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Jay

Follet muere en accidente de tráfico cuando regresa a casa tras de


atender una emergencia familiar. Su ausencia marca las vidas de su esposa,
Mary, y de sus dos hijos de corta edad, Rufus, y la pequeña Catherine. A
través de sus recuerdos, junto a los de otros miembros de la familia, se
reconstruye todo el universo que les unía y el vacío que produce su falta.
Mary busca refugio en sus profundas creencias religiosas, mientras la
pequeña Catherine apenas entiende lo que pasa. En cuanto a Rufus, sobre
el que de alguna manera gira gran parte del peso de la trama, la muerte de
su padre le genera sentimientos encontrados. Aturdido por los misterios del
mundo de los adultos y apegado al mismo tiempo al ingenuo placer de la
infancia, la dramática experiencia de la ausencia paterna le irá acercando
progresivamente a una anticipada y forzada madurez. Una muerte en la
familia es una obra sobre el dolor y el desconcierto que genera la pérdida, la
ausencia de un ser querido. Una novela poderosamente emotiva, escrita con
una inusual belleza lírica y una apreciable influencia joyceana en algunos
pasajes. En Una muerte en la familia, James Agee hace un retrato de una
familia norteamericana en el corazón de los agitados Estados Unidos de
1915. Un retrato que en buena medida es el de su propia familia. El padre de
Agee, que también se llamaba Jay, murió cuando él tenía la misma edad que
Rufus, que curiosamente es el segundo nombre del autor. La narración
transcurre en Knoxville, el pueblo natal de Agee. De alguna manera, los
sentimientos expresados en esta novela autobiográfica son los que
maduraron en el autor durante tres décadas hasta que, con la distancia del
tiempo, pudo finalmente expresarlos en negro sobre blanco. Tardó siete años
en escribirla pero lamentablemente no llegó a verla publicada en 1957, ya
que murió de forma repentina dos años antes. Tampoco pudo ver el notable
éxito que cosechó entre lectores y crítica, que fue reconocido con el premio
Pulitzer de 1958.

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James Agee

Una muerte en la familia


ePub r1.0
Titivillus 19.07.2018

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Título original: A death in the family
James Agee, 2007
Traducción: Carmen Criado Fernández

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Una nota sobre este libro
James Agee murió repentinamente el 16 de mayo de 1955. Esta novela, en la cual
había trabajado durante muchos años, se presenta aquí exactamente tal y como él la
escribió. No ha sido reescrita y nada se ha eliminado en ella, exceptuando unos
cuantos pasajes del primer borrador que el autor reelaboró después detalladamente y
un fragmento de unas siete páginas que los editores no lograron encajar
satisfactoriamente en el cuerpo de la obra.
Agee había finalizado Una muerte en la familia antes de su muerte y el único
problema de los editores consistía en insertar en el relato varias escenas ajenas al
lapso temporal en que éste se desarrolla. Finalmente se decidió imprimirlas en cursiva
y colocarlas al final de la primera y segunda partes. Parecía presuntuoso tratar de
adivinar dónde podría haberlas incluido el autor. De este modo se obviaba también la
necesidad de componer un material de transición. Se ha añadido el breve pasaje
titulado «Knoxville, verano de 1915», que hace las veces de prólogo. No formaba
parte del manuscrito que dejó Agee, pero, indudablemente, los editores le habrían
instado a incluirlo en la redacción final.
Es imposible adivinar hasta qué punto él habría pulido o reescrito la novela, ya
que era un escritor meticuloso e incansable. Sin embargo, en opinión de sus editores,
Una muerte en la familia es una obra de arte casi perfecta. El título, como el resto de
la obra, corresponde a James Agee.

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Knoxville: verano de 1915
Hablamos ahora de las tardes de verano en Knoxville, Tennessee, en la época en
que yo vivía allí, tan perfectamente disfrazado de niño ante mí mismo. Era aquél un
bloque un poco mezclado, básicamente de clase media baja con una o dos
excepciones en uno y otro lados. Las casas estaban en consonancia: edificios de
madera de tamaño mediano, graciosamente decorados con grecas y construidos a
fines del siglo diecinueve y principios del veinte, con pequeños jardines delante y a
los lados y otro más espacioso detrás, con árboles en los jardines y con porches. Los
árboles eran de madera blanda: chopos, tuliperos y álamos de Virginia. Una o dos
casas estaban rodeadas de vallas pero, por lo general, los jardines se solapaban, con
sólo aquí o allá algún seto que no prosperaba gran cosa. Había pocas amistades
entre los adultos y no eran lo bastante pobres como para que existiera entre ellos
otro tipo de relación más íntima, pero todos se saludaban con la cabeza, se hablaban
y hasta charlaban a veces, brevemente, acerca de cosas triviales en los dos extremos
de lo general o lo particular, y los vecinos más próximos conversaban habitualmente
un buen rato cuando coincidían, a pesar de que nunca se visitaban. Muchos de los
hombres eran pequeños comerciantes, uno o dos eran directivos muy modestos, uno o
dos trabajaban con las manos, la mayor parte eran simples oficinistas y casi todos
tenían entre treinta y cuarenta y cinco años de edad.
Pero es de esas tardes de lo que hablo.
La cena era a las seis, y a las seis y media había terminado. Para cuando los
padres y los niños salían, la luz del sol brillaba aún suavemente y con un lustre
opaco, como el interior de una concha, y los faroles de acetileno que se alzaban en
las esquinas estaban encendidos en la luz del atardecer, y los grillos cantaban, y las
luciérnagas ya habían salido, y unas cuantas ranas saltaban pesadamente sobre la
hierba húmeda. Primero los niños corrían desenfrenados gritando los nombres por
los que se conocían; luego, sin prisa, salían los padres con sus tirantes cruzados y la
camisa sin cuello, de forma que el suyo propio parecía largo y avergonzado. Las
madres seguían en la cocina fregando y secando, guardando los cacharros, cruzando
y volviendo a cruzar sus pasos sin huella como los eternos viajes de las abejas y
midiendo el cacao para el desayuno. Cuando salían se habían quitado el delantal, y
tenían la falda mojada, y se sentaban silenciosamente en las mecedoras de los
porches.
No es de los juegos a los que jugaban los niños en aquellas tardes de lo que
quiero hablar ahora, sino de una atmósfera que se creaba al mismo tiempo y que
poco tenía que ver con ellos: la de los padres de familia, cada uno en su propio
espacio de césped, con su camisa pálida como un pez bajo aquella luz no natural y
su rostro casi anónimo, regando su jardín. Las mangueras se acoplaban a las espitas
que sobresalían de los cimientos de ladrillo de las casas. Las lanzas se ajustaban de
diversas maneras, pero generalmente de forma que arrojaran un largo y dulce

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surtidor de agua pulverizada, la boquilla mojada en la mano y el agua goteando a lo
largo del antebrazo derecho y el puño arremangado y trazando un cono de curva
baja y larga con un sonido delicado. Primero, un ruido enloquecido y violento en la
boquilla, luego el sonido todavía irregular del ajuste, después el acomodo a un flujo
regular y a un tono tan perfectamente afinado con respecto al tamaño y al estilo de la
corriente como un violín. Tantas calidades de sonido procedentes de una sola
manguera; tantas diferencias corales en las distintas mangueras al alcance del oído.
A partir de cada una de ellas el silencio casi completo del fluir del agua, el breve
arco trazado por las gotas separadas, silencioso como el aliento contenido, y un
único ruido, el agradable sonido que causaba cada goterón al caer sobre las hojas y
sobre la hierba castigada. Eso, y el intenso siseo que acompañaba a la intensa
corriente; eso, y la intensidad que se hacía no menos sino más tranquila y delicada
con cada giro de la lanza hasta llegar a un suave susurro cuando el agua no era sino
una amplia campana formada por una película de agua. Sin embargo, en su mayoría
las mangueras se ajustaban de una forma muy semejante, alcanzando un compromiso
entre la distancia y la dulzura del rocío (y sin duda había una sensibilidad artística
tras este compromiso, y un deleite profundo y tranquilo, demasiado real para
reconocerse a sí mismo), y los sonidos, por lo tanto, se ajustaban a un tono muy
parecido, punteados por el resoplido del arranque de una nueva manguera,
adornados por un hombre que jugueteaba con la lanza, haciendo sentir un vacío,
como el que siente Dios cuando muere un gorrión, cuando sólo uno de ellos desistía,
diferentes, aunque semejantes, todos ellos y todos ellos sonando al unísono. Estas
dulces y pálidas corrientes arrastran consigo a la luz del atardecer su palidez y sus
voces, las madres que mandan callar a sus hijos, el silencio prolongado
artificialmente, los hombres, tranquilos y silenciosos, encerrados como caracoles en
la quietud de aquello en que cada uno se ocupa individualmente, el orinar de unos
niños enormes en posición vagamente militar frente a una pared invisible, felices y
sosegados, saboreando la mezquina bondad de su vida como saborean en la boca la
reciente cena, mientras las cigarras prolongan el sonido de las mangueras en una
clave mucho más alta y aguda. El ruido que hacen las cigarras es seco, y no parece
el resultado de una fricción o de una vibración, sino que surge de ellas como surge
un aliento inextinguible a través de un pequeño orificio. Nunca se oye una sola, sino
la ilusión de que son al menos un millar. El sonido que cada una produce se ajusta a
un registro clásico respecto al cual ninguna se desvía más de dos tonos completos; y,
sin embargo, nos parece oír cada cigarra como distinta del resto, y hay una
pulsación larga y lenta en ese sonido como el arco apenas definido de un puente
largo y alto. Están en cada árbol, de forma que el ruido parece llegar al tiempo de
todas partes y de ninguna, de todo el cielo nacarado, estremeciendo tu carne y
atormentando tus tímpanos, el más audaz de todos los ruidos nocturnos. Y sin
embargo, es habitual en las noches de verano, y pertenece a esa gran categoría de
sonidos a la que corresponden el ruido del mar y el de su nieta precoz, la sangre,

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aquellos que sólo nos damos cuenta que oímos cuando nos sorprendemos
escuchándolos. Mientras tanto, desde allá abajo en la oscuridad, justo más allá del
horizonte oscilante de las mangueras, transmitiendo siempre la sensación de la
hierba humedecida por el rocío y su fuerte olor de un verde negruzco, surgen los
ruidos regulares, aunque espaciados, de las cigarras, cada uno de ellos un sonido
dulce, argentino y frío formado por tres notas como si alguien pasara uno a uno tres
eslabones iguales de una pequeña cadena.
Pero ahora los hombres, uno por uno, han silenciado sus mangueras y las han
escurrido y enrollado. Ahora sólo quedan dos, ahora uno, y sólo ves una camisa
fantasmagórica con ligas en las mangas y el grave misterio de un rostro tan apacible
como la cara levantada de una res que se pregunta acerca de tu presencia en una
oscura pradera; y ahora él también se ha ido y ha llegado esa hora del atardecer en
que todos se sientan en el porche meciéndose tranquilamente, y hablando
tranquilamente, y mirando la calle y cómo se elevan en la esfera de su propiedad los
árboles, los refugios para pájaros y los cobertizos. Pasa gente; pasan cosas. Un
caballo tirando de una calesa y quebrando su hueca música de hierro sobre el
asfalto; un automóvil ruidoso; un automóvil callado; parejas que andan sin prisa,
arrastrando los pies, balanceando el peso de sus cuerpos estivales, hablando
despreocupadamente mientras flota sobre ellas un sabor de vainilla, de fresa, de
cartón y de leche, y, sobre ellos, la imagen de amantes y jinetes completada con
payasos en un ámbar sin matices. Un tranvía eleva su quejido de hierro, se detiene,
suena la campanilla, y arranca entre estertores, despertando y elevando de nuevo su
quejido de hierro, y sus ventanillas doradas y sus asientos de paja pasan, y pasan, y
pasan, deslizándose ante los ojos de todos, mientras una pálida chispa maldice y
crepita sobre él como un espíritu maligno decidido a seguir sus huellas; arrecia el
sonido de su quejido de hierro conforme acelera; arrecia aún más, se apaga; se
detiene, se oye débilmente el sonido estridente de la campanilla; arrecia de nuevo, se
apaga, se va apagando, el sonido va arreciando, arrecia, se apaga, se desvanece
ignorado, olvidado. Ahora la noche es un rocío azul.
Ahora la noche es un rocío azul; mi padre ha escurrido y ha enrollado la
manguera.
Allá abajo, a lo largo del césped de los jardines, alienta un fuego que se extingue.
Satisfecho, plateado, como un destello de luz, cada grillo repite una y otra vez su
comentario sobre la húmeda hierba.
Un sapo frío chapotea con fuerza.
En las húmedas sombras de los jardines laterales, unos niños casi enfermos de
alegría y de miedo observan cómo un poste de teléfonos va quedando indefenso.
En torno a la luz blanca de los faroles de las esquinas, insectos de todos los
tamaños se elevan como sistemas solares, elípticos. Unos cuantos de caparazón duro,
agresores, se magullan; uno de ellos ha caído boca arriba y agita sus patas en el
aire.

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Los padres, en los porches, se mecen y se mecen. De las húmedas guirnaldas
cuelgan los rostros antiguos de los dondiegos.
El ruido seco y exaltado de las cigarras, que llena el aire entero, hechiza mis
tímpanos.

Sobre la hierba húmeda del jardín trasero, mi padre y mi madre han extendido
cobertores. Todos nos echamos en ellos, mi madre, mi padre, mi tío, mi tía, y yo
también. Primero nos sentamos, después uno de nosotros se tiende, y luego todos nos
tendemos, boca abajo o de lado, mientras ellos siguen hablando. No dicen mucho, y
su charla es tranquila, sobre nada en especial, sobre absolutamente nada en
especial, sobre nada. Las estrellas son grandes y están vivas; cada una de ellas es
como una sonrisa muy dulce y parecen estar muy cerca. Todos mis parientes tienen
cuerpos más grandes que el mío, son tranquilos y sus voces son amables y carecen de
sentido, como las de los pájaros dormidos. Uno de ellos es pintor y vive en casa.
Otra es música y vive en casa. Otra es mi madre, que es buena conmigo. Otro es mi
padre, que es bueno conmigo. Por azar están todos aquí, en esta tierra; y quién
podrá describir nunca la tristeza que produce estar tendido en ella un atardecer de
verano, sobre cobertores, sobre la hierba y rodeado de ruidos nocturnos. Que Dios
bendiga a los míos, a mi tío, a mi tía, a mi madre, a mi pobre padre. Recuérdalos, oh,
con amor en sus momentos de dificultad y en la hora de su partida.
Al poco rato me llevan a la cama. El sueño, dulce sonrisa, me atrae a su seno; y
los que tan plácidamente me tratan me reciben como alguien familiar y querido en
esta casa, pero nunca, ah, no, ni ahora ni nunca, nunca me dirán quién soy.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1
Aquella noche durante la cena, como tantas otras veces, dijo su padre:
—¿Y si fuéramos al cine?
—¡Oh, Jay! —dijo su madre—. ¡Ese horrible hombrecillo!
—¿Qué tiene de malo? —preguntó su padre, no porque no supiera lo que iba a
decir, sino para que lo dijera.
—¡Es tan desgradable! —dijo ella, como siempre—. ¡Tan vulgar! ¡Con ese
bastón tan desagradable, levantando faldas y todo tipo de cosas, y con esos andares
tan desagradables!
Su padre se echó a reír, como siempre, y Rufus pensó que aquello se había
convertido en una broma vacía, pero, como siempre, la risa le alegró; sentía que reír
le unía a su padre.
Rodeados de una claridad nacarada, fueron andando al centro, hasta el Majestic,
y, a la luz de la pantalla, encontraron sus asientos en medio de un estimulante olor a
tabaco rancio, a sudor maloliente, a perfume y a calzoncillos sucios mientras el piano
tocaba una música rápida y los caballos al galope levantaban una grandiosa bandera
de polvo. Y ahí estaba William S. Hart con sus dos revólveres lanzando llamaradas, y
su alargada cara de caballo, y su boca grande y dura, y el paisaje se alejaba tras él tan
ancho como el mundo. Después hacía un gesto tímido a una chica, y su caballo
levantaba el belfo superior, y todos reían, y luego llenaban la pantalla una ciudad y la
acera de una bocacalle y una larga fila de palmeras, y aparecía Charlie. Todos se
echaron a reír en el momento en que le vieron andar con las rodillas separadas y las
puntas de los pies hacia fuera, como si estuviera escocido; el padre de Rufus se rió y
Rufus se rió también. Esta vez Charlie robaba una bolsa de huevos, y un policía
venía, y él los escondía en el fondillo de sus pantalones. Luego veía a una mujer muy
guapa, y comenzaba a andar con las rodillas dobladas, y a hacer girar su bastón y a
poner caras tontas. Ella erguía la cabeza y se alejaba con la barbilla muy alta,
frunciendo todo lo que podía los labios pintados de un color oscuro, y él la seguía
afanosamente haciendo con su bastón todo tipo de cosas que hacían reír a la gente,
pero ella no le hacía caso. Finalmente la mujer se detenía en una esquina para esperar
un tranvía, de espaldas a él y haciendo como si no existiera, y después de tratar de
atraer su atención, sin conseguirlo, Charlie se volvía hacia el público, se encogía de
hombros y hacía como si fuera ella la que no existiera. Pero después de golpear el
suelo con el pie un ratito fingiendo que no le importaba, volvía a interesarse por ella,
y con una sonrisa encantadora tocaba el ala de su sombrero hongo; entonces ella se
erguía aún más, levantaba la cabeza de nuevo y todos se reían. Luego él iba de un
lado a otro detrás de ella, sin dejar de mirarla y doblando las rodillas mientras andaba
sin hacer ningún ruido, y todos se reían de nuevo; después, con un movimiento
rápido, cogía el bastón por el extremo recto y, con el extremo curvado, le levantaba la
falda hasta la rodilla, exactamente de ese modo que tanto disgustaba a mamá y

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mirando ávidamente sus piernas, y todos se reían estrepitosamente; pero ella hacía
como si no hubiera notado nada. Luego él hacía girar su bastón y de pronto se ponía
en cuclillas, se subía los pantalones, y de nuevo le levantaba la falda para que
pudiéramos ver las bragas que llevaba, que tenían casi tantos volantes como los
bordes de los visillos, y todos volvían a reír a carcajadas, y entonces ella se daba la
vuelta furiosa y le daba un empujón en el pecho, y él se caía sentado con las piernas
rígidas dándose un golpe que por fuerza tenía que dolerle, y todos se reían de nuevo a
carcajadas; y entonces ella se alejaba altiva por la calle olvidándose del tranvía,
«hecha un basilisco», como decía su padre con regocijo; y allí quedaba Charlie,
sentado en la acera, y por su expresión, como de asco y disgusto, veías que de pronto
se acababa de acordar de los huevos, y en ese momento tú también te acordabas de
ellos. La expresión de su cara, con el labio fruncido dejando ver los dientes y su
sonrisita de asco, te hacía experimentar la sensación que esos huevos rotos debían de
producir en los fondillos, una sensación tan rara y tan horrible como la que sintió él
ese día en que llevaba aquel traje blanco de piqué, cuando aquello le resbaló a lo
largo de las perneras manchando el pantalón y los calcetines y tuvo que volver a casa
de ese modo mientras la gente le miraba. El padre de Rufus se desternilló de risa
como todos los demás, y a Rufus le dio lástima de Charlie por haberse encontrado
hacía poco en un trance similar, pero la capacidad de contagio de la risa fue
demasiado para él y se echó a reír también. Y luego aún fue más divertido cuando
Charlie se levantó de la acera con mucho cuidado, con esa sonrisa de asco aún más
pronunciada en la cara, y se puso el bastón bajo el brazo, y comenzó a pellizcarse los
pantalones, por delante y por detrás, con mucho cuidado y con los meñiques
levantados, como si estuvieran demasiado sucios para tocarlos, apartando de la piel la
tela pegajosa. Luego se llevó la mano a la espalda, y sacó la bolsa llena de huevos
rotos, y la abrió, y miró en su interior; y sacó un huevo roto y separó con asco las dos
mitades de la cáscara dejando que la yema resbalara de la una a la otra, y luego lo
soltó con un gesto de disgusto. Después volvió a mirar al interior y sacó un huevo
entero, con la cáscara pegajosa por la yema que la recubría, y lo limpió frotándolo
cuidadosamente en la manga, y lo miró, y lo envolvió en su pañuelo sucio y se lo
guardó cuidadosamente en el bolsillo del pecho de su chaqueta. Luego se sacó el
bastón de debajo de la axila, lo empuñó de nuevo y, dirigiendo una mirada final a
todos, aún con su sonrisa de asco pero alegre al mismo tiempo, se encogió de
hombros, se volvió de espaldas, echó hacia atrás con sus zapatones, como un perro,
las cáscaras rotas y la bolsa pegajosa, se volvió a mirar aquel revoltijo (todos se
rieron de nuevo cuando lo hizo) y comenzó a alejarse inclinando mucho el bastón con
cada paso y separando más que nunca las rodillas dobladas, pellizcándose
constantemente el fondillo de los pantalones con la mano izquierda, sacudiendo
primero un pie y luego el otro, rebuscando a fondo una vez en sus pantalones,
parándose después para sacudirse entero como un perro mojado y echando a andar
otra vez, mientras, en la pantalla, se cerraba en torno a su figura un repentino círculo

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de oscuridad; luego, el pianista tocó otra canción y vinieron los anuncios fijos en
color. Se quedaron a ver el comienzo de la película de William S. Hart para
asegurarse de por qué había matado al hombre que llevaba aquel chaleco tan elegante
—tal como habían supuesto, por la cara entre asustada y complacida de la chica
después del suceso, el hombre la había ofendido y había estafado a su padre—, y
entonces el padre de Rufus dijo: «Creo que fue aquí donde llegamos», pero vieron
cómo Hart volvía a matar al hombre y luego salieron.
Había anochecido totalmente, pero aún era temprano; la calle Gay estaba llena de
rostros absortos; muchos de los escaparates seguían encendidos. Figuras de escayola,
en posturas elegantes, vestían rígidamente ropas nuevas intocables; hasta un niño
había, con pantalón corto recto, las rodillas al aire y calcetines largos, evidentemente
un mariquita, pero llevaba una gorra y no un gorro como un bebé. Todo el interior de
Rufus se revolvió al ver la gorra. Miró a su padre, pero éste no se dio cuenta; su cara
reflejaba el buen humor de la memoria de Charlie. Al recordar la negativa del año
anterior, aunque en ese caso había procedido de su madre, Rufus tuvo miedo de
hablar de ello. A su padre no le importaría, pero ella no quería que llevara gorra
todavía. Si ahora se la pedía a su padre, éste diría que no, que con Charlie Chaplin era
suficiente. Miró las caras absortas que se adelantaban las unas a las otras y las
grandes letras luminosas de los letreros: «Sterchi’s», «Georges». Ahora puedo leerlos,
pensó. Hasta puedo decir «Sturkeys». Pero pensó que era mejor no decir nada;
recordó cómo su padre le había dicho «No te jactes» y cómo había permanecido
perplejo y como atontado en el colegio durante varios días a causa del tono severo de
su voz.
¿Qué significaba jactarse? Algo malo, sin duda.
Doblaron la esquina y entraron en una calle más oscura, donde los rostros, menos
frecuentes, parecían más secretos, y se adentraron en la extraña luz incierta de la
Plaza del Mercado. Estaba casi vacía a aquella hora, pero aquí y allá, a lo largo del
pavimento recorrido por regueros de orina de caballo, se veía una carreta y el débil
resplandor del fuego brillando a través de la lona blanca tensada sobre los aros de
nogal. Un hombre de rostro oscuro estaba apoyado en la blanca pared de ladrillos
royendo un nabo; los miró con ojos pálidos y tristes. Cuando el padre de Rufus
levantó la mano en un saludo silencioso, él levantó la suya, aunque menos, y el niño,
al volverse, vio cómo les seguía con su mirada triste y, de algún modo, peligrosa.
Pasaron junto a una carreta en la que ardía una luz baja de color naranja; yacía en ella
toda una familia, grandes y pequeños, en silencio, dormidos. En el extremo de una
carreta estaba sentada una mujer, su rostro apenas visible bajo el volante de su cofia,
a cuya sombra brillaban sus ojos oscuros como dos manchas de hollín. El padre de
Rufus desvió la mirada y se tocó ligeramente el ala de su sombrero de paja; y Rufus,
al volverse, la vio mirar al frente dulcemente con sus ojos muertos.
—Bueno —dijo su padre—, creo que voy a echar un trago.
A través de unas puertas batientes, entraron en una explosión de olores y sonidos.

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No había música: sólo la densidad de los cuerpos y el olor a bar de mercado, a
cerveza, a whisky y a cuerpos llegados del campo, a sal y a cuero; nada de bullicio,
sólo la quietud espesa de las conversaciones ahogadas. Rufus se quedó de pie,
mirando la luz reflejada en una escupidera mojada; oyó a su padre pedir un whisky y
supo que estaba mirando a lo largo de la barra por si conocía a alguien. Pero
raramente venía nadie desde un lugar tan lejano como el valle del río Powell, y Rufus
supo muy pronto que su padre, esa noche, no había encontrado a ningún conocido.
Levantó la mirada hacia él y vio cómo se inclinaba hacia atrás apurando la copa de un
solo trago con gesto señorial, y un momento después le oyó decir al hombre que tenía
al lado «Es mi hijo», y experimentó la calidez del amor. Enseguida sintió bajo sus
axilas las manos de su padre que le levantaban del suelo, le subían y le sentaban en la
barra, y se encontró mirando una larga fila de rostros rojizos barbados o con una
barba incipiente. Los ojos de los hombres que estaban más cerca de él se mostraron
interesados y amables; algunos sonrieron; los que estaban más lejos le miraron con
ojos impersonales e inquisitivos, pero incluso algunos de ellos esbozaron una sonrisa.
Con cierta timidez, pero seguro de que su padre se sentía orgulloso de él, y de que
caía bien a esos hombres y esos hombres le caían bien a él, les sonrió a su vez, y de
pronto muchos de ellos se echaron a reír. Su risa le desconcertó y durante un
momento dejó de sonreír; luego, al darse cuenta de que era una risa amable, sonrió de
nuevo, y otra vez ellos se echaron a reír. Su padre le sonrió. «Es mi hijo —dijo con
afecto—. Seis años y lee como no leía yo cuando le doblaba la edad».
Rufus notó un súbito vacío en su voz, y a todo lo largo de la barra, y también en
su propio corazón. Pero no dices cómo pelea, pensó. Cuando tu hijo es valiente, no te
jactas de su inteligencia. Sintió la angustia de la vergüenza, pero su padre no pareció
notarlo, excepto que, tan repentinamente como le había subido a la barra, le volvió a
bajar con suavidad. «Creo que voy a tomar otro whisky», dijo, y lo bebió más
despacio, y luego, con unos cuantos «buenas noches», salieron del local.
Su padre le ofreció un caramelo de menta, cortésmente, de hombre a hombre; él
lo aceptó dando a esa cortesía un sentido especial. Sellaba su acuerdo. Sólo una vez
su padre había considerado necesario decirle: «Yo en tu lugar no se lo diría a mamá»;
desde aquel momento había sabido que podía confiar en Rufus y Rufus le había
agradecido su callada confianza. Se alejaron de la Plaza del Mercado por una calle
oscura y casi vacía, chupando sus caramelos de menta, y el padre de Rufus pensó, sin
especial preocupación, que un caramelo no sería suficiente, que más le valdría esa
noche fingir que estaba muy cansado y volverse de espaldas en el momento en que se
acostaran.
El asilo de sordomudos estaba sordo y mudo, observó su padre en voz muy baja
como hacía siempre en esas noches, como con cuidado de no despertarlo; sus
ventanas destacaban negras sobre el ladrillo pálido como los ojos de la enfermera y el
edificio se alzaba profundo y silencioso entre las leves sombras de los árboles. Más
adelante, la avenida Asylum yacía desolada bajo las farolas. Tras el cierre metálico de

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una casa de empeños, un viejo sable reflejaba la luz de un farol y brillaba el vientre
de una mandolina. En una farmacia cerrada se alzaba una Venus de Milo con el
cuerpo dorado ceñido por tiras elásticas. Las vidrieras de colores de la estación del
ferrocarril de la línea Louisville & Nashville ardían como una mariposa exhausta y en
medio del viaducto se detuvieron para inhalar la ráfaga de humo de una locomotora
que pasaba por debajo; Rufus, allá arriba, con la carbonilla picándole en la cara, se
alegró de no temer ya ni aquella suspensión sobre las vías ni las potentes
locomotoras. Allá lejos, en la estación, una luz roja cambió a verde; un momento
después oyeron un clic electrizante. Eran las diez y siete minutos en el reloj de la
estación. Siguieron adelante, más lentamente que antes.
Si pudiera pelear, pensó Rufus. Si fuera valiente, él no se jactaría de cómo leo.
Jactarse. Naturalmente. «No te jactes». Eso era. Eso era lo que significaba. No te
jactes de que eres listo si no eres valiente. No tienes nada de qué jactarte. No te
jactes.
Las hojas tiernas de la avenida Forest temblaban contra los faroles de la calle
mientras ellos se acercaban a la esquina de su calle.
Había allí un solar vacío, en parte de tierra desnuda y en parte cubierto de malas
hierbas, que se elevaba un poco sobre la acera. A poca distancia de ésta había un
árbol de tamaño mediano y, tan cerca de él como para quedar a su sombra durante el
día, un afloramiento de piedra caliza que parecía un gran bulto de ropa sucia. Si te
sentabas en cierto lugar, el tronco del árbol tapaba la luz del farol que quedaba a una
manzana de distancia y todo parecía muy oscuro. Cada vez que iban al centro y
volvían a casa ya de noche, comenzaban a andar más despacio aproximadamente
desde la mitad del viaducto, y cuando se acercaban a esa esquina caminaban aún más
lentamente aunque con decisión, se detenían un momento en el borde de la acera y
luego, sin hablar, se adentraban en el solar oscuro y se sentaban en la roca mirando la
cara abrupta de la colina y las luces del norte de Knoxville. En la profundidad del
valle, una locomotora tosió y se detuvo; se asentaron las largas cadenas que unían los
enganches y los vagones vacíos resonaron como tambores rotos. Un hombre avanzó
desde el extremo de la calle, andando ni deprisa ni despacio, y se detuvo sin volver la
cabeza y sin reparar en su presencia; le siguieron con la mirada hasta que dejaron de
verle y Rufus sintió, seguro de que su padre sentía lo mismo, que aunque aquel
hombre no causaba ningún mal con su presencia y que tenía tanto derecho como ellos
a estar allí, su regreso había quedado interrumpido desde el momento en que había
aparecido hasta que le habían perdido de vista. Una vez que desapareció,
experimentaron en su intimidad un placer mayor que antes; realmente se sintieron a
gusto en ella. Miraron a través de la oscuridad las luces del norte de Knoxville.
Sentían la presencia de las hojas silenciosas sobre sus cabezas, y las miraron, y
miraron a través de ellas. Entre las hojas miraron hacia las estrellas. Generalmente,
durante esas esperas nocturnas o pocos minutos antes de reemprender el camino, el
padre fumaba un cigarrillo entero, y cuando acababa, había llegado el momento de

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levantarse y seguir hacia casa. Pero esta vez no fumó. Hasta hacía poco, siempre
había dicho que Rufus estaba cansado cuando todavía se hallaban como a una
manzana de aquella esquina, pero últimamente no decía nada y el niño cayó en la
cuenta de que si se detenían era tanto por él como porque su padre lo deseaba.
Sencillamente no tenía prisa por llegar a casa, descubrió Rufus; y, lo que era mucho
más importante, estaba claro que le gustaba pasar esos pocos minutos con él.
Últimamente Rufus había llegado a sentir una especie de secreta expectación con
respecto a aquella esquina desde el momento en que terminaban de cruzar el
viaducto, y durante esos diez o veinte minutos que pasaban sentados en aquella roca
experimentaba una especial satisfacción, diferente de cualquier otra que hubiera
conocido hasta entonces. No podía plasmarla ni en palabras ni en ideas, ni conocía el
motivo que la provocaba; radicaba simplemente en todo lo que veía y sentía.
Radicaba, sobre todo, en saber que su padre sentía allí también una especial
satisfacción, diferente de cualquier otra, que la satisfacción que ambos
experimentaban era muy semejante, y que la del uno dependía de la del otro.
Raramente había advertido Rufus con claridad que su padre y él estuvieran
distanciados, y, sin embargo, tenían que haberlo estado, y él sin duda había tenido que
percatarse de ello, porque siempre, durante esos momentos de tranquilidad que
pasaban en la roca, parte de su completa satisfacción se debía al convencimiento de
que se habían reconciliado, de que realmente no había entre ellos división ni
distanciamiento, o que si lo había no podía ser muy profundo, y, en cualquier caso, no
podía significar mucho en comparación con esa unión tan firme y segura que se daba
entre ellos en ese lugar. Intuía que aunque su padre se encontraba bien en su hogar y
los quería a todos, sentía una soledad mayor que la que el amor de su familia podía
compensar, y que ese amor aumentaba incluso su soledad o le hacía más difícil no
experimentarla. Intuía que cuando estaban sentados allí su padre no se sentía solo; o
que si lo hacía, era capaz de llegar a avenirse con su soledad; que echaba de menos su
tierra, y que en aquella roca, aunque quizá le embargara esa nostalgia más que nunca,
se encontraba bien. Sabía que una parte importante de esa sensación se debía al hecho
de permanecer unos minutos fuera de casa, tranquilamente, en la oscuridad,
escuchando las hojas si se movían y mirando las estrellas; y que su presencia, la
presencia de Rufus, era totalmente indispensable para que ese bienestar se produjera.
Sabía que los dos sabían del bienestar del otro y lo que lo motivaba, y sabía hasta qué
punto cada uno de los dos dependía del otro, que para cada uno de ellos el otro era, en
este sentido, más importante que ningún otro, más que nadie o más que nada en el
mundo, y que lo mejor de su bienestar se debía a ese conocimiento que ni se
ocultaban ni se revelaban mutuamente. Sabía esas cosas con toda claridad, pero,
naturalmente, no de la forma en que solemos expresarlas con palabras. Ni en el
hombre ni en el niño existían palabras, ni siquiera ideas ni emociones, del tipo de las
sugeridas aquí. La conciencia de esas cosas les llegaba claramente a través de los
sentidos, la memoria, los sentimientos, la mera sensación que producía el lugar en

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que se detenían a cuatrocientos metros de casa, sobre una roca, bajo un árbol perdido
que había crecido en la ciudad, con los pies sobre una tierra no domesticada, mirando,
a través de la noche y por encima de las vías del ferrocarril del Sur, hacia el norte de
Knoxville y hacia los profundos pliegues de las colinas y el valle del río Powell,
mientras sobre ellos temblaban las luces del universo, que parecían tan cercanas, tan
íntimas, que cuando la brisa movía las hojas y sus cabellos, se diría que era el aliento,
el susurro de las estrellas. A veces, aquellas noches, su padre tarareaba y rompía el
tarareo con una palabra o dos, pero nunca completaba ni una parte de la canción
porque el silencio resultaba aún más placentero; a veces decía unas cuantas palabras
intrascendentes, pero nunca trataba de hablar mucho, ni de terminar lo que estaba
diciendo, ni de escuchar una respuesta, porque el silencio, de nuevo, era aún más
placentero. Rufus había notado que, en ocasiones, acariciaba la roca arrugada y
apretaba firmemente su mano contra ella, que apagaba el cigarrillo, y lo deshacía, y
esparcía el tabaco por el suelo cuando apenas había fumado la mitad. Pero esta vez
estaba más callado que de costumbre. Esta vez aflojaron el paso un poco antes de lo
habitual y caminaron hacia la esquina un poco más despacio, sin decir una palabra, y
dudaron antes de pasar de la acera a la tierra sólo por permitirse el lujo de la duda, y
se sentaron en la roca sin romper el silencio. Como de costumbre, el padre de Rufus
se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la rodilla doblada, y, como de
costumbre, Rufus le había imitado, pero esta vez su padre no lió un cigarrillo. Habían
esperado mientras el hombre pasaba y desaparecía, como si se hubiera entrometido en
su intimidad, y luego se habían relajado en el placer que ésta les proporcionaba; pero
esta vez el padre de Rufus no canturreó, ni dijo nada, ni siquiera tocó la roca con la
mano, sino que permaneció sentado con las manos colgando entre las rodillas
mirando hacia el norte de Knoxville mientras escuchaba el nervioso ensamblaje del
tren; y después de que reinara el silencio durante un tiempo, levantó la cabeza y miró
las hojas, y miró entre las hojas a las vastas estrellas, sin sonreír pero con los ojos
más calmados y más graves y la boca más fuerte y más quieta que Rufus le hubiera
visto jamás; y mientras miraba su rostro, Rufus sintió que la mano de su padre se
posaba, sin tanteos ni torpeza, en su cabeza desnuda, le acariciaba la frente, le
apartaba el pelo de ella y luego sostenía su nuca mientras él echaba hacia atrás la
cabeza contra la mano firme, y, en respuesta a esa presión, la mano apretaba su oreja
y su mejilla derechas, todo ese lado de su cabeza que después su padre atraía con
serenidad y con fuerza contra el áspero tejido que cubría su cuerpo, a través del cual
Rufus podía sentir su respiración en sus costillas; luego le soltó y Rufus se sentó
derecho mientras la mano reposaba firme sobre su hombro, y vio que los ojos de su
padre eran ahora aún más claros y más graves, y que las profundas arrugas que
rodeaban su boca se relajaban satisfechas; y miró hacia arriba, a lo que él
contemplaba tan fijamente, las hojas que respiraban en silencio y las estrellas que
latían como corazones. Oyó que su padre exhalaba un largo y profundo suspiro y
decía bruscamente: «Bueno…», y luego la mano le soltó y ambos se levantaron.

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Durante el resto del camino ni hablaron ni se cubrieron. Cuando casi se había
dormido, Rufus oyó una vez más el entrechocar de los vagones de los trenes de
mercancías, y, en la profundidad de la noche, el entrechocar de voces y de palabras
apagadas, «No: probablemente volveré antes de que se duerman», y luego el leve
crujido de unos pasos rápidos abajo. Pero para cuando oyó el crujido de los pasos y la
partida del Ford, estaba tan profundamente dormido que sólo le parecieron una parte
de su sueño, y a la mañana siguiente, cuando su madre les explicó por qué su padre
no desayunaba con ellos, hasta tal punto había olvidado aquellas palabras y aquellos
sonidos, que años después, al recordarlos, nunca pudo estar seguro de que no los
hubiera imaginado.

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Capítulo 2
Muy entrada la noche experimentaron la sensación, en su sueño, de estar siendo
aguijoneados como por un insecto persistente. Se revolvieron sus ánimos y
sacudieron manos impacientes, pero el causante del tormento no pudo ser
ahuyentado. Los dos se despertaron en el mismo instante. En el vestíbulo oscuro y
vacío, solitario, el teléfono chillaba estridente, triste como un niño abandonado y aún
más imperioso en su exigencia de ser acallado. Lo oyeron sonar una vez y no se
movieron mientras sus sensaciones cristalizaban en irritación, desafío y aceptación de
la derrota. Volvió a sonar y en ese momento ella exclamó: «¡Jay! ¡Los niños!», y él,
mientras gruñía «No te muevas», puso los pies, con un golpe seco, en el suelo. El
teléfono volvió a sonar. Él corrió en la oscuridad, descalzo, de puntillas, maldiciendo
entre dientes. Por mucho que trató de adelantarse a él, volvió a sonar justo cuando lo
alcanzó. Lo interrumpió en mitad de su grito y escuchó con satisfacción salvaje su
estertor agónico. Luego se llevó el auricular a la oreja.
—¿Sí? —dijo en tono amenazador—. Diga.
—¿Es la residencia de…?
—Diga, ¿quién es?
—¿Es la residencia de Jay Follet?
Otra voz dijo:
—Es él, telefonista. Déjeme hablar con él, es…
Era Ralph.
—¿Diga? —dijo él—. ¿Ralph?
—Un momento, por favor, su interlocutor no está conec…
—¿Jay?
—¿Ralph? Sí. Hola. ¿Qué pasa?
Porque había algo raro en su voz. Seguro que está borracho, pensó.
—¿Jay? ¿Me oyes bien? Digo que si me oyes bien, Jay.
Y suena como si estuviera llorando.
—Sí, te oigo. ¿Qué pasa?
Padre, pensó de repente. Seguro que se trata de padre; y pensó en su padre y en su
madre y le inundó una oscuridad triste y fría.
—Se trata de padre, Jay —dijo Ralph con una voz tan descompuesta por las
lágrimas que su hermano apartó un poco el teléfono, contraída la boca en una mueca
de disgusto—. Sé que no tengo derecho a despertarte a estas horas, pero también sé
que nunca me perdonarías si…
—Basta, Ralph —dijo—. Déjalo y dime qué pasa.
—Sólo cumplo con mi deber, Jay. Por Dios todopoderoso que…
—Está bien, Ralph —dijo él—, te agradezco que hayas llamado. Ahora dime qué
le pasa a padre.
—Acabo de llegar, Jay, en este mismo momento. He venido a casa corriendo sólo

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para llamarte… Claro que volveré allí enseguida, tú…
—Escucha, Ralph. Escúchame. ¿Me oyes? —Ralph estaba en silencio—. ¿Ha
muerto o vive?
—¿Padre?
Jay empezó a decir «Sí, padre», con una rabia tensa, pero oyó que Ralph
comenzaba de nuevo. No puede evitarlo, pensó, y esperó.
—Pues, no, no ha muerto —dijo Ralph, desinflado.
La oscuridad que inundaba a Jay se disipó considerablemente. Escuchó con
frialdad cómo Ralph recomponía sus sentimientos. Finalmente, con la voz
adecuadamente temblorosa, Ralph dijo:
—¡Pero, Dios mío, esto parece el final, Jay!
—Debería ir, ¿verdad?
Comenzó a preguntarse si Ralph estaría lo bastante sobrio como para que pudiera
confiar en él; Ralph le oyó e interpretó erróneamente la duda que había en su voz.
Habló con dignidad:
—Naturalmente, sólo tú puedes decidirlo, Jay. Sé que a padre y a todos nosotros
nos parecería muy raro que su hijo mayor, el que siempre ha considerado el más…
Esa nueva entonación y ese nuevo rumbo desconcertaron a Jay por un momento.
Luego comprendió lo que insinuaba Ralph, lo que había interpretado erróneamente y
supuesto acerca de él, y se alegró de no hallarse donde pudiera golpearle. Le cortó.
—Un momento, Ralph, espera un momento. Si padre está tan mal, sabes muy
bien que iré, así que no me vengas con ésas…
Pero, disgustado consigo mismo, se dio cuenta de la poca importancia que tenía
discutir ese asunto con él y añadió:
—Escucha, Ralph, y no quiero reñirte, sólo escúchame bien. ¿Me oyes? —Los
pies y los brazos se le estaban quedando fríos. Calentó un pie poniendo el otro
encima—. ¿Me oyes?
—Te oigo, Jay.
—Ralph, entiéndelo bien. No quiero reñirte, pero me parece que has estado
bebiendo. Ahora…
—Yo…
—Espera. Me importa un comino que estés sobrio o no. La cuestión es ésta,
Ralph. Cuando uno está borracho, y lo sé porque a mí me pasa, tiende a exagerar…
—¿Crees que te estoy mintiendo? Tú…
—Cállate, Ralph. Sé que no mientes. Pero cuando uno está bebido puede hacerse
una idea exagerada de la gravedad de un asunto. Piensa un momento. Piénsalo bien.
Y recuerda que nadie va a pensar mal de ti por cambiar de opinión o por haber
llamado. ¿Hasta qué punto está enfermo realmente, Ralph?
—Naturalmente, si no quieres creerme…
—¡Piensa, maldita sea!
Ralph guardó silencio. Jay cambió los pies de posición poniendo encima del otro

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el que tenía debajo. De pronto se dio cuenta de lo estúpido que había sido al tratar de
conseguir que Ralph hiciera algo sensato.
—Escucha, Ralph —dijo—. Sé que no habrías telefoneado de no haber pensado
que se trataba de algo grave. ¿Está Sally ahí?
—Sí, claro. Está…
—Déjame hablar con ella un momento, ¿quieres?
—Ya te he dicho que está en casa.
—Y, naturalmente, madre está con él.
—Claro, Jay, nunca se apartaría de su lado. Madre…
—Y ha ido el médico, supongo.
—Sigue con él. O seguía cuando yo me fui.
—¿Qué ha dicho?
Ralph dudó. No quería estropear su historia.
—Dice que tiene alguna posibilidad, Jay.
Por la forma en que lo dijo, Jay sospechó que el médico había dicho «bastantes
posibilidades».
Estaba a punto de preguntar si había dicho alguna posibilidad o bastantes
posibilidades cuando de pronto se sintió más disgustado consigo mismo, por discutir
sobre aquello, que con Ralph. Además, tenía los pies tan fríos que empezaban a
picarle.
—Mira, Ralph —dijo en un tono de voz diferente—. Estoy hablando demasiado.
Yo…
—Sí, creo que ya casi han pasado los tres minutos, pero qué significan unos
cuantos…
—Escucha. Voy para allá. Creo que llegaré hacia las… ¿qué hora es, lo sabes?
—Son las dos y treinta y siete, Jay. Sabía que…
—Creo que llegaré al amanecer. Dile a madre que voy para allá lo más deprisa
posible. Ralph. ¿Está consciente?
—A ratos. Ha estado diciendo tu nombre, Jay, casi me parte el corazón. Seguro
que dará gracias al cielo porque su hijo mayor, el que siempre ha considerado el
mejor, haya pensado que valía la pena ve…
—Basta, Ralph. ¿Quién demonios te crees que soy? Si recupera el conocimiento
dile que voy para allá. Ah, oye, Ralph…
—¿Sí?
Ya no quería decirlo. Pero lo dijo de todos modos.
—Sé que no tengo derecho a decirte esto, pero… trata de no beber tanto como
para que lo note madre. Toma un poco de café antes de volver, ¿eh? Café solo.
—Sí, claro, Jay, y no creas que me ofendo tan fácilmente. No quiero añadir una
más a sus preocupaciones, ni en este momento ni por nada del mundo. Ya lo sabes.
Así que, gracias, Jay. Gracias por llamarme la atención sobre eso. No me ofendo.
Gracias, Jay. Gracias.

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—De nada, Ralph. No hay de qué —añadió sintiéndose excesivamente crítico y
un poco disgustado de nuevo—. Voy para allá. Así que adiós.
—Dile a Mary lo que pasa, Jay. No quiero que piense mal de mí por llamar a…
—No te preocupes. Lo entenderá. Adiós, Ralph.
—Yo no te habría llamado, Jay, si…
—No te preocupes. Gracias por llamar. Adiós.
La voz de Ralph sonaba insatisfecha.
—Bueno, adiós —dijo.
Quiere mimos, pensó Jay. No se siente lo bastante valorado. Escuchó. Seguía al
otro lado del hilo. Al demonio, se dijo, y colgó. Llorica, pensó, y volvió al
dormitorio.

—Cielo santo —dijo Mary en voz baja—. Creí que nunca iba a parar de hablar.
—Bueno —dijo Jay—, supongo que no puede evitarlo.
Se sentó en la cama y buscó a tientas los calcetines.
—¿Se trata de tu padre, Jay?
—Sí —dijo él mientras se ponía un calcetín.
—Ah, vas para allá —dijo Mary, dándose cuenta de pronto de lo que él estaba
haciendo. Posó una mano sobre su hombro—. Entonces es que es muy grave, Jay —
dijo muy suavemente.
Él se abrochó la liga y puso una mano sobre la de ella.
—Sólo Dios lo sabe —dijo—. Con Ralph nunca se está seguro de nada, pero no
puedo permitirme el lujo de correr el riesgo.
—Claro que no —su mano se movió para darle unas palmadas; la de él se movió
con la suya—. ¿Le ha visto el médico? —preguntó con cautela.
—Dice que tiene alguna posibilidad, según Ralph.
—Eso puede querer decir muchas cosas. Quizá podrías esperar hasta mañana.
Quizá entonces te enteres de que está mejor. No es que yo quiera…
Como, para vergüenza suya, él se había estado haciendo esas mismas preguntas,
volvió a exasperarse de nuevo. Una idea cruzó su mente. A ti te es fácil decirlo. No se
trata de tu padre, y, además, siempre le has mirado por encima del hombro. Pero alejó
esa idea de su mente hasta tal punto que se censuró por haberla concebido, y dijo:
—Cariño, yo esperaría tanto como tú a ver qué nos dicen mañana. Puede que todo
sea una falsa alarma. Sé que Ralph pierde los nervios con facilidad. Pero no podemos
correr ese riesgo.
—Claro que no, Jay —se levantó de la cama con un gran revuelo.
—¿Qué vas a hacer?
—Tu desayuno —dijo ella al tiempo que encendía la luz—. ¡Dios mío! —dijo al
ver el reloj.
—No, Mary. Vuelve a la cama. Puedo tomar algo en la ciudad.

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—No digas tonterías —dijo ella mientras se ponía la bata apresuradamente.
—De verdad, será igual de fácil —dijo él.
Le gustaban los restaurantes que abrían por la noche y no había estado en ninguno
desde que había nacido Rufus. Se sentía ligeramente decepcionado. Pero, por encima
de todo, le conmovía la naturalidad con la que Mary se levantaba por él, ya
totalmente despierta.
—Eso ni pensarlo, Jay —dijo ella mientras se anudaba el cinturón de la bata. Se
puso las zapatillas y se dirigió a toda prisa hacia la cocina. Se volvió y añadió, como
en un aparte—: Trae tus zapatos a la cocina.
Mientras desaparecía, la miró preguntándose qué demonios habría querido decir
con eso, y de pronto le sacudió un resoplido de regocijo callado. Había dicho tan
seria, lo de los zapatos… Dios mío, las diez mil cosas insignificantes en que piensan
cada día las mujeres a causa de los niños. Ni siquiera las piensan, se dijo mientras se
ponía el otro calcetín. Es algo prácticamente automático. Como respirar.
Y la mayoría de las veces, pensó mientras se quitaba el pijama, tienen toda la
razón. Claro que están tan acostumbradas a hacerlo (comenzó a ponerse los
pantalones) que a veces exageran. Pero casi siempre, si lo piensas aunque sólo sea un
segundo antes de enfadarte (se abrochó la camiseta), lo que demuestran es un gran
sentido común.
Sacudió los pantalones. Una sombra acabó con ese momento de reflexión y
desenfado y se sintió un poco ridículo porque aún no estaba seguro de que hubiera
motivo alguno para la preocupación y mucho menos para la solemnidad. Ese Ralph,
se dijo mientras se subía los pantalones y se abrochaba el primer botón. Y
permaneció de pie un momento mirando la ventana, pulida por la luz, y el negro
azulado del exterior. La hora y la belleza de la noche le invadieron; oyó el tictac del
reloj, que sonó ajeno y misterioso como una rata en la pared. Experimentó una
profunda sensación de solemne aventura, hubiera o no motivo para la solemnidad.
Suspiró y pensó en los primeros recuerdos que guardaba de su padre: la nariz
aguileña, guapo, con el imponente ceño de su gran bigote negro. Desde muy pronto
había sabido que su padre era una especie de inútil sin que pretendiera serlo; la carga
que dejaba caer sobre su madre había enfurecido a Jay desde pequeño. Y, sin
embargo, no podía evitarlo; era por naturaleza tan alegre y tan profundamente
bondadoso que no podía dejar de quererle. Nunca había pretendido hacer daño. Sus
intenciones eran buenas. Esa idea enfurecía particularmente a Jay, e incluso en este
momento le venía a la cabeza acompañada de una cierta amargura. Pero ahora
reflexionó: pues bien, maldita sea, lo eran. Y su padre podía haberse aprovechado de
ello, pero nunca había tratado de hacerlo; que él supiera, su bondad nunca le había
beneficiado en nada. Tenía las mejores intenciones del mundo. Y durante un
momento, mientras miraba por la ventana, no tuvo ninguna imagen mental de su
padre, ni pensó en él, ni oyó el reloj. Sólo vio la ventana, suavemente iluminada en el
interior, y la oscuridad infinita que se apoyaba como el agua contra la superficie

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exterior, y la ventana ni siquiera era una ventana sino solamente una cosa
extraordinariamente vivida y sin sentido que por el momento ocupaba todo el
universo. Una sensación de enorme distancia se apoderó de él y se transformó en un
momento de turbación y tristeza insoportables.
Bueno, pensó, todos tenemos que partir en algún momento.
Luego la vida volvió a ocupar el centro de su atención.
Una camisa limpia, pensó.
Se desabrochó los primeros botones del pantalón, separó las rodillas y se acuclilló
ligeramente para sostenerlo. Qué tontería, reflexionó. Siempre tengo que hacer lo
mismo. (Metió el faldón de la camisa por dentro del pantalón y lo alisó; el faldón era
especialmente largo, y eso siempre, por alguna razón, le hacía sentirse
particularmente viril). Si me pusiera la camisa primero, no tendría que flexionar las
piernas de esa manera tan tonta. (Acabó de abotonarse la bragueta). Bueno (se puso
un tirante sobre el hombro derecho), la costumbre es la costumbre (se puso el otro
tirante sobre el hombro izquierdo y flexionó ligeramente las piernas para reajustar
todo).
Se sentó en la cama y alargó la mano para coger un zapato.
Oh.
Up.
Cogió los zapatos, una corbata, un cuello y los botones del cuello y salió de la
habitación. Vio la cama revuelta. Bueno, pensó, puedo hacer algo por ella. Dejó las
cosas en el suelo, alisó las sábanas y mulló a golpes las almohadas. Las sábanas
estaban aún calientes en el lado de Mary. Subió la colcha para conservar el calor y
luego abrió la cama unos centímetros para que invitara a meterse en ella. Le gustará,
pensó complacido con el aspecto que ofrecía. Recogió los zapatos, el cuello, la
corbata y los botones y se dirigió a la cocina, poniendo especial cuidado al pasar ante
la puerta del cuarto de los niños, que estaba ligeramente entornada.

Ella estaba revolviendo los huevos.


—Estaré listo dentro de un segundo —dijo él mientras se apresuraba a entrar en el
baño. Deberíamos tener uno arriba, se dijo como se había dicho ya unas quinientas
veces.
Adelantó el mentón hacia el espejo. No está tan mal, se dijo, y decidió lavarse
solamente. Luego reflexionó: después de todo, ¿por qué se había puesto una camisa
limpia? Podía desear todo lo que quisiera que no fuera así, pero era muy posible que
ésta resultara ser una ocasión muy solemne. Y para un funeral se afeitaría, ¿no?,
pensó molesto por su pereza. Sacó la navaja de afeitar y la afiló rápidamente.
Mary oyó el prolongado sonido de la badana y, con un ligero espasmo de
impaciencia, empujó los huevos al fondo del fogón.
Por lo general él tardaba mucho en afeitarse, no porque le gustara (lo aborrecía)

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sino porque, ya que era necesario, quería hacerlo bien, y porque odiaba cortarse. En
esta ocasión, como tenía prisa, dirigió una mirada especialmente fría a su
protuberante barbilla antes de inclinarse hacia delante y dar comienzo al trabajo.
Pero, para su sorpresa, todo salió a las mil maravillas; incluso bajo los orificios de la
nariz y en el mentón tuvo menos problemas de lo habitual y no quedaron lugares sin
afeitar. Se sintió tan satisfecho que se aplicó unos toques de espuma en los pómulos y
se afeitó las pequeñas medias lunas de vello. Seguía sin tener nada que objetar.
Limpió el lavabo, tiró al váter los trocitos de papel higiénico llenos de jabón y pelos y
tiró de la cadena. ¿Voy?, se preguntó mientras el váter gorgoteaba. No. Alargó la
mano para coger los botones del cuello.
Cuando Mary vino a la puerta estaba haciéndose el nudo de la corbata con el
mentón estirado y ladeado, como siempre que llevaba a cabo esa operación, y con el
aspecto de un caballo impaciente.
—Jay —dijo ella con suavidad, frenada por su expresión—. No quiero meterte
prisa, pero se va a quedar frío.
—Enseguida salgo.
Colocó el nudo cuidadosamente sobre el botón mirando intensamente sus ojos
reflejados en el espejo, se hizo la raya con especial cuidado y se acercó presuroso a la
mesa de la cocina.
—¡Oh, cariño!
Allí estaban el beicon, y los huevos, y el café, todo listo, y Mary estaba
preparando tortitas.
—Tienes que comer, Jay. Aún hará fresco durante unas horas.
Hablaba, sin darse cuenta, como si estuviera en una iglesia o una biblioteca, a
causa de los niños dormidos y a causa de la hora de la noche.
—Amor mío.
Él le puso las manos sobre los hombros allí donde estaba, junto a la cocina. Ella
se volvió, con la mirada penetrante de la vigilia, y sonrió. Él la besó.
—Cómete los huevos —dijo ella—. Se están enfriando.
Él se sentó y empezó a comer. Ella volvió la tortita.
—¿Cuántas podrás comer? —preguntó.
—Pues, no sé —dijo él, tragando el huevo (no se habla con la boca llena) antes de
contestar. Aún no estaba lo bastante despierto como para tener mucha hambre, pero
estaba conmovido y decidido a dar cuenta de un desayuno abundante—. Haz sólo dos
o tres.
Ella cubrió la tortita para mantenerla caliente y vertió más masa en la plancha.
Él notó que había añadido a los huevos más pimienta de lo habitual.
—Están buenos —dijo.
Mary se alegró al oírlo. De una forma sólo a medias consciente, lo había hecho
así porque dentro de unas horas sin duda él volvería a comer en casa de los suyos. Por
la misma razón había hecho el café más fuerte que de costumbre. Y por la misma

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razón disfrutó quedándose de pie junto a la cocina mientras él comía, como hacían las
mujeres de la montaña.
—Está bueno el café —dijo él—. Esto ya es otra cosa.
Ella volvió la tortita. Pensó que debería hacer siempre dos cafeteras, una de la que
ella podría beber y otra tal como a él le gustaba, añadiendo agua y algo de café sin
tirar nunca los posos hasta que éstos llenaran del todo la cafetera. Pero no podría
aguantarlo; preferiría verle beber ácido sulfúrico.
—No te preocupes. —Le sonrió—. Yo nunca te haré el café exactamente como a
ti te gusta.
Él frunció el ceño.
—Ven a sentarte, cariño —dijo.
—Enseguida…
—Ven. Con dos será suficiente.
—¿Tú crees?
—Si no, yo haré la tercera. —La cogió de la mano y la atrajo hacia la silla—.
Siéntate aquí. —Ella se sentó—. ¿No quieres café?
—No podría dormir.
—Lo sé.
Se levantó y se acercó a la nevera.
—¿Qué estás…? Oh. No, Jay. Bueno. Gracias —dijo ella.
Porque antes de que pudiera impedírselo, él había vertido leche en un cacillo, y
ahora que lo ponía sobre el fuego supo que le gustaría tomarla.
—¿Quieres una tostada?
—No, gracias. La leche sola será perfecta.
Jay acabó de comerse los huevos. Ella se levantó a medias de la silla. Él la obligó
a sentarse poniéndole una mano sobre el hombro al tiempo que se levantaba. Trajo las
tortitas a la mesa.
—Seguro que ya están pastosas. Déjame…
Comenzó a levantarse de nuevo y de nuevo él le puso una mano en el hombro.
—No te muevas —dijo con fingida severidad—. Están bien. No pueden estar
mejor.
Untó la mantequilla, vertió la melaza, cortó las tortitas en líneas paralelas, las giró
con ayuda del cuchillo y el tenedor y las cortó en cuadrados.
—Hay más mantequilla —dijo ella.
—Tengo de sobra —dijo él pinchando cuatro trocitos de tortita y metiéndoselos
en la boca—. Gracias. —Los masticó, los tragó y pinchó cuatro trocitos más—.
Seguro que ya se ha calentado la leche —dijo dejando el tenedor sobre la mesa.
Pero esta vez ella se levantó antes de que él pudiera impedírselo.
—Come —le dijo.
Vertió la leche blanca y ligeramente humeante en una gruesa taza blanca y se
sentó, calentándose las manos en la taza mientras le miraba comer. A causa de lo

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extraño de la hora y de la brusca interrupción del sueño, de la necesidad de acción y
las pequeñas minucias que la interrumpían, de la gravedad de su viaje y de una
especie de excitación fatigada, a los dos se les hacía extrañamente difícil hablar,
aunque ambos lo deseaban especialmente. Jay se dio cuenta de que ella le miraba y la
miró a su vez, los ojos graves pero sonrientes, la mandíbula ocupada. Estaba saciado.
Pero terminaré esas tortitas, se dijo, aunque sea lo último que haga.
—No te atiborres, Jay —dijo ella después de un silencio.
—¿Qué?
—No comas más de lo que te apetezca.
Él había creído que su imitación de un buen apetito había sido perfecta.
—No te preocupes —dijo, mientras pinchaba un bocado más.
No le quedaba mucho para terminar. Cuando bajó la vista para comprobarlo, ella
le miró con ternura y no dijo nada más.
—Mmm —dijo él recostándose en el respaldo del asiento.
Ya no había nada que les impidiera mirarse, y sin embargo, por alguna razón, no
tenían nada que decir. No es que eso les molestara, pero ambos sintieron casi la
timidez del noviazgo. Cada uno miraba los ojos cansados del otro y sus ojos fatigados
brillaban sin que ninguna percepción llegara claramente a sus corazones.
—¿Qué quieres hacer el día de tu cumpleaños? —preguntó él.
—Oh, Jay. —La pregunta le había pillado por sorpresa—. Eres un encanto.
Pues… pues…
—Piénsatelo —dijo él—. Haremos lo que prefieras… mientras sea razonable,
claro —bromeó—. Yo me encargaré de que podamos hacerlo. Me refiero a los niños.
Los dos recordaron al mismo tiempo. Él dijo:
—Eso, claro, si todo sale como esperamos, allí en casa.
—Naturalmente, Jay. —Permaneció un momento con la mirada perdida—.
Esperemos que así sea —dijo con una voz extrañamente abstraída.
Él la miró. Esa mirada perdida que a veces veía en ella siempre le desconcertaba
y le inquietaba ligeramente. Las mujeres, supuso.
Ella volvió a este mundo y de nuevo se miraron. Naturalmente, reflexionaron
ambos, si no hay nada que decir no tenemos necesidad de decir nada.
Él aspiró lenta y profundamente y espiró el aire con lentitud.
—Bueno, Mary —dijo con su voz más tierna. Tomó su mano. Sonrieron
gravemente mientras cada uno pensaba en el padre enfermo y en el otro, y ambos
supieron en sus corazones, como antes habían sabido en su mente, que no había
necesidad de decir nada.
Se levantaron.
—Bueno, ¿dónde habré puesto…? ¡Ah! —dijo él, profundamente molesto—. El
chaleco y la chaqueta —dijo mientras se dirigía a la escalera.
—Espera —dijo ella adelantándole rápidamente—. No vayas a despertar a los
niños —susurró por encima del hombro.

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Mientras Mary subía, él entró en la sala, encendió una lámpara y cogió su pipa y
su tabaco. A aquella única luz que brillaba suavemente en la enorme quietud de la
noche, los pequeños objetos de la habitación parecían de un color bronce dorado y
curiosamente delicados. Se emocionó sin saber por qué.
Su casa.
Apagó la luz.
Ella tardaba en bajar; ha ido a ver si están bien tapados, pensó. Permaneció de pie
junto al fogón, mirando distraídamente el juego de los cuadrados blancos y negros del
linóleo. Se alegró de haberlo instalado finalmente. Y Mary había tenido razón.
Aquella sencilla combinación de blanco y negro quedaba mejor que los colores y los
dibujos complicados.
La oyó en la escalera. Naturalmente, lo primero que dijo al llegar fue:
—¿Sabes? He estado a punto de despertarles. Supongo que soy tonta, pero están
tan acostumbrados a… Me temo que van a llevarse una desilusión cuando vean que
no te has despedido de ellos.
—¿Despedirme? ¿De verdad?
No sabía bien si aquello le gustaba o le disgustaba. ¿Les estarían mimando
demasiado?
—Puede que me equivoque, claro.
—Sería una tontería despertarlos. Probablemente ya no podrías dormir el resto de
la noche.
Se abrochó el chaleco.
—En otras circunstancias no lo habría pensado, pero bueno —(se resistía a
recordárselo)—, si ocurre lo peor, Jay, podrías estar fuera más de lo que esperamos.
—Eso es verdad —dijo él gravemente. Este viaje repentino era tan incierto, tan
ambiguo, que a los dos les resultaba difícil hacerse una idea clara acerca de él. Volvió
a pensar en su padre.
—¿Crees que debería hacerlo?
—Deja que lo piense.
—No —dijo él lentamente—. Creo que no. No. Verás, en el peor de los casos
volveré para llevaros. Al entierro, quiero decir. Y, por lo general, estas cosas de
corazón se resuelven bastante pronto. En cualquier caso lo más seguro es que vuelva
mañana por la noche. Esta noche, quiero decir.
—Sí, claro. Sí.
—Verás. Diles, sin prometérselo, claro, diles que probablemente volveré antes de
que se duerman. Diles que haré todo lo posible.
Se puso la chaqueta.
—Está bien, Jay.
—Sí. Eso es lo más sensato.
Tan súbitamente alargó ella la mano hacia su corazón que él, casi impulsado por
un movimiento reflejo, retrocedió; sus miradas expresaron sorpresa y turbación. Con

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una sonrisa severa, ella bromeó:
—No tengas miedo, almita de Dios; no es más que un pañuelo limpio, no puede
hacerte nada.
—Lo siento —dijo él riendo—, no sabía qué era lo que te proponías.
Encogió el mentón, frunciendo ligeramente el ceño, mientras miraba cómo ella
sacaba el pañuelo arrugado y le colocaba el nuevo. Que le prodigaran atenciones le
incomodaba; y más aún le incomodaba el discreto pico blanco que su mujer tuvo
cuidado de dejar asomando. Su mano se movió instintivamente hacia él; se
sorprendió a tiempo y se metió la mano en el bolsillo.
—Así. Estás muy guapo —dijo ella estudiándole con detenimiento, como si fuese
su hijo. Se sintió un poco ridículo, lleno de ternura ante la inocente actitud maternal
de su mujer, y muy halagado. Por un momento estuvo convencido, vanidoso, de que,
efectivamente, estaba muy guapo, al menos a los ojos de su esposa, y eso era todo lo
que le importaba.
—Bueno —dijo mientras sacaba el reloj—. ¡Cielo santo! —Se lo mostró. Eran las
tres cuarenta y uno—. Creí que no eran más de las tres.
—Oh, sí. Es muy tarde.
—Pues no nos entretengamos más.
Rodeó los hombros de su mujer con un brazo y ambos se dirigieron a la puerta
trasera.
—Bueno, Mary. Siento mucho tener que irme, pero no hay más remedio.
Ella abrió la puerta y salió al porche de atrás precediéndole.
—Vas a coger frío —dijo él.
Ella negó con la cabeza.
—Se está mejor fuera que dentro.
Llegaron al extremo del porche. La humedad de mayo anegaba todo menos las
estrellas más ardientes y devolvía a la tierra la luz sublimada de la ciudad dormida.
Allá, al fondo del jardín trasero, el melocotonero brillaba como un centinela celestial.
El aire fecundo acariciaba sus rostros con la ternura de las manos amorosas de un
amante, con la fragancia evanescente del mundo que dormía recortado contra el cielo.
—Qué noche tan divina, Jay —dijo ella en el tono de voz que él más quería—.
Casi desearía acompañarte… —recordó más claramente— en lo que pueda ocurrir.
—Ojalá pudieras, amor mío —dijo él, aunque no había pensado en esa
posibilidad. Francamente, de pronto le había atraído aquel viaje sin compañía. Pero
ahora el extraño tono de voz de su mujer le conmovió y dijo con amor—: Ojalá
pudieras.
Permanecieron en pie aturdidos por la oscuridad.
—Bueno, Jay —dijo ella bruscamente—. No debo retenerte.
Él permaneció en silencio un momento.
—No —dijo con una tristeza extraña y cansada en su voz—. Tengo que irme.
La abrazó, apartándose para mirarla. Aquélla no era realmente una verdadera

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separación, y, sin embargo, le sorprendió descubrir que le parecía seria, quizá porque
el motivo era grave o por la solemnidad de la hora. Vio la misma sensación reflejada
en el rostro de ella y casi deseó, después de todo, haber despertado a los niños.
—Adiós, Mary —dijo.
—Adiós, Jay.
Se besaron y ella apoyó por un momento la cabeza en su pecho. Él le acarició el
pelo.
—En cuanto pueda —dijo—, te diré si es grave.
—Rezaré para que no lo sea.
—Esperémoslo.
El momento de suprema ternura se había disuelto en su pensamiento, pero él
continuó acariciándole suavemente la nuca.
—Dale recuerdos muy cariñosos a tu madre. Dile que tengo a los dos muy
presentes en mis pensamientos y que les deseo lo mejor, constantemente. Y díselo
también a tu padre, claro, si está lo bastante bien como para hablarle.
—Desde luego, amor mío.
—Y tú, ten cuidado.
—Sí.
Él le dio unas palmaditas en la espalda y se separaron.
—Entonces, tendré noticias tuyas… te veré… muy pronto.
—Eso es.
—Está bien, Jay.
Le apretó un brazo. Él la besó, justo debajo de un ojo, y vio la decepción en sus
labios; sonrieron y la besó de buena gana en la boca. En un ligero arrebato de alegría,
ambos estuvieron a punto de separarse con su habitual despedida de cada mañana,
cantando ella «No tardes en volver, John», y cantando él, a modo de contestación,
«Sólo una semana o dos», pero ambos lo pensaron mejor.
—Bueno, cariño. Adiós.
—Adiós, amor mío.
Él se volvió de repente al pie de los escalones.
—Oye —susurró—. ¿Cómo estás de dinero?
Ella pensó rápidamente.
—No te preocupes. Gracias.
—Diles adiós a los niños de mi parte. Diles que les veré esta noche.
—Será mejor que no se lo prometa, ¿no?
—No, pero será lo más probable. Y, Mary, espero llegar a tiempo para cenar, pero
no me esperes.
—De acuerdo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Él se dirigió al garaje. En medio del jardín trasero se volvió y susurró más fuerte:

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—Y piensa lo de tu cumpleaños.
—Gracias, Jay. Lo haré. Gracias.
Le oyó caminar lo más silenciosamente posible sobre la grava. Él levantó y dejó a
un lado silenciosamente la barra que cerraba la puerta y abrió con cuidado de no
hacer ruido. La primera hoja chirrió; la segunda, que generalmente hacía más ruido,
se abrió en perfecto silencio. Se dirigió al lado izquierdo del coche y, adoptando
cautelosamente la posición que exigía la estrechez del garaje, desapareció en la
negrura absoluta.
Ella sabía que trataría de no despertar a los vecinos ni a los niños, pero que era
imposible arrancar el coche en silencio. Esperó comprensiva y divertida, con el
acostumbrado temor a su furia y a los juramentos que sin duda seguirían, formulados
o no formulados.
Ahgh —hai ah ya hai whai ahai ah: hik-ah-whik-ah:
Aghh-hai wh yah: whik:
(ahora los ajustes desesperados, casi mudos, de las bujías, la válvula y el estárter).
Aghgh-haiah yahyah whik yah yah whik whik whil yah yahyah: whik:
(que ella nunca había entendido, pero que, desde donde se encontraba, podía
predecir perfectamente).
Aghgh-Aghgb-yahyahAgh whik yuh yuh Aghgh yah whik whik yahyah: whik
whik: ah:
(como un espantoso animal salvaje horriblemente estreñido; como el sollozo de
un lunático; como un ratón torturado) Aghgh-Aghgh-Aghgh (El pobrecillo debe de
estar furioso). Aghgh-whik —Whaghaghyah— Aghwhikyakaag-hgauagh-yzhyahai
aaaaaaahhhhhhRhRhR H R H R H (¡oh, basta ya!). R H R H (subió una ventanilla).
RHRHRHRHRHR yahaihhRRHR-HRHRHRHRHRHRHRHRH (un portazo rabioso
y triunfante). RhRhRhRh— (bajó la ventanilla).
RHRHRHRHRH (el coche retrocedió haciendo crujir la grava). RHRH —(él giró
marcha atrás, brusca pero hábilmente, hasta casi llegar a la alambrada; entre las dos
casas, la luz de la calle se reflejó en el lateral negro de la carrocería) rhrh— (el coche
rodeó con la misma brusquedad la esquina del garaje, volvió en dirección contraria
enfilando el camino hacia el este, y allí se detuvo) rhrh — (obediente, vencido,
malicioso como una mula, mientras Jay reaparecía brevemente, miraba hacia la casa,
la veía, la saludaba con la mano —ella le devolvió el saludo pero él no la vio— y
cerraba la verja desapareciendo tras ella). rhrhrhrhrhrhrhRHR— HRHRHRHRHH
H
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H
R
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rh
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Catta wawwwwk:
Craaawwrk?
Chiquawkwawh.
Wrrawkahkahkah.
Craarrawwk.
rwrwk?
yrk.
rk:
Mary exhaló un largo suspiró, muy lentamente, y entró en la casa.
Allí estaba la leche, intacta, olvidada, apenas tibia. La bebió de un trago, sin
placer; toda su blancura, escurriendo sobre la blancura húmeda de la taza vacía,
resultaba singularmente repugnante. Decidió fregar por la mañana, dejó que el agua
corriera sobre los platos y los dejó en la pila.
Si los niños habían oído el menor ruido, no lo demostraban. Catherine, como de
costumbre, estaba profundamente dormida; los dos, como de costumbre, estaban
profundamente dormidos.
La verdad es que son demasiado mayores para esto. Especialmente Rufus. Los
tapó cuidadosamente para que no cogieran frío. Apenas se movieron.
Debería preguntar a un médico.
Vio la cama estirada. Qué encanto, se dijo, sonriendo, y se acostó. Nunca llegaría
a saber que su intención había sido conservar el calor para ella, porque hacía ya algún
tiempo que éste había abandonado el lecho.

