El 13 de mayo de 1992, el Papa Juan Pablo II instituyó el 11 de febrero la Jornada Mundial del
Enfermo.
[...] He decidido instituir la Jornada mundial del enfermo, que se celebrará el 11 de febrero de cada año,
memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes [...] La celebración anual de la Jornada mundial del enfermo
tiene, por tanto, como objetivo manifiesto sensibilizar al pueblo de Dios y, por consiguiente, a las
varias instituciones sanitarias católicas y a la misma sociedad civil, ante la necesidad de asegurar la
mejor asistencia posible a los enfermos [...]
«Gratis habéis recibido; dad gratis» (Mt 10,8). Estas son las palabras pronunciadas por Jesús cuando
envió a los apóstoles a difundir el Evangelio, para que su Reino se propagase a través de gestos de
amor gratuito.
Con ocasión de la XXVII Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará solemnemente en Calcuta,
India, el 11 de febrero de 2019, la Iglesia, como Madre de todos sus hijos, sobre todo los enfermos,
recuerda que los gestos gratuitos de donación, como los del Buen Samaritano, son la vía más creíble
para la evangelización. El cuidado de los enfermos requiere profesionalidad y ternura, expresiones de
gratuidad, inmediatas y sencillas como la caricia, a través de las cuales se consigue que la otra
persona se sienta “querida”.
La vida es un don de Dios —y como advierte san Pablo—: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1
Co 4,7). Precisamente porque es un don, la existencia no se puede considerar una mera posesión o
una propiedad privada, sobre todo ante las conquistas de la medicina y de la biotecnología, que
podrían llevar al hombre a ceder a la tentación de la manipulación del “árbol de la vida” (cf. Gn3,24).
Frente a la cultura del descarte y de la indiferencia, deseo afirmar que el don se sitúa como el
paradigma capaz de desafiar el individualismo y la contemporánea fragmentación social, para impulsar
nuevos vínculos y diversas formas de cooperación humana entre pueblos y culturas. El diálogo, que es
una premisa para el don, abre espacios de relación para el crecimiento y el desarrollo humano,
capaces de romper los rígidos esquemas del ejercicio del poder en la sociedad. La acción de donar no
se identifica con la de regalar, porque se define solo como un darse a sí mismo, no se puede reducir a
una simple transferencia de una propiedad o de un objeto. Se diferencia de la acción de regalar
precisamente porque contiene el don de sí y supone el deseo de establecer un vínculo. El don es ante
todo reconocimiento recíproco, que es el carácter indispensable del vínculo social. En el don se refleja
el amor de Dios, que culmina en la encarnación del Hijo, Jesús, y en la efusión del Espíritu Santo.
Cada hombre es pobre, necesitado e indigente. Cuando nacemos, necesitamos para vivir los cuidados
de nuestros padres, y así en cada fase y etapa de la vida, nunca podremos liberarnos completamente
de la necesidad y de la ayuda de los demás, nunca podremos arrancarnos del límite de la impotencia
ante alguien o algo. También esta es una condición que caracteriza nuestro ser “criaturas”. El justo
reconocimiento de esta verdad nos invita a permanecer humildes y a practicar con decisión la
solidaridad, en cuanto virtud indispensable de la existencia.
Esta conciencia nos impulsa a actuar con responsabilidad y a responsabilizar a otros, en vista de un
bien que es indisolublemente personal y común. Solo cuando el hombre se concibe a sí mismo, no
como un mundo aparte, sino como alguien que, por naturaleza, está ligado a todos los demás, a los
que originariamente siente como “hermanos”, es posible una praxis social solidaria orientada al bien
común. No hemos de temer reconocernos como necesitados e incapaces de procurarnos todo lo que
nos hace falta, porque solos y con nuestras fuerzas no podemos superar todos los límites. No
temamos reconocer esto, porque Dios mismo, en Jesús, se ha inclinado (cf. Flp 2,8) y se inclina sobre
nosotros y sobre nuestra pobreza para ayudarnos y regalarnos aquellos bienes que por nosotros
mismos nunca podríamos tener.
