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UN TOQUE DE AMBROSÍA

Oliver Moon
El frío nocturno acoge el vaho de mis exhalaciones y calma los nervios que
siempre me abordan antes de actuar. Cada noche salgo a este pequeño balcón y
contemplo admirada el brillo de las estrellas que se esmeran por vestir de gala un
cielo carbón, o cómo los finos copos de nieve cubren las calles de Nápoles con un
leve manto blanquecino, dejándolas tranquilas y poco transitadas. Es un ritual que
relaja y aclara mi mente.

Hasta que suena el teléfono de la habitación.

–Dime.

–Hora de pasar a la acción, monada.

Cuelgo el auricular, abrocho mi bata y dejo la cómoda estancia con paso


firme y decidido.

Espero mi turno oculta tras los flecos dorados de las cortinas, observando el
intenso resplandor de los focos y percibiendo el barullo masculino que eclipsa la
música del club.

Mi predecesora no tarda mucho en cruzar sofocada las cortinas, tapando con


una delgada bata su sudorosa desnudez.

–Suerte. Hoy están muy exigentes –me advierte de camino al vestuario.

Una fría sonrisa es mi respuesta.

–Si Tamisha os ha gustado, Ambrosía os enloquecerá –anuncian por los


altavoces de la sala.

Atravieso las cortinas en las primeras notas musicales y, con un rápido


movimiento de brazos, me deshago de la prenda de seda que cubre mi cuerpo,
quedando en ropa interior y tacones.

Las luces de la sala me enfocan, centrando toda la atención en mí, y camino


por el estrecho escenario hacia la barra vertical mientras los hombres aúllan y
jadean como animales grotescos.

Agarrada al firme tubo de acero, comienzo a bailar a su alrededor; a


contonearme de forma sexual, exhibiendo mi cuerpo a los hombres y ofreciéndome
a ellos como un regalo. Excitando cual diosa divina a la que no todo humano es
capaz de alcanzar. Y a mitad del show, me quito el sujetador y muestro mis senos a
la ruda clientela, que los reciben eufóricos y ansiosos.

Sus dedos solo me rozan para enganchar billetes de cinco euros en mi fino
tanga. Odio este trabajo y este lugar, pero debo tragarme los sentimientos y las
ganas de cortar manos, y seguir danzando medio desnuda para ellos.

Cuando la música llega a su fin, recojo el sujetador y la bata del suelo, y


regreso al interior del club lo antes posible.

Paso pocos minutos en el vestuario, aseándome y preparándome para volver


a la sala. Esta vez lo hago por una puerta lateral y lanzo una mirada de compasión
a la chica que en estos momentos se encarga de satisfacer a la clientela, antes de
retomar el camino hacia el mostrador del bar.

Norah divisa mi llegada desde la otra punta y se acerca rauda y sin dilación.
Sus maduros pechos se bambolean dentro del corsé y da la sensación que de un
momento a otro colmarán la prenda, horrorizando a todo aquél que lo presencie.

–Felicidades, monada –celebra orgullosa, sonriendo y mostrando el carmín


rojizo que mancha su dentadura amarillenta–. Hoy sí. El pez gordo ha solicitado tu
compañía… toda la noche.

Trago saliva y cojo el trozo de papel que desliza por encima de la barra,
hasta mí. La cifra escrita es elevada, muy elevada, y miro asombrada a la dueña del
local.

–Privado 1 –informa la mujer mientras prepara dos copas de champán–. Y


sonríe un poco, monada.

Que no se note cuánto odias esto.

Asiento, recojo las bebidas y parto sin demora hacia allí.

Separado del resto por una sobrealtura y rodeado por cordones de acero y
ante carmesí se encuentra el privado número uno, el reservado más apartado de
todo el club pero el que mejores vistas del escenario tiene. Y siempre lo ocupa el
pez gordo, Angelo Bionni. Un hombre tan poderoso como peligroso.

Camino lentamente hacia allí, abrigada por la semioscuridad de la sala y las


gruesas nubes de tabaco.
Cuatro escoltas observan con detalle mi llegada y se alejan, seguramente
ordenados por su jefe, en cuanto asciendo los pocos escalones.

Angelo está sentado entre sombras y la gran silueta impone. Aun así dejo la
copa frente a él, para luego acomodarme en uno de los sillones lo más relajada y
natural posible.

–Siéntate a mi lado –pide con voz gruesa y sensual.

Cumplo su deseo y la cercanía aclara su imagen. Ahora consigo distinguir


casi a la perfección los duros y marcados rasgos faciales, o el brillo peligroso de su
mirada.

–Deseaba estar a solas contigo, Ambrosía –murmura y pasa un brazo por mi


espalda, provocando que el roce de su traje con la seda del batín, electrifique cada
centímetro de mi piel–. Mi nombre es Angelo.

–Sé quién es, señor Bionni.

El hombre ladea la cabeza y sonríe divertido.

–¿Mi fama me precede?

–Su fama y… –Bajo la mirada por su corpulencia y suspiro maravillada. –Y


que no todos los días se ve un hombre tan peligrosamente atractivo.

Angelo retira la copa de champán de mis manos y la deja sobre la mesa,


junto a la suya. Después, se acerca de nuevo y sus manos aterrizan en mi cuerpo.

–Tampoco se ven mujeres tan bellas a menudo.

Una de sus manos acaricia mis muslos bajo la bata mientras que la otra se
enreda entre el cabello oscuro de mi nuca. Mi ser al completo grita por poder
disfrutar de las atenciones de este hombre, pero solo puedo jadear y mirar sus
hechizantes ojos negros.

–Voy a besarte –susurra, antes de hacerlo.

Gimo pegada a los cálidos labios masculinos y me siento derretir. No soy


consciente del momento en que agarro su chaqueta y tiro de ella hacia mí. Solo me
entrego sin contemplaciones y me pierdo en las sensaciones.
Angelo profundiza el beso y nuestras lenguas se encuentran por primera
vez. Sabe a whisky y a regaliz, una combinación explosiva que altera mis papilas
gustativas haciendo que desee mucho más.

