Eduardo P. Archetti
Departamento de Antropología
Universidad de Oslo
eduardo.archetti@sai.uio.no
Una rápida lectura de los menúes del Pedemonte y del Ligure en el año 1994,
dos restaurantes tradicionales de Buenos Aires fundados, respectivamente, en
1890 y 1933, pueden servir de ejemplo cuando, de un modo intuitivo, pensamos
en una cocina argentina. Coexisten recetas italianas, francesas y españolas con
“inventos argentinos” como el “revuelto Gramajo”, la “salsa Golf” y el “queso y
dulce”, en una yuxtaposición cercana al caos y en donde al lado de pastas y
risottos y platos franceses encontramos los pucheros de grano de pecho, de
gallina o mixtos, las milanesas de ternera o de lomo y los diferentes y variados
asados (bifes de chorizo o lomo, lomos o costillas de cerdo, entrecotes y chivitos
de Córdoba). El examen de algunos de los menúes del pasado de los mismos
restaurantes (para el Pedemonte los años 1914, 1933, 1954 y 1971 y para el
Ligure los años 1948 y 1964) sorprenden por la continuidad histórica de los
platos preparados y el pasaje sin problemas, y muy tempranamente, de un
clásico reconocido del Pedemonte, ‘la torta pascualina de alcauciles’, al menú
del Ligure. Los cambios más notables los encontramos en la lista de vinos ya
que a partir de la década del cuarenta desaparecen los vinos y los champagnes
importados para volver a reaparecer, tímidamente, en los últimos años. Estas
cartas ilustran la idea de que cuando pensamos en una “cocina argentina” ésta
aparece “poco uniforme” porque “a la vieja herencia hispano-indígena se
agregaron los valiosos aportes de la inmigración” (Gran Libro de la Cocina
Argentina 1991: 7), o “poco original” ya que “la gastronomía argentina siempre
dependió de los aportes extranjeros, tanto durante la Colonia y el siglo XIX
como durante la presente centuria” y solo “los derivados de la cultura del
maíz, como el locro y la mazamorra” pueden ser pensados como “autóctonos”
(Ducrot 1998: 99).
Los intentos de definir los “platos típicamente criollos” o una “cocina auténtica
argentina” terminan, por lo general, incluyendo las empanadas, los matambres,
los pucheros y sus variantes entre las que encontraremos diferentes carbonadas,
humitas, las chanfainas y los alfajores (ver Somoza 1983). La exclusión explícita
de la pasta y de las influencias francesas genera, aparentemente, los límites de
la “cocina argentina” ya que, en la mayoría de los casos, se acepta el peso de la
historia colonial y, por lo tanto, la influencia indudable española. Si el maíz es
importante en la configuración de platos importantes en la tradición culinaria
del Noroeste argentino la mandioca juega el mismo papel en la cocina del
Nordeste (ver Gran Libro de la Cocina Argentina 1991: 56 y 104 y Berreteaga
1991). Estos intentos de codificación terminan demostrando que las cocinas
“reales” son las cocinas regionales ya que lo “autóctono” depende, en gran
medida, de la existencia de ingredientes locales (Revel 1982). No hay que
olvidar, sin embargo, que en el curso de la formación de una cocina nacional
algunos elementos y recetas de origen regional pasan a ser nacionales y otras
no. La pasta, en Italia, o el pan, en Francia, tienen esa virtud ya que a pesar de
la extrema variación regional y local en su preparación son marco de referencia
obligatorio para pensar y definir lo nacional. La importancia de las empanadas
en la Argentina, aunque marginal en el Nordeste, ilustra la importancia de la
confluencia entre lo regional y lo nacional pero los espacios comunes son quizás
más complicados que en Italia y en Francia debido a la globalización temprana
del país (herencia colonial y peso sociológico y cultural de la inmigración
europea).
