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Origen del Sistema

Solar
Nos preguntamos, ¿cómo se formó el Sol?

Obviamente, no había nadie allí que dejara escrito lo que ocurrió. Sin embargo,
existen miles de millones de estrellas que podamos observar. Éstas se encuentran
en distintas etapas de su desarrollo, por lo que podemos ver todos los pasos,
componerlos uno tras otro, usar métodos estadísticos para clasificarlas y
proponer y comprobar teorías sobre su nacimiento. Por todo ello, la formación de
una estrella es un fenómeno bien conocido, todo lo contrario que la formación de
los planetas (ya hemos dicho que no tenemos otros sistemas planetarios con que
comparar).

Todo comenzó en una enorme nube de gas de las que abundan en nuestra galaxia.
Esa nube, en ciertas condiciones, y debido a la atracción gravitatoria de sus
partes, puede colapsar, esto es, caer sobre sí misma, concentrándose en un lugar
cada vez más pequeño. Este colapso de una nube es la fase inicial del largo
proceso de formación de todas las estrellas, incluido nuestro Sol. Aún en nubes
pequeñas se puede formar una estrella. En este caso, la nube no tiende al colapso,
sino a la disgregación debido a la presión del gas (como en una caldera de vapor),
pero si la nube penetra en un brazo espiral de una galaxia, donde existen gran
cantidad de estrellas, alguna de éstas puede inducir gravitatoriamente al colapso.
También una explosión de una supernova cerca de la nube puede desencadenar el
colapso. Esta explosión produce cantidades de elementos metálicos pesados (sólo
el hidrógeno y algo de helio y litio se formaron en la explosión primigenia o big-
bang) que se introducen en la nube. Debido a la presencia en nuestro Sol y los
planetas de elementos pesados parece ser que el colapso del Sol fue iniciado por
una supernova.

Una vez que empieza el colapso la temperatura de la nube aumenta,


especialmente en la región central. A la vez, la nube en rotación se escinde en
diversos anillos o brazos espirales (igual que una vez sucedió con la galaxia, pero
a menor escala en este caso). Al pasar la nube de tener de unos 2 billones de
kilómetros de diámetro a sólo unos 200 millones, su temperatura central alcanza
los 5000 K. En el caso de una nube con una masa como la de nuestro sol, se
puede alcanzar una temperatura de 10 millones de grados en el centro si la
contracción continúa durante 10 millones de años.

En esos momentos, que pueden ser considerados como el verdadero nacimiento


de la estrella, comienza la fusión nuclear en la que, en esencia, el hidrógeno se
convierte en helio y desprendiendo energía según la fórmula de Einstein E = m
c^2. Una vez que las reacciones se han iniciado en el núcleo, la estrella se
mantendrá en un estado de equilibrio entre el colapso gravitatorio y la presión de
radiación, manteniendo durante muchísimo tiempo la temperatura y producción
de energía.

Estructura del Sol


Toda la vida que conocemos depende del Sol. Su luz desempeña un papel
fundamental en múltiples aspectos. La fotosíntesis, el proceso vital de las plantas
verdes, fuente última de toda la comida, el oxígeno, el carbón y el petróleo, se
alimenta de la luz solar. Las estaciones, la circulación del aire, la formación de
las nubes y la lluvia, son consecuencia directa de la influencia del Sol. A la vista
de su importancia para nuestra existencia, es natural intentar conocer todo lo
posible sobre su naturaleza fundamental.

El Sol se encuentra situado, tal como se ha dicho, en uno de los brazos de nuestra
galaxia, a la que llamamos la Vía Láctea, a unos tres quintos del centro de ella.
Desde que allí se formó, hace unos 5.000 millones de años, ha efectuado 20
vueltas alrededor del centro de la galaxia, a una velocidad de 250 kilómetros por
segundo. Tiene un radio de 695.000 kilómetros y una masa de 199 mil
cuatrillones de kilogramos, valores tan grandes que no podemos imaginar
fácilmente. Si colocáramos un montón de planetas Tierra uno junto al otro, como
un collar, en el diámetro solar entrarían más de cien. Su gravedad es 27 veces
mayor que la terrestre. A pesar de estos números tan escalofriantes, el Sol es una
estrella muy corriente; solo en nuestra galaxia (que tiene unos 100.000 millones
de estrellas) debe haber millones de ellas con el mismo tamaño y temperatura que
la nuestra; y hay millones y millones de galaxias en el Universo.
El Sol es, en esencia, una bola de plasma (gas ionizado) y no tiene, por tanto,
superficie en el sentido que nosotros le damos al término, y lo que nosotros
vemos no es más que la capa que emite luz, llamada fotosfera. Hacia el interior se
encuentran la zona de transporte convectivo, la zona de transporte radiativo y por
último la zona de producción de energía nuclear, que es el verdadero Sol, cerca
del núcleo. Desde esta pequeña región se transmite la energía hacia el exterior,
primero radiativamente y por último convectivamente. Aunque pueda parecer
increíble, la energía tarda un millón de años en viajar desde el centro hasta la
superficie, y en el último cuarto, donde el transporte es fundamentalmente
convectivo, sólo emplea un par de días.

