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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma

Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa,


social, económica y política– del fenómeno.

Ignacio Cabello Llano


Universidad Autónoma de Madrid
Historia Moderna I. S. XVI
Grupo 110
Dra. Elena Postigo Castellanos
Ignacio Cabello Llano

LUTERO, LA REFORMA PROTESTANTE Y LA REFORMA CATÓLICA. LAS


MÚLTIPLES DIMENSIONES –RELIGIOSA, SOCIAL, ECONÓMICA Y POLÍTICA–
DEL FENÓMENO.
IGNACIO CABELLO LLANO
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

Resumen:
El nombre de Martín Lutero viene asociado, casi por naturaleza, al concepto de Reforma Protes-
tante. Es bien sabido que este monje alemán protagonizó una “revolución religiosa” en el seno
de la Iglesia que dio lugar a la división de la Cristiandad Occidental en dos realidades político-
religiosas: la Europa que permaneció fiel a la Iglesia de Roma, por un lado; y los territorios y
comunidades protestantes que secundaron esa Reforma iniciada por Lutero –e imitada por otros
reformistas– y que dejaron de obedecer al Pontificado para organizar su vida religiosa en torno a
realidades alternativas a la Iglesia católica –las llamadas “Iglesias protestantes”–. En este ensa-
yo trataré, de manera global y coherente, de trazar sobre el lienzo algunas pinceladas que puedan
servir para reflexionar acerca de algunas de las cuestiones centrales de la Reforma Protestante
del siglo XVI, tales como la naturaleza de la misma, las principales ideas doctrinales del lutera-
nismo, los diferentes factores que favorecieron el éxito del mismo –cuestión también sometida a
debate–, la importancia de la figura de Lutero, la influencia que tuvo sobre otras reformas meno-
res, y las principales consecuencias que tuvo la Reforma entendida como un fenómeno global,
prestando atención a la Reforma Católica y la Contrarreforma.

Palabras clave:
Lutero, Reforma Protestante, Imperio, Iglesia católica, Reforma Católica, Contrarreforma.

Abstract:
The name of Martin Luther is associated, almost by nature, to the concept of Protestant Refor-
mation. It is well known that this German monk staged a “religious revolution” within the
Church that led to the division of Western Christendom into two political and religious realities:
the Europe that remained loyal to the Church of Rome, on one hand; and the territories and
protestant communities who supported the Reformation begun by Luther –and imitated by other
reformists– and stopped obeying the Papacy to organize their religious life around alternative
realities to the catholic Church –the so-called “protestant Churches”–. In this essay I will try, in
a global and coherent way, to draw on the canvas some hints which may serve to reflect on some
of the central issues of the Protestant Reformation of the 16th century, such as its own nature, the
main doctrinal ideas of Lutheranism, the different factors that favored its success –matter also
subject to debate–, the importance of the figure of Luther, the influence it had on other minor
reforms, and the major consequences of the Reformation understood as a global phenomenon,
paying attention to the Catholic Reformation and the Counter-Reformation.
Keywords:
Luther, Protestant Reformation, Empire, Catholic Church, Counter-Reformation

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
El nombre de Martín Lutero viene asociado, casi por naturaleza, al concepto de Reforma Protes-
tante. Es bien sabido que este monje alemán protagonizó una “revolución religiosa” en el seno
de la Iglesia que dio lugar a la división de la Cristiandad Occidental en dos realidades político-
religiosas: la Europa que permaneció fiel a la Iglesia de Roma, por un lado; y los territorios y
comunidades protestantes que secundaron esa Reforma iniciada por Lutero –e imitada por otros
reformistas– y que dejaron de obedecer al Pontificado para organizar su vida religiosa en torno a
realidades alternativas a la Iglesia católica –las llamadas “Iglesias protestantes”–. En este ensa-
yo trataré, de manera global y coherente, de trazar sobre el lienzo algunas pinceladas que puedan
servir para reflexionar acerca de algunas de las cuestiones centrales de la Reforma Protestante
del siglo XVI, así como de la Reforma Católica y la Contrarreforma.
Lutero no fue el único ni el primero en protagonizar un intento de reforma dentro de la Iglesia y
de retorno a las esencias originarias del cristianismo; muchos personajes anteriores y posteriores
a él han logrado profundas renovaciones dentro la Iglesia persiguiendo una religiosidad más ver-
dadera. Pero no pensemos sólo en las distintas herejías surgidas en la Edad Media; pensemos,
más bien, en todos los santos y santas, clérigos y laicos, hombres y mujeres de todos los tiempos
que lograron infundir un espíritu nuevo a la constantemente descarriada y semper reformanda
Iglesia, desde dentro de la misma y sin romper en ningún momento los lazos ni la obediencia a
las autoridades. Sin duda alguna, personajes como San Francisco de Asís, Santa Teresa de Je-
sús, San Ignacio de Loyola, San Filippo Neri, San Juan Bosco, Santa Teresa de Calcuta, o como
el propio Papa Francisco –y se podrían citar a tantísimos otros– que con su testimonio de vida
han constituido, a lo largo de la historia, pequeños destellos de luz en medio de una realidad tan
frágilmente humana como es la Iglesia. «La Iglesia se ha hecho siempre y se hace objeto a sí
misma de una continua renovación, que nunca cesa a lo largo de los siglos. Reformata, semper
reformanda. Purificada de los defectos de quienes la componen en un momento histórico deter-
minado, la Iglesia se dispone de inmediato a dar un nuevo paso en el camino de una renovación
que nunca termina y que nunca terminará mientras viva en la tierra. Puede decirse que en su
impulso permanente de reforma, la Iglesia es incorregible. No vive sino reformándose conti-
nuamente, y la intensidad de su esfuerzo por reformarse señala la eficacia de su tono vital. Este
fenómeno ha sorprendido a todos los historiadores del Papado y de la Iglesia, tanto católicos
como protestantes».1 En definitiva, gracias a Dios, de vez en cuando aparecen, en mitad de esta
realidad tan frágilmente humana, ciertos personajes que, conscientes del pecado, el mal y la co-
rrupción existentes dentro de la Iglesia, emprenden la ardua tarea de reformarla desde dentro,
pues reconocen que los defectos que podemos encontrar en la Iglesia no corresponden a ésta sino
a los que la componen.2 La principal diferencia existente entre estos “autorrenovadores” católi-
cos y Lutero –y el resto de movimientos ‘protestantes’ que siguieron sus planteamientos– radica
precisamente en reconocer o no a la Iglesia como “pueblo de Dios” o “cuerpo misterioso de Cris-
to”. En cualquier caso –ya estaba dispersándome demasiado–, lo que quería expresar es que la
voluntad de reformar la Iglesia y de retornar a las primicias del cristianismo no fue algo exclusi-
vo de Lutero, sino que la Iglesia ha vivido constantemente intentos de reforma desde dentro. Por
tanto, la Reforma de Lutero más que una reforma de la Iglesia, fue una ruptura total con la mis-
ma, lo cual, desde cierto punto de vista, deslegitima la propia voluntad de reforma; ya que el
amor inicial hacia la Iglesia que escondía la voluntad de Lutero de reformarla –pues toda volun-
tad de reforma o crítica positiva implica un deseo de perfeccionar, y por tanto, un amor o afecto
positivo hacia esa res reformanda– se perdió al producirse no una reforma sino una ruptura y una
desvinculación total con respecto de esa realidad reformanda. De hecho, me atrevería a decir que
Lutero nunca había imaginado que sus revolucionarios planteamientos iban a desencadenar una
1
José Morales, Los Santos y Santas de Dios, Ediciones Rialp, Madrid, 2009, p. 73.
2
Respondía en 1721 el cardenal de Noailles a Zizendorf: «Atribuís a esta Iglesia, que es esposa de Jesucristo, siem-
pre pura, siempre santa por sí misma, las faltas de sus ministros: llora por ellas, las castiga, pero no es responsable
de ellas. Condenad cuanto os plazca la mala conducta de los obispos, de los cardenales, de los papas, aun cuando
sus actos no respondan a la santidad de su condición, mas respetad a la Iglesia que les ha dado unas reglas santas
y a la que guía el Espíritu de santidad y de verdad […]». Cit. Ibíd. p. 76.

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ruptura con la Iglesia, y que, probablemente, siempre sintiera una gran pena por no haber conse-
guido su objetivo inicial, que era el de reformar la Iglesia a fin de mejorarla y de recuperar las
primicias y esencias del cristianismo originario, y no el de romper radicalmente los vínculos que
le unían a ésta, para crear una realidad alternativa que no tuvo en cuenta los casi mil quinientos
años de historia del cristianismo.
Pero lo que realmente aquí nos ocupa es analizar las dimensiones de la Reforma de Lutero, los
distintos factores que confluyeron en ella y el papel que jugó el propio Lutero en la misma. Natu-
ralmente, Lutero desempeñó un papel importantísimo dentro de esta Reforma de la Iglesia que él
mismo preconizó en el seno del Imperio, ya que fue él quien estableció los principios dogmáticos
o ideológicos de la mencionada Reforma. Es decir, Lutero fue el responsable de formular, plan-
tear y reivindicar una serie de ideas de índole estrictamente religiosa –aunque, ciertamente, en la
época que estamos estudiando hablar de religión implica necesariamente hablar de política, so-
ciedad y economía– con las que pretendía acometer una reforma de la corrupta y adulterada Igle-
sia de Roma; pero no así el responsable último del éxito de la Reforma, ya que aquí deberíamos
tener en cuenta una serie de factores no religiosos, precisamente, sino más bien sociales, econó-
micos y políticos que favorecieron mucho el éxito de la misma. Así pues, Lutero sería responsa-
ble de desencadenar un proceso que él en primera instancia planteó como una reforma pero que
terminó convirtiéndose en una ruptura con respecto de la Iglesia; pero no lo fue del exitoso se-
guimiento que tuvieron sus planteamientos y de las sobrecogedoras dimensiones que adquirió el
fenómeno, lo cual se vio fuertemente favorecido por unas circunstancias históricas determinadas.
Partamos primero de analizar el contenido teológico del pensamiento de este monje agustino.
Todas sus teorías e ideas se desarrollaron a partir de una pregunta elemental que obsesionó a
muchos teólogos, pensadores y personas del momento, y ésta era ¿cómo conseguir la salvación
del alma? Lutero inicia su análisis partiendo del estudio de la Biblia, y llegó a la conclusión de
que buena parte de las enseñanzas que la Iglesia llevaba proponiendo varios siglos no se corres-
pondían con lo que las Escrituras estipulaban. La doctrina oficial decía que el hombre sólo podía
alcanzar la salvación del alma dentro de la Iglesia –«Extra Ecclesiam nulla salus»–, entendida
como el lugar privilegiado de encuentro con Cristo, pues el hombre, incapaz de salvarse y de
alcanzar la plenitud de la Vida Eterna por sí mismo, necesitaba de las buenas obras y del conjun-
to de prácticas, instituciones y sacramentos que la Iglesia le ofrecía. La Iglesia, pues, era conce-
bida como la institución que ofrecía al hombre los instrumentos necesarios para obtener la salva-
ción del alma, siendo fundamentales los sacramentos –muy especialmente el sacramento de la
penitencia– y las indulgencias –cuestión que analizaremos más adelante–. En este sentido, la
Iglesia se convertía en una conditio sine qua non para alcanzar la salvación del alma, y el hom-
bre sólo podía salvarse dentro de la misma. Esto es lo que no gustó a Lutero, que al tomar con-
ciencia de la corrupción existente dentro de la Iglesia en el siglo XVI y al no encontrar en las
Escrituras referencia alguna al dogma «Extra Ecclesiam nulla salus», se negó a aceptar el carác-
ter necesario de la Iglesia. Ello le llevó a decir que para salvarse, el hombre únicamente tenía que
creer en Dios y en que Jesucristo había muerto para salvar a toda la humanidad –dogma de la
«Sola Fide»– de forma gratuita e inmerecida, de manera que el hombre no tenía que hacer nin-
gún mérito ni realizar buenas obras –aunque éstas eran convenientes, puesto que, aunque no eran
requisito para ser buen cristiano, sí eran su consecuencia inmediata–3 para obtener la salvación,
porque ésta es concedida por la «Sola Gratia». De este modo, para alcanzar la salvación el hom-
bre sólo tenía que creer –«Sola Fide»– y esforzarse en la lucha contra el pecado, independiente-
mente del resultado, porque la salvación no es algo que se consiga por méritos humanos, sino por
un acto de generosidad divina –«Sola Gratia»–.4 Otro de los grandes pilares del pensamiento
3
«Las obras buenas y justas jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras
buenas y justas. […] Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo ejecuta malas obras».
Martín Lutero, De la libertad del cristiano.
4
«Toda vez que las obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser ya justo antes de realizarlas, queda cla-
ramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia divina, en virtud de Cristo y su palabra, justifica a la persona

