 4; Sófocles, Filoctetes 248; Píndaro, Píticas 1 54;
Eurípides, Cíclope 107, 347, 351-352. Pónos designando la guerra heroi­
ca: pónoi Áreos o Enyáliou (por ejemplo, Píndaro, ístmicas V I 54).

102
«PÓNOS»

de los escritores del siglo v la figura gloriosa de la ciudad-


héroe.16 Tratándose de Atenas, el esfuerzo es siempre ha­
zaña; es cierto que, en la guerra, la época clásica no quiere
ver más que el lado bueno, el lado positivo: nada de gemi­
dos ni de dolor, ni sangre ni lágrimas, siempre acciones dig­
nas de admiración.
Pero el ciudadano está de entrada habilitado para la
guerra, no en vano recibe el nombre de hombre: a nir. Y de
manera natural, pónos sirve para marcar la oposición car­
dinal sobre la que, probablemente más que cualquier otra,
se funda la sociedad griega: nos referimos a la oposición
que se establece entre los roles sexuales. Por la parte del
macho aparece el pónos·. la idea, normativa en Jenofonte,
se convierte en una simple constatación en el autor del tra­
tado hipocrático Sobre la dieta o en el del tratado Sobre las
glándulas, que establecen una oposición entre el modo de
vida viril, puesto bajo el signo de la fatiga y la resistencia,
y la «facilidad» de la vida ociosa de las m ujeres.17 El ma­
cho no puede renunciar al esfuerzo que hace de él un
hombre: eso sería el mundo al revés; y se pone el ejemplo
de Egipto, donde «los hombres se quedan sentados y tejen
la tela, mientras sus compañeras salen fuera sin cesar y les
procuran la com ida».18 Pero el mundo está casi siempre en
su lugar, lo que significa que en ningún caso la actividad
doméstica de las mujeres merece el título de pónos y que la
división griega de los roles sexuales tiende a formularse a
partir de la negación pura y simple de cualquier actividad

16 Pónoi de Atenas: Eurípides, Suplicantes 373 y 577; Tucídides, II


64, 3 (así como I 70, 8 y I I 3 8 , 1; 62,1-3; 63, x). Sinónimo de pónos, mókh­
thos designa también los «trabajos» de Atenas en Píndaro (Peanes I I 32).
17 Hipócrates, Sobre la dieta I 34 (epiponótéré, rhaithymotéré, diaí-
té); Sobre las glándulas, t. V III Littré, p. 573 (pónos, argié).
18 Sófocles, Edipo en Colono 335-345, con un juego de palabras en­
tre las dos acepciones del verbo poneítr. sufrir por un familiar/como ta­
rea viril.

103
L A S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S FU E R Z O

femenina; así, frente al pónos del hombre (y debiéramos


añadir: del ciudadano y del griego) se diseña un modelo
de la vida de las mujeres. Se trata de un modelo negativo,
al que se alude siempre para establecer un contraste, que
actúa siempre como un operador de inteligibilidad, apto
para desenmascarar los modos de vida poco viriles: las
mujeres son ociosas, criadas a la sombra, y permanecen
sentadas en el seno del hogar, igual que permanecen ocio­
sos y sentados a la sombra los hombres que no merecen el
nombre de anér —los artesanos de Jenofonte, los jonios
indolentes de Heródoto, el amado del Fedro a quien su aman­
te mantiene lejos de las fatigas masculinas, el rico de la R e­
pública cuyo exceso de grasa no impresiona al pobre que­
mado por el sol— .I9 M odo de vida viril, modo de vida de
las mujeres: la distinción entre ambos debe mantenerse a
cualquier precio, y tan sólo un exceso de virilidad, debido
a una vida centrada en exclusiva en el esfuerzo puede lle­
var a un médico hipocrático a prescribir a su paciente ba­
ños calientes, un lecho blando y la rhaithymía (facilidad).20

19 Sombra e indolencia: Hipócrates, Sobre la dieta I I 49, 3; véase Je ­


nofonte, Económico IV 2 (los artesanos, que tienen unos cuerpos afemi­
nados); Heródoto, V I 12 (agotados por el pónos y el sol, los jonios
skiètrophéonto\ cf. Ateneo, X II, 515, a propósito de los lidios que, re­
emplazan, en tryphé y skiatrophía, a los jonios en época helenística);
Platón, Fedro 239c 6-8 (sombra/sol, ánandros diaitë); República V III
556d-e (heliómenos/'skiatrophékóti) y Leyes VI 781a (vida a la sombra).
Podemos añadir a esta lista al efebo que, de manera provisional, man­
tiene relaciones con la sombra y la feminidad (Vidal-Naquet 1981:168).
La vida a la sombra se asocia con frecuencia a los baños calientes, en la
definición de un modo de vida femenino: véase Odisea VIII 248 (el mo­
do de vida de los feacios); Sobre la dieta 66, 4 (baños calientes y lecho
blando); Plutarco, Teseo 23, 3 (la dieta que da apariencia de muchachas
a dos adolescentes de «corazón viril y ardiente»). Por último, el baño
caliente integra al extranjero en el interior de la casa: de ahí el lugar que
ocupa en los ritos de hospitalidad (Bouvier 1987:12-15).
20 Dieta para el exceso de pónos: Hipócrates, Sobre la dieta I I I 85, 2.

104
«PÓNOS»

Y, sin embargo, existe en la vida de las mujeres un lu­


gar para un pónos, para una prueba cualitativa, tan sólo
una. En la medida en que es preciso, incluso para pensar
la sociedad de los hombres, hacer algo con las mujeres, el
trabajo del parto constituye esta prueba, puesto que se in­
tegran en la ciudad a título de reproductoras. «Tres veces
en un parto he soportado los dolores femeninos (gynai-
keío i pónoi)», afirma un personaje de Esquilo, y nadie, en
la tradición griega, niega al parto el nombre de pónos, a
excepción quizá del Apolo de las Eum énides y su protegi­
do O restes, esos extrem istas de la filiación patrilineal.21
Añadamos que con idéntica unanimidad la tradición esta­
blece una equivalencia rigurosa entre este pónos femenino
y la actividad del combatiente, prueba de los hombres por
excelencia:22 honor supremo para las mujeres griegas...
El noble y los demás, el guerrero y el artesano, el hom­
bre y la mujer: pónos constituye, en todas estas oposicio­
nes, un criterio de discriminación. Para completar esta lis­
ta, quedaría por establecer una oposición entre lo griego y
lo bárbaro. Y no quedaremos decepcionados: al pónos de
Alejandro se opone, en Plutarco, la tryphé (molicie) de los
persas, del mismo modo que la realeza filosófica se opone
a la servidumbre.23 Ya H eródoto había mostrado la inca­
pacidad de los jonios, demasiado imbuidos de los valores

Como debilitan (Hipócrates, Sobre las enfermedades de las mujeres III


128 y 220), los baños calientes alivian las enfermedades y la fatiga: véa­
se Platón, Leyes V I 56ic-d, y las observaciones de Ginouvés 1962: 158-
15 9 ,17 8 , 204, 205, 217, 368-371.
21 Esquilo, fr. 99 Nauck2 (Europa), v. 7. Apolo y Orestes en la Ores-
tíada·. Coéforas 919-921, Euménides 631 ss.
22 Véase supra, pp. 48-60.
23 Plutarco, Alejandro 40, 2 (y 38, 3). Tryphé es, sin embargo, un te­
ma muy anterior a la época helenística: véase G. Nenci, «Tryphé e colo-
nizzazione», en Forme di eontatto e processi di trasformazione nelle so-
cieta antiche, Pisa-Roma, 1983, pp. 10 19 -10 31.

105
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

de sus amos persas, para soportar el largo penar de un es­


fuerzo sostenido que les hubiese hecho libres;24 es cierto
que, de acuerdo con H eródoto, los persas, incapaces de
apreciar el pónos en su justo valor, no saben ver en él más
que una tarea servil, puesto que, empezando por el Gran
Rey, sitúan la libertad en la tryph éP Pero tampoco debemos
olvidar que es un griego quien habla o quien presta la p a­
labra a los persas a fin de invertir mejor los valores griegos.
Como se habrá podido constatar, el esclavo es el gran
ausente en esta tabla de oposiciones. Y eso que, en un es­
tudio sobre pónos, la servidumbre aparece en numerosas
ocasiones— siempre con un sentido negativo— , una servi­
dumbre que se piensa a m odo de metáfora; pero no hay
lugar en ningún sentido para el personaje mismo del es­
clavo. N o es que no trabaje, en ocasiones al lado de los ciu­
dadanos y sin distinción de tarea; pero le falta la autono­
mía, que es lo único que permite valorar la continuidad de
un esfuerzo. Tampoco en el registro del pónos hay lugar al­
guno para el esclavo:26 su tarea, toda ella obediencia, no
tiene la categoría del mérito; es más, dado que no cabe la

14 Heródoto, V I 1 1 - 1 2 (pónos, asociado a eleutheríê y a la capacidad


de soportar los rayos del sol, se opone a malakíé, la molicie, a skiatro-
phía, la vida a la sombra, y a la esclavitud).
25 Heródoto, 1 126.
26 El esclavo se entiende aquí en el sentido ateniense del término, co­
mo esclavo-mercancía. En el Económico de Jenofonte, el esclavo de un
buen señor tiene la «voluntad de trabajar» (ergázesthai, designación neu­
tra), mientras que el soldado tiene la «voluntad de sufrir» (ponein): I I I 4 y
X X I 4; el trabajo del esclavo supone una pura preparación ( V 15), orienta­
da hacia el uso que el señor hará del objeto; en el discurso de Ciro contra
el placer (Jenofonte, Ciropedia V I I 5, 78-80), los esclavos que toman parte
por extensión de los pónoi de sus señores son los pueblos vencidos. Acer­
ca del uso simbólico de la palabra doûlos, véanse las observaciones de
M.-M. Mactoux, Douleia, París, 1980, pp. 83-92 (aunque citar los pónoi
de Heracles sirviéndose de la figura del esclavo como «lo relativamente
ajeno» [p. 91] suponga devaluar la complejidad de la figura de Heracles).

106
«PÓNOS»

menor duda de que el esclavo sufre de verdad, en ningún


caso podría ser presentado, en lo que respecta al pónos,
como la alteridad del ciudadano. Es cierto también que,
en la Atenas clásica, la distinción entre libertad y condi­
ción servil resulta tan infranqueable en este punto que no
es posible concebir al esclavo como el otro, aunque sea p a­
ra situarlo en un polo totalmente negativo. Hemos de asu­
mirlo: pónos hace que el historiador se aleje por completo
del pensamiento de la producción, para acercarse al mun­
do cívico de la cualidad, donde tan sólo cuenta el esfuerzo
de aquel que, por su condición, no está obligado a traba­
jar. Pues, entre el trabajo penoso y el ocio no existe anti­
nomia alguna para el ciudadano, y si, en el ámbito áe pó­
nos, hubiésemos de asignar un lugar a la palabra skholé,
que designa, en su acepción más banal, el ocio activo del
hombre libre, a buen seguro éste no sería «negativo», co­
mo el de los términos que designan la pereza y la dulzura
de vivir como un género de vida condenable: argía, rhai-
thymía, m alakía, tryphÉ son términos que, por regla gene­
ral, se oponen a pónos ,17 pero no es éste el caso de skholé,
que otorga al ciudadano todo el ocio para que pueda en­
tregarse, como el Isómaco de Jenofonte, a los trabajos vi­
riles de la guerra y de la agricultura.28

27 Pónos/argía: Aristóteles, Historia de los animales V I 20, 574b 29,


y Platón, República V III 556c 2; pónos, opuesto a la dulzura de vivir co­
mo «convivalidad» de un banquete: Heródoto, V II 119 ; IX 15; pónos/
rhaithymía: Jenofonte, Anabasis II 6, 6; Aristóteles, Ética a Nicómaco
1138b 31; pónos!malakía: Aristóteles, ibid., 1116 a 13; Platón, República
V III 556c 1; pónos/tryphé: Platón, República V III 556b 8; Aristóteles,
Política II 6 , 1265a 34, etc.
28 Véase por ejemplo Económico V I 10. La cuestión de skholé resul­
ta complicada, y la ambigüedad de este concepto permite numerosas in­
versiones, pero skholé designa con toda evidencia la condición del
hombre libre por oposición al esclavo: véase J. L . Stocks, «Schole»,
Classical Quarterly, 30 (1936), pp. 177-183.

X07
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

Hemos citado ya en varias ocasiones a Jenofonte: de


hecho, puesto que pónos conlleva connotaciones positi­
vas, Jenofonte, apasionado por los valores bien claros, se
convierte en su profeta. Cuando leemos su obra, la vida
del ciudadano aparece toda ella dedicada a un gran movi­
miento de esfuerzo, desde la adolescencia, donde pónos,
asociado a prácticas educativas como la caza y el atletis­
mo,29 tiende a convertirse en sinónimo d upaídeusis (educa­
ción),30 hasta la edad adulta, donde el trabajo penoso que
nunca se acaba halla siempre su recom pensa en la con­
quista de una virtud, por la vía del esfuerzo que constitu­
ye por sí mismo su propio prem io.31
Queda fuera de discusión que la culminación de este
gran elogio A tipónos se halla en el apólogo de Heracles en
el cruce de caminos, que aparece en las Memorables. Y re­
sulta indiscutible, también, que la paternidad de la idea
pertenece a Pródico, mientras que la intervención de J e ­
nofonte se limita a transmitir o a dar forma a este ejemplo
del sofista. Pero nuestro autor se lo ha apropiado sobra­
damente, de manera que este texto explica a su vez todo su
pensamiento, a la luz de la elección de un Heracles ado-

19 Pónos y atletismo: además de Jenofonte, Ciropedia I 5, 10 , sería


preciso citar la obra entera de Píndaro (véase A. Szastyriska-Scemion,
«Lepónos du sportif dans Pépinice grec», Acta Conventus X I «E/rene»,
Varsovia, 19 71, pp. 81-85); véase también Eurípides, Alcestis 10 2 7; Pla­
tón, Leyes I 646c (gymnasia k aipónoi) y las observaciones de L . Robert
a propósito del epitafio de un pancraciasta, en Hellenica X I-X II, París,
i960, pp. 345-349. Pónos y la caza: véase Jenofonte, Cinegético X II (en
su conjunto) y X I I I 10-14, con el comentario de J. Aymard, Essai sur les
chasses romaines, París 1951, pp. 483-485.
30 Caza como paideusis: Cinegético X I I 18 (así como I 7 y 12; V I 13 y
19; X II, 14 [la philoponia] y Ciropedia 1 5, 9-11 y I 6, 24-26). A propósito
del hombre del pónos en Jenofonte, véase Garlan 19 72: 64.
31A propósito délos âthla tën pónón, véase Memorables I I 1,19 ; teo­
ría del esfuerzo siempre recompensado: ibid., I I 1, 28 (discurso de Areté
en el apólogo de Pródico) y Económico V 1-17 (elogio de la agricultura).
«PÓNOS»

lescente que, en el umbral de la edad adulta, opta por un


modo de vida colocado bajo el signo del pónos, frente a
una existencia dedicada al placer (hëdoné ).32 Y he aquí que,
en virtud de una operación edificante, Heracles, el «divi­
no glotón» cuya incontinencia no cesa de mostrar la co­
media, se convierte en el símbolo de la lucha filosófica en
la que el esfuerzo ha de vencer siempre al gozo. Se trata
quizá de una vieja historia, puesto que, ya antes que Pro­
dico, los pitagóricos habían intentado llevar a cabo una
operación semejante; pero el apólogo había de imponer
definitivamente esta figura simbólica del héroe entre los
filósofos, desde los cínicos a los estoicos, por no hablar del
destino cristiano de H eracles.33 D e este modo, gracias al
apólogo y en el marco de la constitución de una «leyenda
socrática», la valorización del pónos se va desplazando p o ­
co a poco del ciudadano hacia la figura del filósofo:34 un
desplazamiento importante, que sin duda alguna se expli­
ca en el marco político e intelectual del siglo iv.
No obstante, no se cuenta entre mis propósitos aclarar
este desplazamiento. Tan sólo señalaré cómo el pensamien­
to del pónos, cívico primero y filosófico después, se con­

32 Memorables II i, 20-34.
33 Pónos contra hëdoné, Heracles y los pitagóricos: véase M. D e­
tienne, «Héraclès, héros pythagoricien», Revue de l ’Histoire des R e li­
gions, 158 (1960), pp. 19-53 y Detienne 1967: 133-135; Heracles cínico:
Diógenes Laercio, V I 1 2 , 1 6 y 18 (Antístenes); V I 71 (Diógenes se com­
para a Heracles, para quien no había nada por encima de su libertad:
véase M. Simon, Hercule et le christianisme, Estrasburgo-Paris, 1955,
pp. 78-79); Heracles, el pónos, los cínicos y los estoicos: véanselas ob­
servaciones de Daraki 1982: 167-168. Acerca de la figura intelectual de
Heracles, véase también Ch. Dugas, «Héraklès mousikos», en Recueil
Charles Dugas, París, i9 60, pp. 115-121.
34 Pónos asociado a Sócrates: Jenofonte, Apología 17; Platón, Ban­
quete 219e 8 (así como las observaciones de Daraki 1982: 167): véase in­
fra, p. 371; ponetn filosófico: Aristóteles, Etica a Nicómaco 1 13, 1102a 5
(cf. Metafísica, Δ 2, 1013b 9) y X 6 , 117 7 a 33.

109
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

centra en preservar de toda am bigüedad la representa­


ción del sufrim iento como hazaña. E s una herm osa o pe­
ración ideológica, desde luego. Por fortuna, los griegos
fueron algo más que ideólogos. Supieron también, incluso
en plena época clásica, trastocar siempre los sistemas de­
masiado coherentes que habían construido y, en este caso
concreto, no cesaron jamás de reflexionar acerca de la am­
bigüedad del pónos, una manera de expresar la hazaña con
el nombre de la fatiga.

D O N D E « P Ó N O S » SE C O M P L IC A

Volvamos de nuevo a Píndaro, cantor del pónos como ha­


zaña. A pesar de todo su deseo de que la hazaña constitu­
ya una categoría enteramente positiva, el poeta no se pro­
híbe a sí mismo el empleo de este término para designar,
en lo más bajo de la escala de los sufrimientos, los supli­
cios de los Infiernos. E s preciso añadir también que, en
Píndaro, entre el honor del héroe y la ignominia de los ré-
probos, pónos puede ser simplemente el lote de la condi­
ción humana pensada en su generalidad.35 La hazaña, el
suplicio, la carga de la vida: pónos nos lleva lejos de las
certezas cívicas donde las palabras no tienen más que un
solo sentido.
Si uno no se siente satisfecho con las polaridades de­
masiado tajantes, es posible que comience a interesarse
por las anomalías que en ocasiones alteran el orden esta­

35 Pónos en los Infiernos: Olímpicas I 6o (suplicio de Tántalo); I I 74


(suplicio de los «demás», por oposición a los de estirpe real); cabe ha­
cer la misma constatación a propósito de mókhthos, doblete poético de
pónos: véase Píticas II 30 (Ixión) y Alceo, fr. 38A Campbell (Sísifo);
mókhthos también designa en Píndaro la intolerable prueba superada
por Grecia en las Guerras Médicas (Istmicas V III 9). Pónos y la vida hu­
mana: Píticas V 54y, por oposición ala edad de oro, X 41 y OlímpicasI I 68.

lio
«PÓNOS»

blecido de los valores tradicionales: en un discurso de D e ­


móstenes, por ejemplo, el adversario de un rico terrate­
niente no duda en invertir la tradición que sitúa pónos del
lado de la agricultura para afirmar que, en las minas de
plata, él «ha pagado con su propia persona {tôi emautoú
sém atipónón) el precio de su trabajo y su fatiga», antes de
condenar la tryphé de su antagonista.36 Pero este ejemplo,
lejos de dar prueba de una evolución de las mentalidades
en la Atenas del siglo iv, sigue defendiendo los valores ad ­
mitidos— un propietario que posee la mayor fortuna en
tierras del Ática ya no es un campesino, sino un rico, fren­
te al cual puede invocarse el ideal cívico del esfuerzo— , y
no olvidemos que la lógica del pónos se presta a numero­
sas transformaciones. Abandonemos la seguridad de la ta­
bla de las oposiciones para dirigirnos ahora hacia la tensión
entre la hazaña y el sufrimiento, ya sugerida por Píndaro,
que se halla latente en toda reflexión a propósito del p ó ­
nos.
En Tucídides aparece pónos como hazaña de la ciu­
dad-héroe, pero el verbo poneín, tanto en la voz activa co­
mo en la pasiva, sirve para caracterizar las dificultades con
las que topa un ejército en el transcurso de una batalla, las
pruebas que aguardan a una ciudad.37 Ello indica que uno
puede ser tanto el sujeto triunfante como el objeto abati­
do del pónos. Volvamos sobre los pónoi de una ciudad: en
una tensión perpetua entre el acto glorioso y la prueba, los
pónoi resultan, en la tragedia, gloriosos para la ciudad que
se apropia de la palabra, y dolorosos para la de los demás.
Y cuando, en H eródoto, los lacedemonios aconsejan a los
de Platea que pidan ayuda a Atenas para procurar de este

36 Demóstenes, Contra Fenipo 20, 2 4 7 3 2 .


37 Dificultades de un ejército: por ejemplo 1 3 0 ,3 7 4 9 ,5 ; IV 3 6 y 96,
5; V 73, 2; V I 6 7 y 104, 2; V II 38, 2. Pruebas de una ciudad: IV 59 ,1 (po-
nouméné polis tôipolémói).
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

modo pónos a los atenienses, no se trata con toda eviden­


cia de procurar a los atenienses la gloria, sino, dicho de un
modo más prosaico, quebraderos de cabeza.38
Cualquier inversión es posible en la elocuencia tucidi-
dea: basta con jugar con el doble sentido de pónos. Los co­
rintios pueden definir el esfuerzo como la «fiesta» de los
atenienses; ello, sin embargo, no impide que Pericles haga
alusión a las fiestas reales como remedio para las fatigas
{pónón) de la ciudad.39 El propio Pericles, asimilando en
esta ocasión pónos al esfuerzo del trabajador infatigable,
comparará más adelante la «facilidad» ateniense, concebi­
da como soltura aristocrática, con el endurecimiento poco
elegante para soportar las fatigas que constituye la base del
esfuerzo militar de los espartanos: y he aquí que la oposi­
ción canónica entre la facilidad (rhaithymía ) y el pónos ha
sido invertida.40 Pero, en la época clásica, es preciso todavía
dominar estos juegos retóricos a fin de que mantengan un
cierto nivel de heroísmo; a los atenienses, ávidos de gloria y
de inmortalidad, aún no les ha llegado la hora de dejar para
la posteridad el sorprendente mensaje que transmite a los
transeúntes, en el siglo i de nuestra era, el epitafio de un
atleta frigio, después de evocar los éxitos del difunto:

M as to d o esto n o es sino una g lo ria que p ro c e d e d el s u fr i­


m iento; tú no d ejes, m ientras sigas con vid a , de d isfru ta r
d e la d u lzu ra de v iv ir (tryp h é ).41

38 Pónos, sufrimiento de la ciudad de los demás: Esquilo, Persas 6 82 y


Agamenón 1x67. Dar quebraderos de cabeza: Heródoto V I 108 (ékhein
pónous); en lo significativo, los atenienses ya han sabido sacar partido
de la adversidad (pónous anairetn·, anairetn significa llevarse un premio,
una victoria).
39 Tucídides, I 70, 8 y II 38, i.
40 Tucídides, II 39, 4 (y 3 9 ,1); véase Loraux, 1981a: 152-155.
41 Véase L. Robert, Hellenica, X I-X II, París, 1969, pp. 342-349.

112
«PÓNOS»

Quedémonos por un momento en la Atenas de Tucídides:


existe una prueba, tan sólo una, capaz de hacer que todos
los valores, incluido el del honor, se tambaleen, al obligar
a los atenienses a reconocer la otra cara del pónos; me re­
fiero a la peste, a la que Pericles, después de referirse a los
trabajos de la ciudad, identifica como la calamidad (pó­
nos) que azota a los atenienses.42 Pónos designaba la haza­
ña; este término define ahora la prueba de la enfermedad.
Todo ello nos invita a exáminar la cuestión con mayor es­
mero, por la vía de la reflexión de los médicos.
Para el autor de Sobre la dieta, no se trata ni de hazaña,
ni de perspectiva ética. Se trata simplemente de los pónoi
concebidos como ejercicios físicos o gymnásia, cuya com­
binación con una alimentación apropiada constituye la
base de una vida sana.43 Pero estos ejercicios no debían
resultar fatigosos en exceso, a riesgo de que todo se torna­
se simplemente sufrimiento del cuerpo—pónos una vez
más— .44 Pues con frecuencia éste es el sentido del término
que, en el Corpus hipocrático y en todos los escritores, de
Sófocles a Aristóteles, pasando por Tucídides, comparten
una misma lengua con los m édicos.45 Incluso Aristóteles
aplicará a los enfermos el nombre de ponoúntes (los que

42 Tucídides, II 63 (pónoi/timas)·, 64, 6 (pónoi barynómenoi) .


43 Equivalencia entre gymnásia y pónoi·. Sobre la dieta 35, 3 y 11; 65,
2; 66, 6-7; 82,3.
44 Sobre la dieta 65, 2; 78, 2; véase también 15, 2; 75, 1; 81, 8, así co­
mo Enfermedades IV 36, 2; 37, 1; 38, 1-2, etc. Sentido particular delpó-
nos médico: los sufrimientos ginecológicos, de los cuales el parto no
constituye, para el médico, más que un aspecto (Sobre el feto de ocho
meses II 2; I I I 1; IV 2-3, etc., así como Aristóteles, Sobre la generación de
los animales IV 4, 773a 17).
45 Pónos en Sófocles: Filoctetes 195, 637-638, 887; Traquinias 680,
985; en Tucídides: II 49, 3; 51, 6; 52, 1 (descripción de la peste); en Aris­
tóteles: ponoúntes para designar a los enfermos (Sobre la generación de
los animales 1 18, 725a 17), pónos como fatiga (Física III 195a 9; Sobre la
longevidad 5, 466b 12 ss.).

113
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

sufren), renunciando por una vez a recurrir al participio


más habitual del verbo kámnó. Volveremos más adelante a
este último término que, si bien en Homero se halla muy
próximo al verbo ponéó, evoluciona hasta designar tan só ­
lo, en la época clásica, la enfermedad.46 Como puede ob­
servarse, pónos siguió siendo un término más ambiguo, y
es posible continuar jugando con su doble sentido, el de
sufrimiento como dificultad y el de trabajo como esfuerzo.
Resulta interesante al respecto la reflexión que hace
Aristóteles a propósito del parto. Es cosa sabida que las
mujeres sufren al dar a luz. Por lo menos las mujeres grie­
gas, pues son sedentarias (hedratai , término que hace refe­
rencia a su posición sentada). Y Aristóteles compara este
pónos doloroso con el parto fácil de las mujeres egipcias.
En Egipto, recordemos, las mujeres trabajan. Y, como
ocurre en todos los pueblos donde el modo de vida de las
mujeres las acostumbra al esfuerzo (bíos ponétikós), ese
pónos endurece su cuerpo y elimina, o al menos neutraliza,
el pónos como sufrimiento.47 Trabajo o sufrimiento: pare­
ce que D iodoro y Estrabón hayan aprendido la lección,
puesto que al referirse a los pueblos que renuncian a la di­
visión griega de las tareas entre los sexos y ponen a la m u­
jer a trabajar, explican la edificante historia de una mujer
de Liguria: ésta, que estaba contratada para toda la jorna­
da por un salario (misthós ), trabajaba entre hombres; se
apartó el tiempo justo para dar a luz en un matorral, des­

46 Kâmnôntes como nombre de los enfermos: por ejemplo H ipócra­


tes, Sobre la dieta 2, 4, así como 32, 4; 69, 2; 71, 3; Aristóteles, Sobre la ge­
neración de los animales V 7, 787a 25; Retórica II 12, 1389a 8, etc. Un
ejemplo interesante: Etica a Nicómaco V II 8 ,1150b 4, donde se opone al
verdadero enfermo aquel que finge estarlo, para evitar el pónos-fatiga,
por malakia y tryphs.
47 Véase Aristóteles, Sobre la generación de los animales IV 6 , 775a-
27b 2 (a propósito de las éthne) e Historia de los Animales V II 4 , 584b 6 -
12 (Egipto).

114
«PÓNOS»

pués regresó a su tarea y fue preciso que el niño se pusiese


a llorar o, según la otra versión, que el patrón se diese cuen­
ta de que sufría mucho al trabajar, para que ella aceptase,
una vez recibido su misthós, volver a casa con su recién
nacido.48 El btos ponetikós hace que el trabajo del parto
como ,pónos de las mujeres desaparezca.
Ciertamente, estas cosas tan sólo les ocurren a los de­
más. Basta con que haya siempre un griego que piense en
la alternativa. Y que pónos-hazaña o pówcw-adversidad, pó-
«oí-trabajo o pó«o.r-sufrimiento,49 ambos polos se hallen
siem pre lo suficientem ente diferenciados para que exis­
ta siempre la posibilidad, e incluso la necesidad, de elegir
un significado en lugar de otro.

Por lo menos, es así como se presentan las cosas en la ciu­


dad clásica, y aún después. Pero Grecia no ha conocido
siempre la vía maestra de las oposiciones contrastadas, y la
época arcaica produjo unos modos de pensar en los que, a
propósito de pónos, no se puede elegir, puesto que no hay
elección.
Así ocurre en el caso de Hesíodo, para quien el traba­
jo constituye la ley de los hombres y su sufrimiento. El tra­
bajo como dolor del hombre: el del campesino, por su­
puesto— es algo muchas veces dicho y repetido— ;5° no es

48 Diodoro, IV 20, 2-3 (insistencia sobre la ausencia de tryphé en los


ligures) y Estrabón, III 4, 17 (quien recoge la historia de Posidonio, la
cita a propósito de los pueblos que se reparten la andreía entre hombres
y mujeres, e incluso menciona una especie de incubación).
49 La noción de sufrimiento sería «ocasional» en época antigua
(Mawet 1979: 379, a propósito de la Ilíada)·, pero en época clásica, al
menos, se consolidó hasta el punto de parecer constitutiva.
50 Sin embargo, pónos es, como recuerda oportunamente Descaí
(1986: 63), un término inusual en Hesíodo, contrariamente a érgon-, pe­
ro érgon designa el trabajo escogido que responde a la exigencia de dí-

115
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

menos cierto que lo que destaca en el pensamiento sobre


la condición humana que se expresa a lo largo del mito de
Prometeo o del mito de las razas es la generalización del
pónos, ese sufrimiento enorme y pesado bajo el que vivían
los hom bres de otro tiem po.51 Todos pertenecem os a la
edad de hierro: ésta es la lección que aprenderán líricos y
trágicos en H esíodo, desarrollando hasta la saciedad la
idea de que la condición humana no es más que un largo
sufrimiento.52 Es preciso trabajar, puesto que la edad de
oro pertenece ya al pasado: tan sólo subsisten algunas par­
celas, como el lugar maravilloso de los egipcios en Menfis,
que «no llevan a cabo ninguno de los otros trabajos que
los demás hombres han de soportar para lograr sus cose­
chas», pues el Nilo, él solo (autómatos), fecunda sus cam­
pos cuando los inunda. Es preciso trabajar, ya que el hom­
bre b asa su subsistencia en la agricultura y no en la
ganadería, como los escitas nómadas, «los menos activos
de los hom bres», que se contentan con seguir los despla­
zamientos de sus rebaños, un auténtico campo viviente.53

ké, mientras que pónos expresa la condición humana, que una vida con­
forme.a la justicia puede intentar mejorar.
51 Trabajos 91 y 113 ; véanse los dos artículos de Vernant sobre el mi­
to de las razas (Vernant 1 9 7 1 : 1, 13-79), así como, del mismo autor, «À la
table des hommes», en Detienne-Vernant 1979: 121-132; véase también
A. Ballabriga, «Lequinoxe d’hiver», A nnali della Scuola Normale Supe­
riore di Pisa, i i (1981), pp. 569-603, a propósito del pónos viril en H e­
síodo.
51 Por ejemplo, Arquíloco, fr. 15 Edmonds; Eurípides, Hipólito 189-
190, 367; numerosos ejemplos en Sófocles: véase Antigona 12 7 6 y, para
el tema recurrente de la acumulación de los sufrimientos, A yax 866,
876, 9 26 -9 2 7,119 6 y Filoctetes 760. Versión médica: Sobre la dieta 6 1,1;
78,3; 88, 3 y Aristóteles, Ética a Nicómaco V I I 1 5 ,1154b 9 y Sobre el mun­
do 6, 397b 23.
53 Egipcios: Heródoto, II 14 (autómatos recuerda automáté. ároura
en Trabajos 117-118 ); escitas: Aristóteles, Política I 8, 1256a 31 ss., co­
mentado por Hartog 1980: 218-219.

116
«PÓNOS»

Pero por encima de todo es preciso vivir, y sólo esto ya


constituye un pónos— después del hombre hesiódico, los
héroes de la tragedia lo experimentarán hasta la sacie­
dad— , Dejemos a los egipcios, que decididamente man­
tienen una relación muy extraña con el pónos, dejemos a
los escitas errantes, y volvamos al pensamiento hesiódico a
propósito del trabajo. Pónos, pues, es sufrimiento: algo a lo
que intentan adaptarse Los trabajos y los días, que invitan
a aceptar el pónos, puesto que no existe otra solución para
el hombre, y que la Teogonia expresa de manera más radi­
cal al conferir a Ponos una genealogía que convierte a este
hijo de Eris, la dolorosa Discordia, en un descendiente de
la N oche.54 La vida del campesino conoce una Eris buena
y una Eris funesta; por el contrario, en la Teogonia tan só­
lo gobierna, oprim iendo la vida de los m ortales, la Eris
negra. Pero incluso en los Trabajos, para expresar por con­
traste la felicidad de los hombres de la edad de oro, H esío­
do los sitúa al margen de «la fatiga y el lam ento», y asocia
pónos a la Lam entación (oizys), otra descendiente de la
Noche, de quien es la dolorosa hija.55 Decididamente, si al­
guien buscase una «verdadera valoración del trabajo»,56no
la hallaría en Hesíodo.
Forzoso es reconocer que la epopeya no desconoce pó­
nos como ley de la condición humana si, remontándonos un
poco en el tiempo, penetramos en el universo homérico.
Contamos incluso con un héroe que encarna esta idea: el

54 Teogonia 2 26 ; a propósito del carácter generalizador de pónos,


véase Ramnoux 1959: 72-73.
55 Trabajos 113 y Teogonia 214. La pareja pónos kai oizys es homéri­
ca, hace alusión a la guerra en la litada (X III 2; X IV 480); la esclavitud
como reverso de la guerra en la Odisea ( V I I I 529). Oizys derivado de un
verbo «llorar por», «lamentarse»: Chantraine 1968: s. v.; Mawet 1979:
189 (a propósito de pónos kai oizys·. 190-191).
s6 Véanselas observaciones de M. Austin y P. Vidal-Naquet, Écono­
mies et sociétés en Grèce ancienne, Paris 19 72, p. 27.

117
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

sufrido Ulises, «insaciable de engaños y fatigas», cuya lar­


ga serie de sufrimientos no concluye con la Odisea, puesto
que el futuro le depara, fuera del poema, un pónos difícil e
inconmensurable.57 Pero, al tiempo que le califica de hom­
bre verdaderamente humano, el sufrimiento de Ulises me­
rece simultáneamente la consideración de prueba heroica:
en los primeros versos de la Odisea se dice que «padeció en
su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el
ponto, luchando por sí mismo y su v ida»,58 y la litada re­
cuerda su disponibilidad ante todos los trabajos.59 Son tra­
bajos de astucia, puesto que se trata de Ulises, pero también
trabajos guerreros, dado que nos hallamos en un mundo
de combates.
Ahora bien, en la litada, en el seno de la guerra— la
única actividad humana posible para el héroe— , existe el
duelo y las lágrim as,60 hay pónos kat oizys, pareja eminen­
temente homérica.61 Nom bre del trabajo, la denominación
más genérica del esfuerzo guerrero, sufrimiento y prueba,
duelo y pesar, todo eso es, de una manera indisociable,62
pónos en Homero. No resulta, pues, sorprendente quepó-

57 Iliada X I 430; Odisea X X III 248-249 (y 306: oizysas).


58 Odisea 1 5, verso comentado por Benveniste 19 6 9 :16 6 .
S5 Iliada X 244-245, donde se define a Ulises por medio del pónos en
el mismo canto en el que, en el verso 89, se define a Agamenón por su
vocación para el sacrificio; véase también X 279 y X I 431, así como Odi­
sea X I I I 301 y X X 48. Ulises es el sufrido (tUmon, polytlas, talasíphrón):
véase Iliada V 670; X 231 y 248; X I 466 y Odisea, passim·, tlsnai para
caracterizar la condición humana: Iliada X X IV 49; Himno homérico a
Apolo 19 1, con las observaciones de E. Heitsch, «Tlémosyné», en H er­
mes, 92 (1964), pp. 257-264.
60 Acerca del duelo: Nagy 1979: 69-83; a propósito de las lágrimas
del héroe: Monsacré 1984, en especial 137-142.
61 Imitado por [Hesíodo], Escudo 351, en un contexto guerrero.
62 Por ejemplo el trabajo: I 467; el esfuerzo del combate: Iliada V
84, 567, 627; X V I 568; X X I 137 y 249; Odisea X II 117 ; la adversidad:
Iliada X 89; el duelo: Iliada X X I 525; X X II 488.

118
«PÓNOS»

nos sea substituido con frecuencia por kámatos, término


que designa la fatiga,63 ni que, a fin de comprender el «tra­
b ajo » homérico, sea preciso pasar por kámatos y por el
verbo kámnó, que expresan, quizá más aún que pónos, la
estrecha relación que existe entre el trabajo y el sufrimien­
to: la fatiga que abate al guerrero, el trabajo del artesano
que fabrica un objeto bello y, como lazo de unión entre
ambos, el agotamiento que se confunde con la vida huma­
na hasta el punto de que a los muertos se les califica de
«fatigad os»— por haber llevado a su fin el pónos de la exis­
tencia.64
Trabajo y sufrimiento, sufrimiento como trabajo: no
resulta fácil pensar una tal ecuación. Como ya se ha cons­
tatado en numerosas ocasiones, el trabajo homérico, n o­
ción muy poco estable, vale lo que vale el trabajador:65 en
la Odisea, el kámatos de la sirvienta demasiado débil ata­
reada en la muela es puro sufrimiento, como lo es también
el de Eum eo;66 por el contrario, el trabajo de Ulises ocu­
pado en fabricar el lecho de su habitación conyugal es no­
ble por completo, e incluso la abrumadora fatiga del héroe

63 Los kámatoi de Ulises en la Odisea dejan entrever la tensión infa­


tigable de su esfuerzo: por ejemplo V 493 (dysponos kámatos)·, V I 2; IX
75; X 143 y 363, etc.
64 Fatiga del guerrero: Iliada IV 26-27 (con pónos e hidrós, el su­
dor); X III 7 11; X X I 51-52 (las rodillas rotas, el sudor); véase también X
312, 399, 4 71 (donde la fatiga es ainós, terrible). Trabajo del artesano:
Iliada X V III 614 (armas de Aquiles, fabricadas por Hefesto; véase X V III
380, dondeponeíto designa el trabajo de Hefesto); Odisea X X I I I 189 (el
lecho de Ulises, fabricado por el héroe), etc. Los muertos kamóntes-, Ilia­
da III 278; X X III 72; Odisea X I 476 y X X IV 14; en la lengua clásica,
kekmékótes·. Esquilo, Suplicantes 158, 231; Eurípides, Suplicantes 756;
Aristóteles, Ética a Nicómaco 1 13, u o ib 2, 9.
6í Véase A. Aymard, «L’idée du travail dans la Grèce archaïque»,
Journal de Psychologie, 41 (1948), pp. 29-45 y Finley 1978: 86-87.
66 La sirvienta: Odisea X X 118; Eumeo: Odisea X IV 65 y 417, con el
comentario de Svenbro 1976: 62.

119
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

sacudido por el oleaje se convierte a contrario en el signo


de su nobleza heroica. Lo mismo ocurre con el pónos·, el
sufrimiento domina en el pónos que los aqueos deben so­
portar durante diez largos años ante Troya, pero en el de
Aquiles, que en el canto X X I de la litada lleva a cabo un
gran esfuerzo guerrero, hay que reconocer la intratable
fuerza del héroe.
Pero, a fin de cuentas, parece que el sufrimiento, ya sea
heroico o simplemente humano, debe triunfar sobre cual­
quier noción de trabajo productivo. Sirva como testim o­
nio, en cualquier caso, la evolución ulterior de pónos y de
kámatos, estos dos nombres homéricos del trabajo. Bien es
cierto que se trata de una evolución divergente: pónos des­
arrolla su historia por la parte noble del esfuerzo, kámatos
concierne a toda la humanidad; pónos, que en Homero apa­
rece siempre estrechamente ligado al sufrimiento del hé­
roe, ha conservado huellas de ese sentido, mientras que
kámatos y kámnó, que, en la guerra, designaban con preci­
sión la fatiga, se han especializado en el campo de la enfer­
m edad.67 Por el camino, el «trabajo» se ha desembarazado
de todo vínculo con cualquier noción de productividad.

Siempre el sufrimiento, pues. Pero el adjetivo derivado de


pónos nos reserva una sorpresa en cuanto, tras dejar atrás
el pensamiento arcaico, intentamos volver a la ciudad clá­
sica de nuevo. En un contexto heroico, Heracles, hijo de

67 Véase Chantraine, 1968: s. v. kámnó. No obstante, kámnó y ká­


matos continuarán, de vez en cuando, siendo sinónimos de pónos en la
lengua poética: nombre de la hazaña (Píndaro, Nemeas I 70; Píticas V
48), déla prueba Míticas I I I 95), del parto (Sófocles, Electra 530-533; E d i­
po Rey 174), del trabajo del campesino (Hesíodo, Teogonia 599; Traba­
jo s 305); kámatos también expresa la ley de la condición humana (Tra­
bajos 177 ; Píndaro, Partenios 1 19).

120
«PÓNOS»

Zeus, era en H esíodo ponérótatos kaí áristos: el más sufri­


do y excelente; en la comedia ática del siglo v, ponerás ya
no es más que el nombre del canalla, del pillo de baja ex­
tracción que pretende hacerse pasar por ciudadano sin
merecer serlo.68 Se trata de un signo de la fuerte contra­
dicción que experimenta el pensamiento griego del traba­
jo: en la época clásica,69 los derivados depónos se vinculan
al aspecto más peyorativo de los miserables, hasta el pun­
to que un Jenofonte no duda en oponer ponería, la baja ex­
tracción, al pónos virtuoso del ciudadano70—bien enten­
dido, una vez más, que en esta tabla de los valores oficiales
no se habla más que de ciudadanos, buenos o malos.
Pónos contra ponería: éste no es más que uno solo de
los avatares de una raíz que significa «el sufrimiento», y
que con vocalismo e forma los substantivos pobre (pénès )
y pobreza (penía), mientras que con vocalismo o designa el
trabajo como esfuerzo,71 dispuesta a subdividirse en pónos,
cualidad del buen ciudadano, y ponería, que expresa la
mala cualidad del malo. En resumen, entre pónos como si­

68 Ponerás, desgraciado: Hesíodo, fr. 248 y 249 Merkelbach-West


(Heracles); Solón, fr. 14 West (la especie mortal en su conjunto). Ponerás,
canalla: el charcutero de los Caballeros de Aristófanes es «un canalla,
salido de la más pura canalla» (ponerás e k ponërôn-, 181-186); véase tam­
bién Avispas 466 y Lisístrata, 350 (donde el compuesto ponáponérós de­
signa a un canalla redomado).
69 Y durante mucho tiempo: en los siglos 1 y 11 de nuestra era, como
me ha hecho observar Marie-Henriette Quet, ponéroí es como se deno­
mina a la gente común, por oposición a los notables de las ciudades y al
«sabio».
70 Jenofonte, Económico I 19, donde ponería cubre los sentidos de
argía y malakía·. en Aristófanes, ponería es un término negativo por
completo, mientras quupónos designa el sufrimiento, el trabajo, sin nin­
gún matiz peyorativo.
71 Véase Chantraine 1968: s. v. pénomai. Pénés, el pobre, se opone a
ptókhós, el mendigo, y designa a aquel «que vive penosamente de su tra­
bajo, menesteroso».

1 21
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

nónimo del valor y las palabras de su familia que designan


una noción del trabajo que implica, por citar las palabras
de Lucien Febvre a propósito del siglo x v i i francés, «a ve­
ces incomodidad, agotamiento, sufrimiento, humillación»,72
el margen es estrecho.
Ahora bien, en esta extraña aventura hay un personaje
que reconcilia en su persona el pónos heroico y el de la
condición humana, la dignidad eminente y la humillación
del poneros·, me refiero al héroe Heracles, el del culto, el
mito, la tragedia y la comedia, más fuerte en el pensamien­
to griego que las edificantes construcciones que los filóso­
fos asocian a su nombre. Heracles, cuya figura nos ha salido
al paso en varias ocasiones ya: Heracles, héroe del sufri­
miento, unido a los trabajos, a través de los cuales, por de­
cirlo en palabras de J.-P. Vernant, «los griegos han expre­
sado, bajo la forma de lo heroico, los problemas ligados a
la acción humana y a su inserción en el m undo».73

H ERA C LES, EL «PÓNOS»


Y LA C A T E G O R Í A DE LO H E R O IC O

La personalidad de este héroe, en lo esencial, se expresa,


en los textos de la época clásica,74 en sus trabajos, desig­
nados como pón oi (o bien como mókhthoi, recurriendo a
uno d élos sinónimos más habituales depónos).7^D os ejem-

71L. Febvre, «Travail: évolution d’un mot et d’une idée», Journal de


psychologie, 41 (1948), pp. 19-28, en especial 19-22.
73 «Aspects de la personne dans la religion grecque», en Vernant
19 71: II, 90.
74 Algunos ejemplos: pónos en el Heracles de Eurípides, passim, en
el cómico Cratino, fr. 4 Edmonds (Ónfale), e incluso en los Diálogos de
los dioses de Luciano (13 ,1, 236).
75 Mókhthoi alterna constantemente con pónoi en el Heracles de E u ­
rípides; véase también, por ejemplo, Teócrito, X X IV 82-83 (doce mókh-
«PÓNOS»

píos, ambos tom ados de Sófocles, nos permitirán calibrar


de entrada la am bigüedad de la noción de pónos aplicada
a Heracles: en el Filoctetes, pónos es lo que le ha valido al
héroe la inmortalidad del valor (athánatos aretf)\ en las
Traquinias , pónos indica las hazañas, pero también la es­
clavitud y el cuerpo d estro zad o /6
Damos por hecho que, en medio de las pruebas más
arduas, la gloria es siempre el destino de Heracles, y no
volveremos a tratar de este tema. En cambio, nos deten­
dremos en la figura del Heracles fatigado,77 cuyas hazañas
derivan por lo general hacia la miseria y la ignominia en
los textos hom éricos;78 del Heracles siervo79 a quien, des­
de los primeros versos de las Traquinias , Sófocles caracte­
riza como «siem pre al servicio de alguien», y a propósito
de quien Esquilo recuerda que «fue vendido, y soportó el
régimen de la esclavitud».80 Pero, puesto que este Hera-

thoi). Mókhthos y mokhtheín cubren todos los sentidos de pónos y po-


netn, en lo que respecta a la guerra (Sófocles, Ayax 1188), al trabajo agrí­
cola (Aristófanes, Pinto 525), al parto (Eurípides, Medea 10 3 0 y 126 1;
Heracles 281), al sufrimiento del héroe (en el Prometeo de Esquilo, 99,
etc., en el Edipo en Colonos de Sófocles, 105, 4 37,136 2).
76 Filoctetes 14 19 -14 2 0 (en los versos siguientes, Heracles anuncia a
Filoctetes que la vida gloriosa recompensará sus pónoi)] Traquinias 21,
170 , 825 (hazañas), 70, 356 (esclavitud), 680, 985 (sufrimiento físico).
77 Véase Ch. B. Kritzas. «Héraklès Pankamés», Arkhaiologiké Ephe­
meris, 1973, pp. 10 7 -119 , y K. Kerényi, «Hercules fatigatus», en Mélan­
ges C. J. Burckhardt, Munich, 19 6 1, pp. 214-220.
78 Odisea X I 618-619 (kakôn moron)·, Iliada X IX 133 (érgon aeikés).
75 En este caso véase sobre todo Jourdain-Annequin 1985: 496-507,
a propósito de la distinción entre latreùô, que designa el trabajo depen­
diente, si no servil, y que puede ser retribuido con un misthós (499-504),
y douleúó, que supone que Heracles ha sido, sin duda alguna, vendido
por Eurito como esclavo (504-507).
80 Sófocles, Traquinias 35 (latreúó: véase también 70, 357, 830; cf.
Apolodoro, Biblioteca II 4, 2 y 6, 2-4); Esquilo, Agamenón 10 4 0 -10 4 1
(doûlos·. véase Luciano, Diálogos de los dioses 237). Acerca de Heracles

123
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

cíes sufriente es particularmente querido por el pensa­


miento arcaico, es preferible sin duda dar a sus hazañas el
nombre que les es propio en Homero y H esíodo, esto es,
âthloi, que los mitógrafos de época romana recuperarán
como designación canónica de los doce trabajos.81
Athlos (o áethlos en la epopeya) nos conducirá en pri­
mer lugar hacia el sufrimiento, puesto que los trabajos son
«penosos» y harán que Heracles sea declarado el más des­
graciado (áthlios) de los hombres— es preciso, sin duda al­
guna, pensar las cosas de este modo, y no como lo hace, en
el siglo i de nuestra era, Dión Crisóstomo, cuando afirma
que el título de athliótatos procede de la costumbre de dar
a los pónoi el nombre de âthloi— Observemos de paso
,82

que, con una unanimidad digna de ser destacada, áthlios ,


poneros y mokhthérós, adjetivos derivados de términos que
designan la hazaña, caracterizan todos ellos al hombre co­
mo desgraciado, cuando no de miserable. Pero athlos con­
duce también, de un modo indiscutible, hacia la esclavi­

siervo, véase Delcourt 1942: 129-130; M. I. Finley, «La servitude pour


dettes», Revue historique de droit fronçais et étranger, 43 (1965), p p .159-
184 (Heracles como ejemplo de la «confusion de hecho entre el servicio
y la esclavitud en un estado previo al derecho»: 159-160); Dumézil 19 71:
120-126, y G . S. Kirk, «Methodological Reflexions on the Myths of H e­
racles», en B. Gentili y G . Paioni (éd.), II Mito greco, Roma (Ateneo),
1:977, p. 291. Es de señalar que una etimología, debatida pero aceptada
por algunos filólogos, hace derivar el nombre de Heracles de la palabra
héra, servicio.
81 Por ejemplo: Iliada X V 30; [Hesíodo], Escudo 9 4 ,12 7 ; Hesíodo,
fr. 19 0 ,12 ; Píndaro, Istmicas V I 49; Eurípides, Heracles 827. En D iodo­
ro y Apolodoro, todo aquello que no entra en los doce trabajos es pa­
rergon y no athlos.
82 Hesíodo, Teogonia 951; Escudo 127 (stonóentas aéthlous): la mis­
ma expresión se utiliza a propósito de Jasón, Teogonia 994 (y, en sus/l>·-
gonáuticas, Apolonio de Rodas designará sistemáticamente como áethloi
todas las «pruebas» de Jasón. Heracles áthlios·. Eurípides, Heracles 1015
y Dión Crisóstomo, Sobre la virtud 28.

124
«PÓNOS»

tud. La litada designa sin ningún problem a como áethloi


los «trabajos de E uristeo», poniéndolos en relación con
quien fuera el amo despiadado; en la Odisea, el héroe con­
vertido en sombra en los Infiernos recuerda que él «fue so­
metido a un hombre, con mucho inferior, que le impuso
trabajos penosos».83 D e manera aún más clara, en el excur­
so que D iodoro y Apolodoro consagran a los trabajos de
Heracles, entre Euristeo y el héroe, todo se resume en tres
palabras: áthlos, término que expresa de manera indisocia-
ble la hazaña y la tarea impuesta, próstagma, que define la
orden, y teleîn y sus compuestos para designar el cumpli­
miento del trabajo. A sí pues, la tarea impuesta es áthlos, de
una manera mucho más evidente que pónos, y si, en la épo­
ca clásica, los trágicos emplean indiferentem ente84 ambos
términos, una tal sinonimia no implica que fuera de la ges­
ta de Heracles sea preciso intentar dar con precisión este
sentido a pónos: estos empleos de la palabra, sean o no pu­
ramente miméticos,85 no nos van a enseñar nada porque, en
mi opinión, pónos está muy bien protegido por su condi­
ción de término fundamental de la ideología cívica.
En medio de los dolores y de la servidum bre, áthlos si­
gue siendo, por supuesto, la hazaña, y, en su normatividad,

83 litada V I I I 362-363; X V 639; X I X 133; Odisea X I 618-626.


84 Véase, acerca de póttos·. Eurípides, Alcestis 481 y 114 9 -1150 ; H e­
racles 388; de mókhthos·. Sófocles, Edipo en Colono 105; Eurípides, Hera­
cles 830. En Sófocles, poneín tin ipuede significar «padecer, trabajar pa­
ra alguien», en el contexto de un servicio a un valiente (Áyax) o de un
servicio familiar (Antigona, Edipo en Colono). De todos modos, fuera
de los trágicos, pueden observarse algunos ejemplos con este sentido:
véase Jenofonte, Banquete IV 14 (el servicio del amado) y la glosa, cita­
da por Borgeaud 1979: 40, del proverbio «hacer de arcadlo» (hacer de
mercenario).
8í Véanse de todos modos algunos intercambios entre pónos y áth­
los·. Odisea X X III 248-249; Heródoto, 1 126 y V II 26 (prokeímenos áth-
los/proketmenos pónos).

125
L A S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

el pensamiento pindárico a propósito del atletismo es el


único que se esfuerza con constancia por disociar la haza­
ña del sufrimiento y, en general, de cualquier am bigüe­
d ad :86 fundador de los juegos olímpicos y de los juegos ñe­
meos, Heracles constituye sin duda el prototipo del atleta,
pero el resto de su carrera no permite en modo alguno una
tentativa semejante... A thlos, pues, es también la prueba
dolorosa, el suplicio del Prom eteo de Esquilo o del dios
perjuro en la Teogonia de H esíodo, tribulaciones hom éri­
cas que el texto pone de buen grado, como ocurre con las
de H eracles, en relación con aquel o aquella que las haya
causado.87 Es, por último, en la Odisea, la prueba del arco,
prueba que, más allá del simple concurso,88 cualifica para
obtener la mano de Penélope. Los filólogos, perdidos en
el debate siempre reabierto sobre el «sentido original» del
término y preocupados por elegir un sentido en lugar de
otro, han insistido en la dimensión de sufrimiento presen­
te en âthlos, o bien se han esforzado por preservar la p ri­
macía de la lucha en la palabra que da origen al vocabula­

86 Por ejemplo: Píndaro, Píticas IV 165 (la hazaña sin el sufrimien­


to). En la época clásica, la ambigüedad del personaje del atleta es, no
obstante, perceptible, sobre todo cuando es heroizado: véanse los ca­
sos citados por Fontenrose 1968: 86-89: Heracles, modelo de héroe-
atleta. E l libro de G regory Nagy sobre Píndaro (Pindar’s Homer, B alti­
more, The Johns Hopkins University Press, 1990) ha renovado la
cuestión.
87 Prometeo, passim (el âthlos de lo responde, como sus pónoi y sus
mókhthoi, a los del Titán); Teogonia 800 (el dios perjuro). Tribulaciones
homéricas: Odisea 1 18; III 262; IV 240-241; X X III 248-249, 261, 350;
pruebas sufridas por culpa de otro: Iliada I I I 126 (áethloi de los aqueos
y los troyanos por Helena); Odisea IV 17 0 (áethloi de Ulises por Mene­
lao), así como Hesíodo, Teogonia 994-995 (áethloi d ejasó n ordenados
por un rey). E l pasaje más interesante es Iliada X X IV 734, donde An-
drómaca llora sobre su hijo, condenado a realizar trabajos ignominiosos
(érgon, aeikés), aethleúón pro ánaktos, penando por un amo.
88 Odisea X IX 572, 576,584; X X I, 73, 9 1,13 5 , 268; X X I I 5.

126
«PÓNOS»

rio del atletism o;89 pero, por ello mismo, no siempre han
prestado suficiente atención a la utilización de áthlos, en
pleno siglo v, para designar la tarea impuesta.90
Es cierto que el problem a es real, y difícil: ¿en qué ca­
tegoría hemos de englobar un término que, entre la llíada
y la Odisea, oscila ya desde los trabajos de Heracles p e ­
nando a las órdenes de Euristeo hasta la prueba real del
arco? En lugar de privilegiar un sentido por encima de otro,
me gustaría proponer que áthlos se englobe en la categoría
de aquello que da lugar a un âthlon ? 1 Si áthlon es el p re­
mio, áthlos es el servicio social que reclama una recom pen­
sa y, bajo esta definición, es preciso entender tanto là lucha
agonística del concurso92 como las pruebas penosas. E s
verdad que, tratándose precisamente de H eracles, no he­
mos concluido todavía nuestra labor, pues quedaría aún
por hallar una mención de un áthlon que recompensase
los trabajos de H eracles. Ahora bien, podemos encon­
trar— y en abundancia— áthlon al lado de la justa: en el
escudo hesiódico, unos jinetes se esfuerzan y com piten
afanosamente por un áethlon, los aqueos concurren por

89 H. Trümpy, Kriegerische Eachausdrücke, p. 150, considera que el


sufrimiento viene primero, en base a Odisea IV 17 0 y 241; Chantraine
1968: s. v. áthlos, no acepta un tal análisis, e intenta preservar la priori­
dad de un sentido agonístico (si bien, los juegos fúnebres de la litada
X X III son agènes y no áethloi). De una manera más mesurada, el ar­
tículo áethlos del Lexikon des frühgriechischen Epos (B. Snell, éd.), I,
Gottingen, 1979, considera que sufrimiento y peligro son constitutivos
de esta noción, cuyo valor agonístico sería tan sólo secundario.
50 Heródoto, I 42 y 126; IV 10 y 43; V I I 197.
91 No se trata de negar que áthlon derive de áthlos; la perspectiva
adoptada aquí no es la de la filología, sino la de una historia atenta a las
representaciones que, para los griegos, iban asociadas a una palabra.
92 Athlon, remuneración de un concurso como servicio social: B.
Laum, Heiliges Geld, Tubinga, 1924, pp. 57-58; contra·. L. Gernet, «Jeux
et droit», en Droit et société dans la Grèce ancienne, Paris, 1964, que
descarta con una cierta premura esta hipótesis (p. 13, n. 1).

127
L A S M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

unos áethla en el canto X X I I I de la litada— pero en el can­


to X X II, la vida de H éctor constituía el áethlon por el que
Aquiles y el héroe troyano agotaban sus fuerzas en una en­
loquecida persecución— , y, en la Odisea, áethlon designa
las armas de Aquiles, que es lo que está en juego en el en­
frentamiento entre Ulises y Áyax, o incluso la propia Pe-
nélope, por quien los pretendientes aceptan la prueba del
arco.93 Pero en vano podemos buscar alguna mención cla­
ra de un áthlon94 por lo que respecta al sufrimiento dolo­
roso de H eracles; y, a menos que admitamos que esta re­
compensa ausente se confunde con la inm ortalidad,95 es
preciso registrar este silencio, sin indagar demasiado (a fal­
ta de indicios), para determinar si se debe al azar de la trans­
misión de los textos o bien a una censura (rechazo a tomar
en consideración el esfuerzo de un héroe nacido m ortal y
divinizado a su muerte; o, por el contrario, rechazo a con­

93 Escudo 305-306 (en Trabajos 654, se designa el torneo de Anfida-


m anteporlos premios \áethla\ que se obtienen en él); litada X X III 259,
273, etc. (los áethla se mencionan antes incluso de que el concurso reci­
ba este nombre); X X I I 159-164 (lo que unifica la carrera como prueba y
concurso a la vez es el premio, que es la vida de Héctor); Odisea X I 548
(las armas de Aquiles) y X X I 7 3 ,10 6 (Penélope).
94 Athlon de Heracles: al lado de expresiones metafóricas como pó-
nôn áthla (Sófocles, Filoctetes 508-509; Jenofonte, Memorables I I 1,19 ),
es posible que tal noción se halle implícita en un pasaje del Heracles de
Eurípides (1386-1387); el héroe invita a Teseo a que lo acompañe a A r­
gos para hacer que le entreguen el athlíou kynos kómistra (el salario por
conseguir traer al perro de los Infiernos, denominado «perro del certa­
men» puesto que su conquista concluye el ciclo de los trabajos y, según
los términos del acuerdo alcanzado con Euristeo [vv. 15-20], debería
permitir a Heracles regresar a Argos). Pero este empleo etimologizante
de áthlios constituiría un hapax, y la cuestión sigue abierta, incluso si es
preciso negarse a corregir el texto como Wilamowitz, que substituye de
un modo trivial el difícil athlíou por agríou (y convierte a Cerbero, en un
«perro salvaje»).
95 Esta es la interpretación de Diodoro (IV 8, 1: épathlon).

128
«PÓNOS»

ceder el honor de un âthlon a los trabajos que la litada nos


presenta como «ignominiosos»). A sí pues, renunciando a
forzar la dificultad, me contentaré con subrayar que, en la
práctica totalidad de las fuentes, en el supuesto de que los
trabajos revelen otra lógica que la de la mera coacción, la
carrera de H eracles no aparece tan asociada a una recom ­
pensa como a una retribución (misthós)·, es más, esta retri­
bución le es negada con mayor frecuencia que acordada,
como si se hubiese de poner todo el énfasis en la idea de
un servicio llevado a cabo para otro con gran esfuerzo: p o ­
dría decirse que se trata de un servicio que, en sí mismo,
no tiene otra finalidad que la de subordinar al héroe a una
voluntad externa a él.
Conviene detenerse un instante a propósito de este
servicio. En el nivel de generalidad que supone el pensa­
miento griego de la categoría de lo heroico, podemos ver
en él algo parecido a un símbolo, ya que «la fuente y ori­
gen de la acción, la razón del triunfo, no se hallan en el hé­
roe, sino fuera de él» : 96 desde esta perspectiva (que, por
convención, se ha dado en llamar de psicología histórica),
no resulta indiferente que, de H om ero a D iodoro, los grie­
gos hayan sentido el mismo rechazo a la hora de conferir a
la acción humana una fuente que sea su agente. A otro ni­
vel, volviendo de nuevo a Hom ero, intentaremos explicar
las pruebas de H eracles a la luz vacilante de las indagacio­
nes sobre la situación del trabajo en un mundo, el de A qui­
les y el de Ulises, en el que se asimila de hecho a los thêtes
mercenarios a un esclavo, en el que «incluso un contraste
tan simple como e l ... [del] esclavo y el [del] hombre libre
no parece diseñado con entera nitidez», puesto que la mis­
ma palabra (en este caso drëstér, el sirviente) puede desig­
nar al hombre libre que está al servicio de un aristócrata y
al esclavo cuya independencia ha sido enajenada a otra

96 J.-P. Vernant, «Aspects de la personne», en Vernant 19 7 1: II, 91.

129
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y EL E S F U E R Z O

persona.97 En ese caso, podemos recordar también la am­


bivalencia de la palabra misthós, nombre de la retribución
que en la epopeya designa tanto la recom pensa que m ere­
ce un hecho relevante, como el salario de los thêtes— y,
canto tras canto, en la litada, se designa precisam ente la
misma tarea unas veces como áethlos y otras como el tra­
bajo que llevan a cabo los thites a cambio de un salario— .98
Ahora bien, si existen unas tribulaciones que, a falta de
áthlon, m erecerían una retribución, son sin duda las de
Heracles, a quien el propio Píndaro atribuye, al menos una
vez en su carrera heroica, la preocupación por el misthós,
cuando logra obtener «del soberbio Augias (queríalo él,
que no éste) la paga por sus servicios (látrios misthós) » ."
Pero nada resulta simple si hemos de jalonar el campo del
áthlos sobre las huellas de H eracles. Pues cuando el p ro ­
pio Píndaro razona en el marco real de los valores de la
ciudad, establece una clara limitación entre el misthós,

97 A propósito de la asociación entre el trabajador mercenario y el


esclavo (y de su distinción), véase A. Mele, Società e lavoro nei poem i
omerici, Nápoles, 1968, pp. 130-133; drëstér. Finley 1978: 63, con la crí­
tica de Mele, op. cit., pp. 139-140.
98 M /ifW i-salario, misthós-honor: véase Benveniste 1969: I, 163-
166; no estoy segura de que sea preciso, como hace Benveniste, intentar
establecer la anterioridad de un sentido frente al otro: véase Ed. Will,
«Notes sur misthós», en Mélanges Claire Préaux, Bruselas, 19 75, pp.
426-438. La construcción de la muralla de Troya por parte de Posidón y
Apolo, a las órdenes de Laomedonte, es áethlos en V II 452-453, trabajo
de thés a cambio de un misthós en X X I 444-445 (véase el comentario de
Mele, que lo considera, como todas las apariciones de misthós, un pasa­
je tardío: A. Mele, op. cit., p. 37); para este mismo Laomedonte, H era­
cles llevará a cabo un áethlos de retribución problemática (Iliada V
650).
59 Píndaro, Olímpicas X 29 (a propósito del misthós de Augias, véa­
se también Pausanias, V 1, 9-10 y Ateneo, X 412e); acerca de las compli­
cadas relaciones entre misthós y áthlos, en el caso de los establos de A u­
gias, véase Jourdain-Annequin 1985: 500-504.

130
«PÓNOS»

que se le debe al trabajador que «defiende su estómago


del hambre m aldita», y la gloria, recompensa necesaria del
áthlos .100 ¿Será que, para hablar de H eracles, atleta para­
digmático, hemos de recurrir a un modo de pensamiento
anacrónico y conciliar a la manera épica la gloria y el sala­
rio? E s preciso reconocer al menos que, tanto en Píndaro
como en Hom ero, esta operación no se resuelve del todo
mal, dado que el «trabajador» es un héroe o, como cuan­
do Posidón trabaja al servicio del troyano Laom edonte,
un dios.
Pero tampoco cabe duda de que esta operación ya no
era posible para los contemporáneos de Píndaro, y todo su­
giere que, en época clásica, áthlos ha perdido terreno co­
mo nombre del servicio, puesto que este término entraña
dificultades inextricables.

Y he aquí que nos hemos alejado dupónos... Aunque qui­


zá no tanto. Pues podemos apostar que el proceso en v ir­
tud del cual, eñ los siglos v y iv, pónos viene a substituir a
áthlos para designar los trabajos de Heracles constituye
una fructuosa operación ideológica: pónos, lejos de toda
problem ática demasiado nítida del trabajo como servicio,
y aligerado de su valor socialmente positivo, disimula bue­
na parte de la am bigüedad del héroe. Cuando los méritos
se basan en el pónos, al final de una larga historia que, en
la sociedad, ha hecho posible la completa diferenciación
entre el trabajo servil y la tarea del ciudadano, cuando al
hombre libre se le define claramente como aquel que no
depende de otro para su subsistencia,101 es entonces cuan­
do pónos'·.substituye a áthlos, y Heracles, puesto que ya no

100 Píndaro, Istmicas I 47-53, con el comentario de Svenbro 1976:


175·
101 Aristóteles, Retórica I 9 , 1367a 32.

131
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

puede obedecer, debe ser libre. Resulta ya del todo im po­


sible someter al héroe a una presión exterior, ya sea la fi­
gura de un destino o la de un déspota; su vocación por el
sufrimiento debe convertirse, por el contrario, en el resul­
tado de una libre elección: de ahí derivan Pródico, Je n o ­
fonte y el cruce de caminos en el que se afirma que el hijo
de Alcm ena se encontró «a la edad en la que los jóvenes
son ya dueños de sí mismos (autokrátores)».IOÍ Claro que
entonces, para pensar esta elección de H eracles, se elige,
se suprime, se pule; se elige la gloria (pero también la in­
terioridad), se intenta pulir al máximo el sufrimiento y la
servidumbre. D eja de verse que, a través de Euristeo, sim­
ple instrumento de la voluntad de H era, H eracles, «glo­
rioso por H era», se pone al servicio de la diosa, y el servi­
dor de H era nada tiene de esclavo. D eja de verse que, en la
epopeya, Heracles era grande en su servidum bre precisa­
mente por no haber elegido su condición, al contrario del
thés que se alquila de form a voluntaria,103 sino por haber­
la asumido como un destino.
Pero la causa ya está dictaminada, y ahora ya no es p o ­
sible escapar a ese gran proceso de recuperación de H era­
cles, concebido como el símbolo del pónos. D e ello da tes­
timonio el m itógrafo A polodoro, que prefiere sin embargo
la narración detallada de las vicisitudes del héroe antes
que la versión expurgada de los filósofos: así, recuperando
la indicación de Píndaro a propósito del misthós, afirma
que Euristeo se niega a contar como âthlos el trabajo rea­
lizado en los establos de Augias, puesto que en el esfuerzo

102 Jenofonte, Memorables II x, 21; véase también Diógenes Laercio,


V I 71 (Heracles, héroe de la libertad para Diógenes). Evolución muy
bien vista por Ch. B. Kritzas, «Héraklès Pankamés», pp. 111-112 .
103 Sobre el thés, véase A. Aymard, «L’idée de travail dans la Grèce
archaïque», p. 33; Finley 1978: 87; A. Mele, op. cit., pp. 132-133; en su
Etica a Eudemo (VII 12, 1245b 39), Aristóteles, hace de Heracles un
thés.

132
«PÓNOS»

heroico había m ediado una retribución.104 H éroe de la le­


yenda o ciudadano, dado que no se trata de un esclavo, se
considera que sufre por el honor. H eracles no es un traba­
jador...105

Volvamos una vez más a la ruptura introducida por el so­


fista Pródico. M aestro en una ciencia de las palabras que
enseña a distinguir los sinónimos, Pródico ha pasado a la
historia como aquel que puso fin a la am bigüedad de las
nociones. De ahí la atribución a Heracles de un pónos li­
berado por fin de gemidos superfluos. Pero no existe un
sofista que no sepa que las ambigüedades persisten en las
palabras. De este modo, en las Nubes de Aristófanes, el
D iscurso Injusto, representante de la educación sofística,
atrapa a su adversario en la trampa de su propia definición
de pónos. A l preconizar las virtudes de la antigua educa­
ción, el D iscurso Ju sto había condenado la práctica de los
baños. La ocasión le viene que ni pintada al otro para acu­
sarlo de censurar los baños calientes, que Atenea (o las nin­
fas) le habrían procurado a H eracles, tradicionalm ente
asociado a esos baños que sirven para aliviar la fatiga del
atleta, como remedio para sus fatigas.106 Y he aquí que el

104 Apolodoro, II 5, 5. Poder de la nueva ortodoxia (que hace que


Heracles vea cómo se le niega el misthós·. véase también Diodoro, I V 14,
1-2): incluso cuando se lleva a cabo una acción que podría ser merece­
dora de retribución, más allá de los âthloi, se le niega el misthós prome­
tido: Apolodoro, I I 5, 9.
105 Si alguna vez lo fue, «ahora ya no lo es» (Jourdain-Annequin
1985: 517).
106 Diodoro, IV 23, i. Elemento tan importante como controvertido
de la terapéutica griega (cf. J. Bertier, Mnésithée et Dieuchès, Leiden,
1972, pp. 10 2-112; para la crítica estoica, véase M. Vegetti, «Passioni e
bagni caldi. II problema dei bambino cattivo nelFantropologia stoica»,
en Tra Edipo e Euclide. Forme del Sapere antico, Milán [II Saggiatore],

133
LAS M U J E R E S , LOS H O M B R E S Y E L E S F U E R Z O

Discurso Ju sto, empeñado en una definición demasiado


restrictiva de pónos, en la cual, como buen ideólogo, tan
sólo alude al noble esfuerzo y omite por completo la fati­
ga, se ve acusado de negar la virilidad de H eracles.107 Se
trata de un sofisma de comedia, sin duda; pero lo cierto es
que la comedia no siempre es seria con el héroe del pónos.
Más allá de las ordenaciones de carácter ideológico, la
ambigüedad del pónos se reforma. Cuando la fatiga sirve
para dar nom bre al trabajo, ¿cómo se puede mantener el
equilibrio (pensar en el sufrimiento del hom bre m ortal sin
perder de vista la cualidad del esfuerzo, pensar en el tra­
bajo sin intentar ocultar la fatiga) ?
Es más: ¿cómo evitar que por el camino el trabajo, des­
ligado del servicio y convertido en una tarea sin retribu­
ción ni sanción, se depure hasta el punto de no coincidir
jamás con la figura de un trabajador que resultaría ejem ­
plar de puro banal? Decididam ente, Heracles no es un
trabajador.108

1983, pp. 71-90, sobre todo 82-86), los baños calientes tratan el exceso
de fatiga (Sobre la dieta 85, 2) y son especialmente apreciados en el atle­
tismo (Píndaro, Olímpicas X I I 18). Acerca de Heracles y los baños ca­
lientes, véase el dossier recopilado por Ginouvés 1962: 362-365.
107 Nubes 991 y 1044-1052; véase Ginouvés 1962: 135, 216-217, 3^2.
Es de señalar que Pródico aparece citado por su nombre en las Nubes
(v. 361).
108 Una primera versión de este texto fue publicada en los A nnali
dell’lstituto Orientale di Napoli. Archeologia e Storia antica, 4 (1982),
pp. 171-19 2. A los agradecimientos que debo a Claude Lévi-Strauss y a
Maurice Godelier, que me han invitado a reflexionar sobre las repre­
sentaciones del trabajo en Grecia, añadiría mi gratitud hacia Marie-
Henriette Quet y Colette Jourdain-Annequin, quienes han leído estas
páginas con atención.

134
SEGUND A PARTE

DEBILIDADES DE LA FUERZA
u i la «prueba viril» de las mujeres revierte sobre el cuerpo
maltratado de los hombres como algo que no se vive más
que en femenino, si la gloria del héroe se pone de relieve
en la ignominia a la que se ve sometido, todo está a punto
ya para un recorrido por las representaciones griegas de lo
masculino, cuyos resortes esenciales serán el cambio y la
ambivalencia. Cam bio en sentido único, quizás, y que, p a ­
ra mayor provecho del macho griego, parece una apropia­
ción (atrapar a la mujer en el hombre equivale a pensar la
virilidad en su frontera más decisiva). Pero hay aún más
am bivalencia: pues, más allá de los paradigm as oficiales
marcados por oposiciones demasiado claras, no existe nin­
guna reflexión griega a propósito de la figura del hombre
que no se complazca en profundizar en los fallos internos,
es decir, en el fallo constitutivo.
Los griegos tienen mucho que decir acerca de este fa ­
llo, aunque con frecuencia se les haya convertido, bajo el
signo del milagro, en los portadores de una belleza positi­
va en tanto que intacta. Aun cuando, bajo el signo de la es­
tructura, se vean inmovilizados en la oposición de los ro ­
les sociales, a fin de asegurarse que no se hablará de roles
sexuales.
D e nuevo, pues, queremos profundizar en el desacuer­
do interno del anér. N o es nuestra intención declarar la
guerra a las lecturas que se proclam an animadas por un
pensamiento «binario» (al que cabría acusar de todos los
pecados— cosa que, hoy en día, constituye casi un topos— ).
Tampoco se trata de trazar los límites de una reflexión muy
antigua, que ignoraría la contradicción. M uy al contrario:
puesto que lo binario actúa en el sentido de su propia sub­

137
D E BIL ID A D E S DE LA FU ER ZA

versión y lo arcaico se halla en el corazón de la actualidad,


la silueta masculina que poco a poco se irá dibujando vive
del hecho de que los griegos asumen plenamente y repiten
hasta la saciedad el gesto que, incansablemente, sitúa al
hombre bajo el signo de una contradicción vivida, y más
exacerbada que superada.
Asimism o, a fin de reabrir el expediente de las repre­
sentaciones del antr, nos gustaría comenzar por la más or­
todoxa en apariencia: la misma que, sin embargo, nos re­
cordará hasta qué punto las certezas del discurso hoplítico
en realidad no han acabado jamás con la fascinación por la
fortuna y el infortunio de un Aquiles o un H eracles. A qui­
les— sin quien Troya no hubiera sido destruida, que lo sa­
be y se disfraza de m ujer en Esciros, pero elige a pesar de
todo la guerra— destaca en ello. Heracles, supermacho con­
denado a vestir más de un vestido de mujer. Pero no nos
anticipemos...

138
Ill
LA «B E LLA M U ERTE» ESPARTAN A

Dedicado a Fierre Vidal-Naquet

L a «bella muerte» (kalds o eukleés thánatos)·.' la del ciu­


dadano-soldado caído en el campo de batalla.
Para un lector de los discursos fúnebres atenienses, la
equivalencia resulta fácil y sin trampa, lím pida como un
topos de discurso o ficial:2 por medio de esta expresión, los
oradores elegidos por la ciudad para hablar en el Cerám i­
co designan la muerte libremente consentida del ciudada­
no que, al entregar a la ciudad la vida que ésta le había da­
do, adquiere al mismo tiempo el valor—se «ha convertido
en un hombre de bien» {anèr agathds egéneto)— y la gloria
inmortal. Jam ás se discuten las condiciones precisas de es­
ta muerte, como tampoco las peripecias reales del com ba­
te, y este glorioso tránsito es objeto, por regla general, de
una elipsis: no se explica la muerte del ciudadano, a lo su­
mo ésta proporciona el pretexto para un retazo estereoti­
pado de moral hoplítica, destinado a edificar a un audito­
rio en el que, sin embargo, los remeros se colocan al lado
de los hoplitas. Pero si la «moral» del discurso fúnebre
puede parecer paradójica, la paradoja pertenece a la ciu­
dad democrática, y no al discurso:3 por decirlo en pocas

1 En la primera versión de este texto (publicada en Ktéma, 2 [1977],


pp. 105-120) recurrí a este sintagma por vez primera: se trata de una tra­
ducción literal de kalds thánatos, es cierto, y, como tal, ocupa su lugar en
el estudio del discurso fúnebre ateniense (Loraux 1981a), si bien, hoy en
día, goza de la consideración de un cuasitópos en numerosos estudios.
1 Loraux 1981a: 98-118.
3 A propósito de las paradojas de «La tradition de l ’hoplite athé­
nien», véase Vidal Naquet 1981: 125-149.

139
D E BIL ID A D E S DE LA FUERZA

palabras, todo es simple en el discurso oficial ateniense,


quizá precisamente porque todo se sitúa al nivel del lógos,
es decir, de las representaciones imaginarias de la colecti­
vidad. En Atenas, la «bella muerte» constituye un m odelo
abstracto.
Pero, puestos a trabajar sobre el modelo ateniense, no
debemos olvidar que la «bella muerte» es un tema eminen­
temente espartano, al que Atenas, en su discurso oficial,
ha dado la vuelta en provecho de su régimen democrático:
es preciso, por lo tanto, volver a la fuente original y pene­
trar, a riesgo de llevarnos alguna sorpresa, en el universo
de la ciudad hoplítica de los hómoioi.
Hablem os pues sobre la tradición acerca de Esparta:
la bella muerte no es tan sólo un tema ideológico; se. p re­
senta como un im perativo categórico que no admite dero­
gación: «N o huir del campo de batalla ante ninguna fu er­
za enemiga, sino permanecer firm es en el puesto y vencer o
m orir»,4 tal debe ser, por prin cipio, el com portam iento
militar de los espartanos, y es de sobras conocido el cho­
que psicológico que sufrió G recia ante el anuncio de la
rendición de los hoplitas de Esfacteria. Si hemos de creer
a Tucídides, «éste fue para los griegos uno de los aconteci­
mientos más sorprendentes de toda la guerra; pues la opi­
nión que se tenía de los lacedemonios era que éstos no ren­
dirían sus armas al ham bre ni a cualquier otro tipo de
presiones, sino que con ellas en la mano pelearían hasta
donde alcanzaran sus fuerzas».5
Ahora bien, en la práctica espartana, la bella muerte
no presenta, ni mucho menos, unos contornos tan claros;
a pesar de parecerse entre ellas, las form ulaciones de este
imperativo no son por ello menos numerosas, y de esta mis-

4 Heródoto, V I I 104 (primer diálogo entre Jerjes y Demarato); mé-


nontas en tsi táxei epikratéein S apóllysthai·, véase también IX 48.
5 Tucídides, IV 4 0 ,1.

140
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

ma m ultiplicidad surge ya la duda acerca del contenido


preciso que hay que otorgarles.
L a bella muerte espartana es más compleja que el mo­
delo ateniense, y también más desconcertante en su rea­
lidad vivida de lo que podría sugerir la reputación hoplítica
de los lacedem onios. N o basta con rastrear el imperativo
en sus contornos, fugaces en ocasiones; es preciso además
confrontarlo con las instituciones en las que se encarna—
pienso en la condición de los «temblones», los trésantes— ;
tan sólo entonces será posible ver cómo las tensiones de la
bella muerte actúan en un relato centrado por completo
en la gloria de Esparta, el de las Termopilas en el libro V II
de la Indagación de Heródoto.
De paso, será preciso afrontar una dificultad constitu­
tiva del tema, bien conocida por los historiadores de E s­
parta, pero particularm ente significativa para nosotros: la
bella muerte form a parte de la leyenda espartana, y nues­
tras fuentes, en su mayoría, no son espartanas— por no de­
cir en su totalidad, si de verdad Tirteo, el cantor de la be­
lla muerte, nació en Atenas, como afirma una tradición
antigua— . Pero incluso aquellos que, en Atenas, reivindi­
can para su ciudad el honor de haber visto nacer al poeta,
lo consideran el portavoz autorizado del ideal espartano,6
aquel cuyos poemas habrían inspirado a los combatientes
de Lacedem onia la resolución de «querer m orir por la pa­
tria» (pro téspatrídos ethélein apothnéiskein ).7 También en
este estudio de la bella muerte espartana utilizaremos a
Tirteo como guía, pues la confrontación sistemática de sus
elegías guerreras con las informaciones que proporcionan

6 Es el caso de Platón en el libro I de las Leyes, como observa E. N.


Tigerstedt, The Legend o f Sparta in Classical Antiquity, i, Lund, 1965,
p. 51. Para una discusión de la tradición antigua, véase C. Prato, Tyrtaeus,
Roma, 1968, introducción, pp. 1-4.
7 Licurgo, Contra Leócrates 107.

141
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

los escritores griegos de la época clásica nos servirá de ga­


rantía— así lo espero, al menos— contra las trampas del
«espejismo espartano».

UNA E X IG E N C IA H OPLÍTICA

Resistir: éste es, de hecho, el precepto esencial que rige el


combate hoplítico y la solidaridad de la falange8y, después
de Tirteo, es H eródoto quien exalta la resistencia de los
espartanos, «el único pueblo del mundo» capaz de aguar­
dar «a pie firme y con el brazo en alto» al inmenso ejército
persa.9 Como corolarios de este precepto, al combatiente
se le imponen una serie de prohibiciones: la prohibición
de abandonar su fila o de huir,10 sea cual sea la despropor­
ción entre las fuerzas enfrentadas,” y, por supuesto, tam ­
bién la prohibición de entregar sus armas.12 Por decirlo en
pocas palabras, cuando la situación del combate se vuelve
desesperada, se supone que el espartano se ha de dejar
matar en el campo de batalla, y Tirteo exalta la bella m uer­
te del guerrero caído en la prim era línea de los com ba­
tientes,13 en cuyo pecho se aprecian innumerables heridas:
muerte benéfica, que cubre de gloria a la ciudad y al p ue­

8 Véase Detienne 1968.


5 Tirteo, 6-7 (Prato), 31; 8 ,11; 9, 33-34; Heródoto, V II 209.
10 Tirteo, 8, 3; Heródoto, V II 220. Los aforismos espartanos ofre­
cen una versión maximalista de este precepto (Plutarco, Moralia 234e).
11 Tirteo, ibid.: Heródoto, V I I 102, 209 y passim. Para una aplica­
ción histórica de este precepto, véase Jenofonte, Helénicas I 6 , 32-33
(muerte de Calicrátidas en las Arginusas).
12 Véase Tucídides, IV 4 0 ,1.
15 Tirteo, 6-7,1-2: «Pues es admirable haber muerto, cuando ha caí­
do en primera línea un hombre valiente peleando en bien de la patria.»
Para la reinterpretación hoplítica del homérico em promákhoisi, véase
Prato, ad loe.

142
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

blo, y ofrece en contrapartida al héroe unos honores fúne­


bres insignes y una gloria inm ortal.14
Por medio de esta muerte, mil veces preparada y anti­
cipada en la agógé— esa educación a la que los propios es­
partanos designan como una «doma»— , se realiza lo que
H enri Jeanm aire dio en llam ar «la prueba de la areté»:ls
haciéndose eco de la pregunta que Jerjes dirige a D em ara­
to después del sacrificio de los espartanos en las Term opi­
las, a saber, si acaso los que han sobrevivido son semejantes
(,hómoioi) a los muertos,16 Tucídides afirma que los atenien­
ses acabaron dudando de que los prisioneros de Esfacteria
fuesen «semejantes a los m uertos»,'7 y este eco no se debe,
sin duda alguna, al azar. Semejantes, es decir, de igual va­
lor: tanto en el año 424 como en el 480, la bella muerte
constituye, para un espartano, un criterio absoluto de co­
raje y, por esta razón, la condición de superviviente resul­
ta aún más problemática. Pero, de todos modos, el empleo
del término hóm oioi no es neutro en Heródoto ni tampoco,
a fortiori, en Tucídides: por lo tanto, sin aceptar la correc­
ción que, en este pasaje de la Guerra del Peloponeso, con­
siste en suprimir toîs tethneèsin a fin de conferir a hóm oioi
su sentido político, específicam ente espartano, de «ciuda­

14 Comento aquí Tirteo, 9, 23-24. Sabido es que tan sólo los espar­
tanos muertos en la guerra tenían derecho a una estela con su nombre,
con la mención «en la guerra» (Plutarco, Licurgo 27, 3): véase supra,
ΡΡ· 43-45·
15 Jeanmaire 1939: 489.
16 Heródoto, V II 234: «Todos ellos son semejantes a los que han
combatido aquí» (respuesta de Demarato). Es posible que la pregunta
de Jerjes pretendiese subrayar la diferencia de valor entre los simples
hómoioi y el cuerpo elegido de los hippets: aun cuando se halle en el exi­
lio, Demarato sigue siendo tan buen espartano que niega la existencia
de tal diferencia.
17 Tucídides, IV 40, 2: apistoúntón m i eînai toús paradóntas toís
tethneñsin homoious.

143
D E BIL ID A D E S DE LA FUERZA

danos de pleno derecho»— cosa que alteraría el sentido


del texto, pues pondría en duda la condición cívica de los
supervivientes— ,l8 podemos observar que, al em plear este
término, Tucídides, al igual que el propio H eródoto, no
podía ignorar la resonancia «espartana» que, sin duda al­
guna, tenía para los lectores griegos, puesto que en E sp ar­
ta los ciudadanos son los Semejantes.19
D e manera que la bella muerte constituye, si no un cri­
terio de ciudadanía, por lo menos una manifestación emi­
nentemente cívica: al contrario del guerrero homérico, cu­
ya areté se alimenta de estímulos inm ediatos20·—los gritos
de los combatientes, el intercambio de desafíos, los m ur­
mullos de aprobación del ejército reunido para asistir al
enfrentamiento de los campeones— , el combatiente ho-
plítico se sacrifica de una manera consciente por la ciu­
dad, espectador ausente, pero norma omnipresente cuyos
valores él ha interiorizado.21 D el mismo modo, ya no es el
aedo ni el murmullo del público (démou phátis )11 quien

18 Corrección de Schwartz aceptada por Tigerstedt, op. cit., p. 147.


Ehrenberg (1936: 2295) rechaza con razón esta lectura banalizadora del
texto. E l contexto indica claramente que el problema es el de la bella
muerte como criterio de valor en una guerra que no es de tipo hoplítico
(véase la respuesta del espartano, que Ehrenberg, ibid., interpreta de un
modo equivocado como una prueba de la relajación del ideal lacede-
monio). Es de señalar además que Tucídides hace una referencia implí­
cita al relato de las Termopilas en Heródoto: Esfacteria recuerda de una
manera irrisoria las Termopilas (IV 36, 3), y el aforismo del espartano
evoca, en un contrapunto irónico, el de Diéneces (Heródoto, V II 226).
19 Acerca del valor como criterio de ciudadanía, véase Tucídides,
IV 126, i (discurso de Brásidas).
20 Mantengo esta expresión, pero debo matizarla en base a la com­
plejidad del funcionamiento de la philótés en el seno del grupo de los
combatientes épicos: véase Slatkin 1988.
21 Cf. Prato, Tyrtaeus, pp. 21-22.
22 Véase Prato, a propósito de 9, 31 (kléos); Jèanmaire 1939: 52-53;
Finley 1978: 79 ss., 112 -116 ; Detienne 1967: 18-24; Nagy 1979: passim.

144
LA « B E L L A M U E R T E » E S P A R T A N A

concede la gloria al hoplita, sino que ésta proviene por


completo de la ciudad que, en su continuidad tem poral y
su perennidad, garantiza al combatiente un renom bre in ­
mortal.
Es también hoplítica y cívica la exigencia de autodo­
minio (sôphrosÿnë) hasta la muerte. Cierto que es preciso
despreciar la muerte, «considerar la vida enemiga y las ne­
gras Këres de la muerte tan caras como los rayos del sol»,23
pero la austera ética militar de la ciudad prohíbe al com­
batiente la fascinación de la aniquilación y la locura des­
atada del guerrero en estado de lyssa. Es necesario aceptar
la muerte (ethélein apothníiskein) y no buscarla como A ris­
todemo, el mejor combatiente espartano en Platea, priva­
do de cualquier honor postumo por haber transgredido
esta ley.24
Sólo a este precio la muerte es «bella», y no es preciso
entender este adjetivo en un sentido únicamente ético, co­
mo en la versión ateniense del kalós thánatos. En Tirteo,
kalós conserva toda la resonancia estética que este adjeti­
vo tenía en Hom ero, y la belleza del joven guerrero m uer­
to no es una palabra vana para los espartanos.25

13 Tirteo, 8, 5-6: a propósito del maximalismo de esta formulación,


que recusa el discurso fúnebre, véase Loraux 1981a: 99-100. Véase tam­
bién 8, 5-6 (mè philopsykheîte) y Apotegmas de los lacedemonios 21 of
(Agesilao). A propósito de la sôphrosÿnë hoplítica, véase Detienne 1968:
22-23.
24 Heródoto, IX jr . lyssônta, boulómenon phanerôs apothaneîn. Cf.
V II 220. Recordemos también la anécdota que explica Plutarco (Agesi­
lao 34).
25 Tirteo, 6-7, 27-30. Véase el comentario de Prato y las observacio­
nes de W. J. Verdenius, «Tyrtaeus 6-7 D. A Commentary», Mnemosyne,
22 (1969), pp. 337-355 (y, sobre todo, 338 ss.), así como C. R. Dawson,
«Spoudaiogeloion», Yale Classical Studies, 19 (1966), pp. 34 ss. Los dos
sentidos, ético y estético, se hallan de hecho indisolublemente ligados,
y a kaldn tethnaménai (v. 1) responde kalós d'en promákhoisi pesón (v.
30). Pero, al igual que en Iliada X X II 72-76, donde se inspira este poe-

145
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

Pero la bella muerte no es tan sólo una representación,


un modelo: se inscribe en el marco de una gestión muy
prudente del valor, y la ciudad lacedemonia dobla la exal­
tación de los valientes por medio de una legislación rigu­
rosa que distribuye elogio y reprobación. Para los valero­
sos la gloria, la del muerto, pero también la del guerrero
que regresa vivo, con la aureola de la victoria; para los co­
bardes el deshonor. Jenofonte elogia a Licurgo por haber
convertido a sus conciudadanos en valientes «a base de
procurar abiertamente la felicidad a los hombres valientes
y el infortunio a los cobardes» y, según Plutarco, la ala­
banza de aquéllos y el oprobio de éstos ocupaban un lugar
importante en la educación espartana.26
Estos, o lo que es lo mismo, los «tem blones» (h oi tré-
santes), son aquellos cuya existencia desgraciada todos los
textos concuerdan en presentar como el reverso de la bella
muerte de los valientes: cuando Jenofonte afirma, y P lu ­
tarco le sigue en esto, que «es preciso admirar también a
Licurgo por haber conseguido que sus conciudadanos o p ­
ten por una bella muerte frente a una existencia vergon­
zosa», Jenofonte se sitúa en la línea de T irteo.27 Sabido es
que los temblones conocían óneidos kaí atimíé, el oprobio
y el m enosprecio.28 Victor Ehrenberg ha estudiado, en el

ma, es preciso insistir a propósito de la diferencia entre la representa­


ción de un bello muerto, cuyo cadáver es investido en sí mismo de valo­
res hoplíticos, es decir, sexualizado, y la ideología de la bella muerte, en
la que los cuerpos desaparecen en un proceso de abstracción muy ela­
borado: sobre este punto, Vernant 1982 (= 1989: 41-79) no señala sufi­
cientemente la diferencia, porque la «bella muerte» no es un concepto
ilíádico.
16 Jenofonte, República de los lacedemonios 9, 3; Plutarco, Licurgo
21, 2 (y 25, 3).
27 Tirteo, 8, 13-16; Jenofonte, ibid., 9, 1 y 6; Plutarco, ibid., 21, 2.
28 Heródoto, V II 232; IX 71; Jenofonte, ibid., 9, 4. Véase también
Tirteo, 8 ,14 ; Tucídides, V 34, 2; Plutarco, Agesilao 30.

146
LA « B E L L A M U E R T E » E S P A R T A N A

dossier que elaboró sobre ellos, las múltiples vejaciones a


las que eran sometidos estos hóm oioi degradados y, sobre
este punto, bastará con remitir al lector a su estudio.29 P e­
ro mi propósito esencial estriba en exam inar con atención
la práctica espartana efectiva del im perativo hoplítico, de
modo que me detendré un momento en el significado que
hemos de dar al deshonor institucional de los trésantes.

LA B E L L A M U E R T E : ¿ U N A I N S T I T U C I Ó N ?

L a propaganda lacedem onia y la leyenda espartana hacen


de la bella muerte un nomos, una ley. «¿Cóm o, si estos
pensamientos han de estar escritos en los corazones de los
hombres y perm anecer firmes y estables en ellos, no ha de
ser por fuerza necesario que, antes que nada, haya unas le­
yes por las cuales a los esforzados se les asegure una vida
de honores y libre; y a los cobardes, una existencia des­
honrada y servil, tal que no sea digna de vivir?»:30 esta opi­
nión del Ciro de Jenofonte, monarca de una Persia en la
que con frecuencia se ha reconocido una Esparta ideal, su­
giere la existencia real en Esparta de un cuerpo legislativo
organizado en lo que respecta a la «bella muerte». Ahora
bien, la ficción resulta más codificada que la realidad de la
que pretende dar cuenta.
Si, a la hora de marchar al combate, a los espartanos no
se les ha de empujar a golpes de látigo, como ocurre con los
persas de Jerjes, su valor puede ser entendido o bien como
una pura exaltación agonística, o bien como una sumisión
obligada y forzada a la ley, señor ante el que tiemblan, si
hemos de creer a H eródoto, más de lo que sus súbditos

19 Ehrenberg 1936: 2292-2293, a la espera del estudio de Annalisa


Paradiso sobre este tema.
30Jenofonte, Ciropedia III 3, 52-53.

147
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

tiemblan ante el G ran Rey.31 Pero plantear la cuestión en


estos térm inos,31 como se ha hecho a menudo, im plicaría
olvidar que el aidés o la aiskhynë, el eficaz cemento de la
cohesión cívica espartana,33 va de la mano de la tradicional
repugnancia respecto a las leyes escritas.34 En realidad,
tanto si hemos de entender el nomos en el sentido de «cos­
tumbre» como en el sentido más técnico de «legislación»,
el resultado es fundamentalmente el mismo: la exigencia
de valor, ya sea interiorizada o rigurosamente codificada,
se siente como una ley, y es así como hemos de entender el
célebre epigrama de las Termopilas: «Extranjero, anuncia
a los lacedemonios que aquí yacemos por obediencia a sus
leyes» (toîs keinôn rhém asipeithóm enoi).3S
¿Escrita o no escrita? Pensada, de cualquier modo, co ­
mo una voz que dicta la norma: tal es en Esparta la «ley»
de la bella muerte, y lo esencial sigue siendo que los efec­
tos más tangibles del nomos se dejan sentir en la vida de

31 E l tema del despotes nomos es el objeto de la primera entrevista


entre Jerjes y Demarato (Heródoto, V I I 102-104).
32 Incluso Ehrenberg 1936: 2296.
33 Aidós: el sentimiento de pertenencia al seno de un código de va­
lores; aiskhynë·. la «vergüenza». A propósito de aidós, véase Tirteo, 6-7,
12 y el comentario de Prato, ad loe., así como Tucídides, I 84 (discurso
de Arquidamo). Aidós es en Esparta un habitus.
34 Un aforismo espartano hace de la legislación sobre el valor una
ley no escrita (Moralia 22ib-c).
33 Heródoto, V II 228. La Antigüedad entiende así rhémasi, que el
orador Licurgo glosa por medio de nomímois. Contra Leócrates 109. W.
W. How y J. Wells, A Commentary on Herodotus, O xford, 19 12, glosan
rhémasi como rhétrais (ad loe.), cosa que, efectivamente, haría de la exi­
gencia hoplítica una «ley», puesto que en Esparta la ley se designa bajo
la forma de un dicho. A propósito de rhémasi, leyes mejor que órdenes,
Ehrenberg 1936: 2292 y Tigerstedt, op. cit., p. 105 (éste último opina, no
obstante, que el término se mantiene ambiguo a propósito). Sin duda,
sería preciso, como me ha sugerido Pierre Vidal-Naquet, traducirlo por
«aforismos» o «preceptos».

148
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

los ciudadanos espartanos. A l contrario de los epitáphioi


atenienses, en los que no hay lugar para la idea de una vi­
da bella,315 el código espartano prevé para el valor victo­
rioso de los supervivientes toda una serie de recompensas,
que abarcan desde el placer que siente el joven cuando es
admirado por los hombres y deseado por las m ujeres,37
hasta las delicias innumerables del adulto y los honores
que rodean al anciano.38 Fiel a su utilitarismo habitual, J e ­
nofonte ve en la infamia que pesa sobre el cobarde un mo­
do de presión eficaz para obtener coraje por parte del sol­
dado y, si la suerte lo quiere, una vida de honores;39 pero
también en esto está de acuerdo con Tirteo, para quien la
muerte gloriosa no és otra cosa que un contratiempo ne­
cesario: el bien más preciado para un espartano sigue sien­
do la vida, a condición, desde luego, de que vaya acom pa­
ñada de honor (de timé).
Y llegamos aquí a un punto esencial: el pragmatismo
perfectam ente real que preside el código del valor espar­
tano. Cuando afirma que la exaltación de la bella muerte
resulta sobre todo útil, puesto que conduce a los esparta­
nos a la victoria y les causa un menor número de pérdidas
humanas que a aquellos que, por temor, prefieren huir,40

3Í Loraux 1981a: 105-110.


37 Tirteo, 6-7, 29-30; la bella vida pasa aquí por delante de la bella
muerte.
38 Tirteo, 9, 35-42: bella vida del vencedor. A propósito del acceso
de estos valerosos combatientes a la gerousta, véase Prato, ad loe. Prato
interpreta en thókoisin como una alusión a la proedrta. Es de señalar, en
cualquier caso, la existencia de un uso inverso para los trésantes, obli­
gados a ceder su lugar a los más jóvenes: tan sólo una falta de valor pue­
de alterar el orden inmutable de las clases de edad.
39Jenofonte, Constitución de los lacedemonios 9, 6 .
40 Tirteo, 8, 11-14. Sigo aquí el comentario de estos versos por P.
Mourlon-Beernaert, «Tyrtée devant la mort», Etudes classiques, 29 (1961),
pp. 391-399·

149
D EBILIDAD ES DE LA FUERZA

Jenofonte se muestra una vez más como un celoso comen­


tarista de Tirteo. ¿Sabe, acaso, que en este aspecto adopta
una posición casi iliádica? Pues, a pesar de ser ostensible­
mente hoplítico, el ideal espartano resulta, no obstante, muy
cercano en este punto a ciertas declaraciones recurrentes
en la epopeya.41 Es cierto que habría mucho que decir a
propósito de la coexistencia de valores épicos y de normas
cívicas. Por el momento, quedémonos con Tirteo cuando
afirma que, si es preciso aceptar la muerte, es porque las
consecuencias de una derrota serían peores aún que la
muerte; en cambio, al aceptar la muerte es cuando uno tie­
ne más posibilidades de escapar a ella.
«Quienes se atreven a ir, con firmeza, hombro con hom ­
bro, al cuerpo a cuerpo, y arrostran el ímpetu hostil, m ue­
ren en menor número y salvan al ejército que viene a la za­
ga; de los temblones todo el valor se acabó.»42
Al igual que la areté, de la que es culm inación, la b e ­
lla muerte, bien común de la colectividad,43 salva la ciu­
dad, pero la disciplina y el valor hoplítico salvan de la
muerte a la m ayoría de los com batientes (pauróteroi
thnéiskousi). Es cierto que se trata de afirmaciones volun-
taristas, pero al mismo tiempo se alejan tanto del modelo
abstracto del discurso fúnebre como de todas las exalta­
ciones malsanas de la m uerte;44 los aforismos lacedemo-

41 Por ejemplo, Iliada V 529-532 (arenga de Agamenón a sus tro­


pas): «Amigos, sed hombres (ándres) y aprestad vuestro fornido cora­
zón. Teneos mutuo respeto (aideísthe) en las esforzadas batallas. De los
guerreros que se respetan (aidoménón andrñn), más se salvan que sufren
la muerte. Por el contrario, para los que huyen no hay ni gloria, ni auxi­
lio.» Véase también X V 563-564. A propósito de este tipo de arenga,
véase Slatkin 1988.
42 Tirteo, 8,13. (Traducción d e j. Ferraté.)
43 A propósito de xyndn esthlón (9,15), Detienne 1967: 90.
44 Del tipo «¡Viva la muerte!». Sabido es que el general falangista
Millán Astray se dirigió en 1936 con esta exclamación amenazante a M i­

150
LA « B E L L A M U E R T E » ES PA R T A N A

nios las citarán hasta la saciedad de un m odo irón ico.45


Sin embargo, para aquel que empezaba a soñar con la
enorme sabiduría de los espartanos que veían en el valor
un antídoto contra la oligantropía, las cosas se complican
de manera singular al exam inar con precisión lo que con­
vierte en «tem blón» a un espartano.
Una cosa es segura: hay que vencer, vencer o morir, co­
mo le decía Demarato a Jerjes (epikratéein S apóllysthai ),46
y Tirteo, aun cuando no ignora la dura realidad de la derro­
ta,47 se sitúa explícitamente, puesto que su poesía es pare-
nética, en la única perspectiva en la que el valor proporcio­
na la victoria.48 En este caso, se condena al trésas, porque
su huida o su cobardía han estado a punto de pon er en
peligro las posibilidades de victoria. Pero, ¿y en caso de
derrota? ¿Hemos de admitir que para ser condenado bas­
taba con sobrevivir a una derrota49 y que más valía salir
muerto que vivo de un desastre? D e hecho, aunque en
ocasiones se juzga con dureza por su muerte inútil a los
ciudadanos caídos en una batalla perdida,50 lo más normal

guel de Unamuno. A pesar de ciertas comparaciones malévolas (hacia


los afios 30), Esparta no manifiesta ninguna fascinación de este tipo.
45 Plutarco, Licurgo 2 0 ,14 (= Apotegmas de los lacedemonios 224c;
véase también Aforismos de reyes y generales 190b, a propósito de Brá-
sidas).
46 Heródoto, V II 104: de hecho, se trata de «vencer o morir». Cf.
Apotegmas de los lacedemonios 218b (Aristón a un orador que pronun­
ciaba el epitáphios de los atenienses muertos en combate contra Lace-
demonia: «¿Cómo piensas, pues, que son los nuestros, que han vencido
a éstos?»).
47 Tirteo, 8, 9.
48 Tirteo, 9, 3 6 : nikésas.
49 Cf. Ehrenberg 1939: 22 94.
50 Plutarco, Licurgo 20, 13 (= Apotegmas de los lacedemonios 217O.
Tirteo llega incluso a tildar de trésantes a los muertos que presentan una
herida en la espalda, actitud maximalista (o épica) que no siguen sus su­
cesores (8, 19-20; véase el comentario de Ehrenberg 1936: 22 94).

151
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

es que se les celebre como vencedores. ¿No sería una m a­


nera de vencer morir en el puesto? D e ello parece dar tes­
timonio el orgullo de los padres de los muertos de Lequeo
(en 390) o de Leuctra (en 3 7 1).51 ¿Significa esto que todos
los demás combatientes se convierten necesariamente en
trésantes? H ay quien lo ha pensado, quizá con razón,52 p e ­
ro tanto rigor estaría por completo en contradicción con
el pragmatismo que nos ha parecido detectar en los textos
de Tirteo o de Jenofonte.
Otros estudiosos han opinado que tan sólo la pérdida
del escudo condenaba a la degradación; también esta hi­
pótesis resulta perfectam ente verosím il, pues es de sobras
conocido que sostener el escudo contribuía a la cohesión y
a la solidaridad de la falange,53 y un célebre apotegma la-
cedemonio, en el que se exhorta al combatiente a regresar
«con o sobre» su escudo, da testimonio de ello.54 No ob s­
tante, tampoco este principio se aplica al pie de la letra55 y,
sin duda alguna, la reacción de los espartanos dependía de
las circunstancias precisas de la debilidad o de la derrota,

51 Lequeo: Jenofonte, Helénicas IV 5, 10 (señalemos que los padres


se comportan hósper niképhóroi·, esta precisión resulta interesante, pues
en un concurso lo esencial es ganar); Leuctra: ibid., V I 4 ,16 (véase tam­
bién VII i, 30). A propósito del comportamiento especialmente «políti­
co» de las madres en Esparta, véase Napolitano 1985: 37-38.
n Grote opina que es así en el caso de Lequeo, basándose en Je n o ­
fonte, Helénicas IV 5,14 (Ehrenberg 1936: 229 6). Pero no es seguro que
no confunda el juicio moral de Jenofonte a propósito del comporta­
miento de los fugitivos con la reacción efectiva de la ciudad espartana.
El caso de Leuctra (Plutarco, Agesilao 30) es más complicado: si ha sido
preciso hacer trampa con las leyes para salvar a los supervivientes de la
degradación, ¿la tendencia no sería degradarlos a todos en caso de de­
rrota?
53 Cf. Tirteo, 8, 4 y 24; Apotegmas de los lacedemonios 220a. Véase
Detienne 1968: 119 ss.
54Apotegmas de los lacedemonios 24if.
” Ehrenberg 1936: 2294, a propósito de Tucídides, IV 12 ,1.

152
LA «BELLA M U ERTE» ESPARTANA

así como de la situación de los asuntos de la ciudad. Pare­


ce también im posible, por no decir inútil, como hace Eh-
renberg, intentar hacer una reconstrucción de la historia
de la institución, dominada por el presupuesto eminente­
mente ideológico de la decadencia continua de Esparta a
partir de las Guerras M édicas.56 De hecho, es probable que,
atrapados entre las múltiples exigencias y las interpreta­
ciones múltiples de la bella muerte, los espartanos vivie­
sen en su práctica cotidiana las tensiones y las contradic­
ciones de un código de valor en el que el honor y el interés
bien entendido en ocasiones no se conjugan más que a cos­
ta de sofismas más o menos camuflados.
Para explicar la extraña situación de los trésantes, de­
gradados aunque integrados en la colectividad, donde
desempeñan el papel de una exhortación viva y risible al va­
lor,57 no es, en cualquier caso, necesario en absoluto imaginar
una categoría de espartanos castigados aún de una manera
más cruel que los trésantes, y cuya falta sería a la postre mí­
nim a:58 es un temblón Aristodem o, que no se atrevió a mo­
rir con los espartanos de las Termopilas, como lo son en
verdad los hoplitas de Esfacteria, traicionados por el pro­
greso de una táctica militar cuyas trampas ignoraban.
E l examen de la actitud de los espartanos para con los
prisioneros de Esfacteria bastaría por sí solo para abortar
cualquier intento de generalización apresurada. En efec­
to, todo resulta ambiguo en este comportamiento, desde

í6 Ehrenberg 1936: 2296-2297.


” Si los análisis de J. Ducat («Le mépris des hilotes», Annales ESC,
nov.-dic. 1974, pp. 1451-1464) son correctos, los espartanos necesitaban
bufones y, sin duda, los trésantes desempeñaban también este papel,
con la salvedad de que, incluso degradados, se les sigue considerando
también ciudadanos.
58 Cf. Busolt, Griechische Staatskunde, II, p. 659. En lo que respec­
ta a la integración en la colectividad, recordemos que Aristodemo, aun­
que degradado, lucha en Platea con el contingente espartano.

153
D EBIL ID A D ES DE LA FU ER ZA

la respuesta oficial que reciben los hoplitas vencidos que


solicitaban una consigna,59 hasta la degradación de hom ­
bres que con tanta insistencia han intentado liberar de las
prisiones atenienses.150 Tampoco los historiadores logran
ponerse de acuerdo a propósito del significado real de es­
te castigo; D iodoro es de la opinión que a los prisioneros
se les reprochaba el hecho de haber mancillado la reputa­
ción lacedemonia, mientras que Tucídides considera que se
trata de una medida preventiva destinada a eliminar cual­
quier idea de subversión.61 Pero, a fin de cuentas, lo esen­
cial, sin duda alguna, no es tanto su degradación como su
reintegración final en el cuerpo cívico de los hómoioi.
¿Hemos de ver en todo esto el rastro de una serie de
vacilaciones a propósito del sentido de un nomos ambiguo,
o simplemente el signo de un pragmatismo impenitente?

59 Tucídides, IV 38, 3: mëdèn aiskhràn poioûntes. Tigerstedt cree que


se trata de una exhortación a morir combatiendo (op. cit., p. 147). Si se
trata tan sólo de incitar a los hoplitas a asumir un compromiso honora­
ble, los espartanos no aprecian en su justo valor la obstinación de los
atenienses. ¿Es posible que la ambigüedad de esta respuesta se corres­
ponda con una vacilación real a propósito del sentido del nomos?
60 Tucídides, IV 41, 3; V 18, 7 y 24, 2. ¿Por qué razón? ¿Recuperar
el capital humano, esencial para Esparta en ese momento? ¿Dejar a un
lado a los hombres que causan el deshonor de la ciudad?
61 Diodoro, X II 76; Tucídides, V 34, 2. Como señala Ehrenberg
1936: 2295, en Tucídides parece que las cosas se presenten al revés; por
regla general, es la degradación y no el miedo a la degradación lo que
alimenta los pensamientos revolucionarios (cf. Plutarco, Agesilao 30);
pero además de que el miedo constituye para Tucídides un motor esen­
cial de las acciones humanas, la actitud de los espartanos podría expli­
carse por la fuerza de la aiskhynë en la colectividad lacedemonia (véase
Jenofonte, Helénicas III 3, 11: el complot de Cinadón viene motivado
por el deseo de «no ser, en Lacedemonia, inferior a nadie»). Más valía,
quizá, sancionar una anomalía con castigos tangibles que dejar que sur­
giesen remordimientos y vergüenza que pudiesen dar lugar a la disolu­
ción del cuerpo social.

154
LA « B E L L A M U E R T E » ES PA R T A N A

Sin duda alguna es preciso recurrir de manera conjunta a


estas dos explicaciones: los espartanos, que castigan de un
modo tan severo a Aristodem o y toleran la insubordina­
ción ridicula de Am onfáreto en Platea,62 esgrimen, a fin
de legitimar la bella muerte, por lo menos dos razones,
una basada en los intereses materiales del combatiente y la
otra en el sentimiento del honor.63 En Esparta, lo bello
combina bien con lo útil, y no hemos de sorprendernos por
ello: para acreditar su reputación de hoplitas invencibles,
los hómoioi, profesionales de la guerra, no tienen necesi­
dad alguna de recurrir a las coartadas ideológicas bajo las
que se oculta el amateurismo ateniense.64
Son unos técnicos del arte militar, y no sólo en Je n o ­
fonte, pensador de la tékhnë,6,i sino también en H eródoto,
en Platea66 e incluso en las Termopilas, donde saben fingir
una retirada, aplicando un siglo antes los consejos de tác­
tica que da Platón en el Laques .67 Se puede decir lo mismo
tanto del sacrificio de Leónidas y sus compañeros como
de la degradación de los trésantes·. la prohibición form al de
cualquier intento de retirada no puede explicar ni la bella
muerte ni el castigo institucional a los cobardes.68 A lo me-

62 Heródoto, IX 53 ss. Amonfáreto se niega a tomar parte en una re­


tirada estratégica en nombre de la fidelidad a los mandamientos hoplí-
ticos, tomados en su sentido más literal.
63 En una obra de ficción como la Ciropedia (III 3, 44-55), las dos
versiones se distinguen y se atribuyen a los dos bandos enfrentados: los
enemigos heredan la versión utilitarista; en la vida real las cosas resul­
tan menos simples.
64 Véase, por ejemplo, Tucídides, I I 39 (epitaphios de Pericles), con
el comentario de Vidal-Naquet 1981: 133.
ís Jenofonte, Constitución de los lacedemonios 13, 5; tBi ónti tekhni-
tas ton polemikün.
66 Heródoto, IX 62-63 (sophíe de los lacedemonios).
67 Ibid., V II 2 11; cf. Platón, Laques 191c.
68 Cf. H ow-Wells, op. cit., ad 53-57; A. Dascalakis, «Les raisons
réelles du sacrifice de Léonidas et l ’importance historique de la bataille

155
D E BIL ID A D E S DE LA FUERZA

jor sería preciso distinguir entre la retirada honrosa y la


situación desesperada, en la que resultaría vergonzoso aban­
donar el campo de batalla: pero, incluso en este último ca­
so, el pragmatismo— o la prevención de la oligantropía—
puede llevar a un com promiso en el que el honor del
comandante y la salvación de sus hombres por medio de la
huida alcancen un equilibrio.69 Y cuando H eródoto, al en­
salzar a los atenienses por haber salvado G recia, afirma
que, sin la acción de Atenas, los lacedemonios «aislados,
hubiesen sucumbido gloriosamente, después de realizar
grandes hazañas» o bien «hubiesen llegado a un acuerdo
con Jerjes»,70 resulta evidente que no debemos contentar­
nos, como hace Plutarco, con atribuir esta alternativa a la
«m alignidad de H eródoto» o al hecho de que sea partida­
rio de Atenas:71 todo indica, en los textos que hemos exa­
minado hasta ahora, que en realidad nadie creía que E s ­
parta tuviese una conducta suicida; o por lo menos, tenía
ante sí la posibilidad de elegir entre esas dos soluciones.
Incluso el ejemplo famoso de las Termopilas contribu­
ye a revelar la com plejidad de las condiciones que regulan
la bella muerte; resignada como estoy a renunciar a las
certezas banales de los amantes de las páginas gloriosas de
la historia, intentaré, para acabar, una lectura del relato
que H eródoto nos ofrece de esta batalla, un relato que, co ­
mo sabemos, se halla enteramente dominado por la tradi­

des Thermopyles», Studii clasice, 6 (1964), pp. 57-82 y, sobre todo, 62-63
(numerosos ejemplos de retirada estratégica de un ejército espartano
durante las Guerras Médicas); J. A. S. Evans, «The Final Problem at
Thermopylae», Greek, Roman and Byzantine Studies, 5 (1964), pp. 231-
237 y, sobre todo, 232.
69 Jenofonte, Helénicas IV 8, 38-39: muerte de Anaxibio.
70 Heródoto, V II 139; véanse las observaciones de Tigerstedt, op.
cit., p. 84.
71 Plutarco, De malignitate Herodoti 8 64a-b. Por lo demás, el parti­
dismo proateniense es real aquí, al igual que en IX 54.

