en A. Agüero – A.
Slemian – Rafael Diego CAPÍTULO XII
Fernández de Sotelo (coordinadores):
Jurisdicciones, Soberanías, Administraciones:
Configuración de los espacios políticos en la
construcción de los estados nacionales en
Iberoamérica,
Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba /
El Colegio de México, Córdoba/México, 2018, pp.
371-406,
DEL GOBIERNO DE LOS JUECES A LA
DESJUDICIALIZACIÓN DEL GOBIERNO. DESENREDOS
EN LA TRENZA DE LA CULTURA JURISDICCIONAL EN
EL RÍO DE LA PLATA (SANTA FE, 1780-1860)
Darío G. Barriera1
Incluso hoy, basta con recorrer los manuales más
difundidos o cualquier repertorio bibliográfico para
darse cuenta de cómo la cuestión de las relaciones entre
autoridades ejecutivas y judiciales está entre las más
presentes en la conciencia de los historiadores de las
instituciones, y entre las más profundamente investigadas
(Mannori, 2007:134).
Introducción
Siguiendo algunas pistas inspiradas en la iushistoria y su crítica al paradig-
ma «estatalista» de análisis del poder político, este trabajo pretende mostrar
un caso concreto del proceso de disociación del modelo de gobierno de los
jueces o gobierno por magistraturas que predominó durante el Antiguo Ré-
gimen (Mannori, 2007).2
Para hacerlo, intentaré describir momentos en que una de las ca-
racterísticas clave de la cultura jurisdiccionalista –la concurrencia de las
funciones de gobierno y justicia (aunque a veces también las de policía
en sus cambiantes sentidos históricos) en diferentes agentes del gobierno
secular–3 fue considerada alternativamente más o menos adecuada para
la organización del gobierno político.
Así, este trabajo pretende aportar a la composición de trayectorias
institucionales que se inscriben en el largo proceso de administrativización
del poder político. Dicho de otra forma –tal como lo han expresado Luca
Mannori y Bernardo Sordi– la búsqueda se compromete con una manera
1 Universidad Nacional de Rosario - CONICET. Agradezco la lectura crítica y las sugerencias
que Inés Sanjurjo y Alejandro Agüero hicieron sobre versiones previas de este trabajo.
2 También reforzado por el concepto de «gestión judicial del poder» (Cfr. Hespanha).
3 Dejo deliberadamente aparte lo que concierne al gobierno eclesiástico no porque se presente
«separadamente» como problema, sino por el recorte analítico elegido para este ejercicio.
371
de indagar el pasado de la construcción del poder público «basada sobre
todo en una plena recuperación del contexto conceptual en el que el ejerci-
cio de la autoridad había sido contemplado y representado antes del tardío
nacimiento del Estado administrativo» (Mannori y Sordi: 67-68).
Presento aquí un primer paso en este sentido, que consiste en exami-
nar de qué manera diferentes autoridades con capacidad de gobierno pro-
movieron procesos de concentración y desconcentración de funciones de
gobierno, justicia y policía en instituciones u oficios altos (gobernación),
medios (los cabildos) y bajos (las «justicias menores») de gestión del go-
bierno político en territorio rioplatense. La elección por el nivel normativo
también responde a una cuestión de secuencia analítica (es necesario para
desarrollar luego sobre este piso la percepción de los agentes de baja justicia
y de los gobernados) y de ajuste a la extensión del trabajo. De cualquier
modo, trataré de rodear a los textos normativos con otros registros de la
voz del legislador –en el sentido del agente productor de la norma–, para lo
cual utilizo algunos escritos de Carlos III presentando la Real Ordenanza
de Intendentes de Buenos Aires así como algunas cartas de Estanislao López
(gobernador de Santa Fe entre 1819 y 1838), donde se refiere específica-
mente a formas de legislar y gobernar en diálogo con la Junta de Represen-
tantes o con el Cabildo de la ciudad.
Aunque algunas normas comprenden realidades territoriales de dife-
rente naturaleza, voy a referirme alguna vez a territorios que tienen como
común denominador el haber hecho parte de la intendencia de Buenos
Aires. Para mostrar una trayectoria en detalle necesariamente iré afinan-
do el foco sobre la experiencia santafesina, como ciudad sufragánea de
la mencionada real intendencia, primero, y como provincia autónoma
después, y por último sobre el pueblo, la villa, el departamento y la ciu-
dad de Rosario. Elegí como bornes temporales la implementación de Real
Ordenanza de Intendentes para Buenos Aires (1782) y la reglamentación
del funcionamiento de la justicia de la Provincia de Santa Fe (1861) con-
cretada cinco años después de la sanción de su Carta Magna, porque es el
instrumento normativo que completa formalmente la división de poderes
en dicha entidad política.
El motivo que anima este trabajo puede parecer evidente, pero pre-
fiero objetivarlo: a la hora de pensar históricamente la historia del poder
político o la historia de la justicia, conviene explicitar (para los demás,
pero también para uno mismo) qué cosas que hoy nos parecen escanda-
losas en algún momento no lo fueron, y qué otras que sostenemos como
verdades absolutas, tal vez no sean más que una característica de nuestra
historia contemporánea.
372
Hoy, la concurrencia en un solo agente administrativo de funciones
de gobierno (que denominamos «políticas», «administrativas» o «ejecuti-
vas») y funciones judiciales (capacidad de administrar justicia en algún
ramo) sería considerada completamente inadmisible. El que juzga no debe
gobernar, y viceversa. En el mundo político que encontramos al nacer y
que otorgó sentido a nuestra existencia, las capacidades de juzgar y gober-
nar nos fueron presentadas como separadas, completamente escindidas,
«independientes», y culturalmente asumimos sin más que esto es más o
menos natural, tanto como que lo contrario es aberrante. Y es a causa del
celo con el cual se defiende esa separación en calidad de principio que po-
demos reconocer, en la actualidad, la existencia de roces permanentes entre
representantes de uno u otro de esos «poderes» denunciando invasiones.4
Como comunica con mucha claridad el epígrafe que proviene del artículo
de Mannori y Sordi, lo contrario fue considerado normal durante muchos
siglos y, por lo tanto, es necesario desmontar qué cosas pasaron en medio
que puedan explicar semejante trastocamiento. Por otra parte, también
es necesario señalar que la temática no es una preocupación exclusiva en
nuestro país y que, en el mundo académico, cuenta con sus propios culto-
res y hasta tiene su propia historia (Malem Seña y Seleme). Nuestro interés
se beneficia del tratamiento que ha recibido por parte de las corrientes
críticas de Historia del Derecho (o iushistoria) italiana, francesa, española
y portuguesa5 así como de la historia política rioplatense.6
Desde hace décadas, las primeras han insistido sobre la importancia
de un hecho capital, cual es la enorme incidencia que tuvieron sobre la
matriz analítica de las historiografías del siglo XX las representaciones que
el Estado ha ofrecido sobre sí mismo a partir del siglo XIX, distorsionan-
do nuestra percepción acerca del pasado de las formas del poder político,
que procede encajando en fórceps (que nos son contemporáneos, es decir,
fórceps elaborados para interpretar) todo aquello que es ajeno a nuestra an-
tropología. Como dicen Mannori y Sordi, la absolutización de la división
trifuncional ha reconfigurado, forzado al pasado para hacerlo entrar en sus
límites o considerarlo como propedéutica, o anomalía.
4 Las injerencias del Poder Judicial sobre el Administrativo o Ejecutivo ya aparecen como una
preocupación en El federalista. La injerencia de un superior tribunal sobre el legislativo fue
analizada por Lambert.
5 Me refiero a la producción de Bartolomé Clavero, António Manuel Hespanha, Carlos Ga-
rriga, Marta Lorente Sariñena, Luca Mannori, Mario Sbriccoli, Paolo Prodi y Pietro Costa.
Jean-Frédéric Schaub tradujo a lengua francesa el Antidora de Clavero (1996). Jean-Pierre De-
dieu hizo lo propio traduciendo al francés para sus estudiantes y colegas de Bordeaux, también
en los tempranos 1990, «Le débat autour del’ ‘Etat moderne’».
6 Es ejemplar en este sentido el tratamiento que le da al tema Rosanvallon en el cap. 1 de su
obra.
373
 Aun sabiendo que los tres “poderes” han aparecido como tales a partir
de finales del siglo XVIII, el imaginario jurídico los ha adornado de
una especie de dignidad metahistórica, reduciendo en gran medida la
historia de la autoridad y de sus formas a la de su progresiva y en cierto
modo inevitable revelación. En concreto, un estereotipo formado a
lo largo del siglo XIX y activo en buena parte del XX expresa que la
actividad más “necesaria” para la vida de una comunidad política es la
administrativa, en cuanto que se dirige a la satisfacción de los intereses
más inmediatos y esenciales del Estado, como el mantenimiento del
orden o su propia organización (Mannori y Sordi: 66).
El imaginario jurídico ha otorgado a la tripartición de poderes una
suerte de dignidad metahistórica. Esta brillante apreciación, que me atre-
vería a extender al imaginario historiográfico y al sentido común de cual-
quier ciudadano interesado por la política, la recupero menos en calidad
de crítica a juristas e historiadores que como expresión de admiración para
quienes consiguieron imponer estos fórceps al pasado. La clave no la ha-
llaremos seguramente en un solo autor ni en una sola corriente, sino en
la fuerza de la elaboración colectiva de una verdad basada en una fuerte
adhesión fenomenológica al presente. Y es este acto de fe precisamente el
que funciona como acicate para desandarlo, para tratar de entender algo
de la manera en que comenzó a desenredarse esta trenza de la cultura ju-
risdiccional, en qué condiciones, vaciando qué sentidos, instalando cuáles
otros… No será inmediato, pero espero que en el futuro podría ayudar a
explicar el éxito de la proyección de estos fórceps al pasado.
La cultura jurisdiccional
«Cultura jurisdiccional» es una categoría a la vez descriptiva y analítica
promovida por la Historia crítica del Derecho,7 que permite colocar bajo
un mismo cielo arquitecturas jurídicas y todo el arco de prácticas del mo-
delo judicial de gobierno que caracterizan al ejercicio de poder político
como iurisdictio. Es el resultado de un esfuerzo teórico y heurístico por
reponer los sentidos coetáneos de las categorías políticas y jurídicas del
mundo medieval y moderno (considerados como una cultura extraña).
Era aquella una cultura a la vez jurídica y política donde lo normal era el
gobierno de jueces.
Si como «cultura política» se entiende, tal y como lo plantea Juan Pro,
un «(...) sistema de significados a través de los cuales un colectivo humano
se relaciona con el mundo, lo interpreta y da sentido a sus acciones» (p.
7 La que está perfectamente explicitada en Garriga (2004) y en Agüero (2006).
374
69), la cultura jurisdiccional es perfectamente una cultura política, puesto
que es una verdadera forma de concebir la organización política del mundo
en todos sus niveles.
En esa concepción, la coincidencia en un oficial público de capacida-
des de justicia y gobierno –que incluía la llamada de policía, las de hacienda
y las de guerra, por el lado seglar, y las de la administración del pasto espi-
ritual, por el eclesiástico– no solamente no llamaba la atención, sino que
podía ser considerada la normalidad.8 Pero, como sucede con cualquier
tipo de herencia social, fue transformándose con su disposición. Por una
parte, su contenido no fue disuelto de un día para el otro9 y sus elemen-
tos no desaparecieron de la cultura que la sucedió como hegemónica, sino
que, bajo diferentes formas y con distintos niveles de impacto sobre ella,
continuó habitándola –y continúa haciéndolo todavía–.
