Quien en la guerra civil no tome partido será golpeado por la infamia y perderá todo derecho político.
Solón, Constitución de los atenienses
3 Cada cuerpo es afectado por su forma-de-vida como por un clinamen, una inclinación,
una atracción, un gusto. Aquello hacia lo cual se inclina un cuerpo se inclina también
hacia él. Esto vale sucesivamente para cada nueva situación. Todas las inclinaciones son
recíprocas.
Glosa: A la mirada superficial puede parecer que el Bloom proporcionaría la prueba de lo contrario, el
ejemplo de un cuerpo privado de inclinación, de proclividad, reticente a toda atracción. Confrontados
con él, nos damos cuenta de que el Bloom no recubre tanto una ausencia de gusto como un singular
gusto por la ausencia. Sólo este gusto puede dar cuenta de los esfuerzos que el Bloom libra positivamente
para mantenerse dentro del Bloom, para mantenerse a distancia de aquello que se inclina hacia él y
declinar toda experiencia. Parecido en esto al religioso que, al no poder oponer a “este mundo” otra
mundanidad, convierte su ausencia en el mundo en crítica de la mundanidad, el Bloom busca en la huida
fuera del mundo la salida de un mundo sin afuera. En toda situación, replicará con el mismo
desprendimiento, con el mismo deslizamiento fuera de situación. El Bloom es por tanto ese cuerpo
distintivamente afectado por una pendiente hacia la nada.
4 Este gusto y este clinamen pueden ser conjurados o asumidos. La asunción de una
forma-de-vida no es solamente el saber de tal inclinación, sino el pensamiento de ésta.
Llamo pensamiento a lo que convierte la forma-de-vida en fuerza, en efectividad
sensible.
En cada situación se presenta una línea distinta de todas las demás, una línea de
incremento de potencia. El pensamiento es la aptitud para distinguir y seguir esta línea.
El hecho de que una forma-de-vida sólo pueda ser asumida siguiendo su línea de
incremento de potencia lleva consigo esta consecuencia: todo pensamiento es
estratégico.
Glosa: Para nuestros ojos tardíos, la conjuración de toda forma-de-vida aparece como el destino propio
de Occidente. La manera dominante de esta conjuración, en una civilización que ya no podemos llamar
nuestra sin consentir a nuestra propia liquidación, se ha manifestado paradójicamente como deseo de
forma, como persecución de una semejanza arquetípica, de una Idea de sí situada delante, ante sí. Y no
cabe duda de que dondequiera que se haya expresado con alguna amplitud, este voluntarismo de la
identidad lo ha tenido muy difícil para enmascarar el nihilismo helado, la aspiración a la nada que forma
su eje.
Pero la conjuración de las formas-de-vida tiene también su modo menor, más disimulado, que se
llama consciencia, y en su punto culminante lucidez; “virtudes” todas que UNO aprecia más en la medida
en que acompañan a la impotencia de los cuerpos. Por consiguiente, SE llamará “lucidez” al saber de
determinada impotencia que no contenga ningún poder para escaparle.
Así, la asunción de una forma-de-vida es totalmente lo opuesto a una tensión de la consciencia o de
la voluntad, a un efecto de una u otra.
La asunción es más bien un abandono, es decir, a la vez una caída y una elevación, un movimiento y
un reposar-en-sí.
5 “Mi” forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy.
Glosa: Este enunciado opera un ligero desplazamiento. Un ligero desplazamiento en el sentido de una
salida de la metafísica. Salir de la metafísica no es un imperativo filosófico, es una necesidad fisiológica.
En el extremo presente de su despliegue, la metafísica se resume en una orden planetaria de ausencia. Lo
que el Imperio exige de cada persona no es que se conforme a una ley común, sino a su identidad
particular; pues es de la adherencia de los cuerpos a sus cualidades supuestas, a sus predicados, que
depende el poder imperial de controlarlos.
“Mi” forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy; dicho de otra
manera: entre un ser y sus “cualidades” está el abismo de su presencia, la experiencia singular que yo
hago de él, en determinado momento y en determinado lugar. Para mayor desgracia del Imperio, la
forma-de-vida que anima a un cuerpo no está contenida en ninguno de sus predicados —grande, blanco,
loco, rico, pobre, carpintero, arrogante, mujer o francés—, sino en el cómo singular de su presencia, en
el irreductible acontecimiento de su estar-en-situación. Y es en el mismo lugar en que la predicación se
ejerce con la máxima violencia, en el apestoso dominio de la moral, que su fracaso es también el máximo
júbilo: cuando, por ejemplo, nos encontramos ante un ser completamente abyecto pero cuyo modo de ser
abyecto nos afecta hasta alcanzar en nosotros toda repulsión y nos manifiesta de este modo que la
abyección misma es una cualidad.
Asumir una forma-de-vida quiere decir ser fiel a sus inclinaciones más que a sus predicados.
6 La cuestión de saber por qué tal cuerpo es afectado por tal forma-de-vida en vez de
por tal otra está tan desprovista de sentido como la de saber por qué hay algo en vez de
nada. Esta cuestión señala solamente el rechazo, a veces el terror, a conocer la
contingencia. A fortiori, a tomar acto de ella.
Glosa α: Una cuestión más digna de interés sería la de saber cómo un cuerpo se agrega sustancia, cómo
un cuerpo deviene espeso, se incorpora la experiencia. ¿Qué hace que unas veces experimentos
polarizaciones pesadas, que van lejos, y otras polarizaciones débiles, superficiales? ¿Cómo extraerse de
la masa dispersiva de los cuerpos bloomescos, de este movimiento browniano mundial en el que los más
vivos pasan de microabandono en microabandono, de una forma-de-vida atenuada a otra, según un
constante principio de prudencia: jamás llevarse más allá de cierto nivel de intensidad? ¿Cómo han
podido los cuerpos volverse hasta este punto transparentes?
Glosa β: Existe toda una concepción bloomesca de la libertad como libertad de elección, como
abstracción metódica de cada situación, concepción que forma el más seguro antídoto contra toda
libertad real. Pues la única libertad sustancial es la de seguir la línea de incremento de potencia de
nuestra forma-de-vida hasta el fin, hasta el punto en que se desvanece, liberando en nosotros un poder
superior de ser afectado por otras formas-de-vida.
Glosa: Forma-de-vida, es decir: mi relación conmigo mismo es sólo una pieza de mi relación con el
mundo.
Glosa: Por supuesto, no faltan candidatos para reducir las formas-de-vida al esperanto objetual de las
“culturas”, “estilos”, “modos de vida” y otros misterios relativistas. La intención de estos desgraciados
no tiene por su cuenta ningún misterio: se trata siempre de hacernos entrar en el gran juego
unidimensional de las identidades y las diferencias. Así se manifiesta la más babosa hostilidad hacia toda
forma-de-vida.
Glosa α: La distancia requerida para la descripción como tal de una forma-de-vida es propiamente la de
la enemistad.
Glosa β: La idea misma de “pueblo” —de raza, de clase, de etnia o de nación— como captación masiva
de una forma-de-vida siempre ha sido desmentida por el hecho de que las diferencias éticas en el seno de
cada “pueblo” siempre han sido más grandes que las diferencias éticas entre los “pueblos” mismos.
Glosa β: SE detesta hablar de guerra civil. Y cuando a pesar de todo SE lo hace, es para asignarle un
lugar y circunscribirla en el tiempo. Así será “la guerra civil en Francia” (1871), en España (1936-
1939), la guerra civil en Argelia y tal vez pronto en Europa. En ocasiones uno notará que los franceses,
siguiendo su naturaleza emasculada, traducen la estadounidense “Civil War” como “Guerre de
Sécession”, para significar mejor su determinación a tomar incondicionalmente siempre el partido del
vencedor dondequiera que sea también el del Estado. Sólo podemos desprendernos de esta costumbre de
otorgar un comienzo, un fin y un límite territorial a la guerra civil, en resumen, de hacer de ella una
excepción en el curso normal de las cosas antes que considerar sus infinitas metamorfosis a través del
tiempo y el espacio, elucidando la maniobra que recubre. Así, recordaremos que aquellos que, en los
comienzos de los años sesenta, pretendieron liquidar la guerrilla en Colombia previamente hicieron
llamar “la Violencia” al episodio histórico que querían clausurar.
13 Cuando dos cuerpos afectados —en cierto lugar, en cierto momento— por la misma
forma-de-vida llegan a encontrarse, hacen la experiencia de un pacto objetivo, anterior a
toda decisión. Esta experiencia es la experiencia de la comunidad.
Glosa: Hay que imputar la privación de dicha experiencia a ese viejo fantasma del metafísico que
atormenta todavía al imaginario occidental: el fantasma de la comunidad humana, también conocida con
el nombre de Gemeinwesen por cierto público para-bordiguista. Es sin duda porque no tiene acceso a
ninguna comunidad real, y por lo tanto en virtud de su extrema separación, como el intelectual
occidental ha podido forjarse este pequeño fetiche distractor: la comunidad humana. Ya sea que adopte
el uniforme nazihumanista de la “naturaleza humana” o los enfermizos hábitos ya colgados de la
antropología, ya sea que se repliegue sobre la idea de una comunidad de la potencia cuidadosamente
desencarnada o que se lance de cabeza hacia la perspectiva menos refinada del hombre total —el que
totalizaría el conjunto de los predicados humanos—, es siempre el mismo terror de tener que pensar su
situación singular, determinada, finita, lo que va a buscar refugio en el fantasma reconfortante de la
totalidad, de la unidad terrestre. La abstracción subsecuente puede llamarse multitud, sociedad civil
mundial o género humano, esto no tiene ninguna importancia: es la operación lo que cuenta. Todas las
recientes burradas sobre la sociedad cibercomunista y el hombre cibertotal no toman vuelo sin una cierta
oportunidad estratégica en el momento mismo en que se levanta mundialmente un movimiento con la
pretensión de refutarlas. Después de todo, la sociología bien había nacido cuando aparecía en el núcleo
de lo social el conflicto más irreconciliable que haya habido jamás, y justamente donde este conflicto
irreconciliable —la lucha de clases— se manifestaba más violentamente, en Francia, en la segunda
mitad del siglo XIX, y digámoslo así: en respuesta a esto.
En el momento en que “la sociedad” misma ya sólo es una hipótesis, y no una de las más plausibles,
pretender defenderla contra el fascismo latente de toda comunidad es un ejercicio de estilo empapado de
mala fe. Pues, ¿quién al día de hoy se reclama todavía de “la sociedad” sino los ciudadanos del Imperio,
aquellos que hacen bloque, o más bien, aquellos que hacen montón contra la evidencia de su implosión
definitiva, contra la evidencia ontológica de la guerra civil?
14 Sólo hay comunidad en las relaciones singulares. Nunca hay la comunidad, hay algo
de comunidad, que circula.
Glosa α: La comunidad jamás designa a un conjunto de cuerpos concebidos independientemente de su
mundo, sino a una cierta naturaleza de las relaciones entre esos cuerpos y de esos cuerpos con su
mundo. La comunidad, desde que pretende encarnarse en un sujeto aislable, en una realidad distinta,
desde que pretende materializar la separación entre un afuera y su adentro, se confronta con su propia
imposibilidad. Este punto de imposibilidad es la comunión. La total presencia de sí de la comunidad, la
comunión, coincide con la disipación de toda comunidad en las relaciones singulares, con su ausencia
tangible.
Glosa β: Todo cuerpo está en movimiento. Incluso inmóvil, viene todavía en presencia, pone en juego el
mundo que lleva consigo, avanza hacia su destino. Es por esto mismo que ciertos cuerpos avanzan juntos,
tienden, se inclinan uno hacia otro: se da entre ellos algo de comunidad. Otros se evaden, no se
componen, desentonan. En la comunidad de cada forma-de-vida también tienen cabida comunidades de
cosas y de gestos, comunidades de hábitos y de afectos, una comunidad de pensamientos. Es indiscutible
que los cuerpos privados de comunidad también están de ese modo privados de gusto: no ven que ciertas
cosas van juntas, y otras no.
18 Cuando llegan a encontrarse dos cuerpos animados —en cierto lugar, en cierto
momento— por formas-de-vida absolutamente extrañas una para otra, hacen la
experiencia de la hostilidad. Este encuentro no funda ninguna relación, más bien
testimonia la no-relación previa.
El hostis fácilmente puede ser identificado y su situación conocida; él mismo no
podría ser conocido, es decir, conocido como singular. La hostilidad es precisamente la
imposibilidad, para unos cuerpos que de ninguna manera pueden componerse, de
conocerse como singulares.
Conocida como singular, toda cosa escapa de este modo hacia la esfera de la
hostilidad, deviene amiga o enemiga.
19 Para mí, el hostis es una nada que exige ser aniquilada, ya sea dejando de ser hostil o
dejando de existir.
20 El hostis puede ser aniquilado, pero la hostilidad, en cuanto esfera, no puede ser
reducida a nada. El humanista imperial, el que se jacta de que “nada de lo que es
humano le es ajeno”, nos recuerda solamente cuántos esfuerzos le fueron necesarios
para volverse hasta este punto ajeno a sí mismo.
Glosa: Toda comunidad lo es a la vez en acto y en potencia, es decir que cuando se pretende puramente
en acto, por ejemplo en la Movilización Total, o puramente en potencia, como en el aislamiento celeste
del Bloom, no hay comunidad.
Glosa β: Como prueba de lo anterior, bastará con acordarse de cómo, a lo largo del proceso de
“civilización”, la criminalización de todas las pasiones ha ido a la par de la santificación del amor como
sola y única pasión, como la pasión por excelencia.
Glosa γ: Naturalmente, esto vale para la propia noción de amor, y no para lo que, contra sus propios
designios, ésta ha permitido a pesar de todo. No hablo solamente de algunas perversiones memorables,
sino también del pequeño proyectil “te amo”, que es siempre un acontecimiento.
25 El amigo es aquel a quien me vincula una elección, una entente, una decisión tal que
el incremento de su potencia conlleve también al incremento de la mía. El enemigo es,
simétricamente, aquel a quien me vincula una elección, un desacuerdo tal que el
incremento de mi potencia exige que lo enfrente, que merme sus fuerzas.
Glosa: Fulgurante réplica de Hannah Arendt a un sionista que, tras la publicación de Eichmann en
Jerusalén, y en medio del escándalo subsecuente, le reprochaba no amar al pueblo de Israel: “Yo no amo
a los pueblos. Yo sólo amo a mis amigos.”
27 Toda diferencia entre formas-de-vida es una diferencia ética. Esta diferencia autoriza
un juego, unos juegos. Estos juegos no son políticos en sí mismos: lo devienen a partir
de un determinado grado de intensidad, es decir, por eso, a partir de un determinado
grado de elaboración.
Glosa: No reprochamos a este mundo que se entregue a la guerra de manera demasiado feroz, ni que la
frene por todos los medios, sino solamente que la reduzca a sus formas más nulas.
29 Existen dos maneras, mutuamente hostiles, de nombrar: una para conjurar y otra
para asumir. El Estado moderno y luego el Imperio hablan de “guerra civil”, pero
hablan de ella para someter más fácilmente a la masa de aquellos que lo darían todo
para conjurarla. También yo hablo de “guerra civil”, e incluso como de un hecho
originario. Hablo de guerra civil a fin de asumirla en dirección a sus formas más altas.
Es decir: según mi gusto.
30 Llamo comunismo al movimiento real que elabora en todo lugar y en todo instante la
guerra civil.
Glosa: Así como el fin de la Edad Media está marcado por la escisión del elemento ético en dos esferas
autónomas —la moral y la política—, así el acabamiento de los “Tiempos Modernos” está marcado por
la reunificación en cuanto separados de estos dos dominios abstractos. Reunificación mediante la cual fue
obtenido nuestro nuevo tirano: LO SOCIAL.
33 El Estado moderno se dio como etimología la raíz indoeuropea st- de la fijeza, de las
cosas inmutables, de lo que es. La maniobra ha engañado a más de uno. Ahora que el
Estado ya sólo se encarga de sobrevivir, la conmoción se esclarece: es la guerra civil —
stasis en griego— la que figura la permanencia, y el Estado moderno sólo habrá sido un
proceso de reacción a esta permanencia.
Glosa α: Contrariamente a lo que SE intenta acreditar, la historicidad propia a las ficciones de la
“modernidad” nunca es la de una estabilidad adquirida para siempre, de un umbral al fin superado, sino
precisamente la de un proceso de movilización sin fin. Bajo las fechas inaugurales de la historiografía
oficial, bajo la gesta edificante del progreso lineal, no habrá dejado de acometerse todo un trabajo
ininterrumpido de reagenciamiento, de corrección, de perfeccionamiento, de revoque, de desplazamiento,
e incluso a veces, de reconstrucción a un alto costo. Es este trabajo, y sus fracasos repetidos, los que
dieron nacimiento a toda la pacotilla nerviosa de lo nuevo. La modernidad: no un estadio donde UNO
estaría instalado, sino una tarea, un imperativo de modernización, de flujo tendido, crisis tras crisis,
vencido únicamente por nuestra lasitud y escepticismo, finalmente.
Glosa β: “Este estado de cosas estriba en una diferencia, que no se ha recalcado lo suficiente, entre las
sociedades modernas y las sociedades antiguas, en lo que se refiere a las nociones de guerra y de paz. La
relación entre el estado de paz y el estado de guerra es, de antaño a hoy, exactamente inversa. La paz es
para nosotros el estado normal, que una guerra viene a romper; para los antiguos, el estado normal es el
estado de guerra, al que una paz viene a poner fin.”
Benveniste
Vocabulario de las instituciones indoeuropeas
34 En teoría y en práctica, el Estado moderno nace para poner fin a la guerra civil,
entonces llamada “de religión”. Es pues, históricamente y por su propia declaración,
segundo con respecto a la guerra civil.
Glosa: Los Seis Libros de la República de Bodin son publicados cuatro años después de la Matanza de
San Bartolomé, y el Leviatán, de Hobbes, en 1651, esto es, once años después del comienzo del
Parlamento Largo. La continuidad del Estado moderno, desde el Absolutismo hasta el Estado benefactor,
será la de una guerra incesantemente inacabada librada contra la guerra civil.
35 Con la Reforma, y luego con las guerras de religión, se pierde en Occidente la unidad
del mundo tradicional. El Estado moderno surge, entonces, como portador del proyecto
para recomponer esta unidad, secularmente esta vez, no ya como unidad orgánica, sino
como unidad mecánica, como máquina, como artificialidad consciente.
Glosa α: Lo que, durante la Reforma, había debido arruinar toda la organicidad de las mediaciones
consuetudinarias, es la brecha abierta por una doctrina que profesa la estricta separación de la fe y las
obras, del reino de Dios y el reino del mundo, del hombre interior y el hombre exterior. Las guerras de
religión ofrecen entonces el absurdo espectáculo de un mundo que se dirige al abismo por haberlo
simplemente entrevisto, de una armonía que se fragmenta bajo la presión de mil pretensiones absolutas y
discordantes de unidad. Por el efecto de las querellas entre sectas, las religiones introducen así cada una
contra su voluntad la idea de la pluralidad ética. Pero aquí la guerra civil es todavía concebida por esos
mismos que la suscitan como algo que debía muy pronto encontrar su término, no siendo asumidas las
formas-de-vida sino condenadas a la conversión según uno u otro de los patrones existentes. Los diversos
levantamientos del Partido Imaginario se han encargado desde entonces de volver caduca la reflexión de
Nietzsche, que escribía en 1882: “El más grande progreso de las masas ha sido hasta el día de hoy la
guerra de religión, pues es la prueba de que la masa ha comenzado a tratar las ideas con respeto.”
Glosa β: Alcanzado el otro extremo de su órbita histórica, el Estado moderno vuelve a encontrar a su
viejo enemigo: las “sectas”. Pero en esta ocasión, él no es la fuerza política ascendente.
36 El Estado moderno pone fin a la confusión que el protestantismo había traído
primero al mundo, reapropiándose de la operación de éste. El fallo acusado por la
Reforma entre el fuero interno y las obras externas, es aquello mediante lo cual el
Estado moderno, instituyéndolo, consiguió extinguir las guerras civiles “de religión”, y
con ellas las religiones mismas.
37 El Estado moderno expira las religiones porque toma su relevo en la cabecera del
más atávico fantasma de la metafísica — el fantasma de lo Uno. De aquí en adelante, el
orden del mundo que se esconde de sí mismo tendrá que ser incesantemente
restablecido, conservado con todas las fuerzas. La policía y la publicidad serán los
medios nada ficticios que el Estado moderno pondrá al servicio de la supervivencia
artificial de la ficción de lo Uno. Toda su realidad se condensará en esos medios, con los
cuales asegurará el mantenimiento del orden, pero de un orden exterior, ahora público.
Es por esto que todos los argumentos que hará valer en su favor se reducirán finalmente
a éste: “Fuera de mí, el desorden.” Pero fuera de él no está el desorden, fuera de él una
multiplicidad de órdenes.
Glosa: A partir de aquí habrá, por un lado, la conciencia moral, privada, “absolutamente libre” y, por el
otro, la acción política, pública, “absolutamente sometida a la razón de Estado”. Y éstas serán dos
esferas distintas, e independientes. El Estado moderno se engendra a sí mismo a partir de la nada,
sustrayendo del tejido ético tradicional el espacio moralmente neutro de la técnica política, de la
soberanía. El gesto de esta creación es el de un autómata melancólico. Cuanto más se encuentran los
hombres alejados de este momento de fundación, más se ha perdido el sentido de este gesto. La tranquila
desesperanza es lo que se expresa aún en la antigua fórmula: cuius regio, eius religio.
38 El Estado moderno, que pretende poner fin a la guerra civil, es más bien la
continuación de ésta por otros medios.
Glosa α: ¿Hay necesidad de abrir el Leviatán para saber que “si la mayoría ha proclamado a un
soberano mediante sufragios concordes, cualquiera que estuviera en desacuerdo debe en adelante
consentir con el resto, o dicho de otra manera, aceptar ratificar todas las acciones que pudiera llevar a
cabo el soberano, o bien exponerse a ser eliminado por los demás. […] Y ya sea que forme parte del
grupo o no, que su aprobación sea solicitada o no, debe o bien someterse a los decretos del grupo, o
permanecer en el estado de guerra en que antes se encontraba, estado en el cual cualquiera puede
eliminarlo sin injusticia”? La suerte de los communards, de los prisioneros de Action Directe o de los
insurgentes de junio de 1848 informa ampliamente sobre el origen de la sangre con la cual se hacen las
repúblicas. Aquí reside el carácter propio, y el principal escollo, del Estado moderno: éste sólo se
mantiene mediante la práctica de eso mismo que pretende conjurar, mediante la actualización de eso
mismo que declara como ausente. Algo de esto es sabido por los polis, quienes deben
contradictoriamente aplicar un “estado de derecho” que, de hecho, reposa sobre ellos solos. Por tanto, el
destino del Estado moderno era el de nacer en principio como el aparente vencedor de la guerra civil,
para ser después vencido por ella. El de sólo haber sido finalmente un paréntesis y un partido en el curso
paciente de la guerra civil.
Glosa β: En todas las partes en que el Estado moderno extendió su reino, se autorizó a sí mismo unos
mismos argumentos, construcciones semejantes. Estas construcciones están reunidas en su más alto
grado de pureza y dentro de su encadenamiento más estricto en Hobbes. He aquí por qué todos aquellos
que han pretendido medirse con el Estado moderno han experimentado primero la necesidad de medirse
con este singular teórico. Todavía hoy, en la cima del movimiento de liquidación del orden estato-
nacional, resuenan públicamente los ecos del “hobbesianismo”. Así, cuando el gobierno francés, durante
el tortuoso caso de la “autonomía de Córcega”, termina por ajustarse a partir del modelo de la
descentralización imperial, su ministro del Interior dimitió con esta conclusión sumaria: “Francia no
necesita una nueva guerra de religión.”
39 El proceso que, a escala molar, toma el aspecto del Estado moderno, a escala
molecular se denomina sujeto económico.
Glosa α: Nosotros nos hemos interrogado ampliamente sobre la esencia de la economía, y más
específicamente sobre su carácter de “magia negra”. La economía no se comprende como régimen del
intercambio, y por tanto de la relación entre las formas-de-vida, fuera de una captación ética: la de la
producción de un cierto tipo de formas-de-vida. La economía aparece mucho antes que las instituciones
con las que usualmente se señala su emergencia —el mercado, la moneda, el préstamo con intereses, la
división del trabajo— y aparece como posesión, como posesión, precisamente, mediante una economía
psíquica. Es en este sentido que se trata de una verdadera magia negra, y es únicamente en este nivel que
la economía es real, concreta. Es por esto que es aquí que su conexión con el Estado es empíricamente
constatable. El crecimiento por rachas del Estado es aquello que, progresivamente, creó la economía en
el hombre, creó al “Hombre”, en calidad de criatura económica. Con cada perfeccionamiento del
Estado se perfecciona la economía en cada uno de sus sujetos, y viceversa.
Sería fácil mostrar de qué modo, en el curso del siglo XVII, el Estado moderno naciente impuso la
economía monetaria y todo lo que se relaciona a ella para poder extraer de ahí con qué alimentar el
despegue de sus aparatos y sus incesantes campañas militares. Por lo demás, esto ya ha sido hecho. Pero
tal punto de vista capta sólo superficialmente el nudo que liga Estado y economía.
Entre otras cosas, el Estado moderno designa un proceso de monopolización creciente de la
violencia legítima, un proceso, por tanto, de deslegitimación de toda violencia que no sea la suya. El
Estado moderno sirvió así al movimiento general de una pacificación que sólo se mantiene, desde el fin
de la Edad Media, por medio de su acentuación continua. No es sólo que a lo largo de esta evolución
obstaculice de modo cada vez más drástico el libre juego de las formas-de-vida; es que trabaja
asiduamente en ellas mismas para destrozarlas, para desgarrarlas, para extraerles su nuda vida,
extracción que es el movimiento mismo de la “civilización”. Cada cuerpo, para volverse sujeto político
en el seno del Estado moderno, tiene que pasar por el centro de mecanizado que lo convertirá en tal:
tiene que empezar por dejar de lado sus pasiones, impresentables, sus gustos, irrisorios, sus
inclinaciones, contingentes, y tiene que dotarse en lugar de todo esto de intereses, que son ciertamente
más presentables, e incluso representables. Así pues, cada cuerpo, para volverse sujeto político, tiene que
proceder a su autocastración como sujeto económico. Idealmente, el sujeto político se habrá entonces
reducido a una pura voz/voto [voix].
La función esencial de la representación que una sociedad proporciona de sí misma es la de influir
sobre el modo en que cada cuerpo se representa a sí mismo y, de este modo, sobre la estructura psíquica.
El Estado moderno es pues primero que nada la constitución de cada cuerpo en Estado molecular,
dotado, a modo de integridad territorial, de una integridad corporal, perfilado como entidad cerrada
dentro de un Yo opuesto al “mundo exterior” así como a la sociedad tumultuosa de sus inclinaciones, las
cuales hay que contener, y en fin requerido a relacionarse con sus semejantes como buen sujeto de
derecho, para tener tratos con los otros cuerpos en función de las cláusulas universales de una especie
de derecho internacional privado de las costumbres “civilizadas”. Así, cuanto más se constituyen las
sociedades en Estados, más se incorporan sus sujetos a la economía. Se auto- e inter-vigilan, controlan
sus emociones, sus movimientos, sus inclinaciones, y creen poder exigir de los demás la misma
contención. Se aseguran de nunca descuidarse nunca en los lugares donde podría serles fatal, y se
arreglan un pequeño rincón de opacidad donde dispondrán de todo el ocio para “aflojarse”. En el
resguardo, atrincherados en el interior de sus fronteras, calculan, prevén, se conforman como el
intermediario entre el pasado y el futuro, y atan su suerte al encadenamiento probable de uno y otro. Eso
es todo: se encadenan, a sí mismos y los unos a los otros, contra cualquier desbordamiento. Fingido
dominio de sí, contención, autorregulación de las pasiones, extracción de una esfera de la vergüenza y el
miedo —la nuda vida—, conjuración de toda forma-de-vida, y a fortiori de todo juego elaborado entre
ellas.
Así, la amenaza lúgubre y densa del Estado moderno produce primitivamente, existencialmente, la
economía, a lo largo de un proceso que se puede hacer remontar al siglo XII, a la constitución de las
primeras cortes territoriales. Como bien notó Elias, la curialización de los guerreros ofrece el ejemplo
arquetípico de esta incorporación de la economía que tiene ubicados sus jalones desde el código de
comportamiento cortés del siglo XII hasta la etiqueta de la corte de Versalles, primera realización de
envergadura de una sociedad perfectamente espectacular donde todas las relaciones están mediadas por
imágenes, y todo esto pasando por los manuales de civilidad, de prudencia y de saber-vivir. La violencia,
y rápidamente todas las formas de abandono que fundaban la existencia del caballero medieval, se ven
lentamente domesticadas, es decir, aisladas como tales, desritualizadas, excluidas de toda lógica, y
finalmente reducidas mediante la mofa, el “ridículo”, la vergüenza de tener miedo y el miedo de tener
vergüenza. Es a través de la difusión de este autoconstreñimiento, de este terror al abandono, que el
Estado logró crear al sujeto económico, contener a cada uno en su Yo, es decir, en su cuerpo, extraer
algo de nuda vida de cada forma-de-vida.
Glosa β: “En cierto sentido, el campo de batalla se trasladó al fuero interno del hombre. Es ahí donde
éste tendrá que resolver una parte de las tensiones y pasiones que anteriormente se exteriorizaban en el
cuerpo a cuerpo en el que los hombres se enfrentaban directamente. […] Los impulsos, las emociones
apasionadas, que ya no se manifiestan en la lucha entre los hombres, suelen dirigirse al interior del
individuo, contra la parte ‘vigilada’ de su Yo. Y esta lucha casi automática del hombre consigo mismo,
no siempre conoce una solución feliz.” (Norbert Elias, El proceso de civilización)
Tal como lo testimonió a lo largo de los “Tiempos Modernos”, el individuo producido por este
proceso de incorporación de la economía lleva consigo una grieta. Es a través de esta grieta que chorrea
su nuda vida. Sus gestos mismos están agrietados, rotos desde el interior. Ningún abandono, ninguna
asunción, puede ocurrir ahí donde se desencadena el proceso estatal de pacificación, la guerra de
aniquilamiento dirigida contra la guerra civil. En lugar de las formas-de-vida, encontramos aquí, de
manera casi paródica, subjetividades, una sobreproducción ramificada, una arborescente proliferación
de subjetividades. En este punto converge la doble desgracia de la economía y el Estado: la guerra civil
se ha refugiado en cada uno, el Estado moderno ha puesto a cada uno en guerra contra sí mismo. Es de
aquí que nosotros partimos.
40 El gesto fundador del Estado moderno —es decir, no el primero, sino el que reitera
sin cesar— es la institución de esa escisión ficticia entre público y privado, entre
política y moral. Es de este modo que acaba agrietando los cuerpos, que tritura las
formas-de-vida. Este movimiento de escisión entre libertad interior y sumisión exterior,
entre interioridad moral y conducta política, corresponde a la institución como tal de la
nuda vida.
Glosa: Los términos de la transacción hobbesiana entre el súbdito y el soberano son conocidos por
experiencia: “yo cambio mi libertad por tu protección. En compensación por mi obediencia exterior
absoluta, tú debes garantizarme la seguridad”. La seguridad, que está primero planteada como puesta a
resguardo del peligro de muerte que “los otros” hacen pesar sobre mí, toma a lo largo del Leviatán una
extensión muy distinta. Leemos, en el capítulo XXX: “Por seguridad no entiendo aquí la mera
preservación, sino también todas las demás satisfacciones de esta vida que cada uno puede adquirir por
medio de una actividad legítima, sin peligro ni daño para la República.”
Glosa β: A uno le sorprenderá muy poco, después de esto, que la crítica haya dado sus obras maestras
más acabadas precisamente ahí donde los “ciudadanos” hayan sido los más perfectamente desposeídos
de todo acceso a la “esfera política”, y de hecho a toda práctica; donde toda existencia colectiva haya
sido puesta bajo el control del Estado, quiero decir: bajo los absolutismos francés y prusiano del siglo
XVIII. Que el país del Estado sea asimismo el país de la Crítica, que Francia, puesto que de ella se trata,
sea en todos sus aspectos, e incluso usualmente de manera confesa, tan ferozmente dieciochesca, esto no
tiene nada de sorprendente. Asumiendo la contingencia del teatro de nuestras operaciones, no nos
desagrada evocar aquí la permanencia de un carácter nacional, agotado en todas las otras partes. En
lugar de mostrar cómo, generación tras generación, desde hace más de dos siglos, el Estado ha hecho las
críticas y las críticas, a cambio, han hecho al Estado, juzgo más instructivo reproducir las descripciones
de la Francia prerrevolucionaria hechas a mediados del siglo XIX, esto es, a corta distancia de los
acontecimientos, por un espíritu a la vez muy prudente y aborrecible: “La administración del Antiguo
Régimen había privado por adelantado a los franceses de la posibilidad y las ganas de ayudarse
mutuamente. Al sobrevenir la Revolución, en vano se habría buscado en casi toda Francia a diez
hombres habituados a actuar regularmente en común, y a velar ellos mismos por su propia defensa: el
poder central era el encargado de la misma.”
