Arte y desaparición
© Adolfo Vera Peñaloza
Arte y desaparición
Colección Académica
Primera edición
Junio, 2017
Valparaíso, Chile
ISBN 978-956-214-176-5
Registro de Propiedad Intelectual Nº 277.576
Jean-Louis Déotte.
Profesor emérito Universidad de París VIII.
Introducción
1 Por ejemplo, podemos señalar que un aparato fotográfico digital no imprime la imagen
(la huella) en un soporte (la película fotosensible) sino que la comprime en virtud de
procedimientos que implican algoritmos que reinterpretarán la información de acuerdo con
el funcionamiento de la percepción humana, lo que no quiere decir que las huellas dejen de
existir, muy por el contrario, ya que se trata de información (la luz por ejemplo), la que está
formada, por definición, por huellas. Nos encontramos más bien frente a un nuevo estadio de
la inscripción de huellas: se trata del estado informático de la huella.
2 Traducimos con este neologismo, con Cristina Perreti, el que Derrida inventase (différance)
para establecer el funcionamiento de la huella (Derrida 1967).
y que han puesto en la escena política la cuestión de las relaciones entre la
huella, el trazo, la sombra y el doble (todas connotaciones propias a la voz
latina «imago», origen etimológico de nuestra «imagen»). Nos referimos al
famoso Siluetazo realizado por artistas asociados con las Madres de la Plaza
de Mayo en Buenos Aires, el año 1983, y que consistió en la inscripción de
miles de siluetas en los muros de la ciudad, y que hasta hoy funciona como
un paradigma estético para «representar» la «presencia» de los desaparecidos
políticos en América Latina.
La cuestión de la huella implica entonces la de la espectralidad. En Derrida,
se tratará de una problemática presente ya en sus primeros textos, pero que será
tematizada con todo su peso filosófico y político en el libro Spectres de Marx
(1993). En dicha obra, se trataba de pensar la cuestión de la espectralidad como
aquello que define a la temporalidad en sociedades —como la chilena, como
la argentina— donde se impuso una cruel mezcla entre un capitalismo más o
menos extremo y la imposibilidad del duelo. Es en este sentido que Derrida ha
escrito:
Podríamos agregar, por nuestra parte: no hay filosofía política, hoy, sin este
ser-con los fantasmas. Tampoco estética. Esto implica plantear la cuestión del
anacronismo. Derrida definirá a este último como una «no-contemporanei-
dad a sí del presente vivo» (Derrida 1993), como la destrucción del presente,
destrucción que es tematizada igualmente por el Benjamin de las Tesis sobre
el concepto de historia, consecuencia de la «aparición del espectro». ¿Qué es
lo que implica, esta aparición? Derrida recuerda las palabras de Hamlet en el
momento de la primera aparición del espectro de su padre: «The Time is out of
joint» («El tiempo está fuera de quicio»). «[…] Entonces hay el espíritu. Espí-
ritus. Y hay que contar con ellos. No podemos no deber, no debemos no poder
contar con ellos, que son más que uno: el más que uno» (Derrida 1993 18).
Los desaparecidos son entonces nuestros «más que uno», y hay que con-
tar con ellos. Es decir, es preciso asumir (y la filosofía tiene una obligación allí,
una obligación de pensamiento), que ellos implican un tipo de sobrevivencia3
que no estaba prevista en nuestros códigos antropológicos (el rito funerario
siendo uno de los pilares fundamentales de la naturaleza humana). Ahora
bien, siempre se sobrevive bajo la forma de una huella; de aquí la necesidad de
pensar en torno al estatuto actual de las superficies de inscripción de huellas
(nosotros habremos sido contemporáneos de la asunción de un nuevo tipo de
superficie de inscripción, la digital que ha reemplazado a la analógica), este
estatuto del cual el propio Derrida decía que implicaba que «el futuro es de
los fantasmas» (en el film Ghost Dance de Ken MacMullen). En lo que sigue,
habremos de verificar esta sentencia, a partir de algunos casos fotográficos y
cinematográficos.
Por otro lado, la espectralidad implica una estructura temporal tal que el
«asedio» (la «pena» en el sentido de «alma en pena», en francés hantise) y el
retorno de los espectros (revenance) constituyen su funcionamiento. Esto signi-
fica a su vez que el presente deja de ser la categoría temporal privilegiada para
pensar al devenir. Ahora, esta estructura temporal describe muy precisamente
el funcionamiento de la huella: entre la inscripción y la desinscripción, ella «re-
torna», ella «asedia» (pena) a lo real. La huella nunca está «ahí». Es por ello
que, como lo mostró Lyotard (1983), esta temporalidad es también la clave para
20 comprender las «frases de testimonio», es decir aquellas que, a diferencia de las
frases ostensivas de conocimiento, no poseen en su estructura deícticos para
asegurar con precisión la ocurrencia del acontecimiento, y cuya referencia no
está asegurada de antemano. Derrida llegó a inventar un nombre para designar
una nueva disciplina que estudiaría las implicaciones ontológicas del «asedio»
o de la «pena» (hantise): la hantologie, u ontología del asedio4. Escribe Derrida:
«[…] Asediar no quiere decir estar presente, y hay que introducir el asedio en
la construcción misma de un concepto. De todo concepto, comenzando por los
conceptos de ser y tiempo. He aquí lo que llamaríamos una ‘hantologie’. La on-
tología no se le opone más que en un movimiento de exorcismo. La ontología es
un conjuro» (Derrida 1993 225). Quisiéramos agregar, en lo que concierne a la
estética: las teorías que, tratando de la huella, privilegian los momentos de ad-
herencia, de pregnancia, de la impresión o del «contacto» son también modos
3 Georges Didi-Huberman retoma esta noción (Nachleben) cara a Warburg y extrae de ella una
gran cantidad de consecuencias en términos de lo que el psicoanálisis y Derrida entienden
por espectralidad, intentando de tal suerte fundar una historia del arte estructurada a partir
de un anacronismo radical, donde ya no se habla de «hechos» sino más bien de «síntomas».
(Didi-Huberman 2002).
4 Derrida se sirve de un juego de palabras en francés intraducible al español: entre hantise y el
neologismo «hantologie», que al pronunciarlo suena muy similar a «ontologie», sugiriendo
que estamos en el ámbito de una ontología del asedio.
de exorcismo que intentan limitar la espectralidad propia al movimiento tempo-
ral de la huella. Siguen siendo «ontologías». Y si, por ejemplo, Didi-Huberman
se aproxima a una tal concepción retomando el concepto de nachleben (sobrevi-
vencia) en Warburg, ha hecho el impasse de la verdadera potencia espectral de
la huella basando sus análisis en una fenomenología del contacto y limitando
sus aproximaciones al campo específico de la historia del arte. Su teoría, tam-
bién, sigue siendo una «ontología». Sin embargo, Didi-Huberman construye
una concepción de la «imagen-fantasma» que implica la elaboración de una
problemática del anacronismo que es muy relevante para nuestros propósitos.
Walter Benjamin es, en este y otros tantos aspectos, un faro a seguir. La
filósofa francesa Françoise Proust escribe respecto al carácter espectral de la
concepción de la historia en Benjamin:
12 Ibid.
13 Ibid.
Pero si la iglesia está destinada al servicio de Aquel en cuyo hogar nos
alojamos, el hall de hotel está al servicio de todos aquellos que se dirigen allí
para no encontrar a nadie. Es la escena de aquellos que no buscan ni encuen-
tran a Aquel al que siempre buscamos, y que por tanto son huéspedes del
espacio como tal, del espacio que les rodea y que no tiene otra función que
rodearles (Kracuer 2001 76)14.
Leyendo esas líneas, no podemos dejar de pensar en las pinturas de
Edward Hopper y en la serie fotográfica The Americans de Robert Frank.
Para Kracauer, sería un error clasificar a la novela policial a partir de
categorías románticas. Si el mal, lo demoníaco y el crimen, bajo el signo del
misterio, aparecen en ella, es sin embargo bajo el control de la legalidad,
cuya abstracción hace del crimen otra manifestación de la ley. El crimen es
una excusa para hacer valer los derechos de la policía. El aspecto «siniestro»
(Freud) que define a la novela policial no es el del romanticismo (Hoffman por
ejemplo), que pertenecería a una esfera superior (lo religioso) —él ocurre en
la esfera inferior, la de la mercancía. Sin embargo este conserva aún un rasgo
de aquel: su carácter de interrupción. Según Kracauer:
14 Ibid.
15 Ibid.
manifestaciones de la borradura progresiva de las huellas de los lugares,
lo que implicará la aparición de espacios limpios de toda huella. Podemos
agregar: un lugar es un espacio en el que podemos identificar huellas. Estas
desaparecidas, no queda más que el espacio. Es el proceso de esta desaparición
el que es puesto en obra en la novela policial.
Volvamos a la fotografía. Si consideramos esta última alusión de Kracauer,
y si retomamos los análisis desarrollados por Max Milner en su ensayo sobre
la óptica romántica, en el cual la sobreabundancia de espejos, de lentes y de
efectos literarios adoptados como otros tantos efectos ópticos es vinculada a
una subjetividad que se pretende dislocada, sin dejar de ser por ello subjetividad,
podemos postular la hipótesis de que la fotografía no es, en esencia, un aparato
de utilización romántica justamente en tanto ella aparece en una época en la que
la subjetividad es transformada en mercancía (Milner 1983). Es precisamente por
ello que la fotografía no pertenece al régimen autónomo del arte. «La tentativa
—escribe Benjamin en el Passagenwerk— de provocar una confrontación
sistemática del arte y la fotografía estuvo de antemano condenada al fracaso.
Era preciso que ella fuera un momento de la confrontación entre el arte y la
técnica, llevada a cabo por la historia» (Benjamin 2006 689). Por otra parte, en
la época en que las masas actúan mecánicamente, como lo describe Poe en el
«Hombre de la multitud», época en la que, como lo señala Baudelaire, la virtud 33
social más alta no es otra que la prostitución, el carácter de «reproductibilidad
técnica» (ya presente en un dispositivo como el fisionotrazo) deviene esencial
y nos obliga a desconfiar de categorías demasiado románticas como aquella
de lo siniestro. O, como lo preconizaba Kracauer, nos obliga a limitarlas a los
fenómenos de interrupción del flujo social.
La carga política de la huella fotográfica debe entonces ser considerada
en relación al carácter técnico de la imagen fotográfica. Si toda imagen es un
tipo particular de inscripción, y se integra por tanto a la lógica de la escritura
y su movimiento diferante, en términos derridianos, entonces la huella que
corresponde a tal aparato es ante todo reproductible. En tal sentido, corresponde
como ninguna otra a una época en la que incluso las singularidades más
excéntricas sucumben al «círculo mágico del tipo». El automatismo de las
masas corresponde estrictamente a la mecanización de la imagen fotográfica
(y cinematográfica). Esta mecanización concierne al aparecer y desaparecer de
la huella en un mundo dominado por la fantasmagoría y el fetichismo de la
mercancía. Se trata entonces de la experiencia del shock, que, según Benjamin,
implica la progresiva importancia que adquiere la memoria voluntaria (una
consciencia perpetuamente al acecho), en relación con la memoria involuntaria,
susceptible de producir una experiencia auténtica. Escribe Benjamin: «La
discontinuidad de los momentos del shock encuentra su causa en la discontinuidad
de un trabajo devenido automático, que ya no admite la experiencia tradicional
que presidía al trabajo tradicional. Al shock padecido por aquel que se pasea en
medio de la multitud corresponde una experiencia inédita: la del obrero frente a
la máquina» (1995 245). La fotografía habrá estado entonces en el centro de las
causas históricas que permiten explicar la «decadencia del aura», es decir, de los
«recuerdos más o menos distintos de los que está impregnada cada imagen que
surge del fondo de la memoria involuntaria» (245). La huella fotográfica, que
surge como el tipo de inscripción propio a una época que se caracteriza por el
fenómeno generalizado de la borradura de las huellas (y aquí la estrategia de la
desaparición forzada de personas utilizada por los regímenes totalitarios, debe
aparecer como el horizonte teórico de una filosofía política de la huella), está en
la base de la decadencia de una facultad psíquica, que permitía dotar a las cosas
de la capacidad de levantar la mirada. Nos encontramos entonces con el carácter
«espectral» de la huella: se trata de un proceso según el cual los objetos pueden
inscribirse en la memoria justamente porque no existen en ellos mismos en un
presente de la percepción, sino conformemente a la lógica (definida por Freud)
del retardamiento (nachtraglichkeit, après-coup). Esta inscripción, en la época del
shock, no es posible sino gracias a los aparatos como el cine y la fotografía, que
34 son, según Benjamin, «medios de inmunización».
