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Plutarco

El arte de escuchar
Traducción: Mario De Marchis

Plutarco de Queronéa, in Beocia, (46 d.C.-120 d.C.)

1- Te envío, querido Nicandro, la transcripción del discurso que yo dicté sobre


como se escucha, para que tu puedas prepararte de forma correcta a la escucha
de quien se dirige a ti, con la voz de la persuasión, ahora que te pondrás la toga
viril y te liberaste de quienes te daban órdenes. Esta condición de “anarquía”,
que algunos jóvenes, aún inmaduros sobre el plano formativo, normalmente
confunden con libertad, y hacen creer que las pasiones, casi fueran liberadas de
sus ataduras, se vuelvan sus dueños, dueños más duros que sus maestros y de
los pedagogos de cuando eran muchachos. Justo con el vestido, dice Herodoto,
las mujeres se desvisten también de todo pudor. Así hay jóvenes que, en el
mismo acto de dejar la toga infantil, dejan también todo sentido de pudor y de
respeto y, disuelto del habito que los mantenían correctos, se llenan de
desorden. Tú, al contrario, que en más ocasiones tuviste forma de escuchar que
seguir a Dios y obedecer a la razón son lo mismo, debes de pensar que la
transición desde la niñez a la edad madura, para aquellos que razonan bien, no
significa ya no tener una autoridad que obedecer, sino simplemente cambiarla,
porque en lugar de una persona contratada o de un esclavo, ellos toman la guía
divina de la existencia de la razón. Aquella razón, que es justo decir, que sus
seguidores son los únicos hombres verdaderamente libres, dado que sólo ellos
han aprendido a querer lo que se debe, y por lo tanto, viven como quieren.
Innoble, sin embargo, y mezquino y expuesto a grandes remordimientos, es el

Plutarco, El arte de escuchar 1


comportamiento que se explica en los impulsos y en las acciones que nacen de la
inmadurez y de falsos razonamientos.

2- debes de pensar que la transición desde la niñez a la edad madura, para


aquellos que razonan bien, no significa ya no tener una autoridad que obedecer,
sino simplemente cambiarla, porque en lugar de una persona contratada o de un
esclavo, ellos toman la guía divina de la existencia de la razón.Pienso, de todas
formas, que no te molestará escuchar alguna observación preliminar sobre el
sentido del oído que, como dice Teofrasto 1 , es expuesto más que otros a las
pasiones, dado que no hay nada que se vea, se saborea o se toque, que
produzca trastornos, turbamientos y sobrecogimientos, paragonables a aquellos
que agarran el alma, cuando la escucha es atacada por ruidos, estrépitos y los
molestos ruidos. Pero, observamos mejor, él tiene más nexos con la razón que
con las pasiones porque, si es cierto que muchas son las zonas y las partes del
cuerpo que ofrecen a los vicios una vía de acceso por medio de la cual llega a
pegarse al alma, mientras que por la virtud, sin embargo, la única entrada son
las orejas de los jóvenes, siempre y cuando sean preservadas desde el inicio de
los daños que hace la adulación y el contagio de los malos discursos. Por esto
Senócrates, invitaba a aplicar las anteojeras más que a los luchadores, porque a
estos últimos los golpes desfiguran las orejas, mientras a los primeros los
discursos deforman el carácter. Él no entendía, de todas formas, que tenía que
ponerse en alguna forma de aislamiento acústico o volverse sordos: aconsejaba,
nada más, de protegerlos de los malos discursos antes que los buenos, como
guardias crecidas en la filosofía a protección del carácter, no hubieran ocupado el
emplazamiento más precario y mayormente expuesto a la voz de la persuasión.
El antiguo Biantes 2 , cuando Ahmoses 3 le pidió que le enviara la parte de la
víctima sacrifical que, a su juicio, era la mejor y al mismo tiempo la peor, cortó la
lengua y se la mandó, queriendo decir que por medio de la palabra están
escondidos los daños mayores y las más grandes ventajas. La mayor parte de las
personas, cuando besa con ternura sus pequeños, toma las orejas entre las
manos y los invita a hacer lo mismo, con alegre alusión al hecho que ellos deben
amar, más que nada, quienes les hacen el bien por medio de las orejas. Es
evidente que un joven que fuera mantenido lejos de cualquier ocasión de
escucha y que no degustase ninguna palabra, no nada más quedaría
completamente estéril, y no podría germinar hacía la virtud, sino correría el
riesgo de ser poseído por los vicios, haciendo proliferar las plantas silvestre en su
alma, como si fuera un terreno abandonado y no trabajado. La atracción hacia el
placer y la desconfianza hacía el cansancio, nacen de la naturaleza humana y no
de causas externas, o llegadas a nosotros por medio de las palabras, y son

1 Teofrasto di Ereso: sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo.


2 Biantes de Priene: vivió en el VI siglo, y era considerado entre los siete sabios
griegos.
3 Ahmoses: penúltimo faraón de la XXVI dinastía: reinó desde el 570 al 525 a. de C.