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Capítulo 3
Supuso que, más o menos en ese momento, ella estaría volviendo a su cuarto y
viendo la cama. Sonrió al imaginársela.
Bajó por Forest, cruzó el viaducto, pasó junto a la estación iluminada, dobló a la
izquierda más allá del asilo y siguió cuesta abajo. A su izquierda quedaban los
depósitos de la línea del ferrocarril Louisville & Nashville, borrosas madejas de
acero, sombras ocultas y jirones de vapor; vio y oyó el cambio parpadeante de una
señal, pero no pudo recordar lo que significaba. A su derecha se sucedían oscuros
solares vacíos, anuncios desvaídos, los bloques oscuros de pequeños edificios
dormidos, una que otra luz. Habría desayunado en uno de aquellos lugares, pequeños
antros débilmente iluminados y opacos por el humo de la grasa recalentada, unos para
negros, otros para blancos, donde servían a los empleados del ferrocarril y a los
inexplicables noctámbulos que se encuentran en cualquier ciudad de cierto tamaño.
Jamás se veía en ellos a ninguna mujer, excepto alguna vez detrás de la barra o
sudando sobre un fogón. Nunca hablaba cuando entraba en uno de ellos, pero le
gustaba la sensación de conspiración que despertaban en él y el sonido de las voces.
Si ibas al lugar adecuado, y si te conocían o creían por tu aspecto que podían confiar
en ti, podían servirte una copa o dos a cualquier hora de la noche.
Se pasó la lengua por los dientes saboreando los restos de sabor a melaza y a café,
a beicon y a huevos.
Pronto la ciudad se redujo a esos oscuros indicios del medio semirrural que tan
curiosamente le deprimían; casuchas humildes junto a otras inexplicablemente nuevas
y sólidas, demasiado cercanas entre sí como para satisfacer las necesidades de una
vida rural o el deseo de intimidad y demasiado alejadas como para proporcionar la
coherencia propia de cualquier tipo de comunidad; tras ellas, humildes parcelas de
tierra mal cultivada, y, junto a la carretera, entre unas y otras, basura, y desechos, y
cobertizos caídos, y anuncios borrados por la lluvia. Adelantó a uno de los últimos
tranvías, vacío de pasajeros y ya cercano al final de su trayecto.
Dos minutos después había dejado de ver todo aquello. La oscuridad se hizo a un
tiempo más íntima y más vacía; el motor sonaba diferente, como un zumbido
monótono y regular; las ramas de los árboles, cargadas de brotes, se agrandaban a su
paso y desaparecían rápidamente con la última y vivida luz; el coche horadaba el
centro de la oscuridad del universo; sus penetrantes haces de luz, como antenas de
insectos, detectaban y hacían visible hasta el mínimo escollo relevante o la ausencia
de obstáculos en el camino, pero muy poco más. Se desabrochó el chaleco y el primer
botón de los pantalones y se recostó en el asiento. Al poco rato pensó en quitarse la
chaqueta, pero el ritmo y el impulso de la conducción nocturna eran demasiado
persuasivos como para desear romperlos. Se hundió más en el asiento, cambiando
constantemente el alcance de su mirada desde el punto más lejano que alcanzaban los
faros hasta el más cercano, y se entregó totalmente a los placeres del viaje y a su

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significado, todavía indeterminado pero esencialmente grave.
Cerca del amanecer llegó al río; tuvo que llamar con los nudillos varias veces en
la ventana de la cabaña para que el barquero despertara.
—Tengo que cobrarle el doble por pasarle de noche, señor —dijo el hombre
mientras se aplicaba a encender su farol.
—No importa.
Al oír la voz levantó la mirada, totalmente despierto por primera vez.
—¡Ah! ¿Cómo está usted?
—¿Y usted?
—Suele venir los domingos con su esposa y un par de críos.
—Sí.
Se alejó hasta el borde del agua y examinó el amarre del pontón bajando su farol.
Luego lo levantó y lo meció como suelen hacer los hombres del ferrocarril; Jay, que
había dejado el motor encendido, bajó cuidadosamente por el camino de tierra
frecuentemente transitado y subió el coche a bordo con cuidado. Apagó el motor; el
súbito silencio fue algo mágico. Se bajó del coche y ayudó al hombre a bloquear las
ruedas. «Ya está», dijo mientras se incorporaba; pero el hombre no dijo nada; ya
estaba soltando amarras. Ambos miraron, al parecer con igual apreciación, cómo el
agua parda se ensanchaba bajo la luz del farol. Debe de ser bonito este trabajo, se dijo
Jay como se decía siempre; excepto en el invierno, claro.
—¿Cruza todo el invierno?
—Sí —dijo el hombre mientras aseguraba el cable—. No está tan mal —añadió al
cabo de un momento—. Lo peor es el aguanieve. No me gustan las noches de
aguanieve.
Los dos guardaron silencio. Jay llenó su pipa. Mientras encendía una cerilla sintió
una diferencia en el movimiento, una especie de dilación; la barcaza cortaba ahora al
sesgo la corriente, que la arrastraba, y el barquero ya no trabajaba; sencillamente
mantenía una mano sobre el cable. La barcaza corría sobre el agua como una mano
sobre un pecho. La corriente susurraba un poco; durante esa parte del cruce ése era
siempre el único sonido. Para entonces, la superficie del río reflejaba una luz que aún
no podía discernirse claramente en el cielo, y, a lo largo de las dos riberas, los
árboles, que se adentraban en el agua como ganado que estuviera abrevando,
comenzaban a distinguirse los unos de los otros. A los dos lados del río, a lo lejos,
cantaban los gallos. El cielo violeta brillaba con destellos grisáceos, y por primera
vez los dos hombres vieron, en la orilla opuesta, un carro cubierto y, a su lado, una
figurita inmóvil.
—¡Dios mío! —dijo el barquero—. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevarán
esperando!
De pronto se concentró en el cable; tenía que adquirir impulso suficiente para que
la barcaza cruzara el centro del río, donde la corriente, con toda su fuerza, podía
arrastrarla. Jay corrió a ayudarle.

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—Déjelo —le gritó el barquero, demasiado ocupado para cortesías. Jay lo dejó.
Al cabo de un rato el hombre se relajó un poco. Se volvió lo suficiente como para
encontrar la mirada de Jay—. Si no fuera lo bastante hombre como para hacerlo solo,
no valdría para este trabajo —explicó.
Jay asintió y miró cómo se extendía la luz.
—Espero que no sea una desgracia lo que le trae a esta hora —dijo el barquero.
Jay había detectado su curiosidad y le había respetado por su silencio, de forma
que, aunque la pregunta alteraba ligeramente ese respeto, le respondió, satisfecho en
cierto modo de poder comunicarse con alguien tan cercano y, al mismo tiempo, tan
ajeno a sus sentimientos.
—Mi padre. El corazón. Aún no sé si es muy grave.
El hombre chasqueó la lengua contra el paladar como una vieja, meneó la cabeza
y miró al agua.
—Malo es eso —dijo.
De pronto miró a Jay a los ojos; los suyos eran extrañamente tímidos. Luego
volvió a mirar el agua parda y siguió tirando del cable.
—Buena suerte —dijo.
—Muchas gracias —dijo Jay.
El carro se hizo más y más grande y ahora se distinguieron con claridad los
rostros oscuros y arrugados de un hombre y una mujer, los rostros tristes y arrugados
de lo más profundo de esa región, rostros que parecían ya viejos en el inicio de la
madurez y que siempre despertaban en Jay una sensación de paz. La mujer iba
sentada en una mula; la curva del volante de su cofia remedaba la formada por el
toldo de la lona que cubría el carro. El hombre se encontraba de pie junto al carro,
una bota manchada de barro sobre el eje embarrado. Los dos contemplaron
gravemente sin moverse y sin hacer ningún gesto de saludo a los hombres de la
barcaza hasta que ésta estuvo amarrada.
—¿Llevan mucho tiempo aquí? —preguntó el barquero.
La mujer le miró; al cabo de un momento el hombre, sin mover los ojos, asintió.
—No les he oído gritar.
Un momento después el hombre dijo:
—He gritado.
El barquero apagó su farol. Se volvió hacia Jay.
—No puede decirse que le haya cruzado de noche. Le cobraré la tarifa de día.
—De acuerdo —dijo Jay mientras le daba quince centavos—. Y muchas gracias.
Apagó los faros y se agachó para arrancar el coche haciendo girar la manivela.
—Un momento, amigo —gritó el hombre del carro.
Jay levantó la vista; el hombre se acercó a la mula con dos zancadas rápidas y
sujetó la cabeza del animal. Después asintió.
El motor estaba caliente y arrancó fácilmente, y aunque con cada vuelta de la
manivela un espasmo de angustia sacudía a la mula, una vez que el motor se

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estabilizó ésta permaneció quieta, temblando solamente. Jay metió enérgicamente la
primera para subir la empinada pendiente embarrada de la ribera, evitando todo lo
posible a la mula y el carro y expresando al pasar con un gesto tanto su pesar por el
ruido como su actitud amistosa; las cabezas se volvieron, pero los ojos que le
siguieron no le perdonaban el ruido. Al llegar a lo alto de la pendiente, llenó su pipa y
miró cómo bajaban la mula y el carro, sujeto el animal por la cabeza y con la grupa
alzada mientras sus corvejones saltaban inquietos y sus pezuñas se hincaban en el
suelo buscando apoyo en el barro traicionero, y ladeado el carro, con los frenos
chirriando sobre las llantas de hierro.
Pobres diablos, pensó. Estaba seguro de que se dirigían al mercado de Knoxville.
Probablemente llevaban esperando la barcaza un par de horas. Llegarían tarde sin
remedio.
Se detuvo a contemplar el hermoso espectáculo del agua que se desperezaba. La
barcaza adquiría su peculiar forma cuadrada y su apariencia de exquisito silencio.
Miró su reloj. No era tarde. Encendió su pipa y se acomodó en su asiento. Siempre se
sentía distinto después de cruzar el río. Ésta era la tierra antigua, profunda, verdadera.
Su tierra. Las casas le parecían diferentes, un poco más viejas y más pobres y más
sencillas, un poco más de su tierra; los árboles y las rocas parecían surgir del suelo de
un modo distinto; el aire olía diferente. Pronto sabría lo peor, si es que había sucedido
lo peor. De una forma totalmente inconsciente, se sintió mucho más tranquilo al ver
fluir la campiña iluminada por la nueva luz del día; y de una forma totalmente
inconsciente, empezó a conducir un poco más deprisa.

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Capítulo 4
Durante el resto de la noche, Mary yació en un constante duermevela. Sola en la
cama se sentía tan extraña como si acabaran de sacarle una muela, y la casa entera le
parecía más grande de lo que era, vacía y llena de ecos. La luz del día no devolvió las
cosas a la normalidad como ella había esperado que ocurriera; la cama y la casa, en
ese silencio y esa palidez, parecían aún más vacías. Dormitó un poco, se despertó y
escuchó el árido silencio; dormitó y volvió a despertarse bruscamente para pensar en
aquello que le preocupaba. Pensó en su marido, que conducía su coche en una de las
gestiones más solemnes de su vida, y en su suegro, gravemente enfermo, quizá
agonizante, quizá muerto en este momento (se santiguó), y no consiguió lamentarlo
tan profundamente como pensaba que debía hacerlo por su marido. Se dio cuenta de
que si la situación fuera la opuesta y fuera su padre el que estuviera muriendo, Jay se
sentiría más o menos como ella se sentía ahora, y que no podría culparle por ello
como tampoco podía culparse ella, pero no le sirvió de consuelo. Porque sabía que,
en el fondo, el problema era, sencillamente, que nunca le había gustado realmente al
viejo.
Estaba segura de que no le despreciaba, como tantos parientes de Jay casi le
decían a la cara y como se temía que el mismo Jay creyera en ocasiones; por supuesto
que no; pero era incapaz de tenerle el mismo afecto que casi todos los demás le
profesaban. Sabía que si fuera la madre de Jay la que estuviera agonizando no le
cabría la menor duda acerca de su dolor o del apoyo que prestaba a su marido, y
aquello daba la medida del poco afecto que sentía realmente por su suegro. Se
preguntó por qué le gustaba tan poco (porque afirmar que le disgustaba, se dijo
ansiosamente, sería una falsedad). Se dio cuenta de que se debía principalmente a que
todos le perdonaban tantas cosas, y a que les caía bien a pesar de sus defectos, y a que
él aceptaba su perdón y su simpatía tan despreocupadamente como si se los debieran
o, aún más, como si no se diera cuenta de nada. Y lo peor de todo, lo que a ella le
producía un enfado y una aversión duraderos, era la carga que había impuesto
constantemente a su mujer, y la paciencia infinita que ella le demostraba, como si ni
siquiera supiera que le imponía una carga y que se estaba aprovechando de ella. Era
esta inconsciencia por parte de los dos la que ella no podía soportar, y si sólo una vez
la madre de Jay hubiera tenido un gesto de irritación, hubiera demostrado que se daba
cuenta de la situación, quizá habría podido empezar a ser capaz de apreciarle. Pero su
actitud había creado en ella una especie de antipatía, un resentimiento con respecto a
la madre de Jay que era tan injusto como infiel a sus verdaderos sentimientos y que la
hacía sentirse incómoda; se sobresaltó también al darse cuenta de que permanecía
despierta pensando mal de su suegro en la hora que bien podría ser la última de su
vida. Vergüenza debería darte, se dijo, y pensó ansiosamente en todo lo que sabía que
había de bueno en él.
Para empezar, era generoso. De una generosidad que llegaba a ser un defecto.

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Recordaba cómo, una y otra vez, había regalado, «prestado», decía él, a la primera
persona que se lo había pedido, el dinero, la comida o cualquier otra cosa que tan
desesperadamente necesitaban en su propia casa para ir tirando. Un defecto, desde
luego. Pero un buen defecto. No era extraño que la gente le quisiera —o fingiera
quererle— y se aprovechara de él de todas las formas posibles. Y era auténticamente
bondadoso. Una virtud maravillosa. Y tolerante. Nunca le había oído decir una sola
palabra desagradable o amarga acerca de nadie, ni siquiera acerca de aquellos que
habían abusado escandalosamente de su generosidad —él no podía soportar, pensó
Mary, creer que realmente habían pretendido hacerlo—; y ni una sola vez, y de eso
estaba segura, se había unido a los comentarios de la mayoría cuando se referían a
ella con envidia, hostilidad o desprecio.
Por otra parte podía estar igualmente segura de que nunca la había defendido ante
los demás con verdadera firmeza, con valentía o con ira, como había hecho su esposa,
porque tenía tanta aversión a las discusiones como a la crueldad; pero desterró
aquella idea de su mente. Que ella supiera, él nunca se había quejado de su
enfermedad, ni del dolor, ni de su pobreza, y, aunque habitualmente y de una forma
insensata siempre buscaba excusas para los demás, jamás buscaba excusas para sí
mismo. Cierto era que tenía bien poco derecho a quejarse o a buscar excusas; pero
también se apresuró a desterrar aquella idea de su mente. Se avergonzó al recordar lo
simpático y amable que se había mostrado siempre, y si bien se vio obligada a
reconocer que no lo había hecho por ella sino solamente porque era «la chica de Jay»,
como probablemente diría, lo cierto era que no podía censurarle por ello; también sus
mejores sentimientos con respecto a él se debían al hecho de que era el padre de su
esposo. Y uno no podía hacer que alguien le cayera mejor de lo que le caía; era
sencillamente imposible. Ni podía querer más de lo que esa reacción le permitía. El
padre de Jay adolecía de una especial debilidad estructural, y eso era lo que ella no
podía apreciar, ni respetar, ni siquiera perdonar, ni resignarse a aceptar, porque era un
tipo de debilidad que se aprovechaba de los otros, que amontonaba molestias y cargas
sobre los demás, sin avergonzarse, sin darse cuenta siquiera. Y lo que en el fondo
quizá era peor: el padre de Jay era la barrera que se interponía entre ellos, el conflicto
pertinaz, pendiente de resolución, evitado en su, por otra parte, completo y mutuo
acuerdo acerca de la familia de su marido, de su «ambiente». Ni siquiera en este
momento podía sentir un gran afecto por él o una preocupación profunda. Los
pensamientos que despertaba en ella eran graves y tristes, pero en la misma medida
en que lo habrían sido con respecto a cualquier ser humano anciano, cansado y
enfermo que hubiera vivido muchos años y cuyo fin, al parecer, hubiera llegado. E
incluso mientras pensaba en él, su mente se centraba realmente en el dolor de su hijo
y en su propia incapacidad para sentirlo. Cayó en la cuenta con consternación de que
hasta ese momento ni siquiera había dedicado un solo pensamiento a la madre de Jay;
era éste quien había absorbido totalmente sus pensamientos. Tengo que escribirla,
pensó. Pero, naturalmente, quizá la vea pronto.

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Y sin embargo, aunque se daba perfecta cuenta de lo que esa pérdida significaría
para la madre de Jay, y aunque sabía que hacía mal al contemplar siquiera esa idea,
no podía por menos de pensar que esa muerte significaría un gran alivio y una gran
liberación. De ese modo, pensó, dejaría de interponerse entre Jay y yo.
En ese instante su espíritu se detuvo horrorizado. Que Dios me perdone, pensó
llena de estupor; ¡casi he deseado su muerte!
Juntó las manos y fijó la mirada en una mancha del techo.
Dios mío, suplicó; perdóname por ese pensamiento incalificable y pecaminoso.
Limpia, Señor, mi alma de tales abominaciones. Señor, si es ésa tu voluntad,
permítele vivir lo suficiente como para que yo pueda aprender a comprenderle y
quererle con la ayuda de tu misericordia. Permite que viva, no por mí sino por él
mismo, Señor.
Cerró los ojos.
Señor, abre mi corazón para que pueda enfrentarme dignamente a este triste
suceso, si es que tiene que ocurrir, y que sea de utilidad y consuelo para los demás en
su dolor. Dios mío, Señor mío Jesucristo, derrite mi frialdad y la apatía de mi
corazón, desciende sobre mí y llena el vacío de mi corazón. Y, Señor, si es ésa tu
voluntad, permítele vivir un poco más y permite también que yo aprenda a llevar mi
carga con mayor resignación o a comprender que esa carga es una bendición. Y si has
de llevártelo, si se encuentra ya contigo ahora (se santiguó), haz que descanse en paz
(volvió a santiguarse).
Y, Señor, si es tu voluntad que caiga este dolor sobre mi esposo, entonces te
suplico con la mayor humildad que, en tu misericordia, a través de esa tribulación,
abras su corazón y despiertes su alma querida para que encuentre en Ti el consuelo
que el mundo no puede darle y te vea más claramente y se acerque a Ti. Porque en
eso, Señor, como Tú sabes, y no en su pobre padre ni en mis sentimientos indignos,
radica el verdadero y creciente abismo que nos separa.
Señor Todopoderoso, en tu misericordia, cierra ese abismo. Haznos uno en Ti
como somos uno solo en el matrimonio terrenal. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Yació algo consolada, aunque era mayor su angustia que el consuelo que sentía.
Porque nunca hasta entonces había expresado tan claramente con palabras, de una
forma tan visiblemente reconocible, las diferencias religiosas que les separaban o la
importancia que éstas tenían para ella. ¿Qué importancia tienen para él?, se preguntó.
¿Y no habré exagerado enormemente lo que significan para mí? ¿Un «abismo»? ¿Y
«creciente»? ¿Lo era realmente? Ciertamente él nunca había dicho nada que
justificara ese sentimiento ni tampoco ella había sentido hasta entonces nada de tanta
importancia. La verdad era que los dos hablaban muy poco de eso, como si ambos
cuidaran especialmente de no hacerlo. Pero de eso se trataba exactamente. De que
una cosa que tanto significaba para ella, cada vez más, fuera algo que no pudieran
compartir ni expresar abiertamente. Respecto a eso, su única confidente cercana y
verdadera era su tía Hannah, y su principal esperanza tenía que descansar en sus

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hijos. Y eso era. Ése era el modo en que el abismo parecía destinado inevitablemente
a agrandarse (juntó las manos y negó con la cabeza, frunciendo el ceño): los niños.
Estaba segura de que Jay no compartía la irritación ni el desprecio de Andrew, ni la
ironía de su padre, pero se hacía evidente por su especial silencio, cuando surgía la
ocasión, que se encontraba muy lejos de todo aquello y de ella, que aquello no le
gustaba. Se mantenía a distancia, eso era. A distancia y con una especie de dignidad
que ella respetaba en él, por mucho que le doliera, y que él expresaba con su silencio
y su reserva. Y el abismo se agrandaría, ay, inevitablemente, porque a pesar de que
ciertamente ella trataría de hacerlo con toda discreción y cuidado, criaría a sus hijos
como sabía que debía criarlos, como cristianos, como católicos. E inevitablemente
eso se reflejaría en la casa tanto como en la iglesia. Era inevitable, a menos que él
cambiara; era inevitable que en algunos aspectos importantes, por mucho que ambos
se esforzaran como ella estaba segura que se esforzarían, aquello separara a Jay de
sus hijos y le separara de su mujer. Y no por acción alguna o por deseo de él, sino por
la propia voluntad deliberada de ella. Dios mío, suplicó angustiada. ¿Estoy
equivocada? Muéstrame si estoy equivocada, te lo suplico. Muéstrame lo que debo
hacer.
Pero Dios le mostró sólo lo que ella ya sabía; que pasara lo que pasara, como
mujer cristiana, como católica, debía educar a sus hijos completa y devotamente en la
fe, y que era también responsabilidad suya, más que de su marido, que la familia
permaneciera unida, que el abismo se cerrara.
Pero si los educo así, ninguna otra cosa que yo pueda hacer conseguirá cerrarlo,
reflexionó. Nada, nada servirá.
Pero tengo que hacerlo.
Sólo puedo hacer una cosa: confiar en Dios, se dijo, casi en voz alta. Sólo eso:
hacer su voluntad y poner toda mi confianza en Él.
Pasó un tranvía; Catherine lloró.

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Capítulo 5
—Papá ha tenido que ir a ver al abuelo Follet —les explicó su madre—. Dijo que
os diera a los dos un beso de su parte y que probablemente os verá antes de que os
durmáis esta noche.
—¿Cuándo? —preguntó Rufus.
—Esta mañana temprano, antes del amanecer.
—¿Por qué?
—El abuelo Follet está muy enfermo. El tío Ralph llamó anoche muy tarde,
cuando todos estábamos dormidos. Al abuelo le ha dado uno de sus ataques.
—¿Qué es un ataque?
—Cómete tus cereales, Catherine. Rufus, tú también. Al corazón. Como el que
tuvo esa vez el otoño pasado. Sólo que peor, según el tío Ralph. Quería ver a papá en
cuanto pudiera ir.
—¿Por qué?
—Porque le quiere y porque sí… Vamos, tesoro, o se te quedarán blandos y fríos,
y ya sabes lo poco que te gusta comerlos entonces. Porque si papá no le veía pronto,
quizá no podría volver a verle.
—¿Por qué?
—Porque el abuelo se está haciendo viejo, y cuando uno se hace viejo puede
ponerse enfermo y no volver a ponerse bien. Y si no vuelves a ponerte bien, Dios
permite que te duermas y no puedes volver a ver a nadie.
—¿No vuelves a despertarte nunca?
—Te despiertas enseguida, en el cielo, pero los que están en la tierra no pueden
volver a verte ni tú puedes verlos a ellos.
—Ah.
—Comed —susurró su madre abriendo y cerrando la boca y masticando
enérgicamente el aire.
Ellos comieron.
—Mamá —dijo Rufus—, cuando Oliver se durmió, ¿se despertó también en el
cielo?
—No lo sé. Supongo que se despertó en una parte del cielo que Dios reserva
especialmente para los gatos.
—¿Se despertaron los conejos?
—Si Oliver se despertó, seguro que ellos también.
—¿Todos ensangrentados como estaban?
—No, Rufus, sólo estaban ensangrentados sus cuerpecitos. Dios no permitiría que
se despertaran heridos y ensangrentados, pobrecillos.
—¿Por qué permitió Dios que entraran los perros?
—No lo sabemos, Rufus, pero eso debió de formar parte del Plan Divino, que
algún día entenderemos.

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—¿De qué le serviría a Él?
—No os entretengáis, niños. Casi es hora de ir al colegio.
—¿De qué le sirvió a Él, mamá, que entraran los perros?
—No lo sé, pero algún día lo entenderemos, Rufus. Si tenemos mucha paciencia.
No debemos preocuparnos por cosas que no podemos entender. Sólo tenemos que
estar seguros de que Dios sabe lo que hace mejor que nadie.
—Seguro que se colaron cuando Él no estaba mirando —dijo Rufus ansiosamente
—. Seguro que si Él hubiera estado allí, no les habría dejado. ¿Verdad que se colaron,
mamá? ¿Verdad que sí?
Su madre dudó y luego dijo cautelosamente:
—No, Rufus, nosotros creemos que Dios está en todas partes, y lo sabe todo, y no
puede ocurrir nada sin que Él lo sepa. Pero el demonio está en todas partes también,
en todas partes menos en el cielo, claro, y siempre nos está tentando. Y cuando
caemos en la tentación, Dios nos permite hacerlo.
—¿Qué es tentar?
—Tentar es…, bueno, el demonio nos tienta cuando queremos hacer una cosa
pero sabemos que no está bien.
—¿Por qué nos deja Dios hacer cosas malas?
—Porque quiere que decidamos nosotros.
—¿Aunque sea para hacer cosas malas delante de sus narices?
—Él no quiere que hagamos cosas malas, sino que distingamos el bien del mal y
que elijamos ser buenos libremente.
—¿Por qué?
—Porque nos quiere y quiere que le amemos, pero si nos obligara a ser buenos no
podríamos quererle lo suficiente. No puedes hacer con gusto lo que te obligan a hacer
y no podrías amar a Dios si Él te obligara.
—Pero si Dios puede hacer cualquier cosa, ¿por qué no puede hacer eso?
—Porque no quiere —dijo su madre impaciente.
—¿Por qué no quiere? —dijo Rufus—. Sería mucho más fácil para Él.
—A-Dios-no-le-gusta-lo-fácil —dijo ella con cierto tono de triunfo, espaciando
las palabras y recalcándolas mucho—. Ni para nosotros, ni para nada, ni para nadie,
ni siquiera para Él. Dios quiere que vayamos a Él, que le busquemos lo mejor que
sepamos.
—Como en el escondite —dijo Catherine.
—¿Qué has dicho? —preguntó su madre ansiosamente.
—Como en el es…
—No es para nada como en el escondite, ¿verdad, mamá? —interrumpió Rufus
—. El escondite no es más que un juego, sólo un juego. Dios no pierde el tiempo
jugando, ¿a que no, mamá? ¿A que no? ¿A que no?
—¡Vergüenza debería darte, Rufus! —dijo su madre vivamente y no sin cierto
alivio—. ¡Vergüenza debería darte! —porque la cara de Catherine se había hinchado,

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y la niña había apretado los labios, y la mirada airada de sus ojos encendidos y
ardientes iba de su hermano a su madre y de ésta otra vez a su hermano.
—No pierde el tiempo jugando —insistió Rufus, enfadado y sorprendido ante el
giro que había tomado la conversación.
—¡Basta, Rufus! —exclamó de pronto su madre con severidad, y se inclinó y dio
unas palmaditas en la mano de Catherine, lo que hizo que la barbilla de ésta temblara
y las lágrimas rebosaran de sus ojos—. Vamos, vamos, tesoro. Vamos. Dios no juega.
En eso tiene razón Rufus, pero es verdad que en algunos aspectos es como el
escondite. Tienes toda la razón.
Al oír esto Catherine se deshizo en lágrimas y Rufus se quedó horrorizado, menos
a causa del llanto de su hermana, que le irritaba y le ponía celoso, que a causa de su
repentina soledad. Pero el llanto de Catherine era tan triste que, enfadado y celoso
como estaba, se avergonzó y sintió lástima de ella, y trataba en vano de encontrar la
forma de demostrar que lo sentía cuando su madre le miró furiosa y le dijo:
—Y ahora vete y prepárate para ir al colegio. Tendré que decirle a papá que eres
un niño malo.
Ya en la puerta, unos minutos después, cuando su madre se inclinó para darle un
beso de despedida y vio su cara, interpretó mal la causa y dijo, con mayor dulzura
pero muy firmemente:
—Rufus, ya veo que lo sientes, pero no debes ser malo con Catherine. No es más
que una niña pequeña, es tu hermanita, y nunca debes ser desconsiderado con ella ni
herir sus sentimientos. ¿Entiendes? ¿Entiendes, Rufus?
Él asintió y sintió una gran tristeza por su hermana y por él mismo a causa de la
dulzura de la voz de su madre.
—Ahora vuelve y dile cuánto lo sientes, y date prisa o llegarás tarde al colegio.
Entró tímidamente con su madre y se acercó a Catherine; ella tenía la cara
hinchada y enrojecida y le miraba desolada.
—Rufus quiere decirte, Catherine, que siente mucho haber herido tus
sentimientos —dijo la madre.
Catherine lanzó a su hermano una mirada brutal y recelosa.
—Lo siento, Catherine —dijo él—. De verdad que lo siento. Porque eres una
niña, una niña pequeña, y…
Pero al oír esto Catherine rompió a llorar a gritos y metió con fuerza los puños en
el plato mientras Rufus, mudo de asombro, era enviado a toda prisa al colegio.

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Capítulo 6
Cuando Jay vio cómo estaban las cosas en la granja se enfadó por haberse
angustiado y alarmado tanto; tardó poco en darse cuenta de que todo había ocurrido
en gran medida como había sospechado. Como de costumbre, Ralph había perdido la
cabeza, y aunque ahora estaba muy avergonzado de sí mismo, seguía a la defensiva, y
todos, incluido Jay, trataban de asegurarle que había hecho lo que debía. Jay imaginó
hasta qué punto debía de haber necesitado sentirse útil, hacerse cargo de la situación.
No podía tener muy buena opinión de él, pero le compadecía. Pensó que entendía
muy bien cómo había ocurrido todo.
Lo cierto es que lo entendía muy poco, y Ralph lo entendía muy poco más.
A última hora de la tarde anterior su padre había sufrido un ataque mucho más
serio y doloroso que cualquiera de los anteriores. A los pocos minutos, su mujer había
caído en la cuenta de la gravedad de la situación y había despertado a Thomas Oaks.
Thomas había ido a toda prisa al otro lado de la colina, había levantado a Jessie y a
George Bailey y, sin esperarlos, había vuelto, había ensillado su caballo y lo había
fustigado para que corriera lo más deprisa posible hasta LaFollette. El médico había
ido a visitar a un enfermo; Thomas dejó el recado y se dirigió a casa de Ralph. En el
momento en que éste se enteró de la noticia, sintió verdadero pánico ante la
responsabilidad que aquello significaba. Preguntó si el médico estaba ya allí. Thomas
le contestó y Ralph se dio cuenta entonces de que su madre le había pedido a él que
corriera a buscar al doctor antes de llamar siquiera a su hijo a su lado. Apartó de su
mente el pensamiento por mezquino y malintencionado, pero éste siguió allí,
lacerándole como un erizo. Sin embargo, pensó que no era momento para
resentimientos; no sólo él, sino también Sally, debían ir en ayuda de sus padres,
debían estar allí (Sally nunca me perdonaría no haber estado) si padre tenía que morir
(sería la única nuera que estuviera allí, la mujer del único hijo presente, y su madre
nunca lo olvidaría). Volvió apresuradamente y dijo a Sally lo que ocurría mientras se
vestía a toda prisa, iba corriendo dos casas más allá, golpeaba ruidosamente la puerta
de los Felts y se disculpaba por los golpes explicando (con una voz ya humedecida
por las lágrimas) que su padre se hallaba a las puertas de la muerte, si es que no las
había traspasado ya, y que no les habría despertado de no saber que estarían más que
dispuestos a ayudar para que Sally pudiera ir también. Estuvieron muy amables y la
señora Felts llegó antes de que Sally hubiera acabado de peinarse. Mientras tanto,
Ralph cruzó la calle corriendo para ir a su oficina, abrió con la llave el cajón de su
escritorio y bebió dos tragos largos de whisky en medio de la oscuridad. Se metió la
botella en el bolsillo y corrió a poner el coche en marcha. Se habían dado tanta prisa
que adelantaron a Thomas cuando éste, en su caballo, apenas había cruzado el límite
del pueblo, mientras ellos, como se dijo Ralph a sí mismo con la mirada baja y fría
sobre el volante y pensando en Barney Oldfield[1], iban «como a cien» —en cualquier
caso lo más deprisa posible que se podía viajar sin peligro por esas horribles

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carreteras y quizá un poco más— en el Chalmers que había elegido porque era un
coche mejor y más caro que el de su hermano, un coche acerca del cual la gente no
hacía chistes. Su primer impulso, cuando vio delante el caballo y el jinete, fue tocar la
bocina, tanto para dar a conocer su presencia como a modo de advertencia y de
saludo, pero recordó a tiempo la gravedad de la situación y no lo hizo, reflexionando,
cuando era ya demasiado tarde, que Thomas quizá pensaría que le había hecho un
desprecio, como si le hubiera adelantado en la calle sin saludarle, y se irritó con él
por abrigar quizá un sentimiento tan mezquino en un momento semejante.
Fueron casi dos horas de angustia y miedo impotentes las que pasaron hasta que
llegó el médico. Es posible que durante ese tiempo Ralph sufriera más que ningún
otro. Porque además de experimentar, o creer que experimentaba, todos los dolores
que debía de padecer su padre y todo el dolor y la angustia de su madre —además de
las emociones menores de todos los presentes—, sufría una profunda humillación.
Cuando entró precipitadamente y tomó a su madre entre sus brazos, pensó que su voz
y su actitud eran exactamente las que debían ser, que se mostraba como un hombre
que, a pesar de sentir un dolor sin límites, era capaz también de demostrar una
entereza ilimitada, de sostener a otros en su dolor y de responsabilizarse de todo lo
que fuera necesario. Pero aun en ese primer abrazo pudo ver que su madre ocultaba
con dificultad su deseo de apartarse de él. Permaneció junto a ella una y otra vez,
abrazándola, sollozando sobre su hombro, acariciándola, diciéndole que debía ser
valiente, que no debía intentar ser valiente, que se apoyara en él y que llorara hasta
hartarse, porque, naturalmente, en un momento así querría sentir muy cerca a sus
hijos, pero una y otra vez notaba en ella esa misma rigidez paciente y su voz le
desconcertaba. Todos los presentes, incluido con el tiempo el mismo Ralph, se dieron
cuenta de que le estaba haciendo todo más difícil, pero sólo su madre supo que él
suplicaba consuelo en vez de proporcionarlo. No estaba en absoluto enfadada; le
compadecía y deseaba poder ayudarle, pero no pensaba en él, su corazón no estaba
con él, y los sollozos del hijo y el olor de su aliento le daban náuseas. Lo que a él le
desconcertaba en su voz era su lejanía. Empezó a darse cuenta de que no
proporcionaba a su madre ningún consuelo, de que ella no se apoyaba en él, de que,
tal como siempre había temido, no le quería realmente. Redobló sus esfuerzos por
tranquilizarla y mostrarle su firmeza. Y cuanto más lo intentaba, más lejana se hacía
la voz de ella. Media hora después la expresión de su cara no era menos desesperada
de lo que había sido cuando la había visto por primera vez. Y comenzó a pensar que
todos le vigilaban, que pensaban que no servía para nada y que su madre no le quería.
Las mujeres le miraban de un modo, los hombres de otro. Se dijo que su mujer
pensaba mal de él y ni siquiera le compadecía; por la forma en que le miraba se sintió
baboso y gordo, y, de pronto, con un odio terrible, estuvo seguro de que ella preferiría
acostarse con hombres que no tuvieran barriga. ¿Con cuál? Con cualquiera, mientras
su barriga no les estorbara. En cuanto a Jessie, sabía que ella siempre le había odiado
tanto como él la odiaba a ella. Y en cuanto a George Bailey, que estaba sencillamente

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allí sentado con su fornido pecho y una expresión muy seria en la cara, siempre tenía
cuidado de mirar hacia otro lado cuando sus miradas se encontraban. George se creía
el doble de hombre que Ralph y, en ese momento, también el doble de bueno, mejor
con sus suegros de lo que era Ralph con los de su propia sangre; y todos sabían que
George era el doble de hombre y sólo estaban tratando de no decirlo, ni de pensarlo
siquiera, ni de dejar que Ralph supiera que era eso lo que pensaban. Hasta Thomas
Oaks, un peón ignorante que ni siquiera sabía leer ni escribir y sólo estaba sentado
ahí con sus manos fibrosas colgando entre las rodillas, con la mirada de sus ojos azul
pálido fija en un nudo del suelo, hasta Tom era más hombre y más útil también.
Cuando éste se levantó y dijo que si no había nada que pudiera hacer lo mejor sería
que subiera al desván, pero que si podía hacer algo no tenían más que decírselo,
Ralph comprendió. Supo que Tom podía ser ignorante pero que no lo era tanto, pues
sabía que era mejor dejar sola a la familia; y cuando la madre de Ralph dijo «Está
bien, Tom», Ralph detectó más vida, y más amabilidad y más agradecimiento en su
voz que en cada una de las palabras que le había dirigido a él durante toda la noche; y
mientras miraba cómo Tom subía la escalera, pesada y silenciosamente, peldaño tras
peldaño, pensó: ahí va uno que es más hombre que yo, que sabe cuándo debe quitarse
de en medio; y pensó: ayuda mucho más marchándose de lo que ayudo yo
quedándome, y pensó: todos en esta habitación preferirían que me fuera yo, y gritó,
con una voz que sonó áspera aunque había tratado de que sonara simpática a todos,
exceptuando a Tom: «Está bien, Tom, vete a dormir»; y Tom asomó la cabeza por la
trampilla del techo, y le miró con sus ojos azules y vacíos, y dijo: «Está bien, señorito
Ralph», y de pronto Ralph se dio cuenta de que Tom no tenía ninguna intención de
dormir y que estaría allí arriba, solo, sin pestañear siquiera, dispuesto por si acaso le
necesitaban; y que había reconocido su malicia, su deseo de humillarle, y en lugar de
eso le había humillado a él ante su madre y su esposa y su padre agonizante. «Está
bien, señorito Ralph». ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué es lo que está bien?, deseó
gritarle. «¿Qué es lo que está bien, miserable hijo de puta?», pero se contuvo.
Cada vez que sentía las miradas de todos especialmente fijas en él, se acercaba a
su madre de nuevo, y la abrazaba, y estrechaba su cabeza contra su pecho, y trataba
de decirle cosas que la hicieran llorar, y cada vez que lo hacía, la voz de su madre
sonaba un poco más lejana, y su rostro parecía un poco más viejo y más ajado, y él
era cada vez más consciente de las miradas fijas en él y de los pensamientos que
había tras esas miradas, y cada vez se apartaba de su madre como si sólo pudiera
soportar dejar de consolarla un momento porque había cosas más importantes a las
que debía atender, asuntos de vida o muerte de los que únicamente podía ocuparse él,
el hijo, el hombre de la familia, ahora que su pobre padre yacía allí tan cerca de la
muerte. Pero no había otra cosa que hacer más que esperar al médico. Ya habían dado
al enfermo la medicina que éste había dicho que le administraran, y le habían dado
tanto té de ginseng —que, según les había dicho el doctor no podía hacerle ningún
daño—, que la madre de Ralph decidió que no debían darle más. El padre tenía la

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cabeza baja y los pies apoyados en unas piedras calientes envueltas en franela, y la
madre mantenía a todos los demás en la parte más lejana e iluminada de la
habitación, permitiendo solamente unas visitas muy breves. No había nada que hacer,
nada de que ocuparse, y cada vez que Ralph se apartaba de su madre con actitud de
autoridad heroica y volvía a descubrir ese hecho, se sentía como si alguien hubiera
retirado su silla delante de todo el mundo cuando él iba a sentarse en ella, y empezó a
pensar que iba a consumirse y a morir si no bebía otro trago. Dijo con voz ahogada y
recatada un «Disculpadme» que para las mujeres significaría que tenía que ir a vaciar
la vejiga, y esa vez echó un buen trago, y cuando volvió descubrió que ya no le
importaba si le miraban o no, o si adivinaban para qué había salido realmente; por
menos de nada habría sacado la botella para blandiría ante ellos. Pero antes de que le
fuera posible usar la misma excusa de nuevo, sintió una sed mayor que antes.
Entonces se dio cuenta por primera vez de que estaba borracho. Se avergonzó
terriblemente de sí mismo; emborracharse en ese momento, junto al lecho de muerte
de su padre, cuando su madre le necesitaba más que nunca, y sabiendo, porque para
entonces había aprendido a aceptar lo que decía la gente, que cuando estaba borracho
no servía absolutamente para nada. Y encima de eso sentir tanta sed. Se sobrepuso
con toda la severidad y toda la fuerza de que era capaz. Dios sabe que tienes que
calmarte, se dijo. O te calmas o… Dios sabe que lo harás. Lo harás. Se levantó
bruscamente, y se adentró en la oscuridad, y se mojó la cara y el cuello. Y entonces se
dio cuenta de que podía beber otro trago, en ese momento. Uno pequeño. Para
calmarse. Se maldijo y volvió a mojarse la cara y, antes de entrar otra vez, se secó
cuidadosamente con el pañuelo. Se dio cuenta de que para todos los presentes en la
habitación esos dos silencios habían significado dos tragos más. Hizo una mueca
cínica. Dios sabía que él estaba muy seguro de lo que hacía. Sintió como si tuviera
una gran fuerza física, y en medio de esa sensación su sed era sólo como el golpe
propinado a un punching-ball, un placer propinarlo y un placer prepararse para
resistir su impacto. Pero la sed volvía aún más feroz, como un dolor irresistible. No,
por Dios, volvió a decirse. Pero luego comenzó a reflexionar. Si de todos modos
pensaban que había ido a echar un trago —dos, de hecho—, entonces, en cierto
modo, tenía derecho a ellos. A tres, en realidad: el tercero porque sabía que habían
interpretado su mueca cínica como el descaro propio de un borracho. Después de
todo, no era por él por quien no quería estar borracho. Si se reprimía era por ellos.
Pero si de todas formas iban a culparle de ello, ¿qué sentido tenía no beber? Además,
sabía que cuando de verdad quería, podía aguantar el alcohol tan bien como
cualquiera. Se lo demostraría. Pero no era fácil pensar cómo salir de allí. No puedo ir
a orinar tan pronto. Ni a mojarme la cara y el cuello. De pronto sintió una vergüenza
terrible. Por Dios que no lo haría. No permanecería allí planeando cómo beber un
trago mientras su padre agonizaba y mientras su madre le miraba sabiendo lo que
pensaba sin decir una palabra. ¡Por Dios que no lo haría! Eso sí que no. Se propuso
desterrar de su mente todo aquello y pensar sólo en su padre, no en cómo le había

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temido siempre, ni en cómo había deseado que le demostrara su aprobación, ni en
cómo había deseado que estuviera muerto, sino en cómo yacía allí ahora, viejo y
destrozado, abandonado casi al final del camino, sí señor, como un rescoldo que se
apagara; y al poco rato estaba sollozando, y hablando a su padre a través de sus
sollozos, y un rato más y comenzó a darse cuenta de que había encontrado la salida.
Su lucha contra la tentación, su constante repetir «Soy un inútil» y «Soy el hijo que él
ha valorado menos aunque soy el que más le quiere», y las voces de las mujeres que
trataban de calmarlo, de tranquilizarlo, no hicieron sino acrecentar sus lágrimas, la
exuberancia de sus emociones y su verbosidad, y pronto se dio cuenta de que aquello
resultaba útil y empezó a aprovecharlo. Hacia el final, toda emoción sincera le había
abandonado y tuvo que esforzarse, hacerse cosquillas y torturarse para producir
sentimientos y pruebas suficientes de la inminencia de una crisis nerviosa que no
impondría a nadie, y cuando finalmente creyó que había llegado el momento
adecuado salió precipitadamente de la habitación casi tirando al suelo a su mujer que
estaba sentada en una mecedora. En el instante en que se encontró fuera no sintió
nada más que la ferocidad de su sed. Se apoyó en el muro de la casa, quitó el corcho a
la botella, envolvió el gollete con sus labios tan vorazmente como prende el pezón un
bebé hambriento y la empinó.
¡Nooo! Con un gemido lastimero golpeó su sien contra la pared de la casa tan
violentamente que apenas pudo mantenerse en pie y arrojó la botella lo más lejos
posible. «¡Oh, Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!», gimió mientras las lágrimas le abrasaban
las mejillas. ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¿Por qué no se había asegurado antes de salir de
la oficina? No quedaba ni para medio trago.
Se aplicó varias veces el pañuelo a la sien y se inclinó hacia la zona iluminada por
la luz. Era sangre, sí. Sintió náuseas. Volvió a aplicarse el pañuelo. No mucha. Se lo
aplicó otra vez; y otra. En cualquier caso, no chorreaba. Respiró hondo y volvió a
entrar en la habitación.
—He tropezado —dijo—. No es nada.
Pero aun así Sally se acercó, y su madre se acercó también, y ambas examinaron
su frente cuidadosamente, fingiendo que era totalmente natural tropezar en un patio
de tierra apisonada, y cuando coincidieron en que solamente se trataba de un buen
chichón que no requería mayores cuidados, él se sintió de pronto tan triste y tan
pequeño como un niño y pensó que ojalá lo fuera.
Su rabia, y su desesperación, y la sacudida del golpe le habían calmado y
despejado tanto que ahora ya no podía ni odiarse a sí mismo. Se sentía sobrio y
tranquilo. Su tristeza aumentó y se volvió casi insoportable, y por primera vez aquella
noche y una de las pocas veces que lo había hecho en su vida, empezó a ver las cosas
más o menos como eran. Sí, allí en la cama, más allá de la luz cuidadosamente
velada, gimiendo de vez en cuando, con una respiración tan irregular y agitada que
parecía que fuese la tristeza y no la muerte lo que la alteraba, su padre, su propio
padre, se acercaba en efecto a su última hora; y su madre, su propia madre,

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permanecía allí sentada, callada y paciente, y muy fuerte. Probablemente no había
nadie en el mundo más fuerte que ella para consolarle. ¿Y él? Sí, aunque sirviera de
poco, él estaba allí y era el único hijo que se hallaba presente. Pero no había especial
mérito en ello; era el único hijo que vivía cerca. Y si vivía cerca era porque carecía
del coraje, la inteligencia, la energía y el valor necesarios para independizarse. Eso
era realmente: carecía de valor para independizarse. Siempre necesitaba estar cerca.
Necesitaba sentir cerca el apoyo de sus padres, su compañía. Vivía casi diariamente
con la esperanza de que si estaba cerca, si estaba siempre a mano cuando le
necesitaban, si les demostraba siempre cuánto les quería, quizá podría estar seguro al
fin de haberse ganado su aprobación, su respeto. No creía, no podía recordar, haber
respirado sobrio una sola vez como por derecho propio, pensando, no me importa lo
que piense nadie de mí, así soy y así es como hago las cosas. Todos sus actos, cada
tono que adoptaba su voz, obedecían a su idea de qué podría causar una mejor
impresión en los demás. Era más esclavo de eso, de la opinión que pudieran tener de
él, de lo que había sido nunca ningún negro. Y la maldad, la temeridad que
demostraba cuando estaba suficientemente bebido, él sabía que no eran nada buenas,
que no eran buenas en absoluto. Ni siquiera eran reales. Sólo eran lo que él deseaba
ser, y ni siquiera eso, porque lo que él deseaba no era ser temerario sino valiente, algo
muy diferente, y no ser malo sino orgulloso, algo muy diferente también. ¿Y qué era
lo peor? Lo peor era que alguna vez, muy de tarde en tarde, se veía tal como era, y
entonces creía que al verse tan claramente podía cambiar, que lo único que necesitaba
era una mente clara, y paciencia, y valor; y al mismo tiempo sabía que nunca lo haría,
que nunca cambiaría, sino para peor; que no tenía una mente clara, ni una paciencia,
ni un valor que duraran más allá del poco tiempo que exigía (y aun esto era suficiente
para hacer que todo él se estremeciera) solamente poder, muy de tarde en tarde,
pararse a ver cómo era realmente. Era débil: eso lo veía con suficiente claridad. Un
inútil. Eso lo veía también. Incompleto de alguna manera, como un pollo que sale del
cascarón con el cuello torcido y así crece. Como su pobre hijo Jim-Wilson, que ya
empezaba a dar muestras de debilidad con sus pobres ojos descoloridos, su
dependencia de Sally, el terror que le inspiraba su padre cuando estaba borracho o
hasta cuando bromeaba con él, su facilidad para el llanto. No debería haber tenido
hijos, pensó Ralph. No debería haber nacido nunca.
Y al mirarse ahora, ni se despreciaba, ni se compadecía, ni culpaba a los otros por
lo que podían opinar de él. Sabía que probablemente no pensaban de él tan
increíblemente mal, con tanto desprecio, como él tendía a imaginar. Sabía que nunca
podría llegar a saber realmente lo que pensaban, que su extrema disposición a creer
que lo sabía era otro de sus delirios. Pero estaba seguro de que pensaran lo que
pensasen no podía ser muy bueno, porque no había nada muy bueno que pensar de él.
Pero se dijo que, pensaran lo que pensasen, eran justos, cuando él casi nunca era
justo. Sabía que se equivocaba acerca de su madre. Ahora mismo no le cabía la
menor duda de que le quería realmente, de que nunca había dejado de quererle ni

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nunca dejaría de hacerlo. Hasta sabía que era especialmente tierna con él, que le
quería de un modo distinto de como quería a los demás. Y sabía por qué él pensaba
con tanta frecuencia que no le quería. Era porque le compadecía, y porque nunca
había sentido ni nunca podría sentir ningún respeto por él. Y era respeto lo que él
necesitaba, infinitamente más que amor. No tener que preocuparse de si la gente le
respetaba o no. No tener que pensar nunca que la gente era amable con él porque le
compadecían o le temían. Miró a Sally. Pobrecilla. Me teme. Sally me teme. Y todo
por culpa mía. Sólo mía. Y la odio porque desea a otros hombres, cuando sé que
nunca ha dedicado un solo pensamiento a la infidelidad, y cuando yo soy el hombre
más mujeriego de LaFollette, y medio pueblo lo sabe, y Sally lo sabe también, y es
demasiado bondadosa y me tiene demasiado miedo como para reprochármelo. Y sin
duda yo debería hacer algo, al menos acerca de eso. Cualquier hombre lo haría. Sólo
que yo no soy un hombre. Así que, ¿cómo puedo esperar que la gente me respete, o al
menos que no me desprecie? La gente es justa conmigo y más que justa. Más que
justa, porque no saben cómo soy en realidad.
Y esta noche llega como una prueba, como un juicio, una de esas ocasiones en la
vida de un hombre en que se le necesita y sólo puede ser útil siendo un hombre. Pero
yo no soy un hombre. Soy un bebé. Ralph es un bebé. Ralph es un bebé.

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Capítulo 7
Hannah Lynch decidió que iría de compras ese día, y que, si Rufus quería, le
gustaría llevarle con ella. Telefoneó a la madre de Rufus para preguntarle si tenía
otros planes para él que interfirieran con el suyo y Mary dijo que no; le preguntó si
sabía si Rufus tenía proyectado hacer alguna otra cosa, y Mary, un poco sorprendida,
le dijo que, que ella supiera, no era así, y que, aunque lo fuera, estaba segura de que
le encantaría ir de compras con ella. Hannah, en un arranque de irritación, estuvo
tentada de decirle que no decidiera en nombre de los niños, pero se contuvo y, en
lugar de eso, dijo, bueno, ya veremos, y que estaría allí a la hora en que él volvía del
colegio. Mary le replicó con insistencia que no debía ir —aunque a ella le gustaría
mucho verla, naturalmente—, que sería Rufus el que iría a su casa. Hannah, decidida
a no convertir aquello en un problema, dijo que muy bien, que le estaría esperando,
pero que no debía ir a menos que de verdad quisiera hacerlo. Mary dijo que
naturalmente que querría y Hannah contestó de nuevo, más fríamente: «Ya veremos;
no tiene importancia», y, cambiando de tema, preguntó:
—¿Has tenido noticias de Jay?
Pues Mary había telefoneado a su padre esa mañana para explicarle por qué no
iría Jay a la oficina.
—No —dijo Mary ligeramente a la defensiva, porque de algún modo intuía que la
pregunta implicaba una crítica; y tampoco había esperado tenerlas, a menos que…
—Claro —contestó Hannah rápidamente (pues no había sido su intención hacer
crítica alguna)—. Así que no tenemos motivo para preocuparnos.
—No, estoy segura de que habría llamado si su padre… incluso si hubiera un
peligro grave —dijo Mary.
—Por supuesto que sí —respondió Hannah. ¿Había algo que pudiera traerle a
Mary? Veamos, dijo ésta con cierta vaguedad; bueno; ah sí, pensó que a Catherine no
le vendría mal una camiseta nueva, y que…, pero de pronto recordó que a veces era
difícil convencer a su tía de que aceptara dinero e incluso que le dijera lo que habían
costado las cosas que había comprado de esa manera; y mintió, un poco violenta,
verás, no, muchas gracias, es una tontería de mi parte pero no se me ocurre nada.
Bueno, dijo Hannah, respetando sus escrúpulos y decidida a tener cuidado de
avergonzarla con menos frecuencia (aunque, después de todo, debería poder hacerle
algún regalito de vez en cuando sin que surgiera ese orgullo tonto); está bien;
esperaré hasta las tres, y si Rufus tiene otras cosas que hacer, sólo tienes que
decírmelo. Muy bien, tía Hannah, y muy amable de tu parte haber pensado en él. En
absoluto, me gusta llevarle de compras. Eres muy amable y seguro que a él le
apetece. Quizá. Seguro que sí, tía Hannah. De acuerdo. De acuerdo; adiós. ¿Nos
avisarás si tienes noticias de Jay? Pues claro. Enseguida. Pero la verdad es que no
espero tenerlas. Es muy probable que esté de vuelta para la hora de la cena, o quizá
un poco después. Estaba seguro de poder volver… si… si todo iba, bueno, si todo iba

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relativamente bien. Bueno, está bien, adiós. Adiós. Adiós, la voz de Mary se apagó
suavemente.
—¿Era Jay? —gritó Andrew por encima de la barandilla.
—No, sólo hablaba con Mary —dijo Hannah—. Supongo que no era tan grave
después de todo.
—Esperemos que no —dijo Andrew, y volvió a su pintura.
Hannah se arregló para ir a la ciudad. Cuando Rufus llegó, sin respiración, la
encontró en un pequeño sofá de la sala, sentada cuidadosamente para no arrugarse su
largo vestido negro moteado de blanco y hojeando con seriedad un número de The
Nation que sostenía a poca distancia de sus gruesas gafas.
—Vaya —dijo sonriendo mientras dejaba inmediatamente la revista a un lado—.
Llegas muy pronto (no era así; su madre le había hecho lavarse y cambiarse de ropa),
y (observándole atentamente mientras él se apresuraba) estás muy guapo. Pero te has
quedado sin aliento. ¿De verdad quieres venir?
—Oh, sí —dijo él con un rastro de falsedad, pues había sido advertido de que
debía convencerla—. Estoy muy contento de ir, tía Hannah, y muchas gracias por
acordarte de mí.
—Ya… —dijo ella, porque sabía reconocer una cita directa cuando la oía pero
también porque estaba convencida de que, a pesar de aquellas palabras falsas, él decía
lo que sentía—. Eso está muy bien —dijo—. Bueno. Vámonos.
Cogió su sombrero de paja negro, duro y sin adornos, del lugar que ocupaba a su
lado en el sofá y Rufus la siguió hasta el espejo del oscuro recibidor y la miró
mientras ella se colocaba cuidadosamente el alfiler. «Oscuro como el interior de una
vaca —musitó ella con la nariz casi pegada al sombrío espejo—, como diría tu
abuelo».
Rufus trató de imaginar cómo sería el interior de una vaca. Desde luego que sería
oscuro, pero también sería oscuro el interior de cualquier persona o de cualquier cosa,
así que, ¿por qué una vaca? La abuela llegó por el pasillo desde el comedor, sigilosa,
miope y con una sonrisa rígida en los labios aunque se figuraba que estaba sola; el
niño y su tía abuela se hicieron a un lado rápidamente, pero aun así chocó con ellos y
profirió un grito ahogado.
—Hola, abuela, soy yo —gritó Rufus.
En ese mismo momento la tía Hannah se inclinó hacia ella para acercarse a su
oído bueno y dijo en voz muy alta:
—Catherine; sólo somos Rufus y yo.
Y mientras hablaba, ambos pusieron sobre ella una mano tranquilizadora; y Rufus
oyó a Andrew decir arriba entre dientes: «¡Oh, Dios!»; pero su abuela, acostumbrada
a esos sustos, se recuperó enseguida, rió amablemente con su elegante risa cantarina
(que empezaba a sonar ligeramente cascada) y gritó:
—¡Dios mío, qué susto me habéis dado! —y volvió a echarse a reír—. Y aquí está
el pequeño Rufus —dijo sonriendo mientras se inclinaba profundamente hacia él con

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su mirada cegata y alegre y le daba unas palmadas en la mejilla—. Así que estás lista
para salir —dijo animadamente a Hannah.
Ésta asintió aparatosamente, e, inclinándose otra vez para acercarse a su oído
bueno, gritó:
—Sí, ya estoy lista.
—Que lo paséis bien —dijo ella—. Dale un abrazo a la abuela —y abrazó muy
fuerte a Rufus diciendo—: Mm-mm, qué niño más bueno —mientras le daba unas
vigorosas palmadas en la espalda.
—Adiós —gritaron ellos.
—Adiós —dijo ella con una sonrisa radiante mientras les seguía hasta la puerta.
Tomaron el tranvía y se bajaron en la calle Gay. No hubo ni frenesí ni pérdida de
tiempo, como lo habría habido con cualquier otra de las mujeres que Rufus conocía;
nada de la ceremonia que convertía para la abuela el ir de compras en una especie de
bordado rígido; nada de ese apresurado y tímido rechazo a la sensatez con que
compraban los hombres. Hannah se abría paso entre el bullicioso trasiego de la acera
y a lo largo de los numerosos y nutridos pasillos de las tiendas con una tranquila
excitación. Ir de compras nunca había perdido su encanto para ella. Preparaba su
mente y su disposición para ello con tanto cuidado como preparaba su vestimenta, y
raramente había visto Rufus que se viera obligada a consultar una lista aunque
estuviera haciendo complicados recados para otras personas. Sus gustos personales
eran casi tan frugales como sus necesidades; corchetes, trozos de cinta blanca y cinta
negra, automáticos tan diminutos que era difícil manejarlos, puntillas, unos cuantos
metros de tela de algodón blanca o negra en ocasiones y, de vez en cuando, dos pares
de medias de algodón negras. Pero le gustaba encargarse de hacer compras lujosas
para otros, e incluso cuando no existían tales encargos, solía examinar una abundante
variedad de mercancías que no tenía ninguna intención de adquirir, cuidando siempre
con habilidad de no molestar nunca a un dependiente ni dejar desordenado nada de lo
que tocaba, aplicando su debilitada vista tan atentamente como aplica el joyero su
lupa y emitiendo breves exclamaciones de admiración o de ironía. Cuando tenía que
comprar algo, buscaba un dependiente y llevaba a cabo toda la transacción con una
elegante eficiencia que había inspirado en el niño cierto desdén hacia el resto de las
mujeres a las que había visto en las tiendas. Rufus, mientras tanto, prestaba
relativamente poca atención a lo que ella decía o compraba; las palabras pasaban por
encima de él, mera decoración del mundo que contemplaba con tanta fascinación
como su tía; y lo mejor de todo eran las cestas de alambre que, chocando unas con
otras y golpeándose, pasaban presurosas en pequeñas vagonetas allá en lo alto,
llevando de un lado a otro mercancías empaquetadas o sin empaquetar y duros
cilindros de cuero llenos de dinero. Cuando era otra persona la que le llevaba de
compras, Rufus se aburría mortalmente, pero Hannah compraba como un amante de
la pintura visita un museo, y su placer aclaraba la mirada de Rufus y convertía el
mundo del comercio en una fuente inagotable de delicias. Si eran su madre o su

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abuela las que compraban, la cinta métrica que colgaba del cuello de la dependienta y
el bloc de papel carbón en el que ésta anotaba las adquisiciones se le antojaban a
Rufus movedizos e incómodos, pero en compañía de su tía abuela, la cinta y el bloc
eran instrumentos fascinantes que requerían habilidad, y las amas de casa que por lo
general enrarecían el aire de las tiendas con su ansiedad e insensatez eran en lugar de
eso como un mar estimulante que su tía surcaba con la mayor destreza. Ella no le
hablaba mucho ni se preocupaba de él, pero tampoco estaba Rufus dispuesto a
aventurarse más allá del alcance de la débil vista de ella, porque disfrutaba con su
compañía y de todos los adultos era la más considerada. Cada diez minutos más o
menos se acordaba de preguntarle cortésmente si estaba cansado, aunque él rara vez
se fatigaba en su compañía; con ella nunca le daba vergüenza decir que tenía que ir al
baño, ya que eso no parecía molestarla, y, en consecuencia, raramente necesitaba ir a
los lavabos en estos viajes que hacían juntos al centro. En esta ocasión Hannah
compró unas cuantas cosas de las más sencillas para ella, otras más complicadas para
su cuñada y un precioso pañuelo transparente y floreado para el cumpleaños de Mary,
haciendo a Rufus partícipe de la sorpresa; luego, en la librería de arte, preguntó si
había llegado la Gramática de la Ornamentación. Pero cuando le mostraron el
enorme volumen magníficamente ilustrado, exclamó riendo: «Dios mío, esto no es
una gramática, es una enciclopedia», y el dependiente rió cortésmente, y ella dijo que
era demasiado grande para llevársela y pidió que se la enviaran a casa. Pero debían
garantizarle que se la entregarían a ella personalmente y no más tarde del veintiuno
de mayo, es decir, dentro de tres días, ¿podía estar completamente segura? No, se
interrumpió en una de esas raras ocasiones en que se confundía o cambiaba de idea,
no podía ser. Entre paréntesis, le explicó a Rufus: «Supón que ocurre un accidente y
que tu tío Andrew lo ve antes de tiempo». Hizo una pausa. «¿Crees que podrás
ayudarme llevando algunos paquetes más?», le preguntó. Él contestó orgulloso que
claro que podía. «Entonces nos lo llevamos ahora», dijo su tía al dependiente, y
después de sopesar y distribuir cuidadosamente los diversos paquetes, volvieron a la
calle. Y allí fue donde la tía Hannah hizo a Rufus una propuesta que le dejó atónito de
gratitud. Se volvió hacia él y le dijo:
—Y ahora, si quieres, me gustaría regalarte una gorra.
Rufus se quedó sin habla y sintió que se ruborizaba. Su tía no pudo ver bien el
rubor, pero su silencio la desconcertó porque había creído que se alegraría
muchísimo. Aunque molesta consigo misma, no pudo evitar sentirse un poco dolida.
—¿O es que preferirías otra cosa? —preguntó en un tono un poco demasiado
amable.
Él sintió una gran dilatación en el pecho.
—¡Oh, no! —exclamó apasionadamente—. ¡Oh no!
—Muy bien, entonces veamos qué podemos hacer —dijo ella más que
tranquilizada, y de pronto intuyó casi en toda su magnitud la larga y desconsiderada
negativa y la importancia que aquella gorra revestía para el niño. Se preguntó si él le

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hablaría de ello, si, de algún modo cobarde o santurrón, trataría de ser «sincero» y
decirle que a su madre le desagradaba la idea (aunque ella suponía que debía serlo, es
decir, sincero), o, mejor aún, si imaginaría que al comprársela ella se arriesgaba a
disgustar a Mary y trataría de advertirle, y se dio cuenta entonces de que debía tener
cuidado de no enfrentarle con su madre. Esperó con curiosidad lo que él podría decir
y, cuando vio que no encontraba las palabras adecuadas, dijo:
—No te preocupes por Mary… por mamá. Estoy segura de que si supiera que
realmente la quieres, te la habría comprado hace mucho tiempo.
Él se limitó a proferir un murmullo cortés y avergonzado y ella se dio cuenta, con
pesar, de que no sabía cómo manejar adecuadamente la situación. Pero estaba segura
de que no iba a negarle por eso lo que le había ofrecido; apretó los labios y, gracias a
un inexplicable destello de intuición, dejó atrás Millers, una tienda del gusto de las
damas maduras en la que la madre de Rufus siempre compraba las mejores ropas, las
cuales, en el mejor de los casos, eran las que éste elegía en segundo lugar, y giró para
dirigirse a Market Street y a Harbisons, una tienda que vendía exclusivamente ropa
para hombres y niños y que, según Rufus había oído decir a su madre por casualidad,
ésta consideraba «ordinaria», «llamativa» y «vulgar». Y desde luego era aquél un
mundo totalmente ajeno a las mujeres. Unos hombres no muy agradables se volvieron
a mirar a aquella solterona que llevaba a remolque a un niño radiante y consternado,
pero ella era demasiado corta de vista como para entender sus miradas, y,
dirigiéndose con aplomo al hombre más cercano con apariencia de dependiente (no
llevaba sombrero), preguntó enérgicamente, sin vergüenza ninguna:
—Por favor, ¿dónde puedo encontrar una gorra para mi sobrino?
Y el hombre, impulsado a la cortesía por el desconcierto, encontró a un
dependiente que la atendiera, y éste los condujo a la parte trasera, más oscura, de la
tienda.
—Bueno, veamos qué es lo que te gusta —dijo tía Hannah; y de nuevo el niño
volvió a sorprenderse.
La primera elección que ofreció fue tan dolorosamente conservadora que ella
intuyó el temor y la hipocresía que ocultaba y le dijo con cautela:
—Es muy bonita, pero ¿por qué no miramos un poquito más?
Vio una distinguida gorra de sarga oscura, con una visera casi invisible, que
seguramente sería la que Mary preferiría, pero dudó si debería hablar de ella, y una
vez que Rufus comprendió que su tía no tenía ninguna intención de entrometerse, sus
gustos la sorprendieron. El niño trató de ser cauteloso, más por cortesía, pensó ella,
que por mentir, pero quedó claro que lo que quería a toda costa era una estruendosa
gorra de lana a cuadros verde jade, amarillo canario, blanco y negro, que sobresalía
varios centímetros a cada lado por encima de sus orejas y tenía una enorme visera
bajo la cual su cara casi desaparecía. Era una gorra, pensó, que hasta un petimetre de
color podía considerar un poco llamativa, y sintió la dolorosa tentación de intervenir.
A Mary le daría un ataque de histeria; a Jay no le importaría, pero le preocupaba por

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Rufus que se echara a reír; hasta los niños del barrio, se temía, muy probablemente se
mofarían de la gorra en lugar de admirarla, sobre todo, pensó con amargura, si
efectivamente la admiraban. Causaría problemas sin fin y quizá el pobre niño se
arrepentiría pronto de haberla elegido. Pero antes se dejaría azotar que imponerle su
voluntad.
—Es muy bonita —dijo de la forma menos seca que pudo—. Pero piénsalo bien,
Rufus. Vas a llevarla mucho tiempo, ¿sabes?, y con ropas muy diferentes.
Pero a él le era imposible pensar en nada que no fuera aquella gorra; hasta podía
imaginar el respeto que impondría después de haberla maltratado un poco.
—¿Estás seguro de que te gusta? —dijo tía Hannah.
—Oh, sí —dijo Rufus.
—¿Más que ésta? —dijo Hannah señalando la discreta gorra de sarga.
—Oh, sí —dijo Rufus sin apenas oírla.
—¿O que esta otra? —dijo ella mostrando una elegante gorra de cuadritos
blancos y negros.
—Creo que es la que más me gusta de todas —dijo Rufus.
—Muy bien, entonces la tendrás —dijo tía Hannah volviéndose hacia el
imperturbable dependiente.

Al despertarse en la oscuridad vio la ventana. Los visillos, una ola alta, hendida,
llegaban hasta el suelo; transparentes, formando pliegues, festoneados en los bordes
centrales como las valvas de una criatura marina, se movían deliciosamente en el
aire que entraba por la ventana abierta.
Allá donde los tocaba la luz del farol de acetileno de la calle, eran blancos como
el azúcar. El extravagante follaje labrado en ellos por la maquinaria destacaba aún
más blanco donde la luz los rozaba mientras que era negro en el tejido que colgaba
fláccido.
La luz empujaba contra los visillos las sombras de las hojas, que se movían con
ellos y sobre el cristal desnudo.
Allá donde la luz rozaba las hojas, de un verde ácido, éstas parecían arder.
Donde no las tocaba, eran del más oscuro de los grises y más oscuras aún. Bajo
aquellos miles de hojas estrechamente reunidas habitaba una luz no natural o la más
profunda de las oscuridades. Sin tocarse las unas a las otras, se agitaban en silencio
cuando el árbol se movía en su sueño.
Justo enfrente de su ventana había otra. También detrás de esa ventana abierta
había visillos que se movían y sobre los cuales se movían las sombras dispersas de
otras hojas. Más allá de los visillos y del cristal desnudo, la habitación estaba tan
oscura como la suya.
Oyó la noche estival.
El aire vibraba con el griterío exhausto de las cigarras como una campana cuyo

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sonido se desvaneciera. Los enganches de unos vagones chocaron y se acoplaron;
una locomotora respiró pesadamente. El motor de un coche llevó más allá de lo
audible las furiosas expresiones de su incompetencia. Los cascos de un caballo
despertaron, a lo largo de la calle hueca, los ritmos perezosos del más lánguido de
los bailarines calzados con zuecos, y, trazando círculos sin fin, unas llantas de hierro
chirriaron interminablemente tras ellos. A lo largo de las aceras, con tacones
afilados y un arrastrar de suelas de cuero, hombres y mujeres jóvenes iban y venían.
Una mecedora dejaba oír un repetido esfuerzo de pulmón enfermo; como la nota
única de un birimbao espléndido, rechinaba en un porche la cadena de un columpio.
En algún lugar cercano, íntimamente unido a dos centímetros de césped húmedo
entre las dos casas, cantó un grillo y fue respondido como por su propio eco.
Humildes bajo los triunfantes gritos infantiles que rasgaban la oscuridad como
raudales de fuego, voces de hombres y mujeres entrechocaban alegremente en los
porches, y en la habitación de al lado; como el girar de una cabria que levantara
trabajosamente su carga, como el chorro más suave de agua fresca, oyó las voces de
hombres y mujeres que le eran familiares. Gruñían complacidas; subían de volumen
y se desparramaban; y mirando las ventanas, escuchando el corazón de la imponente
campana de la oscuridad, descansó en una paz perfecta.

Dulce, dulce oscuridad.


Oscuridad mía. ¿Me oyes? Oh, ¿eres hueca, toda tú una oreja que escucha?
Oscuridad mía. ¿Me miras? Oh, ¿eres redonda, toda tú un ojo guardián?
Oh, dulcísima oscuridad. La más dulce, la más dulce de las noches. Mi oscuridad. Mi
querida oscuridad.
Al abrigo de tu refugio todo viene y va.

Los niños son violentos y arrojados, corren y gritan como vencedores de victorias
imposibles, pero muy pronto, como a mí, les llevarán a dormir.
Los que han crecido como hombres de bien hablan con seguridad y sirven y
protegen con habilidad, pero también a ellos, como a mí, les llevarán pronto a la
cama.
Pronto llegarán las horas en que nadie está despierto. Hasta las cigarras, hasta
los grillos callarán como arroyos congelados.
Al abrigo de tu gran refugio.
Oigo a mi padre; nada debo temer.
Oigo a mi madre; nunca me sentiré solo ni me faltará el amor.
Cuando tengo hambre, son ellos los que me proporcionan alimento; cuando estoy
apenado, son ellos los que me confortan.
Cuando estoy atónito o desconcertado, son ellos los que aseguran el suelo bajo
mi espíritu; en ellos confío.

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Cuando estoy enfermo, son ellos los que llaman al médico; cuando estoy sano y
feliz, es en sus ojos donde veo más claramente que soy amado; hacia el resplandor de
sus sonrisas elevo mi corazón y en su risa encuentro mi mayor delicia.
Oigo a mi padre y a mi madre y ellos son mis gigantes, mi rey y mi reina,
comparados con los cuales no hay nadie en este mundo tan sabio, ni tan digno, ni tan
honrado, ni tan valiente, ni tan hermoso.
Nada debo temer; nunca me faltará su amorosa bondad.
Y los que hablan con ellos en esa habitación bajo cuya puerta yace, como un
esclavo guardián, el lingote de oro de la luz son mi tío, un hombre ingenioso, y mi
tía, una mujer aniñada; aún no los conozco bien, pero ellos y mi padre y mi madre se
quieren, y yo les quiero y sé que ellos me quieren a mí.
Oigo el repicar tranquilo de sus voces y sus risas.
Pero pronto también ellos se irán y la casa quedará casi en silencio, y pronto la
oscuridad, a pesar de toda su indulgencia, tomará a mi padre y a mi madre y los
llevará con ella, como ha hecho conmigo, a la cama y a dormir.
Llegas a nosotros una vez cada día y ni un solo día amanece sin que tú estés
detrás; nos cubres, nos inundas cada noche. Eres tú quien libera del trabajo y quien
reúne a familias y amigos; durante algún tiempo las gentes se sienten tranquilas y
libres, a gusto en compañía; pero pronto, pronto, todos caen en el silencio y la
inmovilidad.
Al amparo de tu refugio, tu gran refugio, oscuridad.
Y a través de ese silencio, tú pasas como si nadie sino tú hubiera respirado
nunca, hubiera soñado nunca, hubiera existido nunca.
Oscuridad mía, ¿te sientes sola?
Escucha tan sólo y yo escucharé contigo.
Mírame tan sólo, y yo miraré en tus ojos.
Piensa tan sólo que estoy despierto y sé que estás aquí; sé mi amiga y yo seré tu
amigo.
No debes temer; nunca te sentirás sola; nunca carecerás de amor.
Cuéntame tus secretos; puedes confiar en mí.
Acércate. Acércate mucho.
Y la oscuridad se acercó. Enterró sus ojos en los ojos del alma del niño diciendo:
Siempre he respirado, siempre he soñado, siempre he existido.
Y casi del mismo modo que, en una noche oscura y en un mar tranquilo, un
marinero puede saber que un iceberg invisible se acerca con sus fauces mortíferas
sólo debido al inesperado hechizo de su aliento, se dio a conocer la nada, esa noche
permanente en la que las estrellas, en sus generaciones agonizantes, son menos que
el destello de un mosquito y las nebulosas son más triviales que el aliento en el
invierno; esa oscuridad en la que la eternidad yace enroscada y pálida, serpiente
muerta dentro de un tarro de cristal, y en la que el infinito no es sino el centelleo de

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un reyezuelo lanzado en dirección al mar; ese abismo inconcebible de silencio
invulnerable en el que los cataclismos de las galaxias desvarían mudos como el
ámbar.
La oscuridad dijo:
¿Cuándo nos reuniremos, niño, dónde estamos, quién eres, niño, quién eres,
sabes quién eres, sabes quién eres, niño; existes?
Él sabía que nunca lo sabría, aunque el recuerdo, casi apresado, imposible de
apresar de nuevo, le atormentaba insoportablemente. Sabía que ese niño en el cual
habitaba no era sino el más cruel de los engaños. Que no era sino la nada de la
nada, condenado por una traición, condenado a ser consciente de la nada. Y sin
embargo, en esa desolación no se hallaba sin compañeros. Porque en el abismo,
invencibles, sin facciones, se movían intuiciones monstruosas. Y en la garganta de la
eternidad, ancha y profunda, ardía la risa fría y delirante de monstruos más extraños
que el más extraño de los monstruos, una crueldad que superaba toda crueldad.
Dijo la oscuridad:
Al abrigo de mi refugio; en mi gran refugio.
En el rincón, no del todo discernible de la oscuridad, surgió una criatura que le
miró.
Dijo la oscuridad:
Oyes al hombre al que llamas padre: ¿cómo podrás temer?
Bajo el lavabo, algo se movió cautelosamente.
Oyes a la mujer que te cree su hijo.
Bajo su cabeza postrada, se abrió la eternidad.
Oye cómo él se ríe de ti y cómo ella consiente divertida.
Los visillos suspiraron mientras los atravesaban poderes incalificables.
La oscuridad ronroneó con delicia y dijo:
¿Qué cambio es ese que revela tu mirada?
Hace sólo un momento era tu amiga, o al menos eso decías; ¿por qué esta
repentina pérdida de amor?
Hace sólo un momento estabas deseoso de conocer mis secretos, ¿dónde están
esas ansias ahora?
Mantente firme, porque ahora, querido mío, llega el momento en que ansias y
amor serán satisfechos para siempre.
Y la oscuridad, sonriendo, se inclinó más íntimamente hacia él, abrió su enorme
boca mellada…
¡Ahhhh…!
Niño, niño, ¿por qué me traicionas así?
Acércate. Acércate mucho.
¡Ohhhh…!