El anacronismo —la no coincidencia del tiempo consigo mismo— de
este tipo de inscripción, anacronismo que define su condición espectral, fue
descrito por Benjamin en un pasaje de Infancia en Berlín, donde se trata del
déjà vu: «Se ha descrito a menudo al déjà vu. ¿Se trata de una fórmula verda-
deramente feliz? ¿No habría, más bien, que hablar de acontecimientos que
nos llegan como un eco del llamado que les dio nacimiento, llamado que pa-
rece haber sido lanzado un día desde la oscuridad de la vida pasada? Por lo
demás, a ello corresponde el que el shock, por medio del cual un instante se da
a nuestra consciencia como ya vivido, la mayoría de las veces nos golpea con
la forma de un sonido […]. Es extraño que no se haya seguido todavía el tra-
yecto inverso de este alejamiento —el shock por el cual una palabra nos hace
titubear como un pañuelo olvidado en nuestra habitación. Lo mismo que este
conduce nuestro pensamiento hacia una extraña que estuvo allí, hay palabras
o silencios que conducen a nuestro pensamiento hacia esta extranjera invi-
sible: el porvenir, que los olvidó en nuestra casa [...]». (Benjamin 1978 53)16.
Benjamin, en otro texto del mismo libro, habla de un «pequeño rincón» que
«poseía las huellas de aquello que iba a ocurrir» (Benjamin 1978 60)17.
16 Ibid.
17 Ibid.
Es preciso definir, entonces, en términos generales, una época, que Jean-
Louis Déotte llama «época de la desaparición», donde la cuestión de la huella
adquiere toda su carga política, en la medida en que se trata de una época
(cuya temporalidad, espectral, es profundamente anacrónica) en la que la pro-
blemática de la inscripción es central. Esta inscripción es la propia a la huella,
es decir que ella supone que lo que «aparece», como resultado de los aparatos
técnicos, se instala desde ya en un movimiento, el de la mercancía y sus fan-
tasmagorías, en donde la desaparición «está siempre ahí».
Podríamos definir igualmente a esta época como la época del archivo,
puesto que todo lo que aparece en ella lo hace desde ya «archivado»
(reproducido, almacenado, función primordial de los aparatos propios a la
era digital), y en primera instancia el pensamiento mismo, siendo la memoria
como inscripción del acontecimiento según la lógica del après-coup el modelo.
El archivo espectraliza al acontecimiento, transformándolo en huella (en
documento): inscripción que por el hecho de aparecer puede siempre
desaparecer, y ahí se juega la dialéctica entre huella y aura en Benjamin, pero
igualmente el rendimiento filosófico de la novela policial según Kracauer, y el
de la crítica a la «metafísica de la presencia» en Derrida, puesto que la huella
—la différance como «producción de la diferencia, no aparece sino en tanto
ella puede siempre desaparecer». 35
Podemos, entonces, deslizar la hipótesis de que esta época produce
aparatos cuya capacidad de espectralización del acontecimiento se
complejiza progresivamente (conforme a las innovaciones tecno-centíficas).
Si la huella fotográfica ya implicaba una poderosa espectralización de lo que
aparece, consecuencia de la fragilidad de la imagen y de la posibilidad de su
manipulación (y de ahí entonces la recepción inmediatamente «espiritista»
de este aparato, en autores como Balzac, Víctor Hugo y muchos otros), la
huella cinematográfica es todavía menos sólida y aún más fantomática
consecuencia de la incapacidad en que se encuentra la consciencia de capturar
el movimiento excesivamente rápido (24 fotogramas por segundo) de las
imágenes que se deslizan frente a ella. Hoy día, habría que pensar como una
suerte de consolidación de la «potencia de espectralidad» propia a los aparatos
la llegada de la tecnología digital, y podríamos en tal sentido comprender las
frases de Derrida en el film Ghost dance (1983) de Ken MacMullen: «Entonces,
yo creo, al contrario, que el porvenir es de los fantasmas y que la tecnología
moderna de la imagen, de la cinematografía, de la telecomunicación, aumenta
el poder de los fantasmas, el poder del retorno de los fantasmas».
Es en relación a Benjamin que Derrida ha analizado la cuestión de la
reproductibilidad técnica. A partir de una serie de dibujos de Valerio Adami
expuestos en la Galería Maegth con el título Le voyage du dessin («El viaje del
dibujo») en 1975, Derrida elabora, en «+ R», algunas consecuencias políticas
del dibujo, fundamentalmente de la obra de Adami Rittrato di Walter Benjamin.
Lo que interesa a Derrida de la concepción del dibujo de Adami, desde
donde intenta extraer las consecuencias políticas, es la definición del trazo
como incisión, como marca, como límite, umbral o frontera. Como huella, en-
tonces. Para Derrida, Adami elabora un programa identificable a aquel que él
mismo intenta aplicar en filosofía. Se trata de un sistema que busca establecer
y desarrollar las condiciones mínimas a partir de las cuales tanto el dibujo
como el pensamiento pueden constituirse, contra toda idea de unicidad, de
totalidad o de universalidad. Sistema que es equivalente, en este sentido, a
aquel que Mallarmé aplicó en poesía. En Glas, Derrida ha definido lo que lla-
ma el «efecto + L», que consiste, si podemos permitirnos resumir en una frase
uno de los aspectos destacados en un libro como ese, de una tan difícil lectura,
en producir un sistema de lectura (en este caso, de la obra de Genet) que fun-
ciona considerando únicamente aquello que escapa a la lógica y a la filosofía
(aquí, contra la lectura psicoanalítica de Genet hecha por Sartre). Cuestiones
como la de la onomatopeya, de la cripta o del doble están en el corazón del
análisis. Adami, que ha hecho una serie de dibujos sobre Glas, propondría,
36 concentrándose en los elementos mínimos del dibujo (el trazo, la huella, la
incisión) un (anti)-sistema semejante y que Derrida llama «efecto + R». Para
Derrida, en Adami no se trata ni siquiera de un trazo, sino de un «tr». Un «tr»,
según Derrida, trabaja «en o fuera de la lengua» (Derrida 1978 199)18.
Se trata aquí —continúa Derrida— […] de violencia y de arbitrariedad.
De avanzar lo injustificable a través de consciencia alguna, y algo que no resis-
te, de entrar efectivamente con las relaciones desencadenadas por Adami, que
no teniendo nada que ver con ellos. Y luego «tr» no representa, no imita nada,
no grava sino un trazo diferencial, entonces más bien un grito informe, no dice
todavía relación con lo lexical, no se deja domesticar por un verbo apaciguado,
inicia y fragua un cuerpo otro» (199)19.
En lo que refiere al dibujo de Benjamin, se trata de un dibujo que representa
el retrato fotográfico del filósofo. La cuestión de la reproductibilidad técnica
(de la fotografía) está entonces presente. Sin embargo, si para Benjamin la
crisis del valor cultual impuesta por la reproductibilidad técnica permite al
momento político presentarse con la potencia que la tradición (el culto, la
religión, el museo) ocultaba, para Derrida, un trazo como aquel del dibujo de
Adami impone la cuestión esencialmente política de la frontera, del umbral
18 Ibid.
19 Ibid.
y del límite. Benjamin, lo sabemos, es el filósofo de la frontera y representa
con su propia biografía la crisis y la catástrofe del proyecto europeo. Se
trataría entonces de un dibujo acerca de las posibilidades políticas del dibujo.
Adami establece en sus dibujos los trazos que figuran otras tantas fronteras,
límites y líneas que implican posibilidades / imposibilidades de pasajes20.
«Además de su escritura, escribe Derrida, podemos identificar las letras de su
nombre propio que bastan para rendirlo disponible y común, amigo, sellando
al mismo tiempo, por tantos trazos, la fraternidad de los sujetos» (Derrida
1978 204). La escritura sobre un dibujo, sobre todo si se trata de un dibujo
hecho a partir de un retrato fotográfico, no puede ser inocente. No podemos
ignorar, nos señala Derrida, la teoría benjaminiana del retrato. Según ella,
cuando el rostro, el último refugio del valor cultural en la imagen, comienza a
desaparecer (en las fotos de Atget por ejemplo) la leyenda (el pie de foto) se
impone. Aquella posee un valor eminentemente político. En tal sentido, según
Derrida, el pie de foto designa el lugar de una desaparición. Es la aparición,
al centro de la escena del crimen, de la desaparición. «Desaparecido está el
sujeto. El desaparecido ‘aparece’, ausente en el lugar mismo del monumento
conmemorativo, volviendo al lugar vacío marcado por su nombre. Arte del
cenotafio» (Derrida 1978 205). Los trazos son entonces hechos por «puntas de
sismógrafo» que miden las convulsiones de una época en la que las cuestiones 37
del «paso de fronteras» y de la desaparición del cuerpo sobre la escena del
crimen constituyen el núcleo de su política. Cuando un trazo adquiere una tal
dimensión filosófico-política, se transforma entonces en huella.
20 «Puesto que en esta cartografía política de Benjamin, el «afecto del pasaje» no pierde ninguna
violencia, al contrario, al producirse sobre límites, sobre líneas de fractura o de afrontamiento,
en lugares de efracción: cuadros y cuadros de cuadros». (Derrida 1978 207, Trad. Adolfo Vera
Peñaloza).
Capítulo III
Derrida: El cine o el arte de dejar
retornar a los espectros
Podríamos, pensamos, aplicar a una teoría del cine los aportes que
Jacques Derrida realizó en lo que concierne a las relaciones entre huella y
espectralidad. La imagen es una huella: esto quiere decir que ella es una
inscripción, que supone entonces una superficie de inscripción, la que es
necesariamente técnica. A partir de Derrida, observamos que a la base de
toda superficie de inscripción hay una repetición, el fort-da (Freud), y en
consecuencia la pulsión de muerte que es también pulsión de asedio y de
retorno: la temporalidad propia a esta configuración es entonces aquella de
la Nachträglichkeit (posterioridad freudeana). La cuestión del documento, y de
una imagen-documento, y por ello del archivo, es de esta manera planteada.
¿Cómo la definición de una imagen en movimiento, y por lo tanto de una
huella en movimiento, afectaría a la definición de la espectralidad? ¿Cómo
41
esta implicaría también una redefinición del testimonio?
En una entrevista con motivo de los cincuenta años de los Cahiers du
cinéma, Derrida retorna a su experiencia (no-cinéfila, como él lo reconoce)
del cine. La cuestión de la espectralidad es para él la más significativa. Esta es
planteada en los siguientes términos:
21 Derrida, Jacques, « Trace, archive, image et art. Dialogue au Collège Iconique (avec Jean-
Derrida continúa su argumentación insistiendo en las relaciones profundas
que unen al cine y al psicoanálisis (Benjamin fue el primero en haberlo
comprendido): «Incluso la visión y la percepción del detalle en un film están
en relación directa con el procedimiento psicoanalítico. La ampliación no
solamente agranda, el detalle da acceso a otra escena, una escena heterogénea.
