“Impugnaciones de lo queer”
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Nosotras [no podemos] permitirnos dejar que el discurso patriarcal
privilegiado (del cual el postestructuralismo es sólo una nueva
variante) borre la identidad colectiva que las lesbianas han
comenzado a establecer hace tan poco tiempo. [...] Porque lo que de
hecho ha resultado de la incorporación del discurso
deconstructivista, al menos en el discurso académico “feminista”, es
que la palabra lesbiana ha sido entrecomillada, ya sea si se la usa o
se la menciona, y la existencia de lesbianas reales ha sido negada,
una vez más.
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intelectuales, pero es indefendible porque alienta el quietismo apolítico.
En esta evaluación, el supuesto que brinda la lógica primaria para las
políticas de la identidad –esto es, que una identidad coherente y unificada
es el prerrequisito para la acción política efectiva- también estructura la
crítica de cualquier suspensión de identidad. Sin embargo, mientras la
fatigosa reelaboración de las interpretaciones tradicionales de lesbiana y
gay ha revalorizado lo que podría constituir una acción política efectiva, las
recientes confrontaciones a un ahora reconocible estilo setentista de
política de la identidad no desacreditan la noción misma de política. “La
deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política”,
señala Butler (1990:148): “más bien establece como políticos los términos
mismos a través de los cuales se articula la identidad”.
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voluntarista (o sea determinada por el sujeto individual de enunciación).
Si bien las palabras no significan simplemente lo que queremos que
signifiquen, tales etiquetas son más que sólo nuevas descripciones para
viejas realidades. Dado que la palabra queer indexa –y en cierta medida
constituye- modelos cambiados de género y sexualidad, las luchas
semánticas sobre su utilización están lejos de ser ociosas.
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Dado el grado en que queer significa una “resistencia a los regímenes de lo
normal”, su inmunidad a la domesticación garantiza su capacidad de
mantener una relación crítica con los estándares de normatividad (Warner,
1993a:xxvi).
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queer no podrán lograr nada desde la posición marginalizada que
defienden.
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no fijo, y manteniendo abierto un espacio cuyo potencial nunca puede ser
conocido en el presente.
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trabajo teórico que busca desmantelar los modelos de identidad
potencialmente esencialistas” (cf. Zimmerman, 1995).
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Existe la sospecha de que si lo queer puede ser institucionalizado tan fácil
y rápidamente, no puede sostener una crítica radical. Según Donald
Morton (1993a:123), “el éxito ‘como de ensueño’ de la teoría queer hoy está
posibilitado precisamente por su tendencia a apoyar y celebrar la narrativa
académica dominante del cambio progresivo”. Rosemary Hennessy
(1994:105) argumenta que, bajo las condiciones del capitalismo tardío, lo
queer está siendo apropiado para consolidar una cultura posmoderna
hegemónica: “Los desafíos a las ideas naturalizadas de identidad y
diferencia que emanan de Madison Avenue y Wall Street”, escribe,
“comparten cierta afiliación ideológica con la teoría queer de vanguardia”.
Es más, mientras que la rápida expansión de queer en la academia puede
ser explicada en gran parte en términos de un modelo más viejo y más
lentamente establecido de estudios lésbicos y gay, la teoría queer es a
menudo representada como con una mayor inversión en lo institucional
que en lo político. La profesionalización de lo queer ha beneficiado sobre
todo a aquellxs relativamente pocxs individuos que están haciendo
carreras académicas como investigadorxs queer (Malinowitz, 1993:172).
Esta sospecha se registra a menudo con inquietud respecto del
vocabulario cada vez más especializado y de los modelos analíticos de la
teoría queer, que son tomados como evidencia de que lxs teóricxs queer no
son responsables frente a ninguna comunidad, fuera de las universidades.
“En este momento”, se queja Malinowitz (ibid.),
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residentes de un barrio en el que la mayoría de nosotrxs no puede
permitirse vivir.”
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el alcance de cualquier tarea desnaturalizadora que pudiera emprender
(Edelman, 1994:xvi-xvii).
1 Queer, en este sentido, ha resultado ser una categoría útil para lxs académicxs que
buscan analizar la sexualidad por fuera de la dicotomía organizadora de
heterosexualidad/homosexualidad, como Michael J. Sweet y Leonard Zwilling
(1993:603), que traducen los términos sánscritos klibatva y napumsakatva como
“queerness”, en su análisis de la medicina india clásica.
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“queers straight”, etcétera- ha tenido el efecto de no sólo borrar las
identidades políticas, las necesidades y las agendas específicas de
estos distintos grupos sino que, al hacerlo, queer ha producido un
nuevo closet, ya que niega cualquier autoidentificación específica
como gay o lesbiana (predicadas sobre prácticas sexuales con el
mismo sexo).
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heterosexuales sufren las sanciones sociales: en cierto sentido ellos
también pueden ser considerados oprimidos. Pero reclamar una
opresión del orden de lesbiana y gay, de las mujeres o racial, es
ignorar la muy real complicidad y las recompensas fálicas de lo que
podrían llamarse “sexualidades desviadas” dentro de las relaciones
de poder patriarcales y heterocéntricos.