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
luterano era la teoría de la «Sola Scriptura», que establecía que la única autoridad para los cris-
tianos podía ser la Biblia, perdiendo valor toda la doctrina tradicional contenida en los textos
conciliares, papales y de los Padres de la Iglesia.5 Una vez más, se acentúa el carácter innecesa-
rio y prescindible de la Iglesia y de los sacerdotes, siendo la única fuente de verdad la Biblia,
sujeta a la interpretación personal de cada cristiano.
En el desarrollo de su pensamiento teológico, Lutero llegó a la conclusión de que el hombre no
necesita a la Iglesia para salvarse, sino que, gracias al acto de misericordia infinita que tuvo Je-
sucristo en la Cruz –«Sola Gratia»–, tan solo se requiere creer en Dios –«Sola Fide»–, y tener
acceso a la Palabra de Dios –«Sola Scriptura»–, para lo cual, y según los planteamientos de
Erasmo de Rotterdam, era necesario traducir la Biblia a las lenguas vernáculas y acercarla al
pueblo. Así, el único intermediario existente entre el hombre y Dios era Jesucristo –«Solo Chris-
to»–, al cual se accedía mediante una fe personal e intimista en la cual ni la Iglesia, ni los sacer-
dotes, ni los sacramentos tenían cabida. Lutero proponía liberar al pueblo de Dios de esa «cauti-
vidad babilónica de la Iglesia»: los cristianos se hallaban esclavizados por la Iglesia y era preci-
so eliminar este obstáculo para que los fieles pudiesen experimentar una fe más verdadera y
acorde con el cristianismo original. En todos sus escritos contraponía la «Iglesia de Cristo» a la
«Iglesia del Papa», acometiendo duros ataques contra el Pontificado, que a lo largo de los siglos
había pervertido la Cristiandad.6
Pero, sin duda alguna, lo que en última instancia había empujado a Lutero a enfrentarse con la
Iglesia fue la cuestión de las indulgencias y toda la corrupción y los abusos económicos que, en
virtud de éstas y a costa del pueblo, se estaban produciendo. Las indulgencias son gracias que se
conceden a los fieles que cumplan unas condiciones concretas, y que suponen la remisión ante
Dios de la pena temporal correspondiente a los pecados ya perdonados. La indulgencia, a dife-
rencia del sacramento de la penitencia, no perdona el pecado en sí mismo, sino que exime de las
penas de carácter temporal que de otro modo los fieles deberían purgar, sea durante su vida te-
rrenal, sea luego de la muerte en el purgatorio. Las indulgencias pueden ser concedidas por el
Papa y otras autoridades eclesiásticas a quienes, por ejemplo, recen determinada oración, visiten
determinado santuario, utilicen ciertos objetos de culto, realicen ciertos peregrinajes, o cumplan
con otros rituales específicos.
El problema es que con el paso de los siglos y con el engrosamiento del poder de la Iglesia, las
altas jerarquías eclesiásticas se habían corrompido en muchos aspectos. Es bien sabido que las
minorías religiosas suelen ser más persistentes en lo que respecta a su fe, es decir, suelen mante-
nerse más puras y fieles al origen y esencia de sus creencias y prácticas; mientras que es más
fácil que una religión se corrompa cuanto más extensa y poderosa sea. En el siglo XVI la Iglesia
de Roma había alcanzado un enorme poder, acumulado durante toda la Edad Media, y en mu-
chos aspectos se había desvinculado de sus orígenes y se había corrompido en muchos niveles,
sobre todo en las altas esferas. En la Edad Media se había producido una feudalización de la

suficientemente y la salva, sin que el cristiano precise de obra o mandamiento alguno para lograr su salvación.
Porque el cristiano está desligado de todos los mandamientos, y en uso de su libertad hace voluntaria y desintere-
sadamente todo cuanto haga, sin buscar nunca su propio provecho y su propia salvación, porque por su fe y la
gracia divina está ya harto y es también salvo, sino que busca únicamente cómo complacer a Dios». Ídem.
5
Todo lo que hizo, dijo y escribió Lutero estuvo basado en este elemental principio de la Sola Scriptura. De hecho,
antes las presiones del emperador y de la Iglesia para que se retractase, formalizadas en la Dieta de Worms de 1521,
Lutero contestó: «I can not submit my faith either to the pope or to the council, because it is as clear as noonday
that they have fallen into error and even into glaring inconsistency with themselves. If, then, I am not convinced by
proof from Holy Scripture, or by cogent reasons, if I am not satisfied by the very text I have cited, and if my judg-
ment is not in this way brought into subjection to God’s word, I neither can nor will retract anything; for it can not
be right for a Christian to speak against his country. I stand here and can say no more. God help me. Amen».
6
«Con gran habilidad los romanistas se circundaron de tres murallas, con las cuales se protegían hasta ahora, de
modo que nadie ha podido reformarlos y con ello toda la cristiandad ha caído terriblemente. […] Se hicieron fuer-
tes detrás de la protección de estas tres murallas para practicar toda clase de villanías y maldades, como lo vemos
ahora». Lutero, A la Serenísima, Poderosísima Majestad Imperial y a la Nobleza Cristiana de la Nación Alemana.

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Ignacio Cabello Llano

Iglesia: los altos cargos de la jerarquía eclesial se habían convertido en importantes focos de po-
der y en objeto de pugna de las grandes familias nobiliarias. La mayoría de los clérigos se habían
ordenado sin vocación –sobre todo aquellos que ocupaban cargos de más poder–; y la simonía, el
nepotismo, el concubinato y el nicolaísmo eran prácticas muy corrientes. Esta degradación moral
que vivió la Iglesia en este periodo es lo que escandalizó a Lutero.
Desde finales de la Edad Media, el sistema de indulgencias había convertido la salvación del
alma en un objeto de compra y venta: los cristianos vulgares, pobres desconocedores de la teolo-
gía cristiana y fácilmente manipulables mediante embustes artificiosos que suscitasen en ellos el
temor de Dios7, percibían que para salvar su alma bastaba con obtener una indulgencia que pur-
gase sus penas a cambio de pagar una cantidad de dinero a la Iglesia para “contribuir a la cons-
trucción de la Civitas Dei”. En la práctica, la Iglesia llenaba sus arcas para financiar sus ambicio-
sos y caros proyectos políticos a costa del pueblo mediante esta concesión –que se había conver-
tido en comercialización y venta– de bulas de indulgencias. Como si fuesen “vales por la salva-
ción de un alma”. Como si de verdad la salvación se pudiese comprar. Los abusos y el tráfico
económico al que dieron lugar las indulgencias en el siglo XVI constituyeron el motivo principal
que indujo a Lutero a enfrentarse con la Iglesia. La prédica de indulgencias ya había sido denun-
ciada por John Wickliffe (1320-1384) y Jan Hus (1369-1415), que cuestionaron los abusos que
su práctica originaba. ¿Cómo la Iglesia, “Santa Presencia viva de Cristo”, había podido llegar a
tales niveles de putridez para engañar así a los fieles? Para Lutero la respuesta estaba clara: las
autoridades eclesiásticas no eran más que seres corruptos y ávidos de poder.
Los hechos de mayor significación histórica en relación al problema de las indulgencias tuvieron
lugar en los primeros años del siglo XVI. La construcción de la Basílica de San Pedro, iniciada
por Julio II y continuada por León X demandaba cuantiosas inversiones de oro y plata, metales
agotados en las arcas de la Iglesia de Roma y que había que obtener mediante tributos especiales
y recaudaciones extraordinarias. Agobiados los Estados Pontificios por las cada vez más abulta-
das medidas fiscales, León X acudió al socorrido recurso de la venta de indulgencias, y publicó
la Bula Sacrosanctis salvatoris et redemptoris el 31 de marzo de 1515, solicitando los donativos
de los fieles cristianos para la obra, a cambio de una indulgencia plenaria que les abriese las
puertas del Cielo. Pero el verdadero detonante fue el escándalo que surgió en el Imperio a raíz de
la campaña organizada por Alberto de Brandemburgo, arzobispo de Maguncia, y llevada a cabo
por el predicador de indulgencias Johann Tetzel.8 Merece nuestra atención lo que Lutero dijo,
veinticuatro años después, acerca de éste y de lo ocurrido en 1517:
«Aconteció el año 17 que un fraile predicador por nombre Johann Tetzel, un gran vociferador, a quien el
duque Federico en Innsbruck le había salvado del saco (bien podéis pensar que a causa de sus grandes vir-
tudes), cosa que el duque se la hizo recordar cuando empezó a afrentarnos a los wittenbergenses, y él lo re-
conoció francamente; ese mismo Tetzel paseaba sus indulgencias de un lugar a otro, vendiendo la gracia por
dinero a tan caro precio como podía. Era yo entonces predicador en el monasterio y doctor joven, recién sa-
lido de la fragua, fogoso y entusiasmado con la Sagrada Escritura. Al ver, pues, que grandes multitudes co-
rrían de Wittenberg hacia Jüterbog y Zerbst en pos de la indulgencia, no sabiendo yo (como es verdad que

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Encontramos un ejemplo muy ilustrativo en el “Tratado quinto: Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y de las
cosas que con él pasó” de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554): «Cuando por
bien no le tomaban las bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen. Y para aquello hacía molestias al pueblo, y
otras veces con mañosos artificios. Y porque todos los que le veía hacer sería largo de contar, diré uno muy sutil y
donoso, con el cual probaré bien su suficiencia. […] Y a tomar la bula hubo tanta prisa, que casi ánima viviente en
el lugar no quedó sin ella: marido y mujer, y hijos y hijas, mozos y mozas. Divulgóse la nueva de lo acaecido por
los lugares comarcanos y, cuando a ellos llegábamos, no era menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada la
venían a tomar, como si fueran peras que se dieran de balde. De manera que, en diez o doce lugares de aquellos
alrededores donde fuimos, echó el señor mi amo otras tantas mil bulas sin predicar sermón».
8
Pronto se hizo famoso un dicho atribuido a Johann Tetzel, uno de los mayores vendedores de indulgencias, que
decía así: «As soon as a coin in the coffer rings, the soul from purgatory springs». Lutero le dedicó dos de sus 95
Tesis de 1517: «27. Mera doctrina humana predican aquellos que aseveran que tan pronto suena la moneda que se
echa en la caja, el alma sale volando. 28. Cierto es que, cuando al tintinear, la moneda cae en la caja, el lucro y la
avaricia pueden ir en aumento, más la intercesión de la Iglesia depende sólo de la voluntad de Dios».

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
Cristo, mi Señor, me ha salvado) qué cosa fuese la indulgencia, ni lo sabía nadie, comencé cautamente a
predicar que había otras obras mejores y más seguras que el comprar indulgencias. Este sermón contra la
indulgencia lo había yo predicado antes en el palacio, acarreándome con ello el disfavor del duque Federi-
co, el cual amaba mucho a su santuario. Viniendo ahora a la verdadera causa del tumulto luterano, digo que
dejé ir las cosas como iban; pero a mis oídos llegaron los abominables y espantosos artículos que Tetzel
predicaba, algunos de los cuales quiero poner aquí, a saber:
Que él tenía del Papa esta gracia y potestad: que, si alguien hubiese llegado a violar a la santa virgen Ma-
ría, Madre de Dios, podía él perdonarle con tal que depositase en el arca los derechos correspondientes.
Ítem, que, si uno echa en el arca un dinero por un alma del purgatorio, apenas la moneda cae y suena en el
fondo, sale el alma hacia el paraíso.
Ítem, que la gracia indulgencial es la misma gracia por la que el hombre se reconcilia con Dios.
Ítem, que, si uno compra o paga una indulgencia o carta indulgencial, no es menester que tenga arrepenti-
miento, dolor ni penitencia por los pecados. Él vende también indulgencias para los pecados futuros.
Todo esto lo promovía él de un modo abominable y todo lo hacía por dinero. No sabía yo en aquel tiempo a
qué bolsillos iba a parar aquel dinero. Salió entonces un librito muy lindo, adornado con las insignias del
obispo de Magdeburgo, en el que se mandaba a los cuestores predicar algunos de estos artículos. Y se hizo
público que el obispo Alberto había alquilado a este Tetzel porque era un gran vocinglero […]. Yo entonces
le envié una carta con las tesis al obispo de Magdeburgo, exhortándole y pidiéndole que quisiese atajarle los
pasos a Tetzel y prohibir la predicación de cosas tan inconvenientes, pues de ello podían originarse grandes
males […]; mas no recibí respuesta alguna. Lo mismo escribí al obispo de Brandeburgo, mi ordinario […].
Me contestó que yo atacaba el poder de la Iglesia».9
Dejando de lado las duras críticas que Lutero pronunció contra este gran vociferador y vocingle-
ro, nos interesa algo que dice al principio del texto: «grandes multitudes corrían de Wittenberg
hacia Jüterbog y Zerbst en pos de la indulgencia». Aquella multitudinaria emigración de wit-
tembergenses a dichas localidades –la primera, enclave de Magdeburgo entre el Ducado de Sajo-
nia-Wittenberg y el Margraviato de Brandemburgo, y, la segunda, perteneciente al Principado de
Anhalt– se debía al acuerdo tomado por los dos príncipes sajones –Jorge, duque de la Sajonia
Albertina, y su primo Federico, príncipe elector de la Sajonia Ernestina– de prohibir en todos sus
dominios la predicación de aquella indulgencia, que había sido convocada para financiar la in-
vestidura de Alberto de Brandemburgo –de la casa Hohenzollern, rival de la casa de Wettin sajo-
na– como arzobispo de Magdeburgo y de Maguncia. Ninguno de los dos príncipes sajones estaba
en contra de la práctica de las indulgencias –el tesoro de reliquias que Federico el Sabio había
reunido y las indulgencias que se había hecho conceder por su culto son prueba de ello–; pero no
querían que el dinero de sus súbditos fuera a parar a manos del rival de su casa, Alberto de Bran-
demburgo, y por ello prohibieron la venta de esa indulgencia en Sajonia.
Fue entonces cuando Lutero, indignado por los discursos de Tetzel y por la forma en que el pue-
blo alemán estaba siendo engañado con falsas promesas de salvación mediante la compra de esas
letras de perdón, desviando la atención del cristiano de lo que era verdaderamente importante;
publicó, el 31 de octubre de 1517, un texto llamado «Disputatio pro declaratione virtutis indul-
gentiarum», más conocido como Las 95 Tesis de Wittenberg, que cuestionaban el verdadero va-
lor de las indulgencias y que reafirmaban los principales dogmas –las Solae– del pensamiento de
Lutero. Veamos cuáles son esas ideas básicas del luteranismo que nos enseñan las 95 Tesis.
La doctrina luterana sobre las indulgencias se presenta confusa, insegura, contradictoria y pró-
xima a la heterodoxia. ¿Por qué? Sencillamente, porque en la mente de Lutero ha surgido un
concepto nuevo de la justificación por la fe y de la penitencia cristiana, concepto que parece in-
compatible con las ideas teológicas tradicionales que el fraile agustino había aprendido en las
escuelas. Con todo, muchas de sus 95 Tesis son perfectamente ortodoxas, o admiten un sentido
rectamente católico, y eran defendidas por los mejores teólogos de su tiempo.
Como hemos dicho, Lutero se muestra contradictorio, en ocasiones, en su postura acerca del va-
lor de las indulgencias. Él mismo confiesa estar afrontando una cuestión muy difícil de resolver,
incluso para los teólogos más brillantes. Lo que quería Lutero no era erradicar las indulgencias –
9
Martín Lutero, Wider Hans Worst [Contra Hans Worst], 1541 (WA 51,538).