156
LA « B E L L A M U E R T E » E S P A R T A N A

ción espartana:72 ¿acaso no olvida, para reservar tan sólo a


los espartanos la gloria inmortal del sacrificio libremente
consentido, la presencia de tespios y tebanos,73 del mismo
m odo que los oradores atenienses olvidan el concurso de
los plateenses a fin de atribuir a los atenienses toda la glo­
ria de M aratón?74

e n las t e r m o p il a s :
LA B ELLA M U ER T E Y LA EPOPEYA

N o es éste el lugar para preguntarse acerca de las razones


profundas de la decisión final de Leónidas: otros lo han
hecho antes que yo y, como ellos, soy de la opinión de que,
rey de Esparta y al mismo tiempo comandante en jefe de
las fuerzas panhelénicas, éste optó por la única solución
capaz de conciliar la necesaria retirada de las tropas alia­
das y el honor de Esparta. Sin preocuparm e tampoco en
demasía por la contradicción que han señalado algunos
estudiosos entre la tesis de la devotio real, acreditada por
un oráculo que presenta todas las características de un va­
ticinium post eventum , y la del sacrificio aceptado por
obediencia a las leyes de Esparta, consideraré esta segun­
da tesis, la de la bella muerte, como la principal versión
oficial espartana de la batalla de las Term opilas.75

71 Cf. Tigerstedt, op. cit., pp. 96, 9 7 ,10 0 y 105.


73 Heródoto, V I I 220: boulómenon kléos katathésthai moúnón Spar-
tiètéôn.
74 Lisias, Epitafio 23-24; véase Loraux 1981a: 159, y, acerca de la ri­
validad entre Maratón y las Termopilas, R. W. Macan, Herodotus. The
Seventh, Eighth and Ninth Books, Londres, 1908, a propósito de VII
224 (xiphesi).
75 Por lo demás, Heródoto parece indicar que ésa es la mejor expli­
cación del combate (VII 220). Quizás el oráculo sea, como opina.Das-
calakis (op. cit., pp. 59-61), la versión délfica del asunto, pero la eviden-

157
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

Ello me llevará a poner al descubierto los elementos


hoplíticos ortodoxos de este relato. Son, como era de es­
perar, numerosos. Para empezar, el tema de la resistencia:
en las Termopilas, los espartanos aguardaron a pie firm e,
sin abandonar su puesto. Ya hemos visto cómo la defini­
ción que Demarato ofrece de la resistencia espartana se
parece a unos versos de Tirteo.7ÍÍ Es preciso también m en­
cionar el relato de los dos primeros días de combate cuando,
en dos ocasiones y tras arrostrar sangrientos enfrentamien­
tos, los persas se ven obligados a abandonar la esperanza
de ver huir a los lacedem onios.77 Es cierto que, a los ojos de
Jerjes, el hecho de que un número tan pequeño de hom ­
bres se oponga a un ejército tan inm enso78 constituye una
insolencia o una locura, pero, por no haber hecho caso al
espartano Demarato, el G ran Rey ignora que esta disposi­
ción no es, en la moral hoplítica, más que una oportunidad
suplementaria de conquistar la gloria:_resultaría inútil, por
otro lado, ver en ello una pulsión suicida pues, tal como
observa H eródoto, tan sólo «Efialtes»— el traidor— «cau­
só la pérdida de los griegos que estaban apostados».79 En
virtud de la ley según la cual el valor confiere necesaria­
mente la victoria, en condiciones normales los espartanos no

cía no es absoluta y ambas explicaciones— la bella muerte y la devotio


real— no tienen necesariamente por qué excluirse.
76 Heródoto, V II 209, que puede compararse con Tirteo, 8, 21-25.
Véase también V III 202.
77 Heródoto, V II 210: Jerjes confía en que los griegos emprenderán
la fuga (apodrésesthai) sin librar combate; al quinto día, sus esperanzas
se desvanecen; 2x1: después de que el primer ataque de los persas fracase,
entran en juego los Inmortales, pero tampoco tienen éxito; 212: al día si­
guiente, nuevo ataque persa, al que responde, por parte griega, un or­
den perfecto (katà tâxin).
78 Heródoto, V II 210: anaidéíeikaiaboulíéi diakhreümenoi\ 212: hâ­
te olígón eóntón. Véase también 103-104.
75 Ibid., V II 213.

158
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

habían de resultar vencidos: para derrotar al orden h o plí­


tico ha sido necesario servirse de un artificio, y esto le
brinda la ocasión a H eródoto de comparar tácitamente la
trampa del codicioso Efialtes con el deseo de gloria de los
espartanos,80 y la m archa furtiva y nocturna de los hom ­
bres de H idarnes con la audaz salida de los compañeros de
Leónidas a campo abierto, fuera del desfiladero.81 Para aca­
bar, merece la pena detenerse en un último detalle, pues,
desde el punto de vista de las representaciones hoplíticas,
presenta un interés incuestionable. Cuando ya no queda
duda alguna acerca del desenlace fatal del combate, cuan­
do Leónidas ya ha muerto y las tropas de Efialtes entran
en escena, entonces los espartanos forman por última vez
la falange, «todos juntos» (pántes halées ).*1 Ya no les que­
da más que morir, y eso es lo que hacen, pero, como la
muerte— en comparación con la gloria que proporciona·—
no es más que un hecho insignificante, H eródoto, por me­
dio de una elipsis que recuerda a las de los autores de epi-
táphioi, pasa sin transición del combate final a la distribu­
ción de los premios al valor.83
Sin embargo, la versión gloriosa de la bella muerte no
alcanza a disimular por completo el pragmatismo esparta­
no. En prim er lugar eligieron minuciosamente el em plaza­
miento del combate: después de múltiples cálculos y p re­
visiones,84 y lejos de querer constatar a cualquier precio el
topos de una minoría frente a la multitud, los griegos pre­
tendían, por el contrario, neutralizar el desequilibrio de las
fuerzas enfrentadas, puesto que decidieron esperar al B á r­
baro en un desfiladero donde el número inmenso de sus

80 Codicia de Efialtes: 213; deseo de gloria espartano: 220 (kléos


méga eleípetó).
81 V II 215-217, 223.
82 V II 225.
83 V II 225-226 ss.
84 V I I 175-177.

159
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

tropas no le serviría de nada.85 Táctica que a punto estuvo


de obtener la victoria. Ante la debacle de los Inm ortales,
que «como luchaban en un paraje estrecho y usaban lan­
zas más cortas que los griegos, no podían sacar partido de
su número»,86 H eródoto no deja de recordar que los ciu­
dadanos ejemplares son también profesionales de la gue­
rra: «Los lacedemonios combatieron de forma memorable,
demostrando a gente que ignoraba el arte de la guerra que
ellos lo conocían a fondo.»87 E l conocimiento de este arte
culmina con un simulacro de huida que inflige cuantiosas
pérdidas humanas al ejército persa y, con un eco significa­
tivo de los pauróteroi thnÉiskousi de Tirteo, muy pocas al
ejército espartano.88 Con todo, en el relato de este prim er
día de combate, H eródoto recuerda que en Esparta el va­
lor se articula mediante la técnica de la guerra: hasta aquí,
todo «normal» y, desde este punto de vista, la bella m uer­
te podría no ser otra cosa que un añadido honroso e inevi­
table.85
¿Qué significa, en estas condiciones, la muerte de los
Trescientos Espartanos de Leónidas? Celebrada, cuando ya
todo ha terminado, como bella m uerte para que sirva de
ejemplo edificante a los ciudadanos de Esp arta y de toda

85 V I I 177.
86 V II 211. Es cierto que este tipo de cálculo no es propio de la mo­
ral hoplítica, pero no quedaría fuera de lugar en la epopeya homérica:
recordemos, por ejemplo, a Licurgo de Arcadia cuando da muerte a
Areítoo «por un ardid y no por la fuerza, en un camino estrecho donde
de su ruina la maza de hierro no lo socorrió» (Iliada V I I 142-144). Debo
esta comparación a una sugerencia de Marcel Detienne.
87 V II 2x1.
u Ibtd.
89 Aquí se mide la distancia que separa la bella muerte espartana de
su homologa ateniense: técnicos de la guerra, los espartanos dan mues­
tra de su saber militar; «orgullosos de su naturaleza», los atenienses, en
el discurso fúnebre, ponen todo el énfasis en su valor (se trata de un to­
pos: epideíknysthai tin aretén).

1 60
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

G recia, en realidad presenta un aspecto del todo diferen­


te: cuando el combate se vuelve desesperado, tras la m ar­
cha de los aliados, ya no se trata ni de bella muerte ni de
muerte gloriosa,90 sino de la muerte como un accidente
brusco e incluso salvaje. Feroces como los grandes héroes
de la epopeya, los hombres de Leónidas salen del desfila­
dero «como hombres que van hacia la m uerte».91 Los es­
partanos luchan como salvajes, «sabedores de la muerte
que les aguardaba»;91 hacen alarde contra los bárbaros de
todo su valor;93 no es momento de hacer una demostración
de aretÉ ni, en general, de ritual hoplítico. A las lanzas les
suceden las espadas,94 después, tras la violenta refriega, de
resonancias épicas, sobre el cuerpo de Leónidas, los es­
partanos se defienden «con manos y dientes»,95 pues sus
espadas se han roto ya. E ste combate salvaje, «combate
de jabalíes»,96 recuerda más el frenesí guerrero de un Ti-

90 A excepción de la mención de la muerte de Leónidas, perfecta­


mente hoplítíca: piptei anér genómenos áristos (VII, 224).
91 V II, 223: hós tén epi thanátói éxodon poieúmenoi. Véase el co­
mentario de Legrand (CUF, p. 225) y el de Macan, ad loe., que compara
sensatamente este pasaje con I I I 114 , donde éxodos designa, entre otras
cosas, un cortejo de condenados que son conducidos a la ejecución.
91V II 223.
93Ibid.
94 V II 224. Acerca de la utilización de las espadas como último re­
curso en el combate hoplítico, véase Tirteo, 8, 30, y el comentario de
Prato, ad loe.
95 V II 22;. La espada es un sucedáneo de la lanza; al combatir con
sus manos, los espartanos no disponen más que de los recursos elemen­
tales del hombre en estado natural; con los dientes entramos en el te­
rreno de la animalidad. Observemos que la agógé no ignora este tipo de
combate salvaje, puesto que en los agónes del Platanistas y del altar del
Limneo estaban permitidas todas las llaves, incluidos arañazos y mor­
discos (véase Jeanmaire 1939: 514, 518).
96 Cf. Aristófanes, Lisístrata 1254 ss. A l recordar a los espartanos de
Leónidas «como jabalíes que afilan sus colmillos», ¿se inspira Aristófa­

161
D EBIL ID A D ES DE LA FU ERZA

deo97 que la sôphrosÿnë del hoplita. Parakhreóm enoíte ka î


atéontes, indiferentes ya a todo cuanto no sea el com ba­
te,98 el ánimo extraviado,99 es evidente que los espartanos
se hallan en estado de lyssa ,100 esta lyssa que la ciudad no
perdonará a Aristodem o diez años más tarde y de la que,
para su desgracia, ha huido con terror en las Term opi­
las.101 Heródoto no toma prestado del vocabulario hom é­
rico el término atéontes por casualidad: en el vocabulario
hoplítico no existe ningún término para designar el frene­
sí guerrero. También se ha insistido con frecuencia en el
tono épico que se aprecia en esta parte del relato107 y, de
hecho, el combate sobre el cuerpo de Leónidas recuerda
sin ningún género de dudas la refriega homérica sobre el
cuerpo de Patroclo.103 Pero como si, por encima de siglos
de tradición hoplítica, la muerte de los espartanos repro­
dujese las hazañas locas de los guerreros míticos, H eródo-

nes en el relato de Heródoto? ¿O piensa en los combates de jabalíes que


se celebraban en el Platanistas (Pausanias, I I I 14 ,10 )?
97 Asimilado a un jabalí en su combate contra el «león» Polinices
(por ejemplo, Eurípides, Suplicantes 134-146), Tideo es, tanto en la epo­
peya como en la tragedia, el paradigma de guerrero terrible: cf. Vian
1968: 65 ss., y la descripción de Tideo en los Siete contra Tebas de E s ­
quilo (377-394).
98 Resulta inútil sobreentender un complemento al verbo para-
khreómenoi, V II 223); empleado en forma absoluta, este verbo indica
mucho más que la indiferencia ante la vida o la muerte: la indiferencia
ante todo (véase el comentario de Macan, ad loe.).
99 Atéontes (ibid.) es un hapax en Heródoto, al igual que en H o ­
mero, de quien toma prestado este término (Iliada X X 332); en el con­
texto homérico atéón es un sinónimo de lysson.
100 A propósito d éla lyssa del guerrero terrible, Detienne 19 6 8 :12 1-
123.
IO' Aristodemo no ha huido de la bella muerte, ha huido de la muer­
te (Heródoto, V II 229).
IOÍ Véase Tigerstedt, op. cit., p. 10 0 y n. 777.
IOJ Compárese Heródoto, V II 225 e Iliada X V II 274 ss.

162
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

to elige en el registro homérico el vocabulario de la muerte


negra,104 y, con mayor claridad que Tirteo— quien sabía in­
troducir pensamientos novedosos bajo una forma épica, a
la hora de relatar lo sucedido en las Termopilas— , Heródoto
toma prestados el lenguaje y los conceptos de la epopeya.
Se puede opinar, sin duda, que esta brusca inmersión
en un pasado remoto se explica por la situación desespe­
rada de los combatientes, y es verdad que antes de la trai­
ción de Efialtes los espartanos actúan conform e a la nor­
ma hoplítica. Pero es posible dar otra explicación a esta
búsqueda desesperada de la muerte. Si la situación es e x ­
cepcional, la condición de los combatientes no lo es m e­
nos. Se trata de guerreros escogidos— los logádes— , que
podemos asimilar con toda probabilidad a los hippeís, pues­
to que son trescientos,105 y, tanto si se trata de un cuerpo

104 Tomo este término de Hesíodo, quien, en Los trabajos y los días,
caracteriza de este modo la muerte de los hombres de bronce (154-155).
105 ¿Son trescientos o trescientos más un número indeterminado de
elegidos? E l texto es conjetural (Heródoto, V II 205) y podemos dudar
entre varias interpretaciones: a propósito de los múltiples problemas
que presenta, véase el comentario de Macan (ad loe.), que llega a la pru­
dente conclusión de que se trata de una incomprensión del fenómeno
de los logádes por parte de Heródoto. Si adoptamos la lección que pre­
sentan varios manuscritos (epilexámenos ándras te toils katesteñtas triëko-
síous kaí toîsi etÿnkhanon paídes eóntes), uno se ve tentado a llegar a la
conclusión de que Leónidas se ha llevado consigo al grupo de los hip-
peis, a los que ha añadido algunos padres de familia, Pero si admitimos
que en 224, cuando el historiador menciona a los Trescientos, mencio­
na de hecho al conjunto del cuerpo espartano, es preciso volver a la co­
rrección adoptada por Legrand (epilexámenos ándras te ton katesteóton
Trièkosiôn): en este caso, Leónidas habría reemplazado a los hippeís que
no tenían descendencia por otros combatientes espartanos. Pero hablar
en ese caso de una tropa «compuesta» (G. Hoffmann, «Les choisis: un
ordre dans la cité grecque?», Droit et cultures, 9-10 [1985], p. 17) me pa­
rece bastante exagerado, puesto que es evidente que el grupo de los
Trescientos constituye el núcleo vital del cuerpo espartano.

163
D EBIL ID A D ES DE LA FU ERZA

de élite excepcional como si se trata de la guardia real, en


ambos casos parecen predestinados a la muerte.106 G u e ­
rreros de élite, los elegidos se hallan unidos entre sí por la
estrecha solidaridad de las cofradías guerreras de anta­
ño,107 y, ya sea combatiendo en prim era línea, o bien ce­
rrando la marcha en caso de retirada ante el enemigo,108
dan testimonio todavía de una época pasada en la que un
cuerpo de élite obtenía la victoria o desaparecía entero en
la muerte. L a historia local de Arcadia o de Beocia guarda
el recuerdo de exterminios parecidos109 y, en la obra de
Heródoto, es en Esparta donde se pone de manifiesto con
mayor claridad esta vocación de la élite por la muerte:
además de los Trescientos de las Termopilas, el historia­
dor menciona otros dos grupos de trescientos com batien­
tes espartanos caídos hasta el último hombre— el que, en
plena época clásica se enfrentó a los mesenios en Esteni-
clero,110 y el que en otro tiempo se enfrentó a trescientos
argivos en un agón im placable por la Tireátide— ,111 Este

106 Los espartanos de las Termopilas son padres de familia, y sin du­
da podemos ver aquí un signo de los estrechos lazos que unen «paterni­
dad y valor militar» (véase la comunicación de A. Aymard en Revue des
Études latines, 33 [1955], pp. 42-43 y las observaciones de Garlan 1972:
6 5). Pero esta precisión forma también parte de la leyenda de las Ter­
mopilas: ¿no podría haber sido leída a posteriori como el signo de que
se sabían destinados a la muerte?
107 A propósito de los «elegidos», véase el dossier recopilado por
Detienne 19 6 8 :134 ss.
108 En primera línea: en Delio (Diodoro, X II 70, 1: los elegidos te-
banos, aurigas y combatientes, son prómakhoi); en una retirada: tres­
cientos soldados de élite con Brásidas (Tucídides, IV 125, 3).
109 Cf. Pausanias, V III 39, 3-5 y 41, i (los soldados escogidos de
Orestasio abocados a ser exterminados por la salvación de Figalía) y IX
36, 2 (soldados escogidos argivos caídos hasta el último hombre con su
jefe en combate contra los de Flegias).
110 Heródoto, IX 64.
111 Heródoto, 1 82. A propósito de este episodio, véase Brelich 1961:

164
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

último episodio, que resulta a un tiempo legendario e his­


tórico, no deja de ser esencial, pues demuestra que la ver­
sión maximalista de la bella muerte no adquiere todo su
sentido más que cuando los combatientes constituyen una
élite: si los elegidos no debían seguir a sus compañeros a
la muerte, ¿por qué Otríades, valeroso superviviente de un
agón sin concesiones, se habría suicidado en el campo de
batalla, avergonzado como un trésas}llx E n lo que respec­
ta a los hippets, se sabe que debían morir con el rey,1' 3 im ­
perativo riguroso que también conserva la huella de un
pasado caballeresco en el que toda disciplina se reducía a
la lealtad incondicional de los koúroi hacia el á n a x ,"4
Sea como fuere, elegidos o hippeís, lo cierto es que los
trescientos espartanos de Leónidas, próm akhoi doblem en­
te aislados en la vanguardia del com b ate,"5 campeones ca­
ballerescos enfrentados a la traición y a la m ultitud de las
tropas bárbaras, no tenían otra salida que la muerte al la ­
do de Leónidas. D e este modo se entiende la curiosa yu x­
taposición que asocia, en el seno de un mismo desarrollo,
la bella muerte hoplítica de Leónidas y el combate feroz

22-34 y Detienne 1968: 135-136. Acerca del desprecio de los escogidos


por la vida, podemos encontrar también una indicación interesante en
Diodoro, X II 79, 6-7 (los Mil de Argos).
" 2 A l contrario de los supervivientes argivos, que abandonan el
campo de batalla (lo que para los lacedemonios es sinónimo de huida),
Otríades se mantiene en su puesto y, como señala Macan en su comen­
tario a V I I 232, no tiene nada que reprocharse; pero lo que es cierto des­
de un punto de vista hoplítico no tiene por qué serlo desde una óptica
caballeresca, y es así como hemos de entender su vergüenza.
" 3 Isócrates, Paz 143, cree que esta ley se aplica a todos los esparta­
nos; pero véase Ehrenberg 1936: 2295.
“ 4Ehrenberg 1936: 2295 y, acerca déla «camaradería guerrera» Jean -
maire 1939: 97-107.
" 5 Como en un agón, el grueso del ejército se ha retirado, dejando a
los campeones solos frente al enemigo, puesto que: 1) los refuerzos no
han llegado; 2) los aliados han partido.

165
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

de sus hom bres:116 rodeado por sus guerreros de élite, el


rey de Esparta hace revivir un pasado heroico al que los
preceptos hoplíticos no se pueden adaptar más que cuan­
do son llevados al extrem o. A l mismo tiempo, se entiende
también el destino de Aristodem o, que, como com ponen­
te de los Trescientos, no podía alegar una enferm edad en
los ojos para librarse de la suerte común de los com batien­
tes de élite:117 el examen de este caso sugiere que en E s ­
parta, por lo tanto, la bella muerte hoplítica también in­
cluye la muerte de un guerrero épico. Podría ser que esta
distinción nos perm itiese arrojar un poco más de luz sobre
el difícil problem a de los trésantes, pues, sin duda, las exi­
gencias de la ciudad espartana no eran las mismas con res­
pecto a los elegidos que con respecto a los hómoioi. Pero
ocurre que, acerca de la condición de los combatientes y de
los diversos motivos de degradación, los textos resultan en
su gran mayoría demasiado imprecisos como para que p o ­
damos verificar esta hipótesis.
Quisiera insistir además en la importancia simbólica
que tenía para los espartanos el combate de las Term opi­
las: al considerar esta batalla, excepcional en numerosos
aspectos, como el paradigma del valor espartano, sin duda
la ciudad se autoproclam aba heroica, pero no hacía más
que poner de relieve la profunda com plejidad de su p ro ­
pio código militar.

116 Heródoto, V II 224-225: la muerte de Léonidas, perfectamente


hoplítica en la medida en que éste encarna a toda la ciudad (como ha sa­
bido ver H. R. Immerwahr, Form and Thought in Flerodotus, Ann A r­
bor, 1966, p. 260 ss.) se explica justo en medio de la descripción del
combate feroz. Una vez resuelta la parte de la gloria cívica, el historia­
dor reemprende a continuación el relato del combate.
117 Acerca de «la situación excepcional de la que gozaban los caba­
lleros en el propio seno del dêmos espartano» y la especie de «aisla­
miento» que los dejaba aparte incluso en la muerte, Jeanmaire 19 39:54 6
(y, de un modo más general, 542-550).

166
LA «BELLA M U ERTE» ESPARTANA

D isciplina heroica y frenesí guerrero, unión del deseo


de gloria más aristocrático y de la técnica m ilitar más
avanzada, tales son las paradojas de las Termopilas. Tales
son también las paradojas de esta bella muerte espartana
cuya encarnación más oficial la constituye la batalla de las
Termopilas.

A modo de conclusión, recordaré un episodio que, a pesar


de situarse al margen del combate, se hizo célebre ya des­
de la Antigüedad: poco antes de que ambos ejércitos se
enfrenten, un enviado de Jerjes espía a los espartanos y ve
que están ocupados peinando sus largas cabelleras. Al ser
preguntado por el G ran Rey, que está sorprendido, D em a­
rato le explica que «ésta es la costumbre {nomos) en E s ­
parta: siempre que se disponen a arriesgar la vida, se pei­
nan la cabellera».118 N o cabe duda de que los espartanos se
preparan para el combate como «para una fiesta»,119 a m e­
nos que, anticipándose a la próthesis fúnebre, se preparen
para resultar bellos muertos: en este sentido, el nomos es­
partano respondería a los versos de Tirteo acerca de la b e­
lleza del joven guerrero caído en primera línea. Pero, para
explicar esta extraña manera de arreglarse, es preciso ir
más lejos: si hemos de creer a Jenofonte, que atribuye, des­
de luego, su origen a Licurgo, esta práctica les hacía «más
grandes, más nobles y más terribles» (meíxous k a í eleuthe-
riôtérous kaí gorgotérous )110 y los hoplitas espartanos re­
cuerdan de este modo a los feroces suevos que, de acuer­
do con Tácito, se preocupaban por arreglar su cabellera
«a fin de resultar más grandes y terribles, para afrontar la

,lS Heródoto, V II 208-209; cf. Aristóteles, Retórica I 9 ,1367a 27-31


(en Lacedemonia es bonito llevar los cabellos largos).
" 9 Según la expresión de H ow y Wells, ad loe.
lí0 Jenofonte, Constitución de los lacedemonios 1 1 , 3 (y 13, 8).

1 67
D E B IL ID A D ES DE LA FU ERZA

guerra».121 Sin que a nadie se le escape la oscuridad de ta­


les inform aciones,122 hemos de admitir que se trata, si no
de un rito, al menos de una práctica m ágico-religiosa des­
tinada a hacer que el guerrero resulte espantoso: el nomos
espartano debe, por lo tanto, estar relacionado con ciertos
aspectos espectaculares que revisten las hazañas de los com­
batientes de la epopeya y aquellas mímicas que producen
fascinación y que intentan provocar en el adversario Phó­
bos, el pánico.123 N o tenemos por qué sorprendernos: sa­
bido es que Fobo tenía un templo en E sparta.124 Es cierto
que, en el siglo v, el nomos descrito por H eródoto pro b a­
blemente se hallaba integrado en el kósmos m ilitar de los
espartanos— una costumbre más, entre otras— ·; pero no es
menos cierto que semejante práctica no adquiere todo su
sentido más que cuando la confrontamos con el tiempo
heroico de los aqueos de largas cabelleras125 o la situamos
en un pasado histórico-legendario en el que, para celebrar
la conquista de la Tireátide, los espartanos se dejaron cre­
cer la cabellera.126
Este largo recorrido nos ha conducido muy lejos, a las
antípodas del orden hoplítico y del pragmatismo que pre-

121 Tácito, Germania 3 8, 4: In altitudinem quandam et terrorem adi­


turi bella,
122 Acerca de estas «maneras de adornar la cabellera», véase Ver­
nant 1985: 42-45, así como, a propósito déla cabellera de los abantes, D.
Fourgous, «Gloire et infamie des seigneurs de l ’Eubée», Métis, 2, 1
(1987), pp. 5-29, sobre todo 9-13; a propósito de los cabellos de los jó ­
venes y las crines del caballo: Georgoudi 1986: 227.
123 Sobre todo esto, véase Detienne 19 6 8 :12 4 , y j . Griiber, Über ei-
nige abstrakte Begriffe des frühen Griechischen, Meisenheim, 1963, pp.
15-38.
124 Plutarco, Cleómenes 8,3.
125 Iliada II 443 y 472; III 43.
126 Heródoto, I 82; al igual que Jenofonte, Plutarco, Licurgo 22, 2 y
Lisandro I, atribuye a Licurgo el origen de esta práctica.

168
LA « B E L L A M U E R T E » ESPARTANA

side el valor espartano. N i la austera disciplina ni la pro-


fesionalidad de los espartanos deben ser subestim ados:
constituyen el marco, a la vez rígido y relativamente flexi­
ble, en el que se form an los hómoioi. Pero también es ver­
dad que, en la más ostensiblemente hoplítica de todas las
ciudades griegas, los valores tradicionales del ciudadano-
soldado con frecuencia ocultan mal un pasado heroico
que el kósmos espartano jamás ha reducido al silencio por
completo.

169
IV
TEM O R Y T EM BLO R D EL G U ERRERO

N o es fácil resistir la invitación a pasar de la interpreta­


ción al texto, del coraje espartano al código homérico del
valor. Hablemos, pues, de la andreía épica. Pero— aunque
resulte una sorpresa para aquellos que se han hecho una
idea demasiado convencional del heroísm o— es preciso
rendirse a la evidencia: no existe ni un solo guerrero en la
epopeya que no haya temblado alguna vez. Esto no signi­
fica que el combatiente épico se haya hecho jamás m ere­
cedor del título permanente de trésas. H a tem blado, es
cierto. Pero se ha recuperado de inmediato, siempre, y más
fuerte después de haber atisbado ese instante de miedo.
Dicho de otro modo: el miedo se supera, pero sin miedo no
hay epopeya.
No existe ningún gran guerrero que no haya sentido
un día cómo temblaba de terror todo su ser. Como si el
miedo fuese la prueba calificativa del héroe.

E l gigantesco Aquiles (o, más bien, el monstruoso Aquiles,


peléríos como Ares, dios de la guerra asesina) avanza ya
hacia los muros de Troya. Lanzado por la llanura, resplan­
deciente por el reflejo del bronce, corre. H éctor le espera
delante de las puertas Esceas para un duelo a muerte. Ni
su anciano padre Príam o ni H écuba, su desolada madre,
han conseguido que el troyano ceda en su decisión. Es un
guerrero fuerte, «aguardaba firm e (m ím nei) al gigantesco
Aquiles, que ya se acercaba». Pero, lejos de que el miedo se
haya apoderado de él, el héroe que aguarda inmóvil p ro ­
voca pavor, cosa que se expresa por medio de una com pa­
ración, la primera de este largo movimiento dramático que,

170
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

en el canto X X I I de la litada, enfrenta por fin a Héctor


con Aquiles, a Aquiles con Héctor:

Como una montaraz serpiente acecha a un hombre en su


cubil, ahíta de pérfidos venenos; una cólera atroz la inva­
de y su mirada es pavorosa al enroscarse alrededor de su
cueva: con el mismo incombustible ardor (ménos) resistía
Héctor sin ceder, con el resplandeciente escudo apoyado
en el prominente zócalo.1

Demos la vuelta a la comparación: vemos ahora al hombre


asustado que de repente se percata de la presencia de la
serpiente montaraz. Pero es evidente que no es a Aquiles
a quien le corresponde asumir ese papel. Abandonem os a
H éctor en su espera y retrocedamos en la epopeya, hasta
el canto III, donde el lamentable guerrero, henchido de
terror, se llama Paris:

Su corazón se aturdió de espanto ... Como cuando un


hombre retrocede y se aparta al ver una serpiente en las
gargantas de un monte; el temblor (trómos) invade sus
miembros y retrocede mientras la palidez cubre sus meji­
llas, así de nuevo se interna [Paris] entre la multitud de al­
tivos troyanos, temeroso del Atrida.2

N o cabe duda de que hace falta ser Paris para asustarse así
ante Menelao, que, aunque sea su enemigo natural, no es
precisamente un guerrero fulminante. Héctor, pues, tiene
toda la razón cuando insulta a su soberbio hermano, ver­
güenza de los troyanos. Aqueos y troyanos, todos saben
que el arquero Paris es un cobarde, en cierto sentido un
profesional de la cobardía. Es verdad que su pánico resul­
ta desproporcionado en esa situación (entonces, ¿la fiera

1 Iliada X X II 90-375.
2 Iliada I I I 33-37.

171
D E BIL ID A D ES DE LA FUERZA

prestancia de Héctor, que lo asemeja a la serpiente, signi­


ficaría a su vez que desprecia el peligro que le amenaza y
que cree esperar? M ás de un oyente de la Ilíada hubiese
podido pensarlo, si recordaba la comparación del canto
III).
Pero, víctima privilegiada del terror, Paris no es el úni­
co que siente miedo en la llanura de Troya en la que se en­
frentan los guerreros. En la Ilíada, nadie está a salvo del
miedo, pues el valor y la cobardía no son tan sólo un asun­
to de condición social, como quiere hacer creer Ulises en
la asamblea del canto II, cuando trata sistemáticamente de
valientes a los reyes y a los héroes distinguidos, y de co­
bardes a las gentes del pueblo, en especial a su portavoz,
Tersites— quien, para la m oralidad del episodio, se m os­
trará además como un pusilánim e— .3 Portador de una
ideología aristocrática de los rangos y las virtudes, Ulises
pretende poner a cada uno en su lugar en el campamento
aqueo; pero, una vez que el orden se ha restablecido, es
preciso cerrar este paréntesis ideológico para rendirse a la
simple evidencia: en la Ilíada, la cosa más com partida del
mundo es el miedo, y nadie, a excepción de Zeus, escapa a él.
De manera que el cobarde tiene miedo (Paris, Tersites,
y Dolón ante Diom edes), pero también el valienté. Y qui­
zá debiéramos precisar: los más valientes, como si el ver­
dadero valor se distinguiese por la capacidad de sentir te­
rror para luego domesticarlo mejor. Y son los valientes los
que sienten miedo de un m odo muy especial: así ocurre
con Diom edes,4 quien— como se muestra en el canto V —
sucumbe con dificultad al terror; y con Ayax, aunque se tra­
te del «mejor de los aqueos», en segundo lugar,5 ante Héc-

3 Ilíada I I 188-270.
4Ilíada X I 345.
5 Áyax, el mejor de los aqueos; después de Aquiles, por supuesto
(litada II 768). Véase Nagy 1979: 26-41.

172
TEMOR Y TEM BLOR DEL GUERRERO

tor (si bien, algunos cantos antes, era H éctor quien tem­
blaba ante Áyax). ¿Será Aquiles el único que siembra el
terror sin que él mismo lo llegue a sentir jamás? Con todo,
para evitar que M enelao se enfrente a Héctor, el rey A ga­
menón no duda en afirmar que Aquiles ha tem blado en al­
guna ocasión ante el héroe troyano: es posible que se trate
de un simple argumento retórico, pero en el canto X X , an­
tes de aterrorizar a su adversario, Aquiles, por un breve
instante, tendrá miedo de la lanza de E n e a s/
Existe el miedo particular y el pánico colectivo que, ca­
da uno por su parte, ambos ejércitos conocen (los aqueos
siempre ante Héctor, los troyanos ante Diom edes, Ayax y,
por supuesto, Aquiles), y eso cuando no sucumben ambas
partes al mismo tiempo (así, al oír el grito monstruoso de
Ares herido, todos, tanto los troyanos como los aqueos, se
echan a tem blar).7 E incluso fuera del campo de batalla no
existe ninguna relación, por pacífica que ésta sea, de la
que el miedo se halle ausente por completo: el pequeño
Astianacte se asusta ante el casco de su padre, los licios te­
men la voz de su comandante Sarpedón y los hijos de P ria­
mo temen la cólera del anciano rey. En lo que respecta a los
dioses, se complacen en dejar helado el corazón de los m or­
tales, tanto si se presentan ante ellos de un modo amistoso
(como Afrodita ante Helena, Apolo ante Héctor, Iris o H er­
mes ante Príam o), como si se enfrentan a ellos como ad­
versarios (así, Ares inquieta a Diomedes, y Aquiles se asus­
ta ante el Escam andro desbordado); pero ante Zeus todos
tiemblan, incluidas las diosas que contradicen sus desig­
nios a sabiendas— Atenea, su hija preferida, Hera, su irre­
conciliable esposa— . Y cuando, en el canto X X IV , Aqui­
les recibe a Príamo, padre de su enemigo muerto, «estrecha
con su mano la mano derecha del anciano, para que no

6 litada X X 262.
7 Iliada V 859-863. Véase Loraux 1986c: 349.

173
D E B I L I D A D E S DE LA F U E R Z A

sienta miedo en su ánim o»:8 es preciso ver en este breve


instante, en esta tregua del miedo, la más bella invención
de un poem a épico que ha sometido sin pausa a dioses y
mortales al empuje del mismo terror.
En la litada, todo el mundo tiene miedo, y aparecen
detalladas todas las form as del miedo, hasta el terror a pos­
teriori. Como el que siente Eneas, que acaba de esquivar
por muy poco el arma de Aquiles:

E s q u iv ó la la rg a asta y se in c o rp o ró . U n a in fin ita triste z a


se d erram ó so b re sus ojos, esp an tad o de lo cerca q u e se
h a b ía clavad o e l p ro y e c til .9

En el cuerpo del guerrero, H om ero sabe enumerar todos


los matices del miedo, hasta el verde, signo del terror (el
«miedo verde» del espía D olón, a quien acaba de descu­
brir Diom edes en medio de la noche, o el de los troyanos
en fuga). N o cabe duda de que es propio del cobarde el he­
cho de que «su piel se vuelva de todos los colores», m ien­
tras que al valiente, que siempre se adelanta para ofrecer a
la lanza enemiga su pecho o su vientre, se le reconoce p o r­
que «su piel no muda de color».10 Ahora bien, no existe un
solo héroe que no haya temblado en alguna ocasión.
Verdad sorprendente en un universo guerrero en el
que la ideología del valor, por más exaltada que sea, jamás
se antepone a la constatación de que la guerra y el miedo
se hallan indisolublem ente unidos, en el que nada es más
ignominioso que temblar (treín\ trómos, el temblor, que
designa también la huida),11 pero que carece de un térm i­
no para reprender a los «hombres llenos de pánico» (andrün

8Iliada X X IV 671-672.
9 Iliada X X I 281-283.
10 Iliada X III 275-286.
11 A propósito de los trésantes espartanos, véase supra, pp. 14 6 ss.

174
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

tressántón) cuando Zeus ha sembrado el terror (phóbon)


entre ellos.12 Así, cuando Diom edes se ve obligado a retro­
ceder ante el rayo del dios todopoderoso, H éctor aprove­
cha para injuriarlo de la peor manera posible:

D e sd e este día [lo s d áñaos] te d esp reciarán : veo q u e te has


c o n v ertid o en m ujer. ¡D e sa p a re ce , m iserab le m u ñ eca ...13

Pero poco antes, el sabio Néstor, compañero del héroe que


huye, ha invalidado este discurso («aunque H éctor vaya a
afirmar que eres cobarde y débil, los troyanos no le cree­
rán»), L o único que interesa al poeta y que conmueve a su
auditorio es, por tanto, el miedo del valiente; y aquí, H o ­
mero hace gala de una reflexión que nada tiene de sim­
plista. Es cierto que el auténtico remedio contra el espanto
sigue siendo para un guerrero el mantenerse firme (m énein:
es lo que, en el canto X X II, hace Héctor, más terrorífico—
por el momento— que aterrorizado; lo que, en el canto X I,
saben hacer Ulises y Ayax). Es cierto también que «aquel
que es de verdad un héroe debe resistir a pie firme, tanto
si lo hieren como si hiere a otro»,14 pero no por ello el poe­
ta deja de reconocer que en ocasiones éste se ve obligado
a batirse en retirada:

¡T o an te! N in g ú n h o m b re ahora es cu lp a b le , que yo sepa;


p ues tod os sabem os com batir. N i a n ad ie d om ina el exá-
m ine m ied o n i n ad ie a la d esidia cede e inten ta su straerse
al funesto c o m b a te .'5

L o que aquí se expresa por boca del héroe Idom eneo es


que existen diversas clases de miedo.

12 Iliada X IV 522.
13 Iliada V I I I 163-164.
14 Iliada X I 409-410.
15 Iliada X III 222-225, con el comentario de Slatkin 1988.

175
D E BIL ID A D ES DE LA FUERZA

H ay miedo y miedo. E l miedo cobarde y el que es p o ­


sible que permita, tras evaluar la situación real, que el
combatiente le dé la vuelta a una situación crítica. E l m ie­
do-pánico y el m iedo-conciencia. Esta distinción se anun­
cia con claridad, en acto esta vez, a propósito del mismo
Idomeneo. E l héroe se lanza al combate y lucha con b ra­
vura. Pero entonces se lanzan contra él Eneas y D eífobo,
dos de los más valientes entre los troyanos valientes. «P e­
ro el terror (phóbos) no se apodera de Idom eneo como de
un niño mimado, sino que aguarda (m énei) como un jab a­
lí...» No obstante, pide ayuda:

¡A q u í, am igos! ¡D e fe n d e d m e q u e esto y solo ! M ie d o atroz


(.deíd ia ainñs) m e d a el ataq u e d e E n e a s .16

Idomeneo no se equivoca al sentir temor: más joven que


él, Eneas posee la fuerza que confiere la victoria. Phóbos
designa el terror o, más exactamente, la huida— el terror
que ya se ha convertido en huida— . E l verbo deídia (y el
substantivo déos) designa el miedo que se siente al haber
sabido analizar la relación de fuerzas. Déos puede estimu­
lar al guerrero, phóbos lo anula. Pues phóbos es aquello
que uno debe procurar no sentir, al tiempo que provoca
ese pernicioso despliegue en el corazón y el cuerpo de su
adversario. D e manera que phóbos nos interesa aquí de un
modo muy particular.
Este terror que siempre acaba en huida (en la litada,
son innumerables los ejemplos de phóbos como nombre de
la huida),17 es asociado por el pensamiento religioso de los
griegos a la m áscara de la G orgona, «espanto en estado
p u ro ,... terror como dimensión de lo so bren atu ral,... m ie­

16 Iliada X III 470-482.


17 E l primer sentido de phóbos es «huida», el miedo es su segundo
significado (Chantraine 1968: s. v.).

176
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

do prim ario».18 Pero en la litada, Fobo en persona es un


dios, hijo de Ares, y, cuando en el canto X III, en compañía
de su fiel M eriones, Idom eneo— de nuevo él— se dirige a
la batalla, el texto se perm ite esta comparación:

C o m o A re s, estrago p ara los m ortales, v a en b u sca de com ­


b ate, y le acom p añ a F o b o , su in trép id o y fu erte h ijo , que
p o n e en fu g a (e p h ô b ë se ) in c lu so al g u e rre ro m ás re sis­
ten te .19

Fobo y la G orgona adornan los escudos de los héroes (así


como la serpiente, a la que se parecerá H éctor mientras es­
pera a Aquiles). E s cierto que el escudo intenta imitar la
égida, arma sobrenatural cuyo uso concede Zeus de buen
grado a su hija Atenea o bien a Apolo, y que siempre pro­
voca una huida (phóbos) inmediata, puesto que está ador­
nada con figuras espantosas, entre las cuales, situados en
un lugar destacado, se hallan Fobo y la cabeza de la G o r­
gona con su cabellera serpentina.20 Pero, más allá de cual­
quier imitación, el guerrero, en su ardor, integra el terror
en su esencia. La comparación del canto X II I lo expresa
bien: es, en sentido institucional, m éstórphóboio, señor de
la fuga, puesto que, poseído por el ménos, que es el furor
guerrero, ha colocado sobre su rostro la máscara de la
Gorgona, se ha convertido él mismo en Fobo, o en Ares. Si
muchos combatientes m ediocres— M enelao y Paris antes
de su combate singular, por ejemplo— dan miedo cuando
se deciden a arriesgarlo todo:

' s J.-P. Vernant, «L’autre de l ’homme: la face de Gorgô», en M.


Olender, Le racisme. Mythes et sciences, Bruselas (Complexe), 1981, pp.
141-155 (cita p. 143); véase también Vernant 1985: 39-46.
19 litada X III 298-300.
20 litada V 738-742.

17 7
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

(Su m irad a es te rrib le — deinon derkómenoi·, com o la de


H éc to r-serp ie n te en el canto X X I I 21— y el estu p o r se a p o ­
d era de aquellos q ue lo s v e n ),12

¿qué decir de los héroes? L o que se nos dice de Ayax, cuan­


do corre lleno de furor a enfrentarse a H éctor:

Se p re c ip itó a c o n tin u a c ió n cu a l m arc h a el m o n stru o so


ipelórios) A re s ... A s í p a rtió el m o n stru o so Á y a x ... s o n ­
riend o con fero z ro stro ; y p o r d eb ajo sus p ies d aban largas
zancad as, b la n d ie n d o la p ica, de lu en ga som bra. M ien tras
que, al m irarlo , lo s argivos estaban alegres, a cad a troyan o
un atroz tem b lo r (trómos ainós) le in v a d ió las p iern as, y al
p ro p io H é c to r su ánim o le p alp itó en el p ech o . P e ro ya no
p o d ía retro ce d er en m od o a lg u n o ...23

Pero paciencia; cual Ares alloprósallos,24 el terror pasa


continuamente de un bando a otro. H e aquí H éctor en el
canto siguiente:

C o n los ojos d e G o rg o n a y d e A re s , e stra g o d e m o rta ­


le s .25

Y los aqueos huyen desesperados. E l guerrero produce te­


rror porque phóbos está en él, y aterroriza con todo su
cuerpo vestido de bronce resplandeciente, con su fuerza,

” La serpiente déla comparación (denominada drákótr. Iliada X X II


93) se caracteriza también por su mirada (smerdaléon dédorke). L o cier­
to es que la etimología pone en relación la palabra drákón con el verbo
dérkomai, que indica la mirada intensa y aguda: véase Chantraine 1968:
s. v. dérkomai. Sobre el escudo de Agamenón, la Gorgona es deiné der-
koménë (XI 36-40).
“ Iliada III 342.
1J litada V II 206-217.
14 Iliada V 831, 839; véase Loraux 1986c: 347-348.
2Í Iliada V I I I 349.

178
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

con su mirada, de una manera sorda y terrible .26 Para ca­


racterizar este fenóm eno, cualquier explicación psicologi-
zante quedaría fuera de lugar: phóbos no es un sentimien­
to. O, por lo menos, phóbos no es tan sólo ese sentimiento
de terror que paraliza al adversario petrificado, sino tam­
bién el poder demoniaco que habita en el guerrero en es­
tado de furor. O también: más allá de uno y otro, del que
lo encarna y del que lo sufre, phóbos es ese lazo que enca­
dena al que aterroriza y al aterrorizado, en el momento
mismo en que este último huye.
Pero el que aterroriza resultará aterrorizado a su vez,
en virtud de la dura ley guerrera de la reciprocidad ,27 por­
que, en el combate, el terror está por todas partes, y no
tardará en volver a caer sobre él. Resplandor del bronce,
ruido de armas, miradas penetrantes o espantadas, gritos
sin fin; el terror va acompañado por el clamor (iakhs te
phóbos te), y ¿quién podría, en medio del combate, asig­
nar un lugar al clamor? E l clamor y el espanto, semejantes
a la batalla «igual para todos » 28 que los suscita, sin distin­
ción de bando, no respetan a nadie, en especial a aquellos
que los han desencadenado.
Todo esto nos conduce a los dos héroes que, en cada
uno de los dos bandos, merecen con razón el título de
«señores de la huida»: Aquiles y Héctor.

A sí pues, H éctor se halla a la espera y el tiempo se ha de­


tenido a su alrededor, a imagen de su inmovilidad un poco

16 La figura del guerrero épico ha sido estudiada por Dumézil (por


ejemplo, 1969); véase también Vian 1968; M. Daraki, «Le héros à ménos
et le héros datmoni isos», A nnali della Scuola Normale Superiore di Pisa,
1980. A propósito del guerrero y el miedo, el oído y la vista, véase Ver­
nant 1985: 40-43.
17 Véase infra, pp. 203-204.
28 Véase Loraux 19 8 7 :114 -116 .

179
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

ostentosa (cosa que es posible que exprese el verbo mím-


nein en esta forma que redobla la expresión pura y simple
de la espera, que ménein hubiese bastado para sugerir).
Quien le ve— el poeta, sus oyentes, nosotros mismos que,
irremediablemente, ya no somos más que lectores— , ve lo
terrible en persona. A hora bien, en su fuero interno, H éc­
tor está irritado— igual que una serpiente— . Pero el héroe
está irritado consigo mismo, mientras que la cólera de la
serpiente se dirige contra el paseante imprudente. H éctor
está irritado y «habla con su magnánimo corazón». Se di­
ce a sí mismo que de buena gana cruzaría las puertas de
Troya para escapar de Aquiles, que no lo hará para evitar
la mirada de Polidamante (el hermano sensato a quien no
ha hecho caso y que le había aconsejado que huyera) y p a­
ra evitar el juicio severo de troyanos y troyanas (por su lo ­
cura, dirían, Héctor ha hecho perecer a su pueblo). Antes
de verse cubierto de oprobios, más vale aceptar una m uer­
te heroica ante los muros de Troya. Pero H éctor también
se dice que de buen grado dejaría sus armas al pie de la
muralla para dirigirse hacia Aquiles y proponerle un acuer­
do que parece una rendición. Y, en este diálogo de H éctor
con su corazón, el corazón, sede del honor, responde a
aquella parte del héroe que desea vivir:

¿ Y si acaso vo y y m e p re se n to ante él y, le jo s de a p ia d a r­
se y de resp etarm e, m e m ata d e sn u d o sin la p a n o p lia ,
igual que a una m ujer, c u an d o ya m e h aya q u ita d o las a r ­
m as ? 29

Desarmado como una mujer: no hay que apresurarse a p a­


sar una por una esas palabras por el filtro anacrónico de la
psicología. Cuando piensa en el monstruoso Aquiles, H éc ­
tor no se identifica— todavía no, o, como veremos, ya no—

19 Iliada X X I I 123-124.

180
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

con una m ujer :30 simplemente, él sabe que si deja sus ar­
mas estará desnudo. Gymnós como lo está desde un punto
de vista funcional un guerrero armado a la ligera, como el
arquero Paris, a quien el combatiente portador de escudo
compara inmediatamente a una mujer, porque la guerra, la
verdadera guerra, no es asunto de mujeres. ¿Una mujer?
L a imagen resulta lo suficientemente humillante como p a­
ra conjurar la tentación de llegar a un acuerdo. Para des­
cartarla por imposible:

N o es el m om ento d e rem on tarse a la en cin a y a la p ied ra...

(sería como perderse en las quimeras de los mitos de los


orígenes, en los que el hom bre no nace de los hombres, si­
no de las piedras y de los árboles); pero es preciso descar­
tarla, porque se halla por completo fuera de lugar:

N o es el m om ento de m an ten er u n tiern o c o lo q u io con él,


com o un m an ceb o y u na d oncella: com o u n m an cebo y
una d o n cella suelen m antener...

En esta extraña am onestación que se dirige el héroe a sí


mismo, ¿quién es el mancebo y quién la doncella? ¿Se refie­
re H éctor al debate que mantienen en su interior la fuerza
y la debilidad? ¿O es que acaso pretende asumir, cara a ca­
ra con Aquiles, el papel de laparthénos ? Probablem ente es
preciso poner de relieve el verbo con el que se designa el
tierno coloquio: oarhein. Óar designa a la esposa como

30 Derivada de una aplicación absolutamente arbitraria de los con­


tenidos del psicoanálisis, una lectura semejante de este pasaje es sobre
todo americana: véase A. W. Gouldner, The Hellenic World, Nueva York
(Harper & Row), 1980, p. 60, que a partir del soliloquio de Héctor hace
un largo excurso en torno a la homosexualidad griega; una lectura más
matizada en J. M. Redfield, La tragédie d’Hector. Nature et culture dans
l ’Iliade, trad. A. Lévi, Paris (Flammarion), 1984, p. 199.

181
D EBILID A D ES DE LA FUERZA

compañera, óaros y oaristys designan la conversación ínti­


ma de dos amantes unidos por Afrodita, oarízein es el ver­
bo que expresa la relación estrecha (y que abarca desde la
camaradería hasta la tierna conversación que mantienen
H éctor y Andróm aca en el canto V I ).31 Para apartar mejor
la tentación del acuerdo, el sueño de una paz recobrada,
que por un momento le domina, para situar toda esperanza
en el mundo ilusorio de la ficción, Héctor se acusa de igno­
rar que, frente a frente, dos guerreros no se dedican a inter­
cambiar galanterías. Pero, ¿de veras se equivoca tanto como
él cree? Pues, en dos ocasiones, la lengua de la litada designa
la batalla en la que todos se matan entre sí como una «cita»:
una cita con la guerra a la que los campeones (oaristys polé-
tnou, promákhón), los héroes, «se precipitan ávidamente » 32
— ¿amorosamente?— , más, quizá, que a un encuentro galan­
te. En cualquier caso, es a un encuentro de este tipo, m or­
tal pero íntimo (de la intimidad que teje entre dos héroes el
odio largo tiempo madurado en los sucesivos enfrentamien­
tos), al que en realidad se dirige H éctor .33
Y el defensor de Troya sigue inmóvil: piensa, pero es­
pera .34 Si ha sentido alguna tentación «femenina», el hé­
roe tan sólo la ha form ulado para así poder descartarla
mejor.

51 Óaros, oaristys asociados al cortejo de Afrodita: Iliada X IV 2 1 6 y


Hesíodo, Teogonia 205; H éctor y Andrómaca: Iliada V I 5 1 6 ; promákhón
oaristys·. Iliada X III 291 (y X V II 228). La connotación erótica de estas
palabras es patente: Chantraine 1968: s. v. óar.
31 Iliada X III 291.
33 «Cita» de Héctor y Aquiles: son múltiples las referencias a los nu­
merosos ecos textuales que, junto a oarízein/oarizémenai, ponen en rela­
ción de manera implícita la entrevista soñada con el enemigo y el tierno
encuentro con Andrómaca en el canto VI. Acerca de todo esto, véase Ver-
meule 19 79 :14 5-177 («The Pornography of Death», páginas que no pude
leer hasta después de la redacción de este texto), y Monsacré 1984: 63-77.
3‘‘ litada X X I I 131: ménón.

182
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

Pero Aquiles se acerca, y Héctor tiene miedo. Se apro­


xim a Aquiles, paradigm a del guerrero poderoso que, en
las representaciones indoeuropeas del combate, causa es­
tragos como las llamas: semejante a Enialio (otro nombre
de Ares), resplandece con el fulgor aterrador del bronce
como el fuego .35 « Y Héctor, nada más verlo— o, más bien,
al darse cuenta (enóesen )— , fue presa del terror (trómos)
y ya no soportó seguir allí, sino que dejó atrás las puertas
y huyó espantado (phobetheís). E l Pelida arremetió fiado
en sus raudos pies.» Acto seguido, una com paración con­
vierte a Aquiles en el gavilán de las montañas y a Héctor,
que huye (trése ), en una trémula paloma. E s tal el poder de
phóbos, que la terrible serpiente se ha convertido en una
paloma asustada que, en otros textos, constituye el símbo­
lo de la fem inidad atemorizada. H éctor huye, con Aquiles
tras sus pasos, y, al pasar, como un recuerdo de los lejanos
tiempos de paz, ve las fuentes del Escam andro donde, an­
taño, las mujeres y las muchachas de Troya solían lavar los
resplandecientes vestidos .36 Y pronto las imágenes del pa­
sado quedan lejos.

P o r allí p asaro n c o rrie n d o , uno h u yen d o y otro acosan do


d etrás. D e la n te h u ía u n valien te, p ero u no m ucho m ejor lo
p ersegu ía con lig e re z a .37

Indistinción de phóbos-, como si «un mismo poder demo­


niaco de terror los englobase a ambos, uniéndolos de ma­

35 Véase por ejemplo Nagy 1 9 7 9 :1 2 1- 1 2 2 ,178, n. 4.


36 Para el héroe condenado a morir, se trata de la visión fugitiva de
un mundo «normal y lleno de vida» (Segal 19 71: 41). Recordemos tam­
bién que, símbolo del matrimonio en otro tiempo, los resplandecientes
vestidos se convertirán, en los últimos versos del canto X X II, en una in­
útil mortaja para el cadáver de Héctor (véase Bouvier 1987).
37 Iliada X X I I 157-159.

183
D E B I L I D A D E S DE LA F U E R Z A

ñera indisoluble »,38 Aquiles terrorífico y H éctor aterrori­


zado están como fundidos en un mismo impulso, situación
que expresa el dual, forma verbal de la dualidad fundida
en uno {paradramétën). Los dos héroes rivalizan en veloci­
dad. Pero ningún mortal se atrevería a interpretar esta ri­
validad en términos de agonística. Entonces, ¿por qué el
texto precisa a continuación que no luchan por el prem io
de un certamen (áthlon ),3? sino por la vida (la muerte) de
Héctor, en otro tiempo domador de caballos, convertido
ahora en un corcel lanzado al galope? E s porque esta ca­
rrera sin estadio ni gradas tiene, sin embargo, espectado­
res: los dioses inmortales cuya existencia nos había hecho
olvidar la visión de este drama tan humano, pero que, a
pesar de todo, siempre se hallan presentes cuando los
hombres se juegan la vida. Reunidos todos ellos, contem­
plan cómo el héroe da hasta tres vueltas a Troya.
En este momento se produce un cambio de decorado.
En el Olim po intercambian algunas palabras Zeus, que
querría, como ha venido haciendo con constancia hasta ese
momento, salvar al héroe troyano, y Atenea, que, fiel a sí
misma, desea su ruina y la victoria del campeón de los
aqueos. Esta vez Zeus accede y Atenea abandona la m ora­
da de los dioses para dirigirse a la llanura de Troya, que,
por cuarta vez, recorren Héctor y Aquiles.
Y la persecución continúa. Una nueva comparación
sugiere el encarnizamiento:

C om o cuando un perro h ostiga en lo s m ontes a una cría de


cierva, tras levantarla de la m ad rigu era, p o r cárcavas y c a ­
ñadas, e incluso si p ierd e la pista al acu rru carse b a jo un
m atorral, la rastrea y corre sin nada que lo d etenga hasta

38 Cita tomada de J.-P. Vernant, «Gorgô», p. 151 (a propósito del la­


zo que une el fantasma a su asesino).
39 Véase supra, pp. 124-131.

184
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

h allarla, tam p o co H é c to r lo g ra b a d esp ista r al P e lid a de


p ies lig e ro s .40

Nos gustaría comentar con calma esta com paración, pues,


en su aparente banalidad, aclara muchas cosas a propó­
sito del drama que se desarrolla ante Troya: explica que,
en esta carrera infinita en la que los dos héroes van a la
misma velocidad, es Aquiles quien, en su determinación
feroz, gana virtualm ente. Pero aún explica muchas más
cosas cuando superpone, una vez más, la m ontaña a la
carrera por la llanura: guarida de la serpiente y no hace
mucho del gavilán, la montaña es el territorio del cazador
y el lugar donde se ejercita el efebo en estado salvaje (el
joven, futuro guerrero, que en Creta recibe el nom bre de
dromeús, corredor ).41 Sin embargo, asimilado a un cerva­
tillo que se esconde en su m adriguera, H éctor se parece
menos al efebo que corre por la montaña que al cachorro,
presa tierna y desarmada, que los jóvenes gustan de aco­
sar con su jauría. Cervatillo arrancado de la guarida de su
madre, el héroe ha olvidado que a un guerrero le está pro­
hibido esconderse ,42 y a él más que a ningún otro. M ás lú ­
cido, Aquiles había anunciado al final del canto X X que
la lucha entre H éctor y él mismo sería a partir de ese mo­
mento sin cuartel («Ya no podemos escondernos más tiem­
po uno de otro por los senderos del combate», gritaba ).43
Y, en la práctica, en esta carrera convertida en caza, Aqui­
les es el perro: cuando al comienzo del canto X X II, apare­
ce con su belleza monstruosa, ya se parece a un perro, el
perro celeste de O rion ;44 muy pronto podrá arrojar el cuer-

40 litada X X I I 189-193.
41 Vidal-Naquet 1981: 167.
41 Ptóssein se opone al combate contra el enemigo, muy por delan­
te de los propios compañeros (Iliada IV 370 ss. y V 252).
43 litada X X 426-427.
44 litada X X II 29.

185
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

po de su enemigo a los perros devoradores de cadáveres.


Por el momento, H éctor huye desesperadam ente, y
Aquiles, a pesar de su agilidad, no logra darle alcance:

Ig u a l que en un sueño n o se p u ed e atrap ar al que h u y e , y


ni el uno lo g ra e sca p ar n i el otro ir en su p e rse c u c ió n , d el
m ism o m odo n i A q u iles con sus p ies p o d ía d ar alcan ce a
H éctor, n i H é c to r e sca p ar de A q u ile s .45

¿Una carrera inmóvil, de conclusión im posible? Sim ple


apariencia: Hom ero no es un filósofo eleático y, en la Ilia­
da, Aquiles, cuya rapidez es una cualidad esencial de su
persona ,46 debe atrapar a H éctor; si no lo ha conseguido
ya es porque, durante la cuarta y postrema vuelta alrede­
dor de Troya, Apolo, que no se halla lejos de su protegido,
ha insuflado, por última vez, fuerzas al troyano. Pero la
balanza de Zeus rompe ese equilibrio falaz, y cuando falla
en contra de Héctor A polo se retira, dejando el campo li­
bre a Atenea. Es ella quien— como anuncia de inmediato
Aquiles a su adversario— someterá a H éctor al brazo del
campeón aqueo (pero, en este mundo épico de la guerra
en el que, cara a cara con su enemigo, el hom bre se halla al
mismo tiempo absolutamente solo y sometido a los dioses,
a través de Aquiles, más allá de Atenea, será Ares quien es­
tará presente para dar el golpe de gracia al héroe ).47 A qui­
les todavía le recuerda al héroe:

U no de n o so tros d os, cu an d o caiga, ha de saciar con su


sangre a A res, gu e rrero in fatigab le.

4Í Iliada X X I I 199-201.
46 Aquiles veloz: Nagy 1979: 327-330. A sí se mide mejor la dimen­
sión de la paradoja eleática de Aquiles y la tortuga.
47 Acerca de Ares, que es quien da muerte a los héroes en última
instancia: Nagy 1979: 294-295.

186
TEM OR Y TEM BLO R DEL GUERRERO

D e modo que Atenea se acerca a Aquiles; con palabras que


prometen la gloria, le invita a recuperar el aliento. É l se de­
tiene y espera, mientras que la diosa se dirige hacia Héctor
y logra convencerlo de que, por fin, haga frente a su ad­
versario. E s tan grande la influencia que ejerce phóbos so­
bre este valiente guerrero que, para que deje de huir, se
hace necesaria la intervención de una divinidad que pone
su astucia al servicio de la guerra (la métis para igualar la
fuerza m onstruosa del miedo). L a diosa logra engañar al
héroe que es presa del terror, recordándole su valor: en su
inteligencia astuta, Atenea actúa movida por una ganancia
(kerdosyné ), que es la victoria de Aquiles. M aestra en dis­
fraces, esta vez adopta la figura de D eífobo, el más queri­
do de los hermanos del héroe, y H éctor no sospecha la
trampa. D e modo que queda prisionero del juego del va­
lor, y este juego en el que se juega la vida constituye la úl­
tima etapa de esta larga escena. Lleno de agradecimiento
hacia este aliado inesperado que no se ha quedado, como
han hecho todos los demás, temblando detrás de las mu­
rallas, H éctor está convencido de que ahora podrá resistir
a su adversario, pues ya no está solo y a su lado marcha
ahora su doble, cuyo nom bre está lleno de phóbos .48 «L u ­
chemos con furia», dice A tenea-D eífobo, para excitar el
ménos de Héctor.

C o n p e rfid ia A ten ea p artió p o r delante. C u a n d o ya esta­


ban cerca, avan zan d o el un o con tra el o tro ...

48 Significativo, como numerosos nombres homéricos (a propósito


del nombre de Eneas, recordemos por ejemplo, en Iliada X III 481-482,
el juego de palabras ainüslAineían), el nombre de Deífobo designa a
aquel «que pone a los enemigos en fuga» o «que pone en fuga en la ba­
talla» (Chantraine 1968: s. v. phóbos). En X II 94, Deífobo era «seme­
jante a los dioses»: maestra en disfraces, Atenea no tiene a fortiori difi­
cultad alguna en adoptar la apariencia de éste.

187
D E B I L I D A D E S DE LA F U E R Z A

Se acabó el miedo de Héctor, y su grandeza consistirá en


que, tras volver en sí gracias a la trampa que le ha tendido
una divinidad, sabrá sobreponerse cuando se dé cuenta del
engaño. Pero volvamos a este enfrentamiento tan dilatado.
Antes de entrar en com bate, el guerrero hom érico casi
siempre se dirige al adversario, y sus palabras por regla ge­
neral son el anuncio de lo que piensa hacer, pues están
destinadas a infundir phóbos en el contrario.49 El primero
en tomar la palabra es Héctor, quien, sin embargo, hace
alusión al pasado y reconoce delante de Aquiles que ha su­
cumbido al pánico, que ha dado la vuelta a las murallas tres
veces porque no se atrevía a esperar (m eínai ) el ataque del
héroe griego. Pero anuncia también que eso se ha acabado
(«ahora el ánimo me impulsa a resistir frente a ti, y te apre­
saré o me apresarás»). De manera que todo está en orden,
con la salvedad de que, movido por el odio que siente hacia
el culpable de la muerte de Patroclo, Aquiles se niega de
antemano a respetar el código griego de la guerra, que obli­
ga a devolver a los suyos el cadáver del guerrero caído al
frente de las filas. Su invitación al valor, acompañada por
el lanzamiento de su jabalina, suena siniestra:

R e cu erd a to d o tu va lo r: ah ora sí que tienes que ser un


bu en lan cero y un audaz com b atien te. Y a n o tienes e sc a ­
p atoria.

Pero su arma no alcanza al héroe troyano, lo que le brinda


la ocasión a Héctor de responder con palabras y actos. A rro­
ja a su vez la jabalina, y se reafirma en su recobrado valor
— si la huida era olvido, el mantenerse firme es propia­
mente memoria, el reencuentro consigo mismo, presencia
del propio ánimo— :

49Véase Slatkin 1 9 8 8.
TEMOR Y TEM BLOR DEL GUERRERO

Q u erías asustarm e p ara h acerm e o lv id a r la fu ria y el cora­


je. N o será p o r la e sp ald a y h u yen d o com o m e clavarás la
p ica; h ú n d em ela en el p e c h o .50

Atenea ya le ha devuelto a Aquiles su arma; la de Héctor,


que ha salido rebotada al dar en el escudo de su adversario,
está perdida para él. Al volverse hacia el falso Deífobo, que
evidentemente ha desaparecido, el héroe se da cuenta de la
perfidia de Atenea, así como de la muerte que le espera. Lo
importante es que entonces el miedo no aflore ni siquiera
por un instante. Pero, para explicar su resolución heroica
de «no morir sin lucha ni sin gloria, sino tras una proeza cu­
ya fama llegue a los hombres futuros», aparece una última
comparación, fundida con el propio movimiento del texto:

D e sp u é s de h a b la r así, d esen vain ó la agu d a e sp a d a que


llev a b a su sp en d id a de su costad o , larga y ro b u sta , y tras
to m ar im p u lso p artió , cu al águ ila de alto vu elo q u e b aja al
llan o a través de las ten eb ro sas n ub es p a ra arre b a tar una
tiern a co rd e ra o u n a trém ula lie b re ; así p artió H éctor,
b lan d ien d o su agud a e sp a d a .51

De las cuatro figuras que jalonan los últimos instantes de


la vida del héroe, ésta no es la menos destacable. Para em­
pezar, porque, al igual que la primera, en la que era una
serpiente, ésta le da la iniciativa (en las otras dos, paloma
o cervatillo, era perseguido por Aquiles). Pero eso no es
todo: aquí H éctor es comparado con el ave real, emblema
de Zeus. Y esta ave de alto vuelo se dirige— por fin— hacia
la llanura, donde se cumplirá el destino del héroe. Está cla­
ro que se podría imaginar que viene de las montañas, pero
nada lo indica en el texto: el espacio de la em boscada y de
la caza ha desaparecido, queda el terreno del enfrentamien-

50 Iliada X X II 282-284.
51 litada X X II 306-311.

189
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

to leal (y, al pensar de nuevo en la primera de las cuatro


comparaciones, comprendemos que, así de repente, al ver
a Aquiles, Héctor no podía por menos que tener miedo:
comparado con la serpiente enroscada en su cubil, estaba
entonces preparado para una guerra de em boscadas, en
ningún caso para un enfrentamiento cara a cara). M ejor
aún: el águila H éctor levanta su vuelo para arrebatar una
presa— tierna cordera, y este femenino acentúa su inde­
fensión, o liebre que se esconde— . N o hay m odo mejor de
indicar que Héctor, que apenas un momento antes era un
cervatillo que se escondía, ha dado la vuelta a la situación.
Pero le ha dado la vuelta tan sólo para sí mismo: que ya no
tenga miedo no implica que lo inspíre, y Aquiles, cuya lan­
za será comparada a continuación con la estrella de la tar­
de, no es la liebre, como tampoco era el hombre de la pri­
mera com paración. N o nos detendrem os en señalar la
inexactitud de esta analogía: sin duda alguna, no es casua­
lidad el hecho de que, en el momento en que el héroe tro-
yano toma la iniciativa, la imagen se aparte tanto de la rea­
lidad de la correlación de fuerzas. Se trata de un modo de
indicar que los esfuerzos del troyano están condenados
de antemano. Existe, sin embargo, otra manera de entender
este desequilibrio si pensamos que el poeta, en el terreno
de las palabras de la ficción, se propone conceder a H éc­
tor la revancha imaginaria de una victoria (tal como ha
concedido, a este hijo de rey que nunca habrá reinado, la
realeza del águila: en el canto X V II, de un m odo más apro­
piado, era a Menelao, que sí es rey, a quien se comparaba
con un águila que se abate sobre una liebre).
Dejemos que Héctor, una vez más, tome impulso:

Tras to m ar im p u lso p artió , cual águ ila de alto vu elo que


b a ja al llan o a través de las ten eb ro sas nu bes ..., así p artió
H écto r, b la n d ie n d o su agu d a esp ad a. T am bién se lanzó
A qu iles, con el ánim o llen o de fu ria salvaje (m éneos agrión).

190
TEMOR Y TEMBLOR DEL GUERRERO

Se acabó Héctor: el águila alcanza la llanura, pero el áni­


mo salvaje ha pasado por entero al lado de Aquiles. Q ui­
zás, antes de abandonar al héroe a su suerte final, podría­
mos prestar atención a un detalle que hasta ahora hemos
negligido en la lectura de esta comparación: las tenebrosas
nubes (nephéón erebennün ) que atraviesa el águila. Zeus es
rey de las nubes, al igual que su ave emblemática, y esta
precisión no tendría nada destacable si las nubes, del co­
lor de la tiniebla, del color de los Infiernos, no fuesen
anuncio de muerte, que para el guerrero asume a menudo
la forma de sombra, es decir, de una nube som bría.52 Muy
pronto, las nubes del Erebo envolverán a Héctor.
Todo está dicho con la descripción de Aquiles en su
ménos , brillando con el resplandor de sus armas. L a aten­
ción se centra a partir de ese momento en la trayectoria de
su jabalina, y nunca más se sabrá qué ha sido del impulso
de Héctor ni de la espada aguda que agitaba y que jamás
llegará a herir al adversario (tan sólo se nos dirá que el ar­
ma de Aquiles le alcanza en pleno ataque). Aquiles hunde
su pica en el cuerpo de Héctor, «allí por donde más pron­
to se pierde la vida», y remata al moribundo con palabras,
recordando el tratamiento ultrajante que él reserva para el
cadáver del enemigo, que será arrojado a los perros. H éc­
tor suplica, pero pronto renuncia y predice a Aquiles una
muerte parecida delante de las puertas Esceas. Entonces
el alma abandona sus miembros llorando su destino y se
marcha hacia el Hades.
Dejemos que los aqueos se ensañen con ese cuerpo sin
vida, que les parece «m ucho más blando de tocar» que
cuando no hace mucho les inspiraba tanto miedo. Llegará
un momento en que Aquiles, que soñaba con despedazar
el cadáver de Héctor para devorarlo crudo, deberá devol­
ver el muerto para que los troyanos lo entierren. Entonces

52 Iliada X V I 350.

191
D E B IL ID A D E S DE LA FU ER Z A

tomará la mano del anciano Príamo para que éste deje de


tener miedo.

Es el momento de dar por concluida esta lectura, ese (in­


menso) placer que se siente al releer la litada. Este estu­
dio, un poco extenso, intentaba, al menos, sugerir, más allá
de la perfección del arte poético, la firmeza sin concesio­
nes ni afectación del pensamiento homérico, lejos de cual­
quier intención edificante, de cualquier propósito peda­
gógico. Sin duda alguna, el auditorio— griego— del aedo
se alegraba de la victoria griega de Aquiles; pero también
debía ser capaz de entender que Héctor había sentido
miedo, y dejar en suspenso su juicio: entonces com pren­
dería que el héroe no había perdido un ápice de su heroís­
mo, aun cuando su adversario adquiérese con ello una
dimensión suplem entaria. Quizá los más atentos recor­
darían entonces la afirmación de Agamenón mediante la
cual se nos dice que Aquiles también tembló ante Héctor.
Vicisitudes del guerrero: el miedo, un día, se apoderará
de él. Oculta en la fuerza, la debilidad espera su hora y,
cuando el héroe tiemble, sus compañeros sabrán m edir su
valor.
Pero ha llegado el momento de dejar a Homero.
No es seguro que las ciudades griegas de la época clá­
sica, en las que la litada tiene como función educar a los
jóvenes, hayan querido en realidad entender esta dura lec­
ción de debilidad. Los poetas líricos, quizás, han sabido
retenerla, aunque ponen más énfasis en la debilidad que
en la fuerza: así, Baquílides recurre a la vulgata homérica
para atribuir al fuerte Heracles, que ha descendido al H a­
des, un repentino terror ante la sombra de Meleagro, que
sigue brillando con el resplandor de sus armas (en la O di­
sea, es la sombra de Heracles la que aterroriza a los muer­
tos, quienes, a modo de aves, chillan y escapan de manera

192
TEMOR Y TEM BLOR DEL GUERRERO

tumultuosa).53Pero cuando Baquílides escribe sus poemas,


la tragedia es ya la forma dominante, y el miedo, dado que
posiblemente resulta más ambivalente que ambiguo, no
tiene allí su lugar (como no sea en el ámbito, finalmente
vencido, del pasado o de la barbarie: las figuras gorgones-
cas de las Erinias, que aterrorizan al espectador, o guerre­
ros salvajes evocados a distancia como los siete caudillos
que, contra Tebas, apelan a Fobo— terrores contra los cua­
les la ciudad sabe que triunfa— . Y, en el doble discurso
homérico (el guerrero inspira miedo/tiene miedo), el pen­
samiento cívico de la guerra hace una elección, optando
por el valor del combatiente para uso de los ciudadanos-
soldados, mientras que el miedo, que evidentemente es re­
chazado hacia el otro lado, pasa a ser patrimonio de los
enemigos. Podemos observarlo en Selinunte, donde, entre
los nombres de dioses a los que se les agradece una victo­
ria, figura— justo después de Zeus, justo antes de H era­
cles— aquel a quien Homero llamaba el intrépido hijo de
Ares: Fobo, que ha prestado su ayuda a los ciudadanos
contra el adversario.54 Así ocurre sobre todo en Esparta,
donde Fobo tiene su tem plo,55 donde el ejército ataca al
son inquietante de la flauta,56 donde los combatientes de

53 Compárese Baquílides, V 56-85, con Odisea X I 601-602.


54 En una inscripción del siglo v a.C. (R. Meiggs y D. Lewis, A Se­
lection o f Greek Historical Inscriptions to the End o f the Fifth Century,
O xford [Blackwell], 1969, n.° 38).
55 Plutarco, Cleomenes 8, 3.
56 Los antiguos ya comentaron ampliamente el uso espartano de la
flauta: Pausanias lo hace desde un punto de vista táctico (IV 8, ix), pe­
ro, por regla general, el comentario se hace desde una perspectiva ética
(se observa en el uso de la flauta una búsqueda del orden y de la sereni­
dad por parte del ejército que ataca: Plutarco, Sobre el control de la có­
lera, 458e; Aulo Gelio, Noches áticas, 1 11, quien, citando a Tucídides y
los Problemas de Aristóteles, habla de «disciplina musical»). Ahora
bien, si la flauta calma el furor, también puede, en un contexto de lyssa,

193
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

élite que van a morir peinan sus largas cabelleras para apa­
recer más bellos y terribles ante el enemigo. Pero el «tem ­
blón» de nombre homérico (trésas) es declarado indigno
para la sociedad, y ningún ménos le redimirá del oprobio
de haber huido un día del peligro, puesto que también el
furor guerrero ha quedado ya proscrito por inadecuado.57
En lo que respecta a los atenienses, ya no quieren oír ha­
blar más que de valor, y el miedo, palabra indeseable, ha
desaparecido de la fraseología oficial de la guerra (a lo su­
mo, aceptan la intervención, al lado de sus antepasados y
contra adversarios fuera de lo común, de Teseo, quien, en
un tiempo mítico y en guerra contra las Amazonas, hijas
de Ares, hizo un sacrificio a Fobo para atraerlo hacia su
bando).58 Ajeno a este pudor cívico, Alejandro no dudará
en celebrar en nombre propio el misterio nocturno de un
sacrificio a Fobo,59 pero, al igual que los habitantes de Se­
linunte, él destinaba al enemigo el temible poder del mie­
do. ¿Alguien ha oído jamás decir que Alejandro haya teni­
do m iedo?60

desencadenarlo (Vernant 1985: 55-61) y, como ocurre siempre en E spar­


ta, la frontera se sitúa entre el orden hoplítico y el frenesí épico.
57 Recordemos, en Heródoto, la edificante historia de Aristodemo
(supra, pp. 14 5,16 0 -16 3).
sS Plutarco, Teseo 27, 2.
” Plutarco, Alejandro 31, 9: en la batalla que tiene lugar a conti­
nuación, un Alejandro terrible pone efectivamente en fuga a los más va­
lerosos de sus enemigos (33, 6); otro texto de Plutarco (Moralia 343d-e)
compara a Alejandro con Febo, en un contexto de terror guerrero: ¿Fe-
bo-Apolo... o Fobo en persona?
60 Con algunas modificaciones de detalle, este texto recoge las pá­
ginas publicadas en Traverses, 25 (1982: número sobre E l miedo), pp.
116-127.

194
V
H E R ID A S D E V IR IL ID A D

D e b ilid ad es heroicas de la fuerza... Decididamente, los


griegos trenzan variaciones sobre estas figuras dejando de
lado la ortodoxia y el lógos cívico de la ciudad clásica.
L a epopeya, como ya ha quedado dem ostrado, cons­
tituye el lugar privilegiado de esta investigación cuyo te­
ma se centra en la ambivalencia del modelo masculino.
Por numerosas razones: entre ellas, porque el cuerpo del
anér es en la epopeya carne viva, percibida en su materia­
lidad animada, y no pura abstracción, como ocurre en los
discursos oficiales, en los que sdma designa esta vida que
el ciudadano debe entregar, puesto que no dispone de
ella más que como un préstamo que la ciudad le ha con­
cedido.
Hablem os, pues, del cuerpo masculino, endurecido y
a la vez amenazado, en la guerra— en una guerra que no es
ni bella ni monstruosa, sino simplemente guerra.

Virilidad: lo que se lee a cuerpo abierto, como si las heri­


das del guerrero abogasen por la cualidad del ciudadano.
Si hemos de creer al griego Plutarco, cuando explica la vi­
da de Coriolano, tal habría sido al menos la definición ha­
bitual en los primeros tiempos de la República. Así, Corio­
lano ambicionaba el consulado.

E ra entonces co stu m b re que lo s can d id atos a la m ag istra ­


tu ra so licitaran y alargaran la d iestra a los ciu d ad an os,
p resen tán d o se con sólo la toga y sin tú nica en el fo ro , b ien
fu era p ara m ostrar, con arreglo a su p o rte, m ayo r sum isión
en sus ru ego s, o b ien p ara p o n e r de m an ifiesto, lo s que te ­

195
D E B IL ID A D ES DE LA FUERZA

n ían cicatrices, aq u ello s h o n rosos testim on ios de su v a lo r


(.symbola tés andretas).

Es verdad que, más de una vez, en la historia de Roma las


cicatrices se convirtieron en pruebas, sobre todo en los
procesos judiciales: en los autores latinos, esto recibe el
nombre de cicatrices ostendere ,1Pero, en esta ocasión, nos
hallamos con que el testimonio de las heridas concurre
institucionalmente en la definición del político. La prácti­
ca es romana,2 aun cuando Plutarco sea el único que nos
ofrece esta información de un modo seguro y, lo que es
más, en griego: las cicatrices del candidato a cónsul consti­
tuyen symbola tés andretas. Symbolon es el término que se­
ñala el signo de reconocimiento, una mitad que, sumada a
la otra, reconstruirá el todo (es así como el valor del gue­
rrero aguarda su traducción política). Nombre del valor en
tanto que se identifica con la virilidad, andreía designa en
griego la cualidad del anér, el macho, ciudadano y com ba­
tiente, de un m odo indisoluble. H echos rom anos bajo
términos griegos. Pero también es verdad que, traducidos

1 Acerca de la exhibición de las cicatrices como pruebas de valor


guerrero, véase por ejemplo Tito Livio, V I 14, 6 y, sobre todo, Cicerón,
De oratore I I 124 y 195-196 (proceso de Marco Aquilio). Este gesto, que
ilustra el orador Marco Antonio, es considerado, sin embargo, por Quin­
tiliano (Institución oratoria V I 3 ,10 0 ) como un comportamiento ridícu­
lo. Resumo aquí de un modo muy breve un dossier rico y complejo en el
que Yan Thomas me ha ayudado a orientarme. A propósito de la exhi­
bición de las heridas, véase también su artículo «Se venger au forum.
Solidarité familiale et procès criminel à Rome», en R. Verdier - J.-P. Poly
(éd.), La vengeance, III, Paris (Ed. Cujas), 1984, pp. 71-72.
2 En la Eneida, los muertos no sólo aparecen— en sueños (II 278-
279) o en los Infiernos (por ejemplo V I 494-497, así como 446 y 450)—
cubiertos por las heridas que han recibido, sino que una lectura de Tito
Livio demuestra que las heridas cicatrizadas constituyen, para el gue­
rrero, otras tantas condecoraciones: véase por ejemplo V I 14 y 20, 7-8,
así como Aulo Gelio, I I 11.

196
HERIDAS DE VIRILIDAD

a la lengua griega, los hechos romanos hablarán mejor a los


griegos.3De hecho, si Plutarco recuerda esa costumbre an­
tigua tan sólo a propósito de Coriolano, ello se debe sin du­
da alguna a una cuestión de azar: la esencia guerrera de es­
te patricio requería que este servidor de Marte conociese la
fortuna y el infortunio que constituyen el destino del gue­
rrero y, más aún que vir, término latino del varón, es el tér­
mino griego anér, fiel por completo al vocabulario indoeu­
ropeo de la segunda función—la función guerrera— , el que
designa al «hombre considerado en su moral heroica».4
De las heridas como signos de virilidad a las cicatrices
como marcas del político. O, por decirlo de otra manera:
si, en la ciudad romana, el político ha sabido domesticar
los excesos de la función guerrera, le corresponde enton­
ces al soldado manifestarse más ciudadano que los demás.
Tiempos heroicos de una república del valor donde, de un
modo ideal, el nacimiento no bastaría para conferir la ma­
gistratura suprema, a menos que uno exhiba sobre su cuer­
po la marca tangible de su virilidad: sin cinturón y sin tú­
nica (ázóstos, akhítón), es cierto que el candidato a cónsul
no merece el calificativo de gymnós («desnudo»), que la
lengua griega reserva para el combatiente de segunda lí­
nea, puesto que, disimuladas bajo su toga, pero mostradas
en seguida a la vista de todos, lleva sus heridas. Inscritas en
su carne llena de cicatrices, sus hazañas le visten de valor.5

3 Acerca de «Le sens des Questions romaines de Plutarque», véase


el artículo de J. Boulogne, Revue des Études grecques, julio-diciembre
1987, pp. 471-476·
4 Me refiero aquí a los análisis de Georges Dumézil que, sin duda,
han contribuido a aclarar numerosos aspectos de la figura del guerrero y
la segunda función indoeuropea; véase sobre todo, en lo que concierne a
Coriolano, Mythe et épopée, III, París, 1973, pp. 253-256, y, a propósito
de los nombres indoeuropeos del varón, Idées romaines, París, 1969, pp.
225-241 y La religion romaine archaïque, Paris, 1974, pp. 217-218.
5Plutarco, Coriolano 14, 2 (la costumbre; véase también, de un mo-

197
D E B IL ID A D E S DE LA FU ER ZA

No cabe duda de que se podrían extraer numerosas


conclusiones de una comparación entre el Coriolano de
Plutarco (que toma cualquier decisión sin dificultad y cu­
yo cuerpo lacerado hubiese convencido al pueblo si su
arrogancia patricia no le hubiese traicionado) y el C orio­
lano de Shakespeare, cubierto también de cicatrices, pero
que se niega a pasar la prueba, porque le desagrada pro­
fundamente la idea de que los plebeyos puedan «meter sus
lenguas en sus heridas»: desviado con referencia a un sis­
tema de valores en el que la sangre vertida expresa el ho­
nor, el comportamiento del héroe shakespeariano podría
revelar entonces una relación muy ambivalente con la viri­
lidad.6 D e todos m odos, no es el romano Coriolano quien
me interesa aquí— ni el héroe de Plutarco, ni el de Shakes­
peare— , sino sus heridas. O, más exactamente, dejando a
un lado Roma y Plutarco, la herida como inscripción de vi­
rilidad, y lo que ocurre en el momento en que desplaza­
mos esta cuestión romana para confrontarla con las repre­
sentaciones griegas de la andreía.

UN S IL E N C IO CÍVICO

La cicatriz de la herida hace hablar al cuerpo. ¿Es por es­


ta razón por la que en la G recia clásica, donde se descon­

do más general, la Cuestión romana IL , 276 d); 1 5 ,1 (las cicatrices de C o­


riolano). Un hombre de valor no se halla jamás «desnudo» si está pro­
visto de una lanza y un escudo (Plutarco, Moralia 245a), pero Coriolano
ni siquiera tiene necesidad de esas armas, puesto que ha sabido hacer
un arma de su cuerpo (Coriolano 2 , 1) y, por si fuera poco, para él las ci­
catrices suponen un arma más.
6 ha tragedia de Coriolano II 3; a propósito de la sangre derramada
como «símbolo del valor personal», véase Macbeth I 2, con el comenta­
rio de R. Marienstras, Le proche et le lointain, Paris (Minuit), 1981, pp.
1 31-13 2; Coriolano y la virilidad: véanse las observaciones de A. Lecercle-
Sweet, en Théâtre Public, 49 (1983), pp. 50-55.

198
HERIDAS DE VIRILIDAD

fía tanto del cuerpo, se habla tan poco de los heridos? En


Atenas, este silencio, que tiene algo de negación, no carece
de fundamento: dado que la andreía se asimila a la muerte
guerrera, la elocuencia oficial se ve forzada a ignorar a los
que han sobrevivido, en lugar de abandonar su cuerpo y
su vida a mayor gloria de la ciudad. Pero, aun cuando se
muestren menos radicales que Atenas en materia de an­
dreía , las demás ciudades griegas de la época clásica7 ape­
nas nos han proporcionado más informaciones a propósi­
to de la consideración que merecían los heridos, ya que,
sin duda alguna, se preocupaban más bien poco, tanto de
ellos como de sus heridas.8
La obra histórica de Heródoto nos ofrece un testimo­
nio de esta manera de pensar, puesto que no da cabida,
por la parte griega, más que a la definición ateniense de la
andreía como bella muerte. El espartano Leónidas tendrá
derecho a una mención elogiosa porque ha caído en las
Termopilas «tras m ostrarse como un hombre de inmenso
valor»: es la muerte, que borra el cuerpo y suscita el dis­
curso del elogio, lo que hace al hombre. D e manera que
Heródoto apenas menciona a los heridos, excepto cuando
señala que han sabido ser más fuertes que sus heridas: así,
en la batalla de Platea, contra la esperanza de los bárba­
ros, que confiaban en que unos hombres acribillados de
heridas no opondrían ninguna resistencia, los griegos, «ali-

7 En época helenística, la situación es diferente por completo: véa­


se, por ejemplo, la inscripción dedicada a un médico de Cos que, en
ocasión de una guerra y una stásis, cura a los heridos (traumatíai) de la
ciudad.
8 Véase Loraux 1981a: 25-26. Mayor distancia aún con respecto a
Roma, que, a lo largo de su historia, parece haberse preocupado por cu­
rar a los heridos; no obstante, tanto los pasajes de Tito Livio ( I I 16 y 47)
citados por G. Majno (The Healing Hand. Man and Wound in the A n ­
cient World, Cambridge, Mass., 1975, pp. 381-382) como los documen­
tos no parecen sino anécdotas edificantes.

199
D E BIL ID A D ES DE LA FUERZA

neados y agrupados por ciudades, sostuvieron el combate


por turno». E s indudable que al obrar así economizaban
sus fuerzas; pero, si nos detenemos en los términos del re­
lato, observaremos que «p or turno» traduce la locución en
mérei, a la que la Atenas democrática asignó la función de
caracterizar la rotación de los cargos en el seno de la ciu­
dad: los griegos responden de un modo político a los bár­
baros que confían en que el ejército desfallezca. Al leer la
edificante historia de Piteas de Egina, parece incluso que
las heridas griegas no sean signo de andreía más que si se
muestran ante una mirada extranjera. En este caso, la mi­
rada es persa: en la cubierta de su nave, que ha sido captura­
da por el enemigo, Piteas lucha hasta quedar «todo hecho
pedazos». Al final cae, y probablem ente hubiese muerto
de haber sido los griegos y no los persas los que le rodea­
ban; pero resulta que los persas, que marchan al combate
a golpe de látigo, le admiran y le curan las heridas. Cuan­
do los griegos capturen a su vez el navio sidonio que le
transporta, se encontrarán a un hombre vivo.9 Apostaría
cualquier cosa a que, para un griego del siglo v, no hay ne­
cesidad alguna de que el valor se inscriba en el cuerpo.10
Es verdad que, como m odelo ideológico, la «b ella»
guerra, la que se hace contra los enemigos externos, no sa­
be qué hacer con los cuerpos heridos (o, simplemente, con
los cuerpos): ¡vivan los hombres vivos y los muertos glo­
riosos! En cambio, no resulta sorprendente que sea por la
parte de la más repulsiva de las guerras, la stásis que en­
frenta a los ciudadanos entre sí, por donde hallemos, en el

9Léonidas: Heródoto, V II 224 (véase también V I 114 : Calimaco en


Maratón); Platea: IX 212; Piteas: V I I 181 y V III 92.
10 Desde un punto de vista griego, la inscripción en el cuerpo pue­
de ser una marca de sumisión, como ocurre entre los escitas (Heródoto,
IV 71, con el comentario de Hartog 1980: 157-161), ó incluso un instru­
mento de la astucia tiránica de Pisistrato (1 159).

200
H ERIDAS DE VIRILIDAD

relato de los historiadores, alusiones a los cuerpos heri­


dos, es decir, mutilados o torturados: en la visión del obser­
vador, las heridas son entonces horribles, puesto que han
sido ciudadanos quienes se las han inferido a otros ciuda­
danos.
Así, tan sólo en el terreno de la política— o de aquello
bajo control de la política— se pone de manifiesto el para­
digma de una virilidad abstracta, expresada toda ella por
las instituciones: uno «se convierte en un hom bre» cuan­
do, al alcanzar la mayoría de edad, se inscribe en el regis­
tro del demo, pero uno «se convierte en un hombre ejem­
plar» cuando ofrece su vida por la ciudad, y cambia
entonces su cuerpo por la gloria de la que la ciudad es
guardiana.
Pero, en caso de limitarnos al nivel de las representa­
ciones oficiales, nos pasaría por alto el hecho de que los
griegos, mejor que cualquier otro pueblo, han sabido pro-
blematizar la virilidad, y ello en plena época clásica. E xis­
ten, para este fin, modelos de discurso, como la tragedia,
que privilegian la ambigüedad como forma de pensamien­
to. Y, sobre todo, existe la epopeya, palabra de un pasado
lejano, presente en la memoria de los ciudadanos que la
repiten, la evocan y la reinterpretan sin cesar, en la que los
héroes son viriles a fuerza de conocer el sufrimiento, don­
de el cuerpo del guerrero se ofrece a todo tipo de desgarro.

HERIDAS IN FER ID A S, RECIBID AS

En la litada, el guerrero auténtico es aquel combatiente


cuya arma sabe en todo momento desgarrar la coraza y el
pecho del enemigo. Pero, puesto que no hay ninguna b a­
talla encarnizada en la que, por un bando o por el otro, no
sea preciso derramar sangre, no existe ningún cuerpo viril
que no se halle destinado a recibir la dolorosa laceración

201
D E B IL ID A D E S DE LA FU ERZA

que, tarde o temprano, el hierro causará en la carne. O,


por decirlo con palabras de Píndaro: «E s lo propio que
quien algo hace también lo padezca.»11 En la epopeya, un
dios encarna, incluso en su cuerpo amenazado, esta inexo­
rable ley de reciprocidad que rige la guerra: nos referimos
a Ares. Omnipresente en el campo de batalla en el que
caen los hombres, «asesino postrem o» cuya lanza remata a
los guerreros moribundos, el furioso Ares es el dios m ons­
truoso al que los combatientes sacian con su sangre. Pero,
como si fuese necesario que el combate asesino se volviera
contra aquel que es su señor, como si el destino secreto del
asesino divino quisiese que un día éste «yaciera con los
muertos, en medio de la sangre y el polvo», Ares parece
destinado, en el sufrimiento de su cuerpo lacerado, a p ro ­
bar la ley que él mismo encarna. Pues, en la epopeya, en
más de una ocasión resulta que el dios de la guerra es he­
rido por un mortal.12 Es cierto que tan sólo le atacan los
protegidos de Atenea, como Diom edes y Heracles, hasta
el punto extremo de que la iniciativa del golpe correspon­
de en última instancia a la diosa, la única que sabe cómo
alcanzar a Ares. H abría mucho que decir a propósito de
esta confrontación, repetida varias veces y que, indefecti­
blemente, acaba con la victoria de la guerrera astuta sobre
el dios criminal: a la vulnerabilidad del brutal Ares, ten­
dríamos que oponer la invulnerabilidad «m ágica» de la dio­
sa, que jamás ha sido alcanzada, ni siquiera ha sido jamás
el blanco del arma de un m ortal.'3 Quizás entonces, vol-

" Véase por ejemplo Iliada I I 543-544 y X V I I 36 3,4 97; Píndaro, Ne­
mea IV 33.
12 Ares, asesino postremo: Nagy 1979: 293-295; Ares entre los muer­
tos: litada ~XSf 117 -118 ; Ares herido por Atenea (y Diomedes): V 855-863
(y Heracles: [Hesíodo], Escudo 359-367, 461). Véase Loraux 1986a.
13 Por lo menos en una ocasión, un mortal parece haber herido a
Atenea en el muslo: véase Pausanias, V III 28; Clemente de Alejandría,
Protréptico II 36, 2; C. Vellay (Légendes du cycle troyen, Monaco, 1957,
HERIDAS DE VIRILIDAD

viendo a la ciudad clásica que honra a Atenea y tiende a de­


jar de lado a Ares, se podría comprender mejor lo que pre­
dispone a la diosa a reinar sin oposición sobre la bella gue­
rra. Pero los que nos ocupan aquí son los mortales, y no
los dioses. D e modo que, a la hora de ilustrar la reciproci­
dad de la guerra, yo preferiría, en lugar del dios Ares, al
héroe Ayax, Ayax aréios , guerrero poderoso cuyo enorme
escudo recuerda el del Asesino divino.
Sabido es que, un día, los aqueos eligieron a Ulises en
vez de Ayax, a quien, sin embargo, Homero consideraba
el «m ejor» después de Aquiles, y cómo, abrumado por la
locura odiosa que se apoderó de él a raíz de esa elección,
el héroe se suicidó. Pero dejemos que sea Píndaro quien
comente este siniestro episodio:

¡C u á n d iferen tes h ab ían sid o las h erid as q u e h a b ía n a b ie r­


to en la carn e calien te d e los enem igos, b a jo los go lp es de
sus la n z as, tan to a lre d e d o r d el c a d á v e r e n san g re n ta d o
d e A q u iles, com o en otro s días de lu ch a a m u erte!

La carne caliente de los enemigos... Esta expresión, tan vi­


gorosa, llama sin duda la atención y, comenzando por los
escoliastas, más de un lector ha intentado atenuar su cru­
da fuerza. De todas maneras, más vale atenerse a lo que di­
ce el texto: es posible que las heridas sean calientes, pero
lo que es caliente sobre todo es la carne del hombre viril
en el instante en que la espada se hunde en ella, tan ca­
liente como frío es el cuerpo de las m ujeres.14 Cuerpo la­
cerado de los adversarios, cuerpo desgarrado del héroe: la

p. 243) ofrece todas las referencias a propósito de esta extraña historia.


'4 Píndaro, Nemeas V III 28 ss. El escoliasta opina que el calor pro­
cede de la inflamación de las heridas, pero, en la tradición griega que
recoge Aristóteles, el cuerpo «caliente» de los hombres se contrapone
con frecuencia al de las mujeres, que se caracteriza por el frío: véase
Lloyd 1983: io o - io iy Héritier 1984-1985: 13.

203
D E BIL ID A D E S DE LA FUERZA

ley del intercambio guerrero quiere que el uno prefigure


el otro. Áyax acaba de morir abriendo su cuerpo ardiente
con el hierro que tantas veces ha hundido en la carne ene­
miga: ha llegado el momento de recordar en qué consistió
su valor y, al mismo tiempo, qué es, en su reciprocidad, la
guerra.
Digno segundo de Aquiles, los golpes parecen resbalar
sobre él, sin que jamás lleguen a causarle herida alguna.
Ayax atraviesa la litada sin recibir ninguna herida, y su va­
lor hace creer en la invulnerabilidad de su cuerpo.15 Pero
llega un día en que el cuerpo incólume del guerrero se
abre de una vez por todas a la muerte: con la ayuda de
Apolo, Paris ha dado muerte a Aquiles; y Ayax, arrojándo­
se sobre una espada que anteriormente le regalara Héctor,
se empalará en una espada enemiga. Así, en secreto, el in­
tercambio de muerte rige el fin solitario del héroe, y pro­
bablemente sea ésta la razón— puesto que muere como un
hombre a causa del golpe diferido de otro hombre — 16 por
la que el recurso al suicidio no baste para feminizar al gue­
rrero.
La muerte de Ayax implicaba en Píndaro el recuerdo
de su ardiente valor en el seno del intercambio sangriento
y, de igual modo, Sófocles construirá su A yax sobre esos
vuelcos de la fuerza guerrera que hacen manar la sangre de
aquel que antes había derramado la sangre de otros.17Pero,

15 Invulnerabilidad de Áyax: Píndaro, ístmicas V I 46 ss. (y biblio­


grafía en C. Vellay, Légendes du cycle troyen, pp. 115 y 265-266; invulne­
rabilidad de Aquiles: ibid., p. 116); Áyax, el mejor después de Aquiles:
Iliada II 768-769; Odisea X I 469-470; Alceo, fr. 387 Campbell; Pinda­
ro, Nemeas V II 26-29.
' 6Véase Starobinski 1974: 28; se trata de la alké, la fuerza activa del
guerrero en acción contra el enemigo, que vuelve contra sí mismo Áyax
(Píndaro, Istmicas IV 35).
17 Al sugerir que el guerrero derrama sobre todo la sangre de otro,
por oposición a las vírgenes que se ahorcan para no derramar su propia

204
H E R ID A S DE V IRILIDAD

como hemos dicho, Áyax va por detrás de Aquiles y, tanto


Píndaro como Sófocles, recuerdan a este héroe en estre­
cha relación con la figura homérica del guerrero: de nada
sirve aplazar por más tiempo las interrogaciones que, a
propósito del valor épico del cuerpo lacerado, surgen al
leer la litada.

VU LN ERABLE, IN V U LN ERABLE,
EN UNA PALABRA, VIRIL

Es preciso que afrontemos ahora la ambivalencia, profun­


da y sin concesiones, en la litada.
Sin embargo, todo comienza de la manera más clara.
Pues, ante la lectura de Homero, los amantes de los realia
se muestran exultantes y no saben qué es lo que deben ala­
bar más, si la precisión clínica de las descripciones o la
atención que «p or primera vez en la historia» merecen el
transporte y tratamiento de los heridos.18 Pero más vale
que nos rindamos a la evidencia: tratándose de cuerpos la ­
cerados, la sobredeterminación alcanza su punto culmi­
nante y varios niveles de significado se entrecruzan de un
modo inextricable.
No por ser un héroe se deja de ser un hombre y por lo
tanto un mortal, es decir, vulnerable, puesto que, para ex­
presar la mortalidad de un hombre suele decirse que «c o ­
me el pan de Dem éter», o bien que «su cuerpo es vulnera­
ble al bronce y a los enormes guijarros». N o cabe duda de

sangre (King 1983: 120; véase también 1987: 120), podría olvidarse de­
masiado rápido que en el guerrero se valora también el hecho de derra­
mar su propia sangre (Héritier 1984-1985: 20).
18 Ch. Daremberg, La médecine dans Homère, París, 1865, pp. ιο -ιι;
G . Majno, The Healing Hand, p. 145; M. D. Grmek, Les maladies à l’aube
de la civilisation occidentale, Paris (Payot), 1983, pp. 50-60.

205
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

que a la epopeya homérica le gustaría pensar, como hará


Píndaro, que «los hijos de los dioses son invulnerables»,
pero no hay un solo guerrero en la litada que ignore que
incluso Aquiles tiene, como los demás, «una piel vulnera­
ble al agudo bronce, y tiene una sola vida».19 D e modo que
el hombre es vulnerable, como es vulnerable el héroe, a
quien tan sólo la protección de un dios puede mantener a
cubierto de los golpes que laceran la carne. Pero tam poco
existe ningún mortal que pueda abstraerse por completo
de la batalla. O, mejor dicho, este hombre es un sueño,
una ficción necesaria para expresar mejor el ardor del
combate:

E n to n ces no h u b ie se cen su rad o la acción al en trar en ella


quien, sin h a b er sid o aún h erid o d e cerca o de lejos p o r el
agudo b ro n ce, h u b ie ra c ircu la d o p o r el m ed io , c o n d u cid o
de la m ano p o r P alas A te n e a y p ro teg id o p o r ella d el ím ­
p etu de los d ard o s; p u es aqu el d ía m u ch o s tro yan o s y
aqueos q u ed aro n de b ru ce s ten d id o s en el p o lvo , u nos al
lad o de o tro s .20

¿El hombre es vulnerable porque es humano? Está claro


que en parte es así, pero, en Homero, no hay argumentos
que nos permitan formular una teoría, ni siquiera elaborar

19 Iliada X III 322-323; Píndaro, ístmicas I I I 18; Iliada X X I 566-570.


20 Iliada IV 539-544. Recordemos que le corresponde precisamente
a Atenea dotar a un hombre de invulnerabilidad, sólo por el tiempo que
dura una ficción. Resulta tentadora la comparación con el Mahâbhârata
cuando la batalla es pensada como relato en V I 2. E l narrador, lejos de
ser ficticio, como ocurre en la Ilíada, es perfectamente real, pero se tra­
ta de un süta, una mezcla de brahmán y de ksatriya·. ante la negativa del
ciego Dhrtarástra a recibir el don de «ver» la batalla, será Sanjaya quien
explicará el combate; como lo percibe todo, incluso los pensamientos
de los combatientes, «no será herido por las armas y permanecerá in­
sensible a la fatiga»; a propósito de la invulnerabilidad de este persona­
je, véase Biardeau 1986: 14.

206
H ERID AS DE VIRILIDAD

una tabla de oposiciones binarias. Pues recordemos que


también el dios resulta vulnerable en lo que respecta a su
cuerpo— por lo menos algunos dioses, casi todos en la
práctica, cosa que, en los primeros años del cristianismo,
escandalizará a Clemente de Alejandría, resuelto a ver en
las heridas de los dioses la prueba del error de los paga­
nos— ,21 He aquí al hombre mortal y al dios inmortal agru­
pados bajo el mismo estandarte. Resulta im posible conti­
nuar asociando con toda tranquilidad vulnerabilidad y
mortalidad. E s preciso volver a comenzar de otra manera.
Constatando, por ejemplo, que todos los grandes héroes
de la litada llegan a experimentar, en una ocasión al me­
nos, el sufrimiento que provoca una herida.
Todos los héroes, o casi. Hemos de exceptuar, como ya
hemos dicho, a Aquiles y Áyax, a quienes es cierto que la
litada no considera invulnerables, pero sobre los que fle­
chas y jabalinas parecen resbalar, sin llegar a lacerar su
cuerpo o por lo menos, caso de alcanzarlos, sin llegar a
frenar su fuerza combativa cuando se hallan en estado de
furia guerrera. En su desmesura, la furia constituye para el
guerrero la protección más segura:22 sin duda alguna, es
así como hemos de entender el pasaje del canto X X I en el
que Aquiles, que ha sido herido en el antebrazo, continúa
masacrando a los troyanos como si nada hubiera pasado
(en cualquier caso, más vale abstenerse de lecturas realis­
tas como la de Daremberg, quien, con toda seriedad, llega
a la conclusión de que las heridas en los miembros toráci­
cos en ocasiones resultan benignas). Otra excepción des-
tacable— esta vez en la Odisea — es Neoptólemo, el hijo de
Aquiles, quien, tras el saqueo de Troya, emprende el cami­

21 Clemente de Alejandría, Protréptico I I 32 ,1.


22 Recordemos que alké, la fuerza, es antes que nada la protección:
véase J. Jouanna, «Sens et étymologie de aléa et de alké», Revue des
Études grecques, 95 (1982), pp. 15-36.

207
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

no de regreso «sin herida alguna: no herido por lanza de


bronce ni alcanzado tam poco de cerca, había escapado a
las sorpresas que la ciega furia de Ares depara en el com­
bate». Pero, en contra de lo que cabría esperar, la Odisea
es más exigente que la litada en lo que respecta al héroe, a
quien incluso las lágrimas le están prohibidas: de hecho,
Neoptólem o no deja escapar una lágrima en ningún m o­
mento.23 Cerremos el capítulo de las excepciones y volva­
mos a la litada. Se impone entonces la evidencia: todos los
grandes héroes—incluido el propio Aquiles— resultan he­
ridos de manera más o menos grave en alguna ocasión.
Hay incluso cantos enteros (el canto IV o el canto X I) que
parecen consagrados a elaborar una lista completa.
¿E s preciso por lo tanto llegar sin más a la conclusión
de que la herida constituye un rasgo eminente de andreía ?
Antes de hacerlo, nos tomaremos la molestia de constatar
que, caso de serlo, lo es antes que nada de una manera in­
directa, en virtud de las necesidades del relato épico. Me
explico. No basta con afirmar que todos los grandes héroes
resultan heridos; es necesario añadir que tan sólo son he­
ridos. O, incluso, que resultar tan sólo herido es un privi­
legio reservado únicamente a los grandes héroes. Los p ro ­
yectiles, que dan muerte sin tregua a los combatientes de
inferior rango, saben evitar a los grandes guerreros (y m a­
tar a otros, menos conocidos, en su lugar); pero, a pesar de
todo, siempre acaba llegando el momento—puesto que
Ares sería infiel a sí mismo si no hiciese correr la sangre—
en que un héroe es alcanzado. Resulta entonces herido: en
los límites propios de la epopeya, la verosimilitud queda a
salvo. En el canto X I, Diom edes, a quien una flecha dis­
parada por Paris tan sólo ha herido en un pie, pretende
ver en ese «tan sólo» la prueba de que su adversario no se

13 Odisea X I 506-537. Recordemos que los guerreros de la Ilíada,


empezando por Aquiles, lloran mucho; véase Monsacré 1984: 137-148.

208
H ERID A S DE VIRILIDAD

halla a su altura. Paris es un arquero y, a los «arañazos»


causados por sus flechas, Diomedes opone la temible efi­
cacia de los golpes asestados por un gran guerrero— «cau ­
san un muerto al instante»—·. Queda fuera de toda duda
que el arquero es un combatiente devaluado, y Diom edes
tiene a su favor la ideología épica, en virtud de la cual un
golpe vale lo que vale el que lo asesta. Pero lo que Diom e­
des no sabe, no puede saber, es que, al igual que Agame­
nón, que Ulises, que Menelao, que el propio Aquiles, él es­
tá protegido por su condición de agente del relato épico:
¿cómo va a permitirse que Aquiles muera a mitad de la lita­
da? El héroe no muere porque no puede morir. A menos
que Zeus— o el poeta—lo haya decidido. Entonces cae Sar­
pedon, muere Patroclo, a la espera del día en que Aquiles
dará muerte a Héctor o en que Paris, ya fuera del relato,
matará a Aquiles. Y, mientras tanto, todos los demás héroes
son heridos una vez.
¿Q uiere esto decir, ni más ni menos, que una herida
nunca será más que el sucedáneo de una muerte? ¿Que, a
fin de conferir todo su sentido a las heridas de los héroes,
bastará con tratarlas como si fuesen pequeñas m uertes?
A buen seguro, esto supondría subestim ar la com pleji­
dad de la estrategia épica. De m odo que es preciso que
busquem os un nuevo punto de partida. Y lo hallaré en la
tensión que, en el seno de la andreía homérica, enfrenta a
dos valores opuestos de la herida: por un lado, la eviden­
cia negativa (desde luego, ser herido no es muy glorioso)
y, por el otro, positiva a fin de cuentas (como es doloro­
sa, la herida exalta el coraje del guerrero) y quizás hasta
positiva a secas (decididamente, no resulta herido cual­
quiera).
De hecho, al leer determinados episodios, da la impre­
sión de que ser herido no tiene nada de glorioso: es la
prueba de que uno no ha sabido resistir ante el enemigo, o
bien de que no ha sido lo bastante rápido como para al-

2 09
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

canzar primero a su adversario.24 E sta herida tiene enton­


ces algo de narcisista, y redobla el sufrimiento auténtico
del cuerpo, puesto que el héroe herido llegará incluso a
abandonar su lugar para ocultarse de las miradas del ene­
migo. Así ocurre con el licio G lauco, a quien una flecha ha
alcanzado en el brazo:

G la u c o saltó atrás, lejos d el m u ro , a esco n d id as p a ra que


n in gú n aqueo n o tara q ue estab a h erid o y p ro firie ra p a la ­
b ras ja c ta n c io sa s .15

De manera que G lauco es herido por una flecha y, como


Diomedes o Ulises cuando son alcanzados por un arquero,
el héroe se niega a asistir a la ruidosa victoria de un com­
batiente de segunda fila. ¿E s eso lo que provoca su pronta
retirada? Sin embargo, G lauco no tiene por qué avergon­
zarse de una herida que— como confirmará el relato más
adelante— es terrible (karterón ) como el propio Ares y, al
igual que Ares, dolorosa . 26 A menos que el caudillo licio
resulte extremadamente puntilloso en cuestiones de ho­
nor, puesto que se hallaba en primera línea en el momento
preciso en que la flecha lo deja fuera de combate. Pues hay
muchos otros héroes para quienes los dolores, aun cuando
sean causados por una flecha, no tienen otra función que
la de renovar con fuerza la capacidad de aguante por la
que se reconoce al auténtico guerrero. Así, en el canto X I,
en el que los grandes héroes son alcanzados uno tras otro,
a propósito del valiente Eurípílo, cuando se lo encuentra
Patroclo herido de una flecha en el muslo y perdiendo su

14 Iliada V I I I 533-538; V 118-120.


25 Iliada X II 387-391.
16 Diomedes es alcanzado por una flecha en los cantos V y X I, U li­
ses en el canto X I. Herida terrible de Glauco: X V I 516-526; es cierto
que, karterón, la herida ejerce una fuerza (krátos) sobre el héroe que és­
te preferiría volver contra los enemigos (524).

210
H E R ID A S DE V IRIL ID A D

negra sangre por su dolorosa herida, se nos dice simple­


mente que «conservaba fírme el sentido».
Y he aquí que, lejos de resultar infamante, la herida se
convierte en el aval más eficaz de la virilidad de un héroe.
Este sería simplemente un héroe glorioso si no fuese heri­
do, o, por lo menos, si no sintiese en su cuerpo ese dolor
penetrante, lacerante y agudo que lleva por nombre odyné.
Así ocurre con los héroes que cuentan— Menelao en el
canto IV, Agamenón y Diom edes en el canto X I— , y, como
si fuese a explicar un suceso crucial, el movimiento del re­
lato se ralentiza y el texto se esfuerza entonces por identi­
ficar el valor con la resistencia.27 Ocurre que, a través del
sufrimiento, y en ese sufrimiento, el combate ha pasado al
interior del cuerpo del guerrero, que resulta más valeroso
todavía al verse en peligro en lo más íntimo de su ser. D e
este modo se explica la ambivalente vulnerabilidad del
combatiente homérico: casi invulnerable cuando va más
allá de sí mismo en sus hazañas, está destinado a que sea
una herida abierta en su cuerpo la que le designe como lo
que es, un gran héroe.
La herida es una manera de autentificar la virilidad. P o­
siblemente una manera también de que el guerrero man­
tenga relación con la alteridad (con esa otra carne caliente)
como si fuese su otro yo, en este conocimiento del cuerpo
y de sus zonas peligrosas cuya precisión no ha dejado de
llamar la atención de los lectores.28 Como conoce la ame­
naza que pesa sobre su cuerpo, el héroe sabe reconocer en
el cuerpo de su enemigo los «lugares adecuados» por don-

27 Acerca de los dolores de Agamenón en el canto X I, véase supra,


pp. 74-77. Acerca del carácter «marcado» del término odyné, véase Ma-
wet 1979: 38-54.
28 Ch. Daremberg, La médecine dans Homère, p. 75; esta precisión
caracteriza también las pinturas que, en época clásica, se inspiran en la
epopeya: véase Pausanias, X 25, 5-6.

2 11
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

de podrá darle muerte de un golpe o, si así lo desea, sim­


plemente infligirle una herida. Pero que nadie se llame a
engaño: ese conocimiento del cuerpo lacerado nada tiene
de realismo clínico; se trata más bien de una cartografía
simbólica del cuerpo viril que, de un canto a otro, va tra­
zando el poeta de la litada.
Pues el cuerpo viril es un cuerpo que ha de ser abierto,
de acuerdo con unas reglas.

EL CUERPO A B IE R T O

Un cuerpo de hombre que ha de ser abierto, eso es-—por


definición, al parecer, en H om ero—un cuerpo vivo (que la
vida se vea puesta en peligro a cada momento forma parte
del atractivo del combate al que los guerreros se precipi­
tan como a una «cita»I? fuera de la formación). No olvide­
mos que cuando el héroe ya ha muerto, a fin de que pueda
convertirse en un bello muerto, es imprescindible que su
cuerpo sea sometido a un tratamiento que lo «cierre» por
completo: en el caso de Héctor, los propios dioses se en­
cargan de ello y, a pesar de las sevicias practicadas por
Aquiles al cadáver de su enemigo, Hermes puede anunciar
con orgullo a Príamo que su hijo «está fresco como el ro­
cío, ... están cerradas todas las heridas que recibió, pues
muchos hundieron el bronce en su cuerpo».30 Pero quie­
nes nos interesan aquí son los vivos, cuyo cuerpo ha de ser
abierto en el combate.
Decir épicamente el cuerpo lacerado es evocarlo pene­
trado, mutilado, desgarrado. Siempre penetrado: las ar­
mas se hunden en la carne y se clavan en ella y, a través del
empleo recurrente del verbo pégnym i, la epopeya parece

25 litada X III 291; oaristys: véase supra, pp. 181-182.


50 litada X X IV 419-421.

2 12
H ERIDAS DE VIRILIDAD

recrearse en una exploración de la profundidad del cuer­


po viril. Pero el cuerpo del guerrero ha de ser, antes que
nada, mutilado, desgarrado. En lo que respecta a la muti­
lación, el verbo témnô y sus derivados desempeñan un p a ­
pel esencial: las picas son «las que desgarran la carne» y,
cuando dos hombres que sobresalen por encima de todos
los demás, dos émulos de Ares, avanzan el uno contra el
otro, « a nhelan cortarse uno a otro la piel con el despiada­
do bronce».31 En lo que concierne al desgarro, en alguna
ocasión, a nivel puramente descriptivo, el verbo diaskhtzó
sirve para designarlo como hendidura, pero se trata de
una excepción, puesto que la lengua de la litada prefiere
sin duda alguna los verbos dëiôô y daízó , mucho más ex­
presivos, dado que asumen lo básico del sangrante ritual
de la guerra. Está claro que desgarrar significa hender la
coraza y el pecho que está debajo de ella; pero también—
puesto que la mayoría de las veces los rivales se desgarran
unos a otros— masacrar; por último, es (o puede ser, por lo
menos) desempeñar el papel de sacrificante y, con Aquiles
como sujeto, el mismo verbo designará sucesivamente el
desgarro del cuerpo de Héctor y el degüello de doce jóve­
nes troyanos sobre la pira funeraria de Patroclo.32 Es ver­
dad que, desde un punto de vista etimológico, la partición
sacrificial (datéomai ) no resulta tan ajena, y es evidente
que una partición anormal amenaza al cadáver del guerre­
ro caído, ya sea porque la rueda de los carros, al pasar por
encima, le «desgarra», o porque perros y aves se ocupan
de «dividir» su carne sin vida.33 No se puede dejar de cons­
tatar, al estudiar los usos de témnô, que el vocabulario pa-

31 Iliada X III 339-340; X X III 803; X III 499-501; X V I 76 0-761 (por


no poner más que algunos ejemplos).
32 Compárese Iliada X X II 218 y X X I I I 176.
33 Oatéomai·. X X 394 (el cuerpo desgarrado por el carro); X X II 354
(los perros y las aves «dividiendo» el cuerpo de Héctor).

213
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

ra la division sacrificial y el corte que sufre un cuerpo viril


es el mismo— algo a lo que invita el propio Homero, al
comparar de modo explícito la muerte de un determinado
guerrero con el degüello de un buey sacrificado.34
Por decirlo en pocas palabras, hay sacrificio en la gue­
rra o, más bien, en ese juego implacable que arroja a los
guerreros a enfrentarse entre sí y les empuja a cortar la
carne viva del enemigo. Constatación terrible, em barazo­
sa constatación. E l historiador de Grecia desearía poder
darle la vuelta, a fin de mantener intacta, con toda calma,
la frontera canónica que, en la ciudad cuyo modelo ha
construido, separa los ritos sacrificiales del orden reglado
del combate. Y, de hecho, la ciudad clásica parece dar la
razón a las reticencias del historiador: como si se hubiese
ocupado de rechazar esta peligrosa contigüidad, no hay
lugar, en su prosa oficial, para las relaciones entre la gue­
rra y el sacrificio. No ocurre lo mismo con la lengua de los
poetas, ni con la reflexión trágica, pues allí, en un Píndaro
o en un Esquilo,35 la contigüidad del combate y de la ofren­
da se muestra a plena luz. Así pues, de nada sirve retroce­
der ante una constatación semejante, por muy difícil que
resulte avanzar dem asiado por el camino de la interpreta­
ción. Es probable que yo misma me haya extraviado en un
terreno m inado36 y, desde luego, no es éste el momento de
arriesgarse a ir más allá. Pero, por lo menos, esta incursión

34 Iliada X V II 522; recordemos que, en su furia, Aquiles llega in­


cluso a soñar con desgarrar miembro a miembro el cuerpo de Héctor:
X X II 347; X X IV 409.
35 En Píndaro (Ditirambos V II), la muerte de los guerreros consti­
tuye una ofrenda sacrificial; en el Agamenón de Esquilo, es considerada
como un sacrificio sin fuego a las Erinias (vv. 70-71, con el comentario
d e j. Bollack).
36 Acerca del silencio observado en Detienne-Vernant 1979 a.pro­
pósito del sacrificio y de la guerra, véase «La cité comme cuisine et com­
me partage», Annales E SC , 36 (1981), pp. 614-622.

