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Biografía

Gabriela Mistral.

Nació el 10 de enero de 1893 en Santiago de Chile

Vicente Huidobro (1893-1948)

Tragedia
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.

Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas,
reglamentadas como árboles de paseo.

Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y
tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.

Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel.
¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía
con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.

¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?

Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de
asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo.

Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra.
Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo
sólo que es un poco zurda.

FIN
Nació el 6 de enero de 1867, en la ciudad de Lota.

Baldomero Lillo (1867-1923 )

SUB SOLE

Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto
seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una
ojeada la líquida llanura del mar.

Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se
desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul
profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un
vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo,
en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las
calladas ondas.

Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para
llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar
mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de
fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente.
La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los
pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente
en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme,
ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni
un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas
revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con
las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo
invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por
encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.
Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de
piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo
grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente
el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre
los altos paredones de una profunda quebrada.

La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía
como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.

La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la
criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos
flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.

Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los
hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en
aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.

Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en
ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.

La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y
gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía
nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande,
de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia, y los ojos pardos, un tanto
humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las
líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto
resultaba agradable, dulce y simpático.

El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los
flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras.
Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras,
resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.

La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se
retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar
suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.

Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta
plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de
la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas
especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal
descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas
húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que
encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un
pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en un canasto. De
cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba
durmiendo sosegadamente.
El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la
hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que sólo un ojo ejercitado
podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían
cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.

La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar y, dada la hora, tenía
tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.

El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos
grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana con
el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta
seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello
redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas,
descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se
enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y
desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas,
no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire
oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en su venas su sangre joven de moza
robusta en la primavera de la vida.

El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la
plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo
y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante;
pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que
cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el
fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a
través del agua cristalina.

Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era
demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto
no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de
su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría
nada.

Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente
en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el
obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo
vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaron inútiles; estaba cogida en una trampa. La
conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el
deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un
brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una
cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia
vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un
sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, la pupilas se
agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el
espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la
playa y retrocedió luego con rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo,
arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un
penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se
desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.

Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus
músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la
población alada que buscada su alimento en las proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos,
golondrinas del mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.

El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la
destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían
hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el
pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar
hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y
muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas.

El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas


estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas
partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a
azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los
ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.

En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio,


impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas
el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los
halcones de mar.

La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus
miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera
prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá
detrás de la dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó
a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y
ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:

-¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo…! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa,
defiéndelo…! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para
ponerlo más allá…! ¡Un momento, un ratito no más…! ¡Te juro volver otra vez aquí…! ¡Te juro
volver aquí…! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas
piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no
consientas que muera desesperada…! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen
Santísima! ¡Escúchame, madre mía!

Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e
insondable como el espacio infinito. La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un
último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos,
apagados, como estertores de moribundo.

La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó
otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra
la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pareció
estrecharse en torno de la muñeca.
La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Sólo la parte superior
del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los
progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en
que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una
ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el
frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante
chillido.

Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito
que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus
extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes el miembro
prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero ese recurso le
estaba vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.

En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente
al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje
que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos
diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque
del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.

Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una
suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció
ante su vista. La luz de su espíritu azotada por una racha formidable se extinguió y mientras la
energía y el vigor aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la
cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en
la superficie tranquila de la pleamar.

Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos cada vez más tardos y más débiles que el
océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando
sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado
para otro, siempre solícito e infatigable.

Por último los lloros cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su carita estaba
amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que,
cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.

Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde
la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las
almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombros, no empañó con la más leve sombra la divina
armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor
Nació en Santiago de Chile el 28 de febrero de 1902.

MARCELA PAZ ( 1902-1985)

LA FLOR DE LA ENRREDADERA

Se revolvía en el lecho en un sueño atormentado.