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¿Tienes que ser travieso? Me apenaría enormemente tener que obligarte.
Sabes que no puedes escapar; ni siquiera quieres escapar.
Pero entonces el niño se desgarró en dos criaturas, una de las cuales llamó a
gritos a su padre.
Las sombras permanecieron en su lugar y él tembló entre lágrimas. Vio la
ventana; esperó.
El grillo golpeó con su escoplo; las voces persistieron, plácidas como el salvado.
Pero tras su cabeza, en las altas sombras que su mirada no podía alcanzar,
¿quién osaría soñar qué moraba allí en ese momento?
Las voces se rozaban tranquilas; susurros y murmullos.
Gritó más fuerte llamando a su padre.
De pronto pareció que las voces sonaban huecas, como si cruzaran un puente
cubierto.
Los visillos se hincharon serenamente y serenamente cayeron.
Las sombras permanecieron en su lugar, pero por mucho que el niño se esforzó,
no pudo descubrir qué había en la más oscura de todas ellas.
Las voces recobraron su Languidez anterior.
Volvió rápidamente la cabeza y miró a través de los barrotes de la cabecera de la
cuna. No pudo ver qué era lo que había allí. Se volvió rápidamente otra vez. Fuera lo
que fuese se había ocultado más velozmente aún y permanecía allí, eternamente
quieto, detrás y más allá de lo que él pudiera aspirar a ver.
Miró el lavabo y era sólo un lavabo, pero su ojo era de malvado hielo.
Hasta los visillos de azúcar eran perversos, una boca que balbuceaba
torpemente; y las hojas, al temblar, ahogaban el árbol como una plaga.
Cerca de la ventana, en el papel de la pared, una mancha parda en forma de
serpiente.
Mortífera, la ventana de enfrente le devolvía la mirada.
¿Qué secreto guardaba avaro el grillo? ¿Qué efigie del terror esculpía paciente?
Las voces zumbaban, complacidas e inconscientes como cigarras. Él nada les
importaba.
Llamó a gritos a su padre.
Y ahora las voces cambiaron. Oyó a su padre aspirar una bocanada de aire,
retenerla contra el paladar y expulsarla después duramente contra el tabique de la
nariz con un largo resoplido de contrariedad. Oyó cómo crujía su sillón al levantarse
y oyó los ruidos que hacía su madre y que significaban que estaba molesta por su
contrariedad, que ella se ocuparía de ir a ver qué le pasaba, Jay; sus tíos hicieron
unos ruidos rápidos, ligeros, que expresaban su apoyo, y dejaron de tomar parte en
la discusión, y la voz de su padre, menos severa que el resoplido y que la forma en
que se había levantado del sillón, decía: «No, me ha llamado a mí. Iré a ver qué le

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pasa», y oyó sus pasos dominantes, cansados, que se acercaban. Tuvo miedo porque
ya no estaba tan asustado; por suerte le quedaba la evidencia de las lágrimas.
La puerta se abrió llenando de oro la habitación; su padre se inclinó para cruzar
el umbral, cerró y, en silencio, se acercó a la cuna. Su gesto era amable.
—¿Qué te pasa? —preguntó, ligeramente burlón, con su voz más profunda.
—Papá —dijo el niño con un hilo de voz. Sorbió las flemas de la nariz y se las
tragó.
El padre habló un poco más alto.
—¿Qué le pasa a mi niño? —dijo mientras rebuscaba en el bolsillo y sacaba su
pañuelo—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora?
El áspero lienzo olía a tabaco; con las puntas de los dedos, su padre apartó las
hebras de tabaco de la cara húmeda del niño.
—Suénate —dijo—. Ya sabes que a mamá no le gusta que te tragues eso.
El niño sintió la mano fuerte bajo su cabeza y un sollozo se apoderó de él
mientras se sonaba.
—¿Pero qué te pasa? —exclamó su padre, y ahora su voz era totalmente amable.
Levantó un poco más la cabeza del niño, se arrodilló y le miró a los ojos; el niño
sintió la fuerza de la otra mano, que, sobre su pecho, le daba suaves palmadas. Se
esforzó por sollozar un poco más, pero el momento había pasado.
—¿Una pesadilla?
Él negó con la cabeza.
—Entonces ¿qué te pasa?
Miró a su padre.
—¿Tienes miedo… a la oscuridad?
Él asintió; sintió lágrimas en sus ojos.
—Noooooo —dijo su padre, pronunciándolo «nu»—. Ya eres mayor. Y a los niños
mayores no les asusta la oscuridad. ¿Qué oscuridad te ha dado miedo? ¿Ésta de
aquí?
Y con la cabeza indicó el rincón más oscuro. El niño asintió. El padre se acercó y
encendió una cerilla en el fondillo de sus pantalones.
No había nada.
—Aquí no hay nada raro… ¿Aquí debajo?
Señaló el escritorio. El niño asintió y comenzó a morderse el labio inferior. El
padre encendió otra cerilla y la sostuvo bajo el escritorio y bajo el lavabo después.
No había nada. Allí tampoco.
—Aquí no hay nada más que un trozo viejo de jabón para bebés. ¿Lo ves? —
Acercó el jabón hasta donde pudiera olerlo el niño, que de pronto se sintió mucho
más pequeño. Él asintió—. ¿Algún sitio más?
El niño se volvió y miró a través de la cabecera de la cuna; su padre encendió
otra cerilla.
—Mira, ahí está el pobre Jackie —dijo. Y, efectivamente, allí estaba, en el rincón.

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Sopló para quitar el polvo del perro de peluche y se lo ofreció al niño.
—¿Quieres a Jackie? Está tan solo. Todo este tiempo solito ahí en ese rincón.
El niño negó con la cabeza.
—¿Ya eres mayor para Jackie?
Él asintió, no muy seguro de que su padre le creyera.
—Entonces también eres demasiado mayor para llorar.
Pobrecito Jackie.
—Pobrecito Jackie.
—Pobrecito Jackie, tan solo.
El niño alargó la mano, y lo cogió, y recordó vagamente, mientras le consolaba,
un montón de velas encendidas (y agujas de pino), y un fuerte olor a verde, y un
perro de colores más alegres y mucho más grande que este otro y que le dejó
perplejo, y la enorme cara sonriente de su padre, que decía: «Es un perro». Su padre
recordó también el placer con que había elegido el peluche, y cómo se lo había
comprado demasiado pronto y cómo ahora era demasiado tarde. Consolar al perro
consoló al niño y, antes de que pudiera ocultarlo, surgió de él un gran bostezo que le
pilló por sorpresa. Miró ansiosamente a su padre.
—Te está entrando sueño, ¿no? —dijo su padre; casi no era una pregunta.
Él negó con la cabeza.
—Ya no tienes miedo, ¿verdad?
Pensó en la posibilidad de mentir pero negó con la cabeza.
—El coco se ha ido asustado, ¿verdad?
El niño asintió.
—Pues entonces, duérmete, hijo —dijo su padre.
Vio que el niño no quería que se fuera y de pronto se dio cuenta de que podía
haber mentido al decir que no estaba asustado, y se emocionó, y le puso una mano en
la frente.
—No quieres estar solo —dijo tiernamente—, como el pobre Jackie. No quieres
que te dejemos solo.
El niño no se movió.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo su padre—. Te cantaré una canción y luego
te dormirás como un niño bueno. ¿Lo harás?
El niño apretó la frente contra la mano fuerte y caliente y asintió.
—¿Qué quieres que cantemos? —preguntó el padre.
—La ranita se va a cortejar —dijo el niño; era la canción más larga.
—Es muy larga —dijo su padre—. Es una vieja canción muy larga. No vas a
quedarte despierto tanto tiempo, ¿no?
El niño dijo que sí con la cabeza.
—Bueno —dijo su padre; y el niño aferró de nuevo a Jackie y le miró. El padre
cantó muy bajo y muy suave: La rana se va a cortejar, la rana se va a cortejar, yuhú,
y cantó acerca de la ropa que llevaba la rana, y acerca de Las dificultades y el éxito

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final del cortejo, y acerca de lo que dijeron algunos vecinos, y de quién sería el cura,
y de lo que dijo acerca de esa unión, yuhú, y finalmente de lo que servirían en el
banquete de bodas, yuhú, barbo y té de sasafrás, yuhú, mientras tenía la vista
clavada en la pared y el niño miraba fijamente esos ojos que no le miraban y la cara
que cantaba en la oscuridad. Cada dos versos más o menos el padre miraba hacia
abajo, pero los ojos del niño estaban tan oscuros y tenazmente abiertos al acabar la
canción como habían estado al comienzo, aunque mantenerlos así empezaba a
suponerle un esfuerzo.
El padre se divertía complacido. Una vez que comenzaba, le gustaba cantar. Eran
muchas las viejas canciones que sabía, sus preferidas, y también algunas canciones
populares; y aunque se habría avergonzado si alguien se lo hubiera dicho, disfrutaba
con el sonido de su propia voz.
—¿Aún no te has dormido? —dijo, pero hasta el niño sabía que no había peligro
de que se fuera y negó decididamente con la cabeza.
—Canta «galón» —dijo, porque le agradaba ver el regocijo que provocaba en la
cara de su padre, aunque no entendía por qué. El regocijo llegó y el padre dio
comienzo a la canción, aunque aún más suavemente porque era una canción rápida y
picante, más adecuada para despertar que para incitar al sueño. Le divertía porque
su hijo siempre había creído que decía «galón[2]» y porque a su mujer no le hacía
demasiada gracia su regocijo —y, aunque en menor medida, tampoco a sus
familiares—. Pensaban, lo sabía, que no era un hombre que debiera tomar a broma
la palabra «galón», aunque hacía ya mucho tiempo que la bebida había dejado de
representar un problema para él. Cantó:

Tengo un galón y una novia también, mi niña, mi amor,


tengo un galón y una novia también, mi tesoro, mi amor,
Tengo un galón y una novia también,
mi chica no me quiere pero mi novia sí
esta mañana,
esta tarde,
tan pronto.

Cuando matan un pollo, ella me guarda el ala, mi niña, mi amor,


cuando matan un pollo, ella me guarda el ala, mi tesoro, mi amor,
cuando matan un pollo, ella me guarda el ala, mi amor,
cree que trabajo, pero yo no hago nada
esta mañana,
esta tarde,
tan pronto.

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Cada tarde, hacia las ocho y media, mi niña, mi amor,
cada tarde, hacia las ocho y media, mi tesoro, mi amor,
cada tarde, hacia las ocho y media, mi amor,
me hallarás esperando a la puerta de los blancos
esta mañana,
esta tarde,
tan pronto.

El niño seguía mirándole. Porque había tan poca luz o porque estaba tan
adormilado, sus ojos parecían muy oscuros, aunque su padre sabía que eran casi tan
claros como los suyos. Su padre levantó la mano, sopló para secar la humedad de la
frente del niño, le alisó el pelo y volvió a poner la mano sobre su frente:
«¿Pero qué estás haciendo, ojos inquietos?», cantó muy despacio mientras él y el
niño se miraban,

¿Pero qué estás haciendo, ojos inquietos?


¿Pero qué estás haciendo, ojos inquietos?
¿Pero qué estás haciendo, ojos inquietos?

Los ojos del niño se cerraron lentamente, se abrieron de pronto, casi alarmados,
y se cerraron de nuevo.

¿De dónde has sacado esos ojos?


¿De dónde has sacado esos ojos?
Eres lo mejor y yo te necesito,
¿pero de dónde has sacado esos ojos?

Esperó. Retiró la mano. Los ojos del niño se abrieron y sintió como si le hubieran
sorprendido haciendo algo malo. Su padre le tocó la frente de nuevo, más
ligeramente.
—Duérmete, hijo mío —dijo—. Duérmete ya.
El niño seguía mirándole. Una canción le vino inesperadamente a la cabeza y,
elevando su voz casi al registro de tenor, cantó de forma apenas audible:

Oigo cómo retumban las ruedas del tren,


Ann, ya muy cerca está,
oigo ese tren que llega atronando,
que llega atronando por todo el país.

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Subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
hay sitio para muchos, y para más aún.

* * *

Al niño le pareció que su padre estaba mirando a lo lejos y que al mirar a esos
ojos que miraban tan lejos, él lo hacía también:

Miro allá a lo lejos.


Ann, ¿qué veo allí?
Una bandada de ángeles
que viene tras de mí.
Subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
subid al tren, pequeños,
hay sitio para muchos, y para más aún.

El padre no miró hacia abajo sino que, durante un buen rato, contempló
directamente la pared en silencio y luego cantó:

Cada vez que se pone el sol,


es un dólar más para Betsy Brown,
amor.

Miró hacia abajo. Ahora estaba casi seguro de que el niño se había dormido. En
una voz tan baja que apenas se oía a sí mismo, y de forma que el sonido pasara
sigilosamente sobre el niño casi dormido como una bandada de ángeles
resplandecientes, continuó:

Dice un viejo dicho que todos conocemos:


sólo cuando hay nieve se sigue a un conejo,
amor.

Al llegar a este punto, escuchando con la mano que mantenía sobre el niño,

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esperó de nuevo, porque el final le gustaba tanto que odiaba llegar a él y terminar de
cantar la canción; pero le vino con tal fuerza a la cabeza y deseó tanto cantarlo que
no pudo resistirse por más tiempo:

No lloverá más ni tampoco nevará,

Sintió un frío extraño en la espina dorsal, vio el destello de un gran cedro que se
movía y las lágrimas acudieron a sus ojos:

el sol brillará y el viento soplará,


dulce amor.

Un gran cedro, y los colores de la caliza y de la arcilla; el olor del humo de la


leña y, a la luz color naranja de la lámpara, los troncos silenciosos de las paredes, el
rostro de su madre y su mano surcada de arrugas posada suavemente sobre su frente:
No temas, Jay, no temas. Y antes de que él naciera, antes aún de que alguien le
soñara en este mundo, ella habría descansado bajo la mano de su padre o de su
madre, del mismo modo que ellos, en su infancia, habrían descansado bajo otras
manos, y así a través de las montañas, y así hacia atrás a través de los años hasta
tan lejos como pudiera uno imaginar; hasta Adán, sólo que en su caso nadie le había
tranquilizado; ¿o lo habría hecho Dios?
Cuánto nos alejamos todos. Cuánto nos alejamos de nosotros mismos. Nos
alejamos tanto, dejamos tanta distancia por medio, que nunca podemos volver a
casa. Puedes ir a casa, es bueno ir a casa, pero nunca puedes volver realmente,
completamente, en toda tu vida. ¿Y todo para qué? Todo lo que intenté ser, todo lo
que quise siempre y para lo que me fui, ¿todo para qué?
Sólo de una forma vuelves a casa. Tienes un hijo o una hija y de vez en cuando
recuerdas, y sabes lo que sienten, y es casi como si fueras tú mismo otra vez, tan
pequeño como puedas retroceder en la memoria.
Dios sabía que había tenido suerte en muchos aspectos, y Dios sabía que estaba
agradecido. Todo en su vida era bueno, mejor de lo que podía esperar, mejor de lo
que merecía; sólo que, fuera lo que fuese, por bueno que fuera lo que tuvieras, tú
nunca serías lo que habías sido una vez, y lo que habías perdido no podías volverlo a
tener, y, de vez en cuando, una vez cada mucho tiempo, recordabas, y sabías cuánto
te habías alejado de lo que eras, y, por poco que durara ese recuerdo, te afectaba lo
bastante como para romperte el corazón.
Tuvo sed: imágenes de ocultación y de engaño, de franqueza, de ira y de orgullo
se adueñaron inmediatamente de él e inmediatamente las rechazó. Si alguna vez
vuelvo a emborracharme, se dijo orgullosamente, me mataré. Y tengo muchas y

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buenas razones para no querer matarme. Así que no volveré a emborracharme.
Se sintió consciente de su fuerza, capaz de actuar tanto a favor de sí mismo como
en contra, pero esa agradable sensación de firmeza chocó con el perfecto y límpido
recuerdo que había experimentado por un momento, y tristemente, vanamente, trató
de recuperarlo. Pero lo que recordó ahora, aunque claro y querido, ya no le
conmovió, y se hallaba sumido en la tristeza, con la mente casi en blanco y
contemplando la pared, cuando la puerta se abrió suavemente detrás de él y le
sorprendió un espasmo de rabia y de alarma que se convirtió en vergüenza por haber
experimentado esas emociones.
—Jay —dijo su mujer en voz baja—. ¿No se ha dormido aún?
—Sí, está dormido —dijo él levantándose y sacudiéndose el polvo de las rodillas
—. Debe de ser más tarde de lo que creía.
—Andrew y Amelia han tenido que irse —susurró ella mientras se acercaba. Pasó
ante él, se inclinó y estiró la sábana—. Me han dicho que te dé las buenas noches de
su parte.
Levantó con una mano la cabeza del niño mientras su marido, con el ceño
fruncido, negaba enérgicamente con la cabeza.
—No te preocupes, Jay; está profundamente dormido. —Alisó la almohada y se
apartó—. Les dio miedo despertar a Rufus si te molestaban.
—Vaya. Siento no haberme despedido. ¿Tan tarde es?
—Debes de llevar aquí casi una hora. ¿Qué tenía?
—Una pesadilla, supongo; miedo de la oscuridad.
—¿Está bien? Antes de que se durmiera, quiero decir.
—Claro que sí. —Señaló el perro—. Mira lo que he encontrado.
—¡Dios mío! ¿Dónde estaba?
—En el rincón, debajo de la cuna.
—¡Debería darme vergüenza! Pero, Jay, ¡debe de estar sucísimo!
—No. Lo he sacudido.
Ella dijo tímidamente:
—Me alegraré cuando pueda volver a moverme.
Él le puso una mano en el hombro.
—Yo también.
—Jay —dijo ella apartándose, realmente ofendida.
—Cariño —dijo él divertido y asombrado. La rodeó con un brazo—. Me refería al
bebé. Estoy deseando que llegue.
Ella le miró fijamente (aún no se había dado cuenta de que era miope), le
comprendió, sonrió y luego rió en voz baja avergonzada. Él le puso un dedo sobre
sus labios mientras señalaba la cuna con un movimiento de cabeza. Se volvieron y
miraron a su hijo.
—Yo también, Jay querido —susurró—. Yo también.

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Su madre también le cantaba. Su voz era suave y de un gris tan brillante como
sus ojos grises que él tanto quería. Ella cantaba «Duérmete, hijo mío, duerme. Tu
padre cuida las ovejas», y él veía a su padre sentado en la falda de una colina
vigilando un montón de ovejas blancas en la oscuridad, pero por qué; «Tu madre
sacude el árbol en el país de los sueños, y sobre ti van cayendo unos sueños muy
pequeños», y él veía los sueños que caían flotando por la noche como enormes copos
de nieve y le cubrían en la oscuridad, como cubrían a los niños en el bosque las
hojas grandes y silenciosas hechas de una luz suave y deslumbrante. Ella cantaba
«Ve a decírselo a tía Rhoda»; lo repetía tres veces, y luego, «El ganso gris ha
muerto», y luego «digno es de ser reservado», lo repetía tres veces, y luego «para
hacer con sus plumas un lecho», y luego lo repetía otra vez. Tres veces. «Ve a
decírselo a tía Rhoda»; y luego, otra vez, «el ganso gris ha muerto». Él no sabía qué
quería decir «digno es de ser reservado», y era una de esas cosas que siempre tenía
cuidado de no preguntar, porque aunque sonaba tan bien estaba seguro de que
encerraba algo terrible precisamente porque sonaba así, y pensaba que si ahora
tenía un poco de miedo, si preguntaba y le decían lo que significaba, tendría mucho
más. Sobre todo porque cuando su madre cantaba esa canción, él siempre veía a la
tía Rhoda, que no se parecía a nadie y era como su nombre, misteriosa y gris. Era
muy alta, tan alta como su padre. Estaba de pie junto a un pozo en medio de una
gran llanura abierta de suelo duro y desnudo, muy lejos del lugar desde donde él la
miraba, y aun así podía ver lo alta que era. En la lejanía, a su espalda, se alzaban
unos árboles oscuros y sin hojas.
Ella estaba allí muy quieta y derecha como si fuera a desaparecer y estuviera
esperando a que le dijeran que el ganso había muerto. Llevaba un largo vestido gris
que llegaba hasta el suelo y tenía las manos ocultas entre los pliegues de la falda. Él
nunca podía ver su cara porque quedaba oscurecida por la sombra de la cofia que
llevaba, pero dentro de esa sombra él siempre distinguía el brillo de sus ojos que le
miraban fijamente, no enfadados pero tampoco amables; sólo le miraban y
esperaban. Es digno de ser reservado.
Su madre cantaba «Baja meciéndote, dulce carruaje» y ésa era la mejor canción
de todas. «Vienes para llevarme a mi hogar». La cantaba contenta, y de buena gana,
y tranquila. Un «carruaje» era una especie de carreta pero muy hermosa, porque ese
hogar estaba demasiado lejos para ir andando, estaba muy muy lejos; pero un
carruaje era también como una cereza, sólo que él no podía entender cómo podían
tener algo en común un carruaje y una cereza, pero lo tenían[3]. Ese hogar estaba
muy muy lejos. Demasiado lejos para ir andando, y sólo podías ir allí cuando Dios
mandaba el carruaje a buscarte. Y el carruaje te llevaba. Él no trataba siquiera de
imaginarse cómo sería ese sitio; sólo sabía que era aún más bonito que la casa en la
que él vivía, pero siempre había estado seguro de que era un hogar. Cuando oía
hablar de esa otra casa siempre pensaba en lo feliz que era en la suya, porque
entonces se daba cuenta exactamente de dónde estaba y le hacía sentirse bien estar

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precisamente allí. A su padre también le gustaba cantar esa canción, y algunas veces
en el porche, en medio de la oscuridad, o cuando estaban tumbados sobre un
cobertor en el jardín de atrás, la cantaban juntos. En aquellas ocasiones no
hablaban, sólo escuchaban los pequeños ruidos nocturnos y miraban a las estrellas
sintiéndose muy tranquilos, y felices, y tristes al mismo tiempo, y de pronto su padre
cantaba en voz muy baja, casi como para sí mismo, «Baja meciéndote», y cuando
llegaba a la palabra «carruaje» su madre ya había empezado a cantar también, igual
de bajito, y luego sus voces cantaban más alto «vienes para llevarme a mi hogar», y,
mirando hacia arriba desde donde estaba, él fijaba su mirada en las estrellas, tan
cercanas y amables, con su nube de polvo blanco como harina en lo alto del cielo. Su
padre cantaba de forma diferente que su madre. Cuando él cantaba el segundo
«Baja», ella cantaba «baja» en dos notas con su voz sencilla y clara mientras él
cantaba «meciéndote» pasando de una nota más alta a la nota en que ella cantaba y
difuminando su voz y cargándola sobre la primera nota y haciéndola brotar, ronca y
difuminada, desde la «m» de «meciéndote» con un ritmo que hacía que el cuerpo del
niño se agitara. Y cuando llegaba a «Di a mis amigos que yo voy también», él
comenzaba cuatro notas por encima de ella y cantaba un poco más despacio, y
bajaba, como en sueños, varias notas más de las que ella cantaba, alguna de las
cuales eran como borrosas, como cuando tocabas al mismo tiempo una tecla negra y
la blanca de al lado en el piano de la abuela. Y no decía «que yo voy» sino «que yo-o
voy», y entonces también, como siempre que él cantaba, surgía ese ritmo tan
excitante que a veces le llevaba a cerrar los ojos y a mover la cabeza satisfecho.
Pero su madre cantaba la misma canción de forma clara y afinada con una voz dulce
y tranquila y con menos notas y más sencillas. A veces ella trataba de cantar como él
y él trataba de cantar como ella, pero muy pronto volvían a cantar a su manera,
aunque a él siempre le parecía que a los dos les gustaba mucho la forma en que
cantaba el otro. Le gustaba mucho cómo cantaban los dos, especialmente cuando
cantaban juntos y él estaba allí con ellos, con uno a cada lado, sobre todo a partir de
cuando cantaban «Miro sobre el Jordán, ¿qué es lo que veo allí?», porque entonces
era bonito mirar a las estrellas, y luego cantaban «Una bandada de ángeles, que
viene tras de mí», y entonces parecía como si todas las estrellas vinieran hacia él
como una gran banda de música brillante, tan lejana que ni siquiera estabas seguro
de oír su música y al mismo tiempo tan cercana que casi podías ver las caras de los
músicos y ellos casi se inclinaban lo bastante como para cogerle en sus brazos.
«Para llevarme a mi hogar».
Hacia el final cantaban un poco más despacio como si no quisieran terminar la
canción, y luego se quedaban callados, y un minuto después se cogían las manos por
encima del niño y todo quedaba aún más silencioso, de forma que los ruidos
nocturnos de la ciudad se elevaban de nuevo en el silencio, las cigarras, los grillos,
las pisadas, los cascos, las leves voces, el lento arrastrarse de una locomotora, y
poco después, mientras todos miraban al cielo, su padre, con una voz extraña y

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distante, como en un suspiro, decía «Bueno…», y al poco rato su madre contestaba
con una tristeza dulce y extrañamente alegre, «Sí…», y luego esperaban un buen rato
sin decir nada, y entonces su padre le cogía en brazos, y su madre doblaba el
cobertor, y entraban en casa y le acostaban.
Él le llegaba a su madre a la cadera; no tan arriba a su padre.
Ella llevaba vestidos; su padre, pantalones. Él llevaba pantalones también, pero
cortos y de una tela más suave. Los de su padre eran fuertes y ásperos y llegaban
hasta los zapatos. La tela de los vestidos de su madre era suave como la suya.
Su padre llevaba chaquetas de tela fuerte, y cuello duro de celuloide, y a veces un
chaleco con botones duros. La mayoría de sus ropas raspaban, menos las camisas de
rayas y las camisas de pequeños lunares o de rombitos. Pero no raspaban tanto como
sus mejillas.
Sus mejillas estaban calientes y frías al mismo tiempo y raspaban un poco hasta
cuando acababa de afeitarse. Le hacían cosquillas en la cara y aún más en el cuello,
y a veces hacían también un poco de daño, pero a él le gustaba porque era tan fuerte.
Su padre olía a hierba seca, a cuero y a tabaco, y a veces tenía un olor diferente,
un olor a energía y diversión intensa pero que producía también la sensación de que
las cosas podían ponerse feas. Él sabía a qué se debía ese olor, porque a veces les
oía discutir. Era al whisky.
Durante algún tiempo, su padre llevó un bigote muy grande y luego se lo quitó y
su madre dijo: «¡Oh, Jay, estás muchísimo mejor sin él! Tienes una boca tan bonita
que es una pena que la escondas». Al poco tiempo se dejó otra vez bigote. Le hacía
parecer mucho mayor, más alto y más fuerte, y cuando fruncía el ceño fruncía el
bigote también y daba mucho miedo. Luego volvió a afeitárselo y ella volvió a
alegrarse y él no volvió a dejárselo nunca más.
Ella lo llamaba mostacho. Su padre a veces lo llamaba mosh’tacho en broma,
imitando el habla de los negros. A veces le gustaba hablar como los negros, y su
forma de cantar era también como la de los negros, sólo que cuando cantaba no lo
hacía en broma.
Tenía el cuello muy moreno y lleno de profundas grietas entrecruzadas en el
cogote.
Tenía las manos tan grandes que con ellas podía cubrirle a él desde la barbilla
hasta su cosa. En el dorso se veían unos gruesos cordeles azules bajo la piel. Eran
venas. Tenía un pelo negro hasta en el dorso de los dedos y mucho más en las
muñecas; y en los brazos, venas gruesas, como cuerdas.

* * *

Desde hacía algún tiempo su madre parecía diferente. Cuando hablaba con él
casi siempre parecía que estaba pensando en otra cosa y que hacía un esfuerzo
especial por ser amable y atenta. Y parecía que, fuera lo que fuese lo que ocupara su

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mente, era algo muy muy importante. A veces le miraba de tal forma que él pensaba
que algo le divertía mucho. No sabía cómo preguntarle qué era lo que tanto le
divertía, y cuando la miraba preguntándose qué sería y ella veía su perplejidad, a
veces parecía más divertida que nunca, y en una ocasión en que parecía
especialmente divertida y él parecía especialmente perplejo, su sonrisa se convirtió
en una carcajada y, tomando su cara entre sus manos, exclamó: «No me estoy riendo
de ti, tesoro», y por primera vez él pensó que quizá estuviera haciéndolo.
En otras ocasiones parecía no sentir ningún interés por él, que si le atendía era
simplemente porque tenía que hacerlo. Se sentía sutilmente solo y la vigilaba
cuidadosamente. Vio que su padre se comportaba ahora con ella de una forma un
poquito diferente; la trataba como si fuera algo muy valioso y parecía tener especial
cuidado con el tono de voz que utilizaba. A veces venía la abuela por la mañana y si
él estaba cerca le decían que se alejara un ratito. La abuela no oía bien y llevaba
siempre con ella una trompetilla negra, pegajosa y amarga en el extremo que se
ponía en la oreja; pero hablaban tan bajito que por mucho que lo intentaba era muy
poco lo que conseguía oír, y lo que oía de poco le servía. Algunas palabras
especiales, como «embarazo», o «pataditas» o «flujo», las decían con una especie de
vacilación o de timidez especial, mientras que otras, que a él le parecían igualmente
extrañas, tales como «canastilla», «moisés» o «fajita», no les inspiraban, al parecer,
ningún temor. La abuela también le trataba como si estuviera sucediendo algo
extraño, pero, fuera lo que fuese, evidentemente no era peligroso porque siempre
estaba muy alegre con él. Su padre, y su tío Andrew y el abuelo le trataban como
siempre le habían tratado, aunque en los sentimientos del tío Andrew con respecto a
su madre parecía haber ahora una especie de tensión oculta. Y la tía Hannah se
comportaba como siempre con él, sólo que ahora prestaba más atención a su madre.
La tía Amelia miraba mucho a su madre cuando creía que nadie se fijaba, y en una
ocasión en que vio que él la vigilaba, miró a otro lado y se puso colorada.
Todos parecían mirar a su madre con una curiosidad mal disimulada o esforzarse
por no mirarla más que fija y animadamente a los ojos. Porque ahora estaba
hinchada como un jarrón y en su rostro y en su voz había como una especie de
levedad letárgica. Él tenía la clara sensación de que no debía preguntar qué le
pasaba. Al final le preguntó al tío Andrew: «Tío Andrew, ¿por qué está tan gorda
mamá?», y su tío contestó con una ira y un sobresalto tales que le asustaron: «¿Pero
es que no lo sabes?», y salió de pronto de la habitación.
Al día siguiente su madre le dijo que pronto iba a recibir una sorpresa
maravillosa. Cuando él le preguntó en qué consistía, ella le dijo que era como los
regalos que recibía en Navidad, sólo que mucho mejor. Cuando él le preguntó qué le
iban a regalar, le dijo que no había querido decir un regalo, un regalo solo para él y
que él pudiera quedarse, sino que era una cosa para todos y especialmente para
ellos tres. Cuando él le preguntó qué era, le contestó que si se lo decía dejaría de ser
una sorpresa, ¿no? Y cuando él dijo que aun así lo quería saber, ella le dijo que no le

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importaría decírselo, sólo que a él le costaría tanto imaginarse lo que era antes de
que llegara que pensaba que era mejor que primero lo viera. Y cuando él le preguntó
cuándo iba a llegar, ella le dijo que no lo sabía exactamente, pero que muy pronto,
dentro de una semana o dos, quizá antes, y que le prometía que él lo sabría en el
momento en que llegara.
Él ardía de curiosidad. La Navidad anterior había sido demasiado pequeño para
pensar en buscar regalos escondidos, pero ahora rebuscó en todos los sitios que
pudo imaginar hasta que su madre se dio cuenta de lo que estaba haciendo y le dijo
que era inútil que se molestara porque la sorpresa no estaría allí hasta el momento
exacto en que llegara. Preguntó dónde estaba en ese momento y oyó que su padre se
echaba a reír de repente; su madre le miró asustada, exclamó de pronto «¡Jay!», y
luego le informó: «En el cielo; todavía está en el cielo».
Rufus miró rápidamente a su padre en busca de confirmación, y éste, que parecía
avergonzado, no le devolvió la mirada. Él sabía lo que era el cielo porque ahí era
donde estaba Nuestro Señor, pero eso era todo lo que sabía de ese lugar y no se dio
por satisfecho. Aunque de nuevo tuvo la sensación de que no debía preguntar.
—¿Por qué no se lo dices, Mary? —dijo su padre.
—Oh, Jay —contestó ella alarmada, y luego, sólo moviendo los labios, dijo—:
¡No hables de eso delante de él!
—Lo siento —dijo él también con los labios; sólo un susurro se filtró en el
silencio de la habitación—. ¿Pero de qué sirve ocultarlo? ¿Por qué no acabar de una
vez?
Ella decidió que era mejor hablarlo en voz alta.
—Como sabes, Jay, le he hablado a Rufus de la sorpresa que va a llegar. Le he
dicho que me gustaría decirle lo que es, pero que le resultaría muy difícil
imaginárselo y que será una sorpresa muy bonita cuando la vea por primera vez.
Además, tengo la sensación de que podría establecer ce-o-ene-e-equis-i-o-ene-e-ése
entre una cosa y otra.
—Lo va hacer. Lo va a hacer de todos modos —dijo su padre.
—Pero, Jay, no veo por qué tenemos que obligarle a centrar su a-te-e-ene… su
atención en eso, ¿no? ¿No, Jay?
Parecía realmente agitada y él no podía entender por qué.
—Tienes razón, Mary, y no te excites. Me he equivocado. Seguro que me he
equivocado.
Su padre se levantó, se acercó a ella, la abrazó y le dio unas palmaditas en la
espalda.
—Probablemente es una tontería mía —dijo ella.
—No, no es ninguna tontería. Además, si es una tontería tuya, también lo es mía
en cierto modo. Pero es que lo del cielo me ha pillado desprevenido, eso es todo.
—¿Qué podemos decir si no?
—Maldito si… No lo sé, cariño, y es mejor que no abra la boca.

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Ella frunció el ceño, sonrió, rió con una risa nasal y negó insistentemente con la
cabeza mirándole, todo al mismo tiempo.
Y luego un día, sin previo aviso, la mujer más grande que Rufus había visto en su
vida, con la piel de un negro profundo y resplandeciente y vestida de un blanco
esplendoroso, con gafas de un oro brillante y una sonrisa como la de su tía Hannah,
entró en la casa, abrazó a su madre y se abalanzó sobre él gritando alegremente:
«¡Dios mío, cómo ha crecido mi niño!», y durante un momento él pensó que ésa era
la sorpresa y miró inquisitivamente a su madre una vez acabada la arremetida de
abrazos, y su madre dijo: «Es Victoria; es Victoria, Rufus»; y Victoria exclamó:
«Pobrecito mío, ¿cómo va a acordarse?», y de pronto, mientras él miraba las vastas
llanuras brillantes de su cara sonriente y las gafas de oro encaramadas allá arriba
tan alegremente como libélulas, recordó algo, un destello dorado y un cálido
movimiento de afecto, y antes de que se diera cuenta había echado los brazos al
cuello de Victoria y ella gritaba atónita y feliz. «Que Dios te bendiga, mi niño», y le
apartó para mirarle y su rostro era lo más feliz que él había visto en su vida. «¡Claro
que te acuerdas! ¡Claro que sí! ¿Te acuerdas?». Le sacudió en su alegría. «¿Te
acuerdas de Victoria?». Volvió a sacudirle. «¿Te acuerdas, corazón?». Y él, al darse
cuenta al fin de que se dirigía a él concretamente, afirmó tímidamente y de nuevo ella
volvió a abrazarle. Olía tan bien que él habría apoyado su cabeza en su pecho y se
habría dormido allí en ese mismo instante.
—Mamá —dijo después, cuando ella se fue a la compra—. ¡Qué bien huele
Victoria!
—Cállate, Rufus —dijo su madre—. Y ahora escúchame bien, ¿me oyes? Dime
que me escuchas.
—Sí.
—Ten mucho cuidado de no decir nunca nada acerca de cómo huele Victoria
donde ella pueda oírte. ¿Lo harás? Dime que lo harás.
—Sí.
—Porque aunque te guste cómo huele, puedes herir terriblemente sus
sentimientos si dices algo así, y tú no quieres herir los sentimientos de Victoria, lo sé.
¿Verdad que no quieres, Rufus?
—No.
—Porque Victoria es negra, Rufus. Por eso tiene la piel tan oscura, y los negros
son muy susceptibles con respecto a su olor. ¿Sabes lo que quiere decir susceptible?
Él asintió con cautela.
—Quiere decir que hay cosas que les hieren tanto, cosas que no puedes evitar,
que te dan ganas de llorar, y a la gente buena de color le pasa eso con respecto a su
olor. Así que ten mucho cuidado. ¿Lo tendrás? Di que lo tendrás.
—Sí.
—Ahora dime con qué te he dicho que tienes que tener cuidado, Rufus.
—No debo decirle a Victoria que huele.

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—Ni decir nada acerca de eso donde ella pueda oírlo.
—Ni decir nada acerca de eso donde ella pueda oírlo.
—¿Por qué no?
—Porque puede llorar.
—Eso es. Y Rufus, Victoria es muy limpia. Como los chorros del oro.
Como los chorros del oro.
Victoria no dejó que su madre preparara la comida y cuando hubieron comido se
encargó de meter parte de la ropa de Rufus en una caja, preguntando, sin embargo,
antes de sacar cada cosa del armario. Luego le bañó y, para su asombro, le vistió
totalmente con ropa limpia, y cuando estuvo vestido su madre le llamó y le dijo que
Victoria iba a llevarle a pasar unos días con el abuelo y la abuela y el tío Andrew y
la tía Amelia, y que debía ser muy bueno y hacer todo lo posible por no hacerse pipí
en la cama porque muy pronto, cuando volviera, dentro de unos pocos días, la
sorpresa ya estaría en casa y sabría qué era. Él dijo que si la sorpresa iba a llegar
tan pronto quería quedarse para verla venir, y ella le dijo que precisamente por eso
iba a ir a casa de la abuela, para que la sorpresa pudiera venir. Él preguntó por qué
la sorpresa no podía venir mientras él estaba allí, y ella le dijo que porque podría
asustarla, porque sería muy muy pequeñita y tendría mucho miedo, así que si
realmente él quería que viniera, lo mejor que podía hacer para ayudar era portarse
como un niño bueno e ir a casa de la abuela. Victoria iría a buscarle y le traería a
casa en cuanto la sorpresa estuviera preparada. «¿Verdad que sí, Victoria?». Y
Victoria, que durante toda esta conversación parecía haber estado muy divertida por
algo, soltando unas risas ahogadas y murmurando «Bendito sea» cada vez que él
decía algo, dijo que desde luego que lo haría.
«“Y reza tus oraciones” —dijo su madre mirándole de pronto con tanto amor que
él se quedó desconcertado—. Ahora ya eres mayor y puedes rezar tú solito, ¿verdad
que sí?». Y él asintió. Ella le cogió por los hombros y le miró casi como si estuviera
enhebrando una aguja. Mientras le miraba, una especie de asombro y una especie de
temor aparecieron en su rostro. Su cara comenzó a brillar; sonrió; su boca se
agitaba nerviosamente y temblaba. Le abrazó y su mejilla estaba húmeda. «¡Que
Dios bendiga a mi hijito —susurró— por siempre jamás! Amén», y de nuevo le
apartó; a juzgar por su rostro parecía que se estuviera moviendo a través del espacio
a una velocidad extraordinaria. «¡Adiós, tesoro, adiós!».
—No te sueltes de mi mano —le dijo Victoria mientras el sol brillaba en sus gafas
y ella miraba a ambos lados desde el bordillo de la acera.
Con las patas delanteras y el cuello arqueados, un reluciente caballo castaño
pasó ante ellos tirando vigorosamente de una calesa; en las llantas negras lavadas
centelleaba la luz del sol. Más allá, un tranvía amarillo zumbaba como un abejorro.
Los árboles se agitaban. No esperaron.
—Victoria —dijo él.
—Aguarda, mi niño —dijo Victoria jadeando—. Espera a que estemos al otro

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lado. —¿Qué quieres, corazón?— preguntó cuando llegaron a la otra acera.
—¿Por qué tienes la piel tan oscura?
Vio cómo los ojitos brillantes de Victoria se clavaban en él a través de las lentes y
sintió una fuerte corriente de dolor o de peligro. Supo que algo iba mal. Ella no le
contestó enseguida, pero le miró fijamente. Luego la corriente pasó y ella apartó la
mirada y reajustó los dedos para que él pudiera cogerle la mano. Miraba a lo lejos
con expresión resuelta.
—Porque… —dijo con voz severa y dulce a la vez—. Porque así me hizo Dios.
—¿Por eso eres negra, Victoria?
Notó un cambio en la mano de Victoria cuando dijo la palabra «negra». Tampoco
esta vez le contestó ella inmediatamente, ni le miró tampoco.
—Sí —dijo al fin—, por eso soy negra.
Mientras seguían andando él se sintió profundamente triste sin saber por qué.
Victoria parecía no tener nada más que decir y él tuvo la sensación de que tampoco
debía añadir nada más. Miró la cara grande y triste bajo la capota brillante, pero
ella no dio muestras de saber que él la estaba mirando, ni siquiera de saber que él se
encontraba allí. Pero luego sintió la presión de su mano, y apretó los dedos en torno
a ella y supo que, fuera lo que fuese, lo que antes estaba mal estaba bien otra vez.
Al cabo de un buen rato, Victoria dijo:
—Voy a decirte una cosa, mi niño.
Él esperó; siguieron andando.
—A Victoria no le importa porque te conoce. Sabe que por nada del mundo dirías
nada malo a nadie. Pero hay mucha gente de color que no te conoce, corazón. Y si tú
les dices eso, ya sabes, acerca de su piel, de su color, pensarán que estás siendo malo
con ellos. Se sentirán muy mal y puede que también se enfaden contigo, cuando
Victoria sabe que tú no lo dices con mala intención, pero es que ellos no te conocen
como te conoce Victoria. ¿Entiendes, mi niño? —Él la miró ansiosamente—. No
hables nunca de pieles ni de colores donde pueda oírte alguien de color. Porque van
a pensar que eres malo con ellos. Así que ten cuidado. —Y de nuevo le apretó la
mano.
Él pensó en Victoria mientras andaban, y deseó que estuviera contenta, e intuyó
que si no lo estaba era por culpa de él.
—Victoria —dijo.
—¿Qué quieres, corazón?
—No he querido ser malo contigo.
Ella se detuvo bruscamente y, entre crujidos y con gran dificultad, se agachó en
medio de la acera de forma que un hombre que pasaba en ese momento se hizo a un
lado de pronto y la miró fríamente al pasar. Ella le puso las dos manos sobre los
hombros y su rostro grande y afectuoso y su olor agradable se acercaron a él.
—Que Dios te bendiga, criatura. Victoria sabe que no has querido ser malo.
Victoria sabe que eres el niño más bueno del mundo. Pero tenía que decírtelo,

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¿sabes? Porque la gente de color sufre mucho en este mundo y ella sabe que tú no
quieres hacerles sufrir más, aunque sea sin querer.
—No he querido hacerte sufrir.
—Que Dios te bendiga. No me has hecho sufrir. Tú me haces feliz, y tú mamá me
hace feliz, y yo haría cualquier cosa en el mundo por vosotros dos, corazón, y tú lo
sabes. Tú lo sabes —volvió a decir balanceando la cabeza y sonriendo mientras le
daba palmaditas en los hombros—. Te he echado muchísimo de menos, tesoro —dijo,
pero por alguna razón él pensó que no le estaba hablando exactamente a él—. No
podría quererte más si fueras mi propio hijo.
En torno a ellos se hizo un gran silencio que él sintió como un enorme espacio,
casi como el espacio de la oscuridad, y experimentó una gran paz y un gran
consuelo; y toda esa inmensidad estaba impregnada de la vaga cara de Victoria y la
luz cambiante de las hojas.
—Y ahora vamos —dijo ella levantándose y alisando sus ropas almidonadas—.
No hagamos esperar a tu abuela.
Y allí estaban ya la hiedra polvorienta de la pared y el pequeño invernadero que
había delante de la casa, y, en el porche, la tía Amelia y su abuela. Aún se
encontraban al otro lado de la calle cuando Rufus vio que la tía Amelia les saludaba
con la mano y Victoria le devolvía alegremente el saludo entre carraspeos y risitas
sofocadas. «Hola», dijo ella, y él saludó también; y la tía Amelia se inclinó hacia su
abuela, que buscó y levantó su trompetilla, y Amelia acercó la boca a ella, y luego
las dos se volvieron a mirar, y la abuela se levantó y él la oyó decir «Hola» en voz
muy alta, y llegaron a los escalones que había frente a la casa, y la abuela bajó
cuidadosamente del porche y se encontraron en el camino de ladrillo a la sombra del
magnolio mientras Amelia se acercaba sonriendo detrás de su madre. Y al poco rato
Victoria se fue. Desapareció unas cuantas manzanas más arriba al doblar una
esquina tan espléndida y paulatinamente como un barco de vela.

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SEGUNDA PARTE

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Capítulo 8
Pocos minutos antes de las diez sonó el teléfono. Mary se apresuró a acallarlo.
—¿Diga?
La voz era de hombre, áspera y apagada, una voz campesina. Hacía una pregunta,
pero ella no podía oírla claramente.
—¿Diga? —volvió a preguntar—. ¿Puede hablar un poco más alto? No le oigo…
¡He dicho que no le oigo! ¿Puede hablar un poco más alto, por favor? Gracias.
Ahora, tensa e impaciente, logró oír, aunque la voz aún parecía llegar desde muy
lejos.
—¿Es la señora de Jay Follet?
—Sí. ¿Qué ocurre? (porque hubo un silencio). Sí, soy yo.
Tras un nuevo silencio, dijo la voz:
—Ha habido un ligero… Su esposo ha tenido un accidente.
¡La cabeza!, se dijo Mary.
—Sí —dijo con voz desfallecida.
En ese mismo momento, la voz dijo:
—Un accidente grave.
—Sí —dijo Mary más claramente.
—Quería preguntarle si hay un hombre en la familia, un familiar, que pueda venir.
Le agradeceríamos que enviase aquí a un hombre inmediatamente.
—Sí, sí, mi hermano. ¿Adónde tiene que ir?
—Estoy en Powell Station, en la herrería de Brannick, a la altura del kilómetro
veinte de la autopista de Ball Camp.
—Herrería de Bra…
—B-r-a-n-n-i-c-k. Está a la izquierda de la autopista, antes de cruzar el puente de
Bell según se viene de Knoxville. —Oyó un susurro y otra voz que susurraba—.
Dígale que no tiene pérdida. Tendremos la luz encendida y un farol en la puerta.
—¿Hay un médico allí?
—¿Cómo ha dicho, señora?
—Un médico, ¿tienen uno allí? ¿Debo enviarles un médico?
—No se preocupe, señora. Mande sólo a un hombre de la familia.
—Irá para allá lo antes posible. —El coche de Walter, pensó—. Muchas gracias
por llamar.
—No se preocupe, señora. Siento haber tenido que darle malas noticias.
—Buenas noches.
—Adiós, señora.
Descubrió que apenas se tenía de pie; casi estaba colgada del teléfono. Enderezó
las rodillas, se apoyó en la pared y llamó.
—¿Andrew?
—¿Mary?

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Respiró hondo.
—Mary.
Volvió a respirar hondo; sentía como si los pulmones no fueran lo bastante
grandes.
—¿Mary?
Mareada, con la vista nublada, tratando de controlar su voz temblorosa, dijo:
—Andrew, ha habido un… acaba de llamar un hombre desde Powell Station, a
unos veinte kilómetros en dirección a LaFollette, y ha dicho… ha dicho que Jay… ha
tenido un accidente muy grave. Quiere…
—¡Dios mío, Mary!
—Ha dicho que quieren que un hombre de la familia vaya allí lo antes posible,
para ayudar a traerle, supongo.
—Llamaré a Walter, él me llevará.
—Sí. ¿Lo harás, Andrew?
—Claro que sí. Espera un momento.
—¿Qué?
—Era la tía Hannah.
—¿Puedo hablar con ella cuando acabemos?
—Desde luego. ¿Dónde está herido, Mary?
—No lo ha dicho.
—¿Y no se lo has…? No importa.
—No. No se lo he preguntado —dijo dándose cuenta ahora, con sorpresa, de que
no lo había hecho—. Supongo que porque estaba tan segura. Segura de que ha sido
en la cabeza, quiero decir.
—¿Tienen… debo llevar al doctor Dekalb?
—Ha dicho que no. Que vayas tú solo.
—Supongo que ya habrá un médico allí.
—Supongo.
—Llamaré a Wa… Espera. Aquí está la tía Hannah.
—Mary.
—Tía Hannah, Jay ha tenido un accidente muy grave. Andrew tiene que ir allí.
¿Podrías venir y esperar conmigo y preparar las cosas por si acaso? ¿Por si está como
para traerle a casa y no llevarle al hospital?
—Claro que sí, Mary. Por supuesto que iré.
—Y diles a papá y mamá que no se preocupen, que no vengan, dales un beso de
mi parte. Tenemos que mantener la calma hasta que sepamos qué ha pasado.
—Claro que sí. Iré enseguida.
—Gracias, tía Hannah.
Fue a la cocina, encendió el fuego rápidamente y puso a calentar un hervidor
grande lleno de agua y otro pequeño para el té. Sonó el teléfono.
—Mary, ¿adónde tengo que ir?

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—A Powell Station. Sales de la autopista y vas en dirección a…
—Sí, ¿pero adónde exactamente? ¿No te lo ha dicho?
—Ha dicho a la herrería de Brannick. B-r-a-n-n-i-c-k. ¿Me oyes?
—Sí. Brannick.
—Ha dicho que tendrán las luces encendidas y que no tiene pérdida. Está a la
izquierda de la autopista, a este lado del puente de Bell. Un poco hacia este lado.
—De acuerdo, Mary. Walter pasará a recogerme y dejaremos a tía Hannah en tu
casa de camino.
—Muy bien. Gracias, Andrew.
Echó al fuego unas astillas más y entró a toda prisa en el dormitorio de abajo.
Cómo puedo saber, se preguntó; él no ha dicho nada y yo ni siquiera le he
preguntado. Por lo que ha dicho podría ser… levantó la colcha con un movimiento
brusco, la dobló y alisó el cubrecolchón. Sencillamente no voy a pensar nada hasta
que sepa algo más, se dijo. Fue a toda prisa al armario de la ropa blanca y sacó
sábanas y fundas de almohada limpias. El hombre no había dicho si había allí un
médico o no. Extendió una sábana, la remetió bajo el colchón a los pies de la cama, la
estiró y la remetió todo alrededor. Luego pasó sobre ella las palmas de las manos; la
sintió fresca y lisa y eso despertó sus esperanzas. Dios mío, haz que esté en
condiciones de venir a casa, donde yo pueda cuidarle, donde yo pueda cuidarle bien.
¡Qué bueno es descansar! No se preocupe, señora. Mande sólo a un hombre de la
familia. Extendió la sábana de arriba. No se preocupe, señora. Eso puede querer decir
cualquier cosa. Puede querer decir que hay un médico allí y que, aunque haya sido
grave, lo tiene todo resuelto, todo bajo control, que no ha sido tan terrible aunque
haya dicho que es grave, o puede que… Una manta ligera, con este tiempo. Dos, por
si refresca. Fue a toda prisa a cogerlas sin pensar en que el ruido podía despertar a los
niños y sin darse cuenta de que, aun en su precipitación, se movía, por la fuerza de la
costumbre, casi silenciosamente. Mande sólo a un hombre de la familia. Eso significa
que es grave; de otro modo habría pedido que fuera yo. No, yo tendría que quedarme
con los niños. Pero él no sabe si hay niños. De todos modos mi lugar estaría en casa,
preparando las cosas, él lo sabe. No ha sugerido que prepare nada. Porque sabía que
lo haría. Sabía que yo sabría lo que tenía que hacer. Es un hombre, a él no se le
ocurriría. Sostuvo el extremo de una almohada entre los dientes, tiró de la funda hacia
arriba, ahuecó la almohada y la puso en su lugar. Sostuvo el extremo de la otra
almohada entre los dientes apretándolos tan fuerte que le dolieron las raíces, tiró de la
funda hacia arriba y la ahuecó. Luego puso derecha la primera almohada y la segunda
sobre ella, y ahuecó las dos, y las alisó, y se alejó un poco, y las miró con la cabeza
ladeada, y por un momento le vio incorporado en la cama con una bandeja sobre las
rodillas, como cuando tuvo aquella lesión de espalda, mirándola casi sonriente, pero
no del todo, y le pareció oír su voz, que fingía malhumorada sólo por diversión. Si ha
sido en la cabeza, recordó, quizá tenga que mantenerla baja.
¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo saberlo?

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Dejó las almohadas como estaban, abrió la cama doblando el embozo del lado de
la ventana y alisándolo. Volvió a doblar cuidadosamente la segunda manta y la dejó
sobre el colchón; no, ahí le molestaría. La colgó de los pies de la cama. Miró ésta, ya
cuidadosamente hecha, y, durante unos segundos, no estuvo segura de dónde se
encontraba ni de por qué estaba haciendo lo que hacía. Luego recordó y dijo «oh»
con una voz leve y llena de estupor. Abrió la ventana, la hoja de arriba y la de abajo,
y cuando las cortinas ondearon, las sujetó más firmemente con las abrazaderas. Fue al
armario de la entrada, sacó el orinal, lo aclaró, lo secó y lo puso bajo la cama. Fue al
botiquín y sacó el termómetro, lo agitó, lo lavó con agua fría, lo secó y lo puso junto
a la cama en un vaso de agua. Vio que la toalla de manos que cubría la mesilla tenía
polvo, la echó al cesto de la ropa sucia y puso en su lugar una exquisita toalla de lino
bordada con una cenefa de pensamientos y violetas. Vio que la segunda almohada se
había hundido un poco y la ahuecó. Bajó el estor. Apagó la luz, se hincó de rodillas
frente a la cama y cerró los ojos. Se rozó la frente, el pecho, el hombro izquierdo y el
hombro derecho y juntó las manos.
«¡Dios mío, que se haga tu voluntad!», susurró. No pudo pensar en nada más.
Volvió a santiguarse lenta, profunda y ampliamente y sintió algo así como la forma de
la Cruz; y fuerza y sosiego.
Que se haga tu voluntad. Y de nuevo no pudo pensar en nada más. Se levantó, y
sin dar la luz ni mirar hacia la cama, fue a la cocina. El agua para el té casi se había
consumido. La del hervidor grande estaba apenas tibia. El fuego casi se había
apagado. Mientras lo alimentaba con astillas, los oyó en el porche.
Entró Hannah con las manos tendidas, y Mary le tendió las suyas, y tomó las de
Hannah, y la besó en la mejilla mientras que, al mismo tiempo, ambas decían
«Mary», y «querida»; luego Hannah se apresuró a dejar su sombrero en el perchero.
Andrew se quedó en la puerta y no habló, sino que se limitó a mirarla a los ojos; los
de él eran tan duros y brillantes como los de un pájaro y hablaban de una incredulidad
fría y amarga, como si estuviera acusando a algo o a alguien (quizá incluso a su
hermana) de algo de lo que era totalmente inútil acusar a nadie. Ella sintió que le
estaba diciendo: «¿Y aún sigues creyendo en ese estúpido Dios tuyo?». Walter Starr
se quedó atrás, en la oscuridad; Mary sólo podía ver las lentes de sus gafas y la
oscuridad de su bigote y de sus pesados hombros.
—Entre, Walter —dijo, con una voz tan excesivamente afable como si estuviera
engatusando a un niño.
—No podemos detenernos —dijo Andrew bruscamente.
Walter se acercó a ella, y tomó su mano, y tocó suavemente su muñeca con la otra
mano.
—No tardaremos —dijo.
—Que Dios le bendiga —murmuró Mary, y tanto apretó su mano que le tembló el
brazo.
Él dio cuatro palmaditas rápidas en su muñeca temblorosa, se volvió diciendo

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«Será mejor que nos vayamos, Andrew», y se dirigió a su coche. Mary oyó que había
dejado el motor en marcha y tuvo mayor conciencia de la gravedad de la situación.
—Aquí todo está preparado por si… Ya sabes, por si pueden traerle a casa —dijo
Mary a Andrew.
—Bien. Llamaré en el momento en que sepa algo. Lo que sea.
—Sí.
Los ojos de Andrew cambiaron y bruscamente tendió una mano y la posó sobre
su hombro.
—Mary, lo siento —dijo casi llorando.
—Sí, cariño —volvió a decir ella, y sintió que era una respuesta vacía; pero para
cuando lo supo, Andrew estaba ya subiendo al coche. Se quedó de pie mirando hasta
que desapareció y, al volverse para entrar, encontró que Hannah estaba justo detrás de
ella.
—Tomemos un poco de té. He calentado agua —dijo por encima del hombro
mientras se apresuraba por el pasillo.
Como ella quiera, se dijo Hannah mientras la seguía. Por supuesto.
—¡Oh, no! ¡Se ha consumido! Siéntate, tía Hannah. Estará en un santiamén.
Se acercó rápidamente a la pila.
—Déjame a mí… —comenzó a decir Hannah; luego lo pensó mejor y esperó que
Mary no la hubiera oído.
—¿Qué? —Mary había abierto el grifo.
—Si puedo ayudarte en algo, no tienes más que decírmelo.
—No hace falta, gracias. —Puso agua a hervir—. Pero por Dios, siéntate. —
Hannah se sentó junto a la mesa—. He preparado todo lo que se me ha ocurrido —
dijo Mary—. Teniendo en cuenta lo poco que sabemos. —Se sentó al otro lado de la
mesa—. He preparado el dormitorio de abajo (hizo un gesto vago en dirección al
cuarto), donde estuvo cuando se lesionó su pobre espalda, ¿te acuerdas? (Claro que
me acuerdo, pensó Hannah; hay que dejarla hablar). Ahí estará mejor que arriba.
Estará cerca de la cocina y del baño y no tendrá que subir escaleras, y, naturalmente,
si es necesario, es decir, si necesita una enfermera, si necesita que le cuide una
enfermera por la noche, podemos instalarla en el comedor y que coma en la cocina, o
incluso poner un catre en la misma habitación colocando un biombo, o, si quiere,
puede dormir en el sofá cama en el salón dejando la puerta abierta entre los dos. ¿No
crees?
—Desde luego —dijo Hannah.
—Creo que trataré de traer a Celia, Celia Gunn, si es que está libre o tiene un
paciente que pueda dejar. Será mucho más agradable para todos tener en casa a una
vieja amiga, a alguien de la familia, que a una completa desconocida, ¿no crees?
Hannah asintió.
—Aunque, naturalmente, Jay no la conoce demasiado. La verdad es que yo la
conozco desde hace más tiempo que Jay, pero, aun así, creo que sería más…, no sé,

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más natural, ¿no crees?
—Desde luego.
—Pero supongo que será mejor esperar a que nos llame Andrew y no… no crear
molestias innecesarias, supongo. Después de todo, es muy posible que tengan que
llevarle directamente al hospital. Ese hombre ha dicho que era grave.
—Creo que haces bien en esperar —dijo Hannah.
—¿Qué tal el agua? —Mary se volvió en su silla para verlo—. ¡Será posible!
«Guiso vigilado, nunca cocinado». —Se levantó, echó más astillas al fuego y bajó la
lata del té—. No sé si me apetece un té realmente, pero creo que es buena idea tomar
algo caliente mientras esperamos, ¿no crees?
—A mí me apetece —dijo Hannah, que no tenía ganas de tomar nada.
—Bien, entonces lo tomaremos las dos. En cuanto hierva el agua. —Volvió a
sentarse—. He pensado que una manta ligera bastará en una noche así, pero he dejado
otra a los pies de la cama por si refresca.
—Con eso bastará.
—Quién sabe —dijo Mary vagamente, y luego se quedó en silencio. Se miró las
manos, levemente entrelazadas sobre la mesa. Hannah se dio cuenta de que estaba
mirando a Mary fijamente. Avergonzada, fijó sus ojos tristes a poca distancia de ella.
Reflexionó. Probablemente, si podía evitarlo, era mejor que Mary no se enfrentara
con lo peor hasta que tuviera que hacerlo. Si es que llegaba el momento. Tú callada,
se dijo. Callada.
—¿Sabes —dijo Mary lentamente— qué es lo más raro? —Comenzó a mover los
dedos muy despacio y a frotarlos los unos contra los otros. Hannah esperó—. Cuando
llamó ese hombre —dijo Mary mientras miraba con calma sus dedos en movimiento
—, y dijo que Jay había sufrido un accidente grave —y ahora Hannah se dio cuenta
de que Mary la contemplaba y le sostuvo la mirada con sus brillantes ojos grises—
supe tan cierto como que estoy aquí sentada, «Ha sido la cabeza». ¿Qué te parece? —
preguntó, casi con orgullo.
Hannah miró a otro lado. Qué puede uno decir, se preguntó. Y sin embargo Mary
se había expresado con tal seguridad que casi la había convencido. Vio la imagen de
un agua quieta, transparente y muy profunda, y aunque estaba oscuro y no veía muy
bien desde niña, pudo distinguir arena, y ramas, y hojas secas en el fondo del agua.
Aspiró profundamente, dio después un largo suspiro y chasqueó la lengua contra el
paladar.
—Nunca se sabe —murmuró.
—Naturalmente, tendremos que esperar —dijo Mary después de un largo
silencio.
—Oh, sí —dijo Hannah quedamente, inhalando la primera palabra y arrastrando
la sibilante hasta que se hizo inaudible.
En el profundo silencio, adquirieron conciencia, al fin, del balbuceante crepitar
del agua. Cuando Mary se levantó para traerla, la mitad se había consumido.

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—Hay de sobra para dos tazas —dijo, y preparó el colador, y las sirvió y puso a
calentar más agua. Destapó el hervidor más grande. Adheridas a las paredes, bajo la
línea del nivel del agua, había una gran cantidad de burbujas como cuentas de cristal;
desde el fondo ascendía una lenta espiral de pompas tan pequeñas que semejaban
arena blanca; la superficie giraba lentamente sobre sí misma. Se preguntó para qué
podría servir esa agua.
—Por si acaso —murmuró.
Hannah decidió no preguntarle qué había dicho.
—Tengo galletas —dijo Mary, y las sacó del armario—. ¿O prefieres pan y
mantequilla? ¿O tostadas? Puedo tostar pan.
—Sólo té, gracias.
—Sírvete leche y azúcar. ¿O limón? Veamos. ¿Tengo li…?
—Tomaré leche, gracias.
—Yo también. —Mary volvió a sentarse—. ¡Madre mía, qué calor hace aquí! —
Se levantó, abrió la puerta que daba al porche y volvió a sentarse—. No sé a qué ho…
—Miró por encima del hombro el reloj de la cocina—. ¿A qué hora se han ido, sabes?
—Walter vino a recogernos a las diez y cuarto. Así que, a y veinticinco, diría yo.
—Veamos. Walter conduce muy deprisa, aunque no tanto como Jay, pero esta
noche irá más deprisa de lo habitual y son unos veinte kilómetros. Eso significa,
suponiendo que vaya a cincuenta kilómetros por hora, veinte kilómetros de ida, seis
por cuatro veinticuatro, cinco por cuatro veinte, veinte por dos, ¡Dios mío!, siempre
he sido un desastre para la aritmética.
—Digamos una media hora, teniendo en cuenta la oscuridad y que Walter no
conoce bien esas carreteras.
—Entonces deberíamos tener noticias pronto. En diez minutos. Quince como
mucho.
—Sí, eso diría yo.
—Quizá veinte, teniendo en cuenta que no conoce la carretera… Aunque, en
comparación con otras, ésa es buena.
—Sí, quizá.
—¿Por qué no me lo ha dicho? —estalló Mary.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué no se lo habré preguntado? —Miró a su tía con una perplejidad
furiosa—. ¡Ni siquiera se lo he preguntado! ¡No le he preguntado si ha sido muy
grave! ¡O dónde está herido! ¡O si está vivo o muerto!
Ya está, se dijo Hannah. Volvió a mirar a Mary a los ojos.
—Sencillamente tendremos que esperar para saberlo —dijo.
—Por supuesto que sí —exclamó Mary airada—. Eso es lo terrible.
Bebió de golpe la mitad del té; le quemó, pero ella apenas se dio cuenta. Seguía
mirando airada a su tía.
Hannah no sabía qué decir.

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—Lo siento —dijo Mary—. Tienes toda la razón. Tengo que dominarme, eso es
todo.
—No importa —dijo Hannah, y ambas permanecieron mudas un momento.
Hannah sabía que el silencio debía resultarle a Mary prácticamente insoportable y
que la llevaría a enfrentarse con posibilidades aún más difíciles de soportar. Pero
tiene que hacerlo, se dijo; y cuanto antes, mejor. Sin embargo, se dio cuenta de que
no era capaz de estar allí presente y no decir nada que pudiera ayudarla a sobrellevar
el dolor o a posponerlo. Se disponía a hablar cuando Mary exclamó:
—Por Dios bendito, ¿cómo no se lo he preguntado? ¿Por qué no lo he hecho? ¿Es
que no me importaba?
—Ha sido tan repentino —dijo Hannah—. Una conmoción tan grande…
—Aun así, lo lógico era preguntar, ¿no?
—Creías que lo sabías. Me has dicho que estabas segura de que había sido… en
la cabeza.
—Pero ¿ha sido grave? ¿Qué ha sido?
Las dos lo sabemos, se dijo Hannah. Pero es mejor que llegues por ti misma a esa
conclusión.
—En cualquier caso, lo cierto es que si no se lo has preguntado no ha sido porque
no te interesara —dijo.
—No. Eso seguro que no, pero creo que sé por qué ha sido. Creo… creo que tenía
demasiado miedo a lo que pudiera decirme.
Hannah la miró a los ojos. Asiente, se dijo. Di sí, supongo que sí. No decir nada
sería igualmente terrible para ella. Se sorprendió diciendo lo que había intentado
tratar de decir un poco antes, cuando Mary le había interrumpido.
—¿Comprendes por qué Jo… por qué tu padre se ha quedado en casa? ¿Y tu
madre?
—Porque les pedí que no vinieran.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Porque si veníais todos aquí, en tropel, sería como dar por supuesto…, como
dar por supuesto lo peor antes de saberlo siquiera.
—Por eso se han quedado en casa. Tu padre dijo que sabía que lo entenderías.
—Claro que lo entiendo.
—Tenemos que tratar de no hacer suposiciones… Ni buenas ni malas.
—Lo sé. Sé que eso es lo que debemos hacer. Sólo que esperar así en esta
incertidumbre es más de lo que puedo soportar.
—Tendremos noticias muy pronto.
Mary miró el reloj.
—De un momento a otro —dijo.
Bebió un poco de té.
—No puedo evitar preguntarme —dijo— por qué ese hombre no ha dicho nada
más. «Un accidente grave». No ha dicho «muy grave». Sólo «grave». Aunque Dios

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sabe que eso ya es suficiente. ¿Pero por qué no ha dicho nada más?
—Como dice tu padre, hay diez posibilidades contra una de que no sea más que
un maldito idiota —dijo Hannah.
—Pero es algo tan importante, y tan fácil de decir… Al menos podía haberme
dado una idea. Podía haber dicho si podría venir a casa, o si tendría que ir a un
hospital, o… No ha dicho nada de una ambulancia. Una ambulancia significaría, casi
con seguridad, un hospital. Y si se trataba de… de lo peor, podía haberlo dicho y no
dejarnos a todos en esta zozobra. Sé que en ningún caso debemos tratar de adivinar
nada, ni para bien ni para mal, pero de verdad creo que todo indica que podemos
tener esperanzas, tía Hannah. Creo que si…
Sonó el teléfono; el timbre provocó en ellas un miedo mayor del que ninguna de
las dos había experimentado en toda su vida. Se miraron, se levantaron y se dirigieron
al vestíbulo.
—Iré yo… —dijo Mary agitando la mano en dirección a Hannah como si con ese
gesto la hiciera desaparecer.
Hannah se detuvo donde estaba, bajó la cabeza, cerró los ojos y se santiguó.
Mary descolgó el auricular antes de que sonara el timbre por segunda vez, pero
durante un momento no pudo acercárselo al oído y tampoco pudo hablar. Ayúdame,
Dios mío, ayúdame, susurró.
—¿Andrew?
—¿Poll?
—¡Papá! —Sintió alivio y temor a partes iguales—. ¿Has tenido noticias?
—¿Sabes algo?
—No. He dicho que si has tenido noticias de Andrew.
—No. Creí que tú sabrías algo.
—No. Aún no. Aún no.
—Debo de haberte asustado.
—No te preocupes, papá. No importa.
—Lo siento muchísimo, Poll. No he debido llamarte.
—No importa.
—Avísanos en cuanto sepas algo.
—Claro que sí, papá. Te lo prometo. Seguro que lo haré.
—¿Quieres que vayamos?
—No, papá. Que Dios te bendiga, pero es mejor que no vengáis todavía. Es inútil
que nos angustiemos todos hasta que sepamos algo, ¿no crees?
—Así me gusta.
—Dale un beso a mamá de mi parte.
—Ella te manda otro a ti. Y yo, no hace falta que te lo diga. Llámanos.
—Desde luego. Adiós.
—¿Poll?
—¿Sí?