214
H ERID AS DE VIRILIDAD

me da la oportunidad de constatar que únicamente la lace­


ración o el corte por donde podría venir la muerte con­
vierte la herida en una marca de virilidad, tanto para quien
la inflige como para quien la recibe. El resto es un arañazo
o, por decirlo como Homero, simple «escritura» sobre la
piel.37 Por un lado, el corte cruento, referido de un modo
más o menos explícito a la ofrenda sacrificial, que permite
a los hombres comunicarse con los dioses; por otro, apenas
una señal (o, cuando la sangre brota a pesar de todo, un li­
gero rastro de color púrpura) que no deja ninguna marca
profunda en aquel que la recibe, sino que desacredita la
virilidad de aquel que la ha dejado, combatiente mediocre
cuyos dardos no saben hundirse en el cuerpo del adver­
sario.38
Imaginemos un dardo que no haya sido disparado en
vano: o bien se quedará clavado en el cuerpo, o se mez­
clará con las entrañas;39 y, sin embargo, se presta una
atención muy especial al instante en que desgarra la carne
(.taméein khróa). Los lectores de la litada lo saben bien:
como si para aludir al frágil envoltorio de la piel fuese
preciso evocar al mismo tiempo la carne en su profundi­
dad, pues el cuerpo vivo del guerrero no conoce otro nom­
bre que khrós y, para convencer a los troyanos de que los
griegos no son invulnerables, bastará con que Apolo les
grite:

37 En este caso se utiliza el verbo epigráphó: Iliada IV 139; X I 38/;


X I I I 552-553; X V I I 599; X X I 166.
38 Iliada IV 139 (la sangre de Menelao como una mancha púrpura:
140-147); véase también X I 387; X I I I 552-553; X V I I 599; X X I 166. Se­
ñalemos que tan sólo los héroes griegos son arañados de este modo por
los guerreros troyanos, a los que se presenta de paso como unos com­
batientes mediocres.
39 Iliada X I 348.

215
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

¡N o ced áis en arro jo a lo s argivos, que n o es p ie d ra su p ie l


(khrós), n i h ie rro , p ara fre n a r el b ro n c e q u e corta la carn e
(,khalkdn tam esíkhroa), si recib en su im p a c to !40

Es evidente que, si queremos verlo más claro, en lugar de


traducir indiferentemente la misma palabra khrós por «c ar­
ne» o «piel», convendría que nos preguntásemos a p ro p ó ­
sito de esta asimilación del cuerpo viril a su envoltorio, a
su superficie. Si confrontásemos las innumerables ocasio­
nes en que khrés denota el cuerpo del guerrero vivo con
algún pasaje en el que se designa la carne de los com ba­
tientes muertos como «g ra sa»41 no cabe duda de que nos
convenceríamos de que, si el cuerpo vivo se halla encerra­
do en su envoltorio de piel, es precisamente porque de
ello depende la integridad de ese cuerpo, tan amenazada
desde el exterior. Pero como no es éste el momento ni el
lugar para abrir ese dossier, fingiré que sigo confundiendo
carne y piel. Pues, a decir verdad, el término khrós no es
tan importante para mi propósito como los calificativos
que se le aplican en el mismo instante en el que el proyec­
til enemigo alcanza el cuerpo del guerrero. La piel recibe
entonces el calificativo de «delicada», o «bella», o «blan ­
ca», o «deseable»: la piel bella de Ares o de Héctor, la piel
blanca de los combatientes que las flechas desean desga­
rrar—arden en deseos de probarla, e incluso de saciarse de
ella— , la piel blanca, delicada, la piel deseable de Áyax.41

40 Iliada IV 509-511. Taméein khróa·. por ejemplo X V I 761; señale­


mos que la «carne caliente» de los enemigos es en Píndaro, a la manera
homérica, la «piel caliente».
41 litada X I 818.
42 Ares: litada V 858; X X I 398; Héctor: X I 352; X X I I 321; las flechas
y la piel blanca: X V 313-317; Áyax: X I 573 (piel blanca); X III 830 (piel
deseable); comentado por Ch. Segal, The Theme o f the Mutilation o f the
Corpse in the Iliad, Leiden, 19 71, pp. 9 y 22; Monsacré 1984: 60, 65; X IV
406 (piel delicada).

216
H ERID AS DE VIRILIDAD

E l lector se sorprenderá sin duda, visto lo que hemos


venido diciendo acerca de Ares o de Ayax: ¿de m odo que
Ares el asesino, o Ayax el guerrero invulnerable, infrangi­
bie, tienen una piel tan dulce que se presta a ser caracteri­
zada en términos que resultarían más adecuados para cali­
ficar la tez de las jóvenes, o incluso la de las mujeres en
general (pues la piel de las mujeres griegas, que viven a la
sombra en sus habitaciones bien cerradas es, o debería
ser, blanca)? Otros se han planteado esta cuestión antes
que yo: tras poner de relieve todo aquello que, en la litada,
erotiza la guerra— esa danza, esa cita, ese mezclarse, en una
palabra: esa lucha amorosa— , han insistido en la femini­
dad del hombre, esa feminidad latente en el más viril de
los guerreros que la guerra pone de manifiesto.43 N o obs­
tante, me gustaría, aun cuando esté de acuerdo con este
análisis, hacer una precisión: no es tanto la guerra en su
generalidad como la punta de bronce la que revela la fe­
minidad del héroe. O, para ser exactos, es en el instante
mismo en que el arma enemiga lacera el cuerpo del guerre­
ro cuando surge la fragilidad— muy femenina, qué duda
cabe, pero también muy humana— 44 que se oculta en el
cuerpo del hombre viril y que, en el momento crucial de la
herida, aflora por toda la superficie de su piel.
Pues la fragilidad del cuerpo no se percibe jamás con
una tal agudeza emocionada, la piel no aparece jamás tan
delicada como en torno al desgarro causado por la lanza,
cuando ésta, por ejemplo, penetra «derecha a través del
delicado cuello» de Euforbo, de Patroclo, de Héctor.45 Al
respecto, algunos estudiosos tienen toda la razón cuando
señalan que, de hecho, se trata de «una parte del cuerpo

43 Vermeule 1979: 102-105, así como Vernant, «Figures féminines


de la mort en Grèce (19 8 9 :131-152).
44 A propósito de Ares, uno quedará convencido (Loraux 1986c).
45 litada X V II 49; X V I I I 17 7 ; X X I I 327.

217
D E B IL ID A D ES DE LA FU ER Z A

muy delicada, que al mismo tiempo se halla mal protegida


por la arm adura».46 Pero no olvidemos que la insistencia a
propósito de la dulzura de la piel nunca es tan grande co­
mo cuando se alude al instante en que recibe una herida
mortal. Para convencernos de ello, podem os abandonar el
campo de batalla y pasarnos al lado de las mujeres cuando,
en su duelo, imitan en su propio cuerpo la herida fatal re­
cibida por un héroe: así, al llorar sobre el cadáver de P a­
troclo, Briseida se araña con las uñas «el pecho, el cuello
delicado y el hermoso rostro».47 El cuello es delicado, la
piel de una mujer es tierna, Briseida es bella, pero de una
belleza que se evoca en general por medio de una fórmula
estereotipada, y no resulta del todo indiferente el hecho
de que el poeta sienta la necesidad de recordar estas ver­
dades evidentes en el instante preciso en el que las uñas de
esta mujer de luto agreden la integridad de su cuerpo. Pe­
ro volvamos a Áyax sin más demora: tratándose del cuer­
po indomable de este guerrero sin par, todo parece indicar
que debe la blancura sorprendente, delicada y deseable de
su piel a la lanza que amenaza con infligirle una herida.

Ha llegado el momento de dar por acabado este recorrido


y quizá también de situarlo en una reflexión de conjunto a
propósito de las representaciones griegas de lo m asculi­
no—por la que no he querido comenzar, pues prefiero el
symbolon de virilidad a la retórica de la andreía.
Partiendo de las cicatrices simbólicas de Coriolano,
hasta llegar al cuerpo a un tiempo virtualmente invulnera­
ble y siempre tan frágil del héroe homérico, está claro que
este recorrido no había de resultar simple. Pero, por lo

46 M. D. Grmek, Les maladies à l ’aube de la civilisation occidentale,


P - 55-
47 Iliada X IX 284-285.

218
H E R ID A S DE V IRILIDA D

menos, no hemos intentado comparar lo incomparable, ni


tampoco reducir la distancia irreductible que existe con
toda evidencia entre una antigua costumbre romana de la
que se hace eco Plutarco y el universo épico del combate,
del que son representantes Aquiles y Ayax. Ahora bien, en
el fondo mismo de esta distancia, se hallaban los criterios
con los que se puede definir a un hombre como dotado de
andreía, en el momento en que se buscan en su cuerpo los
signos de la virilidad. A la herida que abre el cuerpo de un
hombre, la tradición griega opone de buen grado la peli­
grosa cerrazón que mueve de más de una manera un cuer­
po femenino a estrangularse. D e hecho, podría muy bien
ser que el pensamiento griego de lo masculino tuviese in­
terés en cerrar el cuerpo de las mujeres para abrir mejor el
del hombre.48 Se trata de una operación fructífera, sin du­
da, puesto que incluso los médicos, a los que nos gustaría
considerar realistas, sitúan las heridas siempre en el cuer­
po de un hombre.49 Sin duda, en esta operación podemos
ver algo así como la negación de esa «sim ple» evidencia de
que, en sí, el cuerpo de las mujeres está efectivamente
abierto-hendido;50 pues es preciso que la sangre del gue­
rrero tenga todo el valor, esa sangre que derrama «p or de­
cisión propia», mientras que la mujer «ve» cómo la sangre
mana fuera de su cuerpo, «sin que necesariamente lo quie­
ra ni lo im pida».51 De ahí la necesidad del desgarro viril y
el imperativo que pesa sobre las mujeres griegas de que­

4SVéase infra, pp. 250-254.


49 Lloyd 1983: 63-64.
50 A su manera, los Baruya de Nueva-Guinea proceden a una ope­
ración análoga cuando explican que el cuerpo de las mujeres estaba ce­
rrado al principio, antes de que Luna, hermano del Sol, les perforase el
sexo para que, de la herida así abierta, pudiese manar la sangre mens­
trual: para que el cuerpo femenino funcione, se necesita ni más ni me­
nos que una intervención quirúrgica: véase Godelier 1982: 68.
51 Héritier 1984-1985: 20.

219
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

darse encintas: al servicio de la reproducción cívica, por


supuesto, pero también porque, para un cuerpo femenino,
el embarazo es una buena cerradura.52 D e modo que, al
enumerar las heridas de los héroes, yo confiaba en acer­
carme a uno de los indicios griegos de la virilidad. Pero,
como era de esperar cuando uno se adentra en el mundo
de la litada, con H om ero—es decir, para los griegos, para
nosotros, en el comienzo mismo— , las cosas se han com­
plicado de singular manera.
Está claro que esta complicación no deriva del descu­
brimiento de una parte femenina en el hombre, ni de la
constatación de que lo femenino se pone de manifiesto en
él en el momento mismo en que su cualidad de héroe viril
se inscribe dolorosamente en su carne: al estudiar la figu­
ra griega del héroe, al seguir, por poner un ejemplo, las
aventuras de Heracles, el historiador de lo imaginario se
familiariza rápidamente con la idea de que el hombre jamás
es tan hombre como cuando se halla en él la mujer. D e m o­
do que la complicación no estaba allí, sino en la extrema
ambivalencia del pensamiento homérico, en el que el cuer­
po heroico debe ser simultáneamente invulnerable y lace­
rado, en el que, en más de una ocasión, a un gran guerrero
se le priva de la experiencia calificativa de la herida. Tras­
ladando a la representación homérica de lo masculino aque­
llo que Emily Vermeule afirma acerca de la mortalidad p a­
radójica del héroe épico, me atrevería a afirmar que se
trata de «un compuesto inestable de elementos irreconci­
liables».53
Es preciso repetirlo: en el mismo momento en que la
ciudad clásica se dedicaba a convertir lo masculino, como
fundamento de lo político, en la categoría estable por ex­
celencia, a los griegos no les faltaban ocasiones para pensar

52 Sissa 1987: 181-182; véase también Manuli 1983.


55 Vermeule 1979: 119.

220
HERIDAS DE VIRILIDAD

la ambivalencia de la virilidad. Y no resulta menos im por­


tante el hecho de que una reflexión tal se haya producido
de entrada en la epopeya. La grandeza de la litada estriba
en haber sabido mostrar de un modo admirable lo m ascu­
lino en su condición vacilante: vulnerable-invulnerable, he­
rido pero intacto, dispuesto a aceptar sus puntos débiles
pero, un instante después, triunfante por haber vencido
su debilidad, cuerpo infrangibie y delicado.
Inquietante, una oscilación demasiado inquietante. En
la ortodoxia de la ciudad, se le impondrá orden sin tregua,
en nombre precisamente de lo masculino, pero de un m as­
culino sin debilidad en el que todo el mundo sabe que el
lógos ha de hallar su fundamento.54

54 La primera versión de este texto fue publicada en Le genre hu­


main, io (1984: número sobre lo masculino), pp. 39-56.

221
VI
EL CUERPO EST R A N G U LA D O

E l cuerpo una vez más. Cuerpo viril, cuerpo femenino.


Abierto, cerrado. Herido, intacto. Y, sobretodo, entregado
a las operaciones de pensamiento, a las construcciones fan­
tasmales.
Es cierto que al principio esperaba encontrar otra co­
sa: el cuerpo real, demasiado real, ofrecido a más de un
tratamiento violento, del condenado a muerte. H ace ya al­
gunos años, latinistas y helenistas se reunieron a fin de
confrontar su saber y sus preguntas acerca de los suplicios
corporales y la pena de muerte en la ciudad antigua. Y de
pronto descubrí la triste situación del historiador de G re­
cia enfrentado a un tema semejante, y la envidia que sien­
te al ver la rica documentación de los especialistas en R o­
ma. ¿Era preciso resignarse, pues, a no poder captar más
que una abstracción del cuerpo griego? Por fortuna, las
cosas resultaron ser más complejas. Una vez más, lo fem e­
nino venía a interponerse, como una pantalla que revelaría
más de lo que oculta. La feminidad es un obstáculo para
dar acceso al ser-viril.

No tiene por qué sorprendernos el hecho de que, a p ro p ó ­


sito del cuerpo sometido a suplicio, la ciudad clásica poco
tenga que decir. Basta con recordar la muy limitada auto­
nomía de un pensamiento jurídico en proceso de elabora­
ción, o la amplitud del rechazo cívico del cuerpo en Grecia,
presente sobre todo— para desgracia nuestra— en textos
que, como los de los historiadores, deberían colmar nues­
tras expectativas con la mención de suplicios y condenas a
muerte. Añadamos también que el deseo de ejemplaridad

222
EL CUERPO ESTRANGULADO

propio de determinadas ciudades no arregla las cosas: ¿pue­


de una colectividad hallar en los castigos que inflige el
fundamento que le permita erigirse como m odelo? De m a­
nera que, en su curiosidad inoportuna, el historiador de
Grecia se arriesga a ocupar la posición a la que alude Plu­
tarco, la del extranjero que, al preguntar a Licurgo acerca
del castigo que se reservaba en Lacedemonia para los
adúlteros, obtuvo como única respuesta una negación ta­
jante: «¿C óm o va a ser posible— habría objetado el legis­
lador para concluir— encontrar un adúltero en E sp arta?»1
Finalmente, y ello resulta relevante, la indagación topa
con la realidad del proceso griego de eufemización de la
muerte en todas sus form as.2 Kteínó, matar, thanatóó, dar
muerte: tanto en los relatos de los historiadores como en
los decretos de las ciudades, la idea de ejecución se antici­
pa siempre a la descripción de las vías utilizadas, y el he­
cho de la condena a muerte hace desaparecer el recurso a
la violencia legal.3 Una vez más, sigue siendo conveniente
leer a los filólogos: de este modo descubriremos que, eti­
mológicamente, kteínó, «el verbo más habitual en griego
para decir matar», significa simplemente «herir».4 D ecidi­
damente, la muerte se expresa con precaución y, en ese
mundo de eufemismos, dichoso aquel que logre informar­
se acerca de las m odalidades del castigo.

’ Plutarco, Licurgo 15,17 -18 .


1 Pasa te idéa katésthé thanátou (la muerte se presentó en todas sus
formas), escribe Tucídides a propósito de las masacres de Corcira (III
81,5); del mismo modo, el horror de la stásis no tiene por qué depender
de una descripción sistemática, y el hecho de la muerte pasa por delan­
te de la explicación de sus formas, por aberrantes que éstas sean.
3 Véanse las observaciones de Gernet 19 17: 112 y de Chantraine
19 4 9 :14 6 . Por poner un ejemplo, recordemos que en Atenas la función
de los Once consiste, sin hacer mayores precisiones, en «dar muerte»
(Aristóteles, Constitución de Atenas 52,1: thanatüsontas).
4 Chantraine 1949: 143, 145-147; otros ejemplos de eufemismos:
«Euphémismes anciens et modernes» (Benveniste 1966: 312-314).

223
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

Pero, puesto que la dificultad es griega, serán las vías


griegas las que seguiré para intentar superarla. G riega es
la vía del lógos, y en virtud de ella pensar una práctica so­
cial equivale a someterla a un proceso muy avanzado de
elaboración discursiva, en el que lo que se calla se aclara
por contraste con lo que se dice: a fin de dar pleno sentido
al silencio que, por regla general, se observa con respecto
a las modalidades de la ejecución, me ocuparé de las se­
cuencias recurrentes del discurso sobre la pena capital.
Ahora bien, conviene tomarse en serio la lengua en la que
este discurso se enuncia y que, más allá de las fronteras
claramente trazadas entre los diversos ámbitos que opone
el pensamiento, utiliza kteínó para designar el acto «de
matar en general, ya se trate de hombres o de animales, de
dar muerte en combate o de condenar a muerte».5«M atar»:
al ajeno o al idéntico, a un animal o a un hombre, a un ene­
migo o a un conciudadano, al prójimo o incluso a sí mismo.
Matar: en el campo de batalla, en una guerra civil, en apli­
cación de la pena de muerte, al hacer un sacrificio. Tal vez
haya llegado el momento de unificar de nuevo bajo la ca­
tegoría de «dar muerte» todas esas prácticas cuyo carácter
específico las ha hecho merecedoras, en la reflexión an­
tropológica sobre la Grecia antigua, de una serie de trata­
mientos muy diferenciados. Al menos es una hipótesis de
trabajo que— de un modo muy parcial— quisiera poner a
prueba, puesto que, tratándose de las representaciones del
cuerpo estrangulado en la ciudad griega, traspasaré deli­
beradamente la frontera que separa la pena capital del sui­
cidio.
El cuerpo estrangulado: el de los condenados a muerte,
el délos suicidas. De una manera perfectamente conscien­
te intentaré descifrar las escasas y lacónicas informaciones
de que disponemos acerca de la ejecución por estrangula-

5 Chantraine 1 9 4 9 :14 3 .

224
EL CUERPO ESTRANGULADO

miento con la ayuda del discurso a propósito del suicidio


por ahorcamiento. Al proceder de este modo, no pretendo
ignorar ni la especificidad del suicidio ni la gravedad de la
condena que pesa en G recia sobre este «acto, siniestro por
natu raleza»/ como tampoco la distinción, netamente for­
m ulada en determ inadas sociedades, entre estrangula­
miento y ahorcamiento. Pero una constatación se impone
de inmediato para quien se halle interesado en las repre­
sentaciones griegas del cuerpo: ya se trate del suicida o del
condenado a muerte, el discurso es el mismo; siempre—
con la imagen de la cuerda al cuello— retorna la misma se­
cuencia; y siempre, también, el mismo silencio que prohí­
be cualquier acceso a las m odalidades y al instante preciso
de la occisión.7 Es como si la diferencia entre «m atar» y
«m atarse» quedase abolida en la representación del cuer­
po colgado del lazo. Como si la muerte por ahorcamiento
fuese una sola, más allá de su diversidad, o incluso de la
oposición de sus modalidades.
En H eródoto, los escitas eliminan la distancia que se­
para la occisión del sacrificio en una práctica generalizada
del estrangulamiento.8 Es verdad que nada nos impide

6 Gernet 19 17 : 232.
7 Por poner un ejemplo, recordemos el relato que Plutarco hace de
la muerte de Agis (Agís 20): Agís ofrece su cuello a la soga, después de lo
cual ya no volverá a ser visto más que muerto, un cadáver tendido en el
suelo (20, 4); Ánfares entrega a Arquidamia al verdugo y ya no se vuelve
a saber de ella hasta que está muerta (20, 3); el lector ve ambos cuerpos
a través de los ojos de Agesístrata; a continuación, la madre de Agis, des­
pués de rendir honores a los muertos, «se dirige hacia la soga» (20, 7), y
con este gesto concluye la escena. Esta serie concordante de elipsis re­
sulta significativa en un relato que pretende.ser dramático y detallado. A
propósito de todos los relatos griegos de muerte por estrangulamiento,
es posible hacer la misma observación que J.-L . Voisin con respecto al
suicidio de Amata («Le suicide d’Amata», Revue des Études latines, 57
C1 97 9]> P· 2 5^: tan sólo se mencionan los preparativos de la muerte.
8 Podemos hacer la comparación con Heródoto, IV 71-72 (ejecu-

225
D E BIL ID A D E S DE LA FU ER ZA

atribuir esta anomalía a su condición de bárbaros y poner


de relieve que en G recia el estrangulamiento no penetra
en el campo del sacrificio.9 Pero hay un hecho incuestio­
nable: en el universo cívico de los griegos, en el que ám bi­
tos que no habría manera de relacionar, como el del sacri­
ficio y el de la ejecución, se hallan separados (o debieran
estarlo) por fronteras estancas, el estrangulamiento es uno
solo, desde la ejecución hasta el suicidio, hasta tal punto
que, en más de una ocasión, al encontrar el término an­
khóné en un texto, el lector duda entre dos interpretacio­
nes posibles. Existen, por supuesto, textos en los que an­
kh ón é , entendido como designación del ahorcam iento,
denota sin ambigüedad alguna un suicidio, o incluso el
modelo mismo de todo suicidio.10 En otros, por el contra­
rio, se permite la duda entre suicidio y ejecución, aun
cuando al final uno acabe decidiéndose a favor del suici­
dio: así ocurre con determinada exclamación de Orestes
en las Eum énides, o del E dipo sofocleo.11 Existen, por úl­
timo, textos en los que probablemente debamos entender
ankhóné como ejecución, aun cuando ándrankhos (el es-

ción de los servidores del rey escita) y IV 6o (sacrificio escita); en ambos


casos se utiliza el verbo apopnígó.
9 E l sacrificio implica que la sangre salga a borbotones; de no ser
así, es preciso interpretar la anomalía: véase, a propósito del sacrificio
de Hermes en el Himno homérico, Kahn 1978: 43, 58-59.
10 Ankhóné como suicidio por ahorcamiento: véase Eurípides, An-
drómaca 816; Hipólito 77 7 y 802; Helena 200 y 299; como modelo de sui­
cidio: Semónides de Amorgos, 1 18.
11 Euménides 746 (nyn ankhónés moi térmat’ spháos blépein)·, Ores-
tes, al ser condenado por el voto de los jueces atenienses, podría o bien
suicidarse o bien ser ejecutado. Edipo Rey 1374 (erg' esti kreisson’ an­
khónés eirgasména)·. ¿se trata de crímenes por los que uno se ahorca, co­
mo Yocasta, o por los que uno es estrangulado? La primera hipótesis re­
sulta más coherente con la lógica del texto (véase Loraux 1986b: 37-39),
pero la segunda no es en absoluto imposible.

226
EL CUERPO ESTRANGULADO

trangulador) no sea el término más habitual para designar


al verdugo.12

ESTRANGULAR, COLGAR, AHOGAR

Para empezar, sin embargo, me ocuparé única y exclusiva­


mente de la dimensión de la occisión, a fin de determinar
qué lugar reservan las ciudades griegas al estrangulamien­
to y al ahorcamiento en su sistema penal.
No es en Atenas donde se debe buscar un recurso ex­
plícito a la ankhóné. D espués de enumerar los castigos tí­
picamente atenienses (el que consiste en arrojar al Báratro,
el suplicio del apotympanismós, el envenenamiento con ci­
cuta), D. M. MacDowell llega con calma (con demasiada
calma, tal vez) a la siguiente conclusión: «Llam a la aten­
ción el hecho de que ni el ahorcamiento ni la decapitación
parecen haber sido utilizados.»'3 De haber sido más pru­
dente, hubiese reservado sin duda una mención especial al
apotympanismós que, para los antiguos— como demuestra
el uso repetido del verbo kremánnymi— , guardaba una cier­
ta semejanza con el ahorcamiento, mientras que los m o­
dernos tienden a ver en este suplicio una variante de la
muerte por estrangulamiento;14 pero, en cualquier caso,

11 Caso dudoso: Aristófanes, Acarnienses 125 («¿No es motivo sufi­


ciente para colgarse?»/«¿Acaso esto no merece la horca?») y Eurípides,
Heráclidas 246; caso seguro: Eurípides, Bacantes 246 (y fr. 10 7 0 Nauck,
donde el sentido de ankhóné se acerca a la lapidación). Andrankhos
dêmios, ho tous ándras ánkhón·. glosa citada por Chantraine 1968 (s. v.
ánkhó).
IJ D. M. MacDowell, The Law in Classical Athens, Londres, 1978,
pp. 254-255; la misma enumeración aparece ya en R. J . Bonner y G.
Smith, The Administration o f Justice from Homer to Aristotle, II, Chica­
go, 1938, pp. 278-287.
‘4 Aristófanes aplica kremánnymi (empleado habitualmente a pro-

227
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

en el apotympanismós no hay más que una manera indirecta


de recurrir al ahorcamiento o incluso al estrangulamiento.
Si hemos de buscar fuera de Atenas, ¿será preciso ir a
un país bárbaro para encontrar un recurso explícito al
ahorcamiento o al estrangulamiento? La lectura de H eró­
doto, que en este caso nos lleva a Babilonia o al país de los
escitas,15parece invitarnos a ello, pero no está tan claro, en
este punto como en muchos otros, que la G recia a la que
Heródoto opone de manera implícita el mundo bárbaro se
reduzca tan sólo al modelo ateniense. De hecho, para se­
guir el rastro de la ankhóné , no es necesario salir del mun­
do griego; sin embargo, debemos alejarnos del centro para
buscar por las fronteras, o bien en una ciudad arcaizante,
anómala incluso, como Esparta.
Para empezar, sabemos que en M acedonia se recurre al
ahorcamiento como m odo de ejecución; o digam os más
bien (lo que quizá no sea exactamente lo mismo) que Ale­
jandro se deshizo así en dos ocasiones de «filósofos» que
le molestaban.16 A continuación debemos ir a la Lócride,

pósito del ahorcamiento) a un contexto de apotympanismós (Tesmofo-


rias 1028 y 1053); véase también Sófocles, Antigona 309. Bibliografía y
textos en Bonner y Smith, The Administration o f Justice, II, pp. 280-282,
y M. Hengel, Crucifixion, trad, inglesa, Londres, 19 77, pp. 69-73· E s ­
trangulamiento del condenado con un collar de hierro: Bonner y Smith,
ibid., pp. 280-281 (si bien los autores hablan también de «ahorcamien­
to»), así como MacDowell, The Law..., p. 255, y Athenian Homicide Law,
Manchester, 1963, pp. in - 113 . A propósito de la muerte por asfixia en la
«crucifixión», véase también P. Ducrey, L e traitement des prisonniers de
guerre dans la Grèce antique, Paris, 1968, pp. 208-213 y «Note sur la cru­
cifixion», Museum Helveticum, 28 (1971), pp. 183-185.
15 Heródoto, II 169 (Egipto); III 150 y 159 (Babilonia); IV 160
(muerte del tirano Arcesilao): otras tantas apariciones del verbo apop-
nígó, utilizado en IV 60 para caracterizar el sacrificio escita; a propósi­
to de esta ejecución «aberrante», Hartog 1980: 194-195.
16 Muerte por ahorcamiento de Calístenes: Plutarco, Alejandro 55,
9 y Arriano, Anabasis IV 14, 3 (la alternativa: muerte por ahorcamien-

228
EL CUERPO ESTRANGULADO

cuyos habitantes estrangularon como represalia a las hijas


de Dionisio el tirano.17 Pero la Lócride es conocida sobre
todo por el conservadurismo—los griegos lo llamaban eu-
nomía —del «código de Zaleuco», en virtud del cual pro­
poner una nueva ley podía poner en peligro la propia vida:
con la soga al cuello— o, de acuerdo con otras fuentes, de
pie bajo la soga que pendía de la horca— , el legislador en
potencia exponía su propuesta y, todos a coro, Demóste-
nes, D iodoro, Polibio y Estobeo, precisan ingenuamente
que, si la propuesta no era recibida con agrado, se tiraba
rápidamente de la soga.18 La historia no nos dice si los lo-
crenses tuvieron que tirar con frecuencia de la soga y, si
hemos de atenernos a la tradición referida por Demóste-
nes— según la cual, en más de dos siglos tan sólo se adop­
tó una ley nueva— , lo más probable es que la radicalidad
del castigo bastase, con su fuerza disuasiva, para frenar
cualquier intento renovador. Claro que siempre ha habido
gente temeraria... Sea como fuere, puesta en escena u oc­
cisión, se trata de un procedim iento excepcional y no de
una pena normal y corriente. Es probable que ocurra lo
mismo en lo que concierne a la muerte por estrangula-
miento o ahorcamiento en Esparta, puesto que la historia
ha conservado el nombre de un solo condenado, y no era
una persona cualquiera: el rey Agis IV, ejecutado después
de una parodia de juicio por los éforos, sus enemigos.

to/muerte en el cepo podría sugerir, no obstante, una especie de apotym-


panismós); muerte por ahorcamiento de los «filósofos» indios (los brah­
manes): Plutarco, Alejandro 59, 8. Recordemos también a Plutarco, De­
metrio 33, 5 (si bien se trata de una occisión expeditiva, en un contexto
de guerra). En Macedonia la lapidación está mejor atestiguada oficial­
mente como castigo reservado a los traidores: cf. P. Ducrey, Le traite­
ment des prisonniers de guerre, p. 206, n. 1.
'7 Estrabón, V I 1, 8: estrangálisan.
Jlf Demóstenes, Contra Timocrates 139-141; Diodoro, X I I 17-18; Po-
lib io ,.X II16; Estobeo, Florilegio IV 20-21. Véase Glotz 1904: 460.

229
D E B I L I D A D E S DE LA F U E R Z A

A partir de este único ejemplo, los historiadores del


derecho griego, en sus ansias de generalizar, se sirven has­
ta la saciedad de una alusión que Plutarco hace de pasada
a «la sala de la prisión donde se ejecuta a los condenados
estrangulándolos» y, sin detenerse a pensar si acaso el p ro ­
pio Plutarco no hace aquí una inducción apresurada a par­
tir del caso único de Agis, concluyen que en Esparta se
practicaba la ejecución por estrangulam iento.19 Pero el
mutismo de la tradición no nos permite ni confirmar esta
opinión10 ni invalidarla del todo, aun cuando, por mi par­
te, al observar todo lo que hace de la muerte de Agis un
episodio altamente dramático, trágico11 incluso, me incli­
naría a ver en ella un procedimiento de excepción.
Hemos de confesar que se trata de un dossier muy es­
caso, más rico en singularidades que en posibilidades de
generalización, en el que, en más de una ocasión, la fron­
tera entre el castigo y el crimen no resulta clara. Pero si

19 Basándose en esta declaración, el texto de Plutarco constituye la


única referencia citada por G . Glotz, s. v. Poena, en Daremberg y Saglio,
Dictionnaire des antiquités grecques et romaines, t. IV, i (vol. 7), p. 535, y
K. Latte, s. v. Todesstrafe, Real-Encyclopàdie, supl. 7, 1940, col. 1609.
20 E l suicidio por ahorcamiento de Pantites, uno de los dos super­
vivientes de las Termopilas (Heródoto, V II 229), ¿debe de hacer refe­
rencia al ahorcamiento como modalidad espartana de ejecución (en cu­
yo caso, el combatiente sin honor se infligiría a sí mismo el castigo que
la ciudad reserva para aquellos a los que condena)? Se trata de un círcu­
lo vicioso: la respuesta a esta pregunta supondría que la documentación
de la ejecución en Esparta no se redujera a un hapax.
21 Plutarco se inspira en la historia trágica de Filarco: véase E. G a b ­
ba, «Studi su Filarco. L e biografié plutarchee di Agide e di Cleomene»,
Athenaeum, 35 (1957), pp. 194 y 220, así como T. W. Africa, Phylarchus
and the Spartan Revolution, Berkeley-Los Angeles, 19 6 1, pp. 43 y 82,
n. 58. Es de señalar: i) que, de inicio a fin, el relato de la muerte de Agis
se halla puesto bajo el signo del estrangulamiento (19, 4 y 8); 2) que Plu­
tarco subraya con insistencia la distancia que separa esta muerte igno­
miniosa (20 ,1) y el caráter intocable del cuerpo del rey (19, 9).

230
EL CUERPO ESTRANGULADO

bien en la historia de G recia este tipo de ejecución tan so ­


lo hace una aparición furtiva, era importante para mi p ro ­
pósito recordar que hubo ciudades griegas en las que se
ahorcaba o se estrangulaba a determinados condenados a
muerte. Pues lo esencial estriba sin duda en esta equiva­
lencia que se repite a cada instante: ahorcar o estrangular.

Ahorcar o estrangular: soy consciente de que, en esta for­


mulación, la o puede plantear problemas a los historiado­
res de Roma si es cierto que, en su ámbito, «estrangulados
y ahorcados pertenecen a dos universos diferentes, pues
los primeros tienen derecho a recibir honras fúnebres,
mientras que los otros forman parte de los insepulti » .22 Pe­
ro conviene tratar los hechos griegos en su especificidad.
Sin dejarse llevar en demasía por la glosa a la que hacía­
mos alusión, y que da al verdugo el nombre de «estrangu-
lador», basta con consultar el dossier macedonio, lúcren­
se y espartano para convencerse de que, en la lengua de los
historiadores griegos, es el estrangulamiento el que con­
fiere unidad a estas prácticas, incluso cuando éste se con­
sigue por medio del ahorcamiento.23 En lo que concierne a
la Lócride, al ver a Polibio hablar de la horca y a Diodoro
de estrangulamiento,24 uno podría, por supuesto, llegar a

22 Voisin 1979: 429.


23 A propósito del ahorcamiento como «forma de estrangulamien­
to» entre los germanos, véanse las observaciones de K. von Amira, «Die
germanische Todesstrafen», Abhanálungen der Bayerischen Akademie
des Wissenschaften, Fhilosophisch, philologische und historische Klasse,
31, i, Munich, 1922, pp. 94-98.
14 Ahorcamiento: Polibio, X II 16 (donde el lazo está «suspendi­
do»). Estrangulamiento: Diodoro, X II 18 (morir ahogado por el lazo);
véase también Demóstenes, Contra Timocrates 139, y Estobeo, Florile­
gio IV 44, 21: epispathéntos toú brókhou (la cuerda de la que se cuelga
Fedra también es epispastos: Eurípides, Hipólito 783).

231
D E B IL ID A D E S DE LA FUERZA

la conclusión de que existen dos versiones concurrentes.


No obstante, el relato de la muerte de Agis nos impide
aceptar esta solución fácil: Plutarco habla, a propósito del
joven rey, de ahogamiento y estrangulamiento; pero, dado
que se toma la molestia de precisar que su madre y su
abuela corrieron la misma suerte, cuando uno lee la des­
cripción del cuerpo colgado de Arquidamia y su deposi­
ción,25 no queda lugar a dudas: para caracterizar la muerte
de Agis, es preciso hablar de estrangulamiento por ahorca­
miento, única fórmula exacta, pues es la única que nos per­
mite escapar de las vacilaciones de los comentaristas que,
puestos a elegir entre dos suplicios, unas veces hablan de
estrangulamiento y otras de ahorcamiento.26
En lo que respecta al suicidio, la situación no es muy
diferente. Si la voz media del verbo apánkhó sirve conven­
cionalmente en los textos para indicar que ha habido
ahorcamiento, jamás se nos ofrece precisión alguna a pro­
pósito de las modalidades de la acción27 y la descripción
se detiene siempre, como si se tratase del umbral de lo in­
decible, en la visión de la soga al cuello del (de la) deses­

25 Ahogamiento: Plutarco, Agis 19, 9 (apopnigontes); estrangula­


miento: 2 0 ,1 (strangálén)·, el cuerpo colgado y su deposición: 20,4 (ek toíi
brókhou kremaménén synkatheíle)·, véase también 20, 7.
26 Estrangulamiento: K. Latte, «Todesstrafe», col. 1609. P. Cloché,
«Remarques sur les règnes d’Agis et de Cléomène», Revue des Etudes
grecques, 5 6 (1943), p. 69. Ahorcamiento: P. Oliva, Sparta and her Social
Problems, Amsterdam-Praga, 19 7 1, p. 229. G. Glotz («Poena», p. 535) es
de la opinion de que Esparta hacía «estrangular o colgar» a los conde­
nados a muerte. E l esfuerzo por distinguir entre estas dos prácticas
cuenta con una larga historia, como demuestra una glosa de la Suda que
pretende, sin fundamento lingüístico alguno, establecer una distinción
entre ankhóné, el ahorcamiento, y '"ankhóné, la soga.
27 Aristófanes supone una excepción cuando añade, en las Ranas, el
taburete (thraníon) a la cuerda que siempre se menciona: 121-122. ¿D e­
bemos atribuir esta precisión a la libertad propia del género cómico?

232
EL CUERPO ESTRANGULADO

perado(a). Valga como ejemplo un coro premonitorio del


H ipólito de Eurípides, en el que las mujeres de Trecén evo­
can el ahorcamiento de Fedra:

Su m ergid a p o r su c ru el in fo rtu n io , ah o ra co lgará del t e ­


cho de su alcob a n u p c ia l un lazo que h a b rá a d ap tad o a su
b lan co cuello.

Las mujeres no dirán nada más; ya la sirvienta grita que


Fedra se ha colgado. Valga también, en el tratado Virtudes
de las mujeres, la historia de las hijas de un tirano que ha
sido depuesto, a las que el pueblo autoriza a morir por su
propia mano: la mayor desata su cinturón virginal y hace
un lazo con él; luego enseña a su hermana pequeña a des­
lizar el cuello por el lazo; y entonces ve a su hermana
m uerta.28 O el aition del culto beocio de Artemis Apan-
khoméne·. unos niños que jugaban en los alrededores del
santuario se encuentran una cuerda y, tras atarla en torno
al cuello de la estatua, dicen que Artemis «(se) ha colgado»
(hés apánkhoito). Una vez más, para hablar de ahorcamien­
to, hemos de confiar en el verbo apánkhomai: el árbol— tan
apreciado por los historiadores de las religiones— en el que
se balancean cohortes de vírgenes colgadas no aparece en
el relato, y, en este aition, no hay lugar para la viga de la cá­
mara nupcial en la que las heroínas trágicas atan su soga.29
Sin la epiclesis de la diosa, la historia explicada por Pau­
sanias también se ajustaría a una Artemis estrangulada.30
No cabe duda de que en esta elipsis que los textos re­
piten hasta la saciedad resultaría inútil buscar otra cosa

28 Eurípides, Hipólito 76 7-771 y 777; Plutarco, Moralia 253d-e.


25 Véase Loraux 1985: 52-53.
30 Pausanias, V III 23, 6, así como Clemente de Alejandría, Protrep­
tico II 38, 3. Véase de todos modos King 1983: 118 -120, que aboga por
una Artemis «Estrangulada», pero convierte a esta epiclesis en algo así
como un epíteto de la naturaleza de la diosa.

2.33
D EBILIDADES DE LA FU ERZA

que no fuera un caso particular del silencio que se guarda


en la antigua Grecia a propósito de las condiciones de la
muerte, de cualquier muerte. Pero, por lo menos, parece
inevitable sacar la siguiente conclusión: da igual que se
trate de un suicidio o de una occisión, el ahorcamiento no
es más que una variante del estrangulamiento.31 Aquí nos
encontramos de nuevo con ankhóne·. conviene destacar,
junto con los filólogos, que este término, que deriva del
verbo ánkhó (apretar, ceñir), se ha independizado de su
raíz hasta el punto de haber olvidado su sentido original
para especializarse en la designación del estrangulamiento
o el ahorcamiento.32 Pero no siempre las cosas resultan tan
claras como desearían los filólogos: desde Heracles apre­
tando al león de Nemea con sus brazos hasta los enfants te­
rribles de Aristófanes dispuestos a estrangular a su propio
padre, la acepción de ankhóne sigue siendo vacilante, mien­
tras que ánkhó, más próximo de lo que podría parecer a
apánkhomai y ankhóne, designa con frecuencia el ahoga-
miento, el estrangulamiento.33 Así pues, en G recia nada
parece impedir que veamos tanto en el ahorcamiento co­
mo en el estrangulamiento una «form a de asfixia».34 No
hay más que remitirse a los escritos médicos, en los que to ­
das las formas de asfixia se comunican entre sí, y el ahor­

31 Así, Alcifrón (Cartas III 49) emplea indiferentemente kreméso-


maiy strangalisó ton trákhelon.
3i Véase M. Leumann, Ote Sprache, 1 (1949), p. 205.
33 Heracles y el león de Nemea: Eurípides, Heracles, 154 (ankhóne·,
véase también Aristófanes, Aves 1375 y 1378, y Ranas 468, donde se re­
cuerda la llave con la que Heracles logra capturar al can Cerbero, suje­
tándolo por el cuello, ánkhón). Los hijos que estrangulan a sus padres:
Aristófanes, Nubes 1385; Asamblea de las mujeres 638-640; Aves 1348-
1352.
34 J. Bayet, «Le suicide mutuel dans la mentalité des Romains», en
Croyances et rites dans la Rome antique, París, 19 71, p. 135 y n. 4; véase
también A. Bayet, Le suicide et la morale, Paris, 1922, pp. 297-299.

234
EL CUERPO ESTRANGULADO

camiento tiene su lugar en ellos, sin discusión. Cuando un


autor hipocrático, al enumerar los problemas que aquejan
a las jóvenes en la edad de la pubertad, alude, junto con
el deseo de ahogarse, al de colgarse, es probable que una tal
yuxtaposición sea algo más que casual.35 En todo caso, el
médico sabe establecer una relación entre el ahorcado y
el epiléptico, porque ambos presentan el síntoma esencial
de la asfixia: la espuma en la boca, signo de ahogamiento.36
Prosiguiendo con esta exploración de un campo semán­
tico, nos detendremos un instante en el concepto del aho-
gamiento. Sin demorarnos en la sinonimia de apánkhó y
apopnígó, sin recurrir a una glosa de H esiquio que equi­
para ankhóné con pnigetós, nos detendremos en un p asa­
je de las Ranas en el que Heracles, al ser preguntado acer­
ca de cuál es la vía más rápida al Hades, aconseja a Dioniso
que recurra al ahorcamiento:

— H a y una que p arte d e una soga y de u n tab u rete: no tie ­


nes m ás que colgarte.
— ¡C a lla ! E s a s fix ia n te .37

A fin de que la respuesta apresurada del dios temeroso ad­


quiera pleno sentido hemos de remontarnos un poco más
arriba y descender un poco más abajo— apenas— en el tex­
to. Dioniso ha preguntado por «el camino más corto»,

35 Hipócrates, Sobre las enfermedades de las jóvenes, Littré, V III, p.


468. Pnígó con el significado de «ahogar», véase Chantraine 1968: s. v.
Recordemos que apopnígó designa habitualmente el estrangulamiento.
Así, a través de la referencia común al ahogamiento, el pensamiento
griego pone en relación dos tipos de muerte en los que otras civilizacio­
nes, sobre un fondo de «solidaridad que crea una estructura», observan
una oposición radical: a propósito de la oposición entre el ahogamiento
y el ahorcamiento en la Saga de Hadingus, véase G . Dumézil, Du mythe
au roman, Paris (PUF), 1970, pp. 128 y 136-138.
36 Compárese Aforismos II 43 y Sobre la enfermedad sagrada i y 7.
37 Ranas 122 y, de un modo más general, 117-125.

235
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

precisando además que no desea que resulte «ni dem asia­


do caliente ni demasiado frío». Y, de hecho, después del
ahorcamiento calificado de «asfixiante», también la cicuta
será rechazada, pues es «fría y glacial». No hay lugar a du­
das: como bien han señalado los escoliastas y los comenta­
ristas, pnigerán debe entenderse en el doble sentido de la
palabra pnígos, que designa tanto el sofoco como el calor
tórrido.38 Del suicidio pasemos por un instante a la pena
capital. No es preciso recordar que, en cierto sentido, la ci­
cuta ofrecida a un condenado le provoca una muerte no­
ble—basten para probarlo la muerte de Terámenes y la de
Sócrates—·.39 Por contraste, a partir de entonces la muerte
por estrangulamiento será considerada infamante. Pero,
antes de proseguir con este examen del orden de los valo­
res, cedamos una vez más la palabra al médico: es ley de vi­
da que el cuerpo humano deba evacuar su calor, dicho en
otras palabras, que esté «abierto», que en la respiración el
intercambio se efectúe entre el adentro y el afuera.40 Cuan­
do les llega el ahogo último que bloquea su respiración, el
ahorcado, el estrangulado mueren cerrados para siempre.

Nos queda una dificultad: al tratar de forma conjunta el


estrangulamiento y el ahorcamiento, ¿acaso no nos esta­

38 Véanse los escolios ad loe, y la Suda, s. v. Pnígos y el calor: véase


Aristófanes, Nubes 96, 1504 (Sócrates ahogándose en el incendio del
pensatorio); Avispas 511; Aves 726, χοοι, 10 9 1; Platón, Fedro 258c 7 y
279b 4; República X 621a 3; Leyes X I 919a 4; Aristóteles, Meteorológicas
I I 5 ,316b 27 y, sobre todo, Sobre la respiración 478b (donde se estable­
ce un vínculo entre calor y ahogamiento).
39 Véase infra, pp. 350-354.
40 Véase Hipócrates, Enfermedades I 21, y, sobre todo, Sobre los lu­
gares en el hombre 27. ¿Acaso las jóvenes, en un acceso de melancolía,
recurren a la ankhóné por exceso de frío y deseo de calor ([Aristóteles],
Problemas 3 0 ,1, 955a 9-10)? Véase Pigeaud 19 8 8 :12 6 -12 7 y n- 62.

236
EL CUERPO ESTRANGULADO

mos olvidando de aquello que, en realidad, introduciría


una diferencia radical entre esas dos formas de morir, es
decir, de la dimensión «aérea» del ahorcamiento?
Al comentar el tabú romano en virtud del cual, a dife­
rencia de lo que ocurre con los que han sido estrangula­
dos, los ahorcados son privados de sepultura, Jean-Louis
Voisin ha demostrado que el sacrilegio estriba en la ausen­
cia de todo contacto con el suelo.41 ¿Y los griegos? ¿L e
conceden alguna importancia al hecho de que los pies del
ahorcado no toquen el suelo, a la hora de establecer una
equivalencia entre el estrangulamiento y el ahorcamiento?
Es verdad que existe un texto que parece sugerir justamen­
te lo contrario: en el canto X X II de la Odisea, el suplicio
reservado a las sirvientas infieles es la horca, y Telémaco se
encarga de estirar el cable bien arriba «para que ninguna
apoyase sobre tierra los pies». De hecho, en una alusión
tan fugitiva como drástica, sus pies se agitarán un instan­
te, muy breve.42 Pero, además de que una única indicación
no basta para constituir una tradición, forzoso es recono­
cer que en los preparativos de Telémaco lo que domina es
una obsesión por la eficacia.
Por el contrario, en el otro extremo de esta cadena
temporal, un texto de Plutarco sugiere que nunca es de­
masiado tarde para tender en el suelo un cuerpo, aunque
haya sido ahorcado: así, al librar el cuerpo de Arquidamia
de la soga que lo ciñe para tenderlo en el suelo antes de re­
cubrirlo y «ocultarlo» como para darle sepultura, la ma­
dre de Agis parece estar abriendo a los suyos el camino de
los ritos funerarios.43 Podemos añadir a este testimonio—
tardío sin duda— de Plutarco el que nos proporciona, en

41 Voisin 1979: 432-435; a propósito de la privación de sepultura:


ibid., 424-427 y «Le suicide d’Amata», pp. 259-260.
4i Odisea X X II 467 y 473.
4S Plutarco, Agis 20, 4.

237
DEBILID A D ES DE LA FU ERZA

pleno siglo v, una escena del H ipólito de Eurípides. Fedra


se ha ahorcado;44 en el momento de actuar, como era de
esperar, el coro duda («¿N adie va a traer una espada de
doble filo con la que podríam os cortar el nudo de su cue­
llo y librar a la reina del lazo que la estrangula?»). Cuando
las mujeres de Trecén acaban por convencerse de que ya es
demasiado tarde, se preocupan por tender el «infortuna­
do cadáver» como «corresponde a un m uerto».45 Al leer
estos textos, da la impresión de que al acostar en el suelo
el cadáver de un ahorcado, éste es devuelto al seno de la
vasta cofradía de los muertos, esto es, de aquellos que tie­
nen derecho a los ritos funerarios.46
Pero no es por el lado institucional de los ritos,47 sino
por el lado—poético, cuando no imaginario— de la lengua
y las metáforas trágicas por donde hallaremos algún tipo
de insistencia a propósito de la dimensión aérea del ahor­
camiento. En Sófocles y en Eurípides existe, por supuesto,

44 Fedra mantiene una relación muy estrecha con la aióra (suspen­


sión y balanceo): véase Pausanias, X 29, 3.
45 Eurípides, Hipólito 780-789. Tender: ekteínó, repetido dos veces
(786, 789) y que es preciso distinguir, en lo que concierne a su signifi­
cado, de orthóó (arreglar el cadáver deformado por el ahorcamiento); es
de señalar que Plutarco emplea el mismo verbo para caracterizar el ges­
to de Agesístrata (parekteínasa). «Como corresponde a un muerto»: en
el hós nekrón del verso 789, se constata, por supuesto, la muerte de Fe­
dra, pero sin duda debemos entender algo más, el reconocimiento de su
condición de muerta.
46 En «un mínimo de ritos por lo menos»: L. Gernet, a propósito de
los que sufren el suplicio del apotympanismós («Sur l ’exécution capitale»,
en Gernet 1968: 329).
47 Aun cuando el difícil dossier de la aióra merecería por sí mismo
un estudio sistemático; véase, por el momento, R. Manin y H. Metzger,
La religion grecque, París, 1976, pp. 127-128, y los artículos de Ch. P i­
card (Revue archéologique, 28 [1928], pp. 47-64), B. C. Dietrich (Her­
mes, 86 [1961], pp. 36-50) y J. Hani (Revue des Etudes grecques, 91
[1978], pp. 107-122).

238
EL CUERPO ESTRANGULADO

el verbo artáó, derivado de aeíró, en el que se mezclan ya


de un modo inextricable la acción de levantar y la de atar
o colgar.48 De modo que existe también el derivado artáné,
término con el que se designa el lazo que pende, y con res­
pecto al cual Esquilo se toma la molestia de precisar que
está atado «d e lo alto» (ánóthen ).49 Existen, sobre todo,
una serie de epítetos que sirven para calificar ankhóné, o
incluso brókhos, el término más habitual para designar el
lazo. A propósito del lazo del ahorcado, los trágicos dicen
con frecuencia que es metársios (aéreo), ouránios (celeste),
kremastós (suspendido).50 Ahora bien, de manera inversa,
como si quisiera recordarnos que la suspensión es indiso-
ciable de la soga, cuando Sófocles caracteriza la muerte de
Yocasta como una aióra, se apresura a intensificar la ex­
presión de este vínculo, y la mujer colgada está «suspendi­
da del cuello por retorcidos lazos» (plektaís eórais empe-
plegm énen).’’ 1
Todo ello no son sino indicaciones fragmentarias, cu­
yo efecto textual se anticipa a cada instante a la precisión
técnica, de manera que no invitan demasiado a proseguir
nuestra investigación en esa dirección. ¿Q ué hacer, enton­
ces? Delimitar, tal vez, de un modo más sistemático de lo
que hemos venido haciendo hasta ahora, el sistema de va­
lores que abordan el ahorcamiento como paradigma del
estrangulamiento.

48 Chantraine 1968: s. v. aeíró. A rtísai y apartésai dérén: véase, por


ejemplo, Eurípides, Andrómaca 412 y 811.
19 Esquilo, Agamenón 875.
50 Eurípides, Helena 299: ankhónai metársioi\ Alcestis 229-230:
brókhói ouraníói-, Hipólito 769-770: kremastón brókhon (véase también
779 y 802, y Orestes 1305-1306), así como Sófocles, Edipo Rey 1266
(kremastSn artánén).
51 Sófocles, Edipo Rey 1263-1264.

239
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

Una vez más, será preciso suplir de alguna manera el si­


lencio de los textos a propósito de la ejecución, y recurrir
al suicidio para aclarar la occisión. N o obstante, acerca
del carácter atroz, infamante, de la ejecución por ahorca­
miento, el canto X X II de la Odisea resulta muy explícito:
desoyendo—una golondrina no hace verano— las órdenes
de Ulises, que había exigido que las sirvientes entregasen
su alma a punta de espada, Telémaco opta por ahorcarlas
«pues no se dirá que yo he dado una muerte pura (katha-
ros thánatosY 2 a estas siervas» y, como haciéndose eco de
sus palabras, el texto describe a continuación el lazo que
rodea sus cuellos, a fin de que las mujeres «tengan la más
penosa de las m uertes».53 En lo que respecta a la muerte de
Agis, el tabú que prohíbe tocar con la mano el cuerpo del
rey basta para designarla como impía. D e todas maneras,
podríamos preguntarnos si el carácter escandaloso de esta
muerte54 no debiera ser imputado también a las m odalida­
des de la ejecución: ahora bien, esta pregunta quedará sin
respuesta.
Nos queda, por lo tanto, el suicidio por ahorcamiento,
que en Roma resulta infamante y en Grecia no goza de una
reputación mucho mejor.55 Muerte horrible que hasta las
propias esclavas evitan, si hemos de creer a la Helena de
Eurípides, último estigma (lébë) que Yocasta inflige a su
vida. También Antigona halla en él el último recurso;56 por

51 Véase el comentario de Hesiquio (s. v. ms mèn dé katharói thaná-


tói)·. «La muerte por ahorcamiento no es pura, pura es la que da la es­
pada; de ahí que, en el caso de los ahorcados, no se les hagan ni siquie­
ra los sacrificios de los muertos.»
53 Odisea X X II 443, 462, 472.
54 Plutarco, Agis 2 1,1.
” Roma: Voisin 1979 (426). Grecia: Plutarco, Temístocles 22 (las so­
gas y los vestidos de los ahorcados arrojados al Báratro), con el comen­
tario de J. Bayet, «Le suicide mutuel», p. 135, n. 3.
s6 Eurípides, Helena 298-300; Sófocles, Antigona 54.

240
EL CUERPO ESTRANGULADO

regla general, el ahorcamiento sanciona, pues, el deshonor.


D esde Epicasta, casada con su hijo, hasta la hija de Mice-
rino violada por su padre, y desde el género trágico hasta
el relato histórico de H eródoto, en el que se explica cómo
Pantites, uno de los dos supervivientes de las Termopilas,
se colgó para escapar a su vergüenza, el ahorcamiento es el
sino de los desesperados que han perdido toda tim é .57
Tampoco tiene por qué sorprendernos tanto el hecho
de que en la austera historiografía de Tucídides, en las dos
únicas ocasiones en que se alude al estrangulamiento o al
ahorcamiento, ello se atribuya a los horrores de la stásis.
La guerra civil acaba con todas las fronteras, empezando
por aquellas que, en tiempos normales, separan la ejecu­
ción del crimen, y el crimen del suicidio. Rodeados por sus
adversarios demócratas, reducidos a una confusión abso­
luta, los oligarcas de Corcira, que han caído en la trampa,
se ven obligados en dos ocasiones al suicidio, a colgarse de
los árboles o a estrangularse con las cuerdas de sus camas­
tros o con las tiras que arrancaron de sus vestidos.58 ¿El
ahorcamiento como atrocidad de la guerra civil? D ecidi­
damente, en un mundo donde la stásis constituye el mal
absoluto, el ahorcamiento no tiene buena prensa...

LA M U J E R D E L LAZO

Para aclarar el descrédito que pesa sobre esta muerte, con­


viene añadir al estudio del campo semántico del ahoga-
miento el de la palabra brókhos. Así, brókhos es el lazo he-

57 Epicasta: Odisea X I 279; hija de Micerino: Heródoto, I I 131; sui­


cidios trágicos: Helena 200-202 y 686, así como Neofrón, fr. 3 Nauck;
ahorcamiento de Pantites: Heródoto V II, 232; como último recurso:
Diógenes Laercio, V I 8 6 (Crates).
58 Tucídides, III 81, 3 y IV 48, 3.

241
D EBIL ID A D ES DE LA FUERZA

cho nudo ya, la red dispuesta a cerrarse, en una palabra, el


dispositivo del estrangulamiento. Pero en brókhos es pre­
ciso ver mucho más: el símbolo por excelencia, o incluso
el sinónimo exacto de ankhóné.59
Si «las ataduras son las armas privilegiadas de la m i-
tis»,60 no cabe duda de que es en el campo—tan importan­
te y a la vez tan denigrado en G recia— de la inteligencia as­
tuta donde hemos de situar la muerte por el lazo. Una de
las características de la atadura es que se ajusta estrecha­
mente a la presa que tiene aferrada: de este modo, el lazo
se convierte en collar de muerte y, desde Homero hasta
Eurípides, el verbo háptó expresa la adaptación perfecta
del brókhos al cuello de quien va a soportarlo61·— ya se tra­
te de alguien condenado por la ciudad, de un candidato al
suicidio o incluso (pues los usos de brókhos son múltiples)
de una víctima sacrificial, de un pájaro atrapado en la on­
cejera o de una presa caída en la trampa mortal de una ca­
za metafórica— ,62 La occisión está relacionada, a través de

59Véase, por ejemplo, Esquilo, Suplicantes 788; Eurípides, Hipólito


769-771, 779, 802 (con la glosa de Hesiquio: brókhos-ankhóne)·, Andró-
maca, 844; Neofrón, fr. 3 Nauck (brokhôtôn ankhónén)·, Plutarco, Agis
20, i, 4, 7. En un texto apocalíptico, hallamos también brokhísai heau-
tón (Oxyr. Pap., 850, 6).
60 Cita de Detienne-Vernant 1974: 49; a propósito de la «complici­
dad entre el vínculo y el círculo»: 290.
61 Háptó: Odisea X I 278; Semónides, I 18; Esquilo, en Oxyr. Pap.,
216 1, i, 14; Sófocles, Antigona 1222; Eurípides, Hipólito 769, 802; H e­
lena 136; Orestes 1306; Bacantes 545, 615.
61 Odisea X I 278 (suicidio); X X I I 472 (occisión); Heródoto, I V 160
(sacrificio escita); Aristófanes, Aves 572 (trampa para pájaros; a propó­
sito de brókhos en el vocabulario cinegético, véase también Opiano, Ci­
negético 1 151; II 24; III 258; IV 448). Resulta interesante confrontar, en
el seno de una misma tragedia, los diversos empleos de la palabra bró­
khos, desde el ahorcamiento hasta el aprisionamiento y la caza, real o
metafórica: véase, por ejemplo, Eurípides, Andrómaca 844, 502, 556,
720, 996.

242
EL CUERPO ESTRANGULADO

brókhos, pero también, en numerosos aspectos, a través de


ánkhó y sus derivados,63 con la astucia y no con los modos
leales de un enfrentamiento abierto, tanto en la guerra co­
mo en la caza: en la guerra, brókhos se convierte en lazo,
un arma perfectamente anómala, y, en esta caza m etafóri­
ca que es la em boscada mortal, brókhos, en cuanto red
mortal, denota la perfidia ignominiosa.04
Fuerza evocadora de las imágenes de astucia: la presa
que ha quedado atrapada en el lazo está ya perdida y no
hay nada más que decir de lo que será de ella. Tal vez en­
tonces se comprenda mejor esa ley tácita en virtud de la
cual, de Heródoto a Plutarco y de Homero a Eurípides, las
descripciones del estrangulamiento se detienen antes de
haber comenzado, frenadas por la evocación del cuello en
el lazo. Nada más diremos a propósito del cuerpo estran­
gulado: la censura griega del cuerpo sale ganando, pero
también el imaginario, libre de apropiarse de las ricas ca­
denas asociativas de la métis. Nos detendremos particular­
mente en una imagen: cuando, en el canto X X II de la Odi­
sea, las sirvientas ahorcadas por Telémaco «m uestran sus
cabezas en fila, y un nudo constriñe cada cuello», y se con­
vierten en tordos o palomas cogidas «en lazo cubierto de
hojas»,65 ¿hemos de tratar a la ligera esta metáfora? ¿He-

63 Ankhóné como trampa de los brazos de Heracles: Eurípides, He­


racles i si-i 54; deránkhé como trampa para aves: Antología palatina VI
109.
6+ E l lazo: Heródoto, V II 8 5 (arma de bárbaro); Tucídides, II 76, 4
(arma de asediados). La red de muerte de Clitemnestra: Esquilo, Coéfo­
ras 557 (cf. Licofrón, Alejandra xxo); en Eurípides hay tres apariciones
dignas de mención de brókhos como trampa de muerte: Andrómaca 995-
996 (mekhans peplegméné brókhois), Electra 154 (donde la imagen del
cisne que llora a su padre muerto entre los cercos traidores de una red
conjuga el vocabulario de la caza y la alusión a la muerte de Agamenón)
y Bacantes 1022.
65 Odisea X X II 468-472.

243
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

mos de ver'en ella el fruto del azar o de una pura fantasía


de poeta, con el pretexto de que «el único punto común es
la imagen del lazo en torno al cuello»?66 Yo, por el contra­
rio, me inclino a tomar en serio esta metáfora homérica, en
nombre de la coherencia de las representaciones griegas
del estrangulamiento y porque, como mínimo, existe otro
texto que sugiere una comparación entre la mujer colgada
y el pájaro que ha caído en la trampa. En el H ipólito de
Eurípides, Fedra es comparada a un pájaro en dos ocasio­
nes. Antes de evocar su suicidio, el coro recuerda cómo,
pájaro de mal augurio (dysornis ) venido de la tierra cre­
tense, Fedra llegó al puerto de Muniquia: ya entonces, p a ­
ra que ella pudiese poner pie en tierra, se habían sujetado
sólidamente «los cabos trenzados de las am arras»—ya se
estrechaba el nudo— . A su vez, ante el cadáver inerte de
su esposa, Teseo hará de Fedra un pájaro: un pájaro que se
le ha escapado de las manos y que, de un salto, ha desapa­
recido en el H ades.67 Sin duda alguna, la segunda imagen
evoca el vuelo, libre al fin, de la muerta; sólo que, colgada
de ese lazo a propósito del cual el texto señala con insis­
tencia que es a un tiempo trenzado y aéreo, Fedra es cla­
ramente el pobre pájaro que cantaba el coro.68 Una vez

66 F. Robert, «Le supplice d’Antigone et celui des servantes d’Ulys­


se», Bulletin de correspondance hellénique, 70 (1946), pp. 501-505 (cita
p. 503).
67Hipólito 758-763,828-829.
68 A propósito del pájaro y los temas aéreos como metáforas de la
huida, del suicidio y del vuelo del alma en la tragedia, véase Esquilo, Su­
plicantes 786-803, y Eurípides, Andrómaca 862 (con las observaciones
de H. Parry, «The Second Stasimon of Euripides’ Hippolytus [732-775]»,
Transactions and Proceedings o f the American Philological Association,
97 [1966], pp. 317-326); en la Helena, el ahorcamiento es metársios (do­
blete de metéoros; recordemos que metéoros denota en Aristófanes el
universo de los pájaros: Aves 690, 818); el lazo kremüstós y el pájaro:
véase R. Padel, «Imagery of the Elsewhere: Two Choral Odes of Euri-

244
EL CUERPO ESTRANGULADO

más, la coherencia de la imagen pasa por la evocación pre­


cisa, dolorosamente precisa, del lazo.
La mujer colgada como un pájaro. H a llegado el mo­
mento de agregar a los dudosos valores que hacen del ahor­
camiento o del estrangulamiento una mala muerte uno más,
decisivo: la ankhóné es antes que nada una muerte femeni­
na.159 Baste con recordar la cohorte de heroínas ahorcadas
de la mitología y del culto: Fedra, por supuesto, y la Ártemis
estrangulada de Beocia, pero también Ariadna, Erigone,
Carila, y tantas otras.70 ¿E s preciso atribuir esta afinidad
de las mujeres con la ankhóné a una «naturaleza femenina»
que sería «menos valerosa y menos firm e»? Antes de dar
una explicación fisiológica de este fenómeno, el autor del
tratado hipocrático Sobre las enfermedades de las jóvenes
recurre de pasada a tal hipótesis para explicar las epide­
mias de suicidios que, periódicamente, ponen la soga al
cuello de las mujeres jóvenes.71

pides», Classical Quarterly, 24 (1974), p. 232; para acabar, el brókhos


epispastos de Hipólito 783 recuerda los cables trenzados de los versos
762-763.
69 Muerte «femenina»: incluso cuando un hombre decida colgarse;
en este sentido, el ahorcamiento es una muerte que se sitúa bajo el sig­
no de lo femenino. Pero es sobre todo una muerte de mujer— de mu­
chachas y de mujeres— . Entre el discurso del mito y el de la religión,
donde son las muchachas especialmente las que se ahorcan, y la trage­
dia, donde ese tipo de muerte es, antes que nada, propio de las esposas
(con la gloriosa excepción, es cierto, de Antigona): véase «La main
d’Antigone», M étis, 1 [1986], pp. 165-196), la diferencia resulta paten­
te. Se podría ver en ello, tal vez, un indicio del trabajo de reelaboración
al que procede un género literario, a partir de las representaciones com­
partidas de la tradición.
70 Ariadna: Plutarco, Teseo zo, 1; Carila: Plutarco, Cuestiones grie­
gas 293d-f; Erígone, etc. (para otros ejemplos, véase W. Burkert, Homo
necans, Berlín, 1972, p. 77 y n. 26).
71 Sobre las enfermedades de las jóvenes, Littré, V III, p. 466; epide­
mia de ahorcamientos en Mileto: véase Plutarco, Virtudes de las mujeres

245
D EBIL ID A D ES DE LA FU ER ZA

Si no nos contentamos con generalidades de este tipo,


si creemos que los griegos podían llevar más lejos su pen­
samiento, hemos de volver de nuevo al campo de la métis·.
entonces caeremos en la cuenta de que, en su cualidad de
trampa trenzada, el brókhos es el lugar de una interferen­
cia constante entre los valores de la caza y los del tejer, tan
femeninos.72 Añadamos que, en el universo trágico, el ves­
tido de las mujeres es siempre susceptible de transform ar­
se en nudo de muerte: Antigona se cuelga de su velo con­
vertido en brókhos — un brókhos «tejido de hilo»—y, al
evocar el bello instrumento (mëkhanè kalé) que les pro­
porcionarán para colgarse sus cinturones de vírgenes,73 las
suplicantes de Esquilo sugieren que, en lo que concierne
a la mujer, no es mucha la distancia que va del adorno al
lazo.74
¿Es la soga una muerte de mujer? Desde el punto de
vista del suicidio, resulta evidente. Y como, en el imagina­
rio de los griegos, no existe ningún universo que no se ar­
ticule en torno a la oposición entre lo masculino y lo fe­
menino, en el pensamiento acerca del suicidio la división
se hace entre la soga y la espada, enfrentadas a cada ins­
tante, opuestas a cada instante.75 Para un hombre, no exis­
te muerte más honorable que aquella, aceptada o elegida,

ii ,245)b-d, con el comentario de E. De Martino, La terre du remords,


trad, francesa, París, 1966, pp. 224, 226 y 231.
72 Véase Detienne-Vernant 19 74: 279, y E. De Martino, op. cit.,
p. 239.
73 A propósito del cinturón femenino: Schmitt 1977.
74 Sófocles, Antigona 12 21-122 2; Esquilo, Suplicantes 457-46;. Un
comentario funcional de las Suplicantes como el de Whittle (ad 160:
«hanging is particularly easy to a woman, since it requires no more than
a normal article of clothing») resulta un poco tajante y debe ser matiza­
do por las observaciones del propio Whittle (ad 45 S) acerca de la trans­
formación de las armas de la debilidad en instrumentos de fuerza.
75 Véase Loraux 1985: 31-60.

246
EL CUERPO ESTRANGULADO

que el hierro procura. Prescindiendo del hecho de que la


muerte le llegue en medio del intercambio de golpes da­
dos y recibidos en el transcurso del combate o bien en la
soledad del suicidio, la herida abierta en la carne convier­
te un cuerpo de hombre en un cuerpo viril.76 Y al hierro
cortante, agudo, que corta el cuello o atraviesa el pecho,
se opone con regularidad la muerte insidiosa que se va a
buscar en la soga.77 Cuando, en el Sofista , el juego de la di­
cotomía atraviesa el universo de la caza, Platón distingue y
opone dos maneras de apoderarse de una presa: la prim e­
ra consiste en atraparla en un cerco (hérkos ) y evidente­
mente, entre las diferentes trampas-prisión que menciona,
aparece el brókhos·, la segunda consiste en golpear a la pre­
sa, y desde luego no es fruto del azar el hecho de que, en­
frentado a la oposición entre hérkos y plëgé, el filósofo eli­
ja explorar la segunda v ía / 8 Se dirá que esta dicotomía es
un puro divertimento filosófico. Pero todo indica que no
lo es en absoluto y que, por ejemplo, puestos a violar el ta­
bú que prohíbe tocar el cuerpo del rey espartano, más va­
le la muerte de Cleómbroto, alcanzado (plëgeis ) por un
golpe de lanza enemiga en Leuctra, que la de Agis, estran­
gulado por los éforos.79

76 Cuando se entera de la muerte de Patroclo, es preciso proteger a


Aquiles de la tentación de «segarse la garganta con el hierro» (litada
X V III 34). E l más conocido de los que cometen suicidio con la espada
es Áyax. Muerte elegida (en el suicidio) o aceptada (en el caso de la be­
lla muerte), este final resulta siempre noble: Eurípides, Orestes 1060-
10 6 1. Véase también supra, pp. 93-97.
77 En Eurípides, brókhos se opone con frecuencia a sphagé o al ver­
bo thégô y sus derivados. Véase también Platón, Critias 119 e i: la caza
sacrificial de los reyes de la Atlántida se desarrolla áneu sidérou ... bró-
khois (sin utilizar el hierro, con lazos).
78 Platón, Sofista 22ob-c, que podemos comparar con Eurípides,
Electra 154-155 (doltois brókhón hérkesin).
79 Plutarco, Agis 2 1,1-3.

2-47
D E B IL ID A D E S DE LA FU E R Z A

Vayamos a lo esencial: morir con la soga al cuello equi­


vale a no derramar sangre.80 Al formular así— de una mane­
ra tan brutal—las cosas, no se me oculta que «en sí misma,
la muerte sin efusión de sangre no resulta específica del
ahorcamiento» o del estrangulamiento.81 Pero aquí tan sólo
me interesan las categorías griegas, y la oposición entre so­
ga y espada, entre el cuerpo aprisionado en el brókhos y el
cuerpo lacerado del que mana la sangre, es una de ellas: en
consecuencia, dejando a un lado el hecho de que sea o no
dominante en las prácticas griegas de la occisión, la ankhó­
né adquiere una suerte de ejemplaridad. Al menos, convie­
ne destacar que en la Grecia antigua la ejecución evita por
regla general el suplicio sangriento,82 a fin de preservar, qui­
zás, el carácter noble que reviste la muerte con la espada.
Derramar o no derramar sangre: no cabe duda de que
esta oposición crucial se observa mejor en Roma, donde
«la sangre ... asume nombres diversos dependiendo de si
se halla encerrada en el cuerpo o bien adquiere la sacrali­
dad a partir de su efusión»,83 y los helenistas tienen toda la

80 Véase Opiano, Cinegético IV 448-453 (brókhos y dolos glosados


como anaimóti, «sin derramamiento de sangre»). A propósito del ahor­
camiento como recurso para escapar de la sangre derramada o del des­
garramiento de la violación, véase Esquilo, Suplicantes 787-790 (com­
párese con 798, donde el marido es daiktór, «desgarrador»),
81 Voisin 1979: 428.
82 En un texto durante largo tiempo inédito, y que seguía siéndolo en
el momento de la primera redacción de este estudio, Louis Gernet hace
esta observación («Le droit pénal de la Grèce ancienne», en Y. Thomas
[éd.], Ou châtiment dans la cité. Supplices corporels et peine de mort dans
le monde antique, Roma-Paris, 1984, p. 27), al poner en relación esta «par­
ticularidad notable» con «ciertas prohibiciones muy antiguas». La impre­
sionante enumeración de suplicios sangrientos que hallamos en Euméni-
des 186-190 no se debe a una lectura realista, sino que tiene que ser puesta
en relación con la naturaleza de las Erinias, esas bebedoras de sangre.
85 J. Bayet, «Le suicide mutuel», p. 173, n. 1; véase también «Le rite
du fécial et le cornouiller magique», ibid., p. 27, n. 4.

248
EL CUERPO ESTRANGULADO

razón cuando se lamentan de que la lengua griega no trace


una distinción como aquella que, desde muy pronto, pre­
senta la lengua latina entre sanguis y crúor, entre la sangre
que circula por el cuerpo y la sangre derramada o coagu­
lada.*4 Pero, más allá de los silencios de la lengua, no re­
sulta del todo im posible reconstruir algo así como un
pensamiento griego de la sangre en el que, de H om ero a
Hipócrates y más allá,85 sería propio de la naturaleza de la
sangre el hecho de manar, e incluso manar fuera del cuer­
p o ,86 puesto que, en su origen, hatma designaba la efusión
de sangre a través de una herida.
Y he aquí que la cuestión de la sangre nos lleva por
contraste al estrangulamiento. Para ello, basta con que nos
detengamos una vez más en la reflexión médica de los grie­
gos. En lo que atañe al vocabulario, podríam os interesar­
nos, quizá, por el término anktér, derivado de ánkhó, que
designa el instrumento con el que se cierran las heridas,87
al retener en el interior del cuerpo la sangre cuya efusión
intempestiva resulta peligrosa en ese momento. En lo que
se refiere a la nosología, podemos detenernos en las angi­
nas, tanto en el nombre como en su descripción; sabido es

84 Ernout-Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, s.


v. sanguis y cruor.
85 Se trata aquí de aproximarse a algunas de las grandes líneas de un
pensamiento, y no a las diferencias y a las características específicas de
los sucesivos sistemas, de los que puede hallarse una presentación ade­
cuada en Manuli-Vegetti 1977.
86 A propósito de haima, véase Chantraine 1968, s. v., y H. Koller,
«Haíma», Glotta, 15 (1967), pp. 149-155.
87 Plutarco, Moralia 468c. Más complicado, pero también instruc­
tivo, resultaría el estudio del campo semántico de stránx (la gota expri­
mida por presión, con esfuerzo), que da lugar tanto al vocabulario del
estrangulamiento (strangálé, strangalizó-, cf. strong, nombre que recibe
la cuerda en el antiguo alto alemán) como a los nombres que definen la
retención de orina (strangouria) o al instrumento quirúrgico que sirve
para sacar sangre (strangeton): véase Chantraine 1968: s. v.

2 49
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

que las anginas derivan indirectamente su nombre de la


palabra ankhóné, pasando a través del latín angina 88— si
bien, los griegos daban a esta enferm edad el nombre de
kynankhos, cosa que no nos aleja de ánkhó — . En lo que res­
pecta a su descripción hipocrática, conviene recordar que
esta enfermedad «proviene de la sangre, cuando este lí­
quido se coagula en las venas del cuello».89 O sea que las
anginas no son más que una réplica benigna de la ankhóné
de muerte. Pero para encontrar analogías aún más so r­
prendentes y avanzar en nuestra reflexión a propósito del
cuerpo estrangulado, conviene que centremos nuestra aten­
ción, una vez más, en la dimensión femenina de la muerte
con el lazo. De manera que, para acabar, nos fijaremos sin
más en el discurso ginecológico y en lo que éste dice acer­
ca del estrangulamiento o del ahogamiento cuando se pro­
duce en un cuerpo femenino.
El hombre griego—ya hemos adelantado esta hipóte­
sis— es viril en la medida en que derrama sangre y la hace
manar de las heridas abiertas a través de la «carne calien­
te», ya sea la del enemigo90 o la suya propia. En el juego
asesino de la guerra, el cuerpo del hombre, lacerado o in­
cluso mutilado por la lanza, constituye el lugar de un «re ­
parto» sangriento que, en la epopeya,91 pero también, en
época clásica, en la tragedia,91 se expresa en un lenguaje

88 Acerca de angina como préstamo antiguo del griego ankhóné,


véase Ernout-Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, s. v.,
y M. Leumann, Die Sprache, i (1949), pp. 204-206. En el Corpus hipo-
crático, el término que define las anginas es kynankhos.
89 Hipócrates, Sobre los lugares en el hombre 30,
90 Véase supra, pp. 203-204.
91 E l verbo da izó que, en la Odisea (X IV 434), designa la repartición
sacrificial, se emplea de manera recurrente en la Iliada a propósito del
desgarro que el bronce provoca en el cuerpo del guerrero.
92 El ejemplo más llamativo es el del Ayax, donde el héroe es desig­
nado, tras su suicidio, como «víctima acabada de degollar» (898: artíós

250
EL CUERPO ESTRANGULADO

en el que los procedimientos del combate pueden lindar


peligrosamente con las prácticas sacrificiales. Es como si,
al nivel del significante, se pudiesen confundir las fronte­
ras mejor establecidas; como si, más allá de todas las taxo­
nomías, la unidad de la muerte cruenta se reconstituyese
en torno a la imagen del cuerpo lacerado.93 ¿Cóm o hablar,
a partir de una lógica tal, del cuerpo femenino, cerrado en
sí mismo y a la vez periódicamente abierto, tan protegido,
aun cuando, en virtud de las leyes intrínsecas de la femini­
dad, deje manar la sangre de una manera perfectamente
natural? El imaginario griego del cuerpo optó, en su cohe­
rencia, por insistir en la cerrazón femenina (positiva cuan­
do el cuerpo se cierra sobre el niño que lleva en su seno
durante el embarazo, pero absolutamente inquietante en
todos los demás casos),94 y pensó la sangre de las mujeres,
al margen de los periodos en que mana, como encerrada en
su cuerpo, cosa que, en consecuencia, la hace menos sana
— como se deduce con facilidad, de acuerdo con Aristóte­
les, de su color negro— ,95 Existe, por supuesto, la mens­

neosphagés); pero ya antes había exigido a su hijo que tuviese el valor de


contemplar sin temblar la sangre fresca de los animales que acababa de
degollar (545-549: neosphagêphónon). E l animal en lugar del hombre, el
sacrificio para indicar el crimen (y, de un modo más general, en este pa­
saje, el comportamiento del guerrero): la polisemia campa a sus anchas.
93 Aquí hay un universo de representaciones a explorar: sería con­
veniente, por tanto, preguntarse a propósito del carácter «puro» por
definición de la muerte por la espada (y, por consiguiente, por efusión
de sangre), postulado en Odisea X X II 462.
94 Véase Sissa 19 87 :18 0 -18 7 .
95 Aristóteles, Historia de los animales I I I 19, 520b 18-20 y 521a 21-
23. Podría ser que, ya en la litada, la sangre «negra» estuviese contenida
en el interior del cuerpo, o bien fuese pensada por su relación con el
cuerpo, independientemente de que la sangre derramada sea, por regla
general, roja; de modo que resulta demasiado simple ver en mélan hai-
ma la sangre «rojo oscuro», como hace, atendiendo a la autoridad de
Eustacio, F. Rüsche, Blut, Leben undSeele, Paderborn, 1930, p. 42.

251
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

truación, cuyo flujo se parece «a la sangre de un animal al


que se acaba de degollar».9*5Asimismo, si hemos de creer
a un autor hipocrático, los loquios de la puérpera fluyen
«com o la sangre de las víctimas sacrificiales si la mujer es­
tá sana».97 Está claro: al ser pensado en el mismo campo
semántico, el flujo natural que garantiza al cuerpo de las
mujeres su buen funcionamiento es colocado al mismo ni­
vel que la herida abierta en el cuerpo viril. No cabe duda,
las virtudes de la herida abierta por el hierro son enor­
mes.
Desde esta perspectiva, ¿qué ocurre cuando un cuer­
po femenino está excesivamente cerrado hasta el punto de
que el flujo se interrumpe? No ha de sorprendernos de­
masiado que en este caso volvamos a encontrar en el d is­
curso médico la temática del estrangulamiento para carac­
terizar esos estados temibles en los que la sangre se ahoga
en el interior del cuerpo femenino. Tomemos a una joven
soltera aún, en el momento en que le vienen las primeras
reglas. La cosa, al parecer, no puede ir bien. «Pues en ese
momento, la sangre se agolpa en la matriz como para ma­
nar hacia el exterior ... Y cuando el orificio de salida (sto­
ma) no está abierto ... la sangre, al no tener por donde sa­
lir, se abalanza, dada la cantidad, sobre el corazón y el
diafragma.» Ello provoca locura, una inflamación aguda,

96 Aristóteles, Historia de los animales V I I 1, 581b 1-2 (haima hoíon


neósphakton), A propósito de esta comparación, que podría ser un lu­
gar común basado en la solidaridad entre la primera mujer y el primer
sacrificio, véase H. King, «Sacrificial Blood: the Role of Amnion in A n­
cient Gynecology», Helios, 13 (1987), pp. 117-126. Señalemos además que
la menstruación es designada en ocasiones como kátharsis; con Giulia
Sissa, a quien debo esta sugerencia, me inclino a pensar que esta «puri­
ficación» hace alusión, al igual que la muerte «pura» de la Odisea, a una
valorización positiva del derramamiento de sangre.
97 Hipócrates, Sobre las enfermedades de las mujeres I 72 (Littré,
V III, p. 152): khóréei dé hoíon haima apó hiereíón.

252
EL CUERPO ESTRANGULADO

y el deseo de la ankhóné, a causa de la presión provocada


en torno al corazón. Y, de hecho, poco falta para que la pa­
ciente se estrangule; es preciso entonces casarla de inme­
diato: cuando ya nada impida el fluir de la sangre, ella su­
perará su enfermedad.5*8 En el Corpus hipocrático no hay
ningún texto que defina tan bien los daños que causa la
presión de la sangre en el cuerpo femenino como el trata­
do Sobre las enfermedades de las jóvenes·, es cierto que las
vírgenes se ven muy en particular abocadas al ahorcamien­
to porque en ellas la sangre se altera y se ahoga. Pero en el
discurso médico, de un modo más general, el deseo de la
ankhóné es fem en ino," porque la naturaleza de las muje­
res impone que, en la matriz, la sangre se estrangule en más
de una ocasión. Al sentir que se ahoga por abajo, la mujer
busca una salida hacia lo alto ahorcándose. Puede darse el
caso incluso de que al atar la soga en torno a su cuello no
haga sino obedecer las órdenes de su matriz errante, que ha
subido hasta la parte superior del cuerpo como si fuese en
busca del último ahogo.
Extraña lógica la de un cuerpo abocado a estrangular­
se dos veces, por abajo y por arriba; más exactamente se
podría decir que el estrangulamiento superior repite el in­
ferior, pues el ahorcamiento o el deseo de m uerte100 res­
ponde siempre al sofoco de la matriz (que, con harta fre-

98 Hipócrates, Sobre las enfermedades de las jóvenes Littré, VIII,


pp. 466-467; véase King 19 8 3 :117 , que, sin embargo, pone el énfasis en
el estrangulamiento y no en el ahorcamiento.
99 E l «deseo», expresado por el verbo boúlomai (véase también So­
bre los lugares en el hombre 39, x, para el deseo de ahorcarse), resulta
irresistible, puesto que proviene de la naturaleza trabada, y no ha de
confundirse con «la muerte voluntaría por ahorcamiento» que, en la Sa­
ga de Hadingus, es «la muerte odínica por excelencia» (G. Dumézil, Du
mythe au roman, pp. 51 y 127).
100 Hipócrates, Sobre las enfermedades de las jóvenes I I 17 7 (Littré,
V III, p. 360): kaipnigetaikaithaneîn erâtai.

253
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

cuencia, basta para acabar con la vida de la enferma).101


Tal es la respuesta que el discurso ginecológico ofrece a
una pregunta que podríam os, a la manera de Plutarco, for­
mular así: ¿qué es lo que lleva, de un modo irresistible en
ocasiones, a las mujeres a ahorcarse? Es verdad que entre
esta cuestión, abierta en el universo mítico-religioso, y la
respuesta aportada por los médicos existe una distancia
que no vamos a intentar disimular. Pero lo que importa aho­
ra es que en este caso la lógica del pensamiento médico se
basa en una representación del cuerpo femenino amplia­
mente extendida en el imaginario griego:102 en él, el cuer­
po de las mujeres es un conducto, un canal, una vía de p a ­
so— de la parte inferior a la superior, de la «b o ca» (stóma )
de la matriz hasta la boca que habla o guarda silencio, del
cuello (trákhélos ) que sofoca el útero hasta el cuello es­
trangulado por el lazo.103
Atrapada entre dos orificios, orientada en ambos sen­
tidos, ¿cómo va a escapar la mujer de la experiencia de la
ankhóné ?

H a llegado el momento de dar por concluido este recorri­


do que, a partir de las prácticas de las ciudades, nos ha lle­

101 El sofoco uterino es la principal «enfermedad» de las mujeres:


véase Sobre las enfermedades de las mujeres I 2, 3, 7, 8, 32 (apopnígo-
mai), 55; II 124, 125, .126, 128, 130, 17 7 , 200, 201, 202, 203, así como
Aristóteles, Sobre la generación de los animales 719a 21. Véase Manuli
1983: 154-162.
102 Giulia Sissa ha elaborado el modelo en L e corps virginal (Sissa
1987).
103 Véase Hipócrates, Sobre las enfermedades de las mujeres I 7 (la
vía respiratoria que se encuentra en el vientre); I I 128 (dos sofocos: ánó,
katô); II 169 (trákhélos como cuello de la matriz); II 202 (postula una
circulación directa, desde la zona lumbar hasta la cabeza); III 230 (stó­
ma, aukhén de la matriz).

254
EL CUERPO ESTRANGULADO

vado hasta el discurso ginecológico de los griegos. Por su­


puesto, uno tiene derecho a pensar que, al final de esta in­
dagación, la muerte, interrogada a través del prism a de las
representaciones, no ha ganado nada en espesor de rea­
lidad, y no pretendo sustraerme a esta evidencia. Pero, en
un ámbito de investigación que ha sido bastante descuida­
do por los antropólogos de G recia— poco interesados, al
parecer, en aventurarse por las vías abiertas en otro tiem­
po por Louis Gernet— , tampoco era posible apuntar de
entrada ni a la exhaustividad, ni al sistema ni a la síntesis;
como corresponde a una primera pesquisa, mi propósito
se limitaba a la exploración o a la interrogación. De mane­
ra que no ha sido el gusto por la deriva lo que me ha llevado,
tomando como punto de partida las ciudades que practi­
can la muerte por estrangulamiento, hasta los estrechos
vínculos que existen entre feminidad y ahorcamiento; an­
tes bien, recordemos que una investigación de las repre­
sentaciones exige por parte del historiador la suficiente
flexibilidad como para no descartar ninguna orientación
— por sorprendente que parezca a primera vista— , una
actitud muy receptiva que le permita ceder a las sugestio­
nes que procura un material multiforme y el suficiente ri­
gor como para tomar en serio la repetición de una imagen
o de una palabra. H e intentado plegarme a estas exigen­
cias, a riesgo de verme muy lejos de la pena de muerte: de
modo que no hay necesidad alguna de ligar el principio
con el final, y no pienso remontarme de un modo precipi­
tado hasta la Lócride, forzando el silencio de los docu­
mentos a la espera de comprender lo que, en última ins­
tancia, comporta para los enemigos de la ley la muerte por
estrangulamiento.
Tampoco trataré de inventar una categoría lo suficien­
temente amplia (por ejemplo, la expulsión de la ciudad) co­
mo para que pueda englobar a la vez al reformador impru­
dente y a la mujer de la soga de los textos trágicos. N o ha

2.55
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

llegado todavía el momento de proceder a generalizaciones


de este tipo— y tampoco está tan claro que debamos desear
la llegada de ese momento— . Pero, al identificar todo aque­
llo que convierte a la muerte por estrangulamiento, ese sui­
cidio indiscutiblemente femenino, en el opuesto exacto de
la muerte que da la espada,104 es posible que hayamos dado
un paso adelante en la elucidación de las prácticas griegas
en materia de ejecuciones. En ese caso, se le podría recono­
cer al estrangulamiento un cierto carácter paradigmático,
adecuado para aclarar los valores que regulan, en las ciuda­
des, lo penal: entonces, una muerte rara y en cierto sentido
furtiva podría arrojar mucha luz sobre la repugnancia grie­
ga a derramar sangre en la ejecución capital.

N o es ése mi propósito aquí. Pero me parece importante el


hecho de que se evite de un modo recurrente la efusión de
sangre, aunque sea en el marco de la legalidad: al reservar
a los condenados una muerte que se supone compartida
con las mujeres, la ciudad proclama que éstos han muerto
ya para la ciudadanía y que han dejado de formar parte de
la comunidad de los ándres.
Es así como se preserva la dicotomía— artificial a la vez
que necesaria, como una ideología— en virtud de la cual la
sangre derramada legítimamente se opone a la que de un
modo «natural» fluye del cuerpo paradójico de las muje­
res,105 que al mismo tiempo está dem asiado abierto y siem­
pre demasiado cerrado.106

104 No cabe ninguna duda de que la oposición entre la soga y la es­


pada es esencialmente trágica; pero Louis Gernet nos ha enseñado a
descifrar en la tragedia las huellas de un pensamiento jurídico en plena
elaboración.
105 Una oposición largamente compartida (véase. Lléritier 1984-
1985; así como Godelier 19 8 2: 158, 200, a propósito de la caza del casua-

256
rio, esa ave-mujer cuya sangre produce repugnancia derramar), pero que
no se ha orquestado en todas las civilizaciones con la misma insistencia.
No hay más que recordar la manera como, en el Mahâbhârata, la sangre
menstrual «impura» de Draupadx anuncia la efusión de la sangre de los
guerreros en el «gran combate» (Biardeau 1985: 220-222).
106 La primera versión de este texto fue pronunciada en noviembre
de 1982, en ocasión de una mesa redonda organizada en la Ecole Fran­
çaise de Roma por Michel Gras y Yan Thomas, y publicada en Y. Tho­
mas (éd.), Du châtiment dans la cité. Supplices corporels et peine de mort
dans le monde antique, Roma-Paris, 1984, pp. 195-218. A partir de en­
tonces, este texto no ha dejado de beneficiarse del diálogo con Yan
Thomas a propósito del «cuerpo del ciudadano».

257
VII
H E R A C LES: E L SU PERM A CH O
Y LO F E M E N IN O

Dedicado a Laurence Kahn

Has nacido para el valor viril que constituye


el honor del hombre, la areté\ debes conquistarla,
mas sólo se adquiere al precio de la vida.
WILAMOWITZ

Existe un santuario dedicado


al mortal con aspecto femenino
(,thëluprepès phós), Heracles sin duda.
TH. W IEGAN D 1

E n tre el cuerpo de las mujeres y el cuerpo viril, la oposi­


ción se ha articulado con toda claridad. ¿Claridad opera­
tiva, acaso? Esperémoslo. De todos modos, no hay nada tan
poco seguro. Pues podría ser que la oposición, este instru­
mento conceptual, no resulte nunca tan operativa como
cuando es preciso ir más allá: cuando el desequilibrio se
instaura, confundiendo hasta las antítesis mejor estableci­
das, sacudiendo incluso las propias certidumbres que, sin
embargo, es preciso movilizar para reencontrarse. La ope­
ración resulta arriesgada, pero, si queremos avanzar, no
tenemos elección. Comencemos, pues, con una de esas con­
figuraciones con las que, para realzar su virilidad, el m a­
cho griego se apodera, del todo o en parte, de lo femenino.

1 Cita de Wilamowitz en la que se resume el sentido de la gesta de


Heracles para el hombre dorio (Euripides Herakles, II [1888], reimpr.,
Darmstadt, 1969, p. 41); cita de Th. Wiegand, Didyma, II, Berlín, 1958,
p. 301, en su comentario a la inscripción n.° 501.

258
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

Como si, para mantenerse como criterio de inteligibilidad,


la diferencia entre los sexos exigiese algo así como la prác­
tica— ¿regulada?, no se sabe, pero eso es lo que se dice, al
menos— de su desequilibrio.
Llegados a este punto, Heracles se erige de nuevo co­
mo la figura paradigm ática de esas transgresiones que d e­
bieran consolidar la norma. Una vez más, se impone el en­
cuentro con el héroe. Y, si este encuentro tuvo lugar la
primera vez con ocasión de un enfrentamiento entre hele­
nistas y psicoanalistas, el azar no tiene nada que ver con
ello; más bien se debe a la lógica de la investigación. No es
de manera impune como pretendemos interrogar a los
griegos— al interlocutor colectivo al que hemos convenido
en otorgar ese nombre— sobre lo que salen ganando al ex­
plicar esas gestas heroicas insistiendo hasta la saciedad en
la deplorable constatación de que existen dos sexos y no
uno solo, al igual que cuando tratan de superar esta de­
cepción a base de subvertir la distribución canónica entre
lo masculino y la feminidad.
Trataremos de desvelar ahora la relación estrecha y
multiforme que Heracles, el héroe de la virilidad, mantie­
ne con atributos y conductas que, habitualmente, se sitúan
en la categoría de lo femenino.

Así pues, Heracles. H éroe plural, al decir de los historia­


dores de las religiones, que se complacen en desdoblarlo e
incluso en m ultiplicarlo:2 enfrentado a todos esos Hera-

2 Véase W. Burkert, Structure and History in Greek Mythology and


R itual, Berkeley-Los Angeles, 1979, pp. 79, 83, 96, que se niega a unifi­
car bajo el nombre de Heracles todas las leyendas en las que aparece el
héroe. Pero ya los mitógrafos griegos intentaron resolver la dificultad
postulando la existencia de varios Heracles: por ejemplo, Pausanias, IX
27, 8 (y la descripción de la Elide, donde con frecuencia se caracteriza a

259
D EBIL ID A D ES DE LA FU ER Z A

cies, el discurso se atomiza en la enumeración de los casos.


Por mi parte, haría la apuesta contraria, trataría a H era­
cles como uno , puesto que quisiera definir el tem pera­
mento heroico como aquello precisamente cuya identidad
única e indivisible se constituye en las contradicciones.
Ello implica que habremos de buscar la identidad de H e ­
racles no tanto a partir de su vida— a pesar de los esfuer­
zos realizados en esa dirección por Dumézil— 3 como en su
Sthos. Heracles: más un carácter que una figura. Más que
un interior en el que se podrían buscar los meandros ocul­
tos sin otras precauciones, un actor constituido por sus
actos y la forma exterior de un cuerpo excepcional. Al in­
sistir en esta definición, no pretendo sino desmarcarme de
entrada de esa opción fácil y cómoda que consiste en do­
tar al héroe mítico de un carácter para así poder estudiar­
lo mejor.
Y ello por dos razones. Para empezar, porque si im pu­
siésemos al héroe un «exceso de psicología», la operación
resultaría forzada, a la manera que, con toda justicia, Jean
Starobinski ha dado en llamar «la adjunción interpretati­
v a».4 Al reflexionar sobre el personaje trágico, Starobinski
alertaba contra la tentación de tratarlo «com o un ser real,
con una infancia real cuando lo cierto es que no tiene
otra existencia que la de la palabra que se le atribuye», y
yo asumo como propia esta prudencia de método, con la
salvedad de que, tratándose de un héroe mítico y singular­
mente Heracles, me apresuraría a situar, a la hora de for­
mular esta precaución, los actos que le encargan llevar a

Heracles como «el tebano» o como «hijo de Anfitrión» (V 13), por opo­
sición a otros Heracles : V 8 y 25; V I 23).
3 Dumézil 1969'. 89-94; Dumézil 1971·. 117 -12 4 , así como Mariages
indoeuropéens, París (Payot), 1979, pp. 60-65 y L ’oubli de l ’homme, et
l ’honneur des dieux, Paris (Gallimard), 1985, pp, 71-79.
4 Starobinski 1974: 2 6 ,17 .

260
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

cabo5 en lugar de la «palabra» atribuida al héroe trágico.


Adem ás, es preciso darse cuenta de que descifrar el psi-
quismo de un héroe sería como interpretar los pensamien­
tos de los personajes de un sueño, inextricables de la inte­
rioridad de quien los sueña (a quien, por la misma razón,
uno se olvida de tener en cuenta). Ahora bien, si en el m i­
to hubiese algo así como el equivalente «colectivo» de un
sueño, no sería a Heracles a quien deberíamos analizar, si­
no las cuestiones griegas que operan a la hora de constituir
una figura heroica. Si existen, entre el psicoanálisis y el
mito, otras pistas por explorar además de la interpreta­
ción— una y otra vez recomenzada— de la interioridad de
Edipo, Heracles se impone como objeto de nuestra refle­
xión por cuanto, como figura, presenta la ventaja, im ­
portante y paradójica, de estar por completo constituido
desde fuera, totalmente entregado a fuerzas que alteran,
importunan y exasperan su propio heroísmo. Identificado
con su cuerpo, y en particular con su brazo invencible, H e ­
racles carece de interior, y, en el momento mismo en que
hace su aparición en la escena trágica, sería ilusorio pensar
que ha ganado una consistencia interna: todo él, en las for­
tunas e infortunios de su carrera de valeroso combatiente,
desde que nace hasta que muere, se halla a merced de la
voluntad de otro, sometido a un destino que le ha sido asig­
nado en el mismísimo vientre de su madre.
Una última constatación se impone antes de seguir
adelante: el hecho de que ningún héroe griego haya sido
más popular que Heracles resulta importante para mi pro­
pósito. De ahí que, desde las epopeyas arcaicas hasta la
época helenística, haya conocido una valoración constan­
te de su figura, Pero, puesto que en realidad ninguna ciu­
dad fue capaz de adueñárselo definitivamente en su pro­
pio provecho, este proceso de revaloración no se produjo

5 Véase supra, pp. 122-123.

261
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

en el terreno de la política, lugar de identificaciones m úl­


tiples y de desviaciones seguras,δ sino en el seno mismo de
la lógica que gobierna el pensamiento griego del héroe
fuerte.
¿Ni política ni interioridad? Ésta sería una espléndida
ocasión para que psicoanalistas e historiadores de las re­
presentaciones se encontrasen en un terreno neutral...

LAS C O N T R A D IC C IO N E S DE H E R A C L E S

Ambivalencia fundamental de Heracles: aun cuando se


halle anonadado por el infortunio y se entregue a los so­
llozos, el héroe es invencible. Pero también es posible for­
mularlo en sentido contrario, afirmando, por ejemplo, que
«el héroe radiante es al mismo tiempo esclavo, mujer y de­
mente».7
Al elaborar la lista de las contradicciones consubstan­
ciales a la figura de Heracles, G. S. Kirk enumeraba la
oposición entre lo civilizado y lo bestial, entre lo serio y lo
burlesco, entre el cuerdo y el loco, entre el salvador y el
destructor, entre el hombre libre y el esclavo, entre lo di­
vino y lo humano.8 Yo propondría, pues, añadir a esta lis­
ta lo viril y lo femenino. Pero no nos anticipemos, de todos
modos, la lista no es exhaustiva y, por añadir una contra­
dicción más, recordemos por el momento que al Heracles
héroe del pónos, es decir, del sufrimiento como gloria, los

6 Es cierto que la época arcaica conoce algunos casos de identifica­


ción con Heracles: así ocurre con Milón de Crotona (véase Detienne
i960). Pero este fenómeno de identificación se desarrolla sobre todo a
partir de Alejandro, hasta el emperador Cómodo y más allá.
7 Cita tomada de Burkert 1977: 322 (1985: 210); lloros e invencibili­
dad: Slater 1 9 7 1 :342.
8 G. S. Kirk, «Methodological Reflexions on the Myths of H era­
cles», en Gentili-Paioni 1977: 286.

262
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

pensadores griegos pudieron, con la misma verosimilitud,


oponer un Heracles héroe del placer, gran amante de vír­
genes, gran engendrador de hijos, aficionado a los baños
calientes y a las camas blandas.9
D esde un punto de vista más general, a partir de la
epopeya homérica, la ambivalencia primera de Heracles
estriba en que en él, el héroe fuerte que ha realizado nu­
merosas hazañas, resulta indisociable del héroe sufriente o
reducido a la aporía, a esta amekhanía de la que, en H o ­
mero y en Esquilo, Atenea, o incluso el propio Zeus, le
salvan en el último momento. Con el gusto por la glosa
que caracteriza la literatura helenística, el poeta Licofrón
evocará una de las más espectaculares de estas alteracio­
nes de la fuerza al detenerse en las aventuras de Heracles
tragado— él, el tragón impenitente— por un dragón mari­
no, en cuyo vientre pasará tres días antes de regresar a la
luz de los vivos, no sin antes haber perdido la cabellera
que simbolizaba su poder.10 Ocurre que, en el pensam ien­
to heroico de los griegos, fiel en esto a la ideología indo­
europea de la guerra, la fuerza es por naturaleza ambiva­
lente y, por el exceso mismo de esta fuerza que le confiere
su identidad,” el héroe experimenta a cada instante el m a­
yor de los desconsuelos, y ello cuando no es presa del des-

’ Ateneo, Dipnosofistas X II 512e, citado por H. Licht, Sexual Life


in Ancient Greece, f éd., Londres, 1949, pp. 9-10 (los baños calientes que
van asociados a su nombre hacen de Heracles un héroe del placer). A l
ser simultáneamente engendrador y amigo de los baños calientes, H era­
cles presenta una nueva contradicción: en efecto, el tratado hipocrático
Sobre las mujeres estériles 218 (Littré, V III, p. 423) proscribe los baños
calientes para el hombre que quiere engendrar un hijo.
10 litada V III 362-365; Esquilo, Prometeo liberado, fr. 199 Nauck2;
Licofrón, Alejandra 31 ss.
" Exceso de fuerza: Diodoro, IV 9, 2 (hyperbole), comentado por
Dumézil 19 71: 118; a propósito de bté hêrakleiê y la identidad de H era­
cles, Nagy 1979: 318; ambivalencia de la fuerza: Nagy 1979: 86.

263
D E BIL ID A D E S DE LA FUERZA

varío de su cuerpo, que delira bajo los efectos de la «m e­


lancolía» o bilis negra.12

Ahora bien, en su determinación fundamental, la fuerza es


por definición, en el mundo griego de la guerra y de la ha­
zaña, virilidad. Cosa que nos lleva a la contradicción que
aquí nos interesa, y que resulta palmaria en la relación que
mantiene Heracles— «compulsivamente m asculino», se­
gún se ha dicho —13 con las mujeres y la feminidad.
Es evidente que lo primero que nos llama la atención
a propósito de Heracles es la afirmación de la sexualidad
más viril: modelo de supermacho, se dedica a desflorar
vírgenes alegremente— cincuenta en una sola noche, de
acuerdo con la versión más entusiasta del asunto— ; en su
errar azaroso, se casa de pasada, engendra un hijo y luego
se va, y tan amplio número de esposas le vale el título de
philogynës (amante de m ujeres).14 Como objeto de con­
quista y de placer, el cuerpo femenino le resulta siempre
nuevo y, en los banquetes de la época helenística, circu­
lan interpretaciones alegóricamente eróticas de su carre­
ra amorosa. Basta, por ejemplo, con objetar a cualquiera

12 Melancolía de Heracles: Aristóteles, Problemas X X X 1, con el co­


mentario de Pigeaud 1988; Plutarco, Lisandro 2, y Luciano, Diálogos de
los dioses 15, 237; véase H. Flashar, M elancholie und M elancholiker in
den medizinischen Theorien der A ntike, Berlín, 1966, pp. 37 y 63-64, y
Pigeaud 1981: 407-409 (a propósito de la enfermedad de Heracles en la
medida en que «expresa simplemente la intensidad» del héroe, que es
en sí mismo un «énfasis alegórico»). L a bilis, viril, y las mujeres: A ristó­
fanes, Lisístrata 463-464.
13 Slater 19 71: 339, 377.
14 Cincuenta vírgenes: las hijas de Tespio (o Testio) desfloradas en
una, cinco o cincuenta noches (Pausanias, IX 27,5-7; Ateneo, X III 5j6e-f;
Diodoro de Sicilia, IV 29; Apolodoro, II 4, 10 y 7, 8). Philogynës·. A te­
neo, ibid.

264
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

que alardee de sus propias proezas sexuales que H era­


cles, que pasó de Onfale a H ebe, lo hizo mejor. Onfale es
la reina de L idia que redujo al héroe a la esclavitud. H e ­
be (Juventud) es la esposa divina que obtuvo tras su apo­
teosis. Pero, en el lenguaje corriente, hêbë es también una
apelación de los órganos sexuales, y el nombre de Onfale
no ha dejado de ser puesto en relación con omphalós, que
a su vez designa el ombligo, el cordón umbilical y la fuen­
te de la fecundidad.15D e modo que la vida de Heracles se­
meja tendencialmente un recorrido por el cuerpo fem e­
nino.
Pero est ephilogynës es también— para regocijo de aus­
teros clasicistas como Wilamowitz— un misógino conven­
cido.'6 Institucionalmente, tiene este título en su templo
cerca de Delfos, donde ninguna mujer tiene derecho a en­
trar, y más de una ciudad griega incluye esta exclusión de
las mujeres en la lista de los rasgos específicos del culto de
H eracles.’7 Será la época helenística la que conferirá una
dimensión literaria a este Heracles misógino que consagra
la rigurosa separación de los sexos, y, en las Argonáuticas
de Apolonio de Rodas, el héroe, que opta por quedarse le­

15 Véase Ateneo, V I 2.45c!. Juego de palabras Onfale/omphalós·. ya


en la literatura clásica (Ión, Ónfale, fr. 20 Nauck; Cratino, Ónfale, fr. 17 7
Kock); véanse las observaciones de Delcourt 1955: 149.
' 6Conviene recordar aquí que Heracles es philogÿnës sobre todo en
la mitología; en el culto, aparece «asociado de un modo mucho más fre­
cuente a los jóvenes» y será la tradición helenística la que detallará sus
aventuras homosexuales: Jourdain-Annequin 1986 (291-293).
17 Heracles misogynes·. Plutarco, Sobre los oráculos de la Pitia, 20; a
propósito de la exclusión de las mujeres en los cultos de Heracles, véase
L. R. Farnell, Greek Hero Cults and Ideas o f Immortality, O xford, 19 21,
pp. 161-163 y, a propósito de la prohibición tasia oudè g[y]naiki thémis
(SEG, II, 505), las observaciones de Ch. Picard, «Un rituel archaïque du
culte de l’Héraklès thasien trouvé à Thasos», Bulletin de correspondance
hellénique, 47 (1923), pp. 241-274.

265
D E B IL ID A D E S D E LA F U E R Z A

jos de las mujeres, se niega en Lemnos a entregarse a los


placeres debilitantes del amor y recuerda a sus compañe­
ros el deber de la virtud viril más im placable.18 En lugar de
esta misoginia declarada, otra tradición prefiere la vía in­
directa que consiste en no mencionar más que a hijos va­
rones entre la (numerosa) prole del héroe, como si el ma­
cho no pudiese engendrar más que machos. Pero existe aún
otra versión más radical y sutil, porque la excepción con­
firma la regla, en la que Heracles tiene una hija, la única
hija frente a setenta y dos hijos, pura singularidad, pura
anomalía.19
Todavía no hemos acabado con las paradojas. Pues H e­
racles reserva una nueva sorpresa a aquellos que se queda­
rían desconcertados por el hecho de que este mujeriego
sea tan misógino: lo cierto es que este defensor de la sepa­
ración de sexos mantiene una relación muy estrecha con el
matrimonio, tanto en su culto como en su vida; y, dado que
el postular la existencia de dos Heracles radicalmente di­
ferentes no resuelve la dificultad, se hace necesario dar
una interpretación a esta pulsión matrimonial en la figura
del héroe. Es mérito de Georges Dumézil el haber señala­
do que la repetición del matrimonio es una característica
estructural de la carrera de H eracles.20 Por mi parte, bas-

18 Apolonio de Rodas, Argonáuticas I S53 ss. En Apolonio, Heracles


es homosexual, y amante del joven Hilas.
19 Los hijos de Heracles son enumerados por Apolodoro (II 7, 8); la
hija de Heracles (que nace para ser sacrificada: Pausanias, I 32, 6) es
mencionada por Aristóteles como una singularidad (Historia de los ani­
m ales^ II 6 , 585b 22-24), para regocijo de Wilamowitz, Herakles, p. 80,
n. 153.
10 Dos Heracles, un misógino, un esposo: M. Launey, «L’athlète
Théogène et le hieros gamos d’Héraklès thasien», Revue archéologique,
xS, 2 (1941), p. 49. Escansión de la vida de Heracles por el matrimonio:
G . Dumézil, Mariages indo-européens, pp. 60-63; así> en Baquílides (Di­
tirambos 16, 29), Yole es designada como âlokhos, esposa legítima.

2 66
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

te con mencionar este punto, pues por el momento prefie­


ro seguir avanzando en la identificación de los principales
rasgos del héroe.
Conviene añadir una nueva dimensión a este retrato
que poco a poco vamos dibujando. Los mitos se com pla­
cen con insistencia en poner a Heracles al servicio de las
mujeres o, por lo menos, al servicio de una voluntad fem e­
nina: la de Hera, por supuesto, pero también la de Onfale,
de quien todos los textos señalan que fue el esclavo, inde­
pendientemente de que esta servidumbre fuese o no pen­
sada como amorosa (cosa que, llevada al limite, asignaría
al héroe del matrimonio la posición de una mujer casa­
da).21 Detengámonos por un instante en este Heracles es­
clavo de las mujeres, sometido al yugo del tiránico poder
femenino para deleite de ciertos antropólogos de Grecia,
los cuales, a la busca de una ginecocracia o de un m atriar­
cado primordiales, se apoderan de esta buena noticia co ­
mo de un argumento que para ellos es irrefutable.22 Pero
ya los cómicos del tiempo de Pericles, deseosos de deva­
luar la autoridad de un jefe de Estado sometido a la v o ­
luntad de una mujer, habían hecho este razonamiento; es
más, cuando ven en Aspasia a una «nueva Onfale», una
Deyanira e incluso una Hera, todo a la vez, no hacen más
que deducir la lógica en virtud de la cual, desde su naci­
miento hasta su muerte, son las mujeres quienes han pre-

21 Servidumbre en el palacio de Onfale: Sófocles, Traquinias 248-


257; Plutarco, Teseo 6, 6; Clemente de Alejandría, Protréptico I I 30. H e ­
racles casado(a): véase Pólux, V I I 40 y el comentario déla edición Kock
a los fragmentos del Héraklês gamón de Nicócares.
22 Heracles sometido al yugo: Ovidio, Heroidas IX 5-6, 11-12, etc.;
Heracles sometido a una ginecocracia: A. B. Cook, «Who was the Wife
of Zeus?», Classical Review, 1906, pp. 365-378 (ginecocracia de Hera);
K. Tiimpei, artículo «Omphale», en W. H. Roscher, Lexikon der grie-
chischen und rômischer Mythologie, III, 1, col. 870-887 (en relación con
Onfale-Hera).

267
D E B I L I D A D E S D E LA F U E R Z A

sidido el destino del héroe.23 D e todos modos, no debiéra­


mos aferram os al tema ginécocrático, que sólo permite
una interpretación parcial de esta figura de Heracles. De
hecho, más que esclavo de las mujeres, el héroe siempre
fue su campeón, como ha señalado, entre otros, Kerényi:24
así, él fue quien, en otro tiempo, salvó de un pretendiente
monstruoso— que le da muerte— a esta Deyanira, a esta
esposa funesta.
Lo esencial en este asunto estriba en saber generalizar
sin ceder al vértigo de la asimilación generalizada: el he­
cho de que podamos establecer un vínculo entre todas las
mujeres de esta vida de héroe no implica que debamos ex­
traer a cualquier precio un único paradigm a femenino de
entre esta multiplicidad. Es preciso recordar con firmeza
a aquellos helenistas y mitólogos tan dados al psicoanálisis
aplicado—y pienso en Philip Slater, cuya obra The Glory
o f Hera ha tenido gran repercusión entre los clasicistas
americanos— que la mitología griega es, de acuerdo con
la enérgica expresión de Marie Delcourt, «una lengua en la
que no hay sinónim os»:25 Onfale es ella misma y no una
encarnación de Hera, de la gran diosa ctónica, de la gran
diosa asiática o del seductor demonio femenino en forma
de serpiente; Deyanira no es un reflejo de Hera; y H ebe, la
última esposa de Heracles, es desde luego hija de la diosa
del matrimonio, pero no por ello un doble de su m adre.26

23 Véase Plutarco, Pericles 24, 9, comentado por Tümpel, loe. cit.,


col. 876-878.
24 Véase K. Kerényi, The Heroes o f the Greeks, Londres, 1 959, pp.
192-201.
25Delcourt 1955: 139; 1942: 13, 88 ,100.
16 Ónfale asimilada a Hera: Tümpel, «Omphale»; a la gran diosa ctó­
nica: L. Deroy, «Omphalos. Essai de sémantique évolutive», 2'iva Anti-
ka, 24 (1974), pp. 3-36, sobre todo 31-34; ala gran diosa asiática: J. G . Fra­
zer, Atys et Osiris (= Le Rameau d ’or, 6), trad, francesa, Paris, 1926, p.
226; al demonio femenino con forma de serpiente: J . Fontenrose, Py-

268
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

Una vez más, el envite es importante, puesto que com por­


ta la posibilidad de leer un mito, tanto para los analistas
como para los helenistas: del hecho de que Hera domine la
historia de Heracles no se deriva que en cada figura feme­
nina, comenzando por la madre terrestre Alcmena,17 haya­
mos de reconocer un avatar de la atrabiliaria esposa de
Zeus. ¿Q ué sería de la novela familiar del héroe?, ¿qué p a­
saría con la propia noción de vida, constitutiva de cual­
quier gesta heroica? Por el contrario, es preciso saber re­
conocer que una necesidad empuja a Heracles a debérselo
todo a las mujeres, incluso su propia estatura heroica. El
sofista Pródico lo había comprendido: cuando, en su céle­
bre apólogo de Heracles en el cruce de caminos, arranca al
héroe de su servidumbre tradicional para convertirlo en el
paradigm a de la libre decisión, la elección a la que se en­
frenta no es entre el esfuerzo y el placer, sino entre dos
mujeres llamadas Virtud e Indolencia. «H eracles acababa
de dejar atrás la infancia para entrar en la juventud; se ha­
llaba en la edad en la que los jóvenes, convertidos ya en se­
ñores de sí mismos, dejan ver si entrarán en la vida por el
camino de la virtud o por el del vicio. Había salido de su ca­
sa y estaba sentado en un lugar solitario, preguntándose
cuál de los dos caminos iba a tomar, cuando vio venir ha­
cia él a dos mujeres de alta estatura...»28 En estas primeras
líneas del texto, todo indica que Heracles, adolescente en
el umbral del cam bio,29 se halla a la espera de sí mismo; y
si bien la decisión última le pertenece, al final le llegará de

thon, Berkeley-Los Ángeles, 1959, pp. 108-110. Deyanira: Slater 19 71:


358; Hebe: Cook, Classical Review , 1906, pp. 366-367; Slater 19 71: 344;
W. Pôtscher, «Der Name des Herakles», Emerita, 39 (1971), ρ. 170.
27 Slater 19 71: 344. Problemas que provoca la pulsión de asimila­
ción: Slater, que sigue a Freud, se refiere aquí a Graves, que sigue a Jung.
28Jenofonte, Memorables II 2, 21.
29 Heracles, la juventud y el proceso iniciático: Jourdain-Annequin
1986.

