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acompaña esta renovación. Para los judíos eran los sacrificios (ritos), por sí
mismos, los que traían la salvación.
La originalidad de la propuesta del bautista está en dar sentido a la ablución
bautismal; mientras los fariseos, los escenios y los hebreos ortodoxos veían en los
ritos de purificación el fundamento de un ideal religioso atento a evitar todo
contacto inmundo, el bautista se mueve en el cuadro de un empeño de
conversión de la vida. Mientras los fariseos colocaban la penitencia y la
conversión en el cuadro de una separación de los santos frente a los otros, el
bautista no tenía ningún interés por un ideal de separación. Moviéndose, tal vez,
sobre la base del vínculo entre conversión interior y rito bautismal (Ez 36, 25;
Sal 51, 9) proyecta un ideal religioso accesible a todos y, por esto, mismo, poco
usual.
Los textos bíblicos hablan del desierto como lugar habitual en el que Juan
bautizaba (Mc 1, 5; Mt 3, 1; Jn 1, 28); en efecto, el desierto es el lugar de la
cercanía de Dios. El evangelio pone en los labios del bautista el texto de Is 40, 3
y lo presenta como la voz que grita en el desierto; la comunidad cristiana
presenta a Juan como el mensajero que prepara la venida del Señor; para el
bautista, el retiro al desierto es, probablemente, un retiro de la civilización
urbana, como una demostración de una actitud de vida que evocaba el juicio
final. El juicio sobre la figura de Juan y de su obra no es unánime; se hace
necesario valorarlo a la luz de la presentación que hacen los evangelios,
principalmente Mateo y Lucas. Partiendo de Lc 16, 16 algunos[Colzemann por
ejemplo.] ven en Juan el signo de un cambio en la historia de la salvación, de una
discontinuidad, pues, hasta el momento sólo se tenía la ley y los profetas y ahora
aparece la predicación del Reino; aparece, en este sentido, la diversidad y la
continuidad entre el bautista y Jesús: el anuncio de la penitencia encuentra su
plenitud en el anuncio del Reino y el bautismo del agua en el bautismo del
Espíritu. La predicación reclama en primer lugar el un juicio al cual no se puede
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afirmación de que sólo Dios puede transformar la vida del pueblo; su debilidad
surge del hecho de que no es claro de dónde venga ni cómo se realiza la
conversión de un pueblo total y radicalmente pecador. Si el bautismo de
penitencia no es de por sí suficiente sino es solo relativo a un camino de
conversión, ¿de dónde viene esa capacidad de bien? La convicción de que sólo
Dios puede salvar y el apelo a un camino de penitencia no encuentran en él una
plena unidad. Sólo el carácter sacramental del bautismo cristiano, que vincula a
Cristo y hace vivir de él, puede ofrecer una respuesta a estos interrogantes.
El bautista mantiene firme la tesis profética de la intervención de un Dios
clemente, misericordioso y compasivo; a esta acción divina vincula la
manifestación de una comunidad escatológica, sacerdotal y santa, que lo sirve
con su vida. Contra la limitación del mundo fariseo sostienen que esta
comunidad no debe ser cerrada sino abierta a todos. El verdadero salto se dará
con el bautismo de Jesús, en el cual se hace presente y obra el ES; aferrado a él,
Jesús es una persona que Dios toma a su servicio y a quien da el poder de ser su
enviado y su revelador.
Inicia una fase nueva, la conversión debe venir repensada a la luz de esta
novedad. Abandonando toda concepción moralista y abrazando hasta el fondo
una visión escatológica, las escrituras cristianas presentan una nueva visión de la
conversión: ella comporta un volcarse absoluto hacia el advenimiento de la
salvación y hacerlo de manera que se asienta sin reserva al mensaje de la
voluntad divina y de la salvación. La metanoia se hace sincera y fundamental
disposición a vivir teniendo la promesa de la salvación final, incluso contra las
experiencias negativas del presente. Abandonando toda visión moralista y legal,
o toda ideología, la conversión aparece como una respuesta al actuar de Dios: no
se trata solo de aceptar y cumplir las normas, sino de hacer propias las
condiciones esenciales de una nueva realización.
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El hombre rico:
Rico es, para los evangelios, aquel que busca asegurar la propia vida con base
en cuanto posee (Mt 19, 16-26; 6, 19-21.25-34; Lc 12, 16-21; 12, 20; 16, 19-31).
Los tesoros resultan ser aquellas propiedades en las cuales una persona amarra
el corazón hasta poner en ellas la fe, la alegría y la seguridad. Dios, en algunos
casos, puede ser parte de la vida del rico, pero no necesariamente llega a ser su
centro y sentido.
El anuncio del reino, con su básica referencia a Dios, no puede ser acogido
por quien aspira a conquistar la propia seguridad y vive en el temor angustiado
de perder aquello que por sí mismo ha construido; allá en donde la vida es
interpretada de esa manera, allá se está de frente a la tipología del hombre rico, a
una personalidad auto-referenciada, construida en torno a las cosas y al peso
idólatra que estas terminan por asumir. Jesús no busca justificar un la posesión y
la riqueza en un cuadro de justicia y orden, como hacían los fariseos, ni tampoco
abolirla, como hacían algunas sectas de Qumran; lo que verdaderamente le
interesa es colocar toda la existencia sobre una base nueva, sobre la base del
señorío escatológico de Dios, sobre la base del reino.
