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Adolfo Vera Peñaloza

Arte y desaparición
© Adolfo Vera Peñaloza
Arte y desaparición

Libro ganador del Primer Concurso Interno de Publicaciones Académicas de la


Universidad de Valparaíso, convocatoria 2015.

© Editorial UV de la Universidad de Valparaíso


Dirección de Extensión y Comunicaciones
Av. Errázuriz Nº1108, Valparaíso

Colección Académica
Primera edición
Junio, 2017
Valparaíso, Chile

ISBN 978-956-214-176-5
Registro de Propiedad Intelectual Nº 277.576

Director editorial: Cristián Warnken L.


Editor general: Ernesto Pfeiffer A.

Diseño de portada y diagramación: Paulina Orellana V.


Edición: Sergio Ojeda B.
Corrección de estilo y de pruebas: Rubén Dalmazzo P.

Difusión y distribución: Jovana Skarmeta B.


Contacto: editorial@uv.cl
www.editorial.uv.cl

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante


cualquier sistema, sin la expresa autorización de la editorial.
Prólogo

El lugar sin lugar de la desaparición


El libro que aquí se presenta reúne algunos ensayos extraídos por Adolfo Vera
de su tesis doctoral «L’image politique: art et disparition» presentada en la
Université de Paris VIII en mayo de 2012. Dicha tesis, muy destacable por
su amplitud, establecía un estado del arte respecto a los escritos e imágenes
producidas por filósofos, escritores, artistas y cineastas pertenecientes a
la época de la desaparición. Su base filosófica era la teoría de la huella en
Jacques Derrida. Podemos dar de entrada una definición lingüística de lo que
se trata con la desaparición: esta es una realidad que no puede ser referida
por deícticos (designadores rígidos como «aquí», «detrás», «ahora», «ayer»,
«mañana», etc.).
La investigación de Adolfo Vera ha debido hacerse cargo de dos desafíos 7
mayores: distinguir la desaparición de la muerte, ya que la lengua no suele
distinguirlas; distinguir dos lógicas: una estatal que adquiere toda su amplitud
en el siglo XX, y una lógica de los aparatos que no debe nada a la primera. La
lógica estatal debería ser el objeto de una investigación historiográfica ya que
muy probablemente uno pueda identificar a la primera desaparición en masa
como remontando a Esparta (aquella de los Ilotas rebeldes).
Es la antropología la que permite establecer la distinción entre muerte
y desaparición: la evidencia del cadáver permite la puesta en escena de ritos
funerarios, imposibles en el caso de la desaparición, ya que fruto de ella no
existe un cadáver. De aquí las solicitudes de «Habeas corpus» presentadas
por los cercanos de los desaparecidos en Latinoamérica: que el Estado
inculpado presente el cuerpo del detenido. La cuestión del lugar, que aparece
en distintos momentos de este libro, es entonces esencial, ya que en un caso
(la muerte) podemos designar el lugar de la inhumación, y en el otro no
hay un lugar de la desaparición. Ya que la desaparición es completa cuando
los lugares del asesinato han sido igualmente liquidados: cámaras de gases
dinamitadas (Birkenau), cadáveres lanzados al mar en el Mediterráneo y en el
Pacífico, en el Río de la Plata, etc. ¿Qué es un acontecimiento respecto del cual
los indicios de su existencia son escasos, inexistentes o han sido borrados?
Aquí aparece la cuestión del testimonio, otro de los temas centrales del
libro. Un buen testigo es aquel que —necesariamente en el «après-coup» (la
posterioridad freudeana)— puede responder a estas condiciones: aquel que
puede formar una frase de conocimiento, cognitiva, que posee significación,
que está constituida lógicamente, que se apoya en redes de nombres, y utiliza
deícticos para designar el momento y el lugar donde ello ha ocurrido. El único
buen testigo es el torturador, que evidentemente no hablará, salvo en casos de
intensa culpabilidad.
Este libro de Adolfo Vera es la primera parte de un proyecto filosófico
amplio en aras de determinar una «estética de la desaparición (política)».
Una de las condiciones de esta estética, que ya no puede pertenecer a lo
que Rancière define como el «régimen estético del arte», es el compromiso
personal del artista. No estamos entonces frente al juicio de gusto kantiano,
ya que para este último el sujeto no puede ser afectado (sentimiento de lo
bello) más que por el hecho de que no tiene ningún interés respecto de la
cosa que lo afecta. Podríamos decir que de ahora en más lo que motiva a la
investigación artística es la fascinación provocada por una indeterminación
radical: un cercano (amigo, familiar, pareja) no tiene derecho ni a la existencia,
ni a la nada. Resumamos: en el caso del Juicio de Gusto, la existencia de la
8 cosa que afecta al sujeto no tiene ninguna importancia, en el sentido en que
no podemos atribuirle una cualidad determinada, en el límite podremos decir
(como Derrida en La verdad en pintura) que se trata de una pura autoafección
del sujeto. Al contrario, en el caso de una desaparición puede decirse que la
persona ha existido, pero no se puede decir (afirmar o negar) que ella existe
aún. Sólo se pueden acumular pruebas del paso en una serie de lugares,
cuestiones del indicio y de la huella tratadas en este libro, antes de constatar
el vacío. El mundo de los archivos deviene entonces el horizonte de la
investigación, y pierde relevancia lo puramente visual. Es la razón por la cual
cuando Rancière analiza la obra de Alfredo Jaar, evocando la posibilidad de
una comunidad política virtual, que podría aumentar a propósito de un caso,
ignora precisamente que en la desaparición no se trata nunca de un «caso»,
ya que ella no da lugar a ningún objeto sobre el cual se pueda discutir. Fue
Lyotard quien, al contrario, comprendió que con estas situaciones estábamos
frente a «diferendos», ya que ningún juez podrá nunca hacerse cargo de este
daño mayor.

Jean-Louis Déotte.
Profesor emérito Universidad de París VIII.
Introducción

Cuando se llega a la explanada de entrada del edificio que alberga al Museo


de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago de Chile, institución
inaugurada en enero de 2010 por la presidenta Michelle Bachelet y que tiene
por misión la exhibición de documentos relativos a las víctimas del terroris-
mo de estado que el país sufrió durante diecisiete años, dos posibilidades se
ofrecen al visitante: entrar al museo por la puerta que lleva al hall de entrada
y comenzar la visita como en cualquier museo, o descender hacia una suerte
de caverna o cueva especialmente construida para contener la instalación de
Alfredo Jaar Geometría de la conciencia. Eligiendo esta última opción, el visi-
tante entra en una pieza oscura y minúscula cuya puerta hermética se cierra
una vez que él ingresa allí. Dos o tres minutos de total oscuridad se siguen.
Después, progresivamente, se comienza a percibir un poco de luz, y, en un
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muro ubicado justo al frente, siluetas apenas iluminadas comienzan a apare-
cer, hasta que uno cae en la cuenta que la luz proviene de las siluetas mismas,
las que recuerdan a aquellas que durante el siglo XVIII eran producidas gracias
a la técnica del fisionotrazo. Desde cada lado del pequeño habitáculo, espejos
producen un efecto de desmultiplicación de perspectivas infinitas, y de pronto
una cantidad innumerable de siluetas de rostros aparece. Después de cinco o
seis minutos, la puerta se abre y somos invitados a salir.
Más allá de las críticas que podemos, y debemos, hacer respecto a una
cierta voluntad de «museificación» del pasado reciente de Chile propia al
Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Santiago, voluntad
que puede verificarse en la museografía que busca en alguna medida hacer
aparecer los documentos exhibidos (cartas, filmes documentales, registros
sonoros y audiovisuales, objetos fabricados por los prisioneros de los campos
de concentración) como piezas de un museo de antropología o de Bellas
Artes, hemos querido comenzar refiriéndonos a esta instalación de Jaar, pues
nos parece que ella representa la situación de los desaparecidos en el contexto
de aquello que, vagamente, llamamos «conciencia nacional» (esta conciencia
que, para nosotros, y en ello insistiremos aquí, no puede sino describir una
geometría fantasmal, y por tanto se anula en tanto conciencia clásica, propia
a la Ilustración, abocada por tanto a la claridad y distinción de los principios).
De hecho, Jaar ha querido «representar» a los detenidos desaparecidos de
Chile. Para ello, ha retomado los retratos que pueden encontrarse en lo
alto de un muro de una enorme sala del museo, y que forman una suerte
de mosaico fuera de alcance, y que vemos y volvemos a ver durante toda
la visita como si estuviese suspendido en el cielo. Jaar tomó igualmente
fotos de los paseantes de las calles del centro de Santiago, que transformó
en siluetas tal como los retratos de los desaparecidos. Jaar ha comprendido
entonces el estatus espectral de los desaparecidos, tal como las Madres y
los artistas que produjeron, en 1983, en Argentina, la experiencia estético-
política denominada Siluetazo. Como sabemos, durante esta, las Madres
de la Plaza de Mayo exigieron que las siluetas que representaran a sus hijos
desaparecidos no se dibujasen como cadáveres, no había que representarlos
en el suelo, y sin poseer tampoco rasgos que pudiesen hacerlos aparecer como
vivos. Pues ellos, desaparecidos, no estaban ni vivos ni muertos, eran entonces
fantasmas. A esto, la instalación de Jaar parece agregar la idea según la cual
los desaparecidos «están entre nosotros», en una suerte de espacio intersticial
que no es comprensible por la conciencia clásica, tal como según Freud ocurre
con los fantasmas. Esta «presencia» sobrepasa entonces cualquier concepción
10 de una realidad homogénea determinada según una lógica temporal clásica,
la que debe abrirse entonces al anacronismo y al «retorno» y al asedio del
espectro.
Quisiera mencionar aún otro hecho que, hace algún tiempo, volvió a
confirmar esta «realidad» fantasmal propia a los desaparecidos. La nueva ley
electoral según la cual desde ahora la inscripción en los registros electorales
es automática y voluntaria, ha creado una situación que hizo noticia hace un
tiempo: cientos de detenidos desaparecidos, con más de dieciocho años y no
estando legalmente declarados muertos, fueron inscritos automáticamente en
los mencionados registros. Se trata entonces, literalmente, de una «política de
los espectros», la que no podrá ser nunca más determinada por la «presencia» en
la plaza pública o por la manifestación del daño en el contexto de declaraciones
en el ágora, concepción aristotélica que sigue siendo la de Jacques Rancière,
sino más bien por una existencia cuya ontología deberá llevarnos a desarrollar
en profundidad la cuestión estético-política de la espectralidad. Esta política
implica entonces que debemos contar con los desaparecidos como con el «más
de uno» del cual habla Derrida en Spectres de Marx, es decir, aquellos que
vienen a desestabilizar para siempre la temporalidad de la polis, sometiéndola
a la lógica del retorno del espectro, la que no podrá nunca más volver a ser
determinada por conceptos como el de «aparición» o el de «presencia».
Volvamos a la instalación de Alfredo Jaar. La pequeña habitación en la que
se produce la experiencia de la aparición fantomática, y no debemos olvidar
que decir esto es, etimológicamente hablando, una tautología, puesto que el
phantasma griego está al origen tanto de «aparición» como de «fantasma»,
se encuentra en una suerte de cueva situada bajo el museo propiamente
dicho. Nos parece que una filosofía de la desaparición debe desarrollar, en
este contexto de análisis, la idea, que uno encuentra en los psicoanalistas de
origen húngaro Nicolas Abraham y Maria Torok, según la cual el lugar de los
fantasmas es una cripta, lugar psíquico en el que los objetos incorporados
(ingeridos en tanto objetos no representados) y no introjectados (es decir,
ingeridos, comidos en tanto que representaciones de objetos) permanecen
como los espectros de otro. Podríamos, entonces, postular que la experiencia
que Jaar ha querido hacer vivir a los espectadores de su instalación es la de una
cripta vivida como cámara oscura en la que se constituyen las imágenes que
configuran la geometría fantasmal de nuestro país. Una filosofía política de la
desaparición exigiría entonces una filosofía política del espectro, y entonces
una filosofía política de la imagen.
Es aquí entonces que una reflexión en torno al arte, al cine y a la literatu-
ra se nos aparece como una exigencia filosófica. No únicamente ,y esta no es
en cualquier caso una de las razones menos relevantes, por cuanto la imagen 11
pone en juego todas las complejas relaciones entre presencia y ausencia que
la noción de «huella» (trace) en Jacques Derrida expresa, sino que igualmente
puesto que la experiencia estética, sobre todo cuando ella se acerca, como es el
caso en casi todo el arte político de nuestra época, al documento y al archivo,
es tal vez la mejor preparada para hacernos partícipes de esta vivencia de la
ceguera y de la interrupción del sentido que es la experiencia del testimonio.
Ahora bien, la experiencia estética, tal como lo ha mostrado J. Rancière,
es por definición política, puesto a que ella pone en evidencia (en imagen)
re-partos de lo sensible, relaciones entre lo que puede ser visto y dicho, y lo
que no, en un momento determinado y en una situación histórica particular.
Entonces, cuando esta situación es aquella de una crisis radical al interior de
ese re-parto, el arte debe, como señala Lyotard, «torturar a la representación».
Muchas obras de artistas chilenos de los años ochenta, sobre todo de carácter
perfomático, podrían aquí citarse como ejemplo.
En este sentido, el arte adquiere no una capacidad terapéutica
cualquiera, estamos aquí bien lejos de la «mística» de un Joseph Beuys,
sino la capacidad de acoger esos afectos no ligados (sin cuerpo, sin rito, sin
superficie de inscripción) que «erran» (y yerran) como espectros. Algunos
artistas latinoamericanos contemporáneos como Marcelo Brodsky, Gustavo
Germano, Ana Tiscornia, Carlos Altamirano y otros intentan dar una imagen,
la imago para los romanos era un retrato de cera que los ciudadanos llevaban
en los funerales de los personajes importantes de la ciudad, que pueda indicar
que el lazo social fundado en la co-presencia de los actores políticos ha sido
roto para siempre, y que por tanto habría que inventar otros, espectrales.
Esta invención es por definición política, pues ella concierne una
redefinción del socius. Es por ello que los artistas mencionados han utilizado
privilegiadamente a la fotografía y a sus desplazamientos como medio, ya que
este aparato (usando el término en el sentido de Benjamin y de J.-L. Déotte)
transforma la sensibilidad sometiéndola al juego entre huella y aura que pone
fin a una época (la clásica) de la representación. La fotografía, que transforma
al mundo en documento y que está a la base de la mayoría de los archivos de
la violencia extrema, ha sido el aparato que ha servido para testimoniar, a los
artistas, a los familiares y a los amigos, de la existencia de los desaparecidos.
Es preciso entonces retomar el discurso en torno a la fotografía y redefinirlo
teniendo en consideración la esencia propiamente espectral de nuestra época.
Finalmente, un último desafío vendría dado a partir de una confrontación
de la cuestión de la desaparición política, en lo que ella exige de un pensamiento
político de la imagen, en el contexto de la nueva situación que determina
12 el reparto de lo sensible propio a nuestra época: el desarrollo, desde hace
una treintena de años, de las tecnologías que Lyotard, en la exposición que
organizó en el Centro Georges Pompidou el año 1985, llamó «Inmateriales».
Estas tecnologías, que implican lo que Derrida llama el «tecno-tele-poder»,
contribuyen fuertemente a lo que se ha denominado como «crisis del referente»
y, en lo que se refiere al paso de la imagen analózgica a la digital, implican
un resurgimiento de la problemática del testimonio, cuestión de la prueba y
del simulacro, pero también del archivo y del documento. Y entonces he aquí
la pregunta: ¿qué archivo para los desaparecidos? Los trabajos de Germano,
de Tiscornia y de Altamirano son ejemplos que muestran cómo el arte puede
hacerse cargo de esta desarticulación de la comunidad. Es preciso, igualmente,
desarrollar una teoría del archivo que esté a la altura de las nuevas tecnologías
y del dictum derridiano: el futuro es de los fantasmas.
Capítulo I
La imagen política:
Arte y desaparición
Es preciso pensar a la desaparición como a una potencia de espectralidad que
pone en cuestión al pensamiento. La desaparición es lo que, en nuestra tem-
poralidad histórica, ha puesto entre paréntesis a la temporalidad misma, si
consideramos a esta desde el punto de vista de la «filosofía de la historia»
moderna, es decir, a partir de la categoría de «progreso» (Benjamin 1997). La
desaparición funciona entonces como un cuestionamiento radical de nuestra
experiencia, como el acontecimiento que podría llegar hasta a anular todo
acontecimiento, el (anti) acontecimiento, entonces, del «desastre» (Blanchot
1990). Podríamos decir, con Jean-Louis Déotte (2000), que lo que finalmente
ha «interrumpido la historia» no ha sido ni el Mesías, ni el Comunismo, sino
más bien, bajo el signo de la catástrofe, el hecho de la estrategia policial a par-
tir de la cual, desde los nazis hasta los militares argentinos y chilenos, pasando
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por los franceses en Argelia, en prácticamente el mundo entero y hasta hoy día
mismo (recordemos los cuarenta estudiantes mexicanos de Ayotzinapa) una
mujer, un hombre, un niño, pueden ser capturados y desaparecer, sin «des-
pués» (con un «después» que se abre entonces al tiempo de los fantasmas,
del retorno de los espectros). Estas personas desaparecieron sin dejar huellas,
para no volver sino como fantasmas que desestabilizan nuestra voluntad de
paz social, para mostrar, en cualquier caso, la imposibilidad de la comunidad.
Se tratará entonces de postular una «filosofía política del fantasma» en tanto
que motivo central de todo pensamiento de la política —de aquello que po-
dría ser, hoy día, una comunidad— después de la catástrofe.
El pensamiento del fantasma exige un pensamiento de la imagen. A
partir de la etimología de la palabra «fantasma», algo se anuda entre lo que
«aparece» y lo que «retorna», consecuencia de la constatación de que hay
miembros de nuestras comunidades (los desaparecidos) cuya existencia no
es ni la de los vivos ni la de los muertos. Se trata entonces de un tipo de exis-
tencia que desmantelará toda nuestra certeza, todas nuestras categorías, todas
nuestras lógicas históricamente aceptadas, para imponer otra, la que podemos
definir como una «lógica de los fantasmas». Ella implica, ya lo veremos, una
temporalidad específica, la del «anacronismo». Pero ella implica ante todo una
redefinición de la política, de la comunidad y del socius.
Una imagen política es, hoy, aquella que da cuenta del proceso políti-
co de vaciamiento del sentido, que llamaremos, con Benjamin, «catástrofe»,
o con Blanchot, «desastre», es decir, la crisis radical de toda significación y
de la comunidad después del horror vivido por las millones de víctimas de
la violencia extrema (totalitarismos, terrorismo, etc). De tal suerte, podremos
decir que, después de Auschwitz, toda idea de comunidad política no puede
ser pensada, analizada o estudiada, más que desde el corazón de dicho de-
sastre del sentido, desde entonces el nudo mismo de la política en tanto que
ejercicio del ser-común de la comunidad. Podremos entonces decir que una
imagen que no ha surgido de una tal problemática, no estará a la altura de las
exigencias políticas de nuestra época. Serán imágenes publicitarias, imágenes
artísticas tradicionales, imágenes mentales, etc., pero en ningún caso imáge-
nes políticas. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que la «catástrofe»,
para que pueda ser concebida en tanto «imagen», deba ser un «contenido»
particular de la obra, sino que al contrario ella afectará al núcleo mismo de la
representación. Este tipo de imagen, nacida entonces de una determinación
precisa, es una definición de la realidad política del «nosotros» que ha sido
desarrollada, trabajada e inventada en algunas obras del arte contemporáneo.
Sabemos que el efecto tal vez más concreto de la famosa sentencia de Adorno
16 en torno a la imposibilidad del arte después de Auschwitz (Adorno 2008) ha
sido justamente el hecho que un cierto arte posterior a ella no se ejerce sino
sobre dicho «desastre». Es por esto que, según nuestra hipótesis, la filosofía
política del fantasma deberá ser, al mismo tiempo, una filosofía del arte «des-
pués de la época de la desaparición» (Déotte y Brossat 2000).
No es por azar, entonces, si, después de la catástrofe, las prácticas políti-
cas más significativas de la imagen, desde el punto de vista de esta «política de
los fantasmas», son la fotografía y el cine. La fotografía, inscripción mecánica y
reproductible de huellas, apareció en una época en la que el problema político
fundamental es justamente aquel de la «desaparición de las huellas». En el
siglo XIX, como lo ha mostrado Walter Benjamin a partir de sus lecturas de Poe
y Baudelaire (Benjamin 1995), con la aparición de las muchedumbres, de los
pasajes y la imposición en el mundo de la ley de la mercancía, es decir, de la
fantasmagoría, y con la aparición entonces de esta nueva experiencia del Shock
en tanto incapacidad de ser consciente y co-presente frente al acontecimiento,
se plantea la cuestión de cómo conservar las propias huellas protegiéndolas de
la posibilidad siempre presente de su borradura. Para Benjamin, la fotografía
daría una respuesta técnica a este fenómeno, con los viejos retratos fotográ-
ficos, el hecho que el último recurso a una experiencia auténtica (Erfahrung),
de la cual la reproductibilidad técnica no es más que uno de los signos de su
decadencia (la imposición de una experiencia instantánea o Erlebnis) sea la de
«nombrar» a estos rostros desconocidos, para volver a darles una huella. Por
otro lado, con las fotos de las calles de París tomadas por Atget, asistiríamos
a la reproducción de imágenes que podemos identificar a la escena de un cri-
men, del cual habría que encontrar los responsables, ya que el vacío que ellas
muestran, lo sabemos, oculta (y la huella, ya lo veremos, no es otra cosa que
el movimiento diferencial entre «presencia» y «ausencia») la violencia policial
contra los Comuneros (Benjamin 2004).
Como la fotografía, el cine es, según Kracauer, un médium (nosotros
diremos, siguiendo en esto a Déotte, un «aparato») abocado técnicamente al
registro de la «realidad material». Se trata de aparatos que toman las imágenes
del «mundo de abajo», mundo precario, fragmentario, discontinuo, abandonado
de toda pretensión a la totalidad o a la homogeneidad. Fotografía y cine son
«aparatos traperos» que recogen los restos de la realidad material después de
la destrucción, en un sentido literal, del «mundo de abajo», consecuencia de la
violencia extrema (política y económica) propia a la modernidad tardía (y si el
cine es un arte específico de esta modernidad, así como la perspectiva lo fue de la
primera, lo es ya que ha sido el más apto para «representar lo irrepresentable»).
Es por esto que la imagen técnica propia a los aparatos fotográfico y
cinematográfico ejerce una función de «escudo» en el sentido en el que ella nos 17
permite, como el escudo reluciente que Atenas da a Perseo para que mate a la
Medusa sin mirarla directamente a los ojos, observar lo irrepresentable gracias
a la mediación del aparato (y es en este sentido en el que hay que entender, por
ejemplo, el testimonio de Samuel Fuller cuando explicaba que, al llevar a cabo
su «misión» de filmar por vez primera el horror de los campos nazis, lo que él
llamaba como «lo imposible», lo pudo hacer únicamente porque había, entre sus
ojos y el horror, la cámara). Las imágenes técnicas producidas de esta manera
son «imágenes dialécticas» en el sentido de Benjamin, ya que ellas implican
la destrucción de la homogeneidad del presente consecuencia del encuentro
violento entre este y el pasado, y es como resultado de esta destrucción que
los fantasmas comienzan a «penar» y a «errar» (Proust 1994). La fotografía
mostraría una fijación (siempre borrable, en conformidad con la ley de la huella)
de este «errar»; el cine, por su parte, introduciendo la duración, reproduciría el
movimiento de este errar, siempre entre inscripción y des-inscripción. Ahora
bien, con la reciente aparición de una nueva superficie de inscripción de huellas,
lo digital, la imagen fotográfica y cinematográfica coincidirían en el hecho de
un aumento considerable de su espectralidad inherente, consecuencia del paso
a una escritura inmaterial universal. Algunos trabajos recientes de fotógrafos
como el chileno Carlos Altamirano o el argentino Gustavo Germano ponen el
acento en este paso (que es, como sabemos, la cuestión central de la exposición
organizada por Jean-François Lyotard en el Centro Georges Pompidou en 1985,
con el título Los Inmateriales) y en las relaciones que allí pueden darse respecto
al fenómeno de la desaparición política.
Las consecuencias filosóficas de estos análisis son importantes: ¿cuál es
la relación entre huella, acontecimiento e inscripción (y entonces superficie de
inscripción)? Toda huella implica una inscripción ,pero, al mismo tiempo, una
des-inscripción. A partir de la obra de Jacques Derrida, intentaremos mostrar
que una definición de la huella, que pueda hacerse cargo de las implicacio-
nes políticas y estéticas de la fotografía y del cine hoy (con el paso a la época
digital) debe ante todo considerar el momento de indeterminación, de incer-
tidumbre, de indecidibilidad destacado por Derrida a partir de la Gramatología
(1967). Será preciso alejarse, para llevar esto a cabo, de todas las teorías que
privilegian, para pensar la cuestión de la huella, el momento de la impresión,
de la adherencia o de la indicialidad (las teorías de Bazin, de Barthes, Rosalind
Krauss y más recientemente Georges Didi-Huberman). La huella implica que
una «presencia» es «mostrada» por una ausencia. Pero no haríamos justicia a
la complejidad del estatuto filosófico de la huella si, para comprenderla, pri-
vilegiásemos la presencia (a partir de categorías que pertenecen a la metafísica
18 de la presencia, como las de «contacto» y de «impresión», las que hoy se en-
cuentran completamente sobrepasadas por las innovaciones tecnológicas)1.
Lo que es más preciso, y que hace justicia a la complejidad del asunto, es pen-
sar la huella a partir de una lógica de la diferancia2 en tanto que «producción
del diferir», es decir, en tanto proceso que no separa, como lo haría la lógica
dualista tradicional, el momento de la inscripción (la presencia) de aquel de
la des-inscripción (la ausencia). Habremos de verificar el modo en que una
filosofía de la huella, concebida de esta manera, nos permite comprender más
precisamente las implicaciones políticas que plantean, hoy día y en sociedades
en las que la estrategia de la desaparición ha sido practicada sistemáticamen-
te, algunos trabajos fotográficos y cinematográficos. Lo haremos igualmente
a partir de ciertas experiencias estéticas que conciernen la comunidad toda