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—Tú sabes lo que siento acerca de esto.
—Lo sé, papá. Gracias. No hace falta que lo digas.
—No podría aunque lo intentara. Nunca. Lo siento por Jay tanto como por ti. Y tu
madre también. Tú lo entiendes.
—Lo entiendo, papá. Adiós.
—Sólo era papá —dijo, y se sentó pesadamente.
—Creí que era Andrew.
—Sí… —Bebió un sorbo de té—. Me ha dado un susto de muerte.
—No ha debido llamarte. Ha hecho una tontería al telefonearte.
—No le culpo. Creo que lo están pasando peor ellos, allí sentados, que nosotras.
—No dudo que les esté resultando muy difícil.
—Papá siente las cosas mucho más de lo que aparenta.
—Lo sé. Y me alegro de que te des cuenta.
—Me doy cuenta de lo mucho que aprecia a Jay.
—¡Cielo santo! Eso espero.
—Bueno, durante mucho tiempo no tuve motivos para estar segura —replicó
Mary con energía—. Ni tampoco con respecto a mamá. —Esperó un momento—. Ni
con respecto a mamá ni con respecto a ti, tía Hannah —dijo—. Tú lo sabes. Tratabais
de no demostrarlo, pero yo lo sabía y vosotros sabíais que lo sabía. No importa, no
importa desde hace mucho, pero tú sabes que es cierto.
Hannah le sostuvo la mirada.
—Sí, es cierto, Mary. Tuvimos todo tipo de… de dudas terribles; y no sin buenos
motivos, como luego descubristeis los dos.
—Sí, tuvisteis muchos motivos —dijo Mary—. Pero eso no nos lo puso más fácil.
—A ninguno de nosotros —dijo Hannah—. Especialmente a ti y a Jay, pero
tampoco a tus padres, ¿sabes? Ni a nadie que te quisiera.
—Lo sé. Lo sé, tía Hannah. No sé por qué he sacado esta conversación. Ya no hay
nada en ello que provoque resentimiento, ni preocupación, ni dolor en ninguno de
nosotros, y así es, gracias a Dios, desde hace ya mucho tiempo. ¡Por qué se me habrá
ocurrido mencionarlo! No digamos una palabra más acerca de ello.
—Sólo una más, porque no estoy segura de que lo hayas sabido nunca. ¿Has
pensado alguna vez cuánto ha apreciado tu padre a Jay siempre, desde el primer
momento?
—Sé que eso es lo que me decía. Pero cada vez que lo decía, también me estaba
advirtiendo. Sé que con el tiempo ha llegado a apreciarle mucho.
—Le quiere muchísimo —dijo Hannah.
—Pero no, nunca he creído del todo que le gustara o que le respetara desde el
primer momento, y nunca lo creeré. Siempre creí que lo decía para halagarle.
—¿Es Jay hombre que se deje influir por los halagos?
—No. —Sonrió un poco—. Por lo general, no. ¿Pero cómo debía interpretarlo
yo? Por un lado ponía a Jay por las nubes, y por otro, casi al mismo tiempo, me daba

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una u otra razón para convencerme de que haría una auténtica locura si me casaba
con él. ¿Qué habrías pensado tú?
—¿No ves que las dos cosas podían ser verdad…, o mejor dicho, que él podía
creer sinceramente las dos cosas?
Mary pensó un momento.
—No lo sé, tía Hannah. No, no veo cómo es posible.
—Tú misma lo descubriste, Mary.
—¡Y cómo!
—Descubriste que había mucho de cierto en lo que tu padre… en todos nuestros
recelos, pero eso nunca alteró esencialmente la opinión que tenías de Jay, ¿no es así?
Descubriste que podías creer las dos cosas a la vez.
—Es cierto. Sí. Así fue.
—Nosotros tuvimos que ir descubriendo lo que tenía de bueno. Tú tuviste que ir
descubriendo lo que no era tan bueno.
Mary la miró con una sonrisa de desafío.
—De todos modos, aunque al principio estuviera ciega —dijo—, acerté más que
papá, ¿no? No me equivoqué. Papá tuvo razón al decir que habría problemas, y ha
habido más de los que él o ninguno de vosotros supondrá jamás, pero no me
equivoqué, ¿no?
No me lo preguntes, niña, dímelo tú, pensó Hannah.
—Es evidente que no —dijo.
Mary permaneció en silencio unos momentos. Luego, tímida y orgullosa, dijo:
—En estos últimos meses, tía Hannah, hemos logrado, hemos llegado a… una
especie de armonía que… —comenzó a negar con la cabeza—. No debería hablar de
esto —le tembló la voz—. Y menos ahora. —Apretó los labios, volvió a negar con la
cabeza y tragó ruidosamente un poco de té—. Acabamos de hablar —estalló con la
boca llena de té— como si estuviera muerto.
Enterró bruscamente la cara entre las manos y prorrumpió en sollozos sin
lágrimas.
Hannah reprimió el impulso de correr a su lado. Que Dios la ayude, murmuró.
Que Dios la proteja. Al poco rato, Mary la miró; su mirada era tranquila y asombrada.
—Si Jay muere —dijo—, si ha muerto, tía Hannah, no sé qué haré.
Sencillamente, no sé qué haré.
—Que Dios te ayude —dijo Hannah; se inclinó hacia ella por encima de la mesa
y tomó su mano—. Que Dios te proteja.
El rostro de Mary se movía agitado.
—Saldrás adelante. Pase lo que pase, saldrás adelante. Sin la menor duda. No
temas. —Mary reprimió el llanto—. Está bien prepararse para lo peor —continuó
Hannah—, pero no debemos olvidar que aún no sabemos nada.
Las dos miraron el reloj en el mismo instante.
—Ya no puede tardar mucho en llamar —dijo Mary—. A menos que hayan tenido

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un accidente —dijo riendo bruscamente.
—Llamará muy pronto, estoy segura —dijo Hannah. Habría llamado hace mucho,
se dijo, si no hubiera ocurrido lo peor. Apretó las manos entrelazadas de Mary, le dio
unas palmaditas y retiró la mano pensando que si era posible algún consuelo era
mejor reservarlo para cuando fuera más necesario.
Mary callaba y a Hannah no se le ocurrió nada que decir. Era absurdo, pensó,
pero junto a todo lo demás, su silencio casi le hacía sentirse violenta.
Pero después de todo, ¿qué se puede decir? ¿Qué tipo de ayuda podemos prestar,
yo o cualquier otra persona?
De pronto se sintió tan intensa y profundamente fatigada que deseó poder apoyar
la frente en el borde de la mesa.
—Lo único que podemos hacer es esperar —dijo Mary.
—Sí —suspiró ella.
Será mejor que tome un poco de té, pensó. Y así lo hizo. Tibio y un poco amargo,
el té le hizo sentirse aún más cansada.
Permanecieron dos minutos en silencio.
—Al menos, por terrible que sea tener que esperar, se nos ha concedido un poco
de tiempo —dijo Mary lentamente—. Para tratar de prepararnos para lo que pueda
pasar.
Miraba atentamente su taza vacía.
Hannah se sintió incapaz de decir nada.
—Sea lo que fuere —continuó Mary—, ya ha ocurrido.
Hablaba casi sin emoción; se hallaba tan absorta, se dijo Hannah convencida, que
no podía sentir aquello que estaba empezando a descubrir y con lo cual comenzaba a
enfrentarse. Ahora Mary levantó la vista y ambas se miraron fijamente a los ojos.
—Puede ocurrir una de estas tres cosas —dijo Mary lentamente—. Puede estar
malherido, pero sobrevivir, y en el mejor de los casos curarse y en el peor quedar
tullido, o inválido, o intelectualmente discapacitado. —Hannah deseó poder desviar
la mirada, pero sabía que no debía hacerlo—. O puede estar tan malherido que muera,
quizá muy pronto o quizá después de una lucha larga y terrible, eso si es que no está
exhalando su último suspiro en este mismo momento mientras se pregunta dónde
estoy y por qué no he corrido a su lado. —Apretó los dientes un momento, cerró muy
fuerte los labios y volvió a hablar en el mismo tono—. O había muerto ya cuando
llamó ese hombre y el pobre no quiso darme la noticia. Una de esas tres cosas. En
cualquier caso, no hay nada ni en este mundo ni en el otro que podamos hacer, o
esperar, o adivinar, o desear, o que pueda cambiar nada o remediarlo en lo más
mínimo. Porque lo que sea, ya es. Eso es todo. Y lo único que podemos hacer es
prepararnos, ser lo bastante fuertes como para enfrentarnos a ello, sea lo que fuere.
Eso es todo. Eso es todo lo que importa. Es todo lo que importa porque es lo que hay.
¿No es así?
Mientras Mary hablaba, con su voz, con sus ojos y con cada palabra, recordaba a

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Hannah aquellas horas olvidadas de hacía casi treinta años durante las cuales la cruz
de la vida había pesado por primera vez sobre su ser y ella había empezado a
aprender a soportarla y aceptarla. Ahora te toca a ti, pobre criatura, pensó, y sintió
como si una página prodigiosa pasara silenciosa y el hálito que levantaba al pasar
tocara su corazón con un frío y delicado temor. Su espíritu está llegando a la mayoría
de edad, pensó; y durante esos momentos ella misma envejeció, se aproximó a su
muerte y se conformó con que fuera así. Su corazón se elevó en una especie de
orgullo por Mary, por cada dolor que podía recordar, suyo o ajeno (y los recuerdos
acudieron en tropel a su mente), por toda existencia y toda resistencia. Deseó gritar:
¡Sí!, ¡sí! ¡Eso es! Sí. Sí. Comienza a ver. Ahora te toca a ti. Deseó sostener a su
sobrina a la distancia que le permitía la longitud de sus brazos para poder mirarla y
admirar cómo florecía. Quiso abrazarla y quejarse a Dios por lo que significaba estar
vivo. Pero sobre todo deseó permanecer en silencio, y oír la voz de la joven, y
contemplar sus ojos y su frente redondeada mientras hablaba, y aceptar y
experimentar la repetición de aquella experiencia juvenil que la elevaba y la
traspasaba como la música.
—¿No es así? —repitió Mary.
—Hay eso y mucho más —dijo ella.
—¿Te refieres a la misericordia divina? —dijo Mary en voz baja.
—En absoluto —replicó Hannah con aspereza—. Prefiero no tratar de decir a qué
me refiero. —(Pero ya he comenzado, pensó; la he sorprendido, le he hecho daño,
casi como si hubiera hablado contra Dios)—. Sólo porque es mejor que lo descubras
tú. Tú sola.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que nos van a decir, lo que vamos a saber, Mary, casi con seguridad será
duro. Trágico y duro. Estás empezando a saberlo y a enfrentarte a ello con mucha
valentía. Lo que quiero decir es que esto es sólo el principio. Que sabrás mucho más.
A partir de muy pronto.
—Sea lo que fuere, deseo sobrellevarlo con dignidad —dijo Mary con los ojos
brillantes.
—No te esfuerces demasiado por eso, Mary. No lo veas de esa manera. Limítate a
hacer lo que puedas para soportarlo y deja que la cuestión de la dignidad se resuelva
por sí misma. Eso es más que suficiente.
—Me siento tan poco preparada… Hay tan poco tiempo para prepararse…
—Esto no es algo para lo que uno pueda prepararse. Simplemente hay que vivirlo.
Había una especie de ambición en su actitud, pensó Hannah, una especie de
orgullo o de poesía que era errónea y muy peligrosa. Pero aún no estaba muy segura
de qué quería decir con eso y aquél era el momento menos apropiado para dejarse
arrastrar por un asunto así, para tratar de debatirlo o de hacer advertencias acerca de
él. Es tan joven, se dijo. Aprenderá; la pobre aprenderá.
Mientras Hannah la miraba, el rostro de Mary reflejó una expresión difusa y

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humilde. ¡Oh, no, todavía no!, susurró Hannah desesperadamente para sus adentros.
Todavía no. Pero Mary dijo tímidamente:
—Tía Hannah, ¿podemos arrodillarnos un momento?
Todavía no, quiso decir. Por primera vez en su vida sospechó de qué forma tan
equivocada podía utilizarse la oración, pero no supo muy bien por qué. ¿Qué puedo
decir?, pensó casi aterrada. ¿Cómo puedo juzgar? Pero se estaba haciendo esperar
demasiado tiempo. Mary le sonrió tímidamente con un asomo de sorpresa, y, llevada
por la compasión y la duda, Hannah rodeó la mesa y ambas se arrodillaron la una
junto a la otra. Pueden vernos, pensó Hannah, porque los estores no estaban bajados.
Que nos vean, se dijo irritada.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén —dijo Mary en
voz baja.
—Amén —continuó Hannah.
Permanecieron en silencio oyendo el tictac del reloj, el crepitar del fuego y el
tartamudeo de la tapa del hervidor.
Dios no está aquí, se dijo Hannah, y luego hizo una breve señal de la cruz sobre
su pecho para contrarrestar la blasfemia.
—Oh, Dios —susurró Mary—, dame fuerzas para aceptar tu voluntad, sea la que
fuere.
Y luego guardó silencio.
Que Dios la oiga, pensó Hannah. Y que Dios me perdone. Que Dios me perdone.
¿Cómo puedo saber cuál es el mejor momento?, se dijo. Que Dios me perdone.
Y, sin embargo, no podía apartarlo de su mente: algo erróneo, insoportablemente
patético, infinitamente maligno campaba en el seno de esa devoción, pero ella no era
capaz de contrarrestarlo ni de identificar su naturaleza.
Y de pronto se abrió en su interior un abismo de una profundidad infinita y de él
surgió el aliento paralizador de las tinieblas eternas.
No creo en nada. En nada en absoluto.
—Padre nuestro —se oyó decir a sí misma con una extraña voz; y Mary,
ignorante de su terror, se unió a su plegaria. Y mientras continuaban y Hannah oía,
cada vez más clara que la suya, aquella voz joven, cálida, sincera, fiel y
desconsolada, su momento aterrador de incredulidad se convirtió en un recuerdo, en
una tentación felizmente superada con la ayuda de la gracia divina.
Líbranos del mal, repitió en silencio varias veces una vez terminada la oración.
Pero el mal seguía allí, al igual que la misericordia.
Se pusieron en pie.
Conforme el paso de cada minuto y cada tictac del reloj fueron poniendo más y
más de manifiesto que Andrew había tenido tiempo más que suficiente de llegar y
telefonear, Mary y su tía hablaron cada vez menos. Durante los momentos que habían
seguido a su plegaria, Mary, aliviada, había hablado con locuacidad de cuestiones que
poco tenían que ver con lo que sucedía; incluso había hecho algunas bromas y hasta

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se había reído de ellas sin más que un ligero matiz de histeria; y durante ese tiempo
Hannah había pensado que lo mejor (y, de hecho, lo único posible) era seguirle la
corriente; pero aquella locuacidad se desvaneció pronto para no volver; ahora
simplemente permanecían en silencio, sentadas la una frente a la otra a la mesa de la
cocina, la mirada de cada una apartada de la otra y bebiendo un té que en absoluto les
apetecía. Mary preparó otra tetera y hablaron un poco sobre la infusión y sobre el
agua caliente con la que rebajarla, pero esos breves intercambios de palabras se
agotaron pronto hasta convertirse en silencio. Mary, tras susurrar «Perdona», se retiró
al baño, afrentada y humillada por tener que obedecer a esa llamada en semejante
momento; durante unos minutos se sintió tan estúpida y esclavizada como un bebé en
su orinal, sólo que mucho más torpe y vulgar; luego, con las manos hundidas en el
lavabo lleno de agua fría, contempló incrédula, reflejado en el cristal, su rostro
paralizado. Le pareció apenas real, hasta que, avergonzada, se dio cuenta de que
aquél era el momento menos apropiado para mirarse al espejo. Hannah, a solas,
agradeció el hecho de que todos fuéramos animales; ese cúmulo tonto, fatigoso, sano,
humilde, de necesidades físicas, se dijo, es lo que nos ayuda, tanto como la oración, a
seguir adelante sin perder la cordura; y ya casi agotados esos momentos de soledad,
libre su mente de los sutiles engaños que produce la inquietud, se permitió susurrar en
voz alta: «Está muerto. Ya no cabe la menor duda», y comenzó a santiguarse
invocando a los difuntos, pero, al recordar claramente no lo sabemos, y al sentir como
si hubiera estado a punto de ejercer un poder maléfico sobre Jay, desvió la intención
del gesto hacia la misericordia divina para que ésta recayera sobre él, cualquiera que
fuera el estado en que se encontrara. Cuando volvió, Mary echó más astillas al fuego,
miró el interior del hervidor, vio que una tercera parte del agua que contenía se había
consumido y volvió a llenarlo. Ninguna de las dos dijo nada, pero ambas sabían lo
que la otra pensaba y, después de permanecer otra vez en silencio durante más de diez
minutos, Mary miró a su tía, quien, al sentir sus ojos sobre ella, la miró a su vez.
Luego, dijo en voz muy baja:
—Ojalá tengamos noticias pronto, porque ahora estoy preparada.
Hannah asintió y pensó: es cierto. Y es bueno que ni siquiera quieras tocar mi
mano. Y sintió que algo radiante y majestuoso se alzaba en la oscuridad de su interior
como para decir ante Dios: Aquí la tienes, dispuesta para lo peor, y lo ha conseguido
ella sola y no gracias a mi ayuda, ni tampoco especialmente a la tuya. Agradéceselo.
Mary continuó hablando:
—Resulta muy difícil imaginar que las noticias sean menos malas de lo que
esperamos, que sencillamente Andrew se sienta tan contento y aliviado que no se
haya molestado en telefonear y haya decidido traerlo directamente a casa para darnos
una estupenda sorpresa. Aunque sería muy propio de él si ése fuera el caso. Y
también sería muy propio de Jay, si estuviera… si estuviera lo bastante consciente,
sumarse a la sorpresa y disfrutar con ella y reírse del susto que hemos pasado.
A juzgar por sus ojos brillantes y su rostro, al que parecía a punto de asomar una

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sonrisa, se diría que lo creía mientras lo decía; parecía estar casi segura de que, dentro
de pocos minutos, todo ocurriría justo de ese modo. Pero luego continuó:
—Resulta muy difícil imaginarlo, sólo hay una posibilidad entre un millón, pero
mientras exista esa posibilidad, mientras no sepamos con seguridad que no ha sido
así, no voy a apartarla totalmente de mi mente. No voy a decir que está muerto, tía
Hannah, hasta que sepa que lo está —dijo en tono desafiante.
—¡Por supuesto que no!
—Pero aun así estoy casi segura de que lo está —dijo Mary; y al decirlo y al
sostener la mirada de Hannah, no pudo recordar durante unos momentos qué otra
cosa iba a decir. Luego lo recordó, y le pareció demasiado insignificante para decirlo,
y esperó a que todo lo que veía en su mente volviera a estar claro y adquiriera su
propio peso; entonces habló de nuevo—: Creo que es mucho más probable que
estuviera muerto cuando llamó ese hombre y que él no fuera capaz de decírmelo. Y
no le culpo. Me alegro de que no lo hiciera. La noticia debía dármela un hombre de la
familia, alguien… alguien cercano a Jay y a mí. Creo que cuando Andrew se fue,
estaba bastante seguro de… de lo que había ocurrido… y no tenía la menor intención
de dejarnos en esta incertidumbre. Tenía intención de llamar. Pero seguía esperando
contra toda esperanza, como todos nosotros, y cuando… cuando vio a Jay… no tuvo
fuerzas suficientes para telefonear porque sabía que yo no soportaría recibir la noticia
por teléfono, ni siquiera de su boca, y por eso no ha llamado. Y yo le agradezco
infinitamente que no lo haya hecho. Debía de saber que mientras las horas siguieran
pasando de este modo terrible, sacaríamos nuestras propias conclusiones y
tendríamos tiempo de… tendríamos tiempo. Y es lo mejor. Él quiere estar conmigo
cuando me entere de la noticia. Es lo mejor. Así que eso es lo que va a hacer.
Decírmelo directamente. Creo que lo que ha hecho… lo que está haciendo es…
Hannah se dio cuenta de que Mary estaba más cerca de derrumbarse de lo que lo
había estado hasta entonces y apenas pudo resistir el impulso de cogerle la mano;
dominada por la angustia, consiguió evitarlo. Un momento después, Mary continuó,
tranquila y segura de sí misma:
—Lo que está haciendo es traer a la funeraria el cuerpo del pobre Jay, y pronto
vendrá a casa y nos lo dirá.
Hannah continuó con la mirada fija en los dulces ojos de Mary, cada vez más
incrédulos y brillantes; descubrió que no podía hablar y que estaba asintiendo tan
brusca y rápidamente como si padeciera la enfermedad de Parkinson. Se obligó a
dejar de asentir.
—Eso es lo que creo —dijo Mary—, y es para lo que estoy preparada. Pero no
voy a admitirlo, ni a decir de mi esposo una cosa así, ni a ponerle en un peligro
semejante hasta que sepa irrevocablemente que es así.
Continuaron mirándose a los ojos; los de Hannah ardían, porque ella sabía que no
debía pestañear, y unos momentos después la joven exhaló un largo gemido y con una
voz débil y temblorosa dijo:

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—Ruego a Dios que no sea así.
Y Hannah susurró:
—Yo también.
Y de nuevo ambas guardaron silencio en su ignorancia sin ver otra cosa que la
mirada afligida de la otra. Y así se encontraban cuando oyeron pisadas en el porche.
Hannah miró hacia un lado y bajó los ojos; Mary exhaló un suspiro largo y roto;
ambas apartaron las sillas y corrieron hacia la puerta.

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Capítulo 9
Cuando él volvió a la sala ella le miró angustiada; él se acercó a su oído y dijo:
—Nada.
—¿No hay noticias todavía?
—No. —Se sentó y se inclinó hacia ella—. Probablemente es demasiado pronto
—dijo.
—Quizá.
Ella dejó de zurcir.
Joel volvió a tratar de leer The New Republic.
—¿Te ha parecido que se encontraba bien?
¡Cielo santo!, se dijo Joel. Se inclinó hacia ella.
—Todo lo bien que cabe esperar.
Ella asintió.
Él volvió a The New Republic.
—¿No deberíamos ir?
Justo lo que necesita, pensó Joel, tener que hablarnos a gritos. Se inclinó hacia su
mujer y le puso una mano en el brazo.
—Es mejor que no vayamos —dijo— hasta que sepamos qué ha pasado.
Demasiado revuelo.
—Demasiado, ¿qué?
—Revuelo. Jaleo. Demasiada gente.
—Sí. Quizá. Pero creo que ése es el lugar que nos corresponde, Joel.
«Tonterías», susurró él para sí.
—El que nos corresponde —dijo en voz bastante más alta— es el lugar donde
Mary quiera que estemos.
Comenzó a darse cuenta de que ella no había dicho «el lugar que nos
corresponde» pensando solamente en las convenciones sociales. Maldita sea, pensó.
¿Por qué no puede estar allí? La tocó en el hombro.
—Trata de no preocuparte, Catherine —dijo—. Se lo he preguntado a Poll y ha
dicho que es mejor que no vayamos. Ha dicho que es inútil que nos angustiemos
hasta que sepamos algo.
—Muy sensata —dijo ella dudosa.
—¡Y tanto, maldita sea! —dijo él con convicción—. Se está esforzando por no
venirse abajo —explicó.
Catherine volvió la cabeza con un gesto cortés de interrogación.
—¡Se-está-esforzando-por-no-venirse-abajo!
Ella hizo una mueca de disgusto.
—No me grites, Joel. Limítate a hablar claramente, que puedo oírte.
—Lo siento —dijo él.
Se dio cuenta de que no le había oído. Se acercó.

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—Lo siento —volvió a decir, esta vez con cuidado y no demasiado alto—. Estoy
un poco nervioso, eso es todo.
—No te preocupes —dijo ella en un tono de voz propio ya de una anciana.
Él la miró un momento, suspiró con compasión y dijo:
—Tendremos noticias pronto.
—Sí —dijo ella—. Supongo que sí.
Aflojó la presión de sus manos sobre su costura y miró fijamente a través de las
sombras de la habitación.
Contemplar a su mujer se convirtió para Joel en un tormento inútil; volvió a The
New Republic.
—Me pregunto cómo habrá ocurrido —dijo ella al cabo de un rato.
Él se inclinó hacia ella:
—Yo también.
—Tiene que haber habido otros heridos.
Volvió a inclinarse hacia ella.
—Es posible. No lo sabemos.
—Quizá incluso muertos.
—No… no lo sabemos, Catherine.
—No.
Jay conduce como un loco, pensó Joel; decidió callárselo. Fuera lo que fuese lo
ocurrido, pensó, lo que menos necesita ahora es que digamos cosas así acerca de él. O
las pensemos siquiera.
Comenzó a darse cuenta, con una especie de regocijo sardónico, de que, además
de ser simplemente cortés, estaba siendo supersticioso. No quiero ir hasta que
sepamos qué ha pasado, se dijo. Mejor no intervenir. El asunto estaba en manos de
los dioses. Mejor era no balancear la barca. Sobre todo si estaba ya hundida.
—La verdad es que a mí me parece que Jay conduce de un modo bastante
imprudente —dijo Catherine con cautela.
—Todos lo hacen —dijo él. ¡Y tanto que imprudente!
—Recuerdo que me inquieté mucho cuando decidieron comprarse ese coche.
Y el tiempo ha venido a darte la razón.
—Es el progreso. No debemos obstaculizar la marcha del progreso.
—No —dijo ella molesta—, supongo que no.
¡Por el amor de Dios, mujer!
—Era una broma, Catherine, una broma tonta. Oh.
—No creo que sea momento para bromas, Joel.
—Yo tampoco.
Ella ladeó la cabeza cortésmente. Con cuidado de no gritar, dijo él:
—Tienes razón. Yo tampoco.
Ella asintió.
Mientras se abría camino a través de otro editorial como a través de una

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alambrada de púas, Joel pensó: no he debido llamarla. ¿Por qué no he confiado en
que me avisaría en cuanto supiera algo? Si no ella, Hannah.
Siguió leyendo.
Una especie de opresión había empezado a apoderarse de él en el momento en
que tuvo noticia del accidente; en un principio se había dicho, ajá, y de forma
inesperada había asentido bruscamente. Era como si hubiera sabido que eso, o algo
semejante, tenía que ocurrir antes o después; por eso le conmovió tan poco como le
sorprendió. Pero aquella opresión había ido aumentando sin parar mientras
permanecía sentado y esperando, y ahora el aire parecía de hierro y era como si
pudiera experimentar en la boca el sabor amargo, frío y seco del metal. ¿Qué otra
cosa podemos esperar?, se dijo. Así es la vida. Se preparó con calma para aceptarla,
para soportarla, deleitándose no sólo con su esfuerzo sino también con la crueldad
plomiza y obstinada del hierro, porque era esa crueldad la que demostraba y daba la
medida de su coraje. Es curioso que lo sienta tan poco, se dijo. Pensó en su yerno. Le
inspiraba respeto, afecto y una profunda y difusa tristeza. Pero en ningún caso un
dolor íntimo. Después de tanta lucha, pensó, de tanta valentía y ambición, Jay no
había llegado a nada. Judas el Oscuro, se dijo de repente; y pensó después en la
continua destrucción de sus propias esperanzas a lo largo de treinta años. Si se trata
de elegir entre una mutilación, la invalidez o la muerte, pensó, esperemos que todo
haya acabado para él. Aunque se tratara de elegir entre la muerte y vivir otros treinta
o cuarenta años en esas condiciones, mejor sería que todo hubiera acabado. Aunque
ésa es mi opinión, maldita sea, no la suya. Pensó en su hija, en aquella energía con la
que tan admirablemente se había enfrentado a ellos para casarse con Jay y que había
acabado rota y disuelta en aquella maldita religiosidad; toda su inteligencia, apenas
nacida, se había reducido a la nada en aquel matrimonio, en los constantes equilibrios
para poder salir adelante y, sobre todo, en aquella maldita piedad. Todo su entusiasmo
inocente, que parecía invencible, seguía alzando la barbilla para recibir más golpes. Y
de nuevo sintió que su implicación personal era mínima. Ella se lo había buscado,
pensó, aunque tenía que reconocer que había soportado las consecuencias de una
forma encomiable, maldita sea, sin una sola queja. Y si Jay… si ahora todo ha llegado
a su fin, tendrá que pagar un precio muy alto y será muy poco o nada lo que yo pueda
hacer por ayudarla. Recordó entonces vívidamente, con entusiasmo y con tristeza, los
pocos años en que habían sido tan buenos amigos, y por un momento se dijo quizá
vuelva a ser así, y se interrumpió a sí mismo con un gruñido de desprecio.
Aprovecharse de ese modo de la muerte de Jay, pensó, como si fuera un pretendiente
rechazado acicalándose para intentarlo una vez más: de nuevo en la brecha. Además,
ése no había sido nunca el verdadero motivo de su distanciamiento; era todo ese
asqueroso cenagal de beatería lo que realmente les había separado, y ahora
probablemente tendería a empeorar en lugar de mejorar. ¿Probablemente? Con toda
seguridad.
Y su mujer, mientras zurcía, pensaba: qué tragedia. Qué terrible carga para ella.

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Pobre Mary. ¿Cómo va a salir adelante? Naturalmente, es muy posible que él no
haya… no haya pasado a mejor vida. Pero eso podría representar una tragedia aún
mayor para los dos. Un hombre tan activo incapaz de hacerse cargo de su familia.
Qué terrible en cualquier caso. Desde luego, nosotros podemos ayudar. Pero no en lo
referente a lo más pesado de la carga. Pobre criatura. Y pobrecitos niños. Y por
debajo de esas palabras no pronunciadas, mientras que con sus ojos cansados se
inclinaba profundamente sobre su labor, su espíritu generoso e irreflexivo se hallaba
más profundamente afligido de lo que ella podía imaginar y más resuelto que si
obedeciera a cualquier propósito de resolución. ¡Qué deprisa pasa la vida!, pensó.
Parece que fue ayer cuando ella era mi Mary o cuando Jay vino a vernos por primera
vez. Levantó la vista de su labor, y miró la luz y las sombras silenciosas, y exhaló ese
tipo de suspiro profundo y prolongado que surgía de su corazón y que, exceptuando
la música, era el único modo que tenía de rendirse a la tristeza.
—Debemos ser muy buenos con ellos, Joel —dijo.
Sorprendido, casi asustado, por su repentina voz, y llevado por un reflejo
vengativo de exasperación, él deseó preguntarle qué había dicho. Pero sabía que la
había oído e, inclinándose hacia delante, replicó:
—Claro que sí.
—Sea lo que fuere lo que haya ocurrido.
—Desde luego.
Comenzó a reconocer la emoción y la soledad que se ocultaban tras la banalidad
de lo que ella había dicho, y se avergonzó de haber respondido como si sólo se
hubiera tratado de una banalidad. Deseó poder decir algo para compensar su torpeza,
pero no se le ocurrió nada. Pensó con tierno regocijo que casi con seguridad ella no
había reparado en su desconsideración, y que se sorprendería enormemente si trataba
de explicarse o de disculparse. Dejémoslo correr, pensó.
Siente mucho más de lo que expresa, se dijo ella a modo de consuelo, pero deseó
que alguna vez dijera lo que sentía. Notó la mano de su esposo sobre su muñeca y vio
su cabeza próxima a la suya. Se inclinó hacia él.
—Comprendo, Catherine —dijo Joel.
¿Qué quiere decir con eso?, se preguntó ella. Sin duda es que he dejado de oír
algo, pensó, aunque sus palabras habían sido tan pocas que no podía imaginar qué
podía haber sido. Pero inmediatamente decidió no exasperarle con una pregunta;
estaba segura de su buena intención y eso la conmovía.
—Gracias, Joel —dijo, y, poniendo la otra mano sobre la de él, dio en ella unas
cuantas palmaditas rápidas. Tales muestras de cariño, excepto en el lugar apropiado,
la violentaban, y siempre había temido que aún le violentaban más a él; y ahora,
aunque no había podido resistirse a acariciarle y había hallado un consuelo aún mayor
en aquella suave presión sobre su muñeca, retiró pronto su mano, y, muy poco
después, él retiró la suya también. Experimentó un momento de solemne gratitud por
haber pasado tantos años en tal armonía con un hombre tan bueno, pero eso era

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imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y en
aquello con lo que ésta se enfrentaba.
Joel, mientras tanto, pensaba: lo necesita (mientras le oprimía la muñeca), y
cuando ella retiró tímidamente la mano, se dijo: ojalá pudiera hacer algo más; y de
repente, no por el bien de su mujer sino obedeciendo a un impulso propio, deseó
abrazarla. Impensable. En lugar de eso, contempló su rostro sufrido y sus ojos miopes
mientras ella miraba una vez más a través de la habitación y experimentó una
momentánea sensación de orgullo incrédulo y complacido por su inmenso e
inquebrantable coraje y una sensación también de orgullosa gratitud, a pesar de los
pesares e incluidos todos ellos, por haber pasado tantos años con una mujer así; pero
eso era imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y
en lo que ésta había pasado y en aquello con lo que ahora tendría que enfrentarse.
—A veces la vida parece más cruel de lo soportable —dijo Catherine—. Me
refiero a la de ellos. La del pobre Jay y la de la pobre Mary.
Sintió la mano de él y esperó, pero él no dijo nada. Le miró, cortés y temerosa,
con una sonrisa de disculpa, por la fuerza de la costumbre, en la cara, y vio su cabeza
barbada, enorme a la luz de la lámpara e inesperadamente cercana, que asentía,
profunda y lentamente, cinco veces.

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Capítulo 10
Andrew no se molestó en llamar, sino que abrió la puerta y la cerró
silenciosamente tras él, y, al ver moverse sus sombras cerca del umbral de la cocina,
cruzó rápidamente el vestíbulo. En la oscuridad del pasillo no pudieron distinguir su
cara, pero por su andar tenso y decidido estuvieron prácticamente seguras. Casi le
impedían el paso. En lugar de salir al vestíbulo a recibirle, se hicieron a un lado para
dejarle entrar en la cocina. Él no dudó ante su vacilación, sino que avanzó
directamente, con los labios apretados en una línea recta y los ojos como cristal
astillado, y, sin decir una sola palabra, abrazó a su tía con tal ímpetu que ésta tuvo
que hacer un esfuerzo para respirar mientras sus pies se levantaban del suelo.
«Mary», susurró Hannah a su oído; él miró; allí estaba ella esperando, con los ojos y
la cara de un niño atónito que bien podría estar suplicando «¡No me pegues!»; y antes
de que él pudiera hablar, la oyó decir leve y dulcemente: «Está muerto, ¿verdad,
Andrew?», y él no pudo hablar, pero asintió, y se dio cuenta de que los pies de su tía
no tocaban el suelo, y de que prácticamente le estaba rompiendo los huesos, y de que
su hermana decía con aquella misma voz fina y espectral: «Ya estaba muerto cuando
llegaste»; y de nuevo él asintió y luego dejó cuidadosamente que Hannah pusiera los
pies en el suelo, y, volviéndose hacia Mary, la tomó por los hombros y dijo en voz
más alta de lo que esperaba: «Murió instantáneamente», y la besó en la boca, y los
dos se abrazaron, y, sin lágrimas pero violentamente, él sollozó dos veces, su mejilla
contra la de ella, mientras contemplaba a través de la melena suelta de su hermana su
espalda humillada y los destellos cambiantes del linóleo; luego, sintiendo el peso de
su cuerpo sobre el suyo, dijo: «Vamos, Mary», y sujetándola por los hombros, la
ayudó a acercarse a una silla mientras ella, sintiendo que se debilitaban sus rodillas,
decía «Tengo que sentarme», y miraba tímidamente a su tía, que, en ese mismo
momento, decía con voz rota: «Siéntate, Mary», y se hallaba a su lado sosteniéndola
por la cintura y con la cara tan blanca y tan terrible como una calavera. Ella rodeó
fuertemente con sus brazos la cintura de uno y otra sintiendo gratitud y placer por la
firmeza y el calor de sus cuerpos, y así avanzaron los tres unidos (como amigos del
alma, pensó ella, como los tres mosqueteros) hasta la silla más próxima; y vio cómo
Andrew le ofrecía la silla con la mano izquierda extendida, y entre los dos,
lentamente, la sentaron en ella, y entonces Mary sólo pudo ver el rostro de su tía
profundamente inclinado sobre ella, muy grande y muy cercano, intensos y llorosos
los ojos tras las gruesas lentes, la fuerte boca ahora floja y blanda, terrible todo él a
causa del amor y del dolor, desnudo e indisciplinado como nunca lo había visto hasta
entonces.
—Avisa a papá y a mamá —susurró Mary—. Se lo prometí.
—Ahora mismo —dijo Hannah disponiéndose a salir al vestíbulo.
—Walter ha ido a buscarles —dijo Andrew—. Ya lo saben. —Acercó otra silla—.
Siéntate, tía Hannah.

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Hannah se sentó, y tomó en sus manos las manos de Mary sobre sus rodillas, y se
dio cuenta de que ésta apretaba las suyas con todas sus fuerzas, tanto como podía, y
respondió a esa presión cambiante, casi angustiosa, con otra semejante.
—Siéntate con nosotras, Andrew —dijo Mary en un tono de voz algo más alto; él
ya estaba acercando una tercera silla, y ahora se sentaba y ponía sus manos sobre las
de ellas, y, sintiendo la agitación de las de Mary, pensaba, Dios, es como si estuviera
de parto. Y lo está. Y así permanecieron sentados en silencio unos momentos
mientras él pensaba: ahora tengo que decirles cómo ha ocurrido. ¡Dios mío, cómo
puedo empezar!
—Quiero un poco de whisky —dijo Mary con una voz tenue y fría, y luego trató
de ponerse en pie.
—Yo lo traeré —dijo Andrew levantándose.
—Tú no sabes dónde está —dijo ella haciendo ademán de apartar las manos de
uno y otra sin reparar en que ambos ya las habían retirado. Se levantó, y ellos se
levantaron, y se hicieron a un lado como con respeto, y ella avanzó entre los dos y se
dirigió al vestíbulo; la oyeron revolver en el armario y se miraron.
—Lo necesita —dijo Hannah.
Andrew asintió. Le había sorprendido, a causa de Jay, que hubiera whisky en la
casa; y luego sintió asco de sí mismo por haberlo pensado.
—Todos lo necesitamos —dijo.
Sin mirarlos, Mary se acercó al armario de la cocina y trajo un vaso a la mesa. La
botella estaba casi llena. Colmó el vaso mientras ellos la miraban pensando que no
debían inmiscuirse. Bebió un buen trago, se atragantó y se lo tomó casi entero.
—Mézclalo con agua —dijo Hannah mientras le daba unas fuertes palmadas entre
los hombros y le secaba los labios y la barbilla con un paño de cocina—. Así está
demasiado fuerte.
—Sí, lo mezclaré —dijo Mary con voz ronca. Luego se aclaró la garganta—. Sí,
lo mezclaré —dijo más claramente.
—Siéntate, Mary —dijeron Andrew y Hannah al mismo tiempo, y luego Andrew
le trajo un vaso de agua y Hannah la ayudó a sentarse.
—Yo también tomaré un poco —dijo Andrew.
—Sí, por Dios —dijo Mary.
—Déjame preparar un buen ponche —dijo Hannah—. Te ayudará a dormir.
—No quiero dormir —dijo Mary, bebiendo luego un sorbo de whisky con
abundante agua—. Tengo que saber cómo ocurrió.
—Tía Hannah —dijo Andrew en voz baja señalando la botella—. Por favor.
Ninguno de los tres habló mientras él partía el hielo, y traía vasos y una jarra de
agua; Mary permaneció sentada esperando con una especie de impotencia mansa y
extrañamente hosca. Meses después, Andrew la recordaría al ver un caballo que se
había caído en la calle; y también recordaría que no estaba bebida. Sólo era el peso de
la mano de la Muerte.

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—Yo me serviré —dijo Mary—, porque —añadió lentamente mientras lo hacía—
quiero que esté lo más fuerte que pueda aguantar.
Probó la oscura bebida, añadió un poco más de whisky, volvió a probarla y dejó la
botella a un lado. Hannah la contempló con profunda preocupación mientras se decía,
si se emborracha esta noche y su madre la ve así, se morirá de vergüenza, añadiendo
después, tonterías. Es lo más sensato que puede hacer.
—Bébelo muy despacio, Mary —dijo Andrew suavemente—. No estás
acostumbrada.
—Tendré cuidado —dijo Mary.
—Es lo mejor para la impresión —dijo Hannah.
Andrew sirvió en dos vasos una pequeña cantidad de whisky y dio uno a su tía;
los apuraron deprisa, bebieron agua y luego mezclaron dos vasos de whisky con agua.
—Ahora, Andrew, quiero que lo cuentes todo —dijo Mary. Miró a Hannah.
—Mary —dijo él—. Papá y mamá llegarán de un momento a otro y tendrás que
volver a oír todo. Naturalmente, si lo prefieres, te lo diré ahora, ¿pero no podrías
esperar?
Pero incluso mientras hablaba, Mary estaba asintiendo y Hannah decía, «Sí, hija
mía» mientras los tres pensaban en las confusiones y repeticiones que, aun en el
mejor de los casos, parecían inevitables. Al cabo de un momento, Mary dijo:
—En cualquier caso, has dicho que no sufrió. Instantáneamente, has dicho.
Él asintió y dijo:
—Mary, le he visto en la funeraria. Sólo tenía una marca en el cuerpo.
Ella le miró.
—En la cabeza.
—Justo en la punta de la barbilla, una pequeña contusión. Un corte tan pequeño
que podrán cerrarlo con un solo punto. Y un pequeño cardenal en el labio inferior. Ni
siquiera lo tenía hinchado.
—¿Eso es todo? —dijo ella.
—Todo —dijo Hannah.
—Eso es todo —dijo Andrew—. El médico dijo que fue una conmoción cerebral.
Murió instantáneamente.
Ella guardó silencio; él pensó que debía de estar dudando. ¡Dios, se dijo furioso,
al menos no debería tener que pasar por esto!
—No puede haber sufrido, Mary, ni siquiera una fracción de segundo. Le he visto
la cara. No hay en ella ni rastro de dolor. Solo… una especie de sorpresa. De
sobresalto.
Mary no dijo nada. Tengo que conseguir que lo crea, pensó él. ¿Qué diablos
puedo hacer para que quede bien claro? Si es necesario, buscaré al médico y haré que
se lo diga él mis…
—No supo que se moría —dijo ella—. No tuvo ni un minuto, ni un momento para
pensar «mi vida se acaba».

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Hannah puso rápidamente una mano en su hombro; Andrew cayó de rodillas ante
ella, tomó sus manos y dijo ansiosamente:
—Mary, por el amor de Dios, da gracias porque no lo supiera. Es una cosa
espantosa para un hombre en la flor de la vida. Él no era cristiano, ¿sabes? —estalló
con violencia—. No tenía que ponerse a bien con Dios. Era un hombre con una
esposa y dos hijos, y yo diría que el hecho de que le librara de ese horrible
conocimiento es lo único que tenemos que agradecer a Dios. —Y añadió con voz
desesperada—: ¡No sabes cuánto siento haber dicho eso, Mary!
Pero Hannah, que había estado diciendo en voz baja «Tiene razón, Mary, tiene
razón, tienes que dar gracias por eso», le dijo con calma: «Ya basta, Andrew»; y
Mary, cuyos ojos, fijos en él, habían mostrado una sorpresa y un terror crecientes,
habló ahora tiernamente:
—No te preocupes. No tienes que sentir nada. Lo comprendo. Tienes razón.
—Esa cosa tan horrible que he dicho sobre los cristianos —dijo Andrew después
de un momento—. Nunca me lo perdonaré, Mary.
—No sufras por eso, Andrew. No. Por favor. Mírame. —Él la miró—. Es cierto
que, lógicamente, estaba pensando como la cristiana que soy, pero olvidaba que todos
somos seres humanos, y tú me has corregido y te lo agradezco. Tienes razón, Jay no
era… no era un hombre religioso en ese sentido, y darse cuenta de que se estaba
muriendo podría haber sido para él… lo que tú has dicho. Aunque probablemente
habría sido igual si hubiera sido un hombre religioso. —Le miró con calma—. Así
que quiero que sepas que no estoy dolida ni enfadada. Necesitaba darme cuenta de lo
que decías y doy gracias a Dios por ello.
Se oyó un ruido en el porche. Andrew se levantó y besó a su hermana en la frente.
—No lo sientas —dijo ella.
Él la miró, apretó los labios y se dirigió apresuradamente a la puerta.
—Papá —dijo, y se hizo a un lado para dejar pasar a su padre. Su madre buscó a
tientas su brazo y lo apretó con fuerza. Él le rodeó dulcemente los hombros con un
brazo y dijo junto a su oído:
—Están en la cocina.
Catherine siguió a su marido:
—Pasa, Walter.
—Oh, no. Gracias —dijo Walter Starr—. Esto es un asunto de familia. Pero si hay
algo que…
Andrew le cogió por un brazo.
—Pasa un momento de todos modos —dijo—. Sé que Mary quiere darte las
gracias.
—Está bien.
Andrew le hizo entrar.
—Papá —dijo Mary, y se levantó y le dio un beso. Él se volvió con ella hacia su
madre—. ¿Mamá? —dijo Mary con voz tensa, casi llorosa, y ambas se abrazaron.

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—Vamos, vamos, vamos —dijo la madre con su voz algo cascada al tiempo que
le daba unas palmadas en la espalda—. Mary, hija mía. Vamos, vamos, vamos.
Vio a Walter Starr, que les miraba como si estuviera seguro de no ser bien
recibido.
—Oh, Walter —susurró, y salió a su encuentro apresuradamente. Él le tendió la
mano como atemorizado, y dijo:
—Señora Follet, nunca habría…
Ella le echó los brazos al cuello y le besó en la mejilla.
—Que Dios le bendiga —susurró llorando quedamente.
—Tranquila —dijo él al tiempo que se sonrojaba y trataba de abrazarla y
sostenerla aunque sin acercarse demasiado—. Tranquila —volvió a decir.
—Tengo que dominarme —dijo ella apartándose de él y buscando ávidamente
algo con la mirada.
—Aquí está —dijeron Andrew y su padre y Walter Starr mientras cada uno de
ellos le ofrecía su pañuelo. Ella cogió el de su hermano, se sonó la nariz, se secó los
ojos y se sentó.
—Siéntese, Walter.
—Oh, no, gracias. Creo que no —dijo Walter—. Sólo he venido un momento.
Tengo que irme, de verdad.
—Pero Walter, qué tontería. Usted es uno más de la familia —dijo Mary, y los
que la oyeron asintieron y murmuraron «Claro que sí» aunque sabían que la situación
le resultaba violenta y esperaban que se fuera.
—Es usted muy amable —dijo Walter—. Pero no puedo quedarme. De verdad
que tengo que irme. Pero si…
—Walter, quiero darle las gracias —dijo ella, porque para entonces también había
reconsiderado la situación.
—Todos queremos dártelas —dijo Andrew.
—Se lo agradezco más de lo que puedo expresar con palabras —acabó Mary.
Él negó con la cabeza.
—No ha sido nada. No ha sido nada —dijo—. Sólo quiero que sepan que si hay
algo que yo pueda hacer, que si puedo ayudar de algún modo, por favor me lo digan,
que no duden en decírmelo.
—Gracias, Walter. Si hay algo que pueda hacer, de verdad que se lo diremos.
Muchas gracias.
—Entonces, buenas noches.
Andrew le acompañó hasta la puerta principal.
—Sólo tienes que decírmelo, Andrew. Lo que sea —dijo Walter.
—Lo haré. Gracias —dijo Andrew. Sus ojos se encontraron y por un momento
ambos se quedaron atónitos. Él desearía que hubiera sido yo, pensó Andrew. Él
desearía haber sido él, pensó Walter. Y quizá yo también, pensó Andrew, y, una vez
más, igual que al ver el cadáver por primera vez, se sintió absurdo, avergonzado,

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culpable casi de haber hecho trampa, incluso de asesinato, por estar vivo.
—¿Por qué precisamente Jay? —dijo Andrew en voz baja.
Todavía mirando sus ojos astillados, Walter movió pesadamente la cabeza.
—Buenas noches, Andrew.
—Buenas noches, Walter.
Cerró la puerta.
El padre de Mary interceptó la mirada de su hija; le hizo un gesto con la barbilla
para que fuera a un rincón de la cocina.
—Quiero hablar contigo a solas un minuto —dijo en voz baja.
Ella le miró pensativa; luego, cogió su vaso, dijo «Perdonadnos un momento» por
encima del hombro y le precedió al interior de la habitación que había preparado para
su marido. Encendió la lamparita de la mesilla, cerró silenciosamente las dos puertas
y se quedó de pie mirándole expectante.
—Siéntate, Poll —dijo él.
Ella miró a su alrededor. Uno de los dos tendría que sentarse en la cama. Estaba
cuidadosamente abierta, fresca y agradable bajo las almohadas mullidas.
—Lo había preparado todo —dijo ella—, pero él no ha vuelto.
—¿Qué has dicho?
—Nada, papá.
—No te quedes de pie —dijo él—. Sentémonos.
—No me apetece.
Se acercó a ella, tomó su mano y la miró inquisitivamente. Es exactamente igual
de alto que yo, volvió a pensar ella. Vio hasta qué punto sus ojos, llenos de
compasión y dolor, eran como los de su hermana, cansados, tiernos y resueltos bajo
los párpados fatigados y frágiles. Al principio él no pudo hablar.
Eres un buen hombre, se dijo Mary, y sus labios se movieron. Un hombre muy
bueno. Mi padre. Por un instante sintió de nuevo la totalidad de su amistad y su
distanciamiento. Sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a temblarle la boca.
—Papá —dijo. Él la abrazó y ella lloró en silencio.
—Es terrible, Poll —le oyó decir—. Terrible. Verdaderamente terrible.
Durante unos momentos ella sollozó tan profundamente que él no dijo nada más
sino que se limitó a acariciar su espalda, una y otra vez, desde el hombro hasta la
cintura gritando en su interior con furia y repugnancia: ¡Maldita sea! ¡Maldita sea
esta vida! Es demasiado joven para esto. Y entonces se le ocurrió que había sido
precisamente a esa edad cuando su propia vida se había visto truncada, no por la
muerte, sino por el nacimiento de ella y de su hermano.
—Pero tienes que salir adelante —dijo.
Notó que ella asentía vigorosamente contra su hombro. Saldrás, pensó; tienes
agallas.
—No te queda otro remedio —añadió.
—Creo que voy a sentarme.

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Se apartó de él y, casi invadida por un sentimiento de profanación, se dejó caer
pesadamente en el borde de la cama, justamente donde estaba abierta, junto a las
almohadas mullidas. Él giró la silla y se sentó frente a ella, rodilla contra rodilla.
—Quiero decirte una cosa —dijo.
Ella le miró y esperó.
—¿Te acuerdas cómo estuvo la prima Patty? ¿Cuando murió George?
—No muy bien. No tenía más de cinco o seis años.
—Pues yo sí me acuerdo. Corría de aquí para allá como un pollo sin cabeza.
«¿Por qué ha tenido que pasarme a mí? ¿Qué he hecho yo para que me ocurra una
cosa así?». Se daba golpes contra los muebles, trató de apuñalarse con las tijeras,
chillaba como un cerdo degollado; se la oía a una manzana de distancia.
La mirada de Mary se enfrió.
—No te preocupes por eso —dijo.
—No me preocupo porque sé que tú no eres tonta. Pero deberías tenerlo en
cuenta, y de eso es de lo que quiero avisarte.
Ella siguió mirándole.
—Verás, Poll —dijo él—. Ya es lo bastante duro ahora, pero te llevará algún
tiempo asimilarlo. Y cuando de verdad lo asimiles, será aún peor. Será peor hasta tal
punto que creerás que es más de lo que puedes soportar. Tú o cualquier ser humano.
Y tendrás que superarlo sola porque lo único que podremos hacer por ti será
mostrarte una ciega compasión animal.
Ella miraba oblicuamente al suelo con una especie de ironía paciente y fría; él
sintió asco de sí mismo.
—Mírame, Poll —dijo. Ella le miró—. Entonces será cuando necesites hasta el
último gramo de sensatez que hay en ti —dijo—. Tener valor no será suficiente. Lo
que necesitarás será sentido común. Tienes que tener en cuenta que ningún ser
humano ha tenido jamás un privilegio especial; el hacha puede caer en cualquier
momento, sobre cualquier cuello, sin previo aviso y sin la menor consideración por la
justicia. Tienes que evitar compadecerte por tu mala suerte y lamentarte a gritos por
ella. Tienes que recordar que cosas como ésta y mucho peores les han ocurrido a
millones de personas, y que ellas han salido adelante y tú saldrás también. Lo
soportarás porque no te queda otro remedio, excepto desmoronarte. Tienes que cuidar
de dos niños. Y aparte de eso te lo debes a ti misma y se lo debes a él. Tú me
entiendes.
—Claro que sí.
—Sé que es una auténtica estupidez tratar de decir aunque sea una palabra sobre
esto. Por no decir un atrevimiento. Sólo intento avisarte de que aún está por llegar
algo mucho peor de lo que puedes imaginar, así que, por el amor de Dios, prepárate
para ello y no te vengas abajo. —De pronto dijo con súbita ansiedad—: Se trata de
una especie de prueba, Mary, de la única prueba significativa. Cuando ocurre algo tan
terrible como esto tienes que elegir. O comienzas a vivir realmente o comienzas a

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morir. Eso es todo. —Al mirarla a los ojos sintió miedo por ella y dijo—: Me imagino
que ahora estás pensando en tu religión.
—Sí —dijo ella con cierto orgullo frío.
—Bueno, eso te dará fuerzas —dijo él—. Sé que en ella encontrarás una ayuda
con la que yo nunca pude contar. Sólo una cosa: ten un cuidado infinito de no
arrastrarte a su interior para esconderte como en un agujero.
—Tendré cuidado —dijo Mary.
Quiere decir que yo no puedo decirle nada sobre eso, se dijo; y tiene razón.
—Habla con Hannah de esto —dijo.
—Lo haré, papá.
—Una cosa más.
—¿Si?
—Habrá dificultades económicas. Veremos cuáles son y cómo solucionarlas. Sólo
quiero ahorrarte esas preocupaciones. No te preocupes. Las resolveremos.
—Que Dios te bendiga, papá.
—Tonterías. Bébete eso.
Ella bebió un largo trago y se estremeció.
—Bebe todo lo que puedas sin llegar a emborracharte —dijo él—. Me importaría
un comino que cogieras una buena borrachera. Sería lo mejor para ti. Pero tienes que
pensar en mañana.
Y en el día siguiente, y en el otro.
—Creo que no me hace ningún efecto —dijo ella con la voz todavía clara—. Las
pocas veces que he bebido hasta ahora se me subía a la cabeza; un solo trago me
bastaba para achisparme completamente. Pero ahora no parece hacerme el menor
efecto.
Bebió un poco más.
—Bien —dijo él—. Eso puede ocurrir. Es la impresión, o los nervios. Recuerdo
una vez cuando tu madre estaba muy enferma y yo… —Ambos recordaron su
enfermedad—. No importa. Bebe todo lo que quieras, pero ándate con cuidado.
Puede caerte encima de pronto como una tonelada de ladrillos.
—Tendré cuidado.
—Es hora de volver con los demás. —La ayudó a levantarse y le puso una mano
en el hombro—. Ten en cuenta lo que te he dicho. Esto es sólo una prueba, una
prueba que supera la gente que vale.
—Lo tendré en cuenta, papá, y gracias.
—Tengo una confianza absoluta en ti —dijo él deseando que eso fuera realmente
cierto y que a ella le importara.
—Gracias, papá —dijo Mary—. Saberlo significará una gran ayuda.
Con la mano en el pomo de la puerta, apagó la luz y, seguida de su padre, entró en
la cocina.

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Capítulo 11
—¿Pero dónde…? —comenzó a decir Mary, porque en la cocina no había nadie.
—Deben de estar en la sala —dijo su padre, y la cogió del brazo.
—Aquí hay más sitio —dijo Andrew cuando entraron. Aunque la noche era
cálida, estaba encendiendo un pequeño fuego. Mary se dio cuenta de que todos los
estores estaban bajados hasta los antepechos de las ventanas.
—Mary —dijo su madre en voz alta, dando unas palmaditas a su lado en el sofá.
Mary se sentó junto a ella y tomó su mano. Su madre cogió su mano izquierda entre
las suyas, la puso sobre su regazo y la apretó contra sus delgados muslos con fuerza.
Su tía se sentó a un lado de la chimenea y su padre cogió una silla y se sentó al
otro lado. El sillón con respaldo graduable seguía vacío junto a la lámpara de pie.
Aunque el fuego prosperaba, Andrew se puso en cuclillas ante él haciendo pequeños
ajustes. Nadie habló, ni miró el sillón ni a ninguno de los presentes. Las pisadas de un
hombre que caminaba lentamente a lo largo de la acera se hicieron más audibles,
pasaron ante la casa y fueron apagándose hasta convertirse en silencio; y en el
silencio del universo escucharon el crepitar del fuego.
Finalmente Andrew se levantó, todos miraron su expresión de desesperanza e
intentaron no exigirle demasiado con los ojos. Él les devolvió la mirada uno por uno
y luego se acercó y se inclinó hacia su madre.
—Te lo diré a ti, mamá —dijo—. Así podrán escucharlo todos. Lo siento, Mary.
—Querido… —dijo su madre agradecida, y buscó a tientas su mano y le dio unas
palmaditas en ella.
—Desde luego —dijo Mary, y le cedió su puesto junto al oído «bueno» de su
madre. Se cambiaron de lugar y ella se sentó al otro lado. Su madre volvió a coger la
mano de Mary para llevarla a su regazo; con la otra, levantó su trompetilla. Joel se
inclinó hacia ellos poniendo una mano detrás de la oreja; Hannah tenía la mirada fija
en las llamas vacilantes.
—Estaba solo —dijo Andrew, no muy alto pero con la claridad más escrupulosa
—. No hubo heridos ni nadie se vio involucrado en el accidente.
—Eso es una bendición —dijo su madre. Y lo era, todos lo reconocieron; y, sin
embargo, todos se sobresaltaron. Andrew asintió bruscamente para silenciarla.
—Así que nunca sabremos cómo ocurrió exactamente —continuó—. Pero
sabemos lo suficiente —dijo, pronunciando la última palabra con una terrible y brutal
amargura.
—Mm —gruñó su padre, asintiendo bruscamente; Hannah exhaló un prolongado
suspiro.
—Hablé con el hombre que le encontró. Fue el que te telefoneó, Mary. Me esperó
todo ese tiempo porque pensó que sería mejor que el primero que había visto a Jay
estuviera allí para contarle a uno de nosotros todo lo que pudiera. Me dijo todo lo que
sabía, por supuesto —continuó mientras recordaba, seguro de que nunca podría

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olvidarlo, aquel rostro rústico, amable, tranquilo y conmovido, y aquella voz medio
analfabeta, cautelosa y lenta—. No podía ser mejor persona.
Sintió una especie de gratitud airada porque un hombre de esa condición hubiera
estado allí y hubiera estado allí el primero. Jay no habría podido desear nadie mejor,
se dijo. Ni Jay ni nadie.
—Dijo que se dirigía a su casa hacia las nueve de la noche, que venía hacia la
ciudad, que oyó que un coche que iba detrás de él se acercaba más y más a toda
velocidad y que pensó, es alguien que tiene que llegar a algún sitio enseguida («Venía
a casa deprisa», dijo Mary) o que está loco (lo que había dicho era «o que está
borracho»).
—No estaba loco —dijo Mary—. Sólo trataba de llegar a casa (bendito sea),
porque se había retrasado mucho.
Andrew la miró con sus ojos secos y brillantes y asintió.
—Me dijo que no le esperara para cenar —dijo ella—, pero quería llegar a casa
antes de que se durmieran los niños.
—¿Qué pasa? —preguntó la madre con una cortesía nerviosa.
—Nada importante, mamá —dijo Andrew con suavidad—. Luego te lo explicaré.
Respiró hondo bruscamente y se sintió menos cercano a las lágrimas.
—De pronto, dijo, oyó un ruido terrible durante un segundo o dos y luego un
silencio total. Supo que quien fuera en ese coche tenía que encontrarse en muy mala
situación, así que dio la vuelta y retrocedió unos cuatrocientos metros, cree, hasta el
otro lado del puente de Bell. Me dijo que estuvo a punto de pasar de largo porque no
había nada en la carretera, y aunque de algún modo lo esperaba y por eso iba
conduciendo despacio, mirando a los dos lados del camino, casi pasó de largo porque
junto al puente, a ese lado de la carretera, hay un terraplén bastante pronunciado.
—Lo sé —susurró Mary.
—Pero justo al salir del puente te encuentras con una especie de ángulo, ya
sabes…
—Lo sé —susurró Mary.
—Sus faros se reflejaron en algo, en una de las ruedas del coche. —Miró por
encima de su madre y dijo—: Todavía giraba.
—¿Cómo has dicho? —dijo su madre.
—Que todavía giraba —dijo él—. La rueda que vio.
—Dios mío, Andrew —susurró ella.
—¡Vaya! —exclamó Joel con voz casi inaudible.
—Se bajó del coche inmediatamente y se acercó corriendo. El coche había
volcado y Jay…
Aunque no se sentía a punto de echarse a llorar, descubrió que por un momento
era incapaz de hablar. Finalmente, dijo:
—Estaba allí en el suelo junto al coche, boca arriba, como a treinta centímetros de
distancia. Ni siquiera se le había arrugado la ropa.

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De nuevo descubrió que no podía continuar. Al cabo de un momento se obligó a
hacerlo.
—El hombre dijo que, por alguna razón, tuvo la seguridad de que… de que estaba
muerto desde el primer momento en que le vio. No sabe por qué. Sólo porque vio en
él una inmovilidad especial. Pero encendió unas cerillas, naturalmente, para
asegurarse. Escuchó para ver si le latía el corazón y trató de ver si tenía pulso. Dio la
vuelta a su coche para poder ver con los faros. No pudo ver nada, excepto un pequeño
corte exactamente en la punta de la barbilla. El parabrisas del coche de Jay estaba
roto y él hasta cogió un cristal para utilizarlo a modo de espejo, por si respiraba.
Después esperó unos minutos hasta que oyó un coche que se acercaba y paró a los
ocupantes y les dijo que fueran a buscar ayuda lo antes posible.
—¿Llevaron a un médico?
—Mary ha dicho: «¿Llevaron a un médico?» —dijo Andrew a su madre—. Sí, él
les dijo que lo llevaran y ellos lo hicieron. Y también llevaron a otras personas. Entre
ellos… a Brannick, papá. Ese herrero que tú conoces. Resulta que vive muy cerca de
allí.
—Ya —dijo Joel.
—El médico dijo que el hombre tenía razón —continuó Andrew—. Que había
tenido que morir instantáneamente. Averiguaron quién era por los papeles que llevaba
en el bolsillo y entonces fue cuando te llamó, Mary. Me pidió que le hiciera el favor
de decirte lo terrible que fue para él darte ese mensaje y dejarte en la incertidumbre
todo este tiempo. No pudo soportar ser él quien te lo contara todo… y menos aún de
pronto y por teléfono. Pensó que debía decírtelo alguien de la familia.
—Eso es lo que pensé —dijo Mary.
—Tenía razón —intervino Hannah; y Joel y Mary asintieron con la cabeza y
dijeron «Sí».
—Para cuando llegamos Walter y yo ya le habían trasladado —dijo Andrew—.
Estaba en la herrería. Hasta habían llevado allí el coche. ¿Sabes? Dicen que funciona
perfectamente. Exceptuando el techo y el parabrisas, no tenía ningún desperfecto.
Joel preguntó:
—¿Tienen alguna idea de lo que ocurrió?
Andrew dijo a su madre:
—Papá ha preguntado si tienen alguna idea de lo que ocurrió.
Ella asintió, le dio las gracias con una sonrisa y acercó su trompetilla a la boca de
Andrew.
—Sí, tienen alguna idea —dijo Andrew—. Me lo enseñaron. Descubrieron que un
pasador se había aflojado, es decir, que se había soltado el pasador que mantiene
unido todo el mecanismo de la dirección.
—¿Qué?
—Así, mamá… mira —dijo él rápidamente acercando las manos a su cara.
—Oh, perdona —dijo ella.

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—Mira —dijo él. Había introducido un dedo entre dos dedos curvados de la otra
mano—. Es como si este dedo mantuviera unidos estos otros dos, ¿lo ves?
—Sí.
—Hay un agujero abierto por la curva que forman estos dos dedos y por ahí es
por donde va el pasador. Es como una horquilla muy gruesa. Una vez que ha llegado
al final del agujero, abre los dos extremos hasta dejarlos planos, así… —Le mostró
los dedos pulgar e índice muy juntos y luego los separó todo lo que pudo—. ¿Lo
entiendes?
—No importa.
—Déjalo, hijo —dijo el padre.
—No importa, mamá —dijo Andrew—. Sólo es algo que une dos piezas, en este
caso la dirección con la que guiaba el coche. La…
—Entiendo —dijo ella con impaciencia.
—Bien, mamá. Bueno, pues ese pasador que mantenía unida la dirección debajo
del coche, donde no había manera de verlo, se había caído. No pudieron encontrarlo,
aunque miraron en todas partes y hasta peinaron cuidadosamente la carretera a lo
largo de casi doscientos metros. Así que piensan que debió de aflojarse y caer
bastante más atrás, a kilómetros de distancia quizá, aunque probablemente no tan
lejos. Porque me enseñaron —volvió a poner los dedos donde ella pudiera verlos—
que incluso sin el pasador esas dos partes pueden seguir unidas —curvó los dedos—,
y hasta puedes conducir sin tener la menor sospecha de que pasa algo mientras vayas
por una carretera que esté en buenas condiciones y no tengas que girar bruscamente,
pero si te encuentras de pronto con un bache, o con un desnivel, o con una piedra, o
de pronto tienes que dar un volantazo, entonces se separan y pierdes totalmente el
control.
Mary se cubrió el rostro con las manos.
—Lo que creen es que una de las ruedas delanteras debió de topar con una piedra
y que eso produjo una sacudida y un cambio de dirección muy fuerte al mismo
tiempo. Porque en la cuneta encontraron una piedra, oh, como del tamaño de la mitad
de mi cabeza, muy arañada y con huellas de neumático. Me la enseñaron. Creen que
eso debió de arrancarle el volante de las manos y lanzarle hacia delante con tanta
fuerza que se dio un golpe en la barbilla, un solo golpe muy fuerte contra el volante.
Y ese golpe debió de matarle en el acto. Porque salió despedido del coche cuando
éste se salió de la carretera… me lo enseñaron. Yo nunca había visto nada parecido.
¿Sabéis lo que ocurrió? El coche le arrojó al suelo mientras caía dando tumbos en esa
especie de zanja ancha que tiene como un metro y medio de profundidad con respecto
a la carretera. Después subió un terraplén de dos metros y medio. Me enseñaron las
huellas donde ocurrió; subió casi hasta lo alto y luego volcó hacia atrás y cayó boca
abajo justo al lado de Jay, sin rozarle siquiera.
—¡Dios mío! —susurró Mary.
—Tst —hizo Hannah chasqueando la lengua.

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—¿Cómo pueden estar tan seguros de que fue… instantáneo, Andrew? —
preguntó Hannah.
—Porque están convencidos de que si hubiera estado consciente no habría salido
despedido del coche. Por una razón. Habría agarrado el volante o el freno de mano
para tratar de controlarlo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo. No tuvo tiempo de nada.
Como mucho debió de transcurrir una fracción de segundo desde el momento en que
sintió la sacudida y el volante se le escapó de las manos hasta que fue lanzado hacia
delante. El médico dice que probablemente ni se enteró de lo que pasó…, que el
impacto fue tan fuerte y tan rápido que ni siquiera lo notó.
—Quizá sólo estaba inconsciente —gimió Mary a través de sus manos—. O
estaba consciente y paralizado, sin poder hablar o respirar siquiera. Si hubiera habido
allí un médico, quizá…
Andrew extendió una mano por delante de su madre y le tocó las rodillas.
—No, Mary —dijo—. El médico me dio su palabra. Dice que lo único que pudo
causarle la muerte fue una conmoción cerebral. Dice que cuando llega a matar, o lo
hace instantáneamente o tarda días o semanas. Le pregunté sobre eso muy
concretamente, porque… porque sabía que tú querrías estar segura de cómo había
ocurrido. Naturalmente yo me hice la misma pregunta. Me dijo que era imposible que
hubiera estado inconsciente unos segundos y hubiera muerto después, porque a partir
del golpe no ocurrió nada que pudiera añadirse a lo anterior. Dijo que es aún más
repentino que la electrocución. El cerebro recibe una sacudida enorme. Es la muerte
más rápida que existe —se volvió hacia su madre—. Lo siento, mamá —dijo—.
Mary decía que quizá Jay sólo estaba inconsciente. Que quizá, si hubiera habido allí
un médico, se habría salvado. Yo le he dicho que no. Porque le pregunté al médico
todo lo que se me ocurrió sobre eso. Y él dijo que no. Dijo que cuando una
conmoción cerebral… es fatal… es la muerte más rápida que existe. —Miró a todos
ellos, uno por uno. Con voz leve y vengativa, añadió—: Dijo que sólo existía una
posibilidad entre un millón.
—¡Andrew, por Dios! —dijo su padre.
—Sólo ocurre en una zona muy pequeña y con un ángulo determinado y una
fuerza de impacto determinados. Si le hubiera golpeado un centímetro más allá a un
lado o a otro, aún estaría vivo en este momento.
—¡Cállate! —dijo su padre con severidad; porque las últimas palabras que
Andrew había pronunciado habían producido una especie de dilatación en Mary, que
se había erguido, pareciendo más grande de lo que era, para caer después deshecha en
un mar de lágrimas.
—Oh, Mary —gimió Andrew, y corrió hacia ella mientras su madre apretaba la
cabeza de la joven contra su pecho—. Lo siento muchísimo. ¡Dios mío, no sé qué me
ha dado! ¡Debo de estar loco! —Hannah y Joel se habían levantado de sus asientos y
estaban de pie allí cerca, incapaces de decir nada.
—Ten… ten un poco de piedad —sollozó Mary—. Un poco de piedad.

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Andrew sólo pudo decir:
—Lo siento mucho. Lo siento mucho, Mary —y no pudo añadir nada más.
—Déjala llorar —dijo Joel rápidamente a su hermana, y ésta asintió. Como si
algo en el mundo pudiera detenerla, pensó él.
—Dios mío, perdóname —gimió Mary—. ¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Esto es
más de lo que puedo soportar! ¡Más de lo que puedo soportar! ¡Perdóname!
Joel, con la boca abierta, se volvió hacia su hermana y la miró; y ella evitó su
mirada, mientras en su interior decía, ¡No, no!, y ¡Protégela!, ¡oh, Dios mío, protege
a esta pobre criatura y dale fuerzas! Y Andrew, con la cara contraída en una mueca
asesina, continuó articulando en su interior las palabras furiosas y devastadoras que
pugnaban por ser pronunciadas y clamó para sí: Dios, si existes, ven y déjame que te
escupa en la cara. ¡Perdonarla tú, qué ironía!
Luego Hannah le apartó y se agachó frente a Mary cogiéndole las muñecas y
hablando ansiosamente ante sus manos, entre las que corrían las lágrimas:
—Mary, escúchame. Mary. No hay nada por lo que tengas que pedir perdón. No
hay nada por lo que tengas que pedir perdón, Mary. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Mary? —
Mary asintió entre sus manos—. Dios nunca te pediría que no padecieras, que no
llorases. ¿Me oyes? Lo que estás haciendo es absolutamente normal, lo que haces está
perfectamente. ¿Me oyes? No serías un ser humano si no lo hicieras. ¿Me oyes,
Mary? Lo que no es humano es que le pidas perdón a Dios. Te estás equivocando.
Estás cometiendo un terrible error. ¿Me oyes, cariño? ¿Me oyes?
Mientras ella hablaba, Mary, con la cara entre las manos, unas veces asentía y
otras negaba con la cabeza, siempre en contradicción con lo que decía su tía, y ahora
decía:
—No es lo que tú piensas. Le he hablado como si no tuviera compasión.
—¿A Andrew? Andrew sólo estaba…
—No, a Dios. Le he hablado como si Él me lo estuviera restregando, como si
estuviera atormentándome. Por eso le he pedido perdón.
—Vamos, Mary —dijo su madre; no oía prácticamente nada de lo que decían,
pero intuía que el peor momento del llanto había pasado.
—Escucha, Mary —dijo Hannah, y se inclinó tanto hacia ella que podría haber
hablado en un susurro—. Nuestro Señor en la Cruz —dijo en una voz tan baja que
sólo Mary y Andrew podían oírla—. ¿Te acuerdas?
—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
—Eso es. Y luego, ¿pidió perdón?
—Era Dios. Él no tenía que hacerlo.
—También era un ser humano. Y no pidió perdón. Ni nadie le exigió que lo
hiciera, como nadie te lo exige a ti. Y tú tampoco deberías pedirlo. ¿Qué dijo Él, en
cambio? Que dijo Él inmediatamente después.
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu —dijo ella mientras apartaba las
manos de su rostro y miraba dócilmente a su tía.

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—En tus manos encomiendo mi espíritu —dijo su tía.
—Vamos, hija mía —dijo su madre, y Mary se irguió en su asiento y miró hacia
delante.
—Por favor, no te lo reproches, Andrew —dijo—. Haces bien en decirme todo lo
que sabes. Quiero saberlo todo. Es sólo que, por un momento, me ha superado.
—No debería decirte tantas cosas de una vez.
—No, es mejor así. Mejor que seguir oyendo nuevos detalles horribles cuando
crees que ya sabes lo peor y empiezas a hacerte a la idea.
—Tienes razón, Poll —dijo su padre.
—Ahora sigue contándome. Dime todo lo que tengas que decir. Y si me vengo
abajo, no te culpes. Recuerda que te lo he preguntado yo. Pero trataré de no
derrumbarme. Creo que aguantaré.
—De acuerdo, Mary.
—Bien, Poll —dijo su padre. Todos volvieron a sentarse.
—Y, Andrew, si me lo trajeras, creo que tomaría un poco más de whisky.
—Claro que sí.
Andrew había traído la botella a la sala y llevó el vaso de Mary a la mesa.
—No tan fuerte como la última vez, por favor. Fuerte, pero no tanto.
—¿Está bien así?
—Un poco más de whisky, por favor.
—Desde luego.
—Creo que así está bien.
—¿Estás bien, Poll? —preguntó su padre—. ¿No se te estará subiendo demasiado
a la cabeza?
—Que yo sepa no me está haciendo ningún efecto.
—Bien.
—Quizá sería preferible que no… que no prolongáramos la discusión esta noche
—dijo Catherine en su tono más elegante mientras daba unas palmaditas en la rodilla
de Mary.
La miraron asombrados y de pronto, primero Mary y luego Andrew, se echaron a
reír, y luego Hannah empezó a reírse y Joel dijo:
—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esas carcajadas?
—Es mamá —gritó Andrew alegremente, y él y Hannah le explicaron cómo
Catherine había sugerido, de la forma más elegante de la que era capaz, que dejaran
la discusión para la tarde siguiente cuando todo lo que estaban haciendo era hablar de
cuánto whisky podría aguantar Mary, y que era como si hubiera querido decir que
Mary tenía demasiadas ganas de beber para poder esperar; y Joel gruñó regocijado y
luego se contagió de aquella risa algo histérica y todos rieron a carcajadas hasta
desternillarse mientras Catherine permanecía allí sentada contemplándoles,
censurando su frivolidad en un momento así y sospechando con tristeza que, por
alguna razón, se estaban riendo de ella, pero sonriendo con una mezcla de cortesía y

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reprobación y, a la espera de escuchar la broma, levantando la trompetilla. Pero ellos
no le hicieron caso; apenas parecían darse cuenta de que se encontraba allí. De vez en
cuando se calmaban, y gemían, y respiraban hondo y se secaban las lágrimas; luego
Mary recordaba, e imitaba, la forma precisa en que su madre le había dado unas
palmaditas en la rodilla con la mano en que lucía su anillo, o Andrew imitaba
exactamente la entonación con que Catherine había dicho «prolongáramos», o
cualquiera de los cuatro rememoraba en su mente alguna mezcla particularmente
cómica de absurdo, y horror, y crueldad, y alivio, o simplemente veía a Catherine con
su sonrisa y su trompetilla, y de pronto bullía y reventaba de risa, y otro se veía
arrastrado por ese mecanismo, y todos empezaban a reírse de nuevo. Unas veces se
esforzaban deliberadamente por reír más, o por prolongar las carcajadas, o por
revivirlas si habían muerto, y otras se esforzaban igualmente por dejar de reír, o, si ya
lo habían hecho, por no empezar otra vez. Descubrieron que, en general, reían más si
se proponían no hacerlo, de forma que comenzaron a utilizar esa técnica. Rieron hasta
que se agotaron y comenzó a dolerles el estómago, y entonces pudieron ver más
claramente de qué tontería se habían estado riendo, y la inconsistencia del motivo y la
desproporción que éste guardaba con sus risas les impulsaron a reírse ruidosamente
de nuevo; pero al final se calmaron porque ya no les quedaban fuerzas para reír, y en
medio de ese silencio nervioso y de risas abortadas, Catherine habló:
—En mi vida me he sentido más escandalizada y asombrada —y con eso el
proceso comenzó de nuevo.
Pero para entonces la risa les había agotado; además, las imágenes del cadáver
junto al coche volcado irrumpieron en sus mentes y comenzaron a hacerse frías,
inmensas, inamovibles; y comenzaron a darse cuenta también de cuán
vergonzosamente habían tratado a la sorda.
—Oh, mamá —gritaron al tiempo Andrew y Mary, y Mary la abrazó y Andrew la
besó en la frente y en la boca.
—Hemos sido horribles —dijo él—. Tendrás que perdonarnos. Todos estamos un
poco histéricos, eso es todo.
—Será mejor que se lo digas a ella —dijo su padre.
—Sí, pobrecilla —dijo Hannah; y Andrew trató de explicar a su madre de la
forma más tierna posible que realmente no se estaban riendo a sus expensas, que ni
siquiera se estaban riendo de esa broma, o lo que fuera, porque realmente, tenía que
reconocerlo, no había tenido mucha gracia, y que simplemente había sido una
bendición tener un motivo para reír.
—Ya veo —dijo ella («Ya veo, dijo el ciego», exclamó Andrew) con una risita
cortés, cantarina y desconcertada—. Naturalmente, no me refería a la bebida. Sólo
pensé si no sería mejor para la pobre Mary que…
—Claro que sí —gritó Andrew—. Lo comprendemos, mamá. Pero Mary prefiere
saberlo ahora. Lo ha dicho.
—Sí, mamá —gritó Mary inclinándose hacia su oído «bueno».

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—En ese caso —dijo Catherine con excesiva cortesía—, deberíais haber tenido la
amabilidad de informarme.
—Lo siento muchísimo, mamá —dijo Andrew—. Deberíamos habértelo dicho. Y
de verdad íbamos a hacerlo. Dentro de un minuto.
—Bueno —dijo Catherine—. No importa.
—De verdad que lo habríamos hecho, mamá —dijo Mary.
—No ha sido más que un incidente desafortunado, eso es todo. Yo sé que os lo
pongo muy difícil, aunque trato de no hacerlo.
—Oh, no, mamá.
—No. No estoy disgustada. Sólo sugiero que, por el bien de todos, ignoréis mi
presencia. Joel me lo contará después.
—Lo dice en serio —dijo Joel—. Ya no está disgustada.
—Sé que lo dice en serio —dijo Andrew—. Por eso, ¡maldita sea!, no pienso
dejarla al margen. De verdad, mamá. Déjame que te lo cuente. Así podrán oírlo todos,
¿no lo entiendes?
—Bueno, si estás seguro, naturalmente te lo agradezco. Gracias.
Se inclinó, sonrió y levantó su trompetilla.
Aquello requería una intervención inmediata. Esa trompetilla es como la boca de
un pelícano, pensó Andrew. Tengo que arrojarle un pez.
—Lo siento, mamá —dijo—. Tengo que tratar de serenarme.
—Lo entiendo perfectamente —dijo su madre.
¿Qué era lo que…? ¡Ah, sí! El médico.
—Os estaba contando lo que dijo el médico.
Mary bebió.
—Sí —respondió Catherine con su voz clara—. Estabas diciendo que fue solo
una casualidad que se diera el golpe donde se lo dio, que había una posibilidad entre
un millón, que…
—Sí, mamá. Es realmente increíble. Pero así es.
—Sí —suspiró Hannah.
Mary bebió.
—Es peor que cualquier pesadilla —dijo Joel. Pensó en Thomas Hardy. Él sí que
sabía. (¡Y Mary pide a Dios que le perdone a ella!). Dio un bufido.
—¿Qué te pasa, papá? —preguntó Mary con calma.
—Nada —dijo él—. Eso es lo que somos. Lo que las moscas para los villanos.
Eso es todo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que las moscas son para los villanos somos nosotros para los dioses. Nos
matan para entretenerse.
—No —dijo Mary negando con la cabeza—. No, papá. No es así.
Él sintió cómo se levantaba en su interior una oleada de ácido ardiente; se
contuvo. Si ahora intenta decirme que se trata de la inescrutable misericordia divina,

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se dijo, tendré que salir de la habitación.
—No me hagas caso, Poll —dijo—. Ninguno de nosotros sabe nada. Y yo el que
menos. Así que cerraré el pico.
—Pero es que no puedo soportar que pienses siquiera esas cosas, papá.
Andrew apretó los labios y miró hacia otro lado.
—Mary —dijo Hannah.
—Me temo que eso es algo que ninguno de nosotros podemos pedir… o cambiar
—dijo su padre.
—Sí, Mary —dijo Hannah.
—Pero te aseguro una cosa, Poll. Tengo muy pocas ideas y ninguna de ellas
merece que le prestes atención.
—¿Hay algo que quizá debería estar oyendo? —preguntó Catherine.
Permanecieron un momento en silencio.
—Nada, mamá —dijo Andrew—. No es más que una digresión. Si fuera
importante, te lo diría.
—Estabas a punto de continuar con lo que te dijo el médico.
—Sí, lo estaba. Y lo haré. Me dijo otra serie de cosas, y puedo aseguraros a todos
que, a su manera, al menos representan una especie de consuelo.
Mary le miró a los ojos.
—Dijo que si tenía que ocurrir un accidente así, lo mejor era que pasara lo que
pasó. Que podría haber caído de forma irreversible en un estado de imbecilidad total.
—Oh, Andrew —exclamó Mary.
—Para el resto de su vida… y podría haber vivido fácilmente otros cuarenta años.
O podría haber quedado medio inválido, obligado a guardar cama a temporadas, con
horribles dolores de cabeza recurrentes o periodos de amnesia o de debilidad mental.
Ésas son las cosas que no ocurrieron, Mary —dijo desesperadamente—. Creo que es
mejor hablar de esto ahora y acabar de una vez.
—Sí —dijo ella a través de sus manos—. Sí, haces muy bien. Sigue, Andrew.
Acaba.
—Se refirió a lo que le habría ocurrido si hubiera estado consciente, si no hubiera
salido despedido del coche. A esa velocidad, con el coche totalmente fuera de control
trepando ese terraplén de dos metros y medio y volcando después, Jay habría
quedado aplastado, Mary. Horriblemente mutilado. Si hubiera muerto, probablemente
habría sido de una manera lenta y angustiosa. Y si hubiera sobrevivido,
probablemente habría quedado paralítico.
—Qué horror —dijo Catherine en voz muy alta.
—Idiota, lisiado o paralítico —dijo Andrew—. Porque otra cosa que puede causar
una conmoción cerebral, Mary, es una parálisis. Incurable. No son destinos que
puedas anteponer a la muerte para nadie. Y menos aún para Jay, con todo su vigor
físico y mental, con su independencia, con lo que odiaba pasar un solo día en la cama.
Acuérdate de que era imposible mantenerle quieto cuando tuvo esa lesión de espalda.