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probablemente del mismo modo que nunca quiso efectuar una ruptura respecto de la Iglesia de
Roma, sino que pretendía reformarla con el deseo de purificarla y mejorarla–, sino rectificar la
doctrina de las indulgencias, que se había desviado demasiado. Así, en ningún caso niega su va-
lor o su verdad, puesto que constituyen un anuncio de la remisión divina; sino que sostiene que
es necesario reconsiderar, de una forma más realista, el verdadero alcance, importancia y virtud
de las indulgencias, a fin de acabar con la hipertrofia que habían padecido, y de, entonces, liberar
al pueblo cristiano de esa obsesión impuesta que les hacía pensar, equivocadamente, que para
salvarse era estrictamente necesario comprar indulgencias.
«24. Por esta razón, la mayor parte de la gente es necesariamente engañada por esa indiscriminada y jac-
tanciosa promesa de la liberación de las penas.
39. Es dificilísimo hasta para los teólogos más brillantes, ensalzar al mismo tiempo, ante el pueblo, la prodi-
galidad de las indulgencias y la verdad de la contrición.
38. No obstante, la remisión y la participación otorgadas por el Papa no han de menospreciarse en manera
alguna, porque, como ya he dicho, constituyen un anuncio de la remisión divina.
69. Los obispos y curas están obligados a admitir con toda reverencia a los comisarios de las indulgencias
apostólicas.
70. Pero tienen el deber aún más de vigilar con todos sus ojos y escuchar con todos sus oídos, para que esos
hombres no prediquen sus propios ensueños en lugar de lo que el Papa les ha encomendado.
71. Quien habla contra la verdad de las indulgencias apostólicas, sea anatema y maldito.
72. Mas quien se preocupa por los excesos y demasías verbales de los predicadores de indulgencias, sea
bendito».

En las primeras cuatro tesis, Lutero se refiere al significado verdadero de la penitencia.


«1. Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia…”, ha querido que toda la vida de
los creyentes fuera penitencia.
2. Este término no puede entenderse en el sentido de la penitencia sacramental (es decir, de aquella relacio-
nada con la confesión y satisfacción) que se celebra por el ministerio de los sacerdotes.
3. Sin embargo, el vocablo no apunta solamente a una penitencia interior; antes bien, una penitencia interna
es nula si no obra exteriormente diversas mortificaciones de la carne.
4. En consecuencia, subsiste la pena mientras perdura el odio al propio yo (es decir, la verdadera penitencia
interior), lo que significa que ella continúa hasta la entrada en el reino de los cielos».

Puesto que el único intermediario existente entre el hombre y Dios es «Solo Christo», Lutero
hace hincapié en el hecho de que quien perdona los pecados es Dios, no los sacerdotes, de modo
que éstos únicamente confirman lo que Dios ya ha hecho.
«6. El Papa no puede remitir culpa alguna, sino declarando y testimoniando que ha sido remitida por Dios,
o remitiéndola con certeza en los casos que se ha reservado. Si éstos fuesen menospreciados, la culpa subsis-
tirá íntegramente».

Entre las tesis que más escandalizaron entonces están aquellas que niegan la realidad del Thesau-
rus Ecclesiae, formado por los méritos de Cristo y las satisfacciones de los santos, o desvirtúan
su naturaleza; rechazan la potestad del sumo pontífice para administrar debidamente ese tesoro, y
pervierten el concepto católico de indulgencia, limitándolo a la remisión de las penas canónicas
impuestas por la Iglesia. Lutero afirma que las indulgencias del Papa no absuelven ni eximen del
pecado, sino que sólo perdonan las penas instituidas por el hombre –los ministros de la Iglesia–;
y que no existe remisión del pecado sin arrepentimiento. De este modo, nadie puede caer en el
error de considerarse ya salvado por el simple hecho de haber obtenido una indulgencia del Papa.
«5. El Papa no quiere ni puede remitir culpa alguna, salvo aquella que él ha impuesto, sea por su arbitrio,
sea por conformidad a los cánones.
20. Por tanto, lo que el Papa entiende por indulgencia plenaria no es la remisión de todas las penas en abso-
luto, sino tan sólo de las impuestas por él
21. En consecuencia, yerran aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre es absuelto a
la vez que salvo de toda pena, a causa de las indulgencias del Papa.
32. Serán eternamente condenados junto con sus maestros, aquellos que crean estar seguros de su salvación
mediante una carta de indulgencias.

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
33. Hemos de cuidarnos mucho de aquellos que afirman que las indulgencias del Papa son el inestimable
don divino por el cual el hombre es reconciliado con Dios.
34. Pues aquellas gracias de perdón sólo se refieren a las penas de la satisfacción sacramental, las cuales
han sido establecidas por los hombres.
35. Predican una doctrina anticristiana aquellos que enseñan que no es necesaria la contrición para los que
rescatan almas o confessionalia.
52. Vana es la confianza en la salvación por medio de una carta de indulgencias, aunque el comisario y has-
ta el mismo Papa pusieran su misma alma como prenda56. “Los tesoros de la Iglesia de donde el papa da
las indulgencias no son bastante nombrados ni los conoce el pueblo cristiano”.
58. Esos tesoros no son los méritos de Cristo y de los santos, porque éstos, sin intervención del papa, siem-
pre obran la gracia del hombre interior y tienen por efecto la cruz, la muerte y el infierno del hombre exte-
rior.
62. El verdadero tesoro de la Iglesia es (solamente) el sacrosanto Evangelio de la gloria y de la gracia de
Dios».

En este sentido, dado que la indulgencia no es una condición exigida para obtener la salvación,
sino que la salvación se alcanza por la «Sola Gratia», es decir, por ese acto de misericordia infi-
nita que Dios tuvo con la humanidad en la Cruz. El cristiano verdaderamente arrepentido tiene
derecho al perdón completo aún sin cartas de indulgencias.
«47. Debe enseñarse a los cristianos que la compra de indulgencias queda librada a la propia voluntad y no
constituye obligación.
36. Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido tiene derecho a la remisión plenaria de pena y culpa,
aun sin carta de indulgencias.
37. Cualquier cristiano verdadero, sea que esté vivo o muerto, tiene participación en todos lo bienes de Cris-
to y de la Iglesia; esta participación le ha sido concedida por Dios, aun sin cartas de indulgencias».

Lutero afirma que no puede aceptarse que se impongan penas para cumplir en el Purgatorio, y
que la pena por la culpa debe cumplirse en la vida terrena. Estas penas solo se aplican a los vivos
puesto que los muertos, estando muertos, ya no se encuentran ligados a los decretos canónicos,
son libres de las leyes de la Iglesia. Como resultado, es la idea misma del purgatorio que resulta
cuestionada. Lutero acusa así a la Iglesia de instrumentalizar el miedo al infierno.
«8. Los cánones penitenciales han sido impuestos únicamente a los vivientes y nada debe ser impuesto a los
moribundos basándose en los cánones.
10. Mal y torpemente proceden los sacerdotes que reservan a los moribundos penas canónicas en el purga-
torio.
13. Los moribundos son absueltos de todas sus culpas a causa de la muerte y ya son muertos para las leyes
canónicas, quedando de derecho exentos de ellas.
22. De modo que el Papa no remite pena alguna a las almas del purgatorio que, según los cánones, ellas de-
bían haber pagado en esta vida».

Lutero también defiende que la indulgencia no hace mejor al hombre, y que en ningún caso susti-
tuye a la caridad o a las buenas obras. Así, dice que es preferible hacer obras de caridad y suplir
las necesidades del propio hogar que comprar indulgencias.
«41. Las indulgencias apostólicas deben predicarse con cautela para que el pueblo no crea equivocadamen-
te que deban ser preferidas a las demás buenas obras de caridad.
42. Debe enseñarse a los cristianos que no es la intención del Papa, en manera alguna, que la compra de in-
dulgencias se compare con las obras de misericordia.
43. Hay que instruir a los cristianos que aquel que socorre al pobre o ayuda al indigente, realiza una obra
mayor que si comprase indulgencias.
44. Porque la caridad crece por la obra de caridad y el hombre llega a ser mejor; en cambio, no lo es por
las indulgencias, sino a lo más, liberado de la pena.
45. Debe enseñarse a los cristianos que el que ve a un indigente y, sin prestarle atención, da su dinero para
comprar indulgencias, lo que obtiene en verdad no son las indulgencias papales, sino la indignación de
Dios.
46. Debe enseñarse a los cristianos que, si no son colmados de bienes superfluos, están obligados a retener
lo necesario para su casa y de ningún modo derrocharlo en indulgencias».

9
Ignacio Cabello Llano

Asimismo, Lutero sostiene que las indulgencias no pueden sustituir a las oraciones, que resultan
mucho más útiles y necesarias que las otras.
«48. Se debe enseñar a los cristianos que, al otorgar indulgencias, el Papa tanto más necesita cuanto desea
una oración ferviente por su persona, antes que dinero en efectivo.
53. Son enemigos de Cristo y del Papa los que, para predicar indulgencias, ordenan suspender por completo
la predicación de la palabra de Dios en otras iglesias.
54. Oféndese a la palabra de Dios, cuando en un mismo sermón se dedica tanto o más tiempo a las indulgen-
cias que a ella.
55. Ha de ser la intención del Papa que si las indulgencias (que muy poco significan) se celebran con una
campana, una procesión y una ceremonia; el Evangelio (que es lo más importante) deba predicarse con cien
campanas, cien procesiones y cien ceremonias».

Lutero también sostiene que la indulgencia, al considerarse una forma muy fácil de conseguir la
salvación, hace perder a los fieles el temor de Dios.
«49. Hay que enseñar a los cristianos que las indulgencias papales son útiles si en ellas no ponen su con-
fianza, pero muy nocivas si, a causa de ellas, pierden el temor de Dios».

En las 95 Tesis también queda recogida la idea de que el hombre se salva mediante el ejercicio
continuo de lucha contra el mal.
«94. Es menester exhortar a los cristianos que se esfuercen por seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas,
muertes e infierno.
95. Y a confiar en que entrarán al cielo a través de muchas tribulaciones, antes que por la ilusoria seguridad
de paz».

Con todo ello, critica severamente a los predicadores de indulgencias que engañan al pueblo para
llenarse los bolsillos con artimañas y artificios; incurriendo, en muchas ocasiones, en blasfemia,
al afirmar que las indulgencias son el inestimable don de Dios y que son el único modo de alcan-
zar la salvación. Algunas de sus críticas van claramente dirigidas a Johann Tetzel.
«27. Mera doctrina humana predican aquellos que aseveran que tan pronto suena la moneda que se echa en
la caja, el alma sale volando.
28. Cierto es que, cuando al tintinear, la moneda cae en la caja, el lucro y la avaricia pueden ir en aumento,
más la intercesión de la Iglesia depende sólo de la voluntad de Dios.
75. Es un disparate pensar que las indulgencias del Papa sean tan eficaces como para que puedan absolver,
para hablar de algo imposible, a un hombre que haya violado a la madre de Dios.
76. Decimos por el contrario, que las indulgencias papales no pueden borrar el más leve de los pecados ve-
niales, en concierne a la culpa.
77. Afirmar que si San Pedro fuese Papa hoy, no podría conceder mayores gracias, constituye una blasfemia
contra San Pedro y el Papa.
79. Es blasfemia aseverar que la cruz con las armas papales llamativamente erecta, equivale a la cruz de
Cristo.
80. Tendrán que rendir cuenta los obispos, curas y teólogos, al permitir que charlas tales se propongan al
pueblo».

Por último, algunas de sus tesis son críticas directas –con un tono sarcástico y mordaz– al Papa.
«81. Esta arbitraria predicación de indulgencias hace que ni siquiera, aun para personas cultas, resulte fácil
salvar el respeto que se debe al Papa, frente a las calumnias o preguntas indudablemente sutiles de los lai-
cos.
82. Por ejemplo: ¿Por qué el Papa no vacía el purgatorio a causa de la santísima caridad y la muy apre-
miante necesidad de las almas, lo cual sería la más justa de todas las razones si él redime un número infinito
de almas a causa del muy miserable dinero para la construcción de la basílica, lo cual es un motivo comple-
tamente insignificante?
83. Del mismo modo: ¿Por qué subsisten las misas y aniversarios por los difuntos y por qué el Papa no de-
vuelve o permite retirar las fundaciones instituidas en beneficio de ellos, puesto que ya no es justo orar por
los redimidos?
84. Del mismo modo: ¿Qué es esta nueva piedad de Dios y del Papa, según la cual conceden al impío y
enemigo de Dios, por medio del dinero, redimir un alma pía y amiga de Dios, y por qué no la redimen más
bien, a causa de la necesidad, por gratuita caridad hacia esa misma alma pía y amada?