Más de ese sabor, más de él.

Termino subida en su regazo, deshaciendo el nudo de la corbata y


restregando mi cuerpo contra el suyo como gata en celo.

–Ambrosía –jadea excitado–. Si no te detienes, lo haremos aquí mismo. Y,


aunque tentador, prefiero la intimidad de tu cuarto.

Hago un esfuerzo por separarme de él y serenarme. Tiene razón al pensar


que cualquiera podría vernos, por muy oscuro que sea el privado.

Vuelvo a sentarme a su lado y Angelo sonríe mientras recoge nuestro


champán de la mesa.

–Brindemos por una noche especial.

Choco mi copa contra la suya y acabo la fresca bebida de un solo trago,


sorprendiendo a mi acompañante.

–Tengo calor –le aclaro.

El señor Bionni ríe entretenido y sorbe de su copa.

Una vez terminado el champán, salimos del reservado en dirección a mi


suite. Atravieso la sala principal unos pasos por delante, aunque no hace falta mirar
atrás para saber que me sigue. Su presencia, su impresionante físico, emite una
poderosa radiación hacia el mío que es muy difícil de ignorar. Todavía siento sus
besos y su lengua saboreándome.

Mi cómoda suite está ubicada en el tercer piso del club y nada más llegar a
ella, me detengo junto a la puerta y me permito mirar a Angelo con detenimiento.
Rondará los cuarenta años y sin duda es uno de los hombres más atractivos que he
visto en mi vida; un hermoso napolitano de misteriosos ojos negros, tez bronceada
y cabello petróleo, con facciones marcadas y masculinas, alto y fornido.

–¿Es ésta tu habitación?


–Sí –respondo sin poder dejar de admirarlo.

Dos cicatrices parten su ceja derecha y otra muy fina le cruza el pómulo. Sin
embargo, me parece la belleza en su total perfección.

–¿Entramos? –insiste cerniéndose sobre mí–. ¿O lo hacemos aquí mismo? –


me susurra divertido al oído.

Exhalo acalorada y, agarrando los dos extremos de su desecha corbata, tiro


de él hacia el interior.

Nuestros cuerpos no se separan tras cruzar la puerta y necesito tiempo para


relajarme y aclararme.

Algo imposible con sus labios pegados a mi cuello.

–¿Por qué no vas a darte una ducha y te relajas un poco? Entretanto, iré
pidiendo que nos suban algo de comer y beber.

El guapo italiano se retira y abarca mi rostro entre sus manos para mirarme
fijamente a los ojos.

–Me parece buena idea.

–Esa puerta es el aseo –le digo, indicando la blanca al otro lado de la


habitación–. Hay toallas en el armario.

El hombre asiente y retrocede para empezar a desnudarse.

–Tómate tu tiempo. Tenemos toda la noche por delante.

La sonrisa rebelde que me regala, es clara promesa de que piensa exprimir


cada minuto de ese tiempo juntos.

Mientras él se quita la ropa y la arroja sobre el sillón de cachemire, yo


marcho hacia el teléfono para realizar el pedido a la cocina: algún picoteo frío,
fruta y champán, mucho champán.

La descarada que habita en mí, observa cada movimiento del varón y


disfruta con su desnudez: dos robustas piernas, oscuras por el vello; abultados
músculos bajo la tostada piel; varios tatuajes religiosos y otras tantas cicatrices
repartidas por el tronco, cual lienzo de una macabra obra de arte.

La respiración se me corta cuando introduce los dedos bajo el elástico de sus


bóxers negros y se los quita. Bien sabe que estoy mirando y goza con ello, con su
striptease privado.

Un gemido atraviesa mi garganta al contemplar su dotación, rodeada por el


vello más negro que jamás haya visto.

–Después seré todo para ti.

Asciendo la mirada hasta la suya y me ruborizo. El cliente me guiña un ojo y


se dirige al baño mostrándome la gran panorámica de su trabajo trasero. Ahora
entiendo las leyendas que corren por Nápoles sobre ese cuerpo del demonio con
nombre de ángel.

El frío nocturno escarcha mi ardiente piel, conforme el agua de la ducha


sigue corriendo y la gruesa e imponente voz de Angelo me deleita con el aria de
Puccini “Que nadie duerma”, bajo ella; como si estuviera enviándome un mensaje
subliminal.

Cierro los ojos e inspiro una profunda bocanada de aire gélido antes de
regresar al interior de la habitación, decidida y con las ideas claras.

La magnolia de los inciensos, las velas encendidas y la voz rasgada de


Ricardo Cocciante cantando

“Bella sin alma” confieren a la suite un ambiente íntimo, en el momento en


que Angelo sale del baño con una toalla alrededor de la cintura y una nube de
vapor a su espalda.

Detengo el cepillado de mi cabello y contemplo encandilada la figura tan


erótica que me regala el espejo del tocador.

–¿Mejor? –pregunto con la boca seca.

Angelo asiente muy despacio y se acerca a igual velocidad; sin prisas y


disfrutando de las vistas él también.

Lo recibo de pie, con la bata algo abierta y mi ropa interior blanca al


descubierto.
Con su llegada, lo hace el calor, y con el roce de su mano sobre las curvas
visibles de mis pechos, la lujuria. Un gemido ronco brota de mi garganta y los ojos
oscuros del hombre se fijan en los míos.

Quiere presenciar las reacciones que su tacto provoca y me toca con


delicadeza y devoción.

–Angelo –exhalo, cuando roza mi pezón erguido con un pulgar.

Enrolla la mano libre en mi pelo y se acerca a mi oído.

–Siempre me han gustado las mujeres morenas, pero es que tú me fascinas.

Acorralada contra la mesa del tocador, siento en mi vientre la dureza de su


sexo bajo la toalla.