Plutarco, El arte de escuchar 2


precursoras de infinitas pasiones y enfermedades, si se dejan libres y no se
mantienen a freno con buenos razonamientos. Arrestando o desviando el natural
fluir, no hay animal feroz que no pueda aparecer más manso que el hombre.

3- Entonces, desde el momento que la escucha comporta para los jóvenes un


gran aprovechamiento, pero tampoco un menor peligro, creo sea importante
reflexionar continuamente, con sí mismo y con otros, sobre este tema. Los más,
sin embargo, por lo que podemos ver, se equivocan, porque se ejercitan en el
arte de decir antes de haber practicado el arte de escuchar, y piensan que para
pronunciar un discurso hay necesidad de estudio y de ejercicio, pero, sin
embargo, de la escucha se beneficia también quien se acerca de forma
improvisada. Si es cierto que quien juega a la pelota aprende
contemporáneamente a lanzarla y a recibirla, pero en el uso de la palabra, sin
embargo, el saber acogerla bien, precede el acto de pronunciarla, al mismo
modo que el embarazo ocurre antes del parto. Los trabajos de parto de “viento”4
de las gallinas, se dicen que dan origen a cascaras imperfectas y sin vida: así
realmente de “viento” es el discurso que sale de los jóvenes incapaces de
escuchar y no acostumbrados a traer beneficio del oído, y

obscuro y desconocido, se dispersa bajo las nubes.5

Cuando se trasiega algún líquido, la gente inclina y voltea los recipientes para
que la operación salga bien y no haya pérdidas mientras, cuando escucha, no
aprende a ofrecerse a si mismo a quien habla y a seguir con atención, para que
no pierda ninguna afirmación útil. Y lo que es más ridículo, es que si encuentran
alguien que le cuenta cismes sobre un banquete, una marcha o de un sueño,
quedan a escucharlo en silencio y quieren saber más; mientras que si uno los
separa y quiera darles una enseñanza útil, moverlos a cumplir algún deber,
llamándoles la atención respecto a algún error o tratar de calmarlos en caso de
molestia, no lo soportan y, si tienen la posibilidad, se esfuerzan en contradecir
sus palabras o, si no pueden, lo dejan y van a buscar bajos discursos, llenándose
las orejas, como si fueran recipientes defectuosos y cuarteados, de cualquier
cosa menos de lo que necesitan. Los buenos criadores hacen sensible a la
mordida la boca de los caballos: así como los buenos educadores hacen sensibles
a las palabras las orejas de los muchachos, enseñándoles a no hablar mucho y a
escuchar mucho. Cuando Spintaro tejía elogios de Epaminondas, decía que no
era fácil encontrar alguien que supiera escuchar tanto y hablase tan poco. Y la

4 El “parto de viento” de las gallinas son llamadas “huevos claros”, es decir, no


fecundados : tal es el discurso de los jóvenes cuando no es “fecundados” por la
costumbre de escuchar. La imagen es de Aristóteles.
5 Es un hexámetro de autor desconocido, aunque se atribuye a Empédocles o a

Calíques

Plutarco, El arte de escuchar 3


naturaleza, se dice, ha dado a cada uno de nosotros dos orejas pero una sola
lengua, porque debemos escuchar más que hablar.

4- El silencio, entonces, es el ornamento más seguro para un joven en


cualquiera circunstancia y lo es especialmente de forma particular cuando,
escuchando a otros, evita de agitarse y de ladrar a cada afirmación, y también si
el discurso no le es particularmente apreciado, con paciencia espera que quien
está disertando llegue a la conclusión; y cuando termine, espera antes de
atacarlo con objeciones, sino, como dice Esquines, deja pasar un poco de tiempo
para permitir al otro de complementar integraciones o rectificaciones y a lo
mejor, aclarar alguna parte. Quien inmediatamente se pone a contrabatir,
termina por no escuchar y no ser escuchado, e interrumpir el discurso de otro,
causa una mala impresión. Si ha aprendido a escuchar de forma controlada y
respetuosa, logra recibir y hacer suyo un discurso útil y sabe discernir mejor y
desenmascarar la inutilidad o la falsedad de otro, y además, sabe dar de sí una
imagen de una persona que ama la verdad y no los enfrentamientos y es aliena
a ser precipitada o polémica. No es equivocado lo que dicen algunos, es decir
que, si se quiere dejar algo bueno en los jóvenes, se necesita primero
desinflarlos de cada presunción, mucho más de lo que se hace con el aire
contenida en las ánforas, porque si no, llenos como son de soberbia y
arrogancia, no lograrían acoger nada.

