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A dos asientos.

Observa a través del vidrio las casas y veredas y personas deslizadas como la cinta de un
largometraje. Los estudia similar a una mujer escondida en su timidez. Su nariz de barranca, sus
cachetes desganados, sus manos delgadas que desembocan en unos dedos largos y finos como
cigarrillo importado. Su pelo distraído, sin interés de impresionar, es evidencia de la angustia y el
resentimiento de sus ojos.

Aprieta la mandíbula para no gritar, estoy seguro. Aprieta para no llorar, para no insultarlos y no
insultarme por nuestra falta de consideración.

Mientras tanto él duerme. Duerme como si el mundo también lo hiciera; duerme como emanando
paz. Tranquilo. Imperturbable. Como si el mundo fuera una casa callada y en el fondo pájaros,
mates y reposeras. El otro estalla para quitarle un poco de edulcorante al sueño que arroja aquel.
Pero igual sigue placido, como si lo que dijera con su congoja fuera mentira. Y ella observa con
ojos resentidos.

Una boca con barba de tres días se acerca y besa al llanto como diciendo “todo está bien, tranquilo
hijo”. Unos brazos lo aprietan con ternura contra un pecho materno, una voz lo arrulla. El llora
cíclicamente.

Ella observa el llanto y el beso; y recuerda que está sola, y recuerda al bastardo, y revienta en odio;
y los insulta, y los maldice, y tiene ganas de golpear a ese bastardo que está en la esquina tomando
una cerveza o en la cancha o fumando algún que otro porro.

Vuelve a mirar a través del vidrio, queriendo olvidar la escena de dos asientos más adelante, que
deja a carne viva su angustia. Ahora contempla a su bebe placido, con una sonrisa, tímido,
durmiendo. Vuelve a insultar al bastardo. Maldiciéndolo porque él no está ahí; contemplando a su
bebe como duerme tan placido al igual que ella.

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