En esta circunstancia de la solemne celebración en la India, quiero recordar con alegría y admiración
la figura de la santa Madre Teresa de Calcuta, un modelo de caridad que hizo visible el amor de Dios
por los pobres y los enfermos. Como dije con motivo de su canonización, «Madre Teresa, a lo largo de
toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a
disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como
la abandonada y descartada. […] Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren
abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho
sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes […] de
la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia ha sido para ella la “sal” que daba sabor a cada
obra suya, y la “luz” que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su
pobreza y sufrimiento. Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales
permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres
entre los pobres» (Homilía, 4 septiembre 2016).
Santa Madre Teresa nos ayuda a comprender que el único criterio de acción debe ser el amor gratuito
a todos, sin distinción de lengua, cultura, etnia o religión. Su ejemplo sigue guiándonos para que
abramos horizontes de alegría y de esperanza a la humanidad necesitada de comprensión y de
ternura, sobre todo a quienes sufren.
La gratuidad humana es la levadura de la acción de los voluntarios, que son tan importantes en el
sector socio-sanitario y que viven de manera elocuente la espiritualidad del Buen Samaritano.
Agradezco y animo a todas las asociaciones de voluntariado que se ocupan del transporte y de la
asistencia de los pacientes, aquellas que proveen las donaciones de sangre, de tejidos y de órganos.
Un ámbito especial en el que vuestra presencia manifiesta la atención de la Iglesia es el de la tutela
de los derechos de los enfermos, sobre todo de quienes padecen enfermedades que requieren
cuidados especiales, sin olvidar el campo de la sensibilización social y la prevención. Vuestros servicios
de voluntariado en las estructuras sanitarias y a domicilio, que van desde la asistencia sanitaria hasta
el apoyo espiritual, son muy importantes. De ellos se benefician muchas personas enfermas, solas,
ancianas, con fragilidades psíquicas y de movilidad. Os exhorto a seguir siendo un signo de la
presencia de la Iglesia en el mundo secularizado. El voluntario es un amigo desinteresado con quien
se puede compartir pensamientos y emociones; a través de la escucha, es capaz de crear las
condiciones para que el enfermo, de objeto pasivo de cuidados, se convierta en un sujeto activo y
protagonista de una relación de reciprocidad, que recupere la esperanza, y mejor dispuesto para
aceptar las terapias. El voluntariado comunica valores, comportamientos y estilos de vida que tienen
en su centro el fermento de la donación. Así es como se realiza también la humanización de los
cuidados.
La dimensión de la gratuidad debería animar, sobre todo, las estructuras sanitarias católicas, porque
es la lógica del Evangelio la que cualifica su labor, tanto en las zonas más avanzadas como en las más
desfavorecidas del mundo. Las estructuras católicas están llamadas a expresar el sentido del don, de
la gratuidad y de la solidaridad, en respuesta a la lógica del beneficio a toda costa, del dar para
recibir, de la explotación que no mira a las personas.
Os exhorto a todos, en los diversos ámbitos, a que promováis la cultura de la gratuidad y del don,
indispensable para superar la cultura del beneficio y del descarte. Las instituciones de salud católicas
no deberían caer en la trampa de anteponer los intereses de empresa, sino más bien en proteger el
cuidado de la persona en lugar del beneficio. Sabemos que la salud es relacional, depende de la
interacción con los demás y necesita confianza, amistad y solidaridad, es un bien que se puede
disfrutar “plenamente” solo si se comparte. La alegría del don gratuito es el indicador de la salud del
cristiano.