1 Por ejemplo, podemos señalar que un aparato fotográfico digital no imprime la imagen
(la huella) en un soporte (la película fotosensible) sino que la comprime en virtud de
procedimientos que implican algoritmos que reinterpretarán la información de acuerdo con
el funcionamiento de la percepción humana, lo que no quiere decir que las huellas dejen de
existir, muy por el contrario, ya que se trata de información (la luz por ejemplo), la que está
formada, por definición, por huellas. Nos encontramos más bien frente a un nuevo estadio de
la inscripción de huellas: se trata del estado informático de la huella.
2 Traducimos con este neologismo, con Cristina Perreti, el que Derrida inventase (différance)
para establecer el funcionamiento de la huella (Derrida 1967).
y que han puesto en la escena política la cuestión de las relaciones entre la
huella, el trazo, la sombra y el doble (todas connotaciones propias a la voz
latina «imago», origen etimológico de nuestra «imagen»). Nos referimos al
famoso Siluetazo realizado por artistas asociados con las Madres de la Plaza
de Mayo en Buenos Aires, el año 1983, y que consistió en la inscripción de
miles de siluetas en los muros de la ciudad, y que hasta hoy funciona como
un paradigma estético para «representar» la «presencia» de los desaparecidos
políticos en América Latina.
La cuestión de la huella implica entonces la de la espectralidad. En Derrida,
se tratará de una problemática presente ya en sus primeros textos, pero que será
tematizada con todo su peso filosófico y político en el libro Spectres de Marx
(1993). En dicha obra, se trataba de pensar la cuestión de la espectralidad como
aquello que define a la temporalidad en sociedades —como la chilena, como
la argentina— donde se impuso una cruel mezcla entre un capitalismo más o
menos extremo y la imposibilidad del duelo. Es en este sentido que Derrida ha
escrito:

El tiempo de «aprender a vivir», un tiempo sin presente tutor, volvería a


esto, el exordio nos obliga a ello: aprender a vivir con los fantasmas, en el
manejo, la compañía o el compañerismo, en el comercio sin comercio de 19
los fantasmas. A vivir de otra manera, y mejor. No mejor, más justamen-
te. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius, sin este con que
nos torna al ser-con en general más enigmático que nunca. Y este ser-con
los espectros sería también, no únicamente pero a su vez una política de
la memoria, de la herencia y de las generaciones (Derrida 1993 18).

Podríamos agregar, por nuestra parte: no hay filosofía política, hoy, sin este
ser-con los fantasmas. Tampoco estética. Esto implica plantear la cuestión del
anacronismo. Derrida definirá a este último como una «no-contemporanei-
dad a sí del presente vivo» (Derrida 1993), como la destrucción del presente,
destrucción que es tematizada igualmente por el Benjamin de las Tesis sobre
el concepto de historia, consecuencia de la «aparición del espectro». ¿Qué es
lo que implica, esta aparición? Derrida recuerda las palabras de Hamlet en el
momento de la primera aparición del espectro de su padre: «The Time is out of
joint» («El tiempo está fuera de quicio»). «[…] Entonces hay el espíritu. Espí-
ritus. Y hay que contar con ellos. No podemos no deber, no debemos no poder
contar con ellos, que son más que uno: el más que uno» (Derrida 1993 18).
Los desaparecidos son entonces nuestros «más que uno», y hay que con-
tar con ellos. Es decir, es preciso asumir (y la filosofía tiene una obligación allí,
una obligación de pensamiento), que ellos implican un tipo de sobrevivencia3
que no estaba prevista en nuestros códigos antropológicos (el rito funerario
siendo uno de los pilares fundamentales de la naturaleza humana). Ahora
bien, siempre se sobrevive bajo la forma de una huella; de aquí la necesidad de
pensar en torno al estatuto actual de las superficies de inscripción de huellas
(nosotros habremos sido contemporáneos de la asunción de un nuevo tipo de
superficie de inscripción, la digital que ha reemplazado a la analógica), este
estatuto del cual el propio Derrida decía que implicaba que «el futuro es de
los fantasmas» (en el film Ghost Dance de Ken MacMullen). En lo que sigue,
habremos de verificar esta sentencia, a partir de algunos casos fotográficos y
cinematográficos.
Por otro lado, la espectralidad implica una estructura temporal tal que el
«asedio» (la «pena» en el sentido de «alma en pena», en francés hantise) y el
retorno de los espectros (revenance) constituyen su funcionamiento. Esto signi-
fica a su vez que el presente deja de ser la categoría temporal privilegiada para
pensar al devenir. Ahora, esta estructura temporal describe muy precisamente
el funcionamiento de la huella: entre la inscripción y la desinscripción, ella «re-
torna», ella «asedia» (pena) a lo real. La huella nunca está «ahí». Es por ello
que, como lo mostró Lyotard (1983), esta temporalidad es también la clave para
20 comprender las «frases de testimonio», es decir aquellas que, a diferencia de las
frases ostensivas de conocimiento, no poseen en su estructura deícticos para
asegurar con precisión la ocurrencia del acontecimiento, y cuya referencia no
está asegurada de antemano. Derrida llegó a inventar un nombre para designar
una nueva disciplina que estudiaría las implicaciones ontológicas del «asedio»
o de la «pena» (hantise): la hantologie, u ontología del asedio4. Escribe Derrida:
«[…] Asediar no quiere decir estar presente, y hay que introducir el asedio en
la construcción misma de un concepto. De todo concepto, comenzando por los
conceptos de ser y tiempo. He aquí lo que llamaríamos una ‘hantologie’. La on-
tología no se le opone más que en un movimiento de exorcismo. La ontología es
un conjuro» (Derrida 1993 225). Quisiéramos agregar, en lo que concierne a la
estética: las teorías que, tratando de la huella, privilegian los momentos de ad-
herencia, de pregnancia, de la impresión o del «contacto» son también modos

3 Georges Didi-Huberman retoma esta noción (Nachleben) cara a Warburg y extrae de ella una
gran cantidad de consecuencias en términos de lo que el psicoanálisis y Derrida entienden
por espectralidad, intentando de tal suerte fundar una historia del arte estructurada a partir
de un anacronismo radical, donde ya no se habla de «hechos» sino más bien de «síntomas».
(Didi-Huberman 2002).
4 Derrida se sirve de un juego de palabras en francés intraducible al español: entre hantise y el
neologismo «hantologie», que al pronunciarlo suena muy similar a «ontologie», sugiriendo
que estamos en el ámbito de una ontología del asedio.
de exorcismo que intentan limitar la espectralidad propia al movimiento tempo-
ral de la huella. Siguen siendo «ontologías». Y si, por ejemplo, Didi-Huberman
se aproxima a una tal concepción retomando el concepto de nachleben (sobrevi-
vencia) en Warburg, ha hecho el impasse de la verdadera potencia espectral de
la huella basando sus análisis en una fenomenología del contacto y limitando
sus aproximaciones al campo específico de la historia del arte. Su teoría, tam-
bién, sigue siendo una «ontología». Sin embargo, Didi-Huberman construye
una concepción de la «imagen-fantasma» que implica la elaboración de una
problemática del anacronismo que es muy relevante para nuestros propósitos.
Walter Benjamin es, en este y otros tantos aspectos, un faro a seguir. La
filósofa francesa Françoise Proust escribe respecto al carácter espectral de la
concepción de la historia en Benjamin:

El presente, pesado de su secreto, promete su revelación a aquel que lo


rememorará y vendrá a visitarlo con posterioridad [après-coup]. También
aparece como profético, como un cuadro de signos premonitorios
al mismo tiempo que tiene aspectos de algo ya visto [déjà vu], de un
fantasma, de un muerto-viviente [revenant]. Todo presente se desdobla
inmediatamente en porvenir incluido en el pasado y en pasado que
llama a un porvenir que se le sobrepone. La premonición es menos la 21
sobrevenida del porvenir en el presente que el llamado que el pasado, en
el seno del presente, hace al porvenir. El pasado llama al porvenir para
que, cuando el presente sea pasado, el porvenir, devenido presente, le
haga justicia y libere su verdad prisionera. Inversamente, el sentimiento
de déjà vu designa menos el sentimiento de retorno del pasado en el
presente que el llamado, en el seno del presente, de un pasado que no ha
dicho su «última palabra», que no la dirá todavía hoy, ahora, y no la dirá
sino una próxima vez, cuando un nuevo sentimiento de déjà vu tenga
lugar. El tiempo (presente, pasado, porvenir) es profético y espectral. La
rememoración no es la memoria de un pasado, sino la rememoración
de una advertencia, y la premonición no es la anticipación de un futuro,
sino la premonición de un retorno. El «ya» [déjà] es un «ya todavía» [déjà
encore] y el «todavía» un «todavía ya». En la modernidad, el tiempo
vuelve: se repite, está condenado. Prohibido, paralizado, detenido, da
vueltas en círculos. No está «vivo», tampoco está stricto sensu muerto, es
un retornado [revenant], sobreviviente [survivant] (Proust 1994 48-49)5.

5 Traducción de Adolfo Vera Peñaloza.


¿Hasta qué punto podemos pensar, en estos términos, la temporalidad definida
por las imágenes técnicas fotográfica y cinematográfica? No es necesario insistir
en las diferencias esenciales entre estos dos tipos de imágenes, y limitémonos
por ahora a destacar el hecho de que ambas comparten el determinar una
definición espectral del tiempo (el asedio como «pena» de los espectros). Esta
definición implica hacer un análisis, desde el punto de vista temporal, de las
relaciones existentes entre el «ya visto» [déjà vu] y la «posterioridad» [après-
coup, la Nachträglickeit freudiana]. Estas relaciones conciernen, entre otras
cosas, una cierta esencia espectral propia a la semejanza y a la imago, que les
haría surgir de la experiencia arcaica del doble y produciría en los humanos
el sentimiento de lo «siniestro» (Freud 1985). Cuando experimentamos
dichas situaciones, tenemos la sensación de vivir un retorno, una re-venida
(revenance), un asedio (hantise), y ello no puede más que incomodar la
estabilidad y tranquilidad de nuestro «presente». Este presente que, según
Benjamin, debía transformarse en un «a-presente» como consecuencia de la
detención mesiánica de la historia6. Por su lado, Roland Barthes, a pesar de
todos los desacuerdos que uno pueda tener respecto a su teoría de la fotografía,
en La chambre claire (Barthes 1985), un «diario de duelo» hecho posible por
una fotografía, habrá sido aquel que mejor comprendió el carácter «siniestro»
22 inherente a la imagen fotográfica. En lo que respecta al cine, es posible afirmar
que lo que ocurre en una sala de cine comparte muchos aspectos con una
sesión de hipnosis, lo mismo que con una sesión de psicoanálisis, no sería
más que por el hecho de la rapidez del flujo de imágenes que supone, como lo
ha mostrado Kracauer, una «relación fisiológica» con la pantalla, relación que
implica a su vez una liberación de los afectos ocultos en las capas más alejadas
del Yo. Pero está también la cuestión, profusamente teorizada por Freud, de la
repetición. El anacronismo es la repetición de un retorno que abre el tiempo
«homogéneo y vacío» llenándolo, en el momento del peor de los peligros,
de un «destello de esperanza»7 que puede manifestarse como una «imagen
dialéctica». Diremos: una imagen política es una imagen dialéctica inscrita en
una superficie técnica de repetición, permitiendo el retorno de los espectros.
De ahí las relaciones íntimas, que observaremos a partir de la obra de
Maurice Blanchot, obra inclasificable, inabordable, entre retorno de los espec-
tros, anacronismo y catástrofe. Ahora bien, todas estas relaciones deben ser
«rendidas visibles» por la teoría, si queremos ser fieles a filosofías de la imagen
como las de Warburg, Benjamin y Kracauer. Una «hantología» lo exige. De ahí
igualmente la importancia teórica del cine y la fotografía. Fue Benjamin quien

6 Cf. la tesis XIV de las Tesis sobre el concepto de historia.


7 Cf. Benjamin, Tesis sobre el concepto de historia (Benjamin 1993).
descubrió, el primero, el hecho que un aparato como la fotografía podría servir
de modelo al trabajo del historiador (el «historiador materialista», como él lo
llama, y que nosotros entendemos como aquel que busca, a partir de un aná-
lisis del pasado, un «objeto» —una «constelación material»— que permitiría
abrir el presente al «retorno de los espectros»). En una nota preparatoria para
las Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin comenta: «Si se quiere conside-
rar la historia como un texto, entonces vale para ella lo que un autor reciente
dice de los textos literarios: el pasado ha dejado por él mismo imágenes com-
parables a las que la luz imprime en una placa fotosensible. Sólo el porvenir
posee reveladores lo suficientemente activos para escarbar perfectamente en
esos clichés8 (Benjamin 1991 452). Por otro lado, es por la vía de la imagen
fotográfica que es preciso comprender estas otras frases: «[…] El pasado está
marcado de un indicio secreto, que lo reenvía a la redención. ¿No sentimos
nosotros mismos un débil soplo del aire en el que vivían los hombres de ayer?
¿Las voces que escuchamos no aportan un eco de voces desde hace tiempo
apagadas? ¿Las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que nunca co-
nocieron? Si ello es así, entonces existe una cita secreta entre las generaciones
pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados en la tierra. A nosotros, como a
cada generación precedente, nos ha sido acordada una débil fuerza mesiánica
de la que el pasado exige una pretensión. Esta no es otra que la de no alejar- 23
la. El historiador materialista tiene conciencia de ello» (Ibid). Ahora bien, por
nuestra parte, quisiéramos entender el término «historiador materialista» en
el sentido de Kracauer, el amigo de Benjamin, es decir, asumiendo que ese
«encuentro secreto» con los espectros del pasado es permitido por un aparato
(como el cine o la fotografía) capaz de «registrar», no representar icónica o
simbólicamente, la «realidad material» (Kracauer 1989). Y es aquí que aparece
la importancia de un concepto como el de «cámara-realidad». No se trata,
para Kracauer, de proponer una relación de mimesis entre la cámara y el mun-
do material (el «mundo de abajo») (Kracauer 2010). Al contrario, la «cáma-
ra-realidad» define justamente una realidad autónoma, diferente de las que
inventamos, por ejemplo, gracias al aparato perspectivo. Esta «realidad» está
técnicamente dispuesta a recibir, y a «hacer ver», la historia de la fotografía
espiritista es la prueba, los espectros. Las imágenes producidas de esta manera
no pueden sino ser políticas, ya que esos espectros no son otros que los que
Benjamin definió como «vencidos de la historia» (y aquí son esenciales, entre
otros, los trabajos fotográficos de Atget, Sanders, Chambi, etc., y los films de
autores como Raúl Ruiz, Buñuel, Rosselini y Patricio Guzmán, entre tantos