269
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

fuera, puesto que habrá sido necesario encontrarse con las


dos mujeres para poder elegir su identidad.
Nos queda por evocar, rúbrica última de esta constela­
ción, aunque no la de menor importancia, al Heracles afe­
minado. Es evidente que el paso de las mujeres a la fem i­
nidad es importante, pero el pensamiento mítico lo ha
franqueado para el héroe. Cuando un epigrafista serio, al
publicar las inscripciones de Dídima, pone el nombre de
Heracles sobre el «m ortal con aspecto femenino» cuyo
santuario alberga un culto de Hera, el historiador poco ha­
bituado a frecuentar el mito se queda atónito. Probable­
mente se sorprendería menos si se interesase por aquellos
instantes paroxísticos en los que, de repente, en la tradi­
ción literaria, la virilidad del héroe oscila. Pienso en la lo ­
cura de Heracles. Pienso también en la descripción de su
muerte. No me referiré aquí a los sufrimientos de H era­
cles presa de la «túnica de N eso» ni a la aprensión fem eni­
na del cuerpo que descubre entonces. Tan sólo recordaré
que, en las Traquinias de Sófocles, H eracles sufre como
una mujer antes de resolverse a morir como un hom bre.30
En lo que respecta a la locura del héroe, manía o lyssa que
le es enviada por Hera, puede muy bien interpretarse, más
allá del destino de Heracles, como el destino genérico del
guerrero indoeuropeo cuyo exceso de ménosil se convier­
te en furor delirante. Sin embargo, el asesinato de los hijos

30 Véase supra, pp. 85-93.


31A propósito de la vertiente atlética, y ya no guerrera, del fenóme­
no, existe también una interpretación puramente médica: véase G . M a­
loney, «Contributions hippocratiques à l ’étude de l ’Orestie d ’Eschyle»,
en E Lasserre y P. Mudry (éd.), Formes de pensée dans la collection hip-
pocratique, Ginebra (Droz), 1983, pp. 71-76, que, a propósito de Aga­
menón 1000-1003 («demasiado robusta, la salud inquieta, pues su veci­
na, la enfermedad, se dispone a derribarla»), recuerda el Aforismo 1, 3
(«en los atletas, un estado de salud llevado hasta el límite resulta peli­
groso»).

270
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

es un crimen de mujer, y, en el delirio de rabia en el que da


muerte a sus hijos, el infortunio de Heracles se hace equi­
parable al de las madres asesinas, cosa que Eurípides des­
taca por medio del coro.31 Tras volver en sí, el héroe agota­
do permanece, si hemos de creer a D iodoro, «largo tiempo
inactivo en el interior de la casa», como una mujer, antes
de hacer frente de nuevo a los peligros en los que el hom­
bre se distingue; pero ya había sido evocado por E urípi­
des, abatido, sentado como una mujer y, al igual que una
mujer, tocado con un velo para sustraerse a las m iradas.33
De manera que, en Heracles, hallamos a una de las fi­
guras griegas de la feminidad en el hombre. Es cierto que,
al emplear el término fem inidad, uno se ve— en más de
una ocasión·— constreñido a limitarse a su acepción socio­
lógica, que define lo femenino por medio de la convención
de determinados papeles. E s posible que tengamos que re­
signarnos con frecuencia, en los casos en que no podamos
identificar, en la relación que el héroe viril mantiene con
su cuerpo, una dimensión de feminidad sexual; pues sobre
este punto los griegos guardan una enorme discreción, y
es mérito de Jarry el haber soñado la bisexualidad del Su-
permacho, «pasivo unas veces como un hombre, y otras
como una m ujer».34 Pero la causa no está del todo perdida:
si, como afirma el mito de Tiresias, el placer femenino de­
be permanecer en secreto, el discurso griego autoriza a los
hombres a probar otra experiencia de la feminidad, la del
sufrimiento que Heracles conoce en su agonía, que no es
sino una manera de vivir la feminidad en su cuerpo.

}1 Manía/ménos·. esta asociación atraviesa la obra de Dumézil y su


reflexión acerca del guerrero; crimen femenino: Eurípides, Heracles
10 16 -10 24 , con las observaciones de Daladier 1979.
33 Diodoro, I V 11, 2; Eurípides, Heracles 1214 -1215 y 115 9 ,119 8 ,12 0 5.
34 Le SurmSle, cap. 12; en el cap. 1, se hace alusión a la desfloración
de las cincuenta hijas de Tespio.

271
D E B IL ID A D E S DE LA FU ER ZA

Así, a las innumerables formas que su relación con las


mujeres ha asumido a lo largo de su existencia de héroe,
Heracles añade una relación con la feminidad. Se trata de
una constatación importante, en la que nos detendremos
un momento, antes de que el destino del héroe nos incite
a examinar todo cuanto, en su novela familiar, le enfrente
de una manera directa a una determinada representación
de la mujer. Al insistir en lo femenino en Heracles, preten­
do sugerir que una tal preocupación permite por sí sola ir
más allá de la pura y simple repetición de la tabla griega de
las oposiciones que estructuran el mundo de los hombres,
y donde, por regla general, estamos de acuerdo en que el
enfrentamiento entre lo masculino y lo femenino resulta
dominante. Si la única pregunta que la Esfinge dejó de ha­
cer a Edipo es la de la relación entre los sexos,35 es preci­
samente porque, en el mito, los griegos se complacen en ne­
garse a pensar en el encuentro de los sexos— cosa a la que
se adaptan en la realidad de su vida social —36para proce­
der a una confusión sistemática de la distribución «n or­
mal» de los caracteres del hombre y de la mujer. Y los m i­
tos expresan la experiencia de lo femenino vivida por el
hombre37 o bien la temible conquista de lo masculino por
parte de la mujer.38
Sin insistir en el desequilibrio evidente de estas dos
formulaciones (tampoco es éste mi tema aquí), me ocupa-

35 Como señala André Green («Les pensées d’Oedipe», L ’Ecrit du


temps, 12 [1986], p. 120).
36 He intentado demostrarlo, a propósito de los mitos de origen, en
Les enfants d’Athéna (Loraux 1981b).
37 Con Slater (1971: 289-290), es preciso hacer una distinción entre
las figuras que, como Dioniso, se refugian en la feminidad y aquellas
que, como Zeus, incluyen la feminidad en sí mismas: Zeus absorbe la fe­
minidad sin ser afeminado.
,s Ese campo ha sido estudiado por Marcel Detienne; véase «Vio­
lentes Eugénies», en Detienne-Vernant 1979.

272
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

ré en primer lugar de los dos movimientos de este inter­


cambio. Pero más que un estudio de conjunto, que resul­
taría fatalmente rápido, y por la misma razón incompleto,
lo que intentaré será descifrar la feminidad de Heracles el
Fuerte a través de ciertos signos o emblemas griegos de
la mujer, puesto que, en sintonía con Starobinski, soy de la
opinión de que, al tratarse de un héroe mítico, «el peso im ­
personal de los nombres y de las cosas»39 cuenta tanto co­
mo «el fondo psicológico virtual».

H E R A C L E S Y LO F E M E N I N O

Intentar estudiar la feminidad de un héroe griego lo más


cerca posible de su determinación sexual implica circuns­
cribirla a aquello que, a partir de Hesíodo, constituye la
mujer: un cuerpo, reducido esencialmente al vientre, y un
atuendo, que a menudo es un velo. El vientre es una «jau ­
ría interna», cosa que sirve para expresar la lubricidad en
el lenguaje de la nutrición, pero es también lo que trae al
mundo a los hijos del hombre.40 El atuendo es, en la Teo­
gonia, aquello que convierte a la mujer en un bello exte­
rior.41 Definiciones contradictorias, que a veces concurren,
pero que con frecuencia coexisten como el vacío en su pro­
fundidad y la superficie en su exterioridad.
Nos encontramos con que Heracles es un vientre y con
que, en sus vestiduras, el péplos de las mujeres compite en
numerosas ocasiones con la piel del león que constituye su
vestimenta oficial.

39 Starobinski 1974: 27.


40 A propósito de los valores de gastér, véase J.-P. Vernant, «À la
table des hommes», en Detienne-Vernant 1979: 94-96 y 105. En otro
contexto muy diverso, el derecho romano reduce a la mujer entera al
«vientre» (Thomas 1987: 213).
41 Loraux 1981b: 84-86.

273
E l v ie n t r e d e l g lo t ó n

El apetito monstruoso de Heracles resulta de sobras co­


nocido para los cómicos griegos, para quienes la alusión a
la boulitnía del héroe implica provocar automáticamente
la risa,42 y la tradición mítica y religiosa le atribuye la fa­
cultad de devorar un buey entero, bien en un monstruoso
concurso de voracidad o bien bajo los efectos del ham­
bre.43 Así, en su H im no a A rtem is , el poeta helenístico C a­
limaco alude a Heracles en el Olimpo, aguardando con
impaciencia que la diosa regrese de cazar:

Al punto se apresura en torno a la bestia. Pues, a pesar de


que la pira frigia haya divinizado su cuerpo, no ha renun­
ciado en absoluto a su glotonería: tiene todavía la misma
hambre que el día en que salió al encuentro de Tíodaman-
te, que estaba arando [vv. 159-161].44

Ese día, Heracles había devorado crudo el buey del labra­


dor. Pero nos detendremos en una palabra utilizada en el

41 Véase sobre todo Epicarmo, Busiris, fr. 21 Koek (el espectáculo


de Heracles comiendo), así como Folo, fr. 78 Kock; Arquipo, Flëraklês
gamón, fr. 9-11 Kock; Cratino, Busiris y Ónfale, fr. 17 6 -17 7 Kock; Alexis,
Lino, fr. 135, 18 (boúlimos). Eco trágico de este tema: Eurípides, fr. in-
cert. 907 Nauck e Ión, fr. 29 Nauck. A esta glotonería alude largamen­
te Ateneo (IX -X 4 iia-4 iib ).
43 Véase Ateneo, X 412a y Pausanias, V 5, 4; a propósito del H era­
cles Bouthoínas de Lindos y la historia de Tiodamante, véase J.-L . D u­
rand, «Le boeuf, le laboureur et le glouton divin», Recherches et docu­
ments du Centre Thomas More, 22 (1979), pp. 1-17, y Sacrifice et labour
en Grèce ancienne. Essai d ’anthropologie religieuse, Paris-Roma (La D é­
couverte/École Française de Rome), 1986, pp. 149-173.
44 Paradoja de este hambre en el Olimpo: al contrario de Heracles,
Hermes, otro bastardo de Zeus, se abstendrá de comer a pesar del ham­
bre, para así poder entrar en el Olimpo (Kahn 1978: 64-67).

274
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

texto: para expresar el hambre de Heracles, Calimaco em­


plea la palabra nédys, uno de los términos griegos que de­
finen el vientre.
No cabe duda de que, en la escena cómica (y, en este
pasaje de Calimaco, la risa tampoco se halla tan lejos), la
voracidad de Heracles es explícitamente entendida como
el equivalente de una robusta sexualidad viril: es así co­
mo hemos de entender cierto fragmento cómico en el que
el héroe explica cómo, al pasar por Corinto, patria del pla­
cer, se «com ió» a Ocimo-Albahaca, una cortesana con nom­
bre de planta afrodisíaca, y cómo perdió hasta su túnica
(como si no tuviese otro remedio que elegir entre el vien­
tre y el vestido) : es así como, en la Lisístrata, el esposo abru­
mado por el deseo exclama: «M i pene es Heracles en el
banquete».45 Sólo que la sumisión a la nédys no es sentida
precisamente como una victoria, como lo atestigua una im ­
precación euripidea contra la «raza de los atletas», «escla­
va de su m andíbula, dom eñada por su vientre» (nédys)46
— con todo, H eracles sirve de paradigm a para el atleta
griego— . Podemos realizar observaciones análogas a pro­
pósito de gastér, otro nombre del vientre, y de sus deriva­
dos, cuya am bigüedad, en Aristófanes, resulta evidente:
tragón, Heracles es gástris, pero, en otra comedia, la ape­
lación de gástris parece reservada prioritariam ente a las
mujeres, mientras que la de gástrón, que designa a Dioni-
so como «barrigudo», denota por otro lado claramente la
feminidad del rico demasiado gordo.47
Al hilo de las palabras nos hemos apartado bastante de

45 Ocimo: Eubulo, Cércopes, fr. 54 Kock; la albahaca como afrodisía­


co: véase J . Murr, Die Pflanzenwelt in der griechischen Mythologie, Inns­
bruck, 1890, p. 199. Aristófanes, Lisístrata 928. Apetito y sexualidad:
véase A. Brelich, G li eroi greet, reimpr., Roma, 1978, pp. 248-250.
46 Eurípides, Autólico, fr. 282 Nauck, v. 5.
47 Aristófanes, Aves 1604; Asambleístas 816; Ranas 200; Pluto 560.

275
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

la sexualidad masculina. Es cierto que, desde Homero


hasta los trágicos y los autores posteriores, gastér y nédys
oscilan de manera im posible de decidir entre estómago y
sexualidad, pero también entre el vientre como sede del
hambre, el vientre como lugar de las visceras y el vientre
como matriz.48 Pero no es hasta la aparición de la fisiolo­
gía de los médicos hipocráticos cuando el vientre se ve
afectado por características femeninas,49 y existe por lo
menos un pasaje de Homero en el que se sugiere, al igual
que en los textos hesiódicos, que, en el hombre, el vientre
arrastra al macho hacia lo femenino. O más exactamente:
que, en el hombre, el vientre es femenino. Pienso en la
presentación del mendigo Iro en el canto X V III de la O di­
sea, con su panza, de la que «toda Itaca admira el abismo
en el que se precipitan vituallas y bebidas», y a quien los
jóvenes, como carece de «robustez y vigor» (oudè ts oudé
bíé), llaman Iro. Pues les sirve de mensajero, afirma el tex­
to: de alguna manera, se trata de una contrapartida m as­
culina de Iris. Iro: Iris en masculino, pero su propia virili­
dad resulta problemática. Ahora bien, podemos sugerir
otro sentido: si añadimos que, etimológicamente, Iro, de­
rivado de la palabra ís, significa «el Fuerte» o «el Viril», el
escarnio es absoluto, y los jóvenes nobles de Itaca debían
divertirse mucho.50
¿Q ué pinta la nédys de Heracles en todo esto? A falta
de poder añadir nada más, no resistiremos la tentación de

48 Véanse las entradas gastér y nédys en Chantraine 1968, así como


C. Roura, «Aproximaciones al lenguaje científico de la colección hipo-
crática», Em erita, 40 (1972), pp. 319-327 (320-321 a propósito de la al­
ternancia, en el seno del Corpus hipocrático, entre vientre/bajo vientre/
intestino/estómago/matriz).
49 Como la humedad, rasgo femenino: compárese Sobre la dieta 60,
3 con 34.
50 Odisea X V III 2-7; véase F. Bader, «Un nom indo-européen de
l ’homme chez Homère», Revue de Philologie, 50 (1976), pp. 206-212.

276
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

recordar al menos que en la tradición existen otros dos


tragones caracterizados por su nëdys·. el Cíclope, cuyo estó­
mago, en Homero, es designado de esta manera— pero no
olvidemos que este estóm ago engulle hombres, de modo
que, a causa de su canibalismo, el Cíclope se aparta de la
humanidad, una manera indirecta de apartarse también de
la virilidad— ;SI y Crono, quien, al devorar a sus hijos re­
cién salidos de la nëdys de su madre, los deglutía, al decir
de Hesíodo, en su propia nëdys·. está claro que, en Rea,
nëdys es matriz y en Crono, estómago;51 pero, ¿es posible
imaginar que, a veinticinco versos de distancia, la ambiva­
lencia de nëdys se le pueda haber escapado al lector grie­
go? Olvidaba casi que el propio Zeus, mucho antes de en­
gendrar en el vientre de Alcmena a ese Heracles que es su
último hijo, está también, de una manera insistente, dotado
de nëdys·. la que le permite tragarse a Metis embarazada,
antes de dar a luz a Atenea por su cabeza, podría pasar por
estómago; pero su muslo, en el que ha introducido al niño
Dioniso tras rescatarlo de la matriz materna, es designado
sin ambigüedad alguna por Eurípides como «nëdys mascu­
lin a».53
No pretendo, al pasar revista a todos esos usos extra­
ños del término nëdys, hacer de la de Heracles una matriz,
pues nada nos autoriza a ello en los textos. Querría tan só­

S1 Odisea IX 296. Observemos: 1) que en el v. 415 el Cíclope es—


bien que de un modo metafórico— presa de los dolores del parto; 2) que
la Alcestis de Eurípides caracteriza a Heracles en unos términos que re­
cuerdan la figura del Cíclope en el drama satírico del mismo autor, don­
de aparece también una nëdys insaciable (Cíclope 244, 547).
51 Teogonia 460 y 487. Véase Kahn 1986: 221, 224.
>! Teogonia 890 y 899; Bacantes 527 (que debemos comparar con
90; cf. v. 99, donde se dice que Zeus dio a luz a Dioniso). Tanto en el ca­
so de Zeus como en el de Crono, el devorar (al hijo, a la madre embara­
zada) supone algo así como una inversión del parto, como un parto al
revés.

2 77
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

lo— para contrarrestar las reticencias de los filólogos, que


sacarán a colación numerosos textos de Homero o de E u ­
rípides en los que nédys designa simplemente el vientre del
hombre, sin ninguna connotación femenina— insistir en
una rica cadena asociativa basada en los significantes que
fluctúan entre lo masculino y lo femenino.
Es preciso, pues, dejar el vientre de Heracles en su con­
dición indeterminable. Pero, tal vez, valdría la pena lanzar
una sombra de sospecha en lo que respecta a su convin­
cente virilidad. Por el contrario, en lo que respecta a sus
vestiduras, las indicaciones resultan de entrada más cla­
ras, cosa que no implica que admitan necesariamente una
interpretación evidente.

E l p é p lo s d e H e r a c le s

No hay necesidad de hacer un largo estudio mitológico so­


bre la figura de Heracles para adivinar que, sin duda algu­
na, hay mucho que pensar en general a propósito de sus
vestiduras,54 tratándose como se trata de un héroe a quien
la piel del león de Nemea sirve a un tiempo de manto y de
emblema.55 No obstante, formulado de esta manera, el
problema sigue intacto en su generalidad, y es posible que
para poder avanzar debamos situar a Heracles bajo el sig­
no de lo femenino. Antes de comenzar mi reflexión acerca
de la feminidad del héroe, conocía, por supuesto, la histo­
ria de la túnica mortal y la del travestismo en el palacio de
Onfale, pero si la idea se me hubiese ocurrido entonces,
sin duda habría dudado antes de establecer cualquier tipo

54 Breves, pero sugestivas observaciones de G . Deleuze acerca de


Hércules y las apariencias, en Logique du sens, Paris (Minuit), 1969, pp.
1 5 7 -1 5 8 .
” No vamos a examinar aquí la difícil cuestión del significado delà
piel de león, que precisaría un estudio autónomo; a propósito de los va­
lores que se atribuyen a un despojo animal, véase Gernet 1 9 6 8 : 1 2 5 - 1 2 6 .

278
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

de vínculo entre ambas historias. Más tarde, al releer el


excurso que D iodoro de Sicilia consagra a la vida del hé­
roe, me llamó la atención una indicación extraña, enorme­
mente desconcertante, por cuanto se trata de una infor­
mación única, que no aparece en ningún otro texto.
Cuando Heracles regresó de la guerra para entregarse
al placer de las fiestas y los juegos, cada uno de los dioses,
de acuerdo con D iodoro, le habría hecho un presente re­
lacionado con sus atributos. Así, Hefesto le habría regala­
do una maza y una coraza, Posidón caballos, Hermes una
espada, Apolo un arco con sus flechas, y Deméter lo h a­
bría iniciado en los misterios. H e dejado para el final lo
que el texto menciona en primer lugar, a saber, el don de
Atenea, que consiste en un péplos. Es evidente que lo que los
dioses pretenden es equipar a Heracles, que hasta ese m o­
mento lo único que poseía para cubrirse era una piel de león.
D e manera que es preciso admitir que el péplos es una par­
te integrante del equipo del héroe. De acuerdo. E l proble­
ma es que ese péplos no volverá a aparecer en el texto, y
además, para referirse a la otra túnica, la más conocida, la
que se adhiere hasta la muerte al cuerpo magullado de H e ­
racles, D iodoro emplea normalmente la palabra khitón.'’ 6
Podría objetarse que el péplos es una prenda propia de
las fiestas y que, dado que en Atenas constituye la vestidu­
ra mística, Atenea le entrega uno a Heracles para los m o­
mentos de reposo entre dos esfuerzos heroicos. Pero de­
bería de sorprender el hecho de que la guerrera Atenea no
encuentre otro presente que ofrecer a su protegido, al
tiempo que éste recibe de manos del artesano Hefesto la
coraza del combatiente. E s verdad que el péplos es, en cier­
to modo, un atributo de Atenea— que, cada cuatro años,
la ciudad ateniense le ofrece a la diosa, adornado con una

s<s El péplos·. Diodoro, IV 14, 3; el khitón·. Diodoro, IV 38,1-2, así co­


mo Estrabón, V III 381, y Apolodoro, II 7, 7.

279
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

representación de la Gigantom aquia— y un símbolo de


protección y de victoria (un talismán, en cierto sentido);
sin embargo la diosa ofrece al héroe un péplos, y no el su­
yo propio: nada autoriza al lector a identificar el péplos de
Heracles con el de su protectora y, si nos ceñimos al hori­
zonte del texto, el péplos de Atenea no basta para dar con
la clave.
Se impone, por lo tanto, una pregunta, que tampoco
nos ocupará demasiado: ¿qué puede hacer Heracles con
un péplos ? Pues, a lo largo de toda la tradición griega, el
péplos, «tejido, velo, túnica», constituye la vestidura de las
mujeres— y en ocasiones de los bárbaros (cosa que, a los
ojos de un griego, no es contradictoria)— . Femenino, el
péplos se opone al khitón de los hombres e, incluso si, a lo
largo de su historia, su nombre parece haber tenido un
sentido fluctuante, desde Homero hasta Plutarco, la opo­
sición entre péplos y khitón resulta pertinente. Cuando, en
la litada, Atenea abandona el Olimpo para dirigirse al
campo de batalla y se arma para la guerra, se quita su p é­
plos para ponerse la túnica (khitón) de su padre Zeus, más
apropiada para el com bate;57 y, en el otro extremo de la ca­
dena, Plutarco, al referirse a la fiesta argiva de la Insolen­
cia (las H ybristiká), precisa que las mujeres se ponen el
khitón y la clámide viriles, y los hombres el péplos y el ve­
lo de las mujeres. Entre ambos autores, el propio Eurípides,
que, no obstante, emplea con frecuencia el término péplos
en un contexto masculino al devolver a la palabra su signi­
ficado original de «velo», pone de relieve en las Bacantes
todo cuanto hace de esa vestidura un hábito femenino—

” Al comentar precisamente Iliada V 734 ss., Eustacio define el pé­


plos como «khitón femenino»; pero añade de inmediato que el péplos
puede ser también un vestido masculino, en Eurípides y en las Traquinias,
donde Sófocles designa el khitón de Neso como un péplos. Ahora bien,
conviene precisamente dar cuenta de esos empleos alternativos.
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

pienso en la famosa escena del travestismo de Penteo.58


Tal vez se podría intentar buscar una explicación a es­
te extraño atuendo femenino del héroe invocando la ley de
inversión que, entre los griegos, dramatiza en la vida hu­
mana los momentos de tránsito y, singularmente, el que se
experimenta al pasar de la infancia a la vida adulta. Recor­
demos el disfraz femenino de Aquiles en Esciro o la larga
túnica del Teseo adolescente, interpretada como vestido
femenino porque, paradójicamente, el travestismo señala
el momento en que el joven «deja de ser una m ujer».S9 Pe­
ro dejando a un lado las relaciones que Heracles pueda
mantener con los efebos en los cultos cívicos,60 el texto de
D iodoro no nos autoriza en realidad a interpretar su pé­
plos como una vestidura propia de efebo: cuando se men­
cionan los presentes divinos, Heracles ya ha conocido el
matrimonio y la locura, se ha enfrentado a los centauros,
ha llevado a cabo sus principales trabajos y el ritmo del re­
lato se detiene un instante en el momento crucial de la
fundación de los Juegos Olímpicos. A no ser que supon­

58 Véase la entrada péplos en Chantraine 1968 y las observaciones de


M. Bieber, Griechische Kleidung, Berlín-Leipzig, 1928, pp. 17-21; S. Ma-
rinatos, Archaeologia homérica, I A, Gotinga, 1967, mantiene para este
término el sentido dominante de «velo». Péplos de los bárbaros: por
ejemplo, Esquilo, Persas 199, 106 0; Suplicantes 720 (en todas las demás
apariciones, este término designa un vestido de mujer). Atenea en la Ilia­
da: V 734, con el comentario de L. Bonfante, Etruscan Dress, Baltimore-
Londres, 1975, p. 116 ; Hybristiká: Plutarco, Virtudes de las mujeres 4;
Penteo: Eurípides, Bacantes 821, 833, 852, 935, 938.
,9 Ley de inversión: Vidal-Naquet 19 8 1:16 4 -16 8 , así como, en el ca­
so de Heracles, Jourdain-Annequin 1985: 505; 1986: 317; Aquiles en E s­
ciro: Jeanmaire 1939: 353-355; Teseo: Pausanias, 1 19, 1; el hombre joven
y la mujer: J. E. Harrison, Themis, reimpr., Londres, 19 77, p. 507 (a
propósito del rito de Cos).
60 Cf. Farnell, Greek Hero Cults, p. 154, y A. Brelich, G li eroi greci,
pp. 126 y 195; Heracles en Tasos y los efebos: véase J. Pouilloux, Recher­
ches sur l’histoire et les cultes de Thasos, I, Paris, 1954, pp. 369 y 377-378.

281
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

gamos que, de repente, D iodoro se remonta al pasado,


hasta el tiempo de la guerra que antaño, adolescente aún,
Heracles disputó a la cabeza de un grupo de efebos para
liberar Tebas; en ese caso, habría que señalar que este p é­
plos se le ofrece al héroe para un futuro que se supone
duradero y no sólo para el instante de una tran sició n /1 A
menos que forcemos el silencio del texto o interpretemos
vagamente ese péplos como una vestidura de iniciado, la
dificultad sigue ahí.

D e manera que, para dar un sentido al péplos de Heracles,


es preciso confrontar la información que nos ofrece D io ­
doro con otras tradiciones que nos presentan al héroe, du­
rante un periodo más o menos dilatado de tiempo, con ro­
pas femeninas. Es bien conocido el episodio de Heracles
en el palacio de Onfale y el intercambio que hacen de sus
vestidos. Añadamos una historia que explica Plutarco a
guisa de respuesta a la cuestión: «¿P or qué, en la isla de
Cos, el sacerdote de Heracles en Antimaquía lleva una tú­
nica de mujer y se pone una cinta en la cabeza cuando se
dispone a hacer un sacrificio?» La historia explica cómo,
al ser arrojada su nave contra la costa de Cos, Heracles fue
atacado por los habitantes de la isla y, solo contra todos, se
vio por vez primera en situación de desventaja; cómo lo ­
gró huir escondiéndose en casa de una mujer tracia y có­
mo se puso él mismo un vestido de mujer; y, finalmente,
cómo, después de haber logrado derrotar a sus adversa­
rios, se casó con la hija del rey, no sin antes haberse pues-

<!l Es cierto que, como señala Jourdain-Annequin 1986: 314-315


(abogando a favor de una interpretación iniciática), el péplos no vuelve
a aparecer en el relato. De todos modos, yo tengo mis dudas— cada vez
más— sobre si debemos situar todo intercambio indumentario entre los
sexos en un contexto de iniciación.
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

to otra túnica, esta vez de flores. Cosa que nos conduce de


nuevo a la costumbre del sacerdote, y, para acabar con una
última precisión, Plutarco añade que los recién casados de
ese lugar reciben a sus esposas vestidos ellos también con
una túnica de mujer. Asimismo, si decidimos salir tanto del
mito como de Grecia, podemos recordar una de las figuras
romanas de Heracles, el Hercules Victor, que, vestido con
una larga túnica femenina, es celebrado por hombres que
a su vez van travestidos.62
Regresemos al episodio de Heracles en el palacio de
Onfale. En opinión de los historiadores de la religión que
desean preservar la virilidad del guerrero, se trata de un
motivo que vino a sumarse a las gestas del héroe en época
helenística; y los documentos iconográficos, tardíos en lo
esencial, podrían darles la razón si la reinterpretación de
determinadas imágenes no hubiese sugerido recientemen­
te que esta historia de los vestidos era bien conocida ya
desde época clásica.63 Los seguidores de un Heracles aus­
teramente viril saldrán del paso afirmando bien alto que
en este asunto lo que de veras domina es el tema de la ser-

61 Plutarco, Cuestiones griegas 58; cf. Juan Lidio, De mensibus IV 46,


comentado por J. Bayet, Les origines de l ’Hercule romain, París, 1926,
pp. 314-315 (no estoy tan convencida como Jourdain-Annequin [1986:
316 y n. 226] de que ahí se trate de un Heracles-Melqart).
63 Se trata de un tema tardío: C. Robert, Die griechische Heldensage,
II, 2, reimpr., Dublín-Zúrich, 1967, pp. 593-594; W. R. Halliday, en su co­
mentario a la XLV Cuestión griega de Plutarco (reimpr., Nueva York,
1975), p. 188; G. Schiassi, «Parodia e travestimento mítico nella comme-
dia attica di mezzo», Rendiconti dell’lstituto Lombardo, 88 (1955), pp. 108-
110, que se basa en la autoridad de Wilamowitz. Documentos figurados,
tardíos: A. Brandenburg, Studien zu Mitra, Münster, 1966, pp. 88-92; do­
cumentos figurados a partir de la época clásica: K. Schauenburg, «Hera-
kles und Omphale», Rheinisches Museum, 103 (i960), pp. 53-76, sobre
todo 73. Señalemos que ese disfraz constituye el modelo de muchos tra-
vestismos que seguirán: así, a propósito de Estacio, véase N. J . H. Sturt,
«Four Sexual Similes in Statius», Latomus, 41 (1982), pp. 833-840.

283
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

vidumbre—una manera de librarse del intercambio de


vestidos— ; otros comentarán la ropa del héroe insistiendo
en los efectos debilitadores del amor que, como todo el
mundo sa b e /4 vuelve afeminado al guerrero.65 D e todos
modos, vale la pena examinarlo todo con mayor atención,
y de un modo particular los vestidos de Heracles.
Heracles, que es esclavo en el palacio de Onfale, ha in­
tercambiado sus ropas con las de su ama. Ella lleva la piel
del león y blande la maza; él, mientras tanto, hila la lana,
vestido con un crocoto, la túnica de color azafrán de las
mujeres. En Cos, el héroe llevaba una túnica floreada el
día de su boda, y su sacerdote añadió al vestido femenino
la cinta que sujetaba su pelo, la mitra. Prescindiendo de si
han superpuesto ambos episodios o no, como si fueran his­
toriadores de las religiones, lo cierto es que los poetas ro­
manos, en sus descripciones de Heracles en el palacio de
Ónfale, mencionan también la m itra , y precisan que todo
ello sucede al son oriental, afeminado, del tam boril.66 El

64 No se sabe: así, en el caso de las vestiduras femeninas, el Ma-


hâbhârata nos presenta a un Arjuna afeminado, eunuco en casa de Vi-
ráta, acerca del cual Dumézil (1968: 72) señala acertadamente que «la
apariencia que asume no está tan lejos de su propia naturaleza o de la de
su padre» (Indra). La representación del Mahibhárata en la puesta en
escena de Peter Brook (1985/1986) dejaba ver de un modo admirable
esta complicidad del guerrero muy viril con lo femenino.
65 La servidumbre: Brandenburg, M itra, p. 92; Farnell, Greek Hero
Cults, p. 141. Heracles afeminado por amor: Juan Lidio, De magistrati­
bus III 64.
66 El crocoto y el trabajo de la lana: por ejemplo, Luciano, Diálogos
de los dioses 15, 237 y Cómo se escribe la historia 10; Plutarco, Moralia
785e; Dión Crisóstomo, X X X II, 94; véase también Ovidio, Fastos I I 318 ss.
Mitra y tamboril: Ovidio, Heroidas IX 63; Séneca, Hércules loco 469-471;
Hércules sobre e lB ta ^ jy , Fedra 317 ss. Alusiones griegas a las relaciones
de Heracles con la música frigia o lidia (la cosa más alejada de la virili­
dad: cf. Platón, Laques i88d 7): Pausanias, V 17, 9, así como Ión, Ónfale,
fr. 22, 23,39 Nauck.

2 84
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

crocoto, la túnica floreada, la mitra. El crocoto es esencial­


mente femenino (o, por derivación, bárbaro); en general,
la ropa abigarrada es propia de las mujeres y, para tener de­
recho a ella, los hombres deben ejercer determinadas pro­
fesiones (o dedicarse a ciertas actividades) que están deli­
mitadas de una manera muy p re c isa /7 Con respecto a la
mitra , adorno asimismo de mujer o de bárbaro, también es
presentada de un modo explícito como un invento lidio,
llegado de ese país de lujo y molicie en el que reinó Onfa-
le.68 Es verdad que ciertas categorías de hombres pueden
llevarla, empezando por los atletas, pero lo cierto es que,
en esta historia, Heracles no ocupa una posición de atleta.
Los historiadores de las religiones y los antropólogos de
Grecia han propuesto numerosas explicaciones para inter­
pretar estos dos travestismos que ellos superponen. A pro­
pósito del sacerdote de Antimaquía, se ha hablado de una
«identificación femenina» con la Diosa;69 pero, a no ser que
se demuestre lo contrario, se trata del sacerdote de Heracles,
y esta explicación implicaría trasplantar a Onfale a Cos para
convertirla en un avatar de la Gran Diosa, operación muy
poco económica. Por supuesto, la hipótesis de la homose­
xualidad del héroe también se ha formulado;70 en absoluto

67 Crocoto: por ejemplo, Ateneo, IV 155c y X II 519c; ropa abigarra­


da: Artemidoro (Clave de los sueños I I 3) menciona a los jóvenes que van
a casarse, a los sacerdotes, a los músicos, a los actores de teatro y a los
seguidores de Dioniso; a propósito de la túnica floreada, véase también
Clemente de Alejandría, Pedagogo, con la nota de Marrou, ad loe.
cs Mitra: véase Brandenburg, Mitra. Femenina: por ejemplo, Aris­
tófanes, Tesmoforias 257. Bárbara: Aristófanes, ibid., 163; Heródoto, 1 195;
V II, 62 y 90; Ateneo, X I I 535-536. Lidia: Píndaro, Ne meas V I I 15 (a pro­
pósito del modo de vida lidio: Ateneo, X II 515-516 y X V 69ob-c). Mitra
de los atletas: Píndaro, Olímpicas IX 82-84; ístmicas V 62.
65 Frazer, Atys, p. 226.
70 A. Van Gennep, Les rites de passage, reimpr., París-La Haya,
19 6 9 , p. 245.

285
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

se trata de un tema desconocido en la tradición sobre H e­


racles. Pero la homosexualidad griega, de la que, por otro
lado, Heracles no constituye una excepción, es en lo esen­
cial pederástica y el travestido no tiene su lugar allí.71 Aña­
damos que, en el imaginario mítico, Heracles, aun vestido
con un péplos, no pierde ni un ápice de su virilidad, y las va­
riaciones sobre su carácter afeminado son sobre todo roma­
nas. Para aclarar esta representación se podría sacar mucho
provecho, sin duda alguna, de las investigaciones que Marie
Delcourt ha llevado a cabo a propósito del ser viril (e inclu­
so itifálico) vestido de mujer, una figura llena de sentido en
la reflexión mítico-religiosa sobre la sexualidad.72 También
se puede interpretar este travestismo como un rito nupcial.
La propia Marie Delcourt, que no es la primera en hacerlo,
invita a ello y, por mi parte, para no volver a hacer la de­
mostración de nuevo, me conformaré con recordar que,
acompañado con frecuencia por la corona o la cinta, el p é­
plos es el presente nupcial por excelencia. Pasando por un
Heracles dios del matrimonio, eventualmente celebrado por
una teogamia, llegaremos, tras un largo rodeo, hasta las
observaciones de Dumézil a propósito de la importancia de
la carrera matrimonial del héroe: esa sí es una hipótesis an­
tropológica de peso, sustentada por argumentos serios.73

71 Heracles es el amante del joven Hilas en Apolonio de Rodas y


Teócrito; una versión helenística aberrante le convierte en amante de
Euristeo (Ateneo, X III 603d), pero es evidente que se trata de un des­
plazamiento del tema de la servidumbre amorosa, con numerosos testi­
monios en la carrera heterosexual del héroe.
72 M. Delcourt, Hermaphrodite, París, 1958, pp. ίο , 23 (y 33-39 a
propósito de Heracles). Conviene señalar también las penetrantes ob­
servaciones que, en un libro consagrado por entero a una reflexión so­
bre la confusión de los sexos, Dominique Fernández dedica a la femini­
dad de personajes como Aquiles o Hércules (Porporino ou les mystères
de Naples, IIIa parte, «Achille à Scyros»).
73 Travestismo y matrimonio: M. Delcourt, ibid., pp. 27 y 34. Rito

286
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

Ahora bien, si queremos pasar revista a todas las con­


notaciones que implica la representación de un ser viril
vestido con un péplos, debemos dar un paso más y asociar
a Heracles con Dioniso, dios que lleva el crocoto y la m i­
tra ,74 institucionalmente esta vez y en el conjunto de la tra­
dición griega. Afeminado oficialmente, por lo menos a par­
tir de una determinada fecha, y al contrario de Heracles,
que no se traviste más que en contadas ocasiones, Dioniso
el «L id io » preside, con motivo de las fiestas a él consagra­
das, muchos travestismos alegres que no acaban en drama
como el de Penteo.7S Para estrechar aún más esta relación,
podem os recordar, tal vez, los num erosos vínculos que
unen a H eracles y D ioniso, tanto en el culto como en el
mito o en las representaciones figuradas en las que estos
dos hijos de Zeus aparecen juntos, especialmente en el
banquete de inmortalidad que consagra la apoteosis del

de Cos: véase Halliday, Greek Questions, pp. 216-219; Cook, Classical


Review , 1906, p. 377; M. P. Nilsson, Griechische Feste von religioser Be-
deutung, Leipzig, 1906, p. 453; L. R. Farnell, «Sociological Hypotheses
concerning the Position of Women in Ancient Religion», Archiv fiirR e-
ligionswissenschaft, 7 (1904), p. 90, y Flero Cults, pp. 156-166; R. Val-
lois, Revue des Etudes anciennes, 28 (1926), pp. 305-322; M. Launey, R e­
vue archéologique, 18, 2 (1941), pp. 46-47 y Le sanctuaire et le culte
d’Héraklès à Thasos, Paris, 1944, pp. 134-135 y 203-205, etc.
74 Véase Ateneo, V i98c-d, así como Sófocles, Edipo Rey 209-212;
Eurípides, Bacantes 822, 828, 833; Diodoro de Sicilia, IV 4, 4; Luciano,
Dioniso 2; Estrabón, X V 1038; Séneca, Edipo 405 ss.
75 Dioniso afeminado: Eurípides, Bacantes 150, 233-236, 353, 453-
459, 464; véanse las observaciones de M. Delcourt, Hermaphrodite, p. 39
y las reservas expresadas por Ch. Picard, «Dionysos mitrépboros», M é­
langes Glotz, II, París, 1932, pp. 707-721; representaciones romanas de
un Dioniso barbudo con un vestido femenino: R. Turcan, «Dionysos di­
morphes», Mélanges d ’Archéologie et d’Histoire, 70 (1958), pp. 243-293.
Travestismo en el dioriisismo: Filóstrato, Imágenes I 3; véase C. Gallini,
«II travestismo rituale di Penteo», Studi e Materiali de Storia delle R eli­
gioni, 34 (1963), pp. 211-228.

287
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

héroe.76 Pero, una vez más, el significado de esta relación


se nos aclara en el terreno de la comedia. En las Ranas de
Aristófanes, Dioniso pretende bajar a los Infiernos y, para
ello, le parece que lo mejor es imitar la apariencia externa
de Heracles, cuyo descenso a los Infiernos es famoso: de
modo que se pone la piel de león por encima de su croco-
to. Vestido de esta guisa, se encuentra con el verdadero
Heracles, que es presa de un ataque de risa inextingui­
ble.77 Podemos interpretar esta escena afirmando que, en
la época de Aristófanes, Heracles todavía no tenía nada
que ver con las vestiduras femeninas (ni Dioniso con la piel
de león que, más tarde, aparecerá en ocasiones asociada a
su figura). Podemos dar también otra lectura a este episo­
dio y sugerir que, de hecho, Dioniso-Heracles resulta risi­
ble en dos niveles: está la risa, inherente a la comedia, del
personaje Heracles, quien, desde su proclam ada virilidad,
se muere de risa al ver el disfraz heroico del pusilánime
Dioniso;78 y existe, en un segundo nivel, la risa del espec­
tador que sabe muy bien que a Heracles no le resulta tan
ajeno como pretende el hecho de llevar puesta una túnica
de color azafrán. Pero por el momento Heracles es el hé­
roe fuerte en la escena y, tanto en un caso como en otro, al
intentar imitar a Heracles, lo que hace el afeminado D io­
niso es poner de relieve el indomable vigor masculino.
Volviendo a los mitos de travestismo, se podría sugerir

76 Heracles y Dioniso: por ejemplo, Sófocles, Traquinias 510-511, y


Estrabón, X V 1, 6 y 8 (donde la túnica floreada es dionisiaca); véase C.
Robert, Heldensage, II, 2, p. 647; M. Launey, Héraklès à Thasos, pp.
1 53-157; M. Delcourt, Hermaphrodite, cap. 2, así como Galinski 1972:
81-82.
77 Aristófanes, Ranas 45-47 y 108-109.
78 Sin embargo, Dioniso también mantiene alguna relación con la
guerra; pero en ese caso reafirma su singularidad: véase F. Lissarrague,
«Dionysos s’en va-t-en guerre», en C. Bérard, Chr. Bron, A. Pomari,
Images et société en Grèce ancienne, Lausana, 1987, pp. 111-12 0 .
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

que el péplos o el crocoto del héroe realzan, paradójica­


mente, su virilidad, que el más femenino de los disfraces
no alcanza a minimizar.
En verdad, ocurre lo mismo, sin duda, tanto con el p é­
plos de Heracles como con los baños calientes que se aso­
cian a su persona: el hecho de que los baños calientes evo­
quen la existencia inactiva de las mujeres, no implica que
al recurrir a la molicie del baño para relajar sus músculos
tensos por el esfuerzo, el héroe-atleta se transforme en mu­
jer. A la lógica demasiado fácil de la identidad que quiere
que un héroe vestido con un péplos, o bien un atleta rela­
jado por el calor del baño, ya no sean un hombre, sino una
mujer, conviene oponer la de la polaridad, que en H era­
cles es como una segunda naturaleza.79 Puesto que un exce­
so de virilidad expone continuamente su fuerza a la ame­
naza de la debilidad, conviene que Heracles encuentre
periódicamente una medida más ajustada de la energía vi­
ril. Es cierto que, en el caso de este héroe de la ambivalen­
cia, un tal equilibrio— siempre inestable— no se consigue
más que a condición de anular un exceso con el contrario,
oponiendo un exceso de feminidad a una virilidad dema­
siado grande. Sólo que en Heracles la parte femenina es
esencial, dado que contribuye en gran medida a mante­
nerlo en los límites humanos de la andreía. Vestido como
una mujer, sometido a un régimen femenino, Heracles
asume aún mejor la figura humana del héroe viril.
Todavía no hemos terminado porque, entre las histo­
rias de los vestidos de Heracles, falta la más famosa de to­
das, la de la túnica de muerte. Al final de este recorrido me
aguardaba una última sorpresa al releer las Traquinias,

79 Véase supra, pp. 85-88 y 133-134. Baños calientes para aliviar las
agujetas causadas por la gymnasia·. Hipócrates, Sobre la dieta II 66, 4.
Heracles, héroe de la polaridad: N. Loraux, «Le héros, son bras, son
destin», en Bonnefoy 19 8 1 : 1, 495-496.

289
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

donde Sófocles pone en escena el proceso que conduce a


Deyanira a enviar a Heracles una túnica em papada en la
sangre de Neso. Vestido de sacrificador, dice ella, si bien
espera un efecto de magia erótica, puesto que ese regalo, a
sus ojos, debiera sellar su unión con el héroe, aunque sitúe
a este último implícitamente en la posición de la novia a la
que se le ofrece un hermoso vestido. En efecto, Deyanira
se refiere a menudo a su presente con el nombre de péplos,
en lugar del que, en apariencia, resultaría más pertinente,
khitón .80Lenguaje de trágico, fatalmente impreciso, al de­
cir de los léxicos que, para evitar dar cuenta de una «an o ­
malía», prefieren por regla general neutralizarla bajo la
rúbrica de «aproximación». Sin dar crédito a la validez de
un argumento tal, que menosprecia el perfecto rigor de la
lengua de Sófocles, me gustaría señalar que, en las Traqui­
nias, ese péplos es al mismo tiempo velo de muerte— m a­
quinación de mujer, como el velo con el que Clitemnestra
aprisiona a Agamenón— y atuendo ambiguo que hará de
Heracles «una simple mujer» antes de que el héroe se so­
breponga para dominarse incluso en su agonía.81
Los antropólogos de Grecia atribuyen con frecuencia
al regalo o a la manera de vestir un papel importante en la
conjunción y el buen funcionamiento del intercambio en­
tre los sexos. El estudio que hacemos aquí pretendería de­
mostrar que el vestido también sirve para dramatizar este
intercambio entre lo masculino y lo femenino, cuyo terre­
no lo constituye por sí solo el héroe viril. Revelación de la

80 A propósito del vestido (en particular el conjunto péplos-corona


o péplos-cvat&) como presente matrimonial, véase Gernet 1968: 107. La
túnica como péplos·. Traquinias 602, 613, 674, 758, 774; como khitón·.
580, 612, 769.
Si Como velo de muerte, el péplos recuerda el velo de la Orestiada
de Esquilo, donde Clitemnestra tiende una trampa a Agamenón: véase
Traquinias 1051-1052 y Agamenón 112 6 y 1580. Heracles mujer: Traqui­
nias 1075.

290
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

debilidad que se oculta en la fuerza y al mismo tiempo


ocasión para que la fuerza circunscriba en sí misma la fe­
minidad, eso es el péplos de Heracles.

En D iodoro era Atenea, la fiel protectora del héroe, quien


le regalaba uno. Atenea, cuyas relaciones con la bisexua-
lidad son conocidas— diosa guerrera e hija querida de
Zeus— , no por ello deja de ser la patrona de trabajos fe­
meninos como el tejer, y las jóvenes tejen un péplos para
ella en Atenas. Pero, en la familia olímpica, Atenea tam­
bién sabe mantener su lugar, inclusive en los enfrentamien­
tos que dividen periódicamente a la pareja que forman
Zeus y su esposa: virgen que huye del matrimonio y com­
bate a favor de los intereses del padre, también sabe, en la
litada , ser la fiel aliada de Hera. Todo ello nos conduce
hasta la familia divina de Heracles, con la que ha llegado la
hora de confrontarlo.
Hemos retardado el momento de esta confrontación
de un modo consciente, con el fin de no imponer al héroe
de la fuerza un exceso de psicología a base de deducir con
total tranquilidad su relación con la feminidad a partir de
su relación con la esposa de Zeus. Para no perder por el
camino esta exterioridad que le sirve al héroe de carácter,
esta exterioridad cuyo interés metodológico ya he señala­
do, era importante examinar el comportamiento de H era­
cles lejos de cualquier vínculo con su historia familiar, y
tratar de descifrar su feminidad a través de la red de los
rasgos singulares que, en el pensamiento mítico de los grie­
gos, constituye otros tantos indicadores para la interpre­
tación, puesto que probablemente sirvan para esclarecer
la figura de un héroe, más que la recreación de su primera
infancia. Ahora podem os intentar comprender la rela­
ción— esencial— que Heracles mantiene con Hera, toman­
do de nuevo la precaución de fijarnos en algunos indicios,

291
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

puntos de referencia tan im portantes como anodinos en


apariencia.

SOBRE EL N O M BRE DE H ER A C LES


Y EL SEN O DE H E R A

En el corazón del «eterno debate conyugal entre el infiel


Zeus y su poco resignada esp o sa»,82 se halla el bastardo
Heracles, a quien, desde el instante retardado de su naci­
miento, Zeus debe abandonar a su destino mortal, con la
salvedad de que intentará aligerar la carga de ese hijo va­
leroso de un m odo indirecto, confiándolo a la vigilancia
de Atenea. Pero la propia Atenea debe ceder ante la hosti­
lidad siempre renovada de la esposa de Zeus, a la que el
héroe está entregado por completo. Un pasaje de E urípi­
des expresa muy bien esta dependencia, en el momento en
el que Heracles, tras recuperarse de su locura asesina, da
un nombre a su enemiga:

¡Que dance la ilustre esposa de Zeus haciendo retumbar


con su calzado el palacio del Olimpo! Ya ha conseguido
cumplir lo que se propuso, destruir desde sus cimientos al
primer hombre de Grecia. ¿Quién podría dirigir sus sú­
plicas a una diosa de tal calaña, una diosa que, encelada
por Zeus a causa de la cama de una mujer, destruye a los
benefactores de la Hélade sin que tengan culpa alguna?

Hera la malévola pero todopoderosa (no es casualidad


que el texto le atribuya el fuerte calzado de los hombres
de Argos— en el supuesto de que no le haga simplemente
llevar en ese momento las sandalias de Zeus— ).8? Pero,

8î Dumézil 19 71: 129.


83 Eurípides, Heracles 1303-1310. Si, con Marie Delcourt (Biblio-

292
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

para ser acogido en el Olimpo después de su muerte, el hé-.


roe necesitará este inmenso poder, convertido por fin en
benevolencia. E s la diosa quien le entregará por esposa a
su propia hija H ebe: así concluye una carrera en la que,
a partir del momento de su nacimiento retardado por Ili-
tía, pasando por los innumerables enfrentamientos que, di­
recta o indirectamente, le oponen a Ares,84 Heracles no
cesa de tener relación con Hera, aunque sea a través de los
hijos legítimos que la diosa ha tenido de Zeus.85
Así pues, tras el episodio de la pira en el Eta, Hera aco­
ge por fin a Heracles con benevolencia, y Calimaco re­
cuerda la risa enorme de la diosa ante la voracidad del
nuevo huésped del Olimpo. Es más, para adoptarlo ella
imita los gestos del parto.86 No vamos a pretender, como
desde la Antigüedad han hecho algunas voces,87 que el hé­
roe es «en realidad» hijo de Zeus y Hera; eso sería ir de­
masiado lejos, olvidando que la relación de Hera con Zeus

thèque de la Pléiade), nos negamos a corregir en el verso 1304 el texto


de los manuscritos, la danza de Hera asume un significado netamente
ginecocrático («Para dar la señal en el suelo del Olimpo, ella se calza los
zapatos del dios [= Zeus]»).
84 Heracles y Ares: asociado al dios en el juramento de los efebos
atenienses y en el kósmos ([Aristótelesl, De mundo 2, 392a 26-27), el hé­
roe le combate, en un enfrentamiento directo (en el Escudo hesiódico) o
indirecto, a través de sus adversarios, que son los aliados (Pausanias, V I
19, 12) o los hijos de éste (Eurípides, Alcestis 99S-504, donde este en­
frentamiento asume la forma de un daímón). Véase J . Fontenrose, Py­
thon, pp. 32, 34 y η. 6.
35 Ilitía, diosa de los partos e hija de Hera, retarda el parto de Ale-
mena para complacer a su madre (Diodoro, IV 9 ,12 ). En lo que respec­
ta a Hebe, cabe recordar que, en ciertas tradiciones, ella es— al igual
que Ares— fruto de un engendramiento solitario de Hera.
86 Calimaco, Himno a Artemis 148-151; Diodoro, IV 39, 2-3.
87 A propósito del verso 110 5 de las Traquinias, véase J. Bollack,
«Vie et mort, malheurs absolus», Revue de Philologie, 44 (1970), pp.
46-47.

2-93
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

no es más positiva que la que mantiene con Heracles: re­


conciliar de entrada todas las partes supondría desestimar
las rencillas que caracterizan a la pareja divina. D e modo
que nos atendremos a la tradición según la cual Hera adop­
tó al hijo de Zeus.
Ahora bien, para expresar la inmortalización de H era­
cles a través de la adopción, el tema del parto simulado ce­
de por regla general el paso a una tradición mucho mejor
acreditada entre los griegos y en el mundo antiguo: esta
tradición explica cómo la esposa de Zeus dio de mamar al
bastardo para inmortalizarlo. Las fuentes literarias más an­
tiguas, que no se remontan más allá del siglo iv a.C., sitúan
este suceso en la primera infancia del héroe. En lo que res­
pecta a las representaciones figuradas, en ocasiones tardías
(y con mayor frecuencia etruscas, en lugar de griegas), no
ignoran este tema, pero presentan también la imagen insó­
lita de un Heracles adulto y barbudo amamantado por la
diosa.88 Curiosamente, la primera escena interrumpe, por
parte de Hera, una hostilidad activa ya, que no cesará has­
ta la muerte del héroe. Aunque es verdad que en este caso
la esposa de Zeus ha sido víctima de un engaño tramado
por la astucia de Atenea. La segunda, que tanta extrañeza
produce, debe ser situada, sin lugar a dudas, después de la
muerte de Heracles, a quien este amamantamiento sim bó­
lico integraría definitivamente en el Olimpo.

88 Tradición literaria: Heracles niño (Licofrón, Alejandra 39 y 1326;


Diodoro, IV 9, 7; Pausanias, IX 25, 2). Representaciones figuradas: véa­
se A. B. Cook, Zeus, III, 1, Cambridge, 1940, pp. 99-94; J. Bayet, Her-
cle. Etude critique des principaux monuments relatifs à l’Hercule étrus­
que, Paris, 1926, pp. 150-154; W. Deonna, «L’allaitement symbolique»,
Latomus, 13 (1954), pp. 140-166 y 356-375; M. Renard, «Hercule allaité
par Junon», Mélanges J. Bayet, Paris, 1964, pp. 611-618; K. Schauenburg
(«Herakles unter Gôttern», pp. 128-130) señala que, en buena medida,
la tradición iconográfica podría ser anterior a la más antigua tradición
literaria.

294
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

La representación del niño Heracles en el seno de H e ­


ra agrada a todos aquellos que, de una manera u otra, in­
tentan interpretar la relación del héroe con la diosa como
la de un hijo y una madre. Al afirmar que Alcmena, presa
del terror, había dejado abandonado al recién nacido,
Diodoro ya proponía una explicación de este tipo y glosa­
ba acerca del cambio inesperado de las situaciones: la ma­
dre que debía amar a su propio hijo lo rechazaba y «aqu e­
lla que sentía por él un odio de madrastra salvaba, sin darse
cuenta, a quien por naturaleza era su enem igo».89 Por su
parte, los autores m odernos deseosos de leer la relación de
Heracles con Hera en clave de relación de parentesco am­
bivalente, se escudan con entusiasmo en este episodio, p o ­
sitivo al final, para equilibrar todo lo negativo, y ven en él
«el eslabón psicológico que faltaba» y que permite cons­
truir una historia continuada de la madre, unas veces des­
tructora y otras benevolente, y del hijo, acogido antes de
estar amenazado.90 A los que defienden una tal interpreta­
ción, cabría hacerles observar que, en su especificidad grie­
ga, los hechos se resisten. Para empezar, porque son raras
las representaciones tan directas de un contacto corporal
entre la madre y el hijo en el amamantamiento— es preciso
por lo tanto resignarse— : en esta imagen insólita, lo que
debemos interpretar es la adopción, no la maternidad.91
Pero también porque, en cuanto encarnación de la mujer
casada en el mundo de los dioses, Hera es apenas madre,
con esa progenitura incierta a la que dedica un amor poco
más que tibio.92

89 Diodoro, IV 9,8.
90 Slater 19 7 1: 345 (véase también 338-3407342).
91 Véase M. Delcourt, Hermaphroditea, Bruselas, 1966, p. 22 (adop­
ción y no maternidad física); acerca de la prohibición que pesa sobre la
relación corporal madre/hijo, véase Daladier 1979.
92 A. B. Cook (Classical R eview , 1906, pp. 366-369) niega incluso

295
D EBILIDAD ES DE LA FUERZA

Extraña visión, lectio difficilior, la segunda version ex­


presa sin ambigüedad la adopción del héroe por parte de
la diosa, confiriendo así a H era su plena dimensión de de­
tentara divina de la soberanía.93 Así, recordemos que el
nombre de Heracles tanto puede traducirse por «G loria de
Hera» como por «G loria por H era».94 ¿G loria de H era?
¿Gloria por Hera? En el propio nombre del héroe, pues,
estaría expresado un vínculo estrecho con aquella que le
persiguió con tanta constancia. Aquellos que se niegan a
ver, con Slater, «la amarga ironía de la relación griega en­
tre la madre y el hijo» han retrocedido con frecuencia an­
te esta constatación, y, por regla general, poco interesados
en mantener como tal una ambivalencia, los historiadores
de las religiones han intentado resolver la dificultad a b a ­
se de hacerla desaparecer. Su manera de proceder resulta
simple: se comienza por elaborar la lista de los episodios o
de los hechos cultuales que abogan a favor de un buen en­
tendimiento entre Hera y el héroe— y vale decir que hay
unos cuantos— ;9S y después uno se inventa una prehisto­
ria olvidada en la que Heracles debería en realidad su nom ­
bre a su condición de esposo de la diosa.96 La construcción
de una génesis perdida es una solución fácil y conveniente
(a la par que inverificable): así se consiguen eliminar todas

que Hera haya concebido ningún hijo de Zeus; a propósito de Hera,


mujer casada divina y madre incierta: W. Pôtscher, «Hera und Heros»,
Rheinisches Museum, 10 4 (1961), p. 320; Slater 19 71: 202, y Burkert
1977: 211.
93 Véase M. Detienne, «Puissances du mariage», en Bonnefoy 1981:
II, 67-69.
94 La primera traducción es la propuesta, entre otros, por Wilamo-
witz, Farnell, Pôtscher; la segunda por Kretschmer y Kerényi.
95 Véase por ejemplo, A. B. Cook, Classical Review , 1906, p. 373;
Farnell, Greek Hero Cults, p. 100; Slater 19 71: 343.
96 J. E. Harrison, Classical Review, 1893, pp. 74-78; A. B. Cook,
ibid., 1906, pp. 371-373; Benveniste x9 6 9 : 1, 219-220.

296
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

las tensiones constitutivas del pensamiento mítico de los


griegos tal como lo vemos operar en una época histórica.
Ahora bien, el historiador del imaginario debe centrarse
en el presente vivido de los griegos y no en el espejismo de
un pasado que resultaría tanto más precioso cuanto que ha
desaparecido para siempre.
El análisis de los filólogos conduce también a la bús­
queda de una prehistoria, aunque por vías ligeramente di­
ferentes: de acuerdo con la etimología, H era es la señora
de la juventud perfecta, cuyo paredro, en el tiempo lejano de
la época micénica, en todas las ciudades, habría recibido
simplemente el nombre de «héroe», de modo que H era­
cles aparecería entonces como una figura privilegiada en­
tre esos héroes tan estrechamente asociados a la diosa.97
Pero es preciso mantener este análisis dentro de sus lími­
tes, que son los de la etimología: incluso si los hechos de
lengua dejan entrever huellas de un estado desaparecido
de la sociedad, nada nos autoriza a tratar el conjunto del
complejo mítico de Heracles como una «m ala interpreta­
ción religiosa» que ha convertido en hostilidad la solidari­
dad inicial de los dos protagonistas.98 Pues sería preciso
entonces afirmar— hipótesis que no se sostiene— que, des­
de Homero hasta nuestra era, en todo cuanto se ha dicho
acerca de Heracles no hay más que mala interpretación.
¿En relación con qué verdad?
Hemos de afirmarlo con rotundidad: tanto cuando se
pretende a cualquier precio la reconciliación de los adver­
sarios, como cuando se postula una verdad traicionada por
la historia, uno se olvida de lo esencial. Se olvida de que,

97 Relación etimológica Hera/héroe: véase F. W. Householder y G.


Nagy, en Th. A. Sebeok (ed.), Current Trends in Linguistics, IX , La H a­
ya-París, 1972, pp. 770-771; el gran artículo a propósito de la cuestión
es el de W. Potscher, «Der Name des Herakles», Emerita, 39 (1971), pp.
169-184.
,s «Mala interpretación religiosa»: Potscher, «Der Name...», p. 181.

297
D EBIL ID A D ES DE LA FU ERZA

en el mito y en la religion de los griegos, uno de los temas


recurrentes es el del antagonismo que opone, para bien y
para mal, a un héroe con una divinidad, sobre un fondo de
afinidad y malevolencia mezclados: Aquiles no se compren­
de sin Apolo y, por la misma razón, Heracles es aquel que,
tanto en su vergüenza como en sus triunfos, mantiene una
relación con la gloria al mismo tiempo que con la esposa de
Z eus." Volvamos al nombre del héroe: en su reversibili­
dad,100 el propio nombre de Heracles aboga a favor de que
se mantenga su ambivalencia: «glorioso por H era» es tam­
bién «aquel a través del cual la gloria le llega a Hera».
No hay más solución, por lo tanto, que tratar la tensión
entre estas dos traducciones como llena de sentido para
los griegos. Cualquier otra resultaría sim plificadora, por
cuanto se arriesgaría a perder de vista por el camino el he­
cho de que ni Heracles ni Hera son figuras simples: la dio­
sa porque, mujer casada extraña e inquietante,101 encarna
la ambivalencia de los hombres griegos frente a la esposa,
ese mal necesario pero temible, imaginado con frecuencia
en sus aspectos de poder viril; el héroe porque, en la exte­
rioridad que lo constituye, conoce todas las inversiones de
la fuerza en su contrario.
Hemos de aceptar, pues, que entre la diosa del m atri­
monio y el bastardo divino con innumerables experiencias
matrimoniales existe un vínculo estrecho que se expresa
bajo la forma dominante de la hostilidad. Ahora bien, hay
un texto, uno solo, en el que se sugiere que el vínculo de
hostilidad era tanto más estrecho cuanto que era recípro­
co. Así pues, para acabar, me gustaría aludir a un episodio
en el que Heracles se vincula a Hera, como para volver

55 Tomo prestado este análisis a Nagy 1979: 302-303,318.


100 Señalada por Pótscher, «Der Name...», p. 182.
101 A propósito de Hera gloriosa en detrimento de Zeus, véase J. E.
Harrison, Classical Review, 1893, p. 75.

298
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

contra ella la dependencia bajo la que lo mantiene. En el


canto V de la Iliada, Diomedes, aconsejado por Atenea, ha
herido a Afrodita, que, llorosa, acude en busca de ayuda y
consuelo a su madre Dione. Esta le explica que debe so ­
portar esa prueba, al igual que otros olímpicos que, antes
que ella, han sufrido por culpa de los mortales. Y ocurre
que, de los tres ejemplos que propone, dos ponen en esce­
na a Heracles disparando sus flechas contra los dioses, y
en primer lugar contra H era:102

También padeció Hera cuando el esforzado hijo de Anfi­


trión le acertó en el seno derecho con una flecha trifurca­
da, y también de ella se apoderó entonces un dolor incu­
rable (litada V 39 2-3 9 4).

Así pues, Heracles apunta al seno de H era que, en otra


tradición, le había amamantado. Aunque Homero no diga
ni una palabra a propósito de esta otra historia, hay nume­
rosos historiadores de las religiones que ponen en relación
ambos episodios. A tal fin, insisten entonces en un detalle al
que, hasta el momento, no he querido aludir: el niño H e­
racles, que ya era o demasiado fuerte o dem asiado voraz,
habría tirado con tanta brutalidad del seno de la diosa que
ésta, presa del dolor, lo habría apartado de inmediato.103
Pero ya los antiguos— bien que en época muy posterior a la
de H om ero— habían puesto en relación esta bulimia agre­
siva con la flecha trifurcada que el arquero dispara contra

' 01 Otra aparición de esta historia: en la Heracleida de Paniasis, ci­


tado por Clemente de Alejandría, Protréptico II 36, 2.
103 Esta relación ha sido establecida por C. Robert, Heldensage, II, 2,
pp. 426-427. Heracles apuntando a propósito al seno: Licofrón, Alejan­
dra 1326; Diodoro, IV 9, 7; Aquiles Tacio, In Aratum, p. 146; Higino,
Astronomica II 43 (boulimia)\ Eratóstenes (Catasterismos 44) no ofrece
ninguna explicación al rechazo del niño por Hera. En estos tres últimos
escritores, este episodio da origen a la Vía Láctea.

299
D E B I L I D A D E S DE L A F U E R Z A

Hera. Así, en el poeta Licofrón, los dos episodios coexis­


ten en la vida del héroe con una duplicación significativa:
Heracles es designado como aquel que «hirió en el pecho
con una flecha aguda a aquella que le había traído al m un­
do por segunda vez, a la diosa invulnerable».104
¿La invulnerable Hera herida por Heracles, que le cau­
sa un dolor incurable, al decir de H om ero? Esta afirma­
ción resulta sorprendente, y no hace falta nada más para
dar libre curso a todas las construcciones, desde la del es­
coliasta de la litada, para quien Heracles ataca a la diosa
porque en otro tiempo ella le había arrancado de su p e­
cho, hasta la de un Slater, cautivado por la violencia vipe­
rina y obsesionado con la leche del seno de la malvada m a­
dre, envenenada por la flecha emponzoñada con el veneno
de la hidra de Lerna.105Más que nunca, es importante man­
tener la cabeza fría: una vez más, nos alejaremos lo menos
posible de los significantes, ciñéndonos a las palabras y a
los hechos. En el caso que nos ocupa: la flecha, el seno y
las imágenes que un griego podía asociarles. Por falta de
tiempo, no exploraremos aquí las múltiples asociaciones
que convierten a un arquero en un ser ambiguo, despre­
ciado—incluso femenino— , pero, por otro lado, temido
como un superguerrero.100 Sí nos detendremos, en cam­
bio, en el seno de Hera.

Licofrón, Alejandra (con los escolios), que ha de ponerse en re­


lación con los escolios a Homero (Iliada V 395).
,0> Slater (19 7 1:347-350) fantasea a propósito del seno emponzoña­
do por la flecha empapada en el veneno de la hidra de Lerna, y poco le
importa que, en Homero, la herida de Hades, alcanzado por una flecha
semejante, acabe por sanar: la ocasión resulta demasiado buena para
convertir a Hera en una serpiente y a Heracles, comparado con la ser­
piente Orestes (Coéforas 530-533), en una contra-serpiente...
106 Véase supra, p. 62-63, y sobre todo: J. Le G o ff y P. Vidal-Naquet,
«Lévi-Strauss en Brocéliande», en R. Bellour y C. Clément (éd.), Claude
Lévi-Strauss, París, 1979 (pp. 273-275).

300
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

Independientemente de cuál pueda ser su valor eróti­


co cuando se trata del de la bella Helena, el seno femeni­
no— caracterizado en el canto X X II de la litada por Hécu-
ba, que se refiere en este caso al de la madre, como el lugar
donde uno «olvida sus preocupaciones» (lathikëdès ma­
zos)— es antes que nada, en la imaginación griega, un em­
blema materno. Seno de H écuba que ésta muestra en vano
a su hijo Héctor para apartarlo del combate fatal con
Aquiles; seno de Clitemnestra, cuya vista no hará desistir a
Orestes de su resolución asesina; seno de Yocasta, cuya
evocación resulta casi obsesiva en las Fenicias de Eurípi­
des, esa tragedia del amor materno;107 el seno de la mujer
no es nunca tan fascinante como cuando se trata del de la
madre. Pero, por grande que resulte siempre, esta fascina­
ción siempre acaba por romperse y, tanto en el caso de Yo­
casta, como en el de H écuba o Clitemnestra, al final es el
rechazo, e incluso el odio del hijo, lo que acaba ocupando
el lugar de la seducción que se daba por descontada. ¡C o­
mo para creer que los hombres no quieren olvidar sus
preocupaciones de hombres! ¡Como para creer, sobre to­
do, que la figura materna resulta tan odiosa como desea­
ble! D e modo que, cuando el héroe hiere a Hera en el se­
no, es su maternidad lo que pretende atacar.
Pero el texto añade una precisión a la que los lectores
de Homero no siempre han prestado la suficiente aten­
ción:108 Heracles hiere a Hera en el seno derecho. Ahora
bien, desde el discurso médico hasta las construcciones
del mito, siempre aparece la misma y estrecha correlación

107 A propósito de todo esto, véase Loraux 1986a: 96-101.


108 Slater (1971: 351) explica el detalle, pero se ciñe a asociaciones
arriesgadas. Extrañamente sordo a lo que concierne a la orientación del
cuerpo, J. Cuillandre no hace referencia alguna a este pasaje en una
obra consagrada a La droite et la gauche dans les poèmes homériques
(Paris, 1944).

301
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

entre el costado derecho y el macho y entre el costado iz­


quierdo y la hembra. La derecha es propia de los hombres,
la izquierda de las mujeres, y la gestación de un feto m a­
cho en el interior del cuerpo femenino es, en la fisiología
d élos médicos hípocráticos, sistemáticamente asociada al
lado derecho de la matriz o al seno derecho.109 ¿Qué ataca
Heracles cuando apunta al lado masculino110 de H era? A
lo masculino en la mujer, quizá, pues sabem os que esta
diosa no está privada de virilidad. Al ser alcanzada en el
seno derecho, Hera, a quien no le disgusta el hecho de
presentarse como guerrera, es herida como se hiere a un
combatiente— cosa que no significa, sin embargo, que ella
se halle, en el elíptico pasaje del canto V, «realm ente» en
posición de combatiente— ¿Hem os de dar un paso más,

109 Véase Hipócrates, Epidemias II 6 ,15 ; V I 2, 25 y V I 4, 21; A foris­


mos V 38 y 48. Comentario de estos textos: G . E. R. Lloyd, «Right and
Left in Greek Philosophy», en R. Needham (éd.), Right and Left. Essays
on Dual Symbolic Classification, Chicago-Londres, 1973, pp. 167-188.
De acuerdo con Galeno, Sobre las epidemias de Hipócrates V I 48, esta
opinión es tan compartida como antigua; por eso Parménides decía: «A
la derecha los muchachos, a la izquierda las muchachas.»
110 De un modo inverso, para subrayar el carácter femenino de
Hermafrodita, el seno que aparece al descubierto en las estatuas es el iz­
quierdo (M. Delcourt, Hermaphroditea, p. 32). Pero es por el lado m as­
culino por el que las mujeres sármatas, esas guerreras, borran toda mar­
ca de su feminidad, al cauterizarse el seno derecho (Hipócrates, Sobre
los aires, aguas y lugares 17).
111 Daremberg (1865: 67-68) constata la «predilección» de los tex­
tos homéricos por las heridas en el flanco derecho. E l hombre, herido
en su lado derecho: Iliada IV 481 y X I 507, por ejemplo. Hera es una
guerrera frente a Ártemis en el canto X X I, pero, para explicar la herida
en el seno derecho en el canto V, no debemos contentarnos con la afir­
mación de que, en el combatiente, el lado derecho— que no está prote­
gido por el escudo— es el único expuesto: nada indica de un modo ex­
plícito que, en el pasaje estudiado, frente a Heracles, Hera se halle en
posición de combatiente (es Paniasis y no Homero quien sitúa el episo­
dio en Pilos).

302
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

yendo del guerrero a la madre, para afirmar que la herida


en el seno derecho alcanza en Hera a la madre que da a luz
a los hijos?112 Podemos hacerlo; y es tal la coherencia de
conjunto de la tradición griega en lo que concierne a los
valores respectivos de la derecha y de la izquierda que me
atrevería a añadir que debemos hacerlo. D e todos modos,
aquí se detendrá sin duda el historiador de las representa­
ciones. A menos que se atreva a dar a ese hijo el nombre de
Heracles basándose en las representaciones figuradas en
las que el héroe siempre mama la leche de la inmortalidad
en el seno derecho de la diosa.113 Pero quizá debamos pre­
guntarnos a propósito de la legitimidad de la operación
que consiste en aclarar el texto homérico por medio de
imágenes tardías, en las que uno puede acabar descifran­
do una mera lectura de Homero, nada más. ¿O acaso he­
mos de imaginar alguna hostilidad por parte del hijo de
Zeus hacia la diosa que trajo al mundo a Ares? Ninguna de
estas hipótesis es descabellada. Pero ninguna se puede ve­
rificar. Pues a Homero no le pareció conveniente ofrecer
al lector una clave; de modo que, al razonar así, estamos
procediendo a la manera de un erudito helenístico. L a ten­
tación de dar un paso más en la interpretación resulta muy

112 Sea como fuere, el empleo en V 393 de la forma dexiterón (dexi-


teron katá mazón) aísla a Hera en su especificidad, puesto que el sufijo
separativo -tero- comporta siempre un valor diferencial·, como el seno
femenino es el izquierdo, dexiterón subraya en Hera la presencia— pro­
blemática, sin duda— de una dimensión masculina. A propósito de -tero-,
véase Benveniste 1948: 116 -119 .
" 3 En todos los documentos iconográficos, Heracles mama del se­
no derecho de Hera: un hecho tanto más destacable cuanto que las di­
vinidades curótrofas ofrecen por regla general el seno izquierdo al niño
que sostienen en sus brazos (véase Th. Hadzisteliou-Price, Kourotro-
phos, Leiden, 1978, pp. 18-19). Quedaría por saber si este hecho debe
ser interpretado por sí mismo como indicador de una tradición autóno­
ma o como una lejana lectura del verso 393.

303
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

viva frente a una tal precisión, tan significativa como en­


vuelta en silencio. Pero con los textos es preciso saber que,
a falta de verificación, la pulsión interpretativa se ve ame­
nazada por el soliloquio. Por lo menos, uno corre ese ries­
go si no se adhiere sólidamente al texto y a su contexto: yo,
como lectora, he extraído no sin precauciones la inform a­
ción que me interesaba de las redes de significantes—
incluso diría: de las cadenas asociativas, si, entre esos sig­
nificantes griegos, la asociación no estuviese tan imperati­
vamente programada (pero es verdad, después de todo,
que la asociación que pasa por «libre» es, antes que nada,
una asociación forzada)—■y de la unidad textual.
Más vale releer una última vez el texto homérico para
fijarse bien en lo que dice. Intentaremos hacer esta lectu­
ra lo más cerca posible del movimiento del episodio que,
desde el campo de batalla, conduce hasta la morada olím­
pica de Dione. En el punto de partida se halla el héroe
Diom edes, a quien Atenea ha encargado la misión de herir
a Afrodita, y sólo a ella, de entre todos los dioses que están
mezclados con los hombres en el sangriento combate.
Cuando la hiere en el brazo, él apunta a-la diosa ignorante
de la guerra, pero también alcanza a la madre cariñosa que
intentaba salvar a su hijo Eneas de la mortal refriega. Su­
friendo «terriblem ente», logra llegar al Olimpo con la ayu­
da de Ares (que, por otro lado, es su amante o su esposo),
y se refugia en los brazos protectores de su madre Dione,
antigua esposa de Zeus, que ofrece a su hija la ayuda que
ésta no ha podido prestar a Eneas. M adre desarm ada,
Afrodita se enterará por boca de su propia madre de lo
que los dioses han sufrido por culpa de los héroes. El pri­
mer dios mencionado en ese relato dentro del relato es
precisamente Ares, hijo de Hera, salvado del desastre por
aquella que, para los adversarios humanos del dios, es una
m adrastra— pero, a pesar de todo, una madre, madre por
alianza, hostil con sus hijastros, tierna con el dios atado;

304
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

una madre, como si todas las figuras de la maternidad de­


biesen ser evocadas por un instante— . Luego le llega el
turno a Hera, perseguidora perseguida. Frente a ella, co­
mo más tarde frente a H ades, Heracles es caracterizado
por su genealogía paterna: más adelante, Homero mencio­
nará a Zeus, pero por el momento se refiere al héroe como
hijo de Anfitrión, como si quisiese dejar los fam osos celos
de Hera sin argumentos— una manera discreta de pasar
por alto el tema— . La verdad aflorará de nuevo cuando se
hable de Hades, pero, al parecer, en el relato de Dione, lo
esencial estriba en ceder al héroe Heracles toda la iniciati­
va en materia de hostilidad hacia los dioses, hacia Hera.
Herido en el hombro, también H ades conocerá el sufri­
miento, pero este hermano de Zeus se curará, del mismo
modo que acabará curándose Afrodita, cuando el relato
concluya, gracias a los atentos cuidados de su madre. El
episodio se cierra aquí; más tarde, siempre guiado por
Atenea, Diom edes logrará sumar al propio Ares al núme­
ro de los heridos.
En la conclusión de este texto en el que, gracias a las
heridas infligidas y recibidas, la familia olímpica vive su
identidad divina, no se trata de sacar una determinada lec­
ción— pues la litada es antes que nada un relato— . Pero
por lo menos podem os intentar hacer algunas observacio­
nes. Entre el campo de batalla real y los combates que en­
frentan a hombres y dioses a los que alude Dione, existe
como una secreta homología estructural, aunque sólo sea
porque las madres combaten con los guerreros. Pero tam­
bién porque la descendencia de Zeus se enfrenta a Ares y
a Hera. Contra Hera, es Heracles quien dispara las flechas,
contra Ares y su cómplice Afrodita, Atenea arma el brazo
de Diomedes: el hijo de Zeus y el protegido de su hija fa­
vorita contra la diosa soberana y su hijo, a quien el sobre­
nombre de «azote de los m ortales» no alcanza a proteger.
En este episodio en el que los brazos de la madre ceden

305
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

ante el brazo del guerrero, ¿acaso Hera es pensada como


madre en el momento en que es alcanzada por Heracles?
Lo suficiente, sin duda, como para resultar herida, para que,
en su cuerpo de mujer, la flecha desgarre el seno, ese lugar
emblemático de la maternidad; en cualquier caso, ella re­
sulta demasiado poco guerrera como para hacer frente al
héroe de la resistencia. Pagará el precio con ese sufrimien­
to incurable en el seno derecho. D olor de la madre cuyo
cuerpo ha sido alcanzado, pero quizá también dolor de su
parte masculina.
Pues, a lo largo de la historia del mito, la relación entre
Heracles y Hera no dejará de desarrollarse en el movimien­
to que dibuja cada uno de ellos contra la parte del otro se­
xo en su adversario. Habitualmente, es Hera quien toma
la iniciativa, persiguiendo al héroe en un perpetuo desafío
a su virilidad, sin dudar siquiera en enviarle la locura cri­
minal de las mujeres. Pero, con las flechas del arquero, el
hijo de Zeus sabe cómo recordar a su madrastra que ella,
modelo divino de la esposa cuya vocación, en el mundo de
los hombres, es la de realizarse como madre, no es más
que un guerrero imperfecto.

Con esta última versión del intercambio que, sin tregua,


perturba el equilibrio entre lo masculino y lo femenino,
detendremos este recorrido que, partiendo de las relacio­
nes contradictorias que mantiene Heracles con las muje­
res, nos ha llevado hasta la relación íntima del héroe con la
feminidad. Era preciso también comprender que la parte
femenina es constitutiva de la ambivalencia de la fuerza vi­
ril, que desde numerosos puntos de vista le sirve de realce.
Por último, era cuestión de plantearse el tema clásico de
Heracles víctima de la agresividad de Hera, poner frente a
frente a dos adversarios demasiado bien equipados como
para prescindir el uno del otro.

306
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

Por el camino, nos hemos permitido recorrer un vasto


material: textos épicos, teatro trágico y cómico, poesía he­
lenística, representaciones figuradas, aspectos del culto. El
riesgo estribaba, por supuesto, en extraviar el mito, que yo
definiría, siguiendo a otros estudiosos, por su «voluntad
resuelta de n arración »."4 Pero, como no se nos ha conser­
vado ninguna Heracleida, tan sólo nos restaba intentar ha­
cer una generalización. El hecho griego de la popularidad
de Heracles, héroe eminentemente panhelénico cuya figu­
ra no dejó de ser reelaborada por las ciudades y los poetas
obedeciendo a su lógica interna, que consiste en encarnar
la fuerza puesta a prueba, invitaba a esta empresa. Era ne­
cesario también esforzarse en preservar la historicidad y la
especificidad del modo de expresión de cada documento:
de Homero a Plutarco y, en el seno de un mismo periodo,
del discurso trágico al de los cómicos (tan importante por
una vez como su rival de mayor prestigio), existen nume­
rosas maneras de presentar la misma figura heroica.
De paso, he intentado precisar la naturaleza de los pro­
blemas que se le plantean al historiador o al antropólogo
de Grecia; como también de aquellos que se estima, en ge­
neral, que no se deben plantear, bajo pena de apartarse de
los caminos griegos del imaginario. Uno de los más delica­
dos es, sin duda, el de la interpretación: si, a fin de cuen­
tas, yo no he pretendido proponer una interpretación de
conjunto de Heracles en lucha con la feminidad, si, a. lo
largo de este recorrido, no he querido detenerme cuando
era necesario ir más allá de un texto que no podía oponer
ningún desmentido a las asociaciones del lector, es porque
no estoy del todo segura de que, tratándose de una figura
heroica, sea preciso empezar por la interpretación, si por
interpretación entendemos la evidencia de una «fam iliari­
dad» entre nuestra posición de modernos y el discurso

" 4 La expresión es de Kahn 1978: 175.

307
D E B IL ID A D E S DE LA F U E R Z A

griego. Porque nada resulta más difícil de pensar que esta


familiaridad— ¿cómo hallar su lugar entre los antropó­
logos que, por definición, recusan la noción, y los psico­
analistas que, con los mitos griegos, se sienten «com o en
casa»?,115 y ¿cómo situarse entonces, una vez más, en la
frontera?— . De modo que he intentado seguir la vía grie­
ga de las asociaciones: al no querer conformarme con un
Heracles recortado en un «fondo psicológico virtual», cu­
ya verosímil generalidad se parece a la inmediatez, he in­
tentado recorrer la superficie de los significantes, presta a
sumergirme poco a poco, de coincidencia en coincidencia
y de rasgo singular en rasgo singular, en el espesor para­
dójico de una figura.
Es probable que cada uno, antropólogo, historiador o
psicoanalista, haya de elegir su propia vía de acceso al hé­
roe, con o sin esos varones griegos que, a través de la his­
toria de Heracles, se habrían preguntado a propósito de su
condición de seres sexuados, detentores de un poder polí­
tico. De todos modos, ningún sentimiento de familiaridad
podría dispensarnos de plantearnos el interrogante acerca
de lo que, en los relatos heroicos, los griegos podían enten­
der en referencia a su propio material asociativo, acerca,
sobre todo, de lo que ganaban al conferir sentido al p é­
plos de Heracles o al seno derecho de Hera. Pues, si exis­
ten los discursos griegos que nos invitan a ocupar con res­
pecto a ellos la posición de destinatarios, ya que están
dirigidos de un modo explícito a ese otro que es la poste­
ridad, ¿podemos estar absolutamente seguros de que ocu­
rra lo mismo con todo cuanto, en un sentido muy general,
se desprende del mito? Dicho en otras palabras, al pre­
guntarse sobre la «recepción» griega del mito, es posible
que uno dude de la posibilidad de llegar a ocupar nunca

Cita de A. Green, «Le mythe: un objet transitionnel collectif»,


Le temps de la réflexion, i (1980).

308
H E R A C L E S : E L S U P E R M A C H O Y LO F E M E N I N O

sin fractura el lugar del destinatario frente a ese discurso,


palabra de sí mismo para sí mismo, relato cuyos beneficios
contabiliza el locutor griego, puesto que él es también su
destinatario. H e intentado ser fiel a esta duda o a esta in­
terrogación.
Y sin embargo, no se me escapa que cuando postulo la
existencia de una sexualidad griega— esto es, una autono­
mía de la esfera sexual que no se deja reducir sistem ática­
mente a una taxonomía de los papeles sociales— , y cruzo
así la frontera que, en su prudencia, vigilan los antropólo­
gos de Grecia, he ocupado ya, de un modo implícito, la
posición de intérprete, cosa que implica reducir la distan­
cia cuidadosamente mantenida entre «ellos» y «nosotros»
(¡com o si no fuésemos siempre nosotros los que interro­
gamos a los griegos ! ).

Sorprendente Heracles: es pura exterioridad, pero su fi­


gura nos conduce hasta lo más íntimo de la presencia de lo
femenino en el hombre, desenmascarando la sexualidad
mal disimulada en las prácticas sociales, obligando al lec­
tor a convertirse en intérprete y, por ello, a implicarse,
quiera que no, en este tema.
¿Lograrem os abandonar algún día al hijo de Zeus, hé­
roe fuerte en su debilidad?116

1,6 Versión muy retocada de un texto publicado en la Revue française


de Psychanalyse, 26 (1982), pp. 697-729 (actas del Coloquio de Deau­
ville [1981] a propósito del mito). Al reelaborar estas paginas, quiero
hacer constar mi agradecimiento a Laurence Kahn, Gregory Nagy y
Maurice Olender.

309
T E R C E R A PARTE

SÓCRATES ES UN HOMBRE
(I n te r m e d io f i l o s ó f i c o )
O i en la Atenas clásica existen lugares institucionales a los
que podamos vincular el paradigm a oficial del ciudadano
como «p u ro» anér, privado, de antemano o para siempre,
de toda feminidad, e incluso de todo cuerpo,1 el análisis
llevado a cabo hasta aquí invitaría a matizar de un modo
singular la fuerza de un modelo tal. En todo caso, es pre­
ciso considerar una operación así como local: efectuada en
los mismos lugares en que la política se vuelve abstracta, si
bien en todos los demás se halla amenazada por las repre­
sentaciones— aprendidas en la epopeya o heredadas de la
gesta heroica, pero siempre actuales— en las que la virili­
dad no se alcanza plenamente más que cuando integra en
sí misma lo femenino.
Llegará, llega muy rápido, el tiempo en el que se ela­
boren otras ortodoxias, en el que, rompiendo la coexisten­
cia pacífica entre el ciudadano y el héroe, se presenten
otros rivales (entendámonos: otros modelos del anér). El
filósofo es uno de ellos, de los más elaborados además, y
aunque, en época helenística, la multiplicidad de las escue­
las le asigne numerosas figuras, a veces antagónicas entre
sí, la coherencia sale ganando a pesar de todo. Una cohe­
rencia irreversiblemente marcada por aquel a partir del que
Platón se dispuso a elaborar, entre otros, el modelo del
hombre {anér viril completo en sí mismo, pero también
mortal como un ánthrópos) y del filósofo.
¿Qué ocurre en el momento en que el filósofo tiende a

' En la muerte se efectúa del modo más seguro esta privación. A


propósito de los cuerpos abstractos de los muertos atenienses en los fu­
nerales públicos, véase Loraux 1982: 34-36.

313
SÓCRATES ES UN HOM BRE

sustituir al ciudadano en cuanto anér paradigmático? P u es­


to que quien obra esta substitución es un pensador como
Platón, las operaciones revelarán, sin duda alguna, una es­
trategia compleja. Para abreviar, yo las inscribiría ahora
mismo en esos dos ejes paralelos, que incluso resultan con­
tiguos o se confunden entre sí, que son la condición del
cuerpo y su relación con la feminidad.
Destinado a renunciar a su sñma— ese soporte irreem­
plazable de la vida que, sin embargo, debe a la ciudad,
puesto que ésta es fuente de toda vida— ,z el ciudadano no
tenía más, por así decirlo, que el usufructo de su cuerpo.
Por el contrario, el anér filosófico tiene un cuerpo. O más
exactamente, tiene el cuerpo. O incluso: tiene necesidad
de un cuerpo, aunque sólo sea para poder decidir separar­
se de él a través de una práctica reflexiva y controlada de
la ascesis. Ese es el destino de esta corporeidad, un desti­
no, a fin de cuentas, tan expropiador como el que le niega
al ciudadano cualquier reivindicación de identificarse con
su süma. Pero, por el camino, ¿a qué delicias se entregará
el pensamiento filosófico al atribuir al anér las más fem e­
ninas de las experiencias, bien porque se acerca al cuerpo
del filósofo e inventa la mayéutica para ofrecer al hombre
los dolores iniciáticos del parto3 o bien porque, por la par­
te de la psykhé, se complace en detenerse en ese placer
desgarrador que siente el alma embriagada, loca o preña­
da a la vista del objeto bello?4 Y ¿qué decir de las diserta­
ciones del Fedón a propósito de la fragilidad del alma, a la
que las emociones del cuerpo ponen en grave peligro de
resultar contaminada?5

1 Loraux 1981a: 105; véase también «Un absent de l'histoire? Le


corps dans l’oeuvre de Thucydide», N. Loraux y Y. Thomas (éd.), Le
corps du citoyen, Ed. de la EH ESS.
3 Teeteto i49a-i5id.
4 Fedro 251a y ss.
5Fedón 66b, 79c, 8ic-d,.

314
SÓCRATES ES UN HOM BRE

Un paso más y, al encontrar a Heracles detrás de Sócrates,


uno creería que puede atribuir las alusiones a este héroe,
recurrentes en los diálogos, a una misma y paradójica re­
valuación tanto del cuerpo como de un heroísmo someti­
do a las alteraciones desconcertantes de la fuerza. Pero eso
sería demasiado. Pues ni el Heracles socrático conoce la
feminidad ni el filósofo auténtico experimenta los dolores
del parto: en la escena mayéutica del Teeteto, quien da a luz
es el aprendiz de filósofo, y su «h ijo» no es ni viable ni le ­
gítimo. Sócrates es el partero, en ningún caso el parturien-
to y, bajo la rúbrica del pónos, el H eracles con el que se
identifica, que ignora el exceso, nada tiene que ver con el
alivio de los baños calientes.
Con ello mantenemos a distancia las representaciones
mismas de las que tan alegremente se sirve Platón. O, para
ser más precisos: tratándose del cuerpo y de la feminidad,
siempre acaba por llegar el momento en que esta distancia
se ve irrevocablemente confirmada.
Rechazad el cuerpo, rechazad a la mujer; estos regresan
en seguida. Esta sería la primera operación platónica (du­
rante mucho tiempo quise creer que se trataba, si no de la
única, por lo menos de la última): un primer tiempo para
excluir,6 y un segundo, casi simultáneo, en el que lo ex­
cluido, lo reapropiado de inmediato al precio de una me-
taforización generalizada, presta su vocabulario y sus re­
presentaciones a la empresa de definición del filósofo. Lo
femenino es incorporado, el cuerpo pasa a formar parte de
la substancia misma del alma. Pero, mal que nos pese, he­
mos de admitir que Heracles participa en la operación si­
guiente, en la que la mujer y el cuerpo son finalmente re-

6 A propósito de las exclusiones que se repiten a lo largo del Fedón,


véase infra, pp. 321-322 y n. j.

315
SÓCRATES ES UN HOMBRE

cusados y, después de haber sido absorbidos hasta el punto


de que no sean perceptibles, se les mantiene al margen de
la edificación del paradigm a filosófico. Retrato del filóso­
fo como héroe: piel de león burlesca, interior sin defectos.
Paradoja última: si Sócrates tiene un cuerpo, éste debe
dedicarse, al igual que el alma, a la empresa de la inmorta­
lidad, pues constituye su soporte tangible. Y la inmortali­
dad platónica se presenta para siempre como un asunto de
separación: se trata de reducir lo mixto, producir elemen­
tos puros.
Al decir «Sócrates es un hombre», ¿estaremos afirman­
do que se ha acabado toda ambivalencia para el paradigm a
del anér ?

316
VIII
A S Í P U E S , S Ó C R A T E S E S IN M O R T A L

H a b le m o s del alma. En otras palabras, hablemos de la in­


mortalidad. Pues el alma occidental es inmortal (y esta afir­
mación nos lleva al límite de la tautología). Esta alma nace
en el Fedón — incluso presta a este diálogo su subtítulo— .
Es preciso releer el Fedón.
— ¿Releer el Fedón?: ¿para qué? Resulta aburrido y de­
masiado espiritual.
— ¿Releer el Fedón ? Puede ser; pero no hay nada que
decir que la tradición no haya dicho ya. ¡Y menuda tradi­
ción!
Puro y simple rechazo de un texto considerado edifi­
cante; repetición reverencial de una larga tradición de co­
mentarios espiritualistas.' ¿Acaso no queda, entre estas dos
actitudes opuestas, que coinciden sin embargo en aconsejar
que uno no se acerque demasiado a un diálogo muy leído
en otros tiempos, absolutamente nada que buscar en el F e ­
dón ?
A menos que esta doble advertencia nos anime, a pesar
de todo, a mirar más de cerca, dispuestos a encontrar una
estrategia con la que hacer frente al triple prestigio con el

' El Fedón será tenido en consideración porque instaura una tradi­


ción; sin olvidar el hecho de que, situado en la evolución del pen­
samiento platónico, este texto constituye una simple etapa en el trata­
miento de la cuestión del alma, tan sólo nos interesaremos aquí por la
ruptura que introduce. En lo que respecta al periodo que va del Plato­
nismo Medio y el Neoplatonismo a la Edad Media, la historia de la tra­
dición ya se ha hecho: véase, por ejemplo, P. Courcelle, Connais-toi toi-
même. De Socrate à saint Bernard, II, París, 1975, pp. 325-414 (cap. Ill,
«L’âme fixée au corps»). En lo esencial, queda por escribir la historia
del Fedón en la institución universitaria de los siglos x ix y x x .

317
SÓCRATES ES UN HOMBRE

que cuenta este diálogo: el prestigio de la muerte de Só­


crates (cuyo relato auténtico se hallaría recogido aquí), el de
la pura especulación filosófica (determinados temas resul­
tan de una dificultad temible), y, por supuesto, el de la in­
mortalidad del alma (según se afirma, el Fedón ofrece más
de una prueba de ella).
D e modo que haremos la apuesta de releer el Fedón sin
tomar como punto de partida la filología, la filosofía o la
teología,2 sino—por una vez·—la historia. No es que se tra­
te de preguntarse acerca de la historicidad del relato de la
muerte de Sócrates: la cuestión parece haber sido supera­
da por fin y, en cualquier caso, siempre lo ha estado para
los lectores atentos al papel que la ficción verdadera des­
empeña en la obra de Platón. Nos interesaremos por la
ruptura introducida por el Fedón en las representaciones
griegas (y, de un modo más general, occidentales) de la in­
mortalidad. Al afirmar que con este diálogo la inmortali­
dad del alma hace su entrada oficial en el pensamiento
griego, no pretendemos olvidar todo cuanto debe a la re­
flexión mística elaborada, mucho antes de Platón, por las
sectas órficas y pitagóricas:3 el propio texto no se esconde
de ello y, para acreditar su concepción iniciática de la filo­
sofía, remite en varias ocasiones a un «antiguo discurso»
(palaiós lógos). Pero no debemos pasar por alto que, con el
Fedón y la institucionalización de la filosofía como género
literario, esta reflexión, que hasta entonces resultaba mar­

1 Esas son las tres disciplinas a las que, en un artículo citado con
frecuencia («La composition du Phédon», Revue des Etudes grecques,
1940), R. Schaerer autoriza (p. 7) a analizar el diálogo.
3 Prehistoria de la inmortalidad del alma: véase, por ejemplo, M.
Detienne, ha notion de daimôn dans le pythagorisme an den , París, 1963,
pp. 69-85 (pitagorismo); J. C. G . Strachan, Classical Quarterly, 20 (1970),
pp. 216-220 (orfismo), así como, más en general, Rohde 1928; F. Sarri,
Socrate e la genesi storica d ell’idea di anima, Roma, 1975, y J. Bremmer,
The Early Greek Conception o f Soul, Princeton University Press, 1983.

318
ASÍ P U E S , SÓ C R A TE S E S IN M O R TA L

ginal en el seno de la ciudad, adquiere una legitimidad que


nunca más volverá a ser puesta en duda.
No obstante, al hablar de ruptura no habremos reco­
rrido más que la mitad del camino: debemos preguntam os
también acerca de lo que ha hecho posible, en el texto, ese
cambio decisivo en las representaciones griegas de la in­
m ortalidad. Texto fundacional, de acuerdo; pero, para
intentar una nueva lectura que no se contente con repetir
la tradición, procurarem os descifrar las vías discursivas de
esta hermosa operación de inmortalidad. De m odo que el
objetivo que orientará esta lectura será el de comprender
esta ruptura y al mismo tiempo lo que, a partir de enton­
ces, la acredita como tradición.

UNA P R Á C T IC A DE SEP A R A C IÓ N

Desde Homero hasta la época clásica, el hombre griego tie­


ne un cuerpo (süma) y una psykhé (palabra que yo no tra­
duciría de entrada para no identificarla dem asiado depri­
sa con «el alma»), que es liberada por la muerte. Queda
por determinar cómo se sirve del uno y de la otra, a través
de las tres figuras, consecutivas y en ocasiones concurren­
tes, en las que se reconoce sucesivamente: el guerrero de la
epopeya, el ciudadano-soldado de la época clásica y el fi­
lósofo. Pues ocurre que a estas tres figuras les correspon­
den, como el lugar mismo de su ejemplaridad, tres m ode­
los de muerte.
Cuando el guerrero homérico muere, la colectividad co­
noce el mecanismo para que del cadáver inerte nazca un
muerto. Basta con tratar el cuerpo de la manera apropiada:
cuando el guerrero difunto acceda a la condición social de
muerto, el aedo podrá, para edificación de la posteridad,
cantar la gloria imperecedera (kléos áphthiton) del héroe,
y su psykhé se reunirá en el H ades con las sombras incier­

319
SÓCRATES ES UN HOM BRE

tas y fugitivas de los muertos del pasado.4 Esta última eta­


pa resulta decisiva y, sin embargo, da la impresión de que,
para Homero, el cuerpo tiene infinitamente más realidad
que esta psykhé nebulosa que, a partir del momento de la
muerte, huye del guerrero llorando y afronta el instante en
que se convertirá en som bra entre las sombras: Platón lo
recordará al burlarse de los interlocutores de Sócrates,
«temerosos, como los niños, de que sea verdad que el vien­
to disipe el alma y la disuelva con su soplo mientras está
saliendo del cuerpo, sobre todo cuando en el instante de la
muerte uno se encuentre no en un momento de calma, si­
no en medio de un gran vendaval».5
H ablem os ahora de la muerte del ciudadano-soldado
de la Atenas clásica, caído en el combate. H a dado su vida
a la ciudad, pero los textos matizan que ha entregado su
cuerpo (süma) o su psykhé, que era soplo de vida, a la ciu­
dad. A cambio, la ciudad le dará, más allá de la muerte, la
gloria inmortal y un lugar en la memoria de los vivos. P ue­
de entonces llegar al H ades (en el supuesto de que, para
hacer ese viaje, subsista alguna cosa de sí mismo junto a su
nombre, del que se ha apoderado la memoria colectiva de
los vivos). Pero no es eso lo esencial: con respecto a lo que
le sucede a ese muerto glorioso, la tradición cívica no tie­
ne mucho que decir, pues todo el sentido se ha refugiado
en la ciudad. La vida del ciudadano apenas contaba: la te­
nía de la colectividad; su cuerpo tampoco contaba: que­
mado en el campo de batalla, queda reducido a su osa­
menta, soporte abstracto de la ceremonia política de los

4 A propósito del ritual funerario en la epopeya, véase Vermeule


1979: 83-116 y Vernant 1982 (= 19 8 9 : 41-79).
5 Fedón 77d-e. A propósito de la realidad del cuerpo en Homero,
Vermeule 1979: 97; en Homero, psykhé es el vehículo de la identidad,
pero no la identidad misma: véase G . Nagy, «Patroklos. Concepts of A f­
terlife and the Indic Triple Fire», Arethusa, 13 (1980), p. 162.

320
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

funerales públicos. Entonces, el orador oficial da un paso


al frente para celebrar la ciudad a través de sus muertos, y
todo el valor se concentra en su palabra.6
Sócrates va a morir: aguarda la muerte y habla de la
inmortalidad— la muerte de su cuerpo, la inmortalidad
del alma (y puesto que también el alma occidental está
constituida como tal en su inmortalidad, ya no dudaremos
en traducir a partir de ahora psykhé)·—. E s tanto como de­
cir que, en su propósito, cuerpo y alma se hallan ya irrevo­
cablemente separados, como debieran de estarlo lo visible
y lo invisible, lo que está destinado a perder su identidad y
lo que la conserva siempre, lo disoluble y lo indisoluble, lo
mortal y lo divino. Pero él enseña a sus discípulos que es­
ta división dialéctica anticipa lo que llevará a cabo la muer­
te: lysis k a í khórismós, la emancipación y la separación del
alma liberada del cuerpo. Condenado por la ciudad, el fi­
lósofo paradigmático aguarda la muerte y no la adelanta
por medio del suicidio: mucho mejor, se ha anticipado a
ella precisamente viviendo, pues sabe «que filosofar es
aprender a m orir» y se ha ejercitado en el rechazo a todos
los placeres del cuerpo a fin de que su vida, desde ese m o­
mento, se asemeje lo más posible a la existencia de quien
ya está muerto. Sócrates, a quien sus discípulos deberán
abandonar dirigiéndole ese adiós (khaíre ) que las estelas
funerarias de los cementerios atenienses repiten hasta la
saciedad, les devuelve el adiós, un adiós sereno y casi go­
zoso, hacia lo que deja atrás, hacia lo que ya ha dejado
atrás: la gente de Atenas, la vida de hombre y de ciudada­
no, el cuerpo. D e ahí que, a lo largo del Fedón, se sucedan
una serie de salidas— por no decir expulsiones— y de des­
pidos, que repiten, todos, el adiós al cuerpo.7 Puesto que

6 Véase Loraux 1981a y 1982.


7 Envían a Jantipa a casa: Fedón 60a; se le ordena a Critón que man­
de a paseo al sirviente y sus advertencias: 63e; los filósofos conversan en­

321
SÓCRATES ES UN HOMBRE

toda la vida se halla en el alma, el filósofo, libre al fin del


cuerpo, conocerá la felicidad en el H ades, última morada
de las almas que se han librado del süma pero que están
dotadas de pensamiento (phrónésis )11■—asim iladas incluso
a la actividad misma del pensamiento— . Sócrates el áto-
pos, desconcertante a fuerza de carecer de lugar propio
cuando se hallaba con vida, se prepara para el único viaje
que debe ser pensado, y eso es tan cierto que la afirmación
de la inmortalidad del alma no podría evitar «organizar el
espacio de su más allá».9 M orir para filosofar en los Infier­
nos... Y ya están preparando el veneno para Sócrates.
Por muy conocido que sea el texto del Fedón, este b re­
ve resumen habrá permitido captar sin duda alguna en

tre sí y mandan a paseo a todos los demás: 64c; el alma manda a paseo al
cuerpo: 65c; despido del filósofo del cuerpo: 8ie; mandan a paseo el dis­
curso de la materia: loo d , io ic-d ; el hombre que ha dicho adiós a los
placeres del cuerpo: 114e; adiós del servidor délos Once a Sócrates, que
le devuelve su adiós: n6c-d; despido de las mujeres: n y d .
8 A l instalar las almas en el Hades, Platón es fiel a las representa­
ciones griegas ortodoxas; al dotar a las almas que filosofan de phrónésis,
da un paso decisivo generalizando en provecho de los filósofos, lo que,
en Homero, era la suerte reservada tan sólo a Tiresias; en la Odisea X
492-495, el adivino conservaba en los Infiernos su conciencia (phrénes)
y su razón (nous). Acerca de phrén (cuya relación con phrónésis resulta
evidente) y noús, véase G . Nagy, «Patroklos», p. 165. Phrónésis que, en
el siglo V , designa la actividad del pensamiento, parece haber sido, a juz­
gar por las Nubes de Aristófanes, una palabra clave en el pensamiento de
Sócrates (E. A. Havelock, «The Socratic Self as parodied in Aristopha­
nes’ Clouds», Yale Classical Studies, 22 [19 72], pp. 1-18).
’ Tomo prestada esta expresión a J. L e G off, en La naissance du Pur­
gatoire, Paris, 1981, p. 14. La cuestión del lugar atraviesa el Fedón y cul­
mina en la geografía mítica de los Infiernos, puesto que se trata de la
existencia postuma del alma: existir significa existir en alguna parte.
Epicuro será el primer filósofo griego en pensar en el destino del alma
con relación al tiempo y no al espacio: véase D. Lanza, «La massima epi­
cúrea “ Nulla è per noi la m orte” », en F. Romano (ed.), Democrito e l ’a-
tomismo antico, Catania, 1980, pp. 357-365.

322
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

todo su alcance la innovación platónica, medir ias conse­


cuencias de esa operación que consiste en desplazar el
acento del cuerpo hacia el alma, inmortal a partir de ese m o­
mento. D esde la epopeya hasta el mundo cívico, la muer­
te era asunto de la sociedad de los vivos; con Platón, el in­
dividuo que filosofa pretende reapropiársela, puesto que
es candidato a la condición afortunada de muerto. La so­
ciedad trataba el cuerpo de los suyos a posteriori, el indi­
viduo se preocupa de su alma por anticipado. Para el hé­
roe homérico, para el ciudadano de Atenas, la muerte,
umbral de la gloria, llegaba en un último combate guerre­
ro. El filósofo, mientras ha durado su vida, ha repetido el
aniquilamiento de su süma y, puesto que para él la guerra
contra su cuerpo comenzó con su vida filosófica, lo cierto
es que, en verdad, el combate con la muerte no constituye
ni un principio ni una conclusión. En resumen, si hemos
de hablar de inmortalidad en ambos casos, es preciso que
nos pongamos de acuerdo a propósito de los términos: co­
mo calificativo de la gloria, la inmortalidad seguía a la muer­
te, pero en el Fedón, el alma, inmortal por esencia, debe
hallarse preparada para su autonomía antes de la muerte.
Poco importa lo que ocurra con el cuerpo.

Fedón, el narrador, se acuerda: sus largos cabellos flota­


ban alrededor de su cuello y, cuando la conversación pa­
recía languidecer, Sócrates le acarició la cabeza:

M añ an a tal vez, F e d ó n , te cortarás estos h erm o sos c a b e ­


llos. — E s n atu ral, S ó cra te s, contesté. — N o , si es que m e
h aces caso ... H o y tam bién yo m e cortaré los m íos y tú é s­
tos, si es v e rd a d que p ara n o so tros el d ía de h oy es p re c i­
sam ente el últim o de n uestro razon am iento (lógos) y que
no som os capaces de re vivirlo (89b).

323
SÓCRATES ES UN HOMBRE

Para el pariente más próxim o al muerto, el duelo consiste


en imitar en su cuerpo la pérdida de vida que entraña p a ­
ra él la desaparición de un ser querido. Jantipa, la esposa
que, gritando y golpeándose el pecho, daba comienzo an­
ticipado al duelo por Sócrates, ya había sido enérgicamen­
te apartada del grupo de los filósofos desde el principio
del diálogo. A Fedón, que, demasiado fiel aún a las costum­
bres de la ciudad, pretende m ostrar duelo por Sócrates
cortándose la cabellera, el filósofo le enseña la inutilidad
d élos ritos funerarios: en ese momento, lo único que cuen­
ta es el lógos, puesto que trata de la inmortalidad del alma.
Ocurre lo mismo con el tratamiento del cadáver. D es­
de la epopeya hasta la Atenas clásica, la sociedad conjura
la muerte bajo la categoría de tránsito. El rito se sitúa en­
tre el morir y el estar muerto, y nadie tiene derecho al tí­
tulo de muerto si no se han hecho los correspondientes ri­
tos funerarios en su honor, que autorizan a su psykhé a
entrar en el reino brum oso del H ades.10 Pero el filósofo,
que choca de frente con el orden natural del tiempo, anti­
cipa el morir al estar m uerto:11 nada tiene que hacer con
un tránsito gestionado por la sociedad, y su alma, tan pron­
to como se haya liberado del cuerpo, ya no tendrá necesi­
dad de ninguna autorización para llegar sin más tardar al
Hades. Por lo menos, el filósofo perfecto se ha convenci­
do de la inanidad del rito; sólo le queda convencer a sus
temerosos discípulos, deseosos sin duda alguna de creer
en la inmortalidad del alma, pero tan influenciados por la

10 Vernant 1982: 65; Vermeule 19 7 9 :12 ; S. Humphreys, «Death and


Time», en Mortality and Immortality. The Anthropology and Archaeo­
logy o f Death (S. C. Humphreys y H. King éd.), Londres, 1981, p. 263.
11 Desde este punto de vista, su comportamiento no carece de ana­
logía con la del renunciante en la India antigua: véase Ch. Malamoud,
«Les morts sans visage. Remarques sur l ’idéologie funéraire dans le
Brahmanisme», en G. G noli y J.-P. Vernant, La mort, les morts dans les
sociétés anciennes, Cambridge-Paris, 1982, pp. 447-449.

324
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

práctica social que siguen atribuyendo.todavía demasiada


realidad a «lo que es visible en el hombre, el cuerpo, que
queda expuesto en un lugar visible—lo que llamamos el ca­
dáver— ». De modo que Sócrates debe tranquilizar al teba-
no Cebes, que teme que el alma resulte aniquilada por dis­
persión al salir del cuerpo y que se deja impresionar por el
largo tiempo que puede conservarse un cadáver, es decir,
por la aparente «inm ortalidad» de algunas de sus partes,
como los nervios y los tendones.12
Tras el razonamiento viene la puesta en práctica de las
conclusiones: una vez convencidos sus discípulos, Sócra­
tes puede probar a subvertir el ritual en materia de fune­
rales en su propio cuerpo. Para ello, se sirve de todos los
recursos que le proporciona su astuta inteligencia. Para
empezar, hace trampa con el desarrollo canónico de las se­
cuencias temporales del rito. La norma quiere que se pro­
ceda al baño y a la preparación del cuerpo inmediatamen­
te después de la muerte, tras lo cual vendría la exposición
(próthesis) del cadáver, antes de la procesión (ekphorá) y la
sepultura; al morir lavado13 y tendido, Sócrates ha cumpli­
do ya en su totalidad— mientras se hallaba aún con vida—
la primera etapa del ritual. Bien es cierto que, para expli­
car ese baño que en sí mismo constituye una anomalía,
tiene una justificación preparada: «M e parece que es me­
jor que me bañe yo mismo y beba luego el veneno para no
dejar a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver» (115a).

12 Fedón 8oc-d. Es de señalar que, para la eficacia de su demostra­


ción, Platón ha suspendido efectivamente el rito, inmovilizando el cuer­
po en el momento visible de la próthesis (exposición); Sócrates, al resu­
mir el pensamiento de Cebes, «olvida» la cremación con la que concluye
el rito y se aniquila lo esencial del cuerpo: una astucia muy platónica.
13 Con W. J. Verdenius («Notes on P lato s Phaedo», Mnemosyne, 11
[1958], p. 242) y contra L. Robin (edición de Les Belles Lettres), opino
que es preciso restablecer en i l 6b 7 el perfecto lelouménos, pues en ab­
soluto se trata de una precisión insignificante.

325
SÓCRATES ES UN HOMBRE

Un detalle digno de alabanza, pero desconcertante viniendo


de aquel a quien Aristófanes acusaba de no bañarse jamás,
y cuyo anuncio no podría satisfacer a un lector un poco
puntilloso. D e modo que son numerosas las interpretacio­
nes que ese último baño ha suscitado: los amantes de las
iniciaciones han visto en él una purificación ritual en la
más pura tradición del orfismo, y los filósofos no han de­
jado de señalar que, al lavarse, Sócrates procede a celebrar
él mismo los ritos funerarios sobre su propio cuerpo como
si ya hubiese muerto. Yo añadiría que, al proceder de este
modo, Sócrates no sólo niega a su propio cuerpo cualquier
influencia sobre el destino futuro de su alma: al privar a
las mujeres de su intervención tradicional sobre el cadá­
ver, que ellas consideran de su propiedad, las mantiene al
margen de lo que, en el ritual, constituye su papel esencial.
De igual manera, Critón ocupará el lugar de las mujeres
cuando, después de la muerte del filósofo, se apresure a
cerrarle los ojos y la boca: el grupo de los filósofos reem­
plaza a los parientes, los compañeros de pensamiento han
ocupado el lugar de las m ujeres.'4
Así pues, la segunda vía de la subversión estriba en dar
a los amigos lo que le correspondería a la familia, cosa per­
fectamente coherente con la actitud socrática. Queda la
tercera y última, que consiste en proclam ar no ya la radi­
cal inutilidad de las prácticas funerarias, sino la indiferen­
cia del sabio con respecto a tratamientos que resultan
equivalentes entre sí, puesto que ninguno guarda relación
alguna con lo esencial y cuya elección abandona a la deci­
sión de otro. Sócrates no es Diógenes: no tomará ninguna
disposición para que su cadáver sea arrojado a los perros y

14 Orfismo: D. J. Stewart, «Socrates’ Last Bath», journal o f the His­


tory o f Philosophy, 10 (1972), pp. 253-259; Sócrates muerto ya: P. Tro-
tignon, «Sur la mort de Socrate», Revue de Métaphysique et de Morale, 81
(1976), pp. 1-10; las mujeres y los cuidados del muerto: Vermeule 19 79 :14 .

326
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

a las aves de presa,15 y, a la pregunta de Critón: «¿C óm o ha­


remos tus funerales?», responde simplemente: «Com o os
plazca.» Al ilustre cínico, celoso imitador, le corresponde
radicalizar y codificar la indiferencia socrática con respecto
al cuerpo; menos preocupado en realidad por la vida— y,
sin duda, menos crítico con la ciudad— , Sócrates se remi­
te a Critón en lo que concierne a sus funerales. L a elección
es buena: compañero de siempre y doble ortodoxo del Só ­
crates anómalo, Critón ha ocupado, a lo largo del diálogo,
un lugar aparte en el pequeño cenáculo reunido para asis­
tir al filósofo en el umbral de la muerte. E s el único de los
atenienses que no ha sido reducido al papel de interlocu­
tor mudo, pero a pesar de ello no ha participado en abso­
luto en el debate dialéctico, encerrado como está en su d o ­
lor y entregado a la única preocupación de todo cuanto
afecta al cuerpo y a la vida de su amigo. Pero al confiarle,
como era de justicia, el cuidado de su cuerpo, Sócrates no
se resiste al placer de dar a su compañero tan poco dialéc­
tico una lección práctica a propósito de la inmortalidad
del alma: «Com o queráis, siempre que me atrapéis y no me
escape de vosotros.» Si aún con vida, Sócrates, como él
mismo afirma, se halla por completo en su lógos, «Sócra­
tes»— como debiera haber comprendido Critón— no es
otra cosa que su alma. Ahora bien, ésta, desde el instante
de la muerte, se apresurará a huir del cuerpo privado de
vida: de modo que el cadáver que en breve deberá incine­
rar o enterrar Critón ya no será merecedor del nombre de
Sócrates, y Critón tendrá que soportar ese espectáculo sin
«irritarse como si Sócrates sufriera cosas terribles».16 Y,

15 Véase Daraki 1982: 159-160.


' 6 En el De rerum natura (III 870-893), Lucrecio hace un razona­
miento análogo a propósito de la idea de que el alma no es inmortal:
puesto que no hay vida después de la muerte, ¿por qué lamentarse por
el destino del propio cuerpo?

327
SÓCRATES ES UN HOM BRE

«sonriendo dulcemente», el filósofo exhorta a su amigo (pe­


ro también, a través de él, a todos sus compañeros afligidos)
a no realizar los ritos funerarios más que con lo que P as­
cal denominará un «pensamiento subyacente»:

Y que no d iga d u ran te m i fu n era l que e x p o n e, q u e llev a a


en te rrar o q ue está e n terran d o a S ó crates (ii5 c -e ).

Sócrates se va, Sócrates ha partido hacia la felicidad de los


Bienaventurados (n jd ): al filósofo le corresponde la parte
que H esíodo reserva a la élite de los héroes de la guerra de
Troya, y Píndaro, en la Olímpica II, a los favoritos de los
dioses.17 Para su cuerpo, ritos que se hallan ya desprovis­
tos de significado; para el filósofo, identificado con su al­
ma, una vida inmortal. A los discípulos les corresponde
saber descifrar, en su cuerpo inerte, silencioso y opaco, el
rastro desdibujado de la inmortalidad del alma. La lección
es difícil, y basta tan sólo con la voz viva todavía de Sócra­
tes para probarlo, frente a todas las ideas admitidas en la
ciudad. Pero quien quiera medir el alcance de la ruptura in­
troducida por el Fedón en el pensamiento griego de la muer­
te, conviene que se pregunte acerca de aquello que, asimi­
lando a Sócrates a su alma, le garantizará sin demora la
estancia filosófica de los Bienaventurados en el H ades.

EL CO RAJE DEL FILÓSOFO

T o do s los h o m b res son m ortales.


S ó crates es un h om bre.
A s í p u es, S ó crates es m ortal.