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
85. Del mismo modo: ¿Por qué los cánones penitenciales que de hecho y por el desuso desde hace tiempo es-
tán abrogados y muertos como tales, se satisfacen no obstante hasta hoy por la concesión de indulgencias,
como si estuviesen en plena vigencia?
86. Del mismo modo: ¿Por qué el Papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ri-
cos, no construye tan sólo una basílica de San Pedro de su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los
pobres creyentes?
87. Del mismo modo: ¿Qué es lo que remite el Papa y qué participación concede a los que por una perfecta
contrición tienen ya derecho a una remisión y participación plenarias?
88. Del mismo modo: ¿Que bien mayor podría hacerse a la iglesia si el Papa, como lo hace ahora una vez,
concediese estas remisiones y participaciones cien veces por día a cualquiera de los creyentes?
89. Dado que el Papa, por medio de sus indulgencias, busca más la salvación de las almas que el dinero,
¿por qué suspende las cartas e indulgencias ya anteriormente concedidas, si son igualmente eficaces?
90. Reprimir estos sagaces argumentos de los laicos sólo por la fuerza, sin desvirtuarlos con razones, signi-
fica exponer a la Iglesia y al Papa a la burla de sus enemigos y contribuir a la desdicha de los cristianos.
91. Por tanto, si las indulgencias se predicasen según el espíritu y la intención del Papa, todas esas objecio-
nes se resolverían con facilidad o más bien no existirían».

Karl August Meissinger, un importante luterano, crítico e independiente, se pregunta acerca de


las 95 Tesis de Lutero:
«¿De dónde le viene tan de improviso al piadoso monje, al apasionado escrutador de la Biblia, al profesor
infatigablemente fiel, este endiablado gusto por las antítesis agudas como cuchillos, los maliciosos juegos de
palabras y los bruscos cambios de máscara? ¿Cómo un hombre alejado del mundo llega repentinamente a
un conocimiento cabal y tan siniestro de los instintos de las muchedumbres? […] Uno de los mayores pole-
mistas de la literatura mundial se descubre a sí mismo. Se descubre a medias; sólo en los escritos alemanes
de los próximos años mostrarán sus armas toda su terribilidad. Pero es a un sabio de la ciencia divina a
quien se le han dado esos tremendos talentos. Aquí late una trágica contradicción. La tarea propia de un
santo está en manos de un hombre cuyas más brillantes cualidades se desplegarán en la lucha. […] En las
narraciones ordinarias de los protestantes suele leerse que Lutero se atiene todavía a las ideas tradicionales
sobre las indulgencias, esforzándose todo lo posible por salvarlas fundamentalmente. […] Quien así entien-
de las tesis comete un ingenuo error, y los historiadores no deben ser ingenuos. Todos los esfuerzos que pa-
rece hacer Lutero en esa dirección no son más que una finísima treta de polemista. El objetivo que las tesis
persiguen es, lisa y llanamente, el de aniquilar las indulgencias. […] A la Iglesia le faltaba entonces un san-
to. Los santos reaparecerán cuando haya pasado la tormenta. Quizá era necesaria la purificación del aire
por el furor de los elementos para que aquéllos aparecieran de nuevo. ¿Podría haber sido Lutero el santo
que se echaba de menos si hubiese logrado domar los aspectos demoníacos de su ser, que acaso tienen que
existir en todo hombre grande? Sería aventurado y de todos modos ocioso hacer tal pregunta».10

Con todo ello, podríamos establecer cuáles fueron las contribuciones doctrinales más significati-
vas de Lutero a la Reforma. Varias de las ideas fundamentales de la doctrina luterana ya se han
comentado con anterioridad: las Cinco Solae.
En primer lugar, el dogma de la Sola Scriptura, que enseña que la Biblia, verdadera Palabra de
Dios, es la única fuente de doctrina cristiana, y que debe ser accesible para todos de modo que
cada cristiano pueda entenderla con claridad e interpretarla por sí mismo sin necesidad de con-
trastarla con la tradición apostólica ni con ninguna autoridad, ya que la única autoridad son las
propias Escrituras. Es lo que el teólogo italiano Luigi Giussani ha denominado «una iluminación
interior»: «la postura protestante es profundamente religiosa y, como tal, percibe con claridad
la distancia inmensa que hay entre el hombre y Dios: Dios, el distinto, el Otro, el Misterio. […]
Esto es el núcleo de la actitud protestante. Al contacto con el texto que Dios quiso que el hombre
realizase como memoria de sus relaciones con él, la Biblia […] el corazón del hombre se infla-
ma y entiende lo que es justo y lo que no lo es acerca de Jesús. Así, el método protestante para
acercarse al hecho lejano de Cristo […] consiste en una relación interior y directa con el espíri-
tu. Es un encuentro interior».11 De aquí se desprende una primera consecuencia: las autoridades
eclesiásticas ya no son necesarias, porque, dado que la Biblia está al alcance de todos, cada suje-
to puede autoridad para sí mismo. Pero tiene una segunda consecuencia, probablemente no

10
Karl August Meissinger, Der katholische Luther, Münich, 1952, pp. 154-55.
11
Luigi Giussani, Curso básico de cristianismo. III. Por qué la Iglesia, Ediciones Encuentro, 2007, pp. 375-376.

11
Ignacio Cabello Llano

deseada por Lutero, que es la subjetividad con la que se vive la fe: al estar sujeta la Biblia a la
libre interpretación de cada individuo, se puede caer en un profundo relativismo o subjetivismo
en el que toda interpretación cabe. Ello explica la existencia de tantísimas “iglesias” y confesio-
nes “protestantes” surgidas en diferentes momentos posteriores a la Reforma de Lutero a partir
de múltiples interpretaciones.
Otra idea central de la doctrina luterana es el dogma de la Sola Fide o de la justificación –en el
sentido teológico de “ser declarado justo por Dios”– por la fe, que dice que la salvación sólo se
obtiene por la fe, sin necesidad de ninguna otra cosa. Es decir, que un cristiano se salva sólo por
el hecho de creer en Dios, sin tener que realizar buenas obras ni cumplir otras reglas o prácticas.
Nuevamente se refuerza la innecesaridad de la Iglesia como lugar privilegiado de encuentro con
Cristo o como institución que proporciona al fiel los instrumentos necesarios y adecuados para
alcanzar a Cristo y la salvación. Así pues, todos los medios de salvación ofrecidos por la Iglesia
son negados por Lutero. De los Siete Sacramentos que propone la Iglesia como «signos sensibles
y eficaces de la gracia, instituidos por Jesucristo para santificar nuestras almas, y confiados a la
Iglesia para su administración» –Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los
enfermos, Orden y Matrimonio–, Lutero sólo aceptará el Bautismo y la Eucaristía, por no encon-
trar referencias en la Biblia a los otros cinco.
En tercer lugar la doctrina de la Sola Gratia sostiene que la salvación viene sólo por la gracia de
Dios: Cristo murió por nosotros, y a través de su sacrificio en la Cruz, entendido como un acto
inmerecido de amor y misericordia infinitos, y por medio de la fe, el hombre puede salvarse.
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando noso-
tros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y junta-
mente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús,
para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para
con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vo-
sotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura su-
ya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas» (Efesios 2:4-10). En este sentido, el hombre no alcanza la salvación por
sus obras y por sus méritos, sino por la Sola Gratia Dei.
El cuarto pilar de la doctrina luterana es el dogma de Solo Christo, que sostiene que Jesucristo es
el único mediador entre Dios el hombre, de modo que ni la Iglesia ni los sacerdotes no son nece-
sarios. Esto sería contrario a la doctrina de la intercesión del Concilio de Trento que dice que los
Santos y la Virgen, por formar parte de la corte celestial, son intermediadores.12
Por último, Lutero propone el dogma de la Soli Deo gloria, que enseña que toda la gloria es sólo
para Dios, puesto que la salvación sólo se obtiene a través de su voluntad y acción.
Es sabido por todos que el arte occidental es mayoritariamente expresión del hecho religioso, y
que, como tal, puede ser utilizado como una fuente para el estudio del mismo. El caso luterano
no es una excepción, y encontramos numerosas obras de arte que son un perfecto reflejo de las
principales propuestas de Lutero. Lucas Cranach el Viejo (1472-1553) fue uno de los artistas que
más propaganda hizo de Lutero y sus postulados a través de sus cuadros. Fue un grabadista y
pintor de corte de los Electores de Sajonia, famoso por sus retratos de príncipes alemanes y de
los líderes de la Reforma Protestante, cuya causa abrazó con entusiasmo, convirtiéndose en un
cercano amigo de Lutero, e incluso en padrino de su primer hijo. Suyos son, por ejemplo, los
12
«Los santos, que reinan junto con Cristo, ofrecen a Dios sus propias oraciones por los hombres. Es bueno y útil
invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones y ayuda para obtener beneficios de Dios, a través de su Hijo
Jesucristo Nuestro Señor, quien es nuestro único Redentor y Salvador. Hay personas que piensan impíamente, y
niegan que se deba invocar a los santos, los cuales disfrutan de felicidad eterna en el cielo; o quienes afirman que
ellos no oran por los hombres, o que nuestra petición por sus oraciones es idolatría, o que es repugnante a la pala-
bra de Dios, y es opuesto al honor del único Mediador entre Dios y el hombre, Jesucristo». C. de Trento, Ss. XXV.

12
Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
más famosos retratos de Lutero, las ilustraciones de la traducción de Lutero de la Biblia, nume-
rosos frontales de altar, y una infinidad de obras religiosas puestas al servicio de la Reforma.
Aquí queremos destacar la predela del retablo de la iglesia de Santa María de Wittenberg (1547),
conocido como el «Reformation Altar», no sólo porque se encuentra en la cuna del luteranismo,
sino porque refleja muy bien las principales ideas de la Reforma.
El retablo –ver imagen de la portada– se compone de cuatro paneles, tres en la parte superior y
uno en la base. El tríptico de la parte superior representa, de izquierda a derecha, el Bautismo, la
Eucaristía y la Confesión. De izquierda a derecha el espectador ve el Bautismo, la Eucaristía y la
Confesión. Visual y teológicamente, el panel del Bautismo inicia el camino de salvación por So-
la Fide, recalcando que la salvación es un regalo inmerecido y gratuito de Jesús para los hom-
bres, y no algo que los fieles hayan conseguido mediante sus buenas obras.
En el panel izquierdo Philipp Melanchthon, uno de los principales teólogos de la Reforma, bauti-
zando a un niño de una comunidad luterana. El panel central representa la consagración de la
Eucaristía en la Última Cena, siendo los doce apóstoles pintados como si fuesen los principales
líderes de la Reforma –el propio Lutero, pintado como Junker Jörg, está recibiendo, en primer
plano, la sangre de Cristo–. Por último, en el panel derecho encontramos a Johann Bugenhagen,
otro importante teólogo y cercano amigo de Lutero, presidiendo el Oficio de las Llaves o Schlüs-
selamt, en el concepto luterano de la Confesión: sujetando una llave en cada mano, con la dere-
cha golpea la cabeza de un hombre arrodillado que muestra arrepentimiento y que acoge la gra-
cia del perdón –representada por la llave, que libera al hombre de su pecado y le ofrece el per-
dón–, mientras que a su izquierda vemos a un hombre pomposamente vestido y con expresión de
desprecio, que con las manos atadas –en señal de que este hombre seguirá atado a su pecado–, le
da la espalda, rechazando la gracia de la Confesión.

