Señor Cioran, ¿por qué tomó usted la decisión de escribir en francés, cuando
ya había publicado varios libros en rumano?
Quisiera mencionar aquí otro episodio. Conocía a un anciano vasco que había
perdido un brazo en la guerra de 1914. Vivía, como yo, en el Barrio Latino. Era
un gran especialista en la lengua de sus antepasados. Aparte de algunos
artículos, nunca había hecho nada en su vida, lo cual me maravillaba. Era un
maníaco de la corrección, un purista inveterado, tenía una auténtica pasión para
las sutilezas gramaticales. Otra particularidad de aquel manco: su erotomanía.
Durante sus paseos, abordaba a las prostitutas y les soltaba obscenidades en
una lengua de lo más refinada. Con frecuencia íbamos a Montparnasse por la
noche. Era un fanático del imperfecto de subjuntivo y, cuando una de aquellas
peripatéticas cometía una falta al respecto, la reprendía en voz tan alta, que los
transeúntes se detenían desconcertados. Yo me pasaba horas escuchándolo, no
me perdía nada de lo que decía, estaba al acecho de sus soberbios y anticuados
giros. Sus observaciones, sus alusiones equívocas estaban llenas de finura. En su
biblioteca abundaban los libros eróticos, de los que sobre todo apreciaba las
acrobacias verbales, la picardía refinada. Me preguntaba con frecuencia si
comprendía tal o cual expresión sutilmente obscena. Leía sus libros favoritos —
cuyos títulos no voy a citar— por sus hallazgos, insisto, por sus giros insólitos y
pu obscenidad de gran clase. Aquel inválido tuvo una gran influencia en mí.
Hablaba con él de léxico y de sintaxis, al tiempo que rechazaba en parte sus
supersticiones de purista. Me aleccionaba: «Si no quiere usted escribir como
Dios manda, lo único que puede hacer es regresar a su país, en los Balcanes».
Por eso reescribí varias veces el Breviario. Al final decidí enseñárselo. En uno de
los cafés en que nos reuníamos con frecuencia, le leí una página: se durmió casi
al instante. Pese a todo, tengo una deuda para con él. Su cultura era muy
extensa y su habilidad verbal excepcional. En contacto con él comprendí la
omnipotencia de la Palabra. Yo adoro el siglo XVIII, en el que, sin embargo, a
fuerza de perfección y transparencia, la lengua se debilitó, como, por lo demás,
la sociedad. He frecuentado mucho la prosa exangüe y pura de ese siglo, los
escritores menores en particular. Pienso en los recuerdos de Madame Staal de
Launay, una doncella de la duquesa Du Maine. Un historiador afirmó que era el
libro mejor escrito de toda la literatura francesa.
A excepción de una joven armenia, mi libro fue muy mal acogido por mis
amigos. Eliade lo atacó violentamente. Mis padres se sintieron particularmente
turbados. Mi madre no era, a decir verdad, creyente, pero, aun así, era la mujer
de un pope y, cosa no menos grave, la presidenta de la Asociación de Mujeres
Ortodoxas de la ciudad. Me escribió: «No deberías haber publicado tu libro
antes de nuestra muerte. Aquí todo el mundo lo considera escandaloso». Le
respondí a vuelta de correo: «Debes decir a todos que yo he escrito el único
libro verdaderamente religioso que jamás se haya publicado en los Balcanes».
Entonces comprendí que yo nunca pertenecería a la raza de los creyentes. No
tenía ni tendría nunca la fe. Cosa curiosa, estaba fascinado por Teresa de Ávila.
Su fervor ejerce sobre ti tal poder, tal magia, que tienes la impresión de creer,
aun cuando no creas. Tras abrir por azar un libro de ella, Edith Stein se convirtió
al cristianismo, peligro que amenaza a todo incrédulo que caiga bajo el hechizo
de esa santa.
Tal vez podría usted decirme si existen relaciones internas entre sus primeros
libros rumanos y su primer libro francés.
Exacto. Sin embargo, un escritor debe utilizar ardides, ocultar, en una palabra,
el origen y el trasfondo de sus manías y sus obsesiones. En cuanto a las ideas, a
veces emito alguna…
Los propios poetas se ocultan tras sus creaciones. Usted, al contrario, habla
abiertamente de un «yo».
Se trata de un yo lírico. Los poetas tienen, por decirlo así, una conciencia que
se expresa en lugar de la suya, mientras que usted, por su parte, habla como
autor.
Es falso. Si lo hiciera como autor, hablaría de lo que escribo. No es así. De lo
que yo hablo es de mis exasperaciones y mis estupores más o menos cotidianos,
lo que, al fin y al cabo, hasta una criada podría comprender. Sería ridículo por mi
parte comportarme como un plumífero.
Exactamente.
El vacío del místico desemboca en la nada, pero en una nada que es el todo.
¿Lo ve usted así?
Desde luego, para los otros no. No deberíamos dirigirnos sino a nosotros
mismos e, incidentalmente, a desconocidos. Incluso una obra de teatro, si aspira
a la verdad, debe hacer abstracción de los espectadores.
Según usted, un libro es un «suicidio diferido». Entonces la literatura seria
como un sucedáneo: escribir en lugar de matarse. Se interpone entre el deseo
de la muerte y la muerte y aleja cada vez más la solución postrera, sin por ello
descartarla. ¿Ha sido la escritura para usted un socorro?
Como el hombre es un aventurero, tiene por fuerza que acabar mal. Su destino
está claramente definido en el Génesis. La verdad de la Caída, esa certidumbre
de los primeros tiempos, ha pasado a ser nuestra verdad, nuestra certidumbre.
Una última pregunta: ¿no será usted un teólogo encubierto, un teólogo del
desastre, un teólogo gnóstico?