Es bien conocido este razonamiento que, en las escuelas,


pasa por ser la ilustración privilegiada del silogismo aris-

17 Hesíodo, Trabajos 164-173 y Píndaro, Olímpica II 66-89.

328
ASÍ P U E S , SÓ C R A T E S ES IN M O R TA L

totélíco.'8 Sea o no efectivamente demostrativa, lo cierto es


que la demostración basa su ejemplaridad en la mortali­
dad ejemplar de Sócrates y, sin duda alguna, este detalle
no resulta indiferente. Pero, en el Fedón, ¿Sócrates es un
hombre (ánthrópos )? O, mejor dicho: ¿Sócrates no es n a­
da más que un hombre?
Primero de todo, hemos de señalar que en el Fedón,
desde numerosos puntos de vista, Sócrates es presentado
por Platón como filósofo genérico, y el texto del diálogo
es, además, un monumento de lenguaje para instituir la ce­
lebración de Sócrates el filósofo. De igual modo, en la poe­
sía arcaica, el prólogo de la Teogonia o la Vida de Esopo
conferían al poeta genérico una identidad y un nombre:
H esíodo, Esopo. Es posible que esta relación sorprenda, a
poco que uno haya olvidado que, en el tiempo suspendido
entre su condena y su ejecución, Sócrates se hizo poeta, imi­
tando a Esopo, servidor como él de Apolo y como él vícti­
ma sacrificial del dios: al principio del Fedón, Cebes co­
mienza el diálogo con el nombre de E sopo y, en el espacio
de un instante, la figura del filósofo se ve substituida por
la del therápón de Apolo. Por supuesto, la comparación en­
tre Sócrates y Esopo se detiene aquí: si en su relación con el
dios de la música, el poeta es una figura alternativa a la del
filósofo, el filósofo Sócrates no recibirá un culto heroico
como el poeta Esopo.19 Ello no impide sin embargo que, al
condensar la vida de Sócrates en sus últimos instantes, el
texto del Fedón sea fundador de un discurso de gloría in­

18 A propósito de la concepción auténticamente aristotélica de la


muerte, véase D. Lanza, «La morte esclusa», Quaderni di storia, n (1980),
pp. 157-172.
19 Sócrates poeta, y Esopo: 6ob-6ic; Sócrates, servidor de Apolo:
84e-8 5b. A propósito de Esopo, Apolo y el culto heroico del poeta,
Nagy 1979: 315-316. También tomo prestada a Gregory Nagy la noción
de «poeta genérico» como figura en sí del poeta, cosa que no implica
necesariamente que la identidad de Homero o de Hesíodo sea ficticia.

329
SÓCRATES ES UN HOMBRE

mortal. Discurso tradicional desde numerosos puntos de


vista, cuyos términos conocidos intensifican como en un
contrapunto esta innovación platónica que es la teoría de
la inmortalidad del alma.
Sin embargo, no es por la parte del poeta, sugerida no
obstante de modo explícito por el texto, sino por la del
guerrero, por donde yo buscaría una respuesta a la cues­
tión: ¿Sócrates no es nada más que un hombre?
Como sabemos, en la lengua y en el pensamiento grie­
gos existe el hombre y el hombre; existe el hombre huma­
no (ánthrópos ) y el hombre macho {anér), dotado de valor
y a quien los textos se complacen en separar de la multitud
pasiva de los humanos. A n é r es el nombre del héroe en la
epopeya y del ciudadano-soldado en el discurso fúnebre
ateniense, ese fragmento de ideología cívica. Ahora bien, en
el corazón del Fedón aparece la figura de un hombre viril, el
anér philosophos, que se opone en numerosas ocasiones al
común de los m ortales {ánthrópoi). O posición esencial,
introducida en un momento crucial del diálogo (643-653):
en efecto, comprender I3 apuesta que supone esta aclima­
tación a la muerte en que consiste Is vida filosófica implica
despedirse de la gente (y con ella, de su portavoz, el poeta
cómico) que ve en los filósofos a «m oribundos»20 y en su
existencia el gusto m órbido de la muerte. «L o s filósofos
desean la m uerte» ( thanatOsi), dice la gente, y al mismo
tiempo se apresura a reservarles esa suerte a la que asp i­
ran. Y los atenienses condenan a Sócrates, repitiendo así
el gesto del Estrepsíades de Aristófanes que, en las Nubes,
acaba por prender fuego al «pensatorio» de los intelectua­
les. Pero el filósofo ignora tranquilamente a la gente y sus

20 Incluso fantasmas, si hemos de creer a E. A. Havelock («The So-


cratic Self», pp. 15-16) en su comentario al v. 94 de las Nubes (psykhôn
sophôn), donde detecta un juego basado en el sentido homérico y el sen­
tido propiamente socrático de psykhé.

330
ASÍ P U E S, SÓ CRATES ES INMORTAL

opiniones: entonces— y sólo entonces— aparece en el tex­


to la oposición entre el alma y el cuerpo, que la muchedum­
bre de Atenas no comprende en absoluto. También enton­
ces el alma está autorizada a huir sim bólicam ente del
cuerpo, a falta de poderse evadir sin más tardar de esta vi­
da humana de la que ningún ánthrópos está autorizado a
huir por medio del suicidio.
¿Y el anér philosophos} No nos hallamos muy lejos. Si,
de Aquiles al hoplita y del hoplita al ciudadano, el hombre
viril puede caracterizarse por el hecho de emprender, ple­
namente consciente de ello, «los caminos de la muerte ele­
gida»,21 no resulta indiferente que, a lo largo del Fedón, la
elección filosófica sea definida como una aquiescencia a la
muerte. Aquiescencia dominada que supone el reconoci­
miento de una ley y no la búsqueda de la destrucción: ese
querer provocado por la razón y no por la impulsividad se
expresa por medio del verbo ethélein, y este término basta
para sugerir la tradición hoplítica oculta tras la filosofía, y,
tras la elección de Sócrates, la del ciudadano-soldado que,
por la ciudad, acepta (ethélei) la muerte.22 Como el hoplita,
como el ciudadano, el filósofo es un anér, y, como el héroe y
el ciudadano-soldado, sabe morir. Por decirlo de una ma­
nera más clara: si Platón toma prestado su lenguaje de la
tradición cívica, es porque pretende substituir un modelo
por otro, el del ciudadano-soldado por el del anér philoso­
phos. En los atenienses, la oración fúnebre ve a «ciudadanos
auténticos» {gnésioi polítai)·, el Fedón prefiere a los auténti­
cos filósofos {gnésioiphilósophoi·. 66b 2). Por medio de esta
alteración del lenguaje, Platón levanta acta de un aconteci­
miento que él ha contribuido ampliamente a precipitar: la
victoria del filósofo sobre el ciudadano como paradigma de
hombre viril en el curso del siglo iv antes de nuestra era.

21 La expresión es de Daraki 1982: 164-165.


22 Véase Loraux 1981a: 101-104 .

331
SÓCRATES ES UN HOMBRE

No hay hombre viril que no afronte el peligro, y la vida fi­


losófica se basa en un hermoso riesgo (kalós ktndynos ) que
consiste en apostar que el alma es inmortal. Creer en la in­
mortalidad del alma, actuar en consecuencia con esta idea,
convencer a interlocutores reticentes cuyas objeciones pue­
den acarrear en cualquier momento la «m uerte» del lógos,
en esto consiste el verdadero riesgo filosófico, mucho más
serio que el que tuvo que afrontar Sócrates ante sus jueces.
Al pronunciar su Apología, el filósofo no salvó la vida, por
cuanto no fue capaz de convencer a la ciudad; pero hubie­
se sido peor que no hubiese sabido inculcar a sus discípu­
los la idea de que el alma es en verdad inmortal: ésta es la
razón por la que el Fedón se presenta como la verdadera
apología de Sócrates.
Pero en el Fedón, abriendo y cerrando el diálogo, tam­
bién encontramos algo parecido a la oración fúnebre del fi­
lósofo que ha sabido morir con nobleza {gennaíós), del
hombre más valeroso (áristos ), el más sabio y el más justo
de su tiempo. ¿Un discurso fúnebre? Es posible que el lec­
tor recuerde que, en efecto, Platón se interesó por el géne­
ro del discurso fúnebre, al que consagró un diálogo cuyo
epónimo es precisamente uno de los interlocutores mudos
del Fedón .21 Si la lista de los amigos reunidos en torno a Só­
crates es simbólica—y todo parece indicar que lo es, tanto
por los presentes como por los ausentes, por los que son
nombrados como por los que son pasados en silencio— ,24

13A propósito del Menéxeno, Loraux 1981a: 268-274, 315-332.


14 E l comentario detallado de esta lista exigiría por sí mismo un es­
tudio. Señalemos, por ejemplo, con K. Dorter («The Dramatic Aspect
of Platos Phaedo», Dialogue, 8 [1969-70], pp. 564-580), que los que son
nombrados son tan numerosos como los compañeros que acompañan a
Teseo en su expedición a Creta: ocasión para recordar que el mito ini-
ciático de Teseo, evocado en 58a-b, confiere al Fedón su sentido pleno.

332
ASÍ P U E S, SÓ CRATES ES INMORTAL

sin duda alguna la presencia de Menéxeno no es fruto de la


casualidad: Menéxeno, el último en ser nombrado de los
atenienses presentes ese día y delante de quien, no mucho
antes, Sócrates había hecho una brillante parodia de la ora­
ción fúnebre cívica.
Es preciso releer el Menéxeno con relación al Fedón,
práctica del todo legítima, puesto que ambos diálogos fue­
ron escritos más o menos en la misma fecha. Entonces, uno
se dará cuenta de que a la oración fúnebre colectiva, pala­
bra social errónea con la que se pretende otorgar al bueno
(agathós) y al malvado la misma parte de gloria inmortal en
la ciudad, el Fedón opone implícitamente el elogio de un
hombre que no espera la muerte para dar prueba de su va­
lor y que, en el más allá donde se distingue a los buenos de
los malvados, encontrará la felicidad. Es lícito también
preguntarse sobre el secreto parecido que establece una re­
lación entre el inicio de la crítica de la oración fúnebre en
el Menéxeno y la formulación del ideal filosófico como
riesgo bello. Por un lado, kindyneúei kalón («la muerte en
el combate corre el riesgo de resultar bella»), por otro, ka-
los kíndynos-, por un lado, la sospecha de conjunto a pro­
pósito del valor de la «bella muerte» del ciudadano-solda­
do, por otro, el calculado heroísmo de la vida filosófica,
para concluir la exposición de Sócrates. Pero, del Menéxe­
no al Fedón observamos una alteración más importante
aún, que concierne a la propia persona del filósofo. El Me­
néxeno experimentaba en la persona de Sócrates el efecto
del discurso cívico de gloria; el efecto que produce el Fe­
dón se debe al hecho de que pone en escena al anér philo­
sophos en su gloria. Bajo el encanto de la oración fúnebre,
Sócrates se enorgullecía al verse instantáneamente conver­
tido en más noble (gennaióteros) a sus propios ojos y más
admirable (thaumasiéteros) a los ojos de los demás. A esta
nobleza ficticia que se disipa con el recuerdo de la palabra
del orador, todo, en el Fedón, opone la fuerza de convic­

333
SÓCRATES ES UN HO M BRE

ción verdadera que emana de la persona del filósofo y que


todo el mundo percibe, desde los compañeros hasta el
guardián de la cárcel: la admiración que sienten por él sus
allegados es inmensa cuando, tras «curarlos» de un error
dialéctico, sabe infundirles un nuevo ardor (88e-89a), pero
le corresponde al servidor de los Once afirmar que en Só­
crates la nobleza adquiere su más alto nivel de autenticidad
(,gennaiütatos : i i 6 c ) . En el Fedón, uno puede admirar a Só ­
crates con toda la razón. En cualquier caso, se prepara p a ­
ra el verdadero viaje que le conducirá hasta la última resi­
dencia de los filósofos, lugar bienaventurado de felicidad:
¿cómo no recordar el Menéxeno y sonreír ante el viaje in­
móvil que, bajo el encanto de la elocuencia cívica, Sócrates
creía realizar a las Islas de los Bienaventurados?
Es cierto que, para medir la distancia que separa el ló-
gos socrático de la elocuencia oficial, hay que aprender a no
caer en la trampa de la semejanza: Platón no cesa de afir­
marlo, nada resulta más semejante a lo verdadero que lo
falso— al tiempo que se apresura por regla general a tildar
de falso el mismo pensam iento cuyo lenguaje altera en
provecho propio—·. De modo que la tarea del lector con­
siste en descifrar el antagonismo de los modelos bajo los
mismos términos. Es preciso saber sonreír al constatar que,
en el Menéxeno, la evocación del coraje (andreía) va acom ­
pañada por una sorprendente yuxtaposición entre la apa­
riencia y la verdad (247d 8), pero debemos tomarnos en
serio el Fedón, cuando afirma que «los amantes del saber
son virtuosos y valientes» (andreîoi: 83e).
Así pues, el filósofo se apropia de la andreía, término
que designa el valor como virilidad,25 santo y seña de la ideo­
logía de la ciudad. Pero, de un modo más general y más
allá del Menéxeno, Platón mantiene su combate contra la

25 Otra modalidad del mismo proceso de apropiación de la andreía·.


cf. infra, pp. 369-374.

334
ASÍ P U E S , SÓ C R A T E S E S IN M O R TA L

palabra de inmortalidad cívica a base de ir desposeyendo


de manera sistemática la oración fúnebre de sus palabras
clave. Podemos poner algunos ejemplos significativos. Al
pronunciar su discurso fúnebre, Pericles quería que los
atenienses fuesen amantes (erastaí) d éla ciudad; dando un
paso más, desde la ciudad hacia lo que le sirve de inmor­
talidad, la Diotim a del Banquete ve en la gloria un objeto
de amor apropiado para la mayoría. Por último, en el Fe­
dón, no existe otro amor que el del pensamiento (érósphro-
néseôs): para los ánthrópoi, la ciudad y su gloria; para el
anér philosophos, la práctica de la reflexión, alimento del
alma. D ado que el discurso fúnebre no hace distinción al­
guna entre la vida, el alma y el cuerpo, se dice indiferente­
mente que los ciudadanos han entregado su persona {so­
ma) a la ciudad, o bien que no les ha parecido bien amar su
vida (philopsykhetn). El filósofo no ama su vida más que el
ciudadano-modelo; pero, para expresar el desapego filo­
sófico, méphilopsykhetn tampoco le conviene a Platón, cu­
yo esfuerzo consiste precisamente en separar la psykhé de
la vida del cuerpo: de m odo que opta por acuñar un nue­
vo término, y opone el filósofo al philosómatos, el amigo
del cuerpo. En la «bella muerte», el ciudadano ha dado to ­
do cuanto poseía, su vida, pero— como dice Lisias en su
discurso fúnebre—ésta tampoco le pertenecía (psykhé
allotría). Al rechazar los prestigios que van asociados al
cuerpo, el filósofo del Fedón los manda a paseo porque re­
sultan extraños (allotrious) a su ser, pero le queda lo esen­
cial: el pensamiento que nutre su alma y que realmente le
pertenece, y que, además, le acompañará más allá de la
muerte. Ahí radica el beneficio incalculable de la estrate­
gia platónica: las palabras son las mismas y, no obstante, la
distancia que separa la gloria de la inmortalidad del al­
m a26 se ha acentuado para siempre. Pero volvamos a lo

16 Hemos puesto en relación de un modo sucesivo: Fedón 68a 1-2 y

335
SÓCRATES ES UN HOMBRE

que aquí nos interesa sobre todo. No debe sorprendernos


el hecho de que para Platón, que sitúa la virtud política en
la parte del cuerpo (82a-b), resulte extremadamente im ­
portante desmontar el mecanismo cívico de la andreía·. p a­
ra demostrar que tan sólo los filósofos tienen derecho a ser
llamados andreíoi, basta con afirmar que «a excepción de
los filósofos, los hombres son valerosos por m iedo». D e
repente, la dimensión «económ ica» de la virtud cívica, que
el discurso fúnebre reprime a sabiendas, sale a la luz: la b e­
lla muerte era para los oradores un intercambio incon­
mensurable entre la vida y la gloria; en cambio, Sócrates
no ve en ella más que un simple trueque entre miedos de
diferente naturaleza.27
Fuera el coraje cívico, hagan sitio a la andreía del filó­
sofo, que no es intercambio, sino purificación.

Ciertamente, se trata de una andreía extraña, con respecto


a la moral hoplítica, cuyos valores Sócrates se complace en
subvertir. Para ello, hace el elogio incongruente de la hui­
da, la noble huida del alma que, cuando la muerte se cier­
ne sobre el hombre, le cede con júbilo el puesto: el hopli­
ta no huye (es justamente eso lo que le constituye como tal),
pero ya, en el Laques, al reflexionar acerca del valor, P la­
tón había asignado un valor a la retirada, y fue en ocasión
de una retirada, al final de la batalla de Delio, cuando se
puso de manifiesto el coraje paradójico del Sócrates ho­
plita, celebrado por Alcibiades en el Banquete. Y vuelve a
ser la subversión del coraje cívico lo que se adivina en la

6, Tucídides, I I 4 3,1 y Banquete 208c; Fedón 68b 9-c 1 y Lisias, Discurso


fúnebre 25; Fedón 114e y Lisias, Discurso fúnebre 24.
17 Fedón 68b-69b; a propósito del intercambio en la bella muerte,
véase O. Longo, «La mor te per la patria», Studi Itaíiani d i Filología Cías-
sica, 49 (1977), pp. 5-36.

336
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

perpetua confusión que crea Sócrates entre el lenguaje de


la guerra (en la que uno huye) y el de la esclavitud (en la que
uno se da a la fuga).
Aquí nos encontramos con uno de los más célebres y
comentados pasajes del Fedón. Cuando, para justificar la
prohibición del suicidio, Sócrates afirma que «la humani­
dad se halla en una phrourá» de la que uno no debe libe­
rarse a sí mismo ni evadirse (62b), ¿cómo se debe traducir
el término phrourá? La tradición tiene una respuesta p re­
parada: sin preguntarse demasiado a propósito del hecho
de que ese sustantivo es un nombre de acción (que desig­
na en general la «custodia»), sin inmutarse porque, en la
economía del diálogo, la división del hombre en un cuer­
po y un alma todavía no se ha llevado a cabo ni se ha anun­
ciado siquiera, proclam a que, sencillamente, Platón hace
alusión a la teoría órfico-pitagórica del cuerpo-prisión. E s
cierto que existe un pasaje del Gorgias en el que difícil­
mente se puede evitar traducir phrourá por «prisión»: p e­
ro se trata de un caso excepcional en el campo semántico
de la palabra, cosa que no inquieta en demasía a los comen­
taristas, como tampoco la inversión a la que procede Pla­
tón en el Fedón, cuando asimila a una prisión el mundo de
los vivos, y no el del H ades, que, tradicionalmente, es con­
siderado como tal. Que phrourá tenga algo de prisión no
ofrece ningún género de dudas; pero, si leemos con mayor
atención el pasaje en el que Sócrates afirma que «no resul­
ta nada fácil desentrañar esta fórm ula», deberíamos evitar
atenernos a una traducción unívoca del término. De he­
cho, como prisión, phrourá también tiene mucho que ver
con una mazmorra para esclavos, puesto que la imagen si­
guiente desarrolla la idea de que los hombres son propie­
dad de los dioses que montan guardia en torno suyo. Pero,
en el texto del Fedón, la palabra phrourá también tiene el
sentido más corriente, el que Platón le asigna en las Leyes,
que es básicamente el mismo que los contemporáneos del

337
SÓCRATES ES UN HOM BRE

filósofo le otorgan a menudo: phrourá es el servicio pres­


tado en una guarnición, la guardia que montan los efebos
en las fronteras del territorio cívico, bajo la supervisión de
magistrados —phrourá o la vigilancia vigilada— . Según es­
to, ¿por qué debemos negarnos a admitir que es preciso
condensar tres imágenes en este término?: la de la prisión,
la de la mazmorra para esclavos (en este caso la humani­
dad entera) que tienen a los dioses por señores, y la de
montar guardia en una guarnición, guardia que no debie­
ra de interrumpirse para huir mediante el suicidio. E scla­
vos de esta guardia, los hombres no pueden escapar de la
vida; guardianes de esta vida regida por los dioses, tam po­
co tienen derecho a la fuga. Por no haber aceptado la p o ­
lisemia, se ha querido evitar el sentido militar18 sin darse
cuenta de que, en el Fedón, la guerra se cruza constante­
mente con la esclavitud— se trata, por otro lado, de una
guerra bastante heterodoxa: el término phrourá resulta
muy adecuado para referirse a los ejercicios de los efebos
o a una guerra de asedio, mientras que táxis, el puesto, es
el nombre que recibe, en el M enéxeno, el imperativo hoplí-
tico— . Al razonar como lo hacen los historiadores de la fi­
losofía, que no prestan la suficiente atención a los avatares
de la guerra en Platón (¿o sea que la guerra es de veras un
sujeto filosófico, digno del gran Platón y de su discurso
acerca del alma?), se pasa por alto la oposición, esencial en
el diálogo, entre la humanidad y el filósofo: la humanidad,
a quien le está prohibido escaparse de la phrourá porque
los hombres, al tener mezclados el cuerpo y el alma, lo des­
truyen todo en el suicidio, y el anér philosophos que, por
muy sometido que esté a la condición humana, sabe libe­
rar su alma a fin de que huya del cuerpo.29 Decididam en­

18 Véase, por ejemplo, R. Loriaux, «Note sur la phrourá platoni­


cienne (Phédon, 6 2 b-c)», Les Etudes classiques, 36 (1968), pp. 28-36.
19 Phrourá, nombre de acción: F. Bader, Revue de Philologie, 46

338
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

te, para leer el Fedón, no se puede prescindir de una refle­


xión a propósito del coraje viril del filósofo.
En tanto que filósofo genérico, Sócrates afronta la
muerte sin sentir un instante de miedo, y esta calma sirve
más que cualquier desarrollo dialéctico para probar que el
alma es inmortal. Es así como bebe el veneno «con sereni­
dad, sin ningún estremecimiento y sin inmutarse en su co­
lor ni en su cara», digno descendiente de los héroes homé­
ricos, entre los que se reconocía al valiente porque «ni le
cambia el color ni se siente intim idado».30 Pero cuando,
incapaces de contener por más tiempo su dolor, los dis­
cípulos rompen en sollozos y, como las mujeres de luto de la
litada, lloran por ellos mismos al llorar por su compañero,
Sócrates reacciona como un ciudadano de Atenas, para
quien las lágrimas, que son en esencia femeninas, le están
prohibidas al hom bre viril, y apela al valor de sus am i­
gos («¡R esistid !», kartereíte), hablando como un hoplita
(ii7c-e).
En el primer movimiento del diálogo, Sócrates había
desposeído a la gente en general de la andreía, bien refu­
tando o bien dando la vuelta a los valores admitidos: con­
tra la oración fúnebre, había proclam ado que tan sólo los

(1972) p. 202; el cuerpo-prisión: P. Courcelle, «La prison de l ’âme», en


Connais-toi toi-même, II, pp. 345-380 y P. Boyancé, Revue de Philologie,
37 (1963), pp. 7-11; la inversión platónica de la representación tradicio­
nal del Hades como prisión: véase también Crátilo 403a-404b; la maz­
morra, jaula para animales: P. Chantraine, Revue de Philologie, 20 (1946),
pp. 5-11; el puesto de guardia: J. y G. Roux, Revue de Philologie, 35 (1961),
pp. 207-211. Añadamos que, en su sentido militar, este término podría
muy bien haber sido retomado irónicamente de las Nubes: en 716-721,
Estrepsíades, el hombre ordinario que intenta superar la iniciación filo­
sófica, se ve medio muerto «a fuerza de montar guardia cantando»
(phrourás áidón)\ se trata de un ejemplo suplementario (y particular­
mente audaz) de la inversión sistemática de las Nubes en el Fedón.
i0 Fedón 117 b 35, que puede compararse con litada X III 278-286;
véase supra, p. 174.

339
SÓCRATES ES UN HOM BRE

filósofos tienen coraje; contra el Aristófanes d eJas Nubes,


que comparaba a sus discípulos pálidos y demacrados con
los prisioneros laconios de Pilos, había encerrado a toda la
humanidad en una phrourá. La tranquilidad que m anifies­
ta ante la cercanía de la muerte prueba con toda evidencia
que él encarna ese natural filosófico al que los libros IV y
V II de la República atribuyen la andreía como virtud pri­
mera. El filósofo es en general valiente porque es capaz de
resistir (kartereí ) ante el cuerpo y sus deseos (82c), pero
Sócrates lo es de un modo específico porque, en el debate
filosófico, es para sus discípulos como un caudillo de gue­
rra. Ya me he referido a la admiración que suscita entre sus
compañeros cuando, a un tiempo sanador y buen estrate­
ga, sabe insuflar un ardor renovado en sus tropas «venci­
das y en fuga»: Asclepio, dios de la medicina, se habrá me­
recido el gallo, emblema de la victoria que, en sus últimas
palabras, Sócrates le dedica en nombre del cenáculo de
los filósofos (88e-89a, 118a).31Tan sólo falta, para librar a los
suyos del derrotismo, que Sócrates evoque la guerra histó-
rico-Iegendaría de la Tíreátíde, combate ritual, combate ini-
ciático,32 y que le prometa a Fedón una ayuda que, en últi­
ma instancia, se asemeja mucho a la fuerza de H eracles
(89b-c).33 Resulta evidente que el valor del filósofo se ejer­
ce más en el discurso que en la vida.
S i e l m o d e lo e d i f i c a n t e d e la s e r e n id a d s o c r á t ic a es la
p r u e b a ú ltim a d e la in m o r t a lid a d d e l a lm a , n o s q u e d a t o d a ­
v ía p o r lle v a r e l r a z o n a m ie n t o h a s t a su c o n c lu s ió n . A h o r a

31 Esta dimensión no ha sido tomada en cuenta en el texto que G.


Dumézil consagra a las últimas palabras de Sócrates, y donde critica las
lecturas que llegan a la conclusión de que se trata de la curación de una
enfermedad que sería la vida («Divertissement sur les dernières paroles
de Socrate», en «... Le moyne noir en gris dedans Varennes», París [G al­
limard], 1984).
32 Véase Brelich 1961: 22-34.
33 Véase infra, pp. 358-359.

3 40
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

bien, todo parece indicar que la práctica de la discusión


dialéctica precisa coraje, sobre todo cuando se debate el
tema de los efectos de la muerte sobre el alma—es necesa­
rio entonces, en la persona de los discípulos, tranquilizar
al niño que teme al coco— , o cuando, en el curso de una
discusión acerca de las oposiciones de contrarios, se plan­
tea una objeción que aterroriza al interlocutor poco se­
guro de sí mismo; es preciso también saber mantener la
sangre fría cuando un combatiente cualquiera, anónimo,
henchido de un ardor irreflexivo que se asemeja a la teme­
ridad, reabre el debate (77e, io ia-d , i03a-b). En pocas p a­
labras, la discusión dialéctica es un combate y, si bien el
Fedón no es el único diálogo de Platón en el que esto se su­
giere,34 por lo menos, el lenguaje de la guerra aflora en él
con una coherencia excepcional. Se puede dialogar «a la
manera homérica», cosa que consiste en entrar en contac­
to lo más rápidamente posible con el adversario— enten­
dámonos: a probar una teoría— (95b); se puede acampar
junto a una posición que se cree fuerte (idea expresada en
numerosas ocasiones por el verbo diiskhyrízomai), pero es
preciso siempre dirigirse al lógos «com o hombres decidi­
dos y valientes» (90e), porque, en el mismo razonamiento,
los argumentos libran entre sí una guerra encarnizada. Y,
en torno a esta apuesta última que es la inmortalidad del
alma, el combate se asemeja en ocasiones a una guerra de
exterminio (io2d-io4b).

De manera que, tanto en el lógos como en la vida, el filó­


sofo, héroe de la epopeya o nuevo hoplita, resiste,35 y nun-

34 Cf. P. Louis, Les métaphores de Platon, Rennes, 1945, pp. 57-63.


35 Resulta significativo que las apariciones de ménein, verbo hoplí-
tico, y de sus compuestos sean legión en el Fedón (véase sobre todo 62a-e,
98e, I02e-i07e 2 y n ja -n é a ).

341
SÓCRATES ES UN HOMBRE

ca será bastante la admiración que produce la maestría


con la que, a lo largo de todo el diálogo, el propio Platón,
como filó sofo , lleva a térm ino, en provecho de su héroe
tutelar, la tarea de reapropiarse de los valores admitidos
en la ciudad. A l separar de un modo irreductible el alma
del cuerpo, Platón anula para siempre la idea de inm orta­
lidad de la gloria cívica a la que ésta se vinculaba. C o ­
mienza la larga historia occidental del alma. Pero, dejando
a un lado el hecho de que se trate de astucia filosófica o in­
fluencia inconsciente de una lengua rica por su prestigio­
so pasado, el discurso del valor y de la muerte elegida— des­
plazado, indirecto— continúa acompañando al logos sobre
la inmortalidad. ¿Es ésta la razón, la razón griega , de la es­
plendorosa carrera del Fedón ? Después de todo, las rup­
turas más logradas son quizá las que asumen la form a e x ­
terna de la repetición.
Sin embargo, casi podríamos asegurar que no es ésa la
razón determinante de la sorprendente carrera del Fedón;
sino que, tanto para la tradición como para nosotros, este
diálogo debe su fuerza al hecho de que el filósofo genéri­
co se halle dotado de un nombre y de un cuerpo, y que
afirme poseer un alma. Puesto que la presencia de Sócra­
tes habita la figura genérica del filósofo, interrogarse acer­
ca del giro operado en el Fedón se parece bastante a una
reflexión sobre un efecto de realidad muy bien construi­
do. A la mayor gloria del alma, por supuesto. Pero tam­
bién, sin ningún género de dudas, a la del Sócrates mortal,
inmortalizado para siempre.

A C E R C A D EL «LO G O S» DE SÓCRATES
Y DE SU C U E R P O M E M O R A B L E

N ada ha sido dejado al azar para acreditar el Fedón como


relato «histórico» de la muerte de Sócrates: hasta el narra­

342
ASÍ P U ES, SÓCRATES ES INMORTAL

dor estaba allí en persona (autos es la prim era palabra del


diálogo),3*5 lo que garantiza la precisión de su discurso, al
tiempo que le da validez. Debemos asignar, además, una
función análoga a las calculadas imprecisiones (en la lista
de amigos de Sócrates, por ejemplo), e incluso a la falta de
memoria que de repente hace que Fedón olvide el nombre
de uno de los participantes, más entusiasta que lúcido. En
lo que respecta al fam oso «creo que Platón se encontraba
demasiado débil para asistir»,37 no hay lector que pueda
resistirse de entrada: antes de que, tras recuperar la respi­
ración, uno se percate de que detrás del narrador de m e­
moria incierta, se halla el escritor Platón— que, sobre este
punto al menos, sabía muy bien cómo estaban las cosas— ,
el diálogo ya ha avanzado; y, sin duda alguna, será preciso
avanzar todavía más en la lectura para pensar en plantear­
se la cuestión de la ficción, para preguntarse cómo, si P la­
tón estaba ausente, el relato puede ser presentado como
auténtico.
Pero, como ya hemos sugerido, nada contribuye más a
acreditar la autenticidad del Fedón que el propio Sócrates:
la autenticidad de los últimos instantes del filósofo, a los
que la rica escenografía del diálogo invita al lector a asistir
en persona, y la autenticidad de las tesis a propósito del al­
ma inmortal, que no resultan convincentes más que to ­
mándole prestado a Sócrates algo de su propia presencia.
Siempre es posible, como lo han hecho infinidad de veces
los comentaristas, intentar enumerar las «pruebas» de la
inm ortalidad del alma (podemos encontrar cinco, o siete,

36 Autos es uno de los términos con los que los historiadores garan­
tizan la veracidad de sus palabras: véase, por ejemplo, Tucídides, 1 2 2 ,1;
114 8 ,3 .
37 Mejor que «Platón estaba enfermo»; ¿podría ser que la «debili­
dad» de Platón participase de la debilidad humana, evocada en 107b (y
caracterizada por una fe insuficiente en la inmortalidad del alma)?

343
SÓCRATES ES UN HOMBRE

u once, o más, o menos). También se puede, como hacen los


eruditos anglosajones, discutir hasta el infinito acerca de
la validez de tal o cual prueba. Pero resulta difícil orientar­
se en el Fedón, sobre todo si uno no se da cuenta de que ese
largo diálogo está construido en torno al proceso que ha­
ce que Sócrates y su lógos se ayuden mutuamente a de­
mostrar la idea de que el alma es inmortal.38 Ya desde el
comienzo del Fedón, se impone la constatación de que «la
dem ostración ... no es el primer objetivo del d iálogo»39 y,
cuando estamos llegando al final, uno puede preguntarse
sobre la fuerza de persuasión del lógos, puesto que para
calmar las últimas inquietudes de sus discípulos, es preci­
sa nada menos que una apuesta sobre la vida moral, segui­
da de un mito (io7a-ii4c). Queda fuera de toda duda que,
sin la presencia activa de Sócrates, el discurso correría un
riesgo serio de naufragar, para enorme desespero de los
aprendices de filósofo deseosos de reafirmar sus vacilan­
tes convicciones. Pero, a la inversa, Sócrates necesita del
lógos para convencer a sus interlocutores de que su sere­
nidad es legítima; el discurso no debe «m orir» puesto que
el filósofo tiene necesidad de su ayuda: de modo que Só ­
crates apelará a la ayuda del lógos, con el fin de devolverle
la vida ( 8 8 C - 8 9 C : eboéthei tñilógói, anabiósásthai). Después
de esto, cuando se haya logrado la victoria conjunta del fi­
lósofo y del discurso sobre la muerte, será preciso agrade­
cérselo a Asclepio.40 Entre tanto, lo que se puede observar

38 A propósito de la importancia del tema de la persuasión en el Fe­


dón, véase K. Dorter, «The Dramatic Aspect», p. 574.
35 J. Moreau, «La leçon du Phédon», Archives de Philosophie, 41
(1978), pp. 81-92; en un artículo célebre («La méditation de l ’âme sur
l ’âme dans le Phédon», Revue de Métaphysique et de Morale, 33 [1926],
pp. 469-491), M. Gueroult pretende demostrar que es preciso superar
la primera impresión, de que «toda esta conversación ... no tendría otro
objeto que hacernos participar de una creencia...» (p. 471).
40 Entre las innumerables interpretaciones de la ofrenda de un ga-

344
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

a lo largo del diálogo, hasta el punto de que las palabras


clave pasan alternativamente de Sócrates al lógos y del lo­
gos a Sócrates, es la solidaridad entre un hombre y un dis­
curso, enunciada en el intermedio a propósito de la «mi-
sología»41 (89d-9od).
Ahora bien, queda todavía una cuestión cuyo examen
no podemos posponer por más tiempo, puesto que el F e ­
dón la plantea con total claridad: ¿quién es Sócrates? La
respuesta parece imponerse por sí sola, por lo menos si
uno se ciñe al mensaje explícito del texto, en el que se ela­
bora una especie de teoría de la individualidad:42 Sócra­
tes, claro está, es su alma. Por lo menos, en general, lo que
se deduce de entrada es que la persona del filósofo se
identifica con su psykhé·. es preciso saberlo comprender
ante frases en las que, para rechazar la sociabilidad con el
cuerpo, el nous genérico de los filósofos substituye a psykhé
como sujeto de la acción (67a). Y si, después de haber de­

11o a Asclepio, recordaremos la de R. Minadeo (Classical Journal, 66


[19 71], pp. 293-297), que establece una relación entre 118a y 893b, y ob­
serva en ello una «expresión de gratitud por el éxito de la dialéctica».
En este éxito, los discípulos tienen tanto interés como Sócrates: de ahí
el uso del «nosotros» («nosotros debemos un gallo»). Se creía que A s­
clepio, dios de la medicina, había resucitado a algunos humanos; salvar
el lógos de la muerte— es decir, asegurar su inmortalidad— constituye,
en el Fedón, una apuesta de enorme importancia.
-,i Término formado sobre misanthropía, la misología (esto es, odio
al discurso) descansa sobre la idea de que «existe una semejanza entre
los logo i y la humanidad». Intercambio entre Sócrates y el lógos: en 102,
los verbos hypoménein y ethélein, que caracterizan el comportamiento
del hoplita, pasan de Sócrates al lógos, para caracterizar más tarde a Só­
crates de nuevo.
42 De Homero (Odisea X I 602) a Platón (Leyes X II 959b), pasamos,
como ha observado M. Detienne, del cuerpo que funda la individuali­
dad de Heracles al alma que constituye el yo de cada uno («Ébauches de
la personne dans la Grèce archaïque», en I. Meyerson [éd.], Problèmes
de la personne, Paris, 1973, pp. 45-52).

3 45
SÓCRATES ES UN HOMBRE

finido el H ades como la morada de las almas, al final Só­


crates acaba instalando allí a «los muertos», es porque, ideal­
mente, el hombre entero pasa a su alma en el instante de la
muerte: el muerto ya no tiene cuerpo, pero el cuerpo ya no
es nada... N o cabe duda de que esta lección general nos
conduce claramente hacia la persona de Sócrates; pero pa­
ra la poco filosófica persona de Critón es preciso, para dar
por concluido el tema, especificarlo: a ese amigo que le
propone retrasar el momento de la cicuta para imitar a los
condenados que se entregan por última vez a la comida, la
bebida y el comercio sexual— precisamente aquello que
en una etapa lejana ya del razonamiento había sido defini­
do como los placeres propios del alma demasiado ligada al
cuerpo (n 6e, 8ib)— , Sócrates le explica que él ya ha par­
tido, que ese Sócrates se va, que es un alma que ya no tie­
ne nada de la individualidad visible que era el cuerpo de
Sócrates.
Sin embargo, es importante señalar que esta lección lle­
ga con tardanza, después (y sólo después) de que Sócrates
haya sostenido el lógos con toda la fuerza viva de su pre­
sencia física. Antes del triunfo del discurso, Sócrates toda­
vía tenía la necesidad de ser esa mixtura de cuerpo y alma
que es un hombre43 y, cuando en una pausa silenciosa en
pleno debate, el texto dice «el mismo {autos) Sócrates es­
taba reflexionando acerca del argumento expuesto» (84b-c),
no es sino forzar por anticipación el movimiento del diá­
logo traducir, como Léon Robin: «Sócrates, se veía al o b ­
servarlo, tenía todo su espíritu absorto en el argumento
que acababa de ser expuesto.» Autos ho Sókrátés: el propio
Sócrates, Sócrates en persona no es todavía un alma, no es
simplemente un espíritu, antes bien, es un todo, perceptible
a la vista— y sabemos cuántos discípulos están observando

43 Véase V. Goldschmidt, «La religion de Platon», en Platonisme et


pensée contemporaine, París, 19 70, sobre todo pp. 63-71.

346
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

a Sócrates— , incluso si, en los desarrollos precedentes, ha


dirigido un ataque en toda regla contra lo visible y sus en­
gañosos encantos.
¿Quién es Sócrates? Su alma, de acuerdo con lo que él
afirma. Pero, en la puesta en escena del diálogo, Sócrates
tiene mucho que ver con su cuerpo, ese cuerpo de Sileno
que evoca A lcibiades en el Banquete, ese cuerpo que ocul­
ta al hombre interior y la belleza de su alma, pero que lle­
va incontestablemente la carga afectiva que, para los dis­
cípulos, va ligada a la persona del filósofo. Es preciso, por
tanto, a pesar de la autoridad del Fedón, a pesar de la lec­
ción que ofrece al lector al mismo tiempo que a Crítón, vol­
ver al cuerpo de Sócrates, a contrapié del texto o, por lo
menos, de su contenido más aparente— pues, a otro nivel,
una actitud tal nos llevará a prestar atención a la m ateria­
lidad de la escritura del diálogo.

En las primeras páginas de su Psyché, Erw in Rohde obser­


va que en general no se hace alusión alguna a la psykhé
más que en el momento en que su separación del hombre
vivo resulta inminente o ya se ha efectuado. Sócrates está
a punto de dejar la vida, de modo que, en el Fedón, el te­
ma es la psykhé, su psykhé. Pero también su cuerpo, del que,
sin embargo, su alma se ha separado en más de una oca­
sión, por lo menos cuando ha puesto en práctica la melétë
thanátou, ese ejercicio de muerte al que convida al filóso­
fo (y, si se ha leído el Banquete, donde, en más de una oca­
sión, cae en un estado cataléptico, se sabrá que la había
practicado con frecuencia). Deberíam os detenernos ahora
un instante a propósito de la melétë thanátou, ese ejercicio
ascético que, desde los chamanes arcaicos hasta el filósofo
del Fedón, pretende separar el alma del cuerpo.
Si hemos de creer a Sócrates, se trataría de anticipar el
estado de muerte, que se caracteriza, de acuerdo con la

347
SÓCRATES ES UN HOMBRE

primera definición que se nos ofrece, por el hecho de que


«aparte del alma y separado de ella, el cuerpo está solo en
sí mismo; el alma, por su parte, aparte del cuerpo y sepa­
rada de él, está sola en sí m ism a» (64c). Extraña reversibi­
lidad, que piensa la separación en el sentido del cuerpo
antes de pensarla en el del alma. Es cierto que esa reversi­
bilidad no se enuncia más que para ser abandonada de in­
mediato y que, en la separación, no se seguirá la vía del
cuerpo, pues tan sólo el alma tendrá derecho a aislarse.
Pero, sí leemos con atención el texto, en seguida se nos
planteará la hipótesis de que el cuerpo no se deja abando­
nar así como así. Pues, para describir el alma ocupada en
el proceso de separación, el escritor Platón recurre al vo­
cabulario del cuerpo.
No cabe duda de que el alma es un ser vivo, lo cual sig­
nifica que, al igual que el cuerpo, también depende de un
alimento (trophé: Bid, 84b, i07d ). Sólo que uno no puede
por menos que quedar impresionado ante la corporeidad
de los movimientos que hace el alma para abandonar el
cuerpo: esfuerzo de concentración, de «recogimiento en sí
misma fuera del cuerpo» (67c). En una palabra, el alma
hace exactamente aquello que, en las Nubes, el coro orde­
na hacer a Estrepsíades, o sea, que se concentre en sí m is­
mo o, con mayor precisión, que «se densifique» (pyknósas)
para así poder pensar mejor. De nada sirve que, para justi­
ficar un lenguaje tal, evoquemos el alma dem asiado ligada
al cuerpo, a la que ese contacto hace «titubear como si se
hallase en un estado de em briaguez» o bien vagar por en­
tre las tumbas, tras la muerte, como un fantasma sombrío,
imagen engañosa pero visible (eidôlon) Se trata del alma
. 44

del sabio, del alma que, con toda la pureza de la intención

44 Fedón 79c, 8id. E l alma demasiado corporal recuerda la psykhé


délos poemas homéricos, eidôlon, a propósito del que E. Vermeule (1979:
29) observa que no puede estar verdaderamente separado del cuerpo.

348
ASÍ P U E S , SÓ C R A T E S E S IN M O R TA L

filosófica, se esfuerza en alcanzar esa separación. E s cierto


también que Platón ha tomado la precaución de adelan­
tarse a la sorpresa del lector subrayando el «terrible p o ­
der» de ese lugar cerrado que es el cuerpo, al que el alma
se halla encadenada y como pegada, hasta el punto de que
es preciso que el filósofo afronte algo así como una educa­
ción de los sentidos al revés, y enseñe a su alma a desha­
cerse paso a paso de todas las dimensiones del cuerpo pa­
ra concentrarse en sí misma.45 Pero, con este vocabulario
«técnico» que, a lo largo del Fedón, señala los esfuerzos de
concentración del alma, nadie ha conseguido poner de re­
lieve mejor que Platón la paradoja de que, en el momento
mismo de la separación, «el ser parece experim entar su
identidad al nivel del cuerpo».46 Pero ha llegado el mo­
mento de regresar a Sócrates, a su cuerpo y a su alma: a Só­
crates, que ya no se ejercita en probar a estar muerto, sino
que afronta realmente la muerte, una muerte que ya no
tendrá nada de metafórico. A menos que, en esos últimos
instantes del filósofo, su cuerpo no sea una metáfora del
alma, cuya liberación anuncia, del mismo modo que, al
principio del diálogo, el cuerpo desencarnado de Sócrates
anunciaba la liberación de su psykhé.
Volvamos, pues, a Sócrates y a su cuerpo, simbólico o
por lo menos elocuente. A ese süma que, en el diálogo, es
el mejor guía de lectura: ocasión de reflexionar a propósi­
to de la importancia que asume el cuerpo en un texto que
no habla más que de desembarazarse de él.
Sócrates permanece sentado durante la parte esencial
del diálogo. Estaba tumbado antes de la llegada de sus dis­
cípulos, se sienta en cuanto Jantipa sale por la puerta y,

45 Fedón 8zd-83a; véase «Le fleuve Amelès et la melétë thanátou»,


en Vernant 19 71 : 1, 108-123, así como Daraki 1982: 161-165.
46 M. Detienne, «Ebauche de la personne», p. 49; véase también, a
propósito de 67e, 70a, 80e, 8ibc y 83a, La notion de daimôn, pp. 71-85.

349
SÓCRATES ES UN HOMBRE

tras un instante encogido sobre sí mismo, pone los pies en


el suelo. D e modo que Sócrates está sentado, ya no se le­
vantará más que para ir a darse un baño y, sentado tam ­
bién, beberá el veneno, para después, obedeciendo las ins­
trucciones recibidas, dar un par de pasos antes de tenderse
de nuevo, esta vez para siempre. D e m odo que Sócrates
está sentado, posición eminentemente simbólica— la del
condenado a muerte pero también la del iniciado— ,47 y el
propio filósofo da pie a una interpretación de este tipo
cuando, al refutar los análisis de los pensadores de la m a­
teria que, amantes de las causas físicas, estarían convenci­
dos de poder explicar esta posición describiendo el fun­
cionamiento de los huesos y la carne, los músculos, los
nervios y los tendones, afirma que si está sentado es por­
que ha aceptado la pena impuesta por los atenienses (98c-
99b). Sócrates está sentado, y los pocos movimientos que
hará mientras dure la discusión dialéctica sirven periódi­
camente para reajustar el discurso: él da comienzo al diá­
logo a partir de su cuerpo, con observaciones acerca del
placer y el dolor, sugeridas por el entumecimiento de su
pierna dolorida, pero que anuncian ya una reflexión a
propósito de la relación que mantienen los contrarios en­
tre sí.
Cuando, siguiendo las instrucciones del encargado de
la cicuta, Critón le aconseja que hable (en realidad, que
dialogue: dialégesthai) lo menos posible para no acalorar­
se— cosa que contrarrestaría el efecto del veneno, que ac­
túa mejor en frío— , el filósofo ignora esta interrupción
mundana: de hecho, es preciso que el calor y el frío, al igual
que lo agradable y lo doloroso, combatan en el cuerpo de
Sócrates, puesto que ese cuerpo es el espejo del debate dia­
léctico y, muy en especial, de la discusión a propósito de la

47 «Quelques rapports entre la pénalité et la religion dans la Grèce


ancienne», en Gernet 1968: 295-299.

350
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

guerra de los contrarios entre sí.48 Al concluir la discu­


sión, al acabarse la jornada, Sócrates beberá el veneno.
Entonces, volviendo hacia el cuerpo del filósofo la activi­
dad de examen propia de la dialéctica (skopeîn : ó^d), Pla­
tón someterá el cuerpo de Sócrates al examen del encar­
gado de la cicuta (epeskópei : 117e). Una inspección de ese
tipo tiene por objeto seguir la progresión de la cicuta, y
Platón sugiere al lector que vea en ella, de un modo indi­
recto, la imagen de la retirada del alma.49

D e m odo que acabarem os con algunas palabras acerca de


la cicuta que progresa en el cuerpo del filósofo, progre­
sión en la que Platón querría condensar todo el sentido
del diálogo. Al hablar de cicuta, obedezco a una conven­
ción posterior al Fedón (si bien, perfectam ente fundada
desde un punto de vista histórico), y no se me oculta que
al dar a esta bebida de muerte simplemente el nombre de
phármakon, Platón pretende convertirla en una bebida
de inm ortalidad.50 ¿Phármakon de inm ortalidad, la cicu­
ta? A los ojos de Sócrates, lo es sin ninguna duda, puesto
que, llegado el momento, el filósofo acepta beber el ve­
neno de buen grado, sin que sea necesario llam arle al or­

48 Hay dieciséis apariciones de thermós y de sus derivados en este


diálogo; para interpretar la reacción de Sócrates ante el consejo de «no
calentarse», es preciso recordar que thermós puede entenderse en el
sentido de «valeroso»: sin saberlo, Critón aconseja a su amigo que re­
nuncie al valor dialéctico.
49 Uno siempre puede ser un lector obstinado y servirse de esta des­
cripción en sentido contrario, a fin de rechazar la tesis de la inmortali­
dad del alma: es así como procede Lucrecio, quien, sin mencionar a Só­
crates, se refiere con toda evidencia al Fedón en los versos 526-532 de su
De rerum natura III.
50 A propósito del phármakon en su duplicidad (veneno/remedio),
véase Derrida 1972: 144-145.

351
SÓCRATES ES UN HOMBRE

den.51 O curre que la cicuta, en la que Aristófanes veía el


camino más corto (atrapós ) hacia la muerte, concretará lo
que, en el Fedón, es designado como el atrapós del filó so ­
fo, ese ejercicio de m uerte por medio del cual uno se li­
bera en vida de las coacciones del cuerpo: m aterializa­
ción del lógos en la liberación del alma, la cicuta realiza
lo que para Sócrates ya se había cum plido virtu alm en ­
te .51 L a cicuta es liberadora. Y lo es aún más en la m edi­
da en que ofrece a Sócrates la oportunidad de una m uer­
te ejemplar, en su serenidad inmóvil que generaciones de
lectores han admirado. Ahora bien, el efecto real— esto
es, la eficacia de la ficción — alcanza su punto álgido p re­
cisamente con esta muerte serena. Pues Platón calcula
que, gracias a la fuerza persuasiva de la descripción, el
lector se olvidará de preguntarse acerca de lo que es en
realidad una m uerte provocada por la cicuta.

s' Esta aceptación de la muerte resulta conforme a la lección del


diálogo, y no es preciso intentar ver en ella un suicidio, aun cuando la
tradición la interprete así. De hecho, al introducir este tipo de muerte,
los Treinta añadieron a su iniquidad una siniestra parodia de libertad;
sin duda alguna, es esta dimensión ficticia de suicidio en la ejecución
(Gernet 1968: 307-308) la que llevó a los atenienses a institucionalizar
la cicuta para los crímenes políticos: así, no tan sólo no se vierte sangre
(véase supra, pp. 255-256), sino que el condenado se muestra conforme
con su propia desaparición. ¿Podría alguien imaginar una solución me­
jor para descargar de toda responsabilidad a la ciudad?
52En el atrapós del Fedón (66b), la tradición platónica ve la vía es­
trecha de la virtud, la de Hesíodo, la de Pitágoras (cf. A. Festugiére, Les
troisprotreptiques de Platon, París, 1973, pp. 79-80, y P. Courcelle, Con-
naistoi toimême, III, pp. 62S-645). Sin pretender llevar la contraria a
una tradición que repite incansablemente la misma tesis, me gustaría
comparar este pasaje con el verso 123 de las Ranas de Aristófanes (don­
de los efectos de la cicuta son descritos en los mismos términos que en
Platón); añadamos que atrapós es en Platón un término raro (hay tan só­
lo otra aparición). Una vez más, para expresar un pensamiento perfec­
tamente serio, Platón parodia, o vuelve, a Aristófanes.

352
ASÍ PU ES, SÓCRATES ES INMORTAL

Rompamos una vez más el encanto paralizante de lo


sublime y, en lo que concierne a la cicuta, leamos a otros
autores griegos: Aristófanes y Teofrasto, pero también el
médico N icandro. A l frío y al entumecimiento al que ha­
cen referencia todos los autores (que también se muestran
de acuerdo a propósito de la rapidez de la muerte que
procura este veneno), N icandro incorpora algunas preci­
siones que no concuerdan del todo con las indicaciones
del Fedón: de creer a este autor, no contento con añadir al
entumecimiento la sobreexcitación, la persona que haya
tomado la cicuta, que pierde la cabeza, sentirá los efectos
antes que nada en su inteligencia y su conciencia.53 Ahora
le toca al lector volver al Fed ón : si se muestra prudente,
llegará a la conclusión de que Platón ha optado por una
versión en detrimento de la otra— la versión dulce contra
la versión agitada del envenenamiento— . Pero también se
puede dar un paso más y asumir las consecuencias de una
investigación irreverente: en ese caso, la muerte de Sócra­
tes, una muerte tan verídica, se transform aría en una pura
construcción filosófica.54 D e hecho, la progresión de la ci­
cuta en el cuerpo del filósofo es simbólica: la cabeza no
será alcanzada jamás. E s cierto que el Timeo convierte a la
cabeza en la sede del arraigo celeste del hom bre y, más
que cualquier hombre, el filósofo ha sabido desarrollar
sus raíces celestes. L a progresión del veneno avanza de

” A propósito de la cicuta, véase Aristófanes, Ranas 1 2 3 - 1 2 6 ; Teo­


frasto, Historia de las plantas IX 8 , 3 y 1 6 , 8 9; Nicandro, Alexipharmaka
1 8 6 - 1 9 4 ; cicuta y locura: véase también Galeno, Quod animi mores cor­
poris temperamenta sequanturlïi 775-777 y Etymol. Magnum, s. v. kôneîon.
Entre los numerosos eufemismos que sirven en griego para designar la
cicuta, destacaremos áphrón (bebida «insensata», que arruina la phró-
nèsis): cf. A. Carnoy, «Les noms grecs de la ciguë», Les Études classiques,
28 ( i 9 6 0 ) , p p . 3 6 9 - 3 7 4 ·
54 Se trata de una observación que debemos, por ejemplo, a C. Gill,
«The Death of Socrates», Classical Quarterly, 23 ( 1 9 7 3 ) , pp. 25 - 2 8 .

353
SÓ C R A T E S ES U N H O M B R E

abajo hacia arriba, desde los pies que han pisado la tierra
hasta el corazón cuyo calor se extinguirá ante el frío de la
cicuta. Pero, para Sócrates, todo ha concluido cuando,
con pies y piernas ya paralizados, el frío se apodera del
bajo vientre, sede de los deseos que el filósofo ha sabido
vencer. E l resto es silencio, silencio acerca de la parte no­
ble del cuerpo, y sobre la liberación del alma que es p re­
ciso adivinar.
Así, al desembarazar para siempre de su cuerpo a Só ­
crates, el Fedón, en el cuerpo mortal de Sócrates, ha elegi­
do aquello de lo que es esencial liberarle: aquello que, al
arraigarlo en el suelo, convierte al hombre en una planta
terrestre. Pero, ¿puede uno desembarazarse como si tal
cosa del cuerpo de Sócrates? Rígido y frío como una pie­
dra, el cuerpo de ese Sócrates que ya se ha ido desempeña
bastante bien, en las últimas líneas del diálogo, el papel
del kolossós arcaico, ese doble m emorable del m uerto.55
L a fuerza del texto platónico hace que, en su cuerpo aga­
rrotado, Sócrates se asemeje a una estatua. Apostem os a
que a Critón le costará no buscar a Sócrates en esa presen­
cia helada; que se resistirá a creer que ese Sócrates que está
ahí ya no es nada, puesto que el alma-Sócrates ha llegado
a las Islas de los Bienaventurados. E l cuerpo es un sêma,
decía a la manera órfica el Gorgias. Pero, para este cuerpo-
túmulo— que, a lo largo de todo el diálogo, ha sido, antes
que nada, un cuerpo-signo— , todo el Fedón es como un
sima. Una estela conmemorativa.

55 Debo esta observación a Jean-Pierre Vernant; véase su artículo


«Figuration de l ’invisible et catégorie psychologique du double» (Ver­
nant 19 71: II, 65-78). A propósito del juego de palabras entre signo y
tumba en el término sêma, véase G . Nagy, «Sêma and Nôësis: Some
Illustrations», Arethusa, 16 (1983), pp. 35-55.

354
ASÍ PUES, SÓCRATES ES INMORTAL

¡Q ué sorprendente resulta la estrategia de Platón en el Fe­


dón ! : expulsar a la ciudad del diálogo, al tiempo que toma
prestados su lenguaje y sus valores, librarse del cuerpo sir­
viéndose para ello del lenguaje del cuerpo. L a primera
operación debió de coger por sorpresa al lector griego, de­
rrotado— antes de que pudiera darse cuenta— por un pen­
samiento nuevo que se expresaba en los térm inos de la
tradición. Es posible que la segunda haya turbado a los
contemporáneos de Platón, pero no cabe duda de que ha
ejercido su fascinación sobre generaciones de lectores
(eso, en el caso de un texto, se llama tradición, y se trata de
una tradición que se inaugura con el relato de la muerte de
Sócrates).
¿Apoyarse en el cuerpo para librarse del cuerpo? Este
proceder no carece de justificación. Puede decirse que el
cuerpo es una simple imagen para hablar del alma; y ¿có­
mo hablar del alma sin recurrir a imágenes? Tanto es así
que, ya en el diálogo, Cebes se excusaba por haber recu­
rrido a una «comparación». Pero Platón sobresale en el
juego de la imagen— y de la imagen en abîme — ,56 para ga­
narse así mejor a un lector que él quiere obediente.
Nos hemos esforzado por no dejarnos llevar demasia­
do deprisa por las sugestiones del texto, por ser lectores
atentos pero en modo alguno paralizados, ni conquistados
de antemano. De esa manera, pensaba, se podría esperar al­
gún tipo de acceso a los arcanos de la inm ortalidad del al­
ma, explorando los de un texto que, a lo largo de una dila­
tada tradición, ha ofrecido numerosos argumentos a favor
del alma inmortal. Pero, puesto que esta incursión nos ha
conducido hacia el cuerpo, rechazado, despreciado, anula­
do, pero más presente que nunca, ¿cómo hablar de la ope­
ración de inmortalidad llevada a cabo en el Fedón ? Si el

>ú Véase Fedón ¡jgd-iooa, pasaje digno de mención a propósito de


la imagen.

355
SÓCRATES ES UN HOM BRE

cuerpo m emorable de Sócrates hace creer en la supervi­


vencia del alma, del mismo modo que, en el Banquete , su
fealdad de Sileno da fe de su belleza interna, ¿qué debe­
mos hacer con el cuerpo de Sócrates? D ado que, de forma
imprudente, nos hemos decidido a reflexionar sobre la
eficacia del diálogo, nos atreveremos a adelantar una h i­
pótesis: el Fedón no debe su éxito simplemente al golpe de
efecto que supone reemplazar una inm ortalidad por otra,
reem plazar la palabra de gloria p o r la supervivencia del
alma; el éxito del Fedón tendría mucho que ver con el in ­
menso beneficio inconsciente que se obtiene del doble ju e­
go: cuando proclam a que el cuerpo no es nada mientras
habla del alma con el lenguaje del cuerpo, es evidente que
Platón no hace otra cosa que jugar con dos barajas.
Astucias platónicas: proscribir la mimesis de la ciudad
cuando la escritura del diálogo deriva de una utilización
disciplinada de la mimesis, condenar con energía la inteli­
gencia astuta y servirse a las mil maravillas de las técnicas
de la métis, pensar en la aniquilación del cuerpo en un len ­
guaje dominado por el cuerpo. Y Platón pretende que el
lector esté de acuerdo con esta exclusión— cosa a la que
accederá de buen grado cuando, de un modo inconscien­
te, la mimesis, la ciudad o el cuerpo excluidos vuelvan a él
para convencerle m ejor de su fundamental indignidad— .
N iño perverso, el lector de Platón goza de lo que la filo so ­
fía reprime, y sobre su conciencia irreprochable de amigo
del saber57 actúan (eso sí, en silencio, en secreto y como
sin peligro) los signos acumulados en el texto. E s así co­

57 Empezando por los Padres de la Iglesia. ¿Acaso porque el Fedón


separa definitivamente del cuerpo el alma pura, que se ve así liberada
por siempre jamás del ciclo de las reencarnaciones? De todos modos,
Gregorio de Nacianzo o san Ambrosio desarrollan con insistencia la
metáfora del cuerpo-prisión, hecho digno de destacar, puesto que, al
proclamar la resurrección de la carne, el pensamiento cristiano evita de
entrada las trampas del espiritualismo.

356
ASÍ PU ES, SÓ CRATES ES INMORTAL

mo, con todo el sigilo, se ha instalado una tradición de lec­


tura espiritualista del Fedón.
Ese es el doble juego fundador de inmortalidad que lee­
mos en el diálogo platónico acerca de la inmortalidad: el
alma es inmortal, pero lo es sobre todo por haber tomado
como soporte el cuerpo memorable de Sócrates.58

sS Primera publicación de este texto en Le temps de la réflexion, 3


(1982), pp. 19-46. Mi deuda con Gregory Nagy y Jean-Pierre Vernant
salta a la vista. Marcel Detienne y Giulia Sissa me han ayudado a com­
pletar las observaciones a propósito de la cicuta.

3 57
IX
SÓ CRATES, PLA TÓ N , H ER A C LES

A p r o p ó s ito de un p a r a d ig m a h e ro ico
d e l f iló s o f o

« S ó c r a t e s , Platón, H eracles...»: dos filósofos, un héroe;


dos figuras históricas y un hijo de Zeus. Com o mínimo, es­
ta enumeración resulta incongruente y en modo alguno
podrá com placer a los amantes de las series homogéneas.
Sin embargo, no debemos apresurarnos a corregir el texto
en el que, fiel a las grandes líneas de un Problema aristoté­
lico,1 Plutarco ofrece esta extraña lista basándose en la
afirmación de que «todos los hombres de excepción son
m elancólicos».1 L a tradición no siempre distingue entre lo
que los griegos denominan la «enferm edad de H eracles» y
la melancolía, esa «locura del sabio»,3 y ello solo bastaría
para legitimar la presencia del héroe al lado de dos filóso­
fos. Un historiador de la cultura añadiría, sin duda, que en
la época de Plutarco una enumeración de este tipo no re-

' A propósito del cual puede consultarse Pigeaud 1988.


1 Plutarco, Lisandro 2, 5. Este texto condensa el problema 30 de
Aristóteles (953a 10-18), que plantea las razones por las que los hombres
de excepción, ya sea en filosofía, en política, en teoría o en las tékhnai,
son melancólicos como Heracles; en 26-27, se cita efectivamente a P la­
tón y a Sócrates, junto con Empédocles. A propósito del carácter erró­
neo de la corrección de Heracles en «Heráclito» en el texto de Plutar­
co, véanse las observaciones de R. Flaceliére, ad loe. (edición de Les
Belles Lettres) y «Héraclès ou Héraclite?», en Hommages à Marie Del-
court, Bruselas, 19 70, pp. 207-210.
3 A propósito de la «enfermedad de Heracles», véase, por ejemplo,
Hipócrates, Sobre las enfermedades de las mujeres I 7, p. 33 Littré; me­
lancolía y filosofía: Pigeaud 1981 (124, 308, 407) y 1988 (10-14 y IC)8-
109, n. 4).

358
SÓCRATES, PLATÓN, H ERACLES

sultaría sorprendente para ningún lector, puesto que H e ­


racles era considerado desde hacía mucho tiempo como
un filósofo. Pero aquí no nos ocuparemos de la m elanco­
lía, y, si nos hemos atrevido a recurrir a esta cita, ha sido
por el placer de quemar etapas al evocar a un H eracles ins­
talado de manera definitiva entre los filósofos. O, más exac­
tamente, al citar a Plutarco, se trataba de tomar prestada esta
tríada que, para el lector moderno, puede resultar descon­
certante.
Intentarem os hablar pues de... Sócrates, Platón, H e ­
racles. O más bien de las razones que puedan haber dado
pie a establecer una relación de este tipo. O, incluso, del
lugar que se le asigna a Platón entre Sócrates y H eracles,
como si se quisiera asegurar la relación entre el sabio y el
héroe. En pocas palabras, trataremos de Platón superpo­
niendo la figura de H eracles a la de Sócrates— o quizás a
la inversa, superponiendo la figura del sabio a la del hé­
roe— . Centrém onos, pues, en Platón, quien «com para» a
Sócrates con H eracles, con todo lo que ello im plica. Pero,
para empezar de una manera problem ática, este enuncia­
do choca con otra figura platónica, la del incom parable
Sócrates.

«COMPARAR» A SÓCRATES

¿Com parar a Sócrates? Un texto muy conocido, el elogio


que Alcibiades hace del filósofo en el Banquete, sugiere
que eso es algo imposible, puesto que precisamente Sócra­
tes es átopos al no parecerse a ningún otro hombre, ni an­
tiguo ni contemporáneo, apartándose así del «juego de re­
tratos»4 que establece un parangón entre figuras como

4 La expresión es de V. Goldschmidt, Essai sur le Cratyle. Contri­


bution à l ’histoire de la pensée de Platon, Paris, 1940, p. 114 , n. 2.

359
SÓCRATES ES UN HO M BRE

Aquiles y Brásidas, N éstor y Pericles,5 para que así la una


aclare a la otra.
Sócrates el incom parable, pero, al mismo tiempo, Só ­
crates el paradigma. Para com prender esta paradoja, esen­
cial en la manera de operar de Platón, no existe guía más
fiable que Victor Goldschm idt, y con él señalaremos, para
empezar, que la paideía platónica desaconseja, al mismo
tiempo, la imitación de los héroes en nom bre de una d efi­
nición exigente del heroísmo e instala a Sócrates en su cen­
tro como el único exemplum de virtud al que m erece la
pena tomar como m odelo.6
Pero hemos de volver de nuevo al texto del Banquete ,
puesto que, en su terrible claridad, el elogio de Sócrates
por parte de A lcibiades suscita más problem as de los que
el orador reconoce. A l afirmar que Sócrates no puede com ­
pararse a ningún otro hombre, A lcibiades, en consonancia
con la temática del diálogo, pretende ciertamente sugerir
que, a fin de hacerse una imagen (apeikázein ) de Sócrates,
el daímón, es preciso buscarla entre los seres de la misma
naturaleza, «y no precisamente entre los hombres», dado
que también en la teología platónica los humanos ocupan
la última posición de la jerarquía.7 Será necesario, pues,
buscarla entre esos seres interm edios que son los Silenos y
los Sátiros. Por otra parte, conviene tener en cuenta que,
al excluir a Sócrates del juego de com paraciones que con­
siste en aproxim ar a un contemporáneo y a un «hom bre
del pasado», Alcibiades implícitamente trata a Aquiles y a
N éstor como simples ánthrópoi, ilustres pero mortales, y
no como «héroes», cosa que son en la tradición, pero de

5Banquete 22ic-d.
6 V. Goldschmidt, «Le paradigme dans la théorie platonicienne de
l’action», en Questions platoniciennes, Paris, 1970, en especial pp. 92-93.
7 V. Goldschmidt, «Theologia», en Questions platoniciennes, pp.
14 1-172.

360
SÓCRATES, PLA TÓ N ,H E R A C LE S

un modo distinto, hay que reconocerlo, al de un héroe cul­


tual como H eracles.8 A sí pues, Sócrates sería incom para­
ble con respecto a la categoría humana, y sólo con respec­
to a ella. Ciertamente, nada en el Banquete prohíbe de un
modo explícito buscar su imagen entre los héroes— a con­
dición, quizá, de elaborar la noción de héroe, lo que no es
en modo alguno, en el marco de la tradición griega, algo
de escasa importancia— ; pero persiste el hecho de que, en
este pasaje, A lcibiades evita cualquier referencia a los hé­
roes, como si fuera para neutralizar las reglas convenidas
del pensamiento por comparación: no cabe duda de que
Platón saca partido de ello.
En la práctica de la comparación, que estaba m uy de
moda en los medios intelectuales de la época clásica,9 la
apuesta podía ser muy importante, puesto que implica una
definición de la paideía en relación con H om ero— con el
texto homérico, desde luego, pero sobre todo con la epo­
peya como fuente universal de enseñanza— .I0 G uarda re­

8 No recordaremos aquí ni la abundante literatura consagrada a


estudio de las relaciones de los héroes cultuales con los héroes de la
epopeya, ni la tensión, inherente a toda figura heroica, entre lo humano
y lo sobrehumano. Para ceñirnos a Platón, recordaremos que, en el H i­
pias mayor, 293a 9, Sócrates opone a los ándres ordinarios los «héroes
que tienen por padres a dioses»; el modelo lo constituye Heracles, pero
también se menciona a Aquiles (véase también Apología 28c, donde él
es el representante de los «semidioses muertos ante Troya»), La distin­
ción entre Aquiles y Heracles es sin embargo real en la práctica: H era­
cles es hérós-theós (Píndaro, Nemeas III 22), y Aquiles no.
’ E l Fedro de Platón sabe reconocer a Gorgias detrás de Néstor, a
Trasímaco o a Teodoro detrás de Ulises (Fedro 2 6ib-c); a propósito de
la importancia social de esta práctica de la comparación, véase M. De-
tienne, Homère, Hésiode et Pythagore, Bruselas, 1962, p. 41, y, a propó­
sito de Banquete 221c 6, A. Rivier, Un emploi archaïque de l ’analogie chez
Heraclite et Thucydide, Lausana, 1952, pp. 20-21 y n. 23.
10 Véase M. Detienne, Homère, Hésiode et Pythagore, p. 54 (a propó­
sito del Hipias menor como crítica del pensamiento por comparación).

361
SÓCRATES ES UN HOMBRE

lación, además, y de una manera más esencial, con un m o­


do determinado de definir el ejercicio del pensamiento:
desde Hom ero hasta los contemporáneos de Sócrates, la
comparación constituye una m odalidad de conocimiento,
m odalidad ciertamente mediata, pero que ha demostrado
su eficacia a lo largo de una dilatada tradición sin perder
por ello su vitalidad por el cam ino." A sí pues, es a p ro pó ­
sito de este modo de pensamiento, en el seno del cual la
comparación resulta «significativa» o bien «reveladora»,
que, por m ediación de Alcibiades, Platón pretende sus­
traer a la figura socrática. L a lección de semejante rechazo
es muy clara: si la cohorte de héroes míticos y cultuales
proporciona una reserva inagotable de imágenes (eikónes)
a quienes pretenden poder «apoderarse de la naturaleza
de un objeto gracias a la relación que le une a otro objeto,
... insertado más profundamente en el sistema de las repre­
sentaciones colectivas»,12 la presentación del filósofo por
excelencia no tiene nada que hacer en el juego de las com ­
paraciones, dado que el paradigma es incomparable y pues­
to que la filosofía no se conforma con los objetos que com ­
placen a la gente.
Decíam os que la lección era clara. En realidad, incluso
lo es demasiado. Porque, con Platón, las cosas no son ja ­
más tan sencillas y, en todos los niveles de la reflexión p la­
tónica, el recurso a la imagen depende de una estrategia
como mínimo doble. Quizá la imagen sea un recurso, a fa l­
ta de otro mejor, cuando ocupa el lugar de una narración
(diégësis) im posible— pero sabido es que, incluso dentro

" A. Rivier, Un emploi archaïque de l ’analogie, pp. 20-21, 46-48, 52-


53; véase también E. Fraenkel, Plautinisches im Plautus, Berlín, 1922,
pp. 1 71 - 1 7 4·
Citas de A. Rivier, ibid., pp. 20 ,53,50 ; a propósito de eikázó, véase
también, del mismo autor, «Remarques sur les fragments 34 et 35 de Xé-
nophane», Revue de Philologie, 30 (1956), pp. 37-61, en especial 46-48.

362
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

de la ficción de una diégesis afortunada, existe un texto de


la República que perm ite a la «imitación» romper el hilo
del «relato» a condición, eso sí, de que el valor del objeto
imitado no admita dudas— ,13 También constituye un re­
curso, todavía más inadecuado, en el Fedón, la imagen de
la imagen, a fin de sugerir la necesidad de m ediatizar por
medio del discurso la relación con el ser— a menos que, pa­
ra enunciar lo ideal, sea absolutamente im posible ahorrar­
se por las buenas el eikón — ,'4 En lo que respecta al inter­
cambio dialéctico, todo sugiere que la imagen no es en él
un recurso gratuito, y cuando, en el libro V I de la Repúbli­
ca, Adim anto se sorprende del hecho de que Sócrates re­
curra al eikón «contra su costumbre», hay aquí una astucia
platónica, que debemos tomar cum grano salis·, ¿qué lector
de Platón se atrevería a afirmar de un modo ingenuo que
Sócrates se priva siempre de la ayuda de la imagen? Tran­
quilicémonos, sin embargo: la cualidad del dialéctico, el
único dueño legítimo del paradigma y de la metáfora, será
capaz de prevenir al lector contra la insidiosa influencia
de semejante m anipulación de lo sensible.’ 5
N o debemos, pues, sorprendernos demasiado si, en la
obra de Platón, el incom parable Sócrates se ve sometido a
su vez a la ley de la comparación. Tampoco debe sorpren­
dernos que sus interlocutores, empezando por el A lcib ia­
des del Banquete, le comparen, como es el caso, a uno u
otro héroe— y ciertamente no de los menores, puesto que
entre ellos se cuentan Aquiles y Ulises, paradigmas oficia-

13 República III 396c; nos referimos a las observaciones de J. Brun-


schwig a propósito de «Diégesis et mimesis dans l’oeuvre de Platon»,
Revue des Études grecques, 37 (1974), pp. X V II-X IX .
MFedón 99d-iooa.
IS Debemos esta observación a V. Goldschmidt (Le paradigme dans
la dialectique platonicienne, Paris, 1947, pp. 10 3 -111, en especial 104,
con la referencia al pasaje de la República).

363
SÓCRATES ES UN HOMBRE

les de l a paideía — ,l6 y, encima, a ellos viene a sumarse H e ­


racles.
...De este modo nos encontramos, una vez más, con la
Fuerza de Heracles.

SÓCRATES E N T R E LOS H É R O E S

L a prioridad corresponde a Ulises, dado que, apenas unos


instantes antes de proclam ar a Sócrates incom parable—
declaración de enamorado que, por lo tanto, sólo se p ue­
de tomar en serio hasta cierto punto— , Alcibiades, de he­
cho, ha evocado al héroe homérico como modelo del
filósofo, sin mencionarlo, sin embargo, por su nombre, y
contentándose con desviar a beneficio de Sócrates un ver­
so de la Odisea. Pero el auditorio de Alcibiades y los lec­
tores de Platón conocían de sobras a Hom ero como para
saber a qué atenerse: hay algo de Ulises en el Sócrates
abismado en sus reflexiones en Potidea cuando, paradig­
ma mismo de la tenacidad del pensamiento, es caracteri­
zado como karterós anér.'7Entre la tenacidad y la métis que,
en la Odisea , son los constituyentes de Ulises, es siempre
la primera dimensión la que escoge Platón cuando evoca
al héroe homérico18— también es cierto que el polytropos

16 De la paideía tradicional, pero también filosófica— en este caso


pitagórica— : M. Detienne, Homère, Hésiode et Pythagore, pp. 37-60.
17 Banquete 22ob-d; en c 2, Alcibiades cita Odisea IV 242, pero sa­
ca el verso de contexto, a fin de que cualquier referencia a la «astucia»
de Ulises espía desaparezca. A propósito de la reducción de la ambiva­
lencia épica operada por Platón, véase Ch. P. Segal, «The myth was sa­
ved. Reflections on Homer and the Mythology of Plato’s Republic»,
Hermes, 106 (1978), pp. 315-336, en especial 323.
'8Fedón 94d y República III 3 9od citan Odisea X X 17 (donde la R e­
pública ve un paradigma de kartería, digno de mención). En esta cita, al
igual que en la que se hace en el Banquete, encontramos el verbo tláó.

364
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

Odusseús19 también es polytlas, y que el Ulises de las mil


astucias se desdobla en un Ulises sufriente, que puede dis­
putar a Heracles el título de héroe de la tenacidad— . Y
cuando, en la conclusión de la República, el relato de E r
promueve a Ulises, único entre los héroes de la epopeya, al
rango de sabio, atribuyendo a su alma la elección de una
vida filosófica, la am bivalencia homérica de la métis se ol­
vida por com pleto.10
D espués del héroe de la Odisea, también el de la lita­
da, asimismo reducido por Platón a una sola de sus dimen­
siones esenciales, a saber, la elección de la muerte gloriosa
que Sócrates reclama para sí, de modo explícito en la Apo­
logía y de modo im plícito en el Critón, a fin de justificar su
propio compromiso filosófico, en la vida y en la m uerte.21
Ante quienes le reprochan una vida que supone para él un
riesgo de muerte, Sócrates evoca a «los semidioses que pe­
recieron frente a Troya, y en particular el hijo de Tetis, que
... hacía tan poco caso del peligro». En cuanto a la sereni­
dad del Critón, depende en buena medida del sueño de
Sócrates y de la predicción de aquella mujer vestida de
blanco que le anuncia su próxim a llegada a la fértil Ftía;
pero esta vez, la distorsión de Hom ero es de prim era m ag­
nitud: en la litada, la evocación de Ftía hacía cristalizar en
Aquiles la contradicción que, en su corazón de héroe, po­

19 Véase P. Pucci, Odysseus Polutropos. Intertextual Readings in the


Odyssey and the Iliad, Ithaca y Londres (Cornell Univ. Press), 1987.
10 República X 620c. Es de señalar que el alma de Ulises elige «la
vía de un particular ajeno a los negocios» (precisamente aquello con lo
que, en el Gorgias, la multitud identifica al filósofo), puesto que re­
cuerda sus pruebas (pónón) pasadas: el polytlas se ha impuesto al po-
lytropos, y la sabiduría reemplaza a la métis.
21A propósito de Apología 28a-d y Critón 44a-b, véase N. A. Green­
berg, «Socrate’s Choice in the Crito», Harvard Studies in Classical Phi­
lology, 70 (1965), pp. 45-82, así como Ch. P. Segal, «The Myth was sa­
ved», pp. 320-321.

365
SÓCRATES ES UN HOMBRE

nía frente a frente dos ideales de vida, dos ideales de


muerte— la vida demasiado breve en Troya y la gloria im ­
perecedera (kléos áphthiton) de una hermosa muerte, o
bien el retorno demasiado humano a la tierra patria y la v i­
da larga, pero oscura para siempre, en esta tierra fértil, que,
sin embargo, lleva un nombre emblemático de la muerte
(.Phthië)·,11 reconciliándose con la etimología, Sócrates apli­
ca el nombre de Ftía a su destino de muerte y, en la p re­
dicción de su sueño, comprende el anuncio de un último
viaje hacia el país de los muertos, lugar fecundo de una v i­
da auténtica.

Infinitamente más autónomo que Ulises y que Aquiles—


arraigados ambos en el texto homérico,23 y a los que Platón
no tiene dificultad alguna en reducir a una sola dimen­
sión— , así es como aparece el héroe Heracles en este im a­
ginario cívico que constituye el horizonte de los diálogos
platónicos. Puesto que no está vinculado a un solo texto ni
instalado de modo definitivo en una sola ciudad, H e ra ­
cles, «dios-héroe» del mito y del culto, presta su figura p a­
radigmática a todas las reelaboraciones, desde la escena trá­
gica a la comedia, desde las palestras al taller cerámico, de
la poesía pindárica a la filosofía.24
Si, en realidad, desde una fecha muy lejana, una rica y
compleja historia se vincula al héroe, Platón, a su modo,
sabe tenerla en cuenta y en los diálogos aparece más de un
Heracles. Está, ciertamente, el de las genealogías, el Hera-

22 A propósito del nombre de la Pitia y la paradoja de la condición


heroica en Iliada IX 363 (verso alterado por Platón) y X IX 328-330, véa­
se Nagy 1979: 184-185.
23 Véase, por ejemplo, Gorgias 52éd 1 (hós phësin Odysseus ho Ho-
méroú).
24 Acerca de las grandes líneas de esta historia, Galinski 19 72: 9-
100 (Heracles en la literatura, de Homero a la comedia).

366
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

cíes antepasado que los géné aristocráticos pretenden apro­


piarse, en un intento del que, al igual que el filósofo del
Teeteto, Platón se burla, porque a sus ojos tiene que ver
simplemente con el «rum or» de la ciudad.25 Existe, ya in-
telectualizado, el H eracles cuyo elogio los «sofistas de
cualidad», en particular Pródico, se han esforzado en ha­
cer; el Heracles que para Calicles encarna la fuerza de la
naturaleza, el héroe sofístico que el Teeteto convierte en
representante de los dialécticos incansables:26 bajo tantas
formas diversas, y prácticamente contradictorias entre sí,
este H eracles sofístico tiene su lugar en la «tribu de los hé­
roes», identificada irónicamente en el Crátilo con una «ra­
za de rétores y sofistas».27
Un Heracles ancestral y conformista, un H eracles so­
fista; un guerrero valeroso y un rétor. Sin necesidad de re­
ducir la com plejidad m ultiform e del héroe a estos dos úni­
cos avatares, se puede observar que en tiempos de Sócrates
ambas figuras están muy bien constituidas y entran en con­
currencia, hasta el punto que, en la célebre parábasis de
las Nubes, el héroe es reivindicado como modelo tanto por
la educación antigua como por la que se pretende innova-

Zí En Heródoto, Heracles es el padre de numerosas genealogías


reales: la de los reyes de Lidia hasta Candaules (I y), la de los reyes es­
citas (IV 8-10) y, por supuesto, la de los reyes de Esparta (VII 204), a la
que Platón alude en el i er Alcibiades (120e) y en las Leyes (III 68 jd) co­
mo si fuese un topos bien establecido, cosa que no significa necesaria­
mente que acepte la tradición como autorizada. Pero la crítica platóni­
ca ataca de un modo expreso las pretensiones genealógicas de los géné
aristocráticos en las ciudades: véase Teeteto 175a 6-7 y Lisis 205c-d
(donde el antepasado es Heracles). Hemos tomado la noción de «ru­
mor» de la ciudad de M. Detienne, L'invention de la mythologie, París,
1981, pp. 155-189.
26 Banquete 177b 2-3; Gorgias 484b; Teeteto 169b.
27 Crátilo 398d-e, con el comentario de V. Goldschmidt, Essai sur le
Cratyle, pp. 113-114.

367
SÓCRATES ES UN HOMBRE

dora.18 En realidad, parece que su plasticidad esencial ha­


bilita al héroe de la fuerza para encontrarse simultánea­
mente en uno y otro bando en ocasión de un certamen in ­
telectual, aliado de ambas facciones rivales: lo atestigua el
tratamiento que todavía le inflige Aristófanes cuando, re­
flexionando a propósito de su arte, el poeta cómico recha­
za «los Heracles pasteleros y hambrientos» de sus prede­
cesores, pero identifica el vigor que él mismo despliega en
su lucha por la poesía verdadera con «el ardor de H era­
cles».29 D el mismo modo (pero, posiblemente, haya que
rastrear aquí una suerte de recuerdo de Aristófanes), H e ­
racles tiene su lugar en ambos bandos en la m etaforización
platónica de los combates del pensamiento: sofista encar­
nizado en el Teeteto— y, desde este punto de vista, adver­
sario de Sócrates— , supone, por otra parte, un soporte de
identificación para Sócrates cuando se enfrenta a los dos
sofistas del Eutidemo.3°
Sócrates, Heracles: puesto que finalmente se ha p ro ­
ducido en la obra de Platón el encuentro entre el sabio y el
héroe, hay que centrarse en esta conjunción, en busca de
lo que acaece a Sócrates com parado con H eracles— y, qui­
zá, de un modo inverso, de lo que le ocurre a Heracles por
haber ayudado a concebir a Sócrates.

18 Aristófanes, Nubes 1044-1054; acerca de la inversión operada


por el Discurso Injusto a propósito de Heracles y de los baños calientes,
véase supra, pp. 133-134.
29 Cf. la parábasís de la Paz (sobre todo 741-760), donde Aristófa­
nes retoma casi textualmente el elogio que él mismo hace de su arte poé­
tico en laparábasis de las Avispas (en especial 1031-1043).
30 Teeteto 169b; Eutidemo 297^2.986.

368
SÓ C RA TES BAJO LA PIE L D EL L E Ó N

Fiel a las lecciones de Pródico, el Sócrates de Jenofonte


convertía a Heracles en paradigma de la inmortalidad con­
quistada en las pruebas del alma.31 M ás que disertar acer­
ca del hijo de Zeus, el Sócrates platónico prefiere asociar­
se a él estrechamente, tanto en su compromiso filosófico
como en sus combates dialécticos.
Antes de llegar a lo esencial y distinguir, como es p re­
ciso, las referencias explícitas al héroe de las alusiones,
evidentes a veces, que se le dedican, vamos a detenernos
un instante en este hábito banal que supone para Sócrates
y sus interlocutores jurar por H eracles. N o es que preten­
damos de momento situar estas interjecciones en la rica
gama de juramentos de la que disponen los protagonistas
platónicos, que sirve para reflejar el panteón cotidiano del
filósofo; acerca de este arte de jurar, todavía queda por ha­
cer una investigación sistemática que, llevada a cabo de un
modo exhaustivo, sin duda alguna iluminaría vivamente los
procedimientos del diálogo: pero semejante tarea está aquí,
evidentemente, fuera de lugar. Sin embargo, para quien se
interese por el H eracles socrático, no resulta indiferente el
hecho de que, por la vía familiar, burlona, por no decir
aristofánica3* de las interjecciones, el héroe se encuentre
en múltiples ocasiones vinculado a las peripecias del diá­
logo: su nombre marca los instantes en los que se imita la
admiración horrorizada, el estupor cómico, la sorpresa os­
tensible. Es preciso añadir— cosa que tampoco carece de

31 Jenofonte, Banquete 8, 28-29, que podemos comparar con Memo­


rables II i, 20-34 (apólogo de Pródico).
32 Véase, por ejemplo, Nubes 184 (Estrepsíades al ver a los discípu­
los : «¡Por Heracles! ¿Qué bestias son ésas?») y Ranas 298 (Jantias muer­
to de pánico al ver un monstruo infernal: «Estamos perdidos. ¡Ay! ¡H e­
racles soberano!»).

369
SÓCRATES ES UN HOM BRE

consecuencias— que en Platon, al igual que en A ristófa­


nes, la interjección por Heracles se form ula en vocativo
(Hëràkleis ), como si fuera para incitar al héroe a interve­
nir personalmente. « ¡A mí H eracles!»: más que un ju ra­
mento (del tipo nS ton Día, nS ton kyna), importa entender
aquí más bien una interpelación, algo así como un grito de
ayuda. « ¡A mí, H eracles!»: juramento de sofista, juram en­
to socrático, en este sentido el héroe salvador aparece una
vez más en los dos bandos en liza; porque se trata con fre ­
cuencia del momento en el cual, ya sea Sócrates, ya sean
los sofistas, uno de los dos antagonistas acosa peligrosa­
mente al otro, cuando el interlocutor llama a H eracles en
su ayuda: de este modo, menos anodino de lo que al prin ­
cipio parece, la apuesta dialéctica resulta irónicamente su­
brayada.33
Más importante— lo que no significa forzosamente más
seria— resulta la presencia m etafórica del héroe belicoso
detrás de Sócrates. Pongamos por caso, en la Apología, la
justificación del relato de la larga búsqueda socrática para
convertir en irrefutable la respuesta del oráculo de D elfos:
en esta epídeixis de un vagabundeo que se parece a la rea­
lización de los sucesivos trabajos, más de un lector ha creí­
do adivinar una alusión a los pónoi de H eracles,34 evocado
de este modo, tácitamente, bajo su form a más tradicional:

“ Juramento de Hipias (Hipias mayor 2c>od 10), de Trasímaco (R e-


pública 1 337a 4), de Sócrates (Eutifrón 4a 11; Cármides i$4d 7; Lisis 208e 2;
cf. Jenofonte, Banquete IV 53); véase también Banquete 213b 8 (Heracles
invocado por Alcibiades al ver a Sócrates) y Menón 91c 3 (Heracles in­
vocado por Ánito contra los sofistas y Sócrates); particularmente inte­
resante resulta Eutidemo 303a 6 (que es preciso poner en relación con
297b-d).

,4 Apología 22a 6-8; alusión a Heracles: véase, por ejemplo, R. Hoi-


stad, Cynic Hero and Cynic King. Studies in the Cynic Conception o f
Man, Upsala, 1948, p. 34 y Galinski 19 72: 78, n. 36, asi como la nota de
L. Robin ad loc. (Bibliothèque de la Pléiade).

370
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

la del héroe de la resistencia. Pero quizá lo esencial estribe


precisamente en el hecho de que Heracles no sea siquiera
nom brado, una manera de sustraer la fuerza socrática a
cualquier comparación, aunque fuera halagadora. Tal es,
por lo menos, el desarrollo del Banquete, donde la resis­
tencia de Sócrates a la fatiga es exaltada profusam ente, sin
que sea preciso sin em bargo buscar su modelo en un gesto
ya constituido. M uy al contrario, ello tiene que ver con la
conversión de Sócrates en paradigm a autónomo del bíos
philosophikós. También, como encarnación del pónos, el fi­
lósofo entra de hecho en competición con el héroe, cosa
que, en última instancia, tiene como resultado expulsar por
las buenas a este último del discurso acerca de la resisten­
cia: si se lee la vida de Diógenes, parecerá que la operación
ha tenido un éxito duradero, puesto que, acostumbrado a
caminar descalzo sobre la nieve, el filósofo cínico convier­
te en costumbre aquello que, en el ámbito de una campaña
militar, había caracterizado a Sócrates en Potidea.35
No obstante, cuando en el Crátilo, Sócrates afirma «ha­
ber revestido la piel de león», la referencia a Heracles re­
sulta obvia; conviene, sin embargo, añadir que está mati­
zada y como distanciada por el humor:

Su scitas ah ora, co m p añ ero , una su erte de p ala b ras p oco


ord in arias. C o n to d o, p u esto que yo he revestid o la p ie l de
leó n , ya no se trata d e ech arse atrás, sino q u e es p re ciso , al
p arecer, exam in ar... [to d o s] estos [...] h erm o sos no m bres
de los que m e h a b la s.36

33 Banquete 219e 8 (pónois). Ulises, otro héroe de la resistencia, se­


rá evocado de manera alusiva pero clara en 220c 2, en un excurso con­
sagrado, bien es cierto, no ya a la resistencia física, sino a la del pensa­
miento. Diógenes: Diógenes Laercio, V I 34.
36 Crátilo 411a 6-b i.

371
SÓCRATES ES UN HOM BRE

Sócrates replica a Herm ógenes, que acaba de reclam ar la


etimología de los distintos nombres de la areté, como si su
interlocutor, bautizado para la ocasión con el título hom é­
rico de hetaíros, le invitase a hacer frente a algún linaje de
monstruos temibles. D e todos modos, el emblema del v a­
lor no es suficiente para convertir en valeroso y, al incitar­
se a sí mismo a no desmentir las promesas del vestido que
se ha puesto, Sócrates piensa, sin lugar a dudas, en las des­
dichas del asno esópico o del Dioniso aristofánico, revesti­
dos con la piel de león, pero inmediatamente desenm asca­
rados por su cobardía, lamentables caricaturas del mítico
matador de m onstruos.37 No obstante, el distanciamiento
cómico habrá protegido durante un instante a Sócrates de
la creciente irritación de un lector apresurado por llegar al
corazón del asunto, subrayando a la vez la importancia del
envite filosófico consistente en tratar de los nombres de la
areté.
Si las trampas de la dialéctica se convierten en amena­
zadoras·—es el caso del Eutidemo, el Fedón y el Teeteto— ,38
Sócrates tiene ahora una gran necesidad de que Heracles
en persona acuda en su auxilio, y la comparación se hace
explícita, cosa que no excluye, sin embargo, el recurso, en

37 L. Robin (ad loe., C. U. F.) cita la fábula de Esopo (279) en la que el


asno, vestido con una piel de león, aterroriza a pastores y rebaños hasta
que, cuando el viento le arranca la piel, todo el mundo le golpea con
bastones y una maza (el otro emblema de Heracles, dirigido contra el
impostor). Disfrazado de Heracles, el Dioniso de las Ranas pone de ma­
nifiesto en seguida su cobardía (45-47, 495-500). Posteridad cínica de
este tema: debemos recordar a Diógenes diciendo a alguien que se va­
nagloriaba de la piel de león con la que se cubría: «Deja de deshonrar la
vestidura del coraje» (o del valor: areté; Diógenes Laercio, V I 45). El
uso serio-cómico del vocabulario del valor es constante en el Crátilo a
partir de 411a: véase 4 11b , 415a, 421c 1, 426b, 44od (skopeisthaiandretós,
expresión que sugiere que skopeín es la actividad valerosa misma).
,s Eutidemo 297b 7-d 2; Fedón 89c 4-7; Teeteto 169b i-c 2.

372
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

un tono distinto, a toda una estrategia del distanciamiento.


Sus procedim ientos son variados. En algunos casos,
Sócrates se compara a sí mismo con H eracles, como en el
Eutidemo, pero con un Heracles muy inferior a su tarea—
un Heracles en dificultades frente a dos adversarios y a
quien le haría mucha falta un Yolao— . En otras ocasiones,
y éste es el caso del Fedón, donde hay de nuevo un adver­
sario de más (Simias y Cebes son dos, como lo eran E u ti­
demo y Dionisodoro), Sócrates finge hacer el papel de Y o­
lao, y Fedón le devolverá el cumplido, contentándose con
desempeñar un papel de comparsa, a fin de identificar mejor
al filósofo con el héroe fuerte.39 Otras veces, en un con­
texto de guerra y de palestra mezcladas, en el que el héroe-
atleta ocupa perfectam ente su lugar, Sócrates, apoderán­
dose de una comparación form ulada por su interlocutor,
se presenta como el impenitente adversario de los «H e­
racles y Teseos», «poderosos (karteroí ) en el ejercicio del
discurso», que le han derribado en más de una ocasión.
Sin embargo— este último ejemplo lo demuestra a con­
trario — , en todos estos variados procedim ientos se puede
entrever siempre la identificación del filósofo con el héroe;
y en las declaraciones enfáticas acerca de la «debilidad»
de Sócrates, es preciso saber percibir, en una inversión
que el Sócrates sofístico de las Nubes no habría desdeña­
do, su superioridad sobre el fuerte Heracles. En verdad, al
conceder a Teodoro la responsabilidad de la comparación
«atlética», al dejar a Fedón el cuidado de designar al au­
téntico H eracles, al atribuir a Sócrates en el Eutidemo la
convicción falsamente humilde de su inferioridad incon­

39 Enfrentándose a la vez a la hidra de Lerna y a un cangrejo mons­


truoso enviado por Hera como refuerzo, Heracles no puede vencer más
que con la ayuda de Yolao; Sócrates se ve forzado a prescindir de ello
(cosa que, en el Eutidemo, le da su fuerza), o bien a auxiliar a su Yolao-
Fedón.

3 73
SÓCRATES ES UN HOM BRE

mensurable con respecto al héroe, Platón intenta confun­


dir las pistas, si bien ello no basta para extraviar a un lec­
tor atento: en el Eutidemo o el Fedón, Sócrates es H era­
cles— y es por este motivo por lo que puede designar a
Ctesipo como «mi propio Yolao», o bien hacer que Fedón
implore su auxilio, invirtiendo así la lógica del mito en el
que Heracles tenía mucha necesidad de la ayuda de Y o ­
lao— ;4° y en el Teeteto, donde el filósofo no es más que el
antagonista más resistente del héroe— o de sus émulos,
«los Heracles», dado que, m ultiplicado de esta manera,
Heracles se encuentra como privado de su singularidad
por este plural— , gana con ello una fuerza que nadie sa­
bría discutirle: más fuerte (iskhyróteros )41 que todos los
adversarios míticos de Heracles, sus modelos, pero al m is­
mo tiempo, y de modo muy especial, fuerte precisamente
por haberse enfrentado sin tregua a los representantes o fi­
ciales de la kartería dialéctica: tal es Sócrates, porque nun­
ca ha abandonado su puesto.
Corresponde al lector de Platón escoger— cada uno a
su gusto— hasta dónde desea interpretar estas com para­
ciones: atrapado en el juego del retrato filosófico, se con­
tentará con ver en Sócrates a un H eracles; si es hábil en
descifrar los designios de la estrategia platónica, sabrá
comprender que la dialéctica de un Sócrates, más podero­
sa que la Bië hërakleië de los relatos míticos, es la fuerza
misma que se confunde con el valor que corresponde a un
filosofar sin concesiones.41 Pero en ambos casos conviene

40 Eutidemo i g j á 1: ho d ’emàs Ioleós; en el Fedón (89c 6-7), el epó-


nimo del diálogo se compara con Yolao, pero identifica a Sócrates con
Heracles.
41 Teeteto 169b 6; acerca del papel clasificatorio y del empleo pla­
tónico de los adjetivos en -ikós al servicio de «una especie de humor dia­
léctico», véase P. Chantraine, Etudes sur le vocabulaire grec, París, 1956,
pp. 13 2 -14 2 ,14 7 (iskhyrikós), 151-152.
42 Virtud eminentemente hoplítica (Laques 193a), la kartería es típi-

374
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

no olvidar que, en el pensamiento filosófico de los griegos,


la historia de un Sócrates heroico y la de un H eracles so­
crático no hace más que empezar con Platón. N o nos va­
mos a arriesgar a relatar esta larga historia, puesto que nos
llevaría hasta el estoicismo, y más lejos aún. Tan sólo desea­
mos, a fin de conferir todo su valor al uso platónico del pa­
radigma, situarlo a la vera de esta historia que inaugura y
que, sin embargo, no podrá proseguir más que al precio de
un desplazamiento o de un repliegue hacia representacio­
nes más tradicionales en las que nadie, ni siquiera Sócra­
tes, sería capaz de triunfar sobre Heracles.

H ERA C LES SOCRÁTICO

D ado que, en Platón, Sócrates tomaba de H eracles su


fuerza para desviarla de las proezas del cuerpo hacia las
del pensamiento, el héroe resultaba en contrapartida inte-
lectualizado como en raras ocasiones lo ha sido en su ca­
rrera, tan larga sin embargo, de figura paradigm ática.43 La
continuación de la historia nos hace volver a un terreno
más conocido, probablem ente porque es preciso imputar
este repliegue hacia la tradición bien a una elección filo ­

ca de Sócrates tanto en los cómicos como en Jenofonte (véase Amipsias,


Conos, fr. 9 [karterikósl, así como Jenofonte, Memorables I 2 ,1, [karte-
rikótatos]·, acerca de karterikós, cf. P. Chantraine, op. cit., p. 147); Pla­
tón la desplaza hacia el lado del pensamiento, y la fuerza del alma se
convierte en virtud del dialéctico: Laques 194a 2; Teeteto i57d 4. Como
nombre de la fuerza, iskhys desempeña igualmente un papel importante
en la estrategia del diálogo: véase, por ejemplo, Sofista 241c 9 (iskhyros
lógos)·, recordemos que Sócrates es iskhyrós (Hipias mayor 303b 2).
43 Como hace tiempo me hizo notar Giulia Sissa, en Heracles existe
virtualmente una dimensión intelectual, representada desde antiguo por
el tema del robo del trípode délfico, cuando Heracles se enfrenta con
Apolo.

375
SÓCRATES ES UN HOMBRE

sófica, o bien a la lógica característica del héroe, que lo


identifica ante todo con su resistencia (la del cuerpo, des­
de luego, pero también la del alma). Menos hábiles que
Platón en el juego de la distorsión, o quizá simplemente
más socráticos que él,44 los cínicos, tanto en Heracles co­
mo en el mismo Sócrates, parecen preferir la fuerza moral
al poder dialéctico. D e modo que, en su reflexión, ya no
queda ningún vestigio de cualquier rivalidad entre el sabio
y el héroe: como modelos del filósofo, Sócrates y Heracles
coexisten sin ninguna tensión, caracterizados ambos esen­
cialmente por la resistencia de la areté.
Ya lo atestigua un Antístenes, quien, definiéndose, a la
par que el Sócrates del Teeteto, como un «luchador»,45 p o ­
ne la «fuerza socrática» (sókratike iskhys) al servicio de la
autarquía de la virtud.46 Asimismo, hemos de adivinar a
Sócrates y su muerte serena en la identificación del «m orir
feliz» con la suprema felicidad de la humanidad.47 Sin em­
bargo, aunque sea socrática, esta fuerza no deja de perte­
necer a Heracles, héroe muy querido por Antístenes, quien
le consagró por lo menos un libro.48 En cuanto a Diógenes,

44 En su reflexión en torno a Heracles, los estoicos también se m os­


trarán más socráticos que platónicos: V. Goldschmidt, Le système stoï­
cien et l’idée de temps, Paris, 1953, p. 152.
45 Diógenes Laercio, V I 4 (palaistikôs eimi, que debemos comparar
con Teeteto 169b 4).
46 Diógenes Laercio, V I ii, con el comentario de Daraki 19 8 2 :16 7 .
47 Diógenes Laercio, V I 5; recordemos que, en el Fedón, Antístenes
se cuenta entre los amigos presentes al lado de Sócrates.
48 Diógenes Laercio, V I 16 y 18; acerca de la interpretación, moral o
alegórica, de este Heracles, no voy a entrar en la polémica entre R. Hoi-
stad («Was Antisthenes an Allegorist?», Eranos, 49 [19 51], pp. 16-30) y
J. Tate («Antisthenes was not an Allegorist», Eranos, 51 [1953], pp. 14-22,
sobre todo 15-18). Encarnación de la resistencia, Ulises es, con H era­
cles, uno de los grandes héroes del cinismo (antes de serlo del estoicis­
mo): véase R. Hoistad, Cynic Hero and Cynic King, pp. 97-100; W. B.
Stanford, The Ulysses Theme, Oxford, 1954, pp. 96-98 (Antístenes) y 121-

3 76
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

si bien en alguna de sus prácticas se complace, como ya he­


mos visto, en imitar a Sócrates, lleva a cabo (si es que de­
bemos creerle) «el género de vida que había caracterizado
a Heracles cuando ponía la libertad por encima de todo».49
De este modo, en el pensamiento cínico, tiene lugar un in­
tercambio muy bien regulado entre el filósofo heroico y
el héroe filosófico. De Sócrates a Heracles y de Heracles a
Sócrates: si, al recorrer cada día el camino que conduce
desde el Pireo a Atenas para ir a escuchar a Sócrates, An-
tístenes conquistó la resistencia {to karterikón), según Dio-
genes Laercio, fue semejante experiencia socrática la que
le condujo de modo natural a escribir un Heracles; y, con la
misma naturalidad, la lección de este Heracles es socrática,
puesto que el bien supremo consiste en vivir de acuerdo
con la virtud, y esta virtud puede ser enseñada.50
En la historia de los paradigmas del filósofo, no iremos
más lejos de este Heracles socratizado. Porque semejante
figura— una manera cínica de expresar la «fuerza» de Só­
crates— constituye una especie de emblema de las profun­
das mutaciones operadas durante el siglo iv en el universo
mental de los griegos. Heracles, es verdad, era filósofo an­
tes de que Sócrates interviniera en ello: sabido es que fue
pitagórico,51 incluso antes de que Pródico lo situara en la

122 (los estoicos), así como L. Paquet, Les cyniques grecs, Ottawa, 1975,
p. 19. A propósito del Heracles cínico, véase también D. R. Dudley, A
History o f Cynicism, Londres, 19 37 (reimpr. Hildesheim, 1967), pp. 13
y 43·
49 Diogenes imitando a Sócrates: véase también D. R. Dudley, op.
cit., p. 27; Diógenes y Heracles: Diógenes Laercio, V I 71, así como VI
40 (Diógenes jurando por Heracles).
50 Diógenes Laercio, V I 2 y 104-105; R. Hóistad (Cynic Hero and
Cynic King, pp. 3 6 y 42) tiene razón al poner en relación la iskhys sôkra-
tiké (Diógenes Laercio, V I 11) y la Fuerza de Heracles (Diógenes Laer­
cio, V I 16 y 18).
51 Véase Detienne i960: 19-53.

377
SÓCRATES ES UN HOM BRE

encrucijada del Vicio y la Virtud, confiriéndole de modo


duradero su nueva dimensión, a partir de entonces ética,
de héroe del esfuerzo escogido libremente.51 Pero, dado
que era el modelo de andreía — esta virilidad que otorga su
nombre propio al valor— , todavía le quedaba por sufrir el
efecto de un acontecimiento ideológico capital: me refiero
a la substitución del ciudadano por el filósofo como p ara­
digma del hombre perfecto. Operación de pensamiento
en la que Platón ha trabajado sin tregua,53 pero cuyas con­
secuencias, en lo que concierne a Heracles, correspondía
extraer a otros: fueron los cínicos quienes, de hecho, con­
virtieron al hijo de Zeus en un filósofo socrático.
En el curso de toda esta historia, el héroe del sufri­
miento ha perdido mucho, sin duda, de su ambivalencia
constitutiva.54 Con los cínicos se acaba definitivamente el
héroe bebedor, bulímico y mujeriego que hacía las delicias
de la Comedia Antigua,55 y la fuerza del brazo de Heracles
pierde importancia frente a la de su alma. Acaba así tam ­
bién la debilidad esencial del héroe fuerte que, desde H o ­
mero hasta los trágicos, gemía y lloraba, víctima de un des­
tino demasiado implacable: a partir de ahora, Heracles
sufre pero resiste, y al igual que el Sócrates del Fedón, ya
no conoce el placer amargo de las lágrimas.

Este recorrido podría acabarse aquí, si se tratara tan sólo


de Sócrates y Heracles. Pero no debemos olvidar in extremis

51 Véase Galinski 1972: 101-103.


53 A propósito de las modalidades de esta operación en el Fedón,
véase supra, pp. 328-342.
54 Desde este punto de vista, experimenta, entre los siglos v y iv,
una evolución paralela a la de la noción de pónos, que tan estrecha rela­
ción guarda con él.
” Como observa con razón R. Hoistad, Cynic Hero and Cynic King,
Ρ· 53-

378
SÓCRATES, PLATÓN, HERACLES

a Platón. En este campo, es cierto, semejante olvido pare­


ce la regla, y, como si fuera preciso evitar cualquier me­
diación entre Pródico y los cínicos, los historiadores del
Heracles filósofo se apresuran en general a negar a Platón
cualquier papel en la reelaboración de esta figura heroi-
ca.5fi
Al proceder así, existe el riesgo de infravalorar el tra­
bajo de las influencias recíprocas—más allá de las rivali­
dades— e incluso de las oposiciones que, en torno al nom­
bre de Sócrates, enfrentan a las escuelas filosóficas entre
sí. Pero aquí no nos hemos esforzado, sin embargo, en
subvertir semejante perspectiva; de un m odo mucho más
simple, hemos intentado hacer justicia a lo que se juega
entre Sócrates y Heracles en la obra de Platón, que no es
otra cosa que una puesta en escena paradigm ática de los
vericuetos y las grandezas de la dialéctica. El hecho de que,
de un diálogo al otro, esta puesta en escena repita la vic­
toria del dialéctico sobre su modelo heroico, constituye,
sin duda alguna, la originalidad del filósofo Platón. Pero
también se puede percibir en ello una marca de fábrica de­
masiado fuerte, que limita por siempre jamás en las fron­
teras del diálogo este juego entre el sabio y el héroe, con­
cebido de acuerdo con el modelo, tan platónico, de la
rivalidad. De hecho, los cínicos volverán a dar la iniciativa
a Heracles, un Heracles socrático, desde luego, pero su­
friente tan sólo, puesto que ya ha dejado de ser intelectua-
lizado.
¿Significa esto afirmar que, en la historia filosófica de
Heracles, la aportación de Platón tiene que ser considera­
da insignificante a la fuerza? No vamos a apresurarnos a
hacer semejante afirmación, incluso si es cierto que el hé­
roe ya no volverá a revestir de modo duradero la figura del

,6 Véase, por ejemplo, R. Hôistad, op. cit., pp. 33 y 48 y, de una ma­


nera más matizada, Galinski 1972: 10 1-10 7.

379
SÓCRATES ES UN HOMBRE

dialéctico. Pues la métis platónica es capaz de actuar a ni­


veles diversos y existe un Platón del que sí se puede su po ­
ner razonablemente que ha trabajado, si no en la reelabo­
ración de un modelo filosófico de Heracles, por lo menos
en la constitución de un pensamiento en torno al heroísmo
irrevocablemente liberado de cualquier problemática de
la ambigüedad: no es el Platón del Teeteto al que hay que
evocar en este caso, sino el de la República ; aquel que, por
boca de Sócrates, condena al gimiente Aquiles de Homero
y exige que tan sólo se retengan de los grandes hombres
los actos de kartería ? 7 aquel que invita al sabio a no imitar
a un héroe «si le ve vacilar bajo el peso de la enfermedad,
el amor, la embriaguez o cualquier otra desgracia».58 Al
leer semejantes declaraciones, ¿quién podría negar que,
aunque sea de modo indirecto, Platón ha contribuido a fi­
jar los rasgos de un Heracles asceta?
El hecho de que este Platón edificante haya sido más
escuchado que el Platón dialéctico constituye otra historia,
que se confunde con la historia de la filosofía. También es
verdad que la hora del pensamiento por comparación h a­
bía pasado ya, desde luego, y que, como paradigma, H era­
cles requería más la imitación que la metáfora.
Así, desdoblando aquello que el pensamiento platóni­
co había unido, una astucia de la historia desplazó el p a­
radigma heroico del filósofo desde la dialéctica hacia la
teoría de la acción.59

57 República III 388a-b y 3í>od.


58República I I I 39 éd. Es grande la tentación de poner el nombre de
Heracles bajo esta descripción de un héroe que reúne en sí mismo la
«enfermedad» y el amor, evocados en las Traquinias, la embriaguez, co­
mo en la Alcestis, y la «desdicha» que en la tradición abate en más de una
ocasión al hijo de Zeus.
59 Primera publicación de este texto en Histoire et structure, À Ια
mémoire de Victor Goldschmidt. Etudes réunies par Jacques Brunschwig,
Claude Imbert et Alain Roger, Paris (Vrin), 1985, pp. 93-105. Quiero agra-

380
SÓCRATES, PLA TÓ N ,H E R A C LE S

D e este modo, sobre todo, el vínculo de Heracles con la


feminidad tendió a desatarse en el discurso filosófico, en
tanto que la influencia de éste iba creciendo sin pausa. Sin
duda alguna, los poetas todavía evocarán de buen grado a
Heracles travestido en casa de Onfale—pero, en cualquier
caso, en su transparencia, el tema del intercambio de ves­
tidos ya no implicaba, en realidad, que el destino del hé­
roe comportase por sí mismo momentos en femenino.
Heracles es un héroe viril, Sócrates es un aner. Bajo el
signo de la división (diairesis), la filosofía separa de mane­
ra radical los géneros: para las mujeres, lo femenino, para
el hombre, la virilidad— este super-ego en masculino que
los griegos denominan andreía.

decer a los editores de este volumen de homenaje el hecho de que me


hayan autorizado generosamente a recuperar este texto, en el que he in­
troducido algunas modificaciones de carácter menor.

381
CUARTA PARTE

¿QUÉ MUJER?
¿J_ íO femenino para las mujeres, y para los hombres la vi­
rilidad? El gesto platónico de división resulta demasiado
ostentoso para ser, en última instancia, significativo, y, si
Platón fuese nuestro tema, quedaría por estudiar la estra­
tegia retorcida por medio de la cual la lengua de los diálo­
gos vuelve a apropiarse— a mayor beneficio del filósofo
genérico— de la feminidad que el pensamiento fingía ha­
ber restituido (¡con cuánta condescendencia!) a las muje­
res. Pero a partir de este momento las cosas suceden en un
registro muy distinto del de las representaciones explíci­
tas y vamos a abandonar a su destino la figura del filósofo.
Porque ya es hora de preguntarse acerca de lo que su­
cede con lo femenino en el bando de las mujeres. O más
bien, qué queda, para las mujeres, de lo femenino.
Queda, desde luego, negatividad para aterrorizar, p e ­
ro también para seducir y fascinar. Es terrorífica la pul­
sión— eminentemente femenina— de desear el poder, atri­
buto indiscutible de los hombres: Hera o Clitemnestra se
alzan, temibles. Pero el imaginario dispone de muchos re­
cursos y esta pulsión es atribuida a las mujeres en la misma
medida en que son siempre devueltas a su lugar, porque
han perdido ya el poder. Por lo tanto, sería preciso com­
prender que lo característico de lo femenino estriba en de­
sear algo que, sin discusión, corresponde a los hombres. E s­
ta es una manera, para el varón griego, de olvidar— o bien
de justificar silenciosamente— todo cuanto se ha apropia­
do de la «naturaleza» de las mujeres pensando en la parte
viril del otro sexo de acuerdo con el modo de la usurpa­
ción.
Existe además, sin embargo, lo femenino en sí de las

385
¿QUÉ M U JER ?

mujeres. Pero el hombre se ha apoderado de lo «natural»:


quedan tan sólo el artificio y la fascinación— es el caso de
Atenea, la diosa de cuerpo im probable—·, y queda la se­
ducción, este hermoso desastre encarnado por la fascinan­
te Helena.

386
X

Y SE R EC H A Z A R Á A LA S M A D R ES

rL n esta p legaria h on ro p rim ero, entre to d os los dioses, a la


p rim e ra a d ivin a, G e a (T ie rra ); tras ella, a T em is, que fu e
la segu n d a en o c u p a r la sede p ro fé tic a d e su m ad re, según
un antiguo relato. E n tercer lu gar— Tem is estaba conform e,
nad ie la o b lig ó — ·, o tra titán id e, h ija d e T ie rra , la estuvo
o cu p an d o: F e b e , que la entregó a F e b o com o regalo, cu an ­
do n ació: F e b o , cuyo n o m b re d eriva de F e b e . D e ja n d o el
lago y la ro ca de D é lo s, a rrib ó a las costas de P a la s, fa m i­
liares a los navegan tes, a fin de lleg a r a este p aís y a su sede
d el m onte P arn aso . L o s h ijos d e H e fe sto lo acom pañ aro n
con ven eració n solem ne, constru yeron el cam ino y cu ltiva­
ron p ara él u n a tierra h asta entonces in cu lta. C u a n d o h u ­
b o lleg a d o , le trib u ta ro n solem n es h o n o res el p u e b lo y su
so b eran o D e lfo s, q u e regía este p aís, en tanto q ue Z eu s,
tras h a b erlo d o tad o con m ente in sp ira d a p o r el arte p rofé-
tico, lo sentó en esta sede com o ad ivin o en cu arto lu gar; y
L o x ia s es aq u í el p ro fe ta de Z e u s, su p ad re. A estos dioses
in v o co , p u es, al com ienzo de m i p legaria.

e sq u ilo , Euménides 1-20

Para abrir el tercer tiempo de la Orestíada, Esquilo cede la


palabra a la Pitia. No cabe duda de que es una palabra de­
rivada la que sale de esta boca femenina. A decir verdad,
la Pitia no conoce otra: sirvienta del dios oracular, la pro­
fetisa no tiene otro lógos que el de Apolo, verbo profético
que, a fin de enunciarse, debe recorrer su cuerpo de vir­
gen.' Aquello que, en nombre de Apolo, se enuncia por
medio de la voz de la Pitia, este «instrumento m usical» del

Sissa 1987.

387
¿QUÉ M UJER?

dios, no es otra cosa que un saludo en forma de relato. Sa­


ludo a los antiguos poderes femeninos, historia detallada
de una sucesión. Así, resulta que esta sucesión de m adre
a hija— empezada, continuada, confirmada en lo fem eni­
no—termina (se cumple) con Apolo, profeta de su Padre.
Entonces, Febe, la hija de Tierra y hermana de Temis, tan
sólo habría esperado la llegada triunfal de un joven dios
nacido en Délos, quien, al abordar las riberas atenienses de
Palas Atenea, hija querida de Zeus, supo encontrar una es­
colta bien digna de él bajo el signo de la filiación paterna.2
Gea, Temis, Febe, y después Febo Apolo. Esto consti­
tuye una historia en cuatro etapas, pero en dos tiempos: el
antes y el ahora, el tiempo femenino de los orígenes y el de
Apolo, sin el cual las ciudades de los hombres carecerían
de historia. Tres poderes femeninos, después el dios, hijo
del Padre: decididamente, esto se parece a la historia, has­
ta el punto de que los historiadores modernos de Grecia,
como Marie Delcourt o bien Georges Roux, no explican
de un modo distinto la historia del oráculo de D elfos.3 Al
reflexionar a propósito de D elfos se descubren, sin em­
bargo, problemas de difícil solución. Como primera pro­
fetisa, G ea Protom antis no deja de ser, bajo el reino de
Apolo, reverenciada en el interior del santuario délfico:
¿cómo ha podido el dios situar a su vera a la diosa a la que
acababa de desposeer? Para profetizar en nombre de F e­
bo, la Pitia tiene que sentarse sobre el trípode, abriéndose
al «soplo salido de la sombría boca de la tierra»: ¿cómo
conciliar el lógos apolíneo con esta penetración ctónica?
El mito responde a estas preguntas apenas se le invoca,
porque ha adoptado la forma de la historia.

* A propósito de la designación de los atenienses como «hijos de


Hefesto», véase Loraux 1981b: 132.
3 M. Delcourt, L ’oracle de Delphes, París (Payot), 1955, pp. 19-36; G.
Roux, Delphes, son oracle et ses dieux, Paris (Les Belles Lettres), 1976,
pp. 19-51.