Resoplo acalorada y me agarro con fuerza a su espalda, en el momento en


que mi cabeza se ve obligada a inclinarse hacia atrás, y la lengua de Angelo
asciende por mi cuello, dejando un rastro de saliva vulcanizada.

Los jadeos se aceleran al igual que la respiración y mientras él saborea mi


piel, yo recorro la suya con las yemas de los dedos.

Este hombre sabe perturbar a una dama, llevarla a ese estado de limbo
emocional donde toma el timón la parte salvaje y libidinosa de toda mujer. Y en el
momento en que intento decirle que pase a la acción, a mucha más acción, sus
labios se apoderan de los míos de una forma intensa y menos comedida que en el
club.

Mi cuerpo comienza a frotarse contra el masculino, especialmente sobre la


erección, y lo aliento a poseerme de la manera en que desee.

Sus diestras manos se deshacen de mi bata y su prodigiosa boca baja por mi


cuerpo mientras termina por desnudarme completamente.

–Tienes cuerpo de diosa –murmura deslumbrado, postrado a mis pies.

Introduzco los dedos entre las hebras negras de su cabello y sonrío


agradecida.

–Y tú de guerrero.
Angelo se incorpora de golpe, elevándome por los muslos sobre el tocador
para colocarse entre mis piernas.

–Excitante combinación –sonríe seductor.

Retira la toalla que esconde su sexo y éste impacta, duro y caliente, sobre el
mío.

Entra en mí con una facilidad pasmosa y me derrumbo contra el espejo,


soltando un gran quejido de gozo. Hacía mucho tiempo que no compartía esta
intimidad con un hombre.

Sus bastos dedos se clavan en la piel de mis caderas, igual que su miembro
lo hace en mi vagina: cada vez más fuerte, cada vez más profundo, mientras mis
uñas rayan la dura piel de sus brazos y hombros.

Angelo gime de placer, apoya una rodilla sobre el tocador y me sujeta por la
nuca para acelerar las penetraciones.

Perdida en tanto frenesí, solo puedo agarrarme a él y dejarle hacer, para


terminar estallando con uno de los mayores orgasmos que he experimentado en la
vida. Me corro física y psicológicamente, escuchando los exabruptos italianos que
Angelo grita con su clímax.

El excepcional amante napolitano me carga en brazos, tras el intenso coito, y


llega hasta la cama. Allí me posa con la mayor de las delicadezas y luego se tumba
a mi lado, bien pegado para regalarme dulces caricias, besos y palabras al oído.

–Sabía que contigo el sexo sería diferente. Especial y casi mágico. Lo supe
desde que te vi agarrada a esa barra.

Sonrío, completamente satisfecha por el primer encuentro, y me giro hacia


él. Sus facciones siguen siendo duras y marcadas, de hombre vivido, de hombre
experimentado, de hombre curtido en peleas…, pero el brillo del sudor en su frente
y esas mejillas sonrosadas le dan un matiz de juventud y vulnerabilidad.

Alzo la mano y le acaricio el rostro.

–Me hace feliz que hayas disfrutado. Pagaste mucho por mí.

–Ni la cuarta parte de lo que vales –asegura, rodeándome con sus brazos–.
Además, ahora Norah no consentirá que alguien esté contigo por menos de eso.

–¿Pretendes dejarme sin trabajo? –pregunto divertida–. Nadie pagará


semejante cantidad.

–Ésa es mi intención –dice sin un ápice de arrepentimiento y con una sonrisa


pícara–. Llevo esperando tres meses para poder estar contigo y no voy a permitir
que otro hombre entre en esta habitación tan fácilmente.

–¿Y si te digo que eres el primero?

Veo la sorpresa reflejada en su rostro. Y la incomprensión.

–¿El primero? Si eres una mujer de fantasía…

Le doy un beso por tan bonito piropo y Angelo lo acepta de buena gana.

–Tú lo has dicho: de fantasía. No todos los hombres tienen el valor de estar
con una mujer así. Se sienten intimidados y temerosos de no estar a la altura.

– Stronzi –increpa Angelo, haciéndonos reír–. Aunque mejor para mí.

El sudor de nuestros cuerpos comienza a enfriarse y eso nos lleva al baño


para recibir una cálida y agradable ducha. El encantador Angelo me llena de
atenciones y enjabona mi cuerpo con ternura, especialmente mis partes íntimas
regadas con su esencia. ¿Quién me iba a decir que un hombre con una historia tan
truculenta, sería tan delicado?

Una vez secos y con los albornoces puestos, llamo a cocina y doy permiso a
que suban la cena, que degustamos sentados contra el cabezal de la cama.

–¿Cuál es tu verdadero nombre? –pregunta Angelo, pillándome


desprevenida.

–¿Qué te hace pensar que no es Ambrosía?

El hombre sonríe, sin dejar de masticar, y niega con la cabeza.

–¿Cuál es? –insiste.

Pienso en la regla principal de mi trabajo: jamás compartir información


personal, y me llevo una uva a la boca mientras barajo la posibilidad de decir la
verdad o mentir.

–Verónica.

Angelo arquea una ceja y la satisfacción ilumina su expresión.

–Española. Me gusta. ¿Llevas mucho tiempo en Nápoles? Tu italiano es


perfecto.

–Poco –respondo esquiva–, pero se me dan bien los idiomas.

–¿Hablas muchos?

–Unos cuantos.

–Y, ¿por qué trabajas aquí? ¿Sabe tu familia a lo qué te dedicas?

Río ante el despliegue de curiosidad y lo miro ceñuda, entre el enfado y la


diversión, cruzándome de brazos.

–¿A qué viene semejante interrogatorio? ¿Acaso eres carabinieri y soy


sospechosa de algo?

Esta vez es su profunda carcajada la que resuena por toda la suite.

–Créeme, se me puede acusar de cualquier cosa menos de ser policía –


murmura jocoso–. ¿Te incomoda que quiera conocerte?