8 Benjamin cita al escritor francés André Monglond.


otros). Por otra parte, la discontinuidad y la fragmentación de lo real, sumadas
a la capacidad técnica de yuxtaponer, vía montaje, las «constelaciones» mate-
riales, hacen del cine un arte político por definición técnica.
Maurice Blanchot, junto a Benjamin y a Derrida, es el otro autor que
nos ha parecido plantear con toda la exigencia que implica la cuestión de
las relaciones entre arte y desaparición (en el caso específico de Blanchot, se
trata en lo esencial de una reflexión en torno a la literatura). La enseñanza de
Blanchot es, en ese sentido, doble, y lleva consigo una exigencia considerable
para cualquier interpretación. Por una parte, implica pensar la posibilidad/
imposibilidad (la posibilidad imposible) de la comunidad después del desastre.
Plantearemos la hipótesis de que la desaparición política es uno de los signos
mayores de esta época del desastre. Y ello como consecuencia del hecho que
ella, la desaparición, abre a la espectralidad como el «tono» de la historia, lo
que implica que desde ahora (desde un ahora que no ha dejado de ocurrir)
deberemos igualmente afrontar las exigencias de la «comunidad de aquellos
que no tienen comunidad» (Blanchot 1984), que en términos de estas páginas
serían los fantasmas-desaparecidos. Por otro lado, Blanchot creó una literatura
espectral, una literatura de la indeterminación radical, de lo «neutro», del «él»;
una literatura de espectros en el sentido tal vez más profundo del término,
24 en la que estos no son necesariamente «tematizados», pero en la que son la
intensidad que destruye todo contenido, todo «tema», toda referencia. Como
lo decían Benjamin y Derrida en relación a la continuidad histórica, la «entrada
del fantasma», el «enter the Ghost» hamleteano, en el texto literario mismo es,
en Blanchot, escrita como desorden radical de la referencialidad de las frases,
que se encuentran abocadas entonces a una suerte de «retorno espectral» del
texto. Es el mismo fenómeno en Raúl Ruiz, en lo que respecta al cine. Es como
si esta «entrada de los fantasmas» en el texto literario o en el film implicara
ante todo un desarreglo esencial de las leyes formales de la obra artística.
Capítulo II
Huella, inscripción, violencia
Es preciso considerar la cuestión de la huella fotográfica desde un punto de vista
político. Podemos formular la hipótesis de que la importancia esencialmente
política, en nuestra época, es decir, desde el siglo XIX, de la huella fotográfica
es la de posibilitar un tipo de inscripción profundamente espectral. El «eso ha
sido» barthesiano, la idea de una «emanación ontológica del referente», a fin de
cuentas, no permite pensar el momento de indeterminación, de indecidibilidad,
de diseminación, propio a la huella fotográfica, o si lo permite es siempre en
virtud de una subordinación al Index, es decir, a la potencia ontológica del
referente9. Sin embargo, el tipo de inscripción espectral de la huella fotográfica
fue desde el origen de la fotografía señalado por los comentadores y por los
fotógrafos mismos, y el desarrollo de la fotografía espiritista, con cultores
como Balzac y Victor Hugo, lo atestigua10. Se trata, por un lado, de un tipo de
27
creencias arcaicas características de la apropiación humana de la imagen, que
Benjamin denomina «valor cultual» (Kultswert) y por otro lado del desarrollo
de las experimentaciones ópticas modernas (la perspectiva, la anamorfosis,
la fantasmagoría) que permitirán la aparición de un aparato que permite ver
aquello que el ojo no ve (el «inconsciente óptico») (Milner 1982).
Para Benjamin la huella (Die spur) posee una relación especifica con el
aura. Afirma en el Libro de los pasajes: «Huella y aura. La huella es la aparición
de una proximidad, por muy lejos que pueda estar aquello que la ha dejado.
El aura es la aparición de una lejanía, por muy cerca que pueda estar lo que le
evoca. Con la huella nos apropiamos de la cosa; con el aura, es ella la que se
apodera de nosotros» (Benjamin 1983 464). La fotografía sería, en tal sentido,
un objeto técnico que pone en juego de un modo particularmente complejo
las relaciones entre aura y huella.
Volvamos al final de la «Pequeña historia de la fotografía». En un párrafo
de un cierto tono profético, se describe, entre otras cosas, el progresivo

9 Para una crítica a la teoría de Barthes, cf. Rouillé, André, 2005.


10 Cf. Thelot (2003). En relación a la actitud de Balzac, y su famosa « Théorie des spectres »,
pueden consultarse igualmente el primer capítulo de las memorias de Nadar, « Quand j’étais
photographe » («Cuando era fotógrafo»), in Dessins et écrits, (Nadar 1979 967-1284); igual-
mente el ensayo de Rosalind Krauss « Sur les traces de Nadar» (Krauss 1990 18-36).
proceso de miniaturización del aparato fotográfico, lo que permitirá «capturar
imágenes fugaces y secretas», Benjamin escribe: «No en vano se han
comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es
cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen? ¿No es la función del
fotógrafo, sucesor del augur y del arúspice, descubrir el delito y denunciar al
culpable en sus imágenes?» (Benjamin 1984 29). Y en el capítulo dedicado al
flâneur, en el «París del Segundo Imperio en Baudelaire»: «Un velo recubre
al ‘flâneur’ en esta estampa. Ese velo es la masa que se agita «en los rugosos
meandros de las viejas metrópolis[...] Cuando el velo se rasgue y deje libre a
la vista del flâneur una de esas ‘plazas populosas que la revuelta ha convertido
en soledad’, solo entonces verá sin obstáculos la gran ciudad» (Benjamin 1995
76). Se trata de una relación con la política como aquello que desgarra el velo
de la mercancía, la fantasmagoría, que ciega al flâneur; consecuencia de este
desgarro, la ciudad aparece como un espacio vacío en el que han sido borradas
las huellas.
Ilaria Brocchini ha subrayado, en su libro Trace et disparition (Huella y
desaparición) el carácter eminentemente ambiguo y complejo de la noción de
huella en Benjamin. Se trata de dos movimientos en donde las cuestiones
(esenciales en el pensamiento de Benjamin) del interior doméstico, del
28 historicismo arquitectural, de la fantasmagoría, entre otras, son tratadas: la
actividad que consiste en dejar huellas y aquella que consiste en borrarlas.
Como ya lo había notado Simmel, se trata de dos actividades que es preciso
considerar al interior del proceso por el cual la experiencia tradicional,
fundada en la transmisión del relato de generación en generación, es decir
la erfharung, se convierte en erlebnis, es decir, en una experiencia del instante,
del choque y de la discontinuidad, consecuencia de la vida urbana plena de
estímulos que la consciencia no es capaz de aprehender. En ese sentido, la
huella adquiere para Benjamin un carácter conservador, ya que ella pretende
reducir la violencia por la cual, en la modernidad, toda tradición (el aura, el
valor cultual) es borrada. Si el habitante de las metrópolis modernas busca
«dejar huellas», transformándose en un hombre-estuche, que habita casas
que son como conchas, es precisamente porque es incapaz de soportar el ser
reducido a la simple erlebnis y restos de erfharung quedan en él. Brocchini
propone el término «huellas de síntesis» para referirse a la reconstrucción,
en la época de la erlebnis, de los restos de la erfharung. Los totalitarismos del
siglo XX trabajaron muy precisamente ese fenómeno, apropiándose de las
fantasmagorías modernas como las Casas del sueño (Traumhauser) (Panoramas,
Pasajes, Museos, Exposiciones Universales) o el cine para manipular a las masas
y cegarlas respecto a la borradura de las huellas. Los totalitarismos mitologizan
las huellas y las hacen funcionar como imágenes de sueño que reenvían a un
origen intemporal. Es justamente aquí que para Benjamin el rol jugado por
ciertos artistas es esencial, ya que se transforman en borradores de huellas
para mostrar la mentira de esta mitologización. Es, por ejemplo, el caso de
Adolf Loos, Le Corbusier o Brecht, y a ello se refiere la idea de una politización
del arte contra la estetización fascista de la política. De tal suerte podríamos
formular la hipótesis de que si la huella producida por el aparato fotográfico,
un tipo de inscripción cuyo carácter de fijación no es más importante que el de
la separación o el de la manipulación y la borradura, posee una carga política
esencial, esta debe ser buscada del lado de su capacidad de mostrar el vacío o
la ausencia, tal como las fotos de Atget según Benjamin.
Quedémonos todavía algunos instantes en las frases recién citadas de la
Pequeña historia de la fotografía. Ellas nos ponen frente a un cierto «deber» del
fotógrafo de descubrir al culpable del «crimen», y que podría ser cualquiera de
nosotros. Se trata de la importancia que adquiere para Benjamin la figura del
detective (impuesta por la novela policial) en lo que refiere al fenómeno de la
borradura de las huellas. En la situación del shock padecido por los pasantes
en las calles pre-haussmanianas, la literatura busca, a principios del siglo XIX,
crear figuras estables, que en alguna medida funcionen como contrapeso a la
violenta imposición de la erlebnis. Por ejemplo, las fisiologías que pueblan los 29
folletones y los periódicos buscan establecer tipos humanos propios a la ciudad
moderna, pero que aparecen como próximos y no problemáticos, más allá de
todo conflicto social que, de hecho, en ese contacto casi inevitable entre todas
las clases sociales en la multitud, puede en todo momento estallar. La aparición
de la novela policial, según Benjamin, obedece al fracaso que estas formas
literarias padecen como consecuencia de su incapacidad para representar la
complejidad de la vida urbana moderna. No es un azar que sea Baudelaire quien
haya traducido por vez primera al gran inventor del género, Edgar Poe. Ambos
comprendieron rápidamente que la masa permitía la aparición de condiciones
ideales para cometer un crimen. «La masa —escribe Benjamin en el París del
Segundo Imperio— aparece aquí como el asilo que protege al antisocial de sus
perseguidores [...]» (Benjamin 1995 64-65). Y continúa: «En esos tiempos de
terror en los que cada cual tiene algo de conspirador, todos pueden encontrarse
igualmente conducidos a jugar el rol del detective. La flânerie le ofrece las
mejores perspectivas» (Benjamin 1995 65). Frente al flâneur-detective, no
hay sino huellas que aparecen y desaparecen, que se esfuman justo cuando
uno comienza a seguirlas. Cada huella señala un crimen, siempre bajo la
iluminación a gas y el esplendor de la fantasmagoría urbana parisina. En
esas condiciones, no es muy difícil desaparecer. No en otro sentido es preciso
comprender la afirmación benjaminiana: «El contenido social primitivo de la
novela policial es la borradura de las huellas del individuo en la muchedumbre
de la gran ciudad» (69). Sin embargo, a dicho movimiento de borradura de las
huellas en la calle, se opone la voluntad inversa de conservar, en el Interior
Burgués, la mayor cantidad posible de huellas. Es la función del coleccionista.
Este fenómeno es descrito en el capítulo «El interior, la huella» del Libro de los
pasajes. Otro pasaje del texto sobre Baudelaire resume las implicaciones de la
cuestión:

Percibimos desde Luis Felipe en la burguesía un esfuerzo para resarcirse


de la mínima cantidad de huellas que deja la vida privada en la gran
ciudad. Ella busca esta recompensa entre sus cuatro muros. Todo ocurre
como si ella se jugase su honor en salvar de la desaparición en la eterni-
dad de los siglos, si no su existencia terrenal, al menos sus artículos de
uso común. Recupera la huella de una multitud de objetos; busca fundas
y estuches para sus pantuflas y sus relojes, para los termómetros y las
hueveras, los paraguas y los cubiertos. Prefiere las fundas de felpa y de
terciopelo que conservan la marca de cada contacto. Con el estilo Makart
—el estilo del final del Segundo Imperio— los apartamentos devienen
30 conchas. Este estilo considera que el apartamento representa el envolto-
rio del individuo en el que deposita todos sus accesorios, guardando de
tal suerte fielmente la huella, como la naturaleza conserva en el granito
las huellas de una fauna desaparecida» (Benjamin 2006 72-73)11.

Al mismo tiempo, en el exterior, en el espacio público donde debe imponerse


la ley, una serie de medidas de control policial comienzan a establecerse, para
contrarrestar los efectos demoníacos —descritos en el cuento «El hombre de la
multitud» de Poe— del fenómeno de la borradura de las huellas. Benjamin señala,
entre otros ejemplos, cómo, a partir de 1805, la administración de Napoleón
impone la numeración de los edificios parisinos. Otras medidas conciernen
directamente a la fotografía, fundamentalmente aquellas que refieren al método
de identificación de Bertillon (el procedimiento conocido como «antropometría
judicial»). Se trataba de establecer, en una continuidad más o menos estable
respecto a las investigaciones de la fisiognómica y la frenología, una cartografía
precisa del rostro humano. Contra el carácter demoníaco y lo siniestro que
imperan en la noche fantasmagórica de la ciudad, la policía intenta refinar
tecnológicamente los procedimientos de la identificación. Bertillon contra Atget:

11 Traducción de Adolfo Vera Peñaloza


si aquel busca hacer aparecer hasta el último secreto de una supuesta identidad
cultural o racial en el rostro humano, para identificar al mal y —gracias a la
inscripción de la huella en la película fotográfica— «capturar» a la oscuridad
demoníaca del crimen, este ha mostrado el vacío de la ciudad, como aquello
que se muestra una vez el velo (la masa) es destruido. En ese sentido, Benjamin
escribe: «La fotografía permite por primera vez fijar durablemente y sin ninguna
ambigüedad las huellas de un hombre. La novela policial nace en el momento
de la conquista, decisiva, del carácter incógnito del hombre. No es posible prever
desde entonces un final a estos esfuerzos para apropiarse de él y fijarlo en sus
palabras y sus actos» (Benjamin 2006 75)12.
Sin embargo, sería excesivo asimilar la posición del fotógrafo con la del
detective o con la del criminal. Se trata de una zona intermedia que, por el
contrario, es aquella del «flâneur». Esta zona fue estudiada sistemáticamente
por Siegfried Kracauer en su ensayo de 1925 sobre la novela policial (Kracauer
2001). Este tratado filosófico considera a este género literario, de un modo di-
ferente a la aproximación más bien sociológica de Benjamin, desde el punto de
vista metafísico. Lo que manifiesta la novela policial según Kracauer es la crisis
radical de la ratio y el vacío existencial al que se ve condenado el habitante de las
ciudades modernas, arrojado al «mundo inferior», el mundo de la materialidad
(la mercancía), sin poder acceder al mundo superior, el de lo sagrado. El 31
«misterio» que se presenta bajo la modalidad de la borradura de las huellas
en la novela policial es la manifestación de la oscuridad de lo que escapa a la
razón (y que adquiere la figura del mal y del crimen). El detective es entonces el
último representante de una ratio cuyas realizaciones aparecen mecánicamente,
sin contenido ni sentido (bajo la modalidad de la Erlebnis y no de la Erfharung).
Obsesionado por el cálculo, por no dejar escapar los poderes de la razón mate-
mática, el detective toma el lugar del sacerdote en la época de la muerte de Dios.
Dice la misa en el hall de los hoteles, y su Dios es la deducción. El hall de hotel,
tantas veces descrito en las novelas policiales, tiene para Kracauer un valor sim-
bólico esencial. Es el espacio que se muestra en su vacío desprovisto de sentido,
una vez que los seres humanos han perdido la capacidad de constituir lugares,
puesto que ya no hay más comunidad humana. «Cuando los hombres —escribe
Kracauer— se han despojado de su relación constitutiva con el lugar, este ya no
posee más que una función decorativa» (Kracauer 2001 75)13. Y si para Kracauer
el hall de hotel es el equivalente de una iglesia, es preciso considerar, en cual-
quier caso, que aquél ya no representa a comunidad alguna, sino que más bien
al «público», cuya ley es el anonimato.

12 Ibid.
13 Ibid.
Pero si la iglesia está destinada al servicio de Aquel en cuyo hogar nos
alojamos, el hall de hotel está al servicio de todos aquellos que se dirigen allí
para no encontrar a nadie. Es la escena de aquellos que no buscan ni encuen-
tran a Aquel al que siempre buscamos, y que por tanto son huéspedes del
espacio como tal, del espacio que les rodea y que no tiene otra función que
rodearles (Kracuer 2001 76)14.
Leyendo esas líneas, no podemos dejar de pensar en las pinturas de
Edward Hopper y en la serie fotográfica The Americans de Robert Frank.
Para Kracauer, sería un error clasificar a la novela policial a partir de
categorías románticas. Si el mal, lo demoníaco y el crimen, bajo el signo del
misterio, aparecen en ella, es sin embargo bajo el control de la legalidad,
cuya abstracción hace del crimen otra manifestación de la ley. El crimen es
una excusa para hacer valer los derechos de la policía. El aspecto «siniestro»
(Freud) que define a la novela policial no es el del romanticismo (Hoffman por
ejemplo), que pertenecería a una esfera superior (lo religioso) —él ocurre en
la esfera inferior, la de la mercancía. Sin embargo este conserva aún un rasgo
de aquel: su carácter de interrupción. Según Kracauer:

Un largo camino separa al malvado glorificado en las novelas antiguas,


32 del temido adversario de Sherlok Holmes. En el primer caso, el acto
deriva de una pasión personal, por muy falsamente sentimental que sea
su representación; en el caso presente, el carácter demoníaco palidece
ante la brillantez de las deducciones; desmenuzando los hechos, ellas
extraen y distorsionan a la luz gris del día el origen del efecto demoníaco.
En el primer caso, el culpable posee una fuerza mágica indestructible; en
el segundo, la magia es una característica ilusoria que no engañará más
que mientras lo inexplicable no sea dominado por la lógica. Lo siniestro
no es, por su parte, ni un atributo del espíritu tenebroso que reenvía más
allá de la familiaridad del espacio habitado, ni propio al acto que ella no
precipita en el reino de las tinieblas —lo siniestro proviene del carácter
enigmático de un hecho que, en tanto último punto de encadenamientos
inexplorados, detiene bruscamente el flujo ininterrumpido de la agitación
social (Kracauer 2001 132)15.

La interrupción del flujo social, el propio a las masas, es lo que ha puesto


en evidencia la novela policial. El imaginario del detective, del criminal, pero
también el hall de hotel y los espacios vacíos pueden ser definidos como

14 Ibid.
15 Ibid.
manifestaciones de la borradura progresiva de las huellas de los lugares,
lo que implicará la aparición de espacios limpios de toda huella. Podemos
agregar: un lugar es un espacio en el que podemos identificar huellas. Estas
desaparecidas, no queda más que el espacio. Es el proceso de esta desaparición
el que es puesto en obra en la novela policial.
Volvamos a la fotografía. Si consideramos esta última alusión de Kracauer,
y si retomamos los análisis desarrollados por Max Milner en su ensayo sobre
la óptica romántica, en el cual la sobreabundancia de espejos, de lentes y de
efectos literarios adoptados como otros tantos efectos ópticos es vinculada a
una subjetividad que se pretende dislocada, sin dejar de ser por ello subjetividad,
podemos postular la hipótesis de que la fotografía no es, en esencia, un aparato
de utilización romántica justamente en tanto ella aparece en una época en la que
la subjetividad es transformada en mercancía (Milner 1983). Es precisamente por
ello que la fotografía no pertenece al régimen autónomo del arte. «La tentativa
—escribe Benjamin en el Passagenwerk— de provocar una confrontación
sistemática del arte y la fotografía estuvo de antemano condenada al fracaso.
Era preciso que ella fuera un momento de la confrontación entre el arte y la
técnica, llevada a cabo por la historia» (Benjamin 2006 689). Por otra parte, en
la época en que las masas actúan mecánicamente, como lo describe Poe en el
«Hombre de la multitud», época en la que, como lo señala Baudelaire, la virtud 33
social más alta no es otra que la prostitución, el carácter de «reproductibilidad
técnica» (ya presente en un dispositivo como el fisionotrazo) deviene esencial
y nos obliga a desconfiar de categorías demasiado románticas como aquella
de lo siniestro. O, como lo preconizaba Kracauer, nos obliga a limitarlas a los
fenómenos de interrupción del flujo social.
La carga política de la huella fotográfica debe entonces ser considerada
en relación al carácter técnico de la imagen fotográfica. Si toda imagen es un
tipo particular de inscripción, y se integra por tanto a la lógica de la escritura
y su movimiento diferante, en términos derridianos, entonces la huella que
corresponde a tal aparato es ante todo reproductible. En tal sentido, corresponde
como ninguna otra a una época en la que incluso las singularidades más
excéntricas sucumben al «círculo mágico del tipo». El automatismo de las
masas corresponde estrictamente a la mecanización de la imagen fotográfica
(y cinematográfica). Esta mecanización concierne al aparecer y desaparecer de
la huella en un mundo dominado por la fantasmagoría y el fetichismo de la
mercancía. Se trata entonces de la experiencia del shock, que, según Benjamin,
implica la progresiva importancia que adquiere la memoria voluntaria (una
consciencia perpetuamente al acecho), en relación con la memoria involuntaria,
susceptible de producir una experiencia auténtica. Escribe Benjamin: «La
discontinuidad de los momentos del shock encuentra su causa en la discontinuidad
de un trabajo devenido automático, que ya no admite la experiencia tradicional
que presidía al trabajo tradicional. Al shock padecido por aquel que se pasea en
medio de la multitud corresponde una experiencia inédita: la del obrero frente a
la máquina» (1995 245). La fotografía habrá estado entonces en el centro de las
causas históricas que permiten explicar la «decadencia del aura», es decir, de los
«recuerdos más o menos distintos de los que está impregnada cada imagen que
surge del fondo de la memoria involuntaria» (245). La huella fotográfica, que
surge como el tipo de inscripción propio a una época que se caracteriza por el
fenómeno generalizado de la borradura de las huellas (y aquí la estrategia de la
desaparición forzada de personas utilizada por los regímenes totalitarios, debe
aparecer como el horizonte teórico de una filosofía política de la huella), está en
la base de la decadencia de una facultad psíquica, que permitía dotar a las cosas
de la capacidad de levantar la mirada. Nos encontramos entonces con el carácter
«espectral» de la huella: se trata de un proceso según el cual los objetos pueden
inscribirse en la memoria justamente porque no existen en ellos mismos en un
presente de la percepción, sino conformemente a la lógica (definida por Freud)
del retardamiento (nachtraglichkeit, après-coup). Esta inscripción, en la época del
shock, no es posible sino gracias a los aparatos como el cine y la fotografía, que
34 son, según Benjamin, «medios de inmunización».
El anacronismo —la no coincidencia del tiempo consigo mismo— de
este tipo de inscripción, anacronismo que define su condición espectral, fue
descrito por Benjamin en un pasaje de Infancia en Berlín, donde se trata del
déjà vu: «Se ha descrito a menudo al déjà vu. ¿Se trata de una fórmula verda-
deramente feliz? ¿No habría, más bien, que hablar de acontecimientos que
nos llegan como un eco del llamado que les dio nacimiento, llamado que pa-
rece haber sido lanzado un día desde la oscuridad de la vida pasada? Por lo
demás, a ello corresponde el que el shock, por medio del cual un instante se da
a nuestra consciencia como ya vivido, la mayoría de las veces nos golpea con
la forma de un sonido […]. Es extraño que no se haya seguido todavía el tra-
yecto inverso de este alejamiento —el shock por el cual una palabra nos hace
titubear como un pañuelo olvidado en nuestra habitación. Lo mismo que este
conduce nuestro pensamiento hacia una extraña que estuvo allí, hay palabras
o silencios que conducen a nuestro pensamiento hacia esta extranjera invi-
sible: el porvenir, que los olvidó en nuestra casa [...]». (Benjamin 1978 53)16.
Benjamin, en otro texto del mismo libro, habla de un «pequeño rincón» que
«poseía las huellas de aquello que iba a ocurrir» (Benjamin 1978 60)17.

