Oliver Moon
El frío nocturno acoge el vaho de mis exhalaciones y calma los nervios que
siempre me abordan antes de actuar. Cada noche salgo a este pequeño balcón y
contemplo admirada el brillo de las estrellas que se esmeran por vestir de gala un
cielo carbón, o cómo los finos copos de nieve cubren las calles de Nápoles con un
leve manto blanquecino, dejándolas tranquilas y poco transitadas. Es un ritual que
relaja y aclara mi mente.
–Dime.
Espero mi turno oculta tras los flecos dorados de las cortinas, observando el
intenso resplandor de los focos y percibiendo el barullo masculino que eclipsa la
música del club.
Sus dedos solo me rozan para enganchar billetes de cinco euros en mi fino
tanga. Odio este trabajo y este lugar, pero debo tragarme los sentimientos y las
ganas de cortar manos, y seguir danzando medio desnuda para ellos.
Norah divisa mi llegada desde la otra punta y se acerca rauda y sin dilación.
Sus maduros pechos se bambolean dentro del corsé y da la sensación que de un
momento a otro colmarán la prenda, horrorizando a todo aquél que lo presencie.
Trago saliva y cojo el trozo de papel que desliza por encima de la barra,
hasta mí. La cifra escrita es elevada, muy elevada, y miro asombrada a la dueña del
local.
Separado del resto por una sobrealtura y rodeado por cordones de acero y
ante carmesí se encuentra el privado número uno, el reservado más apartado de
todo el club pero el que mejores vistas del escenario tiene. Y siempre lo ocupa el
pez gordo, Angelo Bionni. Un hombre tan poderoso como peligroso.
Angelo está sentado entre sombras y la gran silueta impone. Aun así dejo la
copa frente a él, para luego acomodarme en uno de los sillones lo más relajada y
natural posible.
Una de sus manos acaricia mis muslos bajo la bata mientras que la otra se
enreda entre el cabello oscuro de mi nuca. Mi ser al completo grita por poder
disfrutar de las atenciones de este hombre, pero solo puedo jadear y mirar sus
hechizantes ojos negros.
Mi cómoda suite está ubicada en el tercer piso del club y nada más llegar a
ella, me detengo junto a la puerta y me permito mirar a Angelo con detenimiento.
Rondará los cuarenta años y sin duda es uno de los hombres más atractivos que he
visto en mi vida; un hermoso napolitano de misteriosos ojos negros, tez bronceada
y cabello petróleo, con facciones marcadas y masculinas, alto y fornido.
Dos cicatrices parten su ceja derecha y otra muy fina le cruza el pómulo. Sin
embargo, me parece la belleza en su total perfección.
–¿Por qué no vas a darte una ducha y te relajas un poco? Entretanto, iré
pidiendo que nos suban algo de comer y beber.
El guapo italiano se retira y abarca mi rostro entre sus manos para mirarme
fijamente a los ojos.
Cierro los ojos e inspiro una profunda bocanada de aire gélido antes de
regresar al interior de la habitación, decidida y con las ideas claras.
Este hombre sabe perturbar a una dama, llevarla a ese estado de limbo
emocional donde toma el timón la parte salvaje y libidinosa de toda mujer. Y en el
momento en que intento decirle que pase a la acción, a mucha más acción, sus
labios se apoderan de los míos de una forma intensa y menos comedida que en el
club.
–Y tú de guerrero.
Angelo se incorpora de golpe, elevándome por los muslos sobre el tocador
para colocarse entre mis piernas.
Retira la toalla que esconde su sexo y éste impacta, duro y caliente, sobre el
mío.
Sus bastos dedos se clavan en la piel de mis caderas, igual que su miembro
lo hace en mi vagina: cada vez más fuerte, cada vez más profundo, mientras mis
uñas rayan la dura piel de sus brazos y hombros.
Angelo gime de placer, apoya una rodilla sobre el tocador y me sujeta por la
nuca para acelerar las penetraciones.
–Sabía que contigo el sexo sería diferente. Especial y casi mágico. Lo supe
desde que te vi agarrada a esa barra.
–Me hace feliz que hayas disfrutado. Pagaste mucho por mí.
–Ni la cuarta parte de lo que vales –asegura, rodeándome con sus brazos–.
Además, ahora Norah no consentirá que alguien esté contigo por menos de eso.
Le doy un beso por tan bonito piropo y Angelo lo acepta de buena gana.