Esto significa asumir antropológicamente que en la cultura jurisdic-
cional la percepción del poder político estaba indisolublemente ligada a la
indisponibilidad del universo jurídico, al carácter sagrado de ese orden y
de su expresión como orden social, y a la idea de que el buen gobierno y la
capacidad de decir y hacer justicia eran inherentes, porque la potestad de
decir derecho, por su parte, era considerada legítima en tanto y en cuanto
no creaba un orden nuevo, sino que restablecía el equilibrio del orden que-
rido por Dios (Agüero, 2006). La particularidad de esta concepción radica
en que no se podía crear un orden sino restablecerlo en caso de haber sido
alterado por un conflicto.10 En este orden jurisdiccionalista, además, la re-
solución de las confrontaciones se daba ineludiblemente en espacios loca-
les y la misma cultura contenía posibilidades para favorecer o desfavorecer
intereses en pugna, que siempre se revelaban localmente. Por eso, después
de tener claro lo que sucede en el nivel normativo, es imprescindible pa-
sar a las experiencias localizadas, que es donde se verifican las expresiones
concretas del modelo del gobierno de los magistrados o del juez-gobernador.
8 Carlos Garriga expresa así esta concurrencia en su definición de Gobierno: «Durante el An-
tiguo Régimen, dominado por un modelo judicial de gestión de los asuntos públicos que asig-
naba al poder político, concebido como iurisdictio, la tarea principal y casi única de Hacer
justicia, manteniendo a cada uno en su derecho, la voz gobierno (o gobernación), aunque muy
escurridiza, sirvió principalmente para englobar aquellas relaciones de poder que no envolvían
conflictos de intereses (esto es, en la que no se reconocían derechos contrapuestos) y se manifes-
taban, por ello, en decisiones cuya adopción no requería de procedimientos judiciales» (Garriga
en Fernández Sebastián y Fuentes: 325).
9 Esto está bien explicitado en Agüero (2007:40).
10 He aquí la clave religiosa en general y católica en particular del equilibrio de ese ordo. El
concepto de hacer justicia, por su parte, equivalía a dar a cada uno lo suyo en un mundo conce-
bido como desigual por naturaleza, donde cada uno era diferente al otro y cumplía una función
diferente en semejanza a las partes del cuerpo humano, y donde el orden era concebido como
divino y dado, anterior a la acción humana (Clavero, pássim).
375
 Entonces, las trenzas de las que hablamos no representaban ningu-
na confusión para sus coetáneos. Al contrario, como bien plantea Man-
nori, la idea de la confusión es implantada junto con la tarea de «... crear
y de hacer socialmente aceptable la idea de una gestión ejecutiva, y no
meramente judicial, de la autoridad», es decir, de instalar la idea según la
cual el Estado y el gobierno administrativo existen desde siempre, pero
con imperfecciones.
El gran peine del poder político –que se estaba constituyendo como
estatal y liberal– se lanzó a la doble tarea de «desenredar» lo que conside-
raba enredado tanto como de convencer (a sus coetáneos y a nosotros, un
horizonte de expectativas sobre el cual la única certeza que pesaba era la
inevitable, es decir, que tendríamos la ocasión de percibir aquel presente
como pasado) que aquellas trenzas eran indeseables para el bien común,
travestido como siempre en bien público. En esto no actúa una mano in-
visible, sino agentes concretos que hicieron propios algunos valores de la
racionalidad sin poder –y, como veremos, en ocasiones sin querer– desem-
barazarse por completo de la cultura jurisdiccionalista.
Separar funciones: que gobierne sin la vara y lejos de las cifras de la
hacienda
En la periodización que utilizo para este trabajo acotado a algunos arte-
factos normativos, la Real Ordenanza de Intendentes es el primer intento
orgánico por organizar el gobierno del territorio rioplatense conforme a los
principios ilustrados de racionalidad, eficiencia y utilidad.11
Al prologar su Ordenanza para Buenos Aires, Carlos III aludió muy
explícitamente a las ordenanzas pioneras de su padre (1718) y a las de su
hermano (1749). Se proponía «uniformar el gobierno» de sus territorios.
La Ordenanza buscaba desalentar el gobierno por arbitrio y, sobre todo, se-
parar la materia de hacienda de la jurisdicción ordinaria, es decir, desplazar
del control económico de los territorios a los que estaban en la cúspide del
poder político y militar. Se trataba de imponer la observancia de la volun-
tad del legislador y máximo juez (el Rey) tratando que los oficiales del re-
cién nacido virreinato –diseccionado enseguida en intendencias– sintieran
no tanto la vigilancia imposible del soberano distante como la pesadumbre
de una trama de controles cruzados que, para las élites intermedias que
gobernaban las ciudades alcanzadas por la medida, muchas veces resultó
11 Nos referimos desde luego a la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de inten-
dentes de exército y provincia en el virreinato de Buenos Aires, año de 1782 - orden de Su Magestad,
Madrid, Imprenta Real (en adelante ROI).
376
de difícil digestión y, en algunos renglones, de particularísima aplicación
(Maeder; Mariluz Urquijo; Barriera, 2012a).
Carlos III ordenaba la continuidad del «Virrey de Buenos Aires»
como gobernador y capitán general en su distrito (art. 2), pero se reservaba
la designación de los nuevos intendentes
(...) pues me reservo nombrar siémpre y por el tiempo de mi voluntad
para estos empléos personas de acreditado pelo, honor, integridad y
conducta, como que encargaré en ellos mis cuidados, cometiendo al
suyo el inmediato gobierno y protección de mis Pueblos (ROI, art. 1).
Asignó al virrey la presidencia del máximo organismo de justicia (que
también lo era de gobierno, la Real Audiencia) pero se reservó la designa-
ción de los gobernadores más próximos a los territorios, cortando la tradi-
cional delegación en cascada de la potestas.
La cuestión central parecía ser, no obstante, que la misma mano no
gestionara el gobierno, las armas, la justicia y… los recursos económicos.
Para esto se reglamentaba especialmente el funcionamiento de otro organis-
mo: la Junta Superior de Hacienda12 debía reunirse semanalmente y auxi-
liar al superintendente en la homologación del método de gobierno y jus-
ticia de todas las provincias del virreinato y les confiaba los ramos generales
de hacienda y guerra pero sobre todo los particulares de Propios y Arbitrios
y Bienes de Comunidad de los Pueblos, bajo «(...) la sola dependencia de mi
Real Persona por la vía reservada del Despacho Universal de Indias (...)» de-
jando las causas de policía y gobierno «(...) en apelación de los Intendentes,
sus subdelegados y demás jueces ordinarios, sujetos á la respectiva Audiencia
del distrito, como lo están por las Leyes recopiladas de Indias» (ROI, art.
5). Sin embargo, como se sabe, acto seguido puso bajo los intendentes la
competencia en las cuatro causas (justicia, policía, hacienda y guerra) subor-
dinándolos a su vez al virrey y la audiencia según el caso y, desde 1788, el
superintendente subdelegado y el virrey fueron la misma persona.13
Otra de las innovaciones que introducía la Real Ordenanza de Inten-
dentes del Río de la Plata era la supresión de los tenientes de gobernador y
su reemplazo en las ciudades por subdelegados de guerra y hacienda, que
no concentraban lo que habitualmente se conocía como «las cuatro cau-
sas» –como sí lo hacían los de los pueblos de indios–. Este fue un punto
12 Integrada por el Superintendente Subdelegado como su presidente, los dos ministros más
antiguos del tribunal de cuentas, el asesor de la superintendencia, el contador general del ejérci-
to y Real hacienda (con voto informativo, pero no vinculante) y, cuando se concrete la creación
de la Real Audiencia, un oidor nombrado por el rey (ROI, art. 3).
13 Acerca de lo cual se ha subrayado desde hace tiempo la reposición al vicesoberano del supe-
rior gobierno de la Real Hacienda (Navarro García: 115 y 117).
377
álgido para el Marqués de Sobremonte quien, como intendente de Cór-
doba, quiso equipar en ese punto a los subdelegados con los suprimidos
tenientes de gobernador. Según el análisis de Comadrán Ruiz sobre las
representaciones que Sobremonte hizo al virrey Arredondo, el problema
era que tenían demasiadas responsabilidades y escasas fuentes de ingreso.
No ocurría lo mismo
... con los subdelegados de las intendencias donde ejercen las cuatro
causas cuyo despacho proporciona lícitos dineros, y lo mismo la
recaudación de tributos […] ellos presiden los cabildos y tienen toda
la representación que antes tuvieron los corregidores, que les sirve de
aliciente para admitir gustosos el encargo y esmerarse en su desempeño
(Comadrán Ruiz en Mariluz Urquijo: 38 y 39).14
Lo que sugiere con toda claridad que lo que proporcionaba ingresos era
el ejercicio jurisdiccional en su expresión más acabada: administrar justicia.
El legislador trataba de plasmar en la Real Ordenanza que los sub-
delegados no fueran absorbidos por los cabildos, pero, sobre todo, que no
fungieran más como justicias mayores en los pueblos o ciudades sufragá-
neas. La idea está claramente expresada en la supresión de la figura de «te-
niente de gobernador»,15 en el aumento de uno a dos años en la duración
del oficio de alcalde y el hecho de otorgar a los intendentes la potestad de
confirmarlos en sus cargos (Agüero, 2016). Según esta normativa, los úni-
cos subdelegados que retenían las «cuatro causas» eran los nombrados para
los pueblos de indios,16 mientras que, a los otros, se les suprimían preci-
samente las causas de justicia y gobierno. Los subdelegados en ciudades
sufragáneas, entonces, ya no serían justicias mayores y disputaban materias
de justicia y gobierno munidos de sus capacidades militares. Es algo que
hay que contemplar mirando la enorme cantidad de ordenanzas que se
recogen y sistematizan en 1786.
A pesar de que este trabajo se enfoca solo en la producción de norma-
tiva, es importante dejar al menos una muestra de lo que fue su recepción
en un territorio específico.
14 La importancia de este punto ha sido subrayada recientemente por Alejandro Agüero (2015)
respecto de las preocupaciones que plantea el libro de Rafael Diego-Fernández Sotelo, María
Pilar Gutiérrez Lorenzo y Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell.
15 «(...) anulo expresamente la facultad ó arbitrio que los Gobernadores o Corregidores hubie-
sen tenido de poner Tenientes en algunas Ciudades, Villas ó Lugares de los que se indican en
este artículo» (ROI: 13-14).
16 «(...) el Intendente […] nombrará por el tiempo de su voluntad un Subdelegado, que lo
ha de ser en las quatro causas, y precisamente Español (…)» (ROI: 14), el propósito era evitar
los repartimientos forzosos –alude claramente a los reclamos que acabaron con la rebelión de
Tupac Amaru II–.
378
En primer lugar, la aparición del significante con el cual se designa
el nuevo oficio no toma desprevenidos a los santafesinos. Durante toda la
primera mitad del siglo XVIII (y desde antes) han recibido regularmente
en la ciudad a comisarios jueces subdelegados de la Santa Cruzada de los
obispados de Buenos Aires y de Paraguay, así como órdenes del comisario
apostólico general subdelegado en todo el distrito de la Real Audiencia de
La Plata… (AGSF, AC, tomos X, XI y XII, pássim), es decir, lo habían oído
y experimentado a partir del gobierno eclesiástico del territorio organizado
por provincias, lo que nos interesa en tanto que gobierno diocesano. Para la
década de 1770, este mismo modelo se utilizaba en la administración de
correos (1774)17 –la normativa citada es una Real Orden de 1766–, en la
composición de tierras (1775) (AGSF, AC, XIV, ff. 373 v-374 v.), y exis-
tía también un «subdelegado de rentas decimales» (1777) o «subdelegado
acreedor de diezmos» (AGSF, AC, XIV, f. 465 v. y 549 respectivamente),
sin que hubiera desaparecido el de la Santa Cruzada.