16 Ibid.
17 Ibid.
Es preciso definir, entonces, en términos generales, una época, que Jean-
Louis Déotte llama «época de la desaparición», donde la cuestión de la huella
adquiere toda su carga política, en la medida en que se trata de una época
(cuya temporalidad, espectral, es profundamente anacrónica) en la que la pro-
blemática de la inscripción es central. Esta inscripción es la propia a la huella,
es decir que ella supone que lo que «aparece», como resultado de los aparatos
técnicos, se instala desde ya en un movimiento, el de la mercancía y sus fan-
tasmagorías, en donde la desaparición «está siempre ahí».
Podríamos definir igualmente a esta época como la época del archivo,
puesto que todo lo que aparece en ella lo hace desde ya «archivado»
(reproducido, almacenado, función primordial de los aparatos propios a la
era digital), y en primera instancia el pensamiento mismo, siendo la memoria
como inscripción del acontecimiento según la lógica del après-coup el modelo.
El archivo espectraliza al acontecimiento, transformándolo en huella (en
documento): inscripción que por el hecho de aparecer puede siempre
desaparecer, y ahí se juega la dialéctica entre huella y aura en Benjamin, pero
igualmente el rendimiento filosófico de la novela policial según Kracauer, y el
de la crítica a la «metafísica de la presencia» en Derrida, puesto que la huella
—la différance como «producción de la diferencia, no aparece sino en tanto
ella puede siempre desaparecer». 35
Podemos, entonces, deslizar la hipótesis de que esta época produce
aparatos cuya capacidad de espectralización del acontecimiento se
complejiza progresivamente (conforme a las innovaciones tecno-centíficas).
Si la huella fotográfica ya implicaba una poderosa espectralización de lo que
aparece, consecuencia de la fragilidad de la imagen y de la posibilidad de su
manipulación (y de ahí entonces la recepción inmediatamente «espiritista»
de este aparato, en autores como Balzac, Víctor Hugo y muchos otros), la
huella cinematográfica es todavía menos sólida y aún más fantomática
consecuencia de la incapacidad en que se encuentra la consciencia de capturar
el movimiento excesivamente rápido (24 fotogramas por segundo) de las
imágenes que se deslizan frente a ella. Hoy día, habría que pensar como una
suerte de consolidación de la «potencia de espectralidad» propia a los aparatos
la llegada de la tecnología digital, y podríamos en tal sentido comprender las
frases de Derrida en el film Ghost dance (1983) de Ken MacMullen: «Entonces,
yo creo, al contrario, que el porvenir es de los fantasmas y que la tecnología
moderna de la imagen, de la cinematografía, de la telecomunicación, aumenta
el poder de los fantasmas, el poder del retorno de los fantasmas».
Es en relación a Benjamin que Derrida ha analizado la cuestión de la
reproductibilidad técnica. A partir de una serie de dibujos de Valerio Adami
expuestos en la Galería Maegth con el título Le voyage du dessin («El viaje del
dibujo») en 1975, Derrida elabora, en «+ R», algunas consecuencias políticas
del dibujo, fundamentalmente de la obra de Adami Rittrato di Walter Benjamin.
Lo que interesa a Derrida de la concepción del dibujo de Adami, desde
donde intenta extraer las consecuencias políticas, es la definición del trazo
como incisión, como marca, como límite, umbral o frontera. Como huella, en-
tonces. Para Derrida, Adami elabora un programa identificable a aquel que él
mismo intenta aplicar en filosofía. Se trata de un sistema que busca establecer
y desarrollar las condiciones mínimas a partir de las cuales tanto el dibujo
como el pensamiento pueden constituirse, contra toda idea de unicidad, de
totalidad o de universalidad. Sistema que es equivalente, en este sentido, a
aquel que Mallarmé aplicó en poesía. En Glas, Derrida ha definido lo que lla-
ma el «efecto + L», que consiste, si podemos permitirnos resumir en una frase
uno de los aspectos destacados en un libro como ese, de una tan difícil lectura,
en producir un sistema de lectura (en este caso, de la obra de Genet) que fun-
ciona considerando únicamente aquello que escapa a la lógica y a la filosofía
(aquí, contra la lectura psicoanalítica de Genet hecha por Sartre). Cuestiones
como la de la onomatopeya, de la cripta o del doble están en el corazón del
análisis. Adami, que ha hecho una serie de dibujos sobre Glas, propondría,
36 concentrándose en los elementos mínimos del dibujo (el trazo, la huella, la
incisión) un (anti)-sistema semejante y que Derrida llama «efecto + R». Para
Derrida, en Adami no se trata ni siquiera de un trazo, sino de un «tr». Un «tr»,
según Derrida, trabaja «en o fuera de la lengua» (Derrida 1978 199)18.
Se trata aquí —continúa Derrida— […] de violencia y de arbitrariedad.
De avanzar lo injustificable a través de consciencia alguna, y algo que no resis-
te, de entrar efectivamente con las relaciones desencadenadas por Adami, que
no teniendo nada que ver con ellos. Y luego «tr» no representa, no imita nada,
no grava sino un trazo diferencial, entonces más bien un grito informe, no dice
todavía relación con lo lexical, no se deja domesticar por un verbo apaciguado,
inicia y fragua un cuerpo otro» (199)19.
En lo que refiere al dibujo de Benjamin, se trata de un dibujo que representa
el retrato fotográfico del filósofo. La cuestión de la reproductibilidad técnica
(de la fotografía) está entonces presente. Sin embargo, si para Benjamin la
crisis del valor cultual impuesta por la reproductibilidad técnica permite al
momento político presentarse con la potencia que la tradición (el culto, la
religión, el museo) ocultaba, para Derrida, un trazo como aquel del dibujo de
Adami impone la cuestión esencialmente política de la frontera, del umbral

18 Ibid.
19 Ibid.
y del límite. Benjamin, lo sabemos, es el filósofo de la frontera y representa
con su propia biografía la crisis y la catástrofe del proyecto europeo. Se
trataría entonces de un dibujo acerca de las posibilidades políticas del dibujo.
Adami establece en sus dibujos los trazos que figuran otras tantas fronteras,
límites y líneas que implican posibilidades / imposibilidades de pasajes20.
«Además de su escritura, escribe Derrida, podemos identificar las letras de su
nombre propio que bastan para rendirlo disponible y común, amigo, sellando
al mismo tiempo, por tantos trazos, la fraternidad de los sujetos» (Derrida
1978 204). La escritura sobre un dibujo, sobre todo si se trata de un dibujo
hecho a partir de un retrato fotográfico, no puede ser inocente. No podemos
ignorar, nos señala Derrida, la teoría benjaminiana del retrato. Según ella,
cuando el rostro, el último refugio del valor cultural en la imagen, comienza a
desaparecer (en las fotos de Atget por ejemplo) la leyenda (el pie de foto) se
impone. Aquella posee un valor eminentemente político. En tal sentido, según
Derrida, el pie de foto designa el lugar de una desaparición. Es la aparición,
al centro de la escena del crimen, de la desaparición. «Desaparecido está el
sujeto. El desaparecido ‘aparece’, ausente en el lugar mismo del monumento
conmemorativo, volviendo al lugar vacío marcado por su nombre. Arte del
cenotafio» (Derrida 1978 205). Los trazos son entonces hechos por «puntas de
sismógrafo» que miden las convulsiones de una época en la que las cuestiones 37
del «paso de fronteras» y de la desaparición del cuerpo sobre la escena del
crimen constituyen el núcleo de su política. Cuando un trazo adquiere una tal
dimensión filosófico-política, se transforma entonces en huella.

20 «Puesto que en esta cartografía política de Benjamin, el «afecto del pasaje» no pierde ninguna
violencia, al contrario, al producirse sobre límites, sobre líneas de fractura o de afrontamiento,
en lugares de efracción: cuadros y cuadros de cuadros». (Derrida 1978 207, Trad. Adolfo Vera
Peñaloza).
Capítulo III
Derrida: El cine o el arte de dejar
retornar a los espectros
Podríamos, pensamos, aplicar a una teoría del cine los aportes que
Jacques Derrida realizó en lo que concierne a las relaciones entre huella y
espectralidad. La imagen es una huella: esto quiere decir que ella es una
inscripción, que supone entonces una superficie de inscripción, la que es
necesariamente técnica. A partir de Derrida, observamos que a la base de
toda superficie de inscripción hay una repetición, el fort-da (Freud), y en
consecuencia la pulsión de muerte que es también pulsión de asedio y de
retorno: la temporalidad propia a esta configuración es entonces aquella de
la Nachträglichkeit (posterioridad freudeana). La cuestión del documento, y de
una imagen-documento, y por ello del archivo, es de esta manera planteada.
¿Cómo la definición de una imagen en movimiento, y por lo tanto de una
huella en movimiento, afectaría a la definición de la espectralidad? ¿Cómo
41
esta implicaría también una redefinición del testimonio?
En una entrevista con motivo de los cincuenta años de los Cahiers du
cinéma, Derrida retorna a su experiencia (no-cinéfila, como él lo reconoce)
del cine. La cuestión de la espectralidad es para él la más significativa. Esta es
planteada en los siguientes términos:

La experiencia cinematográfica pertenece, de parte en parte, a la espectra-


lidad, que yo relaciono con todo lo que se ha podido decir del espectro en
el psicoanálisis - o a la naturaleza misma de la huella. El espectro, ni vivo ni
muerto, está en el centro de algunos de mis escritos, y es ahí que, para mí, un
pensamiento sobre el cine sería probablemente posible […] El cine puede
poner en escena la fantasmalidad casi frontalmente, sin duda alguna, como
una tradición del cine fantástico, los films de vampiros o de espectros, ciertas
obras de Hitchcock. Es necesario distinguir aquello de la estructura completa-
mente espectral de la imagen cinematográfica. Todo espectador, en el contexto
de una sesión, se pone en comunicación con un trabajo del inconsciente
que, por definición, puede ser aproximado al trabajo del asedio según Freud.
Él denomina a aquello «lo ominoso» (unheimlich) […]21

21 Derrida, Jacques, « Trace, archive, image et art. Dialogue au Collège Iconique (avec Jean-
Derrida continúa su argumentación insistiendo en las relaciones profundas
que unen al cine y al psicoanálisis (Benjamin fue el primero en haberlo
comprendido): «Incluso la visión y la percepción del detalle en un film están
en relación directa con el procedimiento psicoanalítico. La ampliación no
solamente agranda, el detalle da acceso a otra escena, una escena heterogénea.
La percepción cinematográfica no tiene equivalente, ella es la única capaz
de hacer entender por la experiencia lo que es una práctica psicoanalítica:
hipnosis, fascinación, identificación, todos esos términos y procedimientos
son comunes al cine y al psicoanálisis, y ello es el signo de un «pensar común»
que me parece primordial» (Ibid). Sabemos muy bien que cuando Derrida
habla de «fantasma» en psicoanálisis, se refiere a Torok y Abraham y a su
«clínica del fantasma»22. Al mismo tiempo, para él el cine ha instaurado un
nuevo (e inaudito) «régimen de creencia». Cuando estamos en una sala de
cine, «creemos» en lo que vemos proyectado sobre la pantalla, y eso debido a
que estamos en un estado donde nuestra consciencia no ejerce sus derechos
de crítica (y ello refiere al carácter hipnótico del cine, y a los efectos políticos,
la cuestión de la propaganda, que esto implica). Por otro lado, creer en los
espectros no es algo «normal». «Porque la dimensión espectral, continúa
Derrida, no es aquella de lo vivo, ni de lo muerto, ni aquella de la alucinación
42 ni de la percepción, la modalidad del creer a la cual refiere debe ser analizada
de una manera absolutamente original»23. Ahora bien, lo que se produce luego
de esta particular proyección que es el cine, es un «injerto» de espectralidad,
es decir, la inscripción sobre la película proyectada de «huellas de fantasmas»
que, en tanto que huellas, se inscriben y desinscriben obedeciendo a la ley del
retorno o del asedio, vehiculando de esta manera los «duelos» de la historia.
«Memoria espectral, el cine es un duelo magnífico, un trabajo de duelo
magnificado. Y él está dispuesto a dejarse impresionar por todas las memorias
en duelo, es decir por los momentos trágicos y épicos de la historia» (Ibid).
Por otro lado, si el cine define un «nuevo régimen de la creencia»,
debe al mismo tiempo poder definir un «nuevo régimen del testimonio».
«Creemos», según Derrida, en el testimonio —y de ahí la razón de que él

Michel Rodes, François Soulages, Gérald Cahen, Patrick Charadeau, Gérard Hubert, Serge
Tisseron et Marie-José Mondzain) », le 26/06/2002, in Derrida en castellano (en ligne),
consulté le 21/02/2012. http://www.jacquesferrida.com.ar/frances/trace_archive.htm trad.
mía. Existe traducción al español, en Derrida, Jacques, 2013: 33.
22 En francés existe la distinción entre «fantasme» (fantasía) y fantôme («fantasma», «espec-
tro»). En psicoanálisis «fantasme» refiere a una «fantasía» ligada a una función específica del
inconsciente. La «clinique du fantôme» de Abraham y Torok sería entonces una «clínica del
espectro» ( AbrahamTorok 1993).
23 Ibid., p.334. Trad. Adolfo Vera Peñaloza.
deba ser relacionado con la «promesa». Esto no impide que, de acuerdo a
las características específicas de la imagen cinematográfica, esta «creencia»
que la relaciona con el testimonio, sea objeto de la desconfianza (jurídica, por
ejemplo). Era esperable entonces que Derrida, en la entrevista que comentamos,
se detuviese en un comentario del film Shoah (1985) de Claude Lanzmann.
Las relaciones entre testimonio, espectralidad e imagen son planteadas allí
como en ningún otro film. La imagen cinematográfica es allí confrontada a
la sobrevivencia de los fantasmas, y ello debido a su capacidad inscriptiva
—técnica, entonces- particular. En este sentido, el film de Lanzmann sería
capaz de «testimoniar» al obligar al aparato al más alto rendimiento de sus
especificidades técnicas. Estas implican necesariamente al testimonio. La
huella es, en tanto concepto que refiere a una existencia concreta inscrita
en la película para ser proyectada en la pantalla, el pilar teórico del análisis
derrideano del cine.

«La huella —explica— es el «esto ha tenido lugar» del film, la sobrevi-


vencia. Puesto que todos estos testigos son sobrevivientes: han vivido
aquello y lo dicen. El cine es el simulacro absoluto de la sobrevivencia
absoluta. Nos cuenta aquello desde donde no se vuelve, la muerte. Por
su propio milagro espectral, nos designa lo que no debería dejar huella. 43
Es entonces dos veces huella: huella del testimonio mismo, huella del
olvido, huella de la muerte absoluta, huella de lo que no deja huella,
huella de la exterminación»24.

La huella entonces como «sobrevivencia» que testifica de ella misma. Por otro
lado, Derrida apunta al hecho de que ese testimonio, en tanto «testimonio
cinematográfico», se estructura a partir de aspectos específicos de la «realidad
material», fundamentalmente los gestos del cuerpo y de la voz. Podríamos en-
tonces decir que si existe algo así como una «sobrevivencia cinematográfica»,
y entonces una espectralidad y una posibilidad del testimonio fílmicos, ello es
como consecuencia de las especificidades técnicas propias al aparato, las del
registro del «mundo de abajo» (Kracauer), e igualmente las del montaje y las
de la proyección en la sesión, con todas las consecuencias de «creencia» que
ello implica.
Para Derrida, entonces, la imagen en general, en tanto huella, es un
tipo de inscripción que implica necesariamente una des-inscripción (como
una firma implica una contra-firma), y es en este descalce, en este espacio

24 Cahiers du cinéma, ed. cit., p. 80. Trad. Adolfo Vera Peñaloza.


abierto entre inscripción y des-inscripción que se introduce la espectralidad
y su potencia de destrucción de las categorías de la metafísica occidental. Es
la cuestión de la apropiación-reapropiación la que es puesta en juego de tal
suerte. En un diálogo con teóricos de la imagen del Colegio Icónico del Insti-
tuto nacional de historia del arte de París, Derrida elabora dicha problemática
del modo siguiente:

[…] la circuncisión, la huella, el corte como interrupción de la apropiación.


Corte respecto a sí mismo que es la condición de esta experiencia, no úni-
camente gracias a la circuncisión en el sentido literal, sino que gracias a lo
que es dicho en un momento dado de una circuncisión que nos es sola-
mente propia a la cultura judía o musulmana o a cualquier otra cultur re-
ligión abrahamica, judía o musulmana, sino que propia a una experiencia
universal que supone este corte, esta no reapropiabilidad del idioma. Lo
que es absolutamente singular en cada uno de nosotros, lo que es absolu-
tamente idiomático, la firma digamos, es paradojalmente lo que no puedo
reapropiármelo. Ello me es absolutamente propio, pero no puedo reapro-
piármelo, y ahí está la paradoja, y es eso lo que un film nos hace pensar25.

44 Derrida dice estas frases refiriéndose a su propia experiencia cinematográfi-


ca26, primero en tanto actor en el film Ghost dance (1983) de Ken Mc Mullen
y después en tanto «objeto» de los documentales D’ailleurs Derrida (1999) de
Safaa Fathy y Derrida (2002) de Kirby Dick, reflexionando entonces de su ex-
periencia personal de verse proyectado, desdoblado —como un espectro— en
la pantalla. Sin embargo, se trata de una experiencia universal: los sujetos que
observamos en la pantalla no son otra cosa que «huellas cinematográficas»,
y entonces «dobles», «espectros», aunque podamos estar seguros de que se
trata de determinados sujetos. Derrida insiste en el hecho que, para que esta
«verdad» de la huella cinematográfica (y, podríamos agregar nosotros, de toda
huella) se cumpla en toda su profundidad, el sujeto en la pantalla debería ser,
de preferencia, alguien que ya ha muerto (y en ese momento estamos fren-
te, sin ninguna duda y sin metáfora, a un fantasma). Es en este sentido que
Derrida señala, pensando en su experiencia en el film de Safaa Fathy: «Eso

25 Derrida, Jacques, « Trace, archive, image et art. Dialogue au Collège Iconique (avec Jean-
Michel Rodes, François Soulages, Gérald Cahen, Patrick Charadeau, Gérard Hubert, Serge
Tisseron et Marie-José Mondzain) », le 26/06/2002, in Derrida en castellano (en línea),
consultado el 21/02/2012. http://www.jacquesderrida.com.ar/frances/trace_archive.htm. Hay
trad. española: Derrida, Jacques, 2013: pp. 99 y ss. Trad. Adolfo Vera Peñaloza.
26 Ver la filmografía derrideana incluida al final del volumen en Derrida, 2013.
parte de mí, es decir que eso procede de mí, y procediendo de mí, se separa de
mí. Es por eso que deja una huella. Yo puedo morir en cada instante, pero la
huella queda ahí. El corte está ahí. Es una parte de mí la que es cortada y que
entonces parte de mí en los dos sentidos del término: ella procede, ella emana
de mí al mismo tiempo separándose, cortándose, desprendiéndose de mí»27.
Esta concepción, que coincide de un modo asombroso con la concepción «es-
piritista» de Balzac respecto a la fotografía (Krauss 1990 18-36) pone el acento
en el hecho que toda huella posee, por definición estructural, un momento de
separación, de desprendimiento y de borradura que es tan importante como el
de la inscripción (y es por ello que la definición de la huella no coincide con la
del «index» propuesta por Peirce y retomada por Barthes en tanto «emanación
del referente»: fijación perenne de lo que «ha sido»). Derrida se referirá enton-
ces a una restance28 de la huella, una restance más allá de toda ontología. Ahora
bien, esta definición de la huella afectará necesariamente a la del archivo. Un
archivo no es otra cosa que una «selección de huellas», y como consecuencia
de ello, se funda borrando ciertas huellas y conservando otras. Esta dialéctica
conservación / borradura es una dialéctica espectral29. Es, justamente, el «mal
de archivo» (Derrida 1996): este no es un objeto de memoria, al contrario es
por esencia una maquinaria de olvido.
Es a partir de aquello que podemos verificar la importancia de un film 45
como Ghost dance (1983) de Ken McMullen. Más allá de las «apariciones»,
conservemos para este término todas sus significaciones, espectrales también,
de Derrida en dicho film, la cuestión política está planteada de entrada, pero
igualmente aquella que concierne a las nuevas tecnologías de la imagen30.
El nudo del relato de este film se articula en torno a la experiencia de dos
jóvenes mujeres, que cambian constantemente de personalidad y son poseídas
por diversas figuras históricas y antropológicas (mendigos-traperos de las
ciudades post-modernas, antiguos indios de América, combatientes de la
Comuna de París), figuras que pertenecen todas a la categoría de aquellos que
desde Benjamin llamamos los «vencidos de la historia». Se trata de la deriva
sin sentido de dos jóvenes mujeres en los espacios vacíos o poblados de dos
metrópolis: París y Londres. En este sentido, el film es una reflexión en torno a
la sobrevivencia de los vencidos de la historia en las ciudades post-modernas.

