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¿Cuándo llegará el fin del mundo?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio Córdova LC

Lucas 21, 5-19

En aquel tiempo, como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de
bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: "Esto que veis, llegarán días en que no
quedará piedra sobre piedra que no sea derruida." Le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo
sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?" El
dijo: "Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y
diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis. Cuando oigáis hablar de
guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas
cosas, pero el fin no es inmediato." Entonces les dijo: "Se levantará nación contra
nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos
lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo. "Pero, antes de todo esto,
os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos
ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio.
Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una
elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a
algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá
ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Reflexión

Son impresionantes las palabras que nuestro Señor nos transmite hoy en el santo
Evangelio. Y se trata de un tema que nos suscita naturalmente una gran curiosidad. La
pregunta por nuestro futuro personal y por el final de los tiempos despierta en todos un
especial interés.

“Esto que contempláis –dijo Jesús, contemplando el templo de Jerusalén— llegará un día
en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Era obvio que unas palabras
proféticas de tanto calibre, y puestas en los labios del Maestro, hicieran surgir muchas
preguntas en la mente y en el corazón de los discípulos. Seguramente también a nosotros
nos habrían surgido espontáneamente los mismos interrogantes: “¿Cuándo va a ocurrir
eso? ¿Y cuál será la señal de que eso está para suceder?”. Todos queremos conocer el
cómo y el cuándo de esas profecías.

Sin embargo, las palabras de Jesús no son tan sencillas de comprender. Gran parte de la
literatura profética, apocalíptica y escatológica de Israel está tejida con un lenguaje
simbólico y unas imágenes de no fácil interpretación.
Malaquías y Zacarías, por ejemplo, hablan de un “horno ardiente”, de “paja” y de “fuego
inextinguible” –palabras que luego retomaría Juan el Bautista en su predicación a los
judíos para preparar la llegada del Mesías—. Un lenguaje semejante usan también los
otros profetas, por no hablar de las imágenes intrincadas del profeta Daniel, Ezequiel y
otros textos apocalípticos.

Una característica de este género apocalíptico es la sobreposición de los diversos planos


históricos. Nuestro Señor parece como si estuviera hablando del futuro próximo de
Jerusalén, pero luego da el salto al fin de los tiempos. Y nos da unas “señales” que no nos
explican suficientemente el tiempo que quiere indicarnos.

Por una parte, hace una clara alusión a la destrucción del templo de Jerusalén –que, como
sabemos, ocurriría sólo cuatro décadas después de este anuncio del Señor—. Vespasiano
y Tito, en efecto, debido a las múltiples revueltas de los judíos, asediaron y destruyeron la
ciudad santa el año 70, y dieron lugar a la diáspora del pueblo de Israel.

Pero nuestro Señor también nos anuncia un período de guerras, terremotos, hambres y
epidemias. Y anuncia a sus discípulos un tiempo de persecuciones, encarcelamientos,
traiciones, odios, violencias, juicios en los tribunales y muertes por su nombre. Pero esto
ha sucedido siempre a lo largo de la historia, en casi todas las épocas de la vida de los
hombres. Las persecuciones contra los cristianos iniciaron, de hecho, muy pronto. No
había pasado siquiera una generación. Jesús fue crucificado el 7 de abril del año 30 de
nuestra era. Y el año 54 ya había estallado la primera gran persecución religiosa en el
imperio romano, a manos del fatídico emperador Nerón. Y no hablamos de las
persecuciones judías, que comenzaron en Jerusalén apenas tres años después de la muerte
de Cristo.

Tácito y Suetonio –además de las actas de los mártires— nos narran que muchísimos
cristianos murieron en el circo devorados por las fieras, o que fueron torturados o
quemados vivos, ardiendo como antorchas humanas en la capital del imperio. Pero todos
ellos ennoblecieron con su sangre gloriosa las páginas del cristianismo, ya desde sus
orígenes, y su sangre fue –según el sentir de Tertuliano— “semilla de nuevos cristianos”.
Y desde entonces nunca han faltado las persecuciones. Más aún, parece que cada día se
han ido incrementando más y más. El siglo XX, que apenas acaba de concluir, ha sido
uno de los más sufridos y de los gloriosos en la historia de la Iglesia. Y muchos de esos
mártires han sido contemporáneos nuestros.

Pero además, parece que nuestro Señor hace mención, en su lenguaje apocalíptico, al
final de los tiempos. Nos da señales “claras” de lo que va a suceder antes del fin del
mundo; pero son, al mismo tiempo, señales “confusas” porque eso ya ha sucedido
muchas veces a lo largo de la historia. “Todo esto –nos dice Cristo— tiene que suceder
primero, pero el final no vendrá enseguida”.

Por lo cual, yo creo que nuestro Señor se expresó de esta manera con plena conciencia
para que nosotros entendiéramos y no entendiéramos a la vez. Ésa es una de las
características del misterio. Barruntamos algo, intuimos algo, pero la mayor parte de la
realidad queda velada a nuestros ojos. Y lo hizo el Señor así para que comprendiéramos
que el final de los tiempos está sucediendo en el “hoy” de nuestra vida. El final de los
tiempos está ya presente y el único tiempo cierto es el de la conversión.

Cada día es un reto y una exigencia de fidelidad a Cristo. No nos distraigamos haciendo
conjeturas sobre el cómo y el cuándo de un futuro desconocido y de un final de los
tiempos que seguramente no nos tocará a nosotros ver ni vivir. Más bien, concentremos la
atención y todo el empeño de nuestro ser en vivir con fidelidad el momento presente,
llegando incluso hasta el martirio en nuestra entrega a Jesucristo. El martirio que nos toca
vivir a nosotros ahora no un martirio cruento, sino el de una entrega silenciosa, callada,
pero llena de amor; y, a los ojos de Dios, tal vez se trate de un martirio no menos heroico
que el de muchos hermanos nuestros.

Ojalá que cada cristiano, que tú y yo, seamos auténticos seguidores de Jesús y que demos
un testimonio público y valiente de nuestra fe en el mundo de hoy: con nuestra oración,
nuestra caridad, la pureza de nuestras costumbres y comportamientos, la entrega a Dios y
a los demás, y la oblación generosa de nuestra vida verdaderamente cristiana y santa.

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