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Teatro popular: Teodosio Fernández

VIII. Sobre teatro popular


Entre los propósitos que guiaron las actividades del Teatro Experimental de
la Universidad de Chile figuraba, como se ha señalado, el de la «creación de un
ambiente teatral». A través de su Comisión Sindical y más tarde de la Sección de
Extensión Teatral orientó los esfuerzos de los conjuntos aficionados del país. En
1955 patrocinó el Primer Festival Nacional de Teatro Independiente y Aficionado, al
que seguirían otros en 1957, 1959, 1961, 1963, 1965-66 y 1968. Tales iniciativas, y
otras muchas, se tradujeron en una extraordinaria proliferación de grupos, sobre
todo en colegios e instituciones culturales, que en la mayor parte de los casos
seguían las directrices marcadas por los universitarios. Pero a la hora de entender
el teatro popular el Experimental-ITUCH lo identificó por lo general con el montaje
de obras breves, sencillas y de vigencia más que dudosa. El contenido de dos
antologías para el uso de aficionados es a este respecto muy significativo: la
titulada Siete piezas teatrales en un acto 1 (1956) ofrecía orientaciones sobre la
forma de llevar los ensayos, de disponer la escenografía, de realizar la iluminación
o el maquillaje, y varias piezas cortas de Cervantes, Lope de Rueda, Calderón de
la Barca, Gogol, etc., con La breve pelá de Gloria Morena como muestra de
producción nacional; y en Teatro en 1 acto2 (1957), tras la «Guía del director», de
Bernard Shaw, que figuraba como introducción, podían encontrarse otras seis
obras breves, corriendo la representación local a cargo de En la puerta del horno,
un subproducto en verso de Antonio Espiñeira (1855-1907), y de La chicharra y las
hormigas, recreación de la conocida fábula a cargo del propio antólogo Rubén
Sotoconil.
En consecuencia, y aunque no faltaron los grupos capaces de llevar a la
escena piezas de envergadura, a veces con notable éxito, el repertorio de los
aficionados estuvo en un principio básicamente constituidos por sainetes y
juguetes cómicos de la tradición nacional, y por obras breves de muy diversa
procedencia. Entre las de los autores chilenos contemporáneos gozaron de
especial aceptación Nadie puede saberlo, de Enrique Bunster, y sobre todo La
breve pelá, un «entremés campesino» de Gloria Moreno que se representó en
múltiples ocasiones. También alcanzaron gran difusión las piezas cortas de Isidora
Aguirre, y la evolución de estas actividades escénicas puede seguirse a través de
los mencionados festivales nacionales de Teatro Aficionado e Independiente.
Refiriéndose al de 1961, Orlando Rodríguez B. advertía ya que los grupos
aficionados señalaban «el camino teatral que el gran público ausente de nuestras
salas está pidiendo desde los barrios, sindicatos y organizaciones culturales», es
decir, la elección de obras nacionales en las que estuvieran presentes «los
problemas de Chile y su población»: la mayoría de las estrenadas —quince de las
1 Selección y notas de Julio Durán Cerda, Santiago de Chile, Editorial del Pacífico, S.A., 1956.
2 Selección de Rubén Sotoconil, Santiago de Chile, Editorial Nascimiento, 1957.
treinta y seis chilenas representadas eran rigurosas novedades— se caracterizaba
por «mostrar las realidades locales y regionales buscando rutas nuevas,
nacionales y populares, por sobre la línea individualista y psicológica que primaba
en los nuevos autores en los últimos años» 3. Sin duda para entonces el
extraordinario desarrollo del teatro aficionado (solamente en el Festival de 1961
participaron cincuenta y dos conjuntos, con sesenta y cinco obras) permitía una
mayor diversidad de manifestaciones, aunque los criterios orientadores del ITUCH
eran aún reconocibles, e incluso se mantenía la dependencia a la hora de afrontar
los problemas que el teatro universitario-profesional no había sabido resolver:
fundamentalmente la creación de una expresión dramática nacional, que eliminase
la presencia dominante de autores extranjeros (europeos y norteamericanos) en
los escenarios del país y ofreciese una temática atractiva para un público más
amplio que la élite cultural de las grandes ciudades. Las limitaciones eran más
evidentes aún en el teatro universitario no profesional (estudiantil), donde se
acentuaba la intención de emular, sin la adecuada preparación técnica y artística,
