Cuando la capacidad para recaudar es limitada, la imposición sobre bienes es una opción
conveniente desde el punto de vista administrativo, particularmente en el caso de las
exportaciones tradicionales procesadas y vendidas en pocos sitios. Además de la facilidad para
recaudar, a menudo se citan otros tres argumentos en defensa de tales prácticas impositivas:
La respuesta a corto plazo de los cultivos de exportación tradicional (su elasticidad de oferta)
es baja.
Los productores de bienes sujetos a cuotas internacionales obtienen rentas (ganancias por
encima de la tasa normal), las que pueden ser transferidas al sector público a través de
impuestos sin reducir la oferta de estos productos.
El tercer argumento, que la agricultura no paga su propia cuota de impuestos, puede ser
correcto en muchos casos, pero debe ser evaluado en el contexto de mecanismos de políticas
de precios, directos e indirectos, que frecuentemente incluyen tributos implícitos a la
agricultura. Si el aumento de los ingresos fiscales cobrados a la agricultura es un objetivo
principal, es importante tener presente que los impuestos sobre los factores primarios de la
producción (tierra, trabajo, capital), o sobre el ingreso, que es el rendimiento del conjunto de
los factores, no distorsionan las decisiones sobre asignación de recursos entre productos. Por
lo tanto, desde el punto de vista de la eficiencia económica, es preferible gravar los factores
primarios y no los bienes.
Así, puede apreciarse que carecen de base las justificaciones tradicionales para gravar los
bienes agrícolas. Amén de la preocupación básica sobre la carga fiscal, tales impuestos son
dañinos para la eficiencia económica del sector y por lo tanto para sus posibilidades de
crecimiento; también tienden a hacer más desigual la distribución del ingreso rural-urbano.
Como se comenta en el Capítulo 5, en muchas circunstancias la forma más apropiada de gravar
a la agricultura es el impuesto a la tierra.