En segundo lugar, y no obstante la familiaridad con el significante,
cuando el cabildo santafesino acusó recibo de un ejemplar de las Ordenan-
zas (el 24 de octubre de 1785) la interpretación de los capitulares sobre al-
gunos puntos no fue unánime. La extinción de corregidores y tenientes de
gobernador dejaba dudas, por ejemplo, acerca de sobre quién debía recaer
el mando político de la ciudad hasta que acaeciera el nombramiento del
subdelegado. En esa reunión, el regidor decano (Juan Francisco de Aldao)
sugirió que el gobierno recayera en el alcalde de primer voto, como era tra-
dición. Por otra parte, el momento de la recepción de la Ordenanza sirvió
para ventilar asuntos prexistentes que ponen en evidencia tensiones locales
frente a las cuales la Ordenanza funcionó como un reactivo.
Un episodio marginal nos revela algo de la dinámica de la recepción:
por esos días, el alférez real (José Vera Mújica) apeló la resolución por la
cual el cabildo concedió al Ministro de Real Hacienda Rafael Guerrero el
asiento inmediato a los alcaldes ordinarios en los actos públicos. Aunque el
asunto no nos interesa particularmente, la respuesta a Mujica destapó que
los capitulares no habían leído la Ordenanza –el Regidor Aldao reconoce
no estar «instruido» en ellas todavía (AGSF, AC, XVI, ff. 157 a 160)–. La
duda sobre si el teniente cesaba inmediatamente o si el mando debía recaer
en los alcaldes fue planteada al gobernador intendente, quien respondió
17 El 22 de julio de 1774 se recibe en el cabildo «Copia del título de Subdelegado de la Admi-
nistración de Correo de Santa Fe y su jurisdicción, a favor de Juan Francisco de la Riba Herrera,
Teniente Coronel, Sargento Mayor de Plaza, y Teniente de las Armas de Santa Fe, extendido en
Buenos Aires, el 12 del corriente, por el Gobernador Juan José Vértiz, Juez Subdelegado de Real
Renta de Correos en provincias del Río de La Plata, Tucumán, Paraguay y Cuyo, según título
expedido en Juan Idelfonso el 15 de septiembre de 1772 y Real Orden dada en Aranjuéz, el 6
de junio último» (AGSF, XIV B, f. 321).
379
con un pliego abierto el 21 de noviembre siguiente donde solicitaba pa-
ciencia, puesto que tampoco podía resolver la consulta (AGSF, AC, XVI,
f. 161 v.). El episodio ilustra que ni siquiera los puntos más nítidos del
texto de la Ordenanza escaparon a la tradición interpretativa, la vagancia
o la lucidez de los agentes para dar vueltas alrededor suyo con «tradiciones
inmemoriales» y otras componendas, como la de nombrar finalmente al
antiguo teniente de gobernador como el nuevo subdelegado de guerra y
hacienda, lo cual ocurrió el 20 de marzo de 1786, cuando cesó en el an-
tiguo oficio y se recibió en el nuevo empleo don Melchor de Echagüe y
Andía –nombrado el 11 de marzo (AGSF, AC, XVI, f. 181)–.
No hubo unanimidad en la interpretación, pero sí se consiguió amor-
tiguar la innovación a través de la continuidad del teniente, travestido en
subdelegado. Este primer paso de comedia también muestra que se inten-
taba imponer el imperio de la ley, pero los agentes (incluso los de la más alta
administración) seguían considerándola un recurso: durante muchos años,
el cabildo continuó tratando a Echagüe como «Teniente de Gobernador»,
y durante unos cuantos, el virrey se dirigió a él unas veces como subdele-
gado, otras como teniente.
Una discusión sobre quién estaba autorizado a dar licencias a los
vecinos para salir de la ciudad puso en cuestión qué cosas concernían a
la causa de gobierno: en 1786, el alcalde de primer voto se arrogó esta
prerrogativa (habitualmente ejercida por el teniente de gobernador en su
calidad de presidente del cabildo) y le recordó a Echagüe que había «ce-
sado» en ese puesto y que, tratándose de un asunto de gobierno, ya no le
correspondía. El subdelegado alegó que tal asunto sí le concernía porque
conservaba su calidad de comandante de armas de la ciudad (AGSF, AC,
XVI A, ff. 73-74).
Como ya sostuvimos en otro trabajo, la ROI dejó las manos libres a
los cabildos en lo concerniente al gobierno de los campos: allí se produjo
–en Santa Fe, pero también en Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y demás
territorios alcanzados por la ROI en el Río de la Plata– un notable incre-
mento de la designación de jueces-gobernadores menores (predominando
los alcaldes de la hermandad en la campaña bonaerense y los pedáneos en las
de Santa Fe, Córdoba y Tucumán, por ejemplo), consolidando este aspecto
de la cultura jurisdiccional en los campos a partir de territorialidades que en
algunos casos coincidieron con las demarcaciones curatales (Córdoba, Tucu-
mán, incluso Buenos Aires) y en otros con solicitudes vecinales (Santa Fe).18
En lo que concierne a los subdelegados de guerra y hacienda, el vi-
rrey Arredondo restituyó en el cabildo santafesino la figura de teniente de
18 Resumí varios de estos aspectos en Barriera, 2012a y Barriera, 2012c.
380
gobernador19 y les permitió nuevamente elegir alcaldes anualmente «…
no obstante lo prescripto en los art. 8 y 116 de la Real Ordenanza de In-
tendentes» (AGSF, Varios Documentos 1634-1816, leg. 20, 22 de enero de
1791, f. 10).
En tiempos revolucionarios: despojar a los jueces del gobierno
a) Agonía y resurrección del cabildo y del alcalde, 1815-1819
Entre los grandes cambios que supone el proceso revolucionario en el Río
de la Plata quiero destacar aquí dos niveles: el primero, que ha sido más
trabajado, consiste en el problema de la indefinición del sujeto de imputa-
ción de la soberanía.20 Sobre el punto quisiera subrayar el desplazamiento
del rey de la cúspide del sistema de representaciones del poder político.
Deja de ser la figura suprema en nombre de la cual se administra justicia,
lo cual se manifiesta con su mayor claridad en el cambio de fórmulas para
designar el delito político por antonomasia. En el caso de las traiciones,
por ejemplo, el crimen deja de ser el crimen lesae majestatis y, de la misma
manera que en Francia los revolucionarios instituyeron el crimen de lesa na-
ción (Gaven) aparecen enseguida después de la revolución las acusaciones
de crimen de lesa patria (Polastrelli).
Pero en un segundo nivel, que concierne a la administración de la
justicia ordinaria, el movimiento más interesante que se advierte en la
particular configuración rioplatense –única en América donde el proceso
emancipatorio elimina los municipios a partir de los años 1820– parece ser
el de despojar a los alcaldes (hasta entonces indudablemente jueces-gober-
nadores, cuya importancia había crecido incluso con la desaparición de los
tenientes de gobernador) de funciones de gobierno para progresivamente
confinarlos a que fungieran como «meros jueces». Esta operación, seme-
jante al vaciamiento de funciones de gobiernos que Felipe V hizo del Con-
19 Que sin embargo quedó confirmado recién bajo el virreinato de Pedro de Melo en 1796,
cuando este envió al cabildo santafesino un oficio de «Don Miguel José de Azanza, Ministro del
Despacho universal de la Guerra…» fechado el 18 de diciembre de 1795: «El Rey se ha servido
establecer el empleo de theniente de Gobernador político y militar de la ciudad de Santa Fe del
Río Paraná… [en Prudencio María de Gastañaduy] Lo que comunico a VS para que en su inte-
ligencia reciva al mencionado Don Prudencio Maria Gastañaduy en la forma correspondiente
al uso y exercicio del dicho empleo sin perjuicio delque obtiene de Subdelegado de Real hazienda»
(AGSF, AC, XVI, f. 391).
20 Al respecto José Carlos Chiaramonte inauguró una línea interpretativa que fue enriquecién-
dose con los trabajos de Marcela Ternavasio, Noemí Goldman, Fabián Herrero, Nora Souto y
Fabio Wassermann, entre otros (véase Goldman).
381
sejo de Indias, al cual redujo casi solamente a su función judicial,21 tuvo
en el caso santafesino una dinámica compleja y no pudo realizarse sin con-
tradicciones. Una interpretación admitida identifica en la creación de la
Junta de comisarios o comisionados (1815) el dispositivo institucional que
fue desplazando progresivamente al cabildo hasta que se logró su extinción
(Tedeschi). Esta hipótesis, que en la larga duración es cierta, requiere no
obstante identificar con claridad qué sucedió durante los primeros años
de convivencia entre el cabildo y la junta y, en segundo lugar, algo que es
muy útil para nuestra perspectiva, visualizar qué ocurrió con el proceso de
separación de funciones por encima y por debajo del cabildo: es decir, en
la gobernación y en la justicia de campaña.
Cuando Santa Fe se pronuncia como provincia autónoma (1815),
está en guerra y mantiene relaciones tensas no solamente con el directorio
sino también con el artiguismo y con los propios «indios amigos», que for-
maban parte de sus fuerzas contra el directorio o contra los lusobrasileños,
pero exigían a cambio una tolerancia respecto de su política de apropiación
de recursos ganaderos.22 La alianza con los lanceros bajo el gobierno de
Mariano Vera se pudo mantener en parte gracias a ese esquema. Por esto
mismo el gobierno emergente de esa coyuntura proviene de la conducción
de las fuerzas de guerra de Santa Fe.
El gobernador Mariano Vera, designado por la Junta de Represen-
tantes autoerigida en 1815 como el órgano que en adelante nombraría a
los capitulares y elegiría el gobierno, había nombrado capitán y jefe de las
milicias de frontera del norte al joven Estanislao López. Después de que
sometiera al ejército porteño de Díaz Vélez, Vera lo ascendió a teniente
coronel y lo puso al frente de la comandancia de la provincia. Aunque era
militar, Vera provenía de las élites capitulares que habían gobernado la
ciudad desde finales del siglo XVIII. López, en cambio, era hijo de un jefe
de blandengues y, él mismo, fue jefe de milicianos y de reformados. Estas
trayectorias interesan por dos motivos: porque quizás expliquen la amena-
za de asonada del 14 de julio de 181823 y porque precipitan un cambio de
perfil en el liderazgo político local devenido provincial: Estanislao López
21 «En 1717, los decretos de 20 de enero y 11 de septiembre supusieron el primer rudo golpe
al Consejo de Indias. Con ellos, se le quitó todo lo referente a comercio, navegación, guerra y
hacienda y el nombramiento de empleos relacionados con estas materias. Solamente se le dejó
lo tocante a justicia, gobierno municipal, licencias de paso a Indias, patronato real, correspon-
dencia y providencias» (González, 1978: 170).
22 Como sugirió Silvia Ratto, «(…) si bien su colaboración fue importante para el despliegue
de las fuerzas de Artigas, la forma de guerrear fue desastrosa para la economía santafesina» (p.7).
23 La amenaza de asonada que terminó con el gobierno de Vera el 14 de julio de 1818 fue or-
ganizada por unos blandengues al mando de Manuel Larrosa, según Lassaga, «... complotados
con 29 vecinos de las primeras familias de la ciudad» (Lassaga: 53).
382
sería la primera autoridad santafesina no emergente de sus élites tradicio-
nales, apoyadas sobre todo en su capacidad económica.
Cuando Mariano Vera dejó la ciudad y su gobierno, López lo asumió
interinamente, pero el bando del cabildo,24 secularmente entrenado para
aquello de callar cosas, dice que deposita el gobierno en Vera y en López.
Meditando sobre los medios más conducentes para acabar de
tranquilizar los ánimos del pueblo, conmovido por causas que debemos
sepultar en olvido perpetuo, hacemos saber a todos los habitantes de
esta provincia que hemos deliberado transferir el mando militar que
reasumió en sí este ilustre cuerpo, en los señores Coronel don Mariano
Vera y Teniente Coronel don Estanislao López, como persona de toda
confianza pública y de este Ayuntamiento... (AGSF, NyOC, III, ff.