Por último, la predela del retablo muestra a Martín Lutero predicando a Cristo crucificado a la
comunidad de fieles de Wittenberg, entre los que se encuentran el propio Cranach el Viejo –con
esa larga barba que le caracteriza–, algunos de los principales líderes de la Reforma y, probable-
mente, Catalina de Bora con alguno de sus hijos. Lutero, subido en un púlpito en la parte dere-
cha, aparece con una mano sobre la Biblia –Sola Scriptura– y señalando, con la otra, a la imagen
de Jesucristo en la Cruz como único verdadero camino para alcanzar la Salvación –Solo Christo
y Sola Gratia–. Jesús, en un acto de misericordia y amor infinitos por el hombre, «ha derramado
Su sangre por nosotros» y «nos ha liberado y redimido de nuestros pecados». Lutero, a fin de
retornar a las primicias del cristianismo originario, redirige la mirada de los cristianos hacia esa
verdad primordial: que Cristo murió y resucitó por nosotros, para nuestra Salvación; queriendo
recalcar que no es necesario nada más que creer en Dios. Así pues, este cuadro refleja la esencia
del luteranismo: Sola Fide, Sola Scriptura, Sola Gratia, Solo Christo y Soli Deo Gloria. Por ello
es conocido como el Reformation Altar de Wittenberg, porque refleja magníficamente las princi-
pales ideas del pensamiento de Lutero.
13
Ignacio Cabello Llano

Habiendo ya analizado exhaustivamente el planteamiento teológico de la Reforma, podemos, por


fin, introducirnos en la cuestión a la que queríamos llegar: ¿hasta qué punto se puede considerar
a Lutero como el responsable del éxito de la reforma en el Imperio? Pues bien, para responder,
debemos tener en cuenta varios factores que engloben la totalidad de la realidad social, económi-
ca y social del momento, que determinó, en gran medida, el éxito de la Reforma. Lutero desem-
peñó un papel de suma –e innegable– importancia para la Historia de la Cristiandad occidental,
puesto que fue este monje agustino quien inició el movimiento teológico reformador que terminó
provocando la ruptura de la Cristiandad latina en dos realidades religiosa y políticamente dife-
rentes. No obstante, en este momento histórico preciso, se dieron una serie de circunstancias so-
ciales, económicas y políticas que favorecieron y determinaron el éxito de la Reforma, hasta el
punto de que podríamos afirmar que si la coyuntura hubiese sido diferente, las propuestas de
Lutero no habrían tenido tanto éxito y seguimiento como el que tuvieron en realidad.
Pero antes de todo, siendo riguroso con los conceptos y siguiendo el planteamiento desarrollado
en el presente ensayo, me atrevo a decir que la Reforma de Lutero no tuvo éxito alguno. Cero.
Fue un rotundo fracaso. ¿Por qué? Porque, como he sostenido al inicio de esta disertación, no fue
una reforma sino una ruptura. Porque Lutero no vio realizado ninguno de sus objetivos iniciales.
Porque no consiguió lo que en un principio quiso. No reformó la Iglesia. No logró ser escuchado
por las –corruptas y acomodadas– autoridades eclesiales –que no quisieron escucharle–. Y por
tanto no logró reformar la Iglesia. No enmendó los graves problemas que veía dentro de la Igle-
sia. Sino que se salió de ella. Se desvinculó. Se desligó. No hubo reforma sino ruptura. Por ello,
como denuncia de la desvirtuación que había padecido la Iglesia, Lutero triunfó. Pero como vo-
luntad reformadora, fracasó. No reformó nada. Se desmarcó y creó una realidad nueva.
Al margen de esta divagación acerca de si fue una reforma o una ruptura, lo cierto es que, fuese
lo que fuese, el movimiento que inició Lutero con la voluntad de realizar cambios sustanciales en
la Iglesia y de retornar a las primicias originales del cristianismo, tuvo un enorme seguimiento.
No fue una herejía o una secta como las que habían existido durante la Edad Media, que gene-
ralmente se circunscribían a áreas locales y regionales o a ciertos grupos de la sociedad. Fue un
fenómeno ‘global’, seguido por una enorme cantidad de príncipes, soberanos y territorios euro-
peos, y que adquirió unas imponentes dimensiones, llegando a dividir Europa en dos realidades
político-religiosas disociables y que, a partir de entonces, emprenderían rumbos diferentes. Pero,
¿es acaso posible que un solo monje en el siglo XVI lograse, con tan sólo unos pocos escritos
criticando a la Iglesia y unos sermones –que sin duda debieron de tener un gran poder de convic-
ción, propio de los grandes oradores–, un alcance tal? ¿Tan atractivas resultaban sus propuestas e
ideas teológicas acerca de las indulgencias, los sacramentos, el Papa y la Salvación? ¿Estaban
todos tan comprometidos con el ‘esclarecimiento de la verdad cristiana’? ¿Tanto preocupaba al
pueblo y a los príncipes poder alcanzar una certeza última acerca de los planteamientos doctrina-
les de la Iglesia? ¿O hubo algo más?
Sinceramente no creo que el tremendo seguimiento que tuvo el movimiento iniciado por Lutero
se debiera a la originalidad o a la ‘veracidad’ de sus postulados teológicos. No creo que las pro-
blemáticas y cuestiones teológicas que planteó Lutero quitasen el sueño a Federico de Sajonia,
Felipe de Hesse o Jorge de Brandemburgo. No creo que estuviesen tan comprometidos con la
búsqueda de la verdad y del conocimiento verdadero acerca de las enseñanzas de Jesús de Naza-
ret. Me parece más razonable creer que detrás de la actitud que tomó cada príncipe respecto del
movimiento iniciado por Lutero había unas fuertes motivaciones de carácter político y económi-
co, y no religioso. ¿De verdad podemos pensar que unos príncipes tan poderosos, cuyas preocu-
paciones y deberes como aristócratas dirigentes de amplios y complejos territorios eran enormes,
secundarían las ideas de un “revolucionario” monje agustino por motivos simplemente religiosos
o teológicos? ¿Qué interés tenían en quebrantar el statu quo? ¿Qué posibilidades de aplicación
práctica al terreno de la política y la economía vieron en las propuestas de Lutero? ¿De qué for-
ma las autoridades teutonas se veían beneficiadas al secundar a este teólogo alemán?

14
Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
Los príncipes alemanes andaban desde hacía siglos revueltos contra todo aquel poder que restaba
ingresos a sus arcas. Más de doscientos años antes habían apoyado con beligerancia los escritos
de Guillermo de Ockham y de Marsilio de Padua contra el poder terrenal del Papado. El Imperio
y Roma, restaban no sólo poder, sino, sobre todo, recursos a los príncipes alemanes.
De todas las propuestas de Lutero contra los excesos de Roma, la corrupción de los tribunales, la
enajenación de indulgencias, la divinidad de la Virgen María, el papel del sacerdocio, etc.; la que
más entusiasmo despertó a los príncipes alemanes fue la crítica al flujo pecuniario alemán a Ro-
ma y la elección de prelados extranjeros en la Iglesia alemana.
Por lo tanto, por cuestiones especialmente fiscales, los príncipes, a quienes probablemente les
importasen más bien poco las diversas interpretaciones sobre el culto y la fe, tomaron un papel
entusiasta en contra de Roma y de todos aquellos que pudieran reducir su poder económico. El
gobierno secular teutón –los príncipes, la aristocracia, los gobernadores…– jugó entonces a favor
de Lutero, y la alianza del poder político con la estructura religiosa nacional se convirtió en un
motor que hizo tambalear a Roma.
Los reformadores percibieron que su subsistencia –en un mundo dominado por la Iglesia– de-
pendía únicamente de su alianza con los príncipes, y supieron ganarse la confianza y simpatía de
aquellas autoridades que mantenían disputas muy serias con el Papa. El propio Lutero llevó con
éxito la Reforma en Alemania cuando obtuvo la ayuda del príncipe elector Federico de Sajonia,
pues éste le mantuvo a salvo de la mano de las autoridades eclesiales. A esto hay que añadir que
la sumisión de Lutero al poder de los príncipes alemanes era evidente, favoreciendo de esta ma-
nera la colaboración interesada de éstos en el triunfo de la Reforma como instrumento de auto-
nomía política. Lutero criticaba, con contundencia, la resistencia a la autoridad civil, pues consi-
deraba que la obediencia cívica era una virtud cristiana ordenada por Dios. Lutero llegó a decir
que «Los príncipes de este mundo son dioses, el vulgo es Satán, por medio del cual Dios obra a
veces lo que en otras ocasiones realiza directamente a través de Satán; esto es, hace la rebelión
como castigo de los pecados del pueblo. Prefiero soportar a un príncipe que obra mal antes que
a un pueblo que obra bien»13 y que «No es de ningún modo propio de un cristiano alzarse con-
tra su gobierno, tanto si actúa justamente como en caso contrario. No hay mejores obras que
obedecer y servir a todos los que están colocados por encima de nosotros como superiores. Por
esta razón también la desobediencia es un pecado mayor que el asesinato, la lujuria, el robo y la
deshonestidad y todo lo que éstos puedan abarcar»14.
Si aplicamos, en términos generales, esta consideración a la política diaria, sea en asuntos reli-
giosos o más profusamente en otros asuntos, tales como la descentralización del Estado o las
relaciones internacionales, obtendremos una regla general de determinación práctica. La nobleza
alemana, con el interés puesto en las cuestiones fiscales, políticas y económicas, y con el estan-
darte de Dios –bien estructurado por Lutero– a la cabeza, se impuso con fuerza en el cisma y
arrancó una autonomía sustentada en sus propios privilegios, por supuesto, económicos.
Éste es un primer gran factor a tener en cuenta: el movimiento de Lutero jamás habría arraigado
con fuerza en Europa de no haber sido secundado por una serie de príncipes alemanes que arras-
traron consigo a la población de sus vastos territorios –no olvidemos el principio de Cuius regio
eius religio firmado en la Paz de Augsburgo de 1555, que proclamó por todo lo alto la confesio-
nalización de los estados europeos–. Y las razones que se pusieron en juego en la decisión de
cada príncipe sobre si secundar la propuesta de Lutero o si mantenerse fieles al Papa, fueron,
eminentemente políticas y económicas: al desvincularse de la Iglesia de Roma –cabeza espiritual
de la Cristiandad–, se desvinculaban, en gran medida, del emperador –cabeza política de la Cris-
tiandad–, conquistando una autonomía por la que venían luchando mucho tiempo. Podemos de-

13
Cit. George Sabine, Historia de la teoría política, Ed. Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1996, p. 284.
14
Walter Hanisch, El catecismo político-cristiano: las ideas y la época: 1810, Andrés Bello, Santiago, 1970, p. 69.

15
Ignacio Cabello Llano

cir, pues, que la Paz de Augsburgo, en su vertiente ‘constitucional’, supuso el fin de la lucha en-
tre los grandes príncipes del Imperio y el emperador –con victoria de los primeros– sobre la for-
ma de organización del poder. Esto es; los príncipes, que aspiraban a hacer de sus territorios una
monarquía, según la fórmula «Rex superiorem non recognoscens in regno suo est Imperator»,
lograron imponer sus intereses frente a los de Carlos V, que vio frustrado su proyecto de conso-
lidar una monarquía centralizada y universal.
Algo similar ocurrió con las ciudades imperiales que secundaron el movimiento de Lutero, tam-
bién motivadas por intereses económicos, sociales y políticos. Al igual que los príncipes, las ciu-
dades llevaban un largo tiempo en pugna con el poder imperial, pues aspiraban a una mayor au-
tonomía; y vieron en las propuestas de Lutero un perfecto soporte doctrinal religioso para las
formas ascendentes y comunitarias de soberanía –la auctoritas emana del pueblo, que delega la
potestas en sus gobernantes, quienes, a su vez, han de responder ante el propio pueblo–, frente al
modelo jerárquico y descendente que pretendían imponer los monarcas –el poder emana de Dios,
que lo delega en el gobernante, quien sólo tiene que responder ante Dios–.
Por último, no podemos pasar por alto la importancia que jugaron las numerosas comunidades
rurales que se alzaron contra los señores en nombre de las doctrinas de Lutero, protagonizando
las llamadas “guerras campesinas”. El origen de estas “guerras campesinas” es socioeconómico:
el empeoramiento de las condiciones de vida de buena parte de la población rural, sometida a la
abusiva opresión de los señores. Existe un documento fundamental para comprender este fenó-
meno: Los doce artículos y reglamentos de la liga de campesinos de la Alta Suabia (1525). En
ellos, tomando por bandera algunas de las enseñanzas más elementales de Lutero –como el prin-
cipio de la Sola Scriptura o el concepto de libertad cristiana–, denuncian los agravios que están
sufriendo a causa de los abusos por parte de los señores y justifican la revuelta. Éstas son las
principales ideas: exigen «que cada comunidad pueda elegir y nombrar a un pastor»;15 declaran
que están únicamente dispuestos a pagar «el justo diezmo de grano» establecido por Dios en las
Escrituras;16 exigen el derecho de pesca, caza y de uso de los bosques y las tierras ilegítimamente

15
«Primero, es nuestra humilde petición y ruego, así como nuestra voluntad y resolución, que de hoy en adelante
tengamos poder y autoridad de tal manera que cada comunidad pueda elegir y nombrar a un pastor. Que tengamos
también el derecho de deponerlo en caso de conducta inapropiada. El pastor así elegido nos enseñará el Santo
Evangelio pura y simplemente, sin ningún agregado, doctrina o mandamiento elaborado por el hombre. Por cuanto
que la continua enseñanza de la Fe verdadera nos conducirá a implorar a Dios que, a través de su Gracia, la Fe
crezca dentro de nosotros y llegue a ser parte integrante de nosotros. Porque si su Gracia no obra en nosotros,
permaneceremos por siempre en la carne y en la sangre, lo que equivale a la nada, ya que la Escritura claramente
enseña que sólo a través de la Fe verdadera llegaremos a Dios. Sólo a través de su Gracia podremos alcanzar la
santidad. Por ello, un guía y pastor es necesario y en la manera descrita está fundado en las Escrituras».
16
«En segundo lugar, así como un justo diezmo está establecido por el Antiguo Testamento y en el Nuevo confirma-
do, nosotros estamos dispuestos y deseosos de pagar el justo diezmo de grano. La palabra de Dios estableció que
dar es conforme a Dios y que en la distribución a los suyos, los servicios de un pastor son requeridos. Queremos
que en el futuro, quienquiera que sea el preboste eclesiástico designado por la comunidad, él recogerá y recibirá
este diezmo. De ese diezmo, proveerá al pastor elegido por toda la comunidad una subsistencia decente y suficiente,
al justo parecer (o con el conocimiento) de la comunidad en su totalidad. El remanente eventual será distribuido
entre los pobres del lugar, según lo exijan las circunstancias y la opinión general. Si aún quedase un resto, será
guardado por si alguien tuviera que abandonar el país por causa de pobreza. Se hará también provisión de este
excedente para evitar que se grave con impuestos la tierra a los pobres. En el caso de que uno o más pueblos se
hayan comprometido voluntariamente a pagar diezmos en razón de penuria, y que cada pueblo haya tomado esas
medidas de manera colectiva, el adquirente no sufrirá pérdidas, pero queremos que se llegue a un acuerdo apro-
piado para el reembolso de la suma más el interés adeudado por el pueblo. Pero a aquellos que han adquirido
derecho a diezmos no mediante la compra, sino mediante apropiación por la obra de sus ancestros, no les será ni se
les deberá pagar suma alguna de ahora en adelante. El pueblo deberá aplicar el pago del diezmo para el manteni-
miento del pastor, elegido como se indicó más arriba, o para el consuelo de los pobres, como así lo enseña la Escri-
tura. En cuanto al diezmo menudo, sea eclesiástico o laico, no será pagado desde ahora, por cuanto el Señor Dios
creó el ganado para su libre utilización por el hombre. En consecuencia, no pagaremos en lo sucesivo ese indeco-
roso diezmo de pura creación humana».