Os encomiendo a todos a María, Salus infirmorum. Que ella nos ayude a compartir los dones recibidos
con espíritu de diálogo y de acogida recíproca, a vivir como hermanos y hermanas atentos a las
necesidades de los demás, a saber dar con un corazón generoso, a aprender la alegría del servicio
desinteresado. Con afecto aseguro a todos mi cercanía en la oración y os envío de corazón mi
Bendición Apostólica.
Francisco
PROGRAMA FUSA TV 14 DE FEBRERO DE 2019
(MC 6, 53 – 56)
LA ENFERMEDAD
La Fe cristiana afirma que Dios no ha creado la enfermedad. Esa entró en el mundo causada por el
primer pecado, cometido por el hombre Adán y la mujer Eva, cuando, tentados por el Diablo, abusando
de su libertad, desobedecieron a Dios: querían ser superiores al mismo Dios y deseaban ardientemente
conseguir sus fines fuera de Dios. De ahí en adelante los pecados de toda persona individual no han
hecho más que acrecentar el mundo de los sufrimientos humanos.
La Fe cristiana afirma que Dios no ha creado la enfermedad. Esa entró en el mundo causada por el
primer pecado, cometido por el hombre Adán y la mujer Eva, cuando, tentados por el Diablo, abusando
de su libertad, desobedecieron a Dios: querían ser superiores al mismo Dios y deseaban ardientemente
conseguir sus fines fuera de Dios. De ahí en adelante los pecados de toda persona individual no han
hecho más que acrecentar el mundo de los sufrimientos humanos.
Dios por tanto no quiere la enfermedad; no ha creado el mal ni la muerte. Pero, desde el momento en
que éstos, por causa del pecado, entraron en el mundo, su amor está todo dirigido a resanar al ser
humano, a sanarlo del pecado e de todo mal y a colmarlo de vida, de paz y de gozo. Por esto ha enviado
a su Hijo Jesús, quien ha muerto y resucitado para liberar al hombre del pecado y de sus consecuencias.
La enfermedad, que toca antes o después e implica la persona en todos sus niveles (desde el físico al
psicológico, espiritual, moral), es y permanece siempre un misterio, un enigma.
La ciencia y la técnica pueden ayudar a encontrar una respuesta a la enfermedad. Pueden curarla,
aliviarla, eliminarla al menos en parte, pero no podrán eliminarla del todo, y sobre todo no podrán
nunca dar una respuesta satisfactoria a los interrogantes fundamentales que el sufrimiento, la
enfermedad, la misma muerte suscitan en el corazón del ser humano.
Es necesario profundizar el sentido de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento teniendo presentes
también sus fundamentos médico-científicos, históricos, filosóficos, bíblicos, teológicos.
Es importante en particular profundizar los textos de la Sagrada Escritura acerca del sufrimiento, sobre
el sentido de la muerte.
El sentido último de tal realidad puede encontrarse solamente a la luz de la Fe cristiana: “Por Cristo y
en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en
absoluta oscuridad” (Gaudium et spes, 22).
Dios de hecho no ha ahorrado el sufrimiento e incluso la muerte a Su mismo divino Hijo Jesús, el cual
vence el pecado y los efectos del mismo (la enfermedad, el sufrimiento, la violencia y la muerte) con
Su muerte en cruz y sobre todo con Su Resurrección.
Y esta victoria la remite Cristo ante todo a sí mismo, destruyendo la muerte con Su Resurrección, y
luego también para nosotros. De hecho, mediante el Bautismo por Él instituido, nos es perdonado el
pecado original y resurgimos a la vida de hijos de Dios. Luego durante todo el recorrido de nuestra vida
sobre la tierra, luchando contra el pecado y sus consecuencias, reportamos con Cristo la victoria, que
por ahora es parcial, en la espera de aquella definitiva que Cristo realizará para nosotros al final de este
mundo, cuando entonces todo sufrimiento, enfermedad, muerte serán por Él definitivamente destruidos.
Por tanto, el sufrimiento puede hacerse sereno abandono a la voluntad divina y participación al
sacrificio de Cristo.