331-332, 18 de julio de 1818).
El ilustre cuerpo gobernaba y había asumido, además, el mando mi-
litar. El mando militar es, no obstante, también la presidencia del cuer-
po, porque según una tradición que la reforma no cambió, el teniente
de gobernador o el subdelegado eran en la ciudad la máxima autoridad
en materia de guerra. El cuerpo enunciaba cuáles eran sus «cabezas» (un
coronel y su teniente) y, ausente el coronel –Vera, que había escapado a
Paraná, seguramente por esas «causas que debemos sepultar en el olvido
perpetuo»– quien quedaba al frente del mando militar (y, por ende, en tra-
dición, reconocido como jefe por el ilustre cuerpo) era el teniente coronel
Estanislao López.
En el mismo bando, el cabildo continuaba diciendo que para mejor
cumplimiento de la medida penaba con multas fortísimas a los portadores
de armas y a quienes hubieran participado de «la conmoción», a quienes
además prohibía participar de la elección del gobierno
(...) que se verificará dentro de seis u ocho días, que son absolutamente
necesarios para dar principio a la constitución que ha de regirnos; a
cuyo efecto mandamos a todos los vecinos americanos de este pueblo
que en el día de mañana, diez y nueve del corriente, a las nueve de
ella, concurran a sus respectivos cuarteles a nombrar, por votación,
en cada cuartel dos sujetos de probidad y ciencia, para que procedan
a principiar la constitución en el término que se expresa, todo a fin de
abreviar lo posible el nombramiento de jefe de esta provincia (AGSF,
NyOC, III, ff. 331-332, 18 de julio de 1818).
24 Firmado por Juan José Andino, Luis Manuel de Aldao, José Manuel de Soto, Domingo
Crespo y José Manuel Aragón (escribano José Gregorio Bracamonte) (AGSF, NyOC, III, ff.
331-332).
383
 Antes de pasados esos ocho días, Estanislao López estaba ya gober-
nando y en el primer bando conocido, que firma como «Teniente Coronel,
Gobernador de las Armas de la Patria y provisionalmente de lo político…
por exigirlo así las actuales circunstancias de la Provincia» puntualizó que
el «ilustre Cabildo» quedaba en sus funciones y atribuciones, dando por
suspendidos los bandos que evidentemente las habían menguado, «preveni-
dos de sentimientos contradictorios» (Papeles…, I:93).
López gobierna en un estado de guerra, pero también en un clima
faccioso. En esta coyuntura, parece claro que obtiene su legitimidad del
cabildo. El cuerpo «lavó» el conflicto con su mentor, y López le corres-
ponde reconociendo sus atribuciones, incluso si «menguadas» por aque-
llos sentimientos contradictorios; la referencia es al desplazamiento que
se había intentado desde 1815 con la «quita» de funciones políticas al
cabildo en favor de la Junta de Representantes. La asamblea de comisarios
que resultó de las elecciones a las cuales convocó el cabildo –utilizando
un esquema aceitado, el de división en cuarteles a cuyo frente el cabildo
nombraba alcaldes de barrio– eligió gobernador a Estanislao López, que
encarga a la misma asamblea o junta la redacción de un estatuto (una suer-
te de Constitución provisoria).
Entre tanto, López toma decisiones, pero no dialoga con la junta,
sino con el revivido cabildo. Y no solo dialoga con él: desde el frente, des-
de el fortín, desde el piquete, Estanislao López expresa dejar el gobierno
político de la provincia en el cabildo. En su ausencia, lo reconoce como el
gobierno. El 19 de octubre de 1818 fue todavía más lejos, ya que, al ausen-
tarse, dejó «(...) encargado del mando político y militar el Alcalde interino
de 2do voto D. Luis Manuel Aldao, hasta el regreso del Capitán de la 2da
de Dragones, D. Pedro Basaga, quien se hará cargo de las Armas» (AGSF,
NyOC, III, f. 342, 19 de octubre de 1818). López delegó el mando polí-
tico y militar no solo en el cabildo, sino en uno de sus alcaldes, como si se
tratara del cabildo prerrevolucionario.
A comienzos de enero de 1819, López aprobó la elección que la
«junta electoral» hizo de los miembros del cabildo, arriesgando, a nombre
del presidente de la Junta, Dr. D. José Amenabar, una promesa que luego
no pudo sostener: «(...) este gobierno aprobará siempre las hechuras de
los Representantes de su pueblo, penetrado de que sólo aspiran a su feli-
cidad» (Papeles…, I:98).
El gobernador interino seguía delegando el mando político de la pro-
vincia en el cabildo (AGSF, NyOC, IV, f. 5, 5 de enero de 1819). En las
notas que le dirige desde su «cuartel general» a comienzos de 1819, cuando
iba a enfrentar a Bustos hacia el Río Tercero, lo menta siempre como «ca-
bildo gobernado» (AGSF, NyOC, IV, pássim). Esta relación se hizo todavía
384
más estrecha en dos momentos: después del armisticio de San Lorenzo,25
refrendado por el propio cabildo y cuando López rechazó el reglamento que
había encargado a esa Junta de Representantes. Voy al último punto.
b) Despojar de gobierno a los alcaldes, pero mantener la justicia en el gobierno
Se sabe que López rechazó ese reglamento propuesto por la Junta por en-
contrarlo demasiado moderno, dado que limitaba enormemente las facul-
tades del gobernador. Por lo tanto, él mismo presentó otro, pero buscó
legitimidad en el cabildo, que se lo aprobó en agosto de 1819 (Tarragó:
34).26 Me gustaría reparar en cómo fue el rechazo y cómo fue el pedido.
El 9 de julio de 1819, un día después de haber sido electo gobernador,
López envía una calurosa carta al cuerpo felicitándole por su desempeño:
Reconocido este gobierno a las virtudes de tan noble e ilustre
Corporación, juzga su deber manifestar la gratitud y alta estimación
a la importancia de servicios con que V. SS. ha cooperado a formar
la época de la emancipación de nuestro estado. El Gobierno espera
la sanidad de sus conceptos para soportar con acierto el peso de esta
autoridad que excede a sus esfuerzos (López al Cabildo, 9 de julio de
1819, AGSF, NyOC, IV, f. 51).
Muy poco después, el 18 de agosto, López acusa recibo del reglamen-
to que le propone la junta redactora y le responde:
Colocado a la cabeza del Estado, hacerla feliz era mi deber. […] Lo
arduo del negocio hizo mi primer deseo de verme conducido en
mi manejo público por una norma o reglamento que afiancen mis
medidas con seguridad. Con este objeto comprometí mi honor en la
solemnidad del juramento con que en manos del presidente de esta
Junta ofrecí adoptar esa guía de la común felicidad. Más ¿cuál ha sido
mi sorpresa al observar el Estatuto con que han llenado Uds. sus tareas?
[…] El estatuto de ustedes queda repelido y sin efecto, y habiendo esa
Junta concluído sus funciones quedan de igual modo los individuos
que la forman. Lejos de mí el más pequeño rasgo de arbitrariedad o
despotismo... (Papeles…, I:115 y 116).
25 Los ejércitos porteños estaban arrasando el territorio santafesino tratando de someter a la
provincia al régimen directorial. Balcarce saqueó zonas rurales e incendió la villa del Rosario en
enero de 1819; se estableció en el sur del Carcarañá y el 12 de abril se firmó el armisticio de San
Lorenzo, aprobado por el cabildo.
26 Algunos historiadores del derecho consideran este reglamento una «constitución flexible», ya
que toda sanción del legislativo (constituyente y ordinario) se vuelve constitucional, lo mismo
que las disposiciones del gobernador.
385
 Rechaza el reglamento que le acerca la Junta (redactado seguramente
por Francisco de Seguí, José de Amenabar y Agustín Urtubey), y enseguida
escribe al cabildo, proponiéndole otro y sugiriéndole su aprobación. Muy
pocos días después, el 26 de agosto, López somete a la aceptación del cabil-
do el reglamento provisorio de la provincia. Lo acompaña de un manifiesto
dirigido a sus ciudadanos donde, después de ensalzarlos como un «pueblo
heroico», les ofrece ir a consultar el que acaba de descartar y lo caracteriza:
Varios ejemplares han corrido, y en mi despacho podéis ver alguno con
toda libertad. En él veréis una complicada multitud de autoridades
que debían hacer el teatro de la disención: innovaciones cuyo resultado
no podía ser otro que el de fomento de facciones (...) [y dejando] a
vuestro gobierno reducido a una insignificante autoridad y sin más
eficacia que la promoción del beneficio que la que le es concedida al
último habitante.
¿Cuál pues, no debe ser la autoridad del que gobierne? Sus medidas
activas y eficaces, sus subalternos idénticos a su mayor confianza, y el
gobernante un Argos que corra en una ojeada la provincia, sofoque el
mal con la velocidad del rayo, reprima al díscolo, destruya la intriga y
todo lo haga por vuestra libertad con energía.
El reglamento que os presento (…) afirma al hombre en el goce
pleno de su libertad y al magistrado en su deber, sin aproximación al
despotismo (Papeles…, I:118 y 119).
Pero también se caracteriza: sin ambages, entiende que su autoridad
consiste en contar con la confianza de sus subalternos, sofocar el mal, re-
primir al disidente, destruir… y que lo hace en calidad de magistrado. Re-
leva de todo comentario en lo que concierne a la opinión que López tenía
en este momento sobre la escisión de las figuras del juez y el gobernador. Se
declara a sí mismo un arquetipo del gobierno de los magistrados.
Este documento que López presentó al cabildo y que el cabildo avaló,
asegurándose así probablemente una larga sobrevida,27 es considerado la
primera carta constituyente de la provincia de Santa Fe y, dado su carácter
abierto, junto con las normas que lo fueron modificando fue hasta 1841
el texto base de la organización institucional. Del mismo, que reconocía a
los americanos como ciudadanos (art. 3) y al pueblo como depositario de
la soberanía (art. 6) surge con claridad que el gobernador retenía capacida-
des ejecutivas, legislativas y judiciales, así como los poderes suficientes para
hacer pactos y tratados con otros jefes provinciales (representación política
de la provincia). La antigua Junta de Representantes o de comisarios men-
guaba las atribuciones del cabildo: a su cargo quedaba lo político y la admi-
27 Acerca del posterior avance de López y la Junta sobre el Cabildo ver Tedeschi.
386
nistración de la justicia quedaba en manos de los alcaldes del cabildo.28 El
art. 34 afirmaba que la administración de justicia continuaba en el mismo
orden guardado hasta el presente.29
c) Continuidades del modelo del juez gobernador
Hemos visto el inicio del vaciamiento de funciones de gobierno en los
alcaldes. En 1819 se concreta el «confinamiento» de los alcaldes a su rol de
meros jueces y la subordinación del cabildo a la Junta de Representantes,
que comenzaba por la elección de sus miembros.
Sin embargo, el art. 29 del mismo estatuto –que, algo paradójicamen-
te, propugnaba la separación de poderes…– faculta al gobernador para
sentenciar revocar o confirmar en apelación las causas civiles y criminales y el
art. 38 indica que el gobernador constituye el único grado de apelación
posible. Aquí debe recordarse que no hay, por encima de este gobernador,
otra autoridad… ni otra justicia. Ni la del rey, ni la del directorio del Río
de la Plata, ni la de una confederación, ni nada.30 En ese preciso momen-
to, el gobernador es el cenit del universo político, y todas sus atribuciones
(desde la apelación hasta la posibilidad de otorgar indultos incluso en cau-
sas de muerte, revocar sentencias o firmar el cúmplase) remiten al esquema
del magistrado-gobernador.