los logros del Teatro de Ensayo o del ITUCH: si en el citado festival de 1961 los
aficionados ofrecían resultados prometedores, en el de Teatros Universitarios
celebrado poco después se ofreció únicamente una obra chilena —de Armando
Cassígoli, ya estrenada— y la adaptación de un cuento, entre dieciocho piezas
representadas por los once elencos participantes. Allí estaban Ionesco, Dino
Buzatti, Gabriela Zapolska y Yukio Hishima, entre otros —también los argentinos
Dragún y Ferretti, tal vez como fruto de un incipiente interés por los autores del
ámbito hispanoamericano. «Lo más grave de esta realidad —clamaba Orlando
Rodríguez B.—, es que en su mayoría las obras representadas nada tienen que
ver con la realidad juvenil universitaria ni con sus postulados renovadores ni con
sus afanes de interpretar, como en años ya olvidados, las necesidades de los
sectores postergados de nuestra población» 4.
Ya avanzada la década de los sesenta se hacen notorios los intentos del
teatro aficionado para hallar sus propios caminos. Significativa fue la creación por
la Central Única de Trabajadores del Teatro CUT, en octubre de 1966, con la
finalidad específica de que sirviese para plantear en escena los problemas de la
clase obrera. La Central Única de Trabajadores se mantenía ligada a la
Universidad de Chile, que le había de proporcionar el personal técnico necesario y
la dirección artística, pero nada más: la elección del repertorio se la reservaba, con
todo lo que se refiriese a contenido y orientación ideológica. El Teatro CUT pudo
así montar obras de problemática netamente obrera como Santa María y
Recuento, de Elizaldo Rojas, El futbolista y El krumiro, de Víctor Torres, El tren
amarillo, del guatemalteco Manuel Galich, o El espantapájaros y los pájaros, de la
cubana Dora Alonso. La actividad escénica se convertía en un medio para
3 Véase ORLANDO RODRÍGUEZ B., «El cuarto Festival Nacional de Teatros Aficionados», en
Escenario, revista teatral, año I, n.° 4, Santiago de Chile, agosto de 1961, págs. 2-4 (p. 3).
4 ORLANDO RODRÍGUEZ B., «Cuarto Festival de Teatros Universitarios», en Escenario, revista
teatral, n.° 5, Santiago de Chile, octubre de 1961, págs. 4-5 (p. 4).
contribuir a la toma de conciencia de los trabajadores, en un instrumento de lucha,
y las preocupaciones artísticas quedaban en segundo término. Se pretendía así
reencontrar la tradición del teatro obrero nacional de las primeras décadas del
siglo.
En enero de 1968 se celebró el último Festival de Teatro Independiente y
Aficionado bajo los auspicios de la Universidad de Chile, y pocos meses después
la Universidad Católica convocaba el Primer Festival Universitario Obrero. Entre
las obras que en éste se representaron las había de autores consagrados — Una
mariposa blanca, de Gabriela Roepke; Animas de día claro, de Sieveking; El
génesis fue mañana, de Jorge Díaz; El umbral, de Chesta, que resultó ganadora—
y de otros menos conocidos: El secreto, de Enrique Gajardo; Tres para un
paraguas, de Littin; Aysén de nieve y sangre, de René Rojas; Historias de un
hombre solo, de Hugo Cáceres; La noche del seis de Diciembre, de Enrique Durán,
y otras. No había novedades de relieve: los grupos insistían en el propósito de
lograr un nivel artístico equiparable al de los profesionales, para lo cual lo prudente
era seguir las orientaciones de los prohombres del teatro chileno. Pero, concluido
el certamen, los participantes se reunieron para estudiar los problemas que
aquejaban al teatro aficionado y señalar sus limitaciones, que en general se
relacionaban con su estrecha dependencia del teatro universitario-profesional:
carecía por ello de espontaneidad, respondía a intereses ajenos, e insistía con
exceso en los aspectos técnicos de los montajes, para los que además apenas
contaba con recursos. Para salir de tal situación se hizo una formulación de
«objetivos del teatro aficionado», que decía así:
«Analizando sus características y considerando que es este teatro el
que más cerca se encuentra de una identificación con el pueblo, el
Seminario plantea como los objetivos más importantes del teatro
aficionado chileno:
1. Ser popular:
a) Identificándose con los problemas e inquietudes del pueblo y con sus
luchas de reivindicación social;
b) manteniendo un nivel artístico digno;
c) yendo hacia los sectores populares.