–Tú lo has dicho: de fantasía. No todos los hombres tienen el valor de estar
con una mujer así. Se sienten intimidados y temerosos de no estar a la altura.
Una vez secos y con los albornoces puestos, llamo a cocina y doy permiso a
que suban la cena, que degustamos sentados contra el cabezal de la cama.
–Verónica.
–¿Hablas muchos?
–Unos cuantos.
–Siento curiosidad por ti. Por cómo una mujer tan bella y tan diferente a las
que he conocido, refleja tanto sufrimiento.
Las manos de Angelo me acarician la espalda por encima del albornoz y sus
labios responden a los míos, sin plegaria.
–¿Lo consigo?
Juego a la seducción con la lengua sobre sus labios para, acto seguido,
adentrarla en su boca. Mis dedos resbalan por el pecho masculino hasta llegar al
nudo de su albornoz que, una vez deshecho, retiran para descubrir la considerable
erección que roza contra mi sexo. Un gesto que enloquece y embrutece a Angelo,
logrando que se incorpore de golpe.
El napolitano corta la breve pero intensa llamada con un: prepárate para
cuando estés delante de mí, y arroja el móvil al sofá con repulsa. Después se sienta al
borde de la amplia cama y despotrica sobre sus empleados, fuera de control. Ni si
quiera tengo el valor de moverme.
–Hay cosas que, para que salgan bien, debe hacerlas uno mismo.
–¿Y tiene que ser ahora? –pregunto calmada, para no alterarlo más–. ¿No
puede esperar a mañana?
–Entonces, no te vayas –le suplico, mirando esos ojos negros que ahora
parecen muy cansados–.
Subo las manos por su espalda y masajeo los fuertes y tensos hombros
masculinos. Está duro como una roca y tan contracturado que hasta un
fisioterapeuta se asustaría. Clavo los pulgares e intento deshacer varios bultos y
nudos musculares que tiene bajo la piel.
Sonrío de forma perversa y estrujo sin piedad los cargados trapecios del
hombre, provocando un excitante quejido doloroso por parte de Angelo.
No puedo evitar pasar las manos por encima de las cicatrices que, aunque
viejas, sigue percibiéndose su rugosidad. Me siento tentada a preguntar, y puede
que esté en mi derecho tras su interrogatorio, pero no quiero incomodarlo ni
despertar a la bestia que surgió al teléfono.
Tanto mis dedos como mis ojos se detienen sobre la pequeña cicatriz en
forma de aspa que tiene encima del omóplato, y que parece indicar el lugar donde
se encuentra un tesoro perdido. Por el color, algo rojiza, podría decirse que es de
las últimas causadas. ¿Un apuñalamiento por la espalda, quizá?
–¿Por qué?
Mis dedos juegan con el vello de entre sus pectorales y suspiro con fuerza.
–¿Le denunciaste?
Puedo percibir la tensión del napolitano por la dureza que van tomando sus
músculos.
Beso delicadamente sus labios y me recuesto otra vez sobre su pecho. Los
dedos de Angelo reanudan las caricias ascendentes y descendentes por mi
columna, aunque sigo percibiendo la tensión en su cuerpo.
–Cuéntame algún recuerdo bonito tuyo –le pido, para que deje de darle
vueltas a mi historia.
–Te quería mucho –le digo, deduciendo por sus palabras que la buena mujer
ya falleció.
–¿Limpiabas pescado?
–No, de verdad –contesta entre risas–. Hasta me daban propinas por hacerlo.
–No, escucha –me interrumpe, sellando mis labios con la palma de la mano–.
Puedo sacarte de aquí y ofrecerte la buena vida que mereces. Norah no se
interpondrá y Dios sabe que me enamoraría de ti.
–Este lugar está lleno de promesas rotas: maridos que dejarán a sus esposas,
chicas que tendrán una vida mejor fuera de aquí, amor sincero…
–No me compares con el resto, porque no soy como ellos. Para bien y para
mal, yo sí cumplo mi palabra.
–No te enfades conmigo. Nadie me había dicho algo tan bonito y romántico.
Esta vez su boca sí responde a la mía con un profundo y húmedo beso que
me deja sin aliento.
–Estás ahí. Pensé que te habías marchado –murmura Angelo con voz
somnolienta.
Sonrío y le miro por encima del hombro.
Me pongo en pie y atravieso la suite para llegar al carro donde nos subieron
la exquisita cena.
–¿Qué es eso?
Dejo el recipiente de cristal entre los desperdicios del carro y, tras coger las
dos copas, regreso a su lado.