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—Sí —dijo ella—. Sí me acuerdo.
Aún se tapaba la cara con las manos apretando los dedos muy fuerte contra sus
ojos.
—En lugar de eso… —comenzó Andrew recordando el rostro de Jay muerto y
tendido en la mesa bajo la luz deslumbradora—. En lugar de eso, Mary, murió de la
forma más rápida y menos dolorosa que existe. Un instante estaba lleno de vida. En
realidad, quizá más que nunca, porque algo había fallado de repente y todo él estaba
alerta, y furioso, y dispuesto a superarlo, porque tú, probablemente mejor que nadie,
sabes cómo era Jack a ese respecto, Mary. No sabía lo que era el miedo. El peligro
sólo le ponía furioso… le espoleaba tremendamente. Eso es lo que le hacía ser como
era. Y un instante después todo había acabado. No tuvo tiempo siquiera de saber que
todo era inútil, Mary. Ni un instante de dolor, porque ese tipo de golpe es demasiado
violento para producir dolor. Dolor inmediato. Un instante de sorpresa con todas las
facultades funcionando al máximo y, de pronto, una tremenda sacudida cegadora, y
luego nada. ¿Lo entiendes, Mary?
Ella asintió.
—Yo vi su cara, Mary. Sólo parecía sorprendido, decidido y furioso. No había en
ella rastro de miedo o de dolor.
—En cualquier caso, no podía haber miedo —dijo ella.
—Le vi… desnudo… en la funeraria —dijo Andrew—. Mary, no había una sola
marca en todo su cuerpo. Sólo ese pequeño corte en la barbilla. Y una pequeña
contusión en el labio inferior. No había otra marca en su cuerpo. Tenía el físico más
espléndido que he visto nunca en ningún ser humano.
Nadie habló durante largo tiempo; luego Andrew dijo:
—Sólo puedo decir que, cuando me llegue mi hora, espero morir la mitad de bien.
Su padre asintió; Hannah cerró los ojos e inclinó la cabeza. Catherine esperó
impaciente:
—En la cima de su vigor —dijo Mary; y apartó las manos de su rostro. Aún tenía
los ojos cerrados—. Así murió —dijo con una gran ternura—, en la cima de su vigor.
Cantando, probablemente —su voz se quebró al pronunciar esta palabra—, feliz,
solo, corriendo hacia casa, porque le gustaba mucho ir muy deprisa y sólo podía
hacerlo cuando iba solo, y porque no quería decepcionar a sus hijos. Y luego, lo que
tú has dicho, Andrew. Un solo momento de dificultad, de algo que podía representar
un peligro —y lo fue, fue la muerte misma—, y todo en su naturaleza se alzó para
combatirlo, para controlarlo, sin ningún miedo. Sólo con valentía, con nobleza, con
furia, y con una confianza total en que podía hacerlo. Así es como él habría mirado a
la Muerte a la cara. Así es como lo hizo. En la cima de su vigor. Ésas son las palabras
que figurarán en su lápida, Andrew.
Para eso están los epitafios, cayó en la cuenta Joel. Para que puedas pensar que
tienes cierto control sobre la muerte, que la posees, que has elegido un nombre para
ella. Y lo mismo ocurre con querer saber todo lo posible acerca de cómo ocurrió. Y

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tratar de imaginarlo, como ha hecho Mary. Y Andrew, también. Cualquier subterfugio
sirve; y bienvenidos sean.
—¿No crees? —preguntó Mary tímidamente, porque Andrew no había
contestado.
—Sí —respondió ahora él, y Hannah dijo:
—Sí, Mary —y Joel asintió.
Hannah: pues yo quiero saber que me estoy muriendo, y no sólo por motivos
religiosos.
—Mamá —dijo Mary tirando del brazo de su madre. Ésta se volvió ansiosamente,
agradecida, con su trompetilla—. Le estaba diciendo a Andrew —dijo Mary— que
creo qué palabras, qué epitafio, debería leerse en la lápida de Jay —su madre ladeó la
cabeza cortésmente—. «En la cima de su vigor» —dijo Mary. Su madre la escuchó
aún más cortésmente—. En-la-cima-de-su vigor —dijo Mary más alto. Dios, creo que
no puedo aguantarlo, pensó Andrew—. Porque así es como ocurrió, mamá. De
pronto, sin previo aviso, sin sufrimiento, ni debilidad, ni enfermedad. Solo…
instantáneamente. En la flor de su vida. ¿Entiendes?
Su madre le dio unas palmaditas en la rodilla y tomó su mano.
—Muy apropiado, hija mía —dijo.
—Eso creo yo —dijo Mary, que ahora deseaba no haber hablado de eso.
—Lo es, Mary —le aseguró Andrew.
—¿Y por qué no me has contestado cuando te he preguntado?
—Estaba pensando en él.
Catherine, que había mantenido la trompetilla en alto esperanzada, volvió la
cabeza.
—Tenía treinta y seis años —dijo Mary—. Los cumplió hace exactamente un mes
y un día.
Nadie dijo nada.
—Y anoche… ¡Dios mío fue solo anoche! ¿Os imagináis? Hace menos de
veinticuatro horas sonó ese horrible teléfono y nosotros estábamos en la cocina
juntos… pensando en su padre. Los dos creíamos que era su padre el que estaba al
borde de la muerte. Por eso fue allí. Por eso ocurrió. Ese desgraciado de Ralph había
bebido tanto que ni siquiera estaba seguro de la necesidad de que fuera. Sólo tenía
que ir por si acaso. ¡No tengo palabras!
Acabó su bebida y se levantó para servirse más.
—Yo te lo traeré —dijo Andrew rápidamente mientras cogía su vaso.
—No tan fuerte —dijo ella—. Gracias.
—Es como un tablero de damas —dijo su padre.
—¿Qué?
—Lo que estás diciendo. Crees que todo tiene que ver con la muerte de una
persona y mira por dónde resulta que la que muere es otra. Durante un instante ves
los cuadros negros destacando sobre los rojos y al siguiente ves los rojos destacando

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sobre los negros.
—Sí —dijo Mary en un tono de incertidumbre algo semejante al de su madre.
—Ninguno de nosotros sabe lo que hace en un momento determinado.
Cómo te las arreglas para no tener fe, deseó decirle Hannah, es algo que no puedo
entender. Pero se mordió la lengua.
—Un cuento narrado por un idiota… y que no significa nada.
—Significa algo —dijo Andrew—, pero no sabemos qué.
—Lo mismo da. Es como elegir entre una mofeta y una serpiente de cascabel.
—Jay ya sabe qué significa —dijo Mary.
—No voy a decirte que no —dijo su padre.
—Lo sabe, Mary —dijo su tía.
—Desde luego que lo sabe —dijo Mary.
Más vale que lo creas así, hija mía, pensó su tía, aunque inquieta por ese «desde
luego».
—No sé —dijo Catherine. Todos se volvieron hacia ella—. Lo que ha sugerido
Mary para… para un epitafio es muy bonito y muy apropiado, pero me pregunto si la
gente lo entenderá.
—¡Bah! —gruñó Joel.
—¿Y qué si no lo entienden? —preguntó Andrew.
Mary se inclinó hacia ella.
—Sí, mamá. ¿Y qué si no lo entienden? Nosotros lo entendemos. Jay lo entiende.
¡Qué nos importa si ellos no!
A Catherine le sorprendió y le dolió la violencia del ataque.
—Solamente quería que lo tuvieras en cuenta —dijo con dignidad—. Después de
todo, estará en un lugar público. Lo verá mucha gente, además de nosotros. Siempre
he supuesto que el propósito de las palabras es… comunicar claramente.
—Mamá, no te enfades —gritó Mary—. Lo entiendo. Y te agradezco la
sugerencia. Sólo que no veo que en un… que en este caso concreto eso sea algo que
deba preocuparnos seriamente. Es en Jay en quien debemos pensar. No en la gente.
—Entiendo. Quizá tengas razón. Quizá no haya debido…
—Nos alegramos mucho de que lo hayas mencionado, mamá. Te agradecemos
que lo hayas mencionado. Ni siquiera se me había ocurrido y debí pensar en ello.
Sólo que ahora que ha surgido, ahora que me lo has dicho, bueno, sigo pensando que
está bien así. Eso es todo.
—¡Déjalo correr, Catherine, por el amor de Dios, déjalo correr! —dijo Joel en
voz baja; pero ahora ella asintió y calló.
—Odio disgustar a mamá —dijo Mary—, pero es que hay que ver…
—Tranquila, Mary —dijo Andrew.
—Déjalo correr, Poll —dijo su padre.
—Es lo que hago —dijo Mary, y bebió un trago—. Tenemos que avisarles —dijo
—. A su madre. Tendremos que llamar a Ralph. Andrew, ¿querrás hacerlo tú?

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—Claro que sí.
Se levantó.
—Sólo diles que siento no ponerme al teléfono. ¿Se lo dirás, Andrew? Seguro que
lo entenderán.
—Pues claro que lo entenderán.
—Sólo diles… cómo ha ocurrido. Dile a Ralph que le envío todo mi cariño a su
madre. —Él asintió—. Y Andrew, no dejes de preguntar cómo está el padre de Jay. —
Él asintió—. Y diles cuándo… pero ni siquiera sabemos cuándo será, ¿no? Cuándo
le… qué día será el entierro, Andrew.
—No es seguro. Dije que iría por la mañana para hablar de todo eso.
—Pues tendrás que decirles que les avisaremos en cuanto lo sepamos. Con tiempo
más que suficiente. Para que puedan venir, quiero decir.
—¿Cuál es el número, Mary?
—¿El número?
—¿Cuál es el número de teléfono de Ralph?
—Pues… no me acuerdo. Creo que no lo sé con seguridad. Tendrás que preguntar
a la telefonista. Siempre era Jay quien llamaba.
—Está bien.
—Es en LaFollette —dijo ella mientras él salía al pasillo.
—Está bien, Mary.
Salió.
—Oye, Andrew.
—¿Sí, Mary?
Asomó la cabeza.
—Habla lo más bajo posible. Que no se despierten los niños.
—Sí, Mary.
—Os parecerá raro que no lo sepa —dijo ella a los demás—. Pero siempre era Jay
quien llamaba.
—Dile a tu madre lo que pasa —le aconsejó su padre al ver que Catherine les
miraba inquieta. Mary se inclinó hacia ella.
—¿Ha ido al baño? —susurró su madre discretamente.
—No, mamá. Ha ido a llamar al hermano de Jay.
Su madre asintió y siguió sosteniendo la trompetilla, pero Mary ya no tenía nada
que decir.
—Espero que les transmita nuestro más sentido pésame —dijo su madre.
Mary asintió ostensiblemente.
—Se lo he pedido especialmente —mintió.
Al cabo de unos momentos Catherine se dio por vencida y dejó caer la trompetilla
sobre su regazo entre sus manos marchitas.

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Capítulo 12
Andrew había cerrado la puerta, pero podían oírle mientras trataba de hablar en
voz baja. De hecho hablaba en voz muy baja, cerca del auricular que rodeaba con la
mano; aun así, Mary y Hannah podían oír casi todo lo que decía. No querían
escuchar, pero no podían evitarlo.
Andrew dijo:
—Quiero poner una conferencia, por favor —y la suavidad de su voz les hizo
escuchar más atentamente. Estaba llena de un peligro encubierto.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Conferencias? Quiero hablar con Ralph Follet, Ralph, Follet, F,
O, L, L, E, T. No, telefonista. F de Francia, F, O… ¿lo tiene?, L, L, E, T. FOLLET. En
LaFollette, Tennessee. No, no lo tengo. Gracias. He dicho gracias.
—No sé cómo va a poder soportarlo su madre —dijo Mary con voz apagada—.
He dicho que no sé cómo va a poder soportarlo la madre de Jay —dijo a su madre—.
Su marido al borde de la muerte —dijo a Hannah—, y ahora esto. Jay era la niña de
sus ojos, eso es todo.
—¿Oiga?
—Tiene mucho coraje.
—¿Ralph? ¿Ralph Follet?
—Si no lo tuviera, no estaría viva hoy —dijo Mary.
—Ralph, soy Andrew Lynch.
Permanecieron sentados en silencio sin fingir que no estaban escuchando.
—Sí. Soy Andrew. Ralph. Se trata de Jay.
Hannah y Mary se miraron. A partir de ese momento ambas tuvieron conciencia,
como no la habían tenido hasta entonces, de que todo lo que decía Andrew había
ocurrido realmente y era irreversible.
—Jay ha muerto esta noche, Ralph.
—Ha muerto.
—Ha muerto en un accidente de coche, camino de casa, cerca de Powell Station.
Murió instantáneamente.
Mary miró su whisky y comenzó a temblar.
—Instantáneamente. Tengo la palabra de un médico. No pudo ni darse cuenta de
lo que ocurría.
—Fue una conmoción cerebral, Ralph. Conmoción cerebral. Un golpe tan fuerte
en el cerebro que le mató instantáneamente.
—No deben decírselo a su padre —dijo Mary de pronto—. Le mataría.
—No veo cómo pueden evitarlo —dijo Hannah—. Mary dice que no deben
decírselo a su padre —dijo a su hermano—. En su estado la noticia podría matarle. Le
he dicho que no veo cómo pueden evitarlo. Después de todo, tendrán que justificar su
viaje cuando vengan al entierro.

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—Que le digan que está herido —dijo Joel.
Mary corrió al vestíbulo.
—Andrew —susurró en voz alta.
Con una crispación en el rostro que la aterrorizó, él dio un fuerte manotazo en el
aire como para librarse de un mosquito.
—Sólo en un sitio, en la punta de la barbilla —estaba diciendo. Se volvió hacia
Mary, pero la voz le retuvo y se volvió de espaldas—. Pudo conducir así varios
kilómetros. No lo saben. Buscaron por todas partes y hasta bastante lejos por la
carretera… Sí, claro que con linternas… y no pudieron encontrarlo —ella volvió a oír
la voz retorciéndose como un cable—. No, no tienen ni idea. Hay algunos tramos
muy accidentados en esas carreteras y Jay iba muy deprisa. Un momento, Ralph —
cubrió el micrófono—. ¿Qué ocurre, Mary?
Ella podía oír cómo se retorcía la voz angustiada. Como un gusano en un anzuelo,
pensó. ¡Pobre gordo repugnante!
—Di a Ralph que no se lo diga a su padre —susurró—. En el estado en que se
encuentra podría matarle. Si tienen que darle una explicación… de por qué tienen que
venir… que le digan que Jay está herido.
Andrew asintió.
—Ralph —dijo—. Vete —susurró a su hermana, porque ésta no se apartaba—.
Sólo queremos recordarte que podría ser muy peligroso para tu padre (ahora Mary le
escuchaba a través de la puerta; se sentó) que se enterase de esto ahora.
Naturalmente, tú y tu madre sabéis mejor que nadie lo que tenéis que hacer, pero si
tenéis que explicarle algo cuando vengáis al entierro, quizá sería mejor que le dijerais
que Jay está herido, que no corre peligro. ¿No crees?
—¿Cómo has dicho?
—No. Nosotros…
—Está en la funeraria Roberts. Lo he traído conmigo esta noche.
—Pues, supongo que…
—¡Cielo santo! —dijo Mary con una voz lo bastante alta como para que su padre
saltara—. Ralph trabaja en una funeraria.
—Sí, claro que te entiendo, Ralph.
—No. Todavía no.
—Verás, en este caso no se trata de ahorrar…
—Oye, Ralph, ¿podrías…?
—¿Podrías esperar un momento, por favor? Creo que deberíamos dejar que lo
decidiera Mary, ¿no te parece?
—Claro que sí. Tú también. Yo…
—No tengo la menor duda.
—No, te lo agradezco muchísimo, Ralph, y sé que Mary te lo agradecerá también,
pero deja que se lo consulte, por favor. Espera.
Oyeron sus pasos rápidos y él asomó su rostro enfurecido al interior de la

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habitación.
—Ralph —anunció— trabaja en una funeraria. Supongo que ya sabrás lo que
quiere. Le he dicho que eres tú quien tiene que decidir.
—¡Dios mío! —exclamó Joel.
—Andrew, tendrás que decirle que yo… simplemente no puedo.
—Se culpa de la muerte de Jay… Quiere compensarlo de algún modo.
—¿Y por qué demonios se culpa?
—Por haber llamado a Jay.
—Qué tontería —dijo Hannah.
—Pero Jay ya está en Ro…
—Ralph dice que eso tiene fácil arreglo. Puede venir a recogerlo mañana a
primera hora.
—No podemos dejarle. No se lo permitiremos, pase lo que pase. Dile que se lo
agradezco muchísimo, que muchas gracias, pero que no puedo. Dile que estoy
destrozada. No me importa lo que le digas, pero encárgate tú, Andrew.
—Déjamelo a mí.
Volvió al teléfono.
—Parece decididamente incestuoso —dijo Joel.
Su hermana se rió ásperamente.
—No es nada importante, mamá —dijo Mary—. Sólo los preparativos del
entierro.
¡Nada importante!, pensó Joel. La gente sólo puede pasar por estas cosas si está
ciega al menos la mitad del tiempo. No: Mary sólo quería ahorrarle un mal trago a
Catherine.
—¿Cuándo se celebrará la ceremonia?
Hannah ahogó una carcajada; Joel permaneció serio. En el rostro de Mary se
dibujó una curiosa sonrisa y dijo a su madre:
—Aún no lo sabemos. Ahora se trata de dónde. Si aquí o en LaFollette.
—Yo diría que su hogar era Knoxville.
—Eso creemos nosotros también. Y eso se ha decidido.
—Parece lo más apropiado.
Andrew entró.
—Bueno —dijo—, había que elegir entre Ralph o tú y te he elegido a ti.
—Andrew, debes de haberle hecho mucho daño.
—No había otra salida. Se negaba a aceptar un no por respuesta.
—Le presentará el asunto a su madre como una ofensa horrible.
—Que lo haga.
—Ella es una mujer sensata, Mary —dijo Hannah.
—Voy a beber algo —dijo Andrew—. ¡Dios! —gruñó—. Hablar con ese idiota es
como tratar de ponerle calcetines a un pulpo.
—¡Oh, Andrew! —rió Mary; nunca había oído esa expresión—. Te lo agradezco

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mucho —dijo—. Tienes que estar rendido.
—Todos lo estamos —dijo Hannah—. Y tú más que ninguno, Mary. Tendremos
que pensar en dormir un poco.
—Supongo, aunque no creo que pueda dormir. Pero vosotros sí deberíais hacerlo.
—Estamos bien —dijo Andrew—. Excepto quizá mamá. Y papá, tú debe…
—Nunca me duermo antes de las dos de la mañana —dijo Joel—. Ya lo sabes.
—Déjame que te prepare un ponche bien cargado —dijo Hannah—. Te ayudará a
dormir.
—Creo que lo único que hace la bebida es despertarme.
—Lo calentaré.
—Quizá un poco de leche caliente. No, eso tampoco —exclamó echándose a
llorar de pronto; la miraron y luego apartaron la vista. Ella se dominó pronto—. Una
de las últimas cosas que hizo Jay por mí —explicó—, muy temprano esta mañana,
antes de… de marcharse… Me preparó un poco de leche caliente para que pudiera
dormirme —empezó a llorar de nuevo—. Que Dios le bendiga —dijo—. Que Dios le
tenga en su gloria. ¿Sabéis qué fue casi lo último que me dijo? Me dijo que pensara
qué quería por mi cumpleaños. «Mientras sea razonable», dijo. Sólo estaba
bromeando. Y me dijo también que no le esperara para cenar, pero que… que trataría
de volver antes de que los niños se durmieran.
Cuando pase el tiempo, pensó Joel, se dirá que habría sido mejor si se hubiera
callado algunas de estas cosas.
¿O no? Yo me sentiría mejor. Pero yo no soy Poll.
—Rufus no quería ceder. No quería irse a dormir. Estaba tan orgulloso de su
gorra, tía Hannah. Tenía tantas ganas de enseñársela a su padre…
Hannah se acercó y se inclinó hacia ella rodeándole un hombro con su brazo.
—Habla si quieres, Mary —dijo—. Si crees que te hace bien. Pero trata de no dar
muchas vueltas en la cabeza a esas cosas.
—Y yo que estaba tan enfadada con él, hace sólo unas horas, porque no había
llamado en todo el día y por Rufus. Había preparado una cena tan buena, y le esperé
y…
—No fue culpa suya que fuera tan buena —dijo Hannah.
—Naturalmente que no fue culpa suya, y yo no tenía por qué esperarle, pero lo
hice y estaba tan enfadada con él que hasta… hasta…
Pero eso no podía decirlo. Hasta llegué a creer que estaba borracho, se dijo. Y si
lo estaba, qué diablos, si lo estaba, ojalá que lo hubiera disfrutado. Que Dios le
bendiga siempre. Siempre.
Y de pronto se le ocurrió una idea terrible y miró a Andrew. No, pensó, él no me
mentiría. No, no se lo preguntaré siquiera. Ni siquiera lo imaginaré. No sé cómo
podría soportar seguir viviendo si fuera así.
Pero lo cierto es que había pasado todo ese día con Ralph. Tenía que haber
bebido. Bueno, probablemente lo hizo. Eso no formaba parte de la promesa. Pero que

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estuviera totalmente borracho, eso no. No hasta el punto de no poder controlar el
coche. De no poder conducir.
No.
Oh, no.
No, jamás deshonraré su memoria preguntándolo. Ni siquiera a Andrew y ni
siquiera en secreto. No lo haré.
Y pensó con tal precisión y con tanto amor en el rostro de su esposo, y en su voz,
y en sus manos y en la forma que tenía de sonreír tan calurosamente aunque sus ojos
nunca perdieran su tristeza, que consiguió apartar el otro pensamiento de su mente.
—¡Escuchad! —susurró Hannah.
—¿Qué pasa?
—Chist. Oíd.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joel.
—Cállate, Joel, por favor. Hay algo.
Escucharon con la mayor atención.
—Yo no oigo nada —susurró Andrew.
—Pues yo sí —dijo Hannah en voz baja—. Lo oigo o lo siento. Pero hay algo.
Y de nuevo escucharon en silencio.
A Mary empezó a parecerle, como a Hannah, que, además de ellos, había alguien
más en la casa. Pensó en los niños; quizá se habían despertado. Y sin embargo, por
mucho que escuchaba, no estaba totalmente segura de oír ningún ruido; y fuera lo que
fuese, estaba segura de que no era un niño porque había en ello una fuerza, una
inquietud, un desasosiego terribles que nada tenían que ver con una criatura.
—Sí, hay algo —susurró Andrew.
Fuera lo que fuese, no permanecía ni por un instante en el mismo lugar. Estaba en
la habitación contigua; estaba en la cocina; estaba en el comedor.
—Voy a ver —dijo Andrew, y se levantó.
—Espera, Andrew, no, aún no —susurró Mary—. No; no.
Ahora sube arriba, pensó; va por el… Está en el cuarto de los niños. Está en
nuestra habitación.
—¿Ha entrado alguien en la casa? —preguntó Catherine con su voz clara.
Andrew sintió un frío que le recorrió la espina dorsal. Se inclinó hacia ella.
—¿Qué te hace pensar eso, mamá? —preguntó en voz baja.
—Está aquí en esta habitación, con nosotros —dijo Mary con voz fría.
—Qué tonta soy, he creído oír algo. Pisadas —rió Catherine con su risa breve y
cantarina—. Debo de estar volviéndome una vieja chiflada. —Volvió a reír.
—Chist.
—Es Jay —susurró Mary—. Ahora lo sé. Estaba tan absorta preguntándome qué
diablos… Jay. Cariño. Amor mío, ¿me oyes?
«¿Puedes decirme si me estás oyendo, amor mío?».
«¿Puedes?».

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«¿No puedes?».
«Inténtalo, amor mío. Trata con todas tus fuerzas de hacérmelo saber».
«No puedes, ¿verdad? No puedes, por mucho que lo intentes».
«Pero, escúchame, Jay. Ruego a Dios con toda mi alma que me oigas, te lo
aseguro».
«No te angusties, amor mío. No te preocupes. Quédate cerca de nosotros si
puedes. Todo lo que puedas. Pero no dejes que se angustie tu corazón. Ellos están
bien, amor mío, esposo mío. Y yo lo superaré. No te preocupes. Saldremos adelante.
Tú descansa, amor mío. Sólo descansa. Sólo descansa, corazón. No vuelvas a
angustiarte jamás. Nunca jamás, amor mío. Nunca, nunca jamás».
—Que las almas de los fieles descansen en paz por obra de la misericordia divina
—susurró Hannah—. Dios bendiga a los difuntos.
—¡Mary! —susurró su hermano. Estaba llorando.
—Ya no está aquí —dijo ella—. Podemos hablar.
—Mary, en nombre de Dios, ¿qué ha pasado?
—Era Jay, Andrew.
—Era algo. De eso no me cabe duda, pero, Dios mío, Mary.
—Era Jay. ¡Lo sé! ¡Quién si no iba a venir aquí esta noche tan terriblemente
angustiado, tan preocupado por nosotros, tan inquieto! Además, Andrew…
sencillamente he sentido que era Jay.
—Quieres decir que…
—Quiero decir que he sentido su presencia.
—Yo también —dijo Hannah.
—No quiero interrumpir —dijo Joel—, pero ¿os importaría decirme, por favor,
qué está pasando aquí?
—¿Tú también lo has sentido, papá? —preguntó Mary ansiosamente.
—¿Si he sentido qué?
—¿Recuerdas cuando tía Hannah ha dicho que había algo aquí, algo o alguien en
la casa?
—Sí, y me ha dicho que me callara, así que me he callado.
—Sólo te he pedido por favor que te callaras, Joel, porque estábamos tratando de
oír.
—Bueno, ¿y qué habéis oído?
—No sé si he oído algo, Joel. No estoy segura en absoluto. No creo que haya oído
nada. Pero sí he sentido algo, muy claramente. Y Andrew también.
—Sí, papá.
—Y Mary.
—Seguro que sí.
—¿Qué quieres decir con eso de que has sentido algo?
—¿Es que tú no, papá?
—He tenido la sensación de que había una especie de tensión en la habitación, de

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que había pasado algo. Mary parecía como si hubiera visto un fantasma; todos
vosotros…
—Y lo ha visto —dijo Andrew—. Bueno, no ha visto nada realmente, pero lo ha
sentido. Ha sentido que había algo. Dice que era Jay.
—¿Qué?
—Jay. Tía Hannah también lo cree así.
—¿Hannah?
—Sí, Joel. No estoy tan segura como Mary, pero sí que parecía él.
—¿El qué?
—Eso, papá, lo que fuera. Lo que hemos sentido todos.
—¿Y qué habéis sentido?
—Sólo una…
—¿Crees que era Jay?
—No. No tengo ni idea de lo que era. Pero sé que era algo. Mamá también lo ha
sentido.
—¿Catherine?
—Sí. Y no puede haber sido por nosotros porque ni siquiera sabía lo que
estábamos haciendo. De pronto ha dicho: «¿Ha entrado alguien en la casa?», y
cuando le he preguntado qué le hacía pensar eso ha dicho que creía haber oído pasos.
—Ha podido ser transmisión de pensamiento.
—Ninguno de los demás hemos creído oír pasos.
—Da igual. Lo que pensáis es imposible.
—No sé qué ha sido, papá, pero somos cuatro los que hemos pensado, cada uno
por su parte, que aquí había algo.
—Joel, yo sé que aunque vieras a Dios con tus propios ojos no te convencerías —
dijo su hermana—. Ni siquiera estamos tratando de convencerte. Pero ya que eres tan
racional, al menos podías serlo lo bastante como para entender que hemos
experimentado lo que hemos experimentado.
—Lo menos que puedo hacer es admitir el hecho de que tres personas han tenido
una alucinación y darles crédito. Eso sí puedo hacerlo, supongo. Te creo, Hannah. Os
creo a todos. Pero para convencerme tendría que tener la misma alucinación. Y aun
así tendría mis dudas.
—¿A qué diablos te refieres cuando dices que tendrías dudas, papá, si tuvieras esa
experiencia?
—Sospecharía que se trataba de una alucinación.
—¡Dios mío! ¡De un modo o de otro tú siempre lo sabes todo!
—«¿Es una daga…?». No lo era, ¿sabes? Pero nunca habrías podido convencer a
Macbeth.
—Andrew —intervino Mary—. Díselo a mamá. Se muere de ganas de saber de
qué estamos… —dejó que su voz se apagara. Debo de estar loca, se dijo. ¡Había
dicho «se muere»! Y comenzó a pensar con asombro y repugnancia en el modo en

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que habían estado hablando todos… ella sobre todo. ¿Cómo podemos soportar hablar
en un tono de voz normal?, pensó. ¿Cómo podemos utilizar palabras normales, o
sencillamente hablar? Y ahora estamos picoteando su pobre espíritu
despiadadamente, como gallinas que pelearan por… pensó en un gusano y se cubrió
el rostro con repugnancia. Oyó decir a su madre. «¡Pero, Andrew, eso es
absolutamente increíble!», y luego oyó cómo él le preguntaba si había sentido
concretamente de qué tipo de persona o cosa se trataba, es decir, si era una persona
tranquila o activa, joven o vieja, inquieta o calmada, o si era una cosa; y su madre
contestaba que no había experimentado ninguna sensación especial, excepto que
había una persona en la casa además de ellos, y que no eran los niños, que era una
persona madura, una especie de intruso; pero que cuando nadie se había molestado en
ir a investigar, había decidido que debía de ser una alucinación, sobre todo porque,
como había dicho, había creído oír algo, cuando con sus pobres oídos (rió
elegantemente) eso era, por supuesto, sencillamente imposible. Ojalá le dejaran en
paz, se dijo. ¡Una cosa tan extraordinaria! ¡Una prueba semejante! ¿Por qué no nos
limitamos a guardar un silencio reverente? Pero Andrew estaba preguntando a su
madre si un poco después todavía había notado que había alguien. ¿O no? Y ella
decía que, en efecto, había tenido esa impresión. ¿Dónde? No podía decir dónde, sólo
que esa impresión había sido aún más fuerte que la anterior, aunque, naturalmente,
para entonces se había dado cuenta de que se trataba de una alucinación. ¡Pero ellos
lo habían sentido también! ¡Qué misterio tan increíble!
—Mary cree que era Jay —le dijo Andrew.
—Verás, yo…
—Y tía Hannah también.
—¡Es… es absolutamente extraordinario, Andrew!
—Cree que estaba preocupado por…
—¡Oh, Andrew! —exclamó Mary—. ¡Andrew! ¡Por favor, deja de hablar de eso!
¿Te importa?
Él la miró como si le hubieran dado una bofetada.
—¡Pues claro que no, Mary! —Explicó a su madre—: Mary prefiere que no
hablemos más del asunto.
—No se trata de eso, Andrew. Es solo… que significa mucho más de lo que
podamos decir o incluso pensar acerca de ello. ¡Daría cualquier cosa por permanecer
en silencio y reflexionar un momento! ¿No lo entendéis? Es como si estuviéramos
ahuyentándole cuando lo único que él quiere es estar aquí entre nosotros, con
nosotros, y no puede.
—Lo siento muchísimo, Mary. Lo siento muchísimo. Sí, claro que lo entiendo. Es
una especie de sacrilegio.
Así que permanecieron callados, y, en medio del silencio, comenzaron a escuchar
de nuevo. Al principio no oyeron nada, pero a los pocos minutos, Hannah susurró:
—Está ahí.

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Y Andrew susurró:
—¿Dónde?
Y Mary dijo en voz baja:
—Con los niños —y, sin hacer ruido, salió apresuradamente de la habitación.
Cuando entró en el cuarto de los niños sintió la presencia de su esposo en toda la
habitación con tanta fuerza como si hubiera abierto la puerta de un horno, sintió la
presencia de su vigor, de su virilidad y de su impotencia, y sintió una calma perfecta.
Cayó de rodillas en medio de la habitación y susurró: «Jay. Amor mío. Mi amor.
Ahora ya estás bien. Ya no estás inquieto, ¿verdad, vida mía? Ya no. Ya nunca lo
estarás, amor mío. Partir es terrible. No quieres hacerlo. Claro que no. Pero no tienes
más remedio. Y, sabes que ellos estarán bien. Todo irá bien, vida mía. Que Dios te
reciba en su seno. Que Dios te guarde, amor mío. Que Dios haga que su luz brille
sobre ti». Y mientras susurraba, la presencia se hizo más débil y, presa de un terrible
pavor, ella gritó «¡Jay!», y corrió a la cuna de su hija. «Quédate conmigo un minuto
—susurró—, sólo un minuto, amor mío», y él volvió con cierta fuerza; Mary sintió
que estaba junto a ella, contemplando a su hija. Catherine dormía profundamente con
el pulgar en la boca y el entrecejo tremendamente fruncido. «Por Dios, hija —susurró
Mary sonriendo, y tocó su frente caliente para alisarla mientras la niña refunfuñaba
—. Que Dios te bendiga, que Dios te guarde», susurró su madre, y luego se acercó en
silencio a la cama de su hijo. Junto a él, en el suelo, estaba la gorra envuelta en su
papel de seda; dormía menos profundamente que su hermana, con la barbilla
levantada y la frente hacia atrás; parecía serio, sereno y expectante.
«Quédate con nosotros todo lo que puedas —susurró Mary—. Ésta es nuestra
despedida». Y de nuevo se arrodilló. Adiós, dijo en su interior, pero no fue capaz de
sentir nada. «Que Dios me ayude a entenderlo», susurró, y entrelazó las manos con
fuerza ante su rostro; pero sólo podía entender que él estaba desapareciendo, y que
aquello era efectivamente una despedida, y que en ese momento era incapaz de ser
especialmente sensible a ese hecho.
Y ahora él se había ido totalmente de la habitación, de la casa y de este mundo.
—Hasta pronto, Jay. Hasta pronto, amor mío —susurró Mary, pero sabía que
tardarían en encontrarse. Sabía que a ella le esperaba una larga vida, porque había que
criar a los niños y sólo Dios sabía qué caminos y qué imprevistos aguardaban a todos
antes de que ellos dos volvieran a encontrarse. Sintió a la vez un vacío tranquilo y
aniquilador y una plenitud fría y arrolladora.
—Que Dios nos ayude —susurró—. Que Dios, en su amorosa misericordia, nos
guarde a todos.
Se santiguó y salió de la habitación.

Tiene el mismo aspecto de cuando acaba de recibir la comunión, pensó Hannah


cuando Mary entró y se sentó en el lugar que había ocupado en el sofá; porque Mary

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trataba, con éxito, de ocultar su desolación; y cuando se sentó entre ellos en medio
del silencio, esa desolación había disminuido ya en cierta medida. Después de todo,
se dijo, ha estado ahí. Quizá con más fuerza que cuando ha estado aquí en esta
habitación. De algún modo había sido así. Y les agradecía su silencio.
Finalmente, Andrew dijo:
—Tía Hannah tiene una idea acerca de lo sucedido, Mary.
—Quizá prefieras no hablar de eso —dijo Hannah.
—No, no importa. Creo que prefiero hacerlo.
Y ligeramente sorprendida, descubrió que era verdad.
—Verás, sencillamente he pensado en todas las tradiciones y creencias que hay
acerca de las almas de los que mueren de una muerte súbita o violenta. O, como Joel
preferirá probablemente, no de las almas, sino de su fuerza vital. De sus conciencias.
De su vida misma.
—Eso no se puede negar —dijo Joel—. Hannah decía que todo lo que tiene
alguna importancia abandona el cuerpo en ese momento. Y desde luego estoy de
acuerdo.
—Entonces, creas o no en la vida después de la muerte —dijo Mary—, creas o no
en el espíritu en cuanto criatura viviente o en cuanto ente inmortal, es perfectamente
creíble que durante algún tiempo, esa fuerza, esa vida, permanece. Sigue flotando a
nuestro alrededor.
—Me parece extremadamente improbable, pero supongo que es concebible.
—Como cuando miras una luz y luego cierras los ojos. No es igual, pero…
bueno, el caso es que permanece. Especialmente cuando se trata de alguien muy
fuerte, muy vital, que no ha sido minado por la vejez, o por una larga enfermedad o
algo así.
—Eso es exactamente —dijo Andrew—. Algo que abandona el cuerpo intacto,
porque la muerte es muy rápida.
—Esas creencias son más viejas que el mundo.
—Supongo que son tan viejas como la vida y la muerte —dijo Andrew.
—Lo que quiero decir es que no son conducidos directamente ante Dios —dijo
Hannah—. Han sufrido tal violencia, tal choque, que les lleva algún tiempo darse
cuenta.
—Por eso ha tardado tanto en venir —dijo Mary—. Es como si el golpe hubiera
dejado a su alma inconsciente.
—Quizá.
—Sobre todo en el caso de alguien como Jay, joven, con hijos, y con una esposa
que no imaginaba siquiera que podía pasarle una cosa así; en el caso de alguien que
no ha tenido tiempo de adaptar su mente y sus sentimientos o de prepararse para ello.
—Eso es —dijo Andrew.
Hannah asintió.
—Debió de pensar: «Estoy preocupado. Esto ha pasado demasiado deprisa, sin

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previo aviso. Son muchas las cosas de las que tengo que ocuparme. No puedo
dejarlos de este modo». Eso debió de sentir. Así es como estaba, como nosotros
hemos sentido que estaba. Angustiado. Horriblemente preocupado y trastornado. Sí,
eso es lo que ha pasado exactamente. Sólo cuando están convencidos de que sabes
que les importas, cuando saben que todo va a solucionarse de la mejor manera
posible, sólo entonces pueden dejar de angustiarse y comenzar a descansar.
Asintieron y durante un momento guardaron silencio.
Luego Mary dijo tiernamente:
—Qué horrible, qué indeciblemente penoso debe de ser sentirse tan angustiado
por otros, por el bien de otras personas, y no poder hacer nada, no poder hablar de
ello siquiera. No poder ayudar. Pobrecillos. Necesitan que les tranquilicemos.
Necesitan descansar. ¡Me alegro tanto de haber podido tranquilizarle y de que pueda
descansar al fin! ¡Me alegro tanto!
Y su corazón se repuso de la desolación y lo invadió la ternura, y el amor, y casi
la plenitud.
De nuevo quedaron todos pensativos y silenciosos, y, en medio de ese silencio,
habló Joel tranquila y lentamente.
—No sé. Sencillamente no lo sé. Mi sentido común me dice que es imposible,
pero si es como decís, no es el sentido común el que puede permitirte verlo así.
Sencillamente, no sé. Si vosotros tenéis razón y yo estoy equivocado, entonces es
muy probable que estéis en lo cierto acerca de todo, acerca de Dios y todo lo demás.
Y en ese caso no soy más que un maldito idiota. Pero si no puedo fiarme de mi
sentido común… Sé que no es gran cosa, Poll, pero es todo lo que tengo. Si no puedo
fiarme de él, ¿de qué demonios puedo fiarme? De Dios, decís Hannah y tú. Por lo que
a mí respecta, eso es imposible.
—¿Por qué, Joel?
—Al parecer no repugna a tu idea del sentido común, ni a la de Polly, y respecto a
eso no estoy haciendo ninguna crítica. Tenéis sentido común en abundancia. Pero
cómo podéis reconciliar las dos cosas, es algo que no puedo entender.
—Hace falta tener fe, papá —dijo Mary suavemente.
—Ésa es la palabra. Ésa es la palabra que, en lo que a mí respecta, viene a
complicarlo todo. Salta de pronto como un muñeco de una caja con resorte. Y lo
resuelve todo. Aunque a mí no me resuelve nada, porque yo no tengo fe. No me
vendría mal tenerla. Pero no creo en ella. No es para mí. Para vosotras, para
cualquiera que pueda tenerla, está muy bien. Os da fuerza. Quizá me alegraría si
pudiera tenerla. Pero no puedo. No soy exactamente un ateo, ¿sabéis? Por lo menos,
eso creo. Me parece tan infundado decir que Dios no existe como decir que existe. No
se puede demostrar ni una cosa ni la otra. Pero ahí está el problema: en que yo
necesito una prueba. Si no tengo pruebas de una cosa, no puedo lanzarme en una
dirección o en otra. Sólo puedo decir que ojalá os equivoquéis, pero la verdad es que
no lo sé.

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—Yo tampoco —dijo Andrew—. Aunque espero que sea cierto.
Vio que Mary y Hannah le miraban esperanzadas.
—No me refería a ese asunto —dijo—. Yo de eso no sé nada. Me refería sólo a lo
de esta noche.

No se puede estar en misa y repicando, pensó su padre.


Ha sido como dar a un niño una bofetada en la cara, pensó Andrew; no había sido
su intención haber estado tan duro.
«Pero Andrew, querido», estuvo a punto de decir Mary, pero se calló. Vaya tema
de discusión, pensó; y qué momento para pelearse por él.
Todos pensaban que los otros sentían algo parecido y durante un buen rato
ninguno supo qué decir. Finalmente Andrew dijo:
—Lo siento.
—No te preocupes —dijo su hermana—. No pasa nada, Andrew.
—Todos creemos en la medida en que podemos —dijo Hannah al cabo de un
momento—. Incluido tú, Joel. Tú tienes fe en tu inteligencia. En tu sentido común.
—No mucha; pero no tengo otra cosa, eso es todo. No puedo estar seguro de nada
más.
—A eso me refiero.
—No hablemos más de eso —dijo Mary—. Por esta noche —añadió tratando de
hacer su petición menos imperiosa.
Esas palabras representaban un reproche mucho más grave, no les cabía duda, de
lo que Mary se había propuesto, de forma que, para ahorrarle el remordimiento, se
apresuraron a decir, con amabilidad y algo de dureza:
—No, claro que no.
Violentos por haber hablado todos a la vez, permanecieron sentados, impotentes y
tristes, seguros solamente de que el silencio, por doloroso que les resultara a todos y a
Mary, constituía un error menor que tratar de hablar. Ella deseó poder tranquilizarles;
estaba segura de que su continuo silencio intensificaba en ellos su sensación de
culpabilidad; pero pensó también que intentar hablar sería peor que callar.
En medio de ese silencio su madre permanecía sentada, sonreía nerviosa y
cortésmente, y dirigía su trompetilla hacia todos de forma generalizada. Se dio cuenta
de que nadie hablaba, y en momentos semejantes era cuando, por lo general, se sentía
segura de que podía intervenir sin interrumpir a nadie, pero temió que cualquier cosa
que pudiera decir viniera a cortar brutal, o hasta absurdamente, el cruce de
pensamientos y sentimientos cuyo movimiento podía detectar en el interior de la
habitación.
Al poco rato se le ocurrió que incluso levantar su trompetilla podía interpretarse
como que exigía algo de ellos, y la dejó en su regazo. Y para que nadie pudiera
entender en ningún caso ese gesto como un reproche o pudiera compadecerla en lo

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más mínimo, siguió sonriendo mientras pensaba en lo absurdo, lo terriblemente
absurdo que era sonreír.
Sonríe ante el dolor, pensó Joel. Se preguntó si su hermana y sus hijos, si es que
llegaban a pensar en ello, comprenderían esa sonrisa como él la comprendía. Ojalá
hubiera podido darle unas palmaditas en la mano. Dios mío, más valía que la
comprendieran, se dijo.
Andrew no podía apartar de su mente la imagen de su cuñado tal como le había
visto por primera vez esa noche. Sólo por la timidez y la inmovilidad de los hombres
que, cuando entraron él y Walter, se encontraban allí entre ellos y Jay, supo lo que
había ocurrido antes de que nadie dijera «Está muerto». Alguien había murmurado,
azarado, algo sobre su identificación, a lo que Andrew había contestado bruscamente
que habían llamado a la familia, ¿no?, y de nuevo ellos habían murmurado algo
igualmente azarados, y él, avergonzado de su brusquedad, había asentido, y, a la luz
de la única bombilla, los hombres habían bajado con suavidad la sábana (la cual,
supuso Andrew más tarde, debía de haberse precipitado a traer la mujer del herrero al
ver el cadáver cubierto con una apestosa manta de caballo); y allí estaba; y Andrew
asintió, y se obligó a decir «Sí», y oyó la respiración profunda y silenciosa de Walter
junto a su hombro, y le oyó decir «Sí», y se hizo un poco a un lado para dejar sitio a
Walter, y juntos guardaron silencio mirando la cabeza descubierta. El ceño seguía
fruncido, pero, mientras lo miraban, pareció desvanecerse muy lentamente; la carne
se había asentado de algún modo sobre los huesos del cráneo postrado; las sienes, la
frente y las cuencas de los ojos estaban más sutilmente moldeadas de lo que lo habían
estado en vida de Jay, y su nariz más delicadamente arqueada; la barbilla se alzaba
como orgullosa e impaciente y el pequeño corte de la punta aparecía pulcro y limpio
de sangre, como cincelado en una madera blanda. Lo contemplaron con ese asombro
momentáneo que se siente en presencia de algo grande y nuevo en cualquier lugar
donde ha ocurrido recientemente algo violento; mientras contemplaban la cabeza
inmóvil, fueron conscientes de la prodigiosa energía que flotaba en el aire. Sin volver
la cabeza, Andrew supo que por las mejillas de Walter rodaban las lágrimas; él se
sentía frío, presa de un temor reverencial y una angustia que iba más allá de las
lágrimas. Al cabo de medio minuto, dijo fríamente: «Sí, es él», y cubrió el rostro de
Jay y se volvió apresuradamente; Walter se secaba la cara y las gafas. Consciente de
que algo obstaculizaba su paso, Andrew bajó la mirada a un yunque en forma de
media luna muy baqueteado, puso la palma de la mano sobre el hierro frío y
martilleado y fue como si esa superficie transmitiera a su mano la sombra imponente
de cada golpe que hubiera recibido hasta entonces.
Ahora, esas múltiples imágenes se superponían las unas a las otras rápidamente,
siempre en torno a la orgullosa barbilla cortada cuya imagen sólo podían desplazar de
su mente otras dos: la de Jay como ya le parecía haberle visto después del accidente,
tendido, según le habían dicho, derecho y pulcro junto al coche, los ojos muertos
brillando a la luz de las estrellas y la mano como si estuviera lista todavía para

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agarrar y luchar; y la de Jay como le había visto realmente por última vez, desnudo
sobre la mesa desnuda y con un trozo de madera bajo la nuca.
Alguien exhaló un suspiro que surgía del corazón; él levantó la vista; había sido
Hannah. Todos miraban hacia abajo y de soslayo. El rostro de su hermana había
cambiado extrañamente en el silencio; ahora era delgado, tímido, casi como el de una
novia. Recordó su boda en Panamá; sí, en gran medida era la misma cara. Miró hacia
otro lado.
—Tía Hannah, ¿querrás quedarte conmigo esta noche, por favor? —preguntó
Mary.
Mamá, pensó Andrew, y sintió compasión por su madre mientras miraba su
inmutable sonrisa de sorda.
—Pues claro que sí, Mary.
Joel decidió no consultar su reloj. Andrew echó una ojeada al de la repisa de la
chimenea. Eran…
—Espero que a mamá no le importe mucho. Espero que lo entienda. Pobrecita.
Mamá —dijo de pronto Mary posando un mano sobre la de su madre y sobre la
trompetilla, que ella enderezó ansiosamente—. Creo que es hora de que todos
tratemos de dormir un rato.
Su madre asintió con la cabeza y pareció estar a punto de hablar; Mary apretó su
mano para que siguiera en silencio y continuó:
—Mamá, he pedido a tía Hannah que se quede conmigo esta noche.
Su madre asintió y, de nuevo, pareció estar a punto de decir algo. Mary volvió a
apretarle la mano:
—Me gustaría mucho que pudieras quedarte tú, pero sé cómo complicaría las
cosas a las once y cuarto.
—Ya —exclamó su padre.
—Y yo…
—Díselo, Poll.
—Y, mamá. También es, espero que lo entiendas y no te importe, mamá querida,
es sólo que sería muy difícil para las dos hablar en voz baja con los niños y todo lo
demás… por eso pienso que…
—Pues claro que sí, Mary —le interrumpió su madre con su voz algo cantarina—.
Estoy totalmente de acuerdo. ¡Qué bien que Hannah pueda quedarse! —añadió, casi
como si Mary y Hannah fueran niñas pequeñas.
—Espero que sepas, mamá, hasta qué punto… Espero que no te importe. Te estoy
tan agradecida…
Su madre le dio unas palmaditas rápidas en la mano.
—No te preocupes, Mary. Es muy sensato de tu parte —y sonrió.
Mary rodeó sus hombros con un brazo y la abrazó; Catherine volvió hacia ella su
rostro envejecido, sonrió con una sonrisa luminosa y Mary pudo ver lágrimas en sus
ojos. Se había quedado sin habla y movía la cabeza en su esfuerzo por transmitir su

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amor y la totalidad de sus sentimientos.
—Haré lo que quieras, hija mía —dijo al cabo de un momento—. ¡Cualquier
cosa!
—¡Que Dios te bendiga, mamá!
—¿Cómo has dicho?
—He dicho que Dios te bendiga.
Catherine le dio unas palmaditas en la mano y le dirigió una sonrisa aún más
tensa.
¡Cuánto te quiero!, exclamó Mary para sí.
—Quizá los niños —dijo Catherine—. Podría cuidar de ellos… si fuera
conveniente…
—Oh, no creo que debamos despertarles —dijo Mary.
—No se refiere a… —comenzó Andrew.
—Mañana —dijo su madre—. Quizá mientras… mientras tanto…
—Eso es estupendo, mamá, quizá sea lo mejor, y si lo es sin duda que los dejaré
contigo. Te lo agradezco muchísimo. Es sólo que estoy tan aturdida… y es demasiado
pronto para saber nada con seguridad, para hacer planes. Para nada. Mañana.
—Mañana entonces.
—Gracias, mamá.
—De nada.
—Gracias de todos modos.
Su madre sonrió y negó con la cabeza.
Joel y su hermana se levantaron.
—Mary, antes de irnos —dijo Andrew.
—¿Qué?
—Es demasiado tarde, Mary, y estás demasiado cansada.
—No si es algo importante, Andrew.
—Dejémoslo para mañana.
—¿De qué se trata, Andrew?
—Sólo de algunas cosas de las que tendremos que hablar muy pronto. —Aspiró
profundamente y dijo en voz alta—: Hay que comprar una tumba, decidir los
preparativos del entierro, ocuparse de la lápida… Esperemos a mañana por la
mañana.
Tierra, piedra, un ataúd. El feo oficio de las pompas fúnebres se volvió de pronto
real y tangible para ella, pero como si lo tocara con manos heladas. Le miró con ojos
vidriosos.
—Habrá tiempo de sobra, Mary —oyó decir a su tía.
—Claro que sí —dijo Andrew—. Ha sido una tontería mencionarlo esta noche.
—Bueno, si hay tiempo… —dijo ella vagamente—. Si hay tiempo, Andrew —
dijo más claramente—, si lo hay, preferiría, si no te importa, hablar mañana por la
mañana. —Echó una ojeada al reloj—. ¡Dios mío, esta mañana! —exclamó.

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—Claro que no —dijo Andrew. Se volvió hacia su tía y dijo en voz baja, como el
que habla delante de un enfermo—: Que duerma si puede. Llámame.
Hannah asintió.
—Voy a coger… —dijo Joel, y salió al vestíbulo.
—¿Qué…? —comenzó a decir Hannah.
—Su sombrero, supongo. Y el mío también.
Andrew salió de la habitación; en el vestíbulo se encontró a su padre, que llevaba
su sombrero, el de su mujer y el de Andrew.
—Los habíamos dejado en la cocina —dijo su padre.
—Gracias, papá.
Andrew cogió su sombrero.
Catherine se encontraba de pie, inquieta, en el centro de la habitación,
sosteniendo su trompetilla y su bolso y mirando hacia la puerta.
—Gracias, Joel —dijo. Se puso el sombrero a tientas, un poco torcido, se lo
sujetó con un alfiler y dirigió a Hannah una mirada de interrogación.
—Está muy bien, Catherine —dijo su marido.
Andrew miró a su hermana. Le parecía que los preparativos para la partida
despertaban en ella una especie de pánico silencioso. Quizá deberíamos quedarnos,
pensó. Toda la noche. Yo podría hacerlo. Pero Mary parecía atenta a las dificultades
que tenía su madre con el sombrero. No, es la lentitud, se corrigió. Cuanto antes nos
vayamos, mejor.
—Bueno, Mary —dijo, y se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Vio que los
ojos de su hermana estaban moteados, como si el iris hubiera sido triturado hasta
quedar dividido en infinidad de pequeños fragmentos, y en sus ojos y en su presencia
sintió algo de la crispación y la energía que con tanta fuerza había irradiado el
cadáver. Ella estaba distinta, cambiada. No hay nada que yo pueda hacer, pensó.
—Gracias por ocuparte de todo —dijo Mary—. Siento mucho que hayas tenido
que hacerlo.
Él no pudo contestar ni continuar mirándola a los ojos; la abrazó más
estrechamente.
—Mary —dijo al fin.
—Estoy bien, Andrew —dijo ella en voz baja—. Tengo que estar bien.
Él asintió enérgicamente.
—Ven por la mañana. Hablaremos de los preparativos.
—Duerme si puedes.
—Ven a primera hora porque sé que hay muchísimo que hacer y no tenemos
demasiado tiempo.
—Bien.
—Buenas noches, Andrew.
—Buenas noches, Mary.
—Que Dios te bendiga —exclamó su madre casi como si hubiera proferido una

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maldición; sorda, corta de vista, abrazó a su hija con todas sus fuerzas y le palmeó la
espalda con las dos manos mientras pensaba: ¡qué bien huele, huele a joven!
Tiene tantos deseos de ayudar, pensó Mary. De quedarse. Bajo su caricia sintió los
hombros redondos y duros, la columna vertebral prominente, encorvada ya por la
edad. Recostándose en los brazos de su madre, le enderezó el sombrero, miró su
rostro tembloroso y la besó fuerte en la boca. Su madre le devolvió el beso dos veces
y luego se quedó de pie a un lado recogiéndose su larga falda para bajar los escalones
del porche.
—Poll —dijo su padre; sintió su barba contra su mejilla y le oyó susurrar—:
Buena chica. Ánimo.
Ella asintió.
—Buenas noches —dijo Hannah.
—Buenas noches, tía Hannah —replicó Andrew.
—Buenas noches, Hannah —dijo Joel. Guió a Catherine llevándola por un codo
mientras Andrew la llevaba por el otro. Salieron al porche.
—La luz —exclamó Mary.
—¿Qué? —preguntaron Andrew y Hannah sobresaltados.
Mary encendió la luz del porche.
—Está bien —dijo su padre con una ligera irritación.
—Gracias —dijo su madre cortésmente. Mientras ellos bajaban los escalones con
cuidado, Mary y Hannah permanecieron en la puerta y los siguieron con la vista hasta
que llegaron a la esquina y luego hasta que hubieron cruzado la calle sin ningún
percance. Bajo el farol de la esquina, Andrew volvió la cabeza y alzó la mano
izquierda en un ademán que no llegó a ser un saludo. Los otros no se volvieron, y
luego Andrew también miró al frente, y los tres se alejaron cuidadosamente por la
acera, y Mary apagó la luz y siguió mirándolos. Hannah ya no podía distinguirlos, y
al cabo de unos momentos renunció a fingir que los veía y miró a Mary, que los
seguía con la vista tan fijamente, pensó Hannah, como si divisarlos hasta el último
instante fuera más importante que ninguna otra cosa. Y Mary aún los veía cada vez
más pequeños con sus distintas alturas y algo más oscuros que la oscuridad del fondo,
de forma que al final no fue la oscuridad lo que le impidió seguir viéndolos sino la
esquina de la casa de los Biddle.
Cuando desaparecieron, ella siguió mirando la calle arriba y abajo hasta donde
alcanzaba su vista. Allí estaban la intensa luz del farol de la esquina, y el resplandor
de una luz invisible procedente de una esquina más lejana hacia el oeste, y el de otra
luz, aún más distante, hacia el este. No se oía ningún ruido y no había luz alguna en
ninguna de las casas. El aire se movía con suavidad sobre su frente. Se volvió, vio
que su tía la estaba contemplando y la miró a los ojos.
—Es hora de dormir —dijo.
Cerró la puerta; continuaron mirándose.
—Fue anoche más o menos a esta hora —dijo.

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Hannah suspiró muy bajo; un momento después tocó la mano de Mary.
Permanecieron quietas, mirándose la una a la otra.
—Sí, más o menos —susurró extrañamente Mary.
A través del silencio comenzaron a oír el reloj de la cocina.
—No tratemos siquiera de hablar —dijo Mary—. Las dos estamos agotadas.
—Déjame que te prepare un buen ponche caliente —dijo Hannah mientras se
volvían hacia la sala—. Te ayudará a dormir.
—Sinceramente, no creo que vaya a necesitarlo, tía Hannah.
Yo lo prepararé y tú puedes tomártelo o no, como prefieras, quiso decir Hannah,
pero, de pronto, pensó: sólo estoy tratando de imaginar que soy útil. Y no dijo nada.
Había surgido entre ellas una extraña timidez o reserva que ninguna de las dos
podía comprender. De nuevo quedaron en silencio dentro de la sala; el silencio les
resultaba algo penoso a cada una a causa de la otra. ¿De verdad querrá que me
quede?, se preguntaba Hannah; no sé de qué le sirvo. ¿Pensará que no quiero que se
quede, se preguntaba Mary, sólo porque no puedo hablar? No, ella no es habladora.
—Ahora mismo no puedo hablar —dijo.
—Claro que no, hija mía.
Hannah pensó que probablemente debería hacerse cargo de todo, pero tenía la
sensación aún más profunda de que debía estar al servicio de los deseos de Mary, o de
la falta de ellos, se dijo.
No puedo soportar mandarla a la cama, pensó Mary.
—La cama está hecha —dijo con brusquedad, y se temió que también bastante
cruelmente, mientras cruzaba la habitación hasta la puerta del dormitorio de abajo y
la abría—. ¿Lo ves? —Entró, dio la luz y se volvió hacia su tía—. La hice por si
traían a Jay —dijo mientras alisaba la almohada como ausente—. Al menos servirá
de algo.
—Vete directa a la cama, Mary —dijo Hannah—. Deja que te ayude si…
Mary entró en la cocina y luego Hannah la oyó en el vestíbulo. Un momento
después volvió.
—Aquí tienes un camisón limpio —dijo—, y una bata —añadió mientras ponía
uno y otra en las manos vacilantes de su tía—. Me temo que la bata te quedará
grande. Es… era… es de Jay, pero si te subes las mangas te sacará del apuro,
supongo.
Pasó ante Hannah y salió a la sala.
—Yo me ocuparé de eso, Mary.
Hannah salió precipitadamente tras ella. Mary estaba reuniendo los vasos para
ponerlos en una bandeja.
—¡Dios mío! —exclamó. Levantó la botella—. ¿Me he bebido todo eso? —Sólo
quedaba la cuarta parte.
—No. Andrew ha bebido un poco, yo también, y también Joel… tu padre.
—Pero vosotros sólo habéis bebido un vaso, tía Hannah. Debo de haberme bebido

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casi todo.
—No te ha hecho ningún efecto.
—¡Cómo he podido!
Sostuvo el poco whisky que quedaba muy cerca de sus ojos y lo miró como si
estuviera enhebrando una aguja.
—Lo que sí es seguro que no necesito un ponche caliente —dijo—. ¡Nunca he
visto una cosa igual! —exclamó en voz baja.
—¿Quieres una aspirina?
—¿Aspirina?
—Podrías despertarte con dolor de cabeza.
—Es posible. Papá, papá dice que a veces, si has sufrido una gran impresión o
algo así… ¿Tía Hannah? —Llamó en voz más alta—. ¿Tía Hannah? —No debo
despertarles, recordó. Esperó. Su tía entró desde el vestíbulo con un vaso de agua y
dos aspirinas.
—Aquí tienes —dijo—. Tómatelas.
—Pero yo…
—Tómatelas. No querrás despertarte con dolor de cabeza. Además, te ayudarán a
dormir.
Ella se las tomó dócilmente; Hannah llenó la bandeja y la levantó.

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Capítulo 13
A lo largo de Laurel la oscuridad era mucho mayor; las gruesas hojas
ensombrecían la luz del cercano farol. Andrew sólo oía sus pisadas; su padre y su
madre, se dijo, ni siquiera eso. Qué quietas os vemos brillar. Sí, entre las copas de los
árboles. En su lento caminar dejaban atrás las pálidas volutas, y los porches, y las
ventanas oscuras de las casas; no había una sola luz encendida en ninguna casa, y así
kilómetro tras kilómetro, calle tras calle, ya fuera residencial o comercial; sobre tu
dormir profundo y sin sueños, pasan las estrellas silenciosas.
Ayudó a su madre a bajar de la acera; ese traqueteo lento e irregular de sus
pequeños pies.
Las estrellas ya están cansadas. La noche casi ha pasado.
La ayudó a subir a la acera opuesta.
El aire, en sus rostros, era maravillosamente puro, distante y suave; y el silencio
de la noche en la ciudad, y las estrellas, eran más secretos y majestuosos que la
maravilla de la campiña más recóndita. En su lento caminar dejaban atrás casas
pequeñas o grandes, amplios porches decorados con volutas, ventanas oscuras, hojas
de árboles henchidas ya de mayo, casas con habitaciones que albergaban el sueño
como algo tan preciado como la miel, y ni una sola luz en ninguna casa. A lo largo de
la avenida Laurel la oscuridad era aún mayor. El farol que tenían detrás ya no
proyectaba sus sombras; a la luz del que tenían delante, un trozo pequeño y distante
de pavimento parecía arrasado por el vacío, un rojo ácido tocaba unas cuantas hojas,
y las columnas y los postes torneados de un porche eran de un blanco implacable.
Ayudando a su madre a través de la oscuridad, Andrew andaba mucho más despacio
de lo habitual en él, de forma que todas esas cosas llegaban a su interior lenta e
intensamente. Conmovido, descubrió que el encanto y la despreocupación de la noche
primaveral le afectaban al menos tan profundamente como la muerte. Es como si no
me importara, pensó, pero no le preocupó. Sabía que le importaba; sintió gratitud
hacia la noche y hacia aquella ciudad que, de ordinario, le atraía poco. Qué quietas os
vemos brillar, oyó que decía su mente. Repitió aquellas palabras secamente para sí, y
oyó la melodía; una voz infantil, la suya, la cantaba en su interior.
Hm.
Trató de recordar cuándo había caminado por última vez a esa hora de la noche.
Ni siquiera estaba seguro de… Dios mío, hacía años. Siete. Tendría entonces unos
dieciséis años y aún se creía Shelley mientras contemplaba el río. Inclinado sobre el
pretil del puente rezaba impulsado por la gratitud que le producía estar vivo.
Volvió la cabeza instintivamente para que sus padres no pudieran verle la cara.
Yo tampoco quiero verla, pensó.
Por aquel entonces, Jay trataba de estudiar derecho por libre.
Sobre tu dormir profundo y sin sueños, pasan las estrellas silenciosas.
Siempre le habían conmovido esas palabras; por alguna razón, cada año volvían a

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recordarle la Navidad más que ninguna otra cosa. Ahora le parecían tan hermosas
como la poesía más bella que hubiera oído jamás.
Las repitió para sí lenta y reposadamente: una simple declaración.
Efectivamente pasan, pensó mirando al cielo. Efectivamente pasan. Y, ¡Dios mío!
¡Qué cansadas parecen!
Es esa hora de la noche.
Pasan las estrellas silenciosas, dijo, no en un susurro pero sí en una voz lo
bastante baja como para asegurarse de que no le oían.
Los ojos se le llenaron de lágrimas; en su garganta, en su pecho, un nudo se
transformó en un profundo sollozo que consiguió dominar al tiempo que sentía en las
mejillas el escozor de las lágrimas.
¡Pero en tus calles oscuras brilla, cantó en voz alta, casi furioso, en su interior, la
luz eterna!, y al decir estas palabras estremeció su cuerpo un sollozo que no logró
dominar y sólo esperó poder ocultar.
Ellos no se dieron cuenta.
Esto es una locura, se dijo incrédulo. No tiene ningún sentido.
¡La luz eterna!
Los temores y esperanzas, continuó en su interior una voz tranquila e implacable;
de todos estos años, dijo en voz baja.
Se encuentran en ti esta noche, susurró; y en medio de una ancha llanura, en
medio de la ciudad oscura y silenciosa, bajo la losa de una luz sin sombras, vio al
hombre muerto y, al verlo, se golpeó el muslo con los puños con todas sus fuerzas.
Lo único que podía oír en este mundo eran sus pasos; su padre y su madre, pensó,
ni siquiera podían oír eso.
La ayudó a bajar de la acera —ese traqueteo lento e irregular de sus pequeños
pies— y a cruzar ese espacio de luz implacable.
La ayudó a llegar a la acera opuesta, y siguieron tras sus sombras absurdas hasta
que todo, de nuevo, fue una sola sombra.
Ninguno de los tres habló en todo el camino; cuando llegaron a la esquina que
debían doblar para llegar a casa, fue como si los tres hablaran admitiendo el hecho,
porque los dos hombres aumentaron suavemente la presión de su mano sobre el codo
de la mujer mientras ella, inclinando la cabeza, apretaba las manos de ambos contra
sus costados. Bajaron la empinada cuesta caminando aún más despacio y tensando las
rodillas, vieron la única luz que permanecía encendida y entraron en su casa, como
ladrones, por la puerta de atrás.

* * *

Se pararon al pie de la escalera.


—Mary —preguntó Hannah—, ¿hay algo que pueda hacer?
Quieres subir conmigo, cayó en la cuenta Mary.

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—Creo que prefiero estar sola —dijo—. Pero gracias. Gracias, tía Hannah.
—Llámame si quieres algo. Ya sabes que tengo el sueño ligero.
—Estaré bien, de verdad.
—Mañana descansa. Yo me ocuparé de los niños.
Mary la miró con los ojos brillantes y dijo:
—Tía Hannah, tendré que decírselo.
Hannah asintió y suspiró:
—Sí. Buenas noches —dijo, y besó a su sobrina—. Que Dios te bendiga —dijo
con la voz rota.
Mary la miró fijamente y dijo:
—Que Dios nos ayude a todos.
Se volvió, subió la escalera y luego, justo antes de desaparecer, se inclinó
sonriendo y susurró:
—Buenas noches.
—Buenas noches, Mary —susurró Hannah.
Apagó la luz del vestíbulo y la de la sala, entró en el dormitorio iluminado, bajó
el estor y cerró las puertas. Se quitó el vestido, lo dejó sobre el respaldo de una silla,
se sentó en el borde de la cama para desatarse los cordones de los zapatos y dudó un
momento hasta que recordó con seguridad que había apagado las luces de la cocina y
el baño. Se puso el camisón sin meter los brazos por las mangas y acabó de
desnudarse bajo él; era demasiado grande y tenía que recogerlo y levantarlo en torno
a ella. Se arrodilló junto a la cama, rezó un padrenuestro y un avemaría y descubrió
que su corazón y su mente estaban vacíos de oraciones e incluso de sentimientos. Que
las almas de los fieles, intentó decir; apretó los dientes y, un momento después, rezó
furiosa: que las almas de todos lo que han vivido y han muerto en el seno de la fe o
fuera de ella descansen en paz. Y, especialmente, la suya. Fulmíname, pensó. Lanza
sobre mí tus rayos. No me importa. No puede importarme.
Perdóname si me equivoco, pensó. Si puedes. Si quieres. Pero eso es lo que siento
y se acabó.
De nuevo su corazón y su mente estaban vacíos; aun ahora, cuando sentía el
aliento del abismo, no podía experimentar otra cosa, nada le importaba y nada temía.
Señor, creo en Ti. No permitas que caiga en la incredulidad.
Pero ni siquiera sé si creo.
No puedo rezar, Señor. Ahora no. Trata de perdonarme. Estoy demasiado cansada
y demasiado abatida.
Treinta y seis años.
Treinta y seis.
Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué ha de ser un momento mejor que otro? Dios sabe
que esto no es un lecho de rosas, no lo creó para que lo fuera.
En tus manos encomiendo mi espíritu.
Hizo la señal de la cruz, subió el estor, abrió la ventana y se acostó. Mientras sus

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pies desnudos se deslizaban entre las sábanas limpias y sentía su frescor y su suave
limpieza bajo ella y sobre ella, por un momento tembló y sintió una gran soledad y
recordó haber tocado la mejilla de su madre muerta.
Oh, ¿por qué estoy viva?
Se quitó las gafas, las dejó cuidadosamente a su alcance junto a la lámpara y
apagó la luz. Se estiró sobre la espalda, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los
ojos.
Esta noche ya no puedo preocuparme de nada más, se dijo. Dios tendrá que
ocuparse de todo.
Hasta mañana.

Mary no se molestó en encender la luz; podía ver bastante bien con la que entraba
por las ventanas. Se puso el camisón, se desnudó bajo él, dejó la puerta entreabierta a
causa de los niños y se metió en la cama antes de darse cuenta de que eran las mismas
sábanas y antes de recordar que no había dicho sus oraciones. ¡Y durante cuánto
tiempo había deseado quedarse a solas solo para eso!
No pasa nada, se dijo en un susurro; no pasa nada, susurró en voz alta. Quería
decir con eso que estaba segura de que Dios entendería que no podía rezar y la
perdonaría, pero se dio cuenta de que también quería decir que todo estaba bien, todo,
que realmente todo estaba bien. Que se haga tu voluntad. Todo está bien. Realmente
bien. Permaneció muy derecha de espaldas con las manos abiertas y las palmas hacia
arriba junto a los costados, y, en medio de la oscuridad sutilmente iluminada, apenas
pudo distinguir una mancha familiar que en distintas ocasiones le había parecido un
peñasco, un galeón, un pez o una cabeza siniestra. Esta noche era sólo una mancha
con un ojo carente de significado. Le pareció que, postrada, caía hacia atrás y hacia
abajo a través de toda la eternidad; no le importó. Sin preocupación alguna oyó que
una voz hablaba en su interior: desde las profundidades te he llamado, oh Dios.
Escúchame, Señor, dijo uniéndose a la voz. Permite que tus oídos oigan mi queja. La
primera voz no dijo nada más y, consciente de su presencia silenciosa, Mary
continuó, susurrando en voz alta: Si tú, Señor, castigas nuestros errores con tanta
severidad, ¿quién podrá soportarlo? Y con estas palabras comenzó a llorar copiosa y
calladamente, y sus manos, con las palmas vueltas ahora hacia abajo, se movieron a
lo ancho de la cama.
¡Oh, Jay, Jay!
Bajo la tapadera del hervidor el agua estaba tibia; una por una, las últimas
burbujas reventaron y desaparecieron a lo largo del firmamento curvado.
Hannah yacía boca arriba con las manos cruzadas; en las profundas cuencas de
sus ojos, bajo párpados tan frágiles como membranas, sus ojos eran auténticas
esferas. No quedaban arrugas en su cara; podría haber sido una mujer joven. Tenía la
boca abierta y cada espiración era un suspiro ligero.

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Mary yacía mirando el techo; ¿quién podrá soportarlo?, susurró.
Silencio.
Una tras otra, un millón tras otro, hasta la última hoja de aquella parte del mundo
se movió presagiando la aurora.

La casa de Rufus se encontraba en el camino del colegio de un barrio de tamaño


considerable, y pocos minutos después de que su padre se despidiera de él con un
movimiento de la mano y desapareciera, las aceras se llenaban de otra cosa tan
emocionante para la vista como eran los niños y niñas que ya tenían edad para ir a
clase. Al principio, Rufus se contentó con mirarlos por la ventana; eran criaturas
que pertenecían a un mundo apenas imaginable; él no conocía a nadie que tuviera
siquiera edad suficiente como para ir a un jardín de infancia. Más tarde sintió con
respecto a ellos una mayor afinidad, una mayor curiosidad, una gran envidia y una
considerable admiración. Aún no se imaginaba que algún día podría llegar a ser uno
de ellos, pero comenzó a sentir que, en cualquier caso, de algún modo pertenecían a
su misma especie. Empezó a salir hasta el jardín, luego hasta la acera, incluso, con
el tiempo, hasta la esquina, donde podía verlos llegar por tres caminos diferentes. Le
fascinaba su aspecto, los chicos tan bien vestidos, las chicas casi tan arregladas
como si fueran a una fiesta. Casi todos iban en grupos de dos o de tres y se llamaban
a menudo los unos a los otros. Era evidente que se conocían bien; todos ellos
formaban parte de un mundo. Y todos llevaban libros de diferentes colores y
tamaños, los almuerzos preparados en paquetes o en cajas, los lápices en otras cajas
diferentes, o todo junto en una mochila. Le encantaba la forma en que llevaban esas
cosas; les confería una dignidad y un significado extraordinarios; era la marca que
los distinguía como pertenecientes a un mundo privilegiado. Admiraba y envidiaba
especialmente la forma en que los chicos que llevaban los libros sujetos por unas
tiras de lona marrón podían columpiarlos en el aire, excepto cuando los blandían
sobre su cabeza. Entonces se asustaba y se sorprendía mucho, y el niño que había
fingido ir a golpearle, y cualquier otro que lo hubiera visto, se reían al ver la
expresión de temor y sorpresa en su cara, y él se sentía desconcertado y triste ante
sus risas.
Pero eso no ocurría con tanta frecuencia como para desanimarle, y acudir a la
esquina a la hora en que iban al colegio y a la hora en que volvían se convirtió para
él en una costumbre casi tan gozosa y excitante, a su manera, como atisbar la
llegada de su padre por la tarde. A veces, cuando su mirada se cruzaba con la de
alguno de ellos, hasta llegaba a decir «Hola», impulsado tanto por su vergüenza
como por su deseo de establecer comunicación. Por supuesto, sólo muy raramente le
contestaban; los niños se limitaban a mirarle un segundo o dos con una mirada que
unas veces expresaba interés y otras, las más, frialdad, y las niñas, dependiendo de
su edad y de su carácter, o se reían de una forma que le llevaba a desviar la mirada

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rápidamente o hacían como si ni siquiera le hubieran visto u oído. Pero como,
después de todo, no había esperado ninguna respuesta, le resultaba
extraordinariamente agradable que, de vez en cuando, un niño mayor le sonriera y le
dijera «Hola»; algunas veces, hasta extendían el brazo y le revolvían el pelo. En una
ocasión en que saludó a unas chicas mucho mayores que él, una de ellas gritó con
esa voz extraña, empalagosa, que había oído antes en mujeres adultas: «¡Oh, mirad
qué niño tan mono!».
Durante unos momentos se sintió violento pero también agradablemente
halagado; luego oyó a unos cuantos chicos gritar las mismas palabras, pero no
sinceramente, sino con un odio y un desprecio que le horrorizaron y le hicieron
desear ser invisible.
Nunca llegó a saber los nombres de más de dos o tres de aquellos niños, porque
la mayoría vivían a unas cuantas manzanas de distancia, pero bastantes, con el
tiempo, llegaron a conocerle muy bien. Casi siempre se le acercaban con la misma
pregunta: «¿Cómo te llamas?». A él le parecía raro que olvidaran su nombre de un
día para otro, porque siempre lo decía con una claridad perfecta, pero pensaba que
si lo habían olvidado y volvían a peguntárselo, él debía volver a decírselo, y cuando
lo hacía, cortésmente, todos se reían. Al poco tiempo empezó a darse cuenta de que si
se lo preguntaban, día tras día, no era porque lo hubieran olvidado, sino para
tomarle el pelo. Así que empezó a tener más cuidado. Cuando le preguntaban
«¿Cómo te llamas?», se avergonzaba y decía: «Sabes muy bien mi nombre, sólo
quieres tomarme el pelo».
Algunos se reían con disimulo, pero, invariablemente, el niño que le había
preguntado decía muy serio y educado, «No, no sé cómo te llamas, nunca me has
dicho tu nombre», y él empezaba a preguntarse si se lo habría dicho o no.
—Sí te lo he dicho —contestaba—. Me acuerdo. Te lo dije anteayer.
Y volvían las risas disimuladas, pero el que había preguntado se mostraba aún
más serio y amable, y uno o dos de los niños que iban con él parecían igualmente
serios, y el que había preguntado decía:
—No, de verdad. No fue a mí a quien se lo dijiste. Yo no sé cómo te llamas.
Y uno de los otros chicos decía, muy razonablemente:
—Oye, si supiera cómo te llamas no te lo preguntaría, ¿no?
Y entonces Rufus decía:
—Sólo queréis tomarme el pelo. Todos sabéis cómo me llamo.
Y uno de los otros decía:
—A mí se me ha olvidado. Lo sabía, pero se me ha olvidado del todo. Si lo
supiera lo diría, pero no lo recuerdo.
Y también él parecía muy sincero. Y el primero que le había preguntado decía
casi suplicando y con una expresión muy amable:
—Venga, dinos cómo te llamas. Quizá se lo dijeras a él, pero ya no se acuerda. Si
se acordara me lo diría, ¿no? ¿Verdad que me lo dirías?