16
Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
apropiadas;171819 y manifiestan su descontento y oposición total y radical a la servidumbre20, a las
excesivas corveas, sernas y trabajos exigidos por los señores2122, a las altas y gravosas rentas de
la tierra,23 a la arbitrariedad de la justicia señorial24 y al pago obligatorio del «llamado tributo por
caso de defunción»25.

17
«En cuarto lugar, ha sido hasta ahora costumbre que a ningún hombre pobre le era permitido atrapar venado o
animales salvajes o peces de las aguas fluyentes, lo que nos parece no sólo totalmente indecoroso y poco fraternal,
sino también egoísta y contrario a la palabra de Dios. También en algunos lugares los Superiores conservan sus
presas de caza para nuestra desazón y grandes pérdidas, permitiendo sin ningún miramiento que animales salvajes
destruyan nuestros cultivos, que el Señor se esfuerza en hacer germinar para el uso del hombre y todavía, debemos
sufrirlo en silencio. Todo esto es contrario a Dios y al prójimo. Al crear Dios al hombre, le dio el dominio sobre
todos los animales, sobre las aves en el aire y sobre el pez en el agua. Conformemente, es nuestro deseo que si un
hombre tiene posesión sobre aguas, que pruebe con documentos suficientes que ha adquirido ese derecho inadverti-
damente por medio de una compra. Nosotros no queremos arrebatárselo por medio de la fuerza, pero sus derechos
deben ser ejercidos de una manera fraternal y cristiana. Pero quienquiera que no pueda aducir tal prueba, deberá
desistir con buena voluntad de su pretensión».
18
«En quinto lugar, nos agravian cuestiones relativas a la tala de madera, por cuanto que la gente noble se ha
apropiado de todos los bosques para su solo uso personal. Si un pobre necesita madera, debe pagar el doble por
ella. Es nuestra opinión, en lo que concierne a los bosques en posesión de un Señor, sea espiritual o temporal, que
al menos que haya sido debidamente comprado, deberá ser devuelto nuevamente a la comunidad. Más aún, todo
miembro de la comunidad será libre de procurarse por sí mismo la leña necesaria para su hogar. Asimismo, si un
hombre requiere madera para usos de carpintería, la obtendrá sin cargo, pero con conocimiento de una persona
designada por la comunidad con tal propósito. Sin embargo, ningún bosque debidamente comprado y administrado
de manera fraternal y cristiana será puesto a disposición de la renta comunitaria. Si un bosque, aun aquel que en
primera instancia hubiera sido injustamente objeto de apropiación, hubiera sido luego vendido en la debida forma,
la cuestión será dirimida con espíritu amistoso y de acuerdo con las Escrituras».
19
«En décimo lugar, estamos agraviados por la apropiación por algunos individuos de praderas y campos que en
tiempos anteriores pertenecieron a la comunidad. Tomaremos nuevamente posesión de dichos campos. Sin embar-
go, cabe que esos campos hayan sido adquiridos conforme a derecho. Cuando, por mala fortuna, las tierras hayan
sido así adquiridas, un arreglo fraternal deberá tener lugar de acuerdo con las circunstancias».
20
«En tercer lugar, ha sido hasta ahora costumbre para algunos de tratarnos como si fuésemos de su propiedad
privada, lo que es de lamentar, considerando que Cristo nos ha liberado y redimido a todos por igual, al siervo y al
Señor, sin excepción, por medio del derramamiento de su preciosa sangre. Así, conforme a la Escritura somos y
queremos ser libres. Esto no significa que deseamos ser absolutamente libres y no estar sujetos a autoridad alguna.
Dios no nos enseña que debamos llevar una vida desordenada en los placeres de la carne, sino que tenemos que
amar a Dios nuestro Señor y a nuestro prójimo. Nos conformaremos con alegría a todo esto, como Dios nos lo ha
ordenado en la celebración de la comunión. No nos ha ordenado desobedecer a las autoridades, sino más bien
practicar la humildad, no sólo con aquellos que ejercen la autoridad, sino con todos. Nosotros estamos así dispues-
tos a prestar obediencia a nuestras autoridades elegidas y regulares en todas las cosas propias que conciernen a un
cristiano. Damos, pues, por sentado que Vos nos liberarán de la servidumbre como cristianos verdaderos, a menos
que se nos demuestre que del Evangelio surge que debamos ser siervos».
21
«Nuestra sexta queja concierne los excesivos servicios que nos son requeridos, los que se multiplican día tras día.
Rogamos que esta cuestión sea apropiadamente examinada de modo tal que no seamos duramente oprimidos, que
tengan lugar consideraciones con gracia hacia nosotros, por cuanto que a nuestros antepasados sólo les era reque-
rido servir de conformidad con la palabra de Dios».
22
«En séptimo lugar, de ahora en adelante no admitiremos la opresión por parte de nuestros Señores, sólo les per-
mitiremos que nos exijan lo que es justo y apropiado de conformidad con las palabras del acuerdo entre el Señor y
el campesino. El Señor no deberá en lo sucesivo forzar ni presionar por servicios u otros deberes sin pago y le
deberá permitir el gozo tranquilo y pacífico de sus posesiones. El campesino deberá ayudar, sin embargo, a su
Señor cuando sea necesario y en tiempo adecuado, cuando no le sea desventajoso y mediando un pago apropiado».
23
«En octavo lugar, nos encontramos agobiados por posesiones que no pueden hacer frente a la rentas exigidas
sobre aquellas. Los campesinos sufren de esta manera pérdidas y están arruinados. Pedimos a los Señores que
designen personas honorables para estudiar las posesiones y fijar rentas acordes con la justicia, del tal manera que
los campesinos no estén obligados a trabajar a cambio de nada, ya que su labor es digno de ser recompensada».
24
«En noveno lugar, nos ultraja grandemente la constante promulgación de nuevas leyes. No somos juzgados en
relación con la ofensa cometida, sino a veces con enorme mala voluntad, a veces con indulgencia. En nuestra opi-
nión, debemos ser juzgados de conformidad con el antiguo derecho escrito y el caso deberá ser decidido de acuerdo
a los méritos propios del caso y no arbitrariamente».
25
«En undécimo lugar, aboliremos total y completamente el llamado tributo por caso de defunción (“Todfall”). No
lo sufriremos en absoluto de hoy en adelante ni tampoco toleraremos que viudas y huérfanos sean desvergonzada-
mente robados en contra de la voluntad de Dios, en violación de la justicia y del derecho, como sucedió en tantos

17
Ignacio Cabello Llano

En suma, los campesinos utilizaron las enseñanzas de Lutero sobre el origen de la justicia –Sola
Scriptura– o la igualdad y libertad de todos los cristianos –fundamentada en el principio de que
Cristo murió gratuitamente para salvar a todos los hombres por igual– para alzarse contra los
abusos a los que se hallaban sometidos; y protagonizaron una serie de revueltas violentas contra
los príncipes y los propietarios terratenientes –ya fueran laicos o eclesiásticos–. Lo que se puede
reconstruir de lo que los campesinos habían asimilado del mensaje evangélico luterano, indica
que no tenían interés por la difícil doctrina de la Salvación y eran más receptivos a la religión
comunitaria que predicaba Martin Bucer, mezclando las enseñanzas del Evangelio con las pre-
dicaciones cotidianas de justicia social y desafiando las bases de la sociedad.
Con todo ello, podemos concluir diciendo que para que el movimiento de Lutero arraigase con
fuerza y se produjese una ruptura definitiva y duradera de la Cristiandad, fueron fundamentales e
imprescindibles dos factores: el apoyo que Lutero recibió por parte de los príncipes del Imperio,
y la predisposición de buena parte de la sociedad, que acogió con los brazos abiertos las propues-
tas de Lutero por diversas razones principalmente no religiosas. En suma, lo que inicialmente
había surgido como un movimiento de crítica a la Iglesia y de reforma religiosa, acabó canali-
zando una serie de exigencias sociales, económicas y políticas de buena parte de la sociedad
alemana, provocando una irreversible ruptura de la unidad política y religiosa hasta entonces
existente en el continente europeo.
En este sentido, Lutero triunfó. El movimiento luterano echó raíces en la Europa septentrional, y
dio pie a que numerosos otros grupos que hoy conocemos –equivocadamente– como protestan-
tes, protagonizasen sucesivas reformas-rupturas del orden existente. Los principales movimien-
tos reformadores menores surgidos en el siglo XVI [vide infra en el mapa adjunto] fueron, ade-
más del de Lutero, el de Calvino –surgido en Ginebra y extendido por Suiza, Hungría, el sur de
Francia, Países Bajos y Escocia–; y el de Ulrich Zwinglio –uno de los reformadores que manifes-
tó mayor influencia de Lutero, cuyas diferencias doctrinales se limitaban casi exclusivamente a
cuestiones relativas a la Eucaristía, y que protagonizó la reforma en la Confederación Suiza–.

lugares por la obra justamente de aquellos que tendrían que haberlos escudado y protegido. Esos nos han llevado a
la desgracia y nos han expoliado, y pese a tener escasos fundamentos, así nos han usurpado. Dios no lo admitirá
nunca más, esto será radicalmente suprimido y nadie en el futuro será obligado a pagar ni poco ni mucho».

18
Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
Podríamos decir que las reformas de Lutero, Zwinglio y Calvino –la de éste en menor medida–
fueron los movimientos moderados de la Reforma. Pero una parte de la sociedad germana de-
mandaba una ruptura más radical con las antiguas creencias y prácticas religiosas, y argumentaba
que la Reforma inicial no se había llevado hasta sus últimas consecuencias. Estos reformadores
radicales, normalmente considerados como grupos marginales dentro de la Reforma, han recibi-
do el nombre de anabaptistas, etiqueta bajo la cual se esconde un grupo muy heterogéneo. El
término anabaptista –del griego ana-, ‘de nuevo’, y βαπτιστής, ‘el que bautiza’–hace referencia
al principio sobre el que se basa esta confesión protestante: el rechazo al Bautismo de los niños
antes del uso de razón, pues el Bautismo debe ser un acto de fe plenamente consciente y adulto.
Los anabaptistas son considerados como los “radicales” de la Reforma, porque en muchos aspec-
tos fueron más allá que Lutero, Zwinglio y Calvino. Por ejemplo, desechando la concepción lute-
rana de la Biblia como soberana, pensaban que Dios se comunicaba directamente con el indivi-
duo a través del Espíritu Santo, y para ellos, estas comunicaciones eran la verdadera palabra de
Dios, incluso cuando estaban en contradicción con el mensaje bíblico. Los anabaptistas llevaron
el dogma de la Sola Fide hasta su extremo, negando radicalmente las consecuencias de las obras
humanas para la Salvación. Eran, además, grupos muy sectarios y cerrados; se consideraban ele-
gidos, portadores de la verdadera fe, y condenaban al resto de cristianos. Su visión negativa del
mundo –lugar malvado y lleno de tentaciones– les llevó a aislarse, en muchas ocasiones, del res-
to de la sociedad no anabaptista –como sigue sucediendo con las comunidades amish–.
El prestigioso historiador Keith Randell, afirma que «Los anabaptistas fracasaron a la hora de
establecerse permanentemente, tanto dentro como fuera del Imperio, porque fueron vistos como
una amenaza al orden político y social»26; y es verdad que a menudo se les ha acusado de vio-
lentos, sobre todo por su activa participación en las guerras campesinas de 1524 y 1525. Aunque,
como ya hemos señalado antes, el término anabaptista engloba a muchos grupos muy diferentes
entre sí, de manera que no podemos generalizar. De hecho, existían importantes grupos de ana-
baptistas pacifistas trinitarios para los que la no-violencia era un principio sagrado que les llevó
no sólo a no atacar a otros, sino incluso a no defenderse de los ataques de otros. Pensemos, por
ejemplo, en la Hermandad Suiza de Felix Manz, Conrad Grebel y George Blaurock, o en los se-
guidores de Menno Simons –futuros amish–, que se opusieron totalmente a la violencia.
Sin embargo, sí que es cierto que hubo ciertos grupos de anabaptistas que, defendiendo el princi-
pio de que la única autoridad es Dios, se negaron a aceptar las autoridades políticas, a pagar im-
puestos, a servir en los ejércitos, etc.; y actuaron como si el gobierno civil no existiera, organi-
zando su vida comunitaria de forma paralela y aislada. El más notorio de estos revolucionarios
fue Thomas Müntzer, un seguidor de Lutero en Sajonia que a partir de 1521 rompió con éste por
su ‘moderantismo’, y que comenzó su carrera como agitador, convirtiéndose en uno de los prin-
cipales líderes de la guerra de los campesinos alemanes. Otro ejemplo significativo fue el caso de
Jan Matthys, Jan Bockelson y Gert Tom Kloster, que protagonizaron la llamada “Rebelión de
Münster” entre 1534 y 1535; tomaron Münster y proclamaron la ciudad como la Nueva Jerusa-
lén, estableciendo una especie de gobierno teocrático violento ‘de Antiguo Testamento’.
En éste sentido ha de entenderse la afirmación de Keith Randell cuando dice que «los anabaptis-
tas fracasaron […] porque fueron vistos como una amenaza al orden político y social». Las
creencias y forma de vida de los anabaptistas representaban un grave problema para la sociedad,
pues incitaban a la desobediencia civil –algo impensable dentro del luteranismo– y atentaban
contra el statu quo y contra el orden establecido. Por ello, los anabaptistas fueron perseguidos,
por católicos y protestantes, allá donde su presencia se había convertido en un problema para la
sociedad. Se entiende, pues, que «los anabaptistas fracasaron a la hora de establecerse perma-
nentemente, tanto dentro como fuera del Imperio –exceptuando algunas regiones despobladas de
Bohemia y Países Bajos–, porque fueron vistos como una amenaza al orden político y social».
26
Keith Randell, Luther and the German Reformation 1517-55, London, 1988.