5- La envidia, junto con la malicia y el odio, no funciona en ningún caso, y su


presencia obstacula cualquier recto comportamiento, llega a ser pésima asistente
y consejera de quien escucha, porque le hacen molestas e inaccesibles, las
observaciones útiles, dado que los envidiosos gozan de cualquier cosa menos de
las bien dichas. Y, sin embargo, quien se siente morder por la riqueza, por la
fama o por la belleza de otro, es nada más un envidioso, porque lo atormenta la
felicidad de otro, mientras que quien sufre en el escuchar un discurso justo y es
fastidiado por sus mismos bienes, porque como la luz es un bien para quien
puede ver, así un discurso lo es para quien puede oír, siempre y cuando lo quiera
recibir. Pero, si en otros casos la envidia nace de ciertas disposiciones primitivas
y malas, aquella dirigida hacia quien habla es provocada por un inoportuno
exhibicionismo y mala ambición, y no permite a quien se encuentra en este
estado de ánimo de concentrarse sobre lo que se dice, sino distrae y molesta la
mente, que se dirige a observar si las propias capacidades sean inferiores de
aquel que está hablando y busca ver si los demás siguen admirados, y se siente
lastimada por las aprobaciones y se siente herida por los presentes que
muestran aprobar quien habla. Y cuanto a los discursos, deja caer en el olvido
los que ya se pronunciaron, porque acordarse es ya un dolor y se agita y tiembla
al pensamiento que los que seguirán puedan ser aún más bellos; no ve la hora
que quien está pronunciando un bellísimo discurso termine de hablar y, apenas
la escucha acabe, no medita para nada sobre lo que se dijo, más bien se pone a
contar, como si fueran votos, las exclamaciones y los humores presentes, y

Plutarco, El arte de escuchar 4


escapa y se aleja como enloquecida por quien aprueba, corriendo del lado de
quienes presentan críticas y mal interpretan las argumentaciones presentadas; y
si no hay nada que mal interpretar, menciona que otros han podido desarrollar
mejor el mismo tema y con mayor eficacia, hasta cuando, después de disminuir y
enlodar, no se haya hecho la escucha inútil y vacía.

6- Por consiguiente, desarrollando una tregua entre las ganas de escuchar y las
tentaciones exhibicionistas, tenemos que disponernos a la escucha con ánimo
disponible y tranquilo, como si fuéramos invitados a un banquete sagrado y a las
ceremonias preliminares de un sacrificio, elogiando la eficacia de quien habla en
las partes que mejor quedaron y apreciando, por lo menos, la buena voluntad de
quien expone en público sus opiniones y trata de convencer a los demás
utilizando los mismos argumentos que a él lograron persuadir. No debemos
pensar que los éxitos felices dependan de la suerte o que llegan solos, sino, más
bien, que sean fruto del trabajo riguroso y de un largo estudio y, por
consiguiente, empujados por sentimientos de admiración y de emulación,
deberíamos tratar de imitarlos; en caso de fracaso, es necesario dirigir nuestra
atención a las causas y las razones que lo determinaron. Jenofonte dice que los
buenos dueños de casa, saben traer provecho tanto de amigos como de
enemigos: así las personas listas y atentas saben encontrar beneficio en quien
habla, no nada más cuando tiene éxito, sino también cuando falle, porque la
pusilanimidad conceptual, la vacuidad expresiva, el porte vulgar, la
autocomplacencia, y otros defectos parecidos, nos aparecen con más evidencia
en los demás, cuando escuchamos, que en nosotros cuando hablamos. Debemos
transferir el juicio desde quien habla a nosotros mismos, calificando si también
nosotros no caemos en errores parecidos. No hay cosa al mundo más fácil que
criticar el próximo y es una actitud inútil y vacía, si no nos lleva a corregir o
prevenir errores análogos. Frente a quien se equivoca, no debemos titubear a
repetir en continuación a nosotros mismos el dicho de Platón: “¿Tal vez no seré
yo también así?” Como en los ojos de quien nos está cerca vemos el reflejo de
los nuestros, así debemos revisar nuestros discursos en aquellos de los demás,
para evitar despreciarlos con demasiada rudeza y para poder nosotros ser más
atentos cuando llegará nuestro turno de hablar. Para lograr este fin, es útil
también fomentar el enfrentamiento si, una vez concluida la escucha y habiendo
quedado solos, podremos tomar alguna parte del discurso que a nuestro juicio
haya sido desarrollado de forma inadecuada y trataremos de decirlo nosotros,
corrigiendo algún error o, trataremos de explicar el mismo pensamiento con
mejores palabras o, tratando de enfrentar el argumento de forma radicalmente
nueva. Así hizo Platón con un discurso escrito de Lisia. No es difícil presentar
objeciones al discurso pronunciado por otros, más bien, es de lo más fácil; bien
más problemático es presentar uno mejor. A la noticia que Felipe había destruido
Olinto, el espartano observó: “Pero él no lograría edificar una ciudad tan
grande.” Por consiguiente, si al disertar sobre el mismo argumento, nos parecerá
no ser superiores de quienes lo habían ya desarrollados, dejaremos gran parte

Plutarco, El arte de escuchar 5


de nuestro desprecio y rápidamente, desenmascarados, desaparecerán en
nosotros presunción y orgullo.