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—Si me acordara, claro que te lo diría. Me gustaría que volvieras a decírmelo.
Y dos o tres niños más, con el mismo tono de amabilidad, respeto e interés,
intervenían en la conversación:
—Venga, dinos cómo te llamas.
A él le sorprendían mucho esa amabilidad y ese interés, porque en ninguna otra
ocasión parecían tratarle así, pero los creía auténticos. Y después de pensarlo un
momento, mirando con atención y seriedad al niño que había olvidado su nombre,
decía:
—¿Prometes que de verdad se te ha olvidado?
Y devolviéndole la mirada con la misma seriedad, él contestaba:
—Te doy mi palabra.
Entonces algunos volvían a reírse disimuladamente y Rufus se daba cuenta de
que unos cuantos le estaban tomando el pelo, pero si no eran los principales
protagonistas de la escena no le importaba demasiado. Así que no hacía caso de las
risas y decía a los chicos que le miraban amables y serios:
—¿Me prometéis que de verdad no me estáis tomando el pelo?
Y ellos se lo prometían. Y entonces Rufus decía:
—Si os lo digo, ¿me prometéis que haréis todo lo posible por recordarlo y no
volver a preguntármelo?
Y ellos decían que claro que sí y le daban su palabra. En el último momento,
cuando estaba a punto de decírselo, experimentaba una duda tan súbita y profunda
acerca de su sinceridad que se resistía a seguir, pero siempre pensaba: «Quizá lo
digan en serio. Y si es así, no estaría bien no decírselo». Así que siempre se lo decía.
«Bueno —decía siempre sin estar totalmente convencido, y repetía su nombre en un
tono especialmente tímido y apagado (casi había llegado a sentir que su nombre
sufría físicamente en esas ocasiones y no quería dejar que volvieran a hacerle daño)
—, bueno, me llamo Rufus».
Y en el mismo instante en que el nombre salía de su boca se daba cuenta de que
habían vuelto a engañarle, de que ni uno sólo había sido sincero, porque en aquel
mismo instante todos ellos gritaban a pleno pulmón con una alegría feroz, como si
todo el grupo se rompiera en pedazos lanzando violentamente sus fragmentos por
todo el barrio, mientras gritaban su nombre con regocijo y, al parecer, con una
especie de desprecio; y muchos de ellos gritaban también un verso que parecían
encontrar gracioso aunque Rufus no lograba entender por qué:
Rufus Rastus Johnson Brown,
¿qué vas a hacer cuando llegue el alquiler?
mientras otros gritaban: «Es un nombre de negro, es un nombre de negro», y
cantaban un verso que él les había oído corear detrás de niños de color y hasta de
algunos adultos:
Un negro, negro como un tizón,

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en un tranvía quiso montar,
el tranvía se estropeó
y él quiso su dinero recuperar.
Tres o cuatro, en lugar de correr, se quedaban gritándole su nombre y esos versos
y la palabra «negro» mientras le clavaban el dedo índice en el pecho y en el
estómago y en la cara, y él, avergonzado y seguido por los gritos, andaba tristemente
hacia su casa.
Aquello le desconcertaba profundamente. Si, como parecía, sabían su nombre,
¿por qué volvían a preguntárselo como si nunca lo hubieran oído o como si no
pudieran recordarlo? Lo hacían sólo para reírse de él. ¿Pero por qué querían reírse
de él? ¿Por qué les divertía tanto? ¿Por qué era tan divertido fingir ser amable y
estar interesado, y fingirlo hasta el punto de que otro te creyera a pesar de sí mismo,
sólo para demostrar que le habías engañado una vez más, porque si esta vez tú se lo
habías preguntado sinceramente, él no quería dejar de decírtelo si de verdad parecía
que tenías tanto interés en saberlo? ¿Por qué cuando unos cuantos le preguntaban, y
otros les apoyaban o sólo miraban, flotaba en el aire en torno a ellos una especie de
fuerza tensa y extraña que les hacía parecer muy unidos mientras que él se sentía
muy solo y deseoso de caerles bien, de sumarse a ellos? ¿Por qué seguía
creyéndoles? Sucedía una y otra vez, y Rufus no podía recordar una sola ocasión en
que se hubieran mostrado solícitos, y simpáticos, y amables, y que al final no hubiera
resultado que no eran en absoluto sinceros. Los que de verdad eran simpáticos, los
que nunca le engañaban ni se reían de él eran unos cuantos chicos de los más
mayores, que nunca parecían ni tan interesados ni tan amables y sólo le decían
«Hola» y le sonreían al pasar, o quizá le revolvían el pelo o le daban un ligero
puñetazo, no para hacerle daño ni para asustarle, sino sólo jugando. Ellos eran
diferentes; nunca le prestaban tanta atención ni parecían tan afectuosos, pero eran
buenos con él mientras que los otros eran malos con él todo el tiempo. Pero siempre
era igual. Cuando empezaban, él se sentía absolutamente seguro de que esta vez no
cedería; pero en cada ocasión, mientras ellos hablaban, cada vez se sentía menos
seguro. Y cuanto menos seguro estaba, más seguro estaba, lo cual le confundía y le
molestaba, y cuanto más seguro estaba de que toda esa aparente amabilidad no era
más que engaño y maldad, más ansiosamente estudiaba sus caras con la esperanza
de que esta vez fueran sinceros. Cuanto menos les creía, más le impulsaban a
creerles y más fácil le resultaba hacerlo. Y cuanto más solo se sentía, más deseaba
sentir que no estaba solo, sino que era uno de ellos. Y cada vez que finalmente cedía,
se sentía más seguro, justo antes de ceder, de que no volvería a arriesgarse. Y cada
vez que decía finalmente su nombre, lo decía un poco más tímidamente, un poco más
azarado, hasta que comenzó a sentir una especie de vergüenza por llamarse así. La
forma en que todos le gritaban, y gritaban ese verso que tanto les hacía reír, le llevó
a pensar que el nombre en sí debía de tener algo de malo, de manera que a veces,
hasta en su propia casa, cuando su madre lo decía y él lo oía de improviso, sentía

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una especie de oscuro estremecimiento de vergüenza. Pero cuando preguntó a su
madre si Rufus era realmente un nombre de negro y por qué les hacía reír a todos,
ella se volvió bruscamente y le dijo con una voz cortante, como si estuviera
acusándole de algo: «¿Quién te ha dicho eso?», y él contestó, temeroso, que no sabía
quién, y ella dijo: «No hagas caso. Es un nombre antiguo muy bonito. Hay hombres
de color que se llaman así también, pero eso no tiene nada de malo y no tiene por
qué avergonzarles, ni a ellos ni a los blancos. A ti te pusimos ese nombre porque era
el de tu bisabuelo Lynch, y es un nombre del que debes estar orgulloso. Y Rufus, no
vuelvas a decir la palabra “negro”».
Pero él pensó que aunque quizá ella estuviera orgullosa de ese nombre, él no lo
estaba. ¿Cómo podía uno estar orgulloso de un nombre del que todos se reían? En
una ocasión en que los chicos alborotaban menos de lo habitual y uno le dijo con
calma «Ése es un nombre de negro», él había tratado de mostrarse orgulloso y había
dicho, «No es verdad; es un nombre antiguo muy bonito y lo he heredado de mi
bisabuelo Lynch», y entonces ellos gritaron: «Así que tu abuelo también es negro», y
salieron corriendo calle abajo vociferando: «Rufus es negro, el abuelo de Rufus es
negro, es negro, es negro», y él había gritado tras ellos: «¡No es verdad, era mi
bisabuelo y no era negro!»; pero después de aquello a veces empezaban la
conversación preguntando: «¿Cómo está tu abuelo negro?», y él tenía que volver a
explicar que no era su abuelo sino su bisabuelo, y que no era de color, pero ellos, al
parecer, no le hacían ningún caso.
No entendía por qué les divertía tanto ese juego ni por qué tenían que fingir tanta
amabilidad y tanto interés sólo para engañarle otra vez cuando él sabía que ellos
sabían que no debían hacerlo, pero poco a poco empezó a ver con claridad que, por
mucho que fingieran, sus intenciones eran siempre malas, y que la única forma de
defenderse era no creerles nunca y no hacer lo que le pedían que hiciera. Y con el
tiempo descubrió que, por mucha que fuera la amabilidad con que se lo preguntaban,
no conseguían engañarle; él no les decía su nombre y eso hacía que se sintiera
mucho mejor, excepto que ahora, al parecer, habían perdido gran parte de su interés
por él. No quería que pasaran de largo sin mirarle siquiera, o que sólo le dijeran
algo desagradable o despectivo, fingiendo tan perfectamente que iban a golpearle
con sus libros que él tenía que agacharse; sólo quería que no le engañaran ni se
burlaran de él; sólo quería que fueran simpáticos con él y caerles bien. Y para
conseguirlo siguió dispuesto a hacer lo que fuera necesario, excepto una cosa,
decirles su nombre, algo que claramente no era conveniente hacer. Y así, mientras no
le preguntaran su nombre (y ellos comprendieron pronto que esa broma ya no
funcionaba), siguió esperando contra toda esperanza que no trataran de engañarle
ni de reírse de él de ninguna otra forma. Ahora se acercaban a él muy serios, los
mayores, y decían, como si se tratara de algo muy importante:
Rufus Rastus Johnson Brown,
¿qué vas a hacer cuando llegue el alquiler?

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Siempre pensaba que, cuando decían eso, seguían riéndose de él a causa de su
nombre; pronunciaban «Rastus» en un tono que le hizo comprender que los dos
nombres les disgustaban y que los despreciaban, y no podía entender por qué le
daban tantos nombres cuando él sólo tenía uno y su apellido era Follet. Pero al
menos ahora sabían cómo se llamaba. Aunque la mayoría le llamara «Rufián» en vez
de Rufus, al menos no fingían ignorar su nombre; la cosa ya no era tan grave.
Además, lo que hacían ahora era preguntarle una cosa: «¿Qué vas a hacer cuando
llegue el alquiler?». Y aunque la pregunta era siempre la misma y no tenía ningún
sentido, parecía que estaban muy interesados en saberlo. Si él pudiera contestarles,
podría decirles algo que ellos no sabían, y entonces les caería bien y no se reirían de
él. Pero se dio cuenta de que con esa pregunta también se reían de él. La verdad era
que no tenían ningún interés en saber la respuesta. ¿Cómo podían querer saber la
respuesta si la pregunta no tenía ningún sentido? ¿Qué era un alquiler? ¿Cómo sería
cuando llegaba? Probablemente era algo muy malo, o quizá parecía bueno pero
resultaba ser malo cuando descubrías lo que era. ¿Y qué hacía uno cuando llegaba?
¿Qué podía hacer uno si ni siquiera sabía qué aspecto tenía? ¿Y si fuera sólo una
invención, nada vivo, sólo un cuento? Quería preguntar qué era el alquiler, pero
sospechaba que eso era exactamente lo que ellos querían que preguntara, y que
cuando lo hiciera, si llegaba a hacerlo, resultaría que todo aquello no era más que
una trampa de algún tipo, una broma, y que al preguntar había hecho algo ridículo o
vergonzoso. Así que ahora era lo bastante sensato como para no hacer una cosa:
preguntar qué era el alquiler, y aquélla era también una de esas cosas sobre las que
estaba seguro de que no debía preguntar tampoco a su padre o a su madre. De
manera que cuando ahora se acercaban a él, siempre sabía que iban a hacerle esa
pregunta tan tonta, y cuando se la hacían se mostraba obstinado y tímido, decidido a
no preguntar qué era el alquiler; y una vez que le habían hecho la pregunta y se
quedaban contemplándole con una mirada curiosa y fría, como si tuvieran hambre,
él les devolvía la mirada hasta que se sentía demasiado violento, y entonces veía
cómo empezaban a sonreír de una forma que quizá fuera cruel o quizá fuera amable,
y por si era amable, él sonreía también, inseguro, y miraba al suelo y murmuraba:
«No lo sé», lo cual parecía divertirles casi tanto como cuando les decía su nombre,
aunque no se reían tan fuerte; y entonces, algunas veces, se apartaba de ellos, y con
el tiempo supo que no debía contestar esa pregunta del mismo modo que no debía
contestar cuando le preguntaban cuál era su nombre.
Cuando se alejaba de ellos, o cuando se negaba a contestar, se daba cuenta de
que, de algún modo, les había vencido, pero también se sentía desconsolado y solo, y
a veces, a causa de eso, volvía atrás cuando ya se había apartado un poco, y miraba,
y ellos se acercaban, y le rodeaban de nuevo, y otras veces, cuando seguía
alejándose, aún se sentía más triste y más solo, tanto que pasaba entre las casas para
llegar al jardín trasero de la suya y se quedaba allí porque no le gustaba que ni
siquiera su madre le viera así. Empezó a pensar en aquella esquina con tanta tristeza

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como esperanza, y en ocasiones no iba; pero cuando volvía a ella después de no
haber ido unas cuantas veces, le preguntaban dónde había estado y por qué no había
acudido el día anterior, y entonces él no sabía qué contestar, a pesar de que le
animara a hacerlo el hecho de que le hablaran de un modo que daba lugar a pensar
que de verdad les importaba dónde hubiera estado. Pero a los pocos días las cosas
comenzaron a cambiar. Los niños mayores y más perspicaces se dieron cuenta de que
el juego había cambiado, y de que si querían contar con que Rufus estuviera allí y
que siguiera siendo tan tonto como había sido siempre, tenían que parecer mucho
más amables; y los más estúpidos, al ver lo bien que funcionaba aquella nueva
táctica, les imitaron lo mejor que pudieron. Rufus empezó a sospechar muy pronto de
la sinceridad de sus más flagrantes exageraciones de amabilidad, pero los chicos
más sutiles descubrieron, con extraordinaria delicia, que bastaba con variar
ligeramente el cebo de vez en cuando para lograr engañarle. Él siempre estaba
dispuesto a complacerles. Cómo había empezado aquello, ninguno lo sabía ni a
ninguno le importaba, pero todos sabían que si insistían lo suficiente él les cantaría
su canción y sería tan tonto como para pensar que de verdad les gustaba. Ellos le
decían: «Canta una canción, Rufián», y él les miraba como si supiera que se estaban
riendo de él y decía: «¡Bah, no queréis oírla!».
Y entonces ellos decían que claro que querían oírla porque era una canción muy
bonita, mejor que las que ellos sabían, y que también les gustaba cómo bailaba
cuando la cantaba. Y como desde el principio se habían esforzado por escuchar la
canción con respeto y amabilidad aparentes, era muy fácil persuadirle. Y así,
sintiéndose extraño y tonto, no porque pensara que estaban engañándole o riéndose
de él, sino porque con cada repetición se sentía más tonto y menos seguro de que la
canción fuera tan bonita o tan agradable como él quería creer, les dirigía una última
mirada cargada de inquietud, la cual les divertía especialmente, y luego levantaba
los brazos y daba vueltas y vueltas mientras cantaba:
Soy una abejita muy muy laboriosa,
soy una abejita que en el trébol canta.
Mientras cantaba y bailaba podía oír a través de sus propias palabras unas
cuantas risitas oscuras de incredulidad, pero casi todas las caras que veía cuando
giraba, las de los mayores, eran serias, atentas y sonrientes, lo cual compensaba el
desprecio que veía en los rostros de los medianos; y cuando había acabado y estaba
recuperando el aliento, los mayores aplaudían con verdadera aprobación y decían:
«Es una canción muy bonita, Rufus, ¿quién te la ha enseñado?».
Y de nuevo él sospechaba que había mala intención en esa pregunta y se negaba
a decir nada hasta que le habían engatusado lo suficiente, y entonces decía: «Mi
mamá»; y al llegar a ese punto algunos de los más pequeños podían estropearlo todo
con sus gritos y sus risas, pero a menudo, aun cuando lo hacían, los mayores podían
salvar la situación gritando severamente: «¡Callaos! ¿Es que no sabéis apreciar una

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bonita canción?» y, volviéndose hacia él con caras que aislaban a los pequeños y le
incluían a él entre los mayores, decían: «No les hagas caso, Rufus, son unos
ignorantes y no saben nada de nada. Tú canta esa canción». Y entonces otro
intervenía: «Sí, Rufus, vuelve a cantarla. Es una canción muy bonita»; y un tercero
añadía: «Y no te olvides de bailar»; y para esta audiencia, tan reducida como
selecta, él volvía a repetir su actuación.
Al llegar a este punto, uno solía decir de pronto: «Vamos, tenemos que irnos», y,
tan bruscamente como si alguien hubiera apartado la silla en que se disponía a
sentarse, le dejaban completamente solo; ni siquiera aplaudían antes de marcharse.
Pero algunos de los chicos que le miraban con expresión más amable tenían buen
cuidado de decirle antes de irse: «Gracias, Rufus, ha sido muy bonito», y de añadir:
«No te olvides de estar aquí mañana», lo cual compensaba con creces aquella duda
que producía en él siempre una gran perplejidad. ¿Por qué se iban siempre tan
corriendo? ¿Por qué se volvían a mirarle entre risas, hablando en voz baja con las
cabezas juntas y con esas súbitas carcajadas? Casi parecía que se estuvieran riendo
de él. Y en una ocasión en que uno de los niños mayores levantó los brazos de pronto
y empezó a dar vueltas en medio de la calle cantando con voz chillona «Soy una
abejita muy muy laboriosa», supo con seguridad que no les había gustado su canción
ni les había gustado él por cantarla. Pero si no les gustaba, ¿por qué le pedían que
la cantara? Y luego, otra vez, oyó que uno de ellos, al final de la manzana, gritaba:
«Mi mamá», y sintió como si algo le perforara el estómago, y todos se echaron a reír,
y entonces supo casi con total seguridad que, al menos para esos chicos, todo
aquello no era más que una especie de broma perversa. Pero entonces recordó lo
amables que habían estado aquellos que a él le caían mejor y en los que más
confiaba, y pensó que ellos no trataban de reírse de él de ninguna manera.
Pero al poco tiempo empezó a dudar también de éstos. Quizá se mostraban
siempre tan amables sólo para conseguir que hiciera cosas que él no haría si sólo se
mostraban amables algunas veces y así poder reírse de él. Pero si eran amables con
él todo el tiempo, tenía que ser porque eran sinceros. Y sin embargo, por la forma en
que se reían los otros, lo que él hacía tenía que estar mal o ser una tontería. Tendría
mucho más cuidado. Tendría mucho cuidado de no hacer ni decir nada de lo que le
pidieran, a menos que estuviera seguro de que se lo pedían con auténtica amabilidad
y sinceridad. Ahora, incluso a los niños que le caían mejor los miraba con una
cautela muy especial, y ellos se dieron cuenta de que, a menos que fueran mucho más
astutos, iban a estropear el juego otra vez. Empezaron a prometerle recompensas,
una pastilla de chicle, el cabo de un lápiz, tiza o un caramelo, y eso parecía
convencerle. Con frecuencia, los menos astutos no le daban la recompensa
prometida, lo cual, naturalmente, era más divertido, pero los más listos cumplían
siempre, de forma que con ellos él nunca se negaba. De hecho, la cosa era tan fácil
que empezó a aburrirles. Comenzaron a valorar las bromas que le gastaban los más
estúpidos, como ponerse uno a cuatro patas detrás de él cuando bailaba mientras

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otro le empujaba hacia atrás, pero eran lo bastante inteligentes como para no
participar en ellas, como para fingir censurarlas, como para ayudarle siempre a
levantarse, como para sacudirle el polvo con la mano y consolarle si se había dado
un golpe en la cabeza y lloraba, como para ocultar siempre su delicia y su asombro
ante su absoluto desconcierto y su absoluta credulidad, y como para ocultar su
desprecio y su asombro ante su completa falta de valor para revolverse contra sus
verdugos, su incapacidad, incluso, de manifestar un enfado fuerte y verdadero. Y
como siempre estaban allí y siempre parecían estar de su parte, podían mantenerle lo
suficientemente engañado como para que él volviera a caer en la trampa más de lo
que habría caído cualquiera que hubiera estado en su sano juicio.
Los de más edad comenzaron a avergonzarse vagamente y también a aburrirse.
Eran mucho mayores y más listos que él; hasta los más pequeños eran lo bastante
mayores como para que no resultara sorprendente que Rufus cayera siempre en el
engaño y nunca se revolviera contra ellos. Pensaron que esa cancioncilla, por
ejemplo, era demasiado ñoña como para resultar divertida por más tiempo. Pensaron
que deberían hacer cosas más violentas. Pero ellos no podían hacerlas. Si le
demostraban que no estaban de su parte, la diversión se acabaría. Y aunque no se
acabara, sabían que sería injusto hacer cosas realmente violentas, cosas que
inevitablemente exigirían una respuesta violenta, a un niño tan pequeño, por muy
tonto que fuera. Además, tenían indicios suficientes para pensar que aunque le
impulsaran a pelear, él no tendría valor suficiente para hacerlo, que ni siquiera se
daría cuenta de que era lo obligado. Pero tenían curiosidad por ver qué ocurriría. Y
así fueron dejando más y más el campo libre a los niños más pequeños, más crueles y
más tontos. Pero fue inútil. Él se limitaba a mirarles con sorpresa, dolor y reproche,
se levantaba y se iba; y si alguno de los mayores que normalmente se mostraban
amables le consolaba demasiado, él estallaba en sollozos que a la vez les
disgustaban y les deleitaban.
Con el tiempo encontraron la fórmula perfecta: incitar a niños tan pequeños
como él a hacerle objeto de burlas que otros de más edad no habrían tenido derecho
a poner en práctica.

* * *

Después de comer acostaron a los bebés y a los niños, excepto a Rufus, para que
durmieran un poco, y su madre pensó que él debía dormir también, pero su padre
dijo que no, que él no tenía que hacerlo, así que le permitieron seguir levantado. Se
quedó en el porche con los hombres. Estaban tan hartos de comida y tan soñolientos
que ni siquiera trataban de hablar, y él estaba tan harto y tan soñoliento que apenas
oía ni veía, pero, medio adormilado a la sombra entre las rodillas de su padre,
mientras trataba de mantener los ojos abiertos, oía el rumor sordo y perezoso de sus
voces, y las voces más locuaces de las mujeres que hablaban en la cocina más

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animadamente, aunque siempre muy bajo para no despertar a los niños, y el
entrechocar de los platos que fregaban, y, de vez en cuando, sus pasos aquí o allá por
la habitación; y con los ojos medio cerrados y una mirada que el sueño desenfocaba,
dejó que su atención vagara sobre el lento titilar de los millones de hojas de los
árboles, y sobre el lento parpadeo de las hojas del maíz, y sobre las gallinas que, más
cerca, picoteaban en la tierra del gallinero y en el borde desigual del suelo del
porche, y todo flotaba, como en un sueño, en una brillante neblina plateada, y una
baja colina alargada de un azul plateado aislaba todo de un cielo de un blanco
azulado, y él se recostó en el pecho de su padre, y oyó el latido de su corazón y los
gruñidos de su estómago, y notó la presión de sus rodillas en sus costados, y cuando
quiso darse cuenta estaba abriendo los ojos y estaba viendo la cara de su madre, y
estaba en la cama, y ella le decía que tenía que despertarse porque iban a visitar a su
tatarabuela, que estaría deseando verles, especialmente a él, porque era su
tataranieto mayor. Y él, y su padre, y su madre, y Catherine se acomodaron en el
asiento delantero, y el abuelo Follet, y la tía Jessie y su bebé, y Jim-Wilson, y Ettie
Lou, y la tía Sadie y su bebé se sentaron en el asiento de atrás, y el tío Ralph se
quedó de pie en el estribo porque estaba seguro de que podía recordar el camino y
porque no había más sitio en el interior, y avanzaron con mucho cuidado por la calle
para que nadie sufriera sacudidas violentas, y antes de que llegaran a la carretera su
madre pidió a su padre que parase un momento e insistió en que Ettie Lou fuera con
ellos delante para que tuvieran más sitio atrás, y después de que insistiera un rato él
accedió, y luego arrancaron de nuevo y su padre condujo el coche con tanto cuidado
sobre los baches y hacia la carretera en dirección opuesta a LaFollette siguiendo las
indicaciones de Ralph («sí, lo sé —dijo su padre—, hasta ahí lo recuerdo»), que casi
no sintieron ninguna sacudida, y su madre comentó lo bien y lo cuidadosamente que
conducía su padre cuando no se olvidaba y empezaba a correr demasiado, y su padre
se ruborizó, y a los pocos minutos su madre empezó a dar muestras de inquietud,
como si tuviera que ir al baño pero no quisiera decirlo, y poco después dijo:
—Jay, lo siento muchísimo, pero creo que te estás olvidando.
—¿De qué? —dijo él.
—Quiero decir que corres demasiado, querido —dijo ella.
—Este trecho de carretera es bueno —dijo él—. Tengo que adelantar cuando la
carretera es buena. —Aminoró un poco la marcha—. Si no recuerdo mal —dijo—,
cerca de aquí hay tramos que no puedes cruzar ni en mula, ¿no es verdad, Ralph?
—¡Dios mío! —dijo su madre.
—Era una broma —dijo él—. No son tan malos. Pero aun así es mejor adelantar
mientras podamos.
Y aumentó un poco la velocidad.
Al cabo de tres o cuatro kilómetros, el tío Ralph dijo: «Al salir de esta curva
llegas a una bifurcación y doblas a la derecha», y llegaron a la bifurcación y
entraron en un camino de tierra que se abría entre los árboles, y su padre fue un

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poco más despacio, y una fresca brisa los envolvió, y su madre comentó lo agradable
que resultaba la sombra después de ese sol tan terrible, ¿verdad que sí?, y todos los
mayores murmuraron que desde luego que sí, y casi inmediatamente salieron del
bosque y recorrieron tres kilómetros de tierra abrasada con tocones y a veces árboles
enteros que surgían del suelo angulosos y crueles, y había moras y madreselvas por
todas partes, y, delante, una colina y su sombra. Y cuando llegaron a la sombra de la
colina, el tío Ralph dijo en voz baja: «Ahora sigues hasta la colina, la rodeas por la
izquierda y coges el camino de la derecha», pero cuando llegaron allí sólo había un
camino a la izquierda y ninguno a la derecha, y su padre cogió el camino de la
izquierda, y nadie dijo nada, y al cabo de un minuto el tío Ralph dijo:
—Supongo que no había mucho donde elegir, ¿no? —y se rió contrariado.
—Es verdad —dijo su padre, y sonrió.
—Me parece que no tengo tan buena memoria como creía —dijo Ralph.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo su padre, y su madre lo dijo también.
—Habría jurado que había un camino en cada dirección —dijo Ralph—, pero
hacía veinte años que no venía por aquí.
Por el amor de Dios, dijo su madre, pues si era así ya podía decir que tenía
buena memoria.
—¿Cuánto hacía que no venías tú por aquí, Jay? —Jay no dijo nada—. ¿Jay?
—Estoy mirando —dijo él.
—Ahí tienes la desviación —dijo Ralph de pronto, y tuvieron que retroceder para
tomarla.
Emprendieron un lento ascenso, largo y sinuoso, y Rufus oía sólo a medias, y
apenas entendía la conversación desarticulada. Hacía casi trece años que su padre
no iba por allí; la última vez, justo antes de trasladarse a Knoxville. Siempre había
sido el favorito de su bisabuela. Sí, dijo el abuelo de Rufus, era verdad, siempre
había sido su ojito derecho. Resultó que de todos los que iban en el coche, era el
último que la había visto. Le preguntaron cómo estaba, como si la hubiera visto
hacía un mes o dos. Él dijo que la salud le fallaba en muchos aspectos, le costaba
sobre todo moverse, y, en cuanto al reumatismo, estaba bastante mal, pero de cabeza
estaba como nueva, aunque no sabía cómo encontrarían ahora a la pobre mujer, era
inútil decirlo. No, dijo el tío Ralph, eso era verdad; el tiempo volaba, ¿verdad que
sí?; para cuando querías darte cuenta, había pasado un año. Ella no había visto
nunca a los hijos de Jay, ni a los de Ralph, ni a los de Jessie, ni a los de Sadie;
seguro que verlos iba a representar una gran alegría. Una gran alegría y una
sorpresa. Seguro que sí, dijo su padre, suponiendo que aún pudiera reconocerles.
¿Incluso podría haber muerto?, quiso saber su madre. Oh, no, dijeron todos los
Follet; si hubiera muerto, ellos se habrían enterado. De hecho sabían que estaba
bastante desmejorada. A veces la pobrecilla perdía la memoria y lo confundía todo.
Es lógico, dijo su madre, pobre señora. Preguntó cautelosamente si estaba bien
atendida. Oh, sí, dijeron ellos. Desde luego que sí. Sadie vivía prácticamente

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dedicada a ella. Sadie era la hermana mayor del abuelo Follet y la pequeña Sadie se
llamaba así por ella. Vivía con la anciana atendiéndola, noche y día. Qué maravilla,
dijo su madre. Era la única que podía hacerlo, dijeron todos de acuerdo. Los demás
se habían casado y se habían ido, y la abuela, aunque todos se lo ofrecieron una y
otra vez, no quiso ir a vivir con ninguno de ellos porque se negaba a dejar su casa.
He criado a mis hijos aquí, había dicho, he vivido aquí toda mi vida desde que tenía
catorce años y quiero morirme aquí; hacía sus buenos treinta y cinco años, casi
cuarenta, que había muerto su marido. ¡Por el amor de Dios!, dijo su madre, ¡y ya
era una anciana entonces! Y su padre dijo solemnemente:
—Tiene ciento tres años. Ciento tres o ciento cuatro. No lo recuerda exactamente.
Pero sabe que no nació después de 1812. Y siempre ha supuesto que debió de nacer en
1811.
—¡Cielo santo, Jay! ¿De verdad? —Él asintió sin apartar la mirada de la
carretera—. Imagínate, Rufus —dijo ella—. Imagínatelo.
—Es una señora muy muy vieja —dijo su padre gravemente, y Ralph se mostró de
acuerdo igualmente grave y orgulloso.
—¡Las cosas que tiene que haber visto! —dijo Mary con suavidad—. Indios,
animales salvajes… —Jay se echó a reír—. Me refiero a animales que comen seres
humanos, Jay. Osos, gatos monteses… cosas terribles.
—En estas montañas había gatos monteses, Mary. Los llamábamos «panteras».
Cuando yo era niño todavía quedaban algunos por aquí. Y todavía hay osos, o eso
dicen.
—¡Cielo santo, Jay! ¿Has visto alguna vez alguna? ¿Alguna «pantera»?
—Vi una a la que habían disparado.
—¡Dios mío! —dijo Mary.
—Era un bicho de aspecto terrible.
—Lo sé —dijo ella—. Quiero decir que estoy segura. Lo de tu bisabuela, no
puedo creerlo… Es casi tan vieja como esta tierra, Jay.
—Oh, no —dijo él riendo—. No hay nadie que tenga tantos años. Leí en algún
sitio que estas montañas son las más viejas…
—Me refería a esta nación —dijo ella—. A Estados Unidos, quiero decir. Déjame
ver… este país tenía casi la edad que tengo yo ahora cuando ella nació. —Todos
calcularon un momento—. Ni siquiera tenía mis años —dijo ella triunfante.
—¡Caramba! —dijo el padre de Jay—. No se me había ocurrido. —Meneó la
cabeza—. ¡Caramba! —dijo—. Es cierto.
—Abraham Lincoln sólo tenía dos años —murmuró ella—. Quizá tres —rectificó
—. Imagínate, Rufus —dijo al cabo de un momento—. Más de cien años. —Pero se
dio cuenta de que él no podía entenderlo—. ¿Sabes quién es? —dijo—. Es la abuela
del abuelo Follet.
—Es verdad, Rufus —dijo su abuelo desde el asiento trasero, y Rufus miró en
tomo a él, capaz de creerlo pero no de imaginarlo, y el anciano sonrió y le guiñó un

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ojo—. No creías que ibas a oírme llamar a nadie abuela, ¿verdad?
—No —dijo Rufus.
—Pues hoy vas a oír cómo lo digo —dijo su abuelo—. En cuanto la vea.
Ralph empezó a murmurar entre dientes con aspecto de preocupación hasta que
su hermano le dijo:
—¿Qué mosca te ha picado, Ralph? ¿Te has perdido?
Y Ralph dijo que no estaba seguro, que aún no podía jurarlo, pero que, maldita
sea, en cualquier caso ya no estaba seguro de que ése fuera el camino.
—¡Oh, Ralph, qué pena! —dijo Mary—. Pero no te preocupes. Quizá lo
encontremos. Quizá pronto reconozcas alguna señal y podamos encontrarlo de
nuevo.
Pero su padre, con expresión sombría y esforzándose por ser paciente, aminoró
la marcha y finalmente paró en un lugar sombreado.
—Será mejor que lo resolvamos ahora mismo —dijo.
—No reconozco nada de por aquí —se lamentó Ralph—. Quiero decir que lo
mejor será que volvamos atrás mientras aún recordamos el camino de vuelta.
Podemos intentarlo otro domingo.
—¡Oh, Jay!
—Lo siento mucho pero tenemos que estar de vuelta esta noche, no lo olvides.
Podemos intentarlo otro domingo. Saliendo muy temprano.
Pero decidieron seguir adelante un poco más. Descendieron a un valle estrecho y
alargado, a través de cuyos árboles podían ver ocasionalmente unas crestas oscuras.
El camino seguía una dirección que Ralph consideraba casi con seguridad
equivocada, y encontraron una cabaña que apenas se destacaba del bosque, como
comentaron más tarde, en medio de lo que apenas podía llamarse un campo de maíz
y que no era mayor que un corral; pero los que vivían allí, taciturnos y desconfiados,
dijeron que no sabían nada de la anciana; y después de un largo trecho el valle se
abrió un poco y Ralph empezó a pensar que quizá sí lo reconocía, sólo que, si era el
mismo, no lo parecía, y de pronto una curva desembocó en una pradera medio
arbolada y, a través de los árboles mecidos por la brisa, vislumbraron una casa gris
y Ralph dijo: «¡Caramba!», y de nuevo: «¡Es ésa! Seguro que sí. Sólo que ésa es la
parte de atrás», y su padre empezó a estar seguro también, y la casa se hizo más
grande y la rodearon para ver la fachada delantera, y su padre, y su tío Ralph y su
abuelo dijeron: «Seguro que sí», y seguro que era, y «Ahí está», y ahí estaba: una
casa grande y gris construida a base de troncos, cerrada por una galería cubierta, y
con un segundo piso de madera, y un enorme roble que surgía de la tierra apisonada,
y un gran aro de hierro, la llanta de una carreta, colgado de un árbol con una
cadena que la rama había engullido. Y a la sombra del roble, que era tan grande
como todo el campo de maíz que acababan de ver, una anciana se levantó de una
silla de cocina al doblar ellos lentamente para entrar en la zona de tierra apisonada,
y otra anciana siguió sentada muy quieta en su silla.

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La más joven de las dos era la tía abuela Sadie, quien los reconoció en el
momento en que les vio y se acercó directamente al coche antes de que ellos hubieran
bajado. «Dios bendito», dijo con una voz baja y áspera, y luego puso las manos
sobre el borde del automóvil mientras sus ojos iban de uno a otro. Sus manos eran
largas y delgadas y tan grandes como las de un hombre, con los nudillos hinchados y
agrietados. Tenía los ojos negros, de mirada dura, y una tenue salpicadura morada
en todo el lado izquierdo de la cara. Los miró de una forma tan seca y silenciosa,
uno detrás de otro, que Rufus pensó que debía de estar enfadada con ellos. Luego
empezó a asentir con la cabeza.
—Dios bendito —volvió a decir—. Hola, John Henry —añadió.
—Hola, Sadie —dijo su abuelo.
—Hola, tía Sadie —dijeron su padre y su tía Sadie.
—Hola, Jay —dijo ella mirando severamente a su padre—, hola, Ralph —y miró
del mismo modo a Ralph—. Supongo que tú eres Jess, y tú eres Sadie. Hola, Sadie.
—Ésta es Mary, tía Sadie —dijo su padre—. Mary, ésta es la tía Sadie.
—Me alegro de conocerte —dijo la anciana mirando fijamente a su madre—. Me
imaginaba que debías de ser tú —añadió mientras su madre decía:
—Yo también me alegro mucho de conocerte.
—Éstos son Rufus y Catherine, y los hijos de Ralph, Jim-Wilson y Ettie Lou, y el
hijo de Jessie, Charlie, que se llama así por su padre, y la hija de Sadie, Jessie, que
se llama así por su abuela y su tía Jessie —dijo su padre.
—Dios bendito —dijo la anciana—. Venga, bajad de ahí.
—¿Cómo está la abuela? —preguntó su padre en voz baja sin moverse todavía.
—Todo lo bien que se puede esperar —dijo ella—, pero no os disgustéis si no os
reconoce a ninguno. Puede que os reconozca o puede que no. La mitad de las veces
ni siquiera me reconoce a mí.
Ralph meneó la cabeza y chascó la lengua contra el paladar.
—Pobrecilla —dijo mirando al suelo.
Su padre espiró lentamente hinchando las mejillas.
—Yo de vosotros me acercaría a ella con cuidado —dijo la anciana—. Hace una
eternidad que no ve a tanta gente junta. Lo mismo que yo. Puede que se asuste si os
acercáis todos de golpe armando ruido.
—Claro —dijo su padre.
—Sí —susurró su madre.
Su padre se volvió.
—¿Por qué no va a verla usted primero, padre? —dijo en voz muy baja—. Usted
es el mayor.
—No es a mí a quien quiere ver —dijo el abuelo Follet—. Son los críos los que le
harán más gracia.
—Supongo que es verdad, si es que se da cuenta —dijo la anciana—. Menuda
alegría se llevó cuando supo que había nacido tu hijo —dijo a Jay—. Mary o no

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Mary. Más contenta que unas Pascuas estaba ella. Porque era el primero —le dijo a
Mary.
—Sí, lo sé —dijo Mary—. Hacía la quinta generación.
—¿Recibiste la postal, Jay?
—¿Qué postal?
—No —dijo Mary.
—Ella me dijo lo que tenía que escribir en una de esas postales y que la echara
al correo para los dos, y eso es lo que hice. ¿No la recibisteis?
Jay negó con la cabeza.
—La primera noticia que tengo —dijo.
—Pues yo estoy segura de que la eché al correo. ¡Cómo no voy a acordarme si
tuve que ir hasta Polly para comprarla y volver después para echarla!
—Pues nunca la recibimos —dijo Jay.
—¿A qué calle la enviaste, tía Sadie? —preguntó Mary—. Porque nos mudamos
poco antes de…
—No la mandé a ninguna calle —dijo la anciana—. No sabía que tuviera que
hacerlo con Jay trabajando en Correos.
—Dejé de trabajar en Correos hace mucho tiempo, tía Sadie. Antes de eso.
—Entonces supongo que eso fue lo que pasó. Porque yo la mandé a «Oficina de
Correos, Cristóbal, Zona del Canal, Panamá». Y lo escribí bien claro. C-r-i…
—Oh —dijo Mary.
—Vaya —dijo Jay—. Tía Sadie, creí que lo sabías. Nos fuimos a vivir a Knoxville
unos dos años antes de que naciera Rufus.
Ella le miró con gesto de enfado, levantó las manos lentamente del coche y las
bajó de pronto con tanta brusquedad que Rufus se sobresaltó. Luego asintió varias
veces sin decir nada. Al fin habló fríamente:
—Deberían echarme a pastar con los animales que ya no valen para nada —dijo
—. O tirarme al suelo y pegarme dos tiros en la cabeza.
—Vamos, tía Sadie —dijo Mary suavemente, pero nadie le hizo caso.
Un momento después la anciana continuó solemne mirando fijamente a Jay:
—Lo sabía tan bien como sé mi nombre, pero se me fue de la cabeza.
—Qué pena —dijo Mary compasiva.
—No es pena lo que siento —dijo la anciana—. Es asco.
—No he querido decir…
—¡Aquí! —Se palmeó con fuerza el estómago antes de volver a poner la mano
sobre el coche—. Si yo también empiezo así, ¿quién va a cuidar de ella?
—No es para tanto, tía Sadie —dijo Jay—. A todo el mundo le falla alguna vez la
memoria. A mí me pasa también y no tengo ni la mitad de años que tú. Y deberías ver
a Mary.
—Dios mío —dijo Mary—. Soy una despistada.
La anciana miró brevemente a Mary y volvió a mirar a Jay.

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—No es la primera vez que me pasa —dijo—, ni de lejos. Sólo hace tres días… —
se detuvo—. Pero hablar de sus problemas nunca ha ayudado a nadie —dijo—.
Esperad aquí un momento.
Se volvió y se acercó a la otra mujer, se inclinó hacia su oído y dijo en voz alta
pero sin gritar:
—Abuela, tenemos visita.
Fijaron la vista en los pálidos ojos de la anciana, que todo ese tiempo habían
estado posados en ellos a la leve sombra del ala de su cofia, inmóviles y apenas
parpadeantes; querían ver si ahora cambiaban, pero no cambiaron. Ni siquiera
movió la cabeza ni la boca.
—¿Me oyes, abuela? —La anciana abrió y cerró la boca hundida, pero no como
si hablara—. Son Jay y su mujer y sus hijos. Han venido desde Knoxville para verte
—dijo—, y entonces vieron que las manos de la anciana se deslizaban sobre su
regazo, y su rostro se volvía hacia la otra mujer, y oyeron un tenue chasquido seco,
pero ninguna palabra.
—Ya no puede hablar —dijo Jay, casi en un susurro.
—Oh, no —dijo Mary.
Pero Sadie se volvió hacia ellos, brillantes sus ojos de mirada dura.
—Sabe quiénes sois —dijo en voz baja—. Acercaos.
Y ellos bajaron del coche y subieron, lenta y tímidamente, a la tierra apisonada.
—Le hablaré de los otros dentro de un momento —dijo Sadie.
—No queremos confundirla —explicó Ralph, y todos asintieron.
A Rufus le pareció un largo camino el que recorrieron para acercarse a la
anciana, porque todos se movían tímidamente y con mucho cuidado, casi como si
estuvieran en la iglesia.
—No gritéis —aconsejó tía Sadie—, porque eso le asusta. Sólo tenéis que
hablarle alto y claro, pegados al oído.
—Lo sé —dijo Mary—. Mi madre también está muy sorda.
—Sí —dijo Jay. Y se inclinó para hablarle al oído—. ¿Abuela? —dijo, y luego
retrocedió un poco hasta donde ella pudiera verle mientras su mujer y sus hijos les
observaban, cogidos estos últimos de la mano de su madre. La anciana le miró
directamente a los ojos pero su rostro no cambió; miraba como si contemplara un
puntito situado a gran distancia, con una intensidad total pero también ociosa, como
si lo que veía no fuera en absoluto asunto suyo. Su padre volvió a inclinarse, y la
besó suavemente en la boca, y volvió a apartarse otra vez hasta donde ella pudiera
verle y sonrió un poco, ansiosamente. El rostro de la anciana se recuperó del beso
como la hierba después de ser pisada; sus ojos no se alteraron. Su piel parecía como
de un mármol marrón sobre el cual hubiera corrido el agua hasta dejarlo tan suave y
pulido como el jabón. Su padre volvió a inclinarse para hablarle al oído.
—Soy Jay —dijo—. El hijo de John Henry.
Las manos de la anciana se deslizaron sobre su falda; los huesos y las venas

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negras se destacaban en ellas a través de la piel salpicada de manchas pardas; los
nudillos arrugados formaban pequeñas bolsas; una goma roja protegía su anillo de
boda. Su boca se abrió y se cerró y oyeron un chasquido tenue y seco, pero sus ojos
no cambiaron. Brillaban en la leve sombra, pero con un brillo impersonal, como dos
ojos de cristal perfectamente moldeados.
—Creo que te ha reconocido —dijo Sadie en voz baja.
—No puede hablar, ¿verdad? —dijo Jay, y ahora que no la miraba era como si
hablaran acerca de un tronco seco.
—A veces sí —dijo Sadie—, y a veces no. Tiene tan pocas ocasiones para hacerlo
que supongo que ha perdido la facilidad. Pero creo que te ha reconocido y no sabes
cuánto me alegro.
Su padre miró a su alrededor en la sombra con expresión triste e insegura y
luego le miró a él.
—Ven aquí, Rufus —dijo.
—Ve con él —dijo su madre susurrando por alguna razón y empujándole
suavemente mientras le soltaba la mano.
—Llámala abuela —dijo su padre en voz baja—. Háblale al oído, como haces
con la abuela Lynch, y dile «Abuela, soy Rufus».
Él se acercó a ella tan silenciosamente como si estuviera dormida, y, con la
extraña sensación que le causaba hacerlo solo, se quedó de pie de puntillas a su lado
mirando hacia abajo, hacia la cofia y la oreja de la anciana. Tenía la sien hundida,
como golpeada por un martillo, y tan frágil como el vientre de un pajarito. Sobre su
piel se entrecruzaba una red de innumerables arrugas tan finas como los cortes de
una navaja de afeitar, y, sin embargo, cada corte era suave como una piedra pulida;
su oreja era un colgajo sinuoso adornado con un aro dorado; su olor era tenue pero
penetrante; olía a setas nuevas, y a antiguas especias, y a sudor, como aquella uña
que se le cayó una vez.
—Abuela, soy Rufus —dijo con mucho cuidado, y unos pelos de un blanco
amarillento se agitaron junto al oído de la anciana. Podía sentir el frío que despedía
su mejilla.
—Ponte donde pueda verte —dijo su padre, y él retrocedió, se alzó más todavía
sobre las puntas de los pies y se inclinó hacia ella donde podía verle.
—Soy Rufus —dijo sonriendo, y de pronto los ojos de la anciana se movieron un
poco y miraron directamente a los suyos pero sin cambiar en absoluto de expresión.
No eran más que colores; así, de cerca, a través de un punto en el centro, se veía un
color apagado como el negro azulado del petróleo, y luego un círculo de un azul
pálido, casi blanco, que parecía un cristal roto en miles de trocitos que chispeaban
tenuemente, un cristal roto infinitamente viejo y paciente, y luego un aro de un azul
oscuro, tan fino y nítido que ni una aguja habría podido dibujarlo, y después como
un coágulo amarillo lleno de diminutos garabatos de sangre, y luego una curva
invertida de un bronce rojizo y unas cortas pestañas negras. Una luz difusa

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chispeaba en el azul agrietado del ojo como la ira de un remoto antepasado, y la
tristeza del tiempo habitaba en el centro oleoso, que respiraba azul, perdido, solo y
lejano, más profundo que el más profundo de los pozos. Su padre dijo algo, pero él
no le oyó, y entonces habló de nuevo, tratando de ser paciente, y entonces Rufus le
oyó.
—Dile: «Soy el hijo de Jay». Dile: «Soy el hijo de Jay, Rufus».
Y de nuevo él se inclinó hacia el interior de la vieja y olorosa caverna del oído de
la anciana, y dijo:
—Soy el hijo de Jay, Rufus —y sintió que el rostro de la anciana se volvía hacia
él.
—Ahora dale un beso —dijo su padre, y él salió de la sombra de la cofia de la
anciana, y luego se inclinó hacia delante, y volvió a entrar en la sombra, y besó la
boca de papel, y la boca se abrió, y un aliento frío y dulce que olía a podredumbre y
a especias surgió de ella al mismo tiempo que un gorgoteo seco, y, a través de sus
ropas, sintió que le cogían por los hombros unas manos que eran como cuchillos y
tenedores de hielo. La anciana le atrajo hacia ella y le miró casi airada, tal era la
grave intensidad de su mirada. Pareció chuparse el labio inferior, y sus ojos se
llenaron de luz, y luego, tan bruscamente como si las dos caras diferentes se
hubieran yuxtapuesto sin transición en la película de un cinematógrafo, ya no estaba
seria sino que sonreía tanto que su barbilla y su nariz casi se tocaban y sus ojillos
profundos reían de alegría. Y de nuevo surgió aquel gorgoteo de su boca formando lo
que seguramente eran palabras, pero palabras incomprensibles, y le sujetó por los
hombros con mayor fuerza, y le miró aún más intensa e incrédulamente con sus ojos
risueños apenas visibles, y sonrió y sonrió, e inclinó la cabeza hacia un lado, y
entonces, con un cariño repentino, Rufus volvió a besarla. Y oyó la voz de su madre
que decía: «Jay», casi en un susurro, y a su padre que decía «Déjala» con una voz
baja, rápida y airada, y cuando al fin le liberaron suavemente de las manos de la
anciana y se encontraba ya a cierta distancia, pudo ver que, desde la silla, corría
sobre la tierra un reguero de agua, y su padre y su tía Sadie parecieron tristes, y
enternecidos, y graves, y su madre se esforzó por ocultar que lloraba, y la anciana
siguió allí sentada consciente solamente de que algo se le había arrebatado, pero
recuperó la calma y nadie dijo nada.

Una tarde, a última hora, llegaron el tío Ted y la tía Kate nada menos que desde
Michigan. La tía Kate era pelirroja. El tío Ted llevaba gafas y sabía hacer muecas
divertidas. Le trajeron un libro y lo que más le gustó fue una ilustración en la que se
veía un hombre muy gordo sentado en un cojín con borlas, con una tela enrollada en
la cabeza y en la boca un tubo que parecía una serpiente. La ilustración decía:
En Bombay un hombre había
que estaba fumando un día.

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Una agachadiza entró
y su pipa se llevó,
lo cual mucho le irritó.
Pero en la ilustración no había ninguna agachadiza. Su padre dijo que
probablemente andaría por ahí papando moscas.
No eran realmente tíos, sino que eran como la tía Celia. Sólo amigos. Pero la tía
Kate era una especie de prima. Era la hija de la tía Carrie, y la tía Carrie era la
hermanastra de la abuela. Hermanastros eran los que tenían el mismo padre o la
misma madre, y ellas tenían la misma madre.
Durmieron en el sofá cama nuevo del salón.
A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, todos se levantaron y fueron a
la estación del ferrocarril de la línea Louisville & Nashville. Un hombre vino a
buscarlos en un coche porque no había ningún tranvía que fuera a esa estación.
Llevaban tantas cosas que le encargaron a él de una de las cajas. Se sentaron en la
sala de espera, que estaba llena de gente. Su madre dijo al tío Ted que esa estación le
gustaba más que la del Sur porque había muchos campesinos, y su padre dijo que a
él también le gustaba más. Olía a tabaco de mascar, y a pis, y también a establo.
Algunas mujeres llevaban cofia para protegerse del sol y muchos hombres llevaban
sombreros de paja, pero no de los de ala plana. Una mujer amamantaba a su hijo.
Tuvieron que esperar mucho tiempo; su padre dijo: «Con Mary puedes estar seguro
de que no vas a perder el tren, aunque si te descuidas puedes coger el del día
anterior», y su madre dijo: «Jay», y el tío Ted se rió. Oyó anunciar varios trenes, con
voz sonora y vibrante, al hombre de la estación, quien finalmente comenzó a
nombrar una retahíla de estaciones, y entonces su padre se levantó y dijo: «Ése es el
nuestro», y reunieron todos los bártulos y, tan pronto como el hombre dio el número
del andén, salieron corriendo, lo cual les permitió coger dos asientos y colocarlos de
forma que quedaran enfrentados, y al poco el tren arrancó y ya era completamente
de día. Los mayores iban como adormilados y no hablaban mucho, aunque lo
intentaban, y al cabo de un rato la tía Kate se durmió y apoyó la cabeza en el
hombro de su madre, y los hombres se rieron, y su madre sonrió y dijo: «Dejadla,
pobrecilla». El vendedor de dulces y periódicos recorrió el vagón, y el tío Ted, a
pesar de las protestas de su madre, le compró a él una locomotora de cristal llena de
caramelos de colores alegres y a Catherine un teléfono de cristal con los mismos
caramelos dentro, una cosa que su padre nunca había hecho. Su padre y su tío Ted
pasaron mucho tiempo en el vagón de fumadores para poder fumar y dejarles más
sitio. Empezó a hacer calor y se nubló. Pero al cabo de un largo rato su padre volvió
apresuradamente por el pasillo y le dijo a su madre que mirara por la ventana, y su
madre miró y dijo: «¿Qué pasa?», y él dijo: «No… ahí arriba», y los tres miraron, y
allí, en el cielo, por encima de la colina cubierta de maleza, surgía una elevación
espléndida de un color azul grisáceo que parecía como si pudieras ver la luz a través
de ella, y luego el tren trazó una gran curva y esa elevación de un color azul grisáceo

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se abrió como un abanico y el paisaje se llenó de cumbres subidas las unas sobre las
otras, altas, y tranquilas, y bañadas por una luz sombreada, y su madre exclamó:
«¡Ohhh! ¡Qué maravilla!», y su padre le dijo entonces tímidamente, un poco como si
fueran suyas y se las estuviera regalando: «Ahí las tienes. Ésas son las Smokies», y
sin duda era como si estuvieran envueltas en humo, y, conforme se acercaban, humo
y sombras parecían flotar en torno a ellas aunque sabían que tenían que ser nubes.
Al rato él empezó a distinguir sus formas claramente, grandes bultos cobrizos
hinchados como globos y quebradas imponentes de un azul sombrío que corrían
desde las cumbres de las montañas hasta más abajo de las cimas de las colinas
cercanas, tan profundas que no podías ver el fondo.
—Son como olas enormes, Jay —dijo su madre maravillada.
—Sí —dijo su padre—, ¿te acuerdas?
—Claro que sí —dijo ella—. Es como ver el sol a través de las olas justo antes de
que rompan.
—Si —dijo su padre.
—Kate no puede perderse esto —dijo su madre—. ¡Kate!
Y cogió a Kate por los hombros.
—Chist —dijo su padre frunciendo el ceño—. Déjala en paz.
Pero la tía Kate ya se había despertado, aunque seguía adormilada,
preguntándose qué era lo que pasaba.
—Mira, Kate —dijo su madre—. ¡Ahí! —La tía Kate miró—. ¿Lo ves?
—Sí —dijo la tía Kate.
—Ahí es adonde vamos —dijo su madre.
—Sí —dijo la tía Kate.
—Son magníficas, ¿verdad? —dijo su madre.
—Sí —dijo la tía Kate.
—Me parecen absolutamente impresionantes —dijo su madre.
—A mí también —dijo la tía Kate, y volvió a dormirse.
Su madre puso una de las caras más graciosas que él le había visto nunca
mientras miraba a su padre desconcertada y sorprendida y aguantando la risa. Su
padre se echó a reír en voz alta, pero la tía Kate no se despertó. «Igual que
Catherine», susurró su madre riendo, y todos miraron a la niña, que contemplaba
muy atenta las montañas; y todos se echaron a reír, y Catherine los miró y se dio
cuenta de que se reían de ella, y entonces se sonrojó, lo cual les hizo reír aún más, y
hasta Rufus se rió y sólo dejaron de hacerlo cuando Catherine empezó a hacer
pucheros y su madre dijo: «Por Dios, hija, tienes, tienes que aprender a encajar una
broma».
Pero su padre dijo: «A nadie le gusta que se rían de él», y sentó a Catherine en
sus rodillas, y ella dejó de hacer pucheros y volvió a mirar por la ventana. Ahora
hasta podían ver, diseminados como granos de arroz por las vertientes de las
montañas, árboles de todos los tonos del verde y algunos casi negros, y no mucho

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después subían lentamente dejando atrás las copas de los árboles, que parecían
hechos de plumas, y las altas laderas y las profundas quebradas giraban a su paso
como si bailaran solemne y lentamente a la luz del sol, y entre las nubes, y entre
sombras casi nocturnas, y de vez en cuando veían una cabaña diminuta y un campo
de maíz a lo lejos, en la falda de una montaña, y en dos ocasiones hasta llegaron a
ver una mula aún más diminuta y a un hombre que iba con ella y un hombre les
saludó con la mano; y allá arriba, encima de ellos, a la luz cambiante del sol, las
cumbres de las montañas giraban lentamente y cambiaban de lugar. Y después de un
largo rato su padre dijo que creía que debían empezar a reunir sus bártulos y poco
después bajaron del tren.
Aquella noche, durante la cena, cuando Rufus pidió más queso, el tío Ted dijo:
—Silba y verás como salta de la mesa a tus rodillas.
—¡Ted! —dijo su madre.
Pero a Rufus le encantó. Todavía no sabía silbar muy bien, pero se esforzó por
hacerlo lo mejor posible mientras miraba atentamente el queso; pero éste no saltó de
la mesa a sus rodillas; ni siquiera se movió.
—Prueba otra vez —dijo el tío Ted—. Más fuerte.
—¡Ted! —dijo su madre.
Él trató de silbar y varias veces consiguió hacerlo, pero cuando vio que el queso
ni siquiera se movía empezó a darse cuenta de que el tío Ted y la tía Kate estaban
tratando de aguantar la risa, aunque él no entendía bien qué tenía de gracioso un
queso que ni siquiera se movía si silbabas cuando el tío Ted decía que lo haría y
cuando él estaba silbando de verdad y no solamente intentándolo.
—¿Por qué no salta, papá? —preguntó casi llorando de vergüenza e impaciencia,
y, al oírle, el tío Ted y la tía Kate se echaron a reír a carcajadas, pero su padre no se
rió sino que parecía desconcertado, e irritado, y molesto, y su madre estaba
realmente enfadada y dijo:
—Basta ya, Ted. Me parece una auténtica vergüenza engañar así a un niño al que
se le ha enseñado a confiar en la gente y reírse de él en su propia cara.
—¡Mary! —dijo su padre, y el tío Ted pareció sorprenderse mucho y la tía Kate
pareció preocupada, aunque los dos siguieron riéndose un poco como si no pudieran
parar del todo.
—Vamos, Mary —volvió a decir su padre, pero ella se volvió hacia él y le dijo
indignada:
—No me importa, Jay. Me importa un comino, y si tú no le defiendes, lo haré yo,
te lo prometo.
—Ted no ha querido molestarle —dijo su padre.
—Claro que no, Mary —dijo el tío Ted.
—Claro que no —dijo la tía Kate.
—No ha sido más que una broma —dijo su padre.
—Sólo ha sido eso, Mary —dijo el tío Ted.

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—Quería gastarle una broma —dijeron a la vez su padre y la tía Kate.
—Una broma con muy poca gracia, la verdad —dijo su madre—, traicionar la
confianza de un niño.
—Pero, Mary, tiene que aprender a saber qué creer y qué no —dijo el tío Ted, y la
tía Kate asintió y puso una mano sobre la rodilla de su marido—. Tiene que aprender
a tener sentido común.
—Sentido común tiene de sobra —estalló su madre—. Es un niño muy listo, para
que lo sepas. Pero le hemos enseñado a creer a los mayores cuando le dicen algo, no
a desconfiar de todos. Y él te ha creído. Porque le caes bien, Ted. ¿No te da
vergüenza?
—Vamos, Mary. Déjalo ya —dijo su padre.
—Pero Mary, ¿quién iba a pensar que alguien podía creerse lo que he dicho del
queso? —dijo el tío Ted.
—Pues tú esperabas que él te creyese —dijo ella furiosa—. Si no, ¿por qué se lo
has dicho?
El tío Ted pareció desconcertado, y su padre, tratando de tomarlo a risa, dijo:
—Te ha pillado, Ted.
Y el tío Ted sonrió incómodo y dijo:
—Supongo que sí.
—Pues claro —estalló su madre, aunque su padre la miró con el ceño fruncido y
le dijo: «¡Chist!».

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TERCERA PARTE

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Capítulo 14
Cuando se despertó, era de día y los gorriones armaban una gran bulla, y lo
primero que sintió fue decepción porque se le había hecho tarde, aunque todavía no
sabía para qué. Pero había algo en su mente que le hacía sentirse impaciente y feliz
como si fuera la mañana de Navidad, y al segundo de despertarse recordó lo que era,
e, incorporándose y con los pulmones henchidos de ilusión y de orgullo, metió la
mano entre el papel de seda crujiente y, con un leve ruido, sacó la gorra. Había luz de
sobra para ver bien los colores; la hizo girar con rapidez, le dio la vuelta y olió la tela
nueva y la tira nueva de cuero. Se la puso, se bajó la visera con un fuerte tirón, echó a
correr por el pasillo gritando «¡Papá! ¡Papá!», y, por la puerta abierta, irrumpió en el
dormitorio; luego se detuvo en seco consternado porque su padre no estaba allí. Pero
sí estaba su madre, acostada y apoyada en dos almohadones como si estuviera
enferma. Parecía indispuesta, o muy cansada, y le miraba como si tuviera miedo de
él. Tenía la cara llena de unas pequeñas arrugas que no había visto hasta entonces;
eran tan finas como las delgadas líneas que habían quedado, después de que la
pegaran, en su mejor taza de té. Ella le tendió los brazos e hizo un ruido raro y
amable.
—¿Dónde está papá? —gritó él imperiosamente haciendo caso omiso de sus
brazos.
—Papá… no está aquí aún —dijo ella como con un rescoldo de voz y sus brazos
cayeron a lo largo de la sábana.
—Entonces, ¿dónde está? —preguntó él furioso y decepcionado, pero ella
interrumpió sus palabras con las suyas:
—Ve a despertar a la pequeña Catherine y tráela aquí —dijo con una voz que le
dejó desconcertado—. Tengo que deciros algo a los dos juntos.
Sus ojos, como flechas, miraban en todas direcciones buscando pistas de su padre.
¿Ropas? ¿El reloj? ¿El tabaco? ¿La camisa de dormir?
—Ahora mismo —dijo ella con voz de desesperación.
Sorprendido por la misteriosa reprimenda y sintiendo una molestia en el estómago
porque su madre había dicho «la pequeña Catherine», salió apresuradamente de la
habitación y casi tropezó con su tía Hannah. Tenía los labios firmemente apretados
bajo sus gafas relucientes mientras caminaba encorvada, mirando fijamente hacia
delante con sus ojos miopes.
—Hola, tía Hannah —exclamó él asombrado mientras se hacía a un lado a toda
prisa y se alejaba; la vio entrar en el dormitorio, con el cabello peinado en dos trenzas
muy finas que destacaban sobre su delgado cuello; se acercó a toda prisa a la cuna de
Catherine.
—¡Despierta, Catherine! —gritó—. ¡Mamá dice que te despiertes! ¡Ahora
mismo!
—Déjame —chilló ella, enfurecida su cara redonda y colorada.

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—¡Lo ha dicho mamá, lo ha dicho mamá, despiértate!
Y poco después volvía apresuradamente precediéndola y gritando
entrecortadamente «Ya viene», mientras ella le seguía, medio dormida, gimoteando y
haciendo un mohín con el labio inferior.
—¡Quítate esa gorra! —le espetó tía Hannah con una severidad aterradora, y por
muy poco consiguió él cogerla antes de que ella se la arrebatara. Aquella inexplicable
traición le dejó horrorizado, y el gesto duro de la boca de su tía, mientras ella se
enfrentaba a su propia sorpresa y a su arrepentimiento, le pareció a Rufus aún más
ominoso.
—Hannah, no, déjale —dijo su madre con esa voz extraña—. Él estaba deseando
que Jay la viera —y mientras su madre hablaba, le sorprendió de nuevo que su tía,
susurrando algo inaudible, le tocara suavemente la mejilla. Y ahora, como antes, su
madre les tendía las manos y los brazos con gesto afectuoso.
—Acercaos, niños —dijo.
La tía Hannah salió silenciosamente de la habitación.
—Acercaos —y los tocó a los dos—. Quiero hablaros de papá. —Pero al decir
esa palabra su voz vaciló, y toda su boca, que parecía tan seca, tembló como tiemblan
las cenizas de un papel quemado en una corriente de aire—. ¿Me oyes, Catherine? —
preguntó cuando recobró la voz. Catherine la miraba atentamente como a través de
una densa niebla—. ¿Estás bien despierta, tesoro? —Y a causa de su voz, y como
muestra de comprensión y para protegerla, los dos se acercaron mucho más a ella, y
la madre les abrazó, y percibieron su aliento, que olía un poco a chucrut pero mucho
más a ratón seco. Y ahora aún más líneas como las de la porcelana rajada se
ramificaron por toda su cara.
—Papá —dijo—, vuestro padre, hijos míos —y esta vez logró controlar más
rápidamente su boca y una sola lágrima brotó de su ojo izquierdo y se deslizó a lo
largo de las líneas sinuosas—. Papá no ha venido a casa. Y no vendrá nunca más.
Está… está en el cielo y ya no volverá. ¿Me oyes, Catherine? ¿Estás despierta? —
Catherine miraba a su madre—. ¿Tú lo entiendes, Rufus?
Él miró a su madre.
—¿Por qué no? —preguntó.
Ella le miró con una atención y una desesperación extraordinarias y dijo:
—Porque Dios quería tenerlo con Él.
Los dos siguieron mirándola severamente y ella continuó:
—Papá venía hacia casa anoche… y… y se hizo daño… así que Dios le permitió
que se durmiera y le llevó directamente con Él al cielo —hundió los dedos en el
cabello esponjoso de Catherine y les miró con intensidad, primero al uno y luego a la
otra—. ¿Lo entendéis, niños? ¿Lo comprendéis?
Los dos la miraron fijamente; ahora Catherine estaba totalmente despierta.
—¿Papá se ha muerto? —preguntó Rufus.
Su madre le dirigió una mirada tan sorprendida como si la hubiera abofeteado, y

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de nuevo su boca y luego su rostro entero comenzaron a moverse, esta vez de forma
incontrolable, y no habló sino que asintió solamente una vez, y luego otra, y luego
varias veces más, rápidamente, mientras un débil sí gimiente surgía de ella como en
un estornudo; luego, apretando a los dos bruscamente contra su pecho, hundió la
barbilla entre sus dos coronillas, y ellos, aunque no lloraba, sintieron todo su cuerpo
como sacudido por el viento. Catherine empezó a gimotear quedamente porque todo
aquello le parecía muy serio y muy triste. Rufus escuchó la respiración entrecortada
de su madre y miró de soslayo, más allá de su hombro blanco, la sábana arrugada y
un lugar especialmente gastado de la alfombra con dibujo de rosas, y luego una cosa
extraña que estaba en la mesilla de noche y que nunca había visto hasta entonces: una
maraña de cuentas marrones y una pequeña cruz. A través de la respiración de su
madre comenzó a oír de nuevo los gorriones pendencieros; se dijo muerto, muerto,
pero solamente podía ver y oír; un tranvía elevó y acalló su lúgubre gemido de hierro;
se dio cuenta de que su gorra estaba torcida y aplastada contra el cuerpo de su madre
y pensó que debía quitársela, pero supo que en ese momento no debía moverse y
comprendió por qué tía Hannah se había enfadado tanto con él. Ya ni siquiera oía el
rumor del tranvía y se había calmado la respiración de su madre, quien con una mano
sostenía a Catherine aún más apretada contra ella mientras la niña gimoteaba un poco
más tranquila; con la otra, apartó a Rufus suavemente para poder mirarle a los ojos; le
quitó la gorra con ternura, la dejó a su lado y le retiró el pelo de la frente.
—Ninguno de los dos lo entenderéis del todo hasta que pase algún tiempo —dijo
—. Es… muy difícil de comprender. Pero lo entenderéis —añadió (yo sí lo entiendo,
pensó; está muerto, eso es todo), y repitió como en sueños, como para sí misma,
aunque continuaba mirándoles a los ojos—: Lo entenderéis. —Luego calló, una
especie de energía se intensificó en sus ojos y dijo—: Cuando queráis saber más
sobre esto (y su mirada se hizo aún más intensa), sólo tenéis que preguntarme y yo os
lo diré porque deberíais saberlo.
¿Cómo se hizo daño?, quiso preguntar Rufus, pero por la mirada de su madre
supo que ella no quería decir en absoluto lo que estaba diciendo, al menos ahora, en
ese momento, y que, por lo tanto, no debía preguntar; y ahora tampoco quiso hacerlo
porque él también tenía miedo. Asintió para dar a entender que comprendía.
—Sólo tenéis que preguntar —volvió a decir su madre, y él asintió de nuevo; una
excitación fría, extraña, surgió en su interior y, con la repentina intuición de que sería
recibido con afecto y agradecimiento, le dio un beso.
—Que Dios te bendiga —gimió ella, y le apretó amorosamente contra su pecho
—. ¡Que Dios os bendiga a los dos! —Aflojó la presión de sus brazos—. Y ahora sé
bueno —dijo casi con su voz normal mientras le sonaba la nariz a Catherine—. Viste
a Catherine, ¿podrás hacerlo? —Él asintió orgulloso—. Y tú lávate y vístete. Para
cuando acabes, tía Hannah tendrá preparado el desayuno.
—¿No vas a levantarte, mamá? —preguntó él, muy impresionado por haber sido
designado para desempeñar la tarea de vestir a su hermana.

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—Aún tardaré un rato —dijo ella, y por la forma en que lo dijo supo que deseaba
que salieran enseguida de la habitación.
—Vamos, Catherine —dijo, y descubrió con sorpresa que había cogido a su
hermana de la mano. Catherine levantó la vista, le miró, igualmente sorprendida, y
negó con la cabeza.
—Ve con Rufus, cariño —dijo su madre—, va a ayudarte a vestirte. Y desayuna.
Mamá irá a veros pronto.
Y Catherine, intuyendo que debía tratar de portarse muy bien por alguna razón
que tenía que ver con su padre, que no estaba donde debía estar, pero también con su
madre, se fue con él sin más protestas. Mientras salían de la habitación, Rufus vio
que su madre había cogido la sarta de cuentas y la cruz de la mesilla (parecían un
collar normal), y que las cuentas pasaban entre sus dedos, y se enroscaban en sus
manos, y se deslizaban sobre ellas y sobre su muñeca mientras ella contemplaba tan
fijamente la cruz, que ahora mantenía alzada, que no advirtió que él la había visto. Se
enfadaría mucho si lo supiera, se dijo seguro de ello.
Antes de hacer nada con respecto a Catherine, volvió a envolver su gorra con el
papel de seda. Luego cogió la ropa de su hermana.
—Quítate el camisón —le dijo—. Estás empapada —añadió tratando de imitar a
su madre lo más posible.
—Tú también estás empapado —replicó ella.
—No, yo no —dijo él—. Esta noche, no.
Descubrió que, hasta cierto punto, ella podía vestirse sola, porque se puso las
braguitas y casi llegó a acertar con la camiseta, sólo que la parte de atrás se la había
puesto delante.
—No importa —le dijo, esforzándose lo más posible por hablar como su madre
—, lo haces muy bien. Sólo está un poquito torcida —y se la puso bien.
Abrochó las braguitas a la camiseta. Resultaba mucho menos fácil, descubrió, que
abrocharse su propia ropa.
—Estate quieta —le dijo, porque decirlo le parecía parte de su tarea.
—Estoy quieta —replicó Catherine con tal firmeza que él no volvió a hablar.
Eso fue todo lo que dijeron antes de bajar a desayunar.

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Capítulo 15
A Catherine no le gustó que su hermano le abrochara y le mangoneara, y el
desayuno tampoco pareció un desayuno. La tía Hannah no decía nada, ni tampoco
Rufus, ni ella, e intuyó que aunque quisiera decir algo era mejor no hacerlo. Todo era
raro, porque había un gran silencio y parecía que estaba oscuro. Tía Hannah cortó el
plátano para los cereales en rodajas tan finas que parecía frío y húmedo y viscoso.
Les puso a los dos un poco de café en la leche, añadiendo a la de Rufus un poco más
que a la suya. No les decía «Comed», ni «Desayuna, Catherine», ni «No
remolonees», como hacía su madre; no les decía nada. Catherine no tenía hambre,
pero sí sentía algo de curiosidad acerca de por qué las cosas sabían de una forma tan
distinta, y comía despacio, probando cada bocado. Todo estaba tan silencioso que se
sintió intranquila y triste. Cuando un tenedor o una cuchara tocaba un plato, se
producía un leve ruido; el único que se oía, aparte de ése, era el de la tostada que tía
Hannah masticaba lentamente y el que hacía al beber, sorbo a sorbo, el café humeante
con el que regaba cada bocado de pan seco. Cuando Catherine trató de hacer un ruido
semejante al beber a sorbos la leche, tía Hannah la miró severamente como
preguntándose si estaría burlándose de ella, pero no dijo nada. Catherine no trataba de
burlarse, pero intuyó que era mejor no volver a hacer ese ruido. Los huevos fritos
apenas tenían pimienta y estaban tan poco hechos que la yema corría sobre la clara y
sobre el plato blanco, y tenían un aspecto tan desagradable que no le apeteció
comerse el suyo, pero se lo comió porque no quería que se lo ordenaran y porque
creía que seguía habiendo un motivo especial por el que debía portarse bien. Estaba
muy inquieta, pero no había otra cosa que hacer más que comer, así que tuvo buen
cuidado de sostener firmemente el vaso, y no llenar demasiado la cuchara, y no
derramar casi nada, y cuando se dio cuenta de lo poco que estaba derramando se
sintió como una niña mayor, aunque no por eso disminuyó su inquietud, porque sabía
que pasaba algo. No le interesaba tanto comer como saber qué estaba ocurriendo, y,
mientras miraba su plato, escuchaba atentamente cada ruido, y también el silencio,
que era mucho más intenso que los ruidos y significaba que pasaba algo malo. Lo que
pasaba era que él no estaba allí. Su madre tampoco, pero ella estaba arriba. Él ni
siquiera estaba arriba. Iba a volver a casa anoche, pero no había vuelto ni tampoco
volvería ahora, y su madre se sentía tan mal que lloraba, y la tía Hannah no decía
nada, sólo hacía esos ruidos con la tostada y sorbía ruidosamente el café tragándolo,
grrmmp, y así una y otra vez, y cada vez que hacía ese ruido con la tostada casi daba
miedo, porque era como si estuviera hablando de una cosa horrible, y cada vez que
sorbía el café era como si llorara, o como cuando la abuela aspiraba el aire entre los
dientes cuando se hacía daño, y cada vez que tragaba, grrmmp, significaba que todo
había terminado y que no había nada que hacer, o que decir, o incluso que preguntar,
y entonces mordía la tostada con ese ruido tan fuerte y que daba tanta grima como
cuando te rechinaban los dientes, y todo volvía a empezar otra vez. Su madre había

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dicho que él ya nunca volvería a casa. Eso era lo que había dicho, ¿pero por qué no
estaba en casa desayunando en este momento? Porque cuando él no estaba con ellos
desayunar no era nada divertido y todo era muy raro. Quizá dentro de un minuto él
entraría, y le sonreiría, y diría: «Buenos días, mi sol», porque ella estaba haciendo ese
mohín con el labio inferior, y hasta se inclinaría y le rozaría la mejilla con la suya sin
afeitar, y luego se sentaría, y se tomaría un buen desayuno, y todo sería divertido otra
vez, y ella miraría por la ventana cuando él se fuera a trabajar, y justo antes de
desaparecer de su vista él se volvería y ella le diría adiós con la mano, pero ¿por qué
no estaba aquí ahora donde ella quería que estuviera y por qué no había venido a
casa? Nunca más. No volverá a casa nunca más. No volverá nunca a casa. Aunque sí
que volverá, porque ésta es su casa. ¿Pero por qué no está aquí? Ha ido a ver al
abuelo Follet. El abuelo Follet está muy enfermo. Mamá no estaba tan triste entonces,
pero ahora sí. ¿Por qué no había vuelto a casa si ella dijo que volvería? Se había ido
al cielo, y ahora Catherine recordó lo que era el cielo, ese sitio donde vivía Dios, allá
arriba en el firmamento. ¿Por qué se habría ido? Dios se lo había llevado allí. ¿Pero
por qué había ido allí en vez de venir a casa como había dicho mamá? Anoche mamá
dijo que volvería a casa. Que podíamos esperarle levantados un poco más, y cuando
él no vino y tuvimos que irnos a la cama ella nos prometió que vendría si nos íbamos
a dormir, y que estaría aquí a la hora de desayunar, y ahora es la hora de desayunar y
ella dice que no volverá a casa nunca más. La tía Hannah dobló su servilleta, y la
dobló más, y más aún, y apretó un extremo de ella contra su boca, y la dejó junto al
plato, donde se fue desdoblando lentamente, y, mientras, miró a Rufus, y luego a
Catherine, y luego de nuevo a Rufus y dijo con calma:
—Creo que deberíais saber algo acerca de vuestro padre. Lo que yo pueda
deciros. Porque vuestra madre no se encuentra bien.
Ahora sabré cuándo va a venir, pensó Catherine.
Durante el desayuno, Rufus había deseado hacer preguntas, pero ahora se sentía
tan tímido e intranquilo que apenas podía hablar.
—¿Quién le hizo daño? —preguntó finalmente.
—Nadie le hizo daño —dijo ella sorprendida—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir
una cosa así?
Es lo que ha dicho mamá, pensó Catherine.
—Mamá ha dicho que tenía tanto daño que Dios le durmió —dijo Rufus.
Como los gatitos, pensó Catherine; vio confusamente a un viejo gigantesco
vestido de blanco que cogía la figura diminuta de su padre por el cuello y lo metía en
un recipiente enorme lleno de agua sucia y luego se sentaba sobre la tapadera, y oyó
los débiles arañazos y los maullidos ahogados.
—Es cierto, pero nadie le hizo nada —decía tía Hannah. Cómo era posible eso, se
preguntó Catherine—. Venía a casa en el coche solo. Eso es todo. Venía solo en el
coche a casa y tuvo un accidente.
Rufus notó que le ardía la cara y miró a su hermana con un gesto de advertencia.