Es la postura varonil y relajada que mantiene sobre la cama, su intensa e


interesada mirada y su media sonrisa lo que me incomodan. Hacen que me sienta
nerviosa y rara. Una sensación que desde hace años no tenía y todavía sigo
odiando.

–No, no es eso –niego con la cabeza–. No entiendo porqué quieres


conocerme.

–Siento curiosidad por ti. Por cómo una mujer tan bella y tan diferente a las
que he conocido, refleja tanto sufrimiento.

–No sufro –contesto seria.


–Has sufrido –rectifica–, lo sé porque en tu hermosa mirada ambarina
reconozco la mía.

Aparto las bandejas y platos de comida de la cama, y me subo a su regazo.


Le rodeo el cuello con los brazos, hundo los dedos entre su cabello y uno nuestras
bocas en un ansiado y casi desesperado beso.

Las manos de Angelo me acarician la espalda por encima del albornoz y sus
labios responden a los míos, sin plegaria.

–¿Intentas… disuadirme? –pregunta entre besos.

–¿Lo consigo?

Juego a la seducción con la lengua sobre sus labios para, acto seguido,
adentrarla en su boca. Mis dedos resbalan por el pecho masculino hasta llegar al
nudo de su albornoz que, una vez deshecho, retiran para descubrir la considerable
erección que roza contra mi sexo. Un gesto que enloquece y embrutece a Angelo,
logrando que se incorpore de golpe.

–Por el momento, sí.

Se revuelve con ímpetu sobre la cama para colocarse encima de mí y me


penetra con lentitud; una ardua y desesperante lentitud que extrae profundos
gemidos de mi interior y jadeos del suyo.

Nuestros cuerpos ya se reconocen y disfrutan del perfecto baile de pasión a


solas.

Hasta que el molesto soniquete de un móvil nos interrumpe.

–¡ Dannazione! –exclama Angelo, que sale de mi interior y se levanta de la


cama con urgencia.

Aturdida, cubro mi desnudez con el albornoz y le observo acercarse a su


ropa. De la americana extrae el teléfono, que contesta cabreado y de malas
maneras.

Su ira crece con el paso de los segundos, a medida que el interlocutor le


habla, y por las formas que tiene de dirigirse a él, intuyo que debe ser uno de sus
subordinados. En estos momentos no me gustaría ser la persona que hay al otro
lado de la línea y descubro una nueva faceta del poderoso Angelo Bionni que logra
ponerme los pelos de punta.

El napolitano corta la breve pero intensa llamada con un: prepárate para
cuando estés delante de mí, y arroja el móvil al sofá con repulsa. Después se sienta al
borde de la amplia cama y despotrica sobre sus empleados, fuera de control. Ni si
quiera tengo el valor de moverme.

Con el transcurso de los minutos, la fuerte y agitada respiración del hombre


vuelve a su estado original y éste se recuesta sobre las rodillas, apoyando la cabeza
entre ambas manos.

–¿Te encuentras bien? –me atrevo a preguntar.

–Tengo que irme.

Escuchar su apesadumbrada voz, estrangula mi garganta. No puede


marcharse.

De rodillas voy hasta él y lo abrazo por la espalda, algo temerosa a su


reacción.

–¿Qué piensas hacer?

–Hay cosas que, para que salgan bien, debe hacerlas uno mismo.

–¿Y tiene que ser ahora? –pregunto calmada, para no alterarlo más–. ¿No
puede esperar a mañana?

Los problemas se ven mejor a la luz del día.

Angelo me mira de soslayo y sonríe con pesar.

–No quiero irme.

–Entonces, no te vayas –le suplico, mirando esos ojos negros que ahora
parecen muy cansados–.

Mañana podrás solucionar lo que sea que debas solucionar.

Subo las manos por su espalda y masajeo los fuertes y tensos hombros
masculinos. Está duro como una roca y tan contracturado que hasta un
fisioterapeuta se asustaría. Clavo los pulgares e intento deshacer varios bultos y
nudos musculares que tiene bajo la piel.

–Para ser una mujer tan delicada, tienes fuerza.

Sonrío de forma perversa y estrujo sin piedad los cargados trapecios del
hombre, provocando un excitante quejido doloroso por parte de Angelo.

–Estás muy tenso, relájate.

Retiro el grueso el albornoz y descubro la parte superior de su cuerpo para


continuar con los masajes. Primero, suaves y delicados como el aleteo de una
mariposa, y luego, crudos y dolorosos que le hacen espetar todo tipo de injurias
con las que río sin parar. El señor Bionni tiene la boca muy, muy sucia.

–¿Te gusta hacerme daño?

Me inclino hacia él y muerdo con sensualidad el lóbulo de su oreja.

–Así mañana pensarás en mí.

–¿Más todavía? Desde hace meses pienso solo en ti.

Sonrío encantada por su inesperada confesión y prosigo con el cometido de


relajarlo.

No puedo evitar pasar las manos por encima de las cicatrices que, aunque
viejas, sigue percibiéndose su rugosidad. Me siento tentada a preguntar, y puede
que esté en mi derecho tras su interrogatorio, pero no quiero incomodarlo ni
despertar a la bestia que surgió al teléfono.

Tanto mis dedos como mis ojos se detienen sobre la pequeña cicatriz en
forma de aspa que tiene encima del omóplato, y que parece indicar el lugar donde
se encuentra un tesoro perdido. Por el color, algo rojiza, podría decirse que es de
las últimas causadas. ¿Un apuñalamiento por la espalda, quizá?

La mano del hombre solapa mis dedos repentinamente y tapa la marca.

–No preguntes –murmura abatido, mirándome por encima del hombro.


Acepto su condición con un gesto de cabeza, y en el momento en que él
parece creerme, retiro su mano para inclinarme a besar delicadamente la X de su
piel.