Antitético a la actitud denigratoria, es aquel fácilmente incline a la admiración,


que enseña una naturaleza más cordial y tranquila, pero exige, también ella,
mucho cuidado, o hasta uno mucho mayor, porque si los denigradores y
arrogantes obtienen de los que hablan un provecho menor, los entusiastas
reciben un daño mayor y no desmienten el dicho Heracliteo: “el estúpido se
sorprende de cualquier palabra”. Hay que ser generosos en el elogiar quien
habla pero, ser cautos en el prestar fe a sus palabras; hay que ser espectadores
bien dispuestos sobre el estilo y la dicción de quien debate, pero críticos atentos
y severos de la utilidad y de la verdad de lo que dice, para no atraer su odio y al
mismo tiempo evitar que sus palabras nos dañen, dado que, sin ni siguiera
darnos cuenta, y acoger en nosotros muchos razonamientos falsos y malos, por
simpatía o confianza hacia quien habla. Las autoridades espartanas, escuchada
la propuesta avanzada por un hombre que vivía de forma deplorable, la
aprobaron pero, inmediatamente ordenaron a otro, que gozaba del
reconocimiento general por la conducta de su vida y de su moralidad, de volverla
a presentarla, buscando, de forma verdaderamente correcta y educativa, de
acostumbrar el pueblo a dejarse influenciar por la estatura moral de los
consejeros, más que por sus palabras. En presencia de una discusión filosófica,
debemos dejar a un lado la reputación de quien habla y calificar exclusivamente
el valor intrínseco de sus argumentos. Como en guerra, así también en la
escucha, son muchas las cosas que engañan: el cabello blanco, la entonación
seductora, la mirada firme y el autoelogio de quien habla, y mucho más las
aclamaciones, los aplausos y los “vivas” del público, desconciertan al oyente
joven e inexperto, que termina siendo arrastrado como por una corriente de un
río. También en el estilo hay algo engañosos cuando, fluyendo con seducción y
abundancia, expone los conceptos de forma enfática y rebuscada. A veces la voz
de quien canta, es sofocado por el volumen de la música, así un estilo
redundante y pomposo, ciega el que escucha y no le permite ver los conceptos.
Se narra que Melanzio, escuchando una pregunta respeto a una tragedia de
Diógenes, contestó que no pudo verla, porque estaba eclipsada por las palabras:
así la mayor parte de los sofistas, cuando diserta o declama, no se limita a usar
las palabras para esconder los pensamientos, sino también, dulcificando la voz
con modulaciones, pone en delirio y en éxtasis el auditorio, otorgando un placer
vano, y recibiendo en cambio una fama aún más vana (vanagloria). Así que es
apropiado lo que se cuenta de Dionisio, que en una exhibición había prometido
grandes recompensas a un famoso músico, pero al final no le había dado nada,
diciendo por escusa que él, había ya honrado su palabra: “Porque”, le dijo “por
todo el tiempo en el cual yo gozaba tu canto, tu gozabas con la esperanza.” Este
es la ganancia que obtienen los sofista de estas exhibiciones: son admirados por
todo el tiempo en el cual logran agradar, pero apenas el placer de escuchar

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termina, la fama los abandonó y vanamente han gastado los demás el tiempo,
mientras ellos gastaron hasta la vida.

8- Por lo tanto es necesario eliminar del estilo cada exceso y vacuidad, mirando
exclusivamente al fruto y tomando como ejemplo las abejas y no las tejedoras de
guirlandas, porque estas, ocupándose nada más de las flores hermosas y
perfumadas, entrenzan una composición suave, es cierto, pero efímera e
infructuosa, mientras las abejas, aún volando en continuación sobre campos de
rosas, jacintos y margaritas, van a posarse sobre el timo, la más acre y
penetrante de las plantas y se paran

al precioso miel pensando

y después, colectado nada más lo necesario, vuela de regreso a sus obras. Así, la
fina y pura escucha, debe dejar las palabras floridas y delicadas y pensar que las
argumentaciones teatrales y espectaculares son nada más “comida para
gusanos” inútilmente sofisticados, y sumergirse más bien en la concentración
hasta alcanzar el sentido más profundo del discurso y la verdadera disposición
del animo de quien habla, para poder aprovechar lo que es útil y beneficioso,
recordándose a sí mismo que no fue al teatro, sino en una escuela y en un salón,
para enderezar la propia vida con la palabra. Consigue la necesidad de examinar
y juzgar la escucha empezando por uno mismo y desde su estado de animo,
valuando si alguna pasión se haya vuelto más débil, alguna molestia más ligera,
si son firmes en nosotros determinación y voluntad, si sentimos en nuestro
corazón entusiasmo por la virtud y el bien. No tiene sentido, cuando nos alzamos
de la silla del barbero, verse en el espejo y pasarse la mano sobre la cabeza y
examinar el corte del cabello y el nuevo peinado, cuando al salir de la escuela,
no mirar dentro de uno mismo, para constatar si el alma haya dejado algún peso
superfluo y se haya vuelto más ligera y dulce. “si un baño o un discurso no
purifican” dice Aristones “no comportan ninguna utilidad.”