En este artículo he de argumentar que lo que define a una cocina es, en última
instancia, la práctica culinaria de una población que consume determinados
platos con cierta frecuencia y que, en consecuencia, esa habituación los lleva a
considerarse verdaderos expertos en el momento de evaluar la calidad de su
preparación. Una cocina tiene raíces sociales comunes, es la comida de una
comunidad aunque ésta sea amplia y heterogénea como en el caso de la
Argentina (ver Mintz 1996: 94-105). La integración de las cocinas y tradiciones
culinarias de las comunidades de extranjeros migrantes no se hizo sin
dificultades. Di Lullo, en su análisis de la alimentación popular en Santiago del
Estero en las primeras décadas de este siglo, argumenta que el régimen cárneo
fue su base: “las más diversas carnes, todas de una excelencia de sabor y
perfume: carnes grasas y magras, rojas, blancas y negras, carnes apretadas de
fibras o henchidas de jugos, carnes asadas, guisadas, manidas, condimentadas,
hervidas, ricas en sales y principios extractivos” (1944: 247). La carne intervenía
como ingrediente principal en la preparación de los más diversos platos de tal
modo “que los que no la contenían fueron designados con el nombre genérico
de ‘comidas de gringos’, especialmente aquellos preparados a base de
legumbres y verduras que se introdujeron con los españoles” (1944: 247). Di
Lullo enfatiza que comer verduras y carne, en el caso de los pucheros y guisos,
era cosa de gringos, solo carne y más carne de criollos, de gauchos. Al mismo
tiempo resalta que en la concepción popular de las comidas lo varonil era la
carne y lo femenino los guisos y los dulces (1944: 249). Remedi, en su excelente
trabajo sobre la alimentación en la provincia de Córdoba en el mismo
período, demuestra como el arroz (el risotto) y el pan, básicos en la dieta de los
inmigrantes italianos, comienza a difundirse entre la población nativa (lo
mismo no ocurre con el aceite de oliva). El arroz pasará posteriormente a ser un
componente importante en la preparación del puchero criollo (1998: 162-4). En
poco tiempo, la pasta se convierte en un plato usual, al menos dos veces por
semana, jueves y domingos, y democrático porque se incorpora tanto a la dieta
de los sectores acomodados como a la de los populares (1998: 165). Según
Remedi en la dieta criolla el maíz, en sus variantes de mazamorra y mote junto
al zapallo - fresco, hervido, asado o desecado- representaban el papel que el
inmigrante extranjero atribuía al pan. La oposición entre nativos y extranjeros
pasaba, de alguna manera, por el maíz y el trigo más que por la carne y las
verduras. Sin embargo, Remedi, recuerda que, sobre todo entre los italianos del
norte, la polenta de maíz formaba parte de su dieta cotidiana. Aquí, la oposición
era entre maíz blanco, utilizado por los nativos, y el amarillo, utilizado por los
italianos (1998: 167). Los italianos y españoles que llegaron a Córdoba
incorporaron rápidamente la carne vacuna, sustituyendo - aunque de manera
incompleta- el consumo de porcinos y ovinos. El consumo desmedido, para lo
que era la costumbre, de carne vacuna fue visto por los inmigrantes como una
de las causas del rejuvenecimiento de los ancianos y el desarrollo rápido de los
jóvenes. Se creía firmemente, y seguramente habría experiencias concretas para
verificar esa creencia, que a los catorce años los hijos de italianos nacidos en la
Argentina podían compararse con los italianos de más de veinte en términos de
desarrollo y fortaleza física (1998: 170).[1] Remedi escribe que “el medio adoptivo le
brindaba finalmente la oportunidad de recuperar aquellos que la mayor parte
de la población europea había perdido con el correr de los siglos: en estas
tierras extrañas y lejanas, la carne era superabundante y los mares de trigo no
dejaban de extenderse en las zonas rurales. Ahora, la venganza de los pobres de
Europa podía concretarse, aunque fuera en la patria adoptiva” (1998: 172). Los
inmigrantes podían experimentar de un modo contundente uno de los mitos de
la cultura criolla pampeana: la carne no era un bien económico escaso, como en
Europa, sino un recurso de acceso comunal, abierto y accesible a todos los
bolsillos.