“Francia [era] uno de los países donde toda vida política se había extinguido desde hacía mucho y
por completo, donde los particulares más habían perdido la familiaridad con los asuntos públicos, el
hábito de lectura de los hechos, la experiencia de los movimientos populares y casi la noción de pueblo.”
“Dado que no existían ya instituciones libres ni, por consiguiente, clases políticas, ni cuerpos
políticos vivos, ni partidos organizados y dirigidos, y que en ausencia de todas esas fuerzas regulares la
dirección de la opinión pública, una vez que ésta renació, tocó en suerte únicamente a los filósofos, cabía
esperar una Revolución hecha con la mira puesta no tanto en determinados hechos particulares cuanto
en principios abstractos y en teorías muy generales.”
“La condición misma de estos escritores los preparaba para disfrutar las teorías generales y
abstractas en materia de gobierno, y para confiarse a ellas ciegamente. En el alejamiento casi infinito de
la práctica en que ellos vivían, ninguna experiencia venía a mitigar los ardores de su condición.”
“No obstante, habíamos conservado una libertad entre las ruinas de todas las demás: podíamos
filosofar casi sin restricción sobre el origen de las sociedades, sobre la naturaleza esencial de los
gobiernos y sobre los derechos primordiales del género humano.”
“Todos aquellos a los que dañaba la práctica cotidiana de la legislación pronto se prendaron de
dicha política literaria.”
“Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía; la vida política fue violentamente retrotraída a la
literatura.”
Y finalmente, a la salida de la Revolución: “Ustedes perciben un poder central inmenso, que ha
atraído y absorbido en su unidad el conjunto de parcelas de autoridad y de influencia antaño dispersas
en una muchedumbre de poderes secundarios, de órdenes, de clases, de profesiones, de familias y de
individuos, y como desperdigadas en todo el cuerpo social”. (Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen
y la Revolución, 1856)
42 Que ciertas tesis, como aquella de la “guerra de todos contra todos [chacun contre
chacun]”, se encuentren izadas al rango de máximas de gobierno, es algo que depende
de las operaciones que autorizan. Así uno se preguntará, en este caso preciso, ¿cómo la
“guerra de todos contra todos” pudo desencadenarse antes de que cada uno fuera
producido como cada uno? Y se verá entonces de qué modo el Estado moderno
presupone el estado de cosas que produce; de qué modo fija en antropología la
arbitrariedad de sus propias exigencias; de qué modo la “guerra de todos contra todos”
es más bien la indigente ética de la guerra civil que el Estado moderno ha impuesto por
todas partes bajo el nombre de economía; y que no es más que el reino universal de la
hostilidad.
Glosa α: Hobbes acostumbraba bromear sobre las circunstancias de su nacimiento, provocado por un
súbito espanto de su madre: “El miedo y yo —decía— nacimos gemelos”. Por mi parte, prefiero atribuir
más la miseria de la antropología hobbesiana a una excesiva lectura del imbécil de Tucídides que a su
carta astral. Podremos leer bajo esta luz más correcta los disparates de nuestro cobarde:
“Para hacerse una idea clara de los elementos del derecho natural y de la política, es importante
conocer la naturaleza del hombre.”
“La vida humana puede ser comparada con una carrera. […] Pero tenemos que suponer que en esta
carrera no se tiene otro objetivo ni otra recompensa que adelantar a nuestros competidores.”
Elementos de Derecho Natural y Político, 1640
“En esto se manifiesta claramente que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder
común que mantenga a todos en respeto, se encuentran en esa condición que se llama guerra, y esta
guerra es guerra de todos contra todos. Pues la GUERRA no consiste solamente en batallas o en combates
efectivos, sino en una extensión de tiempo en la que la voluntad de enfrentarse en batallas está
suficientemente patente.”
“Además, los hombres no sacan placer, sino por el contrario una gran cantidad de dolor,
permaneciendo en compañía donde no hay poder capaz de mantenerlos en respeto a todos.”
Leviatán
Glosa β: Lo que Hobbes nos entrega aquí es la antropología del Estado moderno, antropología positiva
aunque pesimista, política aunque económica, la del citadino atomizado que “cuando va a dormir, echa
los cerrojos de sus puertas” y “cuando se halla en su propia casa, cierra sus cofres con llave”
(Leviatán). Otros nos han mostrado cómo el Estado encontró interés político en invertir en algunos
decenios, al final del siglo XVII, cualquier ética tradicional, en elevar la avaricia, la pasión económica,
del rango de vicio privado al de virtud social (cf. Albert O. Hirschmann). Y así como esta ética, la ética
de la equivalencia, es la más nula que los hombres nunca hayan compartido, las formas-de-vida que le
corresponden, el empresario y el consumidor, se destacan por una nulidad cada vez más acusada según
pasan los siglos.
43 Rousseau creyó poder oponer a Hobbes el “que el estado de guerra nace del estado
social”. Haciendo esto, oponía al mal salvaje del inglés su Buen Salvaje, a una
antropología otra antropología, optimista esta vez. Pero el error, aquí, no era el
pesimismo, era la antropología; y el querer fundar sobre ella un orden social.
Glosa α: Hobbes no forma su antropología sobre la simple observación de las trastornos de su tiempo, de
la Fronda, de la revolución en Inglaterra, del naciente Estado absolutista en Francia y de la diferencia
entre estos últimos. Desde hacía dos siglos, circulaban relatos de viajes y testimonios de los exploradores
del Nuevo Mundo. Poco propenso a asumir como hecho originario un “estado de naturaleza, es decir, de
libertad absoluta, como el de hombres que no son ni soberanos ni súbditos, esto es, un estado de
anarquía y de guerra”, Hobbes manda la guerra civil que constata en las naciones “civilizadas” a una
recaída dentro de un estado de naturaleza que hay que conjurar por todos los medios. Estado de guerra
del que los salvajes de América, mencionados con horror tanto en De Cive como en el Leviatán, ofrecen
un ejemplo repugnante, ellos que “a excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia
depende de la concupiscencia natural, no tienen gobierno en absoluto, y viven hasta la fecha de manera
cuasi-animal” (Leviatán).
Glosa β: Cuando tocamos en la llaga del pensamiento, el espacio entre una pregunta y su respuesta
puede contarse en siglos. Fue pues un antropólogo quien, algunos meses antes de suicidarse, respondió a
Hobbes. La época, que había cruzado el río de los “Tiempos Modernos”, se encontraba entonces en la
otra orilla, ya profundamente comprometida con el Imperio. El texto aparece en 1977, en el primer
número de Libre, bajo el título de Arqueología de la violencia. SE ha intentado comprenderlo, así como
su continuación La desgracia del guerrero salvaje, independientemente del enfrentamiento que en esa
misma década opuso la guerrilla urbana a las viejas estructuras del Estado burgués deteriorado,
independientemente de la RAF, independientemente de las BR y de la Autonomía difusa. E incluso con
esta cobarde reserva, los textos de Clastres incomodan todavía.
“¿Qué es la sociedad primitiva? Es una multiplicidad de comunidades indivisas que obedecen todas a
una misma lógica centrífuga. ¿Cuál es la institución que expresa y garantiza a la vez la permanencia de
esta lógica? Es la guerra, como verdad de las relaciones entre las comunidades, como principal medio
sociológico de promover la fuerza centrífuga de dispersión contra la fuerza centrípeta de unificación. La
máquina de guerra es el motor de la máquina social, el ser social primitivo descansa enteramente sobre la
guerra, la sociedad primitiva no puede subsistir sin la guerra. Cuanto mayor es la guerra, menor es la
unificación, y el mejor enemigo del Estado es la guerra. La sociedad primitiva es sociedad contra el
Estado en cuanto que es sociedad-para-la-guerra. Aquí nos vemos otras vez llevados hacia el pensamiento
de Hobbes. […] Él supo ver que la guerra y el Estado son términos contradictorios, que no pueden existir
juntos, que cada uno implica la negación del otro: la guerra impide el Estado, el Estado impide la guerra.
El error, enorme pero casi inevitable en un hombre de su tiempo, fue haber creído que la sociedad que
persiste en la guerra de todos contra todos no es precisamente una sociedad; que el mundo de los Salvajes
no es un mundo social; que, por consiguiente, la institución de la sociedad pasa por el fin de la guerra, por
la aparición del Estado, máquina antiguerrera por excelencia. Incapaz de pensar el mundo primitivo como
un mundo no-natural, Hobbes en cambio vio que no se puede pensar la guerra sin el Estado, que se debe
pensarlos en una relación de exclusión.”
Glosa α: Desde la creación por Luis XIV de la lugartenencia de París, la práctica de la institución
policial no ha cesado de confirmar la manera en que el Estado moderno progresivamente ha creado su
sociedad. La policía es la fuerza que interviene “donde algo no marcha”, es decir, donde un
antagonismo entre formas-de-vida, un salto de intensidad política se abre luz. Con el pretexto de
preservar con su brazo policial un “tejido social” que destruye con el otro, el Estado se presenta
entonces como mediación existencialmente neutra entre las partes y se impone, a través de la desmesura
misma de sus medios coercitivos, como el terreno pacificado del enfrentamiento. Es así como, en función
de este escenario invariable, la policía ha producido el espacio público, como espacio cuadriculado por
ella; y es así como el lenguaje del Estado se ha extendido a la cuasi-totalidad de la actividad social, se
ha vuelto el lenguaje social por excelencia.
Glosa β: “La vigilancia y la previsión de la policía tienen la finalidad de mediar al individuo con la
posibilidad universal que está dada para alcanzar los fines individuales. Tiene que preocuparse por el
alumbrado de las calles, la construcción de puentes, la taxación de las necesidades cotidianas, así como
por la salud. Ahora bien, aquí prevalecen dos puntos de vista principales. Uno afirma que la vigilancia
sobre todo lo demás corresponde a la policía, el otro, en esta materia, que la policía nada tiene que
determinar, puesto que cada uno se rige en función de la necesidad del otro. Ciertamente, el individuo
particular tiene que tener el derecho de ganarse su pan de esta o aquella manera, pero, por otra parte,
también el sector público tiene el derecho de exigir que lo que es estrictamente necesario sea provisto de
manera conveniente.”
Hegel
Principios de la filosofía del derecho
(adición al § 236), 1833
Glosa β: Imperialismo y totalitarismo marcan las dos maneras con las que el Estado moderno intentó
saltar por encima de su propia imposibilidad, mediante la huida hacia delante en la expansión colonial
más allá de sus fronteras primero, y después mediante la profundización intensiva de su penetración en
el interior de sus propias fronteras. En todos los casos estas reacciones desesperadas del Estado, que
pretendía tanto más ser todo a medida que tomaba consciencia de hasta qué punto ya no era nada,
tuvieron su conclusión en las formas de guerra civil que él sostenía que lo habían precedido.
47 La estatización de lo social tenía que pagarse fatalmente con una socialización del
Estado, y por tanto llevar a la disolución respectiva del Estado y la sociedad. SE llama
“Estado benefactor” a esta indistinción en la cual ha sobrevivido un tiempo, en el seno
del Imperio, la forma-Estado caducada. En el desmantelamiento actual de éste, se
expresa la incompatibilidad del orden estatal y de sus medios (la policía y la
publicidad). Asimismo, entonces, ya no hay sociedad, en el sentido de una unidad
diferenciada; ya sólo hay un amontonamiento de normas y dispositivos mediante los
cuales mantienen juntos los pedazos dispersos del tejido biopolítico mundial; mediante
los cuales se previene cualquier desintegración violenta de éste. El Imperio es el gestor
de esta desolación, el regulador último de un proceso de implosión tibia.
Glosa α: Existe una historia oficial del Estado en la que éste aparece como el único protagonista, en la
que los progresos del monopolio estatal de lo político son unas de tantas batallas ganadas sobre un
enemigo invisible, imaginario, y precisamente sin historia. Existe luego una contrahistoria, hecha desde
el punto de vista de la guerra civil, en la que lo que está en juego en todos esos “progresos”, la dinámica
del Estado moderno, se deja entrever. Esta contrahistoria muestra un monopolio de lo político
constantemente amenazado por la reconstitución de mundos autónomos, de colectividades no-estatales.
Todo lo que el Estado ha abandonado a la esfera “privada”, a la “sociedad civil”, y que ha decretado
como insignificante, no-político, deja siempre suficiente espacio al libre juego de las formas-de-vida
como para que el monopolio de lo político parezca, en uno u otro momento, disputado. Es así como el
Estado es llevado a asediar, rastreramente o con un gesto violento, la totalidad de la actividad social, a
hacerse cargo de la totalidad de la existencia de los hombres. Y es entonces que “el concepto del Estado
al servicio del individuo saludable se sustituye con el concepto del individuo saludable al servicio del
Estado” (Foucault). En Francia esta inversión se obtuvo ya cuando fue votada la ley del 9 de abril de
1898 que concierne a “la responsabilidad de los accidentes de los que son víctimas los obreros durante
su trabajo”, y a fortiori la ley del 5 de abril de 1910 sobre la jubilación de los obreros y campesinos, que
establece el derecho a la vida. Tomando de esta manera el lugar, a lo largo de los siglos, de todas las
mediaciones heterogéneas de la sociedad tradicional, el Estado debía obtener el resultado inverso al
pretendido, y finalmente sucumbir a su propia imposibilidad. Queriendo concentrar el monopolio de lo
político, lo había politizado todo; todos los aspectos de la vida se habían vuelto políticos, no en sí
mismos en cuanto contenidos singulares, sino precisamente en cuanto que el Estado, tomando en ellos
posición, también se había constituido aquí como un partido. O de cómo el Estado, llevando por todas
partes su guerra contra la guerra civil, ha propagado sobre todo la hostilidad en su lugar.
Glosa β: El Estado benefactor, que toma primero el relevo del Estado liberal en el seno del Imperio, es el
producto de la difusión masiva de las disciplinas y regímenes de subjetivación propios del Estado liberal.
Sobreviene en el momento en que la concentración de esas disciplinas y regímenes —con la
generalización de las prácticas de las aseguradoras, por ejemplo— alcanza tal grado en “la sociedad”
que ésta ya no consigue distinguirse del Estado. Los hombres han sido socializados entonces hasta tal
punto, que la existencia de un poder separado, personal, del Estado llega a ser un obstáculo para la
pacificación. Los Bloom ya no son sujetos, ni económicos ni aún menos de derecho: son creaturas de la
sociedad imperial; es por esto que en primer lugar deben ser tomados a cargo en cuanto seres vivos para
poder a continuación seguir existiendo ficticiamente en cuanto sujetos de derecho.
EL IMPERIO, EL CIUDADANO
Así el Santo se coloca por encima del pueblo y el pueblo no siente nada su peso; dirige al pueblo y el
pueblo no siente en absoluto su mano. Por eso todo el imperio ama servirle y no se cansa de hacerlo.
Como no disputa por la primer fila, no hay nadie en el imperio que pueda disputársela.
Lao-Tse
Tao Te King
Glosa β: Por recogimiento, se entenderá aquí la última posibilidad de un sistema agotado, la cual
consiste en darse la vuelta para después, mecánicamente, hundirse en sí mismo. El Afuera deviene el
Adentro, y el Adentro se ilimita. Lo que anteriormente estaba presente en un determinado lugar
delimitable deviene posible en todas partes. Lo que está recogido no existe ya positivamente, de manera
concentrada, sino que permanece fuera de la vista, suspendido. Es la artimaña final del sistema, y
asimismo el momento en que es a la vez lo más vulnerable e inatacable. La operación con la cual el
Estado liberal se recoge imperialmente puede ser descrita así: el Estado liberal había desarrollado dos
instancias infrainstitucionales con las cuales tenía a raya y controlaba la población: por un lado la
policía, entendida en el sentido original del término —“La policía vela por todo lo que concierne a la
felicidad de los hombres. […] La policía vela por lo vivo”. (N. de La Mare, Tratado de la policía, 1705)—
, y por el otro la publicidad, como esfera de aquello que es igualmente accesible a todos, y por tanto
independientemente de sus formas-de-vida. Cada una de estas instancias no designaba en realidad sino
un conjunto de prácticas y de dispositivos sin continuidad real, aparte de su efecto convergente sobre la
población, ejerciéndose la primera como sobre el “cuerpo” de ésta, y la otra como sobre el “alma”.
Bastaba entonces con controlar la definición social de la felicidad y con mantener el orden en la
publicidad para asegurarse un poder sin partición. En esto, el Estado liberal podía efectivamente
permitirse ser frugal. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se desarrollan por tanto la policía y la
publicidad, a la vez al servicio y fuera de las instituciones estato-nacionales. Pero es sólo con la Primera
Guerra Mundial que llegan a ser el pivote del recogimiento del Estado liberal en Imperio. Asistimos
entonces a esta cosa curiosa: conectándose las unas en las otras en favor de la guerra, y de manera
ampliamente independiente de los Estados nacionales, estas prácticas infrainstitucionales dan origen a
los dos polos suprainstitucionales del Imperio: la policía se vuelve el Biopoder, y la publicidad se
transforma en Espectáculo. A partir de este punto, el Estado no desaparece, se vuelve solamente segundo
respecto de un conjunto transterritorial de prácticas autónomas: las del Espectáculo y las del Biopoder.
Glosa γ: 1914 es la fecha del colapso de la hipótesis liberal, a la cual había correspondido la “Paz de los
Cien Años” salida del Congreso de Viena. Y cuando en 1917, con el golpe de Estado bolchevique, cada
nación se ve como cortada en dos por la lucha mundial de clases, toda ilusión de un orden inter-nacional
pasó a la historia. En la guerra civil mundial, los Estados pierden su estatuto de neutralidad interior. Si
un orden puede seguir siendo contemplado, tendrá por tanto que ser supranacional.
Glosa δ: En cuanto asunción de la imposibilidad del Estado moderno, el Imperio es de igual modo la
asunción de la imposibilidad del imperialismo. La descolonización habrá sido un momento importante
del establecimiento del Imperio, lógicamente marcado por la proliferación de Estados fantoches. La
descolonización significa esto: han sido elaboradas nuevas formas de poder horizontales,
infrainstitucionales, que funcionan mejor que las viejas.
Glosa β: Las diferentes revoluciones burguesas nunca han menoscabado el principio de la soberanía
personal, en el sentido en que asamblea o líder elegido directa o indirectamente no rompen en absoluto
con la idea de una representación posible de la totalidad social, es decir, de la sociedad como totalidad.
Así, el paso del Estado absolutista al Estado liberal no hacía más que liquidar a su vez a aquel, el Rey,
que había liquidado perfectamente el orden del que surgió, el mundo medieval, que debía aparecer como
su último vestigio vivo. Es en cuanto obstáculo para el proceso que él mismo había iniciado que el rey
fue juzgado, y su muerte fue el punto final de una frase que él mismo había escrito. Sólo el principio
democrático, promovido desde el interior por el Estado moderno, había de arrastrarlo hacia su
disolución. La idea democrática, que no profesa nada más que la equivalencia absoluta de todas las
formas-de-vida, no es distinta de la idea imperial. Y la democracia es imperial en la medida en que la
equivalencia entre las formas-de-vida no puede ser establecida más que negativamente, por el hecho de
impedir por todos los medios que las diferencias éticas alcancen en su juego el punto de intensidad en el
que devienen políticas. Pues entonces se introducirían en el espacio liso de la sociedad democrática
algunas de esas líneas de rupturas y de esas alianzas, de esas discontinuidades mediante las cuales la
equivalencia entre las formas-de-vida quedaría arruinada. Es por esto que el Imperio y la demokracia no
son otra cosa, positivamente, que el libre juego de las formas-de-vida atenuadas, como se dice de los
virus que son inoculados a modo de vacuna. Marx, en uno de sus únicos textos sobre el Estado, la Crítica
de la filosofía del derecho de Hegel, defendía en estos términos la perspectiva imperial, aquela del
“Estado material” que él opone al “Estado político”.
“La república política es la democracia en el interior de la forma abstracta de Estado. Es por esto
que la forma abstracta de Estado de la democracia es la República.”
“La vida política en el sentido moderno es la escolástica de la vida del pueblo. La monarquía es la
expresión acabada de esta alienación. La república es la negación de esta alienación en el interior de su
propia esfera.”
“Todas las formas de Estado tienen a la democracia por verdad y por consiguiente son no
verdaderas en la medida en que no son la democracia.”
“En la verdadera democracia el Estado político desaparecería.”
Glosa γ: El Imperio no se comprende por fuera del viraje biopolítico del poder. Al igual que el Biopoder,
el Imperio no corresponde a una edificación jurídica positiva, a la instauración de un nuevo orden
institucional. Ambos designan más bien una resorción, la retracción de la vieja soberanía sustancial. El
poder siempre ha circulado dentro de dispositivos materiales y lingüísticos, cotidianos, familiares,
microfísicos, siempre ha atravesado la vida y el cuerpo de los sujetos. Pero el Biopoder, y en esto se da
una novedad real, consiste en que ya sólo haya esto. El Biopoder consiste en que el poder ya no se alce
delante de la “sociedad civil” como una hipóstasis soberana, como un Gran Sujeto Exterior, consiste en
que no sea ya aislable de la sociedad. El Biopoder quiere solamente decir esto: el poder se adhiere a la
vida y la vida al poder. Aquí asistimos por tanto, en relación a su forma clásica, a un radical cambio de
estado del poder, a su paso del estado sólido al estado gaseoso, molecular. Por decirlo con una fórmula:
el Biopoder es la SUBLIMACIÓN del poder. El Imperio no se concibe por debajo de tal comprensión de la
época. El Imperio no es, no podría ser, un poder separado de la sociedad; ésta no lo soportaría, de la
misma forma en que aplasta con su indiferencia los últimos vestigios de la política clásica. El Imperio es
inmanente a “la sociedad”, es “la sociedad” en cuanto que ésta es un poder.
Glosa β: No es que la sociedad imperial haya llegado a ser una plenitud sin resto: el espacio dejado
vacío por el desmedro de la soberanía personal permanece tal cual, frente a la sociedad. Este espacio, el
lugar del Príncipe, está ocupado actualmente por la Nada del Principio imperial, que sólo se materializa,
sólo se concentra, en la ira contra aquello que pretenda mantenerse afuera. Es por esto que el Imperio
carece de gobierno, y en el fondo de emperador, porque aquí sólo hay actos de gobierno, todos
igualmente negativos. Lo que, en nuestra experiencia histórica, más se aproxima a este nuevo curso es de
nuevo el Terror. Donde “la libertad universal no puede producir ni una obra positiva ni una operación
positiva, lo único que le queda es la operación negativa; ésta es solamente la furia de la destrucción”.
(Hegel)
Glosa γ: El Imperio está tanto más a la obra cuanto más la crisis está en todas partes. La crisis es el
modo de existencia regular del Imperio, como el accidente es el único momento en que se precipita la
existencia de una compañía de seguros. La temporalidad del Imperio es una temporalidad de la
emergencia y la catástrofe.
Glosa β: Nada ilustra mejor la manera en que la norma ha subsumido la Ley que la manera en que los
viejos Estados territoriales de Europa han “abolido” sus fronteras, en favor de los acuerdos de
Schengen. La abolición de las fronteras de la que se trata aquí, es decir, la renuncia al atributo más
sagrado del Estado moderno, no tiene naturalmente el sentido de su desaparición efectiva, sino que por
el contrario significa la posibilidad permanente de su restauración, a merced de las circunstancias. Así
las prácticas de las aduanas, cuando las fronteras son “abolidas”, de ningún modo vienen a
desaparecer, sino que por el contrario resultan extendidas, en potencia, a todos los lugares, a todos los
instantes. Bajo el Imperio, las fronteras se han vuelto como las aduanas — móviles.
Glosa β: Por supuesto, hay zonas de aplastamiento, zonas donde el control imperial es más denso que en
otras, donde cada intersticio de lo existente paga su tributo al panoptismo general, y donde finalmente la
población no se distingue ya de la policía. Inversamente, hay zonas en las que el Imperio parece ausente
y hace saber que “ahí ya no se atreve siquiera a aventurarse”. Sucede que el Imperio calcula, el Imperio
pesa, evalúa, y luego decide estar presente aquí o allá, manifestarse o retirarse, y esto en función de
consideraciones tácticas. El Imperio no está en todas partes, y no está ausente de ninguna parte. A
diferencia del Estado moderno, el Imperio no pretende ser la cosa más alta, el soberano siempre visible y
siempre resplandeciente, el Imperio sólo pretende ser el último resorte de cada situación. Así como un
“parque natural” no tiene nada de natural en la medida en que las potencias de artificialización han
juzgado preferible y decidido dejarlo intacto, así el Imperio todavía está presente donde está
efectivamente ausente: por medio de su retirada misma. El Imperio es por tanto tal como puede ser en
todas partes, se mantiene en cada punto del territorio, en el intervalo que hay entre la situación normal y
la situación excepcional. El Imperio puede su propia impotencia.
Glosa γ: La lógica del Estado moderno es una lógica de la Institución y la Ley. La Institución y la Ley
están desterritorializadas, en principio abstraídas, distinguiéndose de este modo de la costumbre,
siempre local, siempre impregnada éticamente, siempre susceptible de contestación existencial, a la cual
la Institución y la Ley le han arrebatado en todas partes su lugar. La Institución y la Ley se erigen frente
a los hombres, verticalmente, sacando su permanencia de su propia trascendencia, de la
autoproclamación inhumana de sí mismas. La Institución, al igual que la Ley, establece repartos, nombra
para separar, para ordenar, para poner fin al caos del mundo, o más bien para rechazar el caos hacia un
espacio delimitable, el del Crimen, de la Locura, de la Rebelión, de lo que no está autorizado. Y ambas
están unidas en el hecho de que no tienen que dar explicación a nadie, sin importar de qué se trate. “La
Ley es la Ley”, dice el caballero.
Incluso si no le repugna servirse de ellas, como al resto, a modo de armas, el Imperio ignora la
lógica abstracta de la Ley y la Institución. El Imperio no conoce más que las normas y los dispositivos.
Al igual que los dispositivos, las normas son locales, están en vigor aquí y ahora tanto como esto
funcione, empíricamente. Las normas no tienen guardados en sí su origen y su porqué; no es en ellas
donde hay que buscarlos, sino en un conflicto, en una crisis que los ha precedido. Lo esencial ya no
reside actualmente, por tanto, en una proclamación liminar de universalidad, que pretendería a
continuación hacerse respetar en todas partes; la atención se dirige más bien sobre las operaciones,
sobre la pragmática. Sin duda hay una totalización, aquí también, pero ésta no nace de una voluntad de
universalización: se forma mediante la articulación misma de los dispositivos, mediante la continuidad de
la circulación entre ellos.
Glosa δ: Bajo el Imperio se asiste a una proliferación del derecho, a una aceleración crónica de la
producción jurídica. Esta proliferación del derecho, lejos de sancionar cualquier triunfo de la Ley,
traduce, por el contrario, su extrema devaluación, su caducidad definitiva. La Ley, bajo el reino de la
norma, es ya únicamente un modo entre tantos otros, y no menos ajustable y reversible que los demás, de
retroactuar sobre la sociedad. Es una técnica de gobierno, una manera de poner término a una crisis, y
nada más. La Ley, que había sido ascendida por el Estado moderno al rango de única fuente del derecho,
es ya únicamente una de las expresiones de la norma social. Los jueces mismos no tienen ya la tarea
subordinada de calificar los hechos y de aplicar la Ley, sino la función soberana de evaluar la
oportunidad de tal o cual juicio. Por consiguiente, lo confuso de las leyes, donde encontraremos cada vez
más referencias a nebulosos criterios de normalidad, no constituirá en ella un vicio agobiante, sino al
contrario una condición de su duración y de su aplicabilidad a todo caso particular. La judicialización
de lo social y el “gobierno de los jueces” no son más que esto: el hecho de que éstos no decretan más
que en nombre de la norma. Bajo el Imperio, “un proceso antimafia” no hace otra cosa que coronar la
victoria de una mafia, la que juzga, sobre otra, la que es juzgada. Aquí, el Derecho se ha vuelto un arma
como cualquier otra en el despliegue universal de la hostilidad. Si los Bloom ya no consiguen,
tendencialmente, relacionarse unos con otros e intertorturarse sino en el lenguaje del Derecho, el
Imperio, por su parte, no afecciona particularmente este lenguaje, lo usa según la ocasión, según la
oportunidad; e incluso entonces continúa, en el fondo, hablando el único lenguaje que conoce: el de la
eficacia, de la eficancia para restablecer la situación normal, para producir el orden público, el buen
funcionamiento general de la Máquina. Dos figuras cada vez más parecidas a esta soberanía de la
eficacia se imponen entonces, en la convergencia misma de sus funciones: el poli y el médico.
Glosa ε: “La Ley debe ser utilizada simplemente como un arma más en el arsenal del gobierno, y en este
caso no representa nada más que una cobertura de propaganda para desembarazarse de los miembros
indeseables del sector público. Para la mejor eficacia, convendrá que las actividades de los servicios
judiciales estén ligadas al esfuerzo de guerra de la manera más discreta posible.”
Frank Kitson
Low intensity operations Subversion — Insurgency and Peacekeeping, 1971
58 El Imperio no concibe la guerra civil como una afrenta hecha a su majestad, como un
desafío a su omnipotencia, sino simplemente como un riesgo. Así se explica la
contrarrevolución preventiva que el Imperio no ha cesado de librar contra todo aquello
que podría ocasionar agujeros en el tejido biopolítico continuo. A diferencia del Estado
moderno, el Imperio no niega la existencia de la guerra civil, la gestiona. De otra
manera, por lo demás, tendría que privarse de ciertos medios, bastante cómodos para
pilotarla o contenerla. Donde sus redes penetren todavía sólo insuficientemente, se
aliará pues el tiempo que sea necesario con alguna mafia local, inclusive con tal o cual
guerrilla, si éstas le garantizan mantener el orden sobre el territorio que les ha
correspondido. No hay nada más extraño al Imperio que la cuestión de saber quién
controla qué, con tal de que haya control. De donde se sigue que no reaccionar es
todavía, aquí, una reacción.
Glosa α: Resulta agradable observar las cómicas contorsiones a las que obliga el Imperio, durante sus
intervenciones, a aquellos que, aun queriendo oponerse a él, rechazan asumir la guerra civil. Así las
buenas almas que no eran capaces de comprender que la operación imperial en Kosovo no estaba
dirigida contra los serbios, sino contra la guerra civil misma, que comenzaba a extenderse bajo formas
excesivamente visibles en los Balcanes, no tenían otra opción, en su compulsión de tomar posición, que
tomar la causa de la OTAN o la de Milošević.
Glosa β: Poco después de Génova y sus escenas de represión a la chilena, un alto funcionario de la
policía italiana entrega a La Repubblica esta conmovedora toma de consciencia: “Bueno, voy a decirle
una cosa que me cuesta y que nunca he dicho a nadie. […] La policía no está ahí para poner orden, sino
para gobernar el desorden.”
Glosa γ: El Imperio tiene la costumbre de eso que él llama “campañas de sensibilización”. Éstas
consisten en la elevación deliberada de la sensibilidad de los receptores sociales ante tal o cual
fenómeno, es decir, en la creación de ese fenómeno en cuanto fenómeno, y en la construcción de la red de
causalidades que permitirán materializarlo.
Glosa β: No cabe duda de que existe un carácter ubuesco del poder imperial, el cual paradójicamente no
parece hecho para mermar la eficiencia de la Máquina. De la misma manera, existe un aspecto barroco
del edificio jurídico bajo el cual vivimos. De hecho, el mantenimiento de una cierta confusión permanente
en lo que respecta a los reglamentos en vigor, a los derechos, a las autoridades y a sus competencias,
parece vital para el Imperio. Pues es ella la que le permite poder hacer uso, cuando llegue el momento,
de todos los medios.
Glosa β:
“— ¿Cómo definir a los policías?
Los policías provienen del sector público y el sector público forma parte de la policía. Los agentes de
policía son aquellos que son pagados para dedicar todo su tiempo al cumplimiento de deberes, deberes
que son igualmente los de todos sus conciudadanos.
—¿Cuál es el papel prioritario de la policía?