La energía que se produce en el núcleo solar no se emite de forma homogénea.


Ya los chinos, en el año 600 a.C. descubrieron el fenómeno de las manchas
solares, zonas oscuras con diámetros mayores de 130.000 km. Estas manchas son
regiones en la superficie en las cuales las líneas del campo magnético emergen de
la fotosfera formando en el exterior intensos bucles del campo. Estas
«erupciones» se deben a que la parte ecuatorial de la superficie solar gira en 25
días, mientras que en una latitud intermedia entre el polo y el ecuador, el periodo
es casi 28 días. Esta diferencia hace que las líneas de campo se tuerzan, en vez de
ir en dirección norte-sur, formando un par de manchas en dirección este-oeste.
Los campos magnéticos presentes en las manchas inhiben el flujo local de
energía procedente de las capas inferiores, siendo unos 1.500 K más frías y, por
tanto, más oscuras que el resto de la superficie visible. Las manchas aparecen y
desaparecen en ciclos de 11 años, comenzando en las latitudes altas y
acercándose al ecuador al término del ciclo, que se vuelve a repetir.

Por otra parte, el Sol tampoco es liso, como nos parece desde la superficie de la
Tierra. Cuando se utiliza un telescopio, el Sol presenta una superficie granulada.
Cada gránulo se debe a una célula convectiva, como la que se forma en una
cacerola donde se hierve agua.
Otro fenómeno que se produce en el Sol son las llamadas protuberancias, que no
son más que erupciones de hidrógeno muy caliente que pueden alcanzar los
200.000 km de altura y, a escala menor, las espículas. Estos fenómenos se vieron
por primera vez durante un eclipse solar (ver más adelante para obtener una
descripción detallada de qué es un eclipse), cuando el disco solar queda oculto y
su luminosidad no impide observarlos. También durante un eclipse se puede
observar la corona solar, muy tenue. La dimensión de la corona es comparable a
la del propio Sol. La corona se extiende, cada vez más tenue formando un
«viento», llamado viento solar, formado por protones y electrones. Con la ayuda
de sondas se ha detectado la presencia del viento solar más allá de la órbita de
Saturno. En la Tierra, la intensidad del viento es tal que podría ser muy peligroso
para la vida. Afortunadamente, el campo magnético terrestre y la atmósfera
impiden que el viento solar alcance directamente la superficie terrestre, aunque sí
forma el espectacular fenómeno de la aurora, sólo observable en latitudes por
encima de los 50°.
Respecto a la formación de los planetas, no hay mucho que podamos asegurar.
Pero parece seguro que los planetas se formaron (como en principio sugirieron
Kant (1755) y Laplace (1976)), en una escala menor, de igual forma a como lo
hizo el Sol. Durante el colapso de la nube primigenia se forman anillos de
acreción situados más o menos en el plano perpendicular al eje de rotación de la
nube. En esta nube se forman, por colisión, pequeños «grumos», los cuales
acumulan materia poco a poco y acaban convirtiéndose en planetas. Este proceso
también explica la formación de satélites, a una escala aún menor. Sin embargo,
existen otras teorías, menos aceptadas, según las cuales los planetas se formaron,
o en otra nube distinta al Sol (Hannes Alfvén y Gustav Arrhenius), o como
resultado de la perturbación producida sobre el Sol por otra estrella que se
acercara, como un efecto de marea (M.M. Woolfson).

En la teoría de Laplace, la en principio lenta rotación de la nube aumenta con el


colapso (como le pasa a una patinadora sobre hielo o a un saltador de trampolín)
formándose, por un lado, el Sol, y por el otro los planetas. Esta teoría está en
aparente contradicción a lo que sabemos porque entonces, todos los planetas
deberían tener la misma composición que el Sol. Sin embargo, hoy sabemos que
en el desarrollo de una estrella del tipo a que pertenece nuestro Sol existe un
periodo llamado fase T-Tauri (en este estrella se observó por primera vez el
fenómeno). En este periodo, que dura unos 100.000 años, la luminosidad de la
estrella aumenta entre 30 y 40 veces, y una parte sustancial de sus capas externas
es expulsada. El viento solar generado durante esta fase (presión de radiación)
fue tan enorme que arrancó la mayoría de los componentes ligeros de las zonas
cercanas al Sol, siendo este efecto menor a largas distancia. De esta forma se
puede explicar, además, la enorme diferencia en composición entre los planetas
cercanos al Sol y los gigantes gaseosos (quedando aparte Plutón, que podría ser
un satélite desparentado).

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