9- Goce entonces el joven cuando obtiene provecho de los discursos, pero no


debe ver en el placer el fin de la escucha y no debe pensar de irse de la escuela
de un filósofo “cantando radioso” o tratando de perfumarse cuando, más bien,
necesitan de cataplasma, sino estar agradecido si alguno utiliza palabras duras,
como con las colmenas se usa el humo, para limpiar la mente, que puede estar
llena de suciedades y calina. Quien habla, es cierto, no tiene que olvidar que en
su estilo haya placer y persuasión, pero de esto el joven no debe mínimamente
preocuparse, por lo menos en una primera etapa. Después tal vez, como quien
toma y nada más, luego de haber saciado su sed, se pone a observar la belleza
de las copas, y las voltea entre las manos, así también el joven tiene que
llenarse primero de reflexiones y retomar respiro, y luego, dirigirse a examinar si
el estilo contiene alguna elegancia y finura. Quien, por el contario, no busca
tener desde el inicio cerca los conceptos, sino quiere que el estilo sea lleno de

Plutarco, El arte de escuchar 7


buen gusto y sutil, se parece a alguien que no quiere tomar un antídoto si la
copa no es de fino cristal cortado o, de ponerse en invierno una capa, si la lana
no es lana de casimir y se queda sentado con una capa ligera. Estas cosas
infladas han producido en las escuelas mucho desierto intelectual y de buenos
pensamientos, mucha pedantería formal y verbosidad, dado que los adolecentes
no observan la vida, las acciones y la conducta de un hombre que se presenta
como sabio, sino se fijan en el virtuosismo de la exposición, no sabiendo o no
queriendo investigar, si el discurso sea útil o inútil, indispensable o, al contario,
vacío y superfluo.

10- A estos preceptos siguen aquellos relativos a las preguntas. Si uno es


invitado a cenar, hay que comer lo que es ofrecido y no pedir otra cosa o
ponerse a criticar: así quien vino al banquete de las palabras, si el tema es
establecido, escuche en silencio quien habla, porque desviándolo sobre otros
argumentos, interrumpiendo la exposición con continuas preguntas y
introduciendo siempre nuevas dificultades, no resulta ser ni agradable ni garbado
y no obtiene ningún provecho y confunde a todos; si por lo contrario es quien
habla a solicitar al auditorio hacer preguntas, se deberá siempre realizar
preguntas útiles y necesarias. …
También para ti, muchacho mío, es hora de preguntarse como puedas liberarte
de la presunción, arrogancia y soberbia y construyas una vida simple y sana.

11- Cuando se formula una pregunta es indispensable tener en cuenta la


experiencia y la actitud de quien habla, sobre los argumentos en los cuales son
“fuertes y preparados” y evitando de poner en dificultad quien es experto en
filosofía moral, preguntándoles complicados problemas de matemática o de
física, o de arrastrar aquel que posee conocimientos científicos a emitir juicios
sobre proposiciones “de sofistas”. Quien tratara de partir la leña con una llave, o
de abrir la puerta con una hacha, no daría la impresión de desacreditar a
aquellos instrumentos sino más bien, renunciar a su propia utilidad y función: así
quien pregunta de temas sobre los cuales quien habla no ha actitud o no se ha
preparado, se pone él solo en la imposibilidad de recoger y recibir el fruto que el
otro tiene y está dispuesto a ofrecer, y además de producirse un daño, obtiene
también el de ser calificado de malicia y maldad.

12- Es necesario también evitar de realizar demasiadas preguntas e interrumpir


en continuación, porque también esta actitud demuestra, de alguna forma, una
voluntad exhibicionista. Escuchar con calma las intervenciones de los demás es
signo de una persona deseosa de aprender y es respetuosa del prójimo, a menos
que uno no sienta dentro de sí algo que lo turba. Dice Heráclito que “la
ignorancia es bueno ocultarla”, pero es mejor, sin embargo, abrirla y curarla. Si
prendidos por la ira, ataques de superstición, fuertes contrastes con los
familiares o una loca pasión de amor

Plutarco, El arte de escuchar 8


que toca en la mente cuerdas que no debe tocar

y nos devastan la razón, no hay que refugiarse donde se habla de otro para no
exponerse a críticas, pero es frecuentando las lecciones donde se discuten propio
de estos argumentos, y después de la discusión consultar en privado quien trató
esos argumentos, y poderle hacer ulteriores preguntas. No hay que actuar como
la mayoría de la gente, que admiran los filósofo cuando hablan de otros temas,
pero si el filósofo, se dirige a ellos y en privado y abiertamente menciona los
temas que realmente le tocan, se resienten y los llaman entrometidos…