¿Por qué los patrones ricos se marchan al extranjero y dejan deliberando solo a un pobre anciano
que nunca ha dado un paso que no vaya fundado en una orden?
-¿Debo arrancarla? -se preguntaba el viejo con los ojos abiertos a la noche. El mayordomo dice
que destruye los muros, que daña el edificio. Lupe, el maestro del jardín vecino, asegura que es
una enredadera sin valor ni belleza, que es una planta inútil… Y acostumbrado a realizar el
pensamiento de otros, cogía entre sus manos el hachón para arrancar las guías que se pegaban al
frente de la casa. Una vez desprendida, aflojaría la tierra y sacaría la enredadera de raíz.
Hacía tres noches que se revolvía en la cama con este pensamiento. El año anterior, en esta
época, le había sucedido igual cosa.
Diez días luchó atormentado sin saber si debía o no arrancarla. Y la dejó. Esta vez sería igual y el
año siguiente sucedería lo mismo, y así, año tras año.
-El patrón te enrostrará que por flojera o descuido habrás destruido el muro de la casa y será
preciso hacer una reparación costosa -oía la voz del mayordomo-. Planta allí un arbolillo que se
tenga en pie solo, que dé flores o fruto.
Pero el mayordomo nada sabía de plantas. Su arte era darles lustre a los pisos, a los metales, a
los vidrios de la casa. Conocía los trucos para dejar relucientes y nuevos todos los artículos sin
vida, y no apreciaba las ramas ni las flores en las matas, sino puestas en los jarrones, bien
escogidas, con tallos del mismo largo y repartidas equilibradamente.
Y sin embargo… acaso tenía razón.
Cogía el viejo jardinero el hachón y, arrastrando sus pies que no podían ya desprenderse del
suelo, se encaminaba hacia la enredadera.
-Es cierto -se decía, sintiendo flaquear entre sus dedos la herramienta-, no da ninguna flor. Nadie
se detiene a mirarla ni me ha pedido jamás un brote de ella para reproducirla, y sus brazos
cansados parecían advertirle que no podría levantar el hacha para derribarla.
Era de noche. No había luz ni estrellas, y sin embargo la noche estaba clara. Con una claridad
incomprensible, como la del agua.
La trepadora se extendía sobre el muro como un prado de hierba que crece vertical y le ocultaba
de la vista, dañándolo por cierto.
Hizo un esfuerzo: alzó en alto el hachón para dejarlo caer entre las ramas sin vacilar, y de pronto
se detuvo.
Una golondrina había ido a posarse en el filo de la herramienta.
-¡Eh! ¡Vete! -le dijo el viejo-. ¿No ves que puedo partirte en dos…? -Pero la golondrina no se
movió.
-No es mi intención matarte, pero si insistes en mantenerte sobre el filo del hacha vas a morir,
porque he venido a derribar esta enredadera…
-Si es así -dijo la golondrina- no me importa morir si he de amortiguar el golpe. Entre sus ramas
está el nido de mis pequeños, y al arrancarla del muro morirán todos.
-Mi deber es cuidar que mis plantas no estropeen la morada del patrón, no la tuya -dijo el
jardinero.
-El año pasado era yo quien estaba en ese nido, y si hubieras venido con el hacha, mi madre
habría hecho por mí lo que yo hago por mis hijos. Y una ño antes mi abuela… Y así año tras año.
No la arranques, viejecito; en ella está la semilla de veinte generaciones de golondrinas -suplicó.
Con un gesto violento hizo perder su equilibrio al pájaro y libró el filo de él. Una vez más levantó en
alto el hachón, y, en el preciso instante de dejarlo caer, sintió un cosquilleo en el cuello.
Bajó la herramienta, y buscó con la mano al inoportuno bicho.
Entre los gruesos dedos del jardinero, un grillo se retorcía angustiado.
-Bicho odioso -dijo el viejo, haciendo un gesto para lanzarlo lejos; pero el grillo permaneció pegado
a su dedo como una verruga.
-No arranques la enredadera -suplicó el insecto-; en ella nos ocultamos para cantar, y escalamos el
muro entonando los himnos más alegres y optimistas de la noche.
Con la otra mano cogió el viejo al grillo y lo desprendió de su dedo sin responder.
Todavía otra vez alzó en el aire su herramienta, pero su mango se había cogido, enredado en los
hilos de una telaraña.
-No te dejaremos derribar la trepadora -dijeron las arañitas verdes pintadas de amarillo y rojo-. A
esta enredadera debemos tantos favores que seríamos ingratas en dejarla morir sin defenderla. Si
la destruyes, te envenenaremos la sangre.
-Eso no importa -dijo el jardinero-, el deber es uno -y cortó las hebras pegajosas de la tela.
En ese instante asomaron de entre las hierbas unas cuantas cabecitas impertinentes y de ojos
inquietos. Eran las lagartijas y los lagartos.
-¿Es posible que vayan a destruir nuestro refugio? -preguntaron incrédulos-. ¿Es posible que
vayan a robarle todo su atractivo al sol, dejándonos sin sombra todo el día?
-!Ea! -exclamó el jardinero con una terquedad que no le era habitual-. Sería lo último que entrara
yo en consideraciones con los bichos y pájaros, y que por proteger sus costumbres descuidase el
interés de mis patrones -y cerrando los ojos, para no ver más opositores a su resolución, alzó de
un gesto el hacha y la dejó caer de un solo golpe.
Con verdadero terror sintió rodar una avalancha de arenilla.
-He destruido el muro -dijo atemorizado, poniéndose frío.
-Yo te he obligado a ello -habló la casa-.
Tú no sabes lo que haces al querer derribar esta trepadora. Ella cubre mi enlucido descascarado y
sucio, ella protege mis muros contra la humedad y los cálidos rayos del sol, ella me abraza y
sostiene, se extiende como un águila grande con sus alas abiertas para amparar mi vejez, y me
refresca en verano y me entibia en invierno. No sabes comprenderla. Ella disfraza su generosidad:
bajo la apariencia de que se apoya en mí, egoístamente, bajo un aspecto absorbente y
acaparador, es ella quien se desvive por nosotros. Parece buscar apoyo, y entretanto es ella quien
nos lo da. Tú no la comprendes. Pero ahora que ya has destruido el muro, le salvarás la
vida.¿Verdad?
El jardinero dio un paso atrás. El hacha había caído a sus pies y las gotas de transpiración
asomaban a su frente. Había estado a punto de cometer una torpeza tan grande, que aún no se
recobraba del horror de lo que pudo hacer.
Con sus rodillas temblorosas, volvió sobre sus pasos.
Cuando se hubo marchado, la golondrina, el grillo, las arañitas y los lagartos se agruparon en torno
de la herida del muro de la casa.
-A ti debemos nuestra felicidad -dijeron en coro, con lágrimas en los ojos-. Tú eres la que en
verdad te has sacrificado por nosotros -lloraron de emoción y reconocimiento.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, despertó el jardinero con esta preocupación: Debo
cavar un poco la tierra en torno a la enredadera. Acaso cuidándola, llegue algún día a florecer -y se
encaminó hacia ella a remover la mala hierba que entorpecía sus raíces.
Cuando a mediodía alzó los ojos para suspender su trabajo e irse a merendar, quedóse perplejo:
entre las hojas verdes de la enredadera, en el punto preciso donde en su sueño dejara caer el
hacha, había surgido como un milagro una hermosa flor. Una florecilla blanca y transparente como
una lágrima.
Y cuando los vecinos se detuvieron sorprendidos a admirarla, el viejo sonreía misteriosamente.
-Es una flor muy distinguida y elegante -dijo el mayordomo-. Es preciso cultivar esta enredadera,
porque pienso decorar con sus flores la mesa de los patrones el día de su regreso.
Y el corazón del viejo se llenó de contento y de satisfacción, aun cuando a nadie reveló el secreto
de esa flor.
¿Quién comprendería jamás que había nacido de unas cuantas lágrimas de reconocimiento
derramadas por una golondrina, un grillo, una arañita y algunos lagartos, y que había brotado en la
herida del muro de la casa?