No caben dudas que la adopción de parte de la dieta nativa por parte de los
inmigrantes se hizo sin problemas e, incluso, con entusiasmo. No es extraño,
entonces, que la Junta Nacional de Carnes mostrara su preocupación en la
década del treinta por lo que consideraba un consumo de carne poco
balanceado ya que, y sobre todo, los inmigrantes de origen italiano tendían a
consumir en demasía carne de ternera. La Junta argumentaba a favor del
consumo de carne de novillo o de vaquillona. A los efectos de producir un
cambio en los hábitos alimenticios de los inmigrantes y sofisticar el de los
nativos, Doña Petrona C. de Gandulfo, ya consagrada por la aceptación masiva
que tuviera su libro de cocina publicado por primera vez en 1936, fue encargada
en 1938 por la Junta para escribir un libro de recetas en donde se combinaran el
tipo de carne -vacuna, cordero y cerdo, y en el caso de la carne vacuna el tipo de
animal - novillo/vaca y ternero- y los cortes. Los objetivos eran múltiples:
difundir las variantes en la preparación del puchero y las carbonadas criollas (y
las salsas que podían acompañarlas), la utilidad de los cortes menos finos en la
preparación de platos deliciosos, la importancia de que las sopas fueran hechas
con buenos caldos producto de la utilización de carnes apropiadas, el
convencimiento de que en el asado al horno lo mejor eran trozos grandes y que
el gusto de los bifes y los cortes de novillo era insuperable. En la sección
dedicada a la carne de novillo o vaca (46 páginas y 35 recetas), a las recetas
tradicionales argentinas se agregan recetas francesas - “bife de lomo a la maitre
d’hotel”, “carne a la bordalesa”, “carne con salsa vinagreta”, “lomo a la
jardinera” y “cuadril de vaca con salsa de nueces”. En la sección dedicada a la
carne de ternera (14 páginas y 14 recetas), a las recetas tradicionales, como “el
bife a la criolla” se agregan recetas italianas - “aguja de ternera a la
piamontesa”, “cima rellena”, “escalopines diablito”, “bife ancho con salsa
rosada”, milanesas y “ossobuco con arroz” (Gandulfo 1938). Una evidente
limitación del libro es la ausencia de consejos sobre cómo hacer una buena
parrillada argentina. Doña Petrona se limita a decir que “la parrillada
comprende todo lo que sean achuras: mollejas, chinchulines, tripa gorda, ubre,
chinchulines de cordero, riñoncitos de cordero, de ternera, churrascos de
carnaza o lomo, chorizos, entraña, morcilla o corazón” (1938: 37). Una evidente
enumeración caótica y hecha sin compromiso culinario. Esta limitación estaba
ya presente en su libro célebre, El libro de Doña Petrona, en donde se circunscribe
a escribir que “para hacer un buen asado, ya sea a la parrilla, horno, plancha o
asador, hay que tener una habilidad especial, que no todas las personas la
tienen” (1979 [1936]: 351). Doña Petrona acepta dos verdades que serían ya
evidentes en esa época: se nace asador y para serlo hay que ser hombre. Sobre
esto volveremos más adelante.
Doña Petrona, en este libro híbrido, la autora define una gramática culinaria,
aunque basada en lo local y regional, que se percibe y se acepta ya como
nacional. Cualquiera cocinera o cocinero con un poco de imaginación y
educación, como en su caso, puede ofrecer a su clientela o a su audiencia de
lectores platos que provienen de “tradiciones” diversas como los que ella
incluyen. Comidas vinculadas a la economía y cultura local europea como el
“ossobuco con arroz” o el “bife a la bordalesa” se transforman en el contexto
argentino en elementos de una cocina nacional. Comidas de un lugar o una
región son, de pronto, comidas de una nación promovidas por la Junta Nacional
de Carnes. Para la emergencia de una cocina nacional se necesitan con cierta
regularidad determinados ingredientes y materias primas, consumidores,
cocineros y, lo fundamental, cambios en la actitud de la gente en relación a la
comida (Mintz 1996: 99). En la Argentina de las primeras décadas de este siglo
este proceso estaba en marcha y, en gran parte, consolidado. No podemos
poner en duda que el “ossobuco” se comía en las casas tanto como en las fondas
y en los restaurantes.