Tiene una misión amplia, centrada en la resolución de problemas (problem solving policing).
—¿Cuál es el criterio de la eficacia de la policía?
La ausencia de crimen y desorden.
—¿De qué se ocupa específicamente la policía?
De los problemas y las preocupaciones de los ciudadanos.
— ¿Qué es lo que determina la eficacia de la policía?
La cooperación del sector público.
—¿Qué es el profesionalismo policial?
Una capacidad para permanecer en contacto con la población para anticipar los problemas.
— ¿Cómo considera la policía los procedimientos judiciales?
Como un medio entre tantos otros.”
Jean-Paul Brodeur, profesor de criminología en Montreal
citado en Guía práctica de la policía de proximidad, París, marzo de 2000
62 La soberanía imperial consiste en que ningún punto del espacio ni del tiempo, ni
ningún elemento del tejido biopolítico, esté al resguardo de su intervención. El
almacenamiento del mundo, la trazabilidad generalizada, el hecho de que los medios de
producción tiendan a volverse inseparablemente medios de control, la subsunción del
edificio jurídico en simple arsenal de la norma, todo esto tiende a hacer de cada uno un
sospechoso.
Glosa: Un teléfono móvil se vuelve un soplón, un medio de pago una declaración de tus hábitos
alimenticios, tus padres se transforman en delatores, una factura de teléfono se vuelve el expediente de
tus amistades: toda la sobreproducción de información inútil de la que eres objeto se revela crucial por
el simple hecho de ser en todo momento utilizable. Que ésta sea de este modo disponible hace pesar
sobre cada gesto una amenaza suficiente. Y el baldío donde el Imperio abandona su movilización mide
bastante exactamente el sentimiento de su propia seguridad que le habita, cuán poco en peligro se siente
por ahora.
Glosa β: No es fácil saber a dónde quiere llegar alguien que, al término de una vida de palinodias,
afirma en un artículo titulado El “Imperio”, fase superior del imperialismo que “en el actual estadio
imperial, ya no hay imperialismo”, que decreta la muerte de la dialéctica para concluir que es preciso
“teorizar y actuar a la vez en y contra el Imperio”; alguien que se sitúa unas veces en la posición
masoquista de exigir a las instituciones que se autodisuelvan, otras en la de suplicarles que existan. Por
eso no hay que partir de sus escritos, sino de su acción histórica. También para comprender un libro
como Imperio —esa tipo de baturrillo teórico que opera en el pensamiento la misma reconciliación final
de todas las incompatibilidades que el Imperio sueña con realizar en los hechos— resulta más instructivo
observar las prácticas que se proclaman como propias. En el discurso de los burócratas espectaculares
de los Tute bianche, el término de “pueblo de Seattle” ha sido así sustituido, desde hace algún tiempo,
por el de “multitud”. “El pueblo —recuerda Hobbes— es algo que es uno solo, teniendo una voluntad, y
a lo cual se puede atribuir una acción propia; pero nada similar a esto se puede decir de la multitud. Es
el pueblo quien reina en cualquier tipo de Estado: pues, incluso en las monarquías, es el pueblo quien
manda, y quien decide mediante la voluntad de un único hombre. Pero son los particulares, esto es, los
súbditos, quienes conforman la multitud. Paralelamente, en un Estado popular y en uno aristocrático, la
masa de los habitantes es la multitud, y la corte o el consejo es el pueblo.” Toda la perspectiva negrista
se limita por tanto a esto: forzar al Imperio, mediante la escenificación de la emergencia de una así
llamada “sociedad civil mundial”, a darse las formas de un Estado universal. Viniendo de personas que
siempre han aspirado a posiciones institucionales, quienes por tanto siempre han fingido creer en la
ficción del Estado moderno, esta estrategia aberrante se vuelve límpida; y las contraevidencias de
Imperio adquieren por sí mismas una significación histórica. Cuando Negri afirma que es la multitud la
que ha engendrado al Imperio, que “la soberanía ha tomado una nueva forma, compuesta por una serie
de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una lógica única de gobierno”, que “el Imperio
es el sujeto político que regula efectivamente los intercambios mundiales, el poder soberano que
gobierna el mundo” o incluso que “este orden se expresa bajo una forma jurídica”, de ningún modo da
cuenta del mundo que le rodea, sino de las ambiciones que le animan. Los negristas quieren que el
Imperio se dé unas formas jurídicas, quieren tener frente a ellos una soberanía personal, un sujeto
institucional con el cual contratarse o que podrían hacerse suyo. La “sociedad civil mundial” de la que
apelan formar parte, traiciona sólo a su deseo de un Estado mundial. No cabe duda de que adelantan
algunas pruebas, o eso que al menos consideran tal, de la existencia de un orden universal en formación:
tales serían las intervenciones en Kosovo, en Somalia, o en el Golfo y su legitimación espectacular a
través de “valores universales”. Pero aun cuando el Imperio se dotara de una fachada institucional
postiza, su realidad efectiva no se quedaría menos concentrada en una policía y en una publicidad
mundiales, el Biopoder y el Espectáculo respectivamente. Que las guerras imperiales se presenten como
“operaciones de policía internacional” puestas en marcha a través de unas “fuerzas de intervención”,
que la guerra misma sea puesta fuera-de-la-ley mediante una forma de dominación que querría hacer
pasar sus propias ofensivas por simples asuntos de gestión interior, por una cuestión policial y no
política —asegurar “la tranquilidad, la seguridad y el orden”—, Schmitt ya lo había entrevisto hace
sesenta años y no contribuye en absoluto a la elaboración progresiva de un “derecho de policía” como
quiere creer Negri. El consenso espectacular momentáneo contra tal o cual “Estado canalla”, contra tal
o cual “dictador” o “terrorista”, no funda más que la legitimidad temporal y reversible de la
intervención imperial que se reivindica suyo. La reedición de los tribunales de Núremberg degenerados
para cualquier cosa, la decisión unilateral mediante instancias judiciales nacionales de juzgar crímenes
que han tenido lugar en países en los cuales ni siquieran son considerados como tales, no sanciona el
avance de un derecho mundial naciente, sino la subordinación consumada del orden jurídico al estado de
emergencia policial. En estas condiciones, no se trata de militar a favor de un Estado universal salvador,
sino ciertamente de desolar al Espectáculo y al Biopoder.
66 El Imperio no se opone a nosotros como un sujeto que nos haría frente, sino como un
medio que nos es hostil.
Glosa: Algunos han querido caracterizar la época imperial como la de los esclavos sin amos. Si bien esto
no es falso, sería más adecuadamente especificada como la época del Dominio sin amos [Maîtrise sans
maîtres], del soberano inexistente, como el caballero de Calvino, cuya armadura está vacía. El sitio del
Príncipe permanece, invisiblemente ocupado por EL PRINCIPIO. Aquí se da, a la vez, una ruptura absoluta
con la vieja soberanía personal y una consumación de ésta: el gran desasosiego del Amo ha sido siempre
el de no tener por súbditos más que esclavos. El Principio reinante realiza la paradoja ante la cual había
tenido que inclinarse la soberanía sustancial: tener hombres libres por esclavos. Esta soberanía vacía no
es, propiamente hablando, una novedad histórica, aunque visiblemente así lo sea para Occidente. De lo
que se trata aquí es de deshacerse de la metafísica de la subjetividad. Los chinos, que se llevaron sus
cuarteles fuera de la metafísica de la subjetividad entre los siglos VI y III antes de nuestra era, se
forjaron entonces una teoría de la soberanía impersonal que puede ser bastante útil para comprender los
resortes actuales de la dominación imperial. A la elaboración de esta teoría queda asociado el nombre
de Han Feizi, principal figura de la escuela calificada, por error, como “legista”, ya que desarrolla un
pensamiento acerca de la norma más que de la Ley. Su doctrina, compilada hoy bajo el título de El Tao
del Príncipe, dictó la fundación del primer Imperio chino verdaderamente unificado, mediante el cual fue
clausurado el período llamado de los “Reinos combatientes”. Una vez establecido el Imperio, el
Emperador, el soberano de Qin, hizo quemar la obra de Han Fei en el 213 a.C. No fue sino hasta el siglo
XX que fue exhumado el texto que había comandado toda la práctica del Imperio chino; por tanto,
cuando éste se derrumbaba.
El Príncipe de Han Fei, aquel que ocupa la Posición, es Príncipe sólo a causa de su impersonalidad,
de su ausencia de cualidad, de su invisibilidad, de su inactividad, es Príncipe sólo en la medida de su
resorción en el Tao, en la Vía, en el curso de las cosas. No es un Príncipe en el sentido personal, es un
Principio, un puro vacío, que ocupa la Posición y permanece en el no-actuar. La perspectiva del Imperio
legista es la de un Estado que sería perfectamente inmanente a la sociedad civil: “La ley de un Estado
donde reina el orden perfecto es obedecida tan naturalmente como cuando uno come porque tiene
hambre y se cubre uno cuando tiene frío: ninguna necesidad de dar órdenes”, explica Han Fei. La
función del soberano consiste aquí en articular los dispositivos que lo volverán superfluo, que permitirán
la autorregulación cibernética. Si, por ciertos aspectos, la doctrina de Han Fei recuerda a ciertas
construcciones del pensamiento liberal, nunca tuvo la ingenuidad de este último: ella se sabe como teoría
de la dominación absoluta. Han Fei prescribe al Príncipe mantenerse en la Vía de Lao Tse: “El Cielo es
inhumano: trata a los hombres como perros de paja; el Santo es inhumano, trata a los hombres como
perros de paja.” Incluso sus más fieles ministros tienen que saber lo ínfimos que son con respecto de la
Máquina Imperial; esos mismos que todavía ayer se creían sus amos deben temer que caiga sobre ellos
alguna operación de “moralización de la vida pública”, algún hambre voraz de transparencia. El arte de
la dominación imperial consiste en absorberse en el Principio, en desvanecerse en la nada, en volverse
invisible y con ello verlo todo, en volverse inaprensible y con ello tomarlo todo. La retirada del Príncipe
no es aquí más que la retirada del Principio: fijar las normas en función de las cuales los seres serán
juzgados y evaluados, velar por que las cosas sean nombradas del modo “que conviene”, regular la
medida de las gratificaciones y de los castigos, regir las identidades y atar a los hombres a éstas.
Atenerse a esto y permanecer opaco. Tal es el arte de la dominación vacía y desmaterializada, de la
dominación imperial de la retirada.
67 Todos aquellos que no pueden o no quieren conjurar las forma-de-vida que los
mueven han de rendirse a esta evidencia: son, somos, los parias del Imperio. Existe,
anclado en alguna parte de nosotros, un punto de opacidad sin retorno similar a la marca
de Caín y que llena a los ciudadanos de terror cuando no de odio. Maniqueísmo del
Imperio: de un lado, la nueva humanidad radiante, cuidadosamente reformateada,
transparente a todos los rayos del poder, idealmente desprovista de experiencia, ausente
de sí incluso en el cáncer: son los ciudadanos, los ciudadanos del Imperio. Y luego hay
nosotros. Nosotros no es ni un sujeto ni una entidad formada, ni tampoco una multitud.
Nosotros es una masa de mundos, de mundos infraespectaculares, intersticiales, con
existencia inconfesable, tejidos de solidaridades y de disensiones impenetrables al
poder; y luego son también los extraviados, los pobres, los prisioneros, los ladrones, los
criminales, los locos, los perversos, los corrompidos, los demasiado-vivos, los
desbordantes, las corporeidades rebeldes. En resumen: todos aquellos que, siguiendo su
línea de fuga, no se encuentran a gusto en la tibieza climatizada del paraíso imperial.
Nosotros es todo el plano de consistencia fragmentado del Partido Imaginario.
69 Todo lo que el Imperio tolera es para nosotros semejantemente exiguo: los espacios,
las palabras, los amores, las cabezas y los corazones: otras tantos instrumentos de
tortura. Dondequiera que vayamos se forman casi espontáneamente alrededor de
nosotros unos de esos cordones sanitarios tetanizados, tan reconocibles en las miradas y
en los gestos. Basta con bien poco para ser identificado por los ciudadanos anémicos del
Imperio como un sospechoso, como un dividuo de riesgo. Una negociación permanente
tiene lugar para que nosotros renunciemos a esa intimidad con nosotros mismos que
tanto se nos ha reprochado. Y en efecto, no siempre aguantaremos así, en esta posición
desgarrada de desertor interior, de extranjero apátrida, de hostis muy cuidadosamente
enmascarado.
70 Nosotros no tenemos nada que decir a los ciudadanos del Imperio: para esto haría
falta que tuviéramos algo en común. Para ellos, la regla es simple: o desertan, se lanzan
al devenir y se unen a nosotros, o permanecen donde están y serán entonces tratados de
acuerdo con los principios bien conocidos de la hostilidad: reducción y aplastamiento.
71 La hostilidad que, dentro del Imperio, rige tanto la no-relación consigo mismo como
la no-relación global de los cuerpos entre ellos, es para nosotros el hostis. Todo lo que
quiere arrebatárnoslo tiene que ser aniquilado. Quiero decir que es la esfera misma de la
hostilidad lo que debemos reducir.
79 En las condiciones presentes, bajo el Imperio, toda agregación ética sólo puede
constituirse como máquina de guerra. Una máquina de guerra no tiene la guerra por
objeto; al contrario: sólo puede “hacer la guerra a condición de que cree otra cosa al
mismo tiempo, aunque sólo sean nuevas relaciones sociales no-orgánicas” (Deleuze-
Guattari, Mil mesetas). A diferencia tanto de un ejército como de cualquier
organización revolucionaria, la máquina de guerra sólo tiene una relación de
suplemento con la guerra. Es capaz de tretas ofensivas, está en condiciones de librar
batallas, de tener un recurso sutil a la violencia, pero no lo necesita para llevar una
existencia plena.
81 De lo que precede se deducirá sin esfuerzos esta evidencia biopolítica: no hay muerte
“natural”, todas las muertes son muertes violentas. Esto vale existencial e
históricamente. Bajo las democracias biopolíticas del Imperio, todo ha sido socializado;
cada muerte entra en una red compleja de causalidades que hacen de ella una muerte
social, un asesinato; ya sólo hay asesinato, que unas veces es condenado, otras
amnistiado, y la mayor parte de ellas ignorado. En este punto, la cuestión que se plantea
ya no es la del hecho del asesinato, sino la de su cómo.
82 El hecho no es nada, el cómo es todo. Que no exista ningún hecho que no sea
previamente calificado lo prueba de manera suficiente. El golpe maestro del
Espectáculo consiste en haberse hecho del monopolio de la calificación, de la
denominación; y, a partir de esta posición, en traficar su metafísica de contrabando,
entregando como hechos el producto de sus interpretaciones fraudulentas. Una acción
de guerra social es un “acto de terrorismo”, mientras que una intervención mayor de la
OTAN, decidida de la manera más arbitraria, es una “operación de pacificación”; un
envenenamiento masivo es una epidemia, y se denomina “Cárcel de Alta Seguridad” la
práctica legal de la tortura en las prisiones democráticas. Frente a esto, el tiqqun es por
el contrario la acción de devolver a cada hecho su propio cómo, de tomarlo incluso por
únicamente real. La muerte en duelo, un hermoso asesinato premeditado, una última
frase genial pronunciada con pathos, bastan para borrar la sangre, para humanizar lo que
se considera lo más inhumano: el asesinato. Pues en la muerte más que en otra parte, el
cómo reabsorbe al hecho. Entre enemigos, por ejemplo, el arma de fuego será excluida.
83 Este mundo está atrapado entre dos tendencias, una a su libanización, otra a su
helvetización; tendencias que pueden, zona por zona, cohabitar. Y en efecto, éstas son
aquí dos maneras singularmente reversibles, aunque aparentemente divergentes, de
conjurar la guerra civil. El Líbano, antes de 1974, ¿no era apodado la “Suiza del Medio
Oriente”?
84 En el curso del devenir-real del Partido Imaginario, nos encontraremos sin duda con
estas sanguijuelas lívidas: los revolucionarios profesionales. Contra la evidencia de que
los únicos momentos bellos del siglo fueron despreciativamente llamados “guerras
civiles”, correrán todavía a denunciar en nosotros “la conspiración de la clase
dominante para aplastar la revolución mediante una guerra civil” (Marx, La guerra civil
en Francia). Nosotros no creemos en la revolución, ahora más en unas “revoluciones
moleculares”, y sin reservas en asunciones diferenciadas de la guerra civil. En un
primer momento, los revolucionarios profesionales, cuyos desastres repetidos apenas se
han enfriado, nos difamarán como diletantes, como traidores a la Causa. Querrán
hacernos creer que el Imperio es el enemigo. Nosotros objetaremos a Su Tontería que el
Imperio no es el enemigo, sino el hostis. Que no se trata de vencerlo, sino de
aniquilarlo, y que, a las malas, podemos prescindir de su Partido, siguiendo en esto los
consejos de Clausewitz acerca de la guerra popular: “La guerra popular, al igual que
algo vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte ni formar un cuerpo
sólido; de otro modo, el enemigo envía una fuerza adecuada contra su núcleo, lo aplasta
y toma numerosos prisioneros; entonces desaparece el coraje, todos piensan que la
cuestión principal está decidida, que cualquier esfuerzo ulterior sería inútil y las armas
caen de las manos del pueblo. Sin embargo, es preciso que este vapor se condense en
algunos puntos, forme masas más compactas, nubes amenazadoras desde las cuales de
vez en cuando se produzca un relámpago formidable. Estos puntos se situarán
principalmente en los flancos del teatro de guerra del enemigo. […] No se trata de
destrozar el núcleo, sino solamente de corroer la superficie y los bordes.” (De la guerra)
85 Los enunciados que preceden quieren introducir a una época amenazada de forma
cada vez más tangible por el rompimiento en bloque de la realidad. La ética de la guerra
civil que se ha expresado aquí recibió un día el nombre de “Comité Invisible”. Es la
firma de una fracción determinada del Partido Imaginario, su polo revolucionario-
experimental. Con estas líneas, esperamos desbaratar las ineptitudes más vulgares que
puedan ser proferidas acerca de nuestras actividades, así como sobre el período que se
abre. Todo esta previsible habladuría, ¿cómo no lo intuiríamos, ya, en la fama que el
shogunato Tokugawa se hizo al final de la era Muromachi, y de la cual uno de nuestros
enemigos observaba correctamente: “A través de su propia agitación, en el alza de
pretensiones ilegítimas, esta época de guerras civiles se revelaría como la más libre que
haya conocido Japón. Una manada de personas de todos los tipos se dejaba deslumbrar.
Es por esto que se insistirá tanto sobre el hecho de que solamente fue la más violenta”?
2. LA HIPÓTESIS CIBERNÉTICA
“Podemos soñar con un tiempo en el que la máquina para gobernar remplazará —para bien o para mal,
¿quién sabe?— la insuficiencia hoy en día evidente de los dirigentes y los aparatos habituales de la
política.”
Padre Dominico Dubarle, Le Monde, 28 de diciembre de 1948
“Existe un contraste notable entre el refinamiento conceptual y el rigor que caracterizan a los
planteamientos de orden científico y técnico, y el estilo sencillo e impreciso que caracteriza a los
planteamientos de orden político. […] Somos conducidos a preguntarnos si existe un tipo de situación
infranqueable, que marcaría los límites definitivos de la racionalidad, o si podemos esperar que esta
impotencia será algún día superada y que la vida colectiva será al fin enteramente racionalizada.”
Un enciclopedista cibernético en los años 70
I
“No existe, probablemente, ningún dominio del pensamiento o de la actividad material del hombre, del
que se pueda decir que la cibernética no tendrá, tarde o temprano, un papel que jugar.”
Georges Boulanger, El dossier de la cibernética, utopía o ciencia de mañana en el mundo de hoy, 1968
“El gran circunverso quiere circuitos estables, ciclos iguales, repeticiones previsibles, contabilidades sin
confusión. Quiere eliminar cualquier pulsión parcial, quiere inmovilizar el cuerpo. Así como la ansiedad
de aquel emperador del que habla Borges, que deseaba un mapa tan exacto del imperio que recubriera el
territorio en todos sus puntos y por lo tanto lo reprodujera a su escala: los súbditos del monarca tardaron
tanto tiempo y gastaron tanta energía en acabarlo y en mantenerlo que el imperio ‘mismo’ cayó en ruinas
a medida que su relieve cartográfico se fue perfeccionando; tal es la locura del gran Cero central, su deseo
de inmovilización de un cuerpo que no puede ‘ser’ más que representado.”
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973
II
“La vida sintética es ciertamente uno de los productos posibles de la evolución del control
tecnoburocrático, de igual manera que el retorno del planeta entero al nivel inorgánico es —bastante
irónicamente— otro más de los resultados posibles de esta misma revolución que toca a la tecnología de
control.”
James R. Beniger, The Control Revolution, 1986
Incluso si los orígenes del dispositivo Internet son hoy en día bien conocidos,
merece la pena desctacar nuevamente su significación política. Internet es una máquina
de guerra inventada por analogía con el sistema de autopistas — que fue asimismo
concebido por el Ejército Estadounidense como instrumento descentralizado de
movilización interior. Los militares estadounidenses querían un dispositivo que
preservara la estructura de mando en caso de ataque nuclear. La respuesta consistió en
una red electrónica capaz de redirigir automáticamente la información incluso si la
cuasitotalidad de los vínculos eran destruidos, permitiendo así a las autoridades
sobrevivientes permanecer respectivamente en comunicación y tomar decisiones. Con
un dispositivo así podría ser mantenida la autoridad militar de cara a la peor de las
catástrofes. Internet es, por tanto, el resultado de una transformación nomádica de la
estrategia militar. Con una planificación así en su raíz cabe dudar de las características
pretendidamente antiautoritarias de este dispositivo. Al igual que el Internet, que de ella
deriva, la cibernética es un arte de la guerra cuyo objetivo es salvar la cabeza del
cuerpo social en caso de catástrofe. Lo que aflora histórica y políticamente durante el
período entreguerras, y a lo cual responde la hipótesis cibernética, fue el problema
metafísico de la fundación del orden a partir del desorden. El conjunto del edificio
científico, en lo que éste debía a las concepciones deterministas que encarnaba la física
mecanicista de Newton, se desmorona en la primera mitad del siglo. Es preciso
imaginarse a las ciencias de esta época como territorios desgarrados entre la
restauración neopositivista y la revolución probabilista, y luego tanteando hacia un
compromiso histórico para que la ley sea redefinida a partir del caos, lo seguro [certain]
a partir de lo probable. La cibernética atraviesa ese movimiento —iniciado en Viena en
el cambio de siglo y luego transportado a Inglaterra y los Estados Unidos en los años 30
y 40— que construye un Segundo Imperio de la Razón, en el cual se ausenta la idea de
Sujeto hasta entonces juzgada indispensable. En cuanto saber, reúne un conjunto de
discursos heterogéneos que conforman la prueba común del problema práctico del
dominio de la incertidumbre. Tan bien que ellos expresan fundamentalmente, en sus
diversos dominios de aplicación, el deseo de que un orden sea restaurado y, más aún, de
que sepa mantenerse.
La escena fundadora de la cibernética tiene lugar entre los científicos en un
contexto de guerra total. Sería vano buscar aquí alguna razón maliciosa o los rastros de
un complot: encontramos más bien a un simple puñado de hombres ordinarios,
movilizados para los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Norbert
Wiener, científico estadounidense de origen ruso, está a cargo de desarrollar con
algunos colegas una máquina de predicción y de control de las posiciones de los
aviones enemigos con vistas a su destrucción. En ese entonces no era posible prever con
certeza más que correlaciones entre ciertas posiciones del avión y ciertos de sus
comportamientos. La elaboración del “Predictor”, la máquina de previsión encargada a
Wiener, requiere pues un método particular de tratamiento de las posiciones del avión y
de comprensión de las interacciones entre el arma y su blanco. Toda la historia de la
cibernética apunta a conjurar esta imposibilidad de determinar al mismo tiempo la
posición y el comportamiento de un cuerpo. La intuición de Wiener consiste en traducir
el problema de la incertidumbre en un problema de información al interior de una serie
temporal donde ciertos datos ya son conocidos, otros aún no, y en considerar al objeto y
al sujeto del conocimiento como un todo, como un “sistema”. La solución consiste en
introducir constantemente en el juego de los datos iniciales la desviación [l'écart]
constatada entre el comportamiento deseado y el comportamiento efectivo, de suerte
que ambos coincidan cuando la desviación se anule, como lo ilustra el mecanismo de un
termostato. El descubrimiento supera considerablemente las fronteras de las ciencias
experimentales: controlar un sistema dependería en última instancia de la institución de
una circulación de informaciones denominada “feedback” o retro-acción. El alcance de
estos resultados para las ciencias naturales y sociales es expuesto en 1948 en París, en
una obra que responde al sibilino título de Cybernetics, que para Wiener designa la
doctrina del “control y la comunicación en el animal y la máquina”.
La cibernética emerge, por tanto, bajo el abordo inofensivo de una simple teoría
de la información, una información sin origen preciso, siempre-ya ahí en potencia en el
entorno de cualquier situación. Ella pretende que el control de un sistema se obtiene
mediante un grado óptimo de comunicación entre sus partes. Este objetivo reclama en
primer lugar la extorsión continua de informaciones, procesos de separación entre los
entes y sus cualidades, de producción de diferencias. Dicho de otro modo, el dominio de
la incertidumbre pasa por la representación y la memorización del pasado. La imagen
espectacular, la codificación matemática binaria —aquella que inventa Claude Shannon
en Mathematical Theory of Communication el mismo año en que se enuncia la hipótesis
cibernética— por un lado, la invención de máquinas de memoria que no alteren la
información y el increíble esfuerzo para su miniaturización —que es la función
estratégica determinante de las nanotecnologías actuales— por el otro, conspiran para
crear tales condiciones a nivel colectivo. Así conformada, la información debe retornar
a continuación hacia el mundo de los entes, religándolos unos con otros, del mismo
modo en que la circulación mercantil garantiza su puesta en equivalencia. La
retroacción, clave de la regulación del sistema, reclama ahora una comunicación en
sentido estricto. La cibernética es el proyecto de una re-creación del mundo por medio
de la puesta en bucle infinita de estos dos momentos: la representación que separa, la
comunicación que religa, la primera que da la muerte, la segunda que imita la vida.
El discurso cibernético comienza por enviar al estante de los falsos problemas las
controversias del siglo XIX que oponían las visiones mecanicistas a las visiones
vitalistas u organicistas del mundo. Postula una analogía de funcionamiento entre los
organismos vivos y las máquinas, asimilados bajo la noción de “sistema”. A partir de
esto la hipótesis cibernética justifica dos tipos de experimentaciones científicas y
sociales. La primera apunta a hacer una mecánica de los seres vivientes, para dominar,
programar y determinar al hombre y la vida, a la sociedad y su “devenir”. Alimenta
tanto el retorno del eugenismo como el fantasma biónico. Busca científicamente el fin
de la Historia; aquí nos hallamos inicialmente en el terreno del control. La segunda
apunta a imitar con máquinas lo viviente, primero en cuanto individuos, lo que conduce
tanto a los desarrollos de robots al igual que de la inteligencia artificial; después en
cuanto colectivos, lo que conduce a la puesta en circulación de informaciones y a la
constitución de “redes”. Aquí nos situamos más bien en el terreno de la comunicación.
Si bien están socialmente compuestos de poblaciones muy diversas —biólogos,
médicos, informáticos, neurólogos, ingenieros, consultores, policías, publicistas, etc.—
las dos corrientes de cibernéticos no permanecen menos reunidas por el común fantasma
de un Autómata Universal, análogo al que Hobbes tenía del Estado en el Leviatán,
“hombre (o animal) artificial”.
La unidad de las avanzadas cibernéticas proviene de un método, es decir que ella
se ha impuesto como método de inscripción del mundo, estrago experimental y
esquematismo proliferante a la vez. Esta unidad corresponde a la explosión de las
matemáticas aplicadas consecutiva a la desesperanza que causó el austríaco Kurt Gödel
cuando demostró que toda tentativa de fundación lógica de las matemáticas, y de
unificación de las ciencias de este modo, estaba condenada a la “incompletitud”. Con la
ayuda de Heisenberg, acaba por desmoronarse más de un siglo de justificación
positivista. Es Von Neumann quien expresa en el último extremo este abrupto
sentimiento de aniquilamiento de los fundamentos. Él interpreta la crisis lógica de las
matemáticas como la marca de la imperfección ineluctable de toda creación humana.
Quiere por consiguiente establecer una lógica que pueda ser al fin coherente, ¡una lógica
que sólo podría provenir del autómata! De matemático puro pasa a ser el agente de un
mestizaje científico, de una matematización general que permitirá reconstruir desde
abajo, desde la práctica, la unidad perdida de las ciencias cuya expresión teórica más
estable debía ser la cibernética. No hay demostración, no hay discurso, no hay libro, no
hay lugar que desde entonces no sea animado por el lenguaje universal del esquema
explicativo, por la forma visual del razonamiento. La cibernética transporta el proceso
de racionalización común a la burocracia y al capitalismo, al primer piso de la
modelización total. Herbert Simon, el profeta de la Inteligencia Artificial, retoma en los
años 60 el programa de Von Neumann con el fin de construir un autómata de
pensamiento. Se trata de una máquina dotada de un programa, llamado sistema-experto,
que debe ser capaz de tratar la información con el fin de resolver los problemas que
conoce cada dominio de competencia particular, y, por asociación, ¡el conjunto de
problemas prácticos encontrados por la humanidad! El General Problem Solver (GPS),
creado en 1972, es el modelo de esa competencia universal que resume todas las demás,
el modelo de todos los modelos, el intelectualismo más aplicado, la realización práctica
del adagio preferido de los pequeños amos sin dominio [maîtres sans maîtrise], según el
cual “no hay problemas; sólo hay soluciones”.
La hipótesis cibernética progresa indistintamente como teoría y como tecnología,
la una asegurando siempre a la otra. En 1943, Wiener conoce a John Von Neumann,
encargado de construir máquinas lo suficientemente rápidas y potentes como para
efectuar los cálculos necesarios para el desarrollo del proyecto Manhattan, en el que
trabajaban 15 000 científicos e ingenieros, así como 300 000 técnicos y obreros, bajo la
dirección del físico Robert Oppenheimer: la computadora y la bomba atómica nacen
juntas. Desde el punto de vista del imaginario contemporáneo, “la utopía de la
comunicación” es pues el mito complementario a aquel de la invención de lo nuclear:
siempre se trata de completar el ser-conjunto mediante exceso de vida o mediante
exceso de muerte, mediante fusión terrestre o mediante suicidio cósmico. La cibernética
se presenta como la respuesta mejor adaptada al Gran Miedo de la destrucción del
mundo y la especie humana. Von Neumann es su agente doble, el “inside outsider” por
excelencia. La analogía entre las categorías de descripción de sus máquinas, los
organismos vivos, y las de Wiener, sella la alianza de la informática y la cibernética.
Harán falta algunos años para que la biología molecular, al principio de la
descodificación del ADN, utilice a su vez la teoría de la información para explicar al
hombre en cuanto individuo y en cuanto especie, confiriendo por ello mismo una
potencia técnica sin igual en la manipulación experimental de los seres humanos en el
plano genético.
El desplazamiento de la metáfora del sistema hacia la de la red en el discurso
social entre los años 50 y los años 80 apunta hacia la otra analogía fundamental que
constituye a la hipótesis cibernética. Asimismo, indica una transformación profunda de
esta última. Ya que si SE ha hablado de “sistema”, entre cibernéticos, es por
comparación con el sistema nervioso, y si hoy en día SE habla en las ciencias cognitivas
de “red” es que SE piensa en la red neuronal. La cibernética es la asimilación de la
totalidad de los fenómenos existentes a los del cerebro. Al colocar la cabeza como alfa
y omega del mundo, la cibernética se ha asegurado de este modo estar siempre a la
vanguardia de las vanguardias, aquella tras la cual ninguna dejaría de correr. En su
punto de partida, ella instaura en efecto la identidad entre la vida, el pensamiento y el
lenguaje. Este monismo radical se funda sobre una analogía entre las nociones de
información y energía. Es introducida por Wiener injertando el discurso de la
termodinámica del siglo XIX sobre el suyo propio. La operación consiste en comparar
el efecto del tiempo sobre un sistema energético con el efecto del tiempo sobre un
sistema de informaciones. Un sistema, en cuanto sistema, nunca es puro ni perfecto: hay
degradación de la energía a medida que ésta se intercambia del mismo modo como hay
degradación de la información a medida que ésta circula. Esto es lo que Clausius
denominó entropía. La entropía, considerada como una ley natural, es el Infierno del
cibernético. Ella explica la descomposición de lo viviente, el desequilibrio en economía,
la disolución del vínculo social, la decadencia… En un primer momento, especulativo,
la cibernética pretende fundar así el terreno común a partir del cual la unificación de las
ciencias naturales con las ciencias humanas tiene que ser posible.