En febrero de 1826, esta capacidad «de derecho» del gobernador
como superior y último juez del territorio fue recortada con la creación del
Tribunal de Alzada de la provincia. Este tribunal fue creado a propuesta del
propio gobernador López quien, además de tallar en la elección de sus in-
tegrantes, se reservó tanto la capacidad de removerlos, así como de poner el
«cúmplase» en las sentencias definitivas. La prueba de la estrecha relación
entre este tribunal con el gobernador López, fue que los tres vocales que
designó por decreto el 1 de abril de 182631 no fueron removidos hasta la
desaparición del mismo tribunal a finales de 1832, cuando se intentó una
nueva organización judicial.32
28 Los alcaldes no debían admitir causas ordinarias (por escrito) si el objeto no alcanzaba los
50$ (art. 39) y tanto ellos como los de la hermandad, juzgando oralmente en las causas infe-
riores a ese monto (los alcaldes de barrio podían hacerlo en las de hasta 25, art. 42), estaban
obligados a entregar un «... certificado que acredite el fallo y los motivos de su fundamento...»
(41), con el cual el gobernador admitiría la apelación.
29 Sin embargo, admite la elección de un padrino por el reo, art. 36.
30 En materia de gobierno eclesiástico, en cambio –lo que importa, porque en el art. 1 se afirma
que «la Provincia sostiene la religión Católica Apostólica Romana»–, sigue existiendo la subor-
dinación de los curatos al obispado de Buenos Aires.
31 José Gabriel Lassaga, Cayetano Echagüe y Francisco Antonio Quintana.
32 Barriera, 2010a incluir página inicial y final del cap. 5. Piazzi (2010) glosó estos «tres mo-
mentos» en su artículo sobre los juzgados de alzadas.
387
 Algo similar sucede en el escenario que está en lo más bajo del ejer-
cicio del poder político, es decir, en el gobierno de los campos, que es el
gobierno de las poblaciones que habitan el teatro cotidiano que atraviesan
los ejércitos directoriales o las zonas más saqueadas por los indios.
Para comenzar, el gobernador López pensaba que no valía la pena con-
sultar el estatuto con los alcaldes de la hermandad del Rosario y de Rincón
por lo ocupados que estaban justamente con los destrozos provocados por
unos y otros. En cuanto a las quintas y las cercanías, las memorias de los
propietarios citadas por Lassaga reconstruyen una secuencia de destrucción
de viviendas familiares y de chacras a manos de los indios de las tropas de
Campbell o de los enojosos «señores del Chaco», que no aceptaron las con-
diciones propuestas por López pocos días antes de asumir como gobernador.
Lassaga se sirve de las memorias de Puyol, Andino, Iriondo, pero también
en un testimonio oral, el del Sargento Mayor Evaristo Ponce, «... que era
soldado de ese tiempo» (Lassaga: 102). Esas fuentes dejan la impresión de
que las familias santafesinas depositaban su confianza en el teniente coronel
para sofocar los saqueos y para «tranquilizar» a los indios pero que no tenían
otras alternativas.33 El gobierno de los campos era cosa de alcaldes de la
hermandad, sí, pero sobre todo de comandantes, sargentos y milicias. No
era un ambiente tranquilo. El sur, diezmado por el ejército directorial, no
diríamos que comienza a recuperarse, sino que deja de destruirse en 1820,
después de los incendios de Viamonte y de Balcarce. Ese es el contexto.
Los oficios para gobernar esas poblaciones en ese contexto siguen
siendo casi los mismos que durante el periodo anterior: los alcaldes de
la Santa Hermandad fueron designados para el Pago de los Arroyos has-
ta 1823, pero dejó de designarlos el cabildo –el cual, como se dijo fue
vaciado de sus capacidades «políticas»– y pasó a designarlos la Junta de
Representantes. Aunque se había otorgado a Rosario el título de Ilustre y
Fiel villa en 1823, la Junta le reconoció estatuto de pueblo recién en 1826
–provocando un impasse de designaciones durante ese tiempo–. Las pocas
causas judiciales escritas tenidas en la jurisdicción de los Arroyos para esos
dos años, fueron seguidas por jueces comisionados del superior gobierno en
virtud de oficios firmados por el alcalde mayor de la villa (AMHPRJM,
AT - I - 1, exp 1-11).
La implementación de esta figura de alcalde mayor no recupera nada
de su homónima «colonial» –descripta en la ley primera del primer título
del quinto libro de la Recopilación de 1680– salvo la esencia de su etimo-
33 Lo que no significa que, como ha argumentado Damianovich, López no haya tenido oposi-
ción: de hecho, poco después se registra la rebelión de los títeres (artiguistas, 1819) y la revolu-
ción de San Jerónimo (veristas, septiembre de 1822, que acabó con el fusilamiento de Ovando
y la expatriación de Cosme Maciel).
388
logía árabe, que es lo que nos interesa: la figura que se había puesto al fren-
te de la villa era la de un juez-gobernador.34 En el ámbito de la villa, estos
alcaldes mayores de Rosario debían levantar las sumarias por sí mismos y
tomar las testimoniales (AMHPRJM, AT, EP, tomo I, leg. 1, expte. 4). No
estaban obligados a dictar sentencias por escrito: reunían los testimonios,
daban forma al informe y enviaban la causa directamente al gobernador de
la provincia. Cuando algún paisano de la campaña (entendida aquí como
la campaña de la campaña… puesto que Rosario era apenas un pueblo de
un millar de habitantes) requería de los servicios de la justicia, mandaba
pedir el envío del correspondiente juez comisionado (AMHPRJM, AT, EP,
tomo I, leg. 1, expte. 3, 5). También solían (y debían) hacer consultas a sus
superiores en Santa Fe –el gobernador y el alcalde ordinario–.
Ninguno de los hombres que ejerció el oficio fue letrado. Es decir
que resultaba suficiente con sus conocimientos prácticos y que prestaran
el servicio que la hora requería.35 Además de ser legos, estos jueces-gober-
nadores (los más «altos» de las bajas magistraturas de la campaña santafe-
sina) no recibían un pago por cumplir la función. Se parecían más a un
oficial que llevaba una carga que a un funcionario público que cumplía
con un empleo.36 Sus ingresos provenían esencialmente de las percepciones
que realizaban para el gobierno provincial, entre las cuales se contaba la
recaudación de medidas y sellos (distribución de sellos autorizando almu-
des y varas, pesos y medidas).37
34 En Barriera (2013) señalo las diferencias con la figura que Mansilla implementó en Entre Ríos.
35 Coetáneamente, el Congreso General Constituyente de 1826 celebrado en Buenos Aires
trataba un proyecto del diputado Acosta que priorizaba en la selección para plazas de judicatura
al «… que fuera mayor de 26 años cumplidos, y letrado recibido con seis años al menos de
ejercicio público». Julián Segundo de Agüero, ministro de gobierno de Rivadavia, coincidió con
Acosta en la búsqueda de las mejores aptitudes en los candidatos, pero frenó el proyecto a partir
de dos consideraciones pragmáticas: que el Gobierno consultaba y pedía conocimientos a los
que pueden dárselos y, agregó, en ese instante, la carrera de abogado se encontraba en el país sin
rebozo. Agüero pensaba además que no había que preocuparse tanto por las bajas justicias como
por la Cámara de Apelaciones, que no había conseguido diferenciarse mucho de las antiguas
Audiencias (Levene: 226-227).
36 Este aspecto fue subrayado varias veces por Juan Carlos Garavaglia (1999 y 2009). No le
interesaba tanto para mostrar la posibilidad de hablar de una administración despegada del
«mundo social ordinario» –que era una de sus preocupaciones– sino sobre todo para demostrar
el modo en que las familias (y no solo de las élites) se involucraban en lo que él describía como
el rostro cotidiano del estado.
37 AGSF - Gobierno, tomo III, expte. 8, Notas del Alcalde Mayor de la Villa del Rosario, f.
269. Según se desprende de la correspondencia que el alcalde mayor mantenía con el goberna-
dor, el mecanismo era el siguiente: el gobierno provincial enviaba los sellos para autorizar pesos
y medidas, el alcalde realizaba la visita a los pulperos (de quienes previamente había percibido
un gravamen por habilitación para todo el año) y les cobraba. Luego enviaba la lista al gober-
nador donde le informaba de lo recaudado para que disponga (AGSF, Gobierno, III, f. 266).
389
 La cultura jurisdiccional, además, se expresa a través de otras ver-
tientes, como los lapsus. El 7 de abril de 1826, José Baygorri envió al go-
bernador una información sobre un abigeato en el pago de San Lorenzo y
en el papelito cometió dos actos fallidos: firmó como alcalde mayor de la
hermandad y llamó al novísimo juez de paz de San Nicolás de los Arroyos
«alcalde de paz» (AMHPRJM, AT, EP, tomo I, leg. 1, expte. 5).
Desde otro aspecto que nos interesa –cual es el de las materialida-
des de la estatalización, que trabaja especialmente Carolina Piazzi–  los
alcaldes mayores no tuvieron un asiento fijo para desarrollar sus tareas:
desempeñaban su oficio sin sede, no tenía una referencia edilicia. Se di-
ferenciaba ligeramente del alcalde de la hermandad porque no visitaba el
partido regularmente sino a pedido del gobernador y porque casi nunca
conocía personalmente en las causas que se labraban en los parajes de su ju-
risdicción porque allí se enviaba a sus comisionados. Estos últimos, aunque
eran enviados en nombre del gobierno de la provincia, en realidad fueron
elegidos por los propios alcaldes mayores entre vecinos de los propios pa-
rajes. Debían levantar sumarias –muchas veces lo hacían oralmente–38 y
remitirlas al alcalde mayor de la villa para que este determinara lo que fuese
de su superior agrado. De la misma manera que lo hicieron antes los alcal-
des de la hermandad y como lo harían luego los jueces de paz, los alcaldes
mayores de la villa del Rosario fueron los encargados de elaborar los pa-
drones para las elecciones de representantes, el control de los regimientos
de dragones (de las milicias), y la revista de la plaza, donde presentaba un
informe general sobre las milicias. En ausencia del comandante militar de
la villa del Rosario, el alcalde mayor operaba como comandante interino
de la misma. El comandante militar era el encargado de enviar la lista de
los presos de la cárcel de la villa. Los alcaldes mayores –jueces de la villa del
Rosario entre 1826 y 1833– tanto como sus comisionados fueron entonces
justicia y gobierno en sus territorios.
Acumulación y desacumulación de funciones: la justicia de paz, ciudad
y campañas (1833-1861)
En el caso santafesino como en muchos otros, lo correcto y lo primero
es hablar de creación de justicias de paz, en plural. Esto aquí tiene una
importancia capital.
El 28 de enero de 1833 la Sala de Representantes fue conminada por
el gobernador López a resolver el «problema de la justicia» que sobrevivía
38 No eran infrecuentes casos como los de Cipriano Guardia, natural del paraje del Arroyo de
Pavón, comisionado en su paraje aunque no podía siquiera firmar (AMHPRJM - AT - EP -
tomo I, leg. 7, exp. 3).
390
a la supresión del cabildo. Incapaz de –o inhibida para– elaborar un re-
glamento de justicia, la sala debió considerar (nuevamente) un proyecto
de ley presentado por el gobernador que se conoce como «Reglamento
de Justicia de 1833».39 El órgano representativo solo se limitó a sancio-
narlo con fuerza de ley, enriqueciendo el sustrato del Estatuto de 1819,
que continuaba vigente. Esta ley organizó las funciones que cumplía el
suprimido cabildo –la administración de la justicia ordinaria y algunas
funciones auxiliares– instituyendo la justicia letrada en la ciudad capital
de la provincia (con sueldo), defensores generales (de pobres y menores,
con sueldo) y creando al menos dos tipos de jueces de paz, unos para la
ciudad y otros para los departamentos, que se instituían sobre la tradición
territorial de los «pagos».