388
Y SE R E C H A Z A R Á A LAS M A D R E S

¿Un mito puede hacerse pasar por historia? E s a este


punto adonde quería llegar. El historiador, el arqueólogo
se encuentran aquí en su terreno. («A la llegada de A po­
lo», escribe G. Roux, «hubo sin duda en D elfos un dios de
más, que se convirtió en el primero, pero permitió que a su
sombra floreciese la vida religiosa anterior.»)4 Por mi par­
te, reticente al impulso arqueológico, no pienso olvidar
que esta historia tan coherente es un mito. Me explico: si,
entre esta «historia» mítica y los interrogantes de los ar­
queólogos investigadores de la historia, el acuerdo es casi
perfecto, conviene no sorprenderse en demasía por ello.
Porque nada responde mejor a los interrogantes sobre el
origen que un mito, puesto que su único objetivo es quizás
anticiparse a ellos, sugerirlos incluso. Por lo tanto, quisie­
ra a mi vez formular una pregunta al mito: ¿y si esta «h is­
toria» no fuese más que una astucia, la misma astucia del
mito?
Supongamos que la operación mítica consiste precisa­
mente en presentar como una historia lo que en realidad
no es más que una manera de disfrutar del presente (en es­
te caso, el reino del hijo de Zeus). De ello se deriva que el
hombre griego sale ganando, con absoluta seguridad, cuan­
do se procede a una arqueología del poder de Apolo: al
precio de una concesión de carácter historicista, de una
sola (de acuerdo, el dios ha llegado tarde), he aquí que se
fundamenta de un modo legítimo el poder— del que ha
llegado tarde— . H a llegado el último, es verdad, pero se le
esperaba con gran alegría; dominante, pero acogedor; ge­
neroso porque es el único provisto, al fin, de un lógos in­
contestable. Gloria a Apolo. Y en esta historia, ¿qué hay
de lo femenino? Sin duda alguna tiene su lugar, que no es
secundario, puesto que es el de los orígenes. Pero podría
ser que asignar así a lo femenino el lugar del origen equi­

4 G . Roux, ibid., ρ. 34.

389
¿QUÉ M U JER ?

valga simplemente a negar el origen.5L o femenino: lo pri­


mitivo, lo oscuro, lo eludido, el tiempo pretérito, por lo
tanto superado siempre o, mejor dicho, asimilado. Entra­
ba dentro del orden de las cosas el hecho de que Apolo
asimilase el poder adivinatorio de Tierra, del mismo m odo
que, en la Teogonia, Zeus supo asimilar el poder de Hécate,
anterior a su advenimiento, pero que él ha confirmado y
reinstaurado de alguna manera. Y he aquí a H écate toda­
vía más originaria al haber sido reintegrada por Zeus en
todos sus privilegios:6 es indiscutible que el Supremo es
aquel sin el cual nada se cumple. Volvamos a Delfos: p u es­
to que este dios Téleios lo conduce todo a su cumplimiento,
la Pitia tenía que terminar con él su invocación en el verso
28 de las Eum énides .7 El final de la historia confiere sentido
a su principio, y Apolo, magnánimamente, ha exaltado los
poderes de la antigua G ea en el mismo instante en que
los absorbía. Sin violencia, de un modo natural.
Existen, sin embargo, versiones menos pacifistas de es­
ta historia délfíca, en las que la armoniosa sucesión cede su
lugar al asesinato y al desposeimiento. En el H im no homé­
rico que le está consagrado, el hijo de Zeus, para apode­
rarse de Delfos, tiene que asesinar «al Dragón hembra, la
Bestia enorme y gigantesca» que vigilaba la fuente sagra­
da, y cuando retoma, a su vez, el mito, Eurípides explica
cómo el dios recién nacido, todavía niño, mató a la ser­
piente hija de Tierra para instalarse sobre el trípode ora­
cular. Pero, en este relato, las divinidades femeninas no se
dejan desposeer sin respuesta:

s Véase Godelier 1982.


6 Hesíodo, Teogonia 420-428.
7 Ciertamente, téleios y todos los derivados de télos constituyen
uno de los campos semánticos dominantes de la Orestíada·, ello no im­
pide que, en el contexto preciso de la plegaria de la Pitia, este término
resulte pertinente de un modo muy singular.

3 90
Y SE RE C H A Z A R Á A LAS M A D RE S

D e sp u é s d e que h u b o d esalo jad o del d ivin o o rá cu lo de P i ­


tón a Tem is, h ija de G e a , T ie rra en gen d ró fan tasm as n o c ­
tu rnos de sueños q ue iban a m an ife sta r el p asad o a n u m e­
rosos m o rtales, el p resen te y cuanto ib a a su ced er, du rante
el sueño ... A sí, G e a , irrita d a a causa d e su h ija, arreb ató a
F e b o su p re rro g a tiv a de ad ivin o.

Entonces, ciertamente, el dios-niño invocará la ayuda de


su padre y Zeus pondrá fin a los oráculos nocturnos: libe­
rados de este modo de la mántica tenebrosa, los humanos
van a honrar para siempre el canto de los oráculos.8

Extraño relato, tan ambiguo como se pueda desear: la re­


sistencia de las potencias femeninas tan sólo se pone en es­
cena, al parecer, a fin de confirmar la plena victoria del
apolinismo. Pero resulta también evidente que, sin la ayu­
da del padre, el joven dios no habría triunfado. A favor de
estas luchas de influencia, he aquí que los hombres empie­
zan a soñar, que estos sueños son proféticos, incluso verí­
dicos (a fin de conceder la victoria a su hijo, Zeus tendrá
que negar a la humanidad la «verdad nocturna» \_alatho-
synan nyktópón ] —la palabra está llena de sentido— ); p e ­
ro si los mortales sueñan a causa de la cólera de Gea, es a
Apolo a quien deben otorgar confianza y honores: a partir
de ahora los sueños profetizan en vano. E l hecho de que
los sueños hayan sido engendrados por la tenebrosa Gea
no va a sorprender, ciertamente, a los hijos de Freud, quie­
nes no van a preguntarse tampoco por qué motivo, al final
de esta historia, los hombres creen menos en sus sueños
que en los oráculos de Apolo: es posible que piensen que

8 Himno homérico a Apolo 420-428; Eurípides, Ifigenia en Táuride


1235-1283. Véase A. Iriarte, «La Terre de Delphes», Sources, 14 (1988),
pp. 3-15, especialmente 12-13.

391
¿QUÉ MUJER?

«la interpretación resulta bastante evidente».9 El historia­


dor de las religiones, por su parte, se preguntará: ¿por qué
razón, complicando la sacrosanta sucesión de reinos divi­
nos y formas de adivinación, el relato introduce el oráculo
por medio de los sueños— que la tradición sitúa de buen
grado «al principio»—tan sólo como una respuesta al he­
cho de que Apolo se haya instalado en el santuario? Podría
darse el caso de que, a fin de responder a esta pregunta, ha­
ya que justificar la operación consistente en desdoblar el
origen: a fin de cuentas, a la sombría realeza primordial de
un «oráculo ctónico», evocado sin ninguna precisión su­
plementaria, el texto añade la profecía de los sueños como
una contrapartida vinculada a la derrota de Temis. ¿Q ué
se gana desdoblando de esta manera la arkhé ? Quizá se re­
trase de este modo la derrota de lo femenino, pero en todo
caso se agrava la magnitud de este desastre, más arduo por
el hecho de que se repita: frente a un origen original y un
origen secundario, he aquí dos derrotas femeninas (la de
Temis y la de Gea) contra dos victorias del orden olímpico
(una de Apolo, otra de Zeus). Vencida la hija, vencida la
madre, la victoria del hijo refuerza el poder del padre: una
vez más, todo está dicho.
Es como si, para neutralizar lo femenino— pensarlo de
una manera distinta a la del terror fascinado— , fuera im ­
portante empezar por derrotarlo con la ayuda de un rela­
to. Hay más de un lugar en Grecia donde situar esta histo­
ria, pero en ninguno resulta más pertinente que en Delfos,
matriz de la tierra, ombligo del mundo. Así se relata cómo
la omnipotencia de Tierra cedió (serenamente o por la
fuerza, en el fondo, ¿qué importa?) frente al dios, profeta
de su padre.

9 En lo que respecta a esta frase de Freud a propósito de la cabeza


de Medusa, véanse las observaciones de L. Kahn, «Le monde serein des
dieux d’Homère», L ’Ecrit du temps, 2 (1982), pp. 117-120.

392
Y SE RE C H A Z A R Á A LAS M A D RE S

Pero si sólo cuenta de verdad el final de la historia, me


gustaría desenmascarar la astucia del mito empezando a
contarlo por el final: por el orden omnipotente del padre
de los dioses y de los hombres. No cabe duda alguna de que,
en esta historia, tan sólo cuenta el poder: hacía falta, des­
de luego, que al principio lo femenino lo tuviera, a fin de
que fuera rápidamente desbancado de sus pretensiones.

Siempre necesitado de legitimación, el poder es, antes que


nada, asunto de nombres. Y el mito explica que en tiem­
pos muy antiguos lo femenino fue dador de nombre. A
condición de garantizar el desenlace final, se puede inclu­
so derivar el nombre de Apolo— o, por lo menos, su so ­
brenombre más conocido— de un nombre femenino. De
este modo, la Pitia narraba cómo Febe, hermana de Temis
y tercera ocupante del santuario délfico, cedió al joven
dios la posesión del trípode e incluso su propio nombre:
con algunas excepciones, la tradición griega se olvidó de
Febe, figura desdibujada como todas las diosas primor­
diales,10 pero nadie ignora la gloria de Febo. Febe no era
más que un nombre, ella fue quien dio este nombre a A po­
lo: Febe, pues, se ha borrado de la memoria de los griegos.
Con ganas de llevar la contraria, me pregunto: ¿la opera­
ción no habría dado tan buenos resultados de no ser por­
que, en realidad, se empieza por Febo, tomándose la li­
bertad después de narrar la historia en el otro sentido (el

IO Con la intención de presentar una genealogía sin solución de


continuidad, Hesíodo convierte a Febe en la hija de Urano y de Gea, y
en la madre de Leto, madre a su vez de Apolo y de Ártemis (Teogonia
404-408): como corresponde al mundo de los dioses, la sucesión de las
potencias es un asunto de familia. Preocupado por el enfrentamiento
entre lo femenino y el principio masculino, Esquilo no conoce al prin­
cipio más que divinidades femeninas, y más tarde remite a Apolo sola­
mente a Zeus.

393
¿QUÉ M U JER?

«bueno», es decir, el tranquilizador, el de la cronología)?


Y dado que nada es tan fundador como un relato sobre los
orígenes, la operación se borra por sí misma: olvidada la
construcción, olvidada la legitimación, queda la memoria
del mito, más allá de cualquier sospecha.
Después de estas consideraciones, abandonaré Delfos
y la reflexión teogónica de los griegos para dirigirme a la
ciudad de Atenas. Como se recordará, es en Atenas donde
Apolo había pisado por vez primera tierra firme. L a elec­
ción era buena: los mitos atenienses contribuyen de mane­
ra no despreciable a la «historia» del desposeimiento del
género femenino. Se dirá, de modo más preciso, que en
Atenas la astucia del mito se lleva a cabo introduciendo
una partición en el seno de lo que, en Delfos, quedaba in­
diviso. Existe, en primer lugar, la doble operación del m i­
to de la autoctonía, que niega la maternidad de las mujeres
en beneficio de la de la Tierra ( G ê ), para, a continuación,
hacer desaparecer a G e detrás de la patria, la tierra de los
padres, tierra de Atenea, la hija del P adre." ¿Negación de
las mujeres en beneficio de lo femenino? E s esto más o
menos, pero sólo más o menos. Porque, en esta historia, lo
femenino se desdobla irreversiblemente, dado que la fe­
cundidad indiferenciada de la matriz ctónica es, en un
mismo movimiento, distinguida y puesta al servicio de
otra fem inidad:12 una feminidad a la vez cerrada sobre sí
misma y, por citar a la Atenea de las Eum énides, «con sa­
grada en todo al varón, excepto en lo que respecta al le­
cho». Existe Ge, existe también la virgen, hija de Zeus, na­
cida sin madre, surgida de un parto metalúrgico, y que
siempre toma el partido del padre— por ejemplo, en el ca-

" Loraux 1981b.


" Este análisis recoge la reflexión de Monique Schneider: véase
Freud et le plaisir, París, 1980, pp. 44-51, así como «Visages du matricide»,
en La femme et la mort, Toulouse (Grief), 1984, pp. 19-29.

394
Y SE R E CH A Z A R Á A LAS M A D RE S

so de Orestes, protegido por Apolo contra las Erinias— .I3


Los hombres de Atenas muestran reconocimiento hacia la
diosa, de quien derivan su nombre.
Existe otro mito que habla precisamente del nombre
de Atenas; del nombre de Atenas y del poder perdido por
las mujeres. Esto sucedía en la época lejana de la reparti­
ción de honores entre las divinidades: Atenea y Posidón se
disputaban los favores de la ciudad de Cécrope. Sucedió
que, al igual que los hombres, las mujeres tenían derecho a
voto. Votaron pues por Atenea, diosa mujer, en tanto que
a Posidón no le faltó ni un solo voto masculino. Pero había
una mujer de más: Atenea venció y Atenas recibió su nom­
bre. Fue preciso desagraviar al dios vencido, naturalmen­
te en detrimento de las mujeres. Por ello perdieron toda
participación en el poder, tanto la facultad de elegir como
la de ser elegidas; se vieron privadas del derecho de dar el
matronímico a sus hijos e incluso de ese nombre de ate­
nienses que acababan de inventar.14 Sin lugar a dudas, las
mujeres de Atenas ignoraban que existen versiones diver­
gentes de lo femenino... Pero no nos entretengamos más
entrando en el mito: ¿cómo habrían podido saberlo, pues­
to que el propósito del mito es precisamente dividir lo fe­
menino en un aspecto bueno (adquirido para el hombre) y
uno malo (la versión femenina de lo femenino)?
En una palabra, es preciso, una vez más, empezar por
el final, es decir, por el presente de la ciudad. Ya no exis­
ten las atenienses, pero sobre la Acrópolis reina Atenea. Una
historia nos explica, pues, cómo las mujeres de Atenas
fueron relegadas a su maternidad silenciosa. Castigadas

13 O por Zeus, hijo de Crono, contra los Gigantes, hijos de Tierra: no


resulta extraño que, en la cerámica ática arcaica estudiada por F. Vian
(La guerre des Géants, París, Klincksieck, 1952, p. 96), G e le vuelva la
espalda a Atenea.
14 Varrón, en San Agustín, La ciudad de Otos 18 ,9.

39 5
¿QUÉ M U JER ?

por haber utilizado una parte de su poder. En definitiva,


vencidas por su victoria misma: porque, al escoger a Ate­
nea, ellas votaron (por última vez) por la causa del padre.
Cosa que equivale a decir— suprema astucia, negación ad­
mirable— que las mujeres votaron contra sí mismas. De
hecho, tanto en D elfos como en Atenas, parece como si no
existiera una hermosa victoria para el principio masculino
si no contribuye graciosamente a ello lo mismo que se tra­
ta de poner en su justo lugar: lo femenino, las mujeres. La
versión ateniense de la historia resulta ciertamente más re­
finada, puesto que, como resultado de todo este asunto,
una silueta femenina, la de la virgen guerrera, ocupó la
Acrópolis sin compartirla. D e esta manera, dar un sentido
a este mito en un medio ateniense equivale sin duda a in­
vertir por completo la lectura que de él hacía Bachofen,
quien asociaba a Atenea con el derecho materno— cosa
que habría sorprendido de verdad a los atenienses— y a Po-
sidón con la ley del padre— triunfadora, pero gracias a la
hija de Zeus y tan sólo gracias a ella-— . Es verdad que B a­
chofen creía en la historicidad de un matriarcado original
y en el valor eminente de los mitos como «reflejo fiel» de
una época prim ordial.15 Al mismo tiempo, perseguía en el
mito la historia de la que se había constituido en profeta y
a propósito de la que pensaba, sin duda, que tenía derecho
a aportar al relato algunas distorsiones. Dejando el mito
moderno del matriarcado a aquellos (y a todas aquellas)
para quienes los mitos griegos no son suficientes, regresa­
ré al partido crucial que, en los relatos atenienses, se juega
entre Atenea y lo femenino.

15 Mutterrecht urtd Urreligion resulta en lo esencial accesible en la


traducción inglesa de R. Manheim, Myth, Religion and Mother Right,
Nueva York, 1967; a propósito de la historia y el mito, véase la introduc­
ción, pp. 69-75; acerca del mito ateniense, pp. 157-158 (es de señalar que
Bachofen encadena el análisis de este relato con el de las Euménides).

396
Y SE RE C H A Z A R Á A LAS M A D RE S

Victoriosas y, por lo tanto, derrotadas: ésta es la suerte


de las mujeres. Sólo falta asegurarse de que la proposición
inversa— punto definitivo de la negación—ha sido bien
defendida. Ello sucede de nuevo en las Eum énides, cuan­
do la acción se transporta de D elfos a Atenas. Una vez
más, en el debate constantemente reabierto entre lo feme­
nino y la ley del padre, un voto ha decidido. Las mujeres
habían votado a Atenea, con un voto de más; con un voto
de más, Atenea iguala ahora el número de votos a favor de
Orestes. El hijo asesino ha ganado el proceso. La causa es­
tá juzgada, y se ha hecho justicia según la lógica del padre,
la historia cívica puede empezar. Sin mayor dilación, A po­
lo ha regresado a D elfos, Orestes ya ha partido, quedan
frente a frente las Erinias y Atenea: las hijas de Noche, la
hija de Zeus. Frente al furor de las Vengadoras, desautori­
zadas para siempre en su queja, se plantea para la diosa de
Atenas el instante discursivo en el que es preciso recurrir
a la peithó (la persuasión) y a su violencia aterciopelada:

H ace d m e caso, y no os andéis con estos graves lam entos.


N o h abéis sid o ven cid as: en el ve re d ic to de los v o to s se ha
p ro d u c id o un em p ate, de a cu erd o con la v e rd a d , no a fin
de h u m illaros.
e sq u ilo , Euménides, 7 9 4 -7 9 6

«N o habéis sido vencidas»: ninguna explicación— y las hay


bastantes sólidas, apoyadas en el derecho ateniense'6 al
que, sin lugar a dudas, Esquilo hace alusión—ha logrado

16 En un proceso— contrariamente a lo que ocurre en la asamblea


del pueblo, donde la mayoría es absolutamente precisa— , la regla es
que «quien obtiene la mayoría resulta vencedor; pero si hay empate en el
número de votos, el vencedor es el acusado» (Aristóteles, Constitución de
Atenas 69,1). Hemos de entender, sin duda, que, puesto que el que acu­
sa es quien lleva la iniciativa, si no logra obtener la mayoría que recla­
maba contra su oponente, no ha ganado.

397
¿QUÉ M UJER?

jamás convencerme de que semejante declaración no ten­


ga nada que ver con una denegación. Una forma en todo
caso muy poco elaborada, la forma más simple de la dene­
gación: «N o habéis sido vencidas.» Y una vez más: «N o
habéis sido hum illadas» (v. 824). Ciertamente, Atenea tie­
ne a su favor el lógos, que sabe argumentar en beneficio de
los intereses superiores del orden olímpico. Pero el espec­
tador (quizás), el lector (desde luego) no olvidan la regla
que la misma diosa ha proclam ado en el momento de votar:

O restes vence caso de que exista em pate en los votos (v. 74 1).

En los votos existe empate: desautorizado en realidad por


los hombres, Orestes debe su victoria a la implicación de
Atenea. H abía dos partes, hay una victoria: ¿cómo podría
haber un vencedor sin que haya vencidas?17 Extraña lógi­
ca, incluso si la victoria invoca en su favor lo «verdadero».
Decididamente, la proclamación de Atenea me deja per­
pleja, a pesar de haber leído y releído tantas veces la obra,
a pesar de saber que las Erinias serán integradas en la ciu­
dad ateniense con el nombre de Benévolas y puestas al ser­
vicio de una «victoria auténtica» (v. 903). Sé también, por
otra parte, que Atenea volverá a tomar la palabra para
atribuir el krátos a Zeus y la victoria (nikë) a su propio
compromiso al servicio de los valores.18
La causa, pues, ha sido juzgada: a fin de pensar como

17 ¿Esta disimetría se halla incluida en el enunciado de la regla? ¿O


bien se trata de una interpretación? ¿O de un argumento capcioso, de­
rivado de la pura peithó? Señalemos al menos que, ante la ausencia de
toda confirmación explícita, la primera posibilidad se nos muestra co­
mo una hipótesis de escuela.
18 Eum énides 972-975. A propósito de krátos en Homero, con el
sentido de «la superioridad de un hombre, que afirma su fuerza sobre
los de su propio bando o sobre los enemigos», véase Benveniste 1969:
II, 75.

398
Y SE RECHAZARÁ A LAS MADRES

un hombre griego el papel de las mujeres, vale más empe­


zar confiriéndoles una potencia antigua y primordial; de
este modo se podrá relatar su derrota mucho mejor, al
tiempo que uno puede permitirse el lujo de negar in extre­
mis su realidad. Derrota victoriosa, puesto que el desenla­
ce justifica el relato y al final la ciudad de los varones se
enraíza en el orden que tiene como garante a Zeus.
Quedaría por comprender por qué motivo, entre los
antiguos griegos— por no hablar más que de ellos— ,19 es
en el terreno del poder donde este escenario mítico se re­
presenta incesantemente. Cuestión crucial, a la que no voy
a tener la pretensión de aportar una respuesta. Todo lo
más, algunas observaciones que van a tomar como punto
de partida a esta Clitemnestra cuya sombra, al final de la
Orestíada, queda condenada sin remedio a la infamia, in­
cluso en el reino de los muertos.
Clitemnestra ha asesinado a Agamenón. Porque es una
adúltera, se nos dice— mejor dicho, el coro de ancianos lo
dice en el A gam enón , a causa de su misoginia— . Porque,
en la pareja de tiranos que forma con Egisto, ella es el hom­
bre. Y los espectadores se echan a temblar ante la simple
evocación de la mujer viril. Pero si prestaran mayor aten­
ción a lo que dice Clitemnestra, escucharían algo comple­
tamente distinto: la cólera implacable de una madre a quien
han arrebatado a su hija para inmolarla, que repite sin tre­
gua que, a su vez, ha sacrificado al esposo a la Erinia—la
Erinia de Ifigenia, la «hija querida de sus entrañas»— ,2°
L a cólera de una m adre es, sin lugar a dudas, terrible,
puesto que su violencia sólo se soporta enmascarada, re­

19 Habría mucho que decir, por ejemplo, sobre la manera como


«por medio del pensamiento, los Baruya atribuyen a las mujeres pode­
res que el pensamiento se apresura de inmediato a arrebatarles para
añadírselos a los de los hombres» (Godelier 1982).
io Véase Les mères en deuil, París (Le Seuil), 1990.

399
¿QUÉ M U JER?

cubierta bajo las figuras, más simplemente negativas, del


adulterio y de la ginecocracia. En el fondo, siempre resul­
ta tranquilizador atribuir a las mujeres un deseo de poder,
victorioso o derrotado: así, por lo menos, se las hace ha­
blar una lengua comprensible. Pero cuando se quejan de
un agravio más antiguo o más esencial, ¿qué estatuto de­
bemos dar a su resentimiento, en qué límites se debe con­
tener su cólera? Entonces se corta por lo sano y se afirma
que Clitemnestra anhela tan sólo el poder.
Pero ocurre que, desde el inicio de la Orestíada, el co­
ro, profeta sin saberlo, había adivinado esta cólera m ater­
nal y había sabido darle su propio nombre. Evocando a «la
pérfida intendente» que custodia la casa, dispuesta a al­
zarse un día, los ancianos del coro no habían mencionado
a Clitemnestra— designada, sin embargo, sin ninguna am­
bigüedad— , sino a la Cólera. «L a Cólera que no olvida
(mnámón M inis) y venga al hijo.»21 Mènis·. la Cólera como
memoria, el nombre más terrible del furor, palabra funes­
ta que incluso los dioses, y el mismo Zeus, no se atreven a
pronunciar con su propio nom bre,22 puesto que tan sólo
las Erinias, quizá, no vacilan en hablar de su propia m in is ,23
Clitemnestra, entera, se ha convertido en m inis.
Una memoria en forma de cólera: he aquí, para cual­
quiera, el peligro personificado. Se la teme, se la evita, se

21 Esquilo, Agamenón 1415-1418, 1433, 1524-1529 (Clitemnestra);


155 (el coro).
%1 A propósito de la etimología de mênis y sobre el tabú que afecta
a este término, véase C. Watkins, «À propos de mênis», Bulletin de la
société de linguistique, 72 (1977), pp. 187-209.
2Î En Euménides 314, las Erinias dicen «nuestra cólera», en el seno,
es cierto, de una frase negativa en la que la negación atenúa por adelan­
tado la fuerza del término; de todos modos, podría darse el caso de que,
puesto que constituyen la encarnación de la cólera, las Erinias sean las
únicas que pueden emplear esta palabra en nombre propio sin temer su
fuerza temible.

400
Y SE RECHAZARÁ A LAS MADRES

la intenta neutralizar.24 Debem os la figura de una Clitem-


nestra ginecocrâtica a esta tentativa de evitar su m inis ma­
terna. A continuación, si no se carece de valor ni de me­
dios, se puede intentar ponerle un punto final. Pero la cosa
no resulta fácil: dado que se nutre de sí misma, la m inis se
alimenta sin tregua de la resistencia que opone a todo lo
que no es ella misma; tan sólo aquel en quien reside puede
decidir renunciar a ella. Para conseguirlo, es preciso, pues,
utilizar la astucia, o bien la persuasión (que equivale a lo
mismo). Una denegación inauguraba el lógos dirigido por
Atenea a las Erinias, pero, a fin de convencer a las Temi­
bles de que abandonen su m inis, es preciso hacerles nada
menos que la promesa solemne de un culto consagrado a
ellas por la ciudad de Atenas.25
M in is de Clitemnestra, convertida en asesinato. M inis
de las Erinias, que Atenea logra apaciguar gracias a la pro­
mesa de una residencia «al abrigo de cualquier desdicha»;
m inis de G ea, que Apolo no consigue combatir y que Zeus
tendrá que desbaratar; m inis de Deméter, que tan sólo p o ­
drá aplacar la vista de Perséfone a su regreso de los Infier­
nos. 16 La hija de Deméter le había sido arrebatada con el
consentimiento de Zeus (su padre, en cualquier caso); la
hija de Clitemnestra fue sacrificada por su padre, la de
G ea desposeída por el hijo de Zeus. Las Erinias, por su
parte, habían identificado su cólera con la causa de una
madre asesinada por su propio hijo. Esto parece una se­
rie... No cabe duda de que, al atribuir la m inis a las ma­
dres y a las diosas antiguas, no se intenta pensar en el peli­
gro que radica en menospreciar lo femenino, afectado no

24 Véase «De l’amnistie et de son contraire», en Usages de l ’oubli,


París (Le Seuil), 1988, pp. 34-39 y Les mères en deuil.
25 Euménides 8 8 9. A propósito de la pareja «temer la minis de otro/
renunciar a la propia mênis», véase el artículo ya citado de Watkins.
26 Eurípides, Ifigenia en Táuride 12 /3 ; Himno homérico a Oeméter.

401
¿QUÉ M U JER?

ya en su poder— aunque implícita, la confesión no deja de


ser importante— , sino en su misma carne: en su progenie,
femenina como por casualidad, es decir, en esta reproduc­
ción en circuito cerrado, característica de la «raza de las
mujeres», cuyo fantasma perturba tanto a los hombres grie­
gos. Y sin embargo, la ménis siempre encuentra un punto
final: ello es preciso para el orden del mundo y el mito se
encarga de relatar esta historia. Puesto que nada es más te­
mible que la memoria implacable que se atribuye a las m a­
dres— esta memoria compuesta no sólo de recuerdos, sino
también de la presencia, obstinada en sí misma, en forma
de desesperación y de ofensa— , debemos narrar la m inis,
su duración, sus efectos funestos y cómo se consigue p o ­
nerle término cada vez.
Narrar la m inis y cómo se la puede apaciguar: bella
operación discursiva cuyo beneficio es doble. D e una vez
por todas, se concede a las madres primordiales una fuer­
za de pasión y de duelo, que uno tiene la intención de aho­
rrarse a sí mismo, a la par que se apresura a cerrar el rela­
to con el olvido del duelo, superado, resuelto. Esto es lo
que uno espera, por lo menos.
Todo esto está muy bien. Pero, ¿qué hacer con la cons­
tatación irrefutable de que la «prim era» palabra de la li­
teratura griega, puesto que es la primera palabra de la lita ­
da , m in is , designa la cólera de un hom bre? «C an ta, oh
diosa, la cólera de Aquiles, el hijo de Peleo»... Aquiles, «el
mejor de los aqueos». El héroe varonil hasta el exceso y,
sin embargo, empecinado en su cólera, como si fuera una
mujer.
No voy a responder simplemente que, dado que es
varonil hasta el exceso, Aquiles puede sin peligro, incluso
de un modo natural, unirse a las mujeres en sus dolores
extremos: Aquiles llora, Aquiles ayuna como Deméter y,
sobre todo, puesto que en su cólera oye mejor las im pre­
caciones de las Erinias que la invocación olím pica de

402
Y SE RECHAZARÁ A LAS MADRES

las Plegarias, Aquiles entrega al duelo a los aqueos.27


También podría responder, sin más rodeos, que preci­
samente resulta importante para mí el hecho de que la pri­
mera aparición de m inis sea para referirse a la cólera de un
hombre. Añadiré que, sin duda alguna, entre el género
épico y los relatos míticos existe toda la diferencia que se­
para un discurso fuerte de un pensamiento de legitima­
ción: ya que la epopeya deja abiertas todas las dificultades
y admite las tensiones sin buscar a cualquifer precio la fór­
mula que permitiría resolverlas, puedo ver en ella una pa­
labra auténticamente heroica, y no me sorprende en abso­
luto que la litada comience bajo el signo de lo masculino
— este masculino al que los mitos están de acuerdo en con­
vertir en un télos — . Pero quizá me estoy apresurando
dem asiado, y es preferible contemplar las cosas más de
cerca.
Responder auténticamente a esta cuestión implica ex­
poner de modo extenso la estrategia de la litada con res­
pecto a la madre de Aquiles, del mismo modo en que Lau­
ra Slatkin ha sabido iluminarla en un libro reciente. Me
falta tiempo para examinar aquí de qué manera, al mismo
tiempo que multiplica los indicios que conducen a sugerir
una mênis de la diosa, la epopeya no da jamás nombre ni
forma a esta «cólera de Tetis».28 E s entonces cuando se
nos plantea un interrogante: ¿por qué esta cólera insólita,
innominable, absorbida por la de Aquiles, asume tanta im­
portancia en el trasfondo de la litada ? Naturalmente se
puede responder que se trata de un material mitológico
exterior (o anterior) a la litada, y que la epopeya ha queri­
do integrarlo al servicio de su propio proyecto. Por mi

17 Véase el discurso de Fénix en el canto IX de la lliada\ a propósi­


to del duelo de los aqueos inscrito en el nombre de Aquiles, Nagy 1979.
18 Véase el artículo de Laura Slatkin, «The Wrath of Thetis», Trans­
actions o f the American Philological Association, 116 (1986), pp. 1-24.

4 03
¿QUÉ M UJER?

parte, me gustaría ver en él una consecuencia del texto: un


modo épico de situar y a la vez no situar lo femenino al
principio, a la par que se indica que está inevitablemente
reprimido o, por lo menos, desplazado, La cólera de Tetis
sería, pues, a la vez necesaria (puesto que la litada sugiere
su [re] construcción) y borrada en el instante mismo en
que se la postula, porque es la mênis de Aquiles lo que na­
rra la epopeya. Envuelta en sus velos sombríos, Tetis tiene
que llorar la injusticia que Zeus ha cometido contra ella
dándole por esposo a un hombre y por hijo a un mortal.
Pues este mortal no es otro que Aquiles, que ha escogido
la gloria inmortal.

¿E s preciso realmente formular una conclusión? En el ca­


so presente, me guardaré mucho de ello, pues no deseo en
modo alguno hacer creer que en estas páginas hay otra co­
sa que no sean interrogantes muy oscuros, incluso para
quien los formula. Por lo menos, teniendo en cuenta la fas­
cinación que dirige incansablemente la reflexión de los
psicoanalistas hacia el mito griego concebido como testi­
monio privilegiado de lo originario, he intentado acercarme
a algunos de estos mitos para desenmascarar las trampas
de la operación arqueológica. En el fondo, jamás se re­
construye tan bien el origen como cuando lo que importa,
cueste lo que cueste, es construir, se gana con ello estar en
posición de télos , se gana con ello asignar un lugar prehis­
tórico a lo que no puede hallarse en la historia.
Es cierto que, a lo largo de mi camino, he generaliza­
do. He tratado algunos mitos como si se tratase del mito y,
para llegar antes a la mênis compartida por las madres, he
fingido olvidar por un instante que, incluso sobre un fon­
do de indiferenciación relativa, cada madre primordial
cuenta con sus rasgos específicos. Por lo menos, al acercar­
me a la mênis y sólo a ella, me he esforzado por no sucum-

404
Y SE RECHAZARÁ A LAS MADRES

bir al vértigo esencialista de lá asimilación:19 no yuxtaponer


Deméter y Gea, no reducir exclusivamente el personaje de
Clitemnestra a la figura de la madre-Erinia. Al contrario,
me ha parecido que tenía que generalizar en el terreno muy
homogéneo de las operaciones imaginarias, tan parecidas
de un mito a otro, porque, por más distinta que sea la his­
toria narrada, se trata siempre de la misma apuesta: más
allá de la diversidad de los mitos, se trata precisamente del
mito que constituye lo femenino quejándose, con la inten­
ción de desplazarlo mejor, y de un modo irreversible, de
su queja.30

Ciertamente, no es ésta la ocasión de demostrar que la es­


trategia griega para pensar la diferencia de los sexos es
bastante retorcida. El lugar donde se percibe con mayor
claridad la amplitud de las operaciones tendentes a des­
vincular a las mujeres de lo femenino es, precisamente, la
representación de las mismas. En la ciudad de los hom­
bres, las únicas mujeres realizadas son las madres, tran­
quilizadoras para el pensamiento oficial, puesto que resul­
tan domesticadas por el matrimonio y aguerridas por la
maternidad. Pero sería el colmo de la ingenuidad creer
que la imaginación de los ándres se detiene aquí. Existen,
desde luego, las reivindicaciones «políticas» de las madres
en A ristófanes, por otra parte perfectam ente ficticias;

29 A propósito de la mitología griega como «lengua en la que no hay


sinónimos», véase M. Delcourt, L ’oracle de Delphes, p. 139 (acerca pre­
cisamente de una comparación entre el Dragón-hembra de Delfos y las
Erinias).
30 Primera publicación de este texto en Psychanalystes, 13 (1984),
pp. 3-15, por invitación de Monique Schneider, en un número sobre «Le
politique et l ’exclusion du féminin»; con apenas algunas modificaciones
y un aumento del número de las notas, me he mantenido fiel a la letra de
esas páginas.

4 05
¿QUÉ M U JER ?

existe la práctica institucional que protege lo político de


los desbordamientos incontrolados de su afectividad— por
ejemplo, en las ceremonias de duelo— ;31 existe, sobre to­
do, la recurrencia fantasmagórica de la M adre aterradora,
postulada por algunos32 de un modo sin duda demasiado
sistemático, pero afirmada con énfasis en las figuras m a­
ternas del mito y de la religión— pensemos en una Demé-
ter resentida, en una Clitemnestra asesina— , y perceptible
sobre todo en las operaciones narrativas en las que no se
postula el poder de las madres primordiales más que para
reducirlo mejor de manera inmediata: el origen no era más
que una salida en falso, las cosas empiezan de verdad con
el poder de los ándres.
H asta aquí la madre, las madres. ¿Y las otras figuras
femeninas? ¿ Y la mujer en su fem inidad? ¿Y la virgen? La
mujer en su feminidad se llama Pandora, o también Helena.
L a virgen será divina y, una vez más, voy a darle el nombre
de Atenea.
Helena, Atenea: ¿dos encarnaciones de lo femenino?
En cualquier caso, dos maneras de borrar la corporeidad
de las mujeres: Helena de buen grado habla de sí misma en
neutro, y contemplar la feminidad de Atenea extravía la
mirada hasta el punto de cegar a los imprudentes...

31 Estos dos aspectos han sido desarrollados en Les mères en deuil.


31 Pienso esencialmente en Slater 19 71.

406
XI
E L FA N T A SM A D E LA S E X U A L ID A D

N i la m an sa clem en cia, n i las m ás tiernas lágrim as


te le g a ro n tu n o m b re: h u rto en g rie g o es tu n o m b re,
d ice m u erte y rap iñ a, v io le n cia y sa q u e o ...1

Ro n s a r d , Sonetos para Helena (II 9)

o i intentamos encontrar un escenario griego para com­


prender la cosa sexual, tan poco disimulada en los mitos
que incluso su misma evidencia no es más que una panta­
lla, existe siempre el recurso de buscar un atajo en Platón.
Puede entonces leerse el Fedro, ese producto acabado de
una estrategia muy platónica que consiste en conceder al
alma aquellas emociones que se le niegan al cuerpo.2 Im a­
ginemos, pues, a un lector que hojea distraídamente el ini­
cio del diálogo, impaciente por llegar cuanto antes a lo
esencial, y que, sin embargo, se detiene a la vera del se­
gundo discurso de Sócrates, en el umbral del famoso mito
del alma, del que tanto esperaba. Resulta que le ha detenido
un nombre, como un encuentro nada fortuito. Se trata del
nom bre de H elena. La misma H elena que, por haber se­
guido al bello Paris, provocó la guerra de Troya: tal es la
tradición, por lo menos a partir de Homero. Pero Sócrates
no quiere tratos con la tradición mitológica en el Fedro, y
sobre todo no los quiere en el instante en que se dispone a
pronunciar ese segundo discurso sobre Eros para purifi-

' Trad, de C. Pujol, Barcelona, Bruguera, 1982. (N. de los T.)


2 O incluso, como ya se ha visto, en conceder a los hombres el afec­
to que se niega a las mujeres.

407
¿QUÉ M U JER?

carse del pecado cometido contra el dios en el discurso


precedente. Por otra parte, al consagrar a Eros un lógos en
forma de palinodia, Sócrates evoca el precedente del p o e­
ta Estesícoro, cegado por haber «difam ado» a Helena, co­
mo Homero, si bien recobró la vista después de haberse
inventado la ficción de una Helena casta, de quien tan só­
lo el fantasma siguió a Paris.3
He aquí, pues, que Sócrates se protege detrás de E ste­
sícoro, he aquí que Helena introduce a Eros. N o vamos a
detenernos excesivamente a propósito del sentido de la
primera operación: ¿inventarse un fantasma en lugar del
cuerpo deseable? Excelente ocasión, para Sócrates-Este-
sícoro, es decir, para Platón, de restituir el cuerpo a su lu ­
gar, una vez más, y a lo mejor de una vez por todas. De este
modo, el lector se ha escapado de puntillas, tras los pasos
de Helena, dado que también, cuando se sigue a Helena,
de Homero a Estesícoro y de Safo a Esquilo, se encuentra
a Eros— es decir, se encuentra a todos los Eros, incluso a
aquel que, como en el Fedro, se dirige a un muchacho her­
moso y no a la más bella de las mujeres.4
Porque Helena es mucho más que una mujer, aun sien­
do hija de Zeus, y «H elena» es mucho más que el nombre
de una mujer. Tal va a ser, en todo caso, mi hipótesis: que
«H elena» puede servir como nombre griego de la cosa se­
xual— entendiendo esta expresión en su más amplio senti­
do, casi ilimitado, y desde luego neutro, mucho más allá

3 Platón, Fedro I4ie-Z4}b (así como 244a, donde Sócrates atribuye


a Estesícoro la autoría de su discurso sobre Eros); Helena y Estesícoro:
véase también Isócrates, Encomio de Helena 64.
4Helena se halla presente en el segundo discurso de Sócrates: 248c 2
(alusión a Adrastea, epíteto de su madre Némesis); 251a (el rostro her­
moso del muchacho tiene, como el de Helena, un aspecto divino y, co­
mo aquél, hace estremecer); 252a (abandonarlo todo por el objeto bello,
como Helena en Safo, fr. 16 Campbell); 252d (convertir al amado en un
ágalma), etc.

408
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A LID A D

de la diferencia entre los sexos— . O bien, más exactamen­


te (puesto que no se trata tan sólo de identificar a Helena
con lo sexual,5sino sobre todo de servirse de «H elena» p a­
ra reflexionar acerca de su noción griega): en torno al nom­
bre de Helena se trata de la sexualidad en la medida en que
ésta es, también para los griegos, originaria. O mejor aún,
dado que es preciso atreverse a restituir a los griegos aque­
llo que les pertenece: para los griegos en primer lugar.

H EL E N A A DISTAN CIA DE H ELE N A

En el origen, pues, Helena. Si, al principio de la historia


humana, hallamos siempre en G recia un rapto de mujer,
no cabe duda de que el rapto de Helena constituye el mo­
delo de todos los demás, puesto que supone el preludio de
la guerra de Troya, ese primer comienzo de la Historia, tal
como los griegos gustaban de representársela, según el
modo legendario de la epopeya. Ya pueden sus historiado­
res, como hace Tucídides, despedir a la hija de Zeus para
asignar a este conflicto fundacional unas causas más se­
rias: pasando entonces a la escena cómica, Helena como
provocadora de guerras presta su nombre a Aspasia, y de
buen grado apostaría que, a los ojos de los atenienses, la
amiga de Pericles era para la guerra del Peloponeso una
«causa» más creíble que las causas que investiga Tucídi­
des.6 Si, al principio, existe siempre la guerra, al principio

5 Para mi propósito, poco importa aquí que, desde el punto de vis­


ta de una etimología supuestamente auténtica, el nombre de Helena la
designe o no como la «Venus griega» (H. Grégoire, «L’étymologie du
nom d’Hélène», Bulletin de l ’Académie royale de Belgique, 32 [1946],
pp. 255-265).
6 Raptos de mujer al principio de la historia: Heródoto, 1 1-5 (quien
atribuye este tipo de discurso a los persas); el poder y el temor que ella
inspira son causa tanto de la guerra de Troya como de la guerra del Pe-

409
¿QUÉ M U JER?

de la guerra, existe siempre Helena y la «dolorosa lujuria»


que, en un apacible valle del Ida, Paris escogió un buen día.
¿Tienen algo en común el rapto de una sola mujer y
una guerra sangrienta que duró diez años? A esta cuestión
que, en la Atenas de Tucídides y de la Comedia Antigua,
los trágicos no dejan de plantearse con insistencia, parece
que Homero ya había respondido desde el principio: no,
no tienen nada en común si es que en Helena no sabemos
ver más que a la mujer, por más bella que sea. O dicho de
otro modo: existe, ciertamente, una desproporción, pero
solamente para aquellos que no quieren comprender que
Helena es ella misma y algo más que ella misma.

Protegida por las murallas de Troya, Helena comparte el


lecho de Paris, mientras que en el campo de batalla aqueos
y troyanos se matan entre sí por «H elena». ¿D ebem os ex­
traer la conclusión de que no es más que un nombre esta
Helena por quien, a causa de quien, en torno a quien (en­
tre estas expresiones la lengua griega no siempre hace una
distinción) mueren los hombres? Quizá. Pero a condición
de añadir en seguida que, para cada uno de ellos, este nom ­
bre resulta infinitamente más connotado que la mujer de­
masiado mujer protegida por los muros troyanos: para los
combatientes, desde luego, para Menelao y Paris, sin lugar
a dudas, pero, y de una manera más sorprendente, para la
misma Helena. Como si no tuviera ninguna otra identidad
que la de ser siempre un objeto para otro (objeto de pla­
cer, de sufrimiento, ¡ qué más da ! ), la Helena de la litada es
para sí lo mismo que para los demás: envite del conflicto,
enclave de guerra en lo más recóndito del palacio de Pría-

loponeso: Tucídides, I 9,1-3 (y 23, 6); la Helena-Aspasia de los cómicos


que aparecía en obras perdidas de Cratino y de Eupolis; véase, sobre to­
do, Aristófanes, Acarnienses 524-529.

4 10
E L F A N TA SM A DE LA SE X U A L ID A D

mo. Nombre último del sufrimiento de los guerreros, «H e ­


lena» sirve también para denominar la relación que la hija
de Zeus, superada por aquello mismo de lo que es porta­
dora, mantiene consigo misma.
Cuando el poema nos la presenta por primera vez, H e­
lena está ocupada en tejer y, con las figuras que traza so­
bre la púrpura de la tela, todo está dicho ya, en la lengua
silenciosa del tejido: «D ibuja en la tela las penalidades que
[troyanos y aqueos] han sufrido por ella, bajo los golpes
de A res.»7 Más tarde, Helena toma la palabra en siete oca­
siones, y en todas menos en una,8 se tratará cada vez de in­
tentar introducir—en el modo de la irrealidad, es cierto—
una distancia entre la que habla y la que ven los demás.
Como un estribillo, tres temas organizan estos discursos.
Un deseo de muerte en pasado, para empezar: «¡A h , si yo
hubiera m uerto!» (o bien, a propósito de Paris: «¡A h , oja­
lá hubieras m uerto!»). Acto seguido, la evocación de las
palabras infamantes que pesan y pesarán sobre ella, tanto
entre los troyanos como entre los aqueos. Finalmente, co­
mo colofón, el reproche que, a causa de «H elena», Helena
dirige contra sí misma cuando se imagina ante la mirada
de un cuñado, ese doble del marido (en este caso Héctor y
en el pretérito Agamenón): «Yo, cara de perra», «yo, perra
lúgubre». D e esta manera, constituida por esta tensión per­
petua mantenida consigo misma, la Helena iliádica ignora
la sexualidad tranquila con la que G iraudoux gratificará a
su propia Helena, criatura completamente plana en la que
resbalan los reproches.9 Protegida por las murallas de Tro­
ya, Helena es desgarrada por «H elena».

7 Iliada I I I 125-128.
8 Se trata de la presentación de Ulises por parte de Helena (III 200-
202); las demás intervenciones se hallan en III 173-180, 229-242, 399-
412, 428-436; V I 344-358; X X IV 762-775.
5 La «perrería»: I I I 180; V I 344 y 356. En La guerre de Troie n ’aura

411
¿QUÉ M UJER?

«H elena» sobrepasa a Helena, pero también es verdad


que «H elena» es menos que Helena y, como cosa deseada
o aborrecida, con frecuencia se la denomina en género
neutro. Así, por ejemplo, en los trágicos, ágaltna (objeto
precioso) y kallísteuma (objeto de beldad) coexisten con
téras (monstruo). Pero es que, ya en la epopeya, era thaú-
ma (prodigio) para los mortales, al mismo tiempo que pim a
(calamidad) para la ciudad de Troya.10
Así pues, ¿qué es Helena para ella misma y para los de­
más? ¿Objeto? ¿Sujeto? Entre ambas cosas, parece que a ve­
ces es preciso renunciar a hacer la distinción." Tratemos,
por ejemplo, del tema de las lágrimas. La fam iliaridad de
Helena con las lágrim as resulta evidente, y, en la epopeya,
se puede distinguir por regla general entre las que derra­
ma y las que hace derramar a los combatientes en la gue­
rra, que es, como ella, fuente de lágrimas— Ares o pólemos,
en la litada, son denominados polydakrys, pero Eurípides

pas lieu, los «nombres de animales» se reservan a la pareja erótica, de


acuerdo con esta manera de invertir los sexos que se denomina ternura
(II, 12).
10 Ágalma·. Esquilo, Agamenón 740; kallísteuma·. Eurípides, Oresfes
1639 (Helena instrumento de los dioses para extirpar el hÿbrisma, la in­
solencia de los mortales: el eco de ambos substantivos neutros no carece
en absoluto de sentido); téras·. Eurípides, Helena i$ 6 (es Helena quien
habla, tan distante de sí misma como en Homero). Thaüma·. Cantos ci­
prios, fr. V II Alien, 1; péma·. Iliada III 48-50 y 160 (el psma es «causa o
sujeto de dolor», «cosa perjudicial en cuanto origen, agente o portador
de un proceso, pero no en cuanto producto del proceso»: Mawet 1979:
10 1 ).
11 Caracterizada a la vez como aquella que ama y aquella que es
amada, la Helena de Safo, más allá de las innovaciones del discurso, de­
pende todavía de esta ambivalencia: véase C. Calame, «Sappho et Hélène.
Le mythe comme argumentation narrative et parabolique», en J. D elor­
me (éd.), Parole-Figure-Parabole. Recherches autour du discours parabo­
lique, Presses Universitaires de Lyon, 1987, pp. 209-229, especialmente
219.

4 12
EL F A N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

no tendrá ningún inconveniente en remontar del efecto a


la causa a fin de asimilar a la misma Helena a las lágrimas
y a la sangre del combate— .I2 Entre sujeto y objeto, sin
embargo, sucede que a veces se duda, sin opción posible.
Cuando, en dos ocasiones, en el canto II de la litada, se
atribuye a los aqueos o a Menelao el deseo de «vengar los
gestos de rebelión y los sollozos de Helena» (tísasthai d’He-
lénes hormématá te stonakhás te ),11 ¿qué es lo que debe­
mos entender? ¿Q ue los aqueos pretenden vengar las lá­
grimas de Helena, o las que ella ha hecho verter? La primera
solución, elegida por Paul Mazon, cuya traducción para­
fraseamos, resulta tentadora para quien, pasando como el
lector del campamento griego al interior de los muros de
Troya, verá efectivamente, en el canto siguiente, derra­
marse las lágrimas de Helena. Resulta también plausible si
nos limitamos, como los oyentes de las recitaciones homé­
ricas, al contexto y al estatuto de los hablantes: Néstor,
excelente orador que sabe de qué manera reavivar el ardor
de las tropas, y Menelao, marido burlado, tienen interés
en creer o en hacer creer en los lamentos de una Helena
raptada muy a su pesar, Pero la segunda solución, que con­
siste en hacer temblar y llorar a los guerreros, empezando
por Menelao, a causa o por culpa de Helena, resulta igual­
mente bien fundada. Tanto en el contexto preciso del can­
to II como en la tradición, gozaba ya de la preferencia de
los críticos helenísticos. Entre Helena-sujeto y Helena-ob­
jeto, ¿quién podría jamás decidir?

12 Lágrimas de Helena: por ejemplo Iliada III 142, 176; Odisea IV


184; véase Monsacré 1984: 158-160. Ares y pólemos·. litada I I I 132, 165;
Helena, lágrimas y sangre: Eurípides, Helena 364-365 (y 199, 213); cf.
Orestes 56-57, 1363.
13litada I l 356 y59 o ; los escolios proponen ambas interpretaciones.

413
¿QUÉ M U JER ?

Helena y «H elena»: inadecuación consigo misma, presen­


cia más fuerte del nombre que del ser, indecisión entre el
sujeto y el objeto. A estas figuras de la distancia, hemos de
añadir todavía otra más, antes de abandonar la Iliada y la
relación que la hija de Zeus mantiene consigo misma:14 la
de una Helena bajo el signo de Afrodita, pero cuyo cuer­
po, paradójicamente, apenas se encuentra allí.
Ausencia tanto más paradójica cuanto que, para los
historiadores de la religión griega, Afrodita encarna la in­
mediatez del deseo realizado, la imagen misma del «am or
convertido en cuerpo». D e hecho, se trata precisamente
del cuerpo de la diosa, de «su cuello maravilloso, su pecho
deseable, sus ojos brillantes», gracias a los cuales Helena,
en el canto III, reconoce a Afrodita bajo su disfraz, bajo
esta forma de anciana hilandera que hubiese debido ca­
muflarla mejor (es cierto, también, que Afrodita no es tan
ducha como Atenea en esta clase de juegos:15 más podero­
so que todas las apariencias, su cuerpo está siempre allí, se
ofrece a la vista).16 En cambio Helena, por su parte, care­
ce de cuerpo. O por lo menos, a propósito de su cuerpo,
que es preciso imaginar tan deseable, el poeta jamás esbo­
za la más mínima descripción, como si ella no fuera más
que la depositaría de su belleza, como si «H elena» dispen­
sara al poeta de decir qué es Helena: afirmar, como los an­
cianos de Troya, que «cuando se la tiene delante, se pare­
ce a las diosas» no es precisamente dibujar un retrato de la
fem m e fatale, sino simplemente reconocer que la mujer

14 Dejaremos, pues, de distinguir entre Helena y «Helena», a la es­


pera de que esta oposición se reconstituya en la oposición entre Helena
y su fantasma.
15 Véase infra, pp. 444-475.
16 llíada III 396-397; cita de Otto 1981: 118 ; a propósito de A frodi­
ta y la sexualidad feliz, véase también W. Burkert, «Afrodita e il fonda-
mento délia sessualitá», en Calame 1983: 135, 139 (la sexualidad griega
como algo carente de problemas).

414
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

mortal «absolutam ente divina» tan sólo adquiere su senti­


do fuera de sí misma. Sin lugar a dudas, a fuerza de situar­
se en la familiaridad íntima de Afrodita, Helena se halla
envuelta por el hímeros, este deseo irresistible y tan pre­
sente en el cuerpo que, junto con Eros, preside en la Teo­
gonia el cortejo de la diosa: los lectores de la litada no han
dejado de observar que el «dulce deseo» que Paris experi­
menta por Helena no tiene otro igual excepto el que Zeus,
manipulado por Afrodita, experimentará con respecto a
H era.'7 Pero en lo que concierne al deseo, no sucede lo
mismo que con las lágrimas, y las cosas parecen más cla­
ras: el hímeros de Helena es siempre el deseo que ella pro­
voca, muy raramente el que ella experimenta. Si Paris ha
podido realizar el sueño de todos aquellos pretendientes
que, en otro tiempo, anhelaban (hím eíron), todos ellos,
convertirse en su esposo, no por ello se ha liberado del h í­
meros hacia Helena, más fuerte todavía en Troya de lo que
fue para él en el día de su primera unión, en la rocosa isla
de Cránae; pero, frente a este deseo ardiente y al discurso
que lo formula, Helena responde simplemente con una si­
lenciosa obediencia que no puede pasar por ser otra cosa
más que la sumisión a Afrodita. Es cierto que el «dulce de­
seo» de Menelao hace poco que se ha apoderado de su co­
razón. ¿Podría llegar, pues, a experimentar en su nombre
propio el hímeros hacia un hombre? A lo mejor Homero
pretende sugerir que con Helena las cosas no son jamás
tan simples. Porque, incluso en la práctica misma del de­
seo, la bella Helena comete un solecismo al confundir pre­
sencia y ausencia: para utilizar las palabras con un cierto

17 Hímeros·. Hesíodo, Teogonia 200. Paris y Helena: Iliada III 437-


447; Zeus y Hera: X IV 314-328. Hemos de señalar, junto con A. Ber-
gren, que estos dos deseos realizados hacen de la sexualidad la verdad
de la guerra («Helen’s Web: Time and Tableau in the Iliad», Helios, 7
[1980], pp. 19-34, especialmente 28-31).

415
¿QUÉ M U JER?

rigor, no es precisamente hímeros lo que tendría que b ro ­


tar en su corazón con respecto al marido del que tantas co­
sas la separan, sino póthos, deseo nostálgico del ausente.18
Sin entretenernos a propósito de este desplazamiento
tan significativo, podem os en todo caso arriesgarnos a su­
gerir una interpretación del mismo: Helena, que desea al
ausente como si se hallase presente, es como una extranje­
ra— o, por lo menos, una ausente— con relación al deseo
que provoca: quien haya leído el canto III de la litada no
podrá olvidar la visión de la bella silenciosa que, tras los
pasos de Afrodita, atraviesa pensativa la ciudad de Troya,
envuelta en un manto blanco como, en H esíodo, Aidos y
Némesis al abandonar el mundo corrom pido de los huma­
nos.19 Helena ha convertido la presencia de Afrodita en al­
go que se asemeja mucho a la distancia.
Y lejos de los trabajos de Afrodita20 transcurre la gue­
rra, donde los hombres mueren por Helena.

EROS, ERIS, ARES

¿M orir por Helena?

U n o s tenían la p o sib ilid a d , restitu yen d o a H ele n a , de lib e ­


rarse de sus m ales; los otro s, d esin teresán d o se de su suer-

18 E l deseo de los pretendientes: Hesíodo, fr. 199, 2 Merkelbach-


West (himeírón H elénéspósis émmenai éukómoio)·, recordemos que, en
la litada, Helena es, efectivamente, quien proporciona su identidad a
Paris, designado en varias ocasiones como «el esposo de Helena la de
hermosa cabellera». E l deseo de París: Iliada III 442-446; el silencio
obediente de Helena: 447.
19 Velo blanco de Helena: I I I 14 1, 419-420; velo blanco de Aidos y
Némesis: Hesíodo, Trabajos 198-200.
10 Cosa que no excluye que los términos de la sexualidad sirvan pa­
ra referirse a la batalla: véase supra, pp. 180-184.

416
EL FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

te, la d e v iv ir el resto de sus días en segu rid ad . N i lo s unos


n i los o tro s a cep ta ro n estas so lu cio n es: lo s p rim ero s veían
sin em o ción sus c iu d a d es d estru id as, su te rrito rio saq u ea­
do, a co n d ició n d e n o ser o b liga d o s a re stitu ir a H elen a a
los griego s; lo s griego s p re fe ría n e n vejecer en tie rra e x tra ­
ñ a y no v o lv e r a v e r jam ás a sus fam ilias antes q u e regresar
a su p atria ab an d o n a n d o a H elen a.

Para elogiar a Helena, la elocuencia de Isócrates resulta


verbosa. Ronsard dirá lo mismo con una concisión mucho
más poética:

Tus ojos b ien valen un a gu erra de diez años en Ilio n .

O bien, para concluir el soneto famoso a propósito de «los


buenos ancianos en los muros de Troya, viendo a Helena
pasar»:

A rrie sg a r p o r H e le n a cu erp o s, bien es, ciu d ad es.


B ie n o b ra ro n los dos, P aris y M en elao ,
con se rvá n d o la el u n o y e x ig ié n d o la el o tro .21

Decididamente, yo había creído dem asiado pronto que


había acabado con la litada·, después de Ronsard, merece
la pena releer los versos homéricos que le sirven de mode­
lo, para asegurarse de que, como corresponde, el texto
épico va más allá en ambivalencia que sus imitaciones.
Así pues, los ancianos de Troya ven cómo Helena sube
a la muralla y, en voz baja, intercambian aladas palabras:

N o es re p ren sib le que lo s troyan o s y los aqueos de h erm o ­


sas greb as su fran p ro lijo s m ales p o r u na m u jer com o ésta,
cuyo ro stro , al verla de fre n te , se p arec e terrib lem en te al

11 Isócrates, Encomio de Helena 50; Ronsard, Sonetos para Helena I


38, v. ii [Trad, de C. Pujol, Barcelona, Bruguera, 1982. (N. de los I ) ]

417
¿QUÉ M U JER?

de las d iosas in m o rta le s... P e ro , con to d o , y aun sien d o así,


váyase en las n aves antes de q u e lleg u e a c o n v ertirse en
u n a calam id ad p ara n o so tros y p ara n u estro s h ijo s en el
fu tu ro .12

La evocación del péma — antepenúltima de estas «aladas


palabras»— sirve de conclusión a los ancianos; es cierto
que Príamo se dirigirá entonces a Helena con benevolen­
cia, pero en Homero ningún Ronsard volverá a tomar la
palabra para atenuar o desviar el orden del discurso: por
más bello que sea, un péma no deja de ser una calam idad.23
Por lo tanto, la suma es la siguiente: dos versos para enun­
ciar la legitimidad de la guerra «p or una mujer como és­
ta»; otros dos para afirmar, en una oposición muy m arca­
da, la necesidad de librarse de esta calamidad; y entre
estos dos dísticos, un verso-bisagra para expresar, por el
medio que en la litada sigue siendo todavía el más tópi­
co— es decir, gracias a una comparación— , la belleza ex­
cepcional de Helena:

... u n a m u jer com o ésta, cuyo ro stro , al v e rla de fre n te , se


p arec e te rrib lem en te al de las d io sas inm ortales.

Verso esencial, dado que ilumina a la vez a los que lo pre­


ceden y a los que vienen a continuación (la belleza por sí
misma justifica la guerra, pero hay que protegerse de lo te­
rrible). Conviene pues, detenerse un instante en este verso,
empezando por la palabra que lo abre (¡y con qué fuer-

21 litada I I I 156-160.
23 De aquí deriva la extrapolación, por parte de Aristóteles, de H e­
lena al placer (Ética a Nicómaco II 9 , 1109 b 9 ss.): «Los sentimientos de
los ancianos con respecto a Helena, he ahí lo que nosotros mismos de­
bemos sentir en lugar del placer, y es preciso que repitamos siempre sus
palabras, y es así, despidiendo de este modo al placer, como cometeremos
el menor número de errores.»

418
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

za! ): ainüs, terriblemente. Del mismo modo, en el Agam e­


nón de Esquilo, la calamidad de la que procede Helena es
phos ainolampés, «luz que hace resplandecer el horror».24
Mejor, en todo caso, evitar el cara a cara con lo divino, en
el que siempre parece deslizarse lo terrible:25 vista de fren­
te (eis Opa), Helena se asemeja demasiado a una diosa.
Sin embargo, lo que Helena reconoce en su propio ros­
tro no es a la diosa sino la perra: «Yo, cara de perra (ky-
népis)», responde a las amables palabras de Príamo; del
mismo modo, al evocar los combates que constituyen el te­
ma de la litada, la Helena de la Odisea repetirá: «P or cau­
sa de mí, cara de perra»— y también será kynépis Afrodita
\ en el canto del aedo Demódoco, lo mismo que, en Cratino
el cómico, A spasia en la víspera de la guerra del Pelopo-
neso — ,x& KynDpis: quien ve a la mujer ve a la perra. Em ­
blema de un impudor (anaídeia ), reforzado todavía más
por el encarnizamiento en el mal (como en el caso de los
troyanos, a quien Menelao trata de kakat kynes , malas pe­
rras), la perrería femenina se convierte en impudor: justa­
mente lo contrario del ensimismamiento (aidés) que el or­
den del mundo exige a las m ujeres.27 «M ujer de más de un

14 Sentido pleno de ainüs en este pasaje: véase A. Amory, «The Gates


of Horn and Ivory», Yale Classical Studies, 20 (1966), especialmente
p. 29. Phds ainolampés·. Esquilo, Agamenón 389 (con el comentario de
Bollack-Judet de la Combe 1981: I, 2, 415). A partir de Alemán (fr. 27
Page: ainüparis), la tradición ha desplazado de buen grado el carácter
funesto hacia Paris (véase Eurípides, Hécuba 944; Helena 112 0 , así como
Esquilo, Agamenón 713). En Eurípides, Electra 10 6 2, podría haber un
juego de palabras entre ainós (funesto)/ainos (elogio), a propósito de la
belleza de Helena y de su hermana Clitemnestra.
2S Véase infra, pp. 446-451.
%6Iliada III 180; Odisea IV 145 (Helena); Odisea V I I I 139 (Afrodi­
ta) y X I 20 (Clitemnestra); Cratino, Quirones, fr. 241 Kock (Aspasia).
%1 Kakai kynes·. Iliada X III 620-639; Ia perra y la anaídeia: véase M.
Faust, «Die künstlerische Verwendung von kyôn (Hund) in den home-
rischen Epen», Glotta, 48 (1970), pp. 25-27; S. Lilja, Dogs in Ancient

419
¿QUÉ M U JER?

hom bre», impudente-impúdica, por lo tanto «perra»: esta


palabra, que, en la litada, Helena volvía contra sí misma
como el insulto por excelencia, otros se la dirigirán des­
pués de Homero, empezando por Eurípides. Es verdad que
en este trágico la lascivia se vincula a Helena como un des­
tino, e incluso cuando, protegida por la ficción del eidolon,
la mujer de Menelao ha permanecido casta, su grito de do­
lor, parecido al gemido de una ninfa violada, todavía re­
suena como un lamento erótico.28 Y esto no es todo: dado
que, como lo afirma un célebre coro de las Coéforas, el de­
seo femenino es desenfrenado, la perrería de las mujeres
hace que los hombres derramen su sangre. Asesina y lú­
brica como su hermana Clitemnestra, Helena será una E ri­
nia para los trágicos, perra odiosa a imitación de las Perras
divinas.29
¿Se trata de una invención propia de los trágicos la de
esta Helena-Erinia? Ciertamente no. Puesto que ya en la
litada, en los calificativos que Helena se aplica a sí misma,
había material de sobras para convertirla en un poder m or­
tífero. Así, por ejemplo, se autodenominaba stygeré, de­
testable (como la Erinia, como H ades, como Ares asesinó,

Greek Poetry, Helsinki, 1976, pp. 21-22, y C. Mainoldi, L’image du loup


et du chien dans la Grèce ancienne, Paris (Ophrys), 1984, pp. 107-108.
18 Mujer con más de un hombre: Esquilo, Agamenón 6 2; Eurípides,
Ciclope, 181. Helena «perra»: Eurípides, Andrómaca 630; véase también
Licofrón, Alejandra 87 y 850. Im pudor de Helena en Eurípides: véase,
sobre todo, Troyanas 989-992 y 1027; Helena, virtuosa, pero asimilada
a una ninfa violada: Eurípides, Helena 184-190.
29 Esquilo, Coéforas 594-601; Clitemnestra-perra: Esquilo, Agame­
nón 6 0 7 ,12 2 8 (véase Coéforas 621). Helena-Erinia: Esquilo, Agamenón
749; Eurípides, Orestes 1386-1389. Las Erinias son perras en Esquilo
(Coéforas, Euménides), en Sófocles (Electra 1388), en Eurípides (véase,
sobre todo, Orestes z6 0-261: kynópides Gorgépes) e, incluso, en. A ristó­
fanes (Ranas 472); a propósito de las Erinias como perras: C. Mainoldi,
op. cit., p. 47.

420
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

como— en Hesíodo—la temible Discordia [É m ]); en cuan­


to perra, era kakomékhanos (de perversos designios) como
tan sólo Eris— ella otra vez— es capaz de serlo, y okryoéssé
(capaz de helar la sangre) como la guerra civil, pero tam­
bién como el terror, los gemidos de duelo y la guerra (po­
temos).30 Espejo de Helena y, como ella, señor de la éris ,
Aquiles confirma en Homero lo que la hija de Zeus repite
— gélida, glacial, Helena deja helado, afirma Aquiles, H e­
lena produce miedo— . Ronsard se acordará de ello cuan­
do evoque qué significa ver a Helena:

D e sb o rd a d o el latir,
m i ca lo r n a tu ra l p o r el m ied o se e n fría .31

Sin embargo, aquel que se limitara a la serie: Eris, Ares, H e­


lena; aquel que en esta enumeración negara el primer lugar
a Eros habría leído mal a Ronsard cuando medita acerca
de su Helena («M arte tanto como Amor con las lágrimas
se alegra»), habría leído mal sobre todo a los griegos, des­
de Homero a la tragedia, pasando por los líricos. Porque,
al atribuir a Helena esta facultad de quebrar las rodillas de
los hombres que en la litada es característica de la guerra,
el poeta de la Odisea y el autor del Agamenón saben dar a

30Stygeré (déla misma raíz que Estigia, el río délos Infiernos, y que
el verbo stygéó, sentir horror, que Eurípides emplea hasta la saciedad a
propósito de Helena): Iliada III 404; véase Iliada IX 454 (la Erinia);
V III 368 (Hades); II 385 y X V III 209 (Ares; tres apariciones con póle-
mos); Hesíodo, Teogonia 2 2 6 (Eris). KynOs kakomékhánou okryoéssés·.
Iliada V I 344; véase Iliada IX 257 (Eris kakomékhanos) y IX 64 (la gue­
rra civil okryoéssé), así como X III 48; X X IV 524 y Hesíodo, Teogonia
936 (kryoerós: terror, gemidos, guerra).
31 Iliada X IX 325: rhigedané, que podemos comparar con X X IV
775. A propósito de todo esto, véase L. L, Clader, Helen, Leiden, 1976,
pp. 18-22. Cita de Ronsard: Sonetos para Helena I 2, w . 5-6. [Trad, de C.
Pujol, Barcelona, Bruguera, 1982. (N. de los T.)]

421
¿QUÉ M U JER?

Eros lo que en justicia le corresponde:31 no olvidan que Eros,


en quien Teognis ve al único responsable de la caída de
Troya, es, junto con Hipnos y Tánatos, pero antes que ellos
en su calidad de principio primordial, el gran Quebranta-
dor de miembros, Lysim elés . A t r a p a d a entre Eros y Ares,
Helena, la de los hermosos cabellos, es la esposa maldita
que lleva a Ilion como dote la muerte o, lo que viene a ser
lo mismo, lleva a Ares miaiphónos en los bucles de su «c a ­
bellera criminal».34 Se trata de un modo de decir que el
placer sexual— aquella «dolorosa lujuria» que Afrodita re­
galó a Paris— 35 mantiene un vínculo indisociable con el
dolor, puesto que— según comenta Platón— , frente al au­
téntico placer, no es más que, como el fantasma de H ele­
na, «un esbozo que no adquiere color más que si se yuxta­
pone placer y sufrimiento para reforzar a am bos».36
Eros, Ares. Pero ahora no olvidemos a Eris. L a repug­
nante Eris a la que la bella Helena tantas veces se asocia,
incluso se identifica. Eris, la más temible de las hijas de
Noche, la última denominada en el catálogo hesiódico.37

31 Odisea X IV 69, Esquilo, Agamenón 63-64.


33 Teognis 1231-1232. Eros lysimelés·. Hesíodo, Teogonia 12 1, 9 11;
Alemán, fr. 3, 61 Page; Safo, fr. 44a Campbell. Véase también Arquíloco,
fr. 85 Edmonds (lysimelés póthos) y Hesíodo, Trabajos 66 (Afrodita
otorga a Pandora «el deseo doloroso y las preocupaciones que rompen
los miembros»).
34 La esposa maldita: Esquilo, Agamenón 406, así como Eurípides,
Hécuba 948-949; Andrómaca 103-104; Troyanas 357; Helena 687-690.
Ares es miaiphónos (criminal asesino), como lo será la hermosa cabelle­
ra de Helena en Eurípides (Troyanas 881-882).
35 Iliada X X IV 30: makhlosyné alegeiné·, señalemos que una de las
etimologías posibles de algos pone en relación esta palabra con el latín
algeo, tener frío: Helena rhigedané no se halla demasiado lejos...
36 Platón, República IX 586b-c; Platón tan sólo evoca a Helena en
este pasaje y en el del Fedro— ¡pero, qué pasajes!
37 Eris repulsiva: Pausanias, V 19, 2; Helena-Eris: Esquilo, Agame­
nón 1454-1461, así como Eurípides, Helena 246-249, 1134-1136, 1156-
X157 y 1160. Véase Ramnoux 1959:134-135.

422
E L F A N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

Eris, fundadora de la humana condición,38 ella que, aquel


buen día de las bodas de Tetis y Peleo, arrojó la manzana
de la discordia a fin de que las diosas se peleasen, de que
Paris escogiese a Afrodita (y, por lo tanto, a Helena), y de
que los mortales se matasen entre sí. Es decir, como lo es­
pecificaban los Cantos ciprios, a fin de que se cumpliera el
designio de Zeus.

EL PUDOR DE H E L E N A ES H IJO DE N E M E S IS

«O h Zeus soberano y Noche aliada suya...»


No faltan razones para que, en el momento de cantar
la captura de Troya, Esquilo asocie al Padre de los dioses y
de los hombres a la sombría potencia de los partos solita­
rios.39 Fue, efectivamente, semejante alianza la que presi­
dió la producción de este péma denominado Helena.
Que Helena es hija de Zeus resulta obvio desde H o ­
mero y, ya que su madre es Leda, puede añadirse también,
de acuerdo con Isócrates, que, entre los hijos nacidos de la
unión de Zeus y una mortal, es ella la única que presenta
la singularidad de ser una mujer. Instrumento de la volun­
tad omnipotente del Padre, ella hace sentir a los hombres
todo el peso de Eris, del mismo modo que, en Hesíodo,
Pandora, esta primera mujer imaginada por Zeus, situará
a los humanos en su estatuto de seres sexuados y someti­
dos a la dura fatiga {pónos ).*0 Después de Zeus, he aquí
que aparece Noche, puesto que Eris es su hija y Ponos es

38Eris fundadora del orden humano: Nagy 1979 (218-220).


35Esquilo, Agamenón 355, con el comentario d e j. Bollack (Bollack-
Judet de la Combe 1 9 8 1:1,2 ,3 8 0-3 8 2).
40 La primera mujer y la boulé de Zeus: Hesíodo, Teogonia 572; véa­
se Loraux 1981b: 75-117; Helena y Pandora: Ramnoux 1959: 71-72. A l
evocar a Pandora a propósito de su Helena, Ronsard ya había subraya­
do esta proximidad (1 18, v. 8). Eris y pónos·. Teogonia 225-226.

423
¿QUÉ M U JER?

el hijo de esta hija temible. N o cabe duda alguna, la mujer


tiene la vocación de introducir en el mundo a la negra pro­
genie de Noche, pero la decisión última corresponde a
Zeus. Ya puede Eurípides, en una inmensa tentativa de de­
negación, en las Troyanas, intentar salvar al Padre, negán­
dole cualquier participación en el engendramiento de H e ­
lena (al mismo tiem po, es como si un nuevo catálogo de
parentelas nocturnas se enunciase a propósito de Helena,
hija del Genio vengador— paredro de la Erinia— , del Odio
— tan próxim o a Ném esis— , del Asesinato, de T ánatos,
pero no de Zeus):41 aun cuando lo desease, Eurípides no
sería capaz de enfrentarse a la tradición que, en torno a
Helena, asocia a los hijos de Noche con el designio de
Zeus. O bien, para avanzar un poco más y decirlo de otra
manera: en tanto que Helena es cosa sexual, en ella se afir­
ma la paradójica solidaridad de dos modos de procreación
cuyo antagonismo se complacerá en poner de relieve la Teo­
gonia hesiódica— el uno bajo la autoridad de Eros y por
medio de la conjunción de los sexos; el otro bajo la ley de
la división (Eris no se halla lejos) y por medio de la esci­
sión.
Ya es hora de recordar, en efecto, que Helena surgió
de un huevo—para admiración y dolor de los mortales—
y, sí Zeus no fuera su padre, quizá nos permitiríamos in­
terpretar este nacimiento a partir del huevo según el modo
cosmogónico de los partos primordiales que presiden el
pensamiento órfico. Pero Helena tiene un padre y una m a­
dre y, si los griegos no albergan duda alguna a propósito
de la identidad absolutamente divina de su engendrador,
metamorfoseado en cisne para la ocasión, están en des­
acuerdo en lo que respecta a la madre: unos cuentan que el
cisne real se refugió en el seno de Leda, otros, con Safo,

41 Eurípides, Troyanas 765-769. A propósito de Helena, objeto in-


disociablemente de odio y de amor, Cassin 1985.

424
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

afirman que la esposa de Tíndaro se limitó a encontrar, en


una rama de jacinto, el huevo maravilloso, surgido de la
violación de Némesis por parte del cisne Zeus.42 Violar a
Némesis: cualquier otro que no fuera este dios tan pode­
roso habría retrocedido ante un acto semejante, de conse­
cuencias tan temibles. ¿Acaso no es Némesis la misma
Venganza divina? Pero Zeus sabe cómo someterla a su ne­
cesidad brutal, puesto que, contra los hombres, tiene pre­
cisamente necesidad de la cólera de Némesis: y la diosa
«dom eñada» será la madre de Helena. Pero Némesis es—
no debe sorprendernos—hija de Noche, citada en el catá­
logo hesiódico después de las Keres, esas vengadoras, an­
tes de Filotes y Apate (Amor carnal y Engaño), esos poderes
de seducción— después vendrá Geras, la Vejez anunciado­
ra de muerte, y, por último, Eris— . Envío de Eris al mun­
do, unión con Némesis: Zeus, a la hora de dirigir contra
los humanos el linaje nocturno, es decididamente cohe­
rente en su encarnizamiento.
Detengámonos, pues, en Némesis: de acuerdo con H e­
síodo,43 Helena, su hija, un psma para los mortales, tiene a
quien parecerse, incluso en su sumisión a Afrodita, a la
que en todas partes acompañan Filotes y Apate. Pero en
Los trabajos y los días, donde cualquier poder siniestro lle­
va a su lado una figura benéfica, Hesíodo otorga a Néme-

42 A propósito del huevo órfico, véase M. Detienne, «Les chemins


de la déviance», en Orfismo in Magna Grecia, Nápoles, 1979, especial­
mente pp. 72-74. Helena hija de Leda/Némesis: Apolodoro, I I I 10, 6-7;
Pausanias, 13 3 ,7 , así como Safo, fr. 166 Campbell. A propósito del hue­
vo de Helena, véase también A. Ruiz de Elvira, «Helena. Mito y etope-
ya», Cuadernos de filología clásica, 6 (1974), especialmente pp. 99-109.
43 Teogonia 223-224; en el v. 592, corresponde a la «raza de las mu­
jeres» el constituir un pSma para los mortales, que se descubren ma­
chos, sexuados: Loraux 1981b: 80-81. Filotes y Apate forman parte del
cortejo de Afrodita (Teogonia 224, 205-206). Aidos y Némesis: Trabajos
198-200.

425
¿QUÉ M U JER ?

sis la compañía de Aidos, Vergüenza, y cuando, con sus


hermosos cuerpos velados por unos mantos blancos, am­
bas divinidades abandonan la tierra para dirigirse a la m o­
rada de los Inmortales, se ha acabado para los hombres
cualquier esperanza de una vida ordenada. Negra pero
necesaria, tal es Némesis, poder divino y palabra corrien­
te (némesis ) de un modo indisociable. Némesis·. el nombre
del reparto justo, proferido ante el escándalo de la justicia
burlada y cuya indignación pretende designar,

(nombre terrible, Venganza, nombre que hace estremecer


al siniestro ofensor),44

en tanto que el sintagma aidés kai némesis, proclam ado o


simplemente enunciado, basta para recordar a los hom ­
bres el respeto del honor y del deber.45
Pero sucede que, en la historia del nacimiento de H e­
lena tal como la narra el fragmento VII de los Cantos ci­
prios, puede observarse un extraño desdoblamiento entre
Némesis y némesis, el poder divino y la palabra corriente.
Para afirmarlo con claridad: si la proclamación del nom ­
bre de Némesis constituye un acto de lenguaje muy eficaz,
también resulta importante el hecho de que, perseguida
por el deseo del Padre, la diosa invoque lo que su nombre
designa contra la violencia de Zeus y contra la injusticia
del mundo. Pero también contra ella misma.

Entonces engendró a Helena, maravilla para los mortales,


a quien un día Némesis, la de los hermosos bucles, unida

44 Cita de Tito Andronico (V, 2).


45 Némesis·. en este punto me baso en Benveniste 1948: 79-80; aidés
kai némesis·. siguiéndola estela de Benveniste, véase J.-C. Turpin, «L’ex­
pression aidés kaî némesis et les actes de langage», Revue des Études
grecques, 93 (1980), pp. 352-367.

426
E L F A N TA SM A DE LA SE X U A L ID A D

en el amor (philôtëti) a Zeus, rey de los dioses, dio a luz,


bajo el efecto de una necesidad brutal. Ella huía, cierta­
mente, y no deseaba la unión carnal con el Padre, el dios
hijo de Crono. Pues en su alma ella se hallaba atenazada
por la vergüenza y la indignación (aidoí kaí nemései).

\Aidos kaí némesis\ L a hija de la solitaria Noche se con­


vierte toda ella en protesta contra la necesidad brutal del
deseo masculino; pero, torturada por aidés kaí némesis, es
decir, por ella misma46 en cierto modo, Némesis es la dig­
na madre de una Helena púdica, en conflicto con el nom­
bre de Helena.
¿Cómo se puede hablar sin recelo del pudor de Hele­
na si hemos tomado al pie de la letra a la Helena iliádica
cuando se tildaba a sí misma de kynópis ? ¿En qué tono p o ­
demos afirmar que ella es la única que puede volver contra
sí misma la anaídeia de la perra? ¿Acaso será preciso recu­
rrir a una palinodia por haber hablado de un modo tan
impudente (anaidés ) de la hija de Némesis, al igual que Só­
crates a propósito de Eros en el Fedro?47 En cualquier ca­
so, mejor no imitar a Eurípides, quien, en el Orestes, tan
sólo atribuye, sin creer en ello, un tardío aidés a Helena
con la esperanza de volver a continuación contra ella la né­
mesis divina.4* Es mejor darse cuenta de que, a partir de H o­
mero, la lengua de los poetas acumula para hablar de H e­

46 Esto lo ha visto perfectamente Kerényi, jungiano y excelente lec­


tor de los textos (1945: 14-15). En el pasaje de Tito Andrónico citado en
la n. 44, existe, más allá de la intriga, una lógica análoga que impulsa a
Tamora, disfrazada de Venganza, a proferir el nombre mismo de la Ven­
ganza.
47 Anaidés·. Fedro 243c 1.
48 Eurípides, Orestes 98-102 y 136 1-136 2. Tal es el punto de vista
más clásico de Eurípides, pero no el único: a propósito de la Helena eu-
ripidea interpretada en las Tesmoforias de Aristófanes como una «pali­
nodia», véase Zeitlin 1982: 201.

427
¿QUÉ M U JER?

lena, como otros tantos signos, las referencias a ném esis,


aidés kat némesis , pero también sobreentiende aidés, nom ­
bre del pudor, de la vergüenza e incluso, en dos pasajes
iliádicos, de los órganos sexuales.
Destino de Helena: ya Tíndaro, su «p ad re» mortal, exi­
gía a sus pretendientes prestar el juramento de acudir a
castigar a quien se atreviese, abandonando con ello cual­
quier sentimiento de honor y de deber (aidés kat ném esis),
a robar la esposa de hermosos bucles a su m arido.49 En la
Iliada, es pues contra Paris contra quien Helena blandía
sin demasiada eficacia la llamada al orden: «Ah, si por lo
menos yo fuera la mujer de un bravo capaz de conocer el
respeto del deber y del honor.»50 Pero Paris no se preocu­
pa de interiorizar la némesis, esta preocupación se la deja
a la hija de Zeus. Así, contra Afrodita, quien la impele a
acudir al encuentro del excesivamente bello Paris, Helena
protesta:

No, no voy a ir— esto provocaría demasiada indignación


(,nemessetón)■—, no voy a preparar su lecho. Todas las tro­
yanas me lo reprocharían.5'

Entonces Afrodita amenaza a la rebelde, que se asusta y


bajo su blanco velo marcha «en silencio, sin ser vista por
ninguna troyana: la diosa guía sus pasos». Im presionados
por la violencia verbal de Afrodita, los lectores de la Ilia ­
da a menudo no han querido darse cuenta de que sólo la
acción de la diosa permite a Helena escapar por esta vez a

49 Hesíodo, fr. 204, 81-82 Merkelbach-West.


50 Iliada V I 351: némesis kat aískhea polla·, más concreto que aidés,
aiskhea puede, sin embargo, ser considerado como un sinónimo de este
término: véase C. E. von Erffa, A idos und verwandteBegriffe..., Leipzig,
1937, p. 20.
51 Iliada III 410-412 (la misma fórmula en boca de Hera en el canto
XIV).

428
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

la némesis y al mômos (reproche) de los demás. Pues, en su


divina astucia, Afrodita sabe que Helena no tiene necesi­
dad alguna de la opinión de la sociedad, puesto que, en su
fuero interno, ya ha vuelto contra sí misma el reproche— y
contra Paris, a quien no le importa— . Paris, a quien ella
colmará de palabras insultantes, pero a quien seguirá al le­
cho. L a diosa ya no tiene por qué volver a intervenir: sin
duda alguna sabe también— y el inflamado discurso de Pa­
ris le da la razón— que el deseo vive del aidés que se le
opone.

«E sto provocaría la indignación», decía Helena. «N o hay


por qué indignarse», habían respondido de antemano los
ancianos de Troya. N o cabe duda de que, a partir de la lita ­
da, Helena tiene mucho que ver con Némesis, y poco im­
porta a la postre que Homero haya o no dado a su madre
el nombre temible de la diosa surgida de Noche; lo esen­
cial estriba en que, en más de una ocasión, las afinidades
de la hija de Zeus con la némesis afloran con claridad.52 En
este caso, henos aquí, tras haber recorrido un largo cami­
no, de vuelta a las palabras de los ancianos de Troya. Ou
némesis..,·. «N o hay por qué indignarse», decían estos ve­
nerables ancianos.
No hay por qué indignarse... puesto que Helena es se­
mejante a las diosas. Pero tampoco hay por qué indignar­
se, puesto que, a cada paso, la hija de Zeus se encarga por
sí misma de hacerlo, y, sobre todo: no hay por qué indig­
narse..., si bien, ella sigue siendo un p é m a Ou némesis,
«no hay por qué indignarse»: ¿es preciso entender la de­

51 Cosa que Kerényi no ha dejado de subrayar a propósito de I I I 156


(1945: 26-27).
53 Sobre Helena, alabada y criticada al mismo tiempo, Cassin 1985:
162.

429
¿QUÉ M U JER?

negación en la negación? Al comentar esta expresión, Ben-


veniste postula la anterioridad lógica de una forma positi­
va de la exclamación no atestiguada, en realidad, por nin­
gún texto:

Suele evocarse la «justa repartición» en una circunstancia


en la que esta repartición es vulnerada; por lo tanto, «te­
nemos razones para indignarnos ante nuestra suerte; la
consideramos inmerecida». Resulta fácil, pues, compren­
der esta misma locución, transformada en negación, tal co­
mo efectivamente la leemos: ou némesis (esti) : «No hay lu­
gar para la indignación.» De aquí deriva, a partir de los
giros negativos, la acepción que se convierte en constante:
némesis, indignación, cólera (frente a cualquier atentado
contra la justicia distributiva).54

¿Realmente resulta inaudita la afirmación «prim era» de


que hay motivo para la indignación? Siempre se puede
imaginar que «se encontraba», como por azar, en un texto,
incluso en un estado de lengua actualmente desaparecido.
También se puede considerar la genealogía de Benveniste
por lo que vale: como una reconstrucción tranquilizadora
de un origen expresado de modo positivo y no, como p a­
rece con tanta frecuencia que los griegos lo expresaban,
de modo negativo de entrada.55 Así pues, volviendo a «lo
que efectivamente leem os», podem os apostar que, bajo su
forma afirmativa, la aserción némesis {esti) está destinada
a no ser nunca encontrada, como si, desde su origen, hu­
biese desaparecido. Porque, a lo mejor, existe en la pala­
bra némesis, proclam ada así frente a la injusticia, una tal
fuerza de indignación, que conviene siempre neutralizar su
eficacia de un modo preventivo por medio de la negación.

54 Benveniste 1948: 80. La cursiva es mía.


55 Véase N. Loraux, «Sur un non-sens grec. Oedipe, Théognis, Freud»,
L ’Écrit du temps, 19 (1988), pp. 19-36, especialmente 23.

430
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

No voy a adentrarme más en la lingüistica-ficción; pre­


fiero una vez más confrontar a Benveniste, pese a quien p e ­
se,56 con Freud, y la reconstrucción del sentido de némesis
con el texto de este último a propósito de la negación, allí
donde establece que «un contenido de representación o
de pensamiento reprimido puede ... abrirse camino hasta
la conciencia, a condición de hacerse negar».57 Palabra de
los ancianos, pues: «N o hay por qué indignarse»; pero, en
el preciso instante en que hablan los ancianos, griegos y
troyanos, indignados ante esta guerra que se eterniza, bu s­
can la solución del conflicto en un duelo decisivo entre
Paris y Menelao. «N o hay por qué indignarse»: lo que los
ancianos de Troya afirman, negándolo, es que si Helena es
tan bella, ello se debe al hecho de que es hija de la indig­
nación. Puede tratarse de una diosa, Némesis, puede tra­
tarse de un nombre, némesis. Puede tratarse de un grito:
¡N ém esisl N o hay lugar para la indignación, aunque, en
principio, nos inclinaríamos a gritar: ¡Némesisl
Si el discurso a propósito de Helena gira efectivamen­
te, como acabamos de suponer, en torno a lo que quiere
decir, en griego, «hablar de sexo», en ese caso deberemos
formular así la lección: el acto en sí no suele decirse— co­
mo no sea en el modo elíptico del relato o, como en el ca­

56 Pienso en el artículo «Remarques sur la fonction du langage dans


la découverte freudienne» (Benveniste 1966: 75-87), que critica sobre
todo el texto de Freud «Sur le sens opposé dans les mots primitifs»
(1910); a propósito de este artículo, véase J.-C . Milner, «Sens opposés et
noms indiscernables: K. Abel comme refoulé d’É. Benveniste», en AA.
VV., La linguistique fantastique, Paris (Clims-Denoël), 1985, pp. 300-310.
57 Freud 1985a: 136. E l gesto de Benveniste al postular en 1948 una
forma positiva anterior se aclara retrospectivamente al confrontarlo
con 1966: 84 (observaciones acerca de la negación lingüística·. «La ca­
racterística de la negación lingüística estriba en que no puede anular
más que aquello que se enuncia, es decir, que debe formular de un mo­
do explícito para poder suprimir»).

431
¿QUÉ M U JER?

so de Platón, por medio de una acumulación de palabras


totalmente neutras— ,s8 pero, en cuanto a la cosa en sí, un
gran número de actos de lenguaje asumen lo esencial. D es­
de el justo reparto a la indignación, y desde el pudor, esta
virtud eminentemente social,59 a la vergüenza de los ai-
dota·. tal es el camino que se recorre, al estudiar a Helena,
entre pudor y anaídeia.

LA PÉRDID A Y EL SU BSTITU TO

Palabras de Helena a propósito de Helena, palabras de


otros a propósito de Helena, siempre hay discurso en tor­
no a Helena. H ablar de Helena, de acuerdo. Pero, ¿y el
hecho de amar a Helena? Sin la menor duda, esto equiva­
le a experimentar la ausencia.
Siempre a distancia de ella, entre ella y ella misma, en­
tre ella y los demás, Helena parece tener alas: la Helena de
Ronsard las tenía para bailar («Pero no, no danzábais,
vuestro pie sí era un vuelo no rozando la tierra; vuestro
cuerpo se había convertido en divino en la noche del bai­
le»),60 y la Helena de la tradición griega para poder esca­
par siempre. «Pájaro alado», perseguido por el niño Paris,
fantasma en vuelo al que persigue Menelao, y al que tantos
otros desearían dar alcance, Helena siempre ha levantado
ya el vuelo. Una lectura racionalista de esta metáfora (hija
del cisne, Helena es, naturalmente, un «pájaro») nos arras­
traría demasiado deprisa en la dirección de Meilhac y Ha-

*8 Neutros desde el punto de vista del género tanto como del senti­
do: véase Fedro 225e 5 (poieî ta metà toûto takhy taûta·. «Hace rápida­
mente esto el que sigue aquello») y 256c 3-4 («se dedican a este asunto.
Y una vez este asunto realizado...»).
ís Véase, por ejemplo, Benveniste 1969: 340.
60 Sonetos para Helena II 48, w . 12-14. [Trad, de C. Pujol, Barcelo­
na, Bruguera, 1982. (N. de los I ) ]

432
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

lévy. E s mejor, sin duda alguna, hacerse discípulo de los


escultores griegos, quienes, cuando quisieron representar
a Némesis, le otorgaron alas «a imitación de E ro s»:61 como
el Amor, a quien Platón imagina irónicamente que los dio­
ses denominan Ptérôs, el A la d o /2 la hija de Némesis tiene
alas. Si Eros decide ser benévolo, nada hay más comparti­
do que el «vuelo» de la exaltación sexual: alas del amado-
amada, alas del o de la amante—las de Safo, las del alma en
el Fed.ro, e incluso las de R onsard («Y huidiza mi alma
vuela rumbo a la tuya»)— .S3 La estructura griega del deseo
es tal que, a fin de aproximarse a lo que vuela y siempre se
escapa, es preciso tener alas. Pero al mismo tiempo, la es­
tructura (griega) del deseo es tal que, frente al objeto alado,
uno se halla dolorosamente privado de las mismas. Amar a
Helena equivale a experimentar esta privación, puesto que,
sin duda alguna, en torno a la hija de Zeus, Eris y todos los
hijos de la Noche se han unido a Eros. ¿Qué amante ha
poseído jamás a Helena, incluso cuando ella le seguía has­
ta el lecho, incluso cuando ella se dejaba raptar?
Para expresar el deseo de Helena como experiencia de
la frustración, la reflexión poética de los griegos oscila en­
tre dos figuras que, para abreviar, voy a asociar a Esquilo
y a Eurípides respectivamente: tras los pasos fugitivos de
la esposa de Menelao, la distancia irreparable de la pérdi-

6‘ E l pájaro y las alas: Esquilo, Agamenón 394 (y 691-692); véase


también Eurípides, Helena 606, 618-619, 6 66 -668,1516, así como Lico-
frón, Alejandra 822. Helena «pájaro»: Licofrón, Alejandra 8 7 ,13 1,5 13 ;
Meilhac y Halévy, La belle Hélène I, 5. En los Cantos ciprios, la última
metamorfosis de Némesis la convierte en oca. Némesis alada: Pausa­
nias, I 33, 7.
61 Platón, Fedro 252b.
63 E l vuelo: Platón, Leyes 738c 10-d 1 (aphrodisíón tina diaptóésin).
Las alas: Safo, fr. 22 Campbell, 14; Platón, Fedro 246d, 249d, 25ia-2j2b;
Ronsard, Sonetos para Helena I 17, v. 8. [Trad, de C. Pujol, Barcelona,
Bruguera, 1982. (N. de los T.)]

433
¿QUÉ M UJER?

da se abre como un abismo en el Agam enón, en tanto que


en la Helena euripidea, Menelao, atrapado por el juego del
ser y su doble, descubre que las guerras más encarnizadas
son aquellas que se combaten por un fantasma.

En apariencia, nada es más fácil que robar a la aérea H ele­


na al hombre que la «detenta»— de este modo, Teseo la
substrae de la vigilancia de Tíndaro y París a la de M ene­
lao— . Con la pequeña diferencia de que, raptada, es ella
en realidad la que rapta. Ella atrapa al hombre que rehú-
ye, ella atrapa también al hombre al que sigue. Bajo los
muros de Troya, en la litada, es por «H elena y sus tesoros»
por lo que combaten los griegos. Pero a Menelao le ha qui­
tado mucho más que sus tesoros; le ha desposeído de este
ágalma que constituye ella misma. París restituiría de buen
grado los tesoros, pues cree poseer a la mujer: resulta in­
capaz de adivinar que, virtualmente, Helena le roba su vi­
da y su ciudad. Los amantes de Helena perciben su belle­
za, pero no comprenden su nombre, más verídico64 que su
cuerpo; su nombre, en el que se inscribe la ley que lleva a
la mujer raptada a raptar (h eleín ); ese nombre que Ron­
sard, alimentado de lecturas griegas, hará derivar a su vez
de los verbos «privar», «raptar», «saquear», «arrebatar»,
entre los cuales se desliza, como un siniestro denominador
común, el verbo «m atar». Corresponde a Esquilo el haber
sido el primero en formular de un modo explícito esta eti­
mología, «falsa» para los filólogos, quienes, en última ins­
tancia, prefieren no substituirla por ninguna otra, pero
profundamente verídica para los poetas griegos que, crati-
lianos antes que Crátilo, encuentran el ser en el nom bre:65

64 Agamenón 682: etëtymôs.


65 En opinión de Chantraine 1968: s. v. Heléne, «es inútil tratar de
hallar una etimología». A propósito de la práctica poética griega de es­

434
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

¿Quién pudo darle el nombre de Helena perfectamente


verídico? ¿Acaso alguien a quien no vemos, pero que, con
su conocimiento previo de lo dispuesto por el destino, sa­
be regir una lengua que no yerra el blanco? Dio el nombre
de Helena a la casada disputada por las lanzas, causante
de la guerra. Luego fue, de acuerdo con su nombre, des­
tructora de navios, destructora de hombres, destructora
de pueblos y, tras abandonar el refugio secreto de sus ve­
los preciosos, se hizo a la mar bajo el soplo ligero de un
Céfiro gigante y en seguida partieron numerosos varones,
cazadores armados de escudos, tras el rastro invisible de
los remos, que arribaron a las frondosas riberas del Simois
bajo el efecto de la sangrienta Discordia.66

Helenas, hélandros heléptolis, es decir, H elénë. El nombre


de Helena constituye un destino para los dem ás.67 (Hele­
na), conquistadora-destructora de navios, de hombres, de
una ciudad. Eurípides añadirá que, incluso en un cara a
cara, Helena se apodera de su amante por medio de la se­
ducción de la ausencia, amante «atrapado», del mismo mo­
do que podríam os decir despojado por el póthos, este de­
seo que se sufre según el modo de la pérdida, porque uno
se encuentra desposeído tanto del objeto inalcanzable co­

tablecer una relación de carácter etimológico con el significante, véase


«Polyneikës epénymos. Le nom des fils d’Oedipe entre épopée et tragé­
die», en C. Calame (éd.), Métamorphoses du mythe en Grèce antique,
Ginebra (Labor et Fides), 1988, pp. 151-166.
66 Esquilo, Agamenón 681-698. Véase Ramnoux 19 5 9 :13 1, así como
«De la légende à la sagesse à travers le jeu des mots», en Gentili-Paioni
1 977:19 5-19 6.
67 Como observa P. Judet de la Combe (Bollack-Judet de la Combe
1982: II, 21-22); de acuerdo con él (31-32), observaremos además que, en
este texto, el nombre de Helena «niega» también tanto el de Menelao
(Helénas/Menelao), como el de París-Alejandro (Hélandros/Alejandro).
Añadamos que, en el verso 685, némón constituye posiblemente una
alusión indirecta a Némesis.

4 35
¿QUÉ M UJER?

mo de sí mismo;68 deseo que nada podría saciar, pérdida


sin reparación. Pero en este caso, Eurípides se limita a co­
mentar lo que Esquilo había dicho, de una manera esplén­
dida, en el Agamenón·, ¿qué reparación se puede obtener
por medio de una aparatosa operación militar, cuando ya
el rastro ligero de la fugitiva se ha borrado de la movediza
superficie del mar infecundo?
Estesícoro, al afirmar en forma de palinodia: «N o , no
es verdad que tú hayas partido»,69 confirmaba a contrario
lo que hay de verdad en la naturaleza fugitiva de Helena.
Pero nadie como Esquilo ha sabido expresar la fuerza des­
tructiva de esta criatura de la ausencia. Bébaken·. se ha ido,
siempre, ya. Siempre la Helena de Esquilo ha atravesado
con premura las puertas, y cuando, en los sueños del es­
poso abandonado, se hace visión nocturna, imagen de sue­
ño, ella ya «se le ha escapado de las manos, en el mismo
instante, con alas que siguen los caminos del sueño».70 Y
en el palacio desierto que evoca un coro célebre del A ga­
menón, Menelao está sentado, presencia silenciosa y como
vacía, y se encuentra habitado por la ausencia de la mujer
que ha huido. Pero, en realidad, en este primer stásimon de
la tragedia, que expresa también la pérdida, ¿cuál es, pues,
este fantasma que parece reinar sobre el palacio? Helena,
sin lugar a dudas, según ha respondido y todavía sigue res-

68 Eurípides, Troyanas 981-983.


69 La negación, una vez más...
70 Estesícoro, citado por Platón, Fedro 243a (oud‘ ébas); Esquilo,
Agamenón 406-407 (bébaken) y 424-426 (bébaken), con el comentario
d e j. Bollack (Bollack-Judet d éla Combe 1 9 8 1: 1, 2, 440-442). De acuer­
do con Isócrates (Encomio de Helena 65), Helena se ha presentado a E s­
tesícoro como una imagen en sueños. Licofrón desarrollará la imagen
de una Helena fugitiva (Alejandra 110-1x4 y 130-131) y la de una Helena
amada— esta vez por Aquiles— como un sueño (ibid., 17 1-17 3 ). H ele­
na imagen de un sueño: véase también Ronsard, Sonetos para Helena I
60 y II 41.

436
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

pondiendo, casi unánime, la tradición crítica, bien conoce­


dora de que, de Estesícoro a Eurípides, Helena es ella misma
y su doble. Y con total aplomo (puesto que esta traducción
encaja con algo bien conocido), se sugiere una interpreta­
ción en la que «el fantasma de la mujer huida a ultram ar»
es el que, por la fuerza del deseo (póthos ), reina sobre la
mansión. Sin embargo, existe otra lectura, poco valorada
desde luego por la tradición, aun cuando el texto también
la justifique, pero que dice mucho acerca del vacío provo­
cado por la pérdida:

A causa del deseo de una mujer allende los mares, un fan­


tasma parece finalmente reinar en el palacio.71

En la traducción de Jean Bollack, este fantasma es Mene­


lao, quien, a base de lanzarse a perseguir con el pensa­
miento el rastro de la ausente, ha conseguido modelar su
apariencia como la de un espectro. Frente a semejante lec­
tura, el hábito de las interpretaciones recibidas no ha de­
jado jamás de oponer una viva resistencia: y, no obstante,
¿cómo se puede no estar de acuerdo con esta lectura, des­
de el momento en que estamos convencidos de que H ele­
na tan sólo sabe robar (quitar, arrebatar...)? Menelao, como
un espectro, es la encarnación vacía del doble desposei­
miento que, desde la huida de la esposa, se ha apoderado
de él: desposeimiento que siempre, sobre un fondo de au­
sencia, constituye el póthos, desposeimiento que impone
por definición Helena la bien nombrada. N o es únicamen­
te Afrodita, ni tampoco la plenitud de la mirada amorosa,
aquello que Helena se ha llevado consigo; más grave es la
pérdida que ha infligido a Menelao, robándole cualquier
presencia de sí mismo frente a sí y frente al mundo.

71 Esquilo, Agamenón 414-415, con el comentario de Bollack (1981:


I, 2, 426-432).

437
¿QUÉ M U JER?

Efecto de Helena como carencia, la vacuidad fantas­


mal de Menelao es la figura misma— esquilea, pero mucho
más que simplemente esquilea— de la sexualidad como re­
lación con la pérdida.

Pero, aun cuando no lo hayamos encontrado en Esquilo, no


por ello hemos acabado, sin embargo, con el fantasma de
Helena. Eurípides asigna a esta silueta engañosa la función
de dar forma al espejismo de la sexualidad: griegos y troya-
nos han combatido entre sí «porque creían que Paris poseía
a Helena, a quien, de hecho, no poseía» y aquello que Me­
nelao cree reconquistar, para coronar su pena, no es n a d a /2
Ya antes de Eurípides, pues, Estesícoro había desdo­
blado a Helena:73 mientras que el combate se encarnizaba
frente a Troya, por un eidolon, la hija de Zeus, presente a sí
misma y a su cuerpo intacto, se hallaba lejos, en ese país de
la alteridad que es Egipto para los griegos.74 Si el eidolon,
doble fantasmagórico, es realmente este no-ser que p ro ­
duce la ilusión de la plenitud, este irreal que produce un
efecto de realidad al que se refiere Jean-Pierre Vernant,75
ya se habría podido sospechar leyendo a Homero que a
Helena le llegaría el día en que se desdoblaría en su propio
eidolon·. Helena iliádica, tensa en la denuncia de «H elena»;
Helena ambivalente de la Odisea, quien, entre uno y otro
relato, cambia de signo, pura fidelidad en sus recuerdos,
pura duplicidad en los de Menelao; y, sobre todo, Helena
desdoblada entre la Iliada y la Odisea — de la Iliada, donde

72 Eurípides, Helena 6 n y 718.


73 Estesícoro y la vista: G. Nagy, Pindar’s Homer, Baltimore, 1990;
Helena desdoblada: Zeitlin 1982: 202.
74 E l eidolon·. Estesícoro, fr. 63 Page (al que hará alusión Licofrón,
Alejandra 141-143); en Heródoto (II 113-120) se encuentra otra versión
de la historia egipcia de Helena.
75 Annuaire du Collège de France, 19 76 -19 77, pp. 426-427.

438
E L FA N T A SM A DE LA SE X U A L ID A D

es el espejo de Aquiles y, como tal, está obsesionada por la


exigente preocupación del rumor de la gloria, a la Odisea,
donde, espejo de Ulises, es pensada en la esfera de la se­
mejanza— 7 6 Pero, a este desdoblamiento que atraviesa
los poemas homéricos, vendrán a sumársele muchos otros
en el transcurso de los siglos— a propósito del tema, por
ejemplo, de una Helena a la vez benévola y maléfica: es­
trella de salvación para los navegantes, si hemos de creer al
Orestes de Eurípides, aunque los escolios precisen que,
para el navegante extraviado en la tempestad, es mejor no
ver el astro siniestro de Helena — P Sin movernos de E u ­
rípides, podem os mencionar todavía el estupor del lector
al constatar que la Helena adúltera y criminal del Orestes
recibe la recompensa de la apoteosis, en tanto que, en la
H elena, vergüenza y muerte amenazan a la esposa intacha­
ble. Ello nos lleva de nuevo al eidôlon, a su fuerza de se­
ducción y a sus malas acciones.
No, tú no fuiste a Troya, tan sólo tu doble siguió a P a­
ris: así hablaba, en resumen, Estesícoro. E l honor de la hi­
ja de Zeus quedaba así a salvo y la cosa sexual se convertía
en fantasmagórica, para mayor satisfacción de futuros Pla­
tones. A su vez, Eurípides consagra una tragedia— la H e­
lena — a reflexionar sobre el eidôlon, esta imitación {mi-
m e m a ) . Pero, por el hecho de pasar a la escena trágica, el
desdoblamiento se complica y la inquietud crece, como si
a partir de ahora la proclamación de la realidad no basta­
se para destruir la ilusión.

76 Helena iliádica, espejo de Aquiles: L. L. Clader, Helen, pp. 5 ss.;


a propósito de Helena en el canto IV de la Odisea, véase R. Dupont-Roc
y A. Le Boulluec, «Le charme du récit», en Écriture et théorie poétique,
Paris, 1976, pp. 30-39.
77Euripides, Orestes 16 29 ,16 8 4 , con sus escolios. Apropósito delà
paradoja euripidea de Helena, véase Jouan 1966: 52-53 y Zeitlin 1985b:
81-82.
78 Helena, señora de la mímésis·. Zeitlin 1982: 204.

439
¿QUÉ M U JER?

Existe, ciertamente, el nombre de Helena—por el cual


se ha combatido— y el cuerpo de la mujer— que permane­
ció en Egipto— . Paris poseía el nombre, vana ilusión, no el
cuerpo. «U n nombre tan hermoso y fatal que arrasó a san­
gre y fuego toda Europa y toda A sia»— tal como glosa Ron­
sard— , el nombre de Helena se ha convertido en marca de
infamia, mientras que su cuerpo permanece casto. De acuer­
do. En todo caso, las cosas no resultan tan simples. L a cas­
ta Helena sufre la vergüenza que se vincula a su nombre y,
si bien su cuerpo permanece puro, ella sabe que, en reali­
dad, con el eídólon, fantasma animado con una semejanza
exacta a su hermoso cuerpo de mujer, París poseía algo más
que un nombre. Hasta el punto de que, aun habiendo per­
manecido en Egipto, la esposa de Menelao tiene que reco­
nocer por fuerza que su cuerpo ha destruido los dos ejérci­
tos.79 Por decirlo de otro modo: Helena es un ágalma ■— un
tesoro en forma de estatua— , y nada se puede copiar con
mayor exactitud que un ágalma.i0 Dicho todavía de otra ma­
nera: si la vista no permite distinguir a la verdadera Helena
de su eídólon, ¿cuál es pura visión, la falsa o la verdadera?81
Tal es la temible cuestión a la que, en presencia de Helena,
tendrán que enfrentarse, uno tras otro, dos griegos extra­
viados en Egipto: Teucro creerá ver la imagen cuando en
realidad está viendo a la mujer, y Menelao, cuya razón va­
cila ante la idea de ser «el esposo de dos Helenas», tendrá
dificultades para renunciar a la sombra que durante tanto
tiempo le ha servido de razón para vivir.
Teucro, pues, ve a la mujer y cree estar viendo una vi­
sión ( ópsis ), «imagen sangrienta de aquella que le ha per­

75 Eurípides, Helena 33-36, 42-43, 65-66, 588, 110 0 (el nombre/el


cuerpo) y, sobre todo, 38 3-3 84; Ronsard, Sonetos para Helena II 9, w . 13-
14 (y II 54). [Trad, de C. Pujol, Barcelona, Bruguera, 1982. (N. de los I ) ]
80 Eurípides, Helena 262-263; 7 °4"7°5> I2 I9 (nephélës ágalma).
81 Ópsis y prósopsis·. 557 (559), 569-570, 636.

440
EL FA N T A SM A DE LA SE X U A LID A D

dido a él y a todos los aqueos»; y tiene razón, pero sin dar­


se cuenta: en efecto, una imagen le ha perdido, pero no la
que él cree, precisam ente.82 Las vacilaciones de Menelao
resultan más perturbadoras: él, para quien «H elena» es el
nombre de su prolongado deseo y de su prolongado sufri­
miento frente a Troya, ¿por qué tendría que creer a aque­
lla en quien tan sólo ve a una mujer muy parecida a H ele­
na, cuando le asegura que él ha combatido por un eidolon ?
H aber sufrido por un fantasma formado por una neblina,
haber sufrido por simple aire, haber sufrido por nada, es
más de lo que el esposo de Helena puede soportar después
de más de diez años de guerra y de largos vagabundeos.
Cuando exclama:

L a e n o rm id ad de m is p ru eb as allí ab ajo m e con ven ce m ás


que tú ,83

el espectador comprende perfectamente que ésta es la úl­


tima palabra de la tragedia— el resto es pura intervención
del Cielo, es decir, simple drama, casi com edia— . Aban­
donado a sí mismo, al error de sus sentidos y de su deseo,
Menelao, al igual que Ronsard— «y abrazárala en sueños
como un cuerpo fingido»— ,84 partirá abandonando a H e ­
lena a su destino.

82 Eurípides, Helena 72-77 (y 1 1 8 - 1 1 9 ,1 2 1 ,160-161). Helena, ópsis y


¿ros en el Encomio de Helena de Gorgias: F. Donadi, «Gorgia, Elena 16»,
Bollettino dell’ Istituto di Filología greca (Padua), 4 (1977-1978), pp. 48-
77, especialmente 50-52.
83 Véase, sobre todo, el verso 593, con el comentario de M. Delcourt
(Euripide. Théâtre complet, Bibliothèque de la Pléiade, p. 928) y las ob­
servaciones que, en Le Principe Espérance (trad, francesa, I, París, 1976,
pp. 222-225), E. Bloch consagra a la «realidad» de la Helena-eidôlon. La
guerra para nada: 603, 751; por una neblina: 70 7,750 ; por simple aire: 32.
84 Ronsard, Sonetos para Helena I 60, v. 11. [Trad, de C. Pujol, B ar­
celona, Bruguera, 1982. (N. de los T.)]

441
¿QUÉ M U JER ?

Todo se arreglará, desde luego. Desde la Odisea, H ele­


na regresaba a Esparta en compañía de su marido, y E urí­
pides no podía permitir que Menelao abandonara de esta
manera su presa a favor de la sombra. Sobre todo, porque
conviene que el eidôlon empalidezca frente a su modelo, a
fin de preservar la soberanía de lo verdadero. Pero resulta
importante para mí regresar al origen, y detenerme en el
grito de Menelao, porque expresa de un m odo admirable
cómo, a los ojos de la sexualidad, la distinción entre «ver­
dadero» y «falso» no es pertinente: o bien tan sólo existen
los fantasmas, o bien tan sólo lo verdadero; ¿qué más da,
puesto que los fantasmas son verdaderos y lo verdadero es
fantasmal?

Al detenerme así en el grito de Menelao, no es sólo el final


de la Helena lo que quiero dejar a un lado. E s también el
Platón de la República, cuando afirma que el placer sexual
es el fantasma del auténtico placer y que, por este eidôlon,
se combate «com o se combatía frente a Troya por el fan­
tasma de Helena, por ignorancia de la verdad». ¿Por igno­
rancia de la verdad? Quizá. Pero, ¿qué dios habría podido
convencer a Menelao de que, al pie de las murallas de Tro­
ya, su deseo era falso porque combatía «p o r una túnica
vacía, por una H elen a»?85 En cualquier caso, en vez del
Platón de la República, prefiero el del Sofista, cuando re­
conoce, de buen o mal grado, que las semejanzas son «res­
baladizas».86 Dejemos que Estesícoro y Platón no hablen
del deseo más que en el tono de la palinodia. Dejemos que
Eurípides salve in extremis el honor de Helena después de
haber criticado tantas veces su lubricidad. Queda una evi-

85 Seferis, «Helena», w . 50 y 68.


86 Recuérdese que Helena es una figura querida por los sofistas: véa­
se Cassin 1985.

442
E L F A N TA SM A DE LA SE X U A L ID A D

dencia: doble y una, Helena no resulta jamás tan real co­


mo cuando París la rapta.87 Si la guerra de Troya tuvo lu­
gar por culpa de una sombra, ¿existe algo más verídico
que la guerra de Troya, algo más fantasmal que una H ele­
na casta?
Helena, o más bien: acerca de la sexualidad como el más
real de los fantasm as.88

87 Es ésta la razón por la cual me he ocupado de esta Helena y no de


aquella que, diosa en Esparta o en otras partes, recibe un culto. Pero—
como ya se habrá adivinado— no se trataba para mí de escribir una mo­
nografía exhaustiva a propósito de Helena.
88 Una primera versión de este texto fue publicada en la Nouvelle
Revue de Psychanalyse, 29 (1984: número a propósito de «La chose se­
xuelle»), pp. 11-31.

443
X II
L O Q U E V IO T IR E S IA S

Dedicado a Renate Schlesier.

¿Q u ién p u e d e lle n a r lo s dos p re c ip ic io s de su s o jos?


U n o tien e m ied o de h a lla r en ella algo de v irg in a l,
de in d o m ab le. L a m u jer fu erte n o d eb e ser m ás q u e un
sím b o lo ; en re a lid a d , su visió n p ro d u c e terror.

Ba l z a c , Beatriz ( ia p a rte ).

E m pecem os con el joven Tiresias, en pleno mediodía, en


el Helicón. Termina su infancia, empieza ya su existencia
de adivino ciego: ha visto, ha perdido la vista.
Pero lo que vio Tiresias en el Helicón no es lo mismo
que, en la versión más corriente del mito, vio sobre el m on­
te Cilene: no es el acoplamiento de dos serpientes, no es
eso lo que vio Tiresias; en consecuencia, no fue transforma­
do en mujer y no tuvo que volverse a convertir en hombre,
antes de ser cegado por haber intervenido de un modo im­
prudente en una querella entre Hera y Zeus a propósito de
la intensidad del placer femenino.1
En la otra versión del mito, la única que tomaremos en
consideración aquí, Tiresias vio y fue cegado. Aquello que,
como un relámpago, destruyó sus ojos para siempre fue la
visión del cuerpo desnudo de Atenea.
Invención tardía de poeta helenístico o acaso relato
antiguo,1la historia nos es contada por Calimaco. En com­

1 Acerca de la versión canónica de la historia, véase el dossier reco­


pilado por Brisson 1976.
2 En los versos 55-56 del Himnus in lavacrum Palladis, Calimaco
afirma que otros han explicado la historia antes que él; K. J. McKay, The

444
L O Q U E VI O T I R E S I A S

pañía de la ninfa Cariclo, la virgen divina ha desatado su


péplos y se baña en las aguas de una fuente, en el silencio
del mediodía. Tiresias, efebo cazador e hijo de la ninfa, se
acerca, pues una sed inextinguible dirige sus pasos direc­
tamente hacia la fuente. El desdichado, sin querer, ve lo
que no se debe ver. Atenea, henchida de cólera, grita y la
noche cubre ya los ojos del muchacho...
Si, al investigar esta inquietante extrañeza, nos dete­
nemos en el relato, no cabe la menor duda de que Tiresias
cegado va a jugar en ello un gran papel: henos aquí muy
cerca de aquella «aterradora angustia infantil» de perder
la vista,3 que Freud adivinaba en «el hombre de arena» y
que habría podido buscar en el Him no V de Calimaco. Sin
embargo, nos hemos propuesto rechazar la tentación de
centrarnos sin más tardanza en el complejo de castración,
y no nos vamos a interesar aquí por Tiresias, voyeur a p e­
sar suyo o adivino ciego,4 sino por esta fulguración que en­
volvió de noche la última mirada del efebo. Ello equivale a
preguntarse a propósito de la ley secreta en virtud de la
cual ver el cuerpo de Atenea significa perder la vista, pero,
al mismo tiempo, quizás, adquirir el don de la adivinación.
Este interrogante nos conduce tan sólo hacia Atenea, dio­
sa familiar y súbitamente desconocida, portadora de aque­
lla «v aried ad particu lar de lo aterrad or que deriva de
algo conocido desde hace mucho tiempo, desde hace m u­
cho tiempo familiar»: Atenea, a través de quien lo extraño
no es nada más que una suerte de lo perfectamente cono­
cido.5

Poet at Play. Kallimachos. The Bath o f Pallas, Leiden (Mnemosyne, supl.


6), 1962, se toma en serio esta declaración.
3 Freud 1985b: 231.
4 Lo que no significa que, como figura, Tiresias no resulte del todo
adecuado para esta aventura: véase supra, pp. 23-27.
s Freud 1985b: 215, 221-223 (Unheimlich/Heimlich).

445
¿QUÉ M U JER ?