2. Ser formativo:
a) Motivando la superación del nivel cultural y social;
b) exaltando los valores humanos y sociales del pueblo;
c) llevando a cabo una estrategia inteligente a través del montaje de
obras de entretenimiento o de fácil comprensión para un público no
acostumbrado al fenómeno teatral y deformado por los órganos de
publicidad;
d) montando obras que tanto en su fondo como en su forma presenten
características de creatividad y que motiven una toma de conciencia
para un público ya preparado»5.

Con vistas a la creación de un organismo capaz de dar cohesión al


movimiento teatral no profesional, se nombró una comisión encargada de preparar
la Primera Convención Nacional de Teatro Aficionado, que reunió, a finales de
1969, a representantes de todo el país. En esta Convención se trató de definir con
exactitud el teatro no profesional («entiéndase por teatro aficionado el que realiza
todo grupo de personas sin perseguir con ello fines de lucro») y las finalidades que
debía perseguir. Se resaltaba notoriamente la misión asignada a la labor teatral de
reflejar «la problemática del hombre inserto en un tiempo, un lugar y una sociedad
determinados», y de constituir «una instancia crítica frente a esa realidad». Se
aludía también a la necesaria «madurez», para que el teatro aficionado se
convirtiese en «expresión de los problemas e inquietudes» de la comunidad. Tales
postulados, que en teoría parecían inobjetables, no distaban demasiado de los que
(también teóricamente) habían guiado el desarrollo del nuevo teatro chileno.
Tampoco constituían novedades el deseo o el deber de «estimular a los
dramaturgos», de vincular a autores y grupos en una labor común, de «contribuir a
la formación de un público teatral», al que era necesario atraer «basándose
fundamentalmente en la autenticidad y verdadera calidad artística». Incluso las
prevenciones contra el papel normalmente asignado al director, que llevaban a
insistir en el «estímulo y apoyo de las potencialidades creadoras de los integrantes
de cada grupo mediante la entrega de mayores posibilidades de participación en la
creación o reactualización de formas», respondían al auge que entonces
experimentaban las creaciones colectivas. Al espectador medianamente enterado
todo ello debía resultarle familiar6.
Por lo demás, los grupos no profesionales se consideraban llamados a
convertirse en creadores de un «arte de mayorías», capaz de hallar nuevos
públicos en sectores de la población hasta entonces ajenos a toda actividad
escénica, y se exhortaban a «extender su acción fuera del medio en que han
surgido». Sobre los temas y técnicas que habían de utilizarse, el criterio era
ecléctico: «Tendrán vigencia —se concluía al respecto— y constituirán un aporte al
enriquecimiento y surgimiento de la expresión dramática todos aquellos elementos
de contenido y forma que a través de la búsqueda y experimentación se
encuentren profundamente vinculados a la realidad social y cultural que como

