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Este año comienza un largo proceso de revisión curricular en la Facultad de Medicina de la

universidad, que culminará con modificaciones en las mallas de las 8 carreras de la salud que ahí se
imparten.

Cambios de tal envergadura, que incidirán en la formación de profesionales de una facultad que
orienta sus funciones en torno “al valor público de la transformación social en el ámbito de la
salud”1, exige una discusión profundamente rigurosa y democrática. Esto, pues los costos de
cercenar u omitirse en este debate guardan una estrecha relación con la forma -e incluso la
posibilidad- en que se garantiza un derecho fundamental para nuestro desarrollo en sociedad, el
derecho social a la salud.

Sin duda hay un sinnúmero de dimensiones que abordar en estos procesos, pero hay una que resulta
particularmente interesante tanto por su vigencia, como por lo antagónico y confuso que se torna
su debate. Me refiero a la relevancia de la enseñanza de ciencias sociales, filosofía y humanidades
(en sus diversas formas) en la formación de profesionales que a priori, dicen algunos, podrían
prescindir de estos conocimientos.

La posición de éstos últimos adquiere un peso considerable en una determinada concepción de


educación, enmarcada en la teoría del “capital humano”. En su versión más radical, ésta reduce a la
educación a la provisión de habilidades y conocimientos específicos a sus estudiantes. Así,
aumentan su valor en el marcado del trabajo y, por tanto, la posibilidad de acceder a mejores
sueldos. En una versión más sofisticada, la teoría del “capital humano” orientaría a las universidades
a la formación de “talentos directamente productivos, científicos, culturales y de la salud”2.
Además, esos “talentos” son los encargados de la producción del conocimiento en la sociedad, el
que es evaluado según estándares internacionales y lógicas que han llevado a concebir la
“universidad como una empresa de conocimiento (OCDE, 2001)”3.

Lo interesante es que aquí la respuesta al problema planteado sobre las ciencias sociales tampoco
resulta obvia. Podría ser plausible argumentar que la correcta formación de profesionales (de la
salud, de las ciencias o la ingeniería) requiere un dominio de habilidades blandas o liderazgo para
un adecuado desempeño laboral, o bien que estas áreas del conocimiento podrían ayudar al
desarrollo de cierta abstracción en el pensamiento útil para la resolución de algunos problemas
complejos. Evidentemente, disciplinas como la psicología, la sociología o la filosofía tienen algo que
aportar en esas dimensiones y hay vasta literatura y discusiones que abordan el problema desde
esa perspectiva.

Sin embargo, esos argumentos no revelan el real conflicto que está detrás de este debate. No se
trata de una disputa de carácter técnico, sino de una confrontación de formas de entender la
educación y su rol en la sociedad. Dicho de otro modo, de un conflicto político.

1 Proyecto de Desarrollo Institucional (PDI) 2016 - 2025 (2017) Facultad de Medicina de la Universidad de
Chile.
2 Gutiérrez C., López M., y Ruiz-Schneider C. (2017, 13 de marzo) El fundamento velado de las reformas en la
educación superior: ¿Transformar las universidades en empresas del mercado del conocimiento? Revista
Red Seca recuperado en http://www.redseca.cl/el-fundamento-velado-de-las-reformas-en-la-educacion-
superior-transformar-las-universidades-en-empresas-del-mercado-del-conocimiento/#_ftn9
3
Ibíd.
Para comprender esto, es útil preguntarse por el carácter del conocimiento de las ciencias sociales.
Es innegable que la distancia entre el acierto y el error que tienen éstas no se puede asemejar al de
disciplinas científicas como la química o la física. Pues el valor de las primeras descansa en la
posibilidad de plantearse preguntas respecto a nuestra vida en sociedad, poner en cuestionamiento
-o reafirmar- el orden de las cosas, y confrontar respuestas que condesan siglos de discusiones
intelectuales y conocimiento humano.

Presentadas de ese modo, no parece sensato seguir sosteniendo (como ha ocurrido en el reciente
debate curricular sobre filosofía) que por su simple presencia seríamos capaces de formar
estudiantes críticos o con “conciencia social”. Las ciencias sociales no son inocentes; basta
plantearse la posibilidad de formar a profesionales de la salud en una perspectiva ética donde se
defienda el derecho a la vida del que “está por nacer”, o a estudiantes de ingeniería donde el ser
humano se le presenta como naturalmente egoísta y “maximizador de beneficios”, para caer en
cuenta de aquello.

Así, volvemos nuevamente al carácter político de la discusión. No basta con preguntarse por la
pertinencia o no de ellas en el currículo, sino por su sentido, el fin que cumplen y qué es lo que
debemos rescatar de estos saberes.

Ejemplos útiles son los debates en torno a los orígenes de las desigualdades en salud y los
determinantes sociales, dónde se estudia cómo la esfera económica, social, normativa y política
incide en la situación de salud y enfermedad de las personas. También, aquellas que buscan recordar
a la “ciencia económica”, el carácter sociocultural de su disciplina y sus supuestos, discutiendo con
un montón de ideas instaladas fuertemente en el área de la ingeniería, la economía y la
administración.

En definitiva, lo que comparten estos saberes son el carácter democrático que dentro de ellos anida.
La posibilidad de interrogarse sobre las condiciones sociales que explican el desarrollo material de
nuestras vidas es un conocimiento que nos invita a la acción política, pues un examen riguroso de
la situación no puede sino concluir que es el único modo de alterar esas condiciones en la dirección
que creemos necesaria.

Cercenar esos conocimientos es una decisión política, es aceptar aquella forma de entender la
educación como continua capacitación para maximizar retornos económicos futuros. Pero dicha
concepción, hegemónica en nuestra sociedad, no es fruto de un consenso social democrático, sino
la respuesta lógica de sujetos obligados a financiar con sus propios medios y sus propias deudas la
posibilidad de acceder la universidad. De la forma más indigna, se producen los paladines del mismo
sistema que no escatima en dejarte en DICOM para recordarte quién manda.

Hacerse parte de este debate, de forma decidida y rigurosa, es necesario para quienes creemos que
las formas actuales bajo las que se organizan nuestras sociedades deben ser cuestionadas y
removidas desde sus cimientos para conquistar la soberanía y dignidad de vivir. Finalmente, es parte
de la lucha por reivindicar a la universidad pública como un espacio democratizador de nuestra
sociedad.

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