19
Ignacio Cabello Llano

Es evidente que con estos planteamientos tan ‘antisistema’ el anabaptismo no podía prosperar; y
así sucedió: fueron duramente perseguidos, expulsados de muchos lugares y enviados a América
del Norte con los primeros colonizadores.
Pero lo cierto es que, con todo ello, el movimiento de reforma-ruptura de Lutero triunfó, pues
arraigó con fuerza en Europa y se consolidó de manera definitiva como una nueva ‘opción reli-
giosa’, quedando Europa dividida –hasta hoy en día– en católicos y protestantes. Además, si-
guiendo el razonamiento expuesto con anterioridad acerca del carácter y naturaleza de la Refor-
ma –¿reforma o ruptura?–, podemos decir que, si bien Lutero protagonizó una ruptura y no una
reforma propiamente dicha, sí que provocó, de manera indirecta, una Reforma dentro de la Igle-
sia católica. Es lo que la historiografía alemana protestante bautizó como Contrarreforma, con-
cepto con el que se quería presentar la renovación del catolicismo como un movimiento de mera
reacción a la Reforma Protestante con el objetivo claro de mantener sus estructuras medievales y
de reforzar su posición ante el peligro que suponían los movimientos reformistas. Este concepto
ha sido criticado por historiadores como Maurenbrecher o Jedin, que consideran que es un con-
cepto que no refleja la realidad en su totalidad, y que ofrecen una interpretación que acentúa la
vitalidad de la Iglesia aun antes de la aparición de Lutero y que ve en el movimiento de renova-
ción de los siglos XVI y XVII la prosecución y el coronamiento de las tentativas de reforma de
fines de la Edad Media. Así pues, formularon el concepto de Reforma Católica, a fin de subrayar
la actividad autorrenovadora desarrollada por la Iglesia –sobre todo en Italia y la Monarquía Es-
pañola– más allá de una mera respuesta a Lutero. Sostienen que la Reforma Católica debe consi-
derarse como un movimiento original y autónomo, que el protestantismo sólo pudo acelerar, pero
no determinar, pues se habría afirmado y desarrollado sin necesidad de reaccionar contra la esci-
sión religiosa. Dice José García Oro que «Resulta claro que durante el Renacimiento y el Barro-
co la gran demanda cristiana fue la Reforma de la Iglesia. Se demandaba desde el siglo XV para
el pontificado, postrado en un cisma; se urgía para monasterios y conventos, con miras a recu-
perar las comunidades religiosas, fosilizadas o disueltas; se proponía para la Teología que de-
bía renovarse con el acceso directo a los textos bíblicos y patrísticos; se predicaba para el pue-
blo cristiano con la esperanza de que su vida religiosa fuera motivada y personalizada, su-
perando el ritualismo y la pertenencia institucional heredados».27 Para Jedin28 la renovación del
catolicismo en los siglos XVI y XVII es resultante de dos componentes: la corriente reformado-
ra, que brota de abajo, conquista al papado e influye sobre el concilio de Trento, el cual da forma
legal a la nueva vida de la Iglesia; y la lucha contra el protestantismo, representada no sólo por la
inquisición y el apoyo del brazo secular, sino también por la controversia teológica y por la ac-
ción de los jesuitas y capuchinos. Jedin designa el primer componente con el nombre de Reforma
católica, y el segundo con el de Contrarreforma; pero no son realidades distintas, sino que entre
ambas hay recíproco influjo, de modo que la Reforma católica crea las fuerzas que dan vitalidad
interior a la ofensiva contra el protestantismo, y la Contrarreforma influye sobre los caracteres y
el transcurso del movimiento reformador, modificando o atenuando muchos de sus impulsos
originarios de acuerdo con las necesidades de la lucha antiprotestante. Jedin subraya, también, el
carácter original de las corrientes reformadoras católicas respecto del protestantismo, pero sos-
tiene también que su victoria a través del papado fue debida al golpe asestado desde fuera por
Lutero, a causa del cual la jerarquía se dio cuenta de la gravedad del peligro y, por ende, de la
urgencia de la reforma. Con otras palabras, la Reforma católica logró extenderse a toda la Iglesia
desde el momento que se transformó en parte en una Contrarreforma. Otros autores prefieren
usar los dos conceptos en sucesión cronológica, tomando el Concilio de Trento como un punto
de inflexión entre ambos. De hecho, el aspecto genuinamente reformador prevalece en el período
pretridentino, y los caracteres antirreformadores o antiprotestantes resultan más evidentes en el
periodo postridentino. En conclusión, Reforma Católica y Contrarreforma pueden verse como
las dos caras –distintas– de un movimiento único, y también como sus dos momentos sucesivos.

27
José García Oro, Historia de la Iglesia III: Edad Moderna, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2005, p. 9.
28
Hubert Jedin, Riforma cattolica o controriforma?, Ed. Morcelliana, Brescia, 1995 (5ª ed. italiana).

20
Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
El Concilio de Trento, desarrollado en periodos discontinuos durante veinticinco sesiones entre
1545 y 1563, fue el momento clave de la Reforma Católica, pues coronó con éxito, en muy difí-
ciles circunstancias, la doble tarea de trazar con firmeza las líneas de la recta doctrina católica y
poner los cimientos de una renovación sólida, profunda y duradera de las instituciones de la Igle-
sia. La difusión de las ideas reformistas y los esfuerzos de los católicos por frenar su expansión
crearon un gran caos no sólo doctrinal, sino también social y político en toda la cristiandad euro-
pea. Para evitar el colapso de la cristiandad era imprescindible recomponer la unidad, y el único
medio eficaz era la celebración de un concilio. Pero éste se demoró demasiado –se convocó casi
treinta años después de los primeros brotes de la Reforma Protestante– porque, si bien todos eran
conscientes de su necesidad, la idea del concilio suscitaba suspicacias. Los papas temían que su
convocatoria reavivara y acentuara las tendencias conciliaristas y mermara la autoridad papal; y
los príncipes protestantes alemanes y el rey de Francia recelaban que acrecentara el poder y la
influencia del emperador. Así, hubo que esperar a que Carlos V y Francisco I firmasen la paz en
1544, para convocar la asamblea en un clima mínimo de colaboración. La inauguración tuvo
lugar en Trento, ciudad italiana imperial libre regida por un obispo, el 13 de diciembre de 1545.
A lo largo de todo el Concilio de Trento, los intereses del papa y del emperador entraron en con-
flicto: mientras que al primero le interesaba sobre todo mantener intacta la doctrina, amenazada
por la herejía, el segundo esperaba aún una restauración de la unidad religiosa, necesaria para la
misma unidad política del Imperio. Finalmente, la asamblea de obispos y legados papales prefi-
rió precisar ante todo la doctrina, aun a costa de sancionar dolorosamente la ruptura religiosa,
que era ya un hecho. En este sentido, la importancia del Concilio de Trento radica en que fijó de
forma clara el contenido de la ortodoxia católica y eliminó las gravísimas lacras que durante si-
glos habían aquejado a la alta jerarquía eclesial. Se ponía, por fin, en marcha la verdadera Re-
forma Católica, tan urgentemente reclamada por muchos sectores de la cristiandad.
En la primera etapa (1545-1548) se celebraron ocho sesiones bajo la directiva de Paulo III, tres
de ellas de enorme importancia y trascendencia. La principal preocupación de los padres conci-
liares fue delimitar claramente la verdadera fe de la Iglesia católica frente a las desviaciones de la
Reforma, y las cuestiones más apremiantes eran las relativas a los dogmas protestantes de la Sola
Scriptura como única autoridad doctrinal y la Sola Fide como fuente de justificación. En la se-
sión IV, del 8 de abril de 1546, fueron aprobados dos decretos referentes a las Escrituras. El pri-
mero, además de fijar el canon de los libros sagrados, afirmaba la autoridad de la tradición junto
a la Escritura, rechazando así el principio protestante de la Sola Scriptura, aunque sin prejuzgar
la cuestión de la suficiencia de la Escritura.29 En el segundo decreto se declaraba la autenticidad
de la Vulgata, sin que con ello se prohibieran las ediciones críticas en las lenguas originales ni
las traducciones a lenguas vernáculas. En la sesión V, del 17 de julio de 1546, fue aprobado el
decreto sobre el pecado original, que se situaba lo mismo contra el optimismo pelagiano, que
contra la concepción luterana de la total corrupción de la naturaleza humana. En la sesión VI,
celebrada el 13 de enero de 1547, se aprobó el decreto sobre la justificación, que puede conside-
rarse la obra maestra doctrinal de Trento, pues daba respuesta al dogma de la Sola Fide, compa-
tibilizando la libre elección gratuita de Dios –la salvación es una gracia divina– con la necesidad
de una libre cooperación por parte del hombre. Según el concilio, el hombre se justifica mediante
una gracia que Dios le concede, que le renueva interiormente y le convierte en una nueva criatu-
ra, capacitada para llevar a cabo obras buenas, agradables a Dios. Estas obras son, pues, don de
Dios, pero, a la vez, también son mérito del hombre que las lleva a cabo con la ayuda de la gracia
de Dios. En este sentido, la justificación fue presentada como verdadera santificación por la gra-

29
«[...] perspiciensque hanc veritatem et disciplinam contineri in libris scriptis et sine scripto traditionibus, quae
ipsius Christi ore ab Apostolis acceptae, aut ab ipsis Apostolis Spiritu Sancto dictante, quasi per manus traditae, ad
nos usque pervenerunt: orthodoxorum Patrum exempla secuta, omnes libros tam Veteris quam Novi Testamenti,
cum utriusque unus Deus sit auctor, nec non traditiones ipsas, tum ad fidem, tum ad mores pertinentes, tamquam vel
oretenus a Christo, vel a Spiritu Sancto dictatas, et continua successione in Ecclesia catholica conservatas, pari
pietatis affectu ac reverentia suscipit ac veneratur». Decretum de Canonicis Scripturis. Sesión IV, 8/IV/1546.

21
Ignacio Cabello Llano

cia, que capacita al hombre regenerado para realizar obras meritorias, cuya necesidad nada con-
traría a la suficiencia de los méritos de Cristo. Los méritos del hombre no son sino dones de
Dios, por lo que el cristiano está obligado a poner toda su confianza en Dios y no en sí mismo.
Tal fue la trascendencia de estas primeras sesiones del Concilio que numerosos pintores las han
retratado. Uno de estos homenajes artísticos a la primera etapa del Concilio y al papa Paulo III,
de nombre Alessandro Farnese, fue encargado por un nieto del mismo: también Alessandro Far-
nese, nombrado cardenal por éste a sus tan sólo catorce años –naturalmente, Trento no puso fin a
las prácticas nicolaístas ni nepotistas–. El cardenal Alessandro il Giovane ordenó al arquitecto
Jacopo Barozzi da Vignola la construcción de un palacio en Caprarola, municipio del Lazio si-
tuado entre Roma y Viterbo. Éste, conocido como Villa Farnese o Palazzo Farnese, es uno de
los mejores ejemplos del manierismo italiano: de planta pentagonal al exterior pero con un patio
interior circular. La decoración mural del palacio fue encargada al pintor Taddeo Zuccari, dedi-
cando toda una sala al personaje más ilustre de la familia Farnese: el papa Paulo III en los mo-
mentos más destacables de su pontificado, siendo uno de éstos la primera etapa del Concilio de
Trento (1545-1548). Es la Sala o Anticamera del Concilio, así conocida por el famoso fresco (c.
1562) que representa una sesión de debate del Concilio de Trento, y cuya inscripción reza así:
«PAULUS III, PONTIFEX MAXIMUS, CONSTITUENDAE CHRISTIANAE DISCIPLINAE CAUSA TRIDENTI CON-
CILIUM CELEBRAT. ANNO SALUTIS MDXLVI». En el fresco aparecen numerosos obispos y otras dig-
nidades eclesiales, discutiendo y debatiendo acerca de diversas cuestiones, consultando siempre
las Escrituras –recordemos que el debate en torno al dogma luterano de la Sola Scriptura fue uno
de los centrales de esta primera etapa conciliar, quedando establecido que la verdad y la discipli-
na están contenidas «in libris scriptis et sine scripto traditionibus»–. En la esquina superior iz-
quierda podemos ver al papa Paulo III convocando a las dignidades papales, inaugurando, así, el
Concilio ecuménico. Un poco más abajo podemos ver a los herejes Calvino, Lutero y Zwinglio,
observando, desde fuera, el discurrir de las discusiones conciliares.