Lo que se llamará “segunda cibernética” será el proyecto superior de una
experimentación sobre las sociedades humanas: una antropotecnia. La misión del
cibernético consiste en luchar contra la entropía general que amenaza a los seres
vivientes, a las máquinas, a las sociedades, es decir, en crear las condiciones
experimentales de una revitalización permanente, en restaurar continuamente la
integridad de la totalidad. “Lo importante no es que el hombre esté presente, sino que
exista en cuanto soporte viviente de la idea técnica”, hace constatar el comentador
humanista Raymond Ruyer. Con la elaboración y el desarrollo de la cibernética, el ideal
de las ciencias experimentales, ya al comienzo de la economía política vía la física
newtoniana, viene nuevamente a echar mano fuerte al capitalismo. Se llama desde
entonces “sociedad contemporánea” al laboratorio donde se experimenta la hipótesis
cibernética. A partir del final de los años 60, gracias a las técnicas que ella ha instruido,
la segunda cibernética ya no es una hipótesis de laboratorio sino una experimentación
social. Apunta a construir aquello que Giorgio Cesarano llama una sociedad animal
estabilizada que “[entre las termitas, las hormigas y las abejas] tiene como presupuesto
natural de su funcionamiento automático, la negación del individuo; así, la sociedad
animal en su conjunto (termitero, hormiguero o colmena) se concibe en cuanto
individuo plural, cuya unidad determina, y es determinada, por la repartición de los
roles y las funciones — en el marco de una ‘composición orgánica’ en la que es difícil
no ver el modelo biológico de la teleología del Capital”.
III
“No hace falta ser profeta para reconocer que las ciencias modernas que se van estableciendo, estarán
dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, la cibernética. Esta ciencia
corresponde a la determinación del hombre como ser cuya esencia es la actividad en el medio social. Ella
es en efecto la teoría que tiene por objeto dirigir la posible planificación y organización del trabajo
humano.”
Martin Heidegger, El fin de la filosofía y la tarea del pensar, 1966
“En todo caso, la cibernética se ve obligada a reconocer que hasta el momento no es posible llevar a cabo
una regulación general de la existencia humana. Por ello, en el dominio universal de la ciencia
cibernética, el hombre cuenta por ahora, todavía, como 'factor de perturbación'. Los planes y las acciones
del hombre, aparentemente libres actúan de manera perturbante. Aunque recientemente la ciencia se ha
apoderado también de este campo de la existencia humana. Ha emprendido la investigación y
planificación estrictamente metódica del posible porvenir del hombre actuante. Ella toma en cuenta las
informaciones sobre aquello que es planificable en el hombre.”
Martin Heidegger, La proveniencia del arte y la determinación del pensar, 1967
En 1946 tiene lugar en Nueva York una conferencia de científicos cuyo objeto es
extender la hipótesis cibernética a las ciencias sociales. Los participantes se reúnen en
torno a una descalificación ilustrada de las filosofías filisteas de lo social que parten del
individuo o de la sociedad. La socio-cibernética se tendrá que concentrar en torno a
fenómenos intermediarios de feedback sociales, como aquellos que la escuela
antropológica estadounidense cree descubrir entonces entre “cultura” y “personalidad”
para construir una caracterología de las naciones destinada a los soldados
estadounidenses. La operación consiste en reducir el pensamiento dialéctico a una
observación de procesos de causalidades circulares en el seno de una totalidad social
invariante a priori, en confundir contradicción e inadaptación, como ocurre en la
categoría central de la psicología cibernética, el double bind. En cuanto ciencia de la
sociedad, la cibernética apunta a inventar una regulación social que pase por encima de
esas macro-instituciones que son el Estado y el Mercado en beneficio de micro-
mecanismos de control, en beneficio de dispositivos. La ley fundamental de la
sociocibernética es la siguiente: crecimiento y control evolucionan en razón inversa. Es
por tanto más fácil construir un orden social cibernético a pequeña escala: “el
restablecimiento rápido de los equilibrios exige que las desviaciones [écarts] sean
detectadas en los lugares mismos donde se producen, y que la acción correctora se
efectúe de manera descentralizada”. Bajo la influencia de Gregory Bateson —el Von
Neumann de las ciencias sociales— y de la tradición sociológica estadounidense
obsesionada con la cuestión de la desviación [déviance] (el hobo, el inmigrante, el
criminal, el joven, yo, tú, él, etc.), la socio-cibernética se dirige prioritariamente hacia el
estudio del individuo como lugar de feedbacks, es decir, como “personalidad
autodisciplinada”. Bateson se vuelve el educador social jefe de la segunda mitad del
siglo XX, al principio tanto del movimiento de la terapia familiar como de las
formaciones en las técnicas de venta desarrolladas en Palo Alto. Y es que la hipótesis
cibernética exige una conformación radicalmente nueva del sujeto, individual o
colectivo, en el sentido de un vaciado. Descalifica la interioridad como mito, y con ella
toda la psicología del siglo XIX, incluido el psicoanálisis. Ya no se trata de arrancar al
sujeto de los vínculos tradicionales exteriores, como pedía la hipótesis liberal, sino de
reconstruir vínculo social privando al sujeto de toda sustancia. Hace falta que todos
devengan una envoltura sin carne, el mejor conductor posible de la comunicación
social, el lugar de un bucle retroactivo infinito que se lleva a cabo sin nodos. De este
modo, el proceso de cibernetización consuma el “proceso de civilización”, incluso en la
abstracción de los cuerpos y de sus afectos en el régimen de los signos. “En este sentido
—escribe Lyotard— el sistema se presenta como la máquina vanguardista que arrastra a
la humanidad detrás de ella, deshumanizándola para rehumanizarla en un nivel distinto
de capacidad normativa. […] Tal es el orgullo de los decisores, tal es su ceguera. […]
Incluso la permisividad con respecto a los diversos juegos está situada bajo la condición
de la performatividad. La redefinición de las normas de vida consiste en el
mejoramiento de la competencia del sistema en materia de poder.”
Así pues, aguijoneados por la Guerra Fría y la “caza de brujas”, los socio-
cibernéticos rastrean incansablemente lo patológico tras lo normal, el comunista que
dormita en cada uno. En los años 50 forman a tal efecto la Federación de la Salud
Mental, donde se elabora una solución original, cuasi-final, para los problemas de la
comunidad y de la época: “La meta última de la salud mental es ayudar a los hombres a
vivir con sus semejantes en el interior de un mismo mundo… El concepto de salud
mental es coextensivo al orden internacional y a la comunidad mundial que han de ser
desarrollados con el fin de que los hombres puedan vivir en paz unos con otros”.
Repensando los problemas mentales y las patologías sociales en términos de
información, la cibernética funda una nueva política de los sujetos que descansa sobre la
comunicación, la transparencia consigo mismo y con los demás. Wiener a su vez tiene
que reflexionar, a petición de Bateson, en una socio-cibernética de mayor envergadura
que el proyecto de un higienismo mental. Constata sin dolor el fracaso de la
experimentación liberal: en el mercado, la información siempre es impura e imperfecta
a causa tanto de la mentira publicitaria, de la concentración monopolística de los medios
de comunicación, como del desconocimiento de los Estados que contienen, en cuanto
colectivo, menos informaciones que la sociedad civil. La extensión de las relaciones
mercantiles, al acrecentar la tala de las comunidades, de las cadenas de retroacción,
vuelve aún más probables las distorsiones de comunicación y los problemas de control
social. No solamente el vínculo social ha sido destruido por el proceso de acumulación
pasado, sino que el orden social se manifiesta cibernéticamente imposible en el seno del
capitalismo. La fortuna de la hipótesis cibernética es por tanto comprensible a partir de
las crisis con las que se topa el capitalismo en el siglo XX, las cuales cuestionan las
pretendidas “leyes” de la economía clásica. Y es en esta brecha que se precipita el
discurso cibernético.
La historia contemporánea del discurso económico ha de ser considerada desde el
ángulo de esta ascenso del problema de la información. Desde la crisis de 1929 hasta
1945, la atención de los economistas se dirige hacia las cuestiones de anticipación, de
incertidumbre ligada a la demanda, de reajuste entre producción y consumo, de
previsión de la actividad económica. La economía clásica descendiente de Smith
flaquea como los demás discursos científicos directamente inspirados en la física de
Newton. El rol preponderante que tomará la cibernética dentro de la economía después
de 1945, se comprende a partir de una intuición de Marx que constataba que “en la
economía política, la ley está determinada por su contrario, a saber, la ausencia de leyes.
La verdadera ley de la economía política es el azar”. A fin de probar que el capitalismo
no es factor de entropía y de caos social, el discurso económico privilegiará, a partir de
los años 40, una redefinición cibernética de su psicología. Ésta se apoya en el modelo de
la “teoría de juegos” desarrollado por Von Neumann y Oskar Morgenstern en 1944. Los
primeros socio-cibernéticos muestran que el homo œconomicus no podría existir más
que a condición de una transparencia total de sus preferencias consigo mismo y con los
demás. A falta de poder conocer el conjunto de los comportamientos de los demás
actores económicos, la idea utilitarista de una racionalidad de las elecciones micro-
económicas no es más que una ficción. Bajo la iniciativa de Friedrich von Hayek, el
paradigma utilitarista es pues abandonado en beneficio de una teoría de los mecanismos
de coordinación espontánea de las elecciones individuales que reconozca que cada
agente no tiene sino un conocimiento limitado de los comportamientos ajenos y de los
suyos propios. La respuesta consiste en sacrificar la autonomía de la teoría económica
injertándola en la promesa cibernética de equilibraje de los sistemas. El discurso híbrido
que resulta de ello, llamado a partir de entonces “neoliberal”, presta al mercado unas
virtudes de asignación óptima de la información —y ya no de las riquezas— dentro de
la sociedad. Por esta razón, el mercado es el instrumento de la coordinación perfecta de
los actores gracias al cual la totalidad social encuentra un equilibrio duradero. El
capitalismo deviene aquí indiscutible en la medida en que es presentado como simple
medio, el mejor medio, para producir la autorregulación social.
Del mismo modo que en 1929, el movimiento de contestación planetario de 1968
y, más aún, la crisis posterior a 1973, vuelven a plantear a la economía política el
problema de la incertidumbre, esta vez sobre un terreno existencial y político. Uno se
embriaga de teorías rimbombantes: por allí el viejo baboso de Edgar Morin y su
“complejidad”, por allá Joël de Rosnay, ese bobo iluminado, y su “sociedad en tiempo
real”. La filosofía ecologista se nutre de esta nueva mística del Gran Todo. La totalidad,
ahora, no es ya un origen a reencontrar sino un devenir a construir. El problema de la
cibernética no es ya el de la previsión del futuro, sino el de la reproducción del
presente. Ya no es cuestión de orden estático, sino de dinámica de auto-organización. El
individuo ya no está acreditado por ningún poder: su conocimiento del mundo es
imperfecto, sus deseos le son desconocidos, es opaco para sí mismo, todo le escapa, de
modo que es espontáneamente cooperativo, naturalmente empático, fatalmente
solidario. Él no sabe nada de todo esto pero SE sabe todo de él. Aquí se elabora la forma
más avanzada del individualismo contemporáneo, sobre la cual se injerta la filosofía
hayekiana para la cual, toda incertidumbre, toda posibilidad de acontecimiento, no es
más que un problema temporal de ignorancia. Convertido en ideología, el liberalismo
sirve de cobertura a un conjunto de prácticas técnicas y científicas nuevas, una “segunda
cibernética” difusa, que borra deliberadamente su nombre de bautismo. Desde los años
60 el término mismo de cibernética se ha disuelto dentro de unos términos híbridos. El
estallido de las ciencias no permite ya en efecto ninguna unificación teórica: la unidad
de la cibernética se manifiesta a partir de ahora prácticamente por el mundo que ella
configura día a día. Es el instrumento media el cual el capitalismo ha ajustado
respectivamente su capacidad de desintegración y su búsqueda de ganancia. Una
sociedad amenazada por una descomposición permanente podrá ser aún mejor
controlada cuando se forme una red de informaciones, un “sistema nervioso” autónomo,
que permitirá pilotearla, escriben en su informe de 1978 para el caso francés esos monos
de Estado que son Simon Nora y Alain Minc. Lo que hoy en día SE llama “Nueva
Economía”, que unifica bajo una misma denominación controlada y de origen
cibernético al conjunto de las transformaciones que han conocido desde hace treinta
años los países occidentales, es un conjunto de nuevos sujetamientos [assujettisements],
una nueva solución al problema práctico del orden social y de su porvenir, es decir, una
nueva política.
Bajo la influencia de la informatización, las técnicas de reajuste de la oferta y la
demanda, provenientes del período 1930-1970, han sido depuradas, recortadas y
descentralizadas. La imagen de la “mano invisible” no es ya una ficción justificadora
sino el principio efectivo de la producción social de sociedad, tal como se materializa en
los procedimientos de la computadora. Las técnicas de intermediación mercantil y
financiera han sido automatizadas. Internet permite simultáneamente conocer las
preferencias del consumidor y condicionarlas con la publicidad. En un nivel distinto,
toda la información sobre los comportamientos de los agentes económicos circula en
forma de títulos que los mercados financieros toman a su cargo. Cada actor de la
valorización capitalista es el soporte de bucles de retroacción cuasi-permanentes, en
tiempo real. Tanto en los mercados reales como en los mercados virtuales, cada
transacción da lugar, a partir de ahora, a una circulación de información sobre los
sujetos y los objetos del intercambio que supera la mera fijación del precio, vuelta algo
secundario. Por un lado, uno ha rendido cuentas de la importancia de la información
como factor de producción distinto del trabajo y del capital, y decisivo para el
“crecimiento” en la forma de conocimientos, de innovaciones técnicas, de competencias
distribuidas. Por el otro, el sector especializado de la producción de informaciones no ha
dejado de aumentar su talla. Y es debido al reforzamiento recíproco de estas dos
tendencias por lo que el capitalismo presente debe ser calificado como economía de la
información. La información ha devenido la riqueza a extraer y a acumular,
transformando al capitalismo en auxiliar de la cibernética. La relación entre capitalismo
y cibernética se ha invertido a lo largo del siglo: mientras que, tras la crisis de 1929, SE
V
“La ecosociedad es descentralizada, comunitaria, participativa. La responsabilidad y la iniciativa
individual existen verdaderamente. La ecosociedad reposa sobre el pluralismo de las ideas, los estilos y
las conductas de vida. Por consiguiente: la igualdad y la justicia social están en progreso. Pero también
hay una conmoción de los hábitos, los modos de pensar y las costumbres. Los hombres han inventado una
vida diferente en una sociedad en equilibrio. Se dan cuenta de que el mantenimiento de un estado de
equilibrio era más delicado que el mantenimiento de un estado de crecimiento continuo. Gracias a una
nueva visión, a una nueva lógica de la complementariedad, a nuevos valores, los hombres de la
ecosociedad han inventado una doctrina económica, una ciencia política, una sociología, una tecnología y
una psicología del estado de equilibrio controlado.”
Joël de Rosnay, El macroscopio, 1975
“Capitalismo y socialismo representan dos organizaciones de la economía derivadas del mismo sistema
básico: el de la cuantificación del valor agregado. […] Considerado desde este punto de vista, el sistema
llamado ‘socialismo’ no es más que el subsistema corrector aplicado al ‘capitalismo’. Podemos de esta
manera decir que el capitalismo más extravagante es socialista a partir de ciertos aspectos suyos, y que
todo el socialismo es una ‘mutación’ del capitalismo destinada a intentar estabilizar el sistema a través de
una redistribución — redistribución que se estima necesaria para asegurar la supervivencia de todos e
incitarlos a un consumo más largo. Llamaremos en este borrador ‘capitalismo social’ a una organización
de la economía concebida para establecer un equilibrio aceptable entre capitalismo y socialismo.”
Yona Friedman, Utopías realizables, 1974
VI
“Así como la modernización lo hizo en la era previa, la posmodernización o informatización actual marca
un nuevo modo de devenir humano. En lo que a la producción del alma concierne, como diría Musil, uno
debería reemplazar las técnicas tradicionales de las máquinas industriales por la inteligencia cibernética
de las tecnologías de la información y la comunicación. Debemos inventar lo que Pierre Lévy llama una
antropología del ciberespacio.”
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000
“La comunicación es el tercero y último medio fundamental de control imperial. […] Los sistemas
contemporáneos de comunicación no están subordinados a la soberanía; por el contrario, la soberanía
parece estar subordinada a la comunicación. […] La comunicación es la forma de la producción
capitalista con la que el capital ha logrado someter total y globalmente a la sociedad bajo su régimen,
suprimiendo todo camino alternativo.”
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000
VII
“La teoría es el goce por la inmovilización. […] Lo que a ustedes les empalma, teóricos, y les arroja a
nuestra pandilla, es la frialdad de lo claro y lo distinto; de hecho, sólo de lo distinto, que es lo oponible,
pues lo claro es sólo una redundancia sospechosa de lo distinto, traducido en filosofía del sujeto. Detener
la barra ustedes dicen: salir del pathos, — ése es el pathos de ustedes.”
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973
VIII
“También nos hace falta la generosidad y la indiferencia a la suerte que trae consigo la familiaridad a los
peores desmedros, a falta de una gran alegría, y que el mundo que viene nos aportará.”
Roger Caillois
“Constantemente lo ficticio paga más caro su fuerza, cuando más allá de su pantalla transparenta lo real
posible. No hay duda de que en la actualidad la dominación de lo ficticio se ha hecho totalitaria. Pero es
justamente éste su límite dialéctico y ‘natural’. O bien en la última hoguera desaparece hasta el deseo y
con él su sujeto, la corporeidad en devenir de la Gemeinwesen latente, o bien todo simulacro es disipado:
la lucha extrema de la especie se desencadena contra los gestores de la alienación y, en el decline
sangriento de todos los ‘soles del porvenir’, comienza por fin a aparecer un porvenir posible. En lo
sucesivo la única opción que tienen los hombres para ser es la de separarse definitivamente de cualquier
‘utopía concreta’.”
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975
No todos los individuos o los grupos, no todas las formas-de-vida, pueden ser montados
en bucle de retroacción. Los hay demasiado frágiles. Que amenazan con romperse.
También demasiado fuertes, que amenazan con romper.
Esos devenires,
en vías de ruptura,
suponen que en un momento de la experiencia vivida los cuerpos pasen por el agudo
sentimiento de que todo esto se puede acabar abruptamente,
en uno u otro momento,
que la nada,
que el silencio,
que la muerte están al alcance del cuerpo y el gesto.
Esto puede acabar.
La amenaza.
IX
“Es ahí que los programas generalizados se rompen los dientes. Sobre los extremos del mundo, sobre los
pedazos de los hombres que no quieren programas.”
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, “Free Jazz, fuera del programa, fuera del sujeto, fuera del campo”,
2000
“Los pocos rebeldes activos deben poseer las cualidades de velocidad y resistencia, la ubicuidad y la
independencia de las arterias de abastecimiento.”
T. E. Lawrence, “Ciencia de la guerra de guerrillas”, Encyclopædia Britannica, tomo X, 1926
X
“La revolución es el movimiento, pero el movimiento no es la revolución.”
Paul Virilio, Velocidad y política, 1977
“En un mundo de escenarios bien arreglados, de programas minuciosamente calculados, de partituras
impecables, de opciones y de acciones bien colocadas, ¿qué es lo que obstaculiza, qué es lo que colea,
qué es lo que tambalea?
El tambaleo indica al cuerpo.
Del cuerpo.
El tambaleo indica al hombre del talón fragil.
Un Dios lo contenía a partir de él. Él fue Dios por el talón. Los Dioses se tambalean cuando no son
jorobados.
El desarreglo es el cuerpo. Lo que se tambalea, hace mal, contiene mal, el agotamiento de la respiración y
el milagro del equilibrio. Y la música no se mantiene en pie más que un hombre.
Los cuerpos todavía no están bien regulados por la ley de la mercancía.
Ello no marcha. Ello sufre. Ello se desgasta. Ello se equivoca. Ello escapa.
Demasiado caliente, demasiado frío, demasiado cerca, demasiado lejos, demasiado rápido, demasiado
lento.”
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, “Free Jazz, fuera del programa, fuera del sujeto, fuera del campo”,
2000
XI
“La bruma, la bruma solar es lo que va a llenar el espacio. La rebelión misma es un gas, un vapor. La
bruma es el primer estado de la percepción naciente, y forma el espejismo en el que las cosas suben y
bajan, como bajo la acción de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos de una cuerda. Ver brumoso,
ver turbio: un esbozo de percepción alucinatoria, un gris cósmico. ¿Se trata del gris que se parte en dos, y
que da el negro cuando la sombra gana o cuando la luz desaparece, pero asimismo del blanco cuando lo
luminoso deviene a su vez opaco?”
Gilles Deleuze, “La vergüenza y la gloria: T. E. Lawrence”, Crítica y clínica, 1993
“Nada ni nadie ofrece como regalo una aventura alternativa: no hay otra aventura posible que la de
conquistar un destino. No podrás conseguir esta conquista más que partiendo del sitio espacio-temporal
donde ‘tus’ cosas te imprimen como una de las suyas.”
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975
Hay ahí algo de la pobre y breve infancia, algo de la felicidad perdida que nunca se recupera, pero
también algo de la vida activa de hoy, de su pequeño entusiasmo incomprensible y sin embargo
persistente e imposible de extinguir.
FRANZ KAFKA
…arroja unas rosas en el abismo y di: “¡He aquí mi agradecimiento para el monstruo que no consiguió
tragarme!”
FRIEDRICH NIETZSCHE, Fragmentos póstumos
1 GÉNESIS
o historia de una historia
1 “ESO QUE POR ALGÚN TIEMPO HABÍA SIDO COMPRENDIDO, para otro ha sido olvidado.
Hasta el punto de que ya nadie percibe que la historia carece de época. Y de hecho, ya
no pasa nada. Ya no hay acontecimiento. Sólo hay noticias. Observar a los personajes
en la cumbre de los imperios. E invertir la frase de Spinoza. Nada que comprender. Sólo
que reír y que llorar.” (Mario Tronti, La política en el crepúsculo)
1 BIS. Finalizado, el tiempo de los héroes. Desaparecido, el espacio épico del relato que
se disfruta decir y que se disfruta escuchar, que nos habla de lo que podríamos ser pero
que no somos.
Lo irreparable es en adelante nuestro ser-así, nuestro ser-nadie. Nuestro ser-Bloom.
Y esto forma parte de lo irreparable de lo que es preciso partir, ahora que el nihilismo
más feroz hace estragos al interior de las propias filas de los dominadores.
Es preciso partir, debido a que “Nadie” es el otro nombre de Ulises, y a que no debe
importar a nadie regresar a Ítaca, o naufragar.
2 YA NO HAY TIEMPO para soñar en eso que uno será, en eso que uno hará, ahora que
podemos ser todo, que podemos hacer todo, ahora que toda nuestra potencia nos lo ha
dejado, con la certeza de que el olvido de la alegría nos impedirá desplegarla.
Es aquí que es preciso desprenderse, o dejarse morir. El hombre es por mucho algo
que debe ser superado, pero por esto mismo debe primero ser escuchado en lo que tiene
de más expuesto y de más raro, para que su resto no se pierda en el paso [pasaje,
transición]. El Bloom, residuo insignificante de un mundo que no deja de traicionarlo y
exiliarlo, exige partir en armas; exige el éxodo.
Pero la mayoría de las veces, aquel que parte no encuentra a los suyos, y su éxodo
redeviene exilio.
2 BIS. Desde el fondo de este exilio provienen todas las voces, y dentro de este exilio
todas las voces se pierden. El Otro no nos acoge; nos devuelve y remite al Otro en
nosotros. Abandonamos este mundo en ruinas sin remordimientos y sin pena, apresados
por algún vago sentimiento de premura. Lo abandonamos como las ratas abandonan la
nave, pero sin forzosamente saber si está amarrado al muelle. No hay nada “noble” en
esta huida [fuite, también fuga], nada grande que pueda ligarnos los unos a los otros.
Finalmente, quedamos a solas con nosotros mismos, ya que no hemos decidido
combatir sino conservarnos. Y esto no es todavía una acción, solamente una reacción.
6 LA PALABRA AVANZA, prudente, y llena los espacios entre las soledades singulares,
infla los agregados humanos en grupos, los coloca juntos contra el viento, el esfuerzo
los reúne. Es casi un éxodo. Casi. Pero ningún pacto los mantiene juntos, salvo la
espontaneidad de las sonrisas, la crueldad inevitable, los accidentes de la pasión.
7 ESTE PASO, semejante al de los pájaros migratorios, al murmuro de los dolores
errantes, da poco a poco forma a las comunidades terribles.
2 EFECTIVIDAD
de por qué la esquizofrenia es más que una enfermedad
y de cómo, mientras soñamos con éxtasis, llegamos al endopoliciaje [endoflicage].
10 LO QUE DEBE más bien ser destacado es que el mundo obtiene su existencia mínima,
la que nos permite descifrar su inexistencia sustancial, de la existencia negativa de la
comunidad terrible (por marginal que pueda ser), y no, como podría creerse, lo
contrario.
14 CUANTO MÁS abierto a la libertad presuma ser un régimen biopolítico de verdad, más
éste será policial, y más, al mismo tiempo que delega a la policía la tarea de reprimir las
insubordinaciones, dejará a sus sujetos en un estado de inconsciencia relativa, de cuasi-
infancia. En cambio, en un régimen biopolítico de verdad donde SE pretenda realizar la
libertad sin poner en discusión en discusión su forma, SE exigirá de aquellos que
participan en esto el introyectar a la policía en su bios, con el poderoso pretexto de que
no hay otra opción.
Elegir la pseudolibertad individual concedida por las democracias biopolíticas —ya
sea por necesidad, ya por juego o por sed de goce— equivale, para cualquiera que haya
formado parte de una comunidad terrible, a una degradación ética real, pues la libertad
de las democracias biopolíticas nunca es otra que la libertad de comprar y venderse.
3 AFECTIVIDAD
de por qué a menudo se desea lo que conlleva nuestra desgracia (tanto y tan bien
que se llega incluso a añorar la bella época de los matrimonios arreglados)
y de por qué las mujeres no dicen lo que piensan.
También se habla aquí de la insuficiencia de las buenas intenciones.
¡Atención! Capítulo de lectura peligrosa ya que todo el mundo está puesto en entredicho.
2 AHÍ DONDE LA PALABRA muda de la represión hace escuchar su voz, ninguna otra
palabra tiene ya derecho de ciudad, en la medida en que permanece cortada de una
efectividad inmediata. La comunidad terrible es una respuesta a la afasia que impone
todo régimen biopolítico, pero es una respuesta insuficiente pues se perpetúa por medio
de la censura interna, disminuyendo incluso los márgenes del orden simbólico del
patriarcado. Por tanto, con frecuencia no es más que otra forma de policía, otro lugar
para continuar en el analfabetismo emocional o en un estado de minoría infantil, con el
pretexto de una amenaza exterior. Pues el niño no es tanto quien no habla, sino quien
está excluido de los juegos de verdad.
6 LA COMUNIDAD TERRIBLE está atravesada por todo tipo de complicidades —¿y cómo
podría subsistir si no?—, pero a diferencia de los ancestros a los que apela, esas
complicidades no determinan en ningún caso su forma. Su forma es más bien la de la
DESCONFIANZA [méfiance]. Los miembros de la comunidad terrible desconfían los unos
de los otros porque no saben nada de sí mismos ni de los demás, y porque nadie de entre
ellos conoce la comunidad de la que forma parte: se trata de una comunidad sin relato
posible, así que impenetrable, y de la que no se puede hacer la experiencia más que en
la inmediatez; pero ésta es una inmediatez inorgánica que no devela nada. La exposición
que se practica en ella es mundana y no política: incluso en la soledad heroica del
vándalo [casseur, literalmente “rompedor”, usado también despectivamente en el
ámbito de la protesta] es el cuerpo en movimiento y no la coherencia entre él y su
discurso. Es por esto que la clandestinidad, el pasamontañas o la teatralización de una
riña [le jeu de la gué-guerre] fascinan y engañan a la vez: el poli provocador es también
un vándalo…
8 BIS. La comunidad terrible es una suma de soledades que se vigilan sin protegerse.
9 EL AMOR entre los miembros de la comunidad terrible es una tensión inagotable, que
se nutre de lo que el otro vela y no devela: su banalidad. La invisibilidad de la
comunidad terrible para consigo misma le permite amarse ciegamente.
15 “NO ES que las mujeres hayan tenido problemas en llevar a cabo las acciones: eran
incluso más audaces y capaces, estaban más preparadas y convencidas que los hombres.
Sólo se les concedía una menor autonomía a nivel de las iniciativas: era como si una
diferencia aflorara instintivamente en la preparación y en las discusiones colectivas de
trabajo, y su voz contara menos.
“El problema estaba en el grupo: era un comportamiento anodino, un no-dicho, o
incluso un ‘cállate’ soltado en plena discusión. […] Esta suerte de discriminación no era
la obra de una decisión a priori, más bien era algo que se aportaba desde el exterior, en
parte inconscientemente, algo que estaba por debajo de la voluntad. Algo que no se
puede resolver en una declaración ideológica o mediante una elección racional.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
18 BIS. Dondequiera que las relaciones no son problematizadas, las formas antiguas
afloran con toda la potencia de su brutalidad a-discursiva: el fuerte levanta la mano
sobre el débil, el hombre sobre la mujer, el adulto sobre el niño y así sucesivamente.
21 TANTO EL DESEO DEL LÍDER como el deseo de ser Líder se saben condenados a un
fracaso inevitable. Ya que la mujer del Líder (nadie lo ignora) es la única en no ser
víctima de su mascarada seductora en la medida en que verifica cotidianamente su nada:
lo privado de los dominadores siempre es lo más miserable. De hecho, en el seno de la
comunidad terrible, el Líder es deseable, como puede serlo la mujer sofisticada y
altanera en la democracia biopolítica. El deseo sexual que hombres y mujeres dirigen al
Líder y que lo rodea con un aura tan intensa que hace girar espontáneamente todas las
miradas hacía él, no es otra cosa que un deseo de humillación. Se quiere desnudar al
Líder, ver al Líder satisfacer verdaderamente y sin dignidad el cortejo de envidias que
suscita para prevalecer. Todo el mundo aborrece al Líder así como los hombres han
detestado a las mujeres durante milenios. Todo el mundo desea en el fondo domesticar
al Líder ya que todo el mundo detesta la fidelidad que le es profesada.
23 EL LÍDER es las más de las veces un varón debido a que actúa en nombre del Padre.
24 ACTÚA EN NOMBRE del Padre aquel que se sacrifica. El Líder es en efecto aquel que
perpetúa la forma sacrificial de la comunidad terrible mediante su propio sacrificio y
mediante la exigencia de sacrificio que hace pesar en los demás. Pero como el Líder no
es el Tirano —al mismo tiempo que es, por ello con más razón, tiránico— no dice
abiertamente a los demás lo que deben hacer; el Líder no impone su voluntad, pero sí la
deja imponerse orientando secretamente el deseo de los demás, que siempre es en última
instancia el deseo de complacerle. A la pregunta “¿Qué debo hacer?”, el Líder
responderá “Lo que quieras”, pues sabe que su existencia en la comunidad terrible
impide en los hechos a los demás el querer algo distinto a lo que él quiere.
25 QUIEN ACTÚA en nombre del Padre no puede ser cuestionado. Ahí donde la fuerza se
erige como argumento, el discurso se retira como habladuría o excusa. En la medida en
que haya un Líder —y por tanto su comunidad terrible— no habrá parresía y los
hombres, las mujeres y el Líder mismo estarán en exilio. No se puede poner en
discusión la autoridad del Líder en la medida en que los hechos prueban que se lo ama a
la vez que se detesta su amor por él. A veces el Líder se pone en cuestión a sí mismo, y
es entonces que otro toma su lugar o que la comunidad terrible, vuelta acéfala, perece
por una desgarradora hemorragia.
26 EL LÍDER es realmente el mejor de su grupo. No usurpa la plaza de nadie y todo el
mundo es consciente de ello. No tiene que batirse por el consenso, ya que es él quien
más se sacrifica o quien más se ha sacrificado.
27 EL LÍDER nunca está solo, pues todo el mundo está detrás de él, pero al mismo
tiempo es el icono mismo de la soledad, la figura más trágica e incauta de la comunidad
terrible. Es únicamente en virtud del hecho de que ya se encuentra a merced del cinismo
y de la crueldad de los demás (aquellos que no están en su lugar), que el Líder es por
momentos verdaderamente amado y querido.