5 Así aparece tal formulación de principios, tomada —se asegura— del informe del «Seminario
sobre teatro aficionado» celebrado durante el festival, en Conjunto, Publicación del
Departamento de Teatro Aficionado de La Casa de las Américas, n.° 13, La Habana, mayo-
agosto de 1972, págs. 86-89 (p. 88).
6 Véase «Conclusiones de la Comisión de principios», de la Primera Convención de la ANTACH,
en «Objetivos y principios del teatro aficionado en Chile», también en el n.° 13 de la citada
revista Conjunto; págs. 91-92.
nación nos toca vivir»7. Era preciso, además, «adoptar una actitud crítica frente a
las influencias foráneas»8, aceptando única-mente los elementos que
contribuyesen a posibilitar una expresión dramática plenamente nacional. Se
trataba, en suma, de hacer del teatro una expresión de las inquietudes colectivas.
De la Primera Convención Nacional de Teatro Aficionado nació la Asociación
Nacional: de Teatro Aficionado Chileno (ANTACH), que se dio a conocer en 1970 y
pretendía aunar los esfuerzos de los numerosos grupos, en un momento que
parecía especialmente propicio. En noviembre de ese año llegaba al poder la
Unidad Popular, lo que en teoría había de ser beneficioso para el desarrollo de
unas manifestaciones artísticas con especial énfasis en las cuestiones sociales, y
en aquellos momentos surgía una prometedora actividad teatral en los medios
obrero y campesino, con la intención de expresar por esa vía los problemas que
les eran propios. En 1971 la ANTACH celebró la Segunda Convención Nacional,
alentando de nuevo los esfuerzos en pro de un teatro libre de influencias foráneas,
«comprometido con el pueblo» y nacido «de las mismas raíces populares», con la
ambiciosa pretensión de convertir al teatro no comercial en la primera
manifestación escénica del país.
Esfuerzos no faltaron para superar las tradicionales limitaciones de los
grupos aficionados. Si en muchos casos el nivel profesional continuaba siendo una
meta y el prestigio del autor contaba a la hora de elegir las obras, las propias
condiciones del medio propiciaban el cambio. Faltaban los escritores de calidad
que encarasen los problemas de los diferentes medios sociales, y que además lo
hiciesen desde la perspectiva sociopolítica exigida por un ambiente en el que las
posturas ideológicas se radicalizaban cada día más. Para solucionar el problema
se apeló a la fórmula de la «creación colectica» —que conjuntos de reconocida
solvencia artística, como el Ictus, venían utilizando con éxito—, con planteamientos
diversos y a veces con resultados muy aceptables. En la Jornada Nacional de
teatro obrero y estudiantil organizada por la ANTACH en 1972, buena parte de los
elencos presentaron obras de este tipo o escritas por algunos de sus
componentes, y lo mismo ocurrió en cuantos festivales o «encuentros» se
realizaron por esta época. Su característica más general era el fuerte contenido
crítico de que estaban dotadas y su planteamiento de las posiciones obreras y
campesinas con respecto al proceso hacia el socialismo que vivía el país, sin que
faltasen los problemas relativos a la juventud, los reproches a la sociedad de
consumo, etc. Hubo, desde luego, quienes prefirieron el teatro de autor, y en este
aspecto los grupos manifestaron una notable preferencia por el de Jorge Díaz,
desterrándose paulatinamente toda presencia de los norteamericanos y euro-peos
para dar entrada a algunos hispanoamericanos como el colombiano Enrique
Buenaventura. En la mayoría de los casos el nivel artístico de los espectáculos era
muy deficiente y las dificultades, para desarrollar tales actividades, muy grandes,