La percepción cinematográfica no tiene equivalente, ella es la única capaz
de hacer entender por la experiencia lo que es una práctica psicoanalítica:
hipnosis, fascinación, identificación, todos esos términos y procedimientos
son comunes al cine y al psicoanálisis, y ello es el signo de un «pensar común»
que me parece primordial» (Ibid). Sabemos muy bien que cuando Derrida
habla de «fantasma» en psicoanálisis, se refiere a Torok y Abraham y a su
«clínica del fantasma»22. Al mismo tiempo, para él el cine ha instaurado un
nuevo (e inaudito) «régimen de creencia». Cuando estamos en una sala de
cine, «creemos» en lo que vemos proyectado sobre la pantalla, y eso debido a
que estamos en un estado donde nuestra consciencia no ejerce sus derechos
de crítica (y ello refiere al carácter hipnótico del cine, y a los efectos políticos,
la cuestión de la propaganda, que esto implica). Por otro lado, creer en los
espectros no es algo «normal». «Porque la dimensión espectral, continúa
Derrida, no es aquella de lo vivo, ni de lo muerto, ni aquella de la alucinación
42 ni de la percepción, la modalidad del creer a la cual refiere debe ser analizada
de una manera absolutamente original»23. Ahora bien, lo que se produce luego
de esta particular proyección que es el cine, es un «injerto» de espectralidad,
es decir, la inscripción sobre la película proyectada de «huellas de fantasmas»
que, en tanto que huellas, se inscriben y desinscriben obedeciendo a la ley del
retorno o del asedio, vehiculando de esta manera los «duelos» de la historia.
«Memoria espectral, el cine es un duelo magnífico, un trabajo de duelo
magnificado. Y él está dispuesto a dejarse impresionar por todas las memorias
en duelo, es decir por los momentos trágicos y épicos de la historia» (Ibid).
Por otro lado, si el cine define un «nuevo régimen de la creencia»,
debe al mismo tiempo poder definir un «nuevo régimen del testimonio».
«Creemos», según Derrida, en el testimonio —y de ahí la razón de que él
Michel Rodes, François Soulages, Gérald Cahen, Patrick Charadeau, Gérard Hubert, Serge
Tisseron et Marie-José Mondzain) », le 26/06/2002, in Derrida en castellano (en ligne),
consulté le 21/02/2012. http://www.jacquesferrida.com.ar/frances/trace_archive.htm trad.
mía. Existe traducción al español, en Derrida, Jacques, 2013: 33.
22 En francés existe la distinción entre «fantasme» (fantasía) y fantôme («fantasma», «espec-
tro»). En psicoanálisis «fantasme» refiere a una «fantasía» ligada a una función específica del
inconsciente. La «clinique du fantôme» de Abraham y Torok sería entonces una «clínica del
espectro» ( AbrahamTorok 1993).
23 Ibid., p.334. Trad. Adolfo Vera Peñaloza.
deba ser relacionado con la «promesa». Esto no impide que, de acuerdo a
las características específicas de la imagen cinematográfica, esta «creencia»
que la relaciona con el testimonio, sea objeto de la desconfianza (jurídica, por
ejemplo). Era esperable entonces que Derrida, en la entrevista que comentamos,
se detuviese en un comentario del film Shoah (1985) de Claude Lanzmann.
Las relaciones entre testimonio, espectralidad e imagen son planteadas allí
como en ningún otro film. La imagen cinematográfica es allí confrontada a
la sobrevivencia de los fantasmas, y ello debido a su capacidad inscriptiva
—técnica, entonces- particular. En este sentido, el film de Lanzmann sería
capaz de «testimoniar» al obligar al aparato al más alto rendimiento de sus
especificidades técnicas. Estas implican necesariamente al testimonio. La
huella es, en tanto concepto que refiere a una existencia concreta inscrita
en la película para ser proyectada en la pantalla, el pilar teórico del análisis
derrideano del cine.
La huella entonces como «sobrevivencia» que testifica de ella misma. Por otro
lado, Derrida apunta al hecho de que ese testimonio, en tanto «testimonio
cinematográfico», se estructura a partir de aspectos específicos de la «realidad
material», fundamentalmente los gestos del cuerpo y de la voz. Podríamos en-
tonces decir que si existe algo así como una «sobrevivencia cinematográfica»,
y entonces una espectralidad y una posibilidad del testimonio fílmicos, ello es
como consecuencia de las especificidades técnicas propias al aparato, las del
registro del «mundo de abajo» (Kracauer), e igualmente las del montaje y las
de la proyección en la sesión, con todas las consecuencias de «creencia» que
ello implica.
Para Derrida, entonces, la imagen en general, en tanto huella, es un
tipo de inscripción que implica necesariamente una des-inscripción (como
una firma implica una contra-firma), y es en este descalce, en este espacio
25 Derrida, Jacques, « Trace, archive, image et art. Dialogue au Collège Iconique (avec Jean-
Michel Rodes, François Soulages, Gérald Cahen, Patrick Charadeau, Gérard Hubert, Serge
Tisseron et Marie-José Mondzain) », le 26/06/2002, in Derrida en castellano (en línea),
consultado el 21/02/2012. http://www.jacquesderrida.com.ar/frances/trace_archive.htm. Hay
trad. española: Derrida, Jacques, 2013: pp. 99 y ss. Trad. Adolfo Vera Peñaloza.
26 Ver la filmografía derrideana incluida al final del volumen en Derrida, 2013.
parte de mí, es decir que eso procede de mí, y procediendo de mí, se separa de
mí. Es por eso que deja una huella. Yo puedo morir en cada instante, pero la
huella queda ahí. El corte está ahí. Es una parte de mí la que es cortada y que
entonces parte de mí en los dos sentidos del término: ella procede, ella emana
de mí al mismo tiempo separándose, cortándose, desprendiéndose de mí»27.
Esta concepción, que coincide de un modo asombroso con la concepción «es-
piritista» de Balzac respecto a la fotografía (Krauss 1990 18-36) pone el acento
en el hecho que toda huella posee, por definición estructural, un momento de
separación, de desprendimiento y de borradura que es tan importante como el
de la inscripción (y es por ello que la definición de la huella no coincide con la
del «index» propuesta por Peirce y retomada por Barthes en tanto «emanación
del referente»: fijación perenne de lo que «ha sido»). Derrida se referirá enton-
ces a una restance28 de la huella, una restance más allá de toda ontología. Ahora
bien, esta definición de la huella afectará necesariamente a la del archivo. Un
archivo no es otra cosa que una «selección de huellas», y como consecuencia
de ello, se funda borrando ciertas huellas y conservando otras. Esta dialéctica
conservación / borradura es una dialéctica espectral29. Es, justamente, el «mal
de archivo» (Derrida 1996): este no es un objeto de memoria, al contrario es
por esencia una maquinaria de olvido.
Es a partir de aquello que podemos verificar la importancia de un film 45
como Ghost dance (1983) de Ken McMullen. Más allá de las «apariciones»,
conservemos para este término todas sus significaciones, espectrales también,
de Derrida en dicho film, la cuestión política está planteada de entrada, pero
igualmente aquella que concierne a las nuevas tecnologías de la imagen30.
El nudo del relato de este film se articula en torno a la experiencia de dos
jóvenes mujeres, que cambian constantemente de personalidad y son poseídas
por diversas figuras históricas y antropológicas (mendigos-traperos de las
ciudades post-modernas, antiguos indios de América, combatientes de la
Comuna de París), figuras que pertenecen todas a la categoría de aquellos que
desde Benjamin llamamos los «vencidos de la historia». Se trata de la deriva
sin sentido de dos jóvenes mujeres en los espacios vacíos o poblados de dos
metrópolis: París y Londres. En este sentido, el film es una reflexión en torno a
la sobrevivencia de los vencidos de la historia en las ciudades post-modernas.
27 Ibid.
28 Se trata de un neologismo intraducible creado por Derrida a partir de la fusión entre las pa-
labras «résistence» (resistencia) y «rester» (quedar, permanecer, perdurar).
29 «Ahí dónde guardaríamos todo, no habría archivos (…) Entonces el archivo comienza allí
donde la huella se organiza, se selecciona, lo que supone que la huella siempre es finita. ¿Qué
quiere decir esto? Quiere decir que una huella siempre puede borrarse». Derrida, Ibid.
30 Estos serán igualmente aspectos esenciales desarrollados por el libro Espectros de Marx.
McMullen insiste sistemáticamente, para crear estos «efectos de espectralidad»,
en la yuxtaposición de voces diferentes, que se superponen a las imágenes
ya sea de lugares abandonados y olvidados de estas ciudades (por ejemplo en
Londres, la tumba de Marx o los patios vacíos de una fábrica abandonada, o
en París el muro de los fusilados de la Comuna en el Père Lachaise), ya sea de
«no-lugares» en los que la aparición de fantasmas es propicia.
Y las voces hablan de rituales, de electricidad, de mitologías, siempre con
la música de cánticos indígenas, mientras se observan las imágenes de enor-
mes metrópolis, la noche, atravesadas por las luces de los automóviles y de las
carreteras. Dicen estas voces, por ejemplo: (voz de un hombre): «En una era
de tinieblas, en una época y tiempo antiguos, en períodos de duelo, los vivos
atacaban a los muertos, les lanzaban piedras e insultos, escupiendo y gritando
de rabia, pues se sentían abandonados a los terrores de la noche […] (voz de
una mujer): ¿por qué no puedo olvidar? Es como si yo fuese responsable. ¿Por
qué me despierto en la noche con la sensación de que ellos me están mirando?
Mierda, tengo tanto miedo. Todos están ahí, hablando de mí. Mi Dios, necesito
silencio […]». O también: «(voz de un hombre) Se pensaba que los fantasmas
serían olvidados en esta era electrónica. Pero se pusieron a utilizar los utensi-
lios electrónicos para sus propios fines. Suelen saltar encima de las ondas de
46 radio. Se han señalado casos de fantasmas en tiendas de electrodomésticos». Y
la cuestión de la mercancía (y de su fetichismo) es de tal suerte planteada. Inme-
diatamente después de pronunciadas estas frases, una de las muchachas entra
en una tienda de electrodomésticos para vender algunos utensilios electrónicos
(teléfono, máquina de escribir eléctrica, radio, etc). Ella termina siendo agredi-
da por el vendedor, quien antes de destruir los objetos, le dice (masticando el
teléfono, en lo que bien podría ser una alusión al canibalismo de incorporación
tan importante para la teoría de Abraham y Torok): «Aquí, cuando soy yo quien
vende, esto funciona, cuando eres tú, esto no vale nada». Y sabemos cuántas
páginas dedicó Jacques Derrida, fundamentalmente en Espectros de Marx, al es-
tablecimiento de una definición espectral de la mercancía.
Ghost Dance es entonces un film acerca del asedio de los espectros y su
retorno. En otro momento del film, una voz femenina dice: «Bruscamente, yo
(je) y mí (moi) devinieron personas distintas. Caminábamos en una ciudad.
La noche caía, el cielo brillaba de luces eléctricas. Nos pusimos a caminar en
dirección al océano. De pronto, las gentes se pusieron a correr, en sentido
opuesto. Reinaba el pánico. Pero aquéllos, que se precipitaban hacia nosotros,
eran los muertos de siglos pasados. Su peso destructor se convirtió en una ola
colosal. Ella nos absorbió. Y una sola de entre nosotros sobrevivió». Se trata de
un film en el que aquello que Lyotard llama las «normas del discurso» (norma
primitiva de la narración, norma teológica de la revelación, norma moderna
de la deliberación (Lyotard 1983) se superponen e interactúan, como si, como
consecuencia de las especificidades técnicas del aparato cinematográfico, el
discurso derrideano en torno a la espectralidad pudiese yuxtaponerse a los
dispositivos narrativos primitivos y a los ritos de invocación de los muertos,
todo en un contexto urbano postmoderno y capitalista.