27 Ibid.
28 Se trata de un neologismo intraducible creado por Derrida a partir de la fusión entre las pa-
labras «résistence» (resistencia) y «rester» (quedar, permanecer, perdurar).
29 «Ahí dónde guardaríamos todo, no habría archivos (…) Entonces el archivo comienza allí
donde la huella se organiza, se selecciona, lo que supone que la huella siempre es finita. ¿Qué
quiere decir esto? Quiere decir que una huella siempre puede borrarse». Derrida, Ibid.
30 Estos serán igualmente aspectos esenciales desarrollados por el libro Espectros de Marx.
McMullen insiste sistemáticamente, para crear estos «efectos de espectralidad»,
en la yuxtaposición de voces diferentes, que se superponen a las imágenes
ya sea de lugares abandonados y olvidados de estas ciudades (por ejemplo en
Londres, la tumba de Marx o los patios vacíos de una fábrica abandonada, o
en París el muro de los fusilados de la Comuna en el Père Lachaise), ya sea de
«no-lugares» en los que la aparición de fantasmas es propicia.
Y las voces hablan de rituales, de electricidad, de mitologías, siempre con
la música de cánticos indígenas, mientras se observan las imágenes de enor-
mes metrópolis, la noche, atravesadas por las luces de los automóviles y de las
carreteras. Dicen estas voces, por ejemplo: (voz de un hombre): «En una era
de tinieblas, en una época y tiempo antiguos, en períodos de duelo, los vivos
atacaban a los muertos, les lanzaban piedras e insultos, escupiendo y gritando
de rabia, pues se sentían abandonados a los terrores de la noche […] (voz de
una mujer): ¿por qué no puedo olvidar? Es como si yo fuese responsable. ¿Por
qué me despierto en la noche con la sensación de que ellos me están mirando?
Mierda, tengo tanto miedo. Todos están ahí, hablando de mí. Mi Dios, necesito
silencio […]». O también: «(voz de un hombre) Se pensaba que los fantasmas
serían olvidados en esta era electrónica. Pero se pusieron a utilizar los utensi-
lios electrónicos para sus propios fines. Suelen saltar encima de las ondas de
46 radio. Se han señalado casos de fantasmas en tiendas de electrodomésticos». Y
la cuestión de la mercancía (y de su fetichismo) es de tal suerte planteada. Inme-
diatamente después de pronunciadas estas frases, una de las muchachas entra
en una tienda de electrodomésticos para vender algunos utensilios electrónicos
(teléfono, máquina de escribir eléctrica, radio, etc). Ella termina siendo agredi-
da por el vendedor, quien antes de destruir los objetos, le dice (masticando el
teléfono, en lo que bien podría ser una alusión al canibalismo de incorporación
tan importante para la teoría de Abraham y Torok): «Aquí, cuando soy yo quien
vende, esto funciona, cuando eres tú, esto no vale nada». Y sabemos cuántas
páginas dedicó Jacques Derrida, fundamentalmente en Espectros de Marx, al es-
tablecimiento de una definición espectral de la mercancía.
Ghost Dance es entonces un film acerca del asedio de los espectros y su
retorno. En otro momento del film, una voz femenina dice: «Bruscamente, yo
(je) y mí (moi) devinieron personas distintas. Caminábamos en una ciudad.
La noche caía, el cielo brillaba de luces eléctricas. Nos pusimos a caminar en
dirección al océano. De pronto, las gentes se pusieron a correr, en sentido
opuesto. Reinaba el pánico. Pero aquéllos, que se precipitaban hacia nosotros,
eran los muertos de siglos pasados. Su peso destructor se convirtió en una ola
colosal. Ella nos absorbió. Y una sola de entre nosotros sobrevivió». Se trata de
un film en el que aquello que Lyotard llama las «normas del discurso» (norma
primitiva de la narración, norma teológica de la revelación, norma moderna
de la deliberación (Lyotard 1983) se superponen e interactúan, como si, como
consecuencia de las especificidades técnicas del aparato cinematográfico, el
discurso derrideano en torno a la espectralidad pudiese yuxtaponerse a los
dispositivos narrativos primitivos y a los ritos de invocación de los muertos,
todo en un contexto urbano postmoderno y capitalista.
Las frases dichas por Derrida en sus «apariciones» en el film que comen-
tamos, insisten en una cuestión de una gran importancia para una filosofía
interesada en los efectos estéticos y políticos de un discurso como la «teoría
de la espectralidad» de Derrida: el retorno y el asedio de los espectros en tanto
modos de la temporalidad, destrucción de la temporalidad que la metafísica
de la presencia ha impuesto a la historia, ya sea en tanto teoría del progreso,
o como predominio de la memoria, etc., son al mismo tiempo el modo por el
cual la espectralidad destruye al presente y a toda manifestación de la «pre-
sencia». Ello implica que no podemos ser contemporáneos (Agamben 2008)
en el sentido de la co-presencia, sino en el del anacronismo y la simultaneidad
de temporalidades divergentes que se «interespectralizan» justamente porque
ellas se «asedian» mutuamente, encontrándose entonces en la obligación de
asumir el retorno de los desaparecidos y de los vencidos, como esas voces en
off en el film de McMullen. «Ser asediado por un fantasma —dice Derrida en 47
el mencionado film— es tener la memoria de algo que no ha sido vivido en el
presente, tener la memoria de lo que, en el fondo, jamás ha tenido la forma de
la presencia». Y, ante la pregunta de una de las muchachas: «¿Cree ud. en los
fantasmas?», Derrida responde: «¿Preguntamos a un fantasma si cree en los
fantasmas?». Y como él estaba consciente que una huella cinematográfica no
es más que un fantasma, Derrida agrega: «Aquí el fantasma soy yo». Y conti-
núa: «El cine es el arte de dejar retornar a los fantasmas»31.

31 Derrida mismo señaló, en un diálogo con Bernard Stiegler, hasta qué punto la muerte de la
actriz Pascale Ogier, ocurrida algunos años después de la filmación de Ghost Dance, le había
impresionado en el plano de la espectralidad: «Al final de mi improvisación, yo debía decirle:
«y entonces, ¿ud. cree en los fantasmas?». Repitiéndola, a petición del cineasta, a lo menos
unas treinta veces, ella decía esta pequeña frase: «sí, ahora sí». Ya al momento de las tomas,
ella la repitió por lo menos unas treinta veces. Ahora bien, imagine cuál fue mi experiencia
cuándo, dos o tres años después, ya habiendo fallecido Pascale Ogier, volví a ver el film en
los Estados Unidos […] De pronto vi en la pantalla el rostro de Pascale Ogier, que yo sabía
que era el rostro de una muerta. Ella respondía a mi pregunta: ¿Cree ud. en los fantasmas?
Mirándome casi fijamente en los ojos, ella me decía todavía, en la gran pantalla: «Sí, ahora
sí». ¿Qué ahora? Años después, en Texas, pude tener el sentimiento estremecedor del retorno
de su espectro, el espectro de su espectro volviendo a decirme, a mí, ahora: «ahora, ahora,
ahora…», es decir, en esta sala oscura de otro continente, en otro mundo, ahora, sí, créeme,
yo creo en los fantasmas». (Derrida Stiegler 1996 133-135).
Capítulo IV
Blanchot: El desastre,
la desaparición
¿Habrá que inscribir, siempre, al pensamiento de la desaparición bajo un cier-
to contexto al interior del cual ella donará su potencia negativa, y pondrá al día
los frutos de su destino de destrucción? Llamaremos, siguiendo a Blanchot, a
dicho contexto: la época del desastre. ¿Cuál es la relación entre la desaparición
y aquello que Blanchot ha descrito y nombrado bajo el nombre de «desastre»?
¿Cómo, al mismo tiempo, un pensamiento de la desaparición —de aquello
anulado y puesto en crisis por la desaparición, en tanto potencia destructiva—
habrá de considerar las reflexiones de Blanchot a propósito de la comunidad,
de la posibilidad imposible de la comunidad?
¿Cuál es, entonces, la relación entre la desaparición y el desastre? ¿Podremos
abandonar el asunto diciendo que se trata de dos maneras de nombrar al mismo
fenómeno? ¿Hasta qué punto hablamos, ahora, de fenómenos?
51
Intentaremos, aquí, responder. Habrá que partir por una determinación
de lo que, para Blanchot, quiere decir «escritura del desastre». En cualquier
caso, Blanchot no hará —en el libro homónimo, pero tampoco en las novelas,
ensayos o artículos donde trata el asunto: casi toda su obra— un gran esfuerzo
por clarificar —la «claridad» no perteneciendo a su horizonte de pensamien-
to— el nivel de análisis teórico en el que se inscribe la cuestión. Uno podrá
decir, en principio, que se tratará más bien de un análisis propiamente on-
tológico, aunque los fenómenos históricos irradiados y concentrados por la
cuestión de la Shoah estarán presentes en cada momento de la elaboración
filosófica. Las grandes cuestiones ontológico-filosóficas desarrolladas a partir
del concepto de desastre —la anulación del yo, la radicalidad de la relación
con el Otro, la puesta en crisis radical de toda temporalidad, el olvido, la me-
moria— han sido pensadas por Blanchot como signos, precisamente, de una
época. Signos no quiere decir aquí lo que la semiología o la filosofía de la cul-
tura entienden por ello, sino las imágenes (en un sentido bastante próximo
a lo que Benjamin entiende por imagen dialéctica) que, más allá del «cono-
cimiento», podrá el pensamiento determinar. Un pensamiento del desastre
tendrá, para Blanchot, que asumir él mismo al desastre como a su constitución
más propia. Es por ello que el pensamiento no podrá tener una relación con
el desastre que «a menos que el conocimiento no nos porte, no nos deporte,
siendo conocimiento no del desastre, pero como desastre y por el desastre,
golpeados por él, sin embrago intocados, frente a frente con la ignorancia de
lo desconocido, así sin cesar olvidando» (Blanchot 1980)32.
De entrada nos situamos entonces frente a un pensamiento a propósito
del cual no nos es lícito referirnos en términos de «contexto», «causa», «inter-
pretación». Un pensamiento corrompido por el olvido pero al mismo tiempo
atravesado por la exigencia de la memoria: «El desastre está del lado del ol-
vido; el olvido sin memoria, la retirada inmóvil de lo que no ha sido trazado
—lo inmemorial tal vez; recordarse por olvido, el afuera de nuevo» (Blanchot
1980 10). Un pensamiento de la inscripción de lo que jamás podrá ser inscrito,
de la donación de lo que jamás podrá haber sido donado. Sin embargo, hay
el tiempo y la donación. Hay incluso el sujeto, aunque quebrado, aplastado,
transformado en desperdicio. El pensamiento del desastre será entonces un
pensamiento de la paradoja:

El desastre no es sombrío, él liberaría de todo si pudiese tener algún


contacto con alguien, se le conocería en términos de lenguaje y al
término de un «gai savoir». Pero el desastre es desconocido, el nombre
desconocido para lo que en el pensamiento mismo nos disuade de
52 ser pensado, alejándonos por la proximidad. Solo para exponerse al
pensamiento del desastre que desarma a la soledad, y desborda toda
especie de pensamiento, como la afirmación intensa, silenciosa y
desastrosa del afuera (Blanchot 1980 14).

Se sabe que Foucault designó al pensamiento de Blanchot como al


«pensamiento del afuera» (Foucault 1966 523-546). Se trataría de una filosofía
concentrada en el (no) lugar donde el lenguaje expresa la paradoja («Yo
miento»), y que haciéndolo se desborda a sí mismo y se constituye como
su propio límite (fundando su posibilidad siempre desde su imposibilidad
—el mismo movimiento, ya lo veremos, para la comunidad), configurando
entonces al pensamiento en tanto superficie e inmanencia radical contra toda
«profundidad», racionalidad, linearidad. Sin embargo, como ya lo hemos dicho,
este «pensamiento del afuera» no se conformará a partir de puras cuestiones
de ontología. La historia, el tiempo histórico, está siempre en juego allí. Según
Blanchot, hay un momento en el que la historia ha sido radicalmente quebrada,
partida en dos, y ese momento lleva por nombre Auschwitz. Es interesante notar
que Blanchot no cae en la sacralización del silencio, de lo impensable o de lo

32 Todos los textos de Blanchot, salvo indicación contraria, han sido traducidos por Adolfo Vera
Peñaloza.
irrepresentable frente al desastre, se trata por el contrario de observar cómo es en
la superficie del lenguaje donde el acontecimiento paradojal del desastre tendrá
lugar, anulando la posibilidad de tener lugar del acontecimiento. Como para el
Lyotard de Le différend y para el Foucault de La pensée du dehors, la radicalidad
de la paradoja hace que el lenguaje aparezca como la sola superficie donde el
acontecimiento es recibido33. Pero cuando se trata del desastre, nos enfrentamos
a la destrucción del acontecimiento y de la superficie de inscripción, y entonces
nos encontramos frente a la destrucción del lenguaje mismo.
El desastre arruina todo dejándolo todo en su estado. No alcanza a tal o
tal, «yo» no estoy bajo su amenza. Es en la medida en que, agotado, dejado de
lado, el desastre me amenaza, que él amenza en mí lo que está fuera de mí,
un otro que yo, que devengo pasivamente otro. No hay alcance del desastre.
Fuera de alcance es aquel que él amenaza, no sabría decirse si de cerca o de
lejos —el infinito de la amenaza ha roto, de una cierta manera, todo límite.
Estamos al borde del desastre sin que podamos situarlo en el porvenir: él más
bien ya ha ocurrido desde siempre, y sin embargo estamos al borde de su
amenaza; todas estas, formulaciones que implicarían al porvenir si el desastre
no fuera justamente aquello que no viene, aquello que ha interrumpido toda
venida. Pensar al desastre (si es posible en la medida en que presentimos que
el desastre es el pensamiento) significa no tener más porvenir para pensarle. 53
(Blanchot 1980 11).
El desastre: la destinación interrumpida a causa de la rotura de toda su-
perficie de inscripción del acontecimiento. Sin embargo, ¿no sería la función
del arte en la «época» del desastre (pero también en la «época» de la desapa-
rición) precisamente la de preservar, redestinar en incluso inventar superficies
de inscripción para recibir al acontecimiento? ¿No sería aquella la función del
arte en tanto escritura («escritura del desastre»), es decir, la inscripción de la
huella incluso frente a los que no han dejado huella (los desaparecidos)?
Hay dos asuntos que quisiera tratar ahora, considerando que nos permi-
tirán la determinación precisa de la relación entre desastre y desaparición: la
cuestión de la «pasividad» y aquella de la «no contemporaneidad del tiempo»
(anacronismo). Blanchot mismo es el que pone en relación los dos términos:

33 Para una crítica de esta concepción excesivamente centrada en la importancia del lenguaje,
es interesante considerar la obra de Jean-Louis Déotte, ante todo su «teoría de los aparatos»
(théorie des appareils), según la cual el acontecimiento es recibido ante todo por los aparatos
que «hacen época» (por ejemplo, la perspectiva, el museo, la fotografía, el cine), y no por las
construcciones linguísticas que, en un cierto sentido, estarían «fuera de época». El concepto
clave de esta teoría será entonces el de «superficie de inscripción», es decir, el espacio (técnico
antes que lingüístico) en el que un acontecimiento podrá tener lugar, y por lo tanto, «ocurrir».
Cf. Déotte, 2004.
Si hay relación entre escritura y pasividad, es que una y otra suponen la
borradura, la extenuación del sujeto: suponen un cambio de tiempo: su-
ponen que entre ser y no ser algo que no se cumple ocurre sin embargo
como habiendo desde siempre ya ocurrido —la inoperancia de lo neutro,
la ruptura silenciosa de lo fragmentario (Blanchot 1980 11).

Encontraremos allí una problemática de lo que podríamos llamar de la «tempo-


ralidad de la ruina». Ruptura de la totalidad, desperdicios del sentido, inoperancia
del sujeto y de la comunidad: sin ser el desastre, pues la temporalidad y la ruina
son desde ya configuraciones y entonces resistencias al desastre (o a la desapa-
rición), estos fenómenos son, diríamos, «expresiones» o «manifestaciones» del
desastre. La «escritura del desastre» sería entonces la inscripción de la pasividad
en esta temporalidad de la ruina, es decir, en esta temporalidad anacrónica. Más
adelante insistiremos en esto. Por ahora, es preciso definir la «pasividad».
La pasividad es la quietud. Sin embargo, no es la pura quietud, pues ella
puede ser (y de hecho, lo es siempre) «lo que hay de pasivo en el movimiento
afiebrado, igual-desigual, sin término, del error sin motivo, sin fin, sin ini-
ciativa» (11). Entonces, la definición que dará Blanchot de la pasividad es de
entrada situada en una relación temporal. Blanchot: «[...] no ya pasividad, sino
54 exigencia de la pasividad, movimiento del pasado hacia lo indepasable» (11)
Movimiento del pasado hacia lo «insobrepasable»: ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo
podremos poner en relación esta idea de lo «insobrepasable» con aquella otra,
que vuelve a cada instante, de lo «inmemorial»? Algo hay, en primer lugar,
en la experiencia, que no alcanza jamás a llegar pues ya, desde siempre, ha
llegado. Esta Cosa (¿la Cosa freudeana?) es ante todo la muerte. Blanchot se
pregunta: «¿O bien es [el desastre] advenimiento de lo que no llega, de lo que
vendría sin llegada, fuera del ser, y como por deriva? ¿El desastre póstumo?
(Blanchot 1980 13). Nosotros nos preguntamos: ¿cómo algo que no ha ocu-
rrido puede aparecernos como póstumo, como siempre ya ocurrido, pasado,
depasado, muerto de no haber sido, jamás, vivido? ¿La pasividad será el nom-
bre de esta posibilidad fuera del sentido? «[...] Hemos caído fuera del ser, en el
campo del afuera donde, inmóviles, caminando de un paso igual y lento, van
y vienen los hombres destruidos» (Blanchot 1980 34). Estamos entonces fuera
del sentido, fuera del ser, fuera ante todo de la dialéctica en tanto temporali-
dad total que se desarrolla en procesos de linearidad lógica y homogénea. Lo
inmemorial es lo que aparece cuando nos encontramos en la inscripción (el
arte, por ejemplo) frente a lo iniscriptible, frente a lo que no puede ser tolerado
(los fantasmas —los desaparecidos— como muertos de una muerte intolerable,
incierta, por ejemplo, en términos de Maria Torok y Nicolás Abraham).
La pasividad es sin medida: ella desborda al ser, al ser en el colmo del ser,
la pasividad de un pasado retornado que jamás ha sido: el desastre entendido,
sobre-entendido no como un acontecimiento del pasado, sino como el pasado
inmemorial (El Muy Alto) que vuelve dispersando por su retorno al tiempo
presente en el que sería vivido como espectro34.
Esta dispersión del tiempo que vuelve (el tiempo que revienne en fran-
cés, en el sentido de la re-venida de un espectro, un revenant) no sería otra,
entonces, que la «no-contemporaneidad del presente», es decir, la anacronía35.
El desastre entonces, como imposición al tiempo de la pasividad, es además la
imposición de la re-venida del revenant (espectro o fantasma). Diremos igual-
mente: el carácter de revenants en tanto «fantasmas», de los desaparecidos,
va a significar la imposibilidad, para los individuos tocados directamente (fa-
miliares, cercanos) por el «fenómeno» de la desaparición, pero igualmente
para la comunidad en general, de referirse a ello, de ponerse en relación con
ello (sea a través del arte, sea gracias a la institución de memoriales, sea por
la acción política) a partir de una temporalidad que no sea la de la anacro-
nía. El carácter estético-político, en el sentido de Rancière cuando define una
«repartición de lo sensible» (partage du sensible), vendrá allí dado: la ley de la
comunidad no será más la de la homogeneidad, de la totalidad o de la ve-
nida de un tiempo (la Utopía) fuera del tiempo, sino aquella de la revenance 55
(re-venida) del «pasado inmemorial», es decir, el tiempo que dispersa al pre-
sente en millares de fragmentos de sentido (de ahí el carácter alegórico, en el
sentido benjaminiano del término, de esta temporalidad). El sentido del arte
al interior de la comunidad tampoco será el de la integración o unión de los
«vencidos de la historia» (el significado político de la poesía de Neruda por
ejemplo), sino, por el contrario, aquel de la concentración de la mirada sobre
la acumulación de desperdicios.
Habitualmente se evoca el carácter completamente paradojal del pensa-
miento de Blanchot. No se trata de una cuestión estilística (predominio de la

34 Ibid. Blanchot no utiliza la palabra «spectre» ( «espectro») sino revenant (literalmente, «el que
vuelve») que en francés también tiene el sentido de «fantasma» o «espectro», pero que ad-
quiere, en el fragmento de Blanchot, una resonancia muy insinuante con la cuestión de la
revenance (vuelta, reaparición) del pasado, revenance que en Blanchot -como igualmente en
Derrida- posee siempre una estructura espectral. Cf, infra.
35 Respecto a la «no-contemporaneidad del presente consigo mismo», y su relación con una
«potencia de espectralidad», el libro de Jacques Derrida, Spectres de Marx, sigue siendo in-
soslayable. La clave de este fenómeno -que definirá justamente lo que la filosofía derrideana
entenderá por «acontecimiento», en tanto revenant siempre precedido por una potencia de
espectralidad- estará dada en la frase pronunciada por Hamlet inmediatamente después de
encontrar al fantasma de su padre, verdadero lema de todo anacronismo: «The time is out of
joint». Cf. Derrida (1993). Cf. además Derrida et alii (2001); Derrida et alii (2003).
figura del oxímoron por ejemplo), sino más bien del profundo compromiso de
este pensamiento ante lo que se ha dado en llamar las «catástrofes» propias
al siglo XX, catástrofes que imposibilitan toda referencia homogénea y linear
a las cuestiones humanas. Lo que se verá afectado de la manera más radical
como consecuencia de estas catástrofes será la temporalidad histórica, en el
sentido de la filosofía de la historia del siglo XIX, aunque igualmente en el
sentido de la «historicidad» heideggeriana. No se podrá volver a postular con-
tinuidad alguna, linearidad alguna, en una palabra, «progreso» alguno, como
tampoco compromiso a priori alguno del ser al tiempo, ya que todo a priori
será revocado y puesto en cuestión como consecuencia de la interrupción his-
tórica radical y absoluta que para Blanchot significa Auschwitz36.
Se trata, entonces, de una verdadera paradoja temporal: anacronía. Sin
embargo, esta paradoja permea, en tanto pasividad radical, todo el ser. La
relación con el otro, pero además, y ante todo, la escritura considerada como
la inscripción del acontecimiento serán profundamente afectadas (y alteradas)
por esta paradoja radical.
Se ve claramente, entonces, cómo Blanchot ha pensado muy de cerca la
cuestión de la desaparición. Si consideramos, a partir de Jean-Louis Déotte,
que la cuestión de la borradura de las huellas es la clave de toda filosofía de la
56 desaparición (y por ende los conceptos de «borradura» y «huella»), podremos