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
Las diferencias entre los obispos se acentuaron cuando en marzo de 1547 se aprobó –sin el con-
sentimiento de los obispos del partido imperial– el traslado del Concilio a Bolonia por miedo a
una epidemia de peste brotada en la ciudad de Trento. La negativa del grupo imperial a proseguir
con las reuniones en Bolonia obligó a Paulo III a suspender temporalmente en Concilio. En 1551
se inauguró la segunda fase, presidida por Julio III, a la que asistió una nutrida representación
alemana, –incluidos algunos delegados reformistas, cuyas exigencias de participar en las delibe-
raciones, sin embargo, no fueron escuchadas–, rompiendo el predominio italiano de la etapa an-
terior. Los trabajos de este periodo se centraron en el desarrollo de la doctrina de los sacramen-
tos, que fueron definidos como «signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Jesucris-
to para santificar nuestras almas, y confiados a la Iglesia para su administración», a través de los
cuales Dios comunica al hombre la salvación, es decir, son los instrumentos necesarios con los
que cuenta el hombre para el encuentro personal con Dios y para la consecución de la salvación
del alma. No obstante, la situación política alemana experimentó un súbito agravamiento en 1552
tras la adhesión de Mauricio de Sajonia al bando protestante y la derrota imperial en Innsbruck,
lo cual obligó a suspender nuevamente el Concilio. Éste se reanudaría diez años más tarde, fir-
mada ya la Paz de Augsburgo, iniciándose la última fase, bajo el pontificado de Pío IV (1562-
1563), en la que no hubo representación de los obispos alemanes ni delegados de los reformistas.
Al final, se leyeron y aprobaron, una por una, las resoluciones de las tres etapas conciliares.
Antes hemos comentado que los intereses del emperador y del papa entraron en conflicto, pues
mientras que el primero soñaba con lograr un verdadero concilio entre católicos y protestantes,
en el que Lutero y otros reformadores fuesen escuchados, con el objetivo de alcanzar una reuni-
ficación religiosa que garantizase la unidad imperial; el segundo, considerando irreversible la
ruptura de Lutero, optó por condenar los principios doctrinales del Protestantismo y definir y
afianzar la doctrina oficial de la Iglesia católica en todos aquellos puntos que eran susceptibles
de ser discutidos. Carlos V intentó, por todos los medios, que el Concilio de Trento fuera un ver-
dadero concilio ecuménico en el que tuviesen cabida los protestantes, pero, aunque estuvieron
invitados en dos ocasiones durante la segunda etapa del Concilio, les estaba vedada la posibili-
dad de voto, lo cual dificultó y puso fin a la cooperación protestante allá por 1552. Carlos V ha-
bía fracasado en sus intentos de mantener la unidad imperial: los protestantes habían conseguido
demarcarse de la Iglesia con el apoyo de numerosos príncipes alemanes. Y al derrotado empera-
dor no le quedó más remedio que reconocer oficial y legalmente, mediante la Paz de Augsburgo
de 1555, una realidad que ya era un hecho: la fragmentación definitiva de la unidad religiosa del
Imperio. Desde un punto de vista religioso, esta paz suponía el reconocimiento del Ius Refor-
mandi, el derecho a escoger una confesión diferente a la del emperador, oficializándose la fórmu-
la del Cuius regio, eius religio, que proclamaba la confesionalización de los estados europeos.
Esta paz suponía, también, el fin de la lucha entre los grandes príncipes del Imperio y el empera-
dor –con victoria de los primeros– sobre la forma de organización del poder. Esto es, los prínci-
pes, que aspiraban a hacer de sus territorios una monarquía, según la fórmula «Rex superiorem
non recognoscens in regno suo est Imperator», lograron imponer sus intereses frente a los de
Carlos V, que vio frustrado su proyecto de consolidar una monarquía centralizada y universal.
Así pues, la Paz de Augsburgo puso fin a las pretensiones universales de los Habsburgo, y, con
ello, supuso la derrota definitiva de Carlos V, que además se encontraba en una situación de sa-
lud delicada, y que no tardaría en abdicar la mayoría de sus territorios, títulos y dignidades.
El desvanecimiento de las perspectivas de un eventual imperio angloespañol constituyó un alivio
para Enrique II de Francia y reforzó su oposición al emperador. El ascenso de Paulo IV al solio
pontificio situó a un nuevo enemigo de los Habsburgo en el escenario internacional y anunció
nuevas dificultades para ellos en todas partes, en especial en Italia. Era más de lo que Carlos V
podía soportar. Durante años, enfermo, desilusionado y envejecido prematuramente, había espe-
rado el momento de descargar su pesada carga sobre los hombros de su hijo. Era mejor entregar
a Felipe su herencia en ese momento, en vida de su padre, que arriesgarse a que accediera al
trono después de su muerte en medio de los desórdenes de la guerra. Ya en enero de 1548 el em-

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Ignacio Cabello Llano

perador había redactado su testamento político para su hijo. En 1550 había comenzado a dictar
sus memorias y cinco años después consideró que había llegado el momento. Así, el 25 de octu-
bre de 1555, ante los Estados Generales en Bruselas y después de rememorar su trayectoria vital
en un discurso que provocó sus lágrimas y las de la audiencia que lo escuchaba, Carlos V renun-
ció en favor de Felipe –que ya había recibido de su padre en el momento de su boda con María
Tudor en 1554 el ducado de Milán y el reino de Nápoles– a la soberanía de los Países Bajos. La
abdicación se planteó como una decisión personal, por voluntad propia y muy premeditada. El
emperador se encontraba exhausto y se consideraba incapaz de cumplir los deberes a los que
estaba llamado. Quizás, como dijera nuestro expresidente Adolfo Suárez en 1981, Carlos V ha-
bía «llegado al convencimiento de que en las presentes circunstancias, su marcha era más bene-
ficiosa para España y para el Imperio que su permanencia en el trono». Algo así se desprende
del discurso de abdicación pronunciado en Bruselas:
«La mitad del tiempo tuve grandes y peligrosas guerras, de las cuales puede decir con verdad que las hice
más por fuerza y contra mi voluntad que buscándolas ni dando ocasión para ellas. Y las que contra mí hicie-
ron los enemigos resistí con el valor que todos saben. Y digo que ninguno de estos trabajos me fue más peno-
so ni afligió tanto mi espíritu como el que agora siento en dejaros […].Y a todos es notorio que yo ya no
puedo entender en estas cosas sin grandísimo trabajo mío, y pérdida de los negocios, pues los cuidados que
tan gran carga pide, el sudor y trabajo, mis enfermedades y quiebra grandísima de salud me acabarían en
un punto, pues aun a los muy sanos y descansados bastarían a fatigar, y el solo mal de la gota consume y
acaba. Sé que para gobernar y administrar estos estados y los demás que Dios me dio ya no tengo fuerzas, y
que las pocas que han quedado se han de acabar presto […].Y porque ya en este tiempo me siento tan can-
sado, que no os puedo ser de algún provecho, como bien veis cual estoy tan acabado y deshecho, daría a
Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta, si no hiciese lo que tengo determinado dejando el gobierno,
pues ya mi madre es muerta, y mi hijo el rey Felipe por la gracia de Dios está en edad bastante para poderos
gobernar, del cual espero que ha de ser un buen príncipe a todos mis amados súbditos. Por tanto, determiné,
y ya de todo punto estoy resuelto por las causas dichas, de renunciar estos Estados. Y no quiero que penséis
que hago esto por librarme de molestias, cuidados y trabajos, sino por veros en peligro de dar en grandes
inconvenientes, que por mis enfermedades os podrían resultar. Por tanto, estoy determinado de pasar luego
en España, y dar a mi hijo Felipe la posesión de estos Estados, y a mi hermano el rey de romanos el Imperio.
Encomiéndoos mucho mi hijo, y pídoos por amor de mí que tengáis con él el amor que a mí siempre tuvisteis,
y el mismo amor y hermandad guardéis entre vosotros, y que seáis muy obedientes a la justicia y celosos de
la guarda de las leyes, y a todo guardéis el respeto debido y deis la autoridad y poder que se les debe; y
principalmente habéis de mirar y guardaros no dañen ni inficionen la pureza de vuestra fe, las novedades y
herejías de las provincias vecinas; y si acaso entre vosotros han comenzado a echar algunas raíces, arran-
cadlas luego con toda diligencia, si no queréis que vuestra república se acabe y consuma y se vuelvan las
cosas de arriba abajo, dando con vosotros en mil desventuras y despeñaderos. En lo que toca al gobierno
que he tenido, confieso haber errado muchas veces, engañado con el verdor y brío de mi juventud, y poca
experiencia, o por otro defecto de la flaqueza humana. Y os certifico que no hice jamás cosa en que quisiese
agraviar a alguno de mis vasallos, queriéndolo o entendiéndolo, ni permití que se les hiciese agravios; y si
alguno se puede de esto quejar con razón, confieso y protesto aquí delante de todos que sería agraviado sin
saberlo yo, y muy contra mi voluntad, y pido y ruego a todos los que aquí estáis me perdonéis y me hagáis
gracia de este yerro o de otra queja que de mí se pueda tener».30

Tres meses después, el 16 de enero de 1556, abdicó sobre su hijo Felipe todos sus dominios es-
pañoles, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. De este modo, Felipe se convertía en rey y
soberano de Castilla, Aragón, Sicilia, Cerdeña y las Indias; además de duque de Milán y rey de
Nápoles, territorios que su padre le había concedido en 1554 en el momento de su boda con Ma-
ría Tudor para concederle un título real y revestirle de un prestigio mayor. El 5 de febrero, abdi-
có sobre su hijo, también, el Franco Condado, con lo que Felipe completaba sus posesiones bor-
goñonas. Más tarde, en 1559, recibiría también la Maestría de la Orden del Toisón de Oro y la
Administración de los Maestrazgos de las Órdenes Militares Hispanas. Tras las primeras abdica-
ciones de Bruselas, a Carlos sólo le quedaban ya los territorios patrimoniales de los Habsburgo
en el Imperio, donde en realidad había gobernado de facto su hermano Fernando desde 1553. En
septiembre de 1556 renunció, en favor de su hermano también, a los territorios de Austria, Esti-

30
Prudencio de Sandoval, Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V. Libro treinta y dos, Título XXIV,
disponible en [http://cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc154f2]

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Lutero, la Reforma Protestante y la Reforma Católica. Las múltiples dimensiones –religiosa, social, económica y
política– del fenómeno.
ria, Carniola, Carintia, Tirol y Bohemia. Asimismo, abdicó sobre éste la dignidad imperial, aun-
que no fue hasta febrero de 1558 cuando los príncipes electores del Imperio aceptaron su abdica-
ción y designaron a Fernando para que ocupase su lugar. A partir de entonces la Casa de Habs-
burgo estaría dividida en dos ramas: la española y la austriaca, que, aunque separadas –y, en al-
gún momento, enfrentadas–, mantuvieron unas estrechas relaciones internacionales.

Abdicaciones de Carlos V sobre su hijo Felipe (en azul, 1554-1556) y su hermano Fernando (en rojo, 1556)

La Europa postcarolina, postridentina y postluterana nada tenía que ver con la Europa de prin-
cipios de siglo. En menos de medio siglo el panorama occidental se había transformado a un rit-
mo y de una manera inimaginable hasta el momento: el eje económico basculaba desde el Medi-
terráneo hacia el Atlántico y el Nuevo Mundo; Felipe II heredaba un Imperio Español en el que
‘nunca se ponía el Sol’ y que se erguía como potencia hegemónica; y la unidad hasta entonces
existente en el Viejo Continente se veía comprometida por las numerosas escisiones religiosas
surgidas a partir de la Reforma Protestante iniciada por Lutero, reforma-ruptura que tuvo dos
consecuencias, además de la ruptura de la unidad europea: el refortalecimiento de la Iglesia cató-
lica, que vivió un periodo de renovación interior –Reforma Católica– y de respuesta al protestan-
tismo –Contrarreforma–, y la confesionalización de la política y la cultura de los estados euro-
peos. Estos años de renovación y reforma, de guerras de religión, fueron cruciales para el desa-
rrollo de la Historia. Dice al respecto el prestigioso historiador británico Euan Cameron: «Pocos
se atreverán a poner en duda que el s. XVI constituye un tiempo de inflexión en la historia de
Europa. La Europa de finales del s. XV era un continente que seguía definido por el legado polí-
tico, intelectual y espiritual de la Edad Media. En 1600 todos los puntos de referencia habían
cambiado […]. El siglo XVI fue un periodo de ajustes, una época en la que la gente se vio obli-
gada a pensar todo tipo de cosas hasta entonces impensables. Con semejantes cambios radicales
en el universo mental llegaron toda clase de traumas y conflictos, tanto para los europeos como
para los pueblos con que se encontraron».31

31
Euan Cameron (coord.), El siglo XVI, Crítica, Barcelona, 2006, p. 9.

25
Ignacio Cabello Llano

Bibliografía de referencia y fuentes documentales


Cameron, E. (coord.), El siglo XVI, Crítica, Barcelona, 2006.
De Sandoval, P., Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V. Libro treinta y dos, Título XXIV,
disponible en línea [http://cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc154f2].
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–––––, De la libertad del cristiano, 1520.
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«Tratado quinto: Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y de las cosas que con él pasó», en La
vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, 1554.

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