Las frases dichas por Derrida en sus «apariciones» en el film que comen-
tamos, insisten en una cuestión de una gran importancia para una filosofía
interesada en los efectos estéticos y políticos de un discurso como la «teoría
de la espectralidad» de Derrida: el retorno y el asedio de los espectros en tanto
modos de la temporalidad, destrucción de la temporalidad que la metafísica
de la presencia ha impuesto a la historia, ya sea en tanto teoría del progreso,
o como predominio de la memoria, etc., son al mismo tiempo el modo por el
cual la espectralidad destruye al presente y a toda manifestación de la «pre-
sencia». Ello implica que no podemos ser contemporáneos (Agamben 2008)
en el sentido de la co-presencia, sino en el del anacronismo y la simultaneidad
de temporalidades divergentes que se «interespectralizan» justamente porque
ellas se «asedian» mutuamente, encontrándose entonces en la obligación de
asumir el retorno de los desaparecidos y de los vencidos, como esas voces en
off en el film de McMullen. «Ser asediado por un fantasma —dice Derrida en 47
el mencionado film— es tener la memoria de algo que no ha sido vivido en el
presente, tener la memoria de lo que, en el fondo, jamás ha tenido la forma de
la presencia». Y, ante la pregunta de una de las muchachas: «¿Cree ud. en los
fantasmas?», Derrida responde: «¿Preguntamos a un fantasma si cree en los
fantasmas?». Y como él estaba consciente que una huella cinematográfica no
es más que un fantasma, Derrida agrega: «Aquí el fantasma soy yo». Y conti-
núa: «El cine es el arte de dejar retornar a los fantasmas»31.
31 Derrida mismo señaló, en un diálogo con Bernard Stiegler, hasta qué punto la muerte de la
actriz Pascale Ogier, ocurrida algunos años después de la filmación de Ghost Dance, le había
impresionado en el plano de la espectralidad: «Al final de mi improvisación, yo debía decirle:
«y entonces, ¿ud. cree en los fantasmas?». Repitiéndola, a petición del cineasta, a lo menos
unas treinta veces, ella decía esta pequeña frase: «sí, ahora sí». Ya al momento de las tomas,
ella la repitió por lo menos unas treinta veces. Ahora bien, imagine cuál fue mi experiencia
cuándo, dos o tres años después, ya habiendo fallecido Pascale Ogier, volví a ver el film en
los Estados Unidos […] De pronto vi en la pantalla el rostro de Pascale Ogier, que yo sabía
que era el rostro de una muerta. Ella respondía a mi pregunta: ¿Cree ud. en los fantasmas?
Mirándome casi fijamente en los ojos, ella me decía todavía, en la gran pantalla: «Sí, ahora
sí». ¿Qué ahora? Años después, en Texas, pude tener el sentimiento estremecedor del retorno
de su espectro, el espectro de su espectro volviendo a decirme, a mí, ahora: «ahora, ahora,
ahora…», es decir, en esta sala oscura de otro continente, en otro mundo, ahora, sí, créeme,
yo creo en los fantasmas». (Derrida Stiegler 1996 133-135).
Capítulo IV
Blanchot: El desastre,
la desaparición
¿Habrá que inscribir, siempre, al pensamiento de la desaparición bajo un cier-
to contexto al interior del cual ella donará su potencia negativa, y pondrá al día
los frutos de su destino de destrucción? Llamaremos, siguiendo a Blanchot, a
dicho contexto: la época del desastre. ¿Cuál es la relación entre la desaparición
y aquello que Blanchot ha descrito y nombrado bajo el nombre de «desastre»?
¿Cómo, al mismo tiempo, un pensamiento de la desaparición —de aquello
anulado y puesto en crisis por la desaparición, en tanto potencia destructiva—
habrá de considerar las reflexiones de Blanchot a propósito de la comunidad,
de la posibilidad imposible de la comunidad?
¿Cuál es, entonces, la relación entre la desaparición y el desastre? ¿Podremos
abandonar el asunto diciendo que se trata de dos maneras de nombrar al mismo
fenómeno? ¿Hasta qué punto hablamos, ahora, de fenómenos?
51
Intentaremos, aquí, responder. Habrá que partir por una determinación
de lo que, para Blanchot, quiere decir «escritura del desastre». En cualquier
caso, Blanchot no hará —en el libro homónimo, pero tampoco en las novelas,
ensayos o artículos donde trata el asunto: casi toda su obra— un gran esfuerzo
por clarificar —la «claridad» no perteneciendo a su horizonte de pensamien-
to— el nivel de análisis teórico en el que se inscribe la cuestión. Uno podrá
decir, en principio, que se tratará más bien de un análisis propiamente on-
tológico, aunque los fenómenos históricos irradiados y concentrados por la
cuestión de la Shoah estarán presentes en cada momento de la elaboración
filosófica. Las grandes cuestiones ontológico-filosóficas desarrolladas a partir
del concepto de desastre —la anulación del yo, la radicalidad de la relación
con el Otro, la puesta en crisis radical de toda temporalidad, el olvido, la me-
moria— han sido pensadas por Blanchot como signos, precisamente, de una
época. Signos no quiere decir aquí lo que la semiología o la filosofía de la cul-
tura entienden por ello, sino las imágenes (en un sentido bastante próximo
a lo que Benjamin entiende por imagen dialéctica) que, más allá del «cono-
cimiento», podrá el pensamiento determinar. Un pensamiento del desastre
tendrá, para Blanchot, que asumir él mismo al desastre como a su constitución
más propia. Es por ello que el pensamiento no podrá tener una relación con
el desastre que «a menos que el conocimiento no nos porte, no nos deporte,
siendo conocimiento no del desastre, pero como desastre y por el desastre,
golpeados por él, sin embrago intocados, frente a frente con la ignorancia de
lo desconocido, así sin cesar olvidando» (Blanchot 1980)32.
De entrada nos situamos entonces frente a un pensamiento a propósito
del cual no nos es lícito referirnos en términos de «contexto», «causa», «inter-
pretación». Un pensamiento corrompido por el olvido pero al mismo tiempo
atravesado por la exigencia de la memoria: «El desastre está del lado del ol-
vido; el olvido sin memoria, la retirada inmóvil de lo que no ha sido trazado
—lo inmemorial tal vez; recordarse por olvido, el afuera de nuevo» (Blanchot
1980 10). Un pensamiento de la inscripción de lo que jamás podrá ser inscrito,
de la donación de lo que jamás podrá haber sido donado. Sin embargo, hay
el tiempo y la donación. Hay incluso el sujeto, aunque quebrado, aplastado,
transformado en desperdicio. El pensamiento del desastre será entonces un
pensamiento de la paradoja:
32 Todos los textos de Blanchot, salvo indicación contraria, han sido traducidos por Adolfo Vera
Peñaloza.
irrepresentable frente al desastre, se trata por el contrario de observar cómo es en
la superficie del lenguaje donde el acontecimiento paradojal del desastre tendrá
lugar, anulando la posibilidad de tener lugar del acontecimiento. Como para el
Lyotard de Le différend y para el Foucault de La pensée du dehors, la radicalidad
de la paradoja hace que el lenguaje aparezca como la sola superficie donde el
acontecimiento es recibido33. Pero cuando se trata del desastre, nos enfrentamos
a la destrucción del acontecimiento y de la superficie de inscripción, y entonces
nos encontramos frente a la destrucción del lenguaje mismo.
El desastre arruina todo dejándolo todo en su estado. No alcanza a tal o
tal, «yo» no estoy bajo su amenza. Es en la medida en que, agotado, dejado de
lado, el desastre me amenaza, que él amenza en mí lo que está fuera de mí,
un otro que yo, que devengo pasivamente otro. No hay alcance del desastre.
Fuera de alcance es aquel que él amenaza, no sabría decirse si de cerca o de
lejos —el infinito de la amenaza ha roto, de una cierta manera, todo límite.
Estamos al borde del desastre sin que podamos situarlo en el porvenir: él más
bien ya ha ocurrido desde siempre, y sin embargo estamos al borde de su
amenaza; todas estas, formulaciones que implicarían al porvenir si el desastre
no fuera justamente aquello que no viene, aquello que ha interrumpido toda
venida. Pensar al desastre (si es posible en la medida en que presentimos que
el desastre es el pensamiento) significa no tener más porvenir para pensarle. 53
(Blanchot 1980 11).
El desastre: la destinación interrumpida a causa de la rotura de toda su-
perficie de inscripción del acontecimiento. Sin embargo, ¿no sería la función
del arte en la «época» del desastre (pero también en la «época» de la desapa-
rición) precisamente la de preservar, redestinar en incluso inventar superficies
de inscripción para recibir al acontecimiento? ¿No sería aquella la función del
arte en tanto escritura («escritura del desastre»), es decir, la inscripción de la
huella incluso frente a los que no han dejado huella (los desaparecidos)?
Hay dos asuntos que quisiera tratar ahora, considerando que nos permi-
tirán la determinación precisa de la relación entre desastre y desaparición: la
cuestión de la «pasividad» y aquella de la «no contemporaneidad del tiempo»
(anacronismo). Blanchot mismo es el que pone en relación los dos términos:
33 Para una crítica de esta concepción excesivamente centrada en la importancia del lenguaje,
es interesante considerar la obra de Jean-Louis Déotte, ante todo su «teoría de los aparatos»
(théorie des appareils), según la cual el acontecimiento es recibido ante todo por los aparatos
que «hacen época» (por ejemplo, la perspectiva, el museo, la fotografía, el cine), y no por las
construcciones linguísticas que, en un cierto sentido, estarían «fuera de época». El concepto
clave de esta teoría será entonces el de «superficie de inscripción», es decir, el espacio (técnico
antes que lingüístico) en el que un acontecimiento podrá tener lugar, y por lo tanto, «ocurrir».
Cf. Déotte, 2004.
Si hay relación entre escritura y pasividad, es que una y otra suponen la
borradura, la extenuación del sujeto: suponen un cambio de tiempo: su-
ponen que entre ser y no ser algo que no se cumple ocurre sin embargo
como habiendo desde siempre ya ocurrido —la inoperancia de lo neutro,
la ruptura silenciosa de lo fragmentario (Blanchot 1980 11).
34 Ibid. Blanchot no utiliza la palabra «spectre» ( «espectro») sino revenant (literalmente, «el que
vuelve») que en francés también tiene el sentido de «fantasma» o «espectro», pero que ad-
quiere, en el fragmento de Blanchot, una resonancia muy insinuante con la cuestión de la
revenance (vuelta, reaparición) del pasado, revenance que en Blanchot -como igualmente en
Derrida- posee siempre una estructura espectral. Cf, infra.
35 Respecto a la «no-contemporaneidad del presente consigo mismo», y su relación con una
«potencia de espectralidad», el libro de Jacques Derrida, Spectres de Marx, sigue siendo in-
soslayable. La clave de este fenómeno -que definirá justamente lo que la filosofía derrideana
entenderá por «acontecimiento», en tanto revenant siempre precedido por una potencia de
espectralidad- estará dada en la frase pronunciada por Hamlet inmediatamente después de
encontrar al fantasma de su padre, verdadero lema de todo anacronismo: «The time is out of
joint». Cf. Derrida (1993). Cf. además Derrida et alii (2001); Derrida et alii (2003).
figura del oxímoron por ejemplo), sino más bien del profundo compromiso de
este pensamiento ante lo que se ha dado en llamar las «catástrofes» propias
al siglo XX, catástrofes que imposibilitan toda referencia homogénea y linear
a las cuestiones humanas. Lo que se verá afectado de la manera más radical
como consecuencia de estas catástrofes será la temporalidad histórica, en el
sentido de la filosofía de la historia del siglo XIX, aunque igualmente en el
sentido de la «historicidad» heideggeriana. No se podrá volver a postular con-
tinuidad alguna, linearidad alguna, en una palabra, «progreso» alguno, como
tampoco compromiso a priori alguno del ser al tiempo, ya que todo a priori
será revocado y puesto en cuestión como consecuencia de la interrupción his-
tórica radical y absoluta que para Blanchot significa Auschwitz36.