13- También tributar elogios es un trabajo que requiere cautela y sentido de la


medida, porque tanto el defecto como el exceso no son de un hombre libre.
Pesante y bruto es el hombre que queda frío e impasible frente a cualquier
reflexión y lleno de una presunción gangrenada y de una auto consideración
profundamente radicada, convencido de poder expresar algo mejor de quien
habla, evita de chistar, como quisiera la educación, y no emite sonido o sílaba
para testimoniar que está siguiendo con interés y placer, más bien se queda en
silencio, dando una falsa impresión de sabiduría. Muchos interpretan de forma
equivocada la frase de Pitágoras, en la cual él dijo que la filosofía había logrado
que ya no se sorprendiera de nada: estos obtuvieron nada más la capacidad de
no saber elogiar ni apreciar nada, con la consecuencia de no saber elogiar y la
idea que la dignidad nazca de la arrogancia y la soberbia. Ahora, es cierto que el
razonamiento filosófico, gracias al proceso cognoscitivo y al entender las causas
de los eventos, en parte elimina el sentimiento de maravilla y de asombro que
nace de la duda y de la ignorancia, pero no anula ciertamente el garbo, la
mesura y la afabilidad. Para las buenas personas la satisfacción mayor consiste
en tributar el justo reconocimiento a quien lo merece, y en efecto no hay honor
más bello que rendir honor a otros, porque proviene de riqueza y fama: quien es
avaro en los elogios hacía otros da la impresión de ser él mismo pobre y
hambriento.
Opuesto es la actitud de quien, sin el mínimo discernimiento, a cada palabra y a
cada frase se detiene y grita: ligero como un pájaro, este logra muchas veces ser
inoportuno para los que debaten y siempre ser molesto para los que escuchan,
porque, aún cuando no tienen intención, los excita y los fuerza a emularlos, casi
como si un sentido de pudor los obligase a hacerle eco. Así, sin haber obtenido
algún provecho por haber hecho la escucha llena de confusión con sus elogios,
se irá llevando uno de esos tres apelativos: hipócrita, adulador o incompetente,
porque esa es la impresión que dio de él.
Quien es llamado a hacer de juez en un proceso, no debe de escuchar con mal
ánimo o con parcialidad, sino según conciencia viendo a la justicia; cuando, por
otro lado, se escucha una discusión filosófica no hay leyes ni juramentos que nos
impidan escuchar con simpatía a quien diserta. Es más, los antiguos, colocaban
Hermes cerca de las Gracias, queriendo significar que un discurso requiere
principalmente gracias y gentileza. No es posible que quien hable sea en

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absoluto tan inepto e impreciso para no ofrecer nada que pueda ser apreciado:
una reflexión, una citación de otros, el mismo argumento y el fin del discurso, o
por lo menos el estilo o la disposición de la materia,

Como entre las ginestas y el asnallo es rica de espinas


Crecen las campanillas de invierno de flores delicadas

Es quien logra ser persuasivo aún tejiendo panegírico del vómito, de la fiebre y,
¡Por Zeus! hasta de la olla: y ¿cómo podría no dar algún respiro y no otorgar una
ocasión de elogio, a escuchas benévolos y barbados, por quien goza fama o
nombre de filósofo?... Platón, por ejemplo, aún no aprobando la invención en la
oración de Lisia y criticándole la disposición, ni elogia sin embargo el estilo y
afirma que en él “que cada palabra en él es clara y redondamente plasmada”. Se
podría condenar los temas de Alquílicos, la versificación de Parménides, la
simplicidad de Fosilices, la verbosidad de Eurípides, la discontinuidad de
Sófocles, así también sin duda entre los oradores hay quienes no tienen carácter,
quien es débil en provocar emociones, quien es sin gracia: sin embargo, cada
uno de ellos, es elogiado por la peculiaridad de sus dotes naturales que le
consienten de ser escuchado con atención. También a quien escucha, tiene un
fácil abanico para ser gentil hacia quien habla: para algunos es suficiente, aún
sin hablar, ofrecer una mirada mite, un rostro tranquilo, una disposición
benévola y no aburrida. Para concluir, hay aquí algunas normas de
comportamiento, generales y comunes, para seguir siempre en cada escucha,
aún en presencia de una exposición completamente fallida: estar sentados,
derechos, sin poses relajados, la mirada tiene que dirigirse a quien habla, con un
comportamiento de verdadera atención, la expresión del rostro tiene que ser
neutra y no dejar transparentar no solamente arrogancia o intolerancia, sino
también parecer que está pensando en otros temas. En cada opera de arte, se
sabe, la belleza deriva, de muchos factores diferentes que por una unión
mesurada y armónica, mientras es suficientes una nota fuera de lugar o sobre
tono, para dar lugar a una fealdad: análogamente, cuando se escucha, no nada
más está mal la arrogancia de una frente arrugada, el aburrimiento pintado
sobre el rostro, la mirada que deambula aquí y allá, la posición desgarbada del
cuerpo, sino también una mirada o un susurro con otro, una sonrisa, los
bostezos adormecidos, la mirada fija en tierra, y cualquier otro comportamiento
de este tipo.

14- Otros piensan que quien habla tenga deberes que cumplir y quien escucha,
ninguno; exigen que aquel se presente después de haberse preparado con
cuidado, mientras ellos invaden la sala libres de cada pensamiento y meditación
y se ponen como alguien que haya ido al banquete, nada más, para divertirse,
mientras los demás fatigan. Y sin embargo, si hasta un invitado tiene deberes
que cumplir, muchos más los tiene quien escucha, porque es involucrado en el
discurso y es llamado a cooperan con quien habla, y no es justo que se quede a

Plutarco, El arte de escuchar 10


juzgar con dureza los tonos equivocados y examinar cada palabra y cada gesto,
mientras él, sin tener ninguna responsabilidad, se abandona por toda la
extensión del discurso con una actitud desgarbada y equivocada. Cuando se
juega a la pelota, los movimientos de quien recibe deben ser en sintonía con las
de quien lanza: así en un discurso, hay sintonía entre quien habla y quien
escucha si ambos están atentos a sus deberes.