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A pesar de (o quizás debido a) los logros obtenidos por las luchas e
intervenciones de liberación gay, aquellxs comprometidxs con las tácticas
queer más agresivas argumentan contra la eficacia de los canales
democráticamente sancionados para la intervención política, como
organizar marchas, hacer lobby y peticionar. Desarrollos que parecían
imposibles sólo treinta años atrás (tales como negocios explícitamente
lesbianos y gay, subsidios de distintos niveles de gobierno para grupos
comunales lésbicos y gay, y el reconocimiento de que se puede apuntar a
la población lesbiana y gay como a una fuerza económica o electoral) son
vistos hoy, por aquellxs comprometidxs con una agenda queer, como
signos no de progreso sino de cómo las lesbianas y los gays han sido
asimilados en la cultura y los valores tradicionales.
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Philippa Bonwick (1993:10) formula lo que se ha convertido en la objeción
lesbofeminista standard a queer, cuando escribe: “Quizás el aspecto más
nocivo de la presión generalizada por ser queer es que cubre a las
lesbianas en un manto de invisibilidad aún más grueso... Queer ignora
totalmente la política de género. Mediante un término no específico, borra
a las mujeres de nuevo”. Aquí Bonwick reitera una preocupación común:
que la política queer es insensible a las diferencias de género dentro de esa
categoría supuestamente inclusiva. Al señalar las “aspiraciones
universalizantes” de queer, Terry Castle (1993:12) atribuye su reciente
popularidad al modo en que “hace fácil volver a envolver a la
homosexualidad femenina ‘en’ la homosexualidad masculina y
descorporizar una vez más a la lesbiana”. Sheila Jeffreys (1994:460)
detecta en queer una agenda gay masculina que es “enemiga de los
intereses de las mujeres y las lesbianas”. Dado que encuentra a los
varones gay en el centro de la supremacía masculina, quizás no resulta
sorprendente que represente queer como un intento insidioso de reinstalar
a las lesbianas en una estructura de inequidad en relación con los varones
gay: “Otra forma en que las lesbianas están siendo arrastradas de vuelta a
la subordinación cultural a los varones gay es a través de la política
‘queer’” (Jeffreys, 1993:143). Después de describir al lesbofeminismo como
en ruptura con las preocupaciones masculinistas de la liberación gay,
Jeffreys representa queer como un fenómeno de backlash: lo que se
disfraza de nuevo modelo descriptivo es meramente un modelo viejo, que
opera astutamente bajo un nuevo nombre.
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lesbianas que se identifican erróneamente como incorporadas en esa
categoría: “Al asumir falsamente que lesbianas y varones gay tienen los
mismos intereses”, escribe, “queer apunta a brindar una arena donde
hombres y mujeres trabajen juntxs para pelear las batallas de los
hombres” (Parnaby, 1993:14). Argumentando que “mientras [lo queer]
continúe siendo un movimiento liderado por varones, nunca existirá una
consideración seria de los temas que se refieren específicamente a las
mujeres”, Parnaby agrega en una nota al pie: “De ahí el énfasis sobre el
SIDA, por ejemplo; mientras que el cáncer de mama, que está alcanzando
proporciones enormes entre las lesbianas, nunca es mencionado”
(ibid.:16). Esta sugerencia de que las lesbianas se han organizado bajo la
rúbrica de “queer” dentro del marco de la epidemia del SIDA, mientras que
los varones gay son indiferentes a los temas de salud lesbiana (aquí cáncer
de mama, pero en otros escritos cáncer cervical) es razonablemente
común, en este tipo de crítica. Nadie se interesaría en imaginar una
versión con inflexión lésbica de la epidemia del SIDA para probar la
hipótesis que, en esta instancia, los varones gay no serían recíprocos del
apoyo y los esfuerzos de las lesbianas en la crisis del SIDA: Sin embargo,
vale observar que el SIDA y el cáncer de mama (o cervical) no son en este
momento equivalentes a nivel discursivo. Mientras que el SIDA es
frecuentemente leído como metonimia de homosexualidad, el cáncer de
mama y/o cérvix son más habitualmente entendidos como un índice de
salud no específicamente de las lesbianas sino de las mujeres. La “verdad”
de estas construcciones retóricas podría ser refutada productivamente,
Sin embargo, mientras las lesbianas siguen en su mayoría sin verse
afectadas epidemiológicamente por el SIDA, sus luchas discursivas las
interpelan como homosexuales mucho más exhaustivamente que lo que
jamás se implicarían los varones gay en una crisis sanitaria comparable
instigada por el cáncer de mama o cervical. Aunque Thomas Yingling
(1991:293) también considera “la afirmación a menudo repetida de que, si
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la crisis médica gay de los ‘80 fuera una crisis de salud de las mujeres, los
varones gay no estarían trabajando por la causa con el fervor o los
números con los que las lesbianas han respondido a la crisis del SIDA”,
este autor identifica como significativa la visibilidad de género en oposición
a la diferencia sexual, y el “complejo y equívoco” trabajo simbólico
efectuado por “la cultura gay masculina blanca”. Es más, los marcos
discursivos que constituyen al SIDA y al cáncer de mama o cervical no son
en absoluto fijos, y probablemente sean las estrategias activistas lo que los
reconfigure. “El movimiento activista del SIDA ... le debe mucho al
movimiento de salud de las mujeres de los ‘70”, escribe Sedgwick
(1993a:15), “y en otro giro, una política activista del cáncer de mama,
liderado por lesbianas, parece haber estado surgiendo en los últimos dos
años, sobre la base de los modelos del activismo del SIDA”.