‘la cocina argentina es el bife con ensalada, con puré o ‘a caballo’, las
ensaladas siempre simples y mixtas, o sea con cebolla, lechuga y tomate, las
milanesas con papas fritas, el asado y la parrillada, las pastas bien variadas, la
pizza, el puchero, las empanadas, los helados que preferimos que sean
supuestamente “italianos”, el flan con crema o con dulce de leche, los
panqueques con dulce de leche y el “queso y dulce”. En el fondo hay que
pensar en el bife, el asado, la milanesa y el puchero, aunque éste plato esté
cayendo en desuso. Ahora en los restaurantes (y no en todos como era antes) el
puchero solo se sirve una vez a la semana y, por lo tanto, no es más plato de
todos. Sobre el pescado, bueno no hay lugar ni para el pescado, aunque
comamos filetes de merluza de vez en cuando, ni para los mariscos que siempre
serán comida de restaurante vasco. El pescado es comida de enfermos y además
están las espinas que siempre darán miedo al criollo. Comemos sencillo y por
eso desde Ushuaia hasta Jujuy en los restaurantes y en las fondas, y ahora en los
bares que cada vez más sirven comida a mediodía y a la noche para poder
sobrevivir, encontraremos los mismos menúes y los mismos sabores. No hay
diferencias entre lo que comemos en la casa y afuera y somos tímidos y poco
imaginativos cuando se trata de utilizar especies y condimentos. Sal y un poco
de pimienta blanca y siempre orégano, una obsesión que no sé de dónde viene,
para darle un toque especial a muchos platos o ensaladas. Eso sí, todo lo que
comemos tiene que estar bien hecho, desde la carne hasta la pasta que nunca la
comemos al diente.’
Ante una pregunta sobre la “crisis del puchero” su elaboración fue la siguiente:
‘el puchero era la comida del día domingo y, casi siempre, durante los
meses de invierno, al menos en mi casa. La competencia era con el asado. La
elección de uno u otro dependía de si venía gente invitada a comer y si había
que celebrar algo. Con el asado celebrábamos algo, nunca con el puchero.
Luego vino la pasta del domingo y el puchero fue desapareciendo. Creo que lo
que pasó en mi familia ha pasado en el resto de la Argentina’.
Estas observaciones fueron, sin duda alguna, compartidas por la gran mayoría
de mis informantes, serán compartida por muchos de los presentes en este
seminario y es de esperar que no habrá muchas voces discordantes ( ver Ducrot
1998: 114 y Todo es historia 1999, nr. 380). Mi informante establece una “cocina
nacional” como una suerte de artificio holístico basado en su capacidad de
observación y en su propia experiencia y, al hacerlo, establece con toda claridad
el eje cárneo: el asado y la parrillada (los bifes), la milanesa y el puchero. Si
aceptamos la hipótesis que una cocina nacional incluye lo privado y lo público,
es decir que lo que se come en la casa es posible encontrarlo en los restaurantes
y comedores públicos mi informante señala esta básica continuidad. Es solo
la haute cuisine la que establece esas diferencias y marca la discontinuidad entre
los privado y lo publico. No podemos comer habitualmente como lo haremos
en un restaurante de un gran chef.
‘las mejores milanesas son las hechas en casa, no hay nada como las
caseras. El recuerdo de las milanesas de una empleada, Juanita, María o Jacinta,
o de la madre o de una tía, es algo que no se olvida con facilidad. Aunque muy
simples las milanesas tienen sus secretos: alguna que otra especie que se mezcla
con el pan rallado, ajo o perejil por ejemplo, el tipo de pan rallado, el corte y el
tipo de la carne, su espesor y su tratamiento, así como la temperatura y calidad
del aceite. Nunca se pueden comparar con las que pueden comerse fuera.