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Sabía que eso no podía haberle ocurrido a su padre, un hombre adulto; además Dios
no te dormía por eso, y, en cualquier caso, no dolía. Pero Catherine podía creérselo.
Y, efectivamente, ella miraba a su tía con asombro e incredulidad preguntándose
cómo podía decir una cosa así acerca de su padre. A él no podía ocurrirle eso, idiota,
quiso decirle Rufus, pero su tía Hannah continuó:
—Un accidente fatal —y por la voz con que dijo la extraña palabra «fatal»
supieron que se refería a algo muy malo—. Eso quiere decir, como os ha dicho
vuestra madre, que se había hecho tanto daño que Dios le durmió para siempre.
Como los conejitos, recordó Rufus, todos ellos piel blanca desgarrada y tripas
rojas. No podía imaginarse a su padre así. Pobrecitos. Recordó la voz de su madre
mientras le consolaba en su llanto, pobrecitos, se habían hecho tanto daño que Dios
les había permitido dormir para siempre.
Si le había ocurrido en el coche, pensó Catherine, no podía estar en aquel gran
recipiente lleno de agua sucia.
Nunca habrían podido volver a ser felices, había dicho su madre, si Dios no les
hubiera dormido. Nunca habrían podido curarse.
Hannah se preguntó si podrían comprenderlo y si debería tratar de explicárselo.
Lo dudaba. Profundamente insegura, lo intentó de nuevo.
—Anoche venía a casa en el coche —dijo—, hacia las nueve, y, al parecer, algo
no funcionaba bien en el mecanismo de la dir… del volante con que se conduce el
coche. Pero vuestro padre no lo sabía. Porque no podía saberlo hasta que pasara algo,
y entonces ya fue demasiado tarde. Una de las ruedas chocó con una piedra en la
carretera y el volante giró de pronto y cuando… —Hizo una pausa y continuó más
bajo y más despacio—: Veréis, cuando vuestro padre intentó que el coche fuera por
donde tenía que ir, que no se saliera de la carretera, vio que no podía hacerlo, que no
controlaba el coche. Porque pasaba algo con la dirección. Así que, en lugar de hacer
lo que él quería que hiciera, el coche torció hacia un lado por culpa de la piedra, se
salió de la carretera y cayó en una cuneta muy profunda. —Hizo otra pausa—. ¿Lo
entendéis?
Ellos siguieron mirándola.
—Vuestro padre salió despedido del coche —dijo—. Luego el coche siguió
adelante sin él y subió el otro lado de la cuneta. Subió un talud de dos metros y medio
y luego cayó hacia atrás, volcó y aterrizó justo a su lado. Están casi seguros de que
murió incluso antes de salir despedido del coche. Porque la única marca que hay en
todo su cuerpo —y en ese momento comenzaron a oír en su voz una intensidad y un
resentimiento inquietantes— estaba… justo aquí. —Apretó con la yema del dedo
índice la punta de su barbilla y les miró casi como si estuviera acusándoles.
Ellos no dijeron nada.
Supongo que tengo que acabar, pensó Hannah, ya que he llegado hasta aquí.
—Están bastante seguros de cómo ocurrió —dijo—. El coche pegó una sacudida
tan terrible —gesticuló tan violentamente que los dos niños saltaron, asustándola; a

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partir de ese momento ilustró sus palabras con mayor suavidad— que vuestro padre
fue lanzado hacia delante, se golpeó la barbilla, muy fuerte, con el volante, y desde
ese mismo instante ya no se dio cuenta de nada.
Miró a Rufus, luego a Catherine y de nuevo a Rufus.
—¿Lo entendéis?
Ellos la miraban.
Al cabo de un momento dijo Catherine:
—Se hizo daño en la barbilla.
—Sí, Catherine. Eso es —contestó—. Creen que murió instantáneamente, sólo
por ese golpe, porque se dio justamente donde se dio. Porque si te das un golpe muy
fuerte justo en ese sitio, te sacude la cabeza, el cerebro, tan fuerte que a veces la gente
muere en ese mismo instante. —Aspiró profundamente y luego expulsó el aire con un
suspiro lento y tembloroso—. Conmoción cerebral, se llama —dijo cuidando de
pronunciarlo de la forma más clara posible, y luego inclinó la cabeza un momento y
vieron cómo se hacía con el pulgar una pequeña señal de la cruz sobre el pecho.
Ella levantó la vista.
—¿Lo entendéis, niños? —preguntó con gesto serio—. Sé que es muy difícil de
entender. Decidme, por favor, si hay algo que queráis saber y haré todo lo posible por
expli… por decíroslo mejor.
Rufus y Catherine se miraron el uno a la otra y apartaron la vista. Al rato dijo
Rufus:
—¿Le dolió mucho?
—No pudo sentir nada. Gracias a Dios. (¿O no fue así?, se preguntó). El médico
está seguro de eso.
Catherine se preguntó si podría hacer una pregunta. Decidió que era mejor no
hacerla.
—¿Qué es un alud de dos metros y medio? —preguntó Rufus.
—Ta-lud —contestó ella—. Es una pendiente. Como una cuesta empinada de dos
metros y medio. Más o menos la altura de este techo.
Él y Catherine vieron cómo subía el coche y cómo caía luego rodando para ir a
descansar junto a su padre. Calud, pensó Catherine; talud, se dijo Rufus.
—¿Qué quiere decir instantáneamente?
—Instantáneamente… quiere decir… así —chasqueó Hannah los dedos haciendo
más ruido del que pensaba; Catherine se sobresaltó y siguió mirando los dedos—.
Como cuando apagas la luz. —Rufus asintió—. Así que podéis estar seguros, los dos,
de que no sufrió ni un segundo. Ni un segundo.
—¿Cuándo…? —comenzó a decir Catherine.
—¿Qué es…? —empezó a decir Rufus en ese mismo instante; se miraron
indignados.
—¿Qué decías, Catherine?
—¿Cuándo volverá papá a casa?

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—¡Pero bueno, Catherine…! —comenzó a decir Rufus.
—¡Cállate la boca! —dijo ferozmente la tía Hannah, y él entonces escuchó,
asustado y avergonzado de sí mismo.
—Catherine, no puede volver a casa —dijo su tía cariñosamente—. Eso es lo que
significa todo esto, hijita. —Puso una mano sobre la mano de la niña y Rufus vio que
le temblaba la barbilla—. Ha muerto, Catherine —dijo ella—. Eso es lo que quiere
decir vuestra madre. Dios le durmió y se lo llevó, se llevó su alma con él. Así que no
puede volver a casa… —Se detuvo y comenzó de nuevo—. Le veremos una vez más
—dijo—, mañana o pasado mañana; os lo prometo —dijo, deseando no equivocarse
al interpretar la voluntad de Mary—. Pero entonces estará dormido. Y después ya no
volveremos a verle en este mundo. No volveremos a verle hasta que Dios nos lleve a
nosotros también. ¿Entiendes, criatura? —Catherine la miraba muy seria—. Claro
que no. Que Dios te bendiga. —Le apretó la mano—. No hagas demasiados esfuerzos
por entenderlo, hijita. Sólo trata de aceptarlo. Él vendría si pudiera, pero no puede
hacerlo porque Dios quiere que esté con Él. Eso es todo.
Mantuvo su mano sobre la de Catherine un ratito más, mientras Rufus entendía
ahora con mucha más claridad que realmente no podía volver a casa y que nunca lo
haría: a causa de Dios.
—Lo haría si pudiera pero no puede —dijo finalmente Catherine recordando una
frase que solía decir en broma su madre.
Hannah, que también conocía esa frase jocosa, se sorprendió, pero al momento se
dio cuenta de que la niña lo decía en serio.
—Eso es —dijo aliviada.
De todos modos, vendrá una vez más, pensó Rufus deseando que llegara ese
momento. Aunque esté dormido.
—¿Qué querías preguntar tú, Rufus? —oyó que decía su tía.
Trató de recordarlo y lo recordó:
—¿Qué significa con… conco… ción?
—Conmoción, Rufus. Conmoción cerebral. Ése es el nombre que dan los médicos
a lo que ocurrió. Significa…, es como si de repente el cerebro recibiera de pronto un
golpe muy fuerte que lo sacudiera. En el momento en que ocurrió, vuestro padre…
—Murió instantáneamente.
Ella asintió.
—Entonces fue eso lo que le durmió para siempre. —Sí.
—No Dios.
Catherine le miró desconcertada.

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Capítulo 16
Después del desayuno entró perezosamente en la sala y miró a su alrededor, pero
no vio ningún sitio donde le apeteciera sentarse. Se sentía vacío e indolente, y, al
mismo tiempo, embargado por una excitación solemne, como si fuera la mañana de
su cumpleaños, sólo que éste parecía ser aún más especialmente su día. No había
nada en él fuera de lo normal, pero estaba henchido de una especie de energía
silenciosa e invisible. Recordó la cara de su madre mientras les hablaba, y oyó su voz
una y otra vez, y, mientras miraba a su alrededor en la sala y hacia la calle por la
ventana, las palabras se repitieron una y otra vez. Ha muerto. Murió anoche mientras
yo dormía y ahora ya es por la mañana. Está muerto desde anoche y yo no lo he
sabido hasta que me he despertado. Ha estado muerto toda la noche mientras yo
dormía, y ahora es por la mañana y yo estoy despierto, pero él sigue muerto y seguirá
muerto toda la tarde, y toda la noche, y todo mañana, y mientras yo vuelva a dormir
otra vez y vuelva a despertarme otra vez y vuelva a dormir otra vez, y nunca más
podrá volver a casa, pero le veré una vez más antes de que se lo lleven. Ahora está
muerto. Murió anoche mientras yo dormía y ya es por la mañana.
Pasó un niño con los libros sujetos por una correa de cuero.
Pasaron dos niñas con sus carteras.
Fue al perchero, cogió su cartera y su sombrero y echó a andar por el pasillo hacia
la cocina para recoger su almuerzo; entonces recordó su gorra nueva. Pero estaba
arriba. Estaba en el cuarto de papá y mamá; recordaba cuándo se la había quitado. No
quiso ir a recogerla donde estaba acostada su madre y de pronto se dio cuenta de que
tampoco quería ponérsela. Le habría gustado despedirse de su madre antes de ir al
colegio, pero no quería entrar y verla acostada con ese aspecto que tenía. Siguió
andando hacia la cocina. En lugar de eso se despediría de su tía Hannah.
Estaba en la pila fregando platos mientras Catherine, sentada en una silla, la
observaba. Miró a su alrededor, pero no vio el almuerzo. Seguro que no sabe nada de
eso, reflexionó. Al parecer ella no se había dado cuenta de que estaba allí, así que, al
cabo de un momento, dijo:
—Adiós.
—¿Cómo has dicho? —dijo ella volviendo la cabeza inclinada y mirándole con
sus ojos miopes—. ¡Pero Rufus! —exclamó en un tono que le hizo preguntarse qué
habría hecho—. Hoy no vas a ir al colegio —dijo, y entonces se dio cuenta de que no
estaba enfadada con él.
—¿Puedo faltar?
—Pues claro que sí. Tienes que hacerlo. Hoy y mañana y… durante el tiempo que
sea necesario. Unos cuantos días. Ahora cuelga tus cosas y quédate en casa, criatura.
Él la miró y se dijo: pero entonces no podrán verme. Pero sabía que era inútil
suplicarle; ella ya estaba de nuevo ocupada con los platos.
Volvió por el pasillo hacia el perchero. En un primer momento sólo le había

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sorprendido y alegrado no tener que ir al colegio, y aún seguía experimentando parte
de esa sensación de privilegio, pero casi al instante se sintió también decepcionado.
Podía imaginar, vívidamente, cómo le habrían mirado todos al entrar él en la clase, y
cómo el maestro habría dicho algo agradable acerca de su padre y acerca de él, y
sabía que ese día todos le habrían tratado bien y hasta le habrían mirado con respeto,
porque hoy le había ocurrido algo que no había ocurrido a ningún otro niño del
colegio, a ningún otro niño de la ciudad. Hasta puede que hubieran compartido su
almuerzo con él.
Se sintió aún más profundamente vacío e indolente que antes.
Dejó la cartera en la repisa del perchero pero no se quitó el sombrero. Me dará un
azote, pensó. Aún peor, podía anticipar el particular enfado chispeante de su tía. No
dejaré que se entere, se dijo. Con mucho cuidado de no hacer ruido, salió por la
puerta principal.

El aire era fresco y gris, y aquí y allá, a lo largo de la calle, la luz, informe y
acuosa, se perdía y desaparecía. Ahora que le envolvía el aire del exterior aún se
sentía más apático y poderoso; estaba solo y una energía silenciosa e invisible se
percibía en todas partes. Se quedó de pie en el porche y dio por sentado que todos los
que veía pasar se hallaban al corriente de tan célebre acontecimiento. Un hombre
caminaba a buen paso por la calle y, mientras le miraba esperando que sus miradas se
encontraran, Rufus sintió que una gran calma, mezcla de orgullo y timidez, surgía en
su interior, y sintió que en su rostro se dibujaba una sonrisa que luego se hizo
incontrolable y supo que debía intentar reprimirla; pero el hombre pasó sin mirarle, al
igual que el siguiente, que iba en la otra dirección. Pasaron dos colegiales cuyas caras
conocía, por lo que supo que ellos también debían conocer la suya, pero no dieron
muestras de haberle visto. Arthur y Alvin Tripp bajaron los escalones de su casa y
siguieron por la acera opuesta, y él ahora, seguro, bajó los escalones de la entrada en
dirección a la acera, pero a medio camino se detuvo, porque, aunque los dos le
miraban a los ojos desde la acera de enfrente y él les miraba igualmente, no cruzaron
la calle para encontrarse con él, o, al menos, para saludarle, sino que siguieron
adelante mirándole a los ojos con una especie de curiosidad tímida hasta volver la
cabeza casi por completo mientras él se volvía muy despacio mirando cómo pasaban,
aunque cuando se dio cuenta de que no iban a hablar con él tuvo buen cuidado de no
dirigirse a ellos.
¿Qué les pasa?, se preguntó sin dejar de mirarles; aun ahora, calle abajo, Arthur
seguía volviendo la cabeza mientras Alvin retrocedía unos pasos.
¿Por qué están enfadados?
Ahora ya no se volvían y él les vio desaparecer cuesta abajo.
Quizá no lo sepan, se dijo. Quizá los otros no lo sepan tampoco.
Llegó a la acera.

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Quizá lo sabían todos. O quizá él sabía algo muy importante que nadie más
conocía. Las alternativas no estaban muy claras en su mente; se sentía perplejo pero
no menos orgulloso y expectante que antes. Mi papá ha muerto, se dijo lentamente, y
luego, tímidamente, repitió en voz alta: «Mi papá ha muerto». Nadie pareció haberle
oído; no se lo había dicho a nadie en concreto. «Mi papá ha muerto», volvió a decir,
sobre todo para oírse a sí mismo. Sonaba contundente, firme y digno de
consideración, y supo que, si fuera necesario, se lo diría a la gente. Vio a un hombre
corpulento que se aproximaba lentamente y esperó a que le mirara y reparara en su
presencia, pero, justo cuando el hombre se encontró delante de él sin dar muestras de
haberle visto siquiera, le dijo: «Mi papá ha muerto», pero el hombre pareció no oírle
y siguió adelante balanceándose. Tuvo buen cuidado de decírselo antes al próximo
viandante y el hombre puso una cara como si estuviera esquivando un golpe, siguió
su camino y volvió la cabeza un poco más adelante con gesto preocupado; unos pasos
más allá se volvió y regresó lentamente.
—¿Qué es lo que has dicho, hijo? —preguntó con el ceño ligeramente fruncido.
—Mi papá ha muerto —dijo Rufus expectante.
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres decir?
—Murió anoche mientras yo dormía y ya no podrá volver a casa nunca más.
El hombre le miró como si le doliera algo.
—¿Dónde vives, hijo?
—Ahí —le indicó la casa con los ojos.
—¿Sabe tu familia que andas deambulando por aquí?
Sintió que se le vaciaba el estómago. Le miró directamente a los ojos y asintió
muy deprisa con la cabeza.
El hombre le miraba y Rufus cayó en la cuenta: no me cree. ¿Cómo es que
siempre lo saben todo?
—Más vale que vuelvas a casa, hijo —dijo—. No les gustará que estés aquí en la
calle.
Siguió mirándole con severidad.
Rufus le miró a los ojos con reproche y temor y se volvió hacia el camino que
llevaba a la puerta de su casa. El hombre seguía allí de pie. Rufus subió lentamente
los escalones y se volvió. El hombre siguió su camino, pero en el momento en que
Rufus se volvió, él lo hizo también y se detuvo de nuevo.
Movió la cabeza y dijo con una voz tan amable que Rufus se sintió avergonzado:
—¿Le gustaría a tu padre saber que vas diciendo que ha muerto a gente que no
conoces de nada?
Rufus abrió la puerta con cuidado de no hacer ruido, entró, la cerró sin hacer
ruido y se dirigió apresuradamente a la sala. Miró al hombre a través de los visillos.
Seguía allí, encendiendo un cigarrillo, pero ahora echaba a andar de nuevo. Se volvió
una vez más, y Rufus pensó, con un estremecimiento de temor y de vergüenza: me
está viendo; pero el hombre apartó la mirada inmediatamente y Rufus le siguió con

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los ojos hasta que se perdió de vista.
¿Le gustaría a tu padre?
Pensó en cómo se burlaban de él, y en las cosas que le hacían, y en cómo se
enfadaba su padre cuando volvía a casa. Pensó en lo distinto que sería todo hoy si no
tuviera que quedarse en casa.
Volvió a salir, se deslizó sigilosamente entre las casas hasta llegar al callejón y
avanzó por él, oyendo el crujido de la grava a cada paso que daba, hasta que llegó
cerca de la acera. Ahora ya no se encontraba delante de su casa, ni siquiera en la
avenida Highland; ahora llegaba a la bocacalle que estaba un poco más abajo de su
casa y pensó que allí nadie podría relacionarle con ella y hacerle volver a ella. Lo que
veía desde la boca del callejón le resultaba mucho menos conocido, y los pocos pasos
que le separaban de la acera los dio tímida y lentamente. Estaba haciendo una cosa
que le habían dicho que no hiciera.
Miró calle arriba y vio la esquina que tan bien conocía, donde, para su desgracia,
siempre se encontraba con los otros chicos, y más allá la esquina por la que siempre
desaparecía su padre para ir a trabajar y por la que aparecía cuando volvía del trabajo.
Pensó que le daría suerte no encontrárselos en esa esquina. Lentamente, inquieto,
volvió la cabeza y miró calle abajo en la otra dirección; allí estaban, tres juntos, y dos
que venían por la acera de enfrente, y otro sólo más lejos, y otro, más lejos aún, y
aquí y allá, sin que eso tuviera ninguna importancia para él, varias niñas. Conocía
bien las caras de todos esos niños aunque no estaba seguro de saber el nombre de
ninguno de ellos. En el momento en que los vio a todos supo que le habían visto y
que estaban enterados. Se quedó quieto y les esperó mientras su mirada iba de uno a
otro, y paso a paso, desde distintas distancias, mirándole fijamente a los ojos y
sabiendo, se fueron acercando en silencio. Mientras esperaba callado los muchos
segundos que transcurrieron antes de que el primero se acercara, se le hizo tan largo
el tiempo de la espera, y de ser observado con tanta atención y en silencio, y de mirar
él a su vez, que deseó volver al callejón y que no le vieran ni ellos ni nadie más, y sin
embargo, al mismo tiempo, supo que se acercaban a él con la seguridad de que algo
le había ocurrido que no le había pasado a ningún otro niño de la ciudad, y que al
menos ahora estaban obligados a tener una buena opinión de él; y cuanto más se
acercaban, aunque se hallaban aún a cierta distancia, más se cargaba el aire gris y
templado de energía y de una sensación de gloria y de peligro, y cuanto más profundo
y emocionante se hacía el silencio, más alto, orgulloso, tímido y expuesto se sentía;
así que cuando estuvieron todavía más cerca sintió una vez más que su rostro se abría
en una amplia sonrisa con la cual él nada tenía que ver, y tuvo la sensación de que
había algo profundamente equivocado en esa sonrisa, e hizo todo lo posible por
aquietar su cara y les dijo, tímido y orgulloso: «Mi papá ha muerto».
De los tres que llegaron primero, dos se limitaron a mirarle y el tercero dijo:
«¡Bah! Seguro que no», y Rufus, atónito ante el hecho de que no lo supieran y de que
no le creyeran, dijo:

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—¡Es verdad!
—¿Dónde está tu cartera? —dijo el niño que había hablado—. Te estás
inventando una mentira para hacer novillos.
—No estoy haciendo novillos —replicó Rufus—. Iba a ir al colegio cuando mi tía
Hannah me dijo que no tenía que ir, ni hoy, ni mañana, ni… durante unos cuantos
días. Me dijo que no debía ir. Así que no estoy haciendo novillos. Es sólo que no voy
a ir.
Y otro de los niños dijo:
—Es verdad. Si su padre ha muerto no tiene que volver al colegio hasta después
del entierro.
Mientras Rufus hablaba, otros dos niños habían cruzado la calle para reunirse con
ellos y ahora uno decía:
—No tiene que ir. Puede no ir al colegio porque su padre se ha matado —y Rufus
miró al niño con agradecimiento y el niño le miró a él, juzgó Rufus, con deferencia.
Pero el niño que había hablado en primer lugar dijo molesto:
—¿Y tú cómo lo sabes?
Y el que había hablado en segundo lugar dijo, mientras su compañero asentía:
—Porque mi padre lo ha visto en el periódico. ¿Es que tu padre no sabe leer el
periódico?
El periódico, pensó Rufus; ¡hasta ha venido en el periódico! Y dirigió una mirada
de enterado al niño que había hablado primero. Y el que había hablado primero, lo
bastante interesado como para hacer caso omiso de la referencia a su padre, dijo:
—Bueno, y entonces, ¿cómo se ha matado? —y Rufus, dándose cuenta de que
matarse era aún más digno de consideración que simplemente morirse, respiró hondo
y dijo:
—Pues, iba…
Pero el niño cuyo padre lo había leído en el periódico estaba hablando ya, de
modo que, en lugar de decir nada, escuchó sintiendo como si todo aquello se dijera en
su nombre, y en su honor, y sintiéndolo así aún más al mirar a uno de los niños que
permanecía callado, y luego al otro, y ver que sus miradas estaban fijas en él. Y
Rufus escuchó también, con tanto interés como ellos, mientras el niño decía con
fruición:
—Se ha matado en su cacharro, así es como se ha matado. Iba en su cacharro
viejo y chocó con una piedra, y el coche cayó a la cuneta, y subió un terraplén de dos
metros y medio, y luego cayó, y volcó, y se cayó encima de él, ¡pumba!, y le rompió
todos los huesos del cuerpo, eso es todo. Y alguien llegó y le encontró, pero él ya
estaba muerto cuando llegaron, así es como se mató.
—Murió instantáneamente —comenzó a decir Rufus esperando seguir y corregir
algunos detalles de la narración, pero nadie parecía oírle porque habían llegado otros
dos niños y, justo cuando él empezaba a hablar, uno de ellos dijo:
—El nombre de tu padre ha salido en los periódicos, ¿verdad?, y el tuyo también

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—y entonces vio que ahora todos los niños le miraban con renovado respeto.
—Ha muerto —les dijo—. Se ha matado.
—Eso es lo que dice mi padre —dijo uno de ellos, y el otro dijo entonces:
—Es lo que pasa por conducir borracho, eso es lo que dice mi padre —y los dos
miraron gravemente a los otros niños, asintiendo, y también a Rufus.
—¿Qué significa borracho? —preguntó Rufus.
—¿Qué significa borracho? —se mofó uno de los niños incrédulo—. Estar
borracho es estar hasta arriba de whisky —y empezó a tambalearse en círculos como
si le fallaran las rodillas y la cabeza le colgara del cuello—. Eso es estar borracho.
—Entonces él no lo estaba —dijo Rufus.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—No estaba borracho porque no fue así como murió. La rueda chocó con una
piedra y la otra rueda, el volante con el que conduces el coche, le pegó en la barbilla,
pero le pegó tan fuerte que le mató. Le mató instantáneamente.
—¿Qué quiere decir que le mató instantáneamente? —preguntó uno de ellos.
—¿Y a ti qué te importa?
—De repente, así —explicó un niño mayor chasqueando los dedos. Otro niño se
unió al grupo. Pensando en lo que significaba instantáneamente, y en cómo el nombre
de su padre y también el suyo habían salido en el periódico, y en cómo no sólo se
había muerto sino que se había matado, Rufus no les escuchó bien durante unos
momentos, y luego, de pronto, empezó a darse cuenta de que era el centro de
atención, y de que todos lo sabían y estaban esperando oír de sus labios la verdadera
narración de los hechos.
—Yo no sé nada de ninguna barbilla —decía el niño cuyo padre lo había leído en
el periódico—. Lo que he oído es que él iba en su viejo Ford, y chocó con una piedra,
y que el cacharro se salió de la carretera, y él salió despedido, y el coche subió un
terraplén de dos metros y medio y luego volcó y se cayó encima de él, ¡pumba!
—¿Y tú cómo lo sabes? —decía el niño mayor—. Tú no estabas allí. El único que
lo sabe aquí es él.
Y señaló a Rufus sacándole de golpe de su ensoñación.
—¿Por qué? —preguntó el niño que acababa de llegar.
—Porque es su padre —explicó uno de ellos.
—Es mi padre —dijo Rufus.
—¿Qué ha pasado? —preguntó otro niño en la periferia del grupo.
—Mi padre se ha matado —dijo Rufus.
—Su padre se ha matado —explicaron varios de los otros.
—Mi padre dice que seguro que iba borracho.
—Hasta arriba de whisky.
—Cállate. ¿Qué sabe tu padre de eso?
—¿Estaba borracho?
—No —dijo Rufus.

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—No —dijeron otros dos.
—Dejadle que lo cuente él.
—Eso. Cuéntalo tú.
—Si hay alguien aquí que puede saberlo, es él.
—Venga, cuéntanoslo.
—Hasta arriba de whisky.
—Cállate.
—Venga, dínoslo tú.
Se callaron y todos le miraron. Rufus les miró a los ojos en medio del profundo
silencio. Pasó un hombre, que bajó a la calzada para bordearlos. Rufus dijo en voz
baja:
—Anoche volvía de casa del abuelo Follet porque está muy enfermo y mi papá
tuvo que ir en medio de la noche a verle, y volvía a casa lo más deprisa posible
porque era muy tarde. Y un pasador se había aflojado.
—¿Qué es un pasador?
—Cállate.
—Un pasador es lo que mantiene unidas por debajo las cosas que sirven para
conducir un coche. Se aflojó y se soltó, así que cuando una de las ruedas de delante
chocó con una piedra, el volante se le fue de las manos, y no podía conducir, y el
coche se salió de la carretera con una sacudida horrible y vieron que el volante le
había pegado en la barbilla y le había matado instantáneamente. Salió despedido del
coche, que subió un ta… un talud de dos metros y medio de alto y luego cayó
rodando y estaba boca arriba a su lado cuando le encontraron. No tenía una sola
marca en el cuerpo. Sólo una marquita azul en la punta de la barbilla y otra en el
labio.
En medio del silencio pudo ver el coche boca arriba con las ruedas girando en el
aire y a su padre en el suelo, a su lado, con las marquitas azules en la barbilla y en el
labio.
—¡Caray! —dijo uno de ellos—. ¿Cómo puede matar eso a nadie?
Notó como un revuelo de irritación entre los otros y sintió que no le creían o que
no tenían muy buena opinión de su padre por morirse tan fácilmente.
—Así fue exactamente como le golpeó, dice mi tío Andrew. Dice que sólo había
una probabilidad entre un millón. Le dio una conco… una con, conco… le hizo algo
en el cerebro que le mató.
—Sólo una probabilidad entre un millón —dijo gravemente uno de los chicos
mayores, y otro asintió gravemente.
—Entre trescientos mil millones —dijo otro.
—Le dejó majareta —dijo otro, y agitando el índice sobre el fláccido labio
inferior hizo un rápido ruido ofensivo.
—¡Cállate, maldita sea! —dijo fríamente uno de los niños mayores—. ¿Es que
estás tonto, o qué?

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—Lo que yo he oído es que el viejo Ford rodó hasta caerle encima, ¡pumba!
Rufus estaba seguro de que aquello era mentira, pero le pareció más emocionante
que su propia versión, así como más digno de consideración, tanto para su padre
como para él; nadie podía dudar de que aquello pudiera matar como podían dudar de
que pudiera matar un solo golpe en la barbilla, de forma que no trató de contradecirle.
Pensó que estaba mintiendo, y también, en cierto modo, que estaba siendo desleal,
pero se limitó a decir:
—Murió instantáneamente. No sintió ningún dolor.
—Ni siquiera sabio lo que le pasó —dijo un niño en voz baja—. Eso es lo que ha
dicho mi papá.
—No —dijo Rufus, aunque eso no se le había ocurrido—. Supongo que no. Ni
siquiera sabió lo que le pasó. Supo.
—Seguro que el cacharro está todo roto, ¿no?
Rufus se preguntó si había mala intención en lo de llamar al coche «cacharro».
—Supongo —dijo.
«Mi carreta era buena, pero se estropeó».
Su padre solía cantar eso.
—Se acabaron los paseos en el viejo cacharro, ¿eh, Rufus?
—Supongo —replicó tímidamente Rufus.
Empezó a darse cuenta de que hacía un buen rato que una campana, la del
colegio, había estado resonando en el oscuro aire gris; lo supo porque en ese
momento se desvanecía el último de sus ecos.
—Es la última campanada —dijo uno de los niños, sobresaltado de pronto.
—Vamos. Seguro que nos la cargamos —dijo otro; y un segundo después Rufus
vio cómo corrían todos calle arriba y desaparecían al doblar la esquina de la avenida
Highland lo más deprisa posible, y en torno a él la mañana quedó vacía y silenciosa.
Permaneció en pie sin moverse y siguió mirando la esquina hasta casi medio minuto
después de que el más gordo, y luego el más pequeño, hubieran desaparecido; luego,
volvió lentamente por el callejón, oyendo una vez más con cada paso el crujido
solemne de la grava, y, después, por el estrecho jardincillo que separaba las dos casas,
subió los escalones de la puerta principal.
¡En el periódico! Lo buscó junto a la puerta, pero allí no estaba. Escuchó
atentamente, pero no oyó nada. Entró sin hacer ruido por la puerta principal en el
preciso instante en que su tía Hannah salía al vestíbulo desde la sala. Llevaba el pelo
cubierto con un trapo y sostenía en las manos el cenicero de pie. En un primer
momento no reparó en él y Rufus vio la intensidad y la soledad reflejadas en su cara.
Trató de pasar desapercibido pero ella se abalanzó sobre él, con sus gafas lanzando
destellos, mientras exclamaba:
—Rufus Follet, ¿dónde diablos estabas?
Se le encogió el estómago porque su voz sonaba tan furiosa como si echara
chispas.

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—Fuera.
—¿Fuera? ¿Dónde? Te he buscado por todas partes.
—Sólo fuera. En el callejón.
—¿No me has oído llamarte?
Él negó con la cabeza.
—He gritado hasta quedarme ronca.
Siguió negando con la cabeza.
—Es verdad —dijo.
—Ahora escúchame bien. Hoy no debes salir. Te quedarás aquí en casa,
¿entiendes?
Asintió. De pronto pensó que había hecho una cosa horrible.
—Sé que te será difícil —añadió ella más suavemente—, pero tienes que hacerlo.
Ayuda a Catherine a colorear. Lee un libro. ¿Lo prometes?
—Sí.
—Y no hagas nada que moleste a tu madre.
—No.
Tía Hannah se alejó por el pasillo y él la siguió con la mirada. Se preguntó qué
haría con las pipas y los ceniceros. Pensó en seguirla a hurtadillas, porque sabía que
no veía nada bien, pero también sabía que le descubriría porque tenía un oído muy
fino. Aun así la siguió a escondidas hasta el fondo del pasillo y vio cómo vaciaba las
cenizas en el cubo de la basura y daba unos golpecitos en el borde con las pipas.
Luego Hannah se quedó con ellas en la mano mirando a su alrededor indecisa;
finalmente las puso, junto con el cenicero, en el estante del armario de la cocina y
dejó el pie en un rincón detrás del fogón. Él volvió por el pasillo de puntillas y entró
en la sala.
Catherine estaba sentada en la sillita baja junto a la ventana, con un libro abierto
sobre las rodillas. Tenía las ceras de colores desparramadas sobre el alféizar y pintaba
atentamente con una de color naranja. Levantó la vista cuando él entró y luego volvió
a bajarla y siguió pintando.
Él no quería ayudarla, quería estar solo y ver si podía encontrar el periódico en
que aparecían sus nombres, pero pensó que debía tratar de ser bueno, porque ahora
sentía un oscuro desasosiego por algo que había hecho, no sabía muy bien qué. Se
acercó a ella.
—Te ayudaré —le dijo.
—No —dijo Catherine sin levantar siquiera la mirada. Era un libro de poemas y
canciones infantiles y con la cera naranja pintarrajeaba la vaca que saltaba sobre la
luna, tanto por dentro como por fuera de las líneas que marcaban el contorno del
animal.
—Lo ha dicho la tía Hannah —dijo, disgustado al ver lo que le estaba haciendo a
la yaca.
—No —dijo Catherine, y tampoco esta vez levantó la vista ni dejó de pintarrajear

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ni por un segundo.
—Ese color no vale para una vaca —dijo—. ¿Dónde se ha visto una vaca
naranja? —Ella no contestó pero Rufus vio que se estaba poniendo colorada—.
Además, ni siquiera estás pintando dentro de la vaca —dijo—. Míralo. Estás
pintándolo todo con esa cera y ni siquiera es del color de la vaca.
Ella apretó más y más la cera contra el papel y trazó una maraña de líneas cada
vez mayor, y de pronto la cera se rompió y la parte más larga rodó al suelo.
—¿Ves lo que has hecho? La has roto —dijo Rufus.
—¡Déjame!
Ella quiso seguir pintando con el cabo de la cera, pero era demasiado corto y el
papel se arrugaba. Miró a lo largo del alféizar y eligió una cera marrón.
—¿Qué vas a hacer con esa cera marrón? —dijo Rufus—. Ya lo has pintado todo
de naranja, ¿qué vas a hacer con esa cera marrón? —Catherine cogió la cera y trazó
una maraña brutal de líneas oscuras sobre las líneas naranjas—. Lo que has hecho
ahora es estropearlo —dijo Rufus—. No sabes dibujar.
—¡Déjame! —gritó Catherine, y de pronto empezó a llorar.
Rufus oyó la voz aguda de su tía Hannah que llegaba desde la cocina:
—¿Rufus?
Estaba furioso con Catherine.
—Llorona —susurró con un odio frío—. ¡Acusica!
Allí en la puerta estaba la tía Hannah, hecha un basilisco.
—¿Qué pasa ahora? ¿Qué le has hecho?
Fue directa hacia él.
¡Qué injusticia! ¿Cómo podía saber si estaba haciendo algo? Imbuido de auténtica
rectitud, contestó:
—No le he hecho absolutamente nada. Estaba pintarrajeando el dibujo y he
tratado de ayudarle como me dijiste y de pronto se ha echado a llorar.
—¿Qué es lo que ha hecho, Catherine?
—No quería dejarme en paz.
—¡Venga ya! ¡Ni siquiera te he tocado, y si dices otra cosa, mientes!
De pronto sintió que le cogían por los hombros y le sacudían, y volvió la cabeza
zarandeada y dejó de mirar a su hermana para encontrarse con la mirada gélida de su
tía Hannah.
—Ahora escúchame bien —dijo ella—. ¿Me escuchas? —farfulló—. ¿Me
escuchas? —dijo aún más acaloradamente.
—Sí —consiguió decir él, aunque la palabra surgió toda temblorosa.
—No quiero tener que pegarte precisamente hoy, pero si te oigo decir otra
impertinencia a tu hermana te voy a dar un azote que no se te olvidará mientras vivas,
¿me has oído? ¿Me has oído?
—Sí.
—Y como la molestes o la hagas llorar una vez más se lo… se lo contaré a tu tío

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Andrew y veremos qué hace él. ¿Quieres que le llame? En este momento está arriba.
¿Le llamo? —Dejó de zarandearle y le miró—. ¿Le llamo? —Él negó con la cabeza;
estaba aterrorizado—. Está bien, pero es la última vez que te lo advierto. ¿Entendido?
—Sí.
—Si no puedes jugar con Catherine como un niño bueno, juega tú solo. Mira unas
ilustraciones. O lee un libro. Pero no hagas ruido. Y pórtate bien. ¿Me oyes?
—Sí.
—Muy bien. —Se levantó con un crujido de sus articulaciones—. Ven conmigo,
Catherine —dijo—. Llevaremos tus ceras.
Y ayudó a Catherine a recoger las ceras de colores que había en el alféizar y en la
alfombra. La niña aún tenía la cara enrojecida pero ya no lloraba. Al pasar junto a
Rufus le lanzó una mirada de satisfacción a la que él contestó con otra de
malevolencia impotente.
Escuchó para ver si llegaba algún ruido del piso de arriba. Si el tío Andrew había
oído algo se armaría un buen lío. Pero no había prueba alguna de que hubiera oído
nada. Sintió debilidad en las rodillas y en el estómago. Se acercó al sillón que había
junto a la chimenea y se sentó.
Se había portado mal al molestar a Catherine de ese modo, pero en cualquier caso
no había sido idea suya ayudarla. ¿Y por qué tenía ella que chillar para que tía
Hannah viniera corriendo? Recordó lo colorada que se le había puesto la cara; sabía
que había sido malo con ella y lo sentía. ¿Pero por qué había chillado como una
auténtica llorona? Hoy se andaría con mucho cuidado, pero antes o después seguro
que se desquitaría. La muy llorona. Acusica.
Pero los otros le habían prestado realmente atención. Si hay alguien aquí que
puede saberlo es él. Su padre se ha matado. Eso, cuéntalo tú. Venga, cuéntanoslo.
Sólo una probabilidad entre un millón. Entre trescientos mil millones. Ni siquiera
sabió, supo, lo que le pasó. Cállate, maldita sea. ¿Es que estás tonto, o qué?
Murió instantáneamente.
Una conmoción, eso fue. Una conmoción cerebral.
Le dejó majareta, blablablabla.
Cállate, maldita sea.
Pero había algo que le hacía sentirse mal.
Ese viejo cacharro.
Es lo que pasa por conducir borracho, eso es lo que dice mi padre.
Hasta arriba de whisky.
Algo que él había hecho.
El viejo cacharro rodó hasta caerle encima, ¡pumba!
No fue así.
Y él no había dicho que no había sido así. No con la suficiente claridad.
¿Cómo puede matar eso a nadie?
Pues le mató. Sólo una probabilidad entre un millón. Trescientos mil millones.

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Murió instantáneamente.
Había hecho algo peor.
¿Qué?
¿Le gustaría a tu padre?
A él le gustaría que estuviera con los otros niños sin que se rieran de mí, que me
respetaran.
¿Le gustaría a tu padre?
¿El qué?
Salir para eso a la calle cuando él ha muerto.
¿Salir a la calle, para qué?
Para presumir de que ha muerto.
Él quiere que me lleve bien con ellos.
Les digo que él ha muerto y ellos me miran con respeto, no se ríen de mí.
Presumes de que él ha muerto, no tienes otra cosa de la que presumir. Si
presumiera de otra cosa se reirían de mí y yo no me defendería.
¿Le gustaría a tu padre?
A mi padre le gusta que me lleve bien con ellos. Por eso… he salido… a
presumir.
Sintió tal molestia, muy hondo en el estómago, que no pudo seguir pensando en
ello. Deseó no haberlo hecho. Deseó poder volver atrás para no hacer nada parecido.
Deseó que su padre pudiera saberlo y le dijera que sí, que había sido malo, pero que
no pasaba nada porque no lo había hecho a propósito. Se alegró de que su padre no lo
supiera, porque si lo hubiera sabido habría tenido una opinión de él aún peor de la
que había tenido nunca. Pero si el espíritu de su padre estaba cerca siempre, velando
por ellos, entonces lo sabía. Y eso era peor que nada, porque no había manera de
escapar a un espíritu ni tampoco de hablar con él. Sencillamente el espíritu lo sabía, y
no podía decirle nada, y él no podía decirle nada a él. Tampoco podía pegarle unos
azotes, pero sí podía sentarse, y mirarle, y avergonzarse de él.
—No quería hacerlo —dijo en voz alta—. No quería portarme mal.
Quería enseñarte mi gorra, añadió en silencio.
Miró el sillón de su padre.
No tenía una sola marca en el cuerpo.
Siguió mirando el sillón. Al final se acercó con profundo sigilo, secretamente, y
se quedó de pie junto a él. Después de escuchar con suma atención para asegurarse de
que no había nadie cerca, olió el asiento hundido, los brazos y el respaldo. Sólo
percibió un olor frío a tabaco y, en lo alto del respaldo, un tenue olor a cabello. Pensó
en el cenicero sujeto a una tira de cuero provista de pesas que rodeaba el brazo:
estaba vacío. Pasó un dedo por el interior; sólo quedaba un ligero rastro de ceniza. Ni
con mucho suficiente como para guardárselo en el bolsillo o envolverlo en un papel.
Se miró el dedo un momento y lo lamió; la lengua le supo a oscuridad.

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Capítulo 17
Se les dijo que esa mañana podían desayunar en camisón y bata. Su madre aún no
había bajado y la tía Hannah habló todavía menos que en cualquier comida anterior.
Ellos también guardaron silencio. Sentían que aquel día era aún más especial que
anteayer. Los ruidos que hacían al comer y los que llegaban de la calle eran
particularmente nítidos, pero parecía como si vinieran de lejos. Miraron fijamente sus
platos y comieron con mucho cuidado.
Nada más acabar de desayunar, la tía Hannah les dijo:
—Ahora venid conmigo, niños —y ellos la siguieron hasta el baño. Allí les lavó
cuidadosamente con jabón y agua caliente la cara, las manos, los brazos, detrás de las
orejas, el cuello, y por dentro de la nariz sin dejar que les entrara jabón en los ojos ni
que la manopla les raspara la piel. Luego los llevó al dormitorio y abrió las cómodas
y sacó la ropa limpia que iban a llevar, desde la piel hacia fuera, y le dijo a Rufus que
se vistiera y le pidiera ayuda si la necesitaba, y luego empezó a vestir a Catherine.
Rufus comenzó a ver la relación que existía entre aquello y el baño de la noche
anterior. Cuando ya se había puesto la ropa interior, ella sacó unos calcetines negros
nuevos y su traje de sarga de los domingos. Mientras ayudaba a Catherine a ponerse
los calcetines, que también eran nuevos, aunque blancos, sonó el timbre del teléfono
y Hannah dijo:
—Ahora, sentaos y sed buenos. Enseguida vuelvo —y salió a toda prisa de la
habitación.
La oyeron decir, en voz alta y claramente, desde el pasillo:
—Yo lo cojo, Mary —y luego, sus pasos rápidos en las escaleras.
Permanecieron sentados muy quietos mirando la puerta abierta y tratando de
escuchar. Descubrieron que podían oír claramente, porque Hannah hablaba por
teléfono igual que hablaba a su hermano y a su cuñada que no oían bien. Oyeron:
—¿Diga? ¿Diga? Sí… ¿Padre? —y cuando oyeron la palabra «Padre» se miraron
con curiosidad y con una inquietante premonición. La oyeron decir—: Sí… Sí… Sí…
Sí… Sí… Sí, padre… sí… sí, tan bien como cabe esperar… sí… sí… Gracias. Se lo
diré… sí… sí… muy bien… sí… Highland… sí… sí, cualquiera… sí, cualquier
tranvía hasta la esquina de Church y Gay y luego toma el de Highland… sí… muy
bien… sí… Gracias… estaremos esperando… sí… no… sí, padre… sí, p… adiós…
sí, padre… Gracias… ad… sí… Gracias… adiós… adiós.
Oyeron cómo exhalaba un largo suspiro, cansado e irritado, y, luego, cómo
crujían sus articulaciones mientras subía las escaleras a toda velocidad. Cuando
volvió seguían sentados exactamente donde les había dejado. Rufus pensó: puede que
ahora diga que hemos sido buenos, pero, sin decir una palabra, Hannah acabó de
ponerle los calcetines a Catherine. Dio a Rufus una camisa blanca nueva, a la que él,
fascinado, le fue quitando lentamente los alfileres, que sostuvo entre los dientes
mientras la tía Hannah ayudaba a Catherine a ponerse su vestido nuevo, que era

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blanco y moteado de florecitas de color azul oscuro. Catherine estaba de pie
cogiéndolo por el dobladillo y mirándose la falda, y, a través de ella, los pies
enfundados en los calcetines blancos.
—Y ahora la corbata —dijo tía Hannah. Cogió la corbata azul marino e hizo unos
movimientos hábiles bajo la barbilla de Rufus mientras él trataba de mirar
alternativamente sus manos y los ojos atentos bajo las gruesas lentes. Parecían
severos, tristes y exhaustos.
Luego les limpió las uñas, les cepilló y peinó el pelo, puso un pañuelo limpio en
el bolsillo del pecho de Rufus y les limpió los zapatos con betún negro.
—Ahora esperad un momento —dijo mientras salía de la habitación. La oyeron
dar unos golpecitos secos en la puerta de la habitación de su madre.
—¿Mary? —dijo.
—Sí —oyeron débilmente.
—Los niños están listos. ¿Quieres que los traiga?
—Sí, tráelos, Hannah. Gracias.
—Venid a ver a vuestra madre —les dijo ella desde la puerta.
La siguieron al interior de la habitación.
—Están muy guapos —exclamó Mary con una voz tan rara que a los niños les
pareció que lamentaba que fuera así. Pero por su expresión comprendieron que no lo
lamentaba—. Muchísimas gracias, Hannah, no sé qué haría yo…
Pero Hannah salió de la habitación y cerró la puerta.
Se quedaron de pie mirándola con curiosidad. Sus ojos parecían más grandes y
brillantes que de costumbre; se había peinado con tanto esmero como si fuera a ir a
una fiesta. Llevaba puesta su bata, y donde ésta se abría por delante pudieron ver que
debajo llevaba algo triste y negro. Su cara era como una tela gris llena de pliegues.
Ella observó cómo la miraban; ellos no se movieron. El rostro de Mary cambió
como si tras él se hubiera encendido una luz muy tenue.
—Venid, hijos míos —dijo, y sonrió y se agachó mientras les tendía las manos.
Rufus se acercó tímidamente; Catherine corrió. Ella abrazó a cada uno con un
brazo.
—Vamos, hijos míos —dijo ya desde lo alto—, vamos, vamos, hijitos. Mamá está
aquí. Mamá está aquí. Mamá habría querido veros más estos últimos días; mucho
más; pero… no ha podido, Rufus y Catherine. No ha podido. —Cuando dijo «no ha
podido» los abrazó muy fuerte y ellos supieron que eran queridos—. Mi pequeña
Catherine —y apretó la cabeza de Catherine aún más contra ella—. ¡Que Dios te
bendiga! Rufus —le apartó un poco y le miró a los ojos—, los dos sabéis cuánto os
quiere vuestra madre, con todo el corazón y con toda el alma, toda su vida, lo sabéis,
¿verdad? ¿Verdad? —Rufus, desconcertado, pero conmovido, asintió cortésmente y
ella le apretó de nuevo contra sí—. Claro que lo sabéis —dijo como si no estuviera
hablando con ellos—. Claro que lo sabéis.
—Veréis —dijo al cabo de un momento. Se levantó y les llevó de la mano a la

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cama. Se sentaron y ella se acomodó en una silla y les miró unos instantes sin hablar.
—Veréis —volvió a decir—. Quiero hablaros de papá porque esta mañana, muy
pronto, vamos a ir todos a casa de los abuelos y vamos a verle una vez más y a
decirle adiós.
El rostro de Catherine se iluminó; su madre negó con la cabeza y puso una mano
tranquilizadora sobre sus rodillas mientras le decía:
—No, Catherine, no será como tú crees, eso es lo que tengo que deciros. Así que
escucha muy atentamente, y tú también, Rufus.
Esperó hasta que estuvo segura de que la escuchaban con atención.
—Los dos entendéis lo que le ha pasado a papá, ¿verdad? Que pasó algo en el
coche y que Dios lo apartó de nuestro lado muy deprisa, sin que sintiera ningún dolor,
y se lo llevó al cielo. Eso lo entendéis, ¿verdad?
Asintieron.
—¿Y entendéis que cuando Dios te lleva al cielo no puedes volver nunca?
—¿No puedes volver nunca? —preguntó Catherine.
La madre apartó el pelo de la cara de Catherine con una caricia.
—No, Catherine. No volverá de forma que podamos verle ni hablarle. Su espíritu
estará siempre pensando en nosotros, igual que nosotros pensaremos siempre en él,
pero a partir de hoy no volveremos a verle nunca jamás. —Catherine la miró
fijamente; los colores le subieron a la cara—. Tienes que aprender a creerlo y a
saberlo, mi querida Catherine. Es así.
Parecía a punto de echarse a llorar; tragó saliva, y Catherine pareció admitir que
era verdad.
—Siempre le recordaremos —les dijo su madre a los dos—. Siempre. Y él
pensará en nosotros. Todos los días. Nos esperará en el cielo. Y algún día, si somos
buenos, cuando Dios venga a buscarnos, nos llevará al cielo también, y veremos a
papá allí, y todos volveremos a estar juntos para siempre jamás.
Amén, estuvo a punto de decir Rufus; luego se dio cuenta de que aquello no era
una oración.
—Pero cuando veamos a papá hoy, niños, su alma no estará allí. Sólo estará su
cuerpo. Muy parecido a como le habéis visto siempre. Pero como se han llevado su
espíritu, estará echado y muy quieto. Estará como dormido, así que tendréis que estar
tan callados como si estuviera durmiendo y no quisierais despertarle. Más callados
todavía.
—Pero yo sí quiero despertarle —dijo Catherine.
—No puedes, cariño, no puedes ni pensar en intentarlo. Porque ahora papá está
muerto, y estar muerto significa que te has dormido y nunca puedes despertarte…
hasta que Dios te despierta.
—¿Y cuándo le despertará?
—No lo sabemos, Rufus, pero probablemente dentro de mucho mucho tiempo.
Mucho después de que todos hayamos muerto.

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Rufus se preguntó de qué serviría entonces, pero estaba seguro de que no debía
preguntarlo.
—Así que no quiero que penséis en eso, niños. Puede que papá os parezca muy
raro, porque estará muy quieto, pero… sencillamente, es así como tiene que estar.
De pronto apretó mucho los labios, que empezaron a temblarle con violencia.
Presionó el pómulo izquierdo contra su hombro mientras les apretaba las manos con
sus manos temblorosas y las lágrimas brotaban de sus ojos fuertemente cerrados.
Rufus la miraba asombrado; Catherine, con una triste preocupación. Ella siseó de
pronto «Sólo un momento» con los ojos aún cerrados, sobresaltando y asustando a
Catherine de forma que pareció que iba a echarse a llorar. Pero antes de que ésta
pudiera entregarse al llanto, las manos de Mary se relajaron mientras apretaba las de
los niños muy suavemente, levantaba la cabeza, y abría sus ojos claros diciendo:
—Ahora mamá tiene que vestirse. Quiero que lleves a Catherine abajo, Rufus, y
que no hagáis ruido y seáis buenos hasta que yo baje. Y no molestéis a tía Hannah,
porque se ha portado maravillosamente con todos nosotros y está agotada.
—Sed buenos —dijo mientras sonreía y les miraba primero al uno y luego al otro
—. Bajaré enseguida.
—Vamos, Catherine —dijo Rufus.
—Voy —replicó Catherine mirándole como si la hubiera hablado indebidamente.
—Mamá.
Rufus se detuvo cerca de la puerta. Catherine dudó desconcertada.
—¿Sí, Rufus?
—¿Ahora somos huérfanos?
—¿Huérfanos?
—Como los belgas —le informó él—. Como los franceses. Cuando no tienes
papá o mamá porque les han matado en la guerra, entonces eres huérfano y otros
niños te mandan cosas y te escriben cartas.
Ella no debía de conocer la palabra porque pareció tener que pensar mucho antes
de contestar. Luego dijo:
—Claro que no sois huérfanos, Rufus, y no quiero que vayas por ahí diciendo que
lo sois, ¿me oyes? Porque no es así. Los huérfanos no tienen ni padre ni madre,
¿sabes? Y no tienen a nadie que les cuide ni les quiera. ¿Entiendes? Por eso otros
niños les mandan cosas. Pero vosotros tenéis a vuestra madre, así que no sois
huérfanos. ¿Entiendes? ¿Entiendes? —Él asintió y Catherine asintió porque él lo
había hecho—. Y Rufus… —Le dirigió una mirada penetrante; sin saber muy bien
por qué, Rufus sintió que había descubierto en él un secreto vergonzoso—. No
lamentes no ser huérfano. Da gracias. Te parece que los huérfanos tienen suerte
porque están muy lejos y ahora todo el mundo habla de ellos. Pero son unos niños
muy desgraciados. Porque nadie les quiere. ¿Lo entiendes?
Él asintió, avergonzado de sí mismo y secretamente decepcionado.
—Y ahora marchaos —dijo.

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Salieron de la habitación. La tía Hannah se encontró con ellos en la escalera.
—Id a la… a la sala un momento como niños buenos —dijo—. Yo bajaré
enseguida.
Y cuando llegaron al pie de la escalera oyeron cómo se abría y se cerraba la
puerta del cuarto de su madre. Se sentaron mirando el sillón de su padre y pensando.
Catherine se sentía ahora más virtuosa y menos inquieta de lo que se había
sentido durante algún tiempo, porque había presenciado cómo reñían solamente a
Rufus y eso había disipado el enfado que sentía por haberle dicho él que le siguiera
cuando ella ya lo estaba haciendo y cuando no tenía ningún derecho a decírselo
aunque ella no lo hubiera hecho. Pero no entendía cómo alguien podía parecer
dormido y no despertarse, y otra cosa que había dicho su madre —hizo un gran
esfuerzo por recordar qué era— la inquietaba aún más profundamente. Además, ¿qué
era un nuérfano?
Rufus pensó que su madre estaba muy disgustada con él. No había sido buen
momento para preguntar. Quizá no debería habérselo preguntado. Pero quería saberlo.
No había estado seguro de si era huérfano o no, o de si era el tipo de huérfano que se
debía ser. Si decía en el colegio que lo era y luego resultaba que no era cierto, todos
se reirían de él. Pero si realmente era huérfano, quería saberlo para poder decir que lo
era y beneficiarse de ello. ¿Qué ventaja tenía ser huérfano si nadie se enteraba?
Resulta que no era huérfano. Pero su padre había muerto. Aunque su madre no. Sólo
su padre. Pero uno de los dos había muerto. Uno y uno son dos. La mitad de dos es
uno. Él era medio huérfano, a pesar de lo que dijera su madre. Y tenía una hermana
que era medio huérfana también. Dos mitades hacen uno. Juntos hacían un huérfano.
Pensó que no valía la pena mencionar el hecho de que era medio huérfano, aunque
personalmente lo consideraba mejor que nada; tampoco mencionaría el hecho de que
él y su hermana juntos hacían un huérfano entero. Pero si alguien se burlaba de
cualquiera de ellos diciéndole que no era huérfano, entonces sí que lo diría. Decidió
que debía avisar a Catherine para que si se reían de ellos pudieran apoyarse el uno al
otro.
—Los dos juntos hacemos un huérfano entero —dijo.
—¿Eh?
—No digas «eh». Di: «¿Cómo has dicho, Rufus?».
—¡No pienso decir eso!
—Claro que sí. Lo ha dicho mamá.
—No es verdad.
—Sí lo es. Cuando yo digo «eh», ella dice: «No digas “eh”, di “¿Cómo has dicho,
mamá?”». Y cuando tú dices «eh» ella te dice lo mismo. Así que no digas «eh». Di
«¿Cómo has dicho, Rufus?».
—No pienso decirte a ti eso.
—Sí que me lo dirás.
—No lo haré.

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—Sí lo harás porque mamá nos ha dicho que tenemos que ser buenos. Si no lo
dices me chivaré.
—Si se lo dices me chivaré yo.
—¿De qué?
—De que has estado escuchando en la puerta.
—No se lo dirás.
—Claro que sí.
Él se lo pensó.
—Bueno, tú no se lo dices y yo no me chivaré si tú no te chivas.
—Me chivaré si tú te chivas.
—He dicho que no voy a chivarme, ¿no? Si tú no te chivas.
—No me chivaré si tú no te chivas.
—Bueno.
Se miraron indignados.
Oyeron unas pisadas muy fuertes en el porche y sonó el timbre. Arriba su madre
gritó: «¡Oh, Dios mío!». Corrieron hacia la puerta. Rufus impidió que Catherine
pudiera llegar al pomo y abrió.
Allí había un hombre casi tan alto como papá. Llevaba un cuello negro brillante
como el doctor Whittaker, pero con una túnica corta morada. Se cubría con un
sombrero alargado y hundido y tenía una barbilla larga, azulada y casi tan puntiaguda
como un arado. Llevaba un maletín negro y brillante. Parecía tan desconcertado y a
disgusto como ellos. Dijo «Buenos días» con una voz llena de ecos y, frunciendo el
ceño, miró el número que había junto a la puerta.
—Naturalmente —dijo con una sonrisa que ellos no comprendieron—, vosotros
sois Rufus y Catherine. ¿Puedo pasar?
Y sin esperar a que asintieran o se hicieran a un lado (porque estaban obstruyendo
el paso), se adelantó de una zancada separándolos con mano firme mientras decía:
—¿Está la señorita L.?
Oyeron tras ellos la voz de tía Hannah en la escalera y se volvieron:
—¿Padre? —dijo ella tratando de distinguirle contra la luz que entraba por la
puerta—. Pase usted. —Se acercó mientras él se quitaba rápidamente aquel sombrero
tan raro y se dieron la mano—. Rufus y Catherine, éste es el padre Jackson. Ha
venido expresamente desde Chattanooga. Padre, éste es Rufus y ésta es Catherine.
—Sí, ya nos hemos presentado —dijo el padre Jackson como si aquello le
pareciera divertido. Es mentira, pensó Rufus. El padre Jackson posó una mano sobre
Catherine y un momento después la retiró como si se hubiera olvidado de la niña.
—¿Y dónde está la señora Follet? —preguntó casi en un susurro—. La señora
Follet.
—Tendrá que hacer el favor de esperar un momento, padre. No está lista.
—Naturalmente. —Se inclinó hacía la tía Hannah y dijo con una voz chirriante y
apenas audible—: Ella, ¿ge-ge-ge-ge-sia?

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—Oh, sí —replicó Hannah.
—¿Pero ua-ua-ua-ua-ua-tizado?
—Me temo que no, padre —dijo Hannah gravemente—. No se lo he dicho porque
no estaba del todo segura. Siento cargarle con esa responsabilidad, pero pensé que
debía dejárselo a usted.
—Ha hecho muy bien, señorita Lynch. Desde luego —miró a su alrededor
inclinando la cabeza y con el sombrero en la mano—. Y ahora, si el caballerito —dijo
— tuviera la amabilidad de hacerse cargo de mi sombrero.
—Rufus —dijo Hannah—. Lleva el sombrero del padre al perchero.
Él obedeció desconcertado. El perchero estaba a la vista de todos.
—Y ahora, padre, si tiene la amabilidad de esperar un momento —dijo Hannah
mientras le conducía a la sala de estar—. Rufus, Catherine, sentaos aquí con el padre.
Disculpe —añadió, y luego subió a toda prisa las escaleras.
El padre Jackson cruzó a zancadas la habitación, se sentó en el sillón de su padre,
cruzó las piernas cuidadosamente y se miró con el ceño fruncido la punta del zapato
derecho cuidadosamente lustrada. Le miraron y Rufus se preguntó si debía decirle a
quién pertenecía ese sillón. El padre Jackson extendió la mano derecha, larga y
recorrida por numerosas venas, a la distancia que le permitía la longitud de su brazo y
se examinó las uñas. Seguro que no se habría sentado en ese sillón, se dijo Rufus, si
hubiera sabido a quién pertenecía, así que haría mal en no decírselo. Pero si se lo
decía ahora, se avergonzaría, pensó Rufus. Catherine se fijó, con interés, en que sobre
la túnica morada llevaba una fina cadena de oro, de la cual pendía un pequeño
crucifijo también de oro. El padre Jackson volvió a cruzar las piernas, cambiando la
de arriba a abajo, y, con el ceño fruncido, examinó ahora la punta del pie izquierdo
cuidadosamente lustrada. Será mejor no decirle nada, pensó Rufus; no estaría bien.
Cómo se puede tener una cara tan azul, se preguntaba Catherine; ojalá tuviera yo la
cara azul en vez de colorada. El padre Jackson, con el ceño fruncido, miró en torno a
él a la habitación y sonrió levemente cuando su mirada descansó en un punto situado
por encima y más allá de las cabezas de los niños. Los dos se volvieron para ver qué
era lo que le hacía sonreír, pero allí no había nada más que un grabado de Jesús, de
cuando Jesús era niño y se había quedado levantado hasta muy tarde vestido con su
camisón y hablando con todos los sabios del templo. «Ah —se dijo Rufus—. Es por
eso».
Cuando volvieron la cabeza el padre Jackson había vuelto a fruncir el ceño y les
miraba igual que se había mirado las uñas. Sonrió enseguida, aunque no tan
amablemente como había sonreído a Jesús, y les miró de otro modo para que no
pareciera que quería saber si estaban realmente limpios. Pero seguía pareciendo que
estaba disgustado por algo. Los dos le miraron mientras se preguntaban qué era lo
que le molestaba. ¿Estaría Catherine haciéndose pis en las braguitas?, se preguntó
Rufus; la miró pero le pareció que estaba bien. ¿Qué estaría haciendo Rufus para que
aquel hombre pareciera tan disgustado?, pensó Catherine. Miró a su hermano, pero

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éste no hacía nada más que contemplar a aquel hombre. Los dos niños le miraron
deseando que si estaba enfadado con ellos les dijera por qué en lugar de mirarles así,
y deseando también que se sentara en otro sillón. Él les miró a los dos sintiendo que
aquella forma tan grosera de contemplarle fijamente estaba socavando su mirada y su
silencio, con los cuales había tratado de impresionarles y de llevarles a un estado
suficientemente solemne y receptivo para las cosas que se proponía decirles, y
preguntándose si debería reprenderles o no. Desde luego, decidió, si no tienen
modales ni siquiera en un momento así, éste es el momento apropiado para hablar del
asunto.
—Niños, no se debe observar así a los adultos —dijo—. Es una impertinencia.
—¿Qué? —preguntaron los dos. ¿Qué quería decir «observar», se preguntaron, y
«adultos», e «impertinencia»?
—Debéis decir «señor», o «disculpe, padre».
—¿Señor? —dijo Rufus.
—Tú —dijo el padre Jackson a Catherine.
—¿Señor? —dijo Catherine.
—No debéis observar a la gente… mirarla como me estáis mirando a mí.
—Ah —dijo Rufus. Catherine se sonrojó.
—Decid: «Perdone, padre».
—Perdone, padre.
—Tú —dijo el padre Jackson a Catherine.
Catherine se sonrojó aún más.
—Perdone, padre —susurró Rufus.
—No le apuntes, por favor —le interrumpió el padre Jackson como si se estuviera
dirigiendo a una clase—. Vamos, niña, nunca es demasiado pronto para aprender a ser
una señorita y un caballero, ¿no?
Catherine no dijo nada.
—¿No? —preguntó el padre Jackson a Rufus.
—No lo sé —replicó Rufus.
—Considero la tuya una respuesta totalmente descortés a un pregunta hecha con
toda cortesía —dijo el padre Jackson.
—Sí —dijo Rufus que comenzaba a sentir frío en lo más profundo del estómago.
¿Qué quería decir «descortés»?
—Si estás de acuerdo —dijo el padre Jackson—, di: «Sí, padre».
—Sí, padre —dijo Rufus.
—Entonces es que eres consciente de tu descortesía. Es deliberada y calculada —
dijo el padre Jackson.
—No —dijo Rufus. No entendía las palabras, pero estaba claro que se le acusaba
de algo.
El padre Jackson se recostó en el sillón de su padre, cerró los ojos y cruzó las
manos. Al cabo de un momento abrió los ojos y dijo:

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—Hijito, hijita (dirigió su larga barbilla azul hacia Catherine), no es el momento
ni el lugar adecuado para reprimendas. —Separó las manos, se inclinó hacia delante
mientras se golpeaba la rodilla con el índice de la mano derecha y, con el ceño
fieramente fruncido, dijo con una voz que parecía amable pero no lo era—: Sólo
quiero deciros… —Oyeron a Hannah en la escalera—. Niños —dijo mientras se
levantaba—, esto debe esperar a otra ocasión.
Apuntó con la barbilla a Hannah mientras levantaba las cejas.
—¿Quiere subir, padre? —preguntó ella con voz apagada.
Sin volver a mirar a los niños, él la siguió al piso de arriba.
Los dos se miraron a los ojos; tenían la boca abierta; escucharon. Oyeron lo que
habían supuesto que oirían: los pasos en el pasillo de arriba, la puerta del cuarto de su
madre que se abría, la voz extrañamente velada de su madre, la puerta que se cerraba:
silencio.
Con mucho cuidado de que los escalones no crujieran, subieron a hurtadillas hasta
mitad de la escalera. No podían oír las palabras, sólo la fuerza y el tono de las voces;
la de su madre, tan curiosamente velada, tan sumisa, tan suave, parecía hacer
preguntas y aceptar las respuestas. La voz del hombre era tranquila y suave, pero
reflejaba el fuerte convencimiento de que se hallaba en posesión de la verdad y de
que ninguna otra voz podía poseerla hasta ese punto; parecía decir cosas
desagradables como si fueran amables o como si no importara que lo fueran o no
porque en cualquier caso eran ciertas; parecía afirmar, dar información, hacer frente a
preguntas por medio de respuestas que se hallaban más allá de toda discusión o
incluso comentario, y tratar de proporcionar consuelo pudiera hacerlo o no con lo que
estaba diciendo. Una y otra vez la forma en que su madre interrogaba les sonaba a los
niños como si se preguntara si una cosa podía ser justa, si podía ser verdad, si podía
ser tan cruel, pero cada vez que ese tono se introducía en su voz, la del hombre se
hacía más sonora e imperiosa, o aún más deseosa de proporcionar consuelo, o las dos
cosas a la vez; y luego la voz de su madre sonaba siempre muy suave. La de la tía
Hannah era casi tan clara y leve como siempre, pero había ahora en ella una especie
de dulzura y de tristeza que nunca habían oído hasta entonces. Tía Hannah parecía,
sobre todo, mostrar su acuerdo con el padre Jackson, unir su voz a la de él en su
esfuerzo por dominar a su madre, aunque de una forma mucho más amable. De vez
en cuando parecía aclarar, con mayor detalle y mayor suavidad, algo que él acababa
de explicar, y, en dos ocasiones, cuestionó algo casi como su madre lo había
cuestionado, pero con más energía, con un tono cercano a la amargura o a la
irritación. Y en esas dos ocasiones la voz del padre Jackson cambió, perdió algo de su
sonoridad, y por un momento el sacerdote habló rápidamente como volviendo atrás,
como para asegurar a las dos mujeres que, naturalmente, no había querido decir lo
que ellas creían que había dicho, que solamente (y entonces la voz comenzó a
adquirir seguridad) tenían que darse cuenta de que (y al llegar a este punto ya casi
había recuperado su fuerza anterior) de hecho, naturalmente… y ahora ya hablaba

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como antes y parecía decir exactamente lo mismo que ya había dicho, sólo que lo
decía con una autoridad aún mayor y dejando menos margen todavía al desacuerdo. Y
entonces tía Hannah murmuraba su asentimiento con una voz fría y remota y el tono
de aceptación de su madre era apenas audible.
En ocasiones, cuando las voces alcanzaban una crisis en ese suave alboroto,
Rufus y Catherine se miraban a los ojos fríos y brillantes, que aumentaban su brillo y
se helaban aún más cada vez que la voz del hombre se intensificaba y la voz de su
madre expresaba debilitamiento o derrota. Pero la mayor parte del tiempo se
limitaban a mirar fijamente el pomo de la puerta, cambiando silenciosamente de
postura en la escalera cuando notaban que se les dormía una pierna. No podían
imaginar qué le estaban haciendo a su madre, pero los dos, cada uno a su manera,
estaban seguros de que era algo malo, algo a lo que ella se sometía casi sin
resistencia, aunque sin duda se trataba de un engaño. Rufus se vio repetidamente a sí
mismo abriendo de golpe la puerta y entrando en la habitación con una piedra en la
mano y diciendo: «Deje de hacer daño a mi madre». Catherine sólo sabía que un
desconocido vestido de negro, con una barbilla terrible y un extraño sombrero, un
hombre al que ella odiaba y temía, había entrado en su casa, había sido recibido por
tía Hannah y hasta por su misma madre, se había sentado en el sillón de su padre
como si pensara que tenía derecho a hacerlo, le había hablado con palabras que no
había podido entender y ahora le hacía a su madre cosas secretas y crueles ante los
ojos de la tía Hannah. Si papá estuviera aquí, le mataría. Ojalá que papá viniera
corriendo y le matara, eso era lo que ella quería. Pero Rufus se dio cuenta de que su
tía Hannah, e incluso su madre, estaban de parte del padre Jackson y en contra de él,
y de que le sacarían de la habitación, y le castigarían terriblemente, y seguirían
adelante con aquella cosa horrible que estaban haciendo, fuera lo que fuese. Y
Catherine recordó, sobresaltada, que papá no volvería porque estaba en casa de los
abuelos, y que le verían una vez más y no volverían a verle hasta que fueran al cielo.
Pero de pronto sonaron una especie de crujidos y de ruidos sofocados y las voces
cambiaron. La del padre Jackson se imponía ahora aún más que antes, aunque no
parecía que estuviera discutiendo, ni informando, ni tratando de proporcionar
consuelo, y ni siquiera parecía que estuviera dirigiéndose a una de las dos mujeres.
Había perdido la mayor parte de su sonoridad teatral y todo su dominio. Parecía
hablar ahora a alguien que era más fuerte y seguro que él en la misma o mayor
medida que él era más fuerte y más seguro que su madre, y en su voz había algo de la
humildad de ésta. Sin embargo, era una voz confiada, como convencida de que la
persona a la que se dirigía aprobaría lo que le decía y le pedía, sin rechazarle como él
había rechazado a su madre. Y, en cierto modo, la voz era aún más autoritaria que
antes, como si el padre Jackson hablara no sólo en su propio nombre sino también en
nombre de la persona a la que se dirigía, como si hablara con el poder de esa persona
y, al mismo tiempo, con una humildad varonil. Estaba claro, también, que la voz
disfrutaba tanto con su propio sonido como con el sonido y el contorno melódico de

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las palabras que pronunciaba, de forma tan natural como al buen cantante deleitan,
indisolublemente, su propia voz y la melodía que canta. Y estaba claro que, aunque ni
una sola palabra llegaba a oídos de los niños, en ese disfrute la voz no estaba
equivocada. Desde donde se encontraban los niños no podían distinguir una sola
palabra, pero el sonido, y el ritmo, y las inflexiones eran tan hermosas y turbadoras
como los de cualquier canción que hubieran oído hasta entonces. El ritmo en general,
empezó a notar Rufus, no era muy diferente del de las oraciones que pronunciaba el
doctor Whittaker, y supo entonces que el padre Jackson estaba rezando. Pero si el
doctor Whittaker daba a las palabras y frases un énfasis especial y un colorido
personal, como si trataran de asuntos que requerían razonamiento y persuasión, el
padre Jackson hablaba casi sin ningún énfasis y sólo con el colorido más sutil, como
si la emoción, el colorido, llegaran a las palabras desde muy lejos, como un eco.
Hablaba como si todo lo que decía fuera, en cada idea, en cada sílaba, definitivo,
concluyente, como si todo hubiera sido perfeccionado más allá de toda disquisición
mucho antes de que él hubiera nacido, como si la verdad y la eternidad fluyeran como
la más clara de las aguas en el ritmo del lenguaje y en el tono de su voz; su voz
aceptaba y sustentaba ese lenguaje como el lecho de un arroyo. Volvieron a mirarse el
uno al otro; Rufus vio que su hermana no entendía. «Está rezando», susurró.
Ella ni le entendió ni le creyó, pero se dio cuenta, perpleja, de que ahora el
hombre se mostraba amable, aunque ella ni siquiera quería que fuera amable con su
madre, no quería que fuera nada con nadie. Pero los dos comprendieron claramente
que las cosas habían mejorado; lo notaban en la voz del hombre, que a la vez les
fascinaba e inquietaba oscuramente, y lo notaban en las voces de las dos mujeres, que
una y otra vez, cuando él se detenía para tomar aliento, intervenían con una breve
palabra o dos, y, en ocasiones, con una frase entera. Las voces de las dos mujeres les
parecieron más tiernas, más vivas, y menos humanas de lo que nunca les habían
parecido hasta entonces, y ese distanciamiento de lo humano les preocupaba. Se
dieron cuenta de que existía algo por lo que tanto su madre como su tía abuela sentían
verdadera devoción, algo que proporcionaba a sus voces una vitalidad y un encanto
especiales, algo que era ajeno al amor que sentían por ellos y lo trascendía, y
sintieron que ese algo significaba para ellas más de lo que significaban ellos o
cualquier otra persona del mundo. Se dieron cuenta, con bastante claridad, de que el
objeto de esa devoción no era el hombre del que desconfiaban, aunque éste estaba
profundamente relacionado con él. Intuyeron que aunque todo era mejor para su
madre de lo que había sido unos minutos antes, en un sentido era mucho peor. Porque
antes, al menos, había expresado sus dudas, aunque fuera levemente, mientras que
ahora se encontraba totalmente derrotada y hechizada, y la transición a la plegaria
había significado el momento y la prueba de su derrota. Durante tanto tiempo y con
tanta tristeza contemplaron el pomo de la puerta mientras daban vueltas en su espíritu
a aquellas tristes e inciertas intuiciones, que el pomo redondo y blanco se convirtió en
lo único que veían sus ojos en el universo, exceptuando una neblina, sutilmente

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palpitante, impregnada de un magnífico sonido quedo, de forma que cuando sonó el
timbre de la puerta se asustaron tanto que el corazón se les contrajo.
Luego, con un terror casi semejante, se dieron cuenta de que les sorprenderían en
la escalera. Echaron a correr hacia abajo, con una precipitación tan desesperada como
sus esfuerzos por no hacer ruido. La puerta se abrió de golpe arriba. No ve, pensaron
(porque fue Hannah quien salió), pero en el mismo instante se dijeron: pero oye
mejor que nadie. Un escalón crujió ruidosamente; les invadió el terror; aun así,
continuaron. «¿Sí?», gritó Hannah bruscamente; se encontraba ya en la escalera. El
timbre de la puerta volvió a sonar. En el último peldaño hicieron un ruido terrible;
sólo querían desaparecer a tiempo. Se escurrieron al interior de la sala y vieron pasar
a su tía; estaban tan excitados por la emoción como si aún pudieran atreverse a
esperar no ser descubiertos, y, al mismo tiempo, les paralizaba la inevitabilidad de
una terrible reprimenda y del dolor físico.
Hannah ni siquiera se volvió a mirarles; se dirigió directamente a la puerta.
Era el señor Starr: Por lo general llevaba trajes de un color castaño semejante a su
bigote e igualmente peludos, pero esta mañana llevaba un traje azul oscuro y una
corbata negra. En la mano llevaba un sombrero hongo.
—Walter —dijo tía Hannah—, usted sabe cuánto significa lo que está haciendo
por nosotros.
—Oh, vamos… —dijo Walter.
—Pase —dijo ella—. Mary bajará enseguida. Niños, ya conocéis al señor Starr…
—Claro que nos conocemos —dijo el señor Starr sonriéndoles con sus ojos
castaños a través de sus lentes. Posó la mano que sostenía el hongo sobre el hombro
de Rufus y la otra en la mejilla de Catherine—. Venid a sentaros conmigo hasta que
baje vuestra madre.
Se dirigió directamente al sillón de su padre, pero cambió de rumbo con tristeza y
se sentó en una silla junto a la pared.
—Así que vais a venir a visitarnos —dijo.
—¿Qué?
—Que vais a venir —dijo Walter—. ¿O es que mamá…? ¿Os ha dicho vuestra
madre que quizá vengáis a visitarnos?
—No.
—Bueno, hay tiempo de sobra. ¿Habéis oído alguna vez un gramófono?
—Ella casi ni lo oye.
—¿Cómo?
El señor Starr parecía totalmente desconcertado.
—El tío Andrew dice que no debería ni intentarlo.
—¿Quién?
—La abuela.
Hasta entonces el señor Starr nunca le había parecido tonto, pero ahora Rufus
empezó a pensar que tenía tan mala memoria como los niños de la esquina. ¿Estaría

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bromeando? Le parecía rarísimo que fuera así. Decidió confiar en él.
—Ya sabe, cuando llama por teléfono, como ha dicho usted[4].
El señor Starr reflexionó un momento y luego pareció entender. Pero casi en el
momento en que entendió comenzó a reírse, así que, después de todo, debía de haber
estado bromeando. Rufus se sintió profundamente herido. El señor Starr dejó de reír
de pronto como sorprendido de sí mismo.
—Vamos a ver —dijo—. Creo que empiezo a entender cómo nos hemos metido
en este lío. Tú nunca habías oído hablar del aparato al que yo me he referido y has
creído que me refería al teléfono de la abuela. Claro. Naturalmente. Pero yo hablaba
de una caja muy bonita de la que sale música. ¿Has oído alguna vez una música que
sale de una caja?
—No.
—Pues en casa, lo creas o no, tenemos una caja de la que sale música. ¿Quieres
oírla algún día?
—Sí.
—Bien. A ver si lo arreglamos. Y pronto. ¿Quieres saber cómo se llama esa caja?
—Sí.
—Gra-mó-fono. ¿Lo ves? Suena como el teléfono de la abuela, pero un poco
diferente. Gra-mó-fono. ¿Sabes decirlo?
—Gra-mó-fono.
—Eso es. Me pregunto si sabrá decirlo tu hermanita.
—¿Catherine? Te lo dice a ti.
—Gra-mú-fono.
—Gra-mó-fono.
—Gra-mó-fono.
—Muy bien. Tienes que ser muy lista para decir una palabra tan difícil.
—Yo puedo decir palabras aún más difíciles —dijo Rufus—. ¿Quiere verlo? La
Bestia Primigenia Dominante.
—Vaya, qué listo eres. Aunque no quiero decir que seas más listo que tu hermana.
Tú eres mucho mayor.
—Sí, pero yo podía decirlo cuando tenía cuatro años. Ella tiene casi cuatro y
seguro que no puede decirlo. ¿Puedes, Catherine? ¿Puedes decirlo?
—Bueno, verás, hay gente que aprende un poco más deprisa que otros. Está muy
bien aprender deprisa, pero también está bien ir despacio. —Se acercó, cogió en
brazos a Catherine y la sentó en sus rodillas. Olía casi tan bien como su padre,
aunque su pecho era más blando, y ella pareció feliz—. Y ahora dime, ¿qué quiere
decir la palabra «primigenia»?
—No lo sé, pero suena bien y da miedo.
—¿Da miedo? ¿Sí? Bueno, supongo que da miedo cómo suena. Pero si sabes
decirla, deberías averiguar lo que quiere decir.
—¿Qué quiere decir?