El cambio de vida que surge al cambiar los fundamentos de la vida es la
conversión; a Jesús le interesa afirmar el principio de que la vida sea vivida por
el reino dejando luego en el camino de cada uno la búsqueda de la modalidad.
El hombre piadoso:
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El hombre pecador:
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7-13; Lc 9, 1-6.10; Mt 9, 35-10, 42; Lc 10, 1-24, de acuerdo con los cuales Jesús
da a sus discípulos la potencia del Espíritu y la autoridad sobre las enfermedades
y los envía a anunciar, incluso a través de una vida sobria, el evangelio del Reino;
se trata, ciertamente, de un trabajo difícil, sobre todo por la pequeñez del Reino
(Mt 13). La conversión, desde este punto de vista, se dirige hacia un gesto de
revelación que encuadra la realidad sobre un plano nuevo y diverso, pues, no
basta la inteligencia para entrar en el mundo de Dios, sino que se necesita la
revelación que Dios concede a los pequeños, aquellos que se confían en Dios sin
hacer cuenta de sí mismos.
En textos como 1Cor 12, 28; Ef 4, 11; Rm 12, 6-7 así como en la Didaché o
Doctrina de los apóstoles se ofrece una indicación interesante acerca de un
grupo de personas que practican las costumbres o el modo de vida del Señor
Jesús[Cfr. Didaché XI, 8.], una forma de itinerancia carismática radical que hizo de
la renuncia a la estabilidad y a la vida familiar el criterio de su testimonio del
evangelio y de su búsqueda del Reino de Dios (1Tm 4, 3-5; 6, 8-9; 2Tm 3, 6-7; Tt
1, 10-11.15-16; 2Pd 2, 1-3.18-19; Jd 1, 4.8.10-12). Aunque no se conoce el
contenido exacto de su predicación, el texto de Mt 10, 7 recuerda el anuncio de
la cercanía del Reino de Dios, el limitar la búsqueda de la conversión de sus
interlocutores a la acogida que presten sin forzar nada, sacudiendo el polvo de
los pies en donde no sea acogido. Este método de misión empezó a desaparecer
con el paso de la misión rural a la urbana; las condiciones sociales diferentes
llevaron a un cambio en los métodos y dinámicas implementadas para la misión;
se pasó de cierta liberalidad a la consolidación de estructuras internas en la
ciudad.
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La conversión de Pablo:
Es un hecho que se narra en Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18 y del cual se
encuentran ecos en Gal 1, 13-20; 1Cor 9, 1; 15, 8-9; 1Tm 1, 13-16. Más allá de
las dificultades exegéticas que plantean las inconsistencias presentes en los
textos, sobre todo si se trató de una visión directa o de una luz, basta afirmar que
su conversión implica un cambio radical en el modo de percibir a Dios y su
designio de salvación.
En relación con la realidad del episodio se tejen las preguntas sobre si aquello
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que sucedió fue una realidad objetiva y exterior o, más bien, un fenómeno
interior acaecido en la psiche de Pablo. Personalmente prefiero que la
interpretación ofrecida por el mismo Pablo en la carta a los Gálatas cuando,
diversamente de la narración presentada en los Hechos de los Apóstoles,
interpreta el hecho que lo ha cambiado como una vocación e invita a leerlo, de
alguna manera, como una experiencia interior.
Es difícil ver las narraciones que presentan el hecho sólo como una realidad
vocacional, pues, para Pablo la vocación no es sólo un llamado a la fe en Jesús,
sino, en todo caso, un llamado al apostolado entre los gentiles (Hch 9, 15); el
fruto de la irresistible fuerza de Dios, ante la cual Pablo no puede hacer otra
cosa que ser obediente (Hch 26, 19).
Más que una doctrina es el fruto de una palabra que traspasa el corazón
(Hch 2, 37). De la conversión que cambia la vida nace la comunidad, la Iglesia
de Dios. La comunidad de los convertidos es el fruto de este cambio de vida
(1Cor 6, 11); unida a la fe, la conversión no se contenta con la profesión de que
Jesús es el Señor (1Cor 12, 3); exige que la fe que está en los labios esté en el
corazón y sea fuente de vida.
La conversión es decisiva. Según Hb 6, 1, la metanoia de las obras muertas y
la fe en Dios son los fundamentos de la vida cristiana. Es un llamado permanente
a la perseverancia y la fidelidad; es un empeño de toda la Iglesia; no es sólo algo
personal y cuestiona todo tipo de seguridad arrogante con que las personas
pretenden consolidar su vida. Antropológicamente hablando, la conversión pasa
a través del arrepentimiento y se explica como un punto crítico de la vida de la
persona; presentándola como un cambio de actitud y de afectos provocados
(2Cor 7, 8-13) Pablo mismo se preocupa por distinguirla de fenómenos
psicológicos afines; implica una inversión radical, un cambio dramático de vida
(Rm 6, 11) que no inicia por sí misma ni se presenta como una posibilidad propia
de la naturaleza humana sino que es tiene el valor de ser un don; la historia
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Conclusión:
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