Se trata, entonces, de una verdadera paradoja temporal: anacronía. Sin
embargo, esta paradoja permea, en tanto pasividad radical, todo el ser. La
relación con el otro, pero además, y ante todo, la escritura considerada como
la inscripción del acontecimiento serán profundamente afectadas (y alteradas)
por esta paradoja radical.
Se ve claramente, entonces, cómo Blanchot ha pensado muy de cerca la
cuestión de la desaparición. Si consideramos, a partir de Jean-Louis Déotte,
que la cuestión de la borradura de las huellas es la clave de toda filosofía de la
56 desaparición (y por ende los conceptos de «borradura» y «huella»), podremos
36 Un parágrafo de Lyotard pone el acento en esta problemática que, de una cierta manera,
permitiría tender un lazo entre el discurso de Blanchot y aquel sobre la posmodernidad de
Lyotard: «El anónimo ‘Auschwitz’es un modelo de dialéctica negativa -entonces habrá revelado
la desesperación del nihilismo y será preciso que, ‘después de Auschwitz’, el pensamiento
consuma sus determinaciones como una vaca sus pastos o un tigre sus presas, sin resultado.
En la cloaca que habrá devenido Occidente, se encontrará solamente lo que es consecutivo a
esta consumación: el desperdicio, la mierda. Así habrá que nombrar el fin del infinito, como
repetición sin fin de la Nichtige, como un ‘infinito mal planteado’. Queríamos el progreso
del espíritu, hemos obtenido su mierda». (Lyotard 1983 152, trad. Adolfo Vera Peñaloza). Es
evidente que la fuente de esta idea de Lyotard es la filosofía de Adorno, particularmente
aquella expresada al final de la Dialéctica negativa y de la Dialéctica de la Ilustración escrita con
Horkheimer. Allí, Adorno insiste sobre la crisis radical que, para la cultura occidental, significa
Auschwitz. Escribe Adorno en Prismes (Adorno 1986 26, trad. mía): «Incluso la conciencia
más radical del desastre arriesga de degenerar en habladuría. La crítica de la cultura se ve
confrontada al último grado de la dialéctica entre cultura y barbarie: escribir un poema
después de Auschwitz es bárbaro, y ese hecho afecta incluso al conocimiento que explica el
por qué es imposible hoy día escribir poemas. El espíritu crítico no tiene más la capacidad
de enfrentarse a la reificación absoluta, la que presuponía, como uno de sus elementos, el
progreso del espíritu que se apresta hoy a hacer desaparecer, tanto que se encierre en una
contemplación que se basta a sí misma». En Blanchot, el desastre impuesto por Auschwitz a
la historia -lo que significa que ella será para siempre interrumpida- viene a agregarse como
el acontecimiento mayor que ratificaría lo que para él es la esencia misma de la escritura: la
imposibilidad.
decir que cuando Blanchot habla, respecto al desastre, de la borradura, de la
extenuación del sujeto, no se trata únicamente (insistamos en esto una vez
más) de una metáfora o de una explicación del nihilismo o de la crisis del su-
jeto en la filosofía del siglo XX, sino de un hecho concreto y preciso: el hecho,
que anula en verdad toda definición de «hecho», de la desaparición de alguien
sin dejar huellas. Blanchot se referirá a una «pasividad de un tiempo sin pre-
sente -ausente, la ausencia del tiempo [...]» que constituirá la «sola identidad»
del sujeto así concebido (Blanchot 1980 29). La relación entre la pasividad, la
fragmentación radical del sujeto y el anacronismo aparecen entonces a la vez
como la causa y el efecto de la imposibilidad de la unidad y de la continuidad
del pensamiento frente a la desaparición considerada como «manifestación»
del desastre. Una «escritura del desastre», podremos entonces decir, será al
mismo tiempo una «escritura de la desaparición», y aquello será lo que más
intensamente se juega en la «época de la desaparición»: inscribir, en un movi-
miento paradojal, lo que no ha sido inscrito, combatir contra la borradura de
las huellas no para restituir la unidad perdida (de la comunidad, de la obra, de
la experiencia), o la linealidad del tiempo histórico o, aún, la confianza en el
«progreso», sino, muy al contrario, para habitar la noche del sentido haciendo
de esta permanencia extrema un nuevo sentido.
Otra característica de la pasividad viene dada por la cuestión del «ano- 57
nimato» o «anonimia»:
El anonimato aparece allí como uno de los rasgos comunes a los estados de
pasividad. Sin embargo, para nuestro análisis, ese será el rasgo fundamental.
¿Qué es el anonimato? Para intentar una respuesta, daremos un pequeño ro-
deo en torno a la teoría del nombre (desarrollada a partir de la consideración
esencial del Acontecimiento Auschwitz) elaborada por Jean-François Lyotard
en Le différend.
Una de las apuestas fundamentales de una investigación en torno a la
cuestión de la desaparición política, es la de intentar dar una respuesta a la
pregunta: ¿qué ocurre con el fenómeno de la enunciación como consecuencia
de la desaparición? Las relaciones complejas entre nombre y huella —y
entonces la pregunta acerca de cómo es el nombre y su posibilidad de
inscripción el último «lugar» de un desaparecido, cuando su nombre es inscrito
en un «muro» de un Memorial (por ejemplo, el «Muro de los nombres» del
Memorial de la Shoah, donde están inscritos más de 6 millones de nombres
de desaparecidos en los campos de exterminio nazis)—, estas relaciones
entre nombre y huella determinarán, como decíamos, lo que podremos
definir como la «realidad» que será borrada a causa de la desaparición. Sin
embargo, no es posible aquí considerar el asunto en toda su profundidad. Nos
contentaremos con la explicitación de la relación entre lo que Blanchot define
como el desastre y la cuestión del nombre según Lyotard, teniendo siempre
como horizonte teórico general la cuestión de la desaparición y su irradiación
en tanto anonimato.
Según Lyotard, será ante todo el fenómeno de la «referencialidad» el que
será interrumpido como consecuencia de un «diferendo»37. Un nombre es un
«casi-deíctico», un indicador de realidad. «Es [el nombre] solamente un index
que, en el caso del antropónimo por ejemplo, designa a un ser humano, y a uno
solo. Pueden validarse las propiedades atribuídas al ser humano designado
58 por ese nombre, pero no su nombre. Aquel no le agrega ninguna propiedad»
(Blanchot 1980 60). De una cierta manera, es la independencia del nombre
respecto a lo que llamamos «realidad», es decir, el conjunto de propiedades
que pueden describirse, utilizando frases ostensivas, de un objeto, lo que va a
permitir, después de la desaparición, el carácter «fantasmal» del nombre: su
existencia será la última y única huella dejada por alguien que ha desaparecido
sin dejar huellas materiales de su cuerpo. El nombre por definición es un
indicador vacío, y como tal será, después de la desaparición, sin poseer ralmente
un referente, el nombre de un fantasma. Ya insistiremos en este punto. Es en
este sentido, según Lyotard, que los nombres no son jamás «nombres propios»;
es de hecho una exigencia metafísica la de los nombres propios: «Exigencia e
ilusión metafísicas: es preciso que los nombres sean propios, que un objeto del
mundo responda sin error posible a su nombre (nombramiento) en el lenguaje.
Si no, dice el dogmatismo, ¿cómo sería posible un conocimiento verdadero?»
No sería fácil, me parece, encontrar una mejor definición de lo que ocurre como
consecuencia de la desaparición que aquella de una muerte «en la que nada se
cumple», una muerte de la cual el «poder absoluto del vacío que se consume
eternamente en él mismo» indica lo que ocurre a estos verdaderos fantasmas
que son los desaparecidos. Un desaparecido es ante todo un sujeto social que
no encuentra su lugar (simbólico y concreto) como un muerto sino como un
fantasma que pena a la comunidad para exigirle un lugar, un nombre propio,
un deíctico. Es allí que aparece la cuestión de la «errancia» de los nombres que
ya hemos señalado a partir de Lyotard: cuando un nombre pierde su referente,
cuando no encuentra su superficie de inscripción más que de una manera
negativa —es decir, como ausencia de superficie de inscripción— dejamos de
encontrarnos en el horizonte de Orfeo y nos situamos de lleno en el del desastre:
el horizonte, entonces, de la desaparición. El Orfeo de Blanchot, en un sentido
muy diferente al propio a Rilke, más bien heorico, es aquel que ha padecido
«la exigencia de la desaparición». Es en este sentido que Blanchot considera
«no al Orfeo que ha vencido a la muerte, sino a aquel que no deja de morir,
que es la exigencia de la desaparición, que desaparece en la angustia de esta
desaparición, angustia que se hace canto, palabra que es el puro movimiento de
morir» (Blanchot 1973 185). Sin embargo, un desaparecido no puede ser alguien
que no termina de morir, pues para él la muerte (en un sentido simbólico y
social, el más importante para nosotros, los humanos) no ha ocurrido aún.
64 Esta «exigencia de la desaparición» está, para Blanchot, íntimamente li-
gada a una concepción de la muerte como un acontecimiento que no ocurre
nunca, pues ha desde siempre ya ocurrido: acontecimiento que es más bien
lo contrario de un acontecimiento. La muerte sería más bien una «interrup-
ción de la muerte» (arrêt de mort): interrupción de un vivir que es, siempre,
un morir. ¿Qué ocurre con un desaparecido? ¿No es él también alguien que,
como el Orfeo de Blanchot, debe hacer frente a la imposibilidad de su propia
muerte —pues la muerte no es nunca «propia», sino siempre impersonal y
anónima— al mismo tiempo que a la inoperancia radical? Podríamos, según
creo, responder afirmativamante, considerando en todo caso que el núcleo
del fenómeno de la desaparición no es aquel indicado por una teoría del acto
creador, incluso si ella se constituye como pensamiento de la ausencia y del
vacío de la muerte como acontecimiento imposible, sino que es más bien pre-
ciso buscarlo del lado de una filosofía de la época en la que categorías como
las de pasividad, desastre y neutro indican un estado de la sociabilidad. Habrá
entonces que pensar al arte en la época de la desaparición como dando cuenta
justamente de una época en la que la imposibilidad de la comunidad, como
nos es dicho por Blanchot en La communauté inavouable, es tal vez su última
posibilidad. Cuando, por ejemplo, Blanchot lleva a efecto un análisis, muy cer-
cano al de Bataille —sobre el fundamento antropológico de la imagen, donde
nos es dicho que es la existencia del cadáver, y el estremecimiento radical que
provoca en nosotros— lo que funda a la imagen como aquello que nos atrae
alejándonos, y fundando entonces a la imagen como pasividad, «pasividad
que hace que la padezcamos, incluso cuando la llamamos, y que su transpa-
rencia fugaz refiera a la oscuridad del destino reducido a su esencia que es el
ser una sombra» (Blanchot 1973 346), estamos frente a una concepción de la
imagen que no ha podido más que ser hecha en la «época de la desaparición».
Es por esto que toda consideración de la cuestión de la desaparición en
Blanchot, incluso si la atención privilegia, como en nuestro caso, al fenómeno
artístico, deberá culminar en la pregunta por la posibilidad imposible de la
comunidad, por aquello que, después de Blanchot, llamamos la «comunidad
inconfesable» (Blanchot 1983). De hecho, el libro de Blanchot se abre por una
declaración asombrosa: «Comunismo, comunidad: estos términos son preci-
samente términos, en la medida en que la historia, las cuentas grandiosas de
la historia nos permiten conocerlos sobre un fondo de desastre que va mucho
más allá que la ruina» (Blanchot 1983 10).