Detrás de una gran milanesa están los secretos de una mujer. Lo mismo
podemos afirmar del puchero. El puchero es el puchero de la casa y fíjate que
era muy común que se anuncie en los restaurantes: “el puchero de la casa” o
simplemente “puchero casero”. Esto es así porque hay tantos pucheros como
casas. Cuando comemos puchero o milanesa no invitamos a nadie, es como una
ceremonia privada. El asado es diferente, somos los hombres los que lo
hacemos y siempre invitamos a alguien, no vale la pena hacerlo para tres o
cuatro. Es un rito compartido.’
Es cierto que las variantes del puchero son grandes y no existe como tal una
fórmula establecida y a las tradiciones caseras particulares hay que agregar las
que vienen de las diferentes regiones del país y, desde luego, el
condicionamiento de la estación del año y, en consecuencia, el tipo de verduras
disponibles. Por lo tanto, las variaciones dependerán del tipo de carne y del tipo
de verduras que se agregan a la olla, puede ser mixto - varias carnes- o no, con
embutidos o no, con porotos o no, y con ajos o no. El puchero es una suerte de
plato tipológico que posibilita las combinaciones “al infinito” (ver Vázquez-
Prego 1997 [1979]: 2-18). De todos modos, lo que muchos de mis informantes
califican como pucheros argentinos “típicos” deben llevar carne de vaca como
componente esencial, muchas verduras, el caldo se debe servir como sopa, y no
deben estar fuertemente condimentados. Pese a las variaciones en los
ingredientes que se combinan se suelen llamar puchero a secas y no “puchero
con porotos” o “puchero con tomates” como es posible encontrar en algunos
libros de cocina (Vázquez Prego 1997 [1979]: 2-18). Los pucheros no se suelen
calentar y lo que queda se suele comer de otra manera. Es obvio que los
pucheros, tanto en la Argentina como en América Latina, descienden de los
cocidos españoles que son, también, muy variados (ver Luján 1982: 67-8). Una
transformación importante del puchero es la carbonada criolla en la que las
verduras fundamentales e imprescindibles serán el zapallo, la batata y los
choclos y a esto suele agregarse manzanas y duraznos, e incluso peras y pasas
de uva. Esta combinación entre lo dulce y lo salado es impensable en la cultura
de los cocidos españoles (ver Somoza 1983: 36-9 y Vázquez-Prego 1997 [1979]:
278-80). En la discusión sobre los orígenes de la carbonada he recogido dos
teorías: la primera, que es un plato originalmente belga y adaptado al país, y la
segunda, que es un plato de larga tradición en el noroeste del país. En esta
segunda teoría, se establece una conexión entre lo dulce de las verduras,
centrales en la dieta regional, y las frutas que vienen de otras regiones del país.
En este respecto, algunos informantes enfatizan que utilizar manzanas,
duraznos y peras es una demostración de poder económico, en un caso “la
carbonada criolla es un plato de ricos” y en otro “la carbonada es un plato de
los ricos salteños”.
Borges decía, o al menos se le atribuye esta frase como tantas otras, que el asado
es un magnífico pretexto para el ritual de la “conversada amistad”. El asado es
un mundo de hombres al aire libre y el asador el personaje central del ritual.
Uno de mis informantes estableció un paralelismo entre esta actividad y el
dicho de los gauchos que sintetizaba el estilo de vida nómade del pasado: “al
aire libre y con carne gorda”. Si en algo hay un alto grado de consenso en la
Argentina es en el hecho de que el asado es “una ceremonia viril muy
argentina” y el arte del asador absolutamente empírico. Confrontados mis
informantes con la afirmación de Doña Petrona de que se trata de una habilidad
congénita y que no se aprende en un libro de recetas el acuerdo fue siempre
unánime. El asador con su práctica de años se convierte en un individualista
extremo, a pesar de que las leyes físicas a las que se somete voluntariamente
son universales e inmutables. Esto explica la creencia de que hay tantas
prácticas y secretos para asar como asadores. El asado es público pero, al mismo
tiempo, eminentemente “secreto” en el sentido que la experiencia individual es
difícil de transmitir. El mundo del asado establece una jerarquía entre hombres
que, en general, es totalmente aceptada y permite las exclusiones legítimas.