Quizá porque se identifican con los héroes como H e­


racles, Diom edes o Ulises, protegidos con toda solicitud
por la diosa virgen, los filólogos privilegian de buen grado
en Atenea aquello que la convierte en la figura misma de la
proxim idad:6 tanto en H om ero como en las m etopas de
Olimpia, Atenea, es cierto, es phíle — amada, amante— , y sa­
be cultivar el vínculo de familiaridad que la une a sus pro­
tegidos.7 Pero en ningún momento el poeta se equivoca: se
trata de una «divinidad terrible» (deinS theós ), la que sube
al carro de Diomedes o la que asiste a Heracles en sus tra­
bajos.
Phíle, dein é : en la tensión entre estos dos calificativos
reside, según quisiéramos sugerir, la extraña familiaridad
hecha diosa.

V E R A UN IN M O RTAL, V E R A A T E N E A

A Tiresias cegado, la Atenea de Calimaco—finalmente bon­


dadosa, como la de los filólogos—le explica que ella no
tiene ninguna culpa de este castigo verdaderamente terri­
ble, pero que depende de la antigua ley de Crono: es im ­
posible contemplar a los dioses contra su voluntad (H im ­
no V, 101-102).

6Atenea y Heracles: Iliada V III 362-369; y Diomedes: Iliada V 116-


1x7 y 809; X 283-291; y Ulises: Iliada X 278-280; Odisea I I I 218-224, 37^-
380; X III 372. Atenea, diosa de la proximidad: Otto 1981: 65, 71, 78.
7 Véase E. R. Dodds, Les Grecs et l ’irrationnel, trad, francesa, París
(Flammarion, Champs), 19 77, pp. 44-45 [el original inglés es de 1951;
existe traducción castellana, con diversas reediciones (N. de los I ) ] .
Bien es cierto que, tanto en griego, como «en muchas otras lenguas, fal­
ta el término que designaría este matiz particular de lo aterrador», pero
en la palabra phílos existe virtualmente una extrañeza mucho más in­
quietante (véase Slatkin 1988) que en xénos, nombre del extranjero que
evoca Freud (p. 216) basándose en Reik.

446
LO Q U E VIO T I R E S I A S

Así pues, ¿esta ley general bastaría para dar cuenta de


la historia de T iresias? Lección dem asiado lím pida, a la
cual el lector se resiste, deseoso de preservar todo el senti­
do de la catástrofe que substituyó la luz por la noche, y poco
convencido, quizá, de la inocencia proclam ada por Ate­
nea. Admitamos por un instante que se trata realmente de
no mirar a los dioses a la cara, de no ver a ninguno de ellos
contra su voluntad: entonces será preciso observar, por lo
menos, que en época de Calimaco se han terminado las
epifanías homéricas en las que un dios se m ostraba tan só­
lo a un mortal de su elección (en el canto X V I de la O di­
sea, en la choza de Eum eo, Atenea era visible sólo para
Ulises, y Telémaco, incapaz por completo de contemplar a
la diosa contra la voluntad de ésta, simplemente no veía
nada). Para preservar los ojos de Tiresias, ¿no podía Ate­
nea, por lo tanto, hurtarse a su vista como había hecho en
el caso del inofensivo Telémaco? Es cierto que así se ha­
bría acabado el mito— y también su lógica, en la que, en el
hecho de ver, hay algo de irremediable.
En consecuencia, Tiresias ha visto a un dios— más exac­
tamente, a una diosa llamada Atenea— . A un lector cir­
cunspecto no le está prohibido preguntarse acerca de lo
que, en el imaginario mítico-religioso de los griegos, im­
plica para un mortal la visión de un ser divino,8 especial­
mente cuando se llama Atenea. En realidad, ver a los dio­
ses frente a frente, aun cuando se hallen llenos de buenas
intenciones, resulta para un humano una cosa difícil,9 in­
cluso peligrosa. Así, en la litada, Hera teme que Aquiles
sea presa del terror al percibir sin intermediarios la pre-

8A propósito de esta cuestión, véase sobre todo Buxton 1980:30-32


y A.-F. Laurens y H. Gallet de Santerre, «Des hommes aux dieux en
Grèce: droit de regard?», en Hommages à François Datimas, Montpel­
lier, 1986, pp. 463-481.
9Por ejemplo, Himno homérico a Deméter 105 ss.

447
¿QUÉ M U JER?

senda de los Inmortales en pleno combate: «E s difícil so­


portar la visión de los dioses cuando se muestran a plena
luz» (enargeís ), le explica (canto X X 131).10 Enargés: esta
palabra, que expresa el modo divino de la aparición, indi­
ca etimológicamente el resplandor brillante del rayo, pero
los comentaristas de Homero han visto muy deprisa en
ella— quizá demasiado deprisa—la presencia corporal del
dios.11Podemos jugar a dar un paso más para acercarnos al
terror que suscita la aparición súbita del dios enargés y
adivinar aquí todos aquellos miedos que acompañan un
cara a cara entre el hombre y lo divino, los mismos que el
arte figurativo de la época arcaica expresa por medio de la
representación frontal.12Pero, tanto como si se preocupan
poco por mostrar su cuerpo divino como si evitan el.cara a
cara, los Inmortales raramente utilizan en Homero la apa­
rición enargés y prefieren manifestarse a los humanos bajo
formas múltiples en las que el hombre puede reconocer—
después, por regla general— que se trataba de un dios. C o­
sa distinta es identificar esta aparición precisando el nom ­
bre del dios: en el canto X III de la litada, Posidón adopta
los rasgos del adivino Calcante para dirigirse a los guerre­
ros griegos. Rápido como un halcón, se ha alejado ya en el
momento en que Ayax sigue preguntándose dónde se ha
escondido el adivino bajo forma humana. Y a pesar de que,
orgulloso de haberlo adivinado, el héroe concluye: «L os
dioses se dejan reconocer con facilidad», no debemos 11a­

10 O bien, por traducir como Pucci 1985: 171 (y 1986: 8): «Los dio­
ses resultan terribles cuando se aparecen en todo su esplendor.»
11 Así, al comentar Odisea III 420 (donde Atenea ha llegado enar­
gés), Eustacio dice que «ella se aparece a la vista corporalmente» (sóma-
tikñs). A propósito de las dificultades que comporta la comprensión del
término enargés, véase Pucci 1986: 21-22.
12 A propósito del terror del cara a cara y la máscara de la Gorgona
que lo encarna en su frontalidad, véase Schlesier 1982: 23 ss., Vernant
1985 (y 1989: 119-120).

448
LO Q U E VIO T I R E S I A S

marnos a engaño; lo que Áyax «ha reconocido» es la gene­


ralidad de lo divino, que ha descifrado en «las huellas de
los pies»: no ha podido reconocer a Posidón, como tam ­
poco Eneas, en el canto XV II, identificará a Apolo en el
dios que, bajo los rasgos de un heraldo, se ha mantenido
muy cerca de él para estimular su valor. A partir de H o ­
mero, con toda evidencia, existe una suerte de reticencia
por parte de los dioses a mostrarse en persona.13
En cambio, con Atenea, el caso es diferente. Desde el
episodio inicial de la litada (donde Aquiles reconoce instan­
táneamente a la diosa en los ojos terribles que le contem­
plan)'4 hasta las tragedias áticas (donde Atenea practica
de buen grado la epifanía, para mayor placer del público
formado por sus ciudadanos), pasando por la Odisea (don­
de, cuando lo desea, sabe hacerse enargés para U lises), a
Atenea parece gustarle el cara a cara con los mortales y,
por más habituada que esté al juego de las apariencias,
tampoco desdeña manifestarse en persona, aunque no ten­
ga la intención de dejarse ver más que por sus favoritos.
¿Inclinación de la virgen guerrera por la epifanía?15 Puede
ser. Cuando, en los poetas, los dioses dejarán de manifes­
tarse en beneficio de un solo héroe y se mostrarán sin du­
darlo a cualquiera, la diosa será todavía más peligrosa p a ­
ra con aquellos que no ha escogido.
Cosa que nos lleva de nuevo a la aventura de Tiresias
en el Helicón. Sin embargo, antes de regresar a Calimaco,
nos detendremos un instante en una epifanía euripidea
muy singular de Atenea, al final del Ión:

13 De la litada a la Odisea, la estrategia textual de la epifanía es, des­


de luego, muy diferente, como bien ha visto Pucci 1986: 8; pero no es
éste mi tema aquí.
14 A pesar de los argumentos de Pucci 1985: 176 , a favor de mante­
ner la indecisión (ojos de Aquiles/ojos de Atenea), yo opto por tomar
partido una vez más: véase n. 33.
15 Otto 1981: 61.

449
¿QUÉ M UJER?

¡Ah! ¿Quién es el dios que asoma su cabeza, resplande­


ciente de luz, por encima del palacio? ¡Huyamos, madre!
No debemos contemplar lo divino si no es el momento en
que su visión se nos concede (Ión 1549-1552).

Atenea se apresurará a detener el impulso de Ión, preci­


sando que viene como amiga; sin embargo, no desmiente
la idea de que hay un tiempo para ver a los dioses y un
tiempo para rehuir su encuentro. Calimaco no piensa de
un modo distinto y, aunque insista acerca del carácter per­
fectamente involuntario de la falta de Tiresias, esta circuns­
tancia atenuante no basta en modo alguno para evitar el
castigo. Pero es importante para mí que, tanto en un caso
como en otro, más allá de la generalidad de la advertencia
(no contemplar a los dioses contra su voluntad), se trata en
definitiva de evitar la visión de Atenea. Sin lugar a dudas,
la diferencia que existe entre ver a Atenea y ver a otro dios
cualquiera no es negligible; elucidarlo exige, pues, que nos
preguntemos a propósito de la relación específica que man­
tiene la diosa con el ver y el ser visto: volveremos a ello
después de que hayamos precisado la lectura del texto de
Calimaco.
Vemos a Tiresias, pues, cegado en pleno mediodía. An­
tes de que Atenea se escude en la implacable ley de Crono,
el lector del himno se ha formado su propia opinión: el ac­
cidente («vio lo prohibido») ya estaba incluido en la ad­
vertencia dirigida, algunos versos antes, a los ciudadanos
de Argos («los ojos de quien vea desnuda a Palas contem­
plarán la ciudad por última vez»),16 y la ninfa Cariclo saca

16 H. Kleinknecht, «Loutrá tés Pallados», Hermes, 74 (1939), pp.


301-350, especialmente 316 (reimpr. en Wege der Vorschung: Kallimachos,
ed. A. D. Skiadas, Darmstadt, 1975, pp. 207-275), se interesa por este
eco tan sólo desde el punto de vista de la relación entre el mito y el rito.

450
L O Q U E VI O T I R E S I A S

de inmediato la siniestra conclusion («¡D esdichado hijo


mío! H as visto el pecho y los flancos de Atenea; pero no
volverás a ver nunca más el sol»). Atenea puede perfecta­
mente evocar el carácter general de la ley, pero el lector sa­
be que Tiresias fue cegado por haber visto a Atenea, y a
Atenea desnuda.17 Por haber visto, él, varón imprudente,18
el cuerpo desnudo de la diosa a propósito de la cual Cali­
maco se toma la molestia de precisar que, en su virginidad
implacable, ni siquiera se contempló en un espejo en la le ­
jana ocasión del Juicio de París y de la rivalidad entre las
tres diosas.
Llegados a este punto de nuestra lectura, resulta impor­
tante plantear ciertas preguntas, simples en apariencia, p e ­
ro cuya respuesta es poco clara.
¿Qué significa ver &Atenea desnuda ? O, por decirlo en
otras palabras: ¿qué se ve al contemplar el cuerpo desnu­
do de Atenea?
Y al mismo tiempo (pregunta que ya hemos intuido, a
la que ya nos hemos enfrontado), ¿qué significa en general
ver a Atenea?
El texto de Calimaco nos invita con insistencia a co­
menzar por la primera cuestión. Harem os caso de la suge­
rencia, manteniéndonos atentos, sin embargo, a fin de no
olvidarnos de afrontar, a su vez, la segunda.

17 De acuerdo con Apolodoro, la versión según la cual Tiresias «fue


cegado por haber visto a Atenea desnuda por completo» se remonta a
Ferécides (Biblioteca III 6, 7).
18 Señalemos que la prohibición de ver desnuda a Palas concierne a
los hombres (w. 51-54) y es posterior a una prohibición específica des­
tinada a las mujeres (w. 45-48). A propósito de la dimensión ritual del
himno y la cuestión de los baños de estatuas, véase L . Deubner, Attische
Feste1, Berlín, 1956, y Ginouvés 1962: 283-284, 292-294.

451
EL C U E R P O P R O H IB ID O DE LA « P A R T H E N O S »

Figura muy destacada del imaginario griego, la muchacha


(parthénos) resulta a un tiempo amenazada y terrible— cosa
que, en el fondo, viene a ser lo mismo— , y conviene ocul­
tarla bajo la envoltura protectora del vestido, del velo.
Ninguna diosa tiene más derecho que Atenea al título de
Parthénos y, a causa de haber entrevisto el seno y los flan­
cos de la diosa, Tiresias descubre lo que nadie, ni dios ni
hombre, debe conocer jamás, hasta tal punto Atenea se
mantiene fiel a su voto de virginidad. H a visto un cuerpo
prohibido (quizás, incluso, e l cuerpo prohibido).
Existe, es cierto, otra diosa virgen, cuyo cuerpo p ro ­
hibido fue objeto de una visión y, para el mortal im pru­
dente, la aventura term in ó— C alim aco se com place en
subrayarlo— todavía peor: Atenea tan sólo arrebató a Ti­
resias la vista, en tanto que Ártemis (la historia es bien co­
nocida) consagró a Acteón a la muerte. Acteón, Tiresias;
o mejor dicho: Ártemis, Atenea. D e la confrontación en­
tre ambas historias tan parecidas entre sí, si bien la más
conocida— la de Artemis y Acteón—tiene aquí como úni­
ca finalidad ilustrar la otra, el texto deriva buena parte de
su sentido. Pero, si al otorgar determinadas ninfas como
compañeras a Atenea, esta amiga de los héroes viriles,
Calimaco parece convertirla en otra Ártemis, entre ambas
aventuras la oposición predomina, sin lugar a dudas, so ­
bre las semejanzas.19 Aun cuando, por una misma culpa,
Atenea quite la vista y Ártemis la vida al culpable, ¿la di­
ferencia entre ambos castigos se explicaría tan sólo según

15 En las Diottisíacas de Nono (V 337-345), al expirar, Acteón se ex­


tiende largamente sobre el tema— esbozado en Calimaco— de la manse­
dumbre de Atenea comparada con la crueldad de Ártemis («¡Bienaven­
turado Tiresias! Pues tú has visto, sin pagar con la vida, las formas
desnudas de Atenea»).

452
LO Q U E VIO T I R E S I A S

la diferencia de funciones asumidas por las dos diosas,


cazadora la primera, acostum brada a matar, en tanto que
la otra mantiene una relación específica con la vista?20
Nos gustaría añadir otra diferencia más, diferencia que
deriva de la manera en que cada una de estas dos vírgenes
posee un cuerpo. A Artemis le gusta bañarse, y su desnu­
dez, que revela de buen grado a la mirada de sus ninfas,
forma parte constitutiva de su castidad provocadora, que
atrae irresistiblemente el deseo del cazador. En cambio,
del cuerpo de Atenea incluso los mismos poetas saben
muy poca cosa y, si debem os hacer caso a Calimaco, está
lejos de cualquier pensamiento de seducción cuando se
baña a la manera de los atletas. Consciente de esta dife­
rencia, Nono de Panópolis, imitador tardío de Calimaco,
recurrirá a la historia de Acteón— mucho más dramática
o más explícitamente erótica— y, al convertir a Artemis
en «la diosa que no se debe contem plar» y al joven caza­
dor en su «contem plador insaciable» precisará que la m i­
rada del amante «recorre el casto cuerpo de la virgen con
la que nadie debe casarse»: en el caso de Artemis, su cuer­
po (démas ) es un cuerpo enteramente revelado a la mira­
da, en tanto que a Atenea el mismo Nono le atribuye tan
sólo «form as desn u das» ( eídos , un m odo de expresar la
belleza en su inm aterialidad). Démas, eídos·. dos diosas
vírgenes, dos maneras de tener o de no tener un cuerpo.
Y, dado que es Atenea quien aquí nos interesa, resulta
forzoso constatar que no se sitúa en el lado, en definitiva
simple, donde se tiene sencillamente un cuerpo, aunque
sea para conservarlo para sí misma, como Artemis. ¿D e
qué modo podem os, pues, hablar del cuerpo desnudo de
Atenea?

20 Ésta es la interpretación de K. J. McKay, op. cit., p. 27.

453
¿QUÉ M UJER?

Lo que vio Tiresias al sorprender a Atenea en el baño... Es


viva la tentación de sugerir que lo que vio guardaba más o
menos relación con el descubrimiento de la bisexualidad.
Porque, para empezar, en esta versión del mito, el cuerpo
de Atenea ocupa el lugar de la pareja de serpientes, sím ­
bolo suficientemente claro de la revelación de la bisexua­
lidad, que Tiresias vio— y separó— en el monte Cilene.21
Pero es el mismo Calimaco quien nos invita a esta inter­
pretación al insistir acerca de la virilidad de la virgen de
los brazos robustos que prefiere, antes que los perfumes,
los ungüentos y el espejo, el aceite de los atletas con el que
unge su cuerpo (H im no V, 5-31).22 ¿Y qué decir del cuerpo
desnudo de una virgen viril? Un gran silencio responde a
esta pregunta, y nadie se sorprenderá por ello. Ningún
griego— ni Calimaco ni ningún otro— se habría atrevido a
imaginar la desnudez de Atenea y todavía menos a descri­
bir con detalle el cuerpo de la diosa poliada. Evidente­
mente, en lugar del título femenino de theá (diosa), la Par-
thénos prefiere, de modo institucional en Atenas, el nombre
masculino de theós, ligeramente feminizado por el artícu­
lo: ella es he theós, la divinidad. E s cierto que Aristófanes

21 E l acoplamiento de serpientes y la bisexualidad: Brisson 1976:


55-56. Sean cuales fueren las afinidades de Atenea con la serpiente, no
nos atreveremos, sin embargo, a afirmar con Brisson (66) que «Atenea
puede ser asimilada a una serpiente». Más vale razonar en términos de
secuencias míticas y observar: 1) que, en esta versión, ver-a-Atenea equi­
vale a ver-copular-a-las-serpientes; 2) que, en buena lógica, ver a Atenea
equivale también para Tiresias a las otras dos secuencias que preceden
al castigo (pasar por la experiencia de la feminidad, hacer de árbitro en­
tre Zeus y Hera en su querella): si confrontamos las dos versiones del
mito y si aceptamos que la de Calimaco es un «condensado» de la otra,
es preciso seguir el método hasta el final.
22 Según Jouan 19 6 6 :10 1, Calimaco estaría haciendo alusión aquí al
Juicio de Sófocles, en el que Atenea se conformaba con aceite, mientras
que Afrodita utilizaba un ungüento perfumado.

454
L O Q U E VI O T I R E S I A S

no desaprovecha ninguna ocasión para reírse de la ciudad


de Atenas, donde «un dios m ujer (theós gyné ) se yergue
completamente armada, y Clístenes el invertido, armado
de ... una rueca». Pero ni siquiera el cómico ateniense, tan
aficionado a los juegos a propósito de los géneros m ascu­
lino y femenino, se habría atrevido a adoptar la broma de
un cierto Teodoro: a un discípulo de Euclides que hacía la
observación de que Atenea «no es un dios (theós), sino
una diósa (theá ), puesto que sólo los machos pueden lla­
marse dioses», el osado personaje le habría objetado, con
gran escándalo de Diógenes Laercio, que es quien nos na­
rra la anécdota, lo siguiente: «¿D ónde se ha enterado Es-
tilpón de esto? ¿Acaso le ha levantado el vestido y le ha
contemplado el jardín ?»23 No se puede levantar el vestido
de Atenea, Teodoro lo sabía perfectamente, a pesar de su
falsa ingenuidad de filósofo que finge ignorar que theós
designa, más allá de la diferencia de los sexos, a la divini­
dad misma y su estatuto neutro. Pero la anécdota resulta
interesante, porque revela tanto la perplejidad griega fren­
te a la Parthénos , como el rechazo a ir más lejos.
Quizá los defensores de una Atenea bisexuada volve­
rán a la carga evocando alguna tradición tardía, en la que
lo que Tiresias ha visto en realidad es el Paladio.24 Pero,
como es sabido, esta célebre estatua de Atenea, dotada de

13 Atenea es hé theós en las inscripciones atenienses; theos gyné·.


Aristófanes, Aves 829-831; anécdota de Teodoro: Diógenes Laercio, II
116 , donde el jardín es una metáfora del sexo, cosa digna de destacar,
tratándose de la Parthénos— se habla más bien de la «pradera hendida
de Afrodita»— . Theós como designación neutra de lo divino en sí: en el
canto X X de la Odisea, Atenea, dirigiéndose a Ulises o bien sentada a su
lado, es la diosa de los ojos glaucos (thea glaukdpis·. 44, 393), pero, en
el momento en que quiere afirmar su esencia divina, exclama: «Yo soy
theós» (47).
M Véase Frontisi 1975: 104 -106 y 110 (ver el Paladio); descripción
del Paladio: Apolodoro, I I I 12, 3.

455
¿QUÉ M U JER ?

virtudes eminentemente apotropaicas, sostenía con la m a­


no derecha una lanza y con la izquierda una rueca y un hu­
so (a la derecha, lado masculino, el emblema de la virilidad,
en la izquierda, la insignia de las mujeres). Pero el texto de
Calimaco no justifica en modo alguno semejante lectura:
en él, efectivamente, el mito de Tiresias constituye el ai-
tion de la costumbre argiva del baño de Palas— o, más
exactamente, del Paladio— , pero si, a lo largo de su des­
cripción del rito, el poeta ha podido confundir a la diosa y
a su estatua, en el relato de la aventura de Tiresias cualquier
referencia al Paladio ha desaparecido, y es la diosa en per­
sona— sómatikós, como diría un escoliasta— la que deja
ciego al imprudente.

Tratándose de Atenea, mejor no ser demasiado imaginati­


vo: se puede fantasear acerca de «la Virgen ... como cuerpo
fálico»,25 pero conviene sobre todo matizar la lectura de
Calimaco con la ayuda de otros textos. ¿Acaso no es cier­
to que Atenea no se contempla jamás en el espejo? L a ra­
zón es que aborreció el espejo de las aguas un día que, to ­
cando la flauta que acababa de inventar, se contempló en
ellas y descubrió su rostro desfigurado a la manera gorgó-
nea.26 De este modo, la diosa que encanta a los filólogos
porque—como afirman ingenuamente— «es mujer y, sin
embargo, es como si fuese un hom bre»,27 la misma A te­
nea, pues, no resulta ajena a la preocupación por su belle­
za, puesto que no ha soportado verse afeada (ámorphos ) y

25 Cita de G. Rosolato, en un trabajo donde se pregunta: «Que con­


templait Freud sur l ’Acropole?», Nouvelle Revue de Psychanalyse, 15
(1977), p. 135.
16 Tocar la flauta es hacerse la máscara de la Gorgona; véase Schle-
sier 1982 y Vernant 1985:56-58.
17 Cita de Otto 1981: 72.

456
LO Q U E VIO T I R E S I A S

ha lanzado lejos de sí el instrumento que consideró a par­


tir de entonces como una «ofensa a su cuerpo» (sémati
lym a )— dado que, para esta circunstancia, Atenea ha reen­
contrado un cuerpo (süma)— . Sus austeros admiradores
se escandalizan, desde luego:

N o p u ed o c re er que la d ivin a A te n e a , tan sabia, ... se haya


asu stad o ante la fe a ld a d d esagrad ab le a la vista y haya
a rro ja d o la fla u ta con su p ro p ia m ano. P u e s, ¿d e q u é m a­
n e ra el a rd ien te am or p o r la am able b e llez a p o d ría h a b e r­
la d o m in ad o , a ella, a quien C lo to asign ó una virg in id ad
sin m atrim o n io y sin h ijo s ? 28

Pero este reproche nos lo sugiere: si la virgen viril aborre­


ce los espejos, los aborrece precisamente porque es mujer.
Atenea es mujer. Preciso es repetirlo, por más fuerte
que sea, desde Calimaco a los historiadores modernos de la
religión, la tentación de borrar esta dimensión constitutiva
de la figura de la Parthe'nos (¡intensidad del deseo masculi­
no de tranquilizarse al lado de una mujer de la que ya no se
tendría miedo porque— por fin—habría dejado de ser una
verdadera mujer!). Que Atenea es una mujer— y «una mu­
jer alta y hermosa»— es algo que Ulises, en la Odisea, no po­
ne jamás en duda: si el héroe subraya la dificultad que ex­
perimenta para reconocer a la diosa inmediatamente, hasta
tal punto ella es hábil para adoptar cualquier forma, basta
con que, en lo que concierne al cuerpo (démas), Atenea se
convierta en semejante a una mujer29 para que Ulises la re­

28 Relato de la aventura y comentario en Ateneo, X IV 616; véase


también Plutarco, Moralia 456b (amorphia); Apolodoro, I 4, 2 (amor-
phon)·, Clemente de Alejandría, Pedagogo II 31, 1 (aprepés) y las varia­
ciones latinas de Ovidio (Arte de amar III 505; Pastos V I 699). A pro­
pósito de la noción de amorphia, debo mucho a la investigación llevada
a cabo por Maurice Olender.
19 Aun en el caso de que no se trate de la «verdadera» figura de Ate-

457
¿QUÉ M U JE R ?

conozca en seguida. Sin duda alguna, ante la lectura de este


pasaje, se podría sugerir que, percibida siempre bajo sus
apariencias, la diosa carece en realidad de un cuerpo p ro ­
pio; pero persiste la impresión de que Atenea únicamente
puede ser identificada por Ulises como la diosa Atenea b a­
jo la forma de una mujer, y tan sólo bajo esta forma.
Ante la im posibilidad de atrapar de modo firme a una
Atenea bisexuada, ¿acaso deberemos resignarnos a con­
cluir sin mayor deliberación que Tiresias descubrió pura y
simplemente que «este ser viril no es más que una m ujer»?
¿O bien que sorprendió «esta naturaleza femenina que
ella disimula bajo los rasgos exteriores de una función— la
guerra—reservada a un sexo que no es el suyo»?3°
No resulta evidente que esta conclusión de sentido.co­
mún agote el sentido de la historia. En busca de lo que vio
Tiresias, sin duda alguna—volveremos sobre ello— es con­
veniente superar la alternativa demasiado simple entre la
virilidad secreta de la virgen y la apariencia guerrera que
esconde un cuerpo de mujer. No resulta evidente, sobre
todo, que se pueda imaginar un espectáculo que el texto se
guarda muy mucho de precisar.31 D e modo que, para p ro ­

nea, sino de una de las muchas que es capaz de adoptar (Pucci 1986: 14-
15). Odisea X I I I 287-319 (y X V I 157-164); no obstante, en el v. 288 (démas
d'éikto gynaikí), traducir, como hacen V. Bérard y Ph. Jaccottet, es forzar
el texto: «Ella retoma los rasgos de una mujer», cosa que implica prejuz­
gar la forma «ordinaria» de Atenea; a lo sumo, el texto permite entender:
«En lo que respecta al cuerpo, ella había adoptado forma de mujer.»
30 Brisson 1976: 34, la cursiva es mía. De un modo más sutil, B u x ­
ton, que acepta en su conjunto a grandes rasgos el razonamiento de
Brisson, señala que pasar de la masculinidad aparente a la feminidad la ­
tente «significa una transgresión más radical de la identidad divina, lo
que no ocurre con la feminidad “ transparente” de Afrodita» (1980: 31).
3 ' En el v. 8 8, stéthea kaílagónas (el seno y los costados) no tiene na­
da de descriptivo; estos términos sirven simplemente para localizar una
parte del cuerpo humano, tanto masculino como femenino.

458
LO Q U E VIO T I R E S I A S

gresar, desplazaremos un poco la cuestión, y, dado que, en


el «ver a Atenea», hemos ido perdiendo de un m odo pro­
gresivo el ver, nos limitaremos de momento al ver de la
diosa.

LA D IOSA, E L OJO Y E L V E R

El ver de la diosa: fórmula ambigua, pero cuya ambigüe­


dad resulta inherente al pensamiento griego acerca de la
visión, donde, en una reciprocidad total del ver y del ser
visto, percibir a un dios equivale a caer bajo su mirada—
como si, a fin de cuentas, no se viera nada mejor que el ojo
del otro, como si a cada vistazo, se jugara todo entre dos
miradas— . Así, se reconoce a Afrodita por su cuello deli­
cado, por su seno deseable, pero también— de un modo
más extraño— por sus ojos brillantes; así, para el Hipólito
de Eurípides, no ver a Ártemis equivale a no ver su ojo.31
L a Parthénos no tiene intención de saltarse esta regla:
cuando, en el canto I de la litada, se mantiene al lado de
Aquiles, visible solamente para él, el héroe reconoce de in­
mediato a la glaukôpis A thénë, la virgen de la mirada azul
penetrante,33 gracias al terrible resplandor de sus ojos.
¿Acaso ver a Atenea se agota en la mirada de su ojo pene­
trante? Volviendo al texto de Calimaco, podríam os creer­
lo por un instante:

52 Iliada III 396-397 (Helena y Afrodita); Himno homérico a Afro­


dita 18 1 (Anquises y Afrodita); Eurípides, Hipólito coronado 86. A pro­
pósito de la reciprocidad del hecho de ver, Frontisi 1975: 110.
33 Iliada 1 197-205; en el v. 201, con Otto y M cKay y contra Mazon
(quien ve allí los ojos de Aquiles), yo interpreto los deinb ásse como los
de la diosa; acerca de ósse para expresar la mirada de fuego, véase A.
Prévôt, «Verbes grecs relatifs a la vision et noms de l ’oeil», Revue de
Philologie, 1935, p. 271.

459
¿QUÉ M U JER?

N inguna falta de esp ejo tam p o co; su ojo es lo b astan te


herm oso siem pre.34

A lo mejor en el ojo de Atenea existe el suficiente terror


como para que la misma diosa evite su propia mirada. Por
lo menos, si el juego de las miradas es fascinación, debe­
mos suponer que Atenea no tiene la menor intención de
atraparse a sí misma en la trampa del mirar, ella que rige
como soberana omnipotente la vista de los mortales. La
misma Atenea es quien, en el canto V de la litada, disipa la
bruma de los ojos de Diomedes, y el héroe, en el tiempo
que dura la batalla, sabrá distinguir a un dios de un hom­
bre (al cegar a Tiresias, ¿qué clase de distinción pretende
impedirle hacer Atenea?). También es ella, «la diosa con
el ojo de Gorgo, la virgen indomada de Zeus», quien, en el
Ayax, vela los ojos al héroe al que pretende arruinar. Es
ella, por último, quien, diosa guerrera, surgida «resplan­
deciente en el fulgor de sus armas, brillo de bronce para
los ojos», deslumbra desde su nacimiento incluso el ojo
de los Inmortales.35 ¿Cómo no iba a castigar a través de los
ojos a aquel cuya falta estriba precisamente en haber visto?
Sin embargo, si, de acuerdo con una sugerencia form u­
lada en alguna ocasión,36 Calimaco sitúa la historia de T i­
resias bajo la autoridad de la Atenea Oxyderkés (de m ira­

34 Himno V 17, pasaje que M cKay considera con razón importante.


A propósito del espejo (en el que uno se ve de cara y bajo la forma de un
simple rostro), cf. J.-P. Vernant, «Résumé des cours et travaux», Annuaire
du Collège de France ip/p-ip8o, pp. 453-459, y Vernant 1989: 117-129 .
35 Iliada V 127-128 (Diomedes); Sófocles, Ayax 450 (hê Dios gor-
gñpis adámatos thea) y 51-52, 83-85 (Atenea y Áyax); fragmento órfico
17 4 Kern, con el comentario de Detienne-Vernant 19 7 4 :17 2 .
36 Esta hipótesis sirve de base a la interpretación del Himno V por
K. J. McKay; acerca de Atenea Oxyderkés en Argos (Pausanias, II 24, 2)
y Ophthalmitis en Esparta, véanse las observaciones de L. R. Farnell,
The Cults o f the Greek States, I, O xford, 1896, p. 279.

460
LO Q U E VIO T I R E S I A S

da penetrante) de Argos, podem os aventurar que el hijo


de Cariclo apenas si tuvo tiempo para contemplar lo que
le estaba prohibido: de modo instantáneo, la luz inquie­
tante del ojo de la diosa cegó al imprudente voyeur.
¿Quién ha podido jamás ver impunemente a Atenea sin
que ella haya decidido previamente contemplarle? Cuando,
al final del lón, aparece su rostro resplandeciente como el
sol, ante el terror de Ión, la diosa se ve obligada a precisar
que no viene como enemiga. Incluso esta precisión suena
de un modo siniestro, como si, a fin de no provocar inme­
diatamente una huida desesperada— la misma, por ejem­
plo, que provoca la égida en la Ilíada — , la que dio muerte
a la Gorgona, revestida ella misma con la piel de la M edu­
sa, tuviese que recordar que también puede ser benevo­
lente.
En efecto, es preciso decidirse a dejar de lado a la lu ­
minosa benefactora de los filólogos, a fin de hablar de la
G orgona o, por lo menos, de esta luz negra que constituye
el aspecto gorgóneo de Atenea. Y ello no basta. L a diosa
es además portadora de la égida, que provoca «en el ad­
versario una parálisis fulminante cuya eficacia mágica está
... sobredeterm inada por la m áscara de la Gorgona, con su
mirada de muerte que paraliza todo cuanto alcanza, en la
inmovilidad de la piedra»37 (de este modo, Yodama, la sa­
cerdotisa, fue petrificada por haber visto de noche, en el
santuario, a la diosa cubierta por el G orgóneion ); pero,
Oxyderkés o Glauküpis, posee la mirada aguda de las ser­
pientes.38 Es más, los poetas la denominan con frecuencia

37 Cita de Detienne-Vernant 19 7 4 :17 3 ; historia de Yodama: Pausa­


nias, IX 34, 2.
38 Oxyderkés·, recordemos que la raíz de dérkomai, que expresa la
intensidad de la mirada, proporciona uno de los nombres de la serpien­
te, drákón (cf. A. Prévôt, «Verbes grecs relatifs à la vision», pp. 233-
235); glaukôpis·. en la Olímpica V III de Píndaro, las serpientes son glaû-
koi, lo que el escoliasta glosa como «terroríficas».

461
¿QUÉ M U JE R ?

Gorgêpis, como si en su ojo glauco, metonimia de la G o r­


gona, se hubiera refugiado todo el poder maléfico de la
criatura ctónica que ella destruyera en otro tiempo. Pene­
trante es el ojo de Atenea Oxyderkés, el ojo del Paladio, el
ojo de las estatuas cultuales o apotropaicas de la diosa.39
Pero también es penetrante el ojo de Palas para el mortal
que la ve de un modo imprevisto. Y, sin embargo, ¿qué p o ­
día temer Atenea de la mirada de Tiresias? Si, al desnudar
su cuerpo, la diosa ha renunciado a la protección de la égi­
da, ¿acaso la Gorgona no vela desde dentro del ojo de P a­
las?
Preguntas sin respuesta y, en este caso, quizás ociosas.
Pues, si el mito habla del cuerpo desnudo de la diosa, esta
precisión es, tratándose de Atenea, tan insólita como para
que no pasemos por alto su examen. Pero este excurso a
través del ver de Atenea probablemente no haya resultado
del todo inútil, dado que, decididamente, ha focalizado
nuestra mirada sobre esta incógnita: el cuerpo de la diosa.
La reciprocidad del ver y del ser visto, que sugiere por sí
misma que el espectáculo de Atenea es algo muy peligro­
so, ¿gana algo suplementario al desnudar a la diosa? ¿Q ué
hay, pues, en este cuerpo súbitamente percibido y al pun­
to arrebatado a la mirada?

39 A propósito de la eficacia de la mirada de la estatua arcaica:


Frontisi 1975: 108-110; Plutarco, Moralia 309^ donde, citando al histo­
riador Dércilo, explica la aventura del troyano lio, cegado por haber
rescatado el Paladio del templo en llamas, si bien recuperó la vista des­
pués de haber aplacado la ira de la diosa; recordemos la prohibición de
ver a Palas que pesa sobre los hombres de Argos (es decir, según el es­
colio al Himno V de Calimaco, el Paladio que, cada año, bañaban las
mujeres argivas).

462
E L C U E R P O IM P O S IB L E D E LA « P A R T H E N O S »

¿Y si ver la desnudez de Atenea fuese ver un adynaton ? In­


terrogante sin duda alguna incómodo, tanto para quien lo
formula como para quien lo lee, y que puede atribuirse a
un gusto desmesurado por la complicación: este enunciado
es uno de aquellos que se suelen refutar por medio del re­
curso a la «evidencia». D e este modo, algunos lectores se
han apresurado a proporcionar pruebas de que el cuerpo
de Atenea era simplemente un hermoso cuerpo femenino.
La ocasión para demostrarlo se encuentra en seguida: uno
puede invocar el famoso concurso de belleza de las diosas
ante el pastor Paris. Una pieza de plata etrusca muestra el
baño de las tres Inmortales antes del Juicio fatal de París: a
la izquierda y a la derecha Hera y Afrodita, con el pecho
desnudo; en el medio, con un vestido sumamente sencillo,
una mujer hermosa, de formas generosas, largos cabellos
sueltos; a sus pies, cuidadosamente depositados, un casco,
una lanza, un escudo, unas sandalias y una túnica delatan
con insistencia la identidad de la mujer que se baña— pues
sí, se trata realmente de Atenea...— 40 Pero, digámoslo cla­
ramente, puesto que nada ciega la mirada, la imagen «real»,
a pesar de su voluntad de realismo (y quizá por esta única
razón), no llega a convencernos de su realidad, como tam­
poco lo hace alguna representación del Juicio de Paris por
Claude Lorrain, donde Atenea es la que va más desnuda de
las tres diosas, al lado de una Afrodita bastante desvestida,
pero púdica, y de una Hera vestida de pies a cabeza.41 Re­

40 Véase C. Calvi, «II piatto d’argento di Castelvint», Aquileia Nos­


tra, 50 (1979), pp. 355-356, fig. i. Doy las gracias a Claude Bérard por
haberme procurado, a petición de François Lissarrague, la fotografía de
este documento «para hacerme ver lo que vio Tiresias».
41 «Paisaje con el Juicio de Paris», Washington, National Gallery
(n.° 2355).

463
¿QUÉ M U JER?

sulta preferible que nos remontemos más atrás y constate­


mos que, en la tradición, las diosas no se manifiestan des­
nudas a Paris, sino dotadas de sus atributos funcionales— y
los de Atenea, entre los que debemos contar el casco y la
coraza, forman parte de su atuendo— ;42 que constatemos
también que el tema euripideo del baño de las diosas (te­
ma que, en los Cantos ciprios, se reducía tan sólo a la toi­
lette de Afrodita) comporta forzosamente una referencia a
la «belleza» de las Inmortales, pero de una gran generali­
dad y sin ningún tipo de precisión;43 y que la única toilette
de Atenea conocida por la cerámica griega del siglo v re­
presenta a la diosa lavándose las m anos...44 Tratándose de
una disputa de belleza (m orphé ), es fácilmente concebible
que sea vivo el deseo de saber por fin a qué debemos ate­
nernos a propósito de las formas de la Parthénos·, pero es­
te deseo, según todas las apariencias, corre el riesgo de no
ser satisfecho. En todo caso, no es esto lo que me puede
disuadir de hablar de un adynaton.
Ver lo imposible, pues: el cuerpo de una diosa que ja ­
más se reduce a su cuerpo solo, porque su ser estriba en
esas apariencias múltiples que, en Homero, reviste para
engañar a Ulises, o bien para hacerse reconocer por él, en
esos envoltorios protectores— coraza, égida, péplos — que,

42 Para Dumézil, Paris no elige entre tres tipos de belleza, sino en­
tre las tres funciones.
43 Baño de las tres diosas: Eurípides, Andrómaca 284-286; Helena
676-678; ellas lavan sus cuerpos brillantes (aiglânta sómata) o, simple­
mente, su belleza (morphán); morphé, la forma como nombre de la be­
lleza: véase también Troyanas 975 e Ifigenia en Aulide 183-184. A propó­
sito de todo esto, véase Jouan 1966: 95-99.
44 Véase Ch. Dugas, «Tradition littéraire et tradition graphique dans
l ’Antiquité grecque», L''Antiquité classique, 6 (1937), p. 13 y fîg. 6 (crá­
tera de la Biblioteca nacional). La oposición que estructura la imagen se
establece, como ocurre en Sófocles (η. 22), entre Atenea, que se lava (se
conforma con el agua de una fuente), y sus rivales, que se acicalan.

464
LO Q U E VIO T I R E S I A S

de acuerdo con el pensamiento de los griegos, le están vin­


culados de un modo indisociable.

En el canto V de la Ilíada, si hacemos caso a los escoliastas,


Homero habría m ostrado desnuda a Atenea; pero, de ma­
nera más sensata, a propósito de un pasaje del canto VIII
donde se repite el mismo episodio, un escoliasta ha obser­
vado que «de modo sorprendente, no desnuda a la virgen».
Resulta perfectamente cierto que el poeta no desnuda a
Atenea. Es verdad que, al prepararse para la batalla, la vir­
gen se desviste; pero sin demora, sin un suspiro en el tex­
to, se desliza dentro de otra vestidura. Júzguese a partir de
la misma lectura de Homero:

A ten ea, sin em b argo , la hija de Z e u s que lleva la égid a, d e ­


jó que se d eslizase al su elo el h erm oso p e p lo (péplos) b o r­
d ad o que ella m ism a tejiera y la b ra ra con sus m an os. A
con tin u ació n vistió la tú nica (k h itó n ) d e Z eu s q u e am on­
tó n a la s n u b es y se arm ó p ara la gu erra lu ctu o sa. C o lg ó de
sus h o m b ro s la esp an to sa égid a fra n je a d a , que el terror
coron^...

Ya se ha «deslizado» al suelo el peplo sin que el texto se


entretenga en describir el gesto por medio del cual la vir­
gen desata las fíbulas— Calimaco, en su Him no, será más
explícito, como también los escoliastas, quienes se compla­
cen en la glosa, intrigados por la rápida fluidez de este mo­
vimiento que termina antes incluso de que se haya men­
cionado su inicio— . Y en tanto que en el canto X IV el
cuerpo deseable de Hera es evocado en el momento en que
se prepara para seducir a Zeus, y ella se baña y después se
unge, aquí— es cierto que el tiempo apremia, puesto que
la virgen guerrera tiene que dirigirse al campo de bata­
lla— , entre el péplos que cae al suelo y el khitón que Ate­

465
¿QUÉ M U JER?

nea reviste, ya no hay lugar para descripción alguna. Es


preciso añadir, por otra parte, que tanto las vestiduras de
mujer para el interior del palacio de Zeus como la túnica
viril para el combate, péplos y khitón, son, por así decir, in­
dumentarias funcionales: el vestido no es precisamente la
preocupación de la diosa.45
Armas, égida, péplos·. merece la pena examinar sucesi­
vamente los atuendos preferidos por Atenea.
E l nacimiento de la diosa es guerrero por excelencia:
Palas ha surgido de la augusta cabeza de Zeus armada con
todas sus armas de bronce; sucede que, si hemos de creer
la versión más explícita de esta historia, Metis, una vez en­
gullida, desde el interior del cuerpo de Zeus, «ha concebi­
do y fabricado como una auténtica obra maestra de herre­
ro» estas armas de las que Atenea no se separa— la coraza
de bronce, pero también la égida donde más tarde la dio­
sa fijará la cabeza de M edusa— * 6 Vestida de guerrero, las
armas de Atenea son para ella como un atuendo. En reali­
dad, cuando se halla desprovisto de esta armadura comple­
ta de hoplita con la que ha nacido la diosa, el combatiente
armado a la ligera se denomina, de un modo institucional,
«desnudo» (gymnós). Pero las armas visten hasta tal punto
al hombre47 que, paradójicamente, un hombre valeroso des­
pojado de sus vestidos no se halla en realidad desnudo si

45 Iliada V 733-738. Los escolios al verso 734 (katékheuen) recuer­


dan antes que nada las fíbulas desabrochadas en términos análogos a los
que emplea Calimaco (Himno V 70), y a continuación la diosa desnuda;
véase también el escolio a V III 385. A propósito de Atenea en este pa­
saje de la litada, véase Loraux 1981b: 142-143.
46 Atenea nacida con todas sus armas: Estesícoro, fr. 62 Bergk;
Himno homérico a Atenea 4-5; Calimaco, fr. 37 Pfeiffer. Metis forjando
las armas de Atenea: Crisipo, fr. 908 von Arnim. Cf. Detienne-Vernant
19 7 4 :17 2 (cita).
47 «Las armas, el vestido de un individuo, pertenecen al individuo,
no pueden desvincularse de él» (Gernet 19 17: 222, n. 103).

466
LO Q U E VIO T I R E S I A S

está provisto de una lanza y de un escudo, pues la lanza le


sirve de túnica y el escudo de manto.48 Atuendo de Ate­
nea, sus armas le son tan consubstanciales que cada vez
comprendemos menos en qué sentido de la palabra gymnós
se podría hablar de la desnudez de Atenea.
Lo mismo ocurre con la égida. Imaginemos un comba­
te en la epopeya homérica. Las armas penetran profunda­
mente en el cuerpo de los guerreros (Homero atribuye a
las jabalinas y a las flechas no sólo el deseo de morder la
carne de los hombres, sino incluso el de saciarse con ella).
En lo que respecta a los dioses, a pesar de que no mueran,
se hallan tan poco a salvo de las heridas como los mismos
hombres, y el propio Ares, dios de la guerra asesina, co­
noce el sufrimiento el día en que, combatiendo al lado de
Diom edes, Atenea le desgarra su «herm osa piel» (khróa
kalón). En el canto X X I, le vemos entablar un combate
singular con la diosa de la que pretende vengarse. Sin em­
bargo, tan sólo alcanza, de Atenea, «la égida franjeada, que
el terror corona, a la que ni siquiera el rayo de Zeus pue­
de vencer», por lo que la diosa saldrá de nuevo triunfan­
te (398-408). Ares, Atenea; entre ambos dioses guerreros
hay un abismo: al igual que los combatientes humanos,
Ares posee un cuerpo para golpear, para manchar de san­
gre y polvo, para herir profundamente;49 en cambio, no se
puede herir a Atenea, porque la protege la égida, arma
mágica que desvía cualquier golpe. Pero al mismo tiempo,
no se puede herir a Atenea, como si la égida la dispensara
de poseer un cuerpo. Invulnerabilidad mágica contra vul­
nerabilidad de los cuerpos, égida contra piel, resulta in­
evitable que la Guerrera triunfe sobre el dios de la guerra.
¿Égida contra piel? A pesar de todo, si la égida homérica

48 Plutarco, Moralia 245a (Virtudes de las mujeres), con el comenta­


rio de Ellinger 1978: 23.
45 Véase Loraux 1986c; y supra, pp. 205-218.

467
¿QUÉ M U JER?

se parece a veces a una coraza, en su representación más


tradicional esta arma divina es una piel: piel de cabra, pe­
ro igualmente, de un modo mucho más siniestro, en otras
versiones, piel de la G orgona desollada por Atenea o de
un Gigante que, como la diosa, se llamaba Palas— o bien,
Ásteros— . Por lo tanto, sobre su cuerpo inalcanzable, al
cual ni una sola vez la litada da el nombre de khrós (modo
homérico de designar el cuerpo por medio del envoltorio
de piel que lo rodea), Atenea lleva este talismán, y podría
decirse que, restituida a su estatuto inicial, la égida es co­
mo la piel de la «diosa artificial».50
Por último, el péplos. Atuendo de mujer, sería en todo
caso, al menos eso se imagina, la más anodina de las vesti­
duras de Atenea. Pero no hay que olvidar que, una vez
más, le es consubstancial. N o se trata tan sólo de que el
cuerpo de las vírgenes deba ser ocultado (del m odo en
que, frente a la desnudez de los kouroi, las kórai del M u­
seo de la Acrópolis oponen los pesados pliegues de sus pé-
ploi)\ desde numerosos puntos de vista, Atenea, constitui­
da por aquello que la reviste, se halla más allá de cualquier
idea de disimulo, y en ello se asemeja a la primera mujer
hesiódica, novia en forma d &parthénos, hermosa pero sim­
ple exterior, a la que precisamente la diosa ha contribuido
a vestir y acicalar.5' No se trata tan sólo de que jamás se
pueda ver el cuerpo de la Parthénos, quien únicamente se

s° La égida como piel de la Gorgona: Eurípides, Ión 9 8 7-9 9 7; como


piel de Palas el Gigante, o del Gigante Ásteros: Clemente de Alejandría,
Protréptico II 28, 2, con el comentario de F. Vian, La guerre des géants,
París, 1952, pp. 198 y 267 (donde el Paladio de Ilion está recubierto por
una piel humana), L. Koenen, R, Merkelbach, «Apollodoros (Péri theón),
Epicharm und die Meropis», Papyrologische Texte und Abhandlungen, \ 9
(1976), pp. 3-26. Khrós para designar la carne en la que penetran el ar­
ma y el sufrimiento: por ejemplo, Iliada X I 398. La «diosa artificial»: to­
mo prestada esta expresión a G . Dumézil (en Le festin d’immortalité).
51 Loraux 1981b: 84-86.

468
LO Q U E VIO T I R E S I A S

despoja de su péplos para deslizarse en otra vestidura; lo


importante es que el vínculo entre el vestido y la diosa p a ­
rece ser más estrecho de lo acostumbrado. El canto V déla
litada precisa que ella lo ha trabajado con sus propias m a­
nos y, puesto que sabemos que Atenea preside las labores
del tejer, ello no debería sorprendernos demasiado. Pero
resulta que la regla habitual es que un péplos sea objeto de
circulación, pues pocas veces lo lleva puesto quien lo ha
tejido, ya que siempre se regala: de este modo, en el canto
XIV, Hera se pondrá un vestido que Atenea ha tejido para
ella; lo mismo sucede con todos los vestidos, presentes de
boda, presentes de alianza, que circulan entre los sexos
como el símbolo mismo del intercambio. D ado que ella re­
chaza este intercambio, la Varthénos lleva sobre sí misma
el producto de su trabajo, reapropiándose de lo que han
hecho sus manos. Atenea autárquica, diríase que la diosa
vive en circuito cerrado y no existe ninguna brecha para
que el otro encuentre el acceso hasta ella. Pero permanece
el hecho, que no debemos olvidar jamás, de que esta teje­
dora autárquica tiene necesidad de múltiples envoltorios
en los que deslizar su cuerpo, su cuerpo desconocido por
todos e incluso, quizá, por ella m ism a.52 Cuerpo que resul­
ta indisociable de todo cuanto lo reviste, hasta el punto de
que no existen otros contornos que aquellos que dibuja el
péplos.

Centremos finalmente el tema, a riesgo de constatar que el


silencio reina a propósito de lo que vio Tiresias. Quizás al­
gún lector que pierda la paciencia se pregunte a dónde
conducen todas estas vías que no llevan al cuerpo de Ate­

51 Como prueba de la multiplicidad de apariciones del verbo dynd


(penetrar, deslizarse en) en relación con Atenea: véase, por ejemplo, lita­
da V 845; V I I I 378 y 387; X V I I 551.

469
¿QUÉ M U JER ?

nea, y exija al fin alguna certidumbre (del cuerpo de la


diosa, aunque siempre esté vestida, ¿qué se puede ver?,
¿qué se puede decir?). Para complacer a este lector inten­
taremos bosquejar qué se puede ver, qué se puede decir
del cuerpo de Atenea. Puesto que los poemas homéricos
conceden un papel de excepción a la hija de Zeus, acudi­
remos a ellos una vez más, a fin de buscar algunas indica­
ciones por parte del poeta, de quien podemos suponer
que él, por lo menos, sí ve a la Varthénos, incluso cuando,
bajo las infinitas apariencias con las que ella juega como
una artista, Ulises, su favorito, no llega a reconocerla.
Cuando aparece bajo una forma distinta de aquélla,
perfectamente conocida por Ulises, de la mujer alta y her­
mosa, tan sólo el poeta sabe distinguir a Atenea detrás de
la amiga de Nausicaa, el joven pastorcillo o el sabio M en­
tor; pero lo que permite, sea a Diomedes o bien a Ulises,
identificar a la diosa es su voz. Presencia sonora, tan poco
carnal como conviene a una parthénos indomada: es ésta la
ocasión para que el lector constate la distancia que, a pro­
pósito de Atenea, se abre con tanta frecuencia entre lo que
percibe el héroe épico y la visión que debemos atribuir al
poeta (si bien, lo que el poeta deja entrever de ello en el re­
lato es, en definitiva, muy poca cosa).53
Antes de precisar esta «poca cosa» en que consiste la
presencia corporal de Atenea, vamos a detenernos, a título
de contraejemplo, en los pasos de aquella diosa más cons­
ciente de su propio cuerpo— se trata de Afrodita, eviden­
temente— . En el canto III de la litada, Helena la reconoce,
desde luego, por sus ojos resplandecientes, pero también
por su cuello maravilloso, su pecho deseable—que es lo
mismo, sin duda, que serviría para que un hombre identi­

53 Pucci 1 9 8 6 : 9 insiste en la dificultad de percibir el cuerpo de los


dioses, y en particular, en el caso de Aquiles, de ver a Atenea, esta «fi­
gura blanca».

470
LO Q U E VIO T I R E S I A S

ficara a la diosa— . Pero si la belleza de Afrodita está hecha


para ser contemplada, también puede ocurrir, como cuan­
do en el canto V la diosa del placer se extravía por el cam­
po de batalla, que haya de sufrir la dolorosa experiencia
de la vulnerabilidad de su cuerpo en su propia piel— su
carne (khrós )— , allí donde la lanza de D iom edes ha p e­
netrado. Es entonces cuando brota la sangre divina, cuan­
do «su hermosa piel se ennegrece», Afrodita gime y, en un
rincón del Olimpo, H era y Atenea se burlan de ella, pues
fingen imaginarse que la diosa se ha desgarrado la mano
con la fíbula de oro de alguna mujer a la que ella acaricia­
ba (Iliada V 314-425). El cuerpo de Afrodita, por lo tanto,
se muestra muy presente, y en todas las dimensiones de la
corporeidad. Por ello se desnuda sin demasiadas dificulta­
des, y si, en el H im no homérico que le está dedicado, la
diosa asume, para seducir a Anquises, la apariencia de una
virgen indomada— se trata de una trampa legítima para
una Inmortal que no quiere aterrorizar al varón humano
por ella deseado— , el texto describe de un modo prolijo la
manera en que Afrodita se desnuda.54 Incluso en el caso de
Hera, agria esposa del padre de los dioses, el texto deja
percibir su cuerpo deseable y su piel hermosa cuando, pa­
ra seducir a Zeus, la diosa se consagra a una toilette en toda
regla, «disponiendo todos sus ornamentos en torno a su
piel» (Iliada X IV 163-187). Pero en el caso de Atenea, co­
mo es sabido, jamás se menciona su cuerpo en su envolto­
rio de piel.
De modo que con lo que menciona el poeta de la vir­
gen divina, jamás llegaremos a bosquejar una figura de
Atenea. Tenemos sus ojos, desde luego, ojos que contempla-

54 Himno homérico a Afrodita 16 1-16 7; no obstante, la elipsis del ins­


tante preciso del momento de desnudarse invita a matizar lo que sugiere
P. Friedrich (The Meaning o f Aphrodite, Chicago y Londres, 1978, pp.
136-137) acerca de la desnudez como elemento constitutivo de Afrodita.

471
¿QUÉ M U JER?

ban a Aquiles al principio de la litada , ojos resplandecien­


tes que Atenea desvía después de haber triunfado sobre
Ares (Iliada X X I 415). Tenemos sus «hermosos cabellos»
— pero, en la litada, se trata en realidad de los de la esta­
tua troyana de la diosa y, en el bando aqueo, en el que ella
se alinea, la cabellera no es precisamente lo que caracteri­
za a la diosa— . Pero lo que se menciona sobre todo del
cuerpo de Atenea es lo que la diosa cubre con la égida o la
coraza: lo que el guerrero protege al armarse. Para volver
a un pasaje que ya se ha citado varias veces, cuando la dio­
sa se prepara para la guerra, antes de colocar la égida so­
bre sus hombros y de ceñir su cabeza con el casco de la in-
visibilidad, ella se ha puesto la armadura ( thórésseto ); y, si
thórax designa el pecho antes de referirse por metonimia a
la coraza, con Atenea ya nos encontramos siempre con el
sentido segundo de la palabra thórax, donde el cuerpo tan
sólo se halla presente de un modo implícito, dentro de la
armadura que lo encierra.55Desdichado Tiresias, que ha vis­
to stéthea, el pecho de Atenea, aquello que jamás la gue­
rrera olvida cubrir de bronce...
Y después tenemos la mano de Atenea. Mano de teje­
dora que ha elaborado el péplos, pero, sobre todo, pode­
rosa mano de guerrera que protege a Diomedes de la lan­
za de Ares y que constituye, contra el dios de los combates
y su acolita Afrodita, un arma suficiente. Pero Atenea tan
sólo utiliza la fuerza de su mano en raras ocasiones— mu­
cho más raras, en cualquier caso, de lo que pretenden los
traductores de la litada, ansiosos generalmente por pro­
porcionar a la diosa un suplemento de cuerpo— . Cuando

” Iliada V 737; cf. V I I I 376 y Eurípides, lón 993; stSthos es, en rela­
ción con el guerrero, lo que cubre la coraza (thóréx): véase Iliada X V I
133 y X V II 606; en el Ión 995, Atenea lleva la piel de la Gorgona sobre
el pecho (ept stérnois)·, sobre los hombros: véase Iliada V 738 e Himno
homérico a Atenea 14-15.

472
LO Q U E VIO T I R E S I A S

ella coge de la mano a un hombre o a un dios, es la mano


del otro, ño la suya, la que se menciona. En realidad, exis­
te algo así como un toque incorpóreo de Atenea, que des­
vía flechas y jabalinas de los héroes sin que el texto tenga
que atribuirle gesto alguno.56 A lo sumo, recurre a un so­
plo para desviar de Aquiles la pica de Héctor—pero en ese
caso se nos informa de que «le bastó un soplo muy ligero»
(Ilía d a X X 439).
Un soplo muy ligero... Y además: dos ojos resplande­
cientes, con frecuencia terribles, y una mano poderosa. Y
más aún: un péplos, una coraza, la égida. Serían éstos los
constituyentes, pues, de una parthénos, la Parthénos. Tal
es, por lo menos, Atenea en la Ilíada. En la Odisea, tal como
hemos sugerido, no es más que voz y apariencias, a no ser
que aparezca enargés (pero entonces el texto, de modo sor­
prendente, resulta de lo más discreto a propósito de lo que,
en esta presencia fulgurante, puede verse de la diosa).
No busquem os más: no vamos a unificar en una des­
cripción el cuerpo, imposible de encontrar, de Atenea.

Todo ello (no se nos oculta) no confiere ninguna suerte de


contenido a lo que vio Tiresias en el Helicón. Al término
de nuestro recorrido, la cuestión se replantea: ¿qué vio,
pues, el joven Tiresias antes de convertirse para siempre en
un anciano ciego, como corresponde a quien ha sabido y
sabrá descifrar un enigma?
Aquello que vio, ¿es acaso la Gorgona en el ojo de Ate­
nea? ¿El cuerpo fálico de la virgen viril? ¿O el secreto de

56 Mano artesanal: litada V 735; mano de guerrero: ¥ 8 3 6 7 8 5 3 ; X X I


403 y 424; la mano del hombre o del dios, no la suya: IV 541; V 29-30 (a
excepción de X X I 286, donde ella actúa junto con Posidón); un suple­
mento de cuerpo que añade P. Mazon: traducción de 1 197; V 799; X X I
397; intervención no corporal de Atenea: X I 437-438.

473
¿QUÉ M U JER ?

un cuerpo femenino, heim liche Orte de una mujer bien


guardada, disimulado por los envoltorios guerreros de la
diosa como otras tantas materializaciones de lo prohibido?
(En este último caso, la extrañeza de la égida ocultaba lo
familiar; y, contemplado, lo familiar ciega.)
A no ser que, como Freud en la A crópolis,57 Tiresias
haya visto «lo que no se puede ver». Puesto que, en el
cuerpo de Atenea, no habría nada que ver, o nada que p u ­
diera verse. Porque, quizás, el cuerpo de Atenea no es n a­
da, despojado de los envoltorios con los que la diosa se
cubre. Superficialidad extraña, presencia vacía de la diosa
familiar...
Tranquilicémonos. A fin de que no piense más en esta
vista (¿en esta visión?) que ha perdido, la diosa, en señal
de compensación, dio a Tiresias el oído extremadamente
agudo del adivino y, en la noche del H ades, la lucidez en­
tre las som bras.58 Desde entonces nadie ha vuelto a ver el
cuerpo de Atenea, pero, vestida con el péplos, armada de
pies a cabeza y provista de la égida, la Joven, cuerpo irre­
prochablemente lejano, pero silueta bien conocida, vela a
perpetuidad a la puerta de nuestros parlamentos m oder­
nos, donde, amiga de los hombres que deliberan y hacen la
guerra, la diosa de la métis finge, para tranquilizarnos, en­
carnar la Razón.59

57 De acuerdo con Rosolato, artículo citado, p. 138.


58 Calimaco, Himno V 119-130; Apolodoro, III 6, 7.
59Este texto fue publicado en L'Écrit du temps, 2 (1982), pp. 99-116.
Ha sido objeto de observaciones por parte de Luc Brisson, Claude C a­
lame, Claude Bérard, en lo que respecta a la «realidad» de lo que vio
Tiresias. Doy las gracias a cada uno de mis interlocutores por haber gas­
tado su tiempo en la discusión, pero he intentado explicar aquí el por­
qué de mis afirmaciones y mi persistencia. Para acabar, debo mucho al
diálogo con Piero Pucci acerca de la cuestión de las epifanías.

474
L O Q U E VI O T I R E S I A S

Madres primordiales, despojadas de su poder originario;


Helena, casada tantas veces, pero cuyo hermoso cuerpo qui­
zá no sea más que un espejismo, la inmaterialidad de un
fantasma; Atenea, cuyo ser reside en sus envoltorios. Tres
figuras femeninas, tres maneras de pensar la feminidad en
un registro negativo: como privación, con las madres, co­
mo la ilusión misma con Helena— provocadora de discor­
dias— , y según el modo del no ser, con Atenea.
¿Acaso del fantasma griego de la feminidad, si se le
substrae todo aquello de lo que los hombres se apropian
con el pensamiento, queda para las mujeres tan sólo lo ne­
gativo? Mejor restituir las mujeres griegas a la historia, cosa
que ciertamente no significa restituirlas de modo abrupto
a la «realidad» y a la Historia con mayúsculas— aquello
que los positivistas asimilan tranquilamente a lo real— .
Pero, dado que aquí sólo hemos tratado del pensamiento
discursivo, deberemos dirigirnos al género historiográfi-
co, a título de contraprueba, a fin de perseguir allí un dis­
curso distinto (?) acerca de las mujeres.
Entre los textos estudiados hasta ahora (esencialmen­
te poéticos y marcados con frecuencia con el sello de lo
mítico-religioso) y la prosa histórica de un Tucídides, no
se me oculta hasta qué punto es grande la distancia y gra­
ve el riesgo de una ruptura de tono. Pero es preciso asumir
este riesgo, con la esperanza de constatar finalmente que
la distancia no supone ningún hiato, y que, si, en este jue­
go, la representación de las mujeres vuelve a adquirir am­
bivalencia, ellas no abandonan por este motivo los parajes
de lo negativo.

475
A MODO DE C O N C L U S IO N

EL NATURAL FEMENINO
EN LA HISTORIA
— P e ro no con sigo que m e in te re se la h isto ria , la h is ­
to ria real y solem n e. ¿U ste d p u ed e ?
— Sí, ad o ro la h isto ria.
•— D e se a ría que a m í m e gu stase tam bién . L a le o
un p o c o p o r o b lig a ció n , p ero n o m e d ice n ad a q ue
no m e irrite o m e ab u rra. L a s q u erellas d e reyes o
p ap as, con gu erras o pestes a cada página; esos h o m ­
b res que no valen gran cosa, y apenas n in gu n a m u ­
jer, es to d o m u y ab u rrid o .

ja n e Au s t e n , La abadía de Northanger

A u n q u e sea cierto que la historiografía griega de la época


clásica se consagra a relatar las guerras y las asam bleas,1
también merece la pena detenerse a valorar la parte que
ocupan las mujeres en ella: limitada, sin duda alguna, p e ­
ro, por esa misma razón, las intervenciones de las mujeres
en la historia tal como los griegos la relatan serán más des-
tacables. Esta va a ser mi apuesta, cosa que no significa que,
para hinchar a cualquier precio mi dossier, vaya a retener
absolutamente todas las menciones de una gyné. Muy al
contrario, para definir con un cierto rigor el terreno de la
investigación, procederé de entrada a un número limitado

1 Esta formulación modifica una observación de A. Momigliano a


propósito de las guerras y las constituciones como objeto privilegiado de
la historiografía antigua («Some Observations of Causes of War in A n ­
cient Historiography», Studies in Historiography, Londres, 1966, pp. 112 -
116 ); con Heródoto, Tucídides y Jenofonte, «historiografía» se entiende
en el sentido de Helléniká.

479
A MODO DE CO N C LU SIO N

de elecciones. Preocupada por mantenerme dentro de los


límites de la polis (y del orden discursivo de los H ellëni-
ká), no voy a tener en cuenta aquello que, en Heródoto,
concierne a las mujeres bárbaras: sus usos y el uso que se
hace de ellas, su relación, directa o mediatizada, con el p o ­
der y todo aquello que sugiere que, en los países bárbaros,
la habilitación de un hombre para reinar pasa por su rela­
ción con ciertas mujeres.2 Por igual motivo, tampoco me
ocuparé de lo que los historiadores pueden decir acerca
de esposas, madres, hermanas o hijas de dinastas y tiranos
— y tales papeles femeninos se superponen en más de una
ocasión, hasta tal punto resulta verídico que el incesto es
como un destino para el tirano— . A propósito de estas
mujeres tan «fatales», no tomaré en consideración ni su vi­
da ni su muerte, ni su sexualidad ni sus partos, ni siquiera
sus sueños, a pesar de que sean tan fundamentales para el
desarrollo del relato. Al mismo tiempo, excluyo también a
las mujeres de los reyes de E sparta y los ásperos debates
que, en ocasión de los conflictos sucesorios, envuelven el
proceso de su embarazo y la época de sus partos.3
Ni los usos desviados de las sociedades bárbaras, pues,
ni el papel de las mujeres en la transmisión del poder: ¿en­
tonces qué queda, cuando se excluye la parte de la alteri-
dad y la del krátos ? Queda... un adynaton quizás: las mu-

2Hago referencia aquí al artículo de M. Rosellini y S. Saïd, «Usages


de femmes et autres nómoi chez les “ sauvages” d’Hérodote», A nnali del­
la Scuola Normale Superiore di Pisa, 8,3 (1978), pp. 949-1005, y al de A.
Tourraix, «La femme et le pouvoir chez Hérodote», Dialogues d'Histoire
ancienne, 2 (1976), pp. 369-386; el estudio esencial sigue siendo el de S.
Pembroke, «Women in Charge: The Function of Alternatives in Early
Greek Tradition and the Ancient Idea of Matriarchy», journal o f the
Warburgand Courtauld Institute, 30 (1967), pp. 1-35.
3Heródoto, V 39-42; V I 61-66; Jenofonte, Helénicas III 3, 2-4. Véa­
se también Pausanias, III 4, 3-4; 7, 7 y 8, 7, así como Plutarco, Licurgo 3,
1-6.

480
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H IS T O R IA

jeres en la historia de las ciudades y «las acciones que han


llevado a cabo en ellas colectivamente».4 Interesarse tan
sólo por las mujeres que se constituyen en grupo para, a
continuación, analizar las escasas incursiones de esta co­
lectividad impensable en la prosa de H eródoto, de Tucídi­
des o de Jenofonte:5 tarea ingrata, sin duda, puesto que
ningún discurso resulta más fiel que el de los historiadores
a la ortodoxia de las representaciones de la polis como un
club masculino. Y, sin embargo, intentaremos instalarnos
en el corazón de estos relatos, cuya espesa trama deja pa­
sar a través de sus mallas a tan pocas mujeres. Ciertamen­
te, a fin de introducir alguna variante, no voy a prohibir­
me el ejercicio de la comparación, y voy a confrontar más
de una vez la prosa de los historiadores clásicos con los re­
latos histórico-legendarios, arraigados en las tradiciones
locales, que un Plutarco y un Pausanias se complacen en
desarrollar en los siglos i y π de nuestra era^—relatos tar­
díos, pero infinitamente más inclinados a tratar a las mu­
jeres como agentes de la historia— ,6 Pero paciencia, es

4 Por tomar prestada esta expresión de Plutarco, Virtudes de las


mujeres (Moralia 253e).
5 Me limitaré a esas tres grandes obras de la historiografía clásica
porque nos han llegado en su totalidad, de modo que es posible seguir
la trama del relato a lo largo de todo su desarrollo, cosa que resultaría
imposible con los textos que se han conservado en fragmentos. L a aten­
ción al relato histórico y a lo que acepta o rechaza distingue este estudio
de tres artículos consagrados a temas relacionados: Schaps 1982 (pre­
ocupado esencialmente por establecer en qué consistía la actitud real de
las mujeres frente a la guerra), G raf 1984 (que se interesa sobre todo
por las historias de mujeres guerreras, que, en su opinión, no son sino
ai tía de los cultos o de los rituales que presentan una inversión de la dis­
tribución normal de los papeles), y Napolitano 1987 (quien se centra
únicamente en las tensiones que se producen en el seno de la tradición
espartana).
6 Así, Plutarco escribe su tratado sobre las Virtudes de las mujeres
para refutar la célebre afirmación del epitaphios de Pericles (Tucídides,

481
A MODO DE CON CLU SION

preciso comenzar por el principio: por la prosa austera de


los autores de Helénicas.

LO Q U E L E O C U R R E A Q U I E N N O ES
A G E N T E DE LA H IS T O R I A

Quien no es agente de la historia sufre, sin embargo, sus


efectos: para apoyar este razonamiento tan simple, el dis­
curso de los historiadores ofrece múltiples testimonios.
Si la historia de las ciudades es historia de guerras y
asambleas, no es precisamente en el lado del ejercicio de la
política, necesariamente masculino, donde vamos a en­
contrar la mínima mención de las m ujeres.7 Por lá misma
razón, no hay lugar para la sorpresa cuando, al enumerar
todas las categorías de no-ciudadanos en el libro III de la
Política , Aristóteles no consagra una sola palabra al grupo
de las mujeres: dado que la perspectiva es allí pura y es­
trictamente «política», todo sucede entre hom bres.8Pero,
en contrapartida, las mujeres sufren en ocasión de la gue­
rra. Soportan sus consecuencias, como todos los grupos
sociales «no ap to s» para actuar, porque no se hallan ni

I I 45, 2) en el sentido de que existe una «virtud» específica de las muje­


res: al igual que Antístenes (Diógenes Laercio, V I 12), Plutarco piensa
que existe una sola areté tanto para el hombre como para la mujer; y de­
duce de ello que las proezas femeninas guardan relación con el relato
histórico (ton historikón apodeiktikón: Moralia 243a).
7 En su relato de «la desesperación de los habitantes de la Fócide»,
Plutarco cederá la palabra a las mujeres; pero se trata de consultarlas
acerca de la elección de su propia muerte, e, incluso en semejantes cir­
cunstancias, ellas celebran su propia asamblea, cuidadosamente dife­
renciada de la de los varones y duplicada, a su vez, por una asamblea de
niños (Virtudes de las mujeres 2 = Moralia 244c-d).
8Aristóteles, Política III 1274b 38-12758 23; en 1 1260b 15-20, la dis­
tinción se establece entre las mujeres, «la mitad de la población libre»,
y los niños, futuros miembros de la comunidad.

482
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H IS T O R IA

se hallarán jamás, o bien no se hallan ya o no todavía, en


hëlikiài, en la edad adecuada para servir al lado de los ciu­
dadanos-soldados. D e modo que figuran, en cualquier ca­
so, en el número de las poblaciones amenazadas, despla­
zadas o protegidas.
Ello no significa tampoco que no exista ninguna jerar­
quía entre todos estos grupos. D e hecho, al distinguir cui­
dadosamente la suerte de los «no aptos» o de los inútiles
(,akhreíoi ) de la serie constituida por «las mujeres, los ni­
ños, los ancianos», Tucídides reintroduce, quizá subrepti­
ciamente, la norma de lo político en lo que, sin embargo,
se presenta como una simple enumeración descriptiva: in­
útil lo es, ciertamente, el no apto, pero sobre todo— dado
que tan sólo los ciudadanos están plenamente cualificados
para la guerra — akhreios lo es el no-ciudadano, cuya «in ­
utilidad» esencial se opone a la inutilidad puramente co-
yuntural de los ancianos que ya no se hallan en edad de
servir y de los niños que todavía no la han alcanzado.9 ¿ Y
las mujeres? A quien se preguntase de qué les sirve que las
distingan así, junto con niños y viejos, de los akhreíoi, se le
debería recordar que en la prosa de los historiadores, la
palabra gynaikes podría limitarse perfectamente a desig­
nar al grupo de las esposas de ciudadanos— que no tienen
otro nombre que el de «m ujeres»— porque no existe el de
«ciudadanas» y también porque gyné es el nombre más co­
rriente de la esposa.10 Ni ciudadanas ni registradas en el

5 Tucídides, II 6, 4 y 78, 3; entre los akhreíoi que evacúan los ate­


nienses se hallan los esclavos, según se deduce de II 78, 4; a propósito
de akhreios en un contexto político, véase II 40, 2, donde algunos han
visto un eco del empleo del término khréstós para designar al ciudada­
no (cf. Loraux 1981a: 414, n. 17). Acerca de las expresiones «todavía no»
y «ya no»: Lisias, Epitafio 50-53 (Loraux 1981a: 126-127); l as mujeres,
los niños, los ancianos: por ejemplo, Jenofonte, Helénicas V I 5,12.
10 Las mujeres, esposas de los ciudadanos: Chantraine 1946-47 (219,
250); la disimetría entre el «pueblo de los atenienses» y el «pueblo de las

483
A MODO DE CONCLUSION

número de los no-ciudadanos, dado que este grupo mixto


se piensa en términos masculinos: tales son las mujeres, y
se comprende así que el propio Aristóteles pueda a la vez
excluirlas de la enumeración de las categorías de no-ciu­
dadanos y afirmar, en el modo del «p or así decir», que son
como una «m itad de la ciudad».11
Tomemos, pues, la secuencia: «L as mujeres, los niños,
los ancianos.» O bien, por citar el sintagma más frecuente
en el discurso de los historiadores: «L as mujeres y los ni­
ños.» En posición de objeto, pues, pero de objeto precioso
por el que se combate: tesoro que «se coloca como premio
de un concurso (áthlon )» cuando se los protege, mujeres y
niños proporcionan a la elocuencia patriótica uno de sus
tópoi más frecuentes. Es preciso añadir que, en la retórica
de los estrategas cuando exhortan a sus tropas a no deses­
perar, este grupo aparece habitualmente flanqueado por los
dioses de la patria.12 Ocasión para no olvidar que por m e­
dio de ellos la ciudad protege su propia fecundidad, o sea,
su perennidad, en un gesto indisociablemente político y
religioso: es religiosa la ley de siniestra eficacia que quiere
que cualquier transgresión grave comporte fatalmente su
aniquilamiento;'3 es político, o por lo menos cívico, el or­

mujeres» en las Tesmoforias·. Loraux 1981b (126-127). En Lisias (Epitafio


34-)> gynaíkes designa con precisión a las esposas de los atenienses.
" Aristóteles, Política II 1269b 12 ss. (comentario aristotélico a un
pasaje de Platón, Leyes V I 78od-78ib; véase también Leyes V II 806c).
Aplicación práctica: por ejemplo, H eródoto, V I I 120, donde «el pueblo
entero» comprende a ciudadanos y mujeres.
11 Athlon·, Lisias, Epitafio 39 (en la narración a propósito de Sala-
mina, que se centra por completo en este topos de la retórica oficial);
mujeres, niños, dioses (o estatuas de los dioses): por ejemplo, Tucídi­
des, V II 69, 2, así como Heródoto, I I 30. A propósito de la realidad con­
creta de este topos, véase Y. Garlan, Recherches de poliorcétique grecque,
París, 1974, p. 70.
13 Véase Heródoto, III 65 y V I 139, donde, al igual que ocurre en las

484
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H IS T O R IA

den griego de la lengua que, en lugar de mencionar a las


mujeres primero— como hasta este momento he fingido
creer— , otorga de muy buen grado el primer lugar a los
niños; hasta tal punto es cierto que para la ciudad suponen
una prenda de perennidad— el futuro ya presente.
Los niños y las mujeres, pues: bienes preciosos que se
deben proteger (así, en tiempos de la invasión persa, los
atenienses enviaron los suyos a Salamina), si no se los quie­
re convertir en rehenes. También es cierto que la distinción
entre protegido y rehén resulta difícil a veces: así, cuando
en el año 431 confiaron a sus hijos y mujeres a los atenien­
ses, los habitantes de Platea no ignoraban en m odo alguno
que se comprometían sin vuelta atrás posible con el bando
de Atenas.14 Pero cualquier solución resulta preferible a lo
que sucede en una ciudad cuando el enemigo, vencedor
tras un largo asedio, después de haber dado muerte a los
hombres capaces, reduce a mujeres y niños a la esclavitud.
Tales son, con todo, las leyes griegas de la guerra, admiti­
das tácitamente por terribles que sean;15 pero cuando los
tracios masacraron sin distinción a todos los habitantes de
Micaleso, toda Grecia reconoció con Tucídides en este ac­
to el rostro mismo de la barbarie. De modo que, cuando

imprecaciones contenidas en los juramentos, la fecundidad humana va


asociada a la fecundidad de los rebaños y a la fertilidad de la tierra: cf.
M. Delcourt, Stérilités mystérieuses et naissances maléfiques dans l ’anti­
quité classique, Ginebra-París, 1938.
14 Salamina: H eródoto, V III 40 y 60; Tucídides, I 89, 3; al poner a
mujeres y niños a cubierto en el interior de las murallas, la estrategia de
Pericles invierte el movimiento habitual, que consiste en hacerlos salir
del territorio: Tucídides, II 14, 1. Rehenes: H eródoto, V II 52, 2 (véase
también III 45, 5 y Eneas el Táctico, Poliorcética 5). Rehenes/protegi­
dos: compárese Tucídides, II 6, 4 (y 78, 3) con II 72, 2.
15 Por ejemplo: Heródoto, V I 19, 3; Tucídides, III 68, 3 (y 36, 2); IV
48, 4 (donde se trata de una stásis)·, V 32 y 116 , 4. Los tracios en M icale­
so: Tucídides, V II 29, 4 (así como Pausanias, I 23, 3).

485
A MODO DE C O N CLU SIO N

todo está perdido, pero en el seno mismo del desastre to ­


davía se entrevé una salida, conviene llevar consigo a cual­
quier precio a mujeres y niños, a fin de que, incluso «sin
territorio», la ciudad pueda vivir.1*5Pero, privados de una
salida semejante, todo puede hundirse: entonces los hom­
bres atrapados por la desesperación llegarán a aniquilar a
estos niños y a estas mujeres en quienes la colectividad
veía la más preciada de sus riquezas. Por lo menos, en H e­
ródoto y cuando se trata de bárbaros, se puede dar este p a ­
so: entonces uno se aniquila con todo cuanto poseía (o bien,
como los habitantes de Babilonia, uno se desembaraza de
las mujeres, bocas inútiles, para resistir el asedio hasta la
última posibilidad). Por parte de los griegos y en el mun­
do de las ciudades, la historiografía clásica no conoce na­
da semejante: la tradición de «la desesperación de los ha­
bitantes de la F ócide», tal como la explican Plutarco y
Pausanias, es legendaria más que histórica, y el aniquila­
miento quedó en proyecto, puesto que la divinidad— Ar­
temis en este caso— salvó a las mujeres y a los niños de la
hoguera, otorgando a los ándres la victoria que ya no espe­
raban.17
Protegidos, tomados como rehenes, reducidos a la es­
clavitud, arrancados lejos de su tierra, aniquilados: en to­
das estas situaciones, mujeres y niños comparten la misma
pasividad.18 Pero conviene matizar esta afirmación. E s cier-

16 Heródoto, 1 164 y 1 66 (los focenses); Tucídides, 1 103, 3 (los me­


semos del Itome); véase también Tucídides, II 2 7 ,1 y 70, 3.
17 Heródoto, 1 176 (los licios); V I I 10 7 , 2 (un dignatario persa); III
150 y 159. A propósito de «la desesperación de los habitantes de la Fó­
cide», aition de la fiesta de las Elafebolia en Hiámpolis, véase Plutarco,
Virtudes de las mujeres 2 (= Moralia 244b-e) y Pausanias, X 1, 6-7; acer­
ca de este episodio, véase también la tesis de Pierre Ellinger, La Légende
Nationale Thocidienne. Artémis, les situations extrêmes et les récits de
guerre d'anéantissement, Atenas-Paris, 1993.
18Esta constatación permite matizar las declaraciones de C. Dewald

486
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

to que, en el sintagma paîdas (tékna ) k a i gynaíkas■—'siem­


pre en acusativo, como conviene a quien se halla en po si­
ción de objeto— , los niños, esperanza de la ciudad, pasan
por delante de las mujeres; pero, cuando el relato se hace
menos formular, resulta que las mujeres desempeñan a p e ­
sar de todo un papel más activo, puesto que se hallan ínti­
mamente asociadas al destino de los combatientes: de esta
manera, son ellas quienes sirven la bebida a los ándres vic­
toriosos (como, en Jenofonte, las mujeres de Fliunte) y, si
hemos de creer a Tucídides, en la guerra civil (stásis) de
Corcira, incluso hubo mujeres dispuestas a acompañar a
los oligarcas hasta su último refugio.’9
A partir del momento en que el papel de las mujeres se
vuelve menos pasivo, hete aquí que los niños desaparecen
del relato. Antes de devolverlos de nuevo al silencio, men­
cionaré, de todos m odos, un episodio en el que, bajo la
presión de la urgencia, los niños secundan a las mujeres
que, a su vez, secundan al dim os de Atenas: se trata de la
apresurada construcción de los Muros Largos en el año 478,
cuando todos los atenienses actúan en masa {pandem eí),
mujeres y niños incluidos. Pero— ¿podem os sorprender­
nos por ello?— , puesto que en esta ocasión resultan, sin
duda alguna, unas auxiliares más eficaces, las mujeres son
mencionadas en este caso concreto antes que los niños. Y
es de esperar que, en una situación del todo comparable,

(«W om en and Culture in H erodotus’ Histories», en H. P. Foley [ed.],


Reflections of Women in Antiquity, Mueva York, 19 81, sobre tod o p. 93)
a propósito del papel privilegiado de las mujeres com o espejo de la c i­
vilización en el relato de H eródoto; en este papel, en efecto, las mujeres
no se encuentran solas, puesto que se hallan estrechamente asociadas a
los niños.
19 Jenofonte, Helénicas V II 2, 9; Tucídides, IV 48, 4 (estas mujeres
serán reducidas a la esclavitud como si lo hiciese un enemigo exterior;
¿acaso eran sitopoioí como en Heródoto, I I I 150, o en el mismo Tucídi­
des, II 78, 3? La historia no lo dice).

487
A MODO DE CONCLUSION

los niños desaparezcan definitivamente del relato y sean


reemplazados por los esclavos domésticos ( oikétai ). E s lo
que sucede en la ciudad de Argos, en plena guerra del Pe-
loponeso: el pueblo argivo, aliado de Atenas, decide cons­
truir, según el modelo ateniense, unos muros largos hasta
el mar y todos actúan en masa {pandémeí ), mujeres y es­
clavos incluidos.20
En Atenas, mujeres y niños; en Argos, mujeres y escla­
vos. Dos grupos alternativos en los que las mujeres tienen
prioridad, dos democracias amenazadas por un enemigo ex­
terior: al constatar esta simetría tucididea, quizá se podría
evocar cierta página de Platón a propósito de la democracia
como paraíso para las mujeres, los esclavos y los niños. Se
podría meditar entonces acerca del carácter muy connotado
de las representaciones compartidas del imaginario político
en el que, bajo el rigor proclamado del lógos, se basa el rela­
to histórico. Por el momento, voy a contentarme con plan­
tear sin más tardanza el examen de las escasas ocasiones en
las que las mujeres, todavía más activas y aliadas de los hom­
bres, incluso por iniciativa propia, intervienen en la historia.
O, por lo menos, se cuelan por alguno de sus intersticios.

EN A LG U N O S IN T E R S T IC IO S DE LA H IST O R IA

No nos alejemos de Tucídides: en dos ocasiones, en la G u e­


rra del Peloponeso, las mujeres se suben a los tejados para

20 Tucídides, I 90, 3 (Atenas); V 82,6 (Argos). Dado que la presen­


cia de los niños en el primer pasaje parece extraña, algunos editores, ba­
sándose en un escolio, han considerado que la mención de mujeres y ni­
ños constituye una simple glosa de pandémeí', puesto que nadie ha
pensado que mereciese la pena considerar «las mujeres y los esclavos»
como una glosa de la misma palabra pandém eí en el segundo texto, no
concedo a esta corrección ociosa de Tucídides, I 90, 3 la importancia
que le otorga Schaps (1982: 195, n. 11).

488
E L N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

combatir.21 Digamos, de un modo más preciso, que irrum­


pen en el relato, al mismo tiempo que los esclavos o al la­
do de ellos, a fin de ayudar activamente a los ándres impli­
cados, dentro de los muros de la ciudad, en un arriesgado
combate en plena calle. Pero estas dos intervenciones,
perfectamente puntuales y como aisladas en el marco de la
narración, se sitúan en un momento de crisis aguda, como
si, debilitada por lo que narra, la trama del texto autoriza­
ra por un instante la incursión de la anomalía.
La noche, el estruendo y la lluvia dibujan el cuadro del
primero de los dos episodios. En la ciudad de Platea, de la
que los tebanos se han apoderado a traición, el démos lle­
va a cabo un contraataque nocturno; los tebanos intentan
resistir,

pero como muy pronto, en medio de un tumulto terrible,


los habitantes de Platea les atacaban, apoyados por las
mujeres y los esclavos que, desde las casas, lanzaban gritos
y alaridos, y les arrojaban piedras y tejas, y además, había
empezado a caer una fuerte lluvia durante toda la noche,
cedieron al pánico.

Algunos de entre ellos, los más afortunados, debieron su


salvación únicamente al encuentro fortuito con una m u­
jer— una más, todavía— que les proporcionó un hacha pa­
ra romper la tranca de una de las puertas de la ciudad y
poder darse a la fuga; los otros hallaron la muerte o bien se
vieron obligados a rendirse.
El segundo episodio se sitúa al principio de la stásis de
Corcira. Ya de buen principio, se enfrentan oligarcas y de-

11 Posición ciertamente anómala, también para los hombres: en el


libro IV (48, 2), los demócratas subirán al tejado de un edificio para ma­
sacrar a sus adversarios, con las mismas armas que las mujeres en el li­
bro III: las tejas. Las mujeres en el tejado, en otro contexto, licencioso
esta vez: Detienne 19 72 (187-188).

4 89
A MODO DE CO N C LU SIO N

mócratas. Ambos partidos apelan a los esclavos prom e­


tiéndoles la libertad (como es obligado en estos casos); los
«servidores» (oikétai ) se ponen del lado del dêmos, mien­
tras que los oligarcas se procuran la ayuda de mercenarios.

Después de un intervalo de un día, se reanudó el combate


y triunfó el pueblo gracias a la fuerza de sus posiciones y
también por su superioridad en número, sobre todo por­
que las mujeres les secundaron valerosamente, lanzando
tejas desde lo alto de las casas y dominando su naturaleza,
para hacer frente al tumulto.

De esta manera queda asegurada por un tiempo la derrota


de los oligarcas.22
Los esclavos ya han desaparecido del relato, y las m u­
jeres no volverán a reaparecer en él. Permanece el hecho
de que, tanto en Platea como en Corcira, su intervención,
contra un telón de fondo de ruido y furia, habrá dado,
aunque sea de un modo provisional, la victoria al dêmos .23
En lucha contra un enemigo que se ha infiltrado en la ciu­
dad o, simplemente, contra el enemigo interior.
Las mujeres, los esclavos: una conjunción que, «en la
tradición, el mito, la utopía», constituye una de las figuras
griegas para pensar el desorden en el seno de la ciudad.24
El hecho de que esta conjunción se encuentre incluso en la
prosa de un Tucídides es cosa, quizás, menos sabida y me­

22 Tucídides, II 4, 2-7 (Platea); III 73-74, 2 (Corcira). En Corcira, el


pueblo se ha apoderado de la Acrópolis, mientras que los oligarcas ocu­
pan el ágora (72, 3): se trata, con poca diferencia, de las posiciones res­
pectivas de mujeres y viejos en la Lisístrata (puesta en escena de una
cuasi stásis).
2J Con ocasión de la segunda stásis de Corcira, hay muchas mujeres
al lado de los oligarcas (IV 48, 4), pero no se menciona a ningún esclavo.
24 Véase P. Vidal-Naquet, «Esclavage et gynécocratie dans la tradi­
tion, le mythe, l’épopée» (Vidal-Naquet 19 81: 267-288).

490
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

rece una cierta atención. E s verdad que la narración histó­


rica tiene su especificidad y tan sólo adopta una forma tal
de manera fugitiva y bajo unas m odalidades muy precisas.
Por el hecho de asociarse a los esclavos como ocurre en las
narraciones ginecocráticas, o bien en las historias de «m a­
trimonio forzoso»,25 las mujeres de Corcirá y de Platea no
se han involucrado de ninguna manera en la conquista del
poder exclusivamente femenino, ni se han entregado a una
unión servil por el capricho de un tirano. Simplemente,
con la ayuda de los esclavos, combaten al lado de los hom­
bres por la salvación común de la ciudad o del dim os,2É Es
verdad que la acción no responde, ni en Corcira ni en Pla­
tea, a la ortodoxia del com bate hoplítico, en el que las
mujeres no tienen, ni podrían tener, ningún lugar. En un
ámbito de pensamiento donde las auténticas batallas se li­
bran fuera de los muros, los combates resultan dudosos
cuando se llevan a cabo en medio de un enorme tumulto,
dentro de una ciudad; y la victoria sólo puede ser incierta,
sobre todo cuando, por una parte y por la otra, los com­
batientes son conciudadanos. Pero, tanto en Corcira como
en Platea, el krátos permanece en manos de los hombres
(que no lo han perdido ni un solo momento) y, por más ca­
tastrófico que sea el hecho de la guerra civil, una ciudad
en situación de stásis resulta quizá menos infiel a la norma
cívica que una ciudad en la que domina un tirano.
A fin de no comparar cosas que no resultan compara­
bles, nos contentaremos con confrontar estos dos pasajes
de Tucídides con los relatos legendarios que Plutarco y
Pausanias toman prestados a las tradiciones locales del Pe-

25 Cf. D. Asheri, «Tyrannie et mariage forcé», Annales ESC, enero-


febrero 19 77, pp. 21-48.
26 Plutarco asocia este tema con el del matrimonio forzoso para ex­
plicar las proezas de las mujeres de Quíos que, auxiliadas por los escla­
vos, ayudaron a los hombres a resistir el sitio de Filipo, hijo de Deme­
trio (Virtudes de las mujeres 3 = Moralia 245b-c).

491
A MODO DE C O N C L U SIO N

loponeso, y que atribuyen a las mujeres la gloria paradóji­


ca de una victoria militar obtenida por su sola interven­
ción—mujeres de Tegea, mujeres de Argos, sobre todo.27

Las mujeres de Argos, cuando toman a su cargo la defensa


de una ciudad en situación de oligandría, no son, como las de
Corcira en el año 427, un simple refuerzo,28 ni combaten al
lado de los esclavos, como las de Platea, sino que, guerre­
ras en el pleno sentido del término, substituyen a los hom­
bres, dejan a los esclavos muy por detrás de ellas, y los ubi­
can en las murallas «con todos aquellos que, a causa de
su juventud o de su vejez, eran incapaces de tomar las ar­
m as».29 Henos aquí muy lejos de la norma en virtud de la
cual las mujeres, a la vez que se distinguen de los akhreíoi,
se asocian también a ellos.30 Tucídides era más fiel a esta
norma, cuando en un mismo movimiento asociaba las mu­
jeres a los esclavos y las ponía al servicio de los hombres: la
andreía que Aristóteles reconoce a las mujeres en la Política,
¿acaso no es enteramente sumisa (hypëretiké )?31

11 Pausanias, V I I I 5, 9 (Tegea); II 20, 8-10 (Argos); podemos añadi


Plutarco, Moralia 245d (= Virtudes de las mujeres 4). Véase también Pau­
sanias, IV 21, 6-11 (Mesenia).
28 Tucídides, III 7 4 ,1: xynepelábonto. Es de señalar que, en el rela­
to mesenio de Pausanias, antes de decidirse a combatir al lado de los
hombres y con sus mismas armas, las mujeres se comportan primero co­
mo una fuerza auxiliar (IV 21, 6).
29Pausanias, II 20, 9; matizo a propósito de este punto el análisis
que de este episodio ofrece P. Vidal-Naquet 1981: 175.
30 Esto comienza con la Ilíada, donde, en la ciudad en guerra re­
presentada en el escudo de Aquiles, «las mujeres y sus niños, en pie so­
bre la muralla, la defienden con la ayuda de hombres incapacitados por
la vejez» (X V I I I 514-515).
31 Eolítica 112 6 0 a 20-24; de modo que la mujer tiene la andreía en
común con el hombre, pero, al igual que la virtud del esclavo, este co­
raje se caracteriza por la hypéresía (véase 1295b 26).

492
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

A ndreía hypëretiké por una parte, coraje viril por la


otra: la separación es notoria entre la manera y el pensa­
miento de Tucídides y los desarrollos complacientes de
Pausanias y Plutarco. Así, cuando vemos que Plutarco sub­
raya la dimensión militar de la guerra llevada a cabo por
Telesila a la cabeza de las mujeres de Argos «en edad de
servir», el lector no se sorprende dem asiado cuando se en­
tera de que aquellas que cayeron en combate fueron ente­
rradas colectivamente, como ciudadanos-soldados. En cuan­
to a las mujeres de Tegea en el relato de Pausanias, a veces
asociadas a los hombres, a veces incluidas sin mayor pre­
cisión en el ejército victorioso, y a veces aisladas en la es­
pecificidad de su acción, ofrecen sacrificios a Ares por
cuenta propia, excluyendo a los ándres de la fiesta porque
ellas mismas se atribuyen todo el mérito de la victoria.32
En tanto que en Tucídides las mujeres, atrapadas por
la urgencia de una situación excepcional, se comportan
como las mujeres que efectivamente son, las combatientes
de Plutarco y de Pausanias actúan como ándres, Es verdad
que en este caso el como no resulta desdeñable; aun cuan­
do la naturaleza femenina, a causa de su debilidad, no
acabe por dar buena cuenta de estas guerreras im provisa­
das,33 incluso el modo de intervención de estos ejércitos
femeninos se opone a la guerra masculina: se trata tan só­
lo de em boscadas, seguidas por apariciones fulminantes
como epifanías, que «dejan estupefacto al enemigo», obli­
gándole a dar una media vuelta que equivale a una derro-

32 Pausanias, V I I I 5, 9 (los tegeatas y las mujeres); VIII 4 5,3 (los te-


geatas); V III 48, 4 -6 (las mujeres); sacrificio a Ares Gynaikothoínas:
ibid.·, de igual m odo, las mujeres de Argos hacen sacrificios a Ares: Plu­
tarco, Moralia 245e. Es evidente que, en circunstancias normales, las ni-
këtéria, fiestas de la victoria con. sacrificio y banquete, eran celebradas
por los hombres solos (G raf 1984: 246).
33 Pausanias, IV 21, 9 (mesenias).

493
A MODO DE CONCLUSION

ta (tropé ) .34 Pero, desde este último punto de vista, las m u­


jeres de Platea o de Corcira no tienen nada que envidiar a
las combatientes de Tegea: como si la presencia de las m u­
jeres— esta fuerza auxiliar— fuese suficiente para otorgar
la victoria, estas auxiliares del dêmos han visto, también
ellas, al enemigo derrotado que daba media vuelta preci­
pitadamente.35
No cabe duda de que no puede introducirse a las m u­
jeres en un combate impunemente: llámese uno Tucídides
o Pausanias, las reglas resultan m odificadas de m odo in­
evitable, porque, cuando se otorga la andreía a las m uje­
res, se peca gravemente tanto contra la lengua como con­
tra los valores. La andreía hace que las mujeres se virilizen
—y nos encontramos con Clitemnestra «la de propósitos
m asculinos», la mujer llena de audacia que se vanagloria
de haber asesinado al varón hósper en mâkhës tropéi («co ­
mo en la derrota de una batalla»: Agamenón 1237)— . Pero,
en numerosos relatos de carácter edificante o legendario,
sucede lo contrario: gracias a la ostentación de feminidad,
las mujeres— ¡vergüenza para los guerreros !— sabrán pro­
vocar la derrota: alzándose las túnicas, descubren sus se­
xos de modo desvergonzado36—y el enemigo huye preci-

34 Emboscada: Pausanias, V III 48,4 (Tegea); epiphaninar. ibid., 5; thau-


mázein·. Plutarco, Moralia 245e (Argos); tropé: Pausanias, VIII 48,5 (Tegea).
35 Tucídides, I I 4, 2: trapómenoi-, III 74, 2: tropé. E l hecho de que es­
tas victorias sean provisionales no basta para invalidarlas, a pesar de las
prosaicas consideraciones de Schaps 1982: 195. Es de señalar que, en el
conjunto del corpus tucidideo, tropé tiene con frecuencia su lugar en
una batalla de resultado incierto (con un telón de fondo de thórybos) o
bien en un combate naval.
36 A propósito de este anásyrma de las mujeres durante la guerra,
véase Zeitlin 1982b: 144-145, para quien el descubrimiento del sexo fe­
menino es completamente apotropaico, y el efecto buscado es, como en
el caso de la cabeza de la Gorgona en los escudos, rechazar a los enemi­
gos (la Gorgona: Apolodoro, II 7, 3).

494
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H IS T O R IA

pitadamente— . A no ser que ellas muestren a sus maridos


en desbandada los vientres que producen guerreros para
la ciudad— y es frecuente que entonces el valor retorne a
los ándres y, con el valor, la victoria— ,37 Manera de humi­
llar a los machos incapaces de afrontar su tarea (como
aquella madre espartana que increpó a sus hijos que re­
gresaban vivos de una derrota: «¿A caso queréis hundiros
de nuevo allí de donde salisteis?»); pero también es p o si­
ble que se trate de un m odo de provocar una reacción in ­
dignada: la conducta de los guerreros resulta escandalosa
cuando dejan actuar a sus mujeres, para quienes el parto
debería ser la única guerra.38
Para cerrar este paréntesis en el que, una vez más, se
dibujaba una contigüidad muy destacable entre lo sexual
y la guerra, apostemos por lo menos a que, una vez termi­
nada la guerra, las mujeres legendarias, al igual que las es­
posas tan reales de los ciudadanos, se reencontrarán con
su destino de m ujeres.39

37 Véase Plutarco, Sentencias de las lacedemonias 24ia-b y Virtudes de


las mujeres 246a. Helen King, «Agnodike and the Profession of Medicine»,
Proceedings of the Cambridge Philological Society, 32 (1986), pp. 53-75 (es­
pecialmente 61-68), no cree en la virtud apotropaica de este gesto, en el
que ve tan sólo la exhibición de la parte del cuerpo femenino consagrada
a la reproducción. Pero no resulta seguro que ambos gestos se excluyan
mutuamente; pueden perfectamente concurrir y si, en el sobrenombre de
Marpesa, la heroína de Tegea a la que llamaban también Quera (Khoíra)
(Pausanias, V III 47, 2; 48, 6), existe, como G raf (1984: 248, n. 25) y yo mis­
ma, cada uno por su lado, hemos supuesto, una alusión al sexo femenino,
uno de cuyos sobrenombres es khoiros, ambas lecturas, como en el caso
de Pausanias (V III 47, 2: Quera; 47,5: la Gorgona), se refuerzan más que
se excluyen. A propósito de toda esta temática, véase «Les guerriers et les
femmes impudiques» (J. Moreau, en Mélanges H. Grégoire, Bruselas, 19 81,
pp. 283-300), así como F. Le Roux, «La mort de Cuchulainn», OGAM, 18
(1966), pp. 365-399, y Olender 1985:34-38.
38 Véase supra, pp. 56-60.
35 Tras la toma de Platea por parte de los peloponesios, el destino

495
A MODO DE C O N CLU SIÓ N

No nos apresuremos demasiado, en todo caso, a dar por


superada la diferencia: de Tucídides a Pausanias, y del ges­
to de las mujeres viriles al discurso histórico en el que las
mujeres tan sólo intervienen dentro de los límites im pues­
tos a su sexo, la distancia jamás se borra de un m odo du­
radero, como vamos a ver observando las armas em plea­
das respectivamente por estos dos tipos de combatientes
femeninas.
Contra el enemigo tebano, las mujeres de Platea hacen
caer un diluvio de piedras y de tejas, como también son te­
jas lo que, desde lo alto de las casas, las mujeres de Corci­
ra arrojan sobre los oligarcas. Piedras, tejas: armas arroja­
dizas, armas improvisadas, propias de no combatientes, de
fuerzas de apoyo, las de las mujeres en las ciudades— ar­
mas también, es verdad, particularmente siniestras, p ro ­
pias de ciudadanos contra ciudadanos en la stásis — .4° Pie­
dras, tejas: tales son tam bién las armas de las m ujeres
cuando abandonan su posición de auxiliares en la confu­
sión de los combates callejeros para convertirse en instru-

de las mujeres que quedaban en la ciudad fue, como correspondía, la es­


clavitud: Tucídides, III 68, 2; de un modo menos dramático (y a fin de
citar una fuente tardía), véase Plutarco, Pirro 29, 12, donde las mujeres
espartanas, apenas llegados los refuerzos, «no queriendo intervenir más
en la guerra», regresan a sus casas.
40 Por ejemplo, Plutarco, Moralia 245b-c (mujeres de Quíos): //-
thous kaî béle, piedras y armas arrojadizas; en el caso de Roma, Dioni­
sio de Halicarnaso, V I 9 2, 6 (las mujeres de Coriolos defienden la ciudad
contra el enemigo romano arrojando tejas desde lo alto de los tejados).
Recordemos también la tradición a propósito de la muerte de Pirro,
asesinado en Argos por un proyectil— piedra o teja, según las versiones
(por ejemplo, Pausanias, 1 13, 8)— arrojado por una mujer; otros relatos
hablan de mujeres que arrojan proyectiles desde lo alto de los tejados:
véanselas observaciones deP. Lévêque, Pyrrhos, París, 1957, p. 625. Stá­
sis·. Tucídides, IV 48, 2.

496
E L N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

mento de una ejecución que parece un asesinato. Arrojar


piedras se convierte entonces en una lapidación4' y, a la
panoplia ocasional de las mujeres sublevadas, se añaden
otras «arm as», emblemas de la vida femenina desviados
hacia el phónos , extraños y temibles, también míticos, co­
mo corresponde cuando las manos de las mujeres se de­
dican a derramar sangre: así ocurre cuando, al encarnizar­
se con el único superviviente ateniense de una batalla en la
que han caído todos los ciudadanos, las mujeres de Ate­
nas, según Heródoto, lo acribillan con las fíbulas de sus
vestidos.41 Pero, antes de que la guerra se incline definiti­
vamente del lado de la stásis y el asesinato, vamos a dete­
nernos un instante en las piedras y las tejas de las mujeres
de Corcira y Platea, el tiempo imprescindible para con­
frontar estas armas ocasionales con el equipo guerrero re­
gular de las mujeres de Argos o Tegea.
Como los ándres, las guerreras de Tegea revisten sus
armaduras (hópla endysai ), y Telesila de Argos proporcio­
na a sus tropas de mujeres armas regulares. Regulares o

41 H eródoto, IX 5: lapidación de la mujer y los hijos de Lícidas p or


obra de las mujeres atenienses; cf. Plutarco, Moralia 241b (Sentencias
de las lacedemonias)·. la mujer que mata con una teja a su hijo, que es
el único que regresa con vida de un com bate en el que todos han
muerto.
42H eródoto, V 87; es también a golpes de fíbula como, en la Hécuba
de Eurípides, las cautivas troyanas, con una «mano no guerrera», arran­
can los ojos de Políméstor (116 9 -1171). Imperdibles y feminidad: Ver-
dier 1979: 238-253. A las fíbulas podem os añadir el huso con el que, en
el mito de Fineo, la madrastra revienta los ojos a sus hijastros: véase D.
Bouvier y Ph. Moreau, «Phinée ou le père aveugle et la marâtre aveu­
glante», Revue belge de Philologie et d ’Histoire, 61 (1983), pp. 5-19. Ya
en H eródoto, tal com o me ha hecho observar Stella G eorgoudi, la fíbu­
la, aunque sea el instrumento de un asesinato colectivo, no deja de ser
un arma que aísla a cada mujer en su gesto sanguinario (hekástén)·. aun­
que consideradas en grupo, las mujeres de Atenas actúan cada una por su
cuenta.

497
A MODO DE C O N C L U SIO N

casi, conviene, sin duda, observar que el origen de estas ar­


mas, tomadas de los templos y de las casas, las pone en re­
lación con otras esferas distintas de la puramente militar
de la guerra viril. Pero, desde el punto de vista que aquí
nos interesa, podemos prescindir de este detalle, porque
en las tradiciones nacionales del Peloponeso, las mujeres
revisten hópla reales, no armas improvisadas ni simulacros
de armas. Ello equivale a decir que esto sucede en una ló ­
gica que pertenece a la leyenda.
En efecto, desde el momento en que el relato, como el
de las guerras de Mesenia en Pausanias, pretende ajustar­
se a algo parecido a un principio de realidad, he aquí que,
al menos por un momento, reaparecen las armas im provi­
sadas cuyo uso mencionaba Tucídides. Así, para ayudar a
sus esposos asediados por los lacedemonios en la fortaleza
del Hira, las mujeres de Mesenia empiezan por acosar al
enemigo «con tejas y todo aquello que cada una encontra­
ba para arrojar»;43 pero sobreviene una lluvia violenta, que
les impide recurrir a estos proyectiles tradicionales— llu­
via legendaria también, sin lugar a dudas: la que cayó en
Platea no parece haber obstaculizado en modo alguno el
diluvio de piedras y tejas— ; entonces «ellas osaron reves­
tir las armas» {hópla), y la proeza puede (re)comenzar,
hasta tal punto es cierto que introducir en un relato a m u­
jeres en armas equivale esencialmente a liberarse de la pre­
ocupación por el realismo. Inversamente, existe un texto de
Eneas el Táctico que sugiere que, cuando se razona en tér­
minos de «realidad»— incluso si esta realidad guarda al­
guna relación con una estratagema— , no se puede confiar
a mujeres las armas de los ándres. La escena tiene lugar en
Sinope, en ocasión de un asedio; como hay escasez de hom­
bres (spánis andrdn),

43 Pausanias, IV 21, 6; es de señalar el hekásté (véase n. 42).

498
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

se hizo adoptar a las mujeres más adecuadas físicamente


para este menester un aspecto y un equipo tan masculinos
como fuera posible y se les dieron, a guisa de armas y de
cascos, sus recipientes y demás utensilios de bronce del
mismo tipo. Se las hacía desfilar por aquellos lugares de la
muralla donde los enemigos podían verlas mejor, pero no
tenían permiso para arrojar nada, porque desde muy lejos
se reconoce cuando una mujer arroja algo.44

Si hay escasez de hombres, nada indica que hubiera escasez


de armas— que, por ejemplo, los muros de los templos ca­
recieran de ellas— . D e modo que quizá podemos sorpren­
dernos del hecho de que, incluso disfrazadas de hombres,
las mujeres tan sólo tengan derecho a un simulacro de ar­
mas, tomadas prestadas de sus utensilios de cocina. Y es
que, en el caso de Eneas, lo real nunca pierde sus derechos,
incluso si en este texto la palabra «real» tiene ciertamente
más de un sentido. Existe el efecto de realidad, que dimana
del relato, en el que se pide al lector que crea que en aque­
lla época bastaba con evitar las deserciones para que seme­
jante astucia no fuera revelada. Existe la realidad ficticia de
la estratagema, que se supone imitable en todas partes—por­
que en todas partes las mujeres tienen recipientes— ; exis­
ten, sobre todo, y tanto más compulsivas cuanto que «re­
sultan obvias», las reglas de la división social de los roles
sexuales, donde la guerra es «asunto de hom bres».45

LAS M U J E R E S Y LA « S T A S I S »

La guerra es asunto de hombres. Refrán perfectamente con­


forme a la realidad de las prácticas sociales, puesto que,

44 Eneas el Táctico, 40, 4-5.


45 Esa es la opinión del marido de Lisístrata (Lisístrata 520), quien
cita las palabras de Héctor a Andrómaca (Iliada V I 492).

499
A MODO DE C O N C L U S I O N

para transgredirlo, se precisa nada menos que la ficción


cómica de una toma de la Acrópolis por parte de las m uje­
res de Atenas: me refiero, evidentemente, a la Lisístrata.
Subsiste el hecho de que el imaginario político de los grie­
gos no cesa de reconducir una distinción, implícita pero
muy fuerte, entre la «buena» (o, mejor dicho, la hermosa)
guerra, la auténtica, aquella en la que se aplican las reglas
de un combate leal, y la mala, donde todo es posible, don­
de todo está permitido; y en la mala guerra, que con fre­
cuencia se llama stásis, hay un lugar para las mujeres, aun­
que sea muy limitado, como en Tucídides. Tucídides, pues,
nos interesa precisamente en primer lugar. El hecho de que,
en la prosa densa del historiador, exista, en el seno de la
stásis , un lugar para las mujeres podría bastar para suge­
rirnos que, entre la guerra civil y las mujeres, hay una suer­
te de vínculo necesario y siempre verificable.46 D e hecho,
la familiaridad entre mujeres y conflicto viene de muy an­
tiguo: pensemos en Helena, éris encarnada, o en Pandora,
que introdujo entre los mortales a Ponos, primogénito de
Eris, hija a su vez de la Noche sombría. Pero se puede evo­
car también a Píndaro, que otorga a la odiosa guerra civil
el calificativo de antiáneira («hostil a los ándres »), que en
la Ilíada caracterizaba a las Amazonas47 como rivales y ene­
migas de los hombres.48

46 Muy lejos de la Grecia antigua, la práctica social de los Baruya de


Nueva-Guinea postula un lazo de este tipo, puesto que las pocas muje­
res guerreras que hay en esta sociedad por completo masculina no in­
tervienen más que en las guerras intestinas entre los Baruya (y contra
otras mujeres: Godelier 19 8 2 :13 2 y 219).
47 Entre la guerra civil y las Amazonas, la confusión parece derivar
de una lógica transhistórica: lejos de Píndaro y de Homero, pensemos
tan sólo en la figura de Théroigne de Méricourt, Amazona en la Revo­
lución Francesa (E. Roudínesco, Théroigne de Méricourt. Une femme
mélancolique sous la Révolution, Paris, Le Seuil, 1989, pp. 104-112).
48 Homero, litada III 189; Píndaro, Olímpicas X I I 15-16.

5 00
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

No cabe duda de que, al decidir limitarnos a Tucídides


para verificar la pertinencia de una asociación semejante,
la tarea se complica de un modo extraordinario. Combates
callejeros en Platea, stásis en Corcira: ¿por qué hemos de
contentarnos con tan poco, en vez de ir a buscar en otras
partes? En este caso, tampoco sería imprescindible alejar­
se del siglo V ateniense. Bastaría, por ejemplo, con subrayar
todo aquello que, en las Suplicantes de Esquilo, convierte
la causa de las Danaides en una stásis de m ujeres.49 En lo
que respecta a la comedia, la búsqueda sería más fácil to ­
davía: existe, desde luego, la secesión de las mujeres en la
Lisístrata, asimilada por los hombres de Atenas a un com­
plot contra el poder político;50 existe sobre todo, como
testimonio decisivo, la parábasis de las Tesmoforias, don­
de, antes de volver contra los hombres la temática de la
«raza de las m ujeres» (génos gynaikñn), las mujeres expo­
nen de un modo irónico su tesis principal:

Es cierto que, a propósito de la tribu de las mujeres, todo


el mundo habla mal hasta hartarse: que somos una peste
para la humanidad y que todo procede de nosotras, que­
rellas, discordias, la funesta guerra civil, la aflicción, la
guerra (érides, neîkë, stásis argaléa, lypé, pólemos).5'

49 A partir del verso 13 de las Suplicantes , a Dánao se le designa c o ­


mo stasíarkhos ; a continuación, el texto opone el krátos de las mujeres
(1069-1070) al de los ándres (393, 951); véase también 645: éris gynai-
kün , que Mazon traduce com o «la causa de las mujeres».
50 Que los hombres hablen de la stásis con la terminología de la ti­
ranía (Lisístrata 619, 630-634) no debe resultar sorprendente en la A te­
nas del año 4 12-411; a partir del año 415, la acusación de tiranía estaba a
la orden del día (véase Tucídides, V I 53 y, sobre todo 6 0,1) y, en 409, el
decreto de Demofanto (citado por Andócides, Misterios 97) asimilará al
subversivo con el instigador de la tiranía.
51 Aristófanes, Tesmoforias 786-788; véase Loraux 1981b: 75-117 (a
propósito de la raza de las mujeres).

501
A MODO DE CO N CLU SIO N

Imposible ser más claro... Si, de todos modos, alguien qui­


siera ampliar el corpus, podría sumergirse en los relatos in­
numerables que se organizan en torno al tema de la sece­
sión de las mujeres, en la que el imaginario griego ve una
grave amenaza para la polis y su unidad. Que la secesión
sea consecuencia de un ataque de locura dionisíaca, como
en las Bacantes , o de una epidemia, como en muchas otras
tradiciones,52 importa más bien poco, en un ámbito de
pensamiento donde la secesión es un equivalente y la epi­
demia una metáfora de la stásis.S3 Y podrían imaginarse
muchas otras incursiones en las representaciones com par­
tidas del imaginario cívico, incluso en las instituciones de
las ciudades que designan magistrados especiales, deno­
minados gynaikonóm oi, para la vigilancia de las mujeres
y su conducta. D e esta manera, al comentar la negligencia
que, en este terreno, cometió el legislador espartano, A ris­
tóteles llega a definir a las mujeres como la «m itad» de
cualquier ciudad; pero, más que esta definición tan cono­
cida, convendría examinar la afirmación central de este re­
lato, a saber, que la ciudad está «p or así decir, dividida en
dos», sin resto, «entre el grupo de los hombres y el de las

Locura dionisíaca: p or ejemplo, en las Bacantes·, se pueden com ­


parar los versos 3 5-36 {manía de la muchedumbre femenina en Tebas) y
1295 {manía de toda la ciudad, pasa polis, com o si la «locura» de las mu­
jeres conllevase la de la ciudad en su totalidad); a p ropósito del tema de
las Ménades guerreras, compárese Bacantes, 52 y los relatos argivos
(Pausanias, II 20, 4). Epidemia, loimós o nósos: p or ejemplo, epidemia
de suicidios por ahorcamiento entre las jóvenes de Mileto (Plutarco,
Moralia 249b-d = Virtudes de las mujeres 11).
53 Secesión/sedición: este tema se halla en el centro de la Lisístrata·,
véase también D ionisio de Halicarnaso, V I 45, 1 (apóstasis) y 83, 4 (stá­
sis). Sedición y epidemia: la asociación resulta evidente en Esquilo (véa­
se Suplicantes 635-691 y Euménides 782-987); véase también, por ejem­
plo, Pausanias, V 4, 6, así com o F. Frontisi, «Artémis bucolique», Revue
de l’Histoire des Religions, 198 (1981), en especial pp. 46-47 y 48, n. 59
(stásis en el texto griego, epidemia en el texto latino).