En relación a la problemática (de origen benjaminiano) de la ruina y de
la alegoría en tanto categorías estéticas aplicables al arte contemporáneo como
uno que refiere a la melancolía y al duelo en cuanto signos de nuestra época,
habrá que decir, siguiendo a Blanchot, que, si la melancolía y el duelo producen 65
tristeza y meditación, el desastre produce en la sociedad agonía y angustia,
pasividad, y en consecuencia es una categoría más propia a un pensamiento
de la época de la desaparición. Diremos entonces que la más alta importancia
política del texto de Blanchot es la de postular una posibilidad de la comunidad
incluso en una época en la que si hay algo que ha sido puesto en cuestión es
la comunidad misma, y ello como consecuencia de ese daño radical entre las
partes (el verdugo y la víctima) que no podrán nunca arreglar su conflicto y
que deberán permanecer, para siempre, en la situación del diferendo (Lyotard),
sin tener posibilidad alguna de participar siquiera en algún tipo de desacuerdo
(Rancière 1993). Para Blanchot, lo que abre al sujeto a su aniquilamiento, y
entonces a la radicalidad del Otro, es la muerte del Otro: y entonces podremos
decir que cuando esta muerte no es siquiera permitida, cuando es preciso
abrirse al que viene una y otra vez convertido en espectro (el revenant) sin
jamás encontrar la paz de la muerte, puesto que ha perdido para siempre la
posibilidad del nombre propio, el lugar de su muerte, la fecha, el contexto, etc.,
esta apertura, entonces, será infinita y se constituirá en la imposibilidad misma
de la comunidad, es decir, según Blanchot, definirá su posibilidad más propia.
Sin embargo, habrá aún que pensar la posibilidad imposible de la comu-
nidad (¿es válido, en este caso, el viceversa?), esta vez en relación a la tesis de
Nancy según la cual «la muerte es la verdadera comunidad de los mortales»,
sometiéndola a la prueba de la desaparición. ¿No se trata verdaderamente (y
esto no es un mero juego de palabras) de la imposibilidad misma de la impo-
sibilidad, doble negación de la que tal vez no se seguirá la afirmación? Estos
fantasmas a los que jamás podremos considerar como verdaderos muertos,
cuya muerte no ha sido inscrita, ¿no imposibilitarán la relación entre muerte y
amistad que Blanchot busca elaborar para pensar una posible salida al desas-
tre? ¿Podremos, entonces, considerar a los desaparecidos como miembros de
aquello que Bataille definía como «comunidad negativa», es decir, la «comu-
nidad de los que no tienen comunidad»? ¿Podrá existir, verdaderamente, una
«comunidad de los fantasmas»?
El Fantasma blanchoteano
Intentaremos, ahora, una definición del «fantasma blanchoteano» a partir de
un análisis breve de la que tal vez sea su obra literaria más influyente, Thomas
l’obscur.
Se ha descrito a menudo la especificidad de la obra literaria de Blanchot
respecto a la que venimos de considerar, que cabría definir como propiamente
«filosófica». Sin embargo, como lo veremos, estos dos momentos de la escri-
66 tura blanchoteana obedecen a la misma lógica, que hemos definido como una
«lógica espectral», es decir, una que define un tipo particular de destrucción;
por un lado, la destrucción de toda temporalidad fundada en la noción de
«progreso», de aquí la relación con la filosofía de la historia de Benjamin, y,
por otro lado, la destrucción de toda noción de totalidad, de unidad, de ho-
mogeneidad (y Blanchot es, en este sentido, uno de los autores que retomó
del modo más intenso la cuestión romántica del fragmento como estilo de es-
critura pero ante todo como ontología general)38. Esta lógica espectral, según
nuestra hipótesis, definirá movimientos, los del retorno de los espectros y de
la errancia, que serán, según los casos, tratados a partir de las posibilidades
del concepto o de la imagen literaria. Como sea, en un autor como Blanchot,
no es posible distinguir con total claridad el uso de estas dos posibilidades,
como si en los textos «filosóficos» no hubiese más que el concepto y en los
textos literarios más que la imagen y el afecto. Sin embargo, puede definirse
una cierta preponderancia que dibujaría, en ciertos textos, algo así como una
figura conceptual del fantasma, en otros algo como su concepto figurativo. Se
38 Un texto canónico para la cuestión del fragmento como noción esencial en el Romanticismo
Alemán sigue siendo: Nancy y Lacoue-Labarthe (1978).
trataría, para no tomar más que dos ejemplos al azar, en el primer caso, de la
figura de Orfeo tal como es descrita en El espacio literario, y en el segundo caso,
el «sujeto», que en Blanchot se constituye siempre como un «él» (il) (Blanchot
1969 556-568), tal como es descrito en la novela Celui qui ne m’accompagnait
pas («Aquel no me acompañó»).
Ahora bien, lo que es para nosotros más importante, más allá de lo re-
lativo al reparto y a la separación que describen esos dos tipos de escritura, es
el hecho de que aquello que les anima, que les otorga su ímpetu y su energía,
es lo que podemos llamar «potencia de espectralidad». Hemos insistido bas-
tante en las implicaciones que un concepto como el de «desastre» podía tener
para una determinación filosófica de la mencionada espectralidad. Tendremos
todavía ocasión de insistir en ello. Concentrémonos, ahora, en la observación
atenta de los medios por medio de los cuales, en obras que, por comodidad,
llamaremos «literarias», la espectralidad se define de otra manera, intensifi-
cándose tal vez.
En lo que respecta entonces a los trabajos «de imaginación», han sido a
menudo descritos como «abstractos», lo que no es asombroso. En efecto, en
esta literatura, todos los movimientos del discurso coinciden con una pérdida
radical de los puntos de apoyo y orientación espacio-temporal, una forma de
aniquilación general de las formas y los seres, en breve, en una «espectraliza- 67
ción de lo real». Esto debería implicar necesariamente una redefinición de las
funciones descriptivas de la literatura, no en el sentido de una transformación
de los objetos literarios (sería el caso, por ejemplo, en Flaubert, pero también
el de muchos autores del Nouveau Roman, que tanto deben a Blanchot), sino
que de los enunciados literarios mismos, una redefinición fundamentalmente
de la condición, que perderían, de soportes y garantes de una realidad exterior
«a referir». Podría decirse que en la literatura de Blanchot son aplicados a la
letra los análisis de S. Kripke, bien posteriores a gran parte de la obra literaria
del autor francés, acerca de los nombres propios, los que, en tanto «designa-
dores rígidos» y «pseudo-deícticos» no refieren a ninguna realidad exterior a
ellos (Kripke 1982). Pero lo que es todavía más radical, es el hecho de que en
Blanchot los enunciados no se refieren tampoco a ningún tipo de «realidad»
(y si lo hacen, es de una manera particularmente débil y confusa). Esto quiere
decir que ellos no constituyen frases denotativas de conocimiento, aquellas
que permiten al científico describir el mundo pero igualmente al novelista
describir y definir a un personaje o a un tipo sicológico y social.
Podemos pasar ahora al análisis de alguno de estos textos. Consideremos
esa novela fuertemente influida por Kafka que es Thomas l’obscur (Blanchot,
1983). No nos detendremos aquí en las cuestiones de orden filológico
planteadas por las modificaciones realizadas por Blanchot entre la primera
(1941) y la nueva versión (1950). Como es sabido, esas modificaciones, la
mayoría de las veces se trata de supresiones de párrafos, en otras ocasiones
de reescritura, devinieron una práctica de escritura habitual en él. Incluso si el
análisis detallado de estas prácticas debería permitirnos profundizar en uno
de los aspectos esenciales de la cuestión de la desaparición, es decir, el de la
borradura de las huellas que encuentra en Blanchot no sólo a uno de los más
profundos pensadores sino que igualmente a un escritor que puso en práctica,
en la materialidad misma de la enunciación literaria, esta desaparición (y
podría considerarse, en tal sentido, la obra de Georges Perec39 como heredera
de la de Blanchot), nos concentraremos aquí en cuestiones más bien de orden
propiamente filosófico.
Estas cuestiones, lo decíamos, conciernen la problemática del fantasma.
El primer capítulo de la segunda versión de Thomas l’obscur nos otorga de
entrada algunos elementos esenciales. Se trata de saber cómo Thomas,
introduciéndose en el mar, padece lo que podríamos llamar, para retomar
el famoso término de Deleuze y Guattari, la pérdida del organismo, de su
unidad: su transformación en un «cuerpo sin órganos». Se trata de la sensación
de pérdida del cuerpo, de unificarse con el agua, y esta misma pierde su
68 carácter de agua como consecuencia de ello, en primer lugar de una manera
«agradable» y después de un modo puramente siniestro. Escribe Blanchot:
El nudo de este texto es entonces lo que allí es descrito como ausencia de or-
ganismo. Se trata de un proceso importante para nuestro análisis, puesto que
39 Perec que, en su novela La disparition, no utiliza la letra «e» a lo largo de todo el texto.
describe un fenómeno que pertenece de un modo esencial a lo que seríamos
llamados a describir como el modo de existencia de los fantasmas. Para no-
sotros, un fantasma no es únicamente un «motivo literario» o un «personaje
conceptual»40. No se trata únicamente de un concepto, como tampoco única-
mente de estos motivos tan recurrentes en el arte desde muy antiguo, pero
fuertemente retomados desde el romanticismo y la novela gótica hasta hoy41.
El fantasma, tal como lo entendemos aquí, es ante todo una potencia «han-
tologica» —en el sentido de la «ontología del asedio» que hemos definido
más arriba—, es decir, una transformación radical del tiempo y de los espacios
cotidianos en los que vivimos. Es en este sentido que podemos considerar la
«(re)-venida» del espectro como un acontecimiento singular: al llegar, disloca
y destruye nuestro espacio y nuestro tiempo. Como decía Hamlet: «The time
is out of joint».
Es justamente lo que ocurre al «personaje» de Thomas en la «novela»
de Blanchot. Asiste a su propia «espectralización», y de tal suerte a la espec-
tralización de lo real mismo. Esta afecta en primer lugar al cuerpo. Asistimos,
en el segundo capítulo, a la descripción precisa de este proceso de des-corpo-
rización que implica el vaciamiento total del cuerpo, no sin antes padecer el
proceso de incorporación —en el sentido psicoanalítico del término42— de los
objetos del mundo exterior, que desgarran el cuerpo de Thomas: desgarro que 69
es el resultado de la fusión entre la noche y el día.
Observemos otro pasaje de Thomas l’obscur:
40 Para el fantasma en tanto que «motivo literario» (pero igualmente cinematográfico, psicoana-
lítico, filosófico), cf. Sangsue (2011). Para una definición del término «personaje conceptual»,
Cf. Deleuze y Guattari (2003).
41 Sangsue distingue, muy instructivamente, a partir de su tratamiento literario desde la Edad
Media a lo menos, entre «fantasma» («fantôme») y «espectro» («spectre»), este último más bien
representado como un esqueleto horrible y negro, y aquél como una especie de «emanación»
blanca y resplandeciente. En cualquier caso, etimológicamente ambos términos reenvían a
imagen y aparición.
42 Freud describe, en Duelo y melancolía, la diferencia –en términos de la constitución de la sub-
jetividad en su relación de apropiación del mundo exterior– entre «introyección» (apropiarse
del objeto desmaterializándolo en términos de afectos y sensaciones) e «incorporación» (la
apropiación que funciona introduciendo al objeto sin un proceso de simbolización, lo que
implicará que permanecerá en el yo como una suerte de impedimento al proceso normal de
conformación de la subjetividad; el sujeto intentará librarse de él, pero no puede sino hacerlo
por medio de la autodestrucción).
se encontraba inmerso. Naturalmente, sólo formuló esta observación a
título de hipótesis, como un punto de vista cómodo al que recurría sólo
ante la necesidad de desenmarañar las circunstancias nuevas. Como no
había forma de medir el tiempo, esperó probablemente horas, antes de
aceptar esta manera de ver; pero fue como si el miedo hubiera hecho
presa en él de repente y, avergonzado, levantó la cabeza albergando una
idea que le había estado rondando: fuera de él se encontraba algo pa-
recido a su propio pensamiento que su mirada o su mano podría tocar.