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En un artículo titulado “Women As Queer Nationals” [“Mujeres como
Ciudadanxs Queer”], Maria Maggenti (1991:20) escribe sobre su desilusión
respecto del trabajo bajo la rúbrica masculinista de queer:
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trabajo no es feminista. Además, como formación interdisciplinaria, los
estudios queer se han desarrollado a partir de conocimientos feministas –
y siguen siendo inteligibles en estos términos. Al describir Between Men
(publicado por primera vez en 1985) -esa monografía que a menudo,
aunque hiperbólicamente, es definida como el punto de origen de los
estudios queer- Sedgwick (1992: viii) explica que ella “lo concibió, muy
puntualmente, como una contribución complejizante, antiseparatista y
antihomofóbica a un movimiento feminista”.
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Las herramientas conceptuales feministas fueron desarrolladas para
detectar y analizar las jerarquías basadas en el género. En la
medida en que éstas se solapan con las estratificaciones eróticas, la
teoría feminista tiene algún poder explicativo. Pero cuando los
temas son cada vez menos de género y más de sexualidad, el análisis
feminista se torna engañoso y a menudo irrelevante. El pensamiento
feminista simplemente carece de ángulos de visión que puedan
abarcar completamente la organización social de la sexualidad.
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Sedgwick toma el llamado de Rubin a una teorización específica de la
sexualidad, para formular un marco de análisis de las nociones del siglo
XX de la homosexualidad. A pesar de que Sedgwick se apoya en las
formulaciones de Rubin, Butler (1994:8) señala que el llamado de Rubin
“no era para un marco teórico lésbico/gay, sino para un análisis que
pudiera explicar la regulación de un amplio arco de minorías sexuales”.
En consecuencia, Butler argumenta que “el sentido expansivo y
coalicionista de ‘minorías sexuales’ no puede hacerse intercambiable con
“lésbico y gay”, y todavía está por verse si ‘queer” puede lograr estos
mismos objetivos de exclusividad” (ibid.:11). Según Sedgwick (1990:30)
“siempre existe al menos el potencial para una distancia analítica entre
género y sexualidad” (1990:30). Aunque Sedgwick, como Rubin, concede
que la sexualidad y el género están completamente imbricados, considera
que ésta es una consecuencia históricamente específica de las formas en
que la homosexualidad y la heterosexualidad (en lugar de, por ejemplo,
ciertos actos sexuales o relaciones de poder) han logrado definir el campo
de la sexualidad, y por lo tanto no se les debería permitir dar forma a los
modelos de análisis:
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mayor recursión definicional en cualquier análisis basado en el género
debe necesariamente ser la frontera diacrítica entre géneros diferentes”,
escribe (ibid.). “Esto otorga a las relaciones heterosociales y
heterosexuales un privilegio conceptual de importancia incalculable.”
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sólo mínimamente, pero de todos modos con provecho. (Sedgwick,
1990:29, énfasis de Jagose).
2 Ver un análisis de las estrategias activistas para encarar este problema (básicamente,
cómo resistir al “borramiento de la sexualidad lésbica”) en Anne Marie Smith (1992).
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sino que por el contrario multiplicará sus “permutaciones ... con fines,
objetos y prácticas sexuales”; como resultado, “las identificaciones y los
deseos que cruzan los límites tradicionales” no borrarán “las
complejidades de identidades y expresiones de género” (ibid.:108). En
forma similar, Butler (1993b:28) hace énfasis en el carácter distintivo pero
dinámicamente interactivo del género y de la sexualidad, al escribir:
“seguramente es tan inaceptable insistir en que las relaciones de
subordinación sexual determinan la posición de género, como lo es separar
radicalmente las formas de la sexualidad de los funcionamientos de las
normas de género”. Y Rosemary Hennessy (1994:106) piensa que
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Halperin argumenta que estructurar la relación entre “lésbico” o “gay” y
“queer” en términos de competencia minimiza la intervención más
habilitante de queer: su poner en primer plano la forma estratégica y el
uso preciso de cualquier desarrollo terminológico dado.
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extinción de esos grupos marginalizados. Como ha observado Simon
Watney (1992:22):
Está claro que no todxs los varones gay y las lesbianas llegarán a
aceptar el término “queer” en relación a sí mismxs, incluso si
entienden completamente por qué otra gente lo encuentra útil. Esto
es totalmente para mejor, dado que sirve reconocer que no existen
conexiones naturales o inevitables que unan a todas las personas
cuya identidad está formada sobre la base de una elección de objeto
homosexual.
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