FIN.
Nació el 25 de septiembre de 1925.

José Donoso ( 1925-1996)

Una señora

No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no
me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular.

Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo
recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara
leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté
junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.

No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en
una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto
veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La
escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello
rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas
ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero
luminoso, y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos.
Además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.

Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de
mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa
interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un
impermeable verde.

Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional
en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni
hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza
banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más
distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé
entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a
mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió
de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se prolongaba
a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros,
gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.

Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía.
¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella?

No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.

Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde
anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales.
Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con
amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido.
Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la
oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en
el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable
verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba
del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me
impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo
los árboles por la calle solitaria.

Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las
doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible
adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo
el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como
en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había
borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.

En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda
hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de
que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no
me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre
tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un bolsón con
verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí
estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía
la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.

Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por
ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo
escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié
a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el
color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su
casa.

A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su
busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi
cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.

Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una
plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese
barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a
crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una
esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que charlaban en
medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir,
había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los
bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad.

Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación,
caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:

-¡Imposible!

La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la
pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.

Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la
señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas
transitaban en pos de los últimos menesteres del día.

No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de
que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné
todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla
pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los
sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban sus
parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y
los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.

Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en
cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la
encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí
después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí
débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función
de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.

Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis
zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un
ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se
perdió en la confusión de las calles.

Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a


mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su
presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.

Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era
domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una
anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado,
pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos
y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad
por la que yo caminaba, la señora iba a morir.

Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.

Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando
lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los
alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera.
Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los
árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.

Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de
silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora
había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena
de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose
todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no
recuerdo más de esa tarde.

Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte,
dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.

Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas
silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé
un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.

Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.

A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que
reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a
la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi
depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.

FIN

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