4 FORMA
de las razones de la existencia de los infames
y de cómo los hermanos de hoy forman los enemigos de mañana.
Del discreto encanto de la ilegalidad
y de sus trampas ocultas.
5 LA INFORMALIDAD, en la comunidad terrible, está siempre regida por una muy rígida
distribución implícita de responsabilidades. Es únicamente sobre la base de una
modificación explícita de las responsabilidades y de su prioridad que la circulación del
poder puede ser modificada.
8 BIS. Por esta razón, la comunidad terrible nace como exilio en el exilio, memoria en el
seno del olvido, tradición intransmisible. El superviviente nunca es aquel que estaba en
el centro del desastre, sino aquel que se encontraba a la distancia, que habitaba el
margen de él. Por eso, en el tiempo de la comunidad terrible, el margen se ha hecho
centro y el concepto de centro ha perdido toda validez.
13 “LAS MUJERES eran tratadas como objetos sexuales, salvo cuando participaban en
acciones: eran entonces tratadas como hombres. Se daba aquí la única relación de
igualdad. A menudo ellas hacían más que los hombres, tenían realmente más coraje.
[…] Es así como, por primera vez, surgió el problema de los traidores: a causa de la
insensibilidad del grupo. […] Hella y Anne-Katrine no dijeron nada sobre mí, fui el
único del grupo que no acabó adentro. Yo tenía otra relación con ellas, se trataba de su
gran amor de ellas dos por mí…”
Bommi Baumann, Cómo empezó todo
HÖLDERLIN
2 BIS. “Esta crueldad se hallaba en su risa, en aquello que les daba placer, en la manera
en que se comunicaban entre sí, en la manera en que vivían y morían. El infortunio del
prójimo era su mayor fuente de alegría, y me preguntaba si, en su mente, ésta reducía o
acrecentaba la probabilidad de ver este infortunio afectarlos a ellos mismos. Pero el
infortunio personal, de hecho, no era una probabilidad, era una certeza. Así pues, la
crueldad formaba parte de ellos mismos, de su humor, de sus relaciones, de sus
pensamientos. Y no obstante, tan completo era su aislamiento, en cuanto individuos,
que no creo que ellos imaginaran que esta crueldad afectaba a los demás.”
Colin Turnbull, El pueblo de la montaña
5 LA MIRADA DE LOS INERTES es el recuerdo más doloroso para quien ha pasado por la
comunidad terrible. Destinados a enseñar algo que ellos mismos no han conseguido
sumarse, los inertes a menudo vigilan, como policías melancólicos al borde de
territorios desérticos.
Ellos habitan un espacio que ciertamente les pertenece; pero, puesto que es
estructuralmente público, ellos están aquí en cada momento a la misma altura que
cualquier otro. No pueden prevalerse el derecho a tener su lugar en este espacio, porque
la renuncia previa a este derecho es lo que les ha permitido acceder a ella. Los inertes
habitan la comunidad como los sin techo habitan la estación, pero cada paso los
atraviesa, porque esta estación es ellos mismos y su construcción es congruente con la
construcción de su vida.
Los inertes son unos angéles desesperados y aturdidos que, al no haber encontrado la
vida en ningún repliegue del mundo, están dispuestos a habitar un lugar de paso. Pueden
sumergirse por un tiempo indeterminado en la comunidad: su soledad es infinitamente
impermeable.
6 A LOS QUE SIEMPRE ESTÁN ahí todo el mundo los conoce. Son apreciados y detestables
como todos los que cuidan y permanecen [restent] ahí donde los demás viven y pasan
(la enfermera, la madre, los ancianos, los vigilantes de los parques públicos). Son el
falso espejo de la libertad, son los asiduos, los esclavos de una servidumbre inédita que
los ilumina con una luz resplandeciente: los combatientes, los irreductibles, los sin
espacio privado, los sin paz. La rabia por combatir la terminan por buscar en sus vidas
mutiladas; atribuyen sus heridas a una lucha noble e imaginaria, aunque se han hecho
daño a sí mismos entrenándose hasta el cansancio. En realidad, nunca han tenido la
oportunidad de descender al campo de batalla: el enemigo no los reconoce, los toma por
una simple interferencia, los aparta mediante su indiferencia a la muchedumbre, a la
insignificancia ordinaria, a la ofensiva suicida. El alfabeto del biopoder no tiene letras
para retener sus nombres; para él, ellos han desaparecido ya, si bien resisten como
fantasmas desasosegados. Están muertos y sobreviven por sí mismos en el transito de
las miradas que los atraviesan, sobre las cuales carecen más o menos de control, con las
cuales comparten la mesa, la cama, la lucha, hasta que los transeúntes [passants] parten,
o hasta que permanecen apagándose, deviniendo los inertes de mañana.
6 BIS. “En los grupos, numerosas mujeres habían tenido una experiencia de empleadas o
secretarias. Aportaban a los grupos toda la eficacia de su profesionalismo luego de
abandonar su trabajo. Nada había cambiado para ellas desde este punto de vista, excepto
el hecho de que ellas hacían la lucha armada. […] Las reuniones eran el centro vital y
‘significante’ de las casas. Por lo demás, las condiciones materiales de la vida cotidiana
enteramente dirigida hacia la lucha externa no tenía ningún problema. Hacíamos
encargos enormes en el supermercado y cuando habíamos asegurado la comida y con
qué dormir, no había ya problemas internos.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
7 LOS MÁS MUERTOS e implacables de los inertes son aquellos que han sido
abandonados. Aquellos cuyx amigx o amante partió, permanecen [restent], porque todo
lo que queda de aquel o aquella que desapareció permanece en la comunidad terrible y
en los ojos que lo han visto en ella. Quien ha perdido a la persona amada no tiene ya
nada que perder, y esta nada la da a menudo a la comunidad terrible.
7 BIS. “[…] la guerra contra un enemigo exterior pacifica, más o menos por necesidad
forzada, a aquellos que llevan la misma lucha; la pertenencia a un grupo unificado por
una revuelta absoluta no deja lugar a las diferencias, a las luchas internas; la fraternidad
se vuelve el pan indispensable y cotidiano en los momentos en que las contradicciones
más descuartizadas no estallan. La pacificación interna es un momento de asepsia
proyectada en la pantalla gigante de la lucha ‘contra’.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
8 EL HORIZONTE, para los militantes, es la línea en dirección de la cual es preciso
siempre marchar. Porque es allí, en alguna parte, que se encuentran todos aquellos que
han perdido.
0 NOTAS PARA
UNA SUPERACIÓN
algunas indicaciones para superar el malestar presente: notas no exhaustivas y no
programáticas…
¡Oh mis hermanos, mis niños, mis compañeros, los amé con toda mi cólera, pero no sabía cómo
decírselos, no sabía vivir con ustedes, no era capaz de alcanzarlos, de tocar sus almas frías, sus
corazones desiertos! ¡No encontraba las palabras del coraje, las palabras vivientes para que la risa
fuerce sus pechos y los llene de aire! Perdía la maldad de quererlos de pie, la rabia de dirigir hacia
ustedes mis ojos abiertos, el lenguaje para que consigan mi rechazo a vernos envejecer antes de haber
vivido, bajar los brazos sin haberlos elevado primero, descender antes de haber querido subir. Yo no era
demasiado fuerte para expulsar el sueño, impedir que los arroje fuera del mundo y del tiempo, hacerlo
huir lejos de ustedes, ya que por mi cuenta, temporada tras temporada, me debilitaba, sentía mis
miembros debilitarse, mis pensamientos deshacerse, mi cólera desaparecer, y su inexistencia ganarme…
J. LEFEBVRE, La Société de la consolation
1 LA COMUNIDAD POLÍTICA, muy a pesar suyo, es como todo lo demás [tout le reste, todo
el resto], pues está en todo lo demás.
2 BIS. Hemos llamado comunidad terrible a todo medio que se constituya sobre la base
del compartir las mismas ignorancias — y en este caso, también la ignorancia del mal
que él produce. Es a menudo inoperante el criterio vitalista que haría del malestar
experimentado al interior de una formación humana la piedra angular para descubrir en
ella la comunidad terrible. La más “exitosa” de las comunidades terribles enseña a sus
miembros a amar sus propios defectos y a hacerlos amables. En este sentido, la
comunidad terrible no es el lugar donde más se sufre, sino meramente el lugar donde
menos se es libre.
7 “EL HOMBRE NO VALE en función del trabajo útil que provee, sino en función de la
fuerza contagiosa de la que dispone para arrastrar a los demás a un gasto libre de su
energía, de su alegría y de su vida: un ser humano no es solamente un estómago que
llenar, sino un desbordamiento de energía que prodigar.” (Bataille)
Se sabe por experiencia que en la vida pasional —y por tanto en la vida a secas—
nada se paga y que quien gana es siempre quien da más y sabe gozar mejor. Organizar
la circulación de otras formas de placer significa alimentar un poder enemigo con toda
lógica de opresión. Bien es cierto, por consiguiente, que para no tomar el poder es
preciso tener ya bastante.
Oponer a la combinatoria del poder otro registro del juego no equivale a condenarse a
no ser tomados en serio, sino a hacerse portadores de otra economía del gasto y del
reconocimiento. El margen de goce que existe dentro de los juegos de poder se alimenta
de sacrificios y humillaciones mutuamente intercambiadas; el placer de mandar es un
placer que se paga, y en esto, el modelo de la dominación biopolítica es compatible por
completo con todas las religiones que fustigan la carne, con la ética del trabajo y el
sistema penitenciario, así como la lógica mercantil y hedonista lo es con la ausencia de
deseo, que ella palía.
En realidad, la comunidad terrible nunca consigue encauzar la potencia de devenir
inherente a toda forma-de-vida, y esto es lo que permite estropear las relaciones de
fuerza internas de ésta y cuestionar el poder hasta en sus formas posautoritarias.
Ejercitándose en devenir los unos para los otros el lugar de una tal deserción,
encontrando en cada encuentro la ocasión para una decisiva sustracción con respecto a
nuestro propio espacio existencial,
calculando que sólo una fracción infinitesimal de nuestra vitalidad nos ha sido sustraída
por la comunidad terrible y se ha fijado en la enorme maquinaria de los dispositivos,
experimentando en nosotros mismos el ser extraño que siempre-ya nos ha desertado y
que funda cualquier posibilidad de vivir la soledad como condición del encuentro, la
finitud como condición de un placer inaudito, la exposición como condición de una
nueva geometría de las pasiones,
ofreciéndonos como el espacio de una fuga infinita,
maestros de un nuevo arte de las distancias.
Todo el mundo conoce las comunidades terribles, por haber pasado una temporada en
una o por seguir todavía en una. O simplemente porque son cada vez más fuertes que
las demás y porque a causa de esto se permanece siempre en parte en una — al mismo
tiempo que se sale de ella. La familia, la escuela, el trabajo o la prisión son las caras
clásicas de esta forma contemporánea del infierno, pero son las menos interesantes
pues pertenecen a una figura pasada de la evolución mercantil y no hacen ya otra cosa
que sobrevivir, actualmente. Hay comunidades terribles, en cambio, que luchan contra
el estado de cosas existente, que son a la vez atractivas y mejores que “este mundo”. Y
al mismo tiempo su manera de ser más próximas a la verdad —y por tanto a la
alegría— las aleja más que cualquier otra cosa de la libertad.
La pregunta que se plantea a nosotros, de manera final, es de naturaleza ética antes
que política, pues las formas clásicas de lo político se hallan dentro del estiaje y sus
categorías nos van como nuestra ropa de la infancia. La cuestión es saber si preferimos
la eventualidad de un peligro desconocido a la certeza del dolor presente. Es decir, si
queremos continuar viviendo y hablando en acuerdo (disidente ciertamente, pero
siempre en acuerdo) con lo que se ha hecho hasta aquí —y, por tanto, con las
comunidades terribles—, o si queremos interrogar a la pequeña parte de nuestro deseo
que la cultura no ha infestado todavía con su gravoso atolladero, probar —en nombre
de una felicidad inédita— un camino diferente.
TRES CONSIGNAS
En todos los dominios, el régimen de subjetivación vanguardista se señala por el
recurso a una «consigna». La consigna es el enunciado cuyo tema es la vanguardia.
«Transformar el mundo», «cambiar la vida» y «crear situaciones» forman una trinidad,
la trinidad más popular de entre las consignas soltadas por la vanguardia durante más de
un siglo. Se podría remarcar con cierta mala voluntad que, en el mismo intervalo, nadie
más ha transformado el mundo, cambiado la vida o creado situaciones nuevas como la
dominación mercantil en su devenir-imperial, es decir, el enemigo declarado de las
vanguardias; y que esto, esta revolución permanente, el Imperio la ha llevado a cabo la
mayoría de las veces sin rodeos; pero descansando en eso, uno se equivocaría de blanco.
Lo que hay que observar es más bien el inigualable poder de inhibición de estas
consignas, su terrible poder de sideración. En cada una de ellas, el efecto dinámico
esperado da vueltas de acuerdo con un principio idéntico. La vanguardia exhorta al
hombre-masa, al Bloom, a tomar por objeto algo que siempre-ya le comprende —la
situación, la vida, el mundo—, a colocar ante sí lo que por esencia está alrededor de él,
a afirmarse en cuanto sujeto frente a lo que precisamente no es ni sujeto ni objeto, sino
más bien la indiscernibilidad de uno y otro. Es curioso que la vanguardia nunca haya
hecho sonar el mandato de ser un sujeto tan violentamente como entre los años 10 y 70
del siglo, es decir, en el momento histórico en que las condiciones materiales de la
ilusión del sujeto tendían a desaparecer lo más drásticamente. Al mismo tiempo, esto
enseña bastante sobre el carácter reactivo de la vanguardia. Es así que este mandato
paradójico no debía, de ningún modo, tener por efecto arrojar al hombre occidental
hacia el asalto de las Bastillas difusas del Imperio, sino más bien obtener en él una
escisión, un atrincheramiento, un aplastamiento esquizoide del yo en un confín del yo
mismo; un confín donde el mundo, la vida y las situaciones, en resumen, su propia
existencia, sería en adelante aprehendida como ajena, como puramente objetiva. Esta
constitución precisa del sujeto, reducido a contemplarse él mismo en medio de lo que le
rodea, puede ser caracterizada como estética, en el sentido en que el advenimiento del
Bloom corresponde también a una estetización generalizada de la experiencia.
LAS MOMIAS
Con el fin de la Guerra de los Cien Años se planteó la cuestión de fundar una
moderna teoría del Estado, una teoría de la conciliación de los derechos civiles y la
soberanía real. Lord Fortescue fue uno de los primeros pensadores en intentar tal
fundación, especialmente en su De laudibus legum anglie. El famoso capítulo XIII de
este tratado discute la definición agustiniana del pueblo —populus est cetus hominum
iurus consensu et utilitatis communione sociatus: un pueblo es un cuerpo hecho de
hombres que reúne el consentimiento a las leyes y la comunidad de intereses—: «Tal
pueblo no merece ser llamado un cuerpo ya que es acéfalo, es decir, sin cabeza. Porque,
al igual que en los cuerpos naturales lo que queda después de una decapitación no es un
cuerpo, sino eso que llamamos un tronco, también en los cuerpos políticos una
comunidad sin cabeza no es en ningún caso un cuerpo». La cabeza, a partir de
Fortescue, es el rey. El problema de la cabeza es el problema de la representación, el
problema de la existencia de un cuerpo que representa a la sociedad en cuanto cuerpo,
de un sujeto que representa a la sociedad en cuanto sujeto (no hay necesidad, aquí, de
distinguir entre la representación existencial que lleva a cabo el monarca o el líder
fascista y la representación formal del presidente electo «democráticamente»). La
vanguardia, entonces, no sólo viene a resaltar la crisis artística de la representación —
rechazando que «la imagen sea la apariencia de otra cosa a la que representa en su
ausencia» (Juan de Torquemada), sino que ciertamente es en sí misma una cosa—, ya
que viene también a precipitar la crisis de la representación política instituida, que pone
en proceso en nombre de la representación instituyente, vanguardista de las masas. Al
hacerlo, la vanguardia supera efectivamente la política o la estética clásicas, pero las
supera sobre su propio terreno. La relación exclusiva de negación en la cual se coloca
cara a cara de la representación es eso mismo que la retiene en el redil de esta última.
Todas las corrientes que reclaman la democracia directa, el vanguardismo consejista
especialmente, toman de ella su tropiezo esencial: oponerse a la representación y por
esta oposición misma colocar en su corazón la representación, ya no como principio
sino esta vez como problema. Mandato imperativo, delegados revocables en cualquier
instante, asambleas autónomas, etc., hay todo un formalismo consejista que resulta del
hecho de que se trata aún de la pregunta clásica del mejor gobierno que quiere
responder, y de este modo al problema de la cabeza. A favor de circunstancias históricas
excepcionales se podrá siempre que estas corrientes lleguen a coronar su anemia
congénita; y esto será entonces para representar la salida de la representación. Después
de todo, la política también tiene derecho a sus Meninas. En todas las cosas, es en la
operación que realiza que se reconocerá a la vanguardia: colocando su cuerpo bien lejos,
de cara a ella, para después intentar, vanamente, reunirlo. Cuando las vanguardias van a
las masas o se dignan a mezclarse en los asuntos de su tiempo, es siempre teniendo el
cuidado, previamente, de distinguirse de ambos. Así ha bastado que los situacionistas
comenzaran a tener una apariencia de lo que llamaban «una práctica», en Estrasburgo,
en el contexto estudiantil, en 1966, para que cayeran brutalmente en el obrerismo,
treinta años después del derrumbamiento histórico del movimiento obrero.
Es curioso, pero en general muy natural, que aquellos que llevan a cabo la
profesión de glosar sobre la vanguardia, y que nunca les falta alguna anécdota sobre el
menor gesto de aquellos que, en Occidente, han vivido por ellos (y aquí me refiero al
delgado puñado de vanguardistas de este siglo); es curioso, pues, que esa gente se aferre
tanto al destino de la vanguardia en Rusia de entreguerras, es decir a la única realización
histórica de la vanguardia. La fábula dice que después de un período de tolerancia
embarazosa, en los años 20, los bolcheviques se habían metamorfoseado en terribles
estalinistas, la vanguardia política había liquidado la proliferación libertaria y creativa
de la vanguardia artística, y tiránicamente impuso la doctrina reaccionaria y retrógrada,
a decir verdad vulgar, del «realismo socialista». Naturalmente esto es un poco corto.
Así que reanudemos. En 1914 la hipótesis liberal se derrumbó en cuanto respuesta al
problema de la cabeza. En cuanto a la hipótesis cibernética, será necesario esperar hasta
el fin de la Segunda Guerra Mundial para que se imponga por completo. Este
interregno, que se extiende entonces de 1914 a 1945, será la edad de oro de la
vanguardia, de la vanguardia en cuanto proyecto para responder de otro modo al
problema de la cabeza. Este proyecto será el de la recreación total del mundo por el
artista de vanguardia; lo que se ha llamado más modestamente, a partir de entonces, la
«realización del arte». Se llevará a cabo especialmente, y de una manera cada vez más
mística, por las sucesivas corrientes de la vanguardia rusa de los años 20, desde el LEF2
hasta el OPOJAZ3, desde el suprematismo hasta el produccionismo, pasando por el
constructivismo. Se trata entonces, por la modificación radical de las condiciones de
existencia, de forjar una nueva humanidad, la «humanidad blanca» de la que habló
Malévich. Pero la vanguardia, estando unida por una relación de negación de la cultura
tradicional y por lo tanto al pasado, no podía realizar este programa. Como Moisés,
podía llevar adelante su sueño, pero no lograrlo. El rol de «arquitecto de la nueva vida»,
de «ingeniero del alma humana», nunca debía regresarle, precisamente a causa de lo que
le ataba, aunque sea por rechazo, al arte antiguo. Su proyecto, que sólo el Partido podía
realizar y cuya vanguardia nunca dejó de reclamar que lo pusiera a trabajar, proyecto
que iba a utilizar e iba a estar al servicio de la construcción de la nueva sociedad
socialista. Maiakovski exigía sin malicia que «la pluma sea asimilada a la bayoneta y
que el escritor sea capaz, como en cualquier otra empresa soviética, de rendir cuentas
con el Partido aumentando “los cien tomos de los informes del Partido”». Nada
impactante, desde entonces, que la resolución del Comité Central del Partido del 23 de
abril de 1932, que pronunciaba la disolución de todas las agrupaciones artísticas, fuera
saludada por una gran parte de los vanguardistas rusos. El Partido, en este primer plan
quinquenal, ¿acaso no tomaba, con su consigna «transformación de toda la vida», el
proyecto estético máximo de la vanguardia? Consintiendo para reprimir y así reconocer
las actividades y desviaciones estéticas de la vanguardia como políticas, ¿el Partido
acaso no avalaba el rol de artista colectivo, para el cual el país entero no sería en
adelante más que la materia en la cual impondría la forma de su plan general de
organización? En realidad, lo que uno interpreta a menudo como la liquidación
autoritaria de la vanguardia, y lo que uno debería considerar más exactamente como su
suicidio, fue más bien el comienzo de la realización de su programa. «La estetización de
la política era sólo, para la dirección del Partido, una reacción a la politización de la
estética por la vanguardia» (Boris Groys, Obra de arte total Stalin). Así, con esta
resolución, el Partido se volvía explícitamente la cabeza, la cabeza que a falta de un
cuerpo vendría ella misma a formarse uno nuevo, ex nihilo. La circularidad inmanente
de la causalidad marxista, que quiere que las condiciones de existencia determinen la
conciencia de los hombres y que los hombres formen ellos mismos, aunque
inconscientemente, sus condiciones de existencia, sólo dejaba al Partido, para justificar
su pretensión demiúrgica de una reconstrucción total de la realidad, el punto de vista del
Creador soberano, del sujeto estético absoluto. El realismo socialista, en el cual se
pretende ver un retorno a la figuración folclórica, al clasicismo en materia artística, y
más generalmente a «la cultura estalinista —observa Groys— si la consideramos en la
perspectiva de una reflexión teórica de la vanguardia sobre sí misma, aparece más bien
como su radicalización y como su superación formal». El recurso a elementos clásicos,
denostados por la vanguardia, sólo marca la soberanía de esta superación, de este gran
salto en el tiempo poshistórico, donde todos los elementos estéticos del pasado pueden
ser igualmente prestados, aprovechados, para el agrado de la utilidad que encuentra aquí
una sociedad totalmente inédita, sin atadura, y de este modo sin odio hacia la historia
pasada. Todo el vanguardismo posterior no renunciará jamás a esta perspectiva
prometeica, a este proyecto de una reelaboración total del mundo; y de este modo a
considerarse a sí mismo como un sujeto soberano, a la vez contemporáneo con su
tiempo y alejado de él por una necesaria distancia estética. Lo cómico creciente del
asunto era ciertamente que los aspirantes vanguardistas no percibían, a partir de 1945,
que la hipótesis cibernética, decapitando a la hipótesis liberal, había suprimido el
problema de la cabeza, y que era por tanto cada día más vano vanagloriarse por
responder. Las últimas intrigas de la vanguardia fueron así igualmente golpeadas con el
mismo sello de grotesca inactualidad, de fallido remake. Esto es sin duda lo que querían
decir los autores de la única crítica interna de la IS que apareció en sus tiempos, El
único y su propiedad, cuando escribían: «Todas las vanguardias son dependientes del
viejo mundo, al que enmascaran la decrepitud bajo su ilusoria juventud. […] La
Internacional Situacionista es la conjunción de las vanguardias en el vanguardismo. Ha
confundido la amalgama de todas las vanguardias con la síntesis y la reanudación de
todas las corrientes radicales del pasado». El folleto, publicado en Estrasburgo en 1967,
tenía el subtítulo de Para una crítica del vanguardismo. Denunciaba la ideología de la
coherencia, la comunicación, la democracia interna y la transparencia, por lo que un
grupúsculo espectralizado se mantuvo sobreviviendo artificialmente, a fuerza de
voluntarismo.
Desde el famoso «La poesía debe ser hecha por todos. No por uno.» de
Lautréamont, hasta la interpretación que su ala «creativa» da del movimiento del 77 —
la «vanguardia de masas»—, todo prueba la curiosa propensión del artista de vanguardia
a reconocer en la O.S. a su semejante, su hermano, su verdadero destinatario. La
constancia de esta propensión es tanto más curiosa que casi nunca ha sido pagada de
vuelta. Como si esta constancia expresara sólo aquella de una mala conciencia, de la
«cabeza» para su supuesto cuerpo por ejemplo. Sucede que hay efectivamente una
solidaridad entre la existencia del arte en cuanto esfera separada del resto de la actividad
social, y la inauguración del trabajo como destino común de la humanidad. La
invención moderna del trabajo como trabajo abstracto, sin rodeo, como indeferenciación
de todas las actividades bajo esta categoría, se efectúa de acuerdo a un mito: aquel del
puro acto, del acto sin cómo, que desaparecería completamente en su resultado, y cuyo
cumplimiento agotaría toda la significación. Aún hoy en día, allí donde el término
continúa empleado, el «trabajo» designa todo lo que es vivido en la degeneración
imperativa del cómo. En todas partes la cuestión del cómo de los gestos, las cosas, las
palabras, es suspendido, desrealizado, desplazado, y allí es trabajo. Ahora bien, hay
también una invención moderna del arte, simultánea y simétrica a la del trabajo. Una
invención del arte en cuanto actividad especial, productora de obras y no de simple
mercancías. Y es en este sector que se concentrará en adelante toda la atención en otra
parte denegada al cómo, que será como una recolección de toda la significación perdida
de los gestos productivos. El arte será esa actividad que, al contrario del trabajo, nunca
se agotará en su propio cumplimiento. Esto será la esfera del gesto encantado, donde la
personalidad excepcional del artista aportará al resto de los hombres, bajo forma de
espectáculo, el ejemplo de las formas-de-vida, que en adelante tienen prohibido asumir.
Al Arte será así confiado, a cambio de su silencio y su complicidad, el monopolio del
cómo de los actos. La inauguración de una esfera autónoma donde el cómo de cada
gesto es interminablemente pesado, analizado, comentado, desde entonces no ha dejado
de enriquecer la proscripción en el resto de las relaciones sociales alienadas de toda
evocación al cómo de la existencia. Allí, en la vida cotidiana, productiva, «normal», no
debe haber más que actos puros, sin cómo, sin otra realidad que su resultado bruto. El
mundo en su desolación sólo debe ser poblado por objetos que refieran sólo a sí
mismos, que lleguen a la presencia sólo como productos, que no configuren otra
constelación de la presencia que la del reino que les ha manufacturado. Para que el
cómo de ciertos actos devenga artístico, ha hecho así falta que el cómo de todos los
otros actos deje de ser real; y viceversa. La figura del artista de vanguardia y la de la
O.S. son las figuras polares, así como fantasmagóricas en cuanto solidarias, de la
alienación moderna. El retorno ofensivo de la cuestión del cómo las encuentra frente a sí
como aquello de lo cual debe igualmente protegerse.
EL MUNDO-YA-NO-MUNDO
La parte innata del fracaso que determina una empresa colectiva como
vanguardia, es su incapacidad para hacer un mundo. Todos los esplendores, todas las
acciones, todos los discursos de la vanguardia incesantemente fracasan en darle cuerpo;
todo sucede en la cabeza de unos pocos, donde la unidad, la organicidad del conjunto
sobreviene, pero sólo para la intelección, es decir, exteriormente. Lugares comunes,
armas, una temporalidad propia, una elaboración compartida de la vida cotidiana, todo
tipo de cosas determinadas son necesarias para que un mundo advenga. Es por tanto
justicia si todas las manifestaciones de las vanguardias terminan en el museo, porque ya
estaban en uno antes de ser expuestas como tales. Su pretensión experimental no
designa otra cosa: el hecho de que un conjunto de gestos, prácticas, relaciones —por
más transgresores que puedan ser— no hacen un mundo; el Wiener Aktionismus lo
sabía ligeramente. El museo es la forma más impresionante del mundo-ya-no-mundo.
Todos lo que permanece en un museo resulta del desgarramiento de un fragmento, de un
detalle en un medio orgánico. Debería sugerirlo, pero ya no es capaz —aquello en lo
cual Heidegger estaba fuertemente engañado en El origen de la obra de arte al colocar
la obra de arte en el origen de sí misma: ser-obra no significa «instalar un mundo», sino
más bien llorar su muerte—; la obra, a diferencia de la cosa, no es más que el
melancólico residuo de algo que una vez vivió. Pero el museo no tiene otra actividad
que la de recoger «obras de arte» —y se ve aquí de qué manera la «obra de arte» es de
golpe la muerte del arte: una cosa de golpe producida como obra lleva consigo su falta
de mundo, y de este modo su insignificancia destinal—, y pretende también, a través de
la historia del arte, reconstruirles una casa abstracta, hacerles un mundo apropiado para
ellas, donde se encontrarían en buena compañía del mismo modo en que los nuevos
ricos se encuentran en sus clubs los viernes por la noche, entre personas exitosas. Pero
entre estas «obras de arte» no hay nada, nada más que el discurso pedante de la más
frígida de las filosofías de la historia: la historia del arte. Digo frígida porque es en
todos los aspectos idéntica a la valorización capitalista.
REALIZACIÓN DE LA VANGUARDIA
Uno de los libros más débiles sobre las vanguardias de la segunda mitad del siglo
XX constataba, en 1980, La autodisolución de las vanguardias. El autor, René Lourau,
el fundador del muy gaguesco «análisis institucional», omitía, desde luego, lo esencial:
decir en qué se han disuelto las vanguardias. Los más recientes progresos de la neurosis
occidental lo han confirmado desde entonces: la vanguardia se ha disuelto en la
totalidad de las relaciones sociales. La caracterización, a partir de ahora banal, de
nuestro tiempo como «posmoderno» no evoca otra cosa, incluso si es aún otra manera
de purgar a la modernidad de toda su lentejuela para salvar el gesto fundamental: aquel
de la superación —no es fortuito, en esto, que el término mismo de «posmodernismo»
haya hecho su primera aparición en 1934 en los círculos vanguardistas españoles.
Asimismo, la mejor definición que Debord dio al Espectáculo —«una relación social
entre personas, mediatizada por imágenes»—, y que define hoy en día a la relación
social dominante, sólo toma nota de la generalización del modo de ser vanguardista. El
Bloom es así aquel del que todas las relaciones, tanto consigo como con los otros, están
completamente mediatizadas por representaciones autónomas. Es el branché que
organiza su autopromoción permanente, el cínico que amenaza a cada instante con
dejarse absorber por una de sus excrecencias discursivas o con desaparecer en un
abismo de ironía batomológica4. La paranoia de la vanguardia también se ha difundido,
con esta forma difusa de colocarse en la excepción de sí misma en cada instante de la
vida; con esa disposición general de construirse su pequeña leyenda personal
telecomandada. Enzensberger estaba completamente en lo cierto al ver en el Bild-
Zeitung la realización acabada de la vanguardia, tanto desde el punto de vista de la
transgresión formal como de la elaboración colectiva. Una cierta dosis de situacionismo
parece incluso exigida por todo el empleo decentemente remunerado, actualmente. El
tono particular, propiamente agobiante, de esta intervención encuentra aquí su
contenido: se trataba solamente de despejar la significación ética de la vanguardia.
EPÍLOGO
Después de lo que sé, una cierta relación debe poder ser establecida con el
Comité Invisible; aunque sólo sea en el sentido de una generalización de la
insinuación.
Dicho sea de paso: no hay un problema de la cabeza, sólo hay una parálisis de
los cuerpos, del gesto.
*
En junio de 2000, el museo de Bassano del Grappa (Venecia) organizaba una especie de
retrospectiva histérica de todo lo que la segunda mitad del siglo XX había podido contar como
vanguardismo confuso, desde la poesía nuclear hasta Luther Blissett, pasando por el letrismo y Fluxus.
Un coloquio previo, sibilinamente titulado "Facticidad del arte", debía dar a esta manifiestación una
manera de justificación ideológica. Una joven mujer hizo entonces noticia, leyendo anónimamente el
texto aquí reproducido. En medio de la lectura, dos viejos vanguardistas italianos intentaron protestar
contra tamaña insolencia lanzada en la cara del museo como en la suya, para finalmente salir con un gran
alboroto, anunciando que retirarían sus obras de esta inconcebible exposición.
5. UNA METAFÍSICA CRÍTICA PODRÍA NACER
COMO CIENCIA DE LOS DISPOSITIVOS*
Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Más precisamente, “la
metafísica” designa ese dispositivo en el que el actuar requiere de un principio al que puedan
relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro, cuando la presencia como
identidad última vira hacia la presencia como diferencia irreductible, el actuar aparece sin principio.
Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?”
Al inicio, habría una visión, en uno de los pisos de aquellas siniestras colmenas de
vidrio ubicadas en el sector terciario; la visión interminable, a través del espacio
panoptizado, de decenas de cuerpos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una
lógica modular; decenas de cuerpos sin vida aparente, separados por delgadas paredes
de vidrio, tecleando en sus computadoras. En esta visión, a su vez, habría una revelación
del carácter brutalmente político de semejante inmovilización forzada de los cuerpos. Y
la evidencia paradójica de cuerpos que están tanto más inmóviles cuanto sus funciones
mentales resultan activadas, cautivadas, movilizadas; funciones que borbotean y
responden en tiempo real a las fluctuaciones del flujo informacional que atraviesa la
pantalla. Tomemos esta visión, o más bien lo que en ella encontramos, y démosle un
paseo ahora a través de una exposición del MoMa en Nueva York, donde unos
cibernéticos entusiastas, conversos recientemente a la coartada artística, han decidido
presentar al público todos los dispositivos de neutralización, de normalización a través
del trabajo, que tienen en mente para el futuro. La exposición se titularía Workspheres:
se expondría en ella el modo en que un iMac transforma el trabajo —que ha devenido
en sí mismo superfluo e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil manejo”
prepara al Bloom promedio para que soporte la existencia más desolada y maximice de
esta manera su rendimiento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a la
angustia, a este Bloom, cuando SE hayan integrado en su espacio de trabajo
personalizado todos los parámetros de su psicología, sus hábitos y su carácter. De la
conjunción de estas “visiones” nacería la sensación de que, finalmente, SE ha logrado
producir el espíritu; y a su vez, producir el cuerpo como desperdicio, masa inerte y
voluminosa, condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvimiento de
procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa, la computadora: un dispositivo. Un
apresamiento productivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las formas-de-
vida. Jünger bien hablaba de una “espiritualización del mundo”, pero en un sentido que
no era necesariamente elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, habría en esta ocasión una
molestia, una molestia unida a la generalización de artefactos de vigilancia en los
almacenes; arcos antirrobo especialmente. Habría una ligera angustia, al momento de
traspasarlos, por saber si sonarán o no, por saber si uno será extraído del flujo anónimo
de los consumidores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”. Habría pues, en
esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe? el resentimiento— por haberse hecho atrapar
en algunas ocasiones, y la clara presciencia de que los dispositivos comenzaron
últimamente a funcionar. O de que esta tarea de vigilancia, por ejemplo, es cada vez
más confiada exclusivamente a una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber
sido ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos que son, bajo cualquiera de sus gestos,
dispositivos a pie.
Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable ésta, para los más incrédulos.
El punto de partida no podría ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de
que hay, inexorablemente, determinación; pero se trata de una fatalidad que puede a la
vez tomar el sentido de una temible libertad de juego con las determinaciones. De una
subversión inflacionista del control cibernético.
Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada que no sea el rechazo a jugar inocentemente
cualquiera de los juegos que SE hayan previsto para engatusarnos.
¿Y quién sabe? el deseo
FEROZ
I
¿En qué consiste, exactamente, la Teoría del Bloom? Consiste en un intento de
historizar la presencia, de tomar nota, para comenzar, del estado actual de nuestro ser-
en-el-mundo. Otros intentos de la misma naturaleza han precedido a la Teoría del
Bloom, entre los cuales el más notable, después de Los conceptos fundamentales de la
metafísica de Heidegger, resulta definitivamente El mundo mágico de De Martino.
Sesenta años antes de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una
contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la historia de la presencia. Pero
mientras que filósofos y antropólogos desembocaban en este resultado, en la
constatación del sitio donde somos con el mundo, en la constatación de nuestro propio
colapso, fue de allí que nosotros partimos, así que aquí consentiremos.
Hombre de su época en esto, De Martino pretendía creer en toda la fábula
moderna del sujeto clásico, del mundo objetivo, etc. Luego distinguió entre dos épocas
de la presencia, la que tiene curso en el “mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre
moderno”. Todo el malentendido occidental con respecto de la magia y, más
generalmente, de las sociedades tradicionales, dice en resumen De Martino, se debe al
hecho de que pretendemos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto
moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-mundo asegurado, apoyado en una
clara distinción entre el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la frontera
que constituye al sujeto moderno como un sustrato sólido, estable, seguro de su ser-ahí,
ante el cual se extiende un mundo atestado de objetividad, conforma todavía un
problema. Dicha frontera existe en este universo para conquistarlo, para fijarlo; la
presencia humana es así constantemente amenazada, sintiéndose en un peligro perpetuo.
Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a merced de cualquier percepción
violenta, de cualquier situación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento
inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos nombres en las civilizaciones
primitivas, el ser-ahí es totalmente devorado por el mundo, una emoción o una
percepción. A esto los malayos lo llaman latah, los tunguses olon, algunos melanesios
atai, y entre los mismos malayos está relacionado con el amok. En tales estados, la
presencia singular se desploma completamente, entra en una indistinción con los
fenómenos y se deshace con un simple eco, mecánico, del mundo que le rodea. De este
modo un latah, un cuerpo afectado de latah, coloca la mano sobre la llama apenas
esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de golpe cara a cara con un tigre en la
cima de un sendero, comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por semejante
percepción inesperada. También se relatan casos de olon colectivo: durante la formación
de un regimiento cosaco por parte de un oficial ruso, los hombres del regimiento, en
lugar de ejecutar las órdenes del coronel, comienzan repentinamente a repetirlas en
coro; y cuanto más los colmaba de insultos el oficial y éste se irritaba por su rechazo a
obedecer, más le regresaban ellos sus insultos e imitaban su cólera. De Martino
caracteriza de este modo el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La
presencia tiende a permanecer polarizada sobre un contenido particular, no alcanza a ir
más allá de ello y, por consiguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia.
Colapsa así la distinción entre presencia y mundo que se hace presente.”
Así pues, para De Martino existe un “drama existencial”, un “drama histórico del
mundo mágico”, que es un drama de la presencia; y el conjunto de las creencias,
técnicas e instituciones mágicas están ahí para responder a tal situación: para salvar,
proteger o restaurar la presencia mermada. Por tanto, ese conjunto está dotado de una
eficacia propia, de una objetividad inaccesible al sujeto clásico. Una de las maneras que
tienen los indígenas de Mota para vencer la crisis de la presencia provocada por alguna
reacción emocional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido su víctima con
la cosa que la ha ocasionado, o algo que la represente. En el curso de una ceremonia,
dicha cosa será declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de destino entre
esos dos cuerpos que estarán, a partir de ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal
punto que en el idioma indígena atai significa simplemente alma. “La presencia que se
arriesga a perder todo horizonte se reconquista incorporando su unidad problemática a
la unidad problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta práctica banal (la de
inventarse un alter ego objetal) es aquello que los occidentales recubrirán con el apodo
de “fetichismo”, rechazando comprender que el hombre “primitivo” se recompone, al
reconquistar una presencia, mediante la magia. Reproduciéndose el drama de su
presencia en disolución, pero esta vez acompañado y apoyado por el Chamán —en el
trance, por ejemplo—, pone en escena dicha disolución de tal manera que vuelve a ser
su amo. Lo que el hombre moderno reprocha tan amargamente al “primitivo”, después
de todo, no es tanto su práctica de la magia, sino la audacia que tiene para otorgarse un
derecho que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la presencia y, con ello,
volverla participable. Y es que los “primitivos” se han dado los medios para vencer ese
tipo de desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros son el moderno
despojado de su portátil, la familia pequeñoburguesa privada de tele, el automovilista
con el coche rallado, el ejecutivo sin oficina, el intelectual sin la palabra o la Jovencita
sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error de fondo sin duda inherente a
toda antropología. De Martino ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la
concibe todavía como un atributo del sujeto humano, lo cual le lleva inevitablemente a
oponer la presencia al “mundo que se hace presente”. La diferencia entre el hombre
moderno y el primitivo no consiste, como De Martino dice, en el hecho de que el
segundo se encontraría en defecto con respecto del primero, al no haber adquirido aún la
seguridad de éste. La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primitivo”
demuestra una mayor apertura, una mayor atención, al VENIR A LA PRESENCIA DE LOS
ENTES, y por tanto, como consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuaciones de
éste. El hombre moderno, el sujeto clásico, no es un salto fuera de lo primitivo, sino
que, más bien, es tan sólo un primitivo que se ha vuelto indiferente al acontecimiento de
los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la presencia de las cosas, que es pobre de
mundo. De hecho, toda la obra de De Martino está atravesada por un amor infeliz hacia
el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino tiene, como Janet, una comprensión
demasiado íntima del mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el Bloom,
como para no sentir, secretamente, todos sus efectos. Lo que ocurre es que, cuando se es
un hombre, en la Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el interés de
callar dicha sensibilidad y de confesar una pasión desenfrenada por la plasticidad
majestuosa y, a partir de ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este modo,
De Martino se acorraló en la postura cómica que es denunciar el error metodológico de
querer aprehender el mundo mágico desde el punto de vista de una presencia asegurada,
al mismo tiempo que la conserva como horizonte de referencia. En última instancia,
hace suya la utopía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad y de una
subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del sujeto humano que ella es
aquello que se da. “El fenómeno a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de
estar presente, sino la entrada en presencia; una entrada que es siempre nueva,
cualquiera que sea el dispositivo histórico en que aparezca lo dado” (Reiner Schürmann,
El principio de anarquía). Así se define el ek-stasis ontológico del ser-ahí humano, su
co-pertenencia a cada situación vivida. La presencia en sí misma es INHUMANA.
II
Durante mucho tiempo he creído que lo que distinguía a la teoría de, supongamos,
la literatura, era su impaciencia para transmitir contenidos, su vocación para hacerse
comprender. Efectivamente, esto especifica a la teoría, a la teoría como la única forma
de escritura que no es una práctica. De ahí el infinito impulso de la teoría, que puede
decir lo que sea sin que esto arroje nunca, finalmente, alguna consecuencia; para los
cuerpos, evidentemente. Veremos muy bien que nuestros textos no son teoría ni su
negación, sino simplemente otra cosa.
¿Cuál es el dispositivo perfecto, el dispositivo-modelo a partir del cual ningún
malentendido podría subsistir sobre la noción misma de dispositivo? El dispositivo
perfecto, me parece, es LA AUTOPISTA. En ella, el máximum de la circulación coincide
con el máximum del control. Nada se mueve en ella que no sea incontestablemente
“libre” y, a la vez, estrictamente registrado, identificado e individuado en un registro
exhaustivo de matriculaciones. Organizado en red, dotado de sus propios puntos de
abastecimiento, de su propia policía, de espacios autónomos neutros, vacíos y
abstractos, el sistema de autopistas representa directamente el territorio, como
descargado por bandas a través del paisaje; una heterotopía, la heterotopía cibernética.
En él, todo ha sido cuidadosamente parametrizado para que no suceda nada, nunca. El
flujo indiferenciado de lo cotidiano sólo es evaluado por la serie estadística, prevista y
previsible, de los accidentes que SE nos tiene tan informados porque nunca somos
testigos de ellos, y que no son, por tanto, vividos como acontecimientos, como muertes,
sino como una perturbación pasajera de la que todo rastro será borrado en poco tiempo.
Por otra parte, nos recuerda la Seguridad Vial, SE muere mucho menos en las autopistas
que en las carreteras nacionales; y son apenas los cadáveres de los animales aplastados,
que se advierten por la ligera dislocación que inducen en la dirección de los coches, los
que nos recuerdan qué es lo que significa PRETENDER VIVIR ALLÍ DONDE LOS DEMÁS
PASAN. Cada átomo del flujo molecularizado, cada una de las mónadas impermeables del
dispositivo, no tiene, de cualquier modo, ninguna necesidad de que se le recuerde que el
fluir está dentro de sus intereses. La autopista está hecha completamente, con sus largas
curvas y su uniformidad calculada y señalizada, para reducir todas las conductas a una
sola: la cero-sorpresa, prudente y alisada, orientada hacia un lugar de llegada y recorrida
completamente a una velocidad media y regular. A pesar de todo, existe un ligero
sentimiento de ausencia, de un extremo a otro del trayecto, como si la única forma de
permanecer en un dispositivo fuera atrapado bajo la perspectiva de salirse de él, sin
nunca haber estado verdaderamente ahí. Al final, el puro espacio de la autopista expresa
la abstracción de todo lugar más que la de toda distancia. En ninguna parte SE ha
realizado tan perfectamente la sustitución de los lugares a partir de su nombre, a partir
de su reducción nominalista. En ninguna parte la separación habrá sido tan móvil y
convincente, e incluso armada de un lenguaje (la señalización vial) menos susceptible
de subversión. La autopista, por tanto, como utopía concreta del Imperio cibernético. ¡Y
pensar que existe gente que ha podido oír hablar de “autopistas de la información” sin
presentir la promesa de un vigilancia policíaca total!
El metro, la red metropolitana, es otra clase de megadispositivo, subterráneo en
esta ocasión. No cabe duda, vista la pasión policíaca que la RATP nunca ha abandonado
desde Vichy, de que una cierta consciencia de este hecho se ha insinuado en todos sus
pisos, e incluso en sus entresuelos. Es así como se podía leer hace algunos años, en los
pasillos del metro parisino, un extenso aviso público de la RATP, adornado con un león
que ostentaba una pose real. El título de la noticia, escrito en caracteres gruesos y
extraordinarios, estipulaba que: “AMO DE LOS LUGARES ES AQUEL QUE LOS ORGANIZA”.
Quien se dignaba a detenerse a leer, se veía así informado por la intransigencia
empleada por esta compañía pública dispuesta a defender el monopolio de la gestión de
su dispositivo. Desde ese momento, parece ser que el Weltgeist ha conseguido aún
progresos entre los émulos del servicio de Comunicación de la RATP, ya que todas sus
campañas han sido, a partir de ese momento, firmadas como “RATP, el espíritu libre”.
El “espíritu libre” —singular fortuna para una fórmula que ha pasado desde Voltaire
hasta los anuncios de los nuevos servicios bancarios, pasando por Nietzsche—, tener el
espíritu libre más que ser un espíritu libre: he aquí lo que exige el Bloom, ávido de
bloomificación. Tener el espíritu libre, es decir: el dispositivo se hace cargo de los que
se le someten. Sin duda, existe una comodidad que se vincula con esto, que consiste en
poder olvidar, hasta nuevo aviso, que uno está en el mundo.
En cada dispositivo existe una decisión que se esconde. Los Amables Cibernéticos
del CNRS le dan la vuelta a esto de la siguiente manera: “El dispositivo puede ser
definido como la concretización de una intención mediante la constitución de ambientes
acondicionados” (Hermès, nº 25). El flujo es necesario para el mantenimiento del
dispositivo, porque es detrás de él que se esconde dicha decisión. “No hay nada más
fundamental para la supervivencia del shopping que un flujo constante de clientes y
productos”, observan los cabrones del Harvard Project on the City. Pero asegurar la
permanencia y la dirección del flujo molecularizado, interconectar los diferentes
dispositivos, exige un principio de equivalencia, un principio dinámico, distinto de la
norma en curso en cada dispositivo. Este principio de equivalencia es la mercancía. La
mercancía, es decir, el dinero como lo que individúa y separa todos los átomos sociales,
colocándolos a solas frente a su cuenta bancaria como el cristiano lo estaba ante su
Dios; el dinero, que nos permite al mismo tiempo entrar continuamente en todos los
dispositivos y, en cada entrada, registrar un rastro de nuestra posición, de nuestro paso.
La mercancía, es decir, el trabajo que permite contener el mayor número de cuerpos en
un número particular de dispositivos estandarizados, forzarlos a pasar a través de ellos y
quedarse, organizando cada uno su propia trazabilidad a través del currículum vitae
(¿no es cierto, por otra parte, que trabajar hoy en día ya no consiste tanto en hacer
alguna cosa como en ser alguna cosa y, desde luego, en estar disponible?). La
mercancía, es decir, el reconocimiento gracias al cual cada uno autogestiona su
sumisión a la policía de las cualidades y mantiene con otros cuerpos una distancia
prestidigitadora, suficientemente grande para neutralizarse, pero no tanto para excluirse
de la valorización social. Guiado de este modo por la mercancía, el flujo de los Bloom
impone dulcemente la necesidad del dispositivo que lo contiene. Todo un mundo
fosilizado sobrevive en esta arquitectura, la cual ya no necesita celebrar el poder
soberano porque ella misma es, a partir de ahora, el poder soberano: le basta con
configurar el espacio — la crisis de la presencia hace el resto.
Bajo el Imperio, las formas clásicas del capitalismo sobreviven, pero como formas
vacías, como puros vehículos al servicio del mantenimiento de los dispositivos. Su
persistencia no debe engañarnos: ya no reposan sobre sí mismos, puesto que han
devenido función de otra cosa. A PARTIR DE AHORA, EL MOMENTO POLÍTICO DOMINA EL
El decir no es lo dicho.
Heidegger
Existe un enfoque materialista del lenguaje que parte de que aquello que
percibimos nunca es separable de aquello que sabemos. La Gestalt ha mostrado desde
hace mucho tiempo cómo, frente a una imagen confusa, el hecho de que se nos diga que
tal imagen representa a un hombre sentado en una silla, o una lata de conservas
semiabierta, es suficiente para hacer aparecer una u otra cosa. Las reacciones nerviosas
de un cuerpo y, ciertamente por ello mismo, su metabolismo, están estrechamente
unidas —si acaso no dependen ya directamente— al conjunto de sus representaciones.
Hay que admitir esto para establecer, no tanto el valor, sino la significación vital de
cada metafísica, su incidencia en términos de forma-de-vida.
Imaginemos, después de esto, una civilización cuya gramática llevaría en su
núcleo, especialmente en el empleo del verbo más corriente de su vocabulario, una clase
de vicio, defecto tal que conlleve a que todo sería percibido de acuerdo a una
perspectiva, no solamente falseada, sino en la mayoría de los casos mórbida.
Imaginemos qué ocurriría entonces con la fisiología común de sus usuarios, con las
patologías mentales y relacionales, con la disminución vital a la que éstos estarían
expuestos. Tal civilización sería ciertamente inhabitable y produciría solamente, en
cualquier sitio que se extienda, desastre y desolación. Esa civilización es la civilización
occidental, y ese verbo es sencillamente el verbo ser. Y el verbo ser no en sus empleos
de auxiliar o de existencia —esto es—, los cuales son relativamente inofensivos, sino en
sus empleos de atribución —esta rosa es roja— y de identidad —la rosa es una flor—,
que autorizan las más simples falsificaciones. En el enunciado “esta rosa es roja”, por
ejemplo, presto al sujeto “rosa” un predicado que no es el suyo, que es más bien un
predicado de mi percepción: soy yo, que no soy daltónico, que soy “normal”, quien
percibe esta longitud de onda como “rojo”. Decir “yo percibo la rosa como rojo”
resultaría ya menos capcioso. En cuanto al enunciado “la rosa es una flor”, me permite
borrarme oportunamente tras la operación de clasificación que yo hago. Por tanto,
convendría más bien decir: “yo clasifico la rosa entre las flores” (que es la formulación
común en las lenguas eslavas). Sin duda es evidente, a continuación, que los efectos del
es de identidad tienen un alcance emocional muy distinto cuando permiten decir de un
hombre que tiene la piel blanca, “es un Blanco”, de alguien que tiene dinero, “es un
rico”, o de una mujer que se comporta algo libremente, “es una puta”. Y esta cuestión
de ninguna manera consiste en denunciar la supuesta “violencia” de tales enunciados,
preparando así el advenimiento de una nueva policía de la lengua, de una political
correctness ampliada, que esperaría que cada frase lleve consigo su propia garantía de
cientificidad. De lo que se trata es de saber lo que se hace, lo que SE nos hace, cuando
hablamos; y de saberlo juntos.
La lógica subyacente a estos empleos del verbo ser es calificada por Korzybski
como aristotélica; nosotros la llamaremos simplemente “la metafísica” — y de hecho
no estamos lejos de pensar, como Schürmann, que “la cultura metafísica en su conjunto
revela ser una universalización de la operación sintáctica que es la atribución
predicativa”. Lo que se juega en la metafísica, y especialmente en la hegemonía social
del es de identidad, es tanto la negación del devenir, como del acontecimiento de las
cosas y los seres — “¿Estoy fatigado? Esto, desde luego, no quiere decir gran cosa. Ya
que mi fatiga no es mía, no soy yo quien está fatigado. ‘Hay lo fatigante’. Mi fatiga se
inscribe en el mundo bajo la forma de una consistencia objetiva, de un suave espesor de
las cosas mismas, del sol y la carretera que sube, del polvo y las piedras.” (Deleuze,
‘Decires y perfiles’, 1947) En lugar del acontecimiento —“hay lo fatigante”— la
gramática metafísica nos forzará a pronunciar un sujeto para después referirle su
predicado: “yo estoy fatigado” — esto es: el acondicionamiento de una posición de
retirada, de elipsis del ser-en-situación, de borrado de la forma-de-vida que se enuncia
tras su enunciado, tras la pseudosimetría autárquica de la relación sujeto-predicado. Y
es, naturalmente, con la justificación de este escamoteo que se abre la Fenomenología
del espíritu, piedra angular de la represión occidental de la determinidad y las formas-
de-vida, verdadera propedéutica para toda ausencia futura. “A la pregunta: ¿qué es el
ahora? —escribe nuestro Bloom jefe— respondemos, pues, por ejemplo, el ahora es la
noche. Y para examinar la verdad de esta certeza sensible, basta con un sencillo
experimento. Escribamos esta verdad; la verdad no es algo que se puede perder por
escribirla, ni mucho menos por tratar de guardarla y conservarla. Pero si volvemos a ver
ahora, es decir, este mediodía, la verdad que escribimos anoche, resulta que tendremos
que decir que se nos ha echado a perder”. El grosero juego de manos consiste aquí en
reducir como si nada la enunciación al enunciado, en postular la equivalencia del
enunciado hecho por un cuerpo en situación, del enunciado como acontecimiento, y del
enunciado objetivado o escrito, que perdura como rastro en la indiferencia a toda
situación. De uno a otro, es el tiempo, es la presencia, lo que cae en la trampa. En su
último escrito, cuyo título suena como una especie de respuesta al primer capítulo de la
Fenomenología del espíritu, Sobre la certeza, Wittgenstein profundiza la cuestión. Se
trata del parágrafo 588: “Sin embargo, ¿no es cierto que con las palabras ‘Sé que esto
es…’ afirmo encontrarme en un estado particular, mientras que la mera aseveración:
‘Esto es…’ no dice lo mismo? A pesar de ello, nuestra réplica a una aseveración
semejante suele ser ‘¿Cómo lo sabes?’ — ‘Sencillamente, porque el hecho de que lo
afirme permite reconocer que lo creo.’ — Podría expresarse así: en un zoológico
podríamos encontrar la inscripción ‘Esto es una cebra’, pero nunca ‘Sé que esto es una
cebra.’ ‘Sé’ sólo tiene sentido cuando sale de la boca de una persona.”
El poder que se ha hecho heredero de toda la metafísica occidental, el Imperio,
extrae de ella toda su fuerza así como la inmensidad de sus debilidades. La abundancia
de artefactos de control y de equipos de vigilancia continua que han cubierto el mundo,
por su exceso mismo, delata el exceso de su ceguera. La movilización de todas esas
“inteligencias” que se vanagloria de tener entre sus filas, sólo confirma la evidencia de
su estupidez. Resulta impresionante ver, año tras año, cómo los seres se escurren cada
vez más entre sus predicados, entre todas las identidades que SE les hacen. Con total
seguridad, el Bloom progresa. Todas las cosas se indistinguen. SE tiene cada vez mayor
dificultad para hacer del que piensa “un intelectual”, del que trabaja “un asalariado”, del
que mata “un asesino”, del que milita “un militante”. El lenguaje formalizado,
aritmética de la norma, no se conexiona sobre ninguna distinción sustancial. Los
cuerpos ya no se dejan reducir a las cualidades que SE les quiso atribuir. Rechazan
incorporárselas. Fluyen, silenciosamente. El reconocimiento, que al principio nombra
una cierta distancia entre los cuerpos, se encuentra desbordado en todos sus puntos. Ya
no puede dar cuenta de lo que pasa, precisamente, entre los cuerpos. Hacen falta, por
tanto, dispositivos, más y más dispositivos: para estabilizar la relación entre los
predicados y los “sujetos” que escapan de ellos obstinadamente, para frustrar la creación
difusa de relaciones asimétricas, perversas y complejas entre dichos predicados, para
producir la información, para producir lo real como información. Es evidente que los
intervalos que mide la norma y a partir de los cuales SE individualizan-distribuyen los
cuerpos, ya no son suficientes para el mantenimiento del orden; es necesario, por otra
parte, hacer reinar el terror, el terror de alejarse demasiado de la norma. Para garantizar
la estabilidad artificial de un mundo en implosión, han devenido necesarias toda una
policía inédita de las cualidades y toda una ruinosa red de microvigilancia, de
microvigilancia de todos los instantes y espacios. Obtener el autocontrol de cada uno
exige una densificación inédita, una difusión masiva de dispositivos de control cada vez
más integrados, cada vez más hipócritas. “El dispositivo: una ayuda para las identidades
en crisis”, escriben los cerdos del CNRS. Pero cualquier cosa que SE haga para asegurar
la plana linealidad de la relación sujeto-predicado, para someter todo ser a su
representación, a pesar de su desprendimiento histórico, a pesar del Bloom, no sirve de
nada. Sin duda, los dispositivos pueden fijar, conservar las economías de la presencia
caducas, hacerlas persistir más allá de su acontecimiento, pero son impotentes al
intentar que cese el asedio de los fenómenos, que tarde o temprano acabarán por
sumergirlos. Por el momento, el hecho de que no es lo ente lo que, la mayor parte del
tiempo, es portador de las cualidades que le prestamos, sino más bien nuestra
percepción, que se muestra siempre más claramente en el hecho de que nuestra pobreza
metafísica, la pobreza de nuestro arte de percibir, nos hace experimentar todo como sin
cualidades, nos hace producir el mundo como desprovisto de cualidades. En este
derrumbamiento histórico, las cosas mismas, libres de todo apego, vienen cada vez más
insistentemente a la presencia.
En realidad, es como dispositivo que nos aparece cada detalle de un mundo que
nos ha devenido extranjero, precisamente, en cada uno de sus detalles.
IV
Nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro
yo la diferencia de las máscaras.
Michel Foucault, Arqueología del saber
El moralismo de toda crítica no es, a su vez, algo a criticar: para nosotros resulta
suficiente conocer la poca inclinación que tenemos por lo que se trama verdaderamente
en él: amor exclusivo de los afectos tristes, de la impotencia, de la contrición, deseo de
pagar, de expiar, de ser castigado, pasión por el proceso, odio del mundo, de la vida,
pulsión gregaria, espera del martirio. Todo ese asunto de la “consciencia” nunca ha sido
realmente comprendido. Existe efectivamente una necesidad de la consciencia que no
consiste de ninguna manera en una necesidad de “elevarse”, sino en una necesidad de
elevar, refinar y estimular nuestro goce, de multiplicar nuestro placer. Una ciencia de
los dispositivos, una metafísica crítica, es por tanto absolutamente necesaria, pero no
para plantar alguna bella certeza tras la cual poder borrarse, ni siquiera para agregar a la
vida su pensamiento, como también se ha dicho. Necesitamos pensar nuestra vida para
intensificarla de manera dramática. ¿Qué me importa un rechazo que no sea al mismo
tiempo un saber milimetrado de la destrucción? ¿Qué me importa un saber que no venga
a incrementar mi potencia, como eso que SE llama pérfidamente “lucidez”, por ejemplo?
Con respecto a los dispositivos, la burda propensión del cuerpo que ignora la
alegría, consistirá en reducir la presente perspectiva revolucionaria a la de la
destrucción inmediata de ellos. Los dispositivos proporcionarían entonces una especie
de chivo expiatorio objetal sobre el cual todo el mundo se pondría de acuerdo de manera
unívoca. Y se restablecería así el más viejo de los fantasmas modernos, el fantasma
romántico que cierra El lobo estepario: el de una guerra de los hombres contra las
máquinas. Reducida a esto, la perspectiva revolucionaria ya sólo sería, nuevamente, una
frígida abstracción. Ahora bien, el proceso revolucionario es un proceso de crecimiento
general de la potencia, o no es nada. Su Infierno es la experiencia y la ciencia de los
dispositivos, su Purgatorio el compartir dicha ciencia y el éxodo fuera de los
dispositivos, su Paraíso la insurrección y la destrucción de ellos. Y corresponde a cada
uno recorrer esta divina comedia, como una experimentación sin retorno.
Pero por el momento reina aún uniformemente el terror pequeñoburgués del
lenguaje. Por un lado, en la esfera “de lo cotidiano”, SE tiende a tomar las cosas por
palabras, es decir, supuestamente, por lo que son —“un gato es un gato”, “un centavo es
un centavo”, “yo soy yo”— y por el otro, desde que el SE es subvertido y el lenguaje se
desarticula para convertirse en agente de desorden potencial en la regularidad clínica de
lo ya-conocido, SE proyecta al lenguaje hacia las regiones nebulosas de la “ideología”,
de la “metafísica”, de la “literatura” o, más corrientemente, de los “sinsentidos”. No
obstante, hubo y habrá momentos insurreccionales en los que, bajo el efecto de un
rechazo flagrante de lo cotidiano, el sentido común vence ese terror. Y SE advierte
entonces que lo que hay de real en las palabras no es lo que designan — un gato no es
“un gato”; un centavo nunca es “un centavo”; yo ya no soy “yo mismo”. Lo que hay de
real en el lenguaje son las operaciones que efectúa. Describir un ente como un
dispositivo, o como ente producido por un dispositivo, es una práctica de desnaturación
del mundo dado, una operación de puesta a distancia de lo que nos es familiar, o que se
quiere como tal. Y usted lo sabe bien.
Poner a distancia el mundo dado, hasta ahora, ha sido lo propio de la crítica. Sólo
la crítica creía que, una vez hecho esto, ya estaba todo dicho. Porque en el fondo le
importaba menos poner el mundo a distancia que ponerse fuera de su alcance,
precisamente en alguna región nebulosa. Quería que SE conociera su hostilidad hacia el
mundo, su trascendencia innata. Quería que SE la creyera, que SE la suponga, en otra
parte, en algún Gran Hotel del Abismo o en la República de las Letras. Lo que nos
importa, a nosotros, es exactamente lo contrario. Imponemos una distancia entre el
mundo y nosotros, no para dar a entender que estaríamos en otra parte, sino para estar
de manera diferente ahí. La distancia que introducimos es el espacio de juego que
necesitan nuestros gestos; nuestros gestos que son compromisos y descompromisos,
amor y exterminio, sabotajes y deserciones. El pensamiento de los dispositivos, la
metafísica crítica, llega por tanto como aquello que prolonga el gesto crítico desde hace
tiempo paralizado, y que al prolongarlo lo anula. Particularmente, anula aquello que,
desde hace más de setenta años, constituye el centro de energía de todo lo que el
marxismo puede contener aún con vida, quiero decir, el famoso capítulo de El capital
sobre “el carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. Cuánto Marx fracasó en
pensar más allá de la Ilustración y cuánto su Crítica de la economía política solamente
fue en efecto una crítica, no aparece en ninguna otra parte de un modo tan lamentable
como en estos pocos parágrafos.
Marx tropieza con la noción de fetichismo desde 1842, luego de su lectura de ese
clásico de la Ilustración que es Sobre el culto de los dioses fetiches, del Presidente de
Brosses. Desde su famoso artículo sobre los “robos de madera”, Marx compara el oro
con un fetiche, apoyando esta comparación en una anécdota extraída del libro de De
Brosses. Este último es el inventor histórico del concepto de fetichismo, el que extendió
la interpretación iluminista de ciertos cultos africanos a la totalidad de las civilizaciones.