–Que no puedan verse, no significa que yo no tenga cicatrices murmuro


contra su hombro.

Angelo se da la vuelta y me besa con pasión hasta que quedo tumbada en la


cama, con él encima.

–Y esta vez no pienso dejarte a medias –murmura contra mis labios.

Suspiro satisfecha y me abrazo a su pecho. Ambos, tumbados bajo las


sábanas de algodón, intentamos relajarnos después del último e intenso encuentro
carnal. Su agitado corazón golpea en mi oído, mientras que sus dedos se deslizan
por la piel de mi espalda como un rito calmante.

–¿Cómo viniste a parar aquí?

Me haría la dormida, pero sé que tarde o temprano volverá a interesarse por


mi vida.

–Es una larga historia.

–Me gustaría escucharla.

Deslizo la mano por su fuerte torso y fijo la mirada en el can

dor titilante de una vela lejana.

–Tuve que huir de mi casa.

–¿Por qué?

Mis dedos juegan con el vello de entre sus pectorales y suspiro con fuerza.

–Mi pareja me maltrataba.

Las caricias de Angelo se detienen en el acto y los latidos de su corazón, que


comenzaban a serenarse, se agitan de nuevo y golpean su pecho como cañonazos.
–¡ Bastardo, figlio di puttana! –escupe cabreado.

–Tranquilo, ya no puede hacerme nada.

–¿Le denunciaste?

–Sí. E intentó matarme. Por eso vine a Italia.

Puedo percibir la tensión del napolitano por la dureza que van tomando sus
músculos.

Me incorporo para mirarle y apoyo la mano en su mejilla.

–Ahora estoy a salvo –le digo–, no vendrá aquí.

–Más le vale no hacerlo.

–No lo hará –le aseguro.

Beso delicadamente sus labios y me recuesto otra vez sobre su pecho. Los
dedos de Angelo reanudan las caricias ascendentes y descendentes por mi
columna, aunque sigo percibiendo la tensión en su cuerpo.

–Cuéntame algún recuerdo bonito tuyo –le pido, para que deje de darle
vueltas a mi historia.

–No tengo muchos.

Río y le abrazo con fuerza.

–Seguro que de niño tienes alguno.

Angelo guarda silencio y yo también, esperando a que se lance.

–Cuando era pequeño, mi abuela me llevaba todas las mañanas al mercado


de San Giorgino antes de acompañarme a la escuela. Me encantaba ir con ella
porque me compraba todo lo que le pedía.

Sonrío al imaginar a un niño moreno, que ya apuntaba maneras de sex


symbol, correteando entre los puestos ambulantes y a una mujer demasiado mayor
para seguirle el ritmo, aunque benevolente en los caprichos del nieto.
–Creo que nunca me negó nada en toda su vida –recuerda con pesar.

–Te quería mucho –le digo, deduciendo por sus palabras que la buena mujer
ya falleció.

–Sí. Y después nos acercábamos al puerto y dejaba que ayudase a los


marineros a limpiar la captura del día.

Levanto la cabeza y lo miro, sorprendida.

–¿Limpiabas pescado?

–Era el que mejor destripaba los peces.

Mi cara de desagrado provoca carcajadas en Angelo.

–Me tomas el pelo.

–No, de verdad –contesta entre risas–. Hasta me daban propinas por hacerlo.

–Es un recuerdo algo asqueroso.

Él continúa sonriendo jovial y desliza los dedos de mi frente a mentón,


retirando los revoltosos mechones que se empeñan en ocultar mi rostro.

Cierro los ojos, ladeo la cabeza y sucumbo al placer de la calidez de su


mano.

–Yo puedo protegerte, Verónica.

No es solo el tono de voz que emplea el que expresa seriedad; el semblante


de su cara, su oscura mirada, la tensión de su mandíbula… Son claras evidencias
de una firme decisión.

–No tienes que…

–No, escucha –me interrumpe, sellando mis labios con la palma de la mano–.
Puedo sacarte de aquí y ofrecerte la buena vida que mereces. Norah no se
interpondrá y Dios sabe que me enamoraría de ti.

Retiro la mano que me impide contestar y beso el dorso de la misma.


–No digas algo que no vayas a cumplir.

–¿Qué te hace pensar que no lo cumpliré? –pregunta ofendido.

–Este lugar está lleno de promesas rotas: maridos que dejarán a sus esposas,
chicas que tendrán una vida mejor fuera de aquí, amor sincero…

–No me compares con el resto, porque no soy como ellos. Para bien y para
mal, yo sí cumplo mi palabra.

–No tienes que ocuparte de mí por lo que te he contado.

–¿Y si quiero ocuparme de ti?

Me inclino hacia él y riego a besos su gesto fruncido. Angelo se deja, pero no


responde como me gustaría.

–No te enfades conmigo. Nadie me había dicho algo tan bonito y romántico.

–Dime, al menos, que lo pensarás.

–Lo pensaré –acepto.

Esta vez su boca sí responde a la mía con un profundo y húmedo beso que
me deja sin aliento.

El carismático napolitano duerme tranquila y plácidamente, y aprovecho ese


momento para levantarme e ir al aseo. Por el camino recojo mi bata de seda con la
que cubro mi desnudez.

Cuando salgo, pocos minutos después, en vez de regresar a la cama junto a


él, me siento en el tocador y observo con detalle mi reflejo de piel tersa, brillante y
algo sonrosada. Varios mechones negros cuelgan por mi frente, acariciándome las
mejillas, y los recojo detrás de las orejas. Entonces, bajo la vista al joyero y acaricio
la empedrada cubierta con las yemas de los dedos, para finalizar abriéndola. De su
interior extraigo un minúsculo frasco de cristal, el cual contiene un líquido
azulado, y lo examino bajo el tibio centelleo de las velas.

–Estás ahí. Pensé que te habías marchado –murmura Angelo con voz
somnolienta.
Sonrío y le miro por encima del hombro.

–Solo he ido al baño.