36 Un parágrafo de Lyotard pone el acento en esta problemática que, de una cierta manera,
permitiría tender un lazo entre el discurso de Blanchot y aquel sobre la posmodernidad de
Lyotard: «El anónimo ‘Auschwitz’es un modelo de dialéctica negativa -entonces habrá revelado
la desesperación del nihilismo y será preciso que, ‘después de Auschwitz’, el pensamiento
consuma sus determinaciones como una vaca sus pastos o un tigre sus presas, sin resultado.
En la cloaca que habrá devenido Occidente, se encontrará solamente lo que es consecutivo a
esta consumación: el desperdicio, la mierda. Así habrá que nombrar el fin del infinito, como
repetición sin fin de la Nichtige, como un ‘infinito mal planteado’. Queríamos el progreso
del espíritu, hemos obtenido su mierda». (Lyotard 1983 152, trad. Adolfo Vera Peñaloza). Es
evidente que la fuente de esta idea de Lyotard es la filosofía de Adorno, particularmente
aquella expresada al final de la Dialéctica negativa y de la Dialéctica de la Ilustración escrita con
Horkheimer. Allí, Adorno insiste sobre la crisis radical que, para la cultura occidental, significa
Auschwitz. Escribe Adorno en Prismes (Adorno 1986 26, trad. mía): «Incluso la conciencia
más radical del desastre arriesga de degenerar en habladuría. La crítica de la cultura se ve
confrontada al último grado de la dialéctica entre cultura y barbarie: escribir un poema
después de Auschwitz es bárbaro, y ese hecho afecta incluso al conocimiento que explica el
por qué es imposible hoy día escribir poemas. El espíritu crítico no tiene más la capacidad
de enfrentarse a la reificación absoluta, la que presuponía, como uno de sus elementos, el
progreso del espíritu que se apresta hoy a hacer desaparecer, tanto que se encierre en una
contemplación que se basta a sí misma». En Blanchot, el desastre impuesto por Auschwitz a
la historia -lo que significa que ella será para siempre interrumpida- viene a agregarse como
el acontecimiento mayor que ratificaría lo que para él es la esencia misma de la escritura: la
imposibilidad.
decir que cuando Blanchot habla, respecto al desastre, de la borradura, de la
extenuación del sujeto, no se trata únicamente (insistamos en esto una vez
más) de una metáfora o de una explicación del nihilismo o de la crisis del su-
jeto en la filosofía del siglo XX, sino de un hecho concreto y preciso: el hecho,
que anula en verdad toda definición de «hecho», de la desaparición de alguien
sin dejar huellas. Blanchot se referirá a una «pasividad de un tiempo sin pre-
sente -ausente, la ausencia del tiempo [...]» que constituirá la «sola identidad»
del sujeto así concebido (Blanchot 1980 29). La relación entre la pasividad, la
fragmentación radical del sujeto y el anacronismo aparecen entonces a la vez
como la causa y el efecto de la imposibilidad de la unidad y de la continuidad
del pensamiento frente a la desaparición considerada como «manifestación»
del desastre. Una «escritura del desastre», podremos entonces decir, será al
mismo tiempo una «escritura de la desaparición», y aquello será lo que más
intensamente se juega en la «época de la desaparición»: inscribir, en un movi-
miento paradojal, lo que no ha sido inscrito, combatir contra la borradura de
las huellas no para restituir la unidad perdida (de la comunidad, de la obra, de
la experiencia), o la linealidad del tiempo histórico o, aún, la confianza en el
«progreso», sino, muy al contrario, para habitar la noche del sentido haciendo
de esta permanencia extrema un nuevo sentido.
Otra característica de la pasividad viene dada por la cuestión del «ano- 57
nimato» o «anonimia»:

La pasividad: podemos, siempre, evocar situaciones de pasividad, la des-


gracia, el aplastamiento final del estado concentracionario, la servidumbre
del esclavo sin amo, caído por debajo de la necesidad, el morir como la
inatención a la salida mortal. En todos estos casos, reconocemos, aunque
sea desde un saber falsificador, aproximativo, ciertos rasgos comunes: el
anonimato, la pérdida de sí, la pérdida de toda soberanía pero a su vez de
toda subordinación, la pérdida del hogar, el error sin lugar, la imposibili-
dad de la presencia, la dispersión (la separación) (Blanchot 1980 34).

El anonimato aparece allí como uno de los rasgos comunes a los estados de
pasividad. Sin embargo, para nuestro análisis, ese será el rasgo fundamental.
¿Qué es el anonimato? Para intentar una respuesta, daremos un pequeño ro-
deo en torno a la teoría del nombre (desarrollada a partir de la consideración
esencial del Acontecimiento Auschwitz) elaborada por Jean-François Lyotard
en Le différend.
Una de las apuestas fundamentales de una investigación en torno a la
cuestión de la desaparición política, es la de intentar dar una respuesta a la
pregunta: ¿qué ocurre con el fenómeno de la enunciación como consecuencia
de la desaparición? Las relaciones complejas entre nombre y huella —y
entonces la pregunta acerca de cómo es el nombre y su posibilidad de
inscripción el último «lugar» de un desaparecido, cuando su nombre es inscrito
en un «muro» de un Memorial (por ejemplo, el «Muro de los nombres» del
Memorial de la Shoah, donde están inscritos más de 6 millones de nombres
de desaparecidos en los campos de exterminio nazis)—, estas relaciones
entre nombre y huella determinarán, como decíamos, lo que podremos
definir como la «realidad» que será borrada a causa de la desaparición. Sin
embargo, no es posible aquí considerar el asunto en toda su profundidad. Nos
contentaremos con la explicitación de la relación entre lo que Blanchot define
como el desastre y la cuestión del nombre según Lyotard, teniendo siempre
como horizonte teórico general la cuestión de la desaparición y su irradiación
en tanto anonimato.
Según Lyotard, será ante todo el fenómeno de la «referencialidad» el que
será interrumpido como consecuencia de un «diferendo»37. Un nombre es un
«casi-deíctico», un indicador de realidad. «Es [el nombre] solamente un index
que, en el caso del antropónimo por ejemplo, designa a un ser humano, y a uno
solo. Pueden validarse las propiedades atribuídas al ser humano designado
58 por ese nombre, pero no su nombre. Aquel no le agrega ninguna propiedad»
(Blanchot 1980 60). De una cierta manera, es la independencia del nombre
respecto a lo que llamamos «realidad», es decir, el conjunto de propiedades
que pueden describirse, utilizando frases ostensivas, de un objeto, lo que va a
permitir, después de la desaparición, el carácter «fantasmal» del nombre: su
existencia será la última y única huella dejada por alguien que ha desaparecido
sin dejar huellas materiales de su cuerpo. El nombre por definición es un
indicador vacío, y como tal será, después de la desaparición, sin poseer ralmente
un referente, el nombre de un fantasma. Ya insistiremos en este punto. Es en
este sentido, según Lyotard, que los nombres no son jamás «nombres propios»;
es de hecho una exigencia metafísica la de los nombres propios: «Exigencia e
ilusión metafísicas: es preciso que los nombres sean propios, que un objeto del
mundo responda sin error posible a su nombre (nombramiento) en el lenguaje.
Si no, dice el dogmatismo, ¿cómo sería posible un conocimiento verdadero?»

37 La definición de Lyotard: «A la diferencia de un litigio, un diferendo sería un caso de con-


flicto entre dos partes (al menos) que no podría ser resuelto equitablemente no existiendo
una regla de juicio aplicable a las dos argumentaciones. Que una sea legítima no implicaría
necesariamente que la otra no lo sea...Si se aplica sin embargo la misma regla de juicio a cada
una para resolver el diferendo como si fuera un litigio, se causa un perjuicio a una de ellas...».
(Lyotard 1980  9. Trad. mía).
(Blanchot 1980 64). Por otro lado, un nombre permite siempre una fijación,
una «indicación» (index) de realidad, incluso si se trata de la realidad de la
ficción: finalmente, nos encontramos frente al fenómeno de la «denotación»
(Frege) y por ende de la existencia. El nombre es, como el signo fotográfico,
un tipo de deíctico: indica, directamente, la realidad concreta de algo. Es por
ello que nombrar y fotografiar son esencialmente acciones de testimonio: el
testimonio de que algo «ha tenido lugar». La escritura aparece entonces como
el horizonte del sentido: la inscripción del acontecimiento. La pregunta clave
a plantearse, entonces, frente a una Escritura del desastre, es: ¿cómo una foto,
cómo un nombre —en un poema, en un «muro de los nombres»— pueden
inscribir lo que ocurre (y que no es lo que la tradición filosófica entiende por
acontecimiento) a causa de la desaparición?
La respuesta: esta inscripción no puede producirse más que bajo el
modelo del «diferendo». Se trata de un testimonio, pero siempre de un
testimonio del «diferendo». ¿Qué quiere decir esto? ¿Cómo es posible dar
testimonio del «diferendo»? «El diferendo inherente a los nombres nazi, a
Hitler, a Auschwitz, a Eichmann, no puede ser transformado en litigio y
resuelto por un veredicto. Las sombras de aquellos a quienes no solo la vida,
sino al mismo tiempo la expresión del perjuicio que les fue hecho les fue negado
por la Solución Final, continúan a errar, indeterminados» (Blanchot 1980 90). 59
Vamos a retener de esta cita dos cuestiones: aquella del «errar de los nombres»
(espectralidad de los nombres), y aquella de su indeterminación. Intentaremos
abordarlas a partir de ciertos análisis que Blanchot ha efectuado al respecto,
fundamentalmente teniendo como motivo una filosofía de la obra de arte (del
poema esencialmente), de su imposibilidad, es decir, según Blanchot, de su
más intensa posibilidad. Aquello nos permitirá considerar la muy particular
«política del arte» que la obra de Blanchot nos propone.
De hecho, la cuestión de la posibilidad, en un sentido ontológico, es decir,
más allá de las cuestiones puramente estéticas, como estando siempre fundada
en la imposibilidad, es de la más grande importancia en Blanchot. Veremos
cómo aquello que Blanchot denomina «comunidad» será definido como
teniendo una posibilidad suprema fundada, justamente, en su imposibilidad.
Sin embargo, comenzaremos a resolver los problemas planteados —aquel de
una cierta espectralidad del nombre, aquel de su indeterminación— teniendo
como horizonte de análisis la teoría que Blanchot, fundamentalmente en
L’espace littéraire, ha desarrollado respecto a lo que llama «el acto creador».
Nuestro recorrido deberá terminar en la determinación de las relaciones
complejas que se establecen en Blanchot, entre de una parte una teoría
general del arte y de la literatura como desaparición —lo que corrompe la
presencia y la forma de la obra, fundándola en la ausencia, lo informe y la
imposibilidad—, desaparición que obedece al movimiento por el cual la
noche del sentido alcanza la luz de la razón y del orden, y de otra parte lo
que define a nuestra época, después de Auschwitz, como una época de la
catástrofe y del desastre, época que al mismo tiempo puede llamarse «época
de la desaparición». Dos aspectos entonces de la desaparición: por una parte,
la desaparición como eje que constituye, de-constituyéndola, la obra de arte,
y de otra parte la desaparición como aquello que, desde los nazis hasta las
dictaduras latinoamericanas y Rwanda, aparece como el núcleo de una política
que habrá que considerar como política del desastre.
En primer lugar, es preciso tener en cuenta que cuando Blanchot habla
de un «acto creador» —respecto a la literatura—, no lo hace en un sentido
psicológico, sino concentrando toda la atención precisamente en el carácter
de «acto» que implica la creación literaria, es decir, siempre en referencia a
la «escritura». Se trataba, entonces, de centrar el análisis en torno a la vieja
pregunta: «¿qué significa hacer arte?», considerando como el núcleo de dicha
problemática a la escritura, aunque una escritura sin sujeto, sin autor (o cuan-
do menos problematizando radicalmente esta noción). Es en este sentido que
Blanchot, considerando lo que llama «la experiencia Mallarmé», nos advierte
60 de entrada: «Escribir se aparece como una situación extrema que supone un
vuelco radical» (Blanchot 1973 33). Este vuelco poseerá diversos ejes, pero
sin duda uno de las más relevantes será aquel dado por la «borradura» de la
noción, ética, filosófica, incluso teológica, de autor; por otro lado, son bien
conocidas las repercusiones de esta concepción blanchoteana, en la obra de
autores como Roland Barthes o Michel Foucault. Es justamente a partir de
Blanchot que ha entrado a la discusión filosófica (fundamentalmente francó-
fona) la cuestión de la «muerte del autor».
Escritura sin autor, escritura sin identidad, sin nombre, esto quiere decir
también: escritura sin voluntad. Escritura que no culmina en la consumación
de proyecto alguno (la obra, término igualmente de genealogía teológica),
ni en el cumplimiento de ciertos fines «estéticos», sino por el contrario
conlleva a la conformación de un cierto espacio, el «espacio de la escritura».
¿Qué encontramos allí? El vacío, el silencio: la imposibilidad. Diríamos
también: el desastre. Aquello no refiere en ningún caso a lo que llamamos
«elección de estilo», como si Blanchot —como lo hacen de hecho muchos
escritores— quisiera esclarecer sus propias creencias de artista, sino más bien
a un fenómeno que concierne al lenguaje mismo. Lenguaje que está, según
Blanchot, constituido de una «palabra bruta», de una «palabra esencial».
Aquella, la palabra poética, es el esclarecimiento del silencio radical que
atraviesa, aunque velado, a aquella otra, la palabra inmediata, cotidiana, la
que hace confianza ciegamente, ingenuamente, en la comunicación. «En
el lenguaje del mundo —escribe Blanchot—, el lenguaje se calla en cuanto
lenguaje y como lenguaje del ser, silencio gracias al cual los seres hablan, en el
que encuentran también el olvido y el reposo» (Blanchot 1973 38).
Se ve claramente entonces cómo para Blanchot es el silencio el que
constituye, en esencia, toda palabra. Para Blanchot, al mismo tiempo, el si-
lencio es la imposibilidad. Si se considera que el poema es obra del lenguaje,
y no de un autor cualquiera, y que el lenguaje está constituido por el silencio,
entonces un poema es ante todo obra del silencio. Es en ese sentido en el que
aparecen las oposiciones que jugarán un rol fundamental en toda la obra —li-
teraria, filosófica, crítica— de Blanchot: el ruido y el silencio, el día y la noche,
la presencia y la ausencia, la aparición y la desaparición. Esas oposiciones,
que no se resolverán en una progresión dialéctica, sino que por el contrario
permanecerán siempre en la más desgarradora de las oposiciones, aparecerán
en el lenguaje como en su espacio más propio. Estamos entonces frente al
primer nivel analítico en el cual puede situarse la cuestión de la desaparición
en Blanchot. «Las palabras —escribe todavía Blanchot—, lo sabemos, tienen
el poder de hacer desaparecer las cosas, de hacerlas aparecer en tanto que
desaparecidas, apariencia que no es la de una desaparición, presencia que, a 61
su vez, vuelve a la ausencia por el movimiento de erosión y de usura que es el
alma y la vida de las palabras, que extrae de ellas la luz por el hecho que ellas
la quitan, claridad que viene de lo oscuro» (Blanchot 1973 41).
La obra de arte es ante todo aparición: apariencia que se abre a la
sensibilidad para constituirla como experiencia estética, como experiencia,
justamente, de sensaciones. Encontramos el mismo tipo de análisis en diversos
textos estéticos de Blanchot, por ejemplo en el dedicado a los frisos de Lascaux,
aparecido en L’amitié (Blanchot 1971), en el que Blanchot, siguiendo a Bataille,
considera que el arte es ante todo este estallido cuya violencia constituye —a
partir de la imagen— la sensibilidad como desgarro que se abre a lo informe
y a lo indeterminado. Ahora, este estallido lo es de una luz fundada en la
oscuridad más intensa, aquella de lo informe, del vacío y de la ausencia: la
desaparición, el silencio.
Se trata allí, tal vez, del sentido menos próximo a la definición que noso-
tros privilegiamos de la desaparición, en tanto estrategia policial propia a los
totalitarismos del siglo XX. Pero nos acercaremos más si avanzamos, siempre
en L’espace littéraire, hacia la concepción de la inspiración como fundada en la
negatividad propia a la experiencia de Orfeo, que no es otra que la de la poe-
sía misma. Al mismo tiempo, nunca habrá que perder de vista que el autor de
estas teorías sobre el silencio y la desaparición es el mismo para el que (como
para Adorno) la palabra Auschwitz significa un corte radical en la temporali-
dad y en el lenguaje, como es el mismo que pudo escribir relatos (Le très haut,
Thomas l’obscur, L’arrêt de mort, etc.) en los que la borradura de toda huella,
la ausencia de nombres propios y de indicaciones temporales y geográficas
configuran espacios de ficción que adoptan, sin ninguna duda en consonancia
con el desastre propio a nuestra época, los mismos procedimientos que las
dictaduras cuando se proponen borrar toda huella de sus enemigos políticos,
quebrando para siempre la comunidad, al imposibilitar que la ausencia de
un sujeto se constituya en acontecimiento (pues algo cuya fecha y lugar no
pueden inscribirse no puede, en verdad, ocurrir, por lo que, esta desaparición,
esta borradura infinita de toda huella, no deja, paradójicamente, de ocurrir).
Según Blanchot, el silencio al que tiende necesariamente la palabra
poética, comunica al mismo tiempo con las experiencias de lo neutro —tema
que será clave en el libro L’entretien infini— (Blanchot, 1969) y con aquella del
afuera, el concepto que según Foucault se constituirá en la verdadera clave del
pensamiento de Blanchot. En ese sentido la palabra poética —aquella de René
Char por ejemplo— es capaz de —sin poder no obstante enfrentarla en su
realidad quemante— hacer frente a lo que Blanchot define como la experiencia
62 original, es decir, el vacío absoluto, lo informe sin lenguaje que constituye a lo
real. En un bello texto sobre René Char, La bête de Lascaux, Blanchot ha podido
escribir:

Hay, en la experiencia del arte y en la génesis de la obra, un momento


en el que esta no es todavía más que una violencia indistinta que tiende
a abrirse y a cerrarse, que tiende a exaltarse en un espacio que se abre
y a retirarse en la profundidad de la disimulación: la obra es entonces
la intimidad en lucha de momentos irreconciliables e inseparables, co-
municación desgarrada entre la medida de la obra que se hace poder y
la desmesura de la obra que quiere la imposibilidad, entre la forma en
la que se sostiene y lo ilimitado en el que se niega, entre la obra como
comienzo y el origen a partir del cual no hay nunca obra, en el que reina
la inoperancia (desoeuvrement) radical» (Blanchot 2005 65-66).

Hay en el texto arriba citado un concepto de una importancia mayor en


Blanchot: el concepto de «inoperancia» (desoeuvrement). Aunque aquí no nos
detendremos en él, es preciso pensarlo en el horizonte determinado por la
categoría de desastre, junto a conceptos como los de pasividad, neutralidad y
desaparición. Puede decirse, en este sentido, que la culminación de toda obra,
el punto en el que ella encuentra su cumplimiento más intenso y más propio,
es la inoperancia, el momento en el que la obra se transforma en comienzo sin
fin de ella misma. Blanchot:

Quien no pertenece a la obra como origen, quien no pertenece a ese tiem-


po otro en el que la obra está en inquietud de su esencia, no hará nunca
obra. Pero quien pertenece a ese tiempo otro, pertenece igualmente a la
profundidad del vacío de la inoperancia donde no se hace nunca nada del
ser (Blanchot 1973 47).