Siempre es preferible declararse un mal asador que someterse al infierno del
ridículo si el asado sale mal. Es muy difícil, por lo tanto, no saber quién es el
mejor asador en un grupo de amigos o entre familiares. En consecuencia, se
piensa que un cocinero se hace, toma cursos y prueba y prueba hasta que
domina ciertas recetas, mientras que un verdadero asador nace, y nadie pondrá
en duda la idea de que “se nace siendo un asador criollo”. El asador debe, antes
que nada, dominar la técnica de asar trozos grandes de carne y de allí que el
barbecue, el spiedo o la brochette están al margen de lo que se define como
“asar” en la Argentina.
La pizza y la empanada
A modo de conclusión
Podríamos concluir que hay dos procesos paralelos, y que así estamos entrando
al próximo siglo: por un lado, el mantenimiento del “melting-pot” (la mezcla y
la hibridación) y, por otro lado, el surgimiento de ciertos formas de
multiculturalismo a través de la consolidación de fronteras étnicas culinarias.
En ese sentido, la paradoja es que la comunidad japonesa se integró en la vida
argentina sin generar sus propios restaurantes y por lo tanto su propio negocio
culinario y llegaron después de la mano del post-modernismo europeo y
norteamericano. La presencia de un grupo étnico determinado no garantiza el
triunfo público de su cocina y hay, en consecuencia, autonomía entre lo que
puede comerse privadamente y la transformación de esta cocina en
pública. [4] Aunque el espacio no me lo permite quisiera terminar este artículo
con algunas reflexiones de carácter comparativo.
Bibliografía
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[1]
Es importante señalar el paralelismo entre esta concepción aceptada y, con toda seguridad,
generada por los inmigrantes mismos con la idea de Borocotó de que los descendientes de
italianos en la Argentina desarrollaron un estilo de juego diferente al ponerse en contacto con
los productos de la naturaleza o sea la alimentación. El énfasis en el asado y la carne es central
(Archetti 1997). Los jugadores argentinos al comenzar a invadir Italia a partir de la década del
treinta fueron percibidos como dotados no solo de técnica sino de potencia física.
[2]
Si en las últimas décadas la nostalgia de los argentinos repartidos por el mundo es por la
milanesa en el pasado ese rol lo jugaba, aparentemente, el puchero. Corradi cuenta que en
Paris, en la década del veinte, cuando el tango se imponía como baile en los cabarets, y a los
efectos de atraer a la rica clientela argentina que vivía en la ciudad, la cena que se servía luego
del show de medianoche consistía en un suculento puchero con choclo y caracú (1998: 209).
[3]
La cultura del gaucho argentino y su predilección por el asado, la carne y el
fogón nos introduce en un tema comparativo más amplio. El paralelismo entre la
cultura argentina y la del sur de Brasil, y desde luego la uruguaya, es notable y
valdría la pena explorarlas de modo sistemático. Los hallazgos de Fachel Leal (1989)
y de Maciel (1996) indican, claramente, la presencia de una “familia” de identidades
regionales importantes, en donde el asado, la carne y la parrillada son componentes
centrales.
[4]
Brita Langeid en su trabajo de tesis de maestría para la Universidad de Oslo ha seguido de
cerca por varios meses las pautas de comida de inmigrantes de primera generación en la
provincia de Misiones y es notable el grado de “argentinización” de sus dietas. Sus ejemplos
son contundentes. En el caso de un matrimonio mixto, noruego/ucraniano, los almuerzos de
una semana están compuestos generalmente de puchero, ñoquis, espaguettis, pollo al horno,
arroz blanco con queso o carne o salchichas, berenjenas en escabeche y milanesa a la napolitana.
El consumo de mandioca es también importante. Solo en contextos excepcionales se servirán
platos tradicionales que muestran el origen étnico. Durante la Fiesta Nacional de los
Inmigrantes que se celebra en Oberá todos los años los stands “étnicos” están marcados por la
presencia de comida tradicional. Los stands étnicos en 1998 fueron los siguientes: ucraniano,
ruso, francés, japonés, alemán, nórdico/escandinavo, italiano, polaco, árabe, brasileño, suizo,
español y paraguayo. Al mismo tiempo existe un gran stand argentino separado.