“A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una
respuesta simple. Él conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la
creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus
Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la
Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas
son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden
negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la
cuestión del mal.
Sin embargo, en su sabiduría y bondad Infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo "en estado de
vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición
de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las
construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el
mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien
de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: "No fuisteis vosotros, dice
José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño,
Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso" . Del mayor mal moral que ha
sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los
hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de
Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su
providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento
parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara» (1Cor 13,12), nos serán plenamente conocidos los
caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su
creación hasta el reposo de ese Sabbat definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra” (CCC, 309-
314).
Cristo, en su vida terrena, ha tenido una particular predilección hacia los enfermos y los que sufren. De
hecho:
· ha sanado muchos enfermos, que recurrían a Él con confianza: tales curaciones muestran que Jesús es
verdaderamente ‘Dios que salva’;
· no ha venido sin embargo para eliminar todos los males aquí abajo, sino para liberar a los seres
humanos de la más grave esclavitud: la del pecado, que es la causa de todos los males y sufrimientos;
· se ha identificado con el enfermo: “"Estuve enfermo y mi visitaste” (Mt 25,36); “Él ha tomado
nuestras enfermedades y se ha cargado nuestras males” (Mt 8,17);
· ha confiado a sus apóstoles el ministerio de la curación, diciéndoles: “Curen a los enfermos” (Mt
10,8);
· ha instituido en particular dos sacramentos para los enfermos: la Eucaristía (en cuanto Viático) y el
Sacramento del Unción de los enfermos;
· ha invitado a todos sus seguidores a estar dispuestos a sufrir con él y como él: “Si alguno quiere
seguirme se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24);
· continúa estando con nosotros y por nosotros, sobre todo en nuestros momentos de sufrimiento.
- invita a abrirse al mensaje del amor de Dios, siempre atento a las lágrimas de quien se dirige a Él;
- sostiene la importancia de la pastoral sanitaria, en la cual adquieren un rol de especial relieve las
capellanías de los hospitales, que tanto contribuyen al bien espiritual de los que pasan por las
estructuras sanitarias;
- favorece el desarrollo de aquel aporte precioso que es dado por el voluntariado, que con su servicio
dan vida a aquella fantasía de la caridad, que infunde esperanza también a la experiencia humana del
sufrimiento. Es también por medio de voluntarios que Jesús puede continuar hoy a pasar entre los
hombres, para beneficiarlos y sanarlos.
- servir siempre a la vida: promoviéndola y defendiéndola desde su concepción hasta su ocaso natural.
También cuando sabe que no puede debelar una grave patología, dedica sus propias capacidades a
suavizar los sufrimientos.
Realizar continuamente una atenta reflexión sobre la naturaleza misma del ser humano, sobre su
dignidad de ser humano creado por Dios a su imagen y semejanza. Tal dignidad inviolable del ser
humano:
- Recordar que el servicio de la medicina a la vida y a la salud es siempre y en todo caso un servicio
que remite al sentido del sufrimiento y de la muerte.
- Dejarse vivificar por la inspiración cristiana, la cual no quita nada al ser humano y a la investigación
científica, la ilumina y la dirige al verdadero bienestar integral de cada persona y de toda la persona.
- ser siempre los servidores de la vida, que es siempre un bien en sí misma y por sí misma.
- Respetar los principios éticos que tienen su raíz en el mismo Juramento de Hipócrates, el cual afirma
que:
- no hay sufrimientos, por cuanto penosos, que puedan justificar la supresión de una existencia;
- no hay razones, por muy altas, que hagan plausible la creación de seres humanos destinados a ser
utilizados y destruidos.
- Contribuir efectivamente a la eliminación de los motivos del sufrimiento que humillan y entristecen al
ser humano, y a edificar un mundo siempre más acorde con la dignidad del ser humano.