502
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

m ujeres»: quien conozca los peligros que, en Aristóteles,


se asocian a la división sin resto, hallará aquí, sin lugar a
dudas, un tema que da que pensar, si bien es cierto que el
filósofo se ha tomado la molestia de expresarse en el m o­
do del «com o si».54 En estas instituciones, por medio de
las cuales la ciudad conjura una amenaza, real o imagina­
ria, en estos relatos que la colectividad de los ándres se narra
a sí misma para permitirse sin riesgo alguno un estremeci­
miento de angustia, podríam os dem orarnos largamente y,
sin duda alguna, obtener óptimos resultados. Pero como he
anunciado, voy a limitarme al texto de Tucídides, aunque
me permitiré extrapolarlo con mesura. N o se trata de com­
plicarse el trabajo porque sí, sino, una vez más, del gusto
de verificar la fuerza compulsiva de las representaciones
griegas acerca de la división, y la lógica en virtud de la cual
la raza de las mujeres, que ha dividido a la humanidad en
dos, tiene que encontrar la stásis que divide en dos a la
ciudad. Veamos pues, en Tucídides, el relato de los prime­
ros días de la stásis en Corcira. Voy a tomarme el tiempo
necesario para demostrar que el filtro operado en la histo­
ria por la razón historiográfica no es tan riguroso como
para no dejar pasar, a pesar de todo, alguna de las figuras
favoritas del imaginario. Al analizar un pasaje de Tucídi­
des porque hallo en él una pequeña unidad muy significa­
tiva, no ignoro, desde luego, que, en el mundo de los his­
toriadores, el documento único goza de muy mala prensa:
es en Corcira, y tan sólo en Corcira, donde Tucídides men­
ciona la presencia de mujeres en la stásis. D e acuerdo. Pe­
ro, dado que se trata de la primera stásis que se nos refie­
re, la guerra civil de Corcira tiene un valor ejemplar, en el
relato de la guerra del Peloponeso, para todas las demás, y
esta ejemplaridad, que el propio historiador se ha tomado
la molestia de subrayar, jamás será puesta en duda por la

54 Aristóteles, Política II 1269b 12-19.

503
A MODO DE CON CLUSION

tradición historiográfica posterior, donde Corcira sim boli­


za para siempre los horrores de la stásis.55
Sin embargo, la intervención de las mujeres es tan sólo
puntual, lo bastante limitada como para no formar parte
del relato de los horrores: Tucídides, por el contrario, p o ­
ne el énfasis en la violencia que el natural femenino tiene
que ejercer sobre sí mismo para afrontar el tumulto. A de­
cir verdad, tanto por parte de las mujeres como por parte
de los esclavos, el énfasis se pone más bien en la solidari­
dad con el dêmos ; y, para mi propósito, poco importa en
definitiva el hecho de que la cronología del relato separe
estas dos solidaridades en lugar de conjugarlas, como era
el caso en Platea. Al igual que los esclavos, las mujeres van
a restituirse sin más tardar al silencio, en tanto que el dêmos,
asimilado a partir de ahora a los «corcireos», puesto que
ha triunfado, se implica en el juego de la violencia— y se
puede apuntar la hipótesis de que Tucídides desea mante­
ner a las mujeres al margen de los enfrentamientos en el
momento en que el combate degenera en phónos — . Es
verdad que será preciso, una vez más, mencionar la apari­
ción de algunas mujeres, esta vez al lado de los oligarcas y
en la segunda stásis de Corcira, pero ya no constituyen un
grupo como tal.56 Cosa que no significa, de todos modos,
que de una tal separación se pueda derivar alguna ense­
ñanza a propósito de un «com prom iso político» de las
mujeres que, a título de colectividad virtual, se mostrarían
más bien partidarias del dêmos·. al recurrir a una g y n P 7pa-

55 Véase Tucídides, III 8 2 ,1 y, por ejemplo, Dionisio de Halicarna­


so, V II 66, 5.
s<5 Compárese III 74, 1 (hai gynaikes) y IV 48, 4 (tas gynaíkas, hó-
sai...).
57I I 4, 4; esta gyné, encarnación discreta de la mujer astuta (para un
ejemplo diferente, véase Eneas el Táctico, 31, 7), no tiene derecho más
que a una mención fugitiva. Es de señalar, sin embargo, que es posible
percibir una diferencia entre hai gynaíkes, que combaten al lado de los

504
EL N A T U R A L F E M E N I N O EN LA H IST O R IA

ra ofrecer a los enemigos tebanos el hacha que tanto nece­


sitan para romper la puerta y escapar de la ratonera, el re­
lato de los acontecimientos de Platea nos recuerda que,
incluso en el caso de una ciudad que podría creerse coali­
gada en bloque contra el enemigo exterior, la unidad nun­
ca deja de estar amenazada por la dualidad, que existen
dos partidos— cosa que, de hecho, ocurre en Platea—·, o
bien, que hay mujeres para intervenir en ambos bandos.

Tucídides, siempre tan discreto, no añade nada más a p ro ­


pósito de las mujeres y de la stásis. Pero el lector decepcio­
nado por no disponer más que de una nebulosa de indi­
cios hará bien en no desesperar demasiado pronto; deberá
permitir solamente que las mujeres se suman de nuevo en
el silencio, para continuar con la narración que el histo­
riador consagra a la stásis de Corcira. Entonces, podrá dar­
se cuenta de que, en el momento de la teoría, Tucídides no
olvida del todo que la guerra civil es, por así decir, esen­
cialmente femenina. Es verdad que, como corresponde, el
procedimiento es sutil y el historiador no asocia de un m o­
do explícito la stásis a lo femenino, pero subraya con insis­
tencia que la guerra intestina pervierte la noción de andreía,
fundamental en la representación de la «buen a» guerra,
donde el valor auténtico se confunde con la virilidad. Si lo
esencial de la stásis se desarrolla, de manera muy descrip­
tiva, entre ándres, la andreía como ideal ya no es, si hemos
de creer a Tucídides, más que un nombre absolutamente
usurpado.
Acudamos al texto: al célebre capítulo 82 del libro III
y, dentro de este capítulo, al relato tantas veces citado, p e­
ro no tan frecuentemente comentado, que analiza los efec-

plateenses (de hecho, el demos pro-ateniense), y una gyné aislada, que


ayuda a los tebanos.

505
A MODO DE CO N CLU SIO N

tos perniciosos de la guerra civil sobre la lengua cívica:


pasaje digno de ser destacado, eminentemente tucidideo,
construido enteramente en torno al principio estilístico de
la variación en la antítesis, en el que, después de muchos
otros, Adam Parry veía el rasgo más específico de la escri­
tura del historiador.58 Pero si, en este texto, la antítesis que
hace girar toda la expresión hacia su contrario se ve afec­
tada en cada caso por un factor de disimetría, la razón de
este desequilibrio habría que buscarla— el propio Tucídi­
des nos invita a ello— no ya en una elección estilística ex­
terna a su objeto, sino en el objeto mismo del relato: el
abismo que se abre entre la ciudad y su lengua, abismo
que será a partir de este momento irreversible y que actúa
en el seno de la misma escritura histórica. Así, nos encon­
tramos con el hecho de que, entre los principales nombres
a propósito de los que, «cuando formulaban un juicio, las
facciones cambiaron las valoraciones habituales» en rela­
ción con los actos respectivos,59 se halla precisamente el
de andreía·. la palabra, la cosa misma.
Aquello que, a partir de entonces, es designado como
andreía en los discursos sectarios, es lo mismo que, desde
su ángulo privilegiado de observación, el historiador ca­
racteriza como una «audacia irreflexiva» (tólma alógistos)
— precisamente aquello que Tucídides convertirá, en el li­
bro VI, en el móvil principal, y en ningún caso heroico, de
los Tiranicidas que la democracia ateniense se complace
en celebrar como héroes— . Y no satisfecho con otorgar a
esta audacia insensata el nombre de valor viril, he aquí que
la retórica sediciosa añade a la andreía el calificativo de
philétairos («apasionado por su partido»). El hecho de que

*8A. Parry, «Thucydides’ Use of Abstract Language», Yale Classical


Studies, 45 (1970), pp. 3-20, especialmente 7.
55 Tucídides, III 82, 4; véase N. Loraux, «Thucydide et la sédition
dans les mots», Quaderni di storia, 23 (1986), pp. 95-134.

5 06
EL N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

se trate de un hapax en la lengua de Tucídides no debe sor­


prendernos demasiado: en materia de amor político, el his­
toriador tan sólo conoce al «am igo de la ciudad» (ph iló-
polis), y se sirve de philétairos como de una cita tan sólo,
contando con que el lector será capaz de comprender que
este simple calificativo aniquila la noción de andreta que
pretende concretar.60
Viene entonces el segundo desplazamiento de sentido,
corolario del primero: allí donde la mirada fría del his­
toriador tan sólo ve una «pru dente contem porización»
{méllësis promëthés), la elocuencia sectaria denuncia una
«cobardía disimulada con hermosos pretextos» (deilía eu-
prepés). La contemporización caracterizaba, por ejemplo,
la táctica lacedemonia, y la previsión (tô promëthés) es una
cualidad demasiado intelectual como para que Tucídides
no sepa apreciarla, pero el discurso de la stásis se despre­
ocupa de semejantes valores y prefiere recurrir a palabras
muy connotadas, como deilía, que Tucídides, en su obra,
reserva siempre a los discursos, porque la fuerte connota­
ción peyorativa de este término encaja más con las exage­
raciones de la elocuencia; o recurrir, también, al término
euprepés, portador de un juicio muy negativo que el histo­
riador, siempre que lo utiliza en nombre propio, prefiere
por regla general aplicar a los mismos sediciosos.
La operación de lenguaje continúa con la transforma­
ción de la sensatez {to sóphron) en próskhéma toCt anán-
drou — en «m áscara de la cobardía», tal como se suele tra­
ducir— . Pero para traducir rigurosamente to ánandron

60 En Tucídides, tólma es un significante poco estable, valorizado a


veces, empleado otras en un contexto negativo: el acento, por lo tanto,
pesa sobre el adjetivo calificativo; tólma alógistos de los Tiranicidas: V I
59, i; a propósito de tólma (o thrasytès) como nombre de la audacia fe ­
menina, véase infra, pp. 515-517 y η. ητ., Andreía es siempre positivo en
la lengua de Tucídides, menos cuando a esta palabra se le añade philé­
tairos·, philópolis: 4 apariciones.

507
A MODO DE C O N C L U SIO N

convendría hacerse lector de Orwell y utilizar su neolen-


gua en la que, «dado que existe, por ejemplo, la palabra
bueno, no es precisa la palabra malo, puesto que el sentido
deseado se expresa igualmente, y en realidad de una m a­
nera mejor, por medio de abueno»·, entonces sería preciso
convertir to ánandron en la «no-virilidad» (y ánandros se­
ría algo así como el «no-m acho», porque este término,
eminentemente ideológico, remite a un sistema de pensa­
miento en el que, al margen del partido del orador— que se
asimila al lugar de producción de la andreía — , no existen
más que «no-hom bres».61
Sólo queda convertir «la inteligencia total» (to xynétón,
cualidad muy valorada por Tucídides) en una «inercia to­
tal», y ya se puede, al hacer la lista de los nuevos valores,
añadir el «im pulso enloquecido» al lote del hombre viril
(andros motra). Porque, realmente— el uso de andreía y de
ánandros ya lo había indicado con claridad— , aquí es cues­
tión del anér, a la vez como realidad y como ideal, tanto
desde el punto de vista del historiador como desde el de
los sediciosos. Pero, entre ambos puntos de vista, la dife­
rencia resulta irreconciliable: Tucídides sólo ve falsifica­
ción de la lengua y de los actos allí donde, en cada frente,
los que promueven la stásis saludan la aparición de un
hombre nuevo.
Ante esta perversión general del sentido de la lengua
política, uno no puede ya sorprenderse de que las delibe­
raciones prudentes pasen a ser consideradas como «un tru­
co de orador», «un pretexto para escabullirse» (apotropé).
Ya se ha dicho lo esencial a propósito de lo que nos afecta:
dado que andreía es la primera de las palabras falsificadas

61 Cita de G. Orwell, 1984 (Apéndice «Los principios de la neolen-


gua», Vocabulario A). Sóphron, desde luego, está marcado de un modo
muy positivo en Tucídides y, en ocasión del debate acerca de Mitilene
en el libro III, Diódoto asocia el agathos polttès y la sóphron polis.

508
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H IS T O R IA

por la guerra civil, la stásis ataca a la virilidad auténtica y


este análisis posibilita, por defecto, la irrupción de lo feme­
nino en el relato histórico.

Confortada por esta lectura, volveré pues, una vez más, a


lo que se dice a propósito de la intervención de las muje­
res de Corcira, a fin de constatar que, por más breve que
sea este relato, en él pueden encontrarse algunos elemen­
tos para plantear la cuestión de la paradójica andreía de
las mujeres.
Todo sucede en medio d éla tensión, connatural al tex­
to, entre la audacia de hecho de las mujeres y la timidez
que se presume en su naturaleza:62 después de haber enun­
ciado, como algo evidente, que «las mujeres secundaban al
dim os valerosamente» ( tolmèrôs ), ¿por qué Tucídides aña­
de que «iban contra su propio natural, a fin de hacer fren­
te al tumulto» (para physin hypoménousai ton thórybon)}6)
Formulada a propósito de estas líneas de Tucídides, seme­
jante cuestión podría articularse perfectamente con otros
interrogantes de carácter más general, recurrentes en el
imaginario político de los griegos y que se plantean sin tre­
gua acerca del natural femenino: ¿es bueno?, ¿es malo? O,
más exactamente: ¿está hecho de sôphrosynè o de tólma
pura y sim ple?64

l"~ La «virtud» de las mujeres resulta también ambivalente en Tito


Livio, puesto que la gestión de las matronas de Roma ante la madre y la
esposa de Coriolano se puede atribuir al muliebris timor (II 40, i).
G raf 1984: 245 se limita simplemente a citar este pasaje de Tucí­
dides en una serie de declaraciones tradicionales sobre la ineptitud de
las mujeres para la guerra.
64 Esta cuestión estructura las Bacantes, donde una de las dos caras
del natural femenino es el sôphroneîn (Eurípides, Bacantes 314-316), y la
otra corresponde a la tólma (1222: tolmémata).

509
A PROPÓSITO DE LAS M U JE R E S
Y DE LA « P H Y S I S »

Al constatar que Tucídides evita mezclar a las mujeres con


los episodios más sangrientos de la stásis, habíamos su­
puesto ya que les concedía (o, por lo menos, deseaba con­
cederles) una naturaleza basada en la reserva prudente.
Es éste un postulado, ciertamente, que no ha debido
convencer a todos los lectores de Tucídides. Así— para
abandonar por un instante la G recia clásica— , la idea de
que es contrario a la naturaleza de las mujeres participar
en los tumultos tuvo que parecer muy extraña, al día si­
guiente de la Revolución Francesa, a μη lector como P.-Ch.
Lévesque. En cualquier caso, resulta que, en sus Etudes d ’his­
toire ancienne, publicados en 1811, este erudito que, en
pleno periodo de Thermidor, se había consagrado a una
traducción completa de la Guerra d el Peloponeso, comen­
ta el pasaje a propósito de las mujeres de Corcira, atribu­
yendo al historiador griego exactamente lo contrario de lo
que dice. No es sorprendente, afirma Lévesque, esta presen­
cia de las mujeres al lado del pueblo: ¿acaso no son «siem ­
pre más violentas que los hombres en los movimientos se­
d iciosos»?6’ Sin lugar a dudas, entre el texto y el lector, la
representación demasiado contundente de las mujeres re­
volucionarias se ha interpuesto de un modo irreversible.66

65 P.-Ch. Lévesque, Études d’histoire ancienne, III, París, 18 11, pp.


54-55; véase, a propósito de este punto, N. Loraux y P. Vidal-Naquet,
«La formation de l ’Athènes bourgeoise. Etude d’historiographie 1750-
1850», en R. R. Bolgar (éd.), Classical Influences on Western Thought A.
D. ι 6$ ο -ι 8γο, Cambridge, 1978, especialmente p. 206.
66 Circunstancia que la historiografía liberal de la Revolución pre­
tende hacer pasar en silencio hoy en día. Cabe señalar que, en Michelet,
las mujeres oscilan entre los dos polos de la piedad y de la violencia (É.
Roudinesco, op. cit., pp. 203-210; véase también Fraisse 1989: 138, y, a
propósito de Legouvé, 48-50). En la relación lírica que mantiene con la

510
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

Pero, ¿qué diremos de una lectura griega de este pasaje?


Cerrando, muy a pesar mío, este paréntesis postrevo­
lucionario para regresar a la época del historiador antiguo,
haré la apuesta de que, en un universo de pensamiento que
asocia las mujeres a la stásis, la afirmación de Tucídides tu­
vo que sorprender a más de uno de sus contemporáneos.
De hecho, podría darse el caso de que el historiador recu­
perase con una mano lo que había soltado con la otra: es
decir, que a la vez que deja filtrar un elemento de la tradi­
cional «crítica a las m ujeres», donde la physis femenina
aparece esencialmente dotada de atrevimiento, tenga inte­
rés en desmarcarse de ella, indicando brevemente la críti­
ca que le dirige o, por lo menos, su opción personal en este
punto. Porque, en el libro II, en la conclusión del epitáphios
de Pericles, el natural femenino ha sido ya definido do­
blemente: a través del silencio que debe envolver la vida
de las mujeres y a través de la ley paradójica que quiere
que, para las mujeres, este dato que constituye su natura­
leza sea al mismo tiempo la cima más alta del ideal de la
sôphrosynè.67 Y he aquí que, en Corcira, la naturaleza de
las mujeres se revela— hay que saber comprenderlo a con­
trario — como tímida y enemiga del ruido. Pero es preciso
reconocer que el thórybos no es un ruido cualquiera.68
Thórybos : como por casualidad, esta palabra servía ya

Revolución de 1 7 8 9, la tradición de la Comuna convierte, por el contra­


rio, a las mujeres revolucionarias en heroínas desprovistas de cualquier
ambivalencia: véase, por ejemplo, P.-O. Lissagaray, Histoire de la Com­
mune de 1871, París (La Découverte-Maspero), 1983, pp. 110 , 187, 216-
2 17 ,3 2 2 ,3 2 6 ,3 5 3 .
67 Tucídides, II 45, 2.
68 Es de señalar que thórybos, si hemos de creer a Aristófanes, es ya
un componente obligado de la vida cotidiana de las mujeres: véase Li­
ststrata 329 (thórybos en la fuente); es cierto que, al pensarse como «ciu­
dadanas» (333), las mujeres de Atenas hacen responsables del tumulto
«a las sirvientas y a los esclavos marcados con el hierro» (330-331).

SU
A MODO DE CONCLUSION

para encuadrar la activa intervención de las mujeres en los


sucesos de Platea. Como si la intervención de las mujeres
en la historia tan sólo pudiese tener lugar sobre un fondo
de tumulto.69 Y sin embargo ¿este thórybos tendría que ser
contrario a la naturaleza femenina? Perplejidad del lector
que intuye una contradicción llena de sentido.70 D e he­
cho, por poco que se pase revista a las demás apariciones
de thórybos en Tucídides, la perplejidad no hará más que
crecer: porque el tumulto, caracterizado habitualmente
por su intensidad, se vincula al pánico y con frecuencia a
una mezcla entre lo interno y lo externo, o bien a una con­
fusión entre la táctica hoplítica y la guerra marítima— algo
así como un combate naval en tierra, el colmo de la confu­
sión— .7I Ello equivale a decir que esta palabra define las
condiciones que, en cualquier otro que no fuera Tucídi­
des, serían adecuadas para una explosión de la audacia fe­
menina.

69 Al cual, en Tucídides, II 4, 2, vienen a sumarse alaridos y gritos


de victoria de las mujeres y de los esclavos (kraugé, ololygé). Recorde­
mos que ololygé constituye la versión femenina del muy viril y muy gue­
rrero peán; grito de victoria, la ololygé acompaña la toma de la A crópo­
lis por parte de las mujeres de Atenas (Lisístrata 240), o bien señala en
la Argos trágica la aparición de la señal luminosa: véase Esquilo, Aga­
menón 28 (así como 587: ololygé de Clitemnestra; 595: ololygmós de los
esclavos «a la manera de las mujeres»). En un contexto análogo, el ala-
lagmós de las mujeres se mezcla con el grito (kraugé) de los soldados en
ocasión de un combate callejero: Plutarco, Pirro 29, 8.
70Hypoménein, verbo de la resistencia hoplítica, lleva normalmente
como complemento kíndynos; en este caso, thórybos sería simplemente
lo mismo que kíndynos para los hombres: aquello que la «naturaleza»
quiere que uno soporte sin desfallecer. Cf. un uso muy semejante de es­
te verbo en Platón (Leyes V I 781c 5), a propósito de las mujeres.
71 Véase I 49, 4; II 94, 2; 10 4 ,1; 1 13 ,1 (ciudad asediada); III 77 (Cor-
cira); IV 68, 4 (toma de una ciudad a traición); IV 94 (confusión tie­
rra/mar); IV 127 (thórybos de los bárbaros); V I I 40, 3 y 44, 4; V I I I 10, 9;
92, 7 (situación de stásis).

51Z
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

¿Cualquier otro que no fuera Tucídides? En modo al­


guno. Porque, antes de evocar la physis femenina, el histo­
riador ha caracterizado la acción de las mujeres, previa­
mente y sin reticencia alguna, por su tólma. Es cierto que
con ello no nos desembarazamos de la ambivalencia, dado
que en Tucídides, tólma es un significante muy poco esta­
ble, positivo cuando sirve para expresar el carácter de los
atenienses, pero que, aplicado por ejemplo a un orador,
puede asimismo expresar un juicio negativo. Pero basta con
salir de Tucídides para que aparezcan en abundancia los
testimonios sobre la tólma femenina, algunas veces muy
valorada, otras muy despreciada, hasta el punto de que, a
partir de ahora, la ambivalencia recorre no tanto los textos
en sí mismos como el corpus entero, escindido así a propó­
sito de la audacia de las mujeres: si, en los relatos edifi­
cantes de Plutarco y Pausanias, su connotación es eviden­
temente positiva, parece cierto que, de Aristófanes a la
tragedia, tólma tan sólo se emplea en un contexto franca­
mente negativo para designar las fechorías, o incluso los
crímenes, de las mujeres.71

Abandonando finalmente a Tucídides y renunciando a co­


mentar sus contradicciones y también a rastrear sus pro­

72 Empleado por Tucídides a propósito de la intervención de las


mujeres de Corcira, tolmérüs aparece algunos capítulos más adelante,
en el relato de la stásis, con una connotación que nada tiene de positivo
(III S3, 3). Tólma de las mujeres, positiva: Pausanias, IV 21, 6 (mujeres
de Mesenia); VIII 47, 5 (mujeres de Tegea); Plutarco, Moralia (= Virtu­
des de las mujeres) 245d (y 245b, donde se aborda el thymós de las mu­
jeres). Tólma negativa: Lisístrata 284 (la toma de la Acrópolis supone
para los viejos un tólméma)·, Esquilo, Coéforas 596-597 (amores pántol-
moi de las mujeres). E l «crimen de las mujeres de Lemnos», evocado en
el coro de las Coéforas, es caracterizado como tólméma por la tradición
(véase Focio, Léxico, s. v. Kabeiroi).

513
A MODO DE CO N CLU SIO N

pósitos,73 abordaré pues, de modo decidido, aquello que


una tradición marcada por la ambivalencia afirma a p ro ­
pósito de la physis de las m ujeres,74 que guarda relación a
la vez con el miedo y con la audacia, con el silencio y el
thórybos.75 Un ejemplo, que en esta ocasión tomamos pres­
tado a Jenofonte, nos garantizará un punto de referencia
en el seno de estas representaciones antinómicas.
N os hallamos después de la batalla de Leuctra. En el
año 369, los tebanos invadieron Laconia y lo saquearon
todo a su paso por la llanura de Esparta. En tanto que los
espartanos montan la guardia, fieles al proverbio según el
cual los hombres son la mejor fortaleza para una ciudad
desprovista de murallas, las mujeres son presa del pánico.
Jenofonte, sin embargo, insiste poco en ello:

Mientras tanto, en la ciudad, las mujeres no soportaban si­


quiera el espectáculo de la humareda, porque no habían
visto jamás un ejército enemigo/6

11 Sin embargo, atribuyo importancia a la observación, formulada


por A. Parry («The Language of Thucydides’ Description of the Plague»,
Bulletin of the Institute of Classical Studies, 16 [1969], p. 108), en el sen­
tido de que physis se cuenta entre esas palabras «científicas» que el his­
toriador emplea en los momentos en que la narración persigue un efec­
to de emoción.
74 Dejando a un lado la contribución teórica que un Platón pueda
aportar al debate al cuestionar de hecho, en la República, la existencia de
una physis semejante, o bien al reducirla a la diferencia biológica entre
los sexos (República V 453b, e, 454e, 455d-e, 456a), yo me sumo a la opi­
nión de quienes admiten el «natural femenino» como un dato de hecho.
75 Ambivalencia análoga, en la Lisistrata, entre thrásos, negativo pa­
ra los viejos, positivo para las mujeres (545), y la «sensatez» (473-508,
546); véase también 545 (para physis) y 549 (para andreía).
76 Jenofonte, Helénicas, V I 5, 28. Sin enfrentarse a esta indicación,
Plutarco la modula y, sin que se note, la matiza (Agesilao 31, 33-34); pe­
ro, en contrapartida, narra el orgulloso comportamiento que, en una
circunstancia análoga, tuvieron las mujeres espartanas en ocasión del
ataque de Pirro (Pirro 27, 4-8; 28, 5 y 29, 5-12).

514
EL N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

Es cierto que, incluso en su concision, la frase dice lo sufi­


ciente: si, en Jenofonte, la humareda (kapnós ) constituye sin
duda alguna, como en Aristóteles, el ejemplo mismo del
signo, las mujeres espartanas se asustan en seguida, pues­
to que, incluso antes de tem erla presencia del enemigo, se
asustan por la humareda que simplemente la indica.77 D es­
de luego que tienen cierta excusa, ya que se trata de muje­
res de un territorio inviolado hasta entonces; ello no impide
que este pánico contraste extrañamente con la reputación
de fortaleza que les corresponde en esa tradición edifican­
te cuyo heraldo es Plutarco.
D e todos modos, existe un contemporáneo de Jenofon­
te que, al comentar este mismo episodio, estima que, lejos
de contradecir la reputación de las mujeres de Esparta, es­
ta actitud no es en realidad más que una inversión normal,
algo así como una revelación. Me refiero a Aristóteles, cuan­
do reflexiona, en un pasaje célebre del libro II de la Polí­
tica, a propósito de las consecuencias funestas del «relaja­
miento» de las mujeres en Esparta (y de la ginecocracia,
que es su consecuencia directa). «¿Q u é diferencia hay», se
pregunta Aristóteles, «entre el hecho de que las mujeres
gobiernen o que los gobernantes sean gobernados por las
mujeres? El resultado es idéntico.» Y añade lo siguiente,
que nos afecta directamente porque tiene que ver con la
cuestión de la andreía femenina:78

77 Es cierto que «incluso los indicios de las cosas temibles (phobe-


rá) suscitan temor», como señala Aristóteles, al reflexionar acerca del
papel de los sèmeîa en el miedo (Retórica II 1382a 30).
78 La andreía de las mujeres: un oxímoron que apasiona a los grie­
gos; la cuestión de las mujeres espartanas, donde se condensan todas las
contradicciones de una noción tal, no podía escapar a la sagacidad de
Aristóteles. A fin de conferir toda su importancia a este pasaje de la Po­
lítica, es preciso tratar a Aristóteles como filósofo, y no sólo como «so­
ciólogo», tal como hace P. Cartlegde («Spartan Wives: Liberation or L i­
cence?», Classical Quarterly, 31 [1981], especialmente pp. 86-88), quien

515
A MODO DE C O N CLU SIO N

En tanto que la audacia (thrasytës) no sirve para nada en la


vida corriente y tan sólo tiene utilidad, si es que realmen­
te la tiene, en época de guerra, las mujeres, incluso en este
terreno, han perjudicado a los laconios de la peor manera
posible (blaberétatai). Lo demostraron a la perfección du­
rante la invasion tebana: perfectamente inútiles como en las
otras ciudades, provocaron más confusión (thórybon) que
los enemigos.79

Se trata de un pasaje importante, donde, como ocurre con


frecuencia en Aristóteles, el razonamiento, por más preci­
so que sea, debe ser cuidadosamente explicitado. L a pala­
bra clave es aquí, desde luego, thrasytës, la audacia consi­
derada como la característica de las mujeres espartanas.80
La audacia resulta totalmente inútil, si no es en el caso de
la guerra— y aún con reservas— ,81 viene a decir el filósofo;
en la guerra las mujeres son inútiles en todas partes, pero,
además, las mujeres espartanas fueron para los hombres
motivo grave de perturbación. A causa de su thrasytës. Aquí
las cosas se complican, porque Aristóteles deja al lector el
cuidado de com pletar el razonamiento. Y el lector debe
preguntarse: ¿fueron causa de perturbación por ser dem a­
siado audaces? ¿O bien, al contrario, como afirma Jen o ­
fonte, a causa de su reacción emotiva? En este último caso

por ello mismo renuncia a captar el movimiento de la demostración.


Napolitano 19 8 7 :13 1 se da cuenta de que hay aquí «una dialettica delle
tradizioni», pero limita el alcance del texto al referirse tan sólo a tradi­
ciones espartanas (135-142).
79 Aristóteles, Política II 1269b 32-39.
80 Plutarco, Numa 25, 9, afirmará igualmente que su régimen de vi­
da las conduce a «mostrarse audaces» (thrasyterai genésthai), compor­
tándose, antes que nada, de un modo viril (andródets) frente a los ándres.
81 Reserva importante, que es preciso no eliminar, como hace J.
Redfield en su traducción de este pasaje («The Women of Sparta», Clas­
sical journal, 73 [1978], p. 149), bajo pena de tratar la thrasytës como
una virtud positiva, cosa que en modo alguno sucede aquí.

516
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

sería preciso admitir que su «audacia» se ha transformado


por completo en su contrario. Para salir del apuro, recor­
demos en primer lugar que, a los ojos de Aristóteles, la an-
dreía está por regla general constituida toda ella de autori­
dad (iarkhiké ) para un hombre, y de sumisión (hupëretiké )
para una mujer.82 D ado que en la vida cotidiana, las muje­
res de Esparta ejercen la arkht, la audacia es cosa suya, lo que
significa, por decirlo claramente, que, a pesar de ser muje­
res, no tienen el valor de las mujeres. Podemos decir, qui­
zá: carecen de valor por completo (en la medida en que no
sabrían sustraerse a su ser-femenino, esta determinación de
esencia, este límite).83
Ahora bien, un pasaje de la Ética a Nicómaco, consa­
grado a la «audacia» en su relación con el valor, confirma
plenamente este análisis. En su misma definición, la thra-
sytës se parece ciertamente al valor, pero como la parodia
a su modelo:

Así, la mayoría de los audaces no son en realidad más que


unos cobardes que fingen ser valientes (thrasydeiloi)·, au­
daces en las circunstancias en las que pueden imitar al va­
leroso, en las circunstancias realmente temibles no son ca­
paces de aguantar (oukh hypomeínousin).84

8i Polítia7 1 1260a 23.


83 A propósito de esta limitación que para Aristóteles es la natura­
leza femenina, véase G. Sissa, «Il corpo délia donna: lineamenti di una
ginecología filosófica», en S. Campese, P. Manuli, G . Sissa, Madre M a­
teria, Turin, 1983, pp. 83-145, y S. Georgoudi, «Le mâle, la femelle, le
neutre. Variations grecques sur le jeu des sexes et ses limites dans le
monde animal», en prensa.
^ Etica a Nicómaco III 1115 b 32-33; cf. II 110 7 b 3 y 110 8 b 31, así
como V II 1151b 7; en III 1115a 14-16, Aristóteles observa que al desver­
gonzado se le llama valeroso «metafóricamente, porque se parece al va­
leroso». Es de señalar que, a partir de la Iliada y su Tersites, las conno­
taciones de thrâsos resultan considerablemente ambiguas: al distinguir,
siguiendo a Pólux, thársos (valor) y su variante fonética thrâsos (desver-

517
A MODO DE CONCLUSION

D e hecho, la thrasytès constituye un exceso,8’ y corres­


ponde a la naturaleza de los excesos transformarse en sus
contrarios. Así, las mujeres espartanas no sólo se com por­
tan como las de las otras ciudades, sino que, invirtiendo la
audacia en cobardía cuando precisamente sería necesario
«aguantar», se convierten en más que inútiles: perjudicia­
les en el más alto grado— y la palabra blaberétatai pone pun­
to final a este razonamiento, que se había abierto a propó­
sito del relajamiento perjudicial ( blaberá ánesis ) de las
mujeres lacedemonias.
Se habrá observado que, una vez más, las mujeres in­
tervienen en la historia de los hombres contra un telón de
fondo de thórybos. Con la diferencia de que, en A ristóte­
les, ellas son quienes lo provocan, no quienes lo soportan.
Al dominar su naturaleza para aguantar (hypom énein ) fren­
te al tumulto, las mujeres de Corcira se comportaban con
una audacia muy próxim a a la auténtica andreía, como si
suphysis, llena de mesura, comportase por sí misma la po­
sibilidad de superación cuando la urgencia lo reclama: así,
para los ándres, suponían una ayuda eficaz. Por el contra­
rio, ineficaces porque se hallan siempre en el exceso y os­
cilan de un extremo al otro, las mujeres de E sparta apor­
tan a los hombres una preocupación suplementaria. Allí

güenza, impudor), P. Chantraine («À propos de Thersite», L'Antiquité


classique, 32 [1963], pp. 18-27) opina que el nombre de Tersites ha de
ser tomado en el buen sentido, si bien en diversas ocasiones se ocupa de
la cobardía del personaje, al escribir, por ejemplo, «ese Tersites “ todo
valor” es un cobarde»; para otra interpretación del nombre de Tersites,
Nagy 1979: 259-262.
8s Desde este punto de vista, es mala por completo. Tucídides aso­
cia el thrásos a la ignorancia (amathía·. II 40, 3, así como 61, 4), mientras
que, en el mismo pasaje, tólma puede asociarse a lógos. Será necesaria la
guerra civil para que la audacia se vuelva verdaderamente alógistos. Es
de señalar que, en las Euménides 863, la audacia (thrasys) recíproca
constituye un modo de designar la guerra civil.

518
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

donde Jenofonte no veía más que una debilidad justifica­


ble, Aristóteles adivina lo que es, para una ciudad, la ame­
naza más temible: que las mujeres sean para ella un ene­
migo interior peor que el del exterior.
Llegados hasta aquí, este pasaje, tan digno de destacar,
nos ofrece una última sorpresa. Para hablar del com porta­
miento de las «audaces» lacedemonias durante la invasión
tebana, la lengua de Aristóteles parece tomar prestadas,
palabra por palabra, las mismas que, en los Siete contra
Tebas, utilizaba Esquilo para las imprecaciones que Eteo­
cles dirige contra la raza de las m ujeres.86 N os hallamos en
la ciudad de Tebas asediada por el ejército enemigo; las
mujeres del coro proclaman su pánico; después de haber
deseado no tener jamás que «cohabitar» con esta raza fu­
nesta, ni en la felicidad ni en la desdicha, el hijo de Edipo
añade:

¿La mujer se impone? Es una audacia insoportable. ¿Tie­


ne miedo? Para su casa y su ciudad es un mal aún peor.

¿Cóm o no reencontrar aquí las palabras mismas en torno


a las cuales se construye el razonamiento en el libro II de
la Política ? Kratoúsa gyné o la ginecocracia; thrásos, con su
doble thrasytës; y este pleíon kakón, este «m al aún peor»,
que se convertirá en un «tum ulto» todavía peor (pleíó thó-
rybon)·. todo se encuentra aquí, incluso, y sobre todo, el
miedo, palabra ausente que era preciso saber adivinar en
Aristóteles. Pero todavía no hemos acabado con esta ma­
nifestación de ecos:

Los que están frente a nuestras murallas obtienen así el


mejor refuerzo, en tanto que nosotros nos destruimos a
nosotros mismos en el interior,

86 Esquilo, Los siete contra Tebas 187-194 y 201 {blábe).

519
A MODO DE CON CLU SIO N

afirma Eteocles. Recordemos que Jenofonte, después de


haber mencionado la conducta de las mujeres espartanas,
evocaba la actitud firme de los hoplitas lacedemonios, que
formaban frente al enemigo como una muralla humana pa­
ra proteger su ciudad desprovista de murallas; sin lugar a
dudas, para una ciudad así, las mujeres espartanas resul­
tan más temibles todavía que las tebanas de la tragedia: así
pues, mientras que Eteocles las denominaba simplemente
«perjudiciales», Aristóteles utiliza el superlativo (biabe /
blaberótatai).
Fatalidad de la raza de las mujeres, incluso cuando se
aclimata a vivir en una ciudad: el pánico puro y simple vie­
ne a juntarse con la audacia y, en sus excesos, las mujeres
lacedemonias no innovan nada en relación con las muje­
res, tan femeninas, de Tebas.87 Como si, para la physis fe­
menina cuando se halla caracterizada por la audacia, el ex­
ceso y el defecto, males equivalentes, ocuparan el lugar de
la mesura.
Es verdad que la confrontación entre Tucídides y A ris­
tóteles sugiere que, a la hora de hablar de las mujeres, se
puede escoger: o bien se convierte el ideal en una natura­
leza y se asimila esta physis a la sôphrosynë, virtud m odéli­
ca de las mujeres, o bien se define la naturaleza femenina
por medio del exceso, y todo será posible desde el m o­
mento en que las mujeres entran en acción. Sobre todo lo
peor, desde luego. Porque— es fácil sospecharlo— , al es­
coger el razonamiento a partir del exceso, Aristóteles se
limitaba a adoptar el camino más frecuentado, en una lar­
ga tradición que, en lo que respecta a la prosa historiográ-
fica, se remonta a Heródoto.

87 Esquilo, Los siete contra Tebas 792 («Tranquilizaos, mujeres de­


masiado hijas de vuestras madres»).

520
EL N A T U RA L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

Última figura de nuestro recorrido— pero, desde el punto


de vista cronológico, la primera— , he aquí, pues, a las mu­
jeres de H eródoto, cuya physis, totalmente excesiva, las
conduce al asesinato. Resulta (y verdaderamente no p o ­
dría decidir si se trata de una casualidad o no) que, en H e­
ródoto, las atenienses son mujeres que, en dos ocasiones,
proceden a una ejecución.
El primer episodio funciona como el aition de un cam­
bio en los hábitos de vestimenta de las mujeres de Atenas.
Y como sucede a menudo, este aition se encuentra bajo el
signo de la sangre y la muerte. E s la triste historia del úni­
co superviviente ateniense de una batalla contra los argi-
vos y los eginetas. Mensajero de desgracias, «de vuelta a
Atenas, anunció el desastre»:

Ante esta noticia, las mujeres cuyos maridos habían parti­


do para Egina, indignadas por el hecho de que, entre todos,
él hubiera sido el único en salvarse, rodearon por todos la­
dos al desdichado y lo acribillaron con las fíbulas de sus
vestidos, mientras cada una le preguntaba dónde estaba
su marido. De esta manera pereció (V 88).

H eródoto añade que «los atenienses consideraron el cri­


men de sus mujeres como una cosa todavía más terrible
que el desastre» y que, ante la im posibilidad de hallar un
castigo a la medida del acto, decidieron imponerles en lo
sucesivo una vestimenta sin fíbulas. Los ciudadanos de
Argos y de Egina, al alargar, por el contrario, el tamaño de
las fíbulas de sus mujeres «por hostilidad hacia los ate­
nienses» (kat'érin tin Athénaíón) precisaron de hecho la
magnitud del crimen: puesto que lo que habían llevado a
cabo las mujeres atenienses era nada más y nada menos
que el aniquilamiento por procedimientos muy poco ho-
plíticos del último combatiente del ejército de Atenas. En
una palabra, el deseo más vivo del enemigo. Pero, como

521
A MODO DE C O N CLU SIÓ N

hemos visto, el enemigo más temible se encuentra a veces


en el interior de las m urallas.88
Y, sin embargo, los atenienses ni siquiera se atrevieron
a dar un nombre al «crim en», ya que se limitaron a desig­
narlo simplemente como «el acto de las m ujeres» {to tün
gynaikün érgon). Al hacer esto, reencontraban un m odo de
hablar tradicional, donde érgon sirve para designar un
«crimen de m ujeres», sobre todo cuando su víctima es un
varón: «Crim en lem nio», el más célebre, asesinato de Itis,
el más lamentable89— pero ya, en la Odisea, érgon denota­
ba la conducta criminal de las mujeres: méga érgon de M e­
lanio, cabecilla de las sirvientas infieles, érga de Clitem-
nestra, cuyo horror condena a la especie femenina entera a
la vergüenza y convierte en irreal a la mujer que actúa bien
(euergós )— ,9° Para explicar una expresión semejante, los
optimistas dirán que érgon es un eufemismo; los que saben
mantener la cabeza fría pensarán que se trata realmente de
la palabra adecuada, puesto que, en el ámbito viril de la
acción, no existe en la tradición griega ningún acto posi­
ble para las mujeres como no sea conforme a su audacia, es
decir, criminal. Quizás entonces se dará uno cuenta de que
entre «el acto de las m ujeres», designado por regla general
en singular, como conviene a una acción genérica,91 y las

88 Este análisis invierte el que propone C. Dewald («Women and


Culture in H erodotus’ Histories», p. 98), para quien la acción de las
mujeres demuestra que a los ojos de Heródoto «hombres y mujeres
comparten en plan de igualdad un mismo juego de valores sociales».
89 Érgon para designar el «crimen lemnio» (a propósito del cual
puede consultarse G. Dumézil, Le crime des Lemniennes, París, 1924):
Heródoto, V I 138; Filóstrato, Heroico 19; para designar el asesinato de
Itis: Tucídides, II 29, 3.
90 Melanto: Odisea X IX 91-92; Clitemnestra: Odisea X I 424-434 y
X X I V 191-202, donde el movimiento es el mismo que en el Yambo contra
las mujeres de Semónides de Amorgos: incluso la mujer virtuosa se halla
comprendida en el seno de una raza maldita (Loraux 1981b: 108-111).
L)l Por el contrario, ciertas actividades características de las muje­

522
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

proezas guerreras de los hombres (érga ), cuya multiplici­


dad inagotable se expresa en plural, se abre todo el abis­
mo que separa el natural femenino, cristalizado en la re­
petición de una audacia excesiva, de la andreía viril, rica
en innumerables realizaciones. Tal es por lo menos la op­
ción, esencialmente conforme a la tradición arcaica y clá­
sica del «natural femenino», que adopta H eródoto a pro­
pósito de la intervención de las mujeres en la historia.92 Al
contrario, si alguien quisiera rechazar la problemática de
la physis tendría que atribuir a las mujeres proezas positi­
vas, érga: eso es lo que hará Plutarco mucho más tarde. Pa­
ra este autor, la ejecución del único superviviente de un
combate puede pasar incluso por una prueba de coraje, a
condición de que la escena tenga lugar en Esparta, que la
asesina sea una madre que da muerte a un fugitivo que era
su propio hijo y que la acción se lleve a cabo en nombre de
la patria.93
Volvamos a H eródoto y a Atenas, donde tiene lugar el
segundo episodio. Al día siguiente del combate naval que
ha representado la victoria de los griegos, los atenienses
aguardan en Salamina la continuación de las operaciones;
introducido en la boulé , un enviado de Mardonio les trans­
mite las propuestas persas, que equivaldrían pura y sim­
plemente para Atenas a desertar de la causa griega. Un
buleuta, Lícidas, «emite un parecer», en la más pura tra­

res, como el tejer, se expresan sin dificultad en plural: por ejemplo, H e­


ródoto, IV 114 (érga gynaikéia). A propósito de ergatis o ergáné como
calificativo de las mujeres, véase A.-M. Vérilhac, «L’image de la femme
dans les épigrammes funéraires grecques», en La fem m e dans le monde
méditerranéen, Lyon, 1985, especialmente pp. 91-96.
92 A propósito de la propia Artemisa, cuyo valor viril (andreíe)
constituye para Heródoto un thñma (VII 99), el término érgon es em­
pleado no sin ambigüedad (V III 8 8; cf. 87, donde ergázomai sugiere que
Artemisa «trabaja» únicamente en su propio interés).
93 Moralia (= Sentencias de las lacedemonias) 241b.

523
A MODO DE CON CLU SIO N

dición de la actividad deliberativa (eîpe gnémën). En otras


ocasiones, adecuadamente transmitida a la ekklësta, esta
gnémë habría podido transform arse en un decreto. Pero
los atenienses están en guerra contra el medo, y la pro­
puesta de Lícidas se opone al honor ateniense («le parecía
conveniente— edókee, otro término político— aceptar las
propuestas y transmitirlas a la asamblea del pueblo»). C o­
mo ya se habrá adivinado, este procedimiento formalmen­
te legal jamás tendrá lugar; antes bien, sin escuchar nada
más y sin continuar la deliberación, inmediatamente, los
atenienses se indignan,94 la cólera borra la frontera que se­
para lo político de lo externo y los buleutas se unen a los
demás ciudadanos para lapidar a Lícidas, sin más form ali­
dades. Pero la historia no acaba aquí: el tumulto ('thóry-
bos) se extiende por Salamina. ¿Un «tum ulto»? Agucemos
el oído: las mujeres no se hallan lejos. De hecho, con el
thórybos, entran en acción:

Las mujeres atenienses supieron lo que ocurría; excitán­


dose e impulsándose las unas a las otras se lanzaron por
iniciativa propia contra la morada de Lícidas, lapidaron a
su mujer y lapidaron también a sus hijos.95

Fin de la historia. Acerca de este asunto, H eródoto no


formula ningún juicio explícito, dejando al lector la capa­
cidad de reaccionar y de escoger su propia interpretación,
del mismo modo que, a propósito de las motivaciones de
Lícidas, groseramente interesadas o puramente políticas,56
tampoco expresa ningún parecer. E s cierto que, al utilizar
la tmesis y la anáfora para evocar la lapidación de la mujer

54 Deinàn poiésamenoi·. los atenienses reaccionan de un modo tan


emotivo como las mujeres de Atenas en V 87 (deinon poiësaménas).
'» Heródoto, IX 5.
1,6 Nótese: el verbo heándane, variante arcaizante de edókee.

52 4
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

y los hijos por parte de las mujeres, su lengua pasa a ser re­
tórica [katà tnén éleusan ... tSn gynatka, katà dè tá tékna ),
cosa que, sin duda alguna, el lector valorará como un indi­
cio para la interpretación. En cuanto a los atenienses, H e­
ródoto no dice que hayan condenado esta vez el acto de
sus mujeres, y la tradición ateniense, que justifica por ra­
zones patrióticas la lapidación del buleuta, se apresurará a
interpretar este silencio como un consentimiento. En un
alarde retórico, Demóstenes llegará incluso a convertir la
intervención de las mujeres en algo así como un acto de ci­
vismo paralelo al de los ándres, un exemplum perfectamen­
te digno de los héroes de Salamina.97 Pero, para proceder
a esta operación, el orador tiene que olvidar que, en esta
ocasión, las mujeres agredieron a unos niños, no sólo a
otra mujer. H eródoto, que no interviene personalmente
en el relato, sino que se contenta con deslizar en él una aná­
fora, era en realidad más crítico, y se puede suponer que,
si el primer katá introduce el acto, el segundo subraya el
exceso.98 Con el exceso, se dibuja en el transfondo el na­
tural femenino, único principio de explicación suscepti­
ble de dar razón de un acto semejante.
Como, a pesar de todo, pretendo dar algún sentido a
esta historia que no comporta moral alguna, voy a arries­
garme a hacer algunas observaciones. En primer lugar, exis­
te en este «acto de mujeres» una suerte de tensión entre lo
que es propiamente femenino y lo que imita el mundo de
los hombres: el fraccionamiento en individualidades ca­
racteriza al género femenino— de este modo, para consti­
tuirse en grupo, las mujeres tienen necesidad de excitarse
(idiakeleusaménë ) una a otra— , pero la intervención es co­

97 Demóstenes, Corona 204; Licurgo, Contra Leócrates 122, se limi­


ta a evocar la vertiente masculina de la historia.
98 Debo este análisis a las observaciones de Catherine Darbo-Pes-
chanski.

52.5
A MODO DE CON CLU SIO N

lectiva y decidida «librem ente» (autokelées ), como en el


universo masculino; la piedra, como hemos visto, es un ar­
ma de mujer, pero, entre el simple hecho de arrojar una
piedra y esta práctica colectiva— por no llamarla cívica—
constituida por la lapidación, la diferencia resulta bien
r e a l." Convendría a continuación observar que tan sólo las
mujeres son capaces de ir tan lejos en la transgresión como
para asesinar a aquellos que ni siquiera el enemigo exte­
rior se atreve a ejecutar en una ciudad recién conquistada:
una mujer, niños. ¿Se podría objetar que, dado que Líci-
das es un traidor, su acción adopta una apariencia de legi­
tim idad? Ello implicaría olvidar que, en la perspectiva de
un castigo colectivo basado en la solidaridad «p asiva» de
la f a m i l i a tal como la entendía Glotz, el castigo de los p a­
rientes de un traidor corresponde al cuerpo cívico, y úni­
camente a él.100 Ahora bien, las mujeres han tomado esta
decisión por cuenta propia— y en medio del thórybos — .
¿Se podría sugerir entonces que, en virtud de la identifi­
cación (fácil, tentadora) de M ardonio con un «tirano», el
comportamiento de Lícidas ha sido asimilado a una com­
plicidad con la tiranía? Porque es frecuente la práctica de
hacer desaparecer por completo— en ese caso se dice «arran­
car de raíz»— a la familia de un tirano.'01 Pero permanece
el hecho de que, también en este caso, no son normalmen­
te las mujeres las que actúan, sino los ándres. Y es preciso

99 Véase M. Gras, «Cité grecque et lapidation», en Y. Thomas (éd.),


Ou châtiment dans la cité. Supplices corporels et peine de mort dans le
monde antique, Roma-Paris, 1984, pp. 75-88.
100 Glotz 1904 (457 y 467), al discutir este asunto en el marco de la
pena de muerte colectiva, «olvida» sistemáticamente la intervención de
las mujeres en la historia; a propósito de la cuasi-legalidad de este tipo
de ejecuciones: 458-459.
101 Véase Dionisio de Halicarnaso, V II 9 (familia de Aristodemo, ti­
rano de Cumas), así como Estrabón, V I 1, 8 y Ateneo, X II 54id-e (ven­
ganza de los locrenses contra la mujer y los hijos de Dionisio de Siracusa).

526
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

añadir que cualquier intervención de las mujeres en un pro­


ceso de lapidación sitúa este mismo proceso bajo el signo
de lo incontrolable.102
Resulta inútil argumentar, es preciso admitir que nin­
guna explicación de orden legal o político podría dar cuen­
ta de la intervención asesina de las mujeres de Atenas en
H eródoto. Es cierto que su actuación ha duplicado la de los
hombres, que ya se caracterizaba por su violencia inmedia­
ta; pero a propósito de la mujer y de los hijos del buleuta,
nadie les había pedido nada: ellas se han limitado a seguir
sus impulsos y, en la expresión autokelées, cuando se diri­
gen «por iniciativa propia» hacia la morada de sus víctimas,
se debe comprender que han obedecido tan sólo a su natu­
raleza de mujeres, temible cuando se desencadena.103

Con este episodio herodoteo concluiremos el presente es­


tudio. Se trata de una manera de recordar que no existe en
Grecia, incluso para los historiadores, una intervención
de un grupo de mujeres que no ponga en juego, aunque
sea de un modo implícito, la cuestión tan debatida de la
physis femenina. E l natural femenino: marcado en general
por el exceso/el defecto,104 algunas veces encerrado en la
mesura que se le asigna como norma, pero al que cual­
quier érgon gynaikün remite sin falta. Como si, para pensar
una acción de mujer, lo femenino fuera un principio ex­
plicativo más fuerte que la categoría de la acción. E s pre­
ciso añadir todavía que, en los historiadores de la época

102 M. Gras, op. cit., p. 86.


‘° 3 Esta interpretación difiere considerablemente de la de C. De-
wald («Women and Culture», p. 98); cf. Schaps 19 8 2 :19 5 («The women,
at any rate, were no appeasers»).
104 Formulaciones impactantes de esta idea en la Orestía·. Esquilo,
Agamenón 485-486 (adoptando la lectura hóros de los manuscritos) y,
sobre todo, Coéforas 596-601.

527
A MODO DE CON CLU SION

clásica, las acciones de las mujeres dependen muy poco de


la discursividad del lógos·, para aludir a ellas, Tucídides ri­
valizaba en concisión consigo mismo y, contra el telón de
fondo de un deseo de narración irreprimible, la estrategia
de H eródoto obtiene el mismo resultado: aunque sepa na­
rrar las crisis de locura asesina de las mujeres de Atenas, el
Padre de la Historia se calla cuando llega el momento de la
interpretación; sin duda alguna, tiene pocos deseos de en­
riquecer tales episodios con un comentario bien ordena­
do— a menos que convierta el «acto de las m ujeres» en una
suerte de aition consagrado a explicar una cosa distinta de
ese mismo acto.
O pacas, fugitivas, puntuales: tales son, pues, las inter­
venciones de las mujeres en la historia de los historiado­
res, donde desempeñan el papel de enclaves en el seno del
sistema interpretativo general del relato. Y el lector se pre­
gunta: ¿qué hacer con estas narraciones abortadas, con es­
tos episodios estáticos? Frente a esta cuestión, la comunidad
de los historiadores modernos de Grecia podría clasificarse
en dos clanes: existen los defensores de la «realidad», per­
suadidos de que la misma resistencia a la elaboración na­
rrativa basta para demostrar la historicidad de un episo­
dio, y existen también los amantes del puro relato, que de
buen grado tratarían estos enclaves como momentos de
simple ficción. Por mi parte, no me ha parecido bien su ­
marme a ninguno de los dos clanes (cuando una elección
se asemeja a una aporía, resulta urgente escapar de ella).
Convencida de que en el terreno de la historia es inútil es­
perar librarse de la preocupación por lo real, he escogido,
para introducir esta investigación, interrumpir la cita de
Jane Austen en el preciso instante en que se afirmaba que
«una buena parte de todo esto debe ser completamente in­
ventado»:'05 no me parece inútil en modo alguno, pues,

'° s La abadía de Northanger, cap. XIV.

528
E L N A T U R A L F E M E N I N O E N LA H I S T O R I A

constatar que, tanto por su estatuto de enclaves como por


su rareza, estas narraciones opacas y fugitivas refuerzan el
sentimiento de anomalía que se vincula a las intervencio­
nes de las mujeres en la vida de la ciudad. Pero, al mismo
tiempo, me he esforzado por no olvidar que la economía
del discurso histórico se somete al ideal de mesura más se­
vero: desde esta perspectiva, resulta importante que las mu­
jeres tan sólo puedan ser introducidas en el relato cuando
se cumplen determinadas condiciones— que son las del pen­
samiento griego de lo político— . Pero, una vez que el na­
tural femenino entra en acción, únicamente las limitacio­
nes del género histórico pueden proteger la narración del
desbordam iento, por otra parte irresistible, de las repre­
sentaciones de la feminidad, perfectamente ambivalente
cuando se encarna en las mujeres. Sin lugar a dudas, estas
breves incursiones constituyen para el historiador, al asig­
nar una physis a las mujeres y las mujeres a su physis, una
ocasión de consolidar el discurso cívico en su iden ti­
dad.106 De este modo, en la distribución de tareas que se
opera entre los géneros literarios, la historiografía asume,
para los ándres, una función tranquilizante. Pero, ¿quién
no vería que, una vez fijado el discurso de la norma en un
lugar discursivo, el campo queda libre en otros lugares, en
otros géneros, a fin de fantasear con total tranquilidad a
propósito de la buena feminidad que consiente a los án­
dres apropiarse de ella?

106 Versión revisada de un artículo titulado «La cité, l ’historien, les


femmes», publicado en Pallas, 32 (1985), pp. 8-39.

529
Bi bl i o grafía

E s t a bibliografía selectiva no incluye más que los estudios


y las obras que se mencionan con frecuencia o bien resul­
tan esenciales para la elaboración de alguno de los capítu­
los. Las demás referencias se han ido indicando a lo largo
del libro, en las notas.

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542
Gl osari o
TÉR M IN O S Y NO M BRES E S E N C IA L E S

E n este lib ro no se con sidera com o fu erza cós­


a fro d ita .
m ica que p resid e el am or entre todos los seres vivos
(dioses, hom bres, anim ales), sino com o señora del de­
seo y del p la cer entre los seres hum anos. E n este senti­
do, la ciudad lim ita en la m edida de lo p o sib le la parte
de la hëdoné en el m atrim onio: H era vig ila p ara que la
m esura se guarde. P o rq u e, al con trario de A ten ea, cu­
yo cuerpo resulta in accesib le, A fro d ita es la diosa más
presen te a su herm oso cu erpo, y los h isto riad o res de
las religion es ven encarn ada en ella la in m ediatez del
deseo realizado.
agam enón. R ey de reyes, esposo de C litem n estra (quien
le dará m uerte), cuñado de H elen a. E n el canto X I de
la litada, h erid o p or una flech a, sufre unos dolores
agudos com o los de las m ujeres en el parto.
aidós. E l sentim iento de aquello que uno se debe a sí m is­
m o y a los dem ás. Se entiende que tiene com o único
cam po de acción la socied ad y, en el seno de la socie­
dad, las relaciones jerárq uicas (así, en E sp arta, las de
todos aquellos que no son hóm oioi con resp ecto a los
«Igu ales»). E n lo que resp ecta a las m ujeres, se p e rci­
b e un tono distinto en esta p alabra: tien e que ver, des­
de luego, con el para-consigo-m ism a, p ero se trata tam ­
bién del p u d o r (su con trario es la anaídeia, una m ezcla
de im p ud o r y de d esvergüenza), que p u ed e tran sfo r­
m arse ráp idam ente en vergüen za (recuérdese que ai-
dota designa los órganos sexuales com o «p artes p u ­
dendas»).

543
GLOSARIO

anér , pl. ándres-, andreía. A nér. el h om bre en su v irilid ad


-—y p o r lo tanto: en su valentía, en su ciudadanía— .
O pu esto a gyné, la m ujer (caso p articu lar de esta o p o ­
sición: anér p u ed e designar al esposo y gyné a la e sp o ­
sa). Á ndres designa la co lectivid ad de los hom bres m a­
chos-ciu d ad an os-com batien tes, hasta el punto de que
se p u ed e p lantear la eq uivalen cia ándres = polis (la c iu ­
dad son los hom bres). A p artir de este hecho, en esta
ob ra em pleam os con frecu en cia ándres p ara designar
al lo cu to r colectivo del discu rso griego acerca de la o r­
to d o xia só b re la d iferencia entre los sexos, entendiendo
que este locu tor es al m ism o tiem po su p ro p io d estin a­
tario. Andreía·. nom bre del valo r en tanto que v irili­
dad. A la vez d escrip tivo (co rresp on d e a los hom bres)
y p rescrip tivo (tiene que corresp on d er a los hom bres).
ankhóne. E stran gu lam ien to o ahorcam iento. E n am bos
casos, esta m uerte p o r asfixia constituye una m uerte
sin h o nor p orq u e, en lu gar de dejar que la sangre m a­
ne, la retiene en el in terio r del cuerpo. C astigo o su ic i­
dio p ro p io de la m ujer.
AQuiLES. El «m ejor» (es decir, el más valiente) de los aqueos
(cf. Nagy 1979). El héroe guerrero de la litada, seme­
jante a Ares desde numerosos puntos de vista: es «g i­
gantesco», «furioso», «veloz» como él y, para los ene­
migos, su esplendor siniestro brilla como el fuego. Hijo
de una diosa y un mortal, ha optado por la gloria in­
mortal y una vida breve, un compendio de mortalidad.
La ambivalencia del héroe es tal que Aquiles puede
llorar y derramar lágrimas en abundancia, encerrarse,
como una Madre, en su cólera {m inis), o bien, sumido
en el duelo por Patroclo, ayunar como Níobe enlutada
por sus hijos: todas estas conductas no hacen más que
autentificar su fuerza viril.
a r e s . Dios de la guerra como carnicería, brutal y asesino.
«Azote de los m ortales», se sacia con la sangre de los

544
GLOSARIO

gu errero s, de cuya m uerte, en el com bate, es el res­


p on sab le últim o. Sin em bargo, som etido él m ism o a
las acciones que desencadena, resulta vu ln erab le, y en
ocasiones es herido com o un com batiente hum ano. A te ­
nea tiene la cap acid ad , gracias a su astucia inteligente,
de red u cirle a la im potencia.
areté. D esd e la ep op eya a la id eo logía cívica, n om bre del
«valor» o de la «virtu d », entendida en el sentido de
virtus o de virtú. L a h istoria d el térm ino— y la in ter­
ven ción activa de los filó so fo s— lo h ará evolucion ar
hacia un sentido más ed ifican te de la p alab ra virtud.
V irgen divina, estudiada aquí en su relación con
á r te m is .
las m ujeres, p ara quienes ella es al m ism o tiem po p ro ­
tectora y p ersegu id ora. L okh ía , se trata de la divin idad
que vela sob re el parto, p ero tam bién es ella quien m a­
ta a las m ujeres d esangradas en el p arto. Apankhomé-
né, es ah orcad a o estrangulada: esta epiclesis recu erda
que, en las m ujeres, la sangre tiene en ocasion es ten ­
dencia a no manar. Tam bién es m en cion ada en la h is­
toria desdich ad a del cazador A cteón , quien, a causa de
h aberla visto bañ arse desnuda, fue d evo rad o p o r sus
p rop ios p erros. Á rtem is resulta tem ible.
a t e n e a . O tra virgen d ivina, quizá la p rim era que m erece
este título, ya que es la hija del P ad re. D iv in id ad gue­
rrera dotada de métis. P o r esta razón, es la ún ica que
sabe h erir a A re s, sobre cuya fu erza b ru tal siem pre sa­
le triunfante. P ro tecto ra del m acho H eracles, así como
de otros m uchos héroes. M aga tem ible, está dotada de
un cuerpo (casi) in vulnerable, y su ojo ciega a los im ­
prudentes com o T iresias, quien vio desnud o el cuerpo
del que tan sólo se conocía el atavío (péplos de virgen,
coraza de guerrero, égida que, en la litada , ob tien e de
Zeus).
áthlos (hom. áethlos ). P ru eb a acom pañada de sufrim iento,
hazaña heroica (de H eracles, etc.) o atlética. A thlon es

545
GLOSARIO

el prem io d estinado a un âthlos y p or el que uno se su ­


p era a sí m ism o.
brókhos. E l lazo p ara la caza, el n udo que las ah orcadas
ajustan en torn o a su cuello.
c lite m n e s tr a . E sp o sa y asesina de A gam en ón , y am ante
de E g isto . P e ro , so b re todo: m ad re de Ifig e n ia (cuya
m uerte no está d ispuesta a p erd o n ar a A gam en ón ), de
E le c tra y tam bién de O restes, quien a la p ostre la m a­
tará. H erm an a de H elen a. M u jer «de designios v ir i­
les», tirana de la ciu d ad de A rg o s; con frecu en cia ella
encarn a la gin eco cracia, esta sub versión suprem a. P e ­
ro, en conjunto, p o d ría ser que el p o d er en fem enino
resu lte aún m ás aceptab le (puesto que resulta cla ra ­
m ente negativo) que la cólera de una m adre, que p r o ­
vo ca d esconcierto y p av o r p o r su intransigen cia.
P resen te en este lib ro com o dios del teatro. A d e ­
D iO N is o .
más de sus vín cu los con lo fem enino, se m en cion an sus
relacion es con H eracles (en las Ranas de A ristó fan es,
vestid o con una p iel de león , preten d e h acerse p asar
p o r el héroe).
fe d ra . E sp o sa de Teseo, instrum ento de A fro d ita, quien
le in sp ira una pasión violen ta p o r H ip ó lito , el efeb o
irred u ctib le. E n ella, el m al de am ores delata la «n atu ­
raleza in vivib le» de las m ujeres, en las cuales en ferm e­
dad, amor, lo cu ra y p arto p resentan los m ism os sín to ­
m as de extravío corp oral. E n el cu erpo de las m ujeres
enferm as de una «en ferm ed ad de m ujer», la sangre
tien d e a q uedar sofocad a, y en el ahogo suprem o del
ahorcam iento F ed ra halla la m uerte.
gastér. E l vien tre, el estóm ago. A l igu al que nëdys, pero
en las exp resio n es más form ulares, p u ed e servir p ara
d esign ar el vien tre com o con ten edor de un feto.
g o rg o n a. A q u í no nos referim os a ella en person a, sino
de un m odo m etoním ico, como el signo m ism o de lo que
fascin a, aterroriza y p araliza. E n este sentido, resid e en

546
GLOSARIO

los ojos de A ten ea y, cuando su piel no constituye la


égida de la diosa, es su cabeza la que orn a la égid a que
A ten ea obtien e entonces de Z eu s. N o resulta so rp ren ­
dente, pues, que la encontrem os en el ojo y en el escu­
do del guerrero.
gyné, pl. gynaíkes. L a m ujer, las m ujeres. L o con trario del
hom bre, p o r regla general dom esticad a bajo el n om ­
b re de esposa; en este caso, se realiza com o re p ro d u c­
tora, tanto p ara el a n h com o p ara la ciu d ad. E n p lural,
designa el sexo fem enino entendido com o especie (H e­
siodo habla de la «raza de las m ujeres»). C om o grupo
p o lítico , no se halla p o r d efin ición con stitu ido, salvo
p ara afirm ar, com o A ristóteles al referirse a E sp arta,
que ellas constituyen la «m itad» de la ciu d ad (pero las
lacedem onias se portan bastante mal, si hem os de creer
al filó so fo ); tam bién p ueden ser unas com batientes
anorm ales en el tran scurso de una gu erra civil o en los
relatos legen d arios.
haíma. L a sangre. O rigin ariam en te, la san gre derram ada
(fuera del cuerpo). E n los fantasm as de la v irilid ad h e­
roica, es más fácil que m ane del cu erpo del guerrero
h erid o que del de las m ujeres, que, sin em bargo, está
destinado a d ejar m anar la sangre. E n el caso de la
m uerte p o r ahorcam iento o p o r estran gulación , la san­
gre queda en cerrad a dentro del cu erpo, al igu al que
ocu rre en el caso de determ inadas «en ferm ed ades de
las m ujeres», lo que convierte a estos tipos de m uerte
en m uertes antes que nada fem eninas. Com o si, por
naturaleza, el cuerpo fem enino se h allase bloqueado.
hëdoné. E l placer. N u n ca se define, salvo com o contrario,
sucesor y cóm p lice del d olor (en este caso es Sócrates
quien habla). C om o ha sido m ujer, T iresias con oce su
intensidad.
h e le n a . L a más bella de las m ujeres com o «objeto se­
xu al», causa original de la gu erra de Troya. H ija de

547
GLOSARIO

Zeu s y de N ém esis, o bien herm ana de C litem n estra,


jam ás tuvo una b elleza anodina, y su cu erpo , origen de
su gloria y de la d esgracia que se abate so b re Troya, re­
sulta tan extrao rd in ario com o irreal o fan tástico.
h era. Ira scib le esposa de Z eu s, p ro tecto ra del m atrim o­
nio y, en este sentido, enem iga de A fro d ita. P ersigu e a
H eracles con su cólera, y le som ete a E u riste o y a los
«p en osos» trabajo s, antes de con vertirse en su «m a­
dre» d ivina al am am antarlo p ara h acerlo inm ortal, o
b ien al ad op tarlo. L a Iliada recoge p o r lo m enos un a c­
to agresivo del héroe contra la diosa, cuan do la h iere
en el seno derecho.
H e ra c le s .« G lo ria de H e ra » y « G lo rio so gracias a H e ra» .
H é ro e de la virilid ad , atrapad o en las con tradiccio n es
ép ico-h eroicas del estatuto de anér: fu erte y sufrien te,
m isógin o y am ante de las m ujeres, aficion ad o a los b a ­
ños calientes p ero som etido al pónos. D esd e los p ita ­
góricos hasta los estoicos, pasan d o p o r P lató n y los c í­
n icos, se rep ite el ap ólogo de P ró d ic o d e C eos, quien
le atribu ía la lib re elección de una vid a de pónos. C on
ello se ha ganado la carta de naturaleza com o filó so fo .
D esp u és de h ab er enum erado los signos m últiples de
su íntim a relación con lo fem enino, no vam os a so r­
p ren d ern os d em asiado p o r el hecho de que m uera p o r
cu lp a de una m u jer— su esp osa D e y a n ira — ; con su
cu erp o trasp asado p or agudos dolores, sufre com o una
m ujer, p ero m uere com o un hom bre. E l h o n o r h ero ico
está a salvo, in extremis.
hómoioi. L o s «Igu ales». D esign ación oficial, en E sp arta,
de lo s ciu d ad anos de p len o derecho. D efin ició n im p lí­
cita, en cu alq u ier ciu d ad , de los ándres fren te a todos
los dem ás.
kalós thánatos. L a «bella m uerte». D e E sp a rta a A ten as,
es la del ciu d ad an o -sold ad o caíd o p or la ciudad. M o ­
delo de andreía y de ateté , de «coraje» y de «valo r», se

548
GLOSARIO

caracteriza, sob re tod o en A ten as, p o r su dim ensión


abstracta. E n efecto, desde que se constituye el sintag­
m a, kalós p ierd e sus connotaciones estéticas p ara su­
gerir una b elleza puram ente cívica.
kámatos, v. kámnó. Véase pónos.
khrés. L a p iel en tanto que su p erficie del cuerpo hum ano,
siem pre que se acepte que el espesor d e carne bajo la
p iel es in d iso ciab le de la sup erficie. « C arn e» y «piel»
perm iten ver el cu erpo en su den sid ad de vid a y, en el
caso del gu errero, lo m uestran a la vez envuelto y ap e­
nas p rotegid o p o r este en volto rio en el que las flechas
se hunden profun dam ente.
kyün. E l perro. Térm ino de forma m asculina, pero que, p re ­
cedid o p o r el artículo fem enino (hë kyón), designa a la
perra, con sid erad a con frecu en cia com o em blem a de
una lu b ricid a d desvergon zad a y de la fem in idad en
conjunto.
L e ó n id a s . R ey de E sp arta, caído heroicam en te en las T er­
m opilas (480 a. C.) a la cabeza de un contingente de
trescientos soldados de élite, todos ellos hómoioi. E l
com bate en torn o a su cuerpo recu erd a las luchas iliá-
dicas en torn o al cad áver de un héroe.
lókhos (de la m ism a raíz que lekhó, la p u erp era, lékhos, el
lecho conyugal, Lekheátés, epiclesis de Z eus en tanto
que dio a luz a A tenea). N o m b re del p arto y de la em ­
boscada. Grammatici certant p o r saber si se trata de una
o de dos raíces. Se ha p ro p u esto la hipótesis de que se
trata efectivam ente de la m ism a p alab ra o, p o r lo m e­
nos, de que los griegos lo entendían de este m odo. Lo-
khta, la «P arturien ta», es la epiclesis de la A rtem is p ro ­
tectora y terrible a la vez para las m ujeres.
mókhthos. Véase pónos.
ménis. C ó lera negra que no olvid a y que se n utre de sí
m ism a. C ólera de m adre abandonada, que siem pre aca­
ba p o r apaciguarse. D etrás de la m inis fu n d ad o ra de

549
GLOSARIO

A quiles p ued e ad ivin arse una «C ó lera d e Tetis» (Slat-


kin).
métis. La inteligencia astuta de los griegos (Detienne-Ver­
nant 1974). Con mayúscula: divinidad amada por Zeus,
después devorada por él, «m adre» tragada de Atenea.
nédys. El interior del cuerpo como cavidad. De ahí: el
vientre, el estómago, la matriz. A los poetas les gusta
jugar combinando los dos últimos sentidos, a propósi­
to de Crono que devora a sus hijos, de Zeus que se tra­
ga a Metis, o de Heracles el glotón.
Odís, ôdînes. L o s dolores del parto. E m p lead o m etafó ri­
cam ente p or P lató n , no d esigna las «angustias» del al­
m a, sino los d olores de este p arto que es la a p ro x im a ­
ción a lo b ello o el acto de pensar.
odynë. C u alq u ier d olor pen etran te, el de una herid a, el
que se designa de m anera tóp ica p o r m edio de la p a la ­
b ra odís. E ste últim o uso resulta m uy frecu en te, en
parte p o rq u e el p lu ral odynai presen ta una sim ilitud
fon ética bastante clara con ôdînes.
péplos. P ieza de tela, velo o vestid o. V estim enta de los
b árb aro s y de las m ujeres (por este m otivo, el péplos
fu n cion a com o un in d icad o r de fem in id ad). A ten ea re ­
viste ritualm ente un péplos y, a lo largo de su agitada
historia, H eracles se p o n d rá más de uno.
p la tó n .E l filó so fo ateniense de tod os con ocid o. P ara
P lu ta rco , form a una serie con H eracles y Sócrates, en
la enum eración de los genios m elan cólicos. P lató n no
se contenta con p on er en escena a Sócrates com o p ro ­
tagonista de sus d iálogos y con ju g ar con él com o un
in d icad o r com plejo de fuerza y d eb ilid ad . A q u í lo co n ­
sideram os com o uno de los actores id en tificables en el
juego griego de la d iferen cia entre los sexos.
pólemos. L a guerra. E n la ép oca clásica se la con sidera
siem pre bella, puesto que el enem igo es extran jero ;
declarada odiosa y sin em bargo m uy am ada en la llía-

550
GLOSARIO

da. H a ce del anér un hom bre. P o r lo tanto, se con sid e­


ra que «no es un asunto de m ujeres».
polis. L a ciudad. Id e a l y realid ad a un tiem po, deus ex ma­
china del d iscu rso griego oficial tanto com o del que los
historiad ores m odernos de la G re c ia antigua m an tie­
nen a p ro p ó sito de las rep resen tacion es com partidas
de las épocas arcaica y clásica.
pónos, V. poneín. E l trab ajo com o p ru eb a, p roeza y su fri­
m iento al m ism o tiem po: pónos viril de la gu erra, pó­
nos del p arto p ara las m ujeres. Pónos sirve tam bién, en
p lu ral (pón oi), p ara designar en los textos clásicos las
proezas de H eracles, d esignadas p or la ep op eya como
áethloi (véase âthloi ). E n cuanto a n om bre del su fri­
m iento o de la fatiga, tiene p o r sinónim os mókhthos y
kámatos.
psykhé. L a vid a, el aliento de vid a: en este uso, ap arece al
lado de süma (el cuerpo) en el discurso fún ebre atenien­
se. E l alma: al igual que los órfico s, P la tó n la sep ara y
la opone al cu erpo. L o con trario del cuerpo.
só c ra te s.C reo que su n om bre solo basta. P ero tam bién
él está hecho de cu erpo y alma. E s p reciso añ ad ir que,
en últim a instancia, es más fu erte que H eracles. E n la
com edia aristofán ica, Sócrates se interesa p or el p ro ­
blem a del género y del sexo.
sóma. E l cuerpo. D esd e una p ersp ectiva cívica, no es en
realid ad p ro p ied ad del ciudadano, sino de la ciudad,
que al consum ir sómata kai pónous, consum e «cu er­
p os» y sufrim ientos, cosa que eq uivale a tom ar nota de
las p érd id as en hom bres y de los esfuerzos p erdidos.
E n P latón (a través de Sócrates), el cu erp o no es p ro ­
p ied ad del filó so fo , cuyo ser entero se con sid era que
reside en la psykhé. Sócrates, p o r lo tanto, lleva a cabo
una larga lucha contra el cu erpo, del que es preciso
d esem barazarse, si bien retorna en el len guaje de P la ­
tón.

551
GLOSARIO

stásis. L a sed ición, y p o r lo tanto la guerra civil. A sp ecto


(apenas) oculto de la p o lítica griega. E lla es antiáneira
(hostil a los ándres) del m ism o m odo que, en H o m ero ,
lo son las A m azonas. E n consecuencia, tod os los tipos
de m uerte m ás h o rrib les hallan en ella su lugar, em p e­
zando p o r el ahorcam iento de varones ciu dadanos.
C egad o p o r H era p o r haber revelado que el p la ­
T ir e s ia s .
cer es algo esencialm ente fem enino, o bien p or A tenea,
a quien sorprendió en la intim idad del baño. E n la p r i­
m era versión de la historia sabía, sin duda, de lo que h a ­
blaba, pues lo h abía experim entado p or sí m ism o(a),
cuando pasó p or un cuerpo de mujer. A q uí se analiza la
parte de su historia que p recede a su carrera de adivino.
trésantes. L o s «tem blones». L o s héroes hom éricos p odían
llegar a tem blar (treín ), dado que, p o r defin ición , el h é­
roe experim en ta, o ha exp erim en tad o, o ex p e rim en ta­
rá un día, el m iedo. E n E sp arta, este térm ino designa
oficialm en te a los com batientes que han huido de la
b atalla y sufren p o r este m otivo una degradación de su
estatuto de ciudadanos.
tropé. L a m edia vuelta p ara hu ir que con fiere su n om bre
griego a la derrota. E s p reciso p ro vo carla en el en em i­
go, cuan do se es un h om bre— y sobre todo, ¡no ceder
uno m ism o a ella!— . Paradójicam ente, las m ujeres g u e ­
rreras la p rovocan en el m om ento m ás inesperado.
tryphé. L a dulzura de vivir, la m olicie, el lu jo. Se op on e
p unto p o r punto a pónos.
zeu s. P ad re de los dioses y de los hom bres. P ad re, asim is­
m o, de las m ujeres p arad igm áticas: no contento con
h ab er creado a P an d ora, la prim era m ujer en form a de
virgen , dio a luz a A ten ea y engend ró a H elen a. D e c i­
didam ente, el dios suprem o quiso que la diferen cia en ­
tre los sexos d ivid iese en dos a la hum anidad . E l hecho
de que com enzase p o r su b vertirla en interés p ro p io es
otra historia.

552
índice temático y onomástico

i—/os términos que aparecen repetidamente a lo largo del libro


(hombre, mujer, masculino, femenino, sexual, sexualidad...) no
figuran en este índice.

abrir, apertura: 38, 195, 203, 1 9 6 - 2 0 0 , 208, 209, 2 18, 219,


2 1 1 , 2 1 2, 2 1 9, 2 22 , 236, 2 47 , 2 8 9 , 334 , 336 , 339 , 3 4 o , 378 ,
250-252, 256, 381, 4 9 2 - 4 9 4 , 505-509, 515,
adynaton·. v. imposible. 517, 518, 523
Afrodita: 25, 2 6 , 1 7 3 , 1 8 2 , 299, anér, ándres: 9, 10, 15- 1 7, 19,
304, 305, 4 1 4- 4 1 6, 4 1 9, 422- 21-23, 26-29, 32, 34, 37-39,
425, 428, 429, 43 7, 459, 76, 97, 1 03 , 1 0 4 , 1 3 7 , 138,
463, 4 6 4 1 9 5 - 1 9 7 , 2.56, 313, 3 1 4 , 316,
Agamenón: 68, 74- 78, 82, 91, 330, 331, 364, 381, 406,
93, 1 73, 19^, 2 09, 2 1 1 , 2 90, 486, 487, 489, 493, 495,
3 9 9 . 4 1 1 , 4 1 9 , 4 2 1 , 434, 436, 4 97 , 498, 500, 503, 505,
494 508, 5 1 8 , 5 2 5 , 526, 529
ahorcar, ahorcamiento: 94, 225- Apolo: 14, 82, 105, 1 7 3 , 1 77,
2 29, 2 31 - 2 4 1 , 243, 245, 248, 1 86, 204, 215, 2 7 9, 298,
253-255 329, 387-395, 397 , 4 0 1 , 449
aidós·. 148, 4 1 9 , 4 2 7 - 4 2 9 Aquiles: 15, 16, 1 2 0, 1 2 8, 129,
alma: 1 7 , 31-34, 64, 7 1 , 74, 90, 138, 1 7 0 , 1 7 1 , 1 73, 1 7 4 , 1 77 ,
1 9 1 , 240 , 31 4- 357, 365, 369, 1 7 9 - 1 9 2 , 2 0 3 - 2 0 9 , 2 1 2 , 213,
3 7 6 . 3 7 8 , 4 0 7 , 42-7, 433 2 1 9, 281, 298, 301 , 331, 360,
Amazonas: 1 6 , 1 9 4 , 5 0 0 363,365,366,380,402-404,
ambivalencia: 13, 52, 1 30, 1 3 7, 4 21 , 439, 4 4 7 , 449, 459, 472,
195, 198, 205, 2 1 1 , 2 2 0, 2 21 , 473
2 62 , 263, 2 7 7 , 289, 298, arco, arquero: 63, 65, 7 1 , 76,
3 0 6 . 3 1 6 . 3 6 5 . 3 7 8 , 4 1 7 , 438, 77, 1 2 6 - 1 2 8 , 1 7 1 , 1 81 , 209,
4 7 5 , 513, 514 2 1 0 , 279, 2 9 9 , 3 0 0 , 3 0 6
andreta·. 1 0, 16, 23, 28, 35, 1 7 0 , Ares: 53, 6 1 , 1 7 0 , 1 7 3 , 1 7 7 , 1 7 8 ,

553
ÍNDICE TEM ÁTICO Y ONOMÁSTICO

183, 1 86, 1 93, 194, 2 0 2 , 203, 126, 1 2 7 , 1 3 1 , 1 33, 275, 285,


208, 2 1 0, 2 1 3, 2 1 6 , 2 1 7 , 293, 289,373
3Ο3-3Ο5, 4 I I , 4 1 2 , 4 1 6 , 42O- audacia: 1 7, 4 9 4 , 506, 509,
422 , 4 6 7 , 4 7 2 , 493 512-523
Argos, argivo: 53, 2 92, 450, Áyax: 64, 65, 93, 96, 128, 1 7 2 ,
4 6 1 , 4 8 8 , 4 9 2 , 493, 4 9 7 , 521 ! 7 3 , Ï 7 5 , 1 78 , 2 0 3 - 2 0 5 , 2 0 7 ,
Aristodemo: 145,153,155,162, 2 1 6 - 2 1 9 , 448, 4 49, 4 6 0
166
Aristófanes: ix, 12, 26, 9 7 , 1 3 3 , bella muerte: 15, 43, 46, 56, 63,
2·34, 2.75, 288, 326, 330, 340, 65, 80, 1 3 9 - 1 6 7 , 1 9 9 , 333-
352., 3 53, 368, 3 70 , 405 , 454, 336, 548
513 bisexualidad: 1 7 - 1 9 , 2 7 1 , 291 ,
Aristóteles: 14, 32, 81, 91, 113, 454
114, 2 5 1 , 4 8 2 , 4 8 4 , 4 9 2 , 5 0 2 ,
503, 515-520 cabellos, cabellera: 19, 46, 72,
Ártemis: 50, 60-63, 7 1 , 7 3> 83, 1 6 7 , 1 6 8 , 1 7 7 , 263, 323, 324,
2-33, 245, 2.74, 452., 453 , 45 9 » 422, 463 , 4 7 2
486 caliente, cálido: 1 4, 74, 89, 203,
Atenas, ateniense: 1 2 , 21 , 24,45, 211, 236, 250, 350, 354, 4 2 1
48, 54, 56, 58, 73, 80, 101- calientes (baños): 1 0 4 , 1 3 3 , 263,
103, 1 07, 1 11 -113, 140, 141^ 289, 3x5
1 4 5 , 1 5 5 , 1 5 6 , 1 9 9 , 200, 227, Calimaco: 26, 39, 61, 62, 2 74 ,
228, 279, 291, 313, 320-324, 2 75, 293, 4 4 4 - 4 6 0 , 465
330, 331, 339 , 37 7 , 39 4 -398 , cerrar, cerrado: 29, 2 1 2 , 2 1 6,
4 01 , 4 1 0 , 454, 455, 485, 2 1 9, 2 2 0, 222, 236, 248, 251,
487, 488, 497 , 500, 501, 252, 256, 349, 3 94
506, 521, 52.3-52.5, 527, 52.8 cicuta: 2 2 7 , 236, 346, 3 50- 354
Atenea: 16, 26, 28, 33, 39, 40, cinturón: 59, 9 6 , 1 9 7 , 233 ,
133, 1 73 , 1 7 7 , 1 8 4 , 1 86, 1 87, ciudad, ciudadano, cívico: 9,
189, 2 02 , 203, 2 0 6 , 263, 1 0, 15-18, 20-28, 33-37, 43-
277, 279, 280, 2 91 , 292, 50, 52-59, 63, 70 , 79, 80, 81,
2 9 4 , 2. 9 9 , 3 0 4 , 3 0 5 , 386, 83, 93, 9 7 , 1 0 1 - 1 1 3 , 1 1 5, 1 2 0 ,
388,394-398,401,406,414, 1 2 1 , 125, 1 30, 1 3 1 , 133, 139-
444-475 1 46 , 1 4 8 - 1 5 1 , 153, 154, 1 6 0 ,
áthlon·. 127, 129, 130, 184, 484 1 6 2 , 1 6 6 , 1 6 9 , 1 9 3 - 2 03 , 214,
áthlos·. 1 2 4 - 1 2 7 , 1 3 0 - 1 3 2 2 2 0 - 2 2 4 , 2 26, 228, 242, 255,
atleta, atletismo: 101, 108, 112, 256, 2 61 , 265, 2 79, 281, 3 11 ,

55 4
ÍNDICE TEMÁTICO Y ONOMASTICO

313, 314, 319, 3 2 0- 3 2 4 , 327, 4 1 7 , 426 , 4 3 2 , 434, 438-475,


328, 330-339, 342, 355, 356, 526
366, 367, 378, 394, 395, 397-
399,401,405,412,416,434, debilidad: 152, 181, 1 9 2 , 195,
449.450,455,481,483-493, 2 21 , 2 8 9 , 2 9 1 , 309, 3 7 3 , 3 7 8 ,
495- 497 . 5 0 2 - 50 7, 514, 519- 493, J I 9
521, 524, 526, 529 Delfos: 265, 370, 387- 390,
Clitemnestra: 35, 68, 82, 83, 39 2 , 394 , 3 9 6 , 397
2 9 0 , 301 , 385, 39 9 - 4 0 1 , 405, denegación: 398, 401 , 424, 429,
406, 4 20 , 494, 522 430
comedia, cómico: 13, 20, 26, deseo: 37, 74, 86, 90, 91, 1 02 ,
53, 1 09 , 1 2 1 , 1 2 2 , 134, 2 67 , 1 5 9 , 1 6 7 , 2 1 6 , 222, 235, 253,
274, 275, 288, 3 07 , 330, 2-75, 340, 354, 4 0 0 , 4 1 1 ,
366,368,369,372,378,409, 4 1 3 - 4 1 6 , 4 2 0 , 4 26 , 427,
4 1 0 , 41 9, 4 41 , 455, 500, 501 4 2 9 , 433 , 435 -4 3 7 >4 4 i, 4 4 2 ,
coraje: v. valor. 453 , 45 7 , 4 6 7 , 521
Corcira: 2 41 , 487 , 489- 492, desnudez, desnudo: 26, 33, 39 ,
4 9 4 , 4 9 6 , 5 0 1 , 5 0 3 - 5 0 5 , 509- 40, 96, 1 8 0, 181, 1 9 7 , 444,
511,518 450- 454, 4 62 - 4 6 8 , 4 7 1
Cos: 282, 284, 285 Deyaníra: 85-87, 90, 92-96,
Crono: 29, 51, 2 7 7 , 4 2 7 , 4 4 6, 267, 268, 2 9 0
450 Diodoro: 1 0 0 , 1 1 4 , 1 2 5, 129,
cuerda, soga: 94, 225, 229, 154, 229, 231 , 2 71 , 2 7 9 , 281,
2 32- 239, 2 40 - 2 4 8, 250, 253- 282, 291 , 295
2-55 Dioniso: 21, 235, 275, 2 77,
cuerpo: 14, 15, 17, 18, 22-29, 287, 288, 3 7 2
32, 33, 44, 45, 60, 64, 68-70, discurso fúnebre: Γ6, 24, 139,
74, 80, 81, 84, 85, 87, 91, 93, . 149 , 150 , 159 , 330 , 332 , 335,
96, 97, 113, 1 1 4 , 123, 1 3 7, 336 , 511
1 4 7 , 1 50, 154, 1 6 1 - 1 6 4 , 1 7 4 , dolor: 23, 24, 2 7, 2 8, 35, 57, 64,
1 7 6 , 1 7 8 , 185, 186, 1 9 1 , 195- 66, 67, 7 1 , 7 4 - 7 8 , 8 4 - 8 7 , 90,
225, 232, 236, 2 37, 240, 243, 1 0 3 , 1 1 5 , 2 1 1 , 299, 3 0 0 , 3 0 6 ,
2 4 7 - 2 6 1 , 264, 265, 2 70, 2 71 , 327,339,350,420,422,424
2 7 3 , 2 7 4 , 2 7 9 , 3 02 , 3 0 6 ,
31 1 , 312, 315, 3 1 6, 319-328, efebo: 1 9 , 1 8 5 , 281, 282, 338, 445
331, 335- 357 , 375 , 3 7 6 , 386, embarazo: 37, 66, 73, 96, 214,
387, 4 0 7 , 408, 41 4, 415, 2 2 0 , 251, 4 8 0

555
ÍNDICE TEMÁTICO Y ONOMASTICO

emboscada: 50, 51, 52, 189, 397, 408, 419, 423, 433,
1 9 0 , 243, 493 434, 436, 438, 501,519
enfermedad: 68-70, 73, 86-88, — , E um énides·. 1 4, 1 05 , 226,
X 1 3 , 1 1 4 , 1 2 0 , 380 387, 390, 3 9 4 , 397
— de las mujeres: 68, 69, 72, estrangular, estrangul amiento:
87-89, 253 2 1 9, 222-257
epitáphios: v. discurso fúnebre, Eu r í pi d e s : 53, 54, 58, 59, 94,
e popeya, épica: 10, 15, 16, 47, 96, 233, 238, 2 40 , 2 4 2 - 2 4 4 ,
62, 80, 81, 87, 93, 1 0 2 , 1 1 7 , 2 7 1 , 2 7 7 , 2 78, 280, 292,
1 2 4, 1 3 0 - 1 3 2 , 150, 1 57 , 1 6 1 , 301, 390, 4 1 2 , 4 2 0 , 424,
1 6 3 , 1 7 0 , 1 7 1 , 1 7 4 , 1 9 5 , 2 01 , 4 ¿ 7 , 433 , 435 -4 3 9 , 4 4 ^, 459
2 02, 2 0 6 , 208, 2 0 9 , 2 1 2, — , H ip ó lito coronado·, 7 0 , 73,
2 2 1 , 250, 2 61 , 263, 3 0 7 , 313, 233, 238, 2 4 4
319, 323, 324, 330, 3 4 1 , 361 ,
, , . . .,
365 403 404 409 412 467 f ascinación: 1 45, 3 0 1 , 3 8 6 , 3 9 2 ,
Erinias: 83, 91, 1 93, 395, 397, 404, 460
398, 4 0 0 - 4 0 2 Fe dra : 7 0 , 73, 84, 94, 233, 238,
éris, Eris: 1 1 7 , 4 1 6 , 4 2 1 - 4 2 5 , 4 3 3 2 44, 245
érós, Eros, erótico: 33, 264, f emi ni dad: 1 0, 16, 1 7 , 19, 21,
2 90, 301 , 335, 4 0 7 , 408, 22, 25, 27, 28, 30, 4 0 , 5 8 , 68,
415, 420-422, 424, 427, 73, 80, 87, 93, 97, 183, 2 1 7 ,
433,453 222, 251, 255, 259, 264,
esclavo, esclavitud: 1 0 6 , 1 0 7 , 270, 272, 2 73 , 375, 278,
1 2 3- 1 2 5, 1 2 9 , 1 32, 1 33, 240, 289, 2 91 , 30 6 , 3 07 , 31 3- 31 5,
2 62, 265, 2 67 , 268, 275, 381, 385, 3 9 4 , 4 06 , 475,
2-84, 337 , 338 , 485. 486, 4 9 4 , 529
488-492, 504 fíbula: 465, 4 7 1 , 4 9 7 , 5 2 1
espada: 87, 93-96, 1 6 1 , 189- f il ósofo, filosofía: 31-33, 1 09 ,
1 9 1 , 2 0 2 - 2 0 4 , 2 1 6, 238, 240, 1 2 2 , 132, 3 1 3 - 31 6 , 31 9-359,
246 - 2 48 , 252, 256, 2 7 9 36 2- 364 , 3 6 7 , 3 6 9 , 3 7 1 , 373-
E s part a, espartano: 19, 43-45, 380, 3 8 5 , 4 5 5
48, 52., 53, 58, 70 , n i , 1 1 2 , flecha: 61-63, 76-78, 91-93,
1 3 9 - 1 7 0 , 1 9 3 , 1 9 9 , 223, 228- 207-210, 216, 2 79, 299,
2.31, 2.47, 442, 480, 495, 300, 305, 3 0 6 , 4 6 7 , 4 7 3
498, 502, 507, 51 4- 520, 523 frío: 1 4, 2 03, 236, 350, 353, 354,
Es qui l o: 53, 72, 105, 123, 1 2 6, 42I
2 14, 239, 246, 263, 387, fuerza, fuerte: 1 7, 32, 44, 47,

556
ÍNDICE TEMÁTICO Y ONOMÁSTICO

48, 75, 78, 85, 87, 88, 1 2 0 , Héctor: 128,170-173,175,177-


128,140,142,159,170,176- 192, 204, 2 0 9 , 2 1 2, 2 1 3 , 216,
1 7 8 , 1 81 , 186, 1 8 7 , 1 9 0 , 1 9 2 , 2 I 7 > 301, 4 1 1 , 473
J 95, Ï99, 2 0 0 , 2 04 , 2 °7> Helena: 16, 33, 1 73, 2 4 0 , 301,
2 1 0 , 229, 2 6 1 - 2 6 5 , 2 88- 292, 386, 4 06 - 4 2 9, 4 31 - 443, 470,
2 9 8, 299, 306, 3 07 , 309, 475, 500
315,340,341,3^4,367,3^8, Hera: 25, 26, 39, 62, 63, 75,
373 -3 79 , 3 9 2 , 4 0 2 , 4 1 4 , 4 1 5 , 1 3 2 , 1 7 3 , 2 6 7 - 2 7 0 , 2 91 - 306,
436, 4 7 2 , 4 9 0 , 494, 4 9 6 308, 385, 41 5, 444, 447,
f uror: 26, 64, 1 45, 1 6 2 , 1 7 7 - 4 63 , 465, 4 69 , 4 7 1
179, 1 87 , 189, 190, 1 9 4, Heracles: 16, 27, 28, 32, 39, 58,
2 02 , 2 0 7 , 208, 2 7 0 , 397, 81, 85-88, 90-99, 1 0 8 , 109,
400, 490 1 2 0 , 1 2 2 - 1 3 4 , i 38, 1 9 2 , 193,
202, 2 20, 234, 235, 258,
Gea, Ge: v. Tierra. 259, 2 60 - 30 3 , 3 05- 309, 315,
génos gynaikdn·. 53, 83, 4 02 , 3 4 0 , 358, 359 , 361, 364-381,
501,503,519,520 446
Gorgona: 176-178, 461, 462, herir, herida: 25, 60, 61, 74- 77,
466 , 468, 4 73 80, 91, 92, 9 6 , 1 4 2 , 1 7 3 , 1 9 1 ,
guerra, guerrero: 16, 2 8 , 3 5 , 4 3 , 1 9 5- 2 23, 2 4 7 , 249, 2 50, 252,
45 , 4 6 , 48, 5° , 5 2 > 55, 56, 58- 2 9 9 -3 o 6 , 4 6 7
60, 63, 64, 66, 74-82, 87, H er ód o t o: 1 0 0 , 1 0 4 - 1 0 6 , n i ,
93, 9 6, 98, 9 9 , 1 0 1 - 1 0 3 , 1 05, 1 4 1 - 1 4 4 , 1 4 7 , 155, 1 5 6 , 158-
1 0 7 , 1 1 8 - 1 2 0 , 1 3 7 - 1 4 6 , 153, 1 6 0 , 1 6 2 - 1 6 4 , I<58, 1 9 9 , 225,
1 5 5 , 1 6 0 - 2 2 0 , 224, 2 41 , 243, 2 28, 241 , 243, 4 8 0, 481,
250, 263, 2 6 4 , 2 7 0 , 2 7 9 , 280, 486, 4 97 , 520, 521, 52,3-52 5,
282-284, 2.91, 3 0 0 - 3 0 6 , 3 1 9, 527, 528
320, 323, 328, 330, 337, 338, héroe, heroí smo: 15, 32, 45, 58,
3 4 0, 341, 351, 3 67 , 373 , 3 9 6 , 64, 75, 76 , 80, 82, 85, 87,
4 0 7 , 4 09 - 4 1 3 , 4 1 6 - 4 2 1 , 431, 88, 91-93, 95, 98, 99, 103,
4 3 4 , 435 , 441 , 4 43 , 4 4 8 , 4 4 9 , 1 0 9 , n o - 1 1 2 , 1 1 7 - 1 2 5 , 128-
458, 460, 465-467, 472, 474, 135, 1 37, 1 4 3 , 1 6 1 , 1 7 0 - 1 9 2 ,
479, 482, 483, 485, 487, 198, 2 01 , 2 0 3 - 2 1 2 , 2 1 7 , 218,
488, 4 91 - 5 0 6 , 509, 510, 512, 2 2 0 , 259- 275, 2 7 8 - 3 0 9 , 3 1 3 ,
516, 523, 524 315, 316, 3 1 9 , 3 2 3, 32.8, 330,
gymnós·. 1 81 , 1 9 7 , 4 66 , 4 67 , v. 331 , 333, 339 , 341, 3 4 2 , 358 ,
también desnudez. 359,360-381,402,446,448,

557
INDICE TEMÁTICO Y ONOMÁSTICO

449, 452., 45 7 , 4 59 , 4 6 0 , iniciático, iniciado: 19, 279, 282,


4 7 0 , 4 7 3 , 506, 525 31 4, 318, 3 26, 340, 3 50
Hes i odo: 51, 52, 80, 97, 1 0 0 , inmortal, Inmortal, inmortali­
1 1 5 - 1 1 7 , 1 2 1 , 1 2 4 , 1 2 6 , 273, dad: 1 1 2 , 1 2 3 , 128, 1 39, 143,
2 7 7 , 328, 329, 416, 421, 1 4 5 , 1 5 7 , 1 6 0 , 1 8 4 , 2 0 7 , 287,
423, 425 294, 303, 31 6-335, 339 -34 4 ,
— , Teogonia·. 5 1 , 1 1 7 , 1 2 6 , 273, 351, 355 -357 , 369, 4 04 , 41 8,
329, 390, 415, 4 2 4 4 26 , 4 46, 4 48, 4 6 0 , 463,
hierro: v. espada. 464, 471
Hipócrates, hipocrático: 1 4 , 1 7 , intercambio: 1 6 - 2 0 , 48, 76 , 97,
57 , 7 0 , 91, 9 7 , 1 0 3 , 1 0 4 , 1 1 3 , 144, 204 , 236, 2 4 7 , 273,
235 , 245, 249, 250, 252, 253, 282, 284, 2 9 0 , 3 0 6 , 336,
276, 302 363, 3 77 , 3 81, 4 69 .
historia, historiador, historio­ invertir, inversión: 1 7 , 1 9, 20,
grafía: 3 5 , 1 5 3 - 1 5 6 , 1 6 4 , 388- 1 0 6 , 281
3 97 , 4 0 9 , 479-529
hóm oior. 1 4 0 , 143, 1 4 7 , 154, Jenofonte: 15, 44, 1 0 0 , 101,
155,166,169 1 0 3 , 1 0 4 , 1 0 7 , 1 0 8 , 1 2 1 , 1 32,
hoplita, hoplítico: 43, 45, 48, 1 4 6 , 1 4 7 , 1 4 9 , 150, 152, 155,
52-55, 57, 63, 64, 7 4 , 8o, 81, 1 6 7 , 369, 4 8 1 , 487, 51 4- 51 6,
93 , 9 4 , 1 3 8- 1 42 , 1 4 4 , 145, 519, 520
1 4 7, 1 5 0, 153-155, 1 58- 1 69,
331, 336, 338, 339 , 341, 466, k arteró s, kartereím 2 1 0 , 339,
491 , 512, 520, 521 340, 364, 373 , 3 74 , 3 7 7 , 380

Ilía d a , iliádico: 15, 16, 52, 58, Lacedemonia, lacedemonio: v.


62, 64, 74, 76- 7 9, 92, 1 0 2 , Esparta, espartano,
1 1 8 , 1 2 0 , 125, 1 2 7 - 1 3 0 , 1 50, lágrimas: v. llorar, lloros,
171,172, 174 ,17 6 ,17 7,18 2, lazo: v. cuerda.
1 8 6 , 1 9 2 , 2 0 1 , 2 0 4 - 2 09 , 2 12, ley, legislador: 20, 24, 69, 70,
213, 215, 2 1 7 , 2 20, 2 21 , 280, 82, 85, 1 1 5, 1 1 7 , 1 45, 1 4 7,
291 , 2 99- 3 01 , 305, 339, 365, 1 48, 154, 158, 1 6 7 , 1 6 8 , 1 7 9 ,
4 02 - 4 0 4 , 4 1 0 - 4 2 1 , 4 27 - 4 2 9, 2 0 2 , 204, 223, 229, 236,
434 , 438, 447- 44 9, 459- 461 , 243, 255, 281, 331, 363, 396,
465, 4 6 8 - 4 7 3 , 5 0 0 39 7 , 424, 4 34 , 44 5 -4 4 7 ,
Ilitía: 61, 73, 293 450, 4 5 1 , 4 8 4 , 502, 5x1
imposible: 33, 463, 4 64, 480 llorar, lloros: 1 5 , 1 7 , 5 4 , 64, 85,

558
ÍNDICE TEMÁTICO Y ONOMÁSTICO

87. 88, 95, 96, 1 0 3 , 1 1 5 , 1 1 8 , 1 8 2 , 1 8 4 , 2 0 2 , 2 0 5 - 2 0 7 , 218,


1 9 1 , 208, 2 18, 299, 339, 378, 220, 2 42 , 243, 258, 2 7 0 ,
4 02 , 4 0 4 , 4 0 7 , 4 1 2 , 413, 2 78, 2 92, 3 04 , 313, 3 21 , 328,
415, 4 2 1 , 465 32.9, 342, 354, 404. 415, 4^3,
l ocura: 7 0 - 7 3 , 1 45, 158, 1 8 0, 428, 4 4 7 , 452, 4 6 2
203, 252, 2 7 0 , 281, 292,
306,358,502,528 naturaleza (de las mujeres), na­
lógos: 21, 1 0 0 , 1 0 1 , 1 4 0 , 195, tural (femenino): 35, 245,
221, 2 2 4 , 3 * 8 , 3 2 3> 32.4» 3 2 7, 251-253,385, 479-529
332·, 334 , 3 41 - 3 4 6, 352.. 387- nëdys·. 29, 33, 2 7 5 - 2 7 8
389, 398, 4 0 1 , 408, 488, 528 negar, negación: 1 0, 34, 430,
lókhos, Lokhía·. 50-52, 61 431
lyssa: v. furor. negativo, negatividad: 385, 430,
475
madre, maternidad: 28-30, 40, némesis, Némesis: 4 1 6 , 423-
4 4 - 48 - 54 . 56, 5 9 - 62 , 64 , 6 5, 43i ,433
68, 82, 83, 85, 86, 94, 95, Noche: 1 1 7 , 3 97 , 422-425, 427,
1 7 0 , 1 8 5 , 2 32, 2 37, 2 61 , 268, 42 9 , 433,500
269, 271, 277, 292, 295, nomos·, v. ley.
296, 2 99- 3 01 , 3 03 - 3 06 , 387,
388, 392, 394, 395, 399, odís, ôdînes·. 28, 31, 68, 72, 57,
4 0 1 - 4 0 6 , 423-425, 4 27 , 429 , 66, 67, 74, 75
450, 475. 480, 495, 523 Odisea·. 27, 78, 1 1 8, 1 1 9 , 125-
Medusa: v. Gorgona. 1 2 8, 1 92, 2 0 7 , 2 08, 237,
mSnis, Menis: 4 0 0 - 4 0 4 , 544 2 40 , 243, 2 7 6 , 364, 365,
métis, Metis: 28-30, 1 8 7 , 242, 419, 4 2 1 , 438, 439, 442,
243, 246 , 277, 356, 364, 447, 449, 457, 473, 522
365, 380, 466 , 4 7 4 odynê·. 28, 6 7, 72, 75, 76, 84,
miedo: 1 0, 13, 1 7 , 86, 1 7 0 - 1 9 4 , 88, 90, 93, 2 1 1
336 , 339 , 42. 1, 4 4 4 , 448 , 457 ,
514, 519 padre: 28-30, 51, 68, 82, 83, 85,
misoginia: 14, 32, 68, 80, 265, 170,173, 234, 2 41 , 2 80, 291,
2 66, 399 387.391-397.401, 424.428,
mito: 1 32 , 1 6 2 , 1 8 1 , 389, 393- 471
396 , 403, 404, 407, 454 , Pandora: 24, 80, 4 06 , 4 2 3 , 5 0 0
497 parthénos, Parthénos·. 44, 73,
mortal, mortal idad: 128, 134, 181, 452, 454. 455, 457, 459,

559
ÍNDICE TEM Á TICO Y ONOMÁSTICO

4 63 , 464, 468-470, 473 347 , 349 , 3 5 1 - 3 5 7 , 363, 372-


parto: 27, 2 8 , 3 0 , 3 1 , 3 3 , 43-98, 374 , 378
i o j , 1 1 4 , 1 1 5 . 250, 293, 294, P l ut ar c o : 43, 44 , 7 8 , 1 0 5 , 1 4 6 ,
3I4. 3I 5, 394, 423, 42-4, 48o, 1 5 6 , 1 9 5 - 1 9 8 , 2 1 9, 2 23 , 230,
495 2 3 2, 2 3 7, 243, 254, 280,
Pausanias: 28, 233, 481 , 486, 282,283,307,358,359,481,
491, 493, 4 9 4 , 4 9 6 , 49 8 ,5 13 4 86, 4 9 1 , 4 9 3 , 513, 515, 523
p ép los: 33, 273, 2 78 - 2 82, 286, poder : 29, 30, 3 5 , 1 7 9 , 1 8 3 , 1 9 4 ,
287, 289, 2 9 0 , 2 91 , 308, 263, 2 67 , 293, 298, 308,
445, 4 64 - 46 6 , 468, 4 69, 3 4 9 , 3 76 , 385, 389, 390,
4 72 -4 74 392 , 393 , 395 , 3 9 6 , 3 99 ,
perra, perrería: 12, 4 1 1 , 41 9- 4 0 0 , 4 0 2 , 4 06 , 4 2 0 , 425,
421,427 4 2 6 , 4 62 , 4 75 , 4 8 0, 4 91 ,
phóbos·. 1 6 8 , 1 7 5 - 1 7 9 , 1 8 3 , 1 8 7 , 501
188 político: 9, 1 0, 22, 24, 32, 34,
piel: 1 6 , 1 7 4 , 2 06, 213, 2 15- 2 1 8 , 35, 37, 1 0 9 , 1 43, 1 9 6 , 1 9 7 ,
4 6 1 , 4 6 7 , 468, 4 7 1 2 0 0 , 2 01 , 2 2 0 , 2 62 , 308,
— de león: 2 73, 2 78, 2 79, 284, 313, 320, 336, 4 05 , 406,
288,316,369,371,372 482- 484, 488, 500, 501,
P í nda ro: 100, 101, no, ni, 504, 507 - 509, 524, 527, 529
1 3 0 - 1 3 2 , 2 0 2 - 2 0 6 , 2 1 4 , 328, pónos: 39, 57, 58, 63, 64, 68,
50 0 70 , 75, 81, 82, 84, 86, 88, 98-
placer: 21, 23-27, 34, 35, 49, 97, 1 2 3 , 125, 1 3 1 - 1 3 4 , 2 62 , 315,
1 0 9 , 1 4 9 , 1 9 2, 263, 264, 371, 423
2 66, 269, 2 7 1 , 275, 2 79, Pr ó d i c o: 1 08 , 1 09 , 1 3 2 , 133,
314, 321 , 327, 346, 350, 351, 2 6 9 , 3 6 7 , 3 6 9 , 3 7 7 , 3 79
378, 4 1 0 , 422 , 442 , 44 4 , prueba: 28, 57, 58, 63, 64, 70,
449, 471 98, 99, 1 0 5 , n i , 1 1 3 , 1 1 8,
Platón: 1 1 , 1 2 , 1 7 , 3 1 , 3 3 , 45, 49, 1 2 3 , 1 2 6 - 1 2 9 , 1 37, 1 4 3 , 1 7 0 ,
73 , 75 , 81 , 9 7 , 1 5 5 , 2 4 7 , 31 3 - 1 9 6 , 198, 207-209, 299,
315, 318, 320, 323, 329, 331- 30 7 , 333, 34 0, 343 , 3 4 4 ,
338 , 341 - 343, 348 , 3 4 9 , 351- 369, 4 4 1 , 523
370, 374- 380, 385, 407, p s y k h é : 85, 314, 319, 3 2 0, 321,
4 08, 4 2 2 , 432, 433, 442, 324, 335, 345 , 347 , 349
488
— , Fedón·. 32, 314, 3 1 7 , 318, raza de las mujeres: v. genos gy-
3 2 1 - 3 2 4 , 328-335, 337-345, naikñn.

560
INDICE TEM ÁTICO Y ONOMÁSTICO

retorno (de, a): 93, 179, 366 491,496,497,499-505,507-


reversibilidad, reciprocidad: 511
179, 202-204, 298, 348, 459. sufrir, sufrimiento: 16, 23, 27,
462 28, 3 4 ,56-58, 66, 67, 71, 73-
Roma, romano: 28, 196-198, 76, 80, 81, 84, 85, 88-90, 93,
219, 222, 231, 237, 240, 97, 98, 110-124, 126, 128,
248, 283, 286 132, 134, 140, 202, 207,
210, 211, 262, 263, 270, 271,
sangre: 74, 75, 77, 83, 92,103, 299, 304-306, 327, 365,
186, 198, 201, 202, 204, 3 78,379,410,411,422,441,
208, 211, 215, 219, 248-253, 467, 471
256, 290, 341, 413, 420, suicidio: 60, 73, 93-95, 156,
421, 440, 467, 471, 497, 158,165, 203, 204, 224-226,
521 232, 234, 236, 240-242, 244-
seno: 295, 299-303, 306, 308, 247, 256, 321, 331, 3 3 7 , 338
452 ., 459 suspiros: v. llorar.
separar, separación: 12, 13, 15,
22, 32, 34, 265, 266, 314, tabla (de oposiciones): 11, 13,
316, 319, 321, 330, 335, 342, 21, 22, 106, n i, 207, 272
3 4 7 -3 4 9 , 4 9 3 , 504 temblar, tem blor: 17, 141,146-
serpiente: 25, 83 ,1 7 1, 17 2 ,1 77 , 148, 150, 151, 153, 170, 171,
178, 180, 183, 185, 189, 190, 173, 17 4, 17 8, 187 , 192,194,
268, 390, 444, 454, 461 399, 413
servidumbre: 105, 106, 125, Termopilas: 45, 141, 143, 148,
132, 267, 269, 283, 284 153, 155-158, 162-164, 166,
Sócrates: 11, 12, 236, 315, 316- 167,199, 241
318, 320-334, 336, 337, 339, terror: 21, 29, 62, 162, 170-
340, 3 4 2 -3 4 7 , 349-381, 407, 179, 183, 184,187, 192, 193,
408, 427 2 9 5 ,341, 385, 3 9 2 , 421, 4 4 4 ,
Sófocles: 58, 85-89, 94, 113, 447, 448, 460, 461, 465,
123, 204, 205, 238, 239, 467, 471
270, 290 thrasytës·. v. audacia.
— , Traquinias·. 86, 92, 123, Tierra: 51, 387, 388, 390-392,
270, 289, 290 394 , 4 0 1 , 405
séma\ 24, 195, 314, 319, 320, Tiresias: 25-27, 39, 40, 271,
322,323, 335, 3 4 9 , 4 5 7 4 4 4 -4 4 7 , 4 4 9 -4 5 2 , 4 5 4 -4 5 6 ,
stasis·. 34, 200, 241, 487, 489, 458,460,462,469,472-474

561
ÍNDICE TEM ÁTICO Y ONOMÁSTICO

Tirteo: 43, 1 41 , 1 4 2 , 145, 1 4 6 , 321, 328, 330, 333, 334, 33


1 4 9 - 1 5 2 , 158, 1 6 0 , 1 6 3 , 1 6 7 3 3 9 -3 4 3 , 3 7 2 , 3 7 4 , 3 7 8 , 4 4 9 ,
tólma·. v. audacia, 493, 495, 505, 506, 517, 523
trabajo: 98- 1 00, 1 0 2 , 1 0 7 , 108, vergüenza: 171, 241, 298, 426-
n i , 1 1 3 - 1 2 2 , 1 2 4 , 125, 1 2 9, 428,439,440,494, 522
130,132,134 vientre: 29, 30, 53, 64, 67, 71,
— (del parto): 57, 74, 76, 98, 90, 174, 261, 263, 273-278,
105,115 354,495
trabajos (de H eracles...): 58, virilidad: 9, 10, 17, 19, 21, 23,
87, 99, 1 1 8, 1 2 2 , 1 2 4, 125, 26, 28, 30, 31, 34, 37, 55, 58,
127, 1 2 9 , 1 3 1 , 281 , 3 7 0 , 4 4 6 59, 63, 69, 70, 76, 79, 80,
tragedia: 20, 53, 70 , 73, 81, 83, 81, 93-95, 97, 98, 103, 104,
90,93,94,111,117,12.2,193, 107, 134, 137, 195-198, 201,
201,250,301,421,436,439, 203, 205, 211-222, 247, 250,
4 4 1 , 4 4 9 , 513, 52.0 258, 259, 262, 264, 266,
travestismo: 19, 20, 278, 281, 270, 271, 275-278, 280, 283,
283, 285-288, 381 286-290, 298, 302, 306,
trésantes: 1 4 1 , 1 4 6 , 1 4 7 , 152, 313, 330-332., 3 3 4 , 3 3 9 , 378,
153,155,166 381, 385, 3 9 9 , 4 5 2 , 4 5 4 , 4 5 6 -
Tucídides: 58, 1 0 0 , 1 0 1 , n i , 458, 466, 473, 493, 494,
1 1 3 , 1 4 0 , 143, 1 44 , 154, 241 , 4 9 6 , 498, 505, 506, 508,
409, 410, 475, 4 81 , 483, 509, 522, 523
485, 487 , 4 8 8 , 4 90 - 4 9 4 , vulnerabilidad (in-): 202, 204-
4 9 6 , 4 9 8 , 5 0 0 , 5 0 1 , 503-513, 207, 211, 215, 217, 218, 220,
520,528 221, 300, 467, 471

Ulises: 77, 7 9 , 1 1 8 , 1 1 9 , 1 2 8 , 1 2 9 , Zeus: 18, 25, 26, 28-30, 33, 62,


1 7 2 , 1 7 5 , 203, 209, 2 1 0, 240, 63, 76, 7 9 , 87 ,12.1,172,173,
363-366, 439, 446, 447, 449, I75, I77> i 84, 186, 189, 191,
4 5 7 , 4 5 8 , 464, 4 7 0 193, 209, 263, 269, 277,
280, 287, 291-294, 298,
valor: 10, 23, 35, 43, 45, 47, 52, 303-306, 309, 3 5 8 , 369, 3 7 8 ,
63, 94, IOI, 1 2 2 , 123, 139, 387-392, 394, 396-401, 404,
I43, I46-I5I, I53, 158-161, 408,409,411,414,415,421,
16 6, 1 69, I 7 0, I 7 2, I 74, 187- 423-429,433,438,439,444,
189, I92- I94, 19 6, I 9 7, I99, 460, 465-467, 470, 471
200, 204, 205, 209, 211, 219,

562
ESTA E D IC IÓ N , P R IM E R A ,
DE «LAS E X P E R IE N C IA S DE T IR E SIA S »,
DE N IC O LE LO R A U X ,
SE HA T ER M IN A D O D E IM P R IM IR ,
EN CAPELLADES,
E N E L M ES DE M ARZO
D EL AÑO 2OO4.
C A N T I L A D O

Al principio, los historiadores creyeron en el «mi­


lagro griego», espejismo de una civilización de
luz implacable, filosofía abstracta, figuración geo­
métrica. Más tarde, descubrieron una Grecia de
contrastes, trabajada por la polaridad, por las opo­
siciones entre cultura y naturaleza, entre Ciudad
y barbarie, entre varón-ciudadano y mujer menor
de edad. Con Nicole Loraux, hoy nos llega el mo­
mento de una Grecia atormentada, en claroscuro,
donde ya no reina tan sólo la exclusión, sino que
también operan la ambivalencia y el intercambio.
Las experiencias de Tiresias nos revela esta fasci­
nación de Grecia por el Otro femenino: la Ciudad
ha reducido siempre este Otro a un orden, mini­
mizando la mezcla que forman el hombre y los
préstamos tomados a la mujer por medio del re­
chazo, el olvido y la representación, abstracta y
sin fisuras, de sus figuras epónimas: el guerrero,
el ciudadano, el filósofo. Tiresias perdió la vista
por haber contemplado un día el cuerpo sin velos
de Atenea; Grecia, a base de velar lo femenino, aca­
bó cegándose, tanto a ella misma como a un gran
número de historiadores. Ya no será posible, des­
pués de la obra de Nicole Loraux, continuar cre­
yendo en todo aquello que Grecia nos ha relatado
a propósito de sí misma.

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