El atractivo y sexy hombre recoge los almohadones bajo su cabeza y me


mira con los ojos entrecerrados.

–¿Va todo bien?

–Mejor que bien –le aseguro, sin dejar de sonreír.

Me pongo en pie y atravieso la suite para llegar al carro donde nos subieron
la exquisita cena.

Angelo me persigue con la mirada y sonríe de oreja a oreja al verme coger


una botella de champán.

–¿Tienes sed? –le pregunto, llenando dos copas.

–Creo que debería hidratarme después de todo el esfuerzo físico que he


empleado contigo.

Río divertida y destapo el pequeño frasco para verter el contenido en su


copa.

–¿Qué es eso?

Dejo el recipiente de cristal entre los desperdicios del carro y, tras coger las
dos copas, regreso a su lado.

–Solo es… un toque de ambrosía –respondo jovial–. Combina muy bien con
el champán.

–¿La bebida mitológica de los dioses? ¿De ahí escogiste tu apodo?

–Muy listo, señor Bionni –celebro, pasando una pierna por encima de él y
acomodándome sobre su regazo–. Y, ¿sabes qué efecto causa en los hombres?

Él niega desde abajo y entrelaza las manos detrás de la cabeza para


prestarme su total atención.
–Es un potente afrodisíaco –le explico observando su bebida, que ha pasado
del tono dorado a un mágico turquesa.

Le tiendo la copa, aunque Angelo no hace nada por cogerla.

–¿Te parece que necesito algún tipo de potenciador sexual? Eso me ofende.

–Ya has demostrado que no, pero jamás experimentarás una relación sexual
de tal magnitud.

–¿De qué está hecha esa ambrosía? –curiosea escéptico, observando la copa y
su contenido.

–Son hierbas naturales.

–¿Y tú no tomas?

–Me encantaría, pero… solo es para hombres –le digo y termino señalando
su zona genital que abulta bajo la sábana.

Los dudosos ojos de Angelo pasan de la copa, a mi persona, y viceversa. Veo


el fantasma de la desconfianza cruzar sus oscuros iris, pero es tan natural en él, que
casi pasa inadvertido.

–Faltan un par de horas para que salga el sol y te marches. Y no sé cuándo


regresarás, o si lo harás.

Angelo se incorpora hasta pegar su frente en la mía y pasa los brazos


alrededor de mi cintura.

–Ya te he dicho que quiero llevarte conmigo.

Niego y suspiro derrotada.

–Prométeme que volverás pronto.

–Lo prometo. Regresaré hasta que decidas acompañarme.

El tierno y casto roce de sus labios sobre los míos, que sigue a la promesa y
la sella, hace que mi corazón se retuerza de una forma extraña e inesperada; algo
que nunca había experimentado y que me impresiona y asusta por partes iguales.
–Ahora brindemos –propone, cogiendo la copa adulterada de mi mano–:
Porque éste sea el comienzo de algo y no el final.

Tras el suave tintineo del cristal al chocar, Angelo se lleva la suya a los labios
y bebe. Yo hago lo mismo sin poder apartar los ojos de él; hasta ver cómo la última
gota se desliza por el elegante recipiente y penetra en su boca.

–Pues está bueno –musita sorprendido–. Es dulce.

Las copas vacías son depositadas por mi acompañante en una de las mesillas
para, después, tenderse en la cama con los párpados cerrados y exhalando un
profundo suspiro.

–¿Qué ocurre?

Angelo sonríe y abre un ojo para mirarme.

–Quiero comprobar si, como dices, es un potente afrodisíaco. Dicho esto,


vuelve a acomodarse sobre la almohada y a recuperar ese estado de inactividad.

Desciendo la vista por su escultural torso, ahora descubierto como un


suculento bombón sin envoltorio, y apoyo las manos en la calidez de sus
abdominales para perseguir el tentador sendero de vello oscuro que cae desde su
ombligo y se pierde bajo la sábana, hacia sus endiablados genitales.

–¡Eh, no vale hacer trampas! –se queja el napolitano como un crío, apartando
de sí mi tacto–. Debe excitarme la ambrosía que he bebido, no la que tengo encima.
No te muevas.

Mordiéndome el labio inferior hago un tremendo ejercicio de contención


para no abalanzarme sobre él. Finalmente, cedo a su voluntad y me cruzo de
brazos, expectante a cualquier reacción.

Su pecho sube y baja a un ritmo lento y cadencioso; sus bien formados


brazos están pegados al cuerpo, mientras que las manos aferran relajadamente la
sábana arrugada a la altura de sus caderas; sus ojos continúan cerrados como si
durmiera o meditase, y sus labios permanecen unidos en una tentadora mueca.

Verlo tumbado en la cama, tan inmóvil y a la vez tan alerta, tan manso y a la
vez tan peligroso, hace que rememore el primer día en que lo vi entrar al Diamante
Rosa y cómo su imponente presencia le hacía destacar por encima de todo y de
todos. Rememoro los halagos y la depravada admiración que el resto de chicas
confesaban tenerle en la intimidad del vestuario, sin ser conscientes de mi interés
hacia él; recuerdo salir a bailar y sentir en mi piel la intensa mirada del hombre que
se resguardaba en la oscuridad del privado y en cuánto deseaba captar su atención;
recuerdo las numerosas leyendas no tan urbanas sobre el poderoso Bionni que
llegaron hasta mis oídos, incrementando así mis ganas por conocerle a pesar de
que la mitad de ellas fueran auténticas atrocidades.

Y ahora lo tengo aquí. En mi cama. Todo para mí y a mi absoluta


disposición.

Angelo emite un ronroneo enronquecido que aleja mis pensamientos, y


descubro que su respiración empieza a acelerarse, síntoma de que el afrodisíaco
está haciendo efecto.

En cuestión de segundos, el cuerpo masculino al completo se tensa y


endurece, resaltando aún más su fuerte musculatura decorada con gruesas venas, y
la pelvis se revuelve inquieta debajo de la mía.