El estallido de la temporalidad «normal», que ya hemos llamado «anacronis-


mo», es a su vez una de las consecuencias más importantes de la inoperancia
a la cual la obra tiende cuando se aproxima a su origen. Y lo que allí apare-
ce, no es otra cosa que el afuera. La función de la obra, entonces, es la de
«domesticar» al afuera: «La obra domestica momentáneamente este «afuera»
restituyéndole una intimidad; ella impone silencio, ella otorga una intimidad
de silencio a este afuera sin intimidad y sin reposo que es la palabra de la ex-
periencia original» (Blanchot 1973 54).
Es en este horizonte de sentido en el que es preciso introducirse para
pensar la relación entre lo que Blanchot entiende por «mirada de Orfeo» y lo 63
que nosotros entendemos por «desaparición». El nudo de esa relación es la
muerte, la posibilidad de la muerte. La mirada de Orfeo es aquella que inten-
ta observar directamente la muerte, que intenta vivir hasta el final la muerte
como posibilidad de la imposibilidad; por otro lado, es la imposibilidad lisa y
llana de la muerte, imposibilidad simbólica y práctica a la vez. Se muere, según
Blanchot, siempre en el anonimato, en la impersonalidad, pero en la muerte
verdadera —aquella que Rilke consideraba como perdida en la modernidad—
se encuentra, después de ese pasaje necesario por el anonimato, la certeza del
nombre:

Como si fuera preciso —escribe Blanchot— primero morir anónima-


mente para morir en la certitud de su nombre. Como si, antes de ser
mi muerte un acto personal en el que se pone fin deliberadamente a
mi persona, fuera preciso que la muerte fuera la neutralidad y la imper-
sonalidad en la que nada se cumple, el poder absoluto del vacío que se
consume eternamente en él mismo (Blanchot 1973 139).

No sería fácil, me parece, encontrar una mejor definición de lo que ocurre como
consecuencia de la desaparición que aquella de una muerte «en la que nada se
cumple», una muerte de la cual el «poder absoluto del vacío que se consume
eternamente en él mismo» indica lo que ocurre a estos verdaderos fantasmas
que son los desaparecidos. Un desaparecido es ante todo un sujeto social que
no encuentra su lugar (simbólico y concreto) como un muerto sino como un
fantasma que pena a la comunidad para exigirle un lugar, un nombre propio,
un deíctico. Es allí que aparece la cuestión de la «errancia» de los nombres que
ya hemos señalado a partir de Lyotard: cuando un nombre pierde su referente,
cuando no encuentra su superficie de inscripción más que de una manera
negativa —es decir, como ausencia de superficie de inscripción— dejamos de
encontrarnos en el horizonte de Orfeo y nos situamos de lleno en el del desastre:
el horizonte, entonces, de la desaparición. El Orfeo de Blanchot, en un sentido
muy diferente al propio a Rilke, más bien heorico, es aquel que ha padecido
«la exigencia de la desaparición». Es en este sentido que Blanchot considera
«no al Orfeo que ha vencido a la muerte, sino a aquel que no deja de morir,
que es la exigencia de la desaparición, que desaparece en la angustia de esta
desaparición, angustia que se hace canto, palabra que es el puro movimiento de
morir» (Blanchot 1973 185). Sin embargo, un desaparecido no puede ser alguien
que no termina de morir, pues para él la muerte (en un sentido simbólico y
social, el más importante para nosotros, los humanos) no ha ocurrido aún.
64 Esta «exigencia de la desaparición» está, para Blanchot, íntimamente li-
gada a una concepción de la muerte como un acontecimiento que no ocurre
nunca, pues ha desde siempre ya ocurrido: acontecimiento que es más bien
lo contrario de un acontecimiento. La muerte sería más bien una «interrup-
ción de la muerte» (arrêt de mort): interrupción de un vivir que es, siempre,
un morir. ¿Qué ocurre con un desaparecido? ¿No es él también alguien que,
como el Orfeo de Blanchot, debe hacer frente a la imposibilidad de su propia
muerte —pues la muerte no es nunca «propia», sino siempre impersonal y
anónima— al mismo tiempo que a la inoperancia radical? Podríamos, según
creo, responder afirmativamante, considerando en todo caso que el núcleo
del fenómeno de la desaparición no es aquel indicado por una teoría del acto
creador, incluso si ella se constituye como pensamiento de la ausencia y del
vacío de la muerte como acontecimiento imposible, sino que es más bien pre-
ciso buscarlo del lado de una filosofía de la época en la que categorías como
las de pasividad, desastre y neutro indican un estado de la sociabilidad. Habrá
entonces que pensar al arte en la época de la desaparición como dando cuenta
justamente de una época en la que la imposibilidad de la comunidad, como
nos es dicho por Blanchot en La communauté inavouable, es tal vez su última
posibilidad. Cuando, por ejemplo, Blanchot lleva a efecto un análisis, muy cer-
cano al de Bataille —sobre el fundamento antropológico de la imagen, donde
nos es dicho que es la existencia del cadáver, y el estremecimiento radical que
provoca en nosotros— lo que funda a la imagen como aquello que nos atrae
alejándonos, y fundando entonces a la imagen como pasividad, «pasividad
que hace que la padezcamos, incluso cuando la llamamos, y que su transpa-
rencia fugaz refiera a la oscuridad del destino reducido a su esencia que es el
ser una sombra» (Blanchot 1973 346), estamos frente a una concepción de la
imagen que no ha podido más que ser hecha en la «época de la desaparición».
Es por esto que toda consideración de la cuestión de la desaparición en
Blanchot, incluso si la atención privilegia, como en nuestro caso, al fenómeno
artístico, deberá culminar en la pregunta por la posibilidad imposible de la
comunidad, por aquello que, después de Blanchot, llamamos la «comunidad
inconfesable» (Blanchot 1983). De hecho, el libro de Blanchot se abre por una
declaración asombrosa: «Comunismo, comunidad: estos términos son preci-
samente términos, en la medida en que la historia, las cuentas grandiosas de
la historia nos permiten conocerlos sobre un fondo de desastre que va mucho
más allá que la ruina» (Blanchot 1983 10).
En relación a la problemática (de origen benjaminiano) de la ruina y de
la alegoría en tanto categorías estéticas aplicables al arte contemporáneo como
uno que refiere a la melancolía y al duelo en cuanto signos de nuestra época,
habrá que decir, siguiendo a Blanchot, que, si la melancolía y el duelo producen 65
tristeza y meditación, el desastre produce en la sociedad agonía y angustia,
pasividad, y en consecuencia es una categoría más propia a un pensamiento
de la época de la desaparición. Diremos entonces que la más alta importancia
política del texto de Blanchot es la de postular una posibilidad de la comunidad
incluso en una época en la que si hay algo que ha sido puesto en cuestión es
la comunidad misma, y ello como consecuencia de ese daño radical entre las
partes (el verdugo y la víctima) que no podrán nunca arreglar su conflicto y
que deberán permanecer, para siempre, en la situación del diferendo (Lyotard),
sin tener posibilidad alguna de participar siquiera en algún tipo de desacuerdo
(Rancière 1993). Para Blanchot, lo que abre al sujeto a su aniquilamiento, y
entonces a la radicalidad del Otro, es la muerte del Otro: y entonces podremos
decir que cuando esta muerte no es siquiera permitida, cuando es preciso
abrirse al que viene una y otra vez convertido en espectro (el revenant) sin
jamás encontrar la paz de la muerte, puesto que ha perdido para siempre la
posibilidad del nombre propio, el lugar de su muerte, la fecha, el contexto, etc.,
esta apertura, entonces, será infinita y se constituirá en la imposibilidad misma
de la comunidad, es decir, según Blanchot, definirá su posibilidad más propia.
Sin embargo, habrá aún que pensar la posibilidad imposible de la comu-
nidad (¿es válido, en este caso, el viceversa?), esta vez en relación a la tesis de
Nancy según la cual «la muerte es la verdadera comunidad de los mortales»,
sometiéndola a la prueba de la desaparición. ¿No se trata verdaderamente (y
esto no es un mero juego de palabras) de la imposibilidad misma de la impo-
sibilidad, doble negación de la que tal vez no se seguirá la afirmación? Estos
fantasmas a los que jamás podremos considerar como verdaderos muertos,
cuya muerte no ha sido inscrita, ¿no imposibilitarán la relación entre muerte y
amistad que Blanchot busca elaborar para pensar una posible salida al desas-
tre? ¿Podremos, entonces, considerar a los desaparecidos como miembros de
aquello que Bataille definía como «comunidad negativa», es decir, la «comu-
nidad de los que no tienen comunidad»? ¿Podrá existir, verdaderamente, una
«comunidad de los fantasmas»?

El Fantasma blanchoteano
Intentaremos, ahora, una definición del «fantasma blanchoteano» a partir de
un análisis breve de la que tal vez sea su obra literaria más influyente, Thomas
l’obscur.
Se ha descrito a menudo la especificidad de la obra literaria de Blanchot
respecto a la que venimos de considerar, que cabría definir como propiamente
«filosófica». Sin embargo, como lo veremos, estos dos momentos de la escri-
66 tura blanchoteana obedecen a la misma lógica, que hemos definido como una
«lógica espectral», es decir, una que define un tipo particular de destrucción;
por un lado, la destrucción de toda temporalidad fundada en la noción de
«progreso», de aquí la relación con la filosofía de la historia de Benjamin, y,
por otro lado, la destrucción de toda noción de totalidad, de unidad, de ho-
mogeneidad (y Blanchot es, en este sentido, uno de los autores que retomó
del modo más intenso la cuestión romántica del fragmento como estilo de es-
critura pero ante todo como ontología general)38. Esta lógica espectral, según
nuestra hipótesis, definirá movimientos, los del retorno de los espectros y de
la errancia, que serán, según los casos, tratados a partir de las posibilidades
del concepto o de la imagen literaria. Como sea, en un autor como Blanchot,
no es posible distinguir con total claridad el uso de estas dos posibilidades,
como si en los textos «filosóficos» no hubiese más que el concepto y en los
textos literarios más que la imagen y el afecto. Sin embargo, puede definirse
una cierta preponderancia que dibujaría, en ciertos textos, algo así como una
figura conceptual del fantasma, en otros algo como su concepto figurativo. Se

38 Un texto canónico para la cuestión del fragmento como noción esencial en el Romanticismo
Alemán sigue siendo: Nancy y Lacoue-Labarthe (1978).
trataría, para no tomar más que dos ejemplos al azar, en el primer caso, de la
figura de Orfeo tal como es descrita en El espacio literario, y en el segundo caso,
el «sujeto», que en Blanchot se constituye siempre como un «él» (il) (Blanchot
1969 556-568), tal como es descrito en la novela Celui qui ne m’accompagnait
pas («Aquel no me acompañó»).
Ahora bien, lo que es para nosotros más importante, más allá de lo re-
lativo al reparto y a la separación que describen esos dos tipos de escritura, es
el hecho de que aquello que les anima, que les otorga su ímpetu y su energía,
es lo que podemos llamar «potencia de espectralidad». Hemos insistido bas-
tante en las implicaciones que un concepto como el de «desastre» podía tener
para una determinación filosófica de la mencionada espectralidad. Tendremos
todavía ocasión de insistir en ello. Concentrémonos, ahora, en la observación
atenta de los medios por medio de los cuales, en obras que, por comodidad,
llamaremos «literarias», la espectralidad se define de otra manera, intensifi-
cándose tal vez.
En lo que respecta entonces a los trabajos «de imaginación», han sido a
menudo descritos como «abstractos», lo que no es asombroso. En efecto, en
esta literatura, todos los movimientos del discurso coinciden con una pérdida
radical de los puntos de apoyo y orientación espacio-temporal, una forma de
aniquilación general de las formas y los seres, en breve, en una «espectraliza- 67
ción de lo real». Esto debería implicar necesariamente una redefinición de las
funciones descriptivas de la literatura, no en el sentido de una transformación
de los objetos literarios (sería el caso, por ejemplo, en Flaubert, pero también
el de muchos autores del Nouveau Roman, que tanto deben a Blanchot), sino
que de los enunciados literarios mismos, una redefinición fundamentalmente
de la condición, que perderían, de soportes y garantes de una realidad exterior
«a referir». Podría decirse que en la literatura de Blanchot son aplicados a la
letra los análisis de S. Kripke, bien posteriores a gran parte de la obra literaria
del autor francés, acerca de los nombres propios, los que, en tanto «designa-
dores rígidos» y «pseudo-deícticos» no refieren a ninguna realidad exterior a
ellos (Kripke 1982). Pero lo que es todavía más radical, es el hecho de que en
Blanchot los enunciados no se refieren tampoco a ningún tipo de «realidad»
(y si lo hacen, es de una manera particularmente débil y confusa). Esto quiere
decir que ellos no constituyen frases denotativas de conocimiento, aquellas
que permiten al científico describir el mundo pero igualmente al novelista
describir y definir a un personaje o a un tipo sicológico y social.
Podemos pasar ahora al análisis de alguno de estos textos. Consideremos
esa novela fuertemente influida por Kafka que es Thomas l’obscur (Blanchot,
1983). No nos detendremos aquí en las cuestiones de orden filológico
planteadas por las modificaciones realizadas por Blanchot entre la primera
(1941) y la nueva versión (1950). Como es sabido, esas modificaciones, la
mayoría de las veces se trata de supresiones de párrafos, en otras ocasiones
de reescritura, devinieron una práctica de escritura habitual en él. Incluso si el
análisis detallado de estas prácticas debería permitirnos profundizar en uno
de los aspectos esenciales de la cuestión de la desaparición, es decir, el de la
borradura de las huellas que encuentra en Blanchot no sólo a uno de los más
profundos pensadores sino que igualmente a un escritor que puso en práctica,
en la materialidad misma de la enunciación literaria, esta desaparición (y
podría considerarse, en tal sentido, la obra de Georges Perec39 como heredera
de la de Blanchot), nos concentraremos aquí en cuestiones más bien de orden
propiamente filosófico.
Estas cuestiones, lo decíamos, conciernen la problemática del fantasma.
El primer capítulo de la segunda versión de Thomas l’obscur nos otorga de
entrada algunos elementos esenciales. Se trata de saber cómo Thomas,
introduciéndose en el mar, padece lo que podríamos llamar, para retomar
el famoso término de Deleuze y Guattari, la pérdida del organismo, de su
unidad: su transformación en un «cuerpo sin órganos». Se trata de la sensación
de pérdida del cuerpo, de unificarse con el agua, y esta misma pierde su
68 carácter de agua como consecuencia de ello, en primer lugar de una manera
«agradable» y después de un modo puramente siniestro. Escribe Blanchot:

Esta sensación le pareció al inicio casi agradable. Perseguía, nadando,


una suerte de ensoñación en la que se confundía con el mar. La ebriedad
de salir de sí, de deslizarse en el vacío, de dispersarse en el pensamiento
del agua, le hacía olvidar todo malestar. E incluso, cuando este mar ideal
que él devenía siempre más íntimamente devino a su vez el verdadero
mar en el que él estaba como ahogado, no se emocionó como hubiese
debido: había sin duda algo insoportable en nadar así a la aventura con
un cuerpo que le servía únicamente para pensar que nadaba, aunque
experimentaba igualmente un alivio, como si hubiese encontrado al fin
la clave de la situación y todo se hubiese reducido para él a continuar con
una ausencia de organismo en una ausencia de mar su viaje intermina-
ble (Blanchot 2011 11).

El nudo de este texto es entonces lo que allí es descrito como ausencia de or-
ganismo. Se trata de un proceso importante para nuestro análisis, puesto que

39 Perec que, en su novela La disparition, no utiliza la letra «e» a lo largo de todo el texto.
describe un fenómeno que pertenece de un modo esencial a lo que seríamos
llamados a describir como el modo de existencia de los fantasmas. Para no-
sotros, un fantasma no es únicamente un «motivo literario» o un «personaje
conceptual»40. No se trata únicamente de un concepto, como tampoco única-
mente de estos motivos tan recurrentes en el arte desde muy antiguo, pero
fuertemente retomados desde el romanticismo y la novela gótica hasta hoy41.
El fantasma, tal como lo entendemos aquí, es ante todo una potencia «han-
tologica» —en el sentido de la «ontología del asedio» que hemos definido
más arriba—, es decir, una transformación radical del tiempo y de los espacios
cotidianos en los que vivimos. Es en este sentido que podemos considerar la
«(re)-venida» del espectro como un acontecimiento singular: al llegar, disloca
y destruye nuestro espacio y nuestro tiempo. Como decía Hamlet: «The time
is out of joint».
Es justamente lo que ocurre al «personaje» de Thomas en la «novela»
de Blanchot. Asiste a su propia «espectralización», y de tal suerte a la espec-
tralización de lo real mismo. Esta afecta en primer lugar al cuerpo. Asistimos,
en el segundo capítulo, a la descripción precisa de este proceso de des-corpo-
rización que implica el vaciamiento total del cuerpo, no sin antes padecer el
proceso de incorporación —en el sentido psicoanalítico del término42— de los
objetos del mundo exterior, que desgarran el cuerpo de Thomas: desgarro que 69
es el resultado de la fusión entre la noche y el día.
Observemos otro pasaje de Thomas l’obscur:

Su primera observación fue que todavía podía servirse de su cuerpo,


particularmente de sus ojos; y no era que viese algo, sino que lo que
miraba, a la larga le ponía en relación con una masa nocturna que perci-
bía vagamente como si formase parte de él mismo, una masa en la que

40 Para el fantasma en tanto que «motivo literario» (pero igualmente cinematográfico, psicoana-
lítico, filosófico), cf. Sangsue (2011). Para una definición del término «personaje conceptual»,
Cf. Deleuze y Guattari (2003).
41 Sangsue distingue, muy instructivamente, a partir de su tratamiento literario desde la Edad
Media a lo menos, entre «fantasma» («fantôme») y «espectro» («spectre»), este último más bien
representado como un esqueleto horrible y negro, y aquél como una especie de «emanación»
blanca y resplandeciente. En cualquier caso, etimológicamente ambos términos reenvían a
imagen y aparición.
42 Freud describe, en Duelo y melancolía, la diferencia –en términos de la constitución de la sub-
jetividad en su relación de apropiación del mundo exterior– entre «introyección» (apropiarse
del objeto desmaterializándolo en términos de afectos y sensaciones) e «incorporación» (la
apropiación que funciona introduciendo al objeto sin un proceso de simbolización, lo que
implicará que permanecerá en el yo como una suerte de impedimento al proceso normal de
conformación de la subjetividad; el sujeto intentará librarse de él, pero no puede sino hacerlo
por medio de la autodestrucción).
se encontraba inmerso. Naturalmente, sólo formuló esta observación a
título de hipótesis, como un punto de vista cómodo al que recurría sólo
ante la necesidad de desenmarañar las circunstancias nuevas. Como no
había forma de medir el tiempo, esperó probablemente horas, antes de
aceptar esta manera de ver; pero fue como si el miedo hubiera hecho
presa en él de repente y, avergonzado, levantó la cabeza albergando una
idea que le había estado rondando: fuera de él se encontraba algo pa-
recido a su propio pensamiento que su mirada o su mano podría tocar.
Fantasía repugnante. Pronto la noche le pareció más sombría, más terri-
ble que cualquier otra noche, como si brotara realmente de una herida
del pensamiento que ya no podía pensarse, del pensamiento tomado
irónicamente como objeto por algo distinto al pensamiento. Era la noche
misma. Las imágenes de su oscuridad le anegaban. No veía nada, pero
lejos de preocuparse por ello, hacía de esta ausencia de visión el punto
culminante de su mirada. Su ojo, inútil para ver, adquiría proporciones
extraordinarias, se desarrollaba de una manera desmesurada y, exten-
diéndose sobre el horizonte, dejaba que la noche penetrara en su centro
para recibir al día. En medio de este vacío se mezclaban la mirada y el ob-
jeto de la mirada. Y no sólo ese ojo, que no veía nada, recelaba algo, sino
70 que incluso recelaba la causa de su visión. Veía como objeto aquello que
le impedía ver. Su propia mirada le penetraba en forma de imagen, en
el momento en que esa mirada era considerada como la muerte de toda
imagen. Esto deparó a Thomas nuevas preocupaciones. Su soledad no le
pareció tan completa y tuvo incluso la sensación de que había tropezado
con algo real que trataba de deslizarse dentro de él. Quizá habría podido
interpretar esta sensación de modo distinto, pero no podía resistir la ten-
tación de lo peor. Su excusa era que ante una impresión tan fuerte y tan
penosa era casi imposible no ceder. Incluso si hubiera negado la verdad,
habría sentido un gran malestar de no creer en algo excesivo y violento,
pues con toda certeza un cuerpo extraño se había alojado en su pupila y
se esforzaba por ir más lejos, era algo insólito, realmente molesto, tanto
más molesto cuanto que no se trataba de un objeto pequeño, sino de
árboles enteros, de todo el bosque todavía palpitante y lleno de vida.
Experimentaba todo esto como una debilidad denigrante y dejó de
prestar atención a los detalles de los acontecimientos. Quizá un hombre
se había deslizado por la misma grieta; no hubiera podido afirmarlo,
pero tampoco negarlo. Sintió como si las olas invadieran la especie de
abismo que él era. Todo esto no le preocupaba sino escasamente. No
prestaba atención más que a sus manos, ocupadas en reconocer a los
seres entremezclados con él de los que discernía parcialmente el carácter:
perro representado por una oreja, pájaro en el lugar del árbol sobre el que
cantaba. Gracias a estos seres que se entregaban a actos que escapaban
a toda interpretación, fueron construyéndose edificios, ciudades enteras,
ciudades reales hechas de vacío y de millares de piedras amontonadas,
criaturas rodando en la sangre y a veces desgarrando las arterias, que
representaban el papel de lo que Thomas llamaba en otro tiempo las
ideas y las pasiones. El miedo se apoderó de él, un miedo que no se
distinguía en nada de su cadáver. El deseo era ese mismo cadáver que
abría los ojos y, sabiéndose muerto, ascendía torpemente hasta la boca
como un animal tragado vivo. Los sentimientos, primero le poseyeron,
luego le devoraron. Mil manos, que no eran más que su mano, le oprimían
cada trozo de su carne. Una mortal angustia le sacudía el corazón. Sabía
que su pensamiento, confundido con la noche, velaba alrededor de su
cuerpo. Sabía también, terrible certidumbre, que buscaba una salida
para entrar en él. Contra sus labios, en su boca, se entregaba a una
unión monstruosa. Suscitaba bajo los párpados una mirada necesaria.
Y al mismo tiempo destruía furiosamente aquel rostro que besaba.
Ciudades prodigiosas, ciudades en ruinas, desaparecieron. Las piedras
fueron arrojadas lejos. Se trasplantaron los árboles. Desaparecieron las 71
manos y los cadáveres. Sólo el cuerpo de Thomas subsistió, privado de
sentido. Y el pensamiento, que le habitaba de nuevo, pasó rozando el
vacío (Blanchot 2001 18-21).