1) Debe subrayarse que la única ciudad que había en la provincia era
su capital. Allí se designaron cuatro jueces de paz (uno por cada cuartel,
desde 1793 y hasta entonces a cargo de alcaldes de barrio) y un quinto
magistrado de proximidad para «las chacras». Se trataba de judicaturas que
podían recaer en legos y que ocuparían esos cargos «sin asignación alguna».
2) Los jueces de paz nombrados para los departamentos fueron ocu-
pados por legos. Sin embargo, excepto en el caso de Rincón, los jueces de
paz de Coronda y de Rosario tenían sueldo. La erogación parecía expresar
alguna relación con la importancia del departamento aunque también con
la distancia que separaba a la sede de la capital: 100 pesos anuales para el
de Rosario (un tercio de lo asignado al juez de primera instancia en lo civil
y criminal para la ciudad) y 50 para el de Coronda.
Pero por qué dije que «al menos dos» tipos de justicia de paz. Porque
además de dividirlas como justicias de ciudad y campaña, también podrían
intersectarse empleos pagos y funcionarios ad honorem, o por funcionarios
que solo se ocupan de la baja justicia (como los de la ciudad) y otros que
deben ocuparse de prácticamente todo (como los del departamento de
Coronda y de Rosario).
Es que el reglamento desenreda bastante la trenza jurisdiccional en
la ciudad: suprimido el cabildo como organismo de justicia y gobierno
(que había sobrevivido solo como de justicia), tienen sede en su lugar –en
su edificio– una justicia letrada de primera instancia en lo civil, otra en
lo criminal, una lega en lo comercial, cuatro jueces de paz con sus te-
nientes para resolver cuestiones de menor monto y, además, un «juez de
39 Su título es «Reglamento provisorio para los empleados y atribuciones que deben subrogar al
Cuerpo municipal, extinguido por ley de 13 de Octubre del año próximo pasado de 1832», fue
incluido como anexo de la Constitución de 1841 y sobrevivió a López y a la primera redacción
de la constitución de 1856, Registro Oficial de la Provincia de Santa Fe (ROSF), tomo III, Tipo-
grafía de la Revolución, Santa Fe, 1889 (en adelante, ROSF). Nos ocupamos particularmente
de este contexto en Barriera (2016:436-437).
391
policía». El juez comercial, corporativo y lego es un juez-mediador tradi-
cional, consagrado sobre todo a evitar que los asuntos entre comerciantes
lleguen a la justicia ordinaria. Los jueces de paz de la ciudad son todavía
jueces-gobernadores, se ocupan de algo más que la mera justicia; lo mismo
el de las chacras.
Sin embargo, a estas judicaturas urbanas se les ha recortado todo lo
que asume el juez de policía, al cual se le exige ocuparse de los objetos féti-
dos (eso parece obsesionar un poco a López), cosas que pudieran estorbar
el tráfico, el agua estancada, las edificaciones irregulares (y las obras públi-
cas en general), las pesas del abasto y las pulperías, intervenir en las men-
suras, cuidar la seguridad de la prisión, publicitar las multas que coloca, en
fin, como resume un artículo intermedio (el 13), «es de su inspección el
cumplimiento de todas las órdenes del Gobierno relativas al orden públi-
co». Este juez de policía, que podía a su vez valerse del alcaide, dependía a
su vez del juez de primera instancia y del gobernador y concentraba, como
puede verse, todas las funciones que el cabildo repartía entre los oficios de
alguacil, fiel ejecutor, algún mayordomo y por supuesto a través de comi-
siones asignadas a distintos vecinos regidores. La idea de orden público que
trasunta la Ley hace justicia a la idea antiguorregimental de la policía como
convivencia urbana.
En lo que concierne a los departamentos, la cosa es bien diferente.
Los jueces de paz designados para la Villa del Rosario y para el pueblo de
Coronda tenían que «observar todo lo prescripto en el capítulo segundo y
tercero» de la ley, es decir, todo lo que se había descripto como ejercicio de
la primera instancia en lo civil y en lo criminal. El de Rosario40 lo haría
con un sueldo de 100 pesos anuales y el de Coronda con uno de 50. Para
cubrir todas las funciones que requerían esos capítulos que debían observar
como los jueces de primera instancia (desde un escribano hasta un oficial de
justicia o un juez de policía), debían arreglárselas con algún vecino. «Y si es
posible, hijo del lugar», remacha el reglamento.
40 Debía nombrar dos comisarios auxiliares en la Villa y los que considerara necesarios para la
campaña; todos sin sueldo. Se lo nombraba por un año y era renovable. La designación de los
comisarios auxiliares se realizaba por «cuarteles» en la villa (al comienzo dos, norte y sur, y los de
campaña eran designados con los antiguos nombres de los pagos). De la misma manera que lo
había hecho el alcalde mayor de la villa del Rosario, el flamante juez podía elegir a sus auxiliares
personalmente: si bien estos debían ser nombrados por el gobierno provincial, recibían el honor
del nombramiento a propuesta suya. Estos auxiliares no eran rentados y mucho menos letrados:
se trataba, como en el caso de los jueces comisionados que trabajaban a la par del alcalde mayor,
de sus hombres de confianza en cada paraje. De esta forma, la presencia física permanente en el
lugar de los alcaldes mayores de la villa y de los jueces de paz y la manera en que estos reclutaban
a sus auxiliares de justicia en los parajes entre los vecinos del distrito es que podemos hablar de
una justicia de proximidad, basada menos en el conocimiento docto de los instrumentos jurídi-
cos que en un conocimiento local y localizado de los vínculos territoriales e interpersonales de
sospechosos, acusados, víctimas y testigos.
392
Pero no solo nos interesa este poner en manos del juez de paz el ar-
mado de esta balbuceante estatalidad, inestable y precaria, sino el circuito
de comunicación que diseña López en el proyecto instituido en ley por
el pueblo legislador: mientras que los jueces de Coronda o Rincón están
exceptuados de llevar demandas por escrito y se les manda dirigirlas al
juez de primera instancia de la capital, al del Rosario se le permite llevarlas
adelante per se en un plazo no mayor de 30 días, a cuyo término debía
remitir la causa al gobierno. Esto quiere decir, en principio, al ministro de
gobierno. Pero el archivo registra que estos asuntos también los despachaba
el gobernador López, que no se privaba de responder personalmente o de
elegir a qué juzgado derivaba el asunto.
Por otra parte, los jueces de paz de los cuarteles de la ciudad se igua-
lan con los de los departamentos en una cuestión clave: el mantenimiento
del orden público. En este reglamento, todos ellos, «tienen acción y deben
cortar por vías suaves, cualquiera desavención ruidosa o que turbe el orden
público en cualquiera hora del día y de la noche en el distrito de su cuar-
tel» [la referencia es a ciudad, art. 8] y «si no tuviese efecto la vía suave del
artículo anterior hará uso de la fuerza con los vecinos de su dependencia o con
la partida celadora...» (art. 9) «... y los vecinos de su jurisdicción [habla aquí
de Rincón y Coronda] les son auxiliares para los casos de fuerza armada».
Por evidente, no debe pasar por alto que la idea de orden público que
trasuntan estos artículos con indicaciones para los jueces de paz, son bien
diferentes que la que trasuntan los dedicados al juez de policía. Mientras
que el orden público como cuidado de la urbe fue puesto bajo la égida de
este último, el concepto de orden público que trasuntan las atribuciones de
los jueces de paz se vincula con la disuasión (vía suave) o represión (uso de
la fuerza) de las figuras del desorden relacionadas con las conductas «ruido-
sas» o «delictivas». Los que perturben la quietud, en el vocabulario antiguo.
Es decir que estos jueces de paz –los de la ciudad y los de los depar-
tamentos– incluso existiendo un juez de policía en la ciudad, conservan
plenamente la vara y el bastón, la justicia y el gobierno de lo público y de
los cuerpos. La policía a la que alude la creación del juzgado de policía del
Reglamento de 1833 no es la moderna policía, es todavía la antigua. La
disuasión y la represión que contiene la figura del juez de paz se acerca más
a los contenidos de la moderna policía.
El Reglamento de 1833 muestra una disociación clara entre justicia
y gobierno en la ciudad, pero también una distinción entre diferentes
cuestiones de policía –las materias que enumeramos aparecen en esa causa
en la ROI–, recurriendo en todos los casos a la noción de orden público,
dejando en manos de los jueces que están en contacto con el terreno –los
jueces de paz– el uso de la fuerza en nombre del mismo. Esto no basta
393
para hacer al orden público (Godicheau), pero en los años 1830 tampoco
se pasa por alto. Y como se ve, aparece aquí desligada del juez de policía
y, paradójicamente para nosotros y nuestra cultura constitucional, confe-
rida al juez de «paz». La trenza se hace bucle: en lugar de desenredarse, las
funciones se acumulan.
Entonces, aunque no esté listado entre sus funciones, es inequívoco
que los jueces de paz de los departamentos, en la villa de Rosario y en los
pueblos de Rincón y de Coronda, son el gobierno. Concentran, en defini-
tiva, las funciones de justicia, gobierno y policía en el más amplio de los
sentidos. Son la autoridad y responden de manera directa no a la organiza-
ción de un esquema judicial, sino a la cabeza de un gobierno. Y el caso de
Rosario es más complejo.
La jurisdicción de este departamento, con cabecera en la villa, se ex-
tendía de norte a sur desde el río Carcarañá hasta el Arroyo del Medio y de
este a oeste desde el Paraná hasta los destacamentos militares establecidos
en el oeste. Esto dejaba dentro de su órbita el fuerte de Melincué, al su-
roeste de la actual delimitación provincial. El representante del gobierno
provincial en esta materia era el comandante militar. Sin embargo, el 21 de
diciembre de 1852 el gobierno santafesino suprimió la comandancia mili-
tar del departamento de Rosario y las atribuciones de ese cargo se sumaron
durante un breve lapso de tiempo a las no pocas que ya tenía el juez de paz.
Gobierno, justicia, policía y comandancia militar.
Por si todo esto fuera poco, los jueces de paz de los departamen-
tos también cumplieron funciones como recaudadores. Aunque no está
contemplado en la reglamentación que acompañó su designación, de he-
cho lo hicieron: una cuenta de febrero de 1850, preparada por Marcelino
Bayo, juez de paz de la villa del Rosario, permite observar que cobraba
por el alumbrado y por los sellos. Inaugurando un estilo que todavía so-
brevive en instituciones vinculadas con el «servicio público», solicitaba a
los vecinos una contribución de fin de año. Por otra parte, los jueces de
paz de Rosario eligieron catalogar como faltas algunos delitos para poder
percibir multas.41
Después de este formidable proceso de concentración de funciones
(o de reforzamiento de la trenza jurisdiccional) en la justicia de paz del
departamento de Rosario, a finales 1852 comienza el proceso que recorta
funciones de este cargo para depositarlas en otras figuras.
41 El considerarlos una infracción permitía aplicar multas que iban a una caja pública, pero de
la cual salían, como hemos mostrado ya, gastos para su presentación y representación (Barriera,
2010, cap. V, citar página inicial y final del cap. V). Los motivos podían ser ordinariamente los
juegos prohibidos o los carneos no autorizados. Imponía multas a pulperos, a algunos borrachos
por exhibiciones obscenas. El tema fue muy bien trabajado por De los Ríos y De los Ríos y Piazzi.