–Angelo –susurro y restriego las palmas por su torso que arde como brasas
de una hoguera.

El hombre abre los ojos y me mira con la excitación reflejada en sus oscuras
y dilatadas pupilas.

Agarra mis manos y tira de ellas hasta que consigue tenerme tumbada sobre
él. Entonces, su boca encuentra la mía y la posee y devora con ansia; bocados
ardientes que hacen estallar mi libido. Mi cuerpo es apresado por sus brazos y me
contoneo con descaro sobre él.

–Quítate esto –jadea frustrado mientras intenta desnudarme, sin


conseguirlo.

Me levanto para ayudarle a deshacerse de mi escueto batín y cuando mi


desnudez brilla con el resplandor de las velas, Angelo se incorpora de la cama
como un resorte y se lanza voraz a mis pechos que lo reciben puntiagudos. Un
quejido de dolor y placer desgarra mi garganta al notar la boca infernal de afilados
dientes en mi carne, y tirando de su pelaje lo acerco más a mí.

Angelo disfruta con deleite de mis senos y sus rosadas aureolas y una vez
saciado, se revuelve en la cama para aprisionarme contra el colchón. Sus grandes
manos sujetan las mías por encima de la cabeza y sus labios vuelven a poseer los
míos.

–Voy a follarte como nunca lo han hecho –me asegura.

Jadeo y me abro de piernas, deseosa a que lo cumpla. No me hace esperar;


su firme erección penetra tan fuerte en mi vagina que me acerca a las puertas del
orgasmo a la primera embestida.

Los anteriores encuentros carnales con Angelo eran salvajes y muy


placenteros, pero ahora está completamente descontrolado gracias al afrodisíaco.
Su fornido físico asalta el mío sin ningún tipo de remordimiento ni miedo a
hacerme daño. Me folla con una pasión enrabiada y yo, a falta de temerlo, solo
puedo gritar de puro gozo y correrme sin poderlo evitar.

Angelo también se corre con intensas y espesas ráfagas de semen que me


llenan y desbordan, pero eso no le detiene y maneja mi cuerpo a su antojo,
colocándome en cuantas posiciones él desea para después meterme su miembro
sin tacto o cuidado.

Hundo la cara en el colchón y grito de placer cuando el último orgasmo está


a punto de abrasarme.

Angelo se mantiene a mi espalda, penetrándome incesantemente hasta


golpear mis nalgas con los testículos y aferrando mis caderas con rudeza.

–¡No pares…! ¡No pares…! –le animo al borde del estallido.

Pero las embestidas del hombre son cada vez más suaves y debo ser yo la
que se lance al encuentro de su pelvis para no perder el ritmo.

Cuando se detiene del todo, miro por encima del hombro y veo que, a parte
de rojo y sudado, mi amante parece ido.

–¿Angelo?

La cabeza del hombre se tambalea hacia los lados y termina por caer como
un peso muerto hacia atrás. El resto de su cuerpo la sigue.

–¡Angelo!
Gateo por la cama hasta él y atrapo su rostro entre mis manos.

–¡¿Angelo, qué te pasa?!

El guapo y sexy napolitano no responde. Y no solo eso, tampoco respira.

–¡Angelo!

Le agarro por los hombros y lo zarandeo con todas las fuerzas que soy capaz
de sacar, pero sigue sin reaccionar.

Me separo de él y me siento sobre los talones sin poder dejar de mirar el


cuerpo inerte del italiano que, a pesar de yacer muerto, sigue manteniendo esa
pose de peligrosidad.

Sin tiempo que perder salto de la cama y corro al baño. Pocos segundos
después, vuelvo a salir, esta vez aseada y engalanada con un buzo de licra negro,
ajustado al cuerpo, y el cabello recogido en coleta. De debajo de la cama extraigo la
mochila y de ésta saco una cazadora que me abrocho hasta el cuello, un par de
botas de caña alta y sin tacón, y un móvil que, una vez conectado, apunto a la cara
de

Angelo y capturo una instantánea para enviarla por correo cifrado bajo el
texto: « Objetivo aniquilado»

Marcho hasta el balcón de la habitación y, tras abrir las puertas, vuelvo la


mirada hacia mi última misión.

Una inesperada punzada de dolor me atraviesa el pecho al ver a Angelo


muerto en la cama y algo empieza a resbalar por mis mejillas. No doy crédito al
descubrir la humedad en las yemas de los dedos.

–¡No! –gruño enfadada y me niego a llorar.

Del interior de la mochila saco una pequeña bola de cristal que lanzo contra
el suelo, permitiendo que el contenido líquido se esparza por la suite, y arrojo una
de las velas de la cómoda al charco. El líquido inflamable arde en milésimas de
segundo y a su vez prende las cortinas que son arrasadas por feroces llamas; en
cuestión de minutos la bella habitación será presa del fuego.

Paso las piernas por encima del pasamanos lateral del balcón y me abrazo a
la cañería de hierro forjado para bajar por ella desde el tercer piso. Gracias a mi
gran destreza y agilidad, toco suelo antes de que alguien pueda verme y corro calle
abajo sin mirar atrás.

Soplo la capa superior del café y justo cuando me llevo la taza a los labios, el
teléfono se enciende y vibra sobre la mesa con el nombre de Reiky en la pantalla.

Sonrío, dejo el recipiente de porcelana de nuevo en la bandeja y miro a mi


alrededor antes de contestar.

–Algún día tendrás que decirme quién te avisa de que he acabado el trabajo.

Una sexy risa masculina me llega desde el otro lado de la línea.

–Si te lo dijera, tendría que matarte.

–Bueno, siempre podemos llegar a un acuerdo –tonteo divertida.

–No seas malvada, Andrea, que llevo mucho tiempo sin verte.

–Lo sé. ¿Dónde estás? ¿Estás con Palermo?