–Solo es… un toque de ambrosía –respondo jovial–. Combina muy bien con
el champán.
–Muy listo, señor Bionni –celebro, pasando una pierna por encima de él y
acomodándome sobre su regazo–. Y, ¿sabes qué efecto causa en los hombres?
–¿Te parece que necesito algún tipo de potenciador sexual? Eso me ofende.
–Ya has demostrado que no, pero jamás experimentarás una relación sexual
de tal magnitud.
–¿De qué está hecha esa ambrosía? –curiosea escéptico, observando la copa y
su contenido.
–¿Y tú no tomas?
–Me encantaría, pero… solo es para hombres –le digo y termino señalando
su zona genital que abulta bajo la sábana.
El tierno y casto roce de sus labios sobre los míos, que sigue a la promesa y
la sella, hace que mi corazón se retuerza de una forma extraña e inesperada; algo
que nunca había experimentado y que me impresiona y asusta por partes iguales.
–Ahora brindemos –propone, cogiendo la copa adulterada de mi mano–:
Porque éste sea el comienzo de algo y no el final.
Tras el suave tintineo del cristal al chocar, Angelo se lleva la suya a los labios
y bebe. Yo hago lo mismo sin poder apartar los ojos de él; hasta ver cómo la última
gota se desliza por el elegante recipiente y penetra en su boca.
Las copas vacías son depositadas por mi acompañante en una de las mesillas
para, después, tenderse en la cama con los párpados cerrados y exhalando un
profundo suspiro.
–¿Qué ocurre?
–¡Eh, no vale hacer trampas! –se queja el napolitano como un crío, apartando
de sí mi tacto–. Debe excitarme la ambrosía que he bebido, no la que tengo encima.
No te muevas.
Verlo tumbado en la cama, tan inmóvil y a la vez tan alerta, tan manso y a la
vez tan peligroso, hace que rememore el primer día en que lo vi entrar al Diamante
Rosa y cómo su imponente presencia le hacía destacar por encima de todo y de
todos. Rememoro los halagos y la depravada admiración que el resto de chicas
confesaban tenerle en la intimidad del vestuario, sin ser conscientes de mi interés
hacia él; recuerdo salir a bailar y sentir en mi piel la intensa mirada del hombre que
se resguardaba en la oscuridad del privado y en cuánto deseaba captar su atención;
recuerdo las numerosas leyendas no tan urbanas sobre el poderoso Bionni que
llegaron hasta mis oídos, incrementando así mis ganas por conocerle a pesar de
que la mitad de ellas fueran auténticas atrocidades.
–Angelo –susurro y restriego las palmas por su torso que arde como brasas
de una hoguera.
El hombre abre los ojos y me mira con la excitación reflejada en sus oscuras
y dilatadas pupilas.
Agarra mis manos y tira de ellas hasta que consigue tenerme tumbada sobre
él. Entonces, su boca encuentra la mía y la posee y devora con ansia; bocados
ardientes que hacen estallar mi libido. Mi cuerpo es apresado por sus brazos y me
contoneo con descaro sobre él.
Angelo disfruta con deleite de mis senos y sus rosadas aureolas y una vez
saciado, se revuelve en la cama para aprisionarme contra el colchón. Sus grandes
manos sujetan las mías por encima de la cabeza y sus labios vuelven a poseer los
míos.
Pero las embestidas del hombre son cada vez más suaves y debo ser yo la
que se lance al encuentro de su pelvis para no perder el ritmo.
Cuando se detiene del todo, miro por encima del hombro y veo que, a parte
de rojo y sudado, mi amante parece ido.
–¿Angelo?
La cabeza del hombre se tambalea hacia los lados y termina por caer como
un peso muerto hacia atrás. El resto de su cuerpo la sigue.
–¡Angelo!
Gateo por la cama hasta él y atrapo su rostro entre mis manos.
–¡Angelo!
Le agarro por los hombros y lo zarandeo con todas las fuerzas que soy capaz
de sacar, pero sigue sin reaccionar.