Fantasía repugnante. Pronto la noche le pareció más sombría, más terri-
ble que cualquier otra noche, como si brotara realmente de una herida
del pensamiento que ya no podía pensarse, del pensamiento tomado
irónicamente como objeto por algo distinto al pensamiento. Era la noche
misma. Las imágenes de su oscuridad le anegaban. No veía nada, pero
lejos de preocuparse por ello, hacía de esta ausencia de visión el punto
culminante de su mirada. Su ojo, inútil para ver, adquiría proporciones
extraordinarias, se desarrollaba de una manera desmesurada y, exten-
diéndose sobre el horizonte, dejaba que la noche penetrara en su centro
para recibir al día. En medio de este vacío se mezclaban la mirada y el ob-
jeto de la mirada. Y no sólo ese ojo, que no veía nada, recelaba algo, sino
70 que incluso recelaba la causa de su visión. Veía como objeto aquello que
le impedía ver. Su propia mirada le penetraba en forma de imagen, en
el momento en que esa mirada era considerada como la muerte de toda
imagen. Esto deparó a Thomas nuevas preocupaciones. Su soledad no le
pareció tan completa y tuvo incluso la sensación de que había tropezado
con algo real que trataba de deslizarse dentro de él. Quizá habría podido
interpretar esta sensación de modo distinto, pero no podía resistir la ten-
tación de lo peor. Su excusa era que ante una impresión tan fuerte y tan
penosa era casi imposible no ceder. Incluso si hubiera negado la verdad,
habría sentido un gran malestar de no creer en algo excesivo y violento,
pues con toda certeza un cuerpo extraño se había alojado en su pupila y
se esforzaba por ir más lejos, era algo insólito, realmente molesto, tanto
más molesto cuanto que no se trataba de un objeto pequeño, sino de
árboles enteros, de todo el bosque todavía palpitante y lleno de vida.
Experimentaba todo esto como una debilidad denigrante y dejó de
prestar atención a los detalles de los acontecimientos. Quizá un hombre
se había deslizado por la misma grieta; no hubiera podido afirmarlo,
pero tampoco negarlo. Sintió como si las olas invadieran la especie de
abismo que él era. Todo esto no le preocupaba sino escasamente. No
prestaba atención más que a sus manos, ocupadas en reconocer a los
seres entremezclados con él de los que discernía parcialmente el carácter:
perro representado por una oreja, pájaro en el lugar del árbol sobre el que
cantaba. Gracias a estos seres que se entregaban a actos que escapaban
a toda interpretación, fueron construyéndose edificios, ciudades enteras,
ciudades reales hechas de vacío y de millares de piedras amontonadas,
criaturas rodando en la sangre y a veces desgarrando las arterias, que
representaban el papel de lo que Thomas llamaba en otro tiempo las
ideas y las pasiones. El miedo se apoderó de él, un miedo que no se
distinguía en nada de su cadáver. El deseo era ese mismo cadáver que
abría los ojos y, sabiéndose muerto, ascendía torpemente hasta la boca
como un animal tragado vivo. Los sentimientos, primero le poseyeron,
luego le devoraron. Mil manos, que no eran más que su mano, le oprimían
cada trozo de su carne. Una mortal angustia le sacudía el corazón. Sabía
que su pensamiento, confundido con la noche, velaba alrededor de su
cuerpo. Sabía también, terrible certidumbre, que buscaba una salida
para entrar en él. Contra sus labios, en su boca, se entregaba a una
unión monstruosa. Suscitaba bajo los párpados una mirada necesaria.
Y al mismo tiempo destruía furiosamente aquel rostro que besaba.
Ciudades prodigiosas, ciudades en ruinas, desaparecieron. Las piedras
fueron arrojadas lejos. Se trasplantaron los árboles. Desaparecieron las 71
manos y los cadáveres. Sólo el cuerpo de Thomas subsistió, privado de
sentido. Y el pensamiento, que le habitaba de nuevo, pasó rozando el
vacío (Blanchot 2001 18-21).
Si nos hemos permitido citar largamente estas páginas del relato de Blanchot,
es porque, nos parece, observamos en ellas un momento capital de lo que
podríamos definir como el «paso del cuerpo vivo (biológicamente hablando)
al cuerpo fantasmático». Se trata, antes que nada, de una relación particular
entre cuerpo y pensamiento. Lo que nos es «descrito» por este pasaje —con
enunciados que ponen en cuestión su capacidad de enunciación— es el proceso
por el cual el cuerpo de Thomas se ve «contaminado» por la inmaterialidad del
pensamiento. Sin embargo, el cuerpo permanece, aunque «privado de sentido».
Justo antes de este extracto, el texto nos describía a Thomas saliendo del agua
para internarse en un bosque. En ese instante preciso, Thomas comienza a
padecer una suerte de pérdida del sentido de la realidad de su cuerpo. Siente que
avanza sin avanzar, se ve movido por su «rechazo a moverse». Está en vías de
«descorporizarse». Hemos leído la descripción de un tal proceso. Esta experiencia
alucinatoria comienza por la vista —y reconocemos entonces la importancia de
una filosofía de la imagen para elaborar una filosofía del espectro. Thomas toma
un tiempo indeterminado —pueden ser horas— para darse cuenta que «fuera
de él se encontraba algo parecido a su propio pensamiento, que su mirada y su
mano podrían tocar». Esta «ensoñación repugnante» le obliga a considerar que
todo lo que está fuera de él no es más que el producto de algo así como una
«herida del pensamiento». «Era la noche misma».Y esta oscuridad radical es «el
punto culmine de su mirada». Su ojo se abre desmesuradamente, para capturar
la totalidad del mundo exterior, fundamentalmente la noche que se introducirá
en él para «recibir la luz». En consecuencia, es su propia mirada la que se da
vuelta, para observar su propia causa. «En él, su propia mirada entraba bajo la
forma de una imagen, en el momento en que esta mirada era considerada como
la muerte de toda imagen». Está entonces ciego. En este momento, consecuencia
de un tal enceguecimiento, son los objetos los que comienzan a introducirse a
través de los ojos. Podríamos señalar este instante como el momento preciso de
la «aparición del fantasma». Es el momento en que toda relación sujeto/objeto
tiembla y termina por ser completamente destruida. Ya no está el mundo de un
lado y Thomas del otro.
Es tal vez esta concepción de una separación sujeto/objeto que un
pensamiento de la espectralidad, como aquel que un cierto psicoanálisis, en lo
fundamental expresado en la obra de Nicolás Abraham y Maria Torok (Abraham
72 Torok 1976 2009) —es en gran parte a partir de sus trabajos que Derrida
elaborará su propia teoría filosófica— ha venido (después del trabajo que a
este respecto inauguró la fenomenología de Husserl) a terminar de sepultar.
Volvamos a la noción de incorporación de Abraham/Torok para considerar la
aparición del fantasma en el pasaje de Thomas l’obscur que analizamos. Abraham
y Torok definen la incorporación como un tipo de «fantasía» (phantasie,
fantasme) por el cual se introduce en uno un objeto perdido sin traducir sus
cualidades por procesos de metaforización que, en los estados normales
—aquellos que se fundan en el proceso de la «introyección»— hacen posible
la asimilación (el duelo) de los objetos de tal suerte perdidos.
El objeto incorporado está entonces «encriptado» en un «yo artificial»
donde estos objetos serán alojados en tanto «fantasmas», es decir, en tanto
objetos extraños que, no obstante, hablan y actúan por nosotros (el fantasma
alojado en esta cripta es siempre «el fantasma de otro»). No podemos hacer
el duelo de estos objetos —con el sufrimiento psíquico consiguiente— justa-
mente porque su comprensión (el fin de lo que Abraham/Torok elaboran en
términos de una «clínica del fantasma») nos es de muy difícil acceso como
consecuencia de su carácter completamente extranjero. Es justamente el pro-
ceso padecido por Thomas: «De toda evidencia un cuerpo extraño se había
alojado en su pupila y se esforzaba por ir más lejos [...]». Thomas mismo «es
un abismo» invadido por las olas, en el que árboles «y el bosque entero» se
ahoga, y donde incluso un hombre —otro hombre— ha caído. Ciudades ente-
ras se construyeron en su interior, con sus edificios, sus habitantes. «El miedo
que así se apoderó de él y de ella no se distinguía en nada de su cadáver». En
consecuencia, Thomas se hallará totalmente desprovisto de su cuerpo, y de
toda individualidad susceptible de ser asegurada por él. El cuerpo de Thomas
no será más una unidad, por el contrario: su cuerpo será todo el universo.
¿Alucinación? ¿Locura? Estas categorías, propias en fin de cuentas a la psi-
quiatría, no sabrían hacer justicia a la complejidad de lo que nos es descrito
por Blanchot. Thomas, por el contrario, tiene una certeza, sólo una: la propia a
un pensamiento que permanece fuera de sí, y que quisiera entrar en su «fue-
ro»43. El pensamiento, al final del fragmento, logra reintroducirse al interior
de Thomas, y los árboles son replantados, las ciudades reconstruidas, etc. El
fantasma está de nuevo en casa, calmo. «Sólo, el cuerpo de Thomas subsistió
privado de sentido».
73
43 La raíz latina de «fuero» es forum, de donde provienen todos los significados de la palabra
que van por el sentido legal derivado del hecho que el Forum romano se convirtió en la Edad
Media en el espacio de las deliberaciones públicas (las actividades «forenses»). La raíz de
fórum es el indoeuropeo –dhwer de donde provienen también foras (fuera, las afueras) y foris
(batiente de una puerta). Todos estos sentidos deben tenerse presente al considerar la expre-
sión «fuero interno» –una suerte de oximorón. Derrida analiza en detalle todos estos aspectos
en su Introducción (titulada «Fors») en Abraham / Torok (1976).
Conclusión
44 El film fue financiado por el canal Antena 2 de Francia y fue exhibido en el contexto de la serie
«Cinéma cinémas» el 6/4/1983.
opondría el relato subjetivo, y sin pretensiones «históricas», de su búsqueda
del libro «desaparecido». Al film destinado al mercado del cine y al éxito co-
mercial, Ruiz opone un film que, incluso para los especialistas en su obra, pasa
a menudo desapercibido. No hay «industria cinematográfica» para la desapa-
rición.
Por otra parte, el film de Ruiz muestra, como de hecho gran parte de su
producción, los efectos de esta suspensión de la historia que es la desapari-
ción política en la forma cinematográfica misma. Esto implica que habría una
política de la forma cinematográfica que podría hacerse cargo de los «efectos
de espectralidad» que la desaparición política impone. Se trata entonces de un
film post-histórico, en la medida en que no hay ningún relato, al modo de un
«conflicto central», protagonistas, sucesos que ocurren a esos protagonistas,
como tampoco hay «historia» en el sentido de lo que escriben los historiado-
res, que pueda ser reconocible y narrable con frases ostensivas (al contrario,
los «especialistas» entrevistados en este falso documental sobre la desapari-
ción asumen literalmente la destrucción de la lengua común, y de todo saber
positivo, y defienden discursos sin ningún sentido). Nada de esto en un film
como Missing.