394
a) En 1852, se designó un escribano para lo que, a esas horas, era la
Comandancia Militar y Juzgado de Paz del departamento.
b) El 28 de diciembre del mismo año, con la instalación del Juzgado
de Policía en la ciudad de Rosario, a cargo del coronel Estanislao Zeballos,
se retiran de la órbita del juez de paz las cuestiones de policía.
c) El 7 de enero de 1853, se creó para la villa del Rosario el cargo de De-
fensor de Pobres y Menores –que ocupó por primera vez Domingo Correa–.
d) En noviembre de 1853 se crea el cargo de Comisario General, bajo
órdenes del juez de paz, a causa de que por las muchas tareas con las cuales
estaba recargado el mismo se había (...) complicado la Administración de jus-
ticia y hecho difícil la pronta expedición de los asuntos judiciales, con perjuicio
de público (ROSF, 1889, II:126). Aquí claramente se ve cómo la intención
es, como lo había sido con el alcalde, descargar de este magistrado-gober-
nador todo lo concerniente a gobierno para que pueda administrar mejor
justicia. La creación de una comisaría general para el Departamento Ro-
sario descomprimiría tareas desagradables para los jueces de paz… En el
documento se hace referencia a la resistencia que los ciudadanos tenían
para aceptar despeñar el cargo, que se incrementaban con el aumento de
la población. Recoger las «... gorduras [las sobras de grasa] de las reses del
consumo» y proveer velas para las oficinas del Estado, dejaron de ser obli-
gaciones del juez de paz y pasaron a serlo del comisario.
e) En 1854 la administración de la justicia ordinaria del departamen-
to de Rosario fue puesta bajo la jurisdicción de un «Juez de Primera Ins-
tancia en lo Civil y Criminal con un sueldo de mil pesos anuales» (Pérez
Martín: 215).
f ) En junio de 1854, Nicasio Oroño sugería crear inmediatamente la
municipalidad para Rosario y, conjuntamente, separar el poder judicial del
poder político (sinónimo de Ejecutivo). Sin embargo, una sanción legislativa
del 30 de julio de 1854 autorizó al Ejecutivo para hacer reformas políticas,
administrativas y judiciales que requiriera el Pueblo y Departamento de
Rosario hasta tanto la Provincia se diera una nueva Constitución. Este
ordenamiento fue dictado por el Ejecutivo provincial el 13 de agosto de
1854. Allí se decidió que el Ejecutivo provincial tendría en esa ciudad un
agente delegado, con el título de jefe político, al cual se subordinaba un
jefe de policía y se asignaban como auxiliares el juez de paz de Rosario,
sus tenientes de alcalde y los comisarios de los distritos en que se hallaba
dividida la campaña del Departamento, continuidad del periodo anterior
(Barriera, 2010a; Piazzi, 2017).
Al momento de la organización política, administrativa y judicial de
la ciudad de Rosario y de su departamento, entonces, las funciones del
juez de paz quedaron redefinidas como las de un auxiliar del jefe político
395
a cargo de los cuarteles de la ciudad, que en 1856 pasaron a ser seis. Hasta
entonces, la organización judicial del territorio provincial giraba en torno
del Reglamento de Justicia de 1833.
Pero volvamos a lo más alto de la organización judicial de la pro-
vincia: la Constitución de 1841 ordenaba la creación de un Supremo
Tribunal (art. 50) para entender en segunda instancia, no obstante, el
gobernador continuaba conociendo en grado de apelación de las sentencias
definitivas (Pérez Martín: 216). En este punto, ya fallecido López (1838)
no se puede acreditar la cuestión a un estilo personal de gobierno… ha-
bía dificultades para poner en marcha en Santa Fe algún tipo de tribunal
que estuviera por encima del gobernador, que expresara verdaderamente
la «separación de poderes» de las que hablaba el Estatuto de 1819 o el
Reglamento de 1833.
Carolina Piazzi observó que la recurrencia en la utilización de la for-
ma juzgado de alzadas en los intentos de organizar la instancia de ape-
lación en Santa Fe dentro de un modelo liberal podía ligarse a que no
exigía magistrados letrados para constituirlo –como sí lo hacía una cámara
de apelaciones (dando cuentas de la imposibilidad de cumplir con una
de las características fundamentales del modelo liberal, la profesionaliza-
ción)–. Aunque comparto el análisis, me gustaría enfatizar otra cara del
mismo problema, como problema de cultura política, cual es la dificultad
de desembarazarse de la figura de un gobernador-juez (o al menos con ca-
pacidades judiciales), lo cual no ocurrió efectivamente hasta la redacción
y puesta en vigencia de la Constitución de 1856. Puesto que si la Cons-
titución de 1841 había instalado, como se dijo, el Supremo Tribunal de
Justicia para conocer «en los recursos de segunda suplicación, de fuerza,
de nulidad y de injusticia notoria», y mantuvo en manos del Gobernador
la «... apelación de las sentencias definitivas, o interlocutorias, que presen-
ten gravamen irreparable, expedidas por el Juzgado de 1a. Instancia y de
Comercio…» (2010:233-234), tal organismo nunca llegó a conformarse,
por lo cual todo el arco comprendido dentro de una segunda instancia de
justicia (desde suplicaciones hasta apelaciones) se mantuvo hasta 1855 en
manos del Ejecutivo provincial.
Hacia el vaciado conceptual del gobierno en la justicia: la última vida de
la voz alcalde en el vocabulario político provincial (1861-1873)
El 16 de enero de 1861, la Honorable Asamblea Legislativa de la provincia
de Santa Fe sancionó un nuevo «Reglamento de Administración de Justicia»
(ROSF, III:215-230), con arreglo al artículo 47 de la Constitución pro-
396
vincial, sancionada el 25 de mayo de 1856.42 Se trataba de la «ley» que,
según lo preveía el artículo 51 de la misma Carta, deslindaría atribuciones
y procedimientos de «todos los tribunales».
¿Cuáles eran los «tribunales» cuyas atribuciones y modo de funcio-
namiento regulaba esta Ley? Sostenido por una Cámara de Justicia, un
Juzgado de Alzada y «demás jueces», el legislador comienza por carac-
terizar estos últimos desde lo más bajo hacia lo más alto de la jerarquía
judicial: comienza por los alcaldes de barrio, a quienes vuelve a colocar en
la «organización judicial».
La descripción del procedimiento es minuciosa: les dedica 14 artícu-
los del segundo capítulo del rubro. Se los designaba en cada cabeza de de-
partamento. Esta ley –después de reiterar lo prescripto en la Constitución
en tres artículos– comienza desde abajo, definiendo la acción jurisdiccional
de los alcaldes de barrio al frente de un cuartel o sección y se ordena la
creación de esta figura en los jóvenes pueblos de Villa Constitución y San
Lorenzo, así como en las colonias de Esperanza y San Carlos. Por encima
de ellos había siempre un juez de paz.43
Su lugar en la organización judicial es muy claro: podía conocer ver-
balmente en causas civiles hasta 30 pesos (art. 5), compareciendo ambas
partes estaba obligado a escucharlas (art. 7, contaba con tres días para «de-
liberar» antes de resolver) y se le obliga a llevar registro (un libro) de sus ac-
tuaciones tanto como de las deposiciones de demandantes y demandados,
quienes podían solicitar copia de las mismas (arts. 10 y 11). La otra gran
novedad es que constitucionalmente se les otorga el derecho de cobrar por
sus actuaciones: 1 peso en causas de hasta 12 y 2 en causas de entre 12 y 30.
El pago estaba a cargo de la parte condenada (si la hubiere) y si se llegaba
a un avenimiento, era compartido. Quedaba claramente colocado como
auxiliar de los jueces de paz (art. 17) y debían documentar los pedidos de
apelación emitiendo una boleta (art. 13).
Sin embargo, en el art. 9 se describe con claridad cuál era su ubicación
en este esquema: «La primera obligación del Alcalde de barrio, después de
instruido de la causa y antes de proceder á fallarla, será procurar conciliar a
las partes amigablemente y solo en caso de no conseguirlo, resolverá lo que
crea justo» (ROSF, III:216).
La última aparición de «alcalde» en el esquema judicial –ahora cons-
titucional– recuperó su función judicial, lo convirtió en el primero y más
bajo de los jueces, reteniendo la función primaria de justicia de equidad,
42 De todos modos, la Constitución Provincial de 1856 debió ser revisada por el Congreso de
la Nación [art. 5 CN] y se cuestionaron algunos aspectos, como la composición del Tribunal
de Alzada.
43 Remito a Piazzi 2011, cap. 1, indicar página final e inicial del cap. 1 donde reconstruye la
organización institucional provincial y departamental.
397
más tarde trasladada nuevamente a los juzgados de paz legos que sobrevi-
vieron en la provincia de Santa Fe hasta el 17 de marzo de 2011, cuando
fue reemplazada por una justicia comunitaria de pequeñas causas (Glinka
y Pagliano). En la década de 1820, la figura del alcalde de barrio había
sido completamente desjudicializada –era una instancia de orden público
y organizador de las elecciones en los cuarteles (Barriera 2017)– y a inicios
de la década de 1860 su reinserción en el esquema judicial muestra, al con-
trario, una figura desprovista completamente de funciones de gobierno –ya
ha sido restituido el municipio por la Ley Orgánica de 1860– y de «poli-
cía» –funciones que fueron absorbidas por la creación de jueces de policía
(en ciudad y villa, 1833 y 1852 respectivamente) y comisarios (para las
campañas y los departamentos, en número creciente desde 1833, esquema
completado por las jefaturas políticas desde 1854)–.
Aquellos jueces de primera instancia en lo civil y criminal nombrados
en 1833 para la ciudad de Santa Fe y en 1854 para la de Rosario ya no
fueron alcaldes, fueron jueces. Y la elección fue correcta. No fueron nom-
brados como alcaldes porque no tenían funciones de gobierno. Solo juz-
gaban. Pero pasó mucho tiempo de la supresión del Cabildo –institución
que identificaba a la «justicia colonial» o «hispánica», pero sobre todo al
gobierno de los jueces– desaparece del vocabulario político algo más potente:
la palabra que designaba al juez gobernador. Esta voz, además, provenía
del árabe y expresaba un aspecto de la cultura jurisdiccional que, de este
modo, se muestra más ancho que el catolicismo mismo, puesto que al-kadi
es el juez-gobernador en la tradición islámica que, como al-wazir (alguacil)
o al-farez (alférez) fueron voces que pasaron al vocabulario político de la
monarquía católica.44
Este desplazamiento conceptual se operó reduciendo el uso de la voz
primero a su mínima expresión en «tenientes de alcalde» (los auxiliares de
los jueces de paz) y, por último, en la figura del «alcalde de barrio», supri-
midos definitivamente en la provincia en la década de 1870.
Situado y sinuoso: dialogando con la historia política y con los republi-
canos
El oficial que hipotéticamente hubiese sido titular de un poder de
mando, pero sin jurisdicción alguna, se representaba en la conciencia
del antiguo régimen como una verdadera monstruosidad jurídica
(Mannori: 134).
44 Hubo casos de reemplazos significativos, por ejemplo, el de almotacén por «fiel ejecutor»,
que se produce en algunos concejos andaluces (como Guadix y Motril) a finales del siglo XV
(Cfr. De Castro).
398
La historia política argentina, incluso en sus formulaciones más renovadas,
tiene un canon. El canon ha justificado ya largamente su existencia. Fue (y
sigue siendo) útil a propósitos diversos –ha sido, como lo llamó Jacques Le
Goff, el «esqueleto» de la historia– y es, en sus mejores versiones, con toda
probabilidad la más ambiciosa e integradora. La propuesta que vengo sos-
teniendo no implica discutir el sentido utilitario de las periodizaciones de
las historias políticas, sino interpelarlas con un propósito heurístico, para
pulsar otras interpretaciones del fenómeno político en sí mismo.