Sin tiempo que perder salto de la cama y corro al baño. Pocos segundos
después, vuelvo a salir, esta vez aseada y engalanada con un buzo de licra negro,
ajustado al cuerpo, y el cabello recogido en coleta. De debajo de la cama extraigo la
mochila y de ésta saco una cazadora que me abrocho hasta el cuello, un par de
botas de caña alta y sin tacón, y un móvil que, una vez conectado, apunto a la cara
de
Angelo y capturo una instantánea para enviarla por correo cifrado bajo el
texto: « Objetivo aniquilado»
Del interior de la mochila saco una pequeña bola de cristal que lanzo contra
el suelo, permitiendo que el contenido líquido se esparza por la suite, y arrojo una
de las velas de la cómoda al charco. El líquido inflamable arde en milésimas de
segundo y a su vez prende las cortinas que son arrasadas por feroces llamas; en
cuestión de minutos la bella habitación será presa del fuego.
Paso las piernas por encima del pasamanos lateral del balcón y me abrazo a
la cañería de hierro forjado para bajar por ella desde el tercer piso. Gracias a mi
gran destreza y agilidad, toco suelo antes de que alguien pueda verme y corro calle
abajo sin mirar atrás.
Soplo la capa superior del café y justo cuando me llevo la taza a los labios, el
teléfono se enciende y vibra sobre la mesa con el nombre de Reiky en la pantalla.
–Algún día tendrás que decirme quién te avisa de que he acabado el trabajo.
–No seas malvada, Andrea, que llevo mucho tiempo sin verte.
PROTOCOLO AMBROSÍA
Desde pequeña me han faltado dos cosas imprescindibles para todo ser
humano: una madre y el cariño de un padre. Ella falleció cuando yo apenas
contaba con un par de años y ni siquiera la recuerdo; él tuvo que hacerse cargo de
sus dos hijos y por lo visto era una tarea muy difícil y poco deseada por su parte.
Con mi hermano Carlos se le veía más cómodo. Tenía cuatro años más que
yo y hacer deporte o ver carreras de coches en la televisión eran sus momentos
padre e hijo.
Yo era otro cantar. A parte de ser pequeña, necesitaba otro tipo de cosas que
simples pasatiempos.
Y así fuimos creciendo. Yo corriendo hasta la puerta de casa cada vez que
papá llegaba del trabajo, emocionada por poder contarle lo que había hecho
durante el día y esforzándome en los estudios para enorgullecerlo, pero él me
apartaba con un simple: V ale, Andrea, papá quiere descansar, para después marchar
al salón con mi hermano y reír emocionado por sus logros deportivos.
Mi hermano era conmigo todo lo cariñoso que papá nos había enseñado a
ser. Me cuidó como pudo cuando las vecinas dejaron de hacerlo, pero eso no
quitaba la envidia y los celos que sentía por él, y que aumentaban cada día más.
Me hice oscura, fría y arisca; una chica de catorce años que nunca sonreía y
poseía una inteligencia desbordante.
La ausencia de mi hermano hizo que papá trabajara más horas durante los
siguientes meses; apenas lo veía en el desayuno, antes de marchar al instituto.
Carlos terminó la Mili y regresó a casa para informar que continuaría con su
formación en el ejército, algo que papá celebró todavía más.
A partir de ese día conviví con mi padre como si fuéramos dos desconocidos
compartiendo piso. Ya no quería, ni necesitaba, su atención y afecto. Disfrutaba de
sus ausencias y pasaba las semanas concentrada en mis cosas, intentando forjarme
un buen futuro.
Nunca celebré mis cumpleaños, hasta que cumplí los dieciocho. No tenía
amigos por ser demasiado inteligente y demasiado rara, pero eso no impidió que
ese día saliera de bares a pasarlo bien.
Fue ahí mismo, dentro de esa maloliente y sucia letrina, soportando los
dolorosos envites que el desconocido ejercía sobre y dentro de mí, que descubrí lo
desprotegida que había estado siempre; que a nadie le importaba que un extraño
abusara de mí y que únicamente me tenía a mí misma para defenderme.
Pero toda oscuridad tiene su rayo de luz y toda pesadilla, una esperanza. La
mía vino en forma de hombre, que interrumpió el duro interrogatorio al que me
estaban sometiendo y pidió, o casi exigió, hablar a solas conmigo. Se llamaba Nico
Palermo, jamás olvidaré su nombre, y pensé que era abogado; eso o mi ángel de la
guarda. No soy abogado, pero puedo ayudarte, me dijo y yo le creí.
Solo tenía que hacer dos cosas: declararme culpable y marcharme con él. Y
así lo hice.
Apenas tuve tiempo de pasar por casa a llenar una mochila con cuatro
prendas de ropa y escribir un escueto: Me voy, en un trozo de papel, como
despedida para mi padre.
Ese once de Abril mi vida cambió y nunca pude imaginar hasta que punto.
FIN