-Ponerse a la escucha de cada ser humano, sin distinción ni discriminación alguna, y acoger a todos
para aliviar los sufrimientos de cada uno. .
- Ver en el enfermo no un número clínico, sino una persona a la cual acercarse con humanidad y
participación: a pesar de todo, el enfermo siempre vale más que su enfermedad y su vida vale más que
aquello que la amenaza.
- Agregar al aporte institucional de la propia profesionalidad el ‘corazón’, que sólo está en grado de
llegar al ‘corazón’ del enfermo y de humanizar las estructuras.
· acompaña al paciente con amoroso respeto y dedicación durante toda la duración de su enfermedad,
poniendo en acto todas las acciones y las atenciones posibles para disminuir los sufrimientos y
favorecer una vivencia de los mismos en cuanto posible serena;
· estimula la solidaridad y el compartir no sólo junto y por quien sufre sin más esperanza, sino también
junto y por quien vive la experiencia del dolor de una persona querida;
· al mismo tiempo ayuda a detenerse cuando ninguna acción resulta ya útil a la curación.
- poner en acto los mismos empeños expuestos anteriormente los cuales son comunes a los médicos no
católicos, con mayor dedicación y espíritu de abnegación, testimoniando el amor de Cristo por los
enfermos.
- Prestar atención a la dimensión espiritual del ser humano, teniendo muy presente el sentido cristiano
de la vida y de la muerte, y la función del dolor en la vida humana.
- Saber reconocer en cada enfermo al mismo Cristo: ocupándose del enfermo, el cristiano sabe que se
ocupa del mismo Cristo (cfr. Mt 25,35-40).
- Vivificar el propio servicio médico con la oración constante a Dios, “amante de la vida” (Sap 11,26),
recordando siempre que la curación, en última instancia, viene del Altísimo, por la intercesión
particular también de la Santísima Virgen María invocada como Salus infirmorum et Mater Scientiae.
- Poner en práctica no sólo las curas médicas, sino también las espirituales, las cuales constituyen no
sólo una necesidad sentida, sino incluso un derecho fundamental de todo enfermo, con la consecuente
responsabilidad de quienes lo asisten.
- Interrogarse acerca de la propia espiritualidad, sobre el sistema de valores que guía la propia
existencia, sobre las respuestas que nacen del corazón a los interrogantes relacionados con el
significado del sufrimiento y de la muerte.
- Favorecer por parte del enfermo la petición y la acogida en la Fe, de los sacramentos que Cristo ha
instituido también para ayudar espiritualmente al enfermo: los Sacramentos de la Confesión, de la
Eucaristía (en particular como Viático) y de la Unción de los enfermos.
La enfermedad puede:
- Dar origen a una densa y amplia red de solidaridad a nivel familiar y social (voluntariado).
- Ofrecer la posibilidad de saber leer el designio de Dios en la propia vida. La "clave" de tal lectura está
constituida por la Cruz de Cristo. El Verbo encarnado se ha encontrado con nuestra debilidad,
asumiéndola sobre sí en el misterio de la Cruz. Quien sabe acogerla en su vida experimenta cómo el
dolor, iluminado por la Fe, llega a ser fuente de esperanza y de salvación.
- Constituir una concreta posibilidad, ofrecida a nuestra libertad, para decidir cuál realización escoger
para nuestra existencia.
- Tener también un valor redentor para sí y para los demás. Si el sufrimiento va unido al de Cristo, se
hace participación en la obra de la salvación de Jesucristo, llega a ser medio de salvación, puede traer
beneficios morales y espirituales al paciente y a la humanidad. “Yo completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).
Este sacramento, instituido por Cristo no para los muertos, sino para los vivos, y por tanto para el
cristiano gravemente enfermo:
- confiere un don particular del Espíritu Santo: una gracia de consuelo, de paz de coraje:
- Perdona todos los pecados, si no ha sido posible celebrar antes el sacramento de la confesión.