A partir de los años 1780, el espacio político de la gobernación in-
tendencia de Buenos Aires (destacado dentro del virreinato del Río de la
Plata como su superintendencia) se convierte en el terreno de experiencias
de deslinde territorial y de competencias para el ejercicio de funciones po-
líticas, judiciales, fiscales, militares y policiales (las itálicas indican que la
semántica de policía varió muy sustancialmente entre 1780 y 1860, yendo
del gobierno doméstico de la ciudad a la consolidación de la institución
moderna que hoy conocemos) que, como espero haber mostrado a partir
de un laboratorio pequeño pero en absoluto excepcional, no siguen una
dirección única. Barriendo las periodizaciones de la historia política y de la
historia del derecho más consolidadas, si observamos procesos de acumula-
ción y desacumulación de funciones de gobierno y justicia (que son las que
relevé, ocasionalmente agregué las de policía o alguna de mando militar)
lo que parece predominar es el carácter reactivo de las decisiones que se
toman en medio de necesidades casi siempre urgentes. En materia de go-
bierno de poblaciones, la cultura jurisdiccional continúa informando con
sus útiles (me ocupé sobre todo de la matriz del juez gobernador) el ejerci-
cio del gobierno de las poblaciones que se define situacionalmente: no es
igual en la ciudad que en la campaña; no parece lo mismo en contextos de
guerra permanente que en momentos que, frente a los anteriores, pueden
considerarse de relativa paz o al menos de cierta estabilidad institucional.
La hipótesis de partida fue que, observando de cerca alguno de esos
procesos de «desenredo» de la cultura jurisdiccional, entre la Reforma de
Intendentes hasta la constitucionalización de la provincia de Santa Fe (una
de las provincias que se desprendieron de la intendencia de Buenos Aires)
podía visibilizarse los titubeos de un aspecto del modelo de gobierno polí-
tico del territorio que, siguiendo a Luca Mannori, llamamos administrati-
vo, y que no existe desde siempre sino que se constituyó como tal durante
el siglo XIX. En consonancia con lo que encontraron colegas sobre otras
áreas –aunque con diferencias cronológicas e incluso categoriales, plantean
el mismo problema los trabajos de Raúl Fradkin, María Angélica Corva
y Melina Yangilevich para Buenos Aires, Gabriela Tío Vallejo para Tucu-
mán, Alejandro Agüero para Córdoba, Inés Sanjurjo y Eugenia Molina
399
para Cuyo– la lenta descomposición del modelo jurisdiccionalista de un
gobierno de los jueces no siguió un tránsito uniforme regionalmente ni
lineal temporalmente (Tau Anzoátegui lo documentó para la organización
judicial de las provincias).
En el caso de Santa Fe, el registro normativo muestra de qué manera
la cultura jurisdiccional informó y hasta nutrió al proceso de administrati-
vización del poder político. La organización del gobierno de las campañas,
un espacio donde el gobierno cuerpo a cuerpo en grandes extensiones y con
escasísima presencia de fuerzas militares para imponer la autoridad, solo era
posible si las autoridades acertaban con las fórmulas que aquella sociedad
aceptaba como forma de gobierno, si interpretaban lo que aquella sociedad
reconocía como relación normal entre gobernantes y gobernados. Esta pre-
sencia de jueces gobernadores, que en el caso del departamento Rosario al-
canzó su máxima acumulación de funciones en 1852 y cuya descompresión
se extendió entre 1854 y 1860, informa de un ritmo, de unos tiempos du-
rante los cuales quizás lo que todavía se considerara monstruoso aún fuera
la ausencia de capacidad jurisdiccional (en su sentido judicial) en el hombre
que gobernaba. Solo a partir de entonces, al menos desde el punto de vista
normativo (que aquí fue priorizado), la ley parecía importar en esa ciudad
nueva más que el juez. Por otra parte, la figura del juez de paz tuvo larga
vida en la provincia de Santa Fe y en otras provincias argentinas. En muchos
pueblos se constituyó en una figura que reunía funciones –las de mediación
y la titularidad del registro civil de las personas, instituido en 1872– que en
muchos casos conservó hasta comienzos del siglo XXI (Barriera, 2012b).
El caso de los alcaldes de barrio (que estudié puntualmente en Ba-
rriera, 2017) muestra una versión distinta del mismo proceso: surgidos
como jueces menores en 1793, fueron acumulando funciones políticas y
policiales hasta desaparecer con la creación de la justicia de paz en Santa Fe
(1833, cuando quedan subordinados a esta como «tenientes de alcalde»)
y luego la figura es recuperada por un corto tiempo, durante el periodo
constitucional (1861-1870), como la más baja de las justicias del nuevo
esquema jurisdiccional.
En el caso de lo más alto –que según el modelo liberal debía constituir-
lo, como en casi todas las provincias, la Cámara de Apelaciones o al menos
un tribunal de alzada– hemos documentado de qué manera, por acciones
(Reglamento de 1819) y por omisiones normativas (la función decorativa
de los jueces de alzada de 1826-1833 o la imposibilidad de conformar el
tribunal de alzada de 1841), en Santa Fe el gobierno provincial conservó
–al mejor estilo de un teniente de gobernador como justicia mayor– capa-
cidades vinculadas con el ejercicio de la justicia en instancias superiores, de
suplicación, de apelación, en suma, de sentenciar definitivamente.
400
Por último, desde el punto de vista material, el proceso de adminis-
trativización del gobierno político en los espacios a los que nos hemos refe-
rido, transmite mensajes muy claros. Aunque no es objeto de este trabajo,
permítaseme agregar que solo a finales del siglo XIX un edificio reemplazó
a un ser humano como imagen de la justicia en Rosario: como lo ha hecho
notar Carolina Piazzi,
... la construcción del Palacio de Tribunales de Rosario en 1892 implicó
un cambio sustancial en la imagen pública de la justicia. Se pasaba
de compartir oficinas con las autoridades ejecutivas y policiales de la
ciudad a disponer de un edificio exclusivo para la actividad judicial
(incluía al Juzgado Federal), que presentaba caracteres suntuosos
(2017:61).
Los procesos que elegí ilustran la lentitud y las vacilaciones que pre-
sentó el vaciamiento de funciones judiciales en aquellos que gobiernan y al
revés, de las funciones de gobierno en aquellas figuras que debían solamen-
te quedar como magistraturas.
Volviendo al planteo inicial, creo que –como historiadores, pero sobre
todo como ciudadanos– tenemos que seguir pensando en algunas supues-
tas verdades como ficciones. En la historia de la ficción del imperio o del
gobierno de la ley por la ley misma; en la de la prístina escisión entre polí-
tica y justicia; en la sacralización de la ley. En la ficción de la independencia
del Poder Judicial y en su carácter de democráticamente indisponible. Son
convicciones que probablemente estén muy arraigadas en nuestra idea de
modernidad, y que van de la mano con otras, que suponen al Estado como
algo separado de la sociedad, o a la religión escindida de la política, a la
que de este modo se le niega una dimensión que no le es ajena, sino que
la atraviesa brutalmente. Y probablemente una cierta hipocresía de nuestra
cultura política respecto de estas cuestiones se encuentre en la base de mu-
chos de nuestros problemas.
Según Pierre Rosanvallon, los revolucionarios franceses fueron los
adalides de unas concepciones sociales que, en realidad, provienen de la
ilustración escocesa, en cuyo proyecto «(...) la voluntad, identificada con
una forma de determinación potencialmente arbitraria, ya no tuviera pa-
pel alguno; con ello quedaba al mismo tiempo automáticamente devalua-
da la idea de gobierno» (p.41). Y, podemos agregar sin temor a equivo-
carnos, también la de política. Esta hipótesis podría llevarse a sus últimas
consecuencias y, posiblemente, podríamos obtener una tensión extrema
en las relaciones entre política y república, que haríamos bien en explo-
rar antes de que nos estalle en la cara, si no lo ha hecho ya. Retomando
401
aquello del celo con el cual defendemos en calidad de principio la escisión
entre justicia y gobierno ejecutivo, que vaya y pase por historia y por
derecho, no sea que nos acostumbremos además a que la democracia es
solo para dos de los poderes de la República. Porque si como argumentan
sin empacho algunos, nos ha ido mal eligiendo, peor nos ha ido cuando
eligieron por nosotros.
Fuentes primarias
Archivo General de la Provincia de Santa Fe (AGSF), Actas Capitulares (AC),
tomos X, XI y XII, XIV, XVI.
Archivo General de la Provincia de Santa Fe, Santa Fe (AGSF), Varios docu-
mentos 1634-1816, leg. 20 (22 de enero de 1791).
Archivo General de la Provincia de Santa Fe (AGSF), Notas y otras comuni-
caciones (NyOC), III, ff. 331-332 (18 de julio de 1818, 19 de octubre
de 1818, 5 de enero de 1819, 9 de julio de 1819; IV, f. 5 (5 de enero de
1819) y f. 51 (9 de julio de 1819).
Archivo General de la Provincia de Santa Fe (AGSF), Papeles de Estanislao
López (Papeles…), tomo I, Santa Fe, 1976, pp. 93. 115, 116, 118, 119.
Archivo General de la Provincia de Santa Fe (AGSF), Ministerio de Gobier-
no, Sección Gobierno (Gobierno), tomo III, expte. 8, Notas del Alcalde
Mayor de la Villa del Rosario, f. 269.
Archivo del Museo Histórico Provincial de Rosario Dr. Julio Marc (AMHPR-
JM), Archivo de Tribunales (AT) EP, tomo I, leg. 1, expte. 5, tomo I, leg.
7, exp. 3, 4 y 5.
Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de exército y
provincia en el virreinato de Buenos Aires, Imprenta Real, Madrid, 1782.
Reglamento de Administración de Justicia para la Provincia de Santa Fe, sancio-
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t=sci_abstract&tlng=es gobierno. Los obispos eran nombrados por el Senado y el Poder Ejecutivo
Polastrelli, Irina, “Los revolucionarios se juzgan a sí mismos. Los Procesos de nacionales, el fisco nacional sostenía económicamente el culto. Aunque
Residencia de 1813 y 1815 en el Río de la Plata”, en VII Jornadas de el financiamiento no llegaba (sino excepcionalmente) al nivel parroquial,
Historia Política, organizada por Programa Actores, Ideas y Proyectos costeaba el gobierno diocesano, la evangelización indígena y, a partir de
Políticos en la Argentina Contemporánea - Instituto de Estudios Histó- 1873, la formación de los futuros sacerdotes en los seminarios de todos
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nacimientos y las defunciones, sancionaba la validez de los matrimonios y
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los registraba, gestionaba instituciones educativas y participaba en la vida
Pro, Juan, “El derecho y los derechos”, en Cabrera, M. y Pro, J. (coords.),
política de sus comunidades. Ello explica el lugar central que ocupó el for-
La creación de las culturas políticas modernas, 1808-1833, Marcial Pons,
talecimiento de las instituciones eclesiásticas en la agenda de los gobiernos
Madrid, 2014, pp. 69-96.
nacionales durante el tercer cuarto del siglo XIX. En esa política, la figura
Ratto, Silvia, “¿Otras independencias?: Los territorios indígenas rioplaten-
episcopal fue clave. Por ello, los primeros gobiernos nacionales se preo-
ses en la década de 1810”, Mundo agrario [online] vol. 17, Nº 35, agosto
cuparon por proveer de obispos todas las diócesis argentinas, cuyas sedes
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ci_arttext&pid=S1515-59942016000200005&lng=es&nrm=iso habían estado vacantes durante gran parte de la primera mitad del siglo
XIX. La presencia de un obispo en cada diócesis era indispensable para el
Rosanvallon, Pierre, El buen gobierno, Manantial, Buenos Aires, 2016.
normal funcionamiento de las estructuras eclesiásticas y, en cierto modo,
Tarragó, Griselda, De la autonomía a la integración. Santa Fe entre 1820 y representó la autoridad del gobierno central frente al clero provincial, re-
1853 - Nueva Historia de Santa Fe, tomo V, La Capital / Prohistoria,
sistente en ocasiones a ese nuevo factor de poder político. Para la década de
Rosario, 2006.
1860, las diócesis argentinas eran cinco: la de Buenos Aires, la de Córdoba
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y Salta), la de Cuyo (compuesta territorialmente por las provincias de San
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