Para él, el fetichismo es el culto propio a los “primitivos” en general. “Tantos hechos
similares, o del mismo género, establecen con la máxima claridad que tal como es hoy
en día la Religión de los Negros africanos y otros Bárbaros, tal era en otro tiempo la de
los pueblos antiguos; y que en todos los tiempos, así como por toda la tierra, se ha visto
reinar ese culto directo, rendido sin forma, a las producciones animales y vegetales.” Lo
que más escandaliza al hombre de la Ilustración, y especialmente a Kant, en el
fetichismo, es el modo de ver de un africano, el cual relata Bosman, en su Viaje de
Guinea (1704): “Hacemos y deshacemos Dioses, y […] somos los inventores y los
amos de aquello a lo cual hacemos ofrendas.” Los fetiches son esos objetos o esos seres,
esas cosas en todo caso, a los cuales el “primitivo” se relaciona mágicamente para
restaurar una presencia que tal o cual fenómeno extraño, violento o tan sólo inesperado,
hizo vacilar. Y efectivamente, esa cosa puede ser cualquiera que el Salvaje “divinice
directamente”, como lo explica el Aufklärer conmocionado, que tan sólo ve allí cosas y
no la operación mágica de restauración de la presencia. Y si no puede verla, esa
operación, se debe a que para él, así como para el “primitivo” —fuera del brujo, por
supuesto—, la vacilación de la presencia, la disolución del yo, no son asumibles; la
diferencia entre el moderno y el primitivo consiste solamente en que el primero se
prohibió la vacilación de la presencia, se ha fijado en la denegación existencial de su
fragilidad, mientras que el segundo la admite a condición de remediarla por todos los
medios. De ahí la relación polémica, todo menos tranquila, del Aufklärer con el “mundo
mágico”, cuya única posibilidad le llena de pavor. De ahí, también, la invención de la
“locura” para aquellos que no pueden someterse a tan ruda disciplina.
a posición de Marx, en ese primer capítulo del El capital, no es diferente a la del
Presidente de Brosses, pues se trata del gesto típico del Aufklärer, del crítico. “Las
mercancías tienen un secreto, y yo lo desenmascaro. ¡Ya lo verán, no lo mantendrán por
mucho tiempo!” Ni Marx ni el marxismo han salido nunca de la metafísica de la
subjetividad: es por ello que el feminismo, o la cibernética, han tenido tan poca
dificultad para deshacerlos. Puesto que ha historizado todo, salvo la presencia humana,
o puesto que ha estudiado todas las economías, salvo las de la presencia, Marx concibe
el valor de cambio del mismo modo en que Charles de Brosses, en el siglo XVIII,
observaba los cultos fetichistas entre los “primitivos”. Y esto es así porque no quiere
comprender aquello que se juega en el fetichismo. No ve mediante qué dispositivos SE
ENCANTAMIENTO.
V
Una ciencia de los dispositivos sólo puede ser local. Sólo puede consistir en la
lectura regional, circunstancial y circunstanciada, del funcionamiento de uno o varios
dispositivos. Ninguna totalización puede sobrevenir a espaldas de sus cartógrafos,
porque su unidad no reside en una sistematicidad arrebatada, sino en la pregunta que
determina cada uno de sus adelantos, la pregunta “¿cómo funciona?”.
La ciencia de los dispositivos se ubica en una relación de rivalidad directa con el
monopolio imperial de los saberes-poderes. Es por ello que su compartir y su
comunicación, la circulación de sus descubrimientos, resultan esencialmente ilegales.
En esto se distingue, antes que nada, del bricolaje, el bricolador siendo aquel que sólo
acumula saber sobre los dispositivos para acondicionarlos mejor, para fabricar su
perrera en ellos, que acumula, pues, todos los saberes sobre los dispositivos que no son
poderes. Desde el punto de vista dominante, lo que llamamos ciencia de los dispositivos
o metafísica crítica no es finalmente sino la ciencia del crimen. Y aquí como en otras
partes, no hay iniciación que no sea inmediatamente experimentación, práctica. NUNCA
VI
El poder habla de dispositivos: dispositivo Vigipirate, dispositivo RMI, dispositivo
educativo, dispositivo de vigilancia… Esto le permite dar a sus incursiones un aire de
precariedad tranquilizadora. Luego, cuando el tiempo recubre la novedad de su
introducción, el dispositivo entra en el “orden de las cosas”, y es más bien la
precariedad de aquellos cuya vida transcurre en su interior lo que deviene notable. Los
vendidos que se expresan en la revista Hermès, particularmente en su número 25, no
han esperado a que SE les pida hacerlo, para comenzar el trabajo de legitimación de esta
dominación discreta y a la vez masiva, capaz de contener y distribuir la implosión
general de lo social. “Lo social —dicen— busca nuevos modos reguladores capaces de
afrontar estas dificultades. El dispositivo aparece como una tentativa de respuesta.
Permite adaptarse a esta fluctuación mientras la baliza. […] Es el producto de una nueva
propuesta de articulación entre individuo y colectivo, al asegurar una interdependencia
mínima sobre el fondo de fragmentación generalizada”.
Frente a cualquier dispositivo, por ejemplo un torniquete de entrada del metro
parisino, la pregunta incorrecta es: “¿para qué sirve?”, y la respuesta incorrecta, en este
caso concreto, es: “para impedir el fraude”. La pregunta exacta, materialista, la pregunta
metafísico-crítica, es por el contrario: “¿pero qué hace, qué operación realiza ese
dispositivo?” La respuesta será entonces: “el dispositivo singulariza, extrae al cuerpo
fraudulento de la masa indistinta de los ‘usuarios’, al forzarlos a hacer algún
movimiento fácilmente perceptible (saltar por encima del torniquete, o colarse detrás de
un ‘usuario reglamentado’). Así, el dispositivo hace existir el predicado ‘defraudador’,
es decir, hace existir un cuerpo determinado en tanto que defraudador”. Lo esencial,
aquí, es el en tanto que. O más exactamente, la manera en que el dispositivo naturaliza,
escamotea, el en tanto que. Ya que el dispositivo tiene una manera de hacerse olvidar,
de borrarse detrás del flujo de los cuerpos que pasan en su seno, tiene una permanencia
que se apoya sobre la actualización continua de la sumisión de los cuerpos a su
funcionamiento, a su existencia relajada, cotidiana y definitiva. El dispositivo instalado
configura así el espacio, de tal manera que esa configuración misma permanezca en
retirada, como un puro dato. De su manera de darse por evidente, se sigue el hecho de
que lo que hace existir no aparece como habiendo sido materializado por él. Es así como
el dispositivo “torniquete antifraude” realiza el predicado “fraudulento” antes de que
impida el fraude. EL DISPOSITIVO PRODUCE, MUY-MATERIALMENTE, UN CUERPO DADO
El hecho de que cada ente, en tanto que ente determinado, sea a partir de ahora
producido por dispositivos, define un nuevo paradigma del poder. En Los anormales,
Foucault proporciona la ciudad en estado de peste como modelo histórico de este nuevo
poder, del poder productivo de los dispositivos. Es por tanto, en el propio seno de las
monarquías administrativas, donde habría sido experimentada la forma de poder que
debía sustituirlas; forma de poder que ya no procede por exclusión, sino por inclusión,
ni por ejecución pública, sino por castigo terapéutico, ni por extracción arbitraria de
bienes, sino por maximización vital, ni por soberanía personal, sino por aplicación
impersonal de normas sin rostro. El emblema de esta mutación del poder, de acuerdo a
Foucault, es la gestión de los apestados en oposición al destierro de los leprosos. En
efecto, los apestados no son excluidos de la ciudad, relegados en un afuera, como lo
eran los leprosos. Por el contrario, la peste permite desplegar todo un equipamiento
imbricado, todo un escalonamiento, toda una gigantesca arquitectura de dispositivos de
vigilancia, de identificación y selección. La ciudad, cuenta Foucault, “se dividía en
distritos, los distritos en barrios, y luego en ellos se aislaban las calles, y en cada calle
había vigilantes, en cada barrio inspectores, en cada distrito responsables de distrito, y
en la ciudad misma, o bien un gobernador nombrado a esos efectos o bien los regidores
que, en el momento de la peste, habían recibido un poder complementario. Análisis del
territorio, por tanto, en sus elementos más finos; organización, a través de ese territorio
así analizado, de un poder continuo […], poder que era también continuo en su
ejercicio, y no simplemente en su pirámide jerárquica, porque la vigilancia debía
ejercerse sin interrupción alguna. Los centinelas tenían que estar siempre presentes en
los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y los distritos debían hacer su
inspección dos veces al día, de tan manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía
escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de
manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la
retranscripcíón de todas las informaciones en grandes registros. Al comienzo de la
cuarentena, en efecto, todos los ciudadanos que se encontraban en la ciudad tenían que
dar su nombre. Sus nombres se inscribían en una serie de registros. […] Y los
inspectores tenían que pasar todos los días delante de cada casa, detenerse y llamar.
Cada individuo tenía asignada una ventana en la que debía aparecer y, cuando lo
llamaban por su nombre, debía presentarse en ella; se entendía que, si no lo hacía, era
porque estaba en cama; y si estaba en cama, era porque estaba enfermo; y si estaba
enfermo, era peligroso. Y, por consiguiente, había que intervenir.” Lo que con esto
describe Foucault es el funcionamiento de un paleodispositivo, el dispositivo antipeste,
cuya naturaleza consiste, mucho más que en luchar contra la peste, en producir tal o
cual cuerpo como apestado. Con los dispositivos, pasamos así “de una tecnología del
poder que expulsa, excluye, destierra, margina y reprime, a un poder que es por fin un
poder positivo, un poder que fabrica, que observa, un poder que sabe y se multiplica a
partir de sus propios efectos. […] Un poder que no actúa por la separación en grandes
masas confusas, sino por distribución según individualidades diferenciales.”
Durante mucho tiempo, el dualismo occidental ha consistido en plantear dos
entidades adversas: lo divino y lo mundano, el sujeto y el objeto, la razón y la locura, el
alma y la carne, el bien y el mal, el adentro y el afuera, la vida y la muerte, el ser y la
nada, etc. etc. Planteadas las cosas de esta manera, la civilización se construía como la
lucha de uno contra otro. Esto traía consigo una lógica excesivamente costosa. El
Imperio, claramente, procede de otro modo. Se mueve aún en esas dualidades, pero ya
no cree en ellas. En realidad, se contenta con utilizar cada pareja de la metafísica
clásica con el fin de mantener el orden, esto es: como máquina binaria. Por dispositivo
entenderemos, desde este momento, un espacio polarizado por una falsa antinomia, de
tal manera que todo lo que ocurra o pase en él resulte reductible a uno u otro de sus
términos. El más gigantesco dispositivo que se haya realizado, como tal, fue
evidentemente el macrodispositivo geoestratégico Este-Oeste, en el cual se oponían
término a término el “bloque socialista” y el “bloque capitalista”. Toda rebelión, toda
alteridad que venía a manifestarse sin importar dónde, o bien tenía que rendir lealtad a
una de las identidades propuestas, o bien tenía que ser agrupado contra su voluntad en el
polo oficialmente enemigo del poder que afrontaba. En la potencia residual de la
retórica estalinista del “le haces el juego a…” —Le Pen, la derecha o la mundialización,
qué importa—, que no es más que una transposición reflejo del viejo “clase contra
clase”, medimos la violencia de las corrientes que pasan por todo dispositivo, y la
increíble nocividad de la metafísica occidental en putrefacción. Un lugar común entre
los geopolíticos consiste en burlarse de esas exguerrillas marxistas-leninistas del
“Tercer Mundo” que, tras el colapso del macrodispositivo Este-Oeste, se habrían
reconvertido en simples mafias o habrían adoptado una ideología considerada una
locura bajo el pretexto de que los señores de la calle Saint-Guillaume no comprenden su
lenguaje. De hecho, lo que aparece en este momento es más bien el efecto insostenible
de reducción, obstrucción, formateo y disciplinarización que todo dispositivo ejerce
sobre la anomalía salvaje de los fenómenos. A posteriori, las luchas de liberación
nacional aparecen menos como astucias que la URSS habría tramado, que como la
astucia de otra cosa que desafía al sistema de representación y rechaza tener lugar en él.
Lo que es preciso comprender, de hecho, es que todo dispositivo funciona a partir
de una pareja — e inversamente, la experiencia muestra que una pareja que funciona es
una pareja que forma un dispositivo. Una pareja, y no un par o un doblete, puesto que
toda pareja es asimétrica; consta de un [término] mayor y otro menor. El mayor y el
menor no son sólo nominalmente distintos —dos términos “contrarios” pueden
perfectamente designar la misma propiedad, y en cierto sentido es así la mayor parte del
tiempo—, nombran dos modalidades diferentes de agregación de los fenómenos. El
mayor, en el dispositivo, es la norma. El dispositivo asocia lo que es compatible con la
norma por el simple hecho de no distinguirlo, de dejarlo inmerso en la masa anónima,
como soporte de lo que es “normal”. Así, en una sala de cine, el que no grite, ni
canturree, ni se destape, ni etc., permanecerá como algo indistinto, agregado a la
muchedumbre hospitalaria de los espectadores, significante en tanto que insignificante,
por debajo de todo reconocimiento. El término menor del dispositivo será, por tanto, lo
anormal. Esto es lo que el dispositivo hace existir, lo que singulariza, aísla, reconoce,
distingue y luego vuelve a agregar, pero en tanto que desagregado, separado, diferente
del resto de los fenómenos. Aquí tenemos al término menor, compuesto por el conjunto
de lo que el dispositivo individúa y predica, y que por ello desintegra, espectraliza y
suspende; conjunto del que SE asegura que nunca se condense, que nunca se encuentre,
y eventualmente conspire. Es en este punto que la mecánica elemental del Biopoder se
conecta directamente con la lógica de la representación tal como ésta domina al interior
de la metafísica occidental.
La lógica de la representación consiste en reducir toda alteridad, en hacer
desaparecer lo que está ahí, que viene a la presencia, en su pura haecceidad, y da que
pensar. Toda alteridad, toda diferencia radical, en la lógica de la representación, es
aprehendida como negación de lo Mismo que esta última ha comenzado por plantear.
Lo que difiere abruptamente, y que no posee así nada en común con lo Mismo, es de
este modo conducido, proyectado, hacia un plano común que no existe, y en el cual
figura, a partir de ahora, una contradicción que sería uno de los términos. En el
dispositivo, aquello que no es la norma es de este modo determinado como su negación,
como anormal. Aquello que es simplemente otro, es integrado como otro de la norma,
como lo que se opone a ella. El dispositivo médico hará entonces existir al “enfermo”
como lo que no es sano. El dispositivo escolar al “tonto” como lo que no es obediente.
El dispositivo judicial al “crimen” como lo que no es legal. En la biopolítica lo que no
es normal será así arrojado a lo patológico, cuando sabemos por experiencia que la
patología es ella misma, para el organismo enfermo, una norma de vida, y que la salud
no está asociada a una norma de vida particular sino a un estado de fuerte normatividad,
a una capacidad de afrontar y de crear otras normas de vida. La esencia de todo
dispositivo consiste así en imponer un reparto autoritario de lo sensible donde todo lo
que viene a la presencia se enfrenta con el chantaje de su binariedad.
El aspecto temible de todo dispositivo consiste en que se basa sobre la estructura
originaria de la presencia humana: en que somos llamados o requeridos por el mundo.
Todas nuestras “cualidades”, nuestro “ser propio”, se establecen en un interpretación
con los entes tal que nuestra disposición hacia ellos no es primera. Sin embargo, nos
sobreviene corrientemente, en el seno de los dispositivos más banales —como un
sábado por la tarde tomando entre parejas pequeñoburguesas en un quiosco de las
afueras—, que experimentamos el carácter, no tanto de petición, sino de posesión, e
incluso de extrema posesividad, que se une a todo dispositivo. Y es en las discusiones
superfluas, que marcarán esa velada lamentable, que eso se experimentará. Uno de los
Bloom “presentes” comenzará su perorata contra los funcionarios-que-están-todo-el-
tiempo-en-huelga; hecho esto, y el papel siendo conocido, una contrapolarización de
tipo socialdemócrata aparece entre otro de los Bloom, que desempeñará su parte con
mayor o menor placer, etc. etc. Aquí, no son cuerpos los que hablan, sino que es un
dispositivo que funciona. Cada uno de los protagonistas activa en serie las pequeñas
máquinas significantes listas para usar, y que están siempre-ya inscritas en el lenguaje
corriente, en la gramática, en la metafísica, en el SE. La única satisfacción que podemos
extraer de esta clase de ejercicio es haber actuado brillantemente en el dispositivo. La
virtuosidad es la única libertad irrisoria que ofrece la sumisión a los determinismos
significantes.
Quienquiera que hable, obre o “viva” en un dispositivo está de alguna manera
autorizado por él. El dispositivo se vuelve autor de sus actos, sus palabras y sus
conductas. Asegura la integración, la conversión a la identidad, de un conjunto
heterogéneo de discursos, gestos y actitudes: de haecceidades. La reversión de todo
acontecimiento a la identidad es aquello por lo cual los dispositivos imponen un orden
local tiránico sobre el caos global del Imperio. La producción de diferencias, de
subjetividades, también obedece al imperativo binario: la pacificación imperial descansa
completamente sobre la puesta en escena de tantas falsas antinomias, de tantos
conflictos simulatorios: “A favor o en contra de Milošević, “A favor o en contra de
Saddam”, “A favor o en contra de la violencia”… Su activación tiene el efecto
bloomificante que conocemos y que obtiene finalmente de nosotros la indiferencia
omnilateral sobre la cual se apoya a toda marcha la injerencia de la policía imperial. Es
la misma sensación que sufrimos ante cualquier debate televisado, a pesar de que los
actores tengan poco talento: la pura sideración ante el juego impecable, la vida
autónoma, la mecánica artista de los dispositivos y las significaciones. De este modo,
los “antimundialización” opondrán sus argumentos previsibles a los “neoliberales”. Los
“sindicatos” reproducirán interminablemente 1936 frente a un eterno Comité des
Forges. La policía combatirá a la escoria social. Los “fanáticos” confrontarán a los
“demócratas”. El culto de la enfermedad creerá desafiar al de la salud. Y toda esta
agitación binaria será el mejor garante del sueño mundial. Es así como día tras día SE
*
Este texto constituye el acto fundacional de la S.A.S.C., la Sociedad por el Desarrollo [Avancement]
de la Ciencia Criminal. La S.A.S.C. es una asociación sin ánimo de lucro cuya vocación consiste en
reunir anónimamente, clasificar y difundir todos los saberes-poderes útiles a las máquinas de guerra
antiimperiales.
6. INFORME EN LA S.A.S.C. SOBRE UN DISPOSITIVO
IMPERIAL [NO TRADUCIDO]
7. EL PEQUEÑO JUEGO DEL HOMBRE DEL ANTIGUO
RÉGIMEN [NO TRADUCIDO]
Me habría gustado no haber tenido que escribir este texto. Me habría gustado
borrarme detrás de un bastidor púdico de palabras, cubrir mi cuerpo carnal con la
sacrosanta neutralidad del discurso, burlarme de mis deseos o patalogizarlos según un
cuadro analítico que sólo me habría absuelto para someterme más fácil.
Pero no lo he hecho, porque ya no continuaba creyendo en aquello que se decía de
mí; requería un texto a muchas voces, una escritura compartida que viviera la
sexuación sin pudor, que la contara, la desnaturalizara, la abriera como una caja
sellada, sacándola de la mazmorra de lo “privado” y lo “íntimo” para conducirla a la
intensidad de lo político.
Quería un texto que no se lamentara, que no vomitara sentencias, que no diera
respuestas preliminares con el solo objetivo de volverse incuestionable. Y es por esto
que lo que sigue no es un texto escrito por las mujeres para las mujeres, puesto que yo
no soy uno ni soy una, sino que yo soy un muchos que dice “yo” [je]. Un “yo” contra
la ficción del pequeño yo [moi] que se reviste de universal y que toma su cobardía
como el derecho de borrar en nombre de otro todo aquello que lo contradice.
Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es visible, en el seno de
las democracias biopolíticas, está ya colonizado, pero con una obscenidad melancólica,
que huye del arrebato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutiblemente de la obscenidad de
nuestro tiempo, pero, en este caso, el espacio de esta connivencia no es inmutable ni
indecente, sólo el resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y mal,
olvidando el patriarcado pero permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos no son lógicas sino
éticas, transmitidas en el seno de un orden históricamente determinado y no
filosóficamente fundadas, preferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y
las mujeres dedican a conservar sus deseos, dentro de la máquina productiva y contra
ella, pero también contra sí mismos. Ciertamente, se subjetivan para ser sexualmente
deseables, son sexuados para tener una existencia relacional genérica, pero esto no es
hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a un orden simbólico, a una
trascendencia adecuada para ellos, que prolongaba la vulgaridad de su deseo en
elegantes apéndices de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corporeidad indecible,
descuartizadas entre la imagen de sumisión que la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la
nueva obligación de ser los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de
desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba / sobre las murallas; /
ella, a la que ustedes maldijeron, / no era sino un fantasma y una sombra arrojada, /
una imagen reflejada” (Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres
cargan con esa imagen, como la pobre y bella Helena, el fantasma que un deseo de
poder de hombres, nacido entre hombres, sin relación con su placer, se ató a su
destino. Un deseo que no tiene márgenes, puesto que toda transgresión femenina
termina por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don Juan despierta la
complicidad de la más fiel de las esposas, la mujer libre sigue siendo un peligro
público.
¿Siempre he amado a los hombres como uno de sus congéneres? ¿Soy un chico, un
chico travieso que no tiene bolas? ¡Claro que no! Yo no estoy castrada y no quiero un
pene. En absoluto. ¡Lo juro! Y además, me gustan las chicas, las mujeres, en general.
Las disculpo cuando son idiotas, las admiro cuando están en lo correcto. Las mujeres
son algo formidable, ¡son algo que trae alegría en el centro comercial a cielo abierto de
nuestras vidas, son algo que trae consigo ofertas de trabajo! ¿Acaso las amo como un
hombre, con la misma hipocresía, más la esperanza cobarde de que no se conviertan en
mis rivales en la seducción? ¿Se trata de retórica? ¿O caballería? Cuando UNO las ama, a
las mujeres, ¿no sería por casualidad que UNO retocara la farsa del amor cortés, del amor
romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga nunca, no tiene la regla, no tiene
cuerpo?
¿Qué vomitan, las anoréxicas, las bulímicas, las mujeres afectadas por los
desórdenes alimenticios? Ellas vomitan su cuerpo. Ellas no entendieron, tal vez, nada,
sólo quieren parecerse a Kate Moss. Pero su cuerpo, por su parte, entiende, entendió
todo, y nos explica. Celebra su conferencia de jugos gástricos que corroen los dientes,
de huesos que atraviesan la piel, de estrías que desfiguran el vientre. El Espectáculo se
desplaza hacia la clínica. Como es usual. La matriz médica nos escupe a la cara que
nuestro cuerpo no nos pertenece (léase: ustedes no pueden seguir alquilándolo o
vendiéndolo a su gusto), que nuestro cuerpo es un cuerpo de enfermo, un cuerpo de loca
de remate que nadie deseará.
Los cuerpos de mujeres, por su parte, dicen cosas que las bocas no se atreven a
repetir. Los cuerpos de mujeres escuchan cosas que las orejas rehúsan escuchar. Lo que
se dice a las mujeres, por su parte no cuenta para nada.
Lo que cuenta es lo que les hacen, lo que ellas se hacen.
En verdad quiero luchar con algunas mujeres, y algunos hombres. En verdad quiero
que no salgamos de la máquina de guerra y que la ampliemos juntos, que la hagamos
irresistiblemente deseable. Que la hagamos realmente mixta. Y perversa. Y polimorfa.
Y ofensiva. Que no volvamos a tener ningún problema. En verdad quiero que olvidemos
a las mujeres y que olvidemos a los hombres, porque éstos son dos nombres de una
restricción ligada a la acumulación y a la ofensiva militar.
Fuera del capitalismo y del hacimiento de bienes, fuera de la guerra librada por el
pillaje y la extensión del poder, nosotros no tenemos nada que ver con los “hombres” y
las “mujeres” ni con sus familias patógenas.
Nos importa un bledo ser compatibles con su presente, nosotros somos compatibles
con nuestro futuro.
Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para representar, de manera sin duda no exhaustiva, un poder
centrado esencialmente en la retención y la muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto a los
nuevos procedimientos de poder que funcionan no en el castigo sino en el control, y que se ejercen en
niveles y en formas que desbordan el Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un tipo
de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez menos codificar el poder o servirle como sistema de
representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja cada vez más de un reino del derecho que empezaba
ya a retroceder hacia el pasado en la época en que la Revolución Francesa y, con ella, la edad de las
constituciones y los códigos, parecían convertirlo en una promesa para un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía está en obra en los análisis contemporáneos sobres las
relaciones del poder con el sexo. Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al
poder, si es anterior a la ley como se imagina con frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo
constituye. Ése no es el punto. Ya sea el deseo esto o aquello, de cualquier manera se continúa
concibiéndolo en relación a un poder siempre jurídico y discursivo, un poder que encuentra su punto
central es la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a una determinada imagen del poder-ley […]
Y es de esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si
se quiere realizar un análisis del poder dentro del juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es
preciso construir una analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código. […]
Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber
Si es cierto, tal como fue escrito, que la pasteurización de la leche contribuyó a dar la libertad a las
mujeres más que las luchas de las “sufragistas”, entonces hace falta hacer que esto ya no sea cierto. Y lo
mismo tiene que ser dicho sobre la medicina que redujo la mortalidad infantil o inventó los productos
anticonceptivos, o sobre las máquinas que han hecho más productivo el trabajo humano, o sobre los
progresos de la vida social que han conducido a los hombres a no seguir considerando a las mujeres
como unas criaturas de naturaleza inferior. ¿De dónde viene esa libertad que me es entregada en una
botella de leche pasteurizada? ¿Qué raíces tiene la flor que me es ofrecida como un signo de civilización
superior? ¿Qué soy yo, si mi libertad se debe a esta botella o a esta flor que se me ha puesto en la mano?
No se trata tanto de la cuestión de la precariedad del don, incluso si es una circunstancia cuyo
origen no debe ser descuidado. Es preciso encontrar al origen de la libertad propia para tener una
posesión segura de ella, lo que no quiere decir un goce garantizado, pero sí la certeza de saber
reproducirla incluso en las condiciones menos favorables.
No creas tener derechos
Me he entretenido en pensar, en las tardes de distracción, las veces que he puesto y quitado la mesa ¡Me
ha salido la cifra de diez mil novecientos cincuenta! ¡Diez mil novecientos cincuenta veces en diez años!
Si calculas que en cada operación debo poner y quitar un promedio de seis platos, dos cazuelas, dos
fuentes, seis piezas de cubiertos, cuatro vasos, dos servilletas, el mantel, el salvamantel, dos botellas de
bebida, el frutero, dos cucharas para servir, el pan y su cuchillo —y todo eso en un día ordinario, sin
invitados ni comida especial— resulta que por lo menos he de hacer siete viajes de ida y otros siete de
vuelta del aparador y la cocina a la mesa. Estos movimientos tres veces al día —aunque el desayuno no
es tan completo en cambio no he contado el servicio del café por la tarde y por la noche— suman
veintiuno cada día, por trescientos sesenta y cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y cinco,
por diez años de matrimonio, setenta y seis mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese puesto
el mismo número de ladrillos tendría construidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he construido
nada… como si hubiese arado en el agua… esta noche tengo que volver a empezar, y mañana y pasado y
siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975
El primer impulso que me surge con esta lectura es un rechazo: rechazo aceptar como cierta la teoría de
que nosotras, las mujeres, hemos vivido y continuamos viviendo instrumentalizadas y manejadas por el
hombre y por su historia. Me doy cuenta de que con esta protesta busco una defensa, pero al menos
reconocemos que esto puede ser dramático para una mujer llegada ya a la mitad de su recorrido en la
vida, y que siempre ha creído actuar por lo mejor, escucharse decir (yo traduzco el concepto): “tú te has
tropezado con todo en la vida; los valores que creías justos, como la familia, la fidelidad en el amor, la
pureza, incluso tu trabajo de mujer en el hogar: todo mal, todo resultado de una sutil estrategia
transmitida de generación en generación por una explotación continua de la mujer”. Lo repito: hay de
qué quedar estupefacta.
Mujer que entró a la escuela nocturna para pasar su titulación en Italia, tras su encuentro con las
militantes feministas en 1977 (extracto de No creas tener derechos)
Género
El poder produce clasificando y clasifica produciendo; toda taxonomía esta
encaminada a la acumulación, a la creación de disponibilidades. El género no es el sexo;
su cuidado no es anatómico, sino cinético. Su función epistemológica consiste en volver
legible el vínculo que existe entre las prácticas sexuales de cada persona, su
autorrepresentación como ser sexuado, y su consecuente existencia relacional, su forma
de conocer el mundo y de atribuir sentido a los seres, a las cosas, a las situaciones.
El género no es una realidad ni algo natural o dado, sino un instrumento de
conocimiento y de deconstrucción. Ninguna identidad puede ser fabricada partiendo de
aquí, ningún “nacionalismo sexuado” puede nacer de este enfoque. El objetivo es hacer
visibles las tecnologías políticas de gestión de los deseos, de los cuerpos y las
identidades para modificarlas o hacerlas estallar.
Esto cambia muchas cosas en el romanticismo de los viejos feminismos: no son las
buenas madres, ni las malas esposas, ni las lesbianas, ni las histéricas, ni las
ninfómanas, el sujeto revolucionario prefabricado que ha de llevar la delantera. O bien,
son ellas también, pero no en cuanto tales. El sujeto de las prácticas de libertad está por
ser construido en nuevas relaciones, comenzando por prácticas ofensivas.
Si la mediación cultural y política fue colonizada por medio de la ficción del sexo
masculino (y de la raza blanca), es preciso ahondar en lo no-dicho y en el silencio: tal
será el primer acto de ludismo contra las tecnologías de género. Lo que tenían en común
el feminismo extático y las luchas de los obreros, era su silencio. Los oprimidos no
tendrían, pues, nada que decir al poder. Por consiguiente, el parentesco entre la práctica
y la política sería más estrecho que aquel entre la política y el discurso. La libertad
prescinde de la habladurías. No necesita indicar su objetivo, es para sí misma su medio
y su fin.
Liberados de la obligación de hablar, de explicarse, tal vez las mujeres y los
plebeyos nunca han dado un paseo por los jardines ordenados e imperfectos de la
metafísica o de las ciencias “humanas”, pero han practicado una política del gesto.
Robar, golpear, trabajar o hacer la huelga son actos políticos que hablan por sí
mismos y no necesitan traducción, son autoevidentes, vehiculan un sentido inmediato
que condiciona la presencia tanto como el estado de ánimo. Exactamente igual a como
cocinar, educar a los hijos, amar o no a su marido son otros tantos discursos que el
poder hace pasar por ruidos de fondo.
La Grieta
Basta con hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para
adivinar que el autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines
conciliadores. Admitía que era “sólo una mujer” o protestaba que “valía tanto como un hombre”. Según
su temperamento, reaccionaba ante la crítica con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No
importa cuál, estaba pensando en algo que no era la obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras
cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que se hallaban
desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de viejo londinenses. Las había
podrido esta fisura que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión
ajena.
V. Woolf, Una habitación propia
Las cosas más desconcertantes no son las que nunca se supieron antes, sino las que primero fueron
conocidas y después olvidadas.
No creas tener derechos
Histéricas y abogadas
—Es así: las mujeres sólo han tenido falsas noticias sobre el amor. Muchas noticias diferentes, todas
falsas. Y experiencias inexactas.
Sin embargo, siempre confianza en las noticias, no en las experiencias. Es por esto que tienen tantas
cosas falsas en la cabeza.
[…]
—Verás —dice Mariamirella—, tal vez te tengo miedo. Pero no sé dónde refugiarme. El horizonte está
desierto, sólo estás tú. Eres el oso y la cueva. Es por esto que me quedo acurrucada en tus brazos, porque
tú me proteges del miedo que te tengo.
