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DETRÁS DE LOS BIOCOMBUSTIBLES

Bolivia ha ingresado a la era de los biocombustibles, con bombos y sonajas el presidente


Morales anunciaba desde Santa Cruz que YPFB lanzaba oficialmente el nuevo combustible
“Súper Etanol 92” con una composición de 12% de etanol y 88% de gasolina. Entre los
argumentos destacados se mencionaba que no solo se ofrecería una gasolina de mayor
octanaje, que significaría un ahorro para el Estado de 21% por concepto de importación
de gasolina que sería reemplazada por el etanol provisto por el sector de la
agroindustria nacional (UNAGRO, Guabirá y Aguaí entre las primeras socias
estratégicas en esta alianza Privado-Público) sino también se crearían alrededor de unos
27.000 empleos directos e indirectos y reducirían un 6% las emisiones de CO2 del país en
los próximos 15 años.
Pero ¿cuál es el verdadero motivo para que Bolivia ingrese hoy en la producción de
biocombustibles?
Para empezar, debemos mencionar que el concepto de “Bio Combustible” como citan varios
expertos debería considerarse como “Agro Combustible”, tomando en cuenta que la
producción de aditivos de origen natural a un combustible fósil vendrían acompañados
de procesos de agricultura intensiva no sostenibles en el tiempo, que promueven el
monocultivo, devastación de bosques y áreas naturales (desmontes) para dar paso a una
producción a escala industrial de cultivos como la caña de azúcar, palma aceitera, soya,
entre otros.
La agroindustria tendría mayores incentivos para participar en un mercado “seguro”
donde Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) demandará altos volúmenes
de etanol (80 millones de litros de etanol según la cuota estipulada entre los
agroindustriales y el Estado) por defecto se estaría incentivando la producción de este
tipo de insumos en desmedro de la producción de alimentos. Se prevé que en los próximos
8 años (teniendo como horizonte el año 2025) el área cultivada cañera-azucarera
trascenderá de 150.000 hectáreas a 305.000 hectáreas, ampliando la frontera agrícola sin
que necesariamente se esté ampliando la capacidad de producción de alimentos.
El uso de pesticidas y agroquímicos en el sector agro industrial, se intensificará, no
olvidemos que esta producción tiene como principal meta el cubrir la demanda de etanol
para su adición a los combustibles fósiles (gasolina y diésel) y no así la de alimentos. En
ese marco estaríamos ante un escenario de devastación natural sin precedentes, con la
contaminación de fuentes de agua y humedales, y la perdida de fertilidad en los suelos.
Estaríamos propiciando los denominados “desiertos verdes” en las áreas de mayor
productividad agrícola del país, ahondando aún más la actual crisis de seguridad
alimentaria en Bolivia.
Finalmente reducir 6% de las emisiones de CO2 del país a tan alto costo, no es justificativo
válido desde ningún punto de vista para ingresar en la producción de biocombustibles
como una medida “ambiental” de Estado. Recordemos que Bolivia es firmante del Acuerdo
de Paris (COP 21) donde todos los países comprometidos asumieron la responsabilidad de
reducir a la mitad el total de sus emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI), cada
uno en base a sus posibilidades y planificación soberana e independiente. El 6% versus 50%
de reducción en nuestras emisiones de GEI comprometidas por el propio presidente
Morales en el Acuerdo de Paris se convierte en una incoherencia sin precedentes.
Conociendo las contradicciones discursivas del Estado, es hora de analizar el fondo de la
política de biocombustibles en Bolivia. Bolivia siendo un país rico en hidrocarburos ha
experimentado serios problemas para industrializar sus recursos, ningún Gobierno
incluido este ha podido reducir la dependencia del país a las importaciones de
carburantes, seguimos exportando recursos naturales en bruto para volver a importar
sus derivados.
En el periodo 2006-2016 se ha importado en promedio solo por concepto de Derivados del
Petróleo y Productos Conexos alrededor de 843.219.000 millones de dólares es decir 98,26%
del total de Combustibles y Lubricantes Minerales (un 1,69% por concepto Gas Natural
Manufacturado y 0,05% por concepto de Hulla, coque y briquetas, Datos INE) importados
en 10 años.
Estas importaciones son pagadas gracias a nuestras Reservas Internacionales que se
encuentran bajo tuición del Banco Central de Bolivia (BCB), que entre otras funciones
permite dotar de las divisas necesarias para viabilizar nuestras importaciones. Según
datos del BCB a julio de 2018 se tienen por concepto de Divisas 7.300,7 millones de dólares
mientras que el total de las Reservas Internacionales Netas (RIN) asciende a 9.256,5
millones de dólares. Si tomamos en cuenta que nuestras importaciones promedio de
Derivados de Petróleo y Productos Conexos representan el 11,55% respecto a las RIN,
Bolivia tendría garantizados 8 años más de divisas para cubrir exclusivamente nuestra
demanda de derivados de petróleo, dejando de lado otro tipo de importaciones, pago de
deuda externa (más de 9.000 millones de dólares, agosto 2018), entre otros.
Esta situación es por demás preocupante, y pone en contexto la urgencia del Estado
boliviano por ingresar a la era de los biocombustibles, la premisa es clara: ahorrar divisas
recurriendo menos a los combustibles derivados de petróleo importados; a la cual se debe
incorporar la última determinación emanada por el propio BCB en la que se deja la venta
de divisas a las entidades financieras y casas de cambio, restringiendo la disponibilidad
de divisas en el mercado interno provenientes de las Reservas Internacionales, una
política de austeridad para proteger el principal respaldo económico nacional (en franco
declive desde el año 2014 a un ritmo de 13,27% anual) más que proyectar y diversificar
la matriz energética del país.
En definitiva, la política energética en materia de biocombustibles persigue objetivos
exclusivamente de estabilización de las cuentas públicas, austeridad frente a un futuro
incierto que podría desembocar en un descalabro de la que hasta hoy fue la economía
“discursiva” más sólida en Latinoamérica.
Por: Carlos Armando Cardozo Lozada
Economista, Máster en Desarrollo Sostenible y Cambio Climático, Especialidad en Gestión del
Riesgo de Desastres y Adaptación al Cambio Climático, Presidente de Fundación Lozanía

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