–Te espero en Praga. Ya he reservado tu billete, date prisa o no cogerás el


avión.

La comunicación se corta y por megafonía del aeropuerto resuena una voz


femenina llamando a los pasajeros de dicho vuelo. Resoplo, dándome por vencida,
y tras coger la mochila, corro hacia facturación.
Epílogo

PROTOCOLO AMBROSÍA

Desde pequeña me han faltado dos cosas imprescindibles para todo ser
humano: una madre y el cariño de un padre. Ella falleció cuando yo apenas
contaba con un par de años y ni siquiera la recuerdo; él tuvo que hacerse cargo de
sus dos hijos y por lo visto era una tarea muy difícil y poco deseada por su parte.

Con mi hermano Carlos se le veía más cómodo. Tenía cuatro años más que
yo y hacer deporte o ver carreras de coches en la televisión eran sus momentos
padre e hijo.

Yo era otro cantar. A parte de ser pequeña, necesitaba otro tipo de cosas que
simples pasatiempos.

Quería la atención y el cariño de mi padre. Algo que no conseguí jamás.

Nuestras vecinas de bloque se ocupaban de nosotros cuando papá trabajaba.


Ellas se daban cuenta de todo lo que pasaba; de la tristeza y soledad que tenía una
niña de dos años, y se encargaban de atenderme mucho más que a Carlos.

Y así fuimos creciendo. Yo corriendo hasta la puerta de casa cada vez que
papá llegaba del trabajo, emocionada por poder contarle lo que había hecho
durante el día y esforzándome en los estudios para enorgullecerlo, pero él me
apartaba con un simple: V ale, Andrea, papá quiere descansar, para después marchar
al salón con mi hermano y reír emocionado por sus logros deportivos.

Mi padre hizo que creciera con dos profundas sensaciones en mi interior:


una, que hiciera lo que hiciese jamás sería merecedora de su amor, y dos, sentir un
odio irrefrenable por Carlos.

Mi hermano era conmigo todo lo cariñoso que papá nos había enseñado a
ser. Me cuidó como pudo cuando las vecinas dejaron de hacerlo, pero eso no
quitaba la envidia y los celos que sentía por él, y que aumentaban cada día más.

Empecé a aislarme. Llegaba del colegio y me encerraba en la habitación para


no verlos. Lo triste era que ellos no parecían notar mi ausencia o, incluso,
disfrutaban de ella.

Me hice oscura, fría y arisca; una chica de catorce años que nunca sonreía y
poseía una inteligencia desbordante.

Entonces Carlos decidió irse a la Mili voluntariamente y algo en mí cambió.


Un pellizco en mi negro corazón me hizo pensar que, con mi hermano fuera de
casa, papá se volcaría en mí. Y no pude estar más equivocada.

Papá y Carlos hablaban por teléfono cada día, y el primero se encargaba de


recordarle a cada momento lo orgulloso que estaba de él, y que se iba a convertir
en un gran hombre con fuertes valores y respetable.

La ausencia de mi hermano hizo que papá trabajara más horas durante los
siguientes meses; apenas lo veía en el desayuno, antes de marchar al instituto.

Carlos terminó la Mili y regresó a casa para informar que continuaría con su
formación en el ejército, algo que papá celebró todavía más.

A partir de ese día conviví con mi padre como si fuéramos dos desconocidos
compartiendo piso. Ya no quería, ni necesitaba, su atención y afecto. Disfrutaba de
sus ausencias y pasaba las semanas concentrada en mis cosas, intentando forjarme
un buen futuro.

Nunca celebré mis cumpleaños, hasta que cumplí los dieciocho. No tenía
amigos por ser demasiado inteligente y demasiado rara, pero eso no impidió que
ese día saliera de bares a pasarlo bien.

El alcohol y creo que algo más en mi bebida, terminaron conmigo dentro de


los baños masculinos de un bar, con un chico forzándome a mantener relaciones
sexuales con él.

Fue ahí mismo, dentro de esa maloliente y sucia letrina, soportando los
dolorosos envites que el desconocido ejercía sobre y dentro de mí, que descubrí lo
desprotegida que había estado siempre; que a nadie le importaba que un extraño
abusara de mí y que únicamente me tenía a mí misma para defenderme.

Aquella noche mi vida sufrió un cambio radical y no solo por perder la


virginidad de una forma monstruosa, sino porque también perdí la poca
humanidad que me quedaba al seguir a ese chico, que no era mucho mayor que
Carlos, y golpearle con una botella en la cabeza, matándolo en el acto.

Ése fue el desencadenante y el comienzo de la pesadilla en la que me


sumergiría durante los próximos años. Había matado a una persona, aunque
involuntariamente, y tocaba asumir las graves consecuencias; empezando por un
prepotente inspector de policía al que solo le faltó acusarme de haberlo planeado.

Pero toda oscuridad tiene su rayo de luz y toda pesadilla, una esperanza. La
mía vino en forma de hombre, que interrumpió el duro interrogatorio al que me
estaban sometiendo y pidió, o casi exigió, hablar a solas conmigo. Se llamaba Nico
Palermo, jamás olvidaré su nombre, y pensé que era abogado; eso o mi ángel de la
guarda. No soy abogado, pero puedo ayudarte, me dijo y yo le creí.

Solo tenía que hacer dos cosas: declararme culpable y marcharme con él. Y
así lo hice.

Apenas tuve tiempo de pasar por casa a llenar una mochila con cuatro
prendas de ropa y escribir un escueto: Me voy, en un trozo de papel, como
despedida para mi padre.

No derramé ni una sola lágrima por el hecho de no volver a verlo y no temí


a irme con un completo desconocido. Las vivencias y circunstancias que pasé
desde niña, me hicieron ser así.

Bienvenida a la élite, fue lo que me dijo Nico cuando subí a su coche.

Ese once de Abril mi vida cambió y nunca pude imaginar hasta que punto.

FIN

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