Podríamos postular la hipótesis que, en Ruiz, lo que para algunos apa-
76 rece como una suerte de humor absurdo un poco desplazado, en relación a
sus orígenes en el humor negro surrealista o en la patafísica, o como un ba-
rroquismo sin mucho sentido, no es sino uno de los aspectos del «efecto de
espectralidad» implicado por la desaparición. Es por ello que proponemos
considerar esta Carta de un cineasta… como un film paradigmático del mo-
mento político propio a la obra de Ruiz. Ahora, este momento político, siendo
él mismo espectral, no puede más que aparecer como escapando a la eviden-
cia del sentido, y el «humor negro» que manifiesta obedece, por su parte, al
carácter demoníaco de la desaparición45.
¿Hasta qué punto, a partir de Ruiz, podemos pensar en un paradigma
espectral de la imagen cinematográfica? ¿Podemos pensar otras producciones
cinematográficas, las de Oliveria por ejemplo (films como No o la vana gloria de
mandar (1990), donde se trata del sentido espectral de la historia portuguesa,
fundamentalmente a partir del caso de Dom Sebastiao, rey desaparecido
en una batalla y verdadero fundador-espectro del país), o en el caso de
Angelopoulos (Viaje a Citerea de, 1984, por ejemplo), como a producciones
que asumen, en la forma cinematográfica misma, la espectralidad abierta en la
45 Para una tesis sugestiva acerca del carácter demoníaco del humor y de lo cómico en general,
Cf. Baudelaire (1961 975-993).
historia como consecuencia de la violencia política extrema?46 Una definición
de la imagen política, como la que hemos intentado desarrollar en los ensayos
que componen este libro, debe considerar este aspecto «político-formal», que
es un «efecto de espectralidad» impuesto por la desaparición en tanto que
única verdadera «interrupción de la historia» que la humanidad haya vivido,
hasta hoy.
Los textos aquí reunidos han pretendido constatar, desde un punto de
vista filosófico, una paradoja. Podemos enunciarla como una pregunta: ¿cómo
representar, en tanto imagen, es decir, algo que aparece, que se ve, que es sen-
sible, la desaparición, la que implica una crisis radical de la representación? Si
afirmamos, con Rancière, que esta crisis es en principio estética, en el sentido
en que puede ser representada según las reglas del arte en la época en que
esas reglas ya no cuentan (el régimen estético del arte) dejaremos de lado tal
vez lo más importante: que lo que se abre como consecuencia de dicha crisis
es algo que sobrepasa a la estética, y ello implica que el arte resulta en gran
medida superado.
Ahora bien, esta paradoja deberá constituirse —es nuestra hipótesis— en
la definición política esencial de la imagen en nuestra época. Hemos intentado,
en todo caso, proponer una versión teórica rigurosa de esta definición
paradojal. Ella implica que ciertos discursos estéticos contemporáneos deben 77
ser interrogados, estudiados y también superados. Fundamentalmente
aquellos que privilegian una concepción de la marca (Didi-Huberman), del
Index (Krauss) o del contacto (la adherencia del referente en Barthes) como
fundamento del aparecer del arte contemporáneo. Hemos intentado mostrar,
haciendo referencia a teorías y ejemplos pertenecientes a la literatura, al cine y
al arte, que el aparecer contemporáneo, si quiere asumir los desafíos políticos
de nuestra época, debe hacerse cargo de la desaparición y entonces debe
abandonar, para su definición teórica, el predominio de la presencia.
Se trata entonces de un aparecer en el que la presencia no es más la
esencia. Un aparecer a la altura de las exigencias planteadas por el fenómeno
de la desaparición. Para hacerlo, hemos creído necesario redefinir la noción de
«huella», cuyo gran filósofo es Jacques Derrida, para desarrollar una filosofía
del aparecer en la que ni la presencia ni la ausencia son los ejes fundantes (la
noción de huella, de hecho, es contraria a toda idea de un eje fundante de lo
real). El concepto de huella nos ha permitido entonces una noción de imagen
en la que ella no es equivalente ni a la presencia ni al aparecer, aunque les
incluye. Tampoco es equivalente a la ausencia, al vacío, como si ella no fuera
46 Respecto al caso de Ruiz, estos asuntos son extensamente tratados en el libro que preparamos
titulado —provisoriamente— Raúl Ruiz: políticas de la espectralidad.
más que pura negatividad. La imagen es una configuración de huellas, una
organización de las huellas en soportes técnicos de inscripción. No hay, pues,
imágenes en cuanto tales, como realidades «en sí», hay configuraciones de la
sensibilidad (y entonces huellas que se inscriben desinscribiéndose) hechas
posibles por superficies técnicas de inscripción (los aparatos). Si la imagen es
entonces una configuración de huellas, su definición irá más bien del lado de
la indeterminación, de la différance como «producción del diferir». Ello implica
que habría que redefinir no únicamente la «aparición», situando una tal rede-
finición a la altura de la exigencia política de la desaparición, sino que también
lo sensible mismo. Ahora bien, si pensamos a lo sensible a partir de la lógica
de la huella, a lógica de lo sensible deberá ser espectral.
De tal suerte, pasamos desde una concepción donde la imagen, en tanto
que manifestación sensible, es entendida como pregnancia, como aparición,
como contacto o semejanza, a otra definición según la cual ella es, también y
al mismo tiempo, re-aparición, repetición, retorno, espectro (la imago de los
latino, de donde proviene nuestra «imagen», incluye el sentido de «sombra»,
de «doble» y de «fantasma»). En ese sentido, la imagen es también «retorno»
(de los espectros). Entonces, si la imagen es una configuración de huellas ella
es, al mismo tiempo, presencia y ausencia, inscripción y desinscripción, venida
78 y re-venida: movimiento de la espectralidad. Ella es entonces repetición. Ella
es siempre escritura, y entonces forma parte del devenir histórico de la técnica.
La imagen técnica está entonces atravesada, y abierta, por la repetición: se tra-
ta de lo que hemos definido, a partir de Nicolás Abraham, como el «fort-da»
del fantasma.
Como consecuencia de esta repetición, la imagen se abre al retorno de
los espectros: es entonces una imagen política, pues ella puede hacer frente
a las exigencias políticas más críticas de nuestra época, entre las que se en-
cuentran la imposibilidad del duelo, la originariedad del olvido, la importancia
fundamental de las frases de testimonio respecto a las frases ostensivas de
conocimiento. Todo lo que, siguiendo a Derrida, hemos definido a partir del
concepto de «espectralidad».
Esta interrogación filosófica en torno al aparecer exige un cuestionamiento
de la temporalidad que, una vez confrontada a las exigencias políticas impuestas
por la «realidad» de la desaparición, determina el funcionamiento de la imagen
artística (literaria, visual, técnica). Esta temporalidad es la del anacronismo.
Ella se impone como una categoría particularmente significativa. Implica la
inscripción siempre diferida (posterioridad freudeana) de un acontecimiento
que no será nunca co-presente con el sujeto. La inscripción de la huella no
es nunca co-presente con su aparición. La posterioridad (Nachträglichkeit)
descrita por Freud, determina el modo temporal fundamental de la huella: en
la diferancia (Derrida) que separa al momento de la inscripción de aquel de
la aparición (que presupone entonces que ya ha habido des-inscripción) se
encuentra la errancia de los fantasmas, el tiempo del retorno de los espectros.
Es el tiempo propio a las sociedades que han vivido la desaparición de alguno
de sus miembros, cuando la historia se detiene ya que el acontecimiento
de la muerte (el acontecimiento humano fundamental) de algunos de sus
miembros no ha podido inscribirse. Un arte político, en estas sociedades,
deberá ser capaz de acoger estas experiencias no-inscritas inventando nuevas
superficies de inscripción (es toda la importancia política de la ficción y de la
invención) para intentar impedir, produciendo una simbolización, tal como lo
pretende la «clínica del fantasma» de Abraham y Torok, la errancia angustiante
y dramática de los espectros.
Cuando el trabajo artístico pretende producir imágenes políticas capaces
de acoger a los fantasmas, debe abrirse a esta temporalidad de la posteriori-
dad (Freud), de tal suerte abriéndose a la historia. Hemos podido observar, en
los textos aquí reunidos, cómo los aparatos fotográfico y cinematográfico han
sido los mejor adaptados para cumplir esta tarea. Podemos ahora comprender
la razón: estos aparatos funcionan a partir de una lógica técnica que es propia-
mente espectral: repetición, temporalidad de la posterioridad, representación 79
de lo que, para la sensibilidad «normal», es irrepresentable e invisible.
Es uno de los desafíos que hemos querido asumir en los textos
reunidos en este breve volumen47. La estética, pensamos, no debe ser más
un discurso académico entre otros en la división del trabajo universitario.
En ella, se trata de la cuestión del «aparecer» en una época donde aquello
que, por definición, debe aparecer antes que nada, el cuerpo, los cuerpos,
sigue desapareciendo, consecuencia de violencias que desde hace rato no se
corresponden necesariamente con las violencias represivas de la época de los
totalitarismos. La estética sería hoy, en este sentido, una disciplina para la
que el cuestionamiento político de la época es fundamental y la constituye en
tanto discurso. Si, como lo postula Rancière, tanto la estética como la política
47 El que se integra a una trilogía sobre arte y desaparición, compuesta por el presente volumen
junto a dos más de una extensión un poco mayor y que abordan desde perspectivas como la
cuestión de la ética y estética redefinidas por Lyotard (y el debate al respecto con J. Rancière),
una teoría espectral de la nominación (para entender lo que ocurre en un Muro de los
Nombres como el de la Villa Grimaldi), hasta análisis detallados de las producciones artísticas
contemporáneas que han asumido directamente la cuestión de la desaparición política en
artistas como M. Brodsky, Gustavo Germano, Gonzalo Díaz, Arturo Duclós, Fredi Casco,
Ana Tiscornia, A. Jaar, Carlos Altamirano, Cecilia Vicuña, por mencionar a algunos artistas
latinoamericanos.
son modos del «reparto de lo sensible», ellas deben necesariamente hacerse
cargo de la desaparición y de la potencia de espectralidad que implica, ya que
ellas conciernen, justamente, una crisis radical de la sensibilidad misma.
Una investigación como esta debe necesariamente asumir su incomple-
tud. Una «escritura del desastre», para citar una vez más a Blanchot, como
la que hemos intentado comprender, no puede sino ser ilimitada, fragmen-
taria, sin pretensiones de totalidad. Se trata igualmente de la enseñanza de
las «Tesis sobre filosofía de la historia» de W. Benjamin, que han guiado, en
espíritu, cada una de estas páginas: no hay organicidad posible, ni continui-
dad, ni «sentido» cuando se pretende dar voz a los vencidos de la historia, y
los desaparecidos, a cuya memoria obviamente están dedicadas estas páginas,
son tal vez los más vencidos entre los vencidos de la historia. Como sea, las
obras de arte no están ahí para ayudar a hacer el duelo; ellas inventan, más
bien, superficies donde inscribir la errancia de los fantasmas.
80
Referencias bibliográficas
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Rouillé, André. La photographie. Entre document et art contemporain. Paris: Gallimard, 2005.
Sangsue, Daniel. Fantômes, esprits et autres morts vivants. Paris: José Corti, 2011.
Thelot, Jerôme. Les inventions littéraires de la photographie. Paris: P.U.F., 2003.
Índice
Prólogo 7
Introducción 9
Capítulo I
La imagen política: arte y desaparición 13
Capítulo II
Huella, inscripción, violencia 25
Capítulo III
Derrida: El cine o el arte de dejar retornar a los espectros 39
Capítulo IV
Blanchot: El desastre, la desaparición 49
Conclusión 75
Referencias bibliográficas 81
Colofón
Este libro ha sido
publicado por la Editorial
UV de la Universidad de
Valparaíso. Fue impreso en los talleres
de Ograma impresores. En el interior se
utilizó la fuente Palatino —en sus variantes light,
light italic y medium— sobre papel bond
ahuesado 80 gramos. La portada fue
impresa en papel Nettuno hilado
de 215 gramos. Acabóse de
imprimir el día dos de
junio de dos mil
diecisiete.