7 Ibídem.
8 Ibídem.
por la escasa preparación de quienes las realizaban, por el sacrificio que suponía
compartirlas con el trabajo diario, y porque el apoyo de los organismos
gubernamentales, que existía, resultaba insuficiente para atender las necesidades
de un teatro aficionado que adquiría caracteres masivos. Entre los que dedicaron
sus esfuerzos a la tarea de lograr una expresión teatral comunitaria figuraba el
Teatro Nuevo Popular, conjunto piloto de la Central Única de Trabajadores que
desde 1971 realizó giras de norte a sur del país, representando El círculo de tiza,
de Brecht, La maldición de la palabra, de Manuel Garrido, y Tela de cebolla, de
Gloria Cordero, autores locales los dos últimos, integrantes o colaboradores del
grupo, que pretendía denunciar la opresión de las clases trabajadoras, campesinos
y obreros. El Teatro Nuevo Popular mantenía un estrecho contacto con la ANTACH
y con la Universidad Técnica del Estado, y se autodefinía como «conjunto piloto de
desarrollo de las formas y contenidos populares, didáctico y de agitación para
promover los conjuntos de trabajadores» 9. Sus montajes eran sencillos, podían
realizarse al aire libre, y siempre era posible alterar su contenido de acuerdo con
las inquietudes que prevaleciesen entre el público espectador. Como éste era
normalmente de los trabajadores de la industria, de la mina o del campo, los temas
venían a coincidir con los que fueron característicos de todo el teatro obrero o
campesino de esta época: la clase obrera en lucha por sus derechos contra los
capitalistas, y a menudo la de éstos contra el gobierno que imponía las reformas
sociales. Gobierno, capital y proletariado se convertían así en principales
protagonistas de los conflictos planteados, como lo eran de la situación
sociopolítica que vivía el país.
La Agrupación de Teatro Experimental Ferroviario (Atef) y Los Ñires de
Coyhaique, integrados por trabajadores, y grupos de extracción universitaria, como
Aleph y Del Errante, recurrían habitualmente a la creación colectiva, aprovechando
a menudo los testimonios directos de los ciudadanos o las opiniones de los
espectadores, que se recogían para su posterior elaboración 10. Los resultados eran
muy diversos, desde luego, determinados en buena parte por la peculiar
concepción del hecho escénico que guiaba la actuación de cada elenco, pero al
margen por lo general de lo que se consideraba el teatro convencional. Los
problemas para montar el espectáculo se solucionaban en la forma que se juzgaba
más aceptable, sin atender a canon alguno, y a veces no se dudaba en utilizar el
dato concreto o la noticia periodística para hacer comprender al auditorio la
necesidad de luchar contra el imperialismo, para justificar las medidas económicas
adoptadas por el gobierno, etc. Un conjunto en este aspecto particularmente activo
fue el conocido como Los Cabezones de la Feria, creado por Isidora Aguirre en
1972, que inició en mayo de ese año la tarea de «informar» al público de la verdad
9 Véase «Un nuevo teatro popular: desde Arica a Puerto Montt», en Conjunto, n.° 16, La
Habana, abril-junio de 1973, págs. 4-7.
10 Véase JAVIER OSSANDON, «El nuevo teatro aficionado», en EAC, publicación editada por la
Escuela de Artes de la Comunicación de la Universidad Católica de Chile, n.° 1, Santiago, 1972,
págs. 67-76.
que se escondía tras las noticias y críticas de los medios de información en poder
de la oposición a Allende. Su labor se reducía a breves «sketchs» representables
en cualquier parte —en Santiago el lugar preferido era el parque O'Higgins—,
protagonizados por unos personajes farsescos que terminaban por hacerse
familiares (siempre eran los mismos) y cuya significación era obvia. La dificultad de
actuar al aire libre y ante un público numeroso, que no siempre se abstenía de
hacer comentarios o de exteriorizar su satisfacción o su desagrado, se superó
haciendo que los actores, que portaban unas máscaras enormes y suficientemente
explícitas de las peculiaridades de los personajes representados, mimasen
únicamente el texto que, previamente grabado, se difundía a través de los
altavoces.
En las calles, en las colas, etc., se llevaron también a cabo interpretaciones
más o menos improvisadas. Y el 8 de enero de 1972 tuvo lugar una manifestación
sin precedentes de teatro masivo: Con ocasión del cincuenta aniversario de la
creación por Luis Emilio Recabarren del Partido Comunista Chileno, el público
llenó el Estadio Nacional para ver cómo quinientos actores, en su mayoría sin
experiencia alguna, daban vida a los hitos más importantes de las luchas del
proletariado. Era una nueva demostración, según uno de los organizadores, de que
existía «una necesidad cada vez más urgente en nuestro pueblo de participar en el
proceso cultural, de incorporarse como fuerza viva y actuando en el hecho
artístico»11.
El teatro no profesional ofrecía, como puede advertirse, manifestaciones
múltiples en los años de la Unidad Popular. En los sectores obrero y campesino
despertaba un poderoso movimiento en busca de su propia expresión escénica,
que tenía su principal enemigo en la situación del país: la vida política diaria era
absorbente, y restaba interés a unas actividades también absolutamente
politizadas. Los problemas de todo tipo se irían acentuando, sobre todo los eco-
nómicos, y ello repercutió desfavorablemente en la dedicación a los trabajos
artísticos, a pesar de que no faltaron medidas oficiales para fomentarlos. El hecho
es que los esfuerzos no cuajaron en ningún resultado definitivo que pudiera servir
de testimonio de una época —tal vez faltó tiempo para alcanzar la necesaria
madurez—, y aquel teatro aficionado se quedó en una experiencia inconclusa.

11 Véase PATRICIO BUNSTER, «Teatro masivo. ¿Militantes actores o actores militantes?»,


recogido en AUGUSTO BOAL, Técnicas latinoamericanas de teatro popular. Una revolución
copernicana al revés, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1975, págs. 168-176.

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