15- En el manifestar el consentimiento de uno, hay que tener cuidado de no


usar las primeras palabras que se le ocurre. Cuando Epicuro, por ejemplo,
refiriéndose a las cartas de algunos amigos dice que oye los aplausos, nos
parece exagerado: así quien el día de hoy, introduce en las salas donde hablan
los filósofos epítetos extravagantes como “¡divino!”, “¡inspirado!”,
“¡inalcanzable!”, casi ya no fueran suficientes los “¡bien!”, “¡bravo!”,”¡Justo!”, con
los cuales habitualmente se manifestaban su aprobación los discípulos de Platón
o de Isócrates, muestra un comportamiento inconveniente y termina por
provocar una mala luz sobre quien habla, sugiriendo que quien habla demande
estos elogios soberbios…
Traten de pensar en cual confusión se encontrarían algunos pasantes, si oyeran
gritos y alborotos provenir de la sala donde está hablando un filósofo: se
preguntarían con vergüenza si esos aplausos no sean dirigidos a un cantante o a
un payaso, que está divirtiendo el pueblo.

16- Dudas y reproches, a su vez, no se deben escuchar con indiferencia o


cobardía. Quien se queda tranquilo e impasible en el sentirse condenar por un
filósofo, hasta el punto que cuando es amonestado, ríe y elogia quien le llama la
atención, se comporta como los parásitos que frente a los insultos de quien los
mantiene, en la total caradura y con el descaro que los caracteriza, dan con su
impudencia un ejemplo que no es bueno ni bello. Aceptar sin irritación y con una
sonrisa una puntada sin insolencia, pronunciada en broma y con inteligencia, no
es un comportamiento innoble o rudo, sino, al contrario liberal y conforme a las
costumbres. Escuchar por contrario, un conminamiento realizado para corregir el
carácter, que usan una palabra de condena como a una medicina que quema, en
lugar de hacerse pequeño, llenarse de sudor, sentir que la cabeza da vuelta y
prenderse por la vergüenza en el alma, sino quedando indiferente y con una
sonrisa burlona e irónica pintada en el rostro, es propio de un joven
profundamente abierto e insensible a cualquier forma de pudor, por una vieja
costumbre a los errores, con el alma, casi como si fuera carne dura y callosa, no
recibe moretones. Así se comportan los jóvenes de este tipo.
Los de actitud opuesta, aún cuando son corregido una sola volta, escapan sin
voltearse a ver lo que dejan atrás la filosofía: así, a pesar de haber recibido de la
naturaleza el sentido del pudor como un buen principio de salvación, lo tiran a la
basura debido a su debilidad, no logrando mantenerse firme frente a las
recriminaciones y a aceptar las correcciones con la justa fortaleza del alma, y
terminando por escuchar a los discursos flojos y bajos de algunos aduladores o

Plutarco, El arte de escuchar 11


sofistas, pero sin ninguna utilidad o provecho. Si al terminar una operación uno
escapa del médico y no quiere que le cure la herida, aceptando la parte dolorosa
de la intervención, pero no queriendo esperar el efecto benéfico de la cura: así
quien no ofrece a la palabra, que ha marcado y herido su ignorancia y estupidez,
la posibilidad de cicatrizar, se aleja de la filosofía herido y en sufrimiento, pero
sin ningún verdadero beneficio. Por lo tanto no nada más la llaga de Telefo

Es curada por la limadura de la lanza

como dice Eurípides 6 ; así también la herida que la filosofía imprime en los
jóvenes de buena crianza es curada por la misma palabra que le provocó la
herida. Así es necesario que quien es corregido acepte ese sufrimiento y se deje
morder sin quedar oprimido sino, como en una ceremonia de iniciación a la cual
lo introdujo la filosofía, después de haber soportado las primeras purificaciones y
tribulaciones, espere un poco de dulzura y de luz después de la inquietud y la
turbación de aquellos momentos. En realidad, hasta en el caso en el cual la
crítica le parezca inmerecida, es bien que uno frene y se pare, mientras el otro
habla, en espera paciente: luego, cuando terminó, tiene que ir a él para
exponerle sus propias argumentaciones y rezarle que utilice aquella franqueza y
aquel tono que uso con él, para una real falta cometida.