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—No estoy seguro, pero es que yo no la digo. Nunca tengo ocasión.
Extendió un brazo y Rufus se acercó sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Sintió el brazo fuerte y amable en torno a él.
—Eres un niño muy listo —dijo el señor Starr—, pero no está bien que te
pavonees así delante de tu hermana.
—¿Qué es «pavonearse»?
—Presumir de cosas que tú puedes hacer y ella no puede hacer todavía. No está
bien.
—No, señor.
—Así que ten cuidado y no lo hagas.
—No, señor.
—Porque Catherine es una niña muy lista también.
—Sí, señor.
—¿Verdad que sí, Catherine?
Sonrió a la niña y ella se sonrojó de placer. A Rufus le gustó tanto Catherine de
pronto que le sonrió, y cuando ella le devolvió la sonrisa los dos se sintieron felices y
al momento se avergonzó de haberla tratado así.
—Quiero deciros una cosa a los dos —oyeron decir al señor Starr en voz baja.
Levantaron la vista hacia él—. No porque vayáis a comprenderlo ahora, sino porque
tengo que decíroslo; me rebosa el corazón y es a vosotros a quienes quiero decirlo.
Quizá lo recordéis más adelante. Se trata de vuestro padre. Porque nunca tuvisteis la
oportunidad de conocerle realmente. ¿Puedo decíroslo?
Asintieron con la cabeza.
—Hay gente que lo pasa muy muy mal. Que no tiene dinero, ni una buena
educación. Que apenas tiene la comida suficiente. Nada de lo que tenéis vosotros,
exceptuando buenas personas que les quieren. Vuestro padre empezó así. No tenía
nada. Tuvo que trabajar hasta casi matarse por cada cosa que consiguió. Algunos de
los mejores hombres que han existido al principio no tenían nada. Como Abraham
Lincoln. ¿Sabéis quién fue?
—Nació en una cabaña de troncos —dijo Rufus.
—Eso es, y se convirtió en el mejor hombre que hemos tenido nunca.
Se quedó callado un momento y se preguntaron qué iría a decirles de su padre.
—Nunca tuve ocasión de conocer a Jay, a vuestro padre, tan bien como habría
deseado. Creo que él nunca supo en cuánta estima le tenía. Pero yo, Rufus y
Catherine, le apreciaba muchísimo. Creo que ni mi propia esposa ni mi hijo
significaban más para mí —hizo otra pausa—. Soy un hombre corriente —continuó
—. No soy malo. Sólo corriente. Pero siempre he pensado que vuestro padre se
parecía mucho a Lincoln. No quiero decir que prosperara en la vida. Quiero decir que
se parecía a él como hombre. Hay personas que llegan a lo que esperaban llegar en
esta vida. La mayoría de nosotros, no. Pero ningún hombre tuvo tan pocas
posibilidades como vuestro padre. Y ninguno lo intentó tanto ni tuvo tantas

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esperanzas. No en cuanto a prosperar. Me refiero a las cosas buenas de verdad.
Quería una vida agradable, y quería comprensión, para él y para todos. No ha habido
hombre más valiente que vuestro padre, ni mejor, ni más generoso. Ya no hay
hombres así. Todo lo que quería deciros es que vuestro padre ha sido uno de los
mejores hombres que hayan existido nunca.
De pronto cerró muy fuerte los ojos detrás de sus lentes y tragó saliva; dejó
escapar un largo suspiro que era casi un sollozo. Profunda y solemnemente
emocionados, se acercaron a él sin saber si lo hacían para consolarle o para
consolarse.
—Vamos, vamos —dijo con los ojos todavía cerrados—. Vamos, ya está. Vamos,
vamos.
Oyeron cómo arriba se abría la puerta.

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Capítulo 18
Cuando el dolor y la conmoción sobrepasan los límites de lo soportable,
sobrevienen periodos de agotamiento, de anestesia, en los que se siente relativamente
poco y se tiene la ilusión de reconocer y de comprender muchas cosas. A lo largo de
aquellos días, Mary, en esos momentos de respiro, había hallado una especie de solaz
en un pensamiento recurrente: al menos lo estoy soportando. Soy consciente de lo
que ha ocurrido, me estoy enfrentando a ello y estoy sobreviviendo. Había
encontrado, incluso, una especie de orgullo, una especie de placer desolado, en esa
sensación: estoy llevando la carga más pesada que jamás soñé que pudiera llevar un
ser humano y, sin embargo, estoy sobreviviendo. Se le había ocurrido, por supuesto,
que eso le sucedía a mucha gente, que era algo muy común, y esa idea la humillaba y
la consolaba. Pensó: sencillamente, esto es la vida; hasta ahora no me había dado
cuenta. Pensó: ahora soy un miembro más adulto de la raza humana; dar a luz, que
tan importante le había parecido, no había sido más que un aprendizaje. Pensó que
nunca hasta entonces había tenido ocasión de darse cuenta de la fuerza que tienen los
seres humanos para resistir: amaba y veneraba a todos los que habían sufrido alguna
vez, incluidos aquellos que no habían podido soportarlo. Pensó que nunca hasta
entonces había tenido ocasión de conocer el poder, el rigor, la ternura de Dios. Pensó
que, por primera vez, comenzaba a conocerse, y de aquel principio de conocimiento
extrajo una esperanza extraordinaria. Pensó que había crecido casi de la noche a la
mañana. Pensó que había comprendido todo lo que cabía en su espíritu con respecto a
aquel acontecimiento, y cuando finalmente llegó el momento de ponerse el velo,
dejar la habitación que había compartido con su esposo, salir de casa para ir a verle
por primera vez desde su muerte y sobrevivir a aquel largo día que lo ocultaría a sus
ojos hasta el fin de los tiempos, pensó que estaba segura y dispuesta. Se había negado
a «probarse» el velo; la sola idea de aprobarlo o desaprobarlo frente a una luna le
parecía obscena, así que cuando ahora se acercó al espejo y lo dejó caer sobre su
rostro para partir, se vio por primera vez desde la muerte de su marido. Sin desear ver
su rostro y sin que le importara el aspecto que éste pudiera tener, vio que había
cambiado; a través del velo oscuro y transparente, sus ojos grises contemplaron los
ojos grises que la contemplaban a través del velo oscuro y transparente. Debo de
tener fiebre, pensó, sorprendida por su brillo; y se volvió. Fue cuando llegó a la
puerta para cruzar el umbral, para abandonar esa habitación, para abandonar esa
forma de vida para siempre, cuando le invadió el abrumador descubrimiento de que,
algún día, retrospectivamente, se daría cuenta de que todo lo que había ocurrido
antes, todo lo que había creído sentir y experimentar —aunque fuera más o menos
cierto—, no había sido nada en comparación con lo que sentía en ese momento. El
descubrimiento no vino acompañado de ningún tipo de concreción, exceptuando la
que suponía centrarse en el puro acto físico de salir de la habitación, pero llegó con
tal fuerza, con un peso tan monstruosamente penetrante, a su corazón, y a su espíritu,

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y a su mente, y a su cuerpo, pero sobre todo a su vientre, al que arribó y en el que se
alojó como una piedra cada vez mayor, portentosa y fría, que Mary gimió de un modo
casi inaudible, apenas con un mero suspiro silencioso, con un Ohhhhhhh, y se dobló
profundamente con las manos sobre el vientre y se le derritieron las rodillas.
Hannah, más menuda que ella, la sujetó y gritó, «¡Cierra esa puerta!». Habría de
pasar mucho tiempo antes de que las dos mujeres cayeran en la cuenta del
resentimiento, el desprecio y la compasión que les inspiró el sacerdote por haberse
quedado en la habitación. En ese momento, ni siquiera se dieron cuenta de que se
encontraba allí. Hannah la ayudó a sentarse en el borde de la cama y se sentó a su
lado, exclamando una y otra vez con voz acongojada: «Mary, Mary, Mary, Mary. Oh
Mary, Mary, Mary», posando levemente su mano de solterona, ya traslúcida, sobre la
nuca velada, y aferrando de tal modo una de las muñecas de Mary que dejó grabada
en ella un brazalete de magulladuras.
Mientras tanto, Mary se balanceaba calladamente, hacia adelante y hacia atrás y
de un lado a otro, profiriendo, calladamente, desde lo más profundo de su cuerpo, no
como una criatura humana sino como un animal mortalmente herido, unos sonidos
sordos, como una salmodia, no estridentes pero sí informes y desordenados,
hermanos, excepto en su quietud, de esos bramidos sobrehumanos, dementes, con
que se paren los hijos. Y mientras se balanceaba y gemía, el descubrimiento perdió
poco a poco su concentración más fuerte y penetrante; tomaron forma, a partir de la
más completa oscuridad y tan lentamente como se hace visible la campiña con la
primera luz del día, un número de descubrimientos diferentes que podían concretarse
en imágenes, emociones, ideas, palabras y obligaciones; y así, no más de dos minutos
después, durante los cuales Hannah no cesó de decirle «Mary, Mary» mientras el
padre Jackson rezaba con los ojos cerrados, ella permaneció sentada un momento en
silencio, luego se puso de rodillas sin hacer ruido, guardó silencio un momento más,
se persignó, se levantó y dijo: «Estoy preparada».
Pero se tambaleó. Hannah dijo: «Descansa, Mary. No hay prisa», y el padre
Jackson: «Quizá debería echarse un momento», pero ella dijo: «No, gracias. Quiero ir
ahora», y caminó vacilante hacia la puerta, y la abrió, y la cruzó.
El padre Jackson la cogió del brazo en lo alto de la escalera. Ella, aunque intentó
no hacerlo, se apoyó pesadamente en él.

«Vamos», susurró su madre, y, cogiéndoles de la mano, los condujo a través del


Cuarto Verde hasta el salón.
Allí estaba, ante la chimenea, y casi parecía que no hubiera otra cosa en la
habitación exceptuando la luz del sol sobre el suelo.
Era muy largo y oscuro; pulido como una barca y con unas asas brillantes. La
mitad de la tapa estaba abierta. Flotaba en el aire un olor extraño, dulce, tan tenue que
apenas se notaba.

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Rufus no había visto nunca una quietud mayor. Los ruidos ligeros que hacían al
acercarse a su padre se desvanecían en ella como el susurro infinitesimal de la nieve
cayendo sobre el agua.
Allí estaban su cabeza y sus brazos, su traje, allí estaba él.
Rufus no le había visto nunca tan indiferente, y en ese mismo instante supo que
jamás volvería a verle de otro modo. Parecía ligeramente impaciente, con la barbilla
un poco levantada como para ocultar su objeción a un cuello demasiado apretado y
demasiado solemne. Y en ese ligero apremio de la barbilla, en las ligeras huellas de
ceño que permanecían en la piel, en el arco de la nariz, y en la boca fuerte y quieta
había una apariencia de orgullo. Pero, sobre todo, había indiferencia; y en esa
indiferencia que dominaba cada partícula de su ser —una indiferencia que habría
podido rechazarles o despedirles, sólo que era demasiado indiferente como para que
le importara que se fueran o no—, en esa autosuficiencia que nada podía alterar,
había algo más, algo que producía otra sensación que Rufus no podía identificar
siquiera porque nunca la había experimentado hasta entonces: había una belleza
perfecta. La cabeza, las manos, habitaban esa perfección completa, inmutables,
indestructibles, inmóviles. Se movían sobre la existencia calladamente, semejantes a
las piedras que se desplazan como suspendidas en el agua sin tocar el lecho de la
corriente.
El brazo estaba doblado. Del traje oscuro, del puño almidonado, surgía la muñeca
velluda.
La muñeca formaba un ángulo; la mano estaba arqueada; los dedos no se tocaban.
La mano, tan sosegada que parecía a la vez despreocupada y mayestática,
descansaba exactamente sobre el centro del cuerpo.
Los dedos parecían excepcionalmente limpios y secos, como si los hubieran
frotado con mucho cuidado.
La mano parecía muy fuerte y las venas destacaban claramente en ella.
Las ventanas de la nariz estaban muy oscuras, aunque creyó ver en una de ellas
algo que parecía algodón.
En el labio inferior, un poco hacia el lado izquierdo, había una pequeña línea azul
que se prolongaba por debajo de la boca.
Exactamente en la punta de la barbilla había otra marquita azul, tan fina y recta
como dibujada con un lápiz y apenas más ancha.
Las arrugas que formaban las ventanas de la nariz y la boca casi habían
desaparecido.
Tenía el pelo cuidadosamente cepillado.
Los ojos estaban tranquila y despreocupadamente cerrados, los párpados eran
como seda sobre los globos oculares, y cuando Rufus dirigió una rápida mirada de los
ojos a la boca le pareció que su padre estaba a punto de sonreír. Y sin embargo la
boca no sugería ni sonrisa ni gravedad; sólo fuerza, silencio, virilidad y una
satisfacción indiferente.

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Le vio con mucha más claridad de lo que le había visto nunca; y sin embargo su
rostro parecía irreal, como si acabara de afeitarle un barbero. La cabeza entera parecía
encerada, y también la mano parecía perfectamente hecha de cera.
La cabeza reposaba alzada sobre un pequeño almohadón de satén blanco.
Flotaba en la habitación un olor extraño, sutil, como a heno recién cortado o a
hospital, pero tampoco exactamente a eso, un olor tan tenue que apenas podía
asegurarse que existiera.
Rufus vio todo aquello en pocos segundos y se dio cuenta de que su madre cogía
a Catherine en brazos para que pudiera ver mejor; se hizo a un lado. Con el rabillo del
ojo miró apenas el rostro sonrosado de su hermana y oyó cómo respiraba suavemente
mientras contemplaba a su padre, su quietud, su fuerza y su belleza.
Distinguía el punto oscuro y diminuto de cada pelo afeitado de la barba.
Miró con atención la forma en que la carne estaba cincelada formando un canal
desde la base de la nariz hasta el borde blanco del labio.
Miró con atención la muesca aún más delicada formada bajo el labio inferior.
Pensó que era extraño, e inquietante, que alguien pudiera yacer tan quieto tanto
tiempo; sabía que su padre no volvería a moverse nunca; pero saberlo no hacía esa
inmovilidad menos extraña.
En su interior, y fuera de él, todo excepto su padre era ligero e irreal, todo estaba
tocado por una especie de calor y de impulso, por una especie de dulzura que parecía
el latido de un corazón. Pero en el seno de esa dulzura extraña e irreal, en su mismo
centro aunque de una naturaleza ajena a todo el resto y más real que todo lo demás,
yacía grave su padre, cuya noble mano, en su timidez, deseaba tocar.
—Vamos, Rufus —susurró su madre. Se arrodillaron. Él apenas alcanzaba a ver
por encima del borde del ataúd. Miró la mano perfecta.
Su madre le rodeó con un brazo y sintió su mano en el hombro. Deslizó su brazo
en torno a ella y sintió su mano viva en su hombro y también el brazo de su hermana.
Tocó tiernamente el brazo desnudo de la niña y notó cómo la mano de ella le buscaba
para aferrarse a él. Rodeó su brazo con la mano y notó lo pequeño que era. Sintió latir
una vena contra el hueso justo bajo la axila.
—Padre nuestro —dijo la madre.
Se unieron a su oración, Catherine esperando aquellas palabras que conocía con
seguridad, Rufus bajando la voz casi hasta el silencio cuando ella dudaba y tratando
de trasmitirle las palabras claramente. Su madre hablaba con suavidad.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a
nosotros tu reino, hágase…
—Hágase tu volun… —continuó Rufus solo; luego esperó, desconcertado.
—Hágase tu voluntad —dijo su madre—, así en la tierra —continuó ella dando a
esta palabra un extraño matiz que produjo en él una sensación de temor y de tristeza
— como en el cielo.
—El pan nuestro…

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Esta vez Rufus tuvo más cuidado.
—De cada día —dijo Catherine confiada.
—El pan nuestro de cada día dánoslo hoy —y con aquellas palabras, más todavía,
él pensó que su madre quería decir algo muy distinto—, y perdónanos nuestras
deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
—No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal —y mientras decía
estas palabras la madre mantuvo sus manos posadas sobre sus hijos pero bajó la
cabeza—: Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria —dijo con una certeza casi
vindicativa—, por siempre, Señor. Amén.
Guardó silencio durante unos momentos mientras Rufus seguía mirando la mano.
—Que Dios nos ayude y nos proteja a todos —dijo ella—. Dios mío, ayúdanos a
comprenderte. Dios mío, ayúdanos a conocer tu voluntad. Dios mío, ayúdanos a
confiar plenamente en ti, entendamos o no. Ayuda a estos niños a recordar a su padre
en toda su bondad, y en su fuerza, y en su indulgencia, y en su amor, en el enorme
amor que sentía por ellos. Ayúdales a poseer lo que había de bueno, de amable, de
valiente en él, todo lo que a él le habría gustado ver en ellos de mayores si tú, en tu
infinita sabiduría, hubieras decidido dejarle con vida. Dios mío, permítenos sentir,
saber, que él puede seguir viéndonos mientras vivimos, que sigue estando entre
nosotros, que no ha sido privado de sus hijos, y de todo lo que había esperado y
querido para ellos, ni ellos han sido privados de él. No han sido privados de él.
—Dios mío, haz que sepamos que aún sigue entre nosotros, que aún nos quiere,
que le importa lo que nos ocurre, lo que hacemos, lo que somos; que le importa
mucho. Oh, Dios mío…
Pronunció estas palabras claramente y no dijo nada más; y Rufus sintió que ella
miraba a su padre, pero no movió los ojos y pensó que no debería saber aquello de lo
que estaba seguro. Al poco rato oyó los movimientos de los labios de su madre, tan
suaves de nuevo como el silencio que caía igual que la nieve sobre el mundo entero, y
dejó de mirar la mano para mirar el rostro de su padre, y vio la barbilla alzada,
surcada por una línea azul, y la forma en que se hundía la carne bajo los huesos de la
mandíbula, y por primera vez reconoció el peso específico de la palabra muerto.
Apartó la mirada rápidamente y una emoción solemne resonó en su interior como el
tañido de una campana prodigiosa, y oyó emocionado los labios nevados de su madre
con el deseo de que nunca volviera a sufrir un dolor semejante, y de nuevo miró la
mano cuya despreocupada majestad seguía inalterada. Deseó más que antes poder
tocarla, pero si hasta entonces se había preguntado si podría hacerlo si encontraba la
manera de quedarse solo y sin que nadie pudiera verle o saberlo nunca, ahora estaba
seguro de que no debía intentarlo. La contempló, por lo tanto, con mucha mayor
atención, tratando de trasladar su tacto a aquello que sólo podía ver, pero no
consiguió mucho. Se dio cuenta de que la mano de su madre sobre su hombro carecía
de sentimiento y de significado. Notó que la suya propia y el brazo de su hermana
estaban sudorosos, y cambió de mano, y lo cogió con la otra, suavemente pero sin

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cariño, y sintió cómo la mano de la niña se tensaba, y experimentó una gran dulzura
hacia ella porque era demasiado pequeña para entender. La mano se transformó,
durante unos momentos, en un mero objeto y sólo pudo oír la voz de su madre
mientras repetía: «Adiós Jay, adiós. Adiós. Adiós. Adiós, Jay mío, esposo mío.
Adiós. Adiós».
Luego no oyó nada más y sólo tuvo conciencia de la mano, que era un objeto, y
sintió una fuerte presión sobre su cráneo y oyó una voz, baja pero sonora.
No era su madre… Sí, veía su falda, un poco más atrás, a un lado, y a Catherine,
con una mano muy grande posada también sobre su cabeza, y su cara, silenciosa y
atónita. Y entre ellos, un poco más atrás, unos zapatos negros y unas perneras negras
perfectamente planchadas y sin vueltas.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia —dijo la voz, y su madre se unió a
ella—, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el
fruto de tu vientre, Jesús.
—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén.
—Padre nuestro que estás en los cielos —dijo la voz, y los niños se unieron a ella
—: santificado sea tu nombre —pero al ver que su madre dudaba se detuvieron y la
voz continuó—: Venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad —dijo la voz con un
calor especial— así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo
hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores. —Habían retirado todo lo que había en la repisa de la chimenea—. Y no
nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal —y al llegar a este punto la mano
abandonó la cabeza de Rufus y el sacerdote se santiguó y luego volvió a posarla sobre
la cabeza del niño—, porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por siempre, Señor.
Amén.
Durante un momento la voz quedó en silencio. Removiéndose un poco bajo la
mano, Rufus miró hacia arriba.
El sacerdote tenía la mandíbula apretada, el rostro serio, los ojos cerrados con
fuerza.
—Oh, Señor, cuida y protege a estos huérfanos inocentes —exclamó con los ojos
cerrados. ¡Así que lo somos!, se dijo Rufus, sabiendo que hacía muy mal al pensarlo
—. Protégeles de todas las tentaciones que la vida les pueda presentar. Que cuando
lleguen a comprender lo que, en tu inescrutable sabiduría, has hecho que suceda,
conozcan y reverencien tu voluntad. Dios mío, te rogamos que sean siempre el niño y
la niña, el hombre y la mujer que este hombre bueno habría deseado que fueran. Que
nunca deshonren su memoria, oh Señor. Y Señor, que gracias a tu misericordia
lleguen a saber muy pronto que tienen en ti un padre amante y verdadero. Que acudan
a ti sobre todo en sus penas y en sus alegrías como acudirían a su padre terrenal si
viviera. Y que, gracias a tu infinita misericordia, lleguen a ser unos niños
verdaderamente católicos. Amén.

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Algunos de los azulejos de la chimenea que asomaban por detrás del pie del
ataúd, los del borde, eran de un azul grisáceo. Los otros eran veteados y chillones, de
un amarillo rojizo.
La voz cambió y dijo delicadamente:
—Que la paz del Señor, que otorga el entendimiento, mantenga en vuestras
mentes y en vuestros corazones el conocimiento y el amor de Dios y de su hijo,
nuestro Señor Jesucristo. —La mano volvió a elevarse sobre la cabeza de Rufus y
trazó una gran cruz sobre cada uno de los dos niños mientras el sacerdote decía—:
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea con
vosotros y os acompañe siempre.
—Amén —dijo su madre.
El sacerdote tocó el hombro de Rufus y éste se levantó. Catherine se levantó
también. Su padre no se había levantado; naturalmente, pensó Rufus. No se había
movido, pero parecía cambiado. A pesar de la belleza, la calma y la grandeza en que
yacía, a Rufus le parecía como si le hubieran tirado en plena calle y le hubieran
dejado allí, como si fuera un extraño perfectamente disfrazado. Sintió una punzada de
dolor y de incredulidad, y se disponía a inclinarse para verle más de cerca, cuando
notó el leve peso de una mano sobre su cabeza, la de su madre, lo supo, y la oyó
decir: «Vamos, niños», y los llevaron hasta la puerta que daba al vestíbulo.
Vio que el piano estaba cerrado.
—Ahora mamá quiere quedarse aquí solo un minuto o dos —les dijo—.
Enseguida estaré con vosotros. Id al Salón Este con la tía Hannah y esperadme allí.
Les hizo una caricia y cerró la puerta sin ruido.
Mientras se dirigían al Salón Este, se dieron cuenta de que no se encontraban
solos en el oscuro vestíbulo. Andrew estaba de pie junto al perchero, agarrado a la
barandilla, y sus ojos, llorosos y rígidos, brillantes de furia, llegaron hasta las raíces
de su alma fríos como el hielo, de forma que los niños entraron apresuradamente en
la habitación donde su tía abuela estaba sentada en una mecedora, inmóvil y con las
manos sobre el regazo, mientras la luz sin sol brillaba satinada en sus lentes y relucía
como escarcha sobre su pelo.
Oyeron pasos en las escaleras y supieron que era su abuelo. Le oyeron girar para
cruzar el vestíbulo, y más tarde su voz, apagada y sorprendida:
—Andrew, ¿dónde está Poll?
Y la voz de su tío, fría, junto a su oído:
—Ahí dentro… con el padre Jackson.
—¡Ah! —oyeron gruñir a su abuelo.
Tía Hannah corrió hacia la puerta.
—Rezando.
—¡Ah! —volvió a gruñir él.
La tía Hannah cerró rápidamente la puerta y volvió corriendo a su mecedora.
Pero después de tanto correr, lo único que hizo cuando volvió a su asiento fue

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sentarse con las manos sobre el regazo y mirar al frente a través de sus gruesos lentes,
y lo único que ellos pudieron hacer fue sentarse también en silencio y mirar los
limpios visillos de encaje de las ventanas, y el magnolio y la acacia del jardín, y la
pared de la casa de al lado, y un grueso petirrojo que picoteó en el césped hasta que
echó a volar, y a la gente que de vez en cuando pasaba por la acera soleada, y las
calesas y los automóviles que de vez en cuando pasaban por la calle soleada. Se
sentían misteriosamente inmaculados, extraños y cuidadosos con sus ropas limpias, y
era como si la casa se hallara en la sombra y ellos anduvieran de puntillas en medio
de un mundo iluminado por el sol. Cuando se cansaron de mirar aquellas cosas,
miraron a la tía Hannah, pero ella no pareció darse cuenta, y cuando vieron que no
había respuesta, se miraron el uno al otro. Pero mirarse nunca les había producido
placer ni interés alguno y tampoco se lo produjo esta vez. Sólo veían que el otro
estaba demasiado limpio y, como consecuencia, que él o ella estaba demasiado limpio
también, y que algo pasaba que exigía de ellos una conducta tan cuidadosa, unos
modales tan excepcionalmente buenos, que lo único imaginable dada la situación era
quedarse sentado muy quieto. Pero aun sentados muy quietos, sin nada en que fijar la
atención a excepción del otro, se miraron quizá con mayor atención de lo que se
habían mirado hasta entonces, y lo que vieron les produjo timidez y desasosiego.
Rufus vio a una niña mucho más pequeña que él, con su cara redonda colorada y
perpleja y un gesto que parecía de enfado, y sintió por ella cierta lástima al verla
perdida en su perplejidad y su soledad, pero sobre todo le molestó su mirada de furia
reprimida, de incomprensión, y pensó una y otra vez: «Muerto. Está muerto. Eso es lo
que está; está muerto», y sintió que la habitación en que yacía su padre era como una
cavidad sin límites que se abría en la casa y en su propio ser, como si se hallara junto
al borde de un abismo en medio de las tinieblas y pudiera sentir ese espacio vacío en
la oscuridad; y mientras miraba el rostro de su hermana pudo ver el rostro de su padre
casi con igual claridad, tal como acababa de verlo, y se dijo una y otra vez: «Muerto.
Muerto»; y miró con inquietud y desagrado el rostro de su hermana, tan diferente, tan
encendido y activo, tan airado y tan incapaz de comprender. Y Catherine veía a su
padre metido en esa caja alargada como un enorme muñeco mudo que ni sonreía ni se
movía y que exhalaba un olor dulzón que daba miedo, un muñeco a causa del cual se
encontraba allí sentada, sola, y envarada y demasiado limpia, y nadie se mostraba
amable con ella ni le hacía ningún caso, y todo se hacía de puntillas, y, con la
aquiescencia de su madre, un hombre que ella temía y odiaba ponía su mano sobre su
cabeza y hablaba de un modo incomprensible. Algo terrible estaba ocurriendo y a
nadie parecía importarle, nadie le decía nada, ni la ayudaba, ni la quería, ni la
protegía, y allí, demasiado limpio, estaba su hermano, que siempre se creía tan listo,
mirándola con aversión y desprecio.
Así que, después de contemplarse fríamente unos momentos, volvieron a mirar al
jardín, y a la calle, y trataron de interesarse por lo que veían, y olvidar aquello que tan
poderosamente impregnaba sus pensamientos, y calmar su intranquilidad física para

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no ser censurados; y cansados de todo eso, miraron una vez más a su tía, casi tan
distante como su padre; e inquietos, volvieron a mirarse el uno al otro, y de nuevo al
jardín y a la calle sobre la cual el sol se movía lentamente. Y entonces vieron un
coche que se acercaba, y al señor Starr que bajaba de él apresuradamente y caminaba
con lentitud hacia la casa.

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Capítulo 19
Cuando regresaron con el señor Starr, Rufus advirtió que un hombre que pasaba
por la acera se volvía para mirar la casa de su abuelo, apartaba la mirada rápidamente,
volvía a mirar otra vez y de nuevo apartaba la vista.
Vio que había varias calesas y varios automóviles, parados y sin ocupantes, al
otro lado de la calle, pero que estaba vacío el espacio que quedaba delante de la casa.
Ésta parecía de pronto especialmente desnuda, y cambiada, y silenciosa, y sus
esquinas parecían particularmente duras y definidas, y junto a la puerta principal
colgaba una gran guirnalda de crespón negro. La puerta se abrió antes de que la
tocaran y allí estaban el tío Andrew, y su madre, y, tras ellos, el vestíbulo oscuro, y
les abrumó una fragancia que mareaba y producía náuseas y una oleada de vitalidad
multitudinaria que surgió del interior y les invadió igualmente. Casi enseguida fueron
arrastrados a la oscuridad del interior del vestíbulo, y en la fragancia reconocieron el
aroma de las flores, y la vitalidad que se derramaba sobre ellos era la de la gente que
llenaba la casa. Rufus sintió una gran fuerza y un posible peligro a su derecha, y al
mirar fugazmente al interior del Salón Este vio que todos los estores, excepto uno,
estaban bajados, y que, contra la luz fría que entraba por esa ventana, la habitación
aparecía llena de figuras oscuras que se encogían desconsoladas en el borde de sus
asientos, pesadas y primordiales como osos en el interior de un foso; y aún estaba
mirando cuando oyó cómo se elevaba un quejido sordo al que se unió otro quejido
más alto superado a su vez por un lamento sordo y por otro lamento más alto, y vio
cómo una mujer se levantaba de pronto y con un sollozo estentóreo y plañidero se
tiraba del pelo de las sienes y luego extendía las manos hacia arriba y hacia el frente:
pero en ese momento Andrew se precipitó a cerrar la puerta con una velocidad y un
silencio brutales y desesperados, y Rufus se dio cuenta en aquel mismo instante de
que sus pasos y aquel gemido habían causado una conmoción a su izquierda, y, al
mirar con la misma atención al interior del cuarto soleado en el que yacía su padre,
vio un grupo increíblemente denso de gentes vestidas de oscuro, sentadas en sillas
endebles y quejumbrosas, que le miraban a su vez y que apartaban la vista tratando de
hacer como si no hubieran mirado.
—No importa, Andrew —susurró su madre—. Abre la puerta. Diles que iremos
dentro de un momento.
Y llevó a los niños al fondo del pasillo, donde no podían ser vistos a través de
ninguna de las dos puertas, y susurró a Walter Starr:
—Papá está en el Cuarto Verde, y mamá también. Gracias, Walter.
—No hay de qué —dijo Walter al pasar junto a ella, y su mano planeó junto al
hombro de Mary. Luego entró silenciosamente en el comedor.
—Venid, niños —dijo su madre inclinando el rostro sobre ellos—. Vamos a ver a
papá solo una vez más. Pero no podremos quedarnos. Sólo podemos mirar un
momento. Después veréis a la abuela Follet, sólo un momento. Y luego el señor Starr

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volverá a llevaros a su casa y mamá os verá más tarde.
Andrew se acercó a ella y asintió bruscamente.
—Está bien, Andrew —dijo—. Vamos, niños. —Y, levantando las manos de
pronto, dejó caer el velo y los niños vieron su rostro y sus ojos a través de la
oscuridad de la tela. Ella les cogió de la mano—. Ahora, venid con mamá —susurró.
Allí estaba el tío Hubert vestido con un traje oscuro; estaba muy limpio y
sonrosado con el rostro lleno de pequeñas arrugas. Les miró rápidamente y apartó la
vista enseguida. Allí estaba la vieja señorita Storrs, y allí estaban la señorita Amy
Field, y la señorita Nettie Field, y el doctor Dekalb, y la señora Dekalb, y el tío
Gordon Dekalb, y la tía Celia Gunn, y la señora Gunn, y Dan Gunn, y la tía Sarah
Eldridge, y la tía Ann Taylor, y también muchas otras personas a las que los niños no
estaban seguros de haber visto hasta entonces, y todas parecían como si trataran de no
mirar y como si compartieran un secreto y estuvieran ofendidas porque les hubieran
pedido que lo confesaran; y allí estaba el montón de flores más enorme que los niños
habían visto en su vida, flores de todas clases, altas y extremadamente frescas y rojas
y amarillas, altas y blancas como el almidón, rosas oscuras y rosas blancas, helechos,
claveles y grandes hojas de palmeras que parecían barnizadas, todas ellas
entrelazadas y sujetas con hilos de alambre y entretejidas con cintas negras y
plateadas, y de un dorado brillante, y de un dorado oscuro, y todas ellas de una
fragancia casi asfixiante; y allí, casi oculto entre las flores, estaba el ataúd, y junto a
él otros dos desconocidos, que, al entrar ellos en la habitación, se apartaron y fueron a
sentarse rápidamente; y luego un desconocido, vestido con una chaqueta larga y
oscura, se acercó a su madre con silenciosa presteza, los ojos brillantes como gelatina
oscura, y, con gesto distinguido, la instó a seguir adelante y se hizo orgullosa y
humildemente a un lado; y ahí estaba papá otra vez.
No se había movido ni un milímetro y, sin embargo, había cambiado. Su rostro
parecía más remoto que antes, y mucho más corriente, y como si estuviera cansado o
aburrido. No parecía tan grande como era en realidad, y el perfume de las flores era
tan fuerte y la vitalidad de los asistentes al duelo tan dominante y formada por tantos
espíritus tan compuesta y penetrada por el decoro y el comedimiento, y sintieron con
tanta insistencia la fuerza de todos los ojos posados sobre ellos, que vieron a su padre
casi tan distraídamente como si fuera una pintura o una imagen que le sustituyera, y
en consecuencia tuvieron poca conciencia de su presencia y sintieron poco interés por
ella. Y aún seguían mirando, aturdidos por esa curiosidad vacía, cuando los sacaron
de allí, y pasaron con su madre junto al piano cerrado, y entraron en el Cuarto Verde.
Y allí estaban el abuelo y la abuela, y el tío Andrew, y la tía Amelia, y la tía Hannah;
y la abuela se levantó enseguida y abrazó a su madre, y le dio unas palmadas
enérgicas en los hombros, y el abuelo se levantó también; y mientras la abuela se
inclinaba y abrazaba y besaba a los dos niños diciendo «Hijitos, hijitos» con una voz
un tanto alta y descontrolada, vieron la cabeza elegante y cínica de su abuelo, quien
en ese momento abrazaba a su madre, y se dieron cuenta de que no era tan alto como

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ella; y mientras tanto su tía Amelia permanecía tímidamente de pie con los brazos en
jarras. Cuando su madre les sacó de la habitación miraron hacia atrás y vieron que el
hombre de la chaqueta larga y otro desconocido habían cerrado el ataúd y lo
atornillaban rápida y silenciosamente.

Walter Starr estaba de pie en medio del vestíbulo como si no supiera qué hacer.
Su madre fue derecha hacia él.
—Ya estamos dispuestos, Walter —dijo.
Él asintió tímidamente y se apartó un poco mientras ella hablaba a los niños.
—Ahora vais a iros —les dijo—. Volveréis a casa del señor Starr, como él os dijo
esta mañana. Pasadlo bien y sed buenos, y el señor Starr os traerá con mamá más
tarde. —Enderezó el cuello del vestido de Catherine que había languidecido—. Y
ahora, adiós —dijo—. Mamá no tardará en veros.
Los besó levemente.
Ya no tardará; no tardará.
Pasaron tan calladamente ante la puerta del salón y a través del porche silencioso
y de los escalones de la entrada que Rufus pensó que se movían con tanto sigilo como
ladrones.
Cuando casi habían llegado a la casa del señor Starr, éste dobló por sorpresa una
esquina, y luego otra, y después dijo a los niños:
—Creo que querréis verlo. Quizá no, pero creo que más tarde os alegraréis de que
os haya traído.
Y condujo un poco más deprisa a lo largo de la bocacalle vacía y silenciosa,
volvió a doblar otra esquina, avanzó muy lenta y silenciosamente y paró.
Se encontraban en la calle lateral, justo enfrente de la casa del doctor Dekalb y
frente a la esquina y la ancha faja de hierba. Podían ver la casa de su abuelo y todo lo
que ocurría y sabían que no les veían. Seis hombres, su tío Andrew, su tío Ralph, su
tío Hubert Kane, su tío George Bailey, el señor Drake y un hombre al que no habían
visto nunca, llevaban por las asas, desde la casa hasta la calle, un cajón alargado,
brillante y gris, y supieron que ése era el cajón en el que yacía su padre y que debía
de pesar mucho. Los hombres eran de alturas diferentes, de forma que el tío Andrew,
que era alto, y el tío George Bailey, que era más alto aún, tenían que flexionar un
poco las rodillas, mientras que el tío Hubert, que era el más bajo, se estiraba hacia
fuera lo más posible. Inmediatamente detrás de ellos iba su abuelo, que parecía andar
aún más despacio, y una mujer alta cubierta con un velo negro, que, por su altura y su
gracia humillada, supieron que era su madre; e inmediatamente detrás de ella, con la
tía Jessie a un lado y el padre Jackson al otro, iba otra mujer cubierta con un velo
negro, que, por su baja estatura y su cojera, supieron que era su abuela Follet. E
inmediatamente detrás de ellos iban la abuela y la tía Hannah, y la tía Sally y la tía
Amelia, y la tía Celia Gunn y la señora Gunn y la señorita Bess Gunn, y el viejo

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señor Kane, y la señorita Amy Field, y la señorita Nettie Field, y el doctor Dekalb y
la señora Dekalb y el tío Gordon Dekalb, y el porche y los escalones del porche
seguían llenos de gente vestida de oscuro cuyos rostros y porte reconocían vagamente
pero cuyos nombres ignoraban, y de personas que no estaban seguros de haber visto
hasta entonces, y de otras muchas que seguían saliendo lentamente por la puerta
principal. Y un poco más arriba de la casa, tras ella, había un coche de un negro
reluciente, y dos hombres pequeños y rápidos, vestidos de negro, corrían a él
constantemente desde la casa sacando del interior grandes brazadas de flores de
colores brillantes y cargándolas en el interior del automóvil. Y al pie de los escalones
que bajaban a la calle, el hombre de la chaqueta larga que les había acompañado hasta
el ataúd hizo ahora un gesto imperioso y, arrastrada por tres caballos negros y
relucientes y un caballo de un castaño rojizo brillante, una caja alta, estrecha y
alargada, adornada con volutas, y de un negro reluciente, y cerrada por un cristal
negro, avanzó un corto trecho y luego un poco más, de modo que la parte trasera,
negra y reluciente, quedó solo un poco más allá del arranque de los escalones; y los
hombres que llevaban el ataúd de su padre dudaron en lo alto de los escalones, y el
hombre de la chaqueta larga asintió cortésmente mientras se volvía y abría las puertas
traseras de la carroza alta y cegada, de forma que, con dificultad y cuidado, ellos
bajaron los estrechos escalones apretujándose con cautela, y el hombre se quedó a un
lado de las puertas abiertas y, al parecer, les habló y les dio instrucciones con las
manos, y mientras su madre y su abuelo dudaban en lo alto de los escalones y, detrás
de ellos, la columna oscura de asistentes al duelo dudaba igualmente, los hombres
que llevaban el pesado cuerpo de su padre lo alzaron como si fuera difícil de levantar,
con cuidado pero como contra su voluntad, y con mucha cautela y reverencia, entre
codazos y movimientos bruscos, empujaron el ataúd hasta el fondo de la oscura
carroza de manera que sólo se veía el extremo, y entonces oyeron un tranvía que se
aproximaba. Y el hombre de la chaqueta larga cerró una de las puertas y ya sólo
pudieron ver una esquina de la caja, y luego cerró la otra puerta y ya no pudieron
verla, y el hombre aseguró la brillante manija plateada que mantenía las puertas
cerradas, y uno de los caballos movió nerviosamente las orejas, y el tranvía, que se
había parado, se oyó ahora más fuerte. Y la carroza oscura y alargada avanzó unos
pasos, y volvió a pararse, y un coche de caballos cerrado y de un negro brillante
avanzó y se colocó tras ella, y el tranvía pasó, y vieron cómo las cabezas de los
viajeros se volvían a mirar por las ventanillas y un hombre se quitaba el sombrero, y
cómo su madre y su abuelo bajaban los escalones, y su abuelo ayudaba a su madre a
subir al coche, y la abuela Follet y la tía Jessie y el padre Jackson bajaban los
escalones, y su abuelo y el padre Jackson ayudaban a la abuela Follet a subir al coche
y ayudaban también a subir a la tía Jessie, y el ruido del tranvía se fue apagando, y el
tío Ralph se hizo a un lado para que el abuelo pudiera subir, y luego él y el padre
Jackson se hicieron a un lado para que la abuela Lynch pudiera subir, y, después de
dudar un poco, ayudaron a subir a la abuela, y el tío Ralph subió después y echaron

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las cortinas de las ventanillas, y la carroza larga y negra y el coche de caballos negro
avanzaron, y un segundo coche ocupó su lugar y una larga fila de calesas y de coches,
tras un momento de duda, avanzó también, y un hombre que había estado parado en
la acera desierta de enfrente echó a andar hacia el oeste, y cruzó la calle delante de
los niños poniéndose el sombrero al llegar al bordillo opuesto, y oyeron los últimos
ecos del tranvía, pero también oyeron el fuerte piar de dos gorriones que picoteaban
unos restos que había en la calle, y el señor Starr dijo: «Será mejor que nos
vayamos», y entonces se dieron cuenta de que no había apagado el motor, porque
apenas había acabado de decirlo cuando dio marcha atrás lo más silenciosa y
cuidadosamente que pudo, y dobló la esquina marcha atrás y bajaron despacio por la
misma bocacalle silenciosa que les había llevado hasta allí.
Cuando hubo parado el coche delante de su casa, antes de bajarse, dijo:
—Quizá sea mejor que no digáis nada de esto. —Siguió sin hacer ademán de
bajarse, así que ellos también se quedaron sentados y quietos. Al poco rato, él dijo—:
No, haced lo que os parezca mejor.
No les miró; no les había mirado en todo este tiempo. Ellos contemplaron cómo
se movían las sombras y se agitaban las hojas.
Él bajó del coche, abrió la puerta y tendió las manos hacia Catherine.
—¡Arriba! —dijo.

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Capítulo 20
En la casa resonaban ecos y flotaba todavía un extraordinario perfume de
claveles.
Su madre estaba en el Salón Este.
—Hijos míos —dijo. Parecía como si hubiera hecho un largo viaje, y en ese
momento ellos supieron que todo había cambiado. Apoyaron las cabezas en ella
sabiendo que nada volvería a ser igual, y su madre les apretó tan fuerte que pudieron
olería, y sintieron un gran amor por ella, pero eso no cambió nada.
Ella no pudo hablar y ellos tampoco; se dieron cuenta de que estaba rezando en
silencio y ahora, en lugar de amor, sintieron tristeza y esperaron cortésmente a que
acabara.
—Nos quedaremos aquí, en casa de la abuela —dijo ella finalmente—. Al menos
esta noche.
Y de nuevo no pudo decir nada más.
Comenzaron a sentir sus manos, posadas sobre ellos, como un simple peso. Rufus
se acercó más, tratando de recuperar la ternura perdida; en ese mismo instante,
Catherine se apartó.
Él entiende, pensó su madre, y trató de no sentirse dolida por el nerviosismo de la
niña. Ésta, consciente en ese momento de plenitud de que su hermano era preferido,
se sintió tan herida que su madre lo experimentó en su cuerpo y aflojó el abrazo en el
momento en que la niña deseaba con más fuerza que la envolviera en su cariño. Por la
forma en que le estrechaba, pensó Rufus, cree que soy mejor de lo que soy, y sintió
como si hubiera dicho una mentira y le hubieran creído, pero esta vez no fue una
sensación agradable.
—Que Dios bendiga a mis hijos —susurró ella—. Que Dios nos bendiga y nos
proteja a todos.
—Amén —susurró Rufus cortésmente. Trató de librarse de su malestar
abrazándose a ella aún más fuertemente y sintió su mano aún más apasionada,
mientras Catherine, como poseída por el dolor y la soledad, permanecía como
petrificada.
Así continuaron en silencio, la madre engañada, el hijo desleal y la hija
fatalmente herida, y así fue como los encontró Andrew, quien, al vislumbrar el
hermoso cuadro que podían inspirar, se dijo llorando en su interior: «Supera a la
Sagrada Familia».
—Ven a dar un paseo conmigo —dijo Andrew, y desde el porche Catherine les
siguió con la mirada hasta que los perdió de vista. Luego apartó de la pared una de las
mecedoras, se sentó en ella y empezó a mecerse. Pensó que podría hacerlo mientras
no hiciera ningún ruido y quiso intentarlo. Pero por más cuidado que ponía en
evitarlo, la mecedora producía un crujido en el suelo de madera del porche y chirriaba
levemente. Dejó de mecerse, no tanto porque le pareciera mal hacer ruido como

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porque no quería que la oyeran. Se quedó sentada con las manos y los brazos
estirados a lo largo de los brazos de la mecedora y, a través de la barandilla del
porche, miró al césped del jardín y a la calle. Un petirrojo saltaba pesadamente sobre
la hierba. Lanzó a Catherine una mirada rápida y penetrante, luego una segunda
mirada breve y aguda como el pinchazo de una aguja y ya no le prestó más atención,
sino que siguió saltando pesadamente, picoteando y picoteando la hierba con unos
picotazos muy semejantes a sus miradas breves y penetrantes.
Al otro lado de la calle vio al doctor Dekalb que caminaba por la acera en
dirección a su casa; aún llevaba puesto su traje oscuro. Recordó cómo su padre la
saludaba siempre con la mano cuando la veía de lejos, esperó un momento a que el
doctor mirara y le saludó, pero él no le devolvió el saludo; ni siquiera la miró, sino
que siguió derecho hacia su casa.
Al fondo del jardín lateral, entre las flores, vio a la señora Dekalb, que llevaba un
largo vestido blanco, unos largos guantes blancos y una bolsa de papel en la cabeza.
No estaba en cuclillas, sino inclinada sobre las flores, y cuando se trasladaba a otro
lugar se enderezaba, alta y delgada, se recogía la falda con una mano y la levantaba
delicadamente como hacía la abuela cuando subía a una acera o bajaba de ella. Luego
volvía a inclinarse otra vez como si se agachara sobre una cuna para dar las buenas
noches.
Había mucha gente caminando por las aceras, y la mayoría en dirección contraria
al centro.
En el naranjo de los osages que había junto al porche, las hojas descansaban en el
aire perezosas, casi como si durmieran; se movían apenas y volvían a quedar quietas
de nuevo.
El petirrojo había apresado un gusano; aseguró los talones, retrocedió unos pasos
y tiró con fuerza. El gusano se rompió en dos. El pájaro engulló rápidamente la mitad
que tenía en el pico y, hundiendo éste en la tierra aún más velozmente que antes, asió
el resto y volvió a tirar. El cuerpo se estiró sin romperse y surgió del suelo de pronto;
Catherine vio cómo se retorcía mientras el petirrojo se lo llevaba, trazando una gran
curva en el aire entre las ramas del árbol del jardín, y a sus oídos llegaron los débiles
silbidos de sus crías.
Ahora el doctor Dekalb estaba junto a su mujer y ambos se miraban y se
hablaban. Ella era más alta, pero él era más robusto. Se había quitado la chaqueta y
unos tirantes de color azul pálido se cruzaban sobre su espalda. Su cuello era de un
rojo oscuro por encima de la camisa blanca.
Al final de la manzana, en el cruce de la calle siguiente, otras personas andaban
por las aceras; parecían cansadas pero caminaban deprisa, diminutas a aquella
distancia, y casi todas ellas iban en dirección contraria al centro.
El tío Gordon Dekalb iba hacia su casa. Vestía aún su traje oscuro y llevaba su
sombrero en una mano. Tenía un trasero muy gordo y andaba como un pato. Aun
desde donde estaba sentada, Catherine podía ver lo gruesos y congestionados que

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parecían su cuello y su cara. Como decía el tío Andrew, parecía que tuviera la boca
llena de puré de patata. El tío Gordon miró hacia la casa y Catherine levantó la mano,
pero él apartó rápidamente la mirada y cruzó el césped para reunirse con su padre y
con su madre. Los tres hablaron.
Un ruido ligero y repentino asustó a Catherine; se dio cuenta de que procedía del
salón. El ruido cesó. Se levantó de la mecedora en un silencio absoluto y se acercó a
hurtadillas a la ventana del ángulo del porche. La abuela estaba sentada al piano y lo
había abierto; Catherine veía las teclas. La abuela permaneció sentada un largo rato
sin apartar las manos de su regazo. Luego se levantó, cerró el piano y entró en el
Cuarto Verde; llevaba puesto su delantal. Pero antes de que Catherine pudiera
retirarse de la ventana, la abuela volvió a entrar en la habitación (no puede ver a esta
distancia, se dijo la niña enseguida para tranquilizarse), miró a su alrededor con su
mirada miope y penetrante, frunció los labios y se sentó de nuevo al piano. Abrió el
teclado una vez más, curvó las manos sobre las teclas y movió los dedos, pero no se
oyó sonido alguno. La abuela no oye muy bien, recordó Catherine, habla muy alto.
Así que tampoco puede oír bien cuando toca el piano. La anciana estaba inclinada,
acercando el oído bueno a las teclas como hacía siempre que tocaba, y sus pies
pisaban los pedales, pero no se oía ningún sonido.
¿Por qué no puedo oírlo yo?, pensó de pronto Catherine. Siempre lo oigo. Miró y
escuchó con mayor atención: nada.
Con súbito placer, pensó en que quizá tendría que escuchar con ayuda de una gran
trompetilla negra, pero entonces se dio cuenta de que oía el trajín de la calle y los
murmullos de la ciudad y supo por qué no oía la música. La abuela se limitaba a
presionar ligeramente las teclas sin producir ningún sonido.
Luego, cerca de Catherine, su abuelo cruzó el umbral de la habitación y se detuvo
bruscamente. Estaba mirando a la abuela. Él tampoco oía muy bien, pero oía mejor
que su mujer y siempre se sentaba al fondo del salón cuando ella tocaba. Así que él lo
supo también. Al poco rato se acercó a donde estaba sentada la abuela de espaldas a
él, y sus manos flotaron en el aire como si fuera a tocar su cabello o sus hombros
encorvados. Un momento después, se volvió y se fue por donde había venido, aún
más despacio y en silencio y con la cabeza tan hundida que Catherine supo con
seguridad que no había reparado en ella.
La abuela terminó y dejó las manos inmóviles entre las teclas, moviéndolas
solamente para rozar las negras y las blancas que quedaban entre ellas. Luego apartó
las manos y las cruzó sobre su regazo. Después se levantó, cerró el piano y entró en el
Cuarto Verde.
El doctor Dekalb, la señora Dekalb y el tío Gordon ya no estaban en el jardín.
¿Dónde está papá?
De pronto se dio cuenta de que no soportaba estar sola. Fue al vestíbulo y al Salón
Este, pero su madre ya no estaba allí. Avanzó por el pasillo hacia el comedor y oyó a
su abuela trastear en la despensa, pero supo que no quería verla ni que ella la

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encontrara. Cruzó el comedor de puntillas, apresuradamente, escondiéndose detrás de
la mesa, y entró en el Cuarto Verde, pero allí no había nadie. Miró por la ventana y
vio a su abuelo de pie en medio del jardín, mirando fijamente las hojas espinosas de
la pita. Cruzó apresuradamente el salón entre la agobiante fragancia de las flores y
subió las escaleras lo más deprisa y silenciosamente que pudo; la puerta del cuarto de
la tía Amelia estaba cerrada.
Ahora la cara le ardía y estaba llorando. Corrió por el pasillo: cerrada. La puerta
del cuarto de la tía Hannah estaba cerrada. Detrás se oía el rumor tierno, frío y
apagado de una voz: la voz de la tía Hannah; la voz de su madre. Acercó la oreja a la
puerta y escuchó.

Oh Dios, Creador y Protector de toda la humanidad; te pedimos humildemente


por todos los hombres de todo tipo y condición, para que tengas a bien darles a
conocer tu voluntad de forma que puedan salvarse todas las naciones. Te rogamos
muy especialmente por tu santa Iglesia universal, para que sea guiada y gobernada
por tu espíritu de forma que todos los que profesan tu fe y se dan el nombre de
cristianos sean conducidos al camino de la verdad y mantengan su fe en la unidad del
espíritu, en la unión de la paz y en la rectitud de la vida. Finalmente, encomendamos
a tu bondad paternal a todos aquellos que sufren cualquier tipo de aflicción, tanto
mental, como física, como en su hacienda. Complácete en confortarlos y aliviarlos de
acuerdo con sus necesidades, concediéndoles paciencia para sobrellevar sus
sufrimientos y el feliz término de su aflicción. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

Dios todopoderoso, Padre misericordioso, nosotras, tus indignas siervas, te damos


humildemente las gracias por la bondad y el amor que nos has demostrado a nosotras
y a todos los hombres. Te damos las gracias por habernos creado y protegido, y por
habernos proporcionado tantos dones en esta vida, pero, sobre todo, por el amor
infinito que nos has demostrado con la redención del mundo por parte de nuestro
Señor Jesucristo y por habernos concedido la gracia y la esperanza de la gloria. Te
suplicamos que nos permitas reconocer debidamente todas tus mercedes, que nuestros
corazones sean verdaderamente agradecidos y que cantemos tus alabanzas, no sólo
con nuestros labios sino también con nuestras vidas, entregándonos a tu servicio y
presentándonos ante ti revestidas de santidad y rectitud todos los días de nuestras
vidas; por Nuestro Señor Jesucristo, para quien, junto a ti y el Espíritu Santo, sean el
honor y la gloria hasta el fin de los tiempos. Amén.

La voz de su madre se ahogó. La tía Hannah, con una gran calma, continuó la
oración que había iniciado y la terminó. Luego, aún con mayor tranquilidad, dijo:
«Mary, querida, dejémoslo ya».

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Y un momento después Catherine oyó la voz de su madre temblorosa y casi
chillona:
—No, no; no, no; te lo ruego, tía Hannah. Yo… yo…
Y de nuevo la voz de la tía Hannah:
—Dejémoslo ya.
Y la de su madre:
—Sin esto, creo que no podría soportarlo en absoluto.
Y la de la tía Hannah:
—Vamos, vamos. Que Dios te bendiga y te ayude. Vamos, vamos.
Y la de su madre:
—Sólo un minuto más y me recuperaré.
Y un silencio.
Y luego la voz de la tía Hannah, fría y tierna… y la de su madre…
En completo silencio, Catherine se introdujo a hurtadillas por la puerta abierta
frente a la del cuarto de la tía Hannah y se escondió debajo de la cama de sus abuelos.
Ya no lloraba. Solo quería que nadie volviera a verla nunca más. Se tumbó en el suelo
de lado y fijó la vista en el sombrío entramado de la alfombra. Cuando la puerta de la
tía Hannah se abrió, sintió tal terror que profirió un grito ahogado y apretó
fuertemente las rodillas contra el pecho. Cuando empezaron a llamarla abajo, se
encogió más todavía, y cuando oyó pasos en las escaleras y una preocupación
creciente en las voces, comenzó a temblar toda entera. Pero para cuando los oyó
llegar por el pasillo ya había salido de debajo de la cama y estaba sentada en ella, de
espaldas a la puerta y con el corazón rompiéndole la respiración.
—¡Pero si estás aquí! —gritó su madre, y, al volverse, Catherine se asustó al ver
el miedo y las lágrimas en su rostro—. ¿Es que no nos has oído?
Dijo que no con la cabeza.
—¿Cómo es posible? ¿Estabas dormida?
Dijo que sí con la cabeza.
—Creía que estaba contigo, Amelia.
—Y yo creía que estaba contigo o con mamá.
—¿Pero dónde has estado, tesoro? Por todos los santos, ¿has estado aquí tú sola?
Catherine dijo que sí con la cabeza; sacó más y más el labio inferior, sintió que la
barbilla le temblaba y odió a todo el mundo.
—Que Dios te bendiga, hija mía. Ven con mamá —su madre se acercó
tendiéndole los brazos y Catherine corrió hacia ella lo más deprisa que pudo, hundió
su cabeza en su pecho y lloró como si toda ella estuviera hecha de lágrimas. Sólo
cuando su madre dijo con la misma ternura: «Mira tus braguitas. Estás empapada», se
dio cuenta de que efectivamente lo estaba.

Hasta entonces Andrew nunca le había invitado a dar un paseo con él; Rufus se

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sentía honrado y hacía grandes esfuerzos para no quedarse atrás. Se dio cuenta de que
quizá ahora fuera a decir lo que quería decirle, pero sabía que no debía preguntar.
Cuando se encontraban a una manzana de la casa del abuelo y las casas y los árboles
le eran ya desconocidos, tomó la mano de Andrew y éste tomó la suya rígidamente,
sin apretarla y sin mirarle. Va a decírmelo muy pronto, pensó Rufus. O por lo menos
va a decir algo. Pero su tío no dijo nada. Al levantar la mirada, un paso por detrás de
él, Rufus vio que parecía estar enfadado por algo. Miraba al frente tan fijamente que
sospechó que no miraba nada; su mirada ni siquiera cambió cuando bajaron a la
calzada y volvieron a subir a la acera de enfrente. Tenía el ceño fruncido e hinchadas
las aletas de la nariz, como si oliera algo desagradable. ¿Habré hecho algo malo?, se
preguntó Rufus. No, si hubiera hecho algo malo no me habría pedido que viniera a
pasear con él. Aunque sí lo habría hecho si estaba realmente enfadado y quería
regañarme sin armar un escándalo en casa. Pero no dice nada, así que supongo que no
quiere regañarme. Quizá esté pensando. Quizá esté pensando en papá. En el entierro.
(Había visto la luz del sol reflejada en la carroza cuando ésta se había puesto en
marcha). ¿Qué habrán hecho con él? Los ponen en el suelo y luego colocan todas las
flores encima. Después rezan y vuelven a casa. El Cementerio de Greenwood. Vio en
su mente una imagen muy clara del Cementerio de Greenwood; estaba situado en una
colina baja, y, entre muchas piedras blancas, había árboles verdes a través de los
cuales soplaba el viento a la luz del sol, y en el centro había un montón de flores y
bajo las flores, en su ataúd cerrado, exactamente con el mismo aspecto que tenía esta
mañana, yacía su padre. Sólo que dentro estaba oscuro y no se le podía ver. Siempre
estaría oscuro. Oscuro como el interior de una vaca.
El sol brillará y el viento soplará.
Podía oír el arañazo de la aguja de carbono sobre la superficie del disco y ver los
dientes afilados en la mueca del perro de Buster Brown.
—Si alguna vez algo me impulsa a creer en Dios… —dijo su tío.
Rufus le miró al momento. Andrew seguía mirando al frente y aún parecía
enfadado aunque su voz era tranquila.
—O en la vida después de la muerte… —dijo su tío.
Andaban y respiraban con dificultad porque iban hacia el oeste, subiendo la
empinada cuesta hacia Fort Sanders. El cielo brillaba frente a ellos y caminaban entre
las sombras brillantes y agitadas de los árboles.
—Será lo que ha ocurrido esta tarde.
Rufus le miró atentamente.
—Había muchas nubes —dijo su tío, que continuaba mirando al frente—, pero
pasaban deprisa, de forma que también hacía mucho sol. Justo cuando empezaban a
bajar a tu padre a la fosa, llegó una nube y cayó sobre ella una sombra como de
hierro, y en ese momento una mariposa perfecta, magnífica, se posó en el ataúd,
descansó allí, justo a la altura de su pecho, y allí se quedó, batiendo apenas las alas,

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como un corazón.
Andrew se detuvo y miró a Rufus por primera vez. Sus ojos reflejaban
desesperación.
—Allí se quedó mientras le bajaban, Rufus —dijo—. No se movió, sino para batir
las alas, hasta que el ataúd tocó fondo como una barca de remos. Y entonces el sol
salió con todo su fulgor y la mariposa surgió de ese agujero en la tierra y voló directa
al cielo, tan alto que no pude verla más. —Comenzó a subir la cuesta de nuevo y de
nuevo Rufus se esforzó para no quedarse atrás—. ¿No te parece maravilloso, Rufus?
—dijo Andrew volviendo a mirar al frente desesperadamente.
—Sí —dijo Rufus, porque ahora su tío le estaba preguntando—. Sí.
Sabía que esa respuesta no era suficiente, pero era cuanto podía decir.
—Si los milagros existen —dijo su tío como si alguien estuviera discutiendo con
él—, eso ha sido sin duda milagroso.
Milagroso. Magnífica. Sabía que era mejor no preguntar lo que significaban esas
palabras. Vio claramente una mariposa gigante, y cómo movía las alas suave y
majestuosamente, y los colores de las alas, y cómo subía derecha al cielo, y cómo
todos los colores se incendiaban a la luz del sol, y pensó que probablemente tenía una
idea bastante clara de lo que significaba «magnífica». Pero «milagroso»… Aún veía
la mariposa descansando allí y batiendo sus grandes alas. Quizá «milagroso» quería
decir la forma en que los colores dibujaban vetas y manchas en las alas, o el destello
de la luz en ellas cuando volaban raudas, directamente hacia lo alto. Milagroso.
Magnífica.
Lo veía claramente porque así lo veía su tío cuando se lo describía, y lo que veía
le hacía sentir que algo bueno y especial estaba ocurriendo. Intuyó que era bueno para
su padre, y que el hecho de que yaciera allí en la oscuridad no era tan importante. No
sabía en qué consistía aquello, pero si su tío lo consideraba bueno y estaba tan seguro,
tenía que ser aún mejor de lo que él mismo podía comprender. Su tío hablaba incluso
de creer en Dios, o, al menos, de que quizá algo podría hacerle creer en Dios, y hasta
entonces nunca había oído a su tío hablar de Dios excepto para decir que le
desagradaba o, al menos, que le desagradaba la gente que creía en Él. Así que debía
de ser realmente bueno. Y de pronto empezó a pensar que su tío, entre todas las
personas a las que podía habérselo dicho, le había elegido a él, y respiró hondo lleno
de orgullo y amor. Su tío no lo admitiría ante aquellos que creían en Dios y tampoco
lo diría a aquellos que no creían en Él, porque era algo muy importante y podrían
responderle con algún juramento, pero tenía que decírselo a alguien y se lo había
dicho a él. Y aquello mejoraba mucho la situación con respecto a su padre y con
respecto al hecho de que no estuviera allí en el momento en que más le necesitaba;
ahora todo estaba bien, o casi. No en lo que se refería a su padre, porque él nunca
podría volver, pero, en cualquier caso, todo estaba mejor que antes, porque ahora era
casi como si él, Rufus, hubiera estado presente, y lo hubiera visto con sus propios
ojos, y hubiera visto la mariposa, lo que significaba que era bueno hasta para su

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padre. Era bueno y a él le pasaba lo mismo que a su tío. No había una sola persona, ni
siquiera su madre, ni siquiera su padre, aunque eso fuera posible, a quien quisiera
contárselo ni con quien quisiera hablar de eso. Ni siquiera con su tío, ahora que ya se
lo había dicho.
—¡Y ese hijo de puta! —dijo Andrew.
No estaba seguro de lo que significaba eso, pero sabía que era lo peor que se
podía decir de nadie; si llamabas eso a alguien, esa persona tenía que pelearse
contigo, tenía derecho a matarte. Sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el
estómago.
—Ese Jackson —dijo Andrew, y ahora parecía tan enfadado que Rufus cayó en la
cuenta de que antes no lo había estado—. El padre Jackson —añadió Andrew—,
como insiste en que le llamen. ¿Sabes lo que ha hecho?
Le lanzó una mirada tan feroz que Rufus se asustó.
—¿Qué? —preguntó.
—Ha dicho que no podía leer todo el oficio de difuntos porque tu padre no estaba
bautizado.
Siguió mirando ferozmente a Rufus; parecía esperar a que éste le respondiera. El
niño le miraba, sintiéndose estúpido y atemorizado. Le gustaba que a su tío no le
cayera bien el padre Jackson, pero ésa no parecía ser exactamente la cuestión y no se
le ocurría otra cosa que decir.
—Ha dicho que lo sentía muchísimo —dijo Andrew caricaturizando salvajemente
el tono del sacerdote—, pero que era simplemente una norma de la Iglesia. Menuda
Iglesia —gruñó—. Y se llaman cristianos. Enterrar a un hombre que lo ha sido cien
veces más de lo que él lo será nunca con sus asquerosas enaguas negras, un hombre
cien veces mejor que él, y decir: «No, hay ciertas súplicas e invocaciones con
respecto al descanso de su alma que no puedo hacer a Dios Todopoderoso porque
nunca metió la cabeza bajo un grifo de agua bendita». Tanto arrodillarse, tanto
inclinarse, tanto hacer reverencias y arrastrarse, tanto santiguarse, tanta desagradable
jerigonza, y cuando llega el momento de llevar a cabo un solo acto de simple caridad
cristiana, ¿qué ocurre? Que las reglas de la Iglesia lo prohíben. No pertenece a
nuestro pequeño club. Te aseguro, Rufus, que es suficiente para hacerte vomitar el
alma. En esa… había más de Dios en esa mariposa de lo que Jackson verá en toda la
eternidad. ¡Hijo de puta ñoño y mojigato!
Se encontraban en el límite de Fort Sanders mirando los yermos cubiertos de
brezo y los terraplenes de arcilla mientras Rufus trataba de mantener intactos sus
sentimientos. Hasta hacía sólo un minuto todo parecía estar bien y de pronto era
distinto y confuso. Todo seguía estando bien, todo lo que había estado bien aún lo
estaba, y Rufus no veía cómo podía dejar de estarlo, y sin embargo le resultaba difícil
recordarlo claramente, y recordar cómo se había sentido, y por qué le había parecido
bien, porque desde entonces su tío había dicho muchas cosas. Se alegraba de que no
le gustara el padre Jackson y deseaba que a su madre no le gustara tampoco, pero eso

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no era todo. Su tío había hablado de Dios, y de los cristianos, y de la fe con tanto odio
como un minuto antes había parecido hablar con reverencia y hasta con amor. Pero
era peor que eso. Era que mientras hablaba de que todos se inclinaban y se
arrastraban, y de aquella jerigonza y de todas esas cosas, Rufus empezó a darse
cuenta de que no se refería solamente al padre Jackson sino a todos ellos, de que los
odiaba a todos. Odia a mamá, se dijo. La odia de verdad. Y a tía Hannah también. Las
odia. Ellas no le odian, le quieren, pero él las odia. Aunque realmente no las odia,
pensó. Recordó de cuántas formas había demostrado el cariño que sentía por las dos,
de todas las maneras posibles, y sobre todo lo afectuoso que era con ellas cuando
nada iba mal y todos lo pasaban bien, y cómo se había portado también en esta
ocasión. No las odia, pensó, las quiere tanto como ellas le quieren a él. Pero las odia
también. Ha hablado de ellas como si quisiera escupirles en la cara. Cuando está con
ellas es amable, incluso le caen bien, las quiere. Pero cuando no está con ellas y las
recuerda rezando y cosas así, las odia. Cuando está con ellas hace como si las
quisiera, pero lo que siente de verdad, todo el tiempo, es esto. Me ha contado lo de la
mariposa y a ellas no se lo contaría porque las odia, pero yo no las odio, las quiero, y
cuando me lo ha contado me ha contado un secreto que a ellas no les contaría, como
si yo las odiara también.
Pero ellas también lo habían visto. Seguro que lo habían visto. Por eso no se lo
había contado, porque no había nada que contar. Eso es. Me lo ha contado a mí
porque yo no estaba allí y quería decírselo a alguien, y ha pensado que yo querría
saberlo y es verdad. Pero no si él las odia. Y las odia. Las odia tanto como abrir la
puerta de un horno, pero no quiere que ellas lo sepan. No quiere que lo sepan porque
no quiere herir sus sentimientos. No quiere que lo sepan porque sabe que le quieren y
creen que él también las quiere. No quiere que lo sepan porque las quiere. ¿Pero
cómo puede quererlas si tanto las odia? ¿Cómo puede odiarlas si las quiere? ¿Está
furioso con ellas porque pueden rezar y él no? Él podría rezar también si quisiera,
¿por qué no lo hace? Porque odia las oraciones. Y a ellas también por decirlas.
Deseó poder preguntar a su tío: ¿Por qué odias a mamá?, pero le dio miedo.
Mientras pensaba, miró el fuerte devastado, y de nuevo el rostro de su tío, y deseó
poder preguntar. Pero no preguntó, y su tío no habló más que para decirle, unos
minutos después: «Es hora de volver», y todo el camino hasta casa fueron andando en
silencio.

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JAMES RUFUS AGEE (Knoxville, Tennessee, 1909 - Nueva York, 1955). Fue un
escritor y periodista estadounidense. Su novela autobiográfica Una muerte en la
familia, aparecida en 1957, que ganó el premio Pulitzer en 1958, es considerada una
obra maestra. Colaboró también en el cine, como crítico y como guionista de dos
películas sobresalientes.
Cuando tenía seis años, su padre murió en un accidente de tráfico, hecho que marcó
la vida a Agee. Estudió en la Phillips Exeter Academy de New Hampshire y se
graduó en Harvard.
Se casó tres veces y tuvo cuatro hijos.

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Notas

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[1]
Famoso corredor de carreras norteamericano nacido en 1878. Fue el primer
hombre que condujo un automóvil a 60 millas (100 kilómetros) por hora. [N. de la T].
<<

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[2] En la canción original: gal (en español: «chica») seguido de and (en español: «y»)

puede sonar como gallon, medida equivalente a 3,79 litros que en este caso supone
una referencia a una bebida alcohólica. [N de la T]. <<

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[3] En la canción original las dos primeras sílabas de la palabra chariot (en español:

«carruaje») se pronuncian de forma muy semejante a la palabra cherry (en español:


«cereza»). [N. de la T]. <<

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[4] En el original la confusión se produce por la semejanza de pronunciación entre

gramophone (en español: «gramófono») y grandma phone (en español: «el teléfono
de la abuela»). [N. de la T]. <<

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