Si nos hemos permitido citar largamente estas páginas del relato de Blanchot,
es porque, nos parece, observamos en ellas un momento capital de lo que
podríamos definir como el «paso del cuerpo vivo (biológicamente hablando)
al cuerpo fantasmático». Se trata, antes que nada, de una relación particular
entre cuerpo y pensamiento. Lo que nos es «descrito» por este pasaje —con
enunciados que ponen en cuestión su capacidad de enunciación— es el proceso
por el cual el cuerpo de Thomas se ve «contaminado» por la inmaterialidad del
pensamiento. Sin embargo, el cuerpo permanece, aunque «privado de sentido».
Justo antes de este extracto, el texto nos describía a Thomas saliendo del agua
para internarse en un bosque. En ese instante preciso, Thomas comienza a
padecer una suerte de pérdida del sentido de la realidad de su cuerpo. Siente que
avanza sin avanzar, se ve movido por su «rechazo a moverse». Está en vías de
«descorporizarse». Hemos leído la descripción de un tal proceso. Esta experiencia
alucinatoria comienza por la vista —y reconocemos entonces la importancia de
una filosofía de la imagen para elaborar una filosofía del espectro. Thomas toma
un tiempo indeterminado —pueden ser horas— para darse cuenta que «fuera
de él se encontraba algo parecido a su propio pensamiento, que su mirada y su
mano podrían tocar». Esta «ensoñación repugnante» le obliga a considerar que
todo lo que está fuera de él no es más que el producto de algo así como una
«herida del pensamiento». «Era la noche misma».Y esta oscuridad radical es «el
punto culmine de su mirada». Su ojo se abre desmesuradamente, para capturar
la totalidad del mundo exterior, fundamentalmente la noche que se introducirá
en él para «recibir la luz». En consecuencia, es su propia mirada la que se da
vuelta, para observar su propia causa. «En él, su propia mirada entraba bajo la
forma de una imagen, en el momento en que esta mirada era considerada como
la muerte de toda imagen». Está entonces ciego. En este momento, consecuencia
de un tal enceguecimiento, son los objetos los que comienzan a introducirse a
través de los ojos. Podríamos señalar este instante como el momento preciso de
la «aparición del fantasma». Es el momento en que toda relación sujeto/objeto
tiembla y termina por ser completamente destruida. Ya no está el mundo de un
lado y Thomas del otro.
Es tal vez esta concepción de una separación sujeto/objeto que un
pensamiento de la espectralidad, como aquel que un cierto psicoanálisis, en lo
fundamental expresado en la obra de Nicolás Abraham y Maria Torok (Abraham
72 Torok 1976 2009) —es en gran parte a partir de sus trabajos que Derrida
elaborará su propia teoría filosófica— ha venido (después del trabajo que a
este respecto inauguró la fenomenología de Husserl) a terminar de sepultar.
Volvamos a la noción de incorporación de Abraham/Torok para considerar la
aparición del fantasma en el pasaje de Thomas l’obscur que analizamos. Abraham
y Torok definen la incorporación como un tipo de «fantasía» (phantasie,
fantasme) por el cual se introduce en uno un objeto perdido sin traducir sus
cualidades por procesos de metaforización que, en los estados normales
—aquellos que se fundan en el proceso de la «introyección»— hacen posible
la asimilación (el duelo) de los objetos de tal suerte perdidos.
El objeto incorporado está entonces «encriptado» en un «yo artificial»
donde estos objetos serán alojados en tanto «fantasmas», es decir, en tanto
objetos extraños que, no obstante, hablan y actúan por nosotros (el fantasma
alojado en esta cripta es siempre «el fantasma de otro»). No podemos hacer
el duelo de estos objetos —con el sufrimiento psíquico consiguiente— justa-
mente porque su comprensión (el fin de lo que Abraham/Torok elaboran en
términos de una «clínica del fantasma») nos es de muy difícil acceso como
consecuencia de su carácter completamente extranjero. Es justamente el pro-
ceso padecido por Thomas: «De toda evidencia un cuerpo extraño se había
alojado en su pupila y se esforzaba por ir más lejos [...]». Thomas mismo «es
un abismo» invadido por las olas, en el que árboles «y el bosque entero» se
ahoga, y donde incluso un hombre —otro hombre— ha caído. Ciudades ente-
ras se construyeron en su interior, con sus edificios, sus habitantes. «El miedo
que así se apoderó de él y de ella no se distinguía en nada de su cadáver». En
consecuencia, Thomas se hallará totalmente desprovisto de su cuerpo, y de
toda individualidad susceptible de ser asegurada por él. El cuerpo de Thomas
no será más una unidad, por el contrario: su cuerpo será todo el universo.
¿Alucinación? ¿Locura? Estas categorías, propias en fin de cuentas a la psi-
quiatría, no sabrían hacer justicia a la complejidad de lo que nos es descrito
por Blanchot. Thomas, por el contrario, tiene una certeza, sólo una: la propia a
un pensamiento que permanece fuera de sí, y que quisiera entrar en su «fue-
ro»43. El pensamiento, al final del fragmento, logra reintroducirse al interior
de Thomas, y los árboles son replantados, las ciudades reconstruidas, etc. El
fantasma está de nuevo en casa, calmo. «Sólo, el cuerpo de Thomas subsistió
privado de sentido».

73

43 La raíz latina de «fuero» es forum, de donde provienen todos los significados de la palabra
que van por el sentido legal derivado del hecho que el Forum romano se convirtió en la Edad
Media en el espacio de las deliberaciones públicas (las actividades «forenses»). La raíz de
fórum es el indoeuropeo –dhwer de donde provienen también foras (fuera, las afueras) y foris
(batiente de una puerta). Todos estos sentidos deben tenerse presente al considerar la expre-
sión «fuero interno» –una suerte de oximorón. Derrida analiza en detalle todos estos aspectos
en su Introducción (titulada «Fors») en Abraham / Torok (1976).
Conclusión

En su cortometraje Carta de un cineasta amante de bibliotecas (1983), realizado


en el contexto de su primer retorno a Chile, diez años después de partir al
exilio, Raúl Ruiz trata la situación política crítica del país, como siempre él
supo hacerlo, es decir, espectralmente44. Ahora bien, ¿qué puede querer decir
tratar espectralmente la situación de un país sometido a una violencia polí-
tica extrema? El cortometraje de Ruiz es un falso documental, una suerte de
versión espectral y absurda de Crónica de un verano (1959) de Rouch y Morin,
que muestra el retorno del exiliado al país, donde cae en la cuenta que un libro
falta en la biblioteca de su antiguo hogar. El narrador se da igualmente cuenta
que no hay ningún objeto de color rosa, y que en todo el país, claro, el color
rosa ha desaparecido. En el contexto de esta búsqueda, encuentra a diversos
personajes, cada uno más bizarro que el otro, que proponen al «extranjero»
75
teorías improbables acerca, por ejemplo, de la «verdadera libertad» que existe
en el país con una dictadura que permite que los productos chilenos pasen por
China, antes de ser exportados a Australia. Dos o tres de esos personajes son
directamente fantasmas.
Este film refleja uno de los aspectos más singulares de lo que podríamos
definir como el «cine espectral» de Raúl Ruiz. ¿Cuáles son las características
de un cine de este tipo? El exacto opuesto de este tipo de cine sería un film
como Missing (1982) de Costa-Gavras. Estrenado algunos meses después que
este último, el corto de Ruiz puede ser considerado una suerte de «respuesta»,
también ella profundamente espectral, es decir, indirecta, torcida, oscura, al
film del cineasta griego. Al film de tipo hollywoodense con un presupuesto
importante y estrellas del mainstream, Ruiz opondría un pequeño film (16 mi-
nutos) en el que los «actores» no son sino sus amigos chilenos, exprofesores
universitarios cesantes o convertidos en libreros, filmado en Super 8 con un
presupuesto muy escueto. Por otro lado, a la construcción épica que intenta
reconstruir con realismo —de una manera bastante lograda por otro lado— la
«situación» de la desaparición en una ciudad sitiada por los militares, Ruiz

44 El film fue financiado por el canal Antena 2 de Francia y fue exhibido en el contexto de la serie
«Cinéma cinémas» el 6/4/1983.
opondría el relato subjetivo, y sin pretensiones «históricas», de su búsqueda
del libro «desaparecido». Al film destinado al mercado del cine y al éxito co-
mercial, Ruiz opone un film que, incluso para los especialistas en su obra, pasa
a menudo desapercibido. No hay «industria cinematográfica» para la desapa-
rición.
Por otra parte, el film de Ruiz muestra, como de hecho gran parte de su
producción, los efectos de esta suspensión de la historia que es la desapari-
ción política en la forma cinematográfica misma. Esto implica que habría una
política de la forma cinematográfica que podría hacerse cargo de los «efectos
de espectralidad» que la desaparición política impone. Se trata entonces de un
film post-histórico, en la medida en que no hay ningún relato, al modo de un
«conflicto central», protagonistas, sucesos que ocurren a esos protagonistas,
como tampoco hay «historia» en el sentido de lo que escriben los historiado-
res, que pueda ser reconocible y narrable con frases ostensivas (al contrario,
los «especialistas» entrevistados en este falso documental sobre la desapari-
ción asumen literalmente la destrucción de la lengua común, y de todo saber
positivo, y defienden discursos sin ningún sentido). Nada de esto en un film
como Missing.
Podríamos postular la hipótesis que, en Ruiz, lo que para algunos apa-
76 rece como una suerte de humor absurdo un poco desplazado, en relación a
sus orígenes en el humor negro surrealista o en la patafísica, o como un ba-
rroquismo sin mucho sentido, no es sino uno de los aspectos del «efecto de
espectralidad» implicado por la desaparición. Es por ello que proponemos
considerar esta Carta de un cineasta… como un film paradigmático del mo-
mento político propio a la obra de Ruiz. Ahora, este momento político, siendo
él mismo espectral, no puede más que aparecer como escapando a la eviden-
cia del sentido, y el «humor negro» que manifiesta obedece, por su parte, al
carácter demoníaco de la desaparición45.
¿Hasta qué punto, a partir de Ruiz, podemos pensar en un paradigma
espectral de la imagen cinematográfica? ¿Podemos pensar otras producciones
cinematográficas, las de Oliveria por ejemplo (films como No o la vana gloria de
mandar (1990), donde se trata del sentido espectral de la historia portuguesa,
fundamentalmente a partir del caso de Dom Sebastiao, rey desaparecido
en una batalla y verdadero fundador-espectro del país), o en el caso de
Angelopoulos (Viaje a Citerea de, 1984, por ejemplo), como a producciones
que asumen, en la forma cinematográfica misma, la espectralidad abierta en la

45 Para una tesis sugestiva acerca del carácter demoníaco del humor y de lo cómico en general,
Cf. Baudelaire (1961 975-993).
historia como consecuencia de la violencia política extrema?46 Una definición
de la imagen política, como la que hemos intentado desarrollar en los ensayos
que componen este libro, debe considerar este aspecto «político-formal», que
es un «efecto de espectralidad» impuesto por la desaparición en tanto que
única verdadera «interrupción de la historia» que la humanidad haya vivido,
hasta hoy.
Los textos aquí reunidos han pretendido constatar, desde un punto de
vista filosófico, una paradoja. Podemos enunciarla como una pregunta: ¿cómo
representar, en tanto imagen, es decir, algo que aparece, que se ve, que es sen-
sible, la desaparición, la que implica una crisis radical de la representación? Si
afirmamos, con Rancière, que esta crisis es en principio estética, en el sentido
en que puede ser representada según las reglas del arte en la época en que
esas reglas ya no cuentan (el régimen estético del arte) dejaremos de lado tal
vez lo más importante: que lo que se abre como consecuencia de dicha crisis
es algo que sobrepasa a la estética, y ello implica que el arte resulta en gran
medida superado.
Ahora bien, esta paradoja deberá constituirse —es nuestra hipótesis— en
la definición política esencial de la imagen en nuestra época. Hemos intentado,
en todo caso, proponer una versión teórica rigurosa de esta definición
paradojal. Ella implica que ciertos discursos estéticos contemporáneos deben 77
ser interrogados, estudiados y también superados. Fundamentalmente
aquellos que privilegian una concepción de la marca (Didi-Huberman), del
Index (Krauss) o del contacto (la adherencia del referente en Barthes) como
fundamento del aparecer del arte contemporáneo. Hemos intentado mostrar,
haciendo referencia a teorías y ejemplos pertenecientes a la literatura, al cine y
al arte, que el aparecer contemporáneo, si quiere asumir los desafíos políticos
de nuestra época, debe hacerse cargo de la desaparición y entonces debe
abandonar, para su definición teórica, el predominio de la presencia.
Se trata entonces de un aparecer en el que la presencia no es más la
esencia. Un aparecer a la altura de las exigencias planteadas por el fenómeno
de la desaparición. Para hacerlo, hemos creído necesario redefinir la noción de
«huella», cuyo gran filósofo es Jacques Derrida, para desarrollar una filosofía
del aparecer en la que ni la presencia ni la ausencia son los ejes fundantes (la
noción de huella, de hecho, es contraria a toda idea de un eje fundante de lo
real). El concepto de huella nos ha permitido entonces una noción de imagen
en la que ella no es equivalente ni a la presencia ni al aparecer, aunque les
incluye. Tampoco es equivalente a la ausencia, al vacío, como si ella no fuera

46 Respecto al caso de Ruiz, estos asuntos son extensamente tratados en el libro que preparamos
titulado —provisoriamente— Raúl Ruiz: políticas de la espectralidad.
más que pura negatividad. La imagen es una configuración de huellas, una
organización de las huellas en soportes técnicos de inscripción. No hay, pues,
imágenes en cuanto tales, como realidades «en sí», hay configuraciones de la
sensibilidad (y entonces huellas que se inscriben desinscribiéndose) hechas
posibles por superficies técnicas de inscripción (los aparatos). Si la imagen es
entonces una configuración de huellas, su definición irá más bien del lado de
la indeterminación, de la différance como «producción del diferir». Ello implica
que habría que redefinir no únicamente la «aparición», situando una tal rede-
finición a la altura de la exigencia política de la desaparición, sino que también
lo sensible mismo. Ahora bien, si pensamos a lo sensible a partir de la lógica
de la huella, a lógica de lo sensible deberá ser espectral.
De tal suerte, pasamos desde una concepción donde la imagen, en tanto
que manifestación sensible, es entendida como pregnancia, como aparición,
como contacto o semejanza, a otra definición según la cual ella es, también y
al mismo tiempo, re-aparición, repetición, retorno, espectro (la imago de los
latino, de donde proviene nuestra «imagen», incluye el sentido de «sombra»,
de «doble» y de «fantasma»). En ese sentido, la imagen es también «retorno»
(de los espectros). Entonces, si la imagen es una configuración de huellas ella
es, al mismo tiempo, presencia y ausencia, inscripción y desinscripción, venida
78 y re-venida: movimiento de la espectralidad. Ella es entonces repetición. Ella
es siempre escritura, y entonces forma parte del devenir histórico de la técnica.
La imagen técnica está entonces atravesada, y abierta, por la repetición: se tra-
ta de lo que hemos definido, a partir de Nicolás Abraham, como el «fort-da»
del fantasma.
Como consecuencia de esta repetición, la imagen se abre al retorno de
los espectros: es entonces una imagen política, pues ella puede hacer frente
a las exigencias políticas más críticas de nuestra época, entre las que se en-
cuentran la imposibilidad del duelo, la originariedad del olvido, la importancia
fundamental de las frases de testimonio respecto a las frases ostensivas de
conocimiento. Todo lo que, siguiendo a Derrida, hemos definido a partir del
concepto de «espectralidad».
Esta interrogación filosófica en torno al aparecer exige un cuestionamiento
de la temporalidad que, una vez confrontada a las exigencias políticas impuestas
por la «realidad» de la desaparición, determina el funcionamiento de la imagen
artística (literaria, visual, técnica). Esta temporalidad es la del anacronismo.
Ella se impone como una categoría particularmente significativa. Implica la
inscripción siempre diferida (posterioridad freudeana) de un acontecimiento
que no será nunca co-presente con el sujeto. La inscripción de la huella no
es nunca co-presente con su aparición. La posterioridad (Nachträglichkeit)
descrita por Freud, determina el modo temporal fundamental de la huella: en
la diferancia (Derrida) que separa al momento de la inscripción de aquel de
la aparición (que presupone entonces que ya ha habido des-inscripción) se
encuentra la errancia de los fantasmas, el tiempo del retorno de los espectros.
Es el tiempo propio a las sociedades que han vivido la desaparición de alguno
de sus miembros, cuando la historia se detiene ya que el acontecimiento
de la muerte (el acontecimiento humano fundamental) de algunos de sus
miembros no ha podido inscribirse. Un arte político, en estas sociedades,
deberá ser capaz de acoger estas experiencias no-inscritas inventando nuevas
superficies de inscripción (es toda la importancia política de la ficción y de la
invención) para intentar impedir, produciendo una simbolización, tal como lo
pretende la «clínica del fantasma» de Abraham y Torok, la errancia angustiante
y dramática de los espectros.
Cuando el trabajo artístico pretende producir imágenes políticas capaces
de acoger a los fantasmas, debe abrirse a esta temporalidad de la posteriori-
dad (Freud), de tal suerte abriéndose a la historia. Hemos podido observar, en
los textos aquí reunidos, cómo los aparatos fotográfico y cinematográfico han
sido los mejor adaptados para cumplir esta tarea. Podemos ahora comprender
la razón: estos aparatos funcionan a partir de una lógica técnica que es propia-
mente espectral: repetición, temporalidad de la posterioridad, representación 79
de lo que, para la sensibilidad «normal», es irrepresentable e invisible.
Es uno de los desafíos que hemos querido asumir en los textos
reunidos en este breve volumen47. La estética, pensamos, no debe ser más
un discurso académico entre otros en la división del trabajo universitario.
En ella, se trata de la cuestión del «aparecer» en una época donde aquello
que, por definición, debe aparecer antes que nada, el cuerpo, los cuerpos,
sigue desapareciendo, consecuencia de violencias que desde hace rato no se
corresponden necesariamente con las violencias represivas de la época de los
totalitarismos. La estética sería hoy, en este sentido, una disciplina para la
que el cuestionamiento político de la época es fundamental y la constituye en
tanto discurso. Si, como lo postula Rancière, tanto la estética como la política

47 El que se integra a una trilogía sobre arte y desaparición, compuesta por el presente volumen
junto a dos más de una extensión un poco mayor y que abordan desde perspectivas como la
cuestión de la ética y estética redefinidas por Lyotard (y el debate al respecto con J. Rancière),
una teoría espectral de la nominación (para entender lo que ocurre en un Muro de los
Nombres como el de la Villa Grimaldi), hasta análisis detallados de las producciones artísticas
contemporáneas que han asumido directamente la cuestión de la desaparición política en
artistas como M. Brodsky, Gustavo Germano, Gonzalo Díaz, Arturo Duclós, Fredi Casco,
Ana Tiscornia, A. Jaar, Carlos Altamirano, Cecilia Vicuña, por mencionar a algunos artistas
latinoamericanos.
son modos del «reparto de lo sensible», ellas deben necesariamente hacerse
cargo de la desaparición y de la potencia de espectralidad que implica, ya que
ellas conciernen, justamente, una crisis radical de la sensibilidad misma.
Una investigación como esta debe necesariamente asumir su incomple-
tud. Una «escritura del desastre», para citar una vez más a Blanchot, como
la que hemos intentado comprender, no puede sino ser ilimitada, fragmen-
taria, sin pretensiones de totalidad. Se trata igualmente de la enseñanza de
las «Tesis sobre filosofía de la historia» de W. Benjamin, que han guiado, en
espíritu, cada una de estas páginas: no hay organicidad posible, ni continui-
dad, ni «sentido» cuando se pretende dar voz a los vencidos de la historia, y
los desaparecidos, a cuya memoria obviamente están dedicadas estas páginas,
son tal vez los más vencidos entre los vencidos de la historia. Como sea, las
obras de arte no están ahí para ayudar a hacer el duelo; ellas inventan, más
bien, superficies donde inscribir la errancia de los fantasmas.

80
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Índice

Prólogo 7
Introducción 9

Capítulo I
La imagen política: arte y desaparición 13

Capítulo II
Huella, inscripción, violencia 25

Capítulo III
Derrida: El cine o el arte de dejar retornar a los espectros 39

Capítulo IV
Blanchot: El desastre, la desaparición 49

Conclusión 75

Referencias bibliográficas 81
Colofón
Este libro ha sido
publicado por la Editorial
UV de la Universidad de
Valparaíso. Fue impreso en los talleres
de Ograma impresores. En el interior se
utilizó la fuente Palatino —en sus variantes light,
light italic y medium— sobre papel bond
ahuesado 80 gramos. La portada fue
impresa en papel Nettuno hilado
de 215 gramos. Acabóse de
imprimir el día dos de
junio de dos mil
diecisiete.

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