17- Cuando se empieza a leer y escribir, a tocar la lira o frecuentar el gimnasio,


las primeras nociones comportan una notable desorientación, cansancio y
obscuridad, pero después, poco a poco, avance y se instauran gradualmente,
como sucede en las relaciones interpersonales, una gran familiaridad y
conocimiento, que hacen cada cosa apreciada, accesible y fácil para decir y
hacer. Así sucede también con la filosofía: los primeros acercamientos con su
lenguaje y sus temas pueden dar la impresión de entrar en un terreno resbaloso
e insólito, pero no por esto hay que sentirse amenazados y renunciar,
intimidados y desalentados; se necesita, por el contrario, enfrentar los diferentes
obstáculos y, con perseverancia y deseo de proceder más allá, esperar que nazca
aquella familiaridad que hace dulce cada cosa bella. Y esta, en realidad, no
tardará mucho a producirse y a derramar sobre nuestros estudios una gran luz,
generando un ardiente amor por la virtud. Verdaderamente miserable y cobarde
es quien aceptara de transcurrir el resto de su existencia sin este amor, después
de haber desertado la filosofía por pusilanimidad.
Los temas tratados por la filosofía pueden, tal vez, presentar al inicio algún
aspecto de difícil inteligibilidad para los inexpertos y para los jóvenes…

6 Telefo, rey de Misa, herido por Aquiles por la lanza de Quirón, no podía cicatrizar
la herida. Apolo le vaticinó que la cura podía ocurrir sólo a obra de la misma lanza
que lo había herido. El tema recuerda la historia de Amfortas y de la herida realizada
por Klingsor con la lanza de Longinus, en la obra Parsifal.

Plutarco, El arte de escuchar 12


Luego, a quien se avergonzaba y se había quedado en silencio, sucede que una
vez dejado el salón se la tome con sí mismo y no sepa que hacer, y al fin,
empujado por la necesidad, regrese sobre sus pasos y con aumentado sentido de
vergüenza, atormente quien ha hablado con una pregunta después de otra y se
aferre, mientras los ambiciosos y presumidos continúan a esconder y a cubrir la
ignorancia que alberga dentro de ellos.

18- Dejemos pues estas formas de estupidez y, con tal de aprender y asimilar
las reflexiones útiles aceptemos también las burlas de quien quiere dar a ver que
es intelectualmente dotado, como hicieron Cleantes y Senócrates, que en
apariencia eran más lentos de los compañeros, pero en realidad no dejaban de
aprender y no se dejaban desmotivar y, es más, eran los primeros en burlarse de
ellos mismos, paragonándose a ánforas de bocas estrechas o a tablas de bronce,
aludiendo al hecho que se necesitaba mucho trabajo para escribir letras, pero
luego las conservan en modo fuerte y seguro. Porque no nada más, como dice
Focílides,

frecuentemente tiene que aguantar decepciones quien aspira a la virtud

sino frecuentemente debe aceptar también de ser burlado y soportar


vulgaridades, con tal de eliminar toda su ignorancia y poderla vencer.
No hay que subestimar, por otro lado, tampoco el error contrario, que muchos,
que algunos cometen por indolencia, con el resultado de hacerse desagradables
y fastidiosos: cuando están por su cuenta no quieren molestarse, pero luego
molestan quien habla haciéndole continuamente preguntas sobre los mismos
argumentos, como los pajaritos aún sin plumas están siempre con la boca
abierta hacía otra boca y quieren recibir de otros todo ya digerido. Hay luego
quien aspira a ganarse la fama de persona atenta y aguda donde no es el caso, y
cansa quien habla por medio de chismes y curiosidad, introduciendo en
continuación preguntas no necesaria o pidiendo explicaciones argumentos que
no vienen al caso:

así la calle corta se vuelve larga

Como dice Sófocles, y no sólo por ellos, sino también por otros. Interrumpiendo
en continuación al maestro con preguntas vanas y superfluas, como en un viaje
en compañía, no hacen más que dificultar el aprendizaje regular, que resulta en
retardos y paradas. Estos se parecen a aquellos perritos cobardes e insistentes,
que en casa muerden las pieles de los animales embalsamados, mientras que si
esas estuvieran vivas, no los tocarían ni por error.
La mente no necesita, como un vaso de ser llenada, si no más bien, como la
madera, de una chispa que la prenda y le infunda el impulso a la investigación y
un amor ardiente por la verdad. Como alguien que fuese a pedir el fuego a los
vecinos, pero luego encontrara una flama grande y luminosa y quedase allá

Plutarco, El arte de escuchar 13


hasta el final, así como quien encuentra a otros para servirse de su palabra pero,
no piensa de deberse encender su propia luz y su mente, y se sienta junto
encantado escuchando el discurso, termina obteniendo nada más de las palabras
un reflejo externo, como un rostro que enrojece y se alumbra a la reverberación
de la llama, sin lograr evaporar y echar del alma, gracias a la filosofía, cuanto
hay adentro de podrido y obscuro.

Si es necesarios algún otro consejo para aprender a escuchar, se necesita tener


en la mente lo que se ha dicho, y de la misma forma con el aprendizaje
ejercitarse a la investigación personal, para adquirir un habito mental no como
sofistas o como puros eruditos sino, al contrario, profundamente radicado y
filosófico, considerando que el saber escuchar bien es el punto de partida para
vivir según el bien.

Plutarco, El arte de escuchar 14

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