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La crítica y el miedo
Elevar un objeto particular a la dignidad de la cosa, dicen los psicoanalistas, es el fin de toda
estrategia política.
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Pero elevar la pura particularidad del yo a la dignidad de una política pública cosmopolita es,
antes bien, un síntoma de la decadencia del lenguaje político.
Lo primero porque, pese al sentimentalismo y la benevolencia aparentes del “yo soy...”, lo cierto
es que no todos fuimos víctimas. Lo segundo porque el mal que ha ocurrido no es generalizable:
el responsable no es la “religión” en general, ni el “fanatismo”, ni mucho menos el “islamismo”,
última reencarnación del “totalitarismo” tras el nazismo y el comunismo, entonces equivalente a
éstos, ni la supuesta irracionalidad de Oriente —como parece implicar la narrativa usual de los
medios que enfrenta de manera simplista la libertad, alegando que se trata de un valor solamente
occidental o europeo, en contra de los enemigos externos, o internos en el caso de los
musulmanes europeos, bárbaros todos ellos en guerra contra el mundo civilizado.
Devolver la dignidad a las víctimas pasa primero por reconocer su especificidad: el policía
rematado en el suelo durante el ataque a Charlie Hebdo, Ahmed Merabet, era musulmán. Un
empleado musulmán, Lassana, escondió una quincena de rehenes durante el asalto al
supermercado judío Hyper Cacher, y al ser liberado ayudó a la policía para abatir al asaltante.
Las cuatro personas asesinadas por éste eran de origen judío.