I. Calvino, Prima che tu dica pronto
La voz del feminismo extático no es, pues, una voz de mujeres. Su fuerza, fuente
de la desconfianza de los grupos políticos revolucionarios mixtos que le preexistían,
consiste en plantear no únicamente la cuestión de los medios relacionales de la lucha,
sino la del plan(o) de consistencia. En efecto, en él nunca se trató de criticar unas
relaciones alienadas en cuanto medios de lucha, como lo hizo por ejemplo el
movimiento no-violento, sino de esclarecer de qué modo las volvían ineficaces los
prolongamientos de los modos de circulación del poder de la sociedad contestada en las
prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracterizando a numerosas
formaciones subversivas, se deriva de un cuestionamiento o rechazo excesivamente
esquemático de la economía capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el
hecho de que en la relación entre sexos se juega otra dialéctica sin amos ni esclavos, se
arranca conscientemente los ojos por su complicidad con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde la opresión es una
fuente codificada de goce e incluso el único socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdicamente ante una
cuestión tan farragosa como la de la “opresión” al preferirle el término aséptico de
“explotación”, con el cual, por supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el
psicologismo. Pero el problema es que no existe ninguna objetividad cuantificable de la
explotación, pues ésta depende, también, del dominio de lo cualitativo. La cuestión que
se plantea no es tanto cuánto se es explotado, sino cómo se es, desde qué punto de vista
la explotación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez destrozado, no
queda nada que liberar. Porque la deslegitimación social preventiva de ciertos deseos
por parte del poder, vuelve a tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos
apenas siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La dialéctica
psicológica compleja que hace del reformista el enemigo más peligroso del
revolucionario, los opone en realidad basándose en dos aproximaciones distintas del
goce; la apuesta revolucionaria es que la indecencia esencial de todo deseo de vida
acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que las identidades se elaborarán
de modo relacional y contingente y no se establecerán en función de una conformidad
social compartida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abastecería, pero no habla
de subjetivación; ¿sobre qué base unos cuerpos extraídos de los eslabones identitarios
del Estado, o de su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto permanece
por debajo de las preocupaciones del materialista que atacará la propiedad privada de
los cuerpos, la esclavitud, la violencia, para después estamparse con lo inexplicable del
sadomasoquismo, del deseo de embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia la mujer es el
proletario y el hombre el burgués, al ser retribuido y reconocido el hombre, y explotada
y relegada al silencio de la vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de
que en la sociedad el burgués no proporciona placer al proletario y el amor o el deseo
sólo se mezclan de modo oblicuo a sus relaciones. Todavía hoy, el punto ciego más
sorprendente de la lectura de clase sigue siendo la relación de sexo, mientras que la
familia y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente por recomponerse en
calidad de falsas alternativas a las relaciones capitalistas. Encarnando una situación en
la que la circulación de poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por
tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de la familia continúa
estructurando los imaginarios y las prácticas que se pretenderían en ruptura con la
sociedad. Ahora bien, la economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es
la primera cosa a interrogar, pues es el tierno e inocente corazón de todo régimen de
poder, aquello que en él nos reclama una irresistible complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la socialización de los
medios de producción en absoluto ha mermado la institución familiar tradicional, más
bien la ha reforzado en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura
patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado
personalidades y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la
organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como verdadero
estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y por tanto la exclusión de la
mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de esta
teoría revolucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una vida de
marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, encargado de
hijos, uno de los cuales lo tuvo con la sirvienta. La abolición de la familia no significa,
en efecto, ni la puesta en común de las mujeres, como incluso Marx y Engels habían
elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer un instrumento de ‘progresos’,
sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá hecho escuchar su voz y
habrá combatido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad burguesa, sino a
cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre como principal protagonista,
situándose más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el
marxismo.” (Escupamos sobre Hegel, 1974)
Fuera de clase
Establecido que el hombre no es “violencia” y la mujer “dulzura” (porque esta división ha sido operada
por los hombres contra las mujeres) y que la violencia no es ni masculina ni femenina; establecido que la
diferencia es al contrario entre violencia liberada y no liberada, se trata entonces de tratar de vivirla y
practicarla de manera distinta. Evitando que produzca, a raíz de sus reglas propias y totalizantes,
aquello que es definido como “militarización de las consciencias”.
I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre
Parece que en 1977 alguien fijó en la librería de las mujeres de Milán un cartel que
decía “NO EXISTE PUNTO DE VISTA FEMINISTA”, y que dicho cartel permaneció en ese
muro cierto número de años. Existió un movimiento feminista que atravesó eso que se
llama el feminismo, ahora que ya no lo hay; pero no era un movimiento de
reconstrucción o de construcción identitaria, o al menos no en sus componentes que yo
defino como extáticos, más bien se asemejaba a un proceso de demolición, lo que era
completamente coherente con sus presupuestos. Porque integrarse a una civilización que
hasta ayer nos excluía o proponerle otro funcionamiento mejor para ayudarla a resolver
su ligero problema de desmoronamiento, es una alternativa insostenible.
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a una necesidad de
modernización del aparato productivo: la explotación de las amas de casa simplemente
ya no era suficiente. El fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus
overoles azules, su fuerza bruta en las luchas y en la fábrica. El trabajador era un
profesional de su propia explotación, un aficionado de la existencia. La producción era
su dominio, la reproducción el espacio de su incompetencia. No sólo que la
regeneración de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su problema” sino el
de su mujer, así como los cuidados de los hijos y la limpieza de la casa. El trabajador
del fordismo atravesaba una vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía
sucio y vacío a una célula familiar en la que los cuerpos eran domesticados y tocados de
un modo distinto a los de sus colegas en el cementerio libidinal de la fábrica, moría
ignorante y lleno de rabia, víctima de la desposesión de una potencia cuyo nombre ni
siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni siquiera había localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de esa ignorancia de la
vida patrocinada por el Capital forma parte de lo que llamo el feminismo extático. Su
escándalo consistió en hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su
novedad consistió en extraerse de la esfera estratégica que inspira a la contestación y su
objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el movimiento obrero se
había fundado en el ataque cruzado contra el fordismo, en el que se oponía a la lógica
maquínica de la producción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmética
mecánica del tiempo de fábrica la inconmensurabilidad del tiempo de vida. Pero esta
convergencia era problemática: si los hombres podían investir con las luchas el terreno
convencional del asalariado u oponérsele con el rechazo al trabajo, las mujeres
ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto que se veían en una
falta de reconocimiento y de cuantificación de su trabajo, que era más o menos
coextensivo a su vida. Hablar el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para
luchar contra las desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los trabajos
cualificados equivalía a legitimar el verdadero sistema de esclavitud subterránea que
había llevado a tal situación, es decir, la extracción de plusvalía continua de toda
actividad doméstica y familiar de la mujer bajo el disfraz de una necesidad socialmente
normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inmediatamente
desolidarizante con todo combate masculino, un deseo violento de separatismo, de
interrupción del double bind que roe la vida de toda mujer en lucha, obligándola a
separar una dimensión privada —en la que el juicio es aplastado por la necesidad de la
indulgencia y la obligación a adherir las normas que han sido la fuente de su idea de
amor— de una dimensión política o social en la que se habla la lengua de los propios
hombres que son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior como
algo más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado, su desgracia era
socialmente ritualizada y políticamente reconocida, pero la desgracia de Penélope, quien
para habitar la doble restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un
hombre que un marido ausente no echa fuera, separada de un esposo que la olvida pero
alimentando su recuerdo para no perder dignidad ante sus propios ojos, ésa es una
desgracia que no tiene derecho de ciudad. El sufrimiento de quien pierde su sueño
mintiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo contradictorio (la buena
madre y la trabajadora diligente, la mujer liberada y la esposa fiel, la camarada y la que
lava los calcetines, la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es tenido
por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social impregnado de ignorancia de
los cuerpos, de la alegría, de los niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce
vacaciones ni recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la capa más
superficial de la existencia, entre temor y frivolidad, sigue sin encontrar una oreja para
escucharlo, un combate para afrontarlo.
El trabajador puede sindicalizarse, irse a huelga; las madres están aisladas unas de otras en sus casas,
atadas a sus hijos por lazos compasivos. Nuestras huelgas salvajes se manifiestan casi siempre bajo la
forma de un derrumbamiento físico o mental.
Adrienne Rich, Nacemos de mujer, 1980
No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar la noche en su
oficina. Su gris existencia de pequeño empleado se desvanece sobre el tiempo de ocio
que parece de paso imposible, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el
trabajo y la vida: se tratan, para él, de dos posibilidades inconciliables, dos
imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el juego, vive su vida como un
empleado y se conduce al puesto de trabajo como si pudiera vivir tranquilamente en él.
Por supuesto, no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y entonces
qué? En este universo desolado, poblado de tareas por cumplir y relaciones abstractas
entre hombres-trabajadores, Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga
completamente nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo. “En verdad
—afirma, resignado, su jefe de oficina—, era su dulzura prodigiosa por encima de todo,
la cual no sólo me desarmaba, sino que, por así decir, me despojaba de toda actitud
viril.” Bartleby es sorprendido holgazaneando en las instalaciones de una oficina
cualquiera de Wall Street, un domingo, medio desnudo, pero nadie encuentra las fuerzas
para echarlo: su lugar está ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero exactamente
como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier momento, permite con
toda tranquilidad a su subordinado que le dé órdenes y que lo expulse de sus propias
instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un acto de rechazo
genérico: no es la violencia, sino la pálida soledad de alguien que “prefiere no”, lo que
la consciencia del jefe de oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos
maridos repelidos con la misma firme determinación injustificable de una preferencia
negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el Magistrado de la
Cancillería, superior de Bartleby, le impide desembarazarse de este espectro mudo que
ya no demanda nada, que rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace
alusión a un espacio distinto donde las oficinas no serían ya los lugares de la fastidiosa
esclavitud de los contadores y donde los jefes recibirían órdenes. “Raras veces pierdo
los estribos —precisa el patrón—, y más raras son las veces en las que caigo en
peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este señor es alguien tranquilo,
equilibrado, y sin embargo pierde todo poder de acción sobre Bartleby; su dulce
insumisión lo seduce, su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una
autoridad que se vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía inexplicable por su
empleado holgazán se decanta por la menos lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby,
quédate ahí, detrás de tu excusa, pensé; no te perseguiré más, eres inofensivo y
silencioso como una de esas viejas sillas; en pocas palabras, nunca me he sentido en
mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo veo, lo siento; imagino el
propósito predestinado de mi vida. Y estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más
elevados; pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el
tiempo que juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna huelga ha obtenido jamás
condiciones tan favorables como ésta: la convicción del patrón acerca del carácter
esencialmente abusivo de su papel, el rechazo al trabajo que desemboca en su abolición
remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en esto a la de las feministas, es una
huelga humana, una huelga de los gestos, del diálogo, un escepticismo radical frente a
toda forma de opresión que pretenda avanzar sin obstáculos, incluyendo el chantaje
afectivo o las convenciones sociales más incuestionables — como la necesidad de
trabajar y de volver a la oficina después del cierre. Pero es una huelga que no se
extiende, que no contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferencias
negativas; porque Bartleby no tiene nada que explicar —y aquí radica su fuerza—, no
tiene ninguna legitimidad, no amenaza con ya no hacer nada, de modo que avala una
relación contractual, pero recuerda solamente que no tiene más deber que desear y que
tiene una preferencia, en este caso, por la abolición del trabajo. “Pero como a menudo
sucede —continúa el jefe de la oficina—, el constante roce con mentes no liberales
acaba por disolver las buenas resoluciones de los más generosos.” La huelga humana
sin comunización de las costumbres acaba en tragedia privada, es considerada un
problema personal, una enfermedad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina
durante el día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que camina
ocioso con las manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y frente a su rechazo categórico a
ejecutarlas y a su impunidad absoluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una
injusticia incalificable. La metáfora es incluso demasiado clara, uno se puede imaginar
la amenaza de desvilirización que sentían los abogados y los magistrados cuando su
autoridad era ignorada y despreciada por un simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —
se queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis
relaciones profesionales corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que
cobijaba en mi oficina. Esto me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser longevo
y que seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autoridad; e
incomodando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y
arrojando una sombra siniestra sobre el establecimiento. […] Resolví acumular todas
mis fuerzas, y librarme para siempre de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión, debido a que su
des/ocupación solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un arrestado. Su
escepticismo radical no encontró el confort de ninguna pertenencia, pero en esta noticia
inquietante que escenifica una dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva
que la del paradigma hegeliano, se da una promesa de práctica por venir. El trabajo
subterráneo de la mujer, en vista de su congruencia con la vida, sólo puede detenerse
mediante una huelga salvaje de los comportamientos, una huelga humana, que salga de
las cocinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas. Esta huelga
humana no adelanta ninguna reivindicación, antes bien desterritorializa el ágora, devela
lo “no político” como el lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del
trabajo no remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano explicaban: “No
encontramos criterios y no nos interesa separar la política de la cultura, del amor, del
trabajo. Una política así, separada, no nos complacería y no la sabríamos hacer.” (L.
Cigarini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en Critica marxista, 1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que integró a las mujeres a la
esfera productiva mejor que ningún modo de producción anterior, fue una
indiferenciación creciente del espacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la
vida. Cada vez son más los trabajadores que se encuentran en la situación de Bartleby,
situación que fue exclusivamente femenina hasta finales del siglo veinte en Occidente,
pero ellos prefieren no rechazar, por ahora. El trabajo y la vida están enredados como
probablemente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión económica que fue
femenina es ahora unisex, y la huelga humana aparece como el único disolvente posible
de la situación. Porque “preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un
teletrabajador, una mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios; la preferencia negativa
es antes que nada un acto político: “Yo no soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro
posible ahora”. Dejando de creer en lo que los demás dicen de ti, oponiendo la
intensidad política de tu existencia a los convencionalismos del reconocimiento, y sobre
todo no queriendo poder alguno, porque el poder mutila, el poder exige, el poder vuelve
mudo y entonces alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des cuenta de
ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga humana. Pero, ya, la
esquizofrenia acecha a todos los desvinculados, a todos los incautos del poder, a todos
los esquiroles de la huelga humana.
De la ventriloquia política
Yo digo yo
¿Quién dijo que la ideología es también mi aventura?
Aventura e ideología son incompatibles.
Mi aventura soy yo.
Un día de depresión, un año de depresión, cien años de depresión.
Dejo la ideología y ya no soy nada.
La perdición es mi prueba.
Ya no tendré un momento de prestigio a mi disposición.
Pierdo atracción.
Ya no tendrás en mí una referencia.
El progreso sería pues que yo sea dividida en dos, cuerpo de sexo femenino de un lado, sujeto pensante y
social del otro, y entre los dos, además, el vínculo de un malestar sensiblemente experimentado: la
violación llevada a su perfección de acto simbólico.
No creas tener derechos
Oikonomia
La diferencia está en el hecho de que mientras la derecha hace una distinción entre la madre y la puta, la
izquierda declara la libertad de hacer uso de todas las mujeres para todos los hombres. La izquierda
implica a las mujeres con el concepto de libertad, que éstas buscan por encima de todo, pero en realidad
sólo las quiere libres para usarlas; la derecha las engaña con el concepto de buenas mujeres, cosa que
ellas quieren ser por encima de todo, y hacer uso de ellas en cuanto esposas: las putas que procrean.
A. Dworkin, Pornography
El devenir-prostitucional de las democracias biopolíticas ha hecho mucho por la
igualdad de los sexos. La que se vendía, y que por lo tanto se concebía al mismo tiempo
como el objeto y el sujeto de su comercio, fue históricamente la mujer por una cantidad
enorme de razones, todas de orden económico. La economía, sin importar lo que se
diga, es la ley del hogar (del griego oikos y nomos, casa y ley), y la casa (cerrada o
privada, poco importa) fue un dominio femenino en el seno de la cultura patriarcal. Los
placeres de la carne son domésticos, cosas de interior que no hay necesidad de
compartir. La buena mujer es el objeto sexual privado, domesticado, educado, decente.
La propiedad de los interiores, de lo íntimo (sinónimo del sexo femenino interno y
oculto) ha sido durante mucho tiempo un asunto de mujeres; hacerse habitables (para el
pene o la prole), disponibles aunque casi nada remuneradas si consideramos la
enormidad de la tarea, tal es el oficio de vivir para una mujer. Y no es así sólo por la
explotación masculina, es algo localizado como intersección entre el patriarcado y el
capitalismo, en un dominio económico, porque la economía está regida por la ley de los
deseos, y todo lo que es objeto de deseo, incluso si se trata de un sujeto, entra
plenamente en ella. Somos, en suma, deseables como somos solventes, tenemos un
capital-encanto, un capital-belleza que hay que saber administrar, y esto es ahora
igualmente cierto para los hombres y para las mujeres, un hecho que se debe a la
metamorfosis de la producción y la circulación de los cuerpos antes que a una
“revolución” de las costumbres. Fundirse en una fatal y complaciente intimidad con las
cosas se ha vuelto una actividad masiva para los Bloom fetiche-compatibles. Ésa solía
ser la especificidad del sexo débil.
Si aparentemente no se dan más coitos en la vida de los hombres y las mujeres
desde la “liberación sexual” de los años sesenta, es algo que se explica así: el principio
económico de circulación de los deseos —y la lectura de cualquier revista femenina o
masculina lo confirmará— tiene la intención de que el coito, el consumo y la
consumación de sí y del otro, sea optimizado.
La temible contigüidad entre economía libidinal y economía mercantil es un efecto
de la transformación de las formas del trabajo: “La inversión del deseo —explica
Bifo— está en juego en el trabajo, a partir del momento en que la producción social
empezó a incorporar fragmentos cada vez mayores de la actividad mental, de la acción
simbólica, comunicativa y afectiva. En el proceso de trabajo cognitivo queda
involucrado lo que es más esencialmente humano: ya no son el cansancio muscular ni la
transformación física de la materia, sino la comunicación, la creación de estados
mentales, la afección y el imaginario lo que son el producto al que se aplica la actividad
productiva. El trabajo industrial de tipo clásico, sobre todo en la forma organizada de la
fábrica fordista, no tenía ninguna relación con el placer, salvo la de comprimirlo,
aplazarlo, hacerlo imposible. No tenía ninguna relación con la comunicación que, antes
bien, era obstaculizada, fragmentada, impedida mientras los obreros se encontraban en
la cadena de montaje e incluso fuera de su jornada de trabajo, en su aislamiento
doméstico. […] El obrero industrial no tenía otro lugar de socialización que la
comunidad obrera en la que él podía organizarse contra el capital.” (La fábrica de la
infelicidad)
Víctimas de la ilusión de que cualquiera podría “realizarse” en el trabajo
comunicacional, las mujeres ponen al servicio del Capital sus habilidades relacionales
adquiridas en el curso de milenios de sumisión durante los cuales tuvieron interés de
hacerse amables. La publicidad, la moda, los clubes nocturnos, los cafés e incluso la
planta baja del triste edificio del “trabajo inmaterial” cuyos bares y aceras se encuentran
poblados de putas, funcionan como valor agregado mujer. Vueltas inevitablemente
superconscientes de su precio, las mujeres se han convertido en la moneda viva con la
que SE compra a los hombres. De este modo el círculo de la economía prostitucional se
cierra sin afuera, salvo por un lumpenproletariado de indeseables, minusválidos o
invendibles, parados y paradas de la fábrica libidinal.
El coito —y cuanto más alto es el valor agregado relacional de los sujetos más
cierto es esto— se convierte entonces en el espacio de la construcción de un capital-
reputación, de un trabajo de autopromoción que, si no se orienta hacia ninguna
oportunidad, tampoco debe nunca “desacreditarte”. Es así como el “relapso” y las
prácticas sexuales de rechazo de la seguridad han de interpretarse: como pequeñas
transgresiones que permiten al trabajador total regresar embriagado a su trabajo y
repleto del sentimiento de un “gasto” realmente peligroso. Aquí se pone en peligro su
capital-salud como en otro tiempo el burgués ponía en peligro su matrimonio al recoger
a una amante.
Don Juan era un angelito en comparación con el hipster.
Anatomía de lo deseable
Te desprecio —diplómata-arreglista — empleas la palabra “placer” cuando yo digo: “alegría”. Tú
arreglas, cuando yo siento.
H. Hessel, Journal d’Helen
“La textura de la piel ‘pertenece’ también a las lenguas que la han amado u odiado,
no sólo al pretendido cuerpo que ella envuelve.” (Lyotard) Es por esto que “Mi cuerpo
me pertenece” es el eslogan más mentiroso que jamás haya existido: pues no hay un yo
central y desencarnado más de lo que hay una propiedad privada sobre los cuerpos.
Nuestro goce nos lleva a la perdición, nos coloca en una posición extática, de confusión
con el otro/los otros. Y el placer solitario o autista es sólo una variante de la socialidad.
Si tenemos necesidad de un pensamiento que salga del monismo o del dualismo (su
desdoblamiento) y de la dialéctica (la maniobra de su mantenimiento), no es porque
encontremos la hipótesis “mixta” más excitante que la constitución separada, sino
porque deseos y placeres son creaciones relacionales. Cuanto menos está normado el
campo de la sexualidad, más largo es el juego entre las singularidades, más amplios son
los movimientos de subjetivación y desubjetivación y más se incrementa la potencia de
los seres implicados (molecularmente pero también colectivamente).
La actitud del feminismo emancipacionista que consiste en condenar el
masoquismo femenino nos parece que responde antes bien a una exigencia de la
producción capitalista que a una necesidad de estima de sí. La mujer de poder ejerce una
autoridad falocrática, sin las bolas, y con ello confirma todas las tesis que la han
oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posición inconscientemente cómica
cuyo humor no domina. El sádico —contrariamente a lo que el capitalismo quisiera
hacernos creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los deseos de relación entre
hombres y mujeres se desenganchan de la necesidad de acumulación y de explotación,
la liquidación del masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a ser
franqueada para los dos sexos. “Las mujeres —escribe Ida Dominijanni— han sido
confinadas por el orden simbólico patriarcal al desorden de relaciones rivales medidas a
partir del deseo masculino; han estado históricamente excluidas de las jerarquías
sociales, construidas a imagen y representación de la sexualidad masculina; han sido
luego asignadas, en los paradigmas de la emancipación y de la liberación, a una
revolución ‘de género’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la
adecuación a los modelos masculinos. Para destrozar esta doble prisión de la exclusión
y de la homologación, es necesario reinventar la estructura simbólica del deseo y del
intercambio.” (El deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las mujeres contra sus
congéneres machistas proviene de un comportamiento fundado en un odio de sí
aumentado. El odio, en primer lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno
renuncia a expresar de un modo articulado para contentarse a reducirlo al silencio de la
vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e infantil él acepta proteger, parte
justamente secretada por una cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en toda relación sexual
el espectro de la violación, manifestado con ello sólo la pena que las mujeres tienen a
verse como objeto de un deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su
complicación, un deseo monista o binario. Sin importar que lo quieran o no, el cuerpo
de las mujeres pertenece al deseo de los violadores, a tal grado que son incapaces de
suscitar otros deseos. Salir de la culpabilización para comenzar un verdadero diálogo de
la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo extático. Esto es algo que
concerniría a los niños abusivamente deseados o desantes, a los viejos excluidos del
placer y a los perversos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y se
establece a cada instante entre los seres concernidos, toda moral normativa que tiene
como único objetivo imponer un comportamiento más “productivo” y controlable que
los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación sentimental y psicosomática
adecuada para sí misma que sólo puede ser combatida sobre el terreno ético, que sólo
puede ser derrotada mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nuevos
intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las formas-de-vida inscribiendo
unos posibles determinados en la superficie de los cuerpos. La sexuación es la
inscripción princeps, aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna
todo cuerpo a un ethos determinado (y a sus variantes establecidas por el Espectáculo),
que hace que, incluso si el margen de tolerancia moral respecto a “problemas de
género” parece mayor actualmente, el summum de lo indescifrable siga siendo el cuerpo
con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración de las transgresiones y
de las perversiones sexuales en el seno de la taxonomía de la dominación no depende
tanto de una apertura de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de
una necesidad de colonización de territorios de deseos que emergen de manera cada vez
más abierta. Y si, por tanto, el terreno ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser
una zona franca respecto a la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la
reproducción de la familia, al día de hoy está tan investida y agitada por el Espectáculo
que su integración simbólica en las instituciones ha sido forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una subsunción progresiva
de sus deseos ha terminado por transformar toda veleidad de anticonformismo sexual en
nuevo terreno a ser construido para la publicidad mercantil.
I
VEINTE AÑOS. Veinte años de contrarrevolución. De contrarrevolución preventiva.
En Italia.
Y fuera de Italia.
Veinte años de un sueño espinoso con cercas. De un sueño de los cuerpos,
impuesto por el toque de queda.
Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga.
En una reticulación mundial de dispositivos locales. En una calibración inédita de las
subjetividades. En una nueva paz superficial.
Una paz armada
hecha de manera perfecta para cubrir el desenvolvimiento de una imperceptible
guerra civil.
Levantarse. Levantar la cabeza. Por elección o por necesidad. Poco importa, en verdad,
a partir de ahora.
Mirarse a los ojos y decir que volvemos a empezar. Que todo el mundo lo sepa, lo más
rápido posible.
Volvemos a empezar.
Se acabó la resistencia pasiva, el exilio interior, el conflicto por sustracción, la
supervivencia. Volvemos a empezar. En veinte años hemos tenido tiempo para ver.
Hemos comprendido. La demokracia para todos, la lucha “antiterrorista”, las masacres
de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social,
mediante selección,
mediante precarización,
mediante normalización,
mediante “modernización”.
Hemos visto, hemos comprendido. Los métodos y los objetivos. El destino que SE nos
reserva. Y el que SE nos niega. El estado de excepción. Las leyes que ponen a la policía,
la administración y la magistratura por encima de las leyes. La judicialización, la
psiquiatrización, la medicalización de todo aquello que se sale del cuadro. De todo
aquello que se fuga.
Hemos visto. Hemos comprendido. Los métodos y los objetivos.
Volver a empezar quiere decir: habitar esa distancia. Asumir la esquizofrenia capitalista
en el sentido de una facultad creciente de desubjetivación.
Desertar pero guardando las armas.
Fugarse, imperceptiblemente.
Volver a empezar quiere decir: concentrar la secesión social, en la opacidad, entrar
en desmovilización,
sustrayendo hoy a tal o cual red imperial de producción-consumo los
medios de vivir y luchar para, en el momento elegido,
sabotearla.
Cuanto más soy reconocida, más mis gestos se encuentran entrabados, interiormente
entrabados. Heme aquí capturada en la malla ultraceñida del nuevo poder. En las redes
impalpables de la nueva policía: LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES.
Existe toda una red de dispositivos en los que me hundo para “integrarme”, y que esas
cualidades me incorporan.
Todo un pequeño sistema de fichaje, identificación y policiaje mutuos.
Toda una prescripción difusa de la ausencia.
Todo un aparato de control comporta/mental, que apunta al panoptismo, a la
privatización transparencial, a la atomización.
Y dentro del cual forcejeo.
II
¿CÓMO HACER? No ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? La cuestión de los medios.
No la de los fines, de los objetivos,
de lo que hay que hacer, estratégicamente, en absoluto.
La cuestión de lo que podemos hacer, tácticamente, en situación,
y de la adquisición de esa potencia.
¿Cómo hacer? ¿Cómo desertar? ¿Cómo funciona? ¿Cómo conjugar mis heridas y el
comunismo? ¿Cómo permanecer en guerra sin perder la ternura?
La cuestión es técnica. No un problema. Los problemas son rentables.
Alimentan a los expertos.
Una pregunta.
Técnica. Que se duplica como cuestión de las técnicas de transmisión de esas técnicas.
¿Cómo hacer? El resultado contradice siempre al fin. Porque plantear un fin
es todavía un medio,
otro medio.
¿Cómo hacer? La cuestión del cómo. No de aquello que un ser, un gesto o una cosa es,
sino de cómo es lo que es. De cómo sus predicados se relacionan con él.
Y él con ellos.
Dejar ser. Dejar ser la hiancia entre el sujeto y sus predicados. El abismo de la
presencia.
Un hombre no es “un hombre”. “Caballo blanco” no es “caballo”.
La cuestión del cómo. La atención al cómo. La atención a la manera en que una
mujer es, y no es,
una mujer — hacen falta dispositivos para hacer de un ser de sexo femenino “una
mujer”,
o de un hombre con la piel negra “un Negro”.
La atención a la diferencia ética. Al elemento ético. A las irreductibilidades que lo
atraviesan. Lo que pasa entre los cuerpos en una okupación es más interesante
que la okupación misma.
¿Cómo hacer? quiere decir que el enfrentamiento militar con el Imperio debe estar
subordinado a la intensificación de las relaciones en el interior de nuestro partido. Que
lo político no es más que un cierto grado de intensidad en el seno del elemento ético.
Que la guerra revolucionaria no debe ser ya confundida con su representación: el
movimiento bruto del combate.
La cuestión del cómo. Volverse atento al tener-lugar de las cosas, de los seres. A su
acontecimiento. A la obstinada y silenciosa prominencia de su temporalidad propia
bajo el aplastamiento planetario de todas las temporalidades
por aquella de la emergencia.
El ¿Qué hacer? como ignorancia programática de esto. Como fórmula inaugural
del desamor atareado.
El ¿Qué hacer? regresa. Desde hace varios años. Desde mitad de los años 90, más que
desde Seattle. Una recuperación de la crítica hace como si se enfrentara al Imperio
con los eslóganes, las recetas de los años 60. Salvo que esta vez se simula.
Se simula la inocencia, la indignación, la buena conciencia y la necesidad de sociedad.
Se vuelve a poner en circulación toda la vieja gama de afectos socialdemócratas. De
afectos cristianos.
Y de nuevo, las manifestaciones. Las manifestaciones mata-deseos. Donde no pasa
nada.
Y que ya no manifiestan
más que la ausencia colectiva.
Para siempre.
Para los que tienen nostalgia de Woodstock, de la ganja, de mayo del 68 y del
militantismo, están las contracumbres. SE ha vuelto a constituir el decorado, menos lo
posible.
Esto es lo que ordena el ¿Qué hacer? hoy en día: ir hasta la otra parte del mundo a
protestar contra
la mercancía global
para volver, tras un gran baño de unanimismo y separación mediatizada,
a someterse a la mercancía local.
De regreso, está la foto en el periódico… ¡Todos a solas juntos!… Había una vez…
¡Vaya juventud!…
Lástima por esos cuantos cuerpos vivos extraviados allí, buscando en vano un espacio
para su deseo.
Regresan un poco más fastidiados. Un poco más vaciados. Reducidos.
De contracumbre en contracumbre, acabarán por fin de comprender. O no.
La crítica se ha vuelto vana. La crítica se ha vuelto vana porque equivale a una ausencia.
En cuanto al orden dominante, todo el mundo sabe a qué atenerse. Nosotros ya no
necesitamos ninguna teoría crítica. Ya no necesitamos ningunos profesores. La crítica
gira a favor de la dominación, a partir de ahora. Incluso la crítica de la dominación.
Reproduce la ausencia. Nos habla desde donde no estamos. Nos propulsa a otra parte.
Nos consume. Es cobarde. Y permanece refugiada
cuando nos envía a la masacre.
Secretamente enamorada de su objeto, no deja de mentirnos.
De ahí los idilios tan cortos entre proletarios e intelectuales comprometidos.
Esos matrimonios de razón donde no se tiene la misma idea ni del placer ni de la
libertad.
III
ES MARTES 17 de septiembre de 1996, poco antes del alba. El ROS (Reagrupamiento
Operacional eSpecial) coordina en toda la península el arresto
de 70 anarquistas italianos.
Se trata de poner término a 15 años de investigaciones infructuosas de los anarquistas
insurreccionalistas.
La técnica es conocida: fabricar a un “arrepentido”, y hacerle denunciar la existencia de
una vasta organización subversiva jerarquizada.
Después acusar sobre la base de esta creación quimérica a todos aquellos a los que se
quiere neutralizar por formar parte de ella.
Una vez más, secar el mar para tomar los peces.
Incluso cuando no se trata más que de un estanque minúsculo.
Y de algunos gobios.
Imperio, es decir que los medios de producción se han vuelto medios de control al
mismo tiempo que lo contrario se verificaba.
Imperio significa que de ahora en adelante el momento político domina
al momento económico.
Y contra esto, la huelga general ya no puede nada.
Lo que hay que oponer al Imperio es la huelga humana.
Que nunca ataca las relaciones de producción sin atacar al mismo tiempo
las relaciones afectivas que las sostienen.
Que socava la economía libidinal inconfesable,
que restituye el elemento ético —el cómo— reprimido en cada contacto entre los
cuerpos neutralizados.
La huelga humana es la huelga que, en el punto en que SE esperaba
tal o cual reacción previsible,
tal o cual tono apenado o indignado,
PREFIERE NO.
En la guerra presente,
en la que el reformismo de emergencia del Capital tiene que tomar los hábitos del
revolucionario para hacerse entender,
en la que los combates más demókratas, aquellos de las contracumbres,
recurren a la acción directa,
un papel nos está reservado.
El de mártires del orden demokrático,
que golpea preventivamente todo cuerpo que pudiera golpear.
Debería dejarme inmovilizar ante una computadora mientras las centrales nucleares
explotan, mientras que SE juega con mis hormonas o a envenenarme.
Debería entonar la retórica de la víctima. Ya que, es sabido,
todo el mundo es víctima, incluso los opresores mismos.
Y saborear que una discreta circulación del masoquismo
reencante la situación.
Así,
de huelga humana
en huelga humana, propagar
la insurrección,
donde ya sólo hay,
y donde somos todos,
singularidades
cualesquiera.
*
Este texto